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LA NATURALEZA DE LA INTELIGENCIA David Wechsler La palabra Inteligencia, a pesar de su uso habitual, es un termino relativamente reciente en la literatura psicológica. El interés creciente por la Inteligencia, como concepto básico en Psicología, comenzó con la publicación de A. Binet “El desarrollo de la Inteligencia en los niños”. A pesar de que Binet en diferentes ocasiones intentó delimitar el término, su interés fundamental estaba centrado en la medición y no en la definición. Desde entonces éste ha sido el principal enfoque. Ello ha determinado que mucho psicólogos hayan llegado a dudar de la contribución que todo este laborioso análisis pueda haber hecho a la comprensión de la Inteligencia. Mientras tanto otros han concluido que el término Inteligencia es tan ambiguo que debe ser descartado. Nos encontramos entonces, con la paradoja de que la Psicología ha desarrollado un sinnúmero de formas de medición de la Inteligencia de las cuales no se hace responsable, planteando que “nadie sabe qué significa realmente la palabra”. La dificultad que se plantea al precisar el término es similar a la que enfrenta el Físico cuando se le pide establecer qué significa tiempo o energía o el Biólogo cuando debe definir lo que quiere decir por vida. La Inteligencia no es un hecho material sino un concepto como el de energía. La Inteligencia ha sido definida como la capacidad de aprender, la capacidad de adaptarse a situaciones nuevas, la habilidad para establecer relaciones, etc. Todos estos intentos de definición plantean la Inteligencia como una función amplia que comprende una variedad de comportamientos que razonablemente podrían ser llamados “inteligentes”. El problema que se plantea, sin embargo, no es si la Inteligencia es la capacidad de aprender o la habilidad para adaptarse o establecer relaciones. Aprendizaje, adaptación, razonamiento y otras formas de comportamiento dirigido hacia

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LA NATURALEZA DE LA INTELIGENCIA

David Wechsler

La palabra Inteligencia, a pesar de su uso habitual, es un termino relativamente reciente en la literatura psicológica. El interés creciente por la Inteligencia, como concepto básico en Psicología, comenzó con la publicación de A. Binet “El desarrollo de la Inteligencia en los niños”. A pesar de que Binet en diferentes ocasiones intentó delimitar el término, su interés fundamental estaba centrado en la medición y no en la definición. Desde entonces éste ha sido el principal enfoque. Ello ha determinado que mucho psicólogos hayan llegado a dudar de la contribución que todo este laborioso análisis pueda haber hecho a la comprensión de la Inteligencia. Mientras tanto otros han concluido que el término Inteligencia es tan ambiguo que debe ser descartado. Nos encontramos entonces, con la paradoja de que la Psicología ha desarrollado un sinnúmero de formas de medición de la Inteligencia de las cuales no se hace responsable, planteando que “nadie sabe qué significa realmente la palabra”.

La dificultad que se plantea al precisar el término es similar a la que enfrenta el Físico cuando se le pide establecer qué significa tiempo o energía o el Biólogo cuando debe definir lo que quiere decir por vida. La Inteligencia no es un hecho material sino un concepto como el de energía.

La Inteligencia ha sido definida como la capacidad de aprender, la capacidad de adaptarse a situaciones nuevas, la habilidad para establecer relaciones, etc. Todos estos intentos de definición plantean la Inteligencia como una función amplia que comprende una variedad de comportamientos que razonablemente podrían ser llamados “inteligentes”. El problema que se plantea, sin embargo, no es si la Inteligencia es la capacidad de aprender o la habilidad para adaptarse o establecer relaciones. Aprendizaje, adaptación, razonamiento y otras formas de comportamiento dirigido hacia un fin son sólo diferentes formas a través de las cuales la Inteligencia se manifiesta. Si ella se manifiesta de diversas formas, debemos suponer que existe algo en común entre aprender a contar, evitar el peligro o jugar al ajedrez, que hace posible que digamos que son evidencias de comportamiento inteligente y que tienen poco que ver con aprender a caminar, jugar bingo o la bipedestación.

La mayoría del trabajo acerca de la medición de la Inteligencia en las últimas décadas se refirió al problema de identificar los elementos básicos o factores comunes de la Inteligencia. Aún cuando lo consideramos fructífero, debemos señalar por lo menos tres consideración importantes al respecto. Primero, el descubrir y aislar “vectores mentales” es sólo una parte del problema involucrado en la definición de la Inteligencia. Segundo, no es posible identificar Inteligencia general con habilidades intelectuales específicas. Tercero, la Inteligencia general no puede ser tratada como una entidad aparte sino que debe ser considerada como un aspecto de la totalidad mayor que es la estructura total de la Personalidad, con la que comparte elementos comunes y con la que está integralmente relacionada

La inteligencia, operacionalmente definida, es la capacidad de un individuo para actuar con propósito, pensar racionalmente y relacionarse efectivamente con su

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medio. Es total o global porque está compuesta de elementos o habilidades, que aunque no son enteramente independientes, son cualitativamente diferenciables; midiendo estas habilidades evaluamos finalmente la Inteligencia. Pero la Inteligencia no es idéntica a la mera suma de estas habilidades. Ello por tres importantes razones:

1) Los productos finales del comportamiento inteligente son función no sólo de un número determinado de habilidades o de sus cualidades, sino también de la forma en que se combinan.

2) En el comportamiento inteligente están involucrados factores ajenos a lo intelectual como son los impulsos e incentivos

3) Así como diferentes tipos de comportamiento inteligente pueden involucrar diferentes grados de habilidad intelectual, un exceso de cualquiera habilidad puede agregar relativamente poco en eficiencia al comportamiento considerado como un todo.

Sin embargo, a pesar de que la Inteligencia no es una mera suma de habilidades intelectuales, la única forma en que podemos evaluarla es midiendo los diferentes aspectos de estas habilidades. Esto no significa ninguna contradicción a menos que insistamos en la identidad entre Inteligencia general y habilidad intelectual. No se identifica, por ejemplo la electricidad con los diferentes modos de medirla, como son sus efectos químicos, magnéticos y térmicos. De la misma manera, no conocemos la naturaleza última de la Inteligencia, pero la conocemos por lo que nos permite hacer, como por ejemplo establecer relaciones apropiadas entre diferentes hechos, extraer deducciones adecuadas de diferentes proposiciones, comprender el significado de las palabras, resolver problemas matemáticos, construir puentes, etc.

Thorndike fue el primero que desarrolló claramente la idea de que la medición de la Inteligencia consiste esencialmente en una evaluación cuantitativa de las producciones mentales en términos de la cantidad, excelencia y rapidez con que son llevadas a cabo. Las habilidades son sólo productos mentales ordenados en diferentes tipos de operaciones. Por ejemplo, las operaciones que consisten en sacar conclusiones o deducir relaciones entre un hecho y otro se las denomina habilidad de razonamiento, a la operación de retener hechos, memoria, etc.

Los resultados de los tests muestran que el rango que un individuo obtiene, con frecuencia depende del tipo de test usado, pero al mismo tiempo señalan una tendencia contraria. Cuando se examina a una gran cantidad de individuos con una variedad de test de Inteligencia se observa que aquellos que obtienen puntajes altos en cualquiera de ellos tienden a obtener puntajes igualmente altos en los demás. Lo mismo se observa con los puntajes medios o bajos.

Esta doble característica de las habilidades, - su especificidad por una parte y su interdependencia por otra, - fue por largo tiempo un problema relevante en Psicología, pero sólo nos hemos aproximado a su solución gracias a las contribuciones del análisis factorial. El primero y más importante aporte fue hecho por el Psicólogo inglés Spearman. Consistió en dos partes:

1) Introdujo un método para medir la varianza entre dos pares de medidas correlacionadas

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2) Buscó demostrar por este método que todas las habilidades intelectuales pueden expresarse como función de dos factores: uno general o intelectual, común a todas las habilidades (g) y otro factor, el específico (s) particular para cada habilidad y diferentes a los otros.

Como es frecuente en la historia de la ciencia, la teoría de los dos factores fue la formulación explícita de un supuesto que subyacía a las investigaciones desde hacía ya algún tiempo. Desde el momento en que los psicólogos comenzaron a usar series de tests para medir la Inteligencia, necesariamente presuponían la existencia de un factor común. Una de las grandes contribuciones de Binet fue su intuición de que en la selección de los tests no importa mucho el tipo de tarea elegida siempre que de alguna forma ésta midiera la Inteligencia general del niño. El hecho de combinar una variedad de tests en una medida única de Inteligencia presupone de inmediato cierta unidad funcional o equivalencia entre ellos.

La equivalencia funcional de los itemes de un test, una presunción implícita no sólo en la escala de Binet, sino en cualquiera escala que se compone de una variedad de tareas intelectuales, es absolutamente necesaria para la validación del procedimiento matemático empleado para llegar a la medición final de la Inteligencia.. Este procedimiento consiste en:

1) Asignarle un valor numérico a cada repuesta correcta2) Sumar los valores así obtenidos3) Considerar las sumas iguales como equivalente, sin importar la naturaleza de los

itemes que han contribuido al total.

La presunción de la equivalencia funcional, que implica la existencia de un factor común, necesitaba de una validación empírica que eventualmente fue proporcionada por el análisis factorial, el cual consiste en un procedimiento matemático para separar fuentes comunes de varianza entre medidas correlacionadas. Sin embargo, los factores no son categorías teóricas sino que hechos; si los factores intelectuales fueran sólo cantidades matemáticas, no tendrían mucha importancia en la Psicología. Por ello, el problema más importante con que nos enfrentamos al aplicar la teoría de los factores a la Inteligencia general es definir la naturaleza de ellos, tanto en cuanto a su número e identidad, como en cuanto a determinantes del funcionamiento intelectual.

De acuerdo con Spearman, sólo un factor o factor central (g) era necesario para la habilidad intelectual básica. Este factor lo definió originalmente como “una cantidad matemática que pretendía explicar las correlaciones existentes entre diferentes tipos de funcionamiento cognitivo”. Sin embargo, a la luz de evaluaciones y aplicaciones subsecuentes se hizo evidente que g no es sólo una cantidad matemática sino también una cantidad psicológica; constituye una medida de la capacidad de la mente para realizar trabajo intelectual.

En general se está de acuerdo en que la capacidad de llevar a cabo trabajo intelectual es un signo necesario e importante de Inteligencia general. La cuestión es si es el único factor importante. Spearman pareciera pensarlo así, aún cuando no lo estableció inequívocamente. Nosotros no estamos de acuerdo con ello.

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El punto de vista de que existen otros factores importantes, junto a “g”, involucrados en la medición de la Inteligencia está basado en diferentes fuentes de evidencia. Una de ellas es la clínica. Sabemos por experiencia que los individuos que alcanzan cómputos idénticos en los tests de Inteligencia no pueden ser siempre clasificados del mismo modo. Esto es tal vez más evidente cuando se consideran los resultados de los tests para tomar una decisión práctica, como por ejemplo, cuando sirven de base para decidir si se envía al individuo a una institución para débiles mentales. En estos casos el C.I. no puede ser el único criterio. Un niño con un C.I., de 75 puede ser definitivamente débil mental, mientras que otro con un C.I. idéntico o cinco o diez puntos inferior puede estar lejos de poder ser clasificado así. Por supuesto la objeción puede ser que la clasificación de Deficiencia mental es en parte un diagnóstico social. pero ¿No es la capacidad de adaptación social un signo de Inteligencia? ¿No debería entrar en nuestra definición de Inteligencia general la capacidad para evitar el daño y la habilidad para perseverar en una tarea? La respuesta del clínico siempre ha sido afirmativa. Esta afirmación implícitamente presupone que existen otros factores junto con los intelectivos que están involucrados en el comportamiento inteligente. Sin embargo, no había sido posible demostrar experimentalmente su existencia. Hace algunos años, sin embargo, a través de nuevas técnicas de correlación, especialmente métodos de análisis factorial, se ha comenzado a hacerlo. Entre los primeros y de particular significación es el estudio de W.P. Alexander, cuya monografía “Inteligencia concreta y abstracta” es básica.

Su investigación específicamente consistió en un estudio experimental que intentó determinar si los resultados de los tests sustentaban el punto de vista de que la Inteligencia Práctica y la Verbal eran capacidades distintas e independientes o el de Spearman de que ambas eran esencialmente las mismas y sólo diferían con respecto a sus factores intelectivos específicos.

Sus hallazgos fueron extremadamente interesantes. Confirmaron el postulado de Spearman de que había un sólo factor común en todas las medidas de Inteligencia y al mismo tiempo que este factor no es suficiente para explicar las correlaciones que existían entre los tests utilizados para medir Inteligencia. Además del factor común existen otros factores, tal vez no tan generales, pero que se presentan en un número significativo de habilidades que forman subgrupos. Alexader los llamó “unidades funcionales”. Por ejemplo, la habilidad verbal es uno de ellos. No son rasgos unitarios y tampoco pueden ser considerados factores específicos, ya que a diferencia de ellos, contribuyen en grado considerable a la correlación de los diferentes subtests.

Otra conclusión importante de la investigación de Alexander es que es necesario considerar otros factores, además de los intelectuales. Una vez que se ha eliminado el factor “g” y los otros factores descritos más arriba como “unidades funcionales”, Alexander se encontró con que todavía se mantenía una cierta correlación que no había sido considerada.

Además de los factores señalados, aparentemente existían otros factores suplementarios y globales que aún cuando no eran directamente mensurables, sin embargo contribuían de manera significativa a la relación de los datos observados.

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Estos factores los llamó provisoriamente “x” y “z”. Corresponden a elementos tales como el interés del sujeto para realizar la tarea, su persistencia y su deseo de éxito, los que pueden ser señalados como factores temperamentales o de Personalidad, pero que deben ser considerados importante en la medición de la Inteligencia.

Aparece entonces, que la entidad o cantidad que son capaces de medir los tests de Inteligencia no es simple. Ciertamente no es algo que pueda ser expresado en un factor único, como por ejemplo, la capacidad para establecer relaciones o el nivel de energía mental. La Inteligencia es eso, pero algo más. Es la capacidad de utilizar esta energía o poner en práctica esta habilidad en situaciones que tienen contenido y propósito así como forma y significado.

Relaciones entre las habilidades y la Inteligencia.

Todas las medidas de la Inteligencia derivan de medidas de las habilidades, vale decir, de tests de rendimientos específicos. En la práctica, a un individuo se le presenta una batería de tests y sobre la base de sus puntajes se le señala tal o cual nivel de Inteligencia. Comenzamos midiendo habilidades pero de alguna manera terminamos con un C.I. ¿Por qué es esto posible? La respuesta que sugerimos es que la medición de las habilidades constituye una herramienta; no un fin en si misma, sino un medio para descubrir algo más fundamental.

Esta hipótesis implica varios postulados:1) La Inteligencia, de cualquier manera que sea definida, no es una entidad simple

sino una función compleja.2) La naturaleza de la Inteligencia corresponde a un efecto resultante3) Este depende de la interacción de un número de factores que lo componen,

cualitativamente diferentes, que son teóricamente infinitos pero prácticamente limitados. Estos factores se manifiestan objetivamente en diferentes formas de comportamiento. Definido factorialmente, este segmento de comportamiento constituye una habilidad. Puede, descriptivamente, ser agrupado en una clasificación más amplia, como verbal, espacial, etc., en la medida que señala modos similares de funcionamiento.

Por lo tanto, como principio general, un test de Inteligencia eficiente debe estar constituido por tareas que correspondan a la mayor cantidad de habilidades posible.

En resumen, es posible utilizar las habilidades humanas para medir Inteligencia ya que cuando se aplican a una actividad dirigida hacia un fin, dependen para su efectividad de ciertos atributos o factores que forman parte de los componentes básicos del comportamiento inteligente. Estos atributos son los que los psicólogos contemporáneos han descrito como factores generales. Lo que buscamos medir cuando medimos Inteligencia es el resultado de la interacción compleja entre diferentes factores que intervienen en el comportamiento inteligente. En la práctica medimos este resultado por medio de tests de habilidades. Una escala de Inteligencia es una batería integrada de tales tests y el rango de Inteligencia obtenido en ellos es una expresión numérica de su contribución combinada. A pesar de que la contribución de cada test puede ser

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expresada, y usualmente lo es, por medio de una simple suma, los factores que determinan los puntajes pueden no estar necesariamente combinados de esa manera, ya que el resultado no es una función lineal de esos factores. Más probablemente se trata de lo que los matemáticos llaman complejo funcional, pero la forma exacta de esa función no ha sido aún determinada.

El concepto de Edad Mental y de C.I.

El termino Edad Mental (E.M.), como se usa en la actualidad, fue acuñado por Binet, quien lo planteó como una forma de definir los diferentes niveles de Inteligencia. Presupone por una parte que la habilidad intelectual puede ser medida y por otra que aumenta progresivamente con la edad.

Sin embargo el método de evaluación de la Inteligencia a través de la Edad Mental inevitablemente limita el rango de puntajes posibles. Esta limitación se presenta cada vez que los puntajes de los tests cesan de aumentar, a medida que aumenta la Edad Cronológica. El punto en cual el puntaje no aumenta más es en parte dependiente del tipo de test usado y en parte también del proceso de maduración. Por ejemplo, el test de Maniquí deja de aumentar a los 8 años, en tanto que el test de Vocabulario lo hace alrededor de los 22 años. Esto, que ocurre con las habilidades consideradas individualmente, también sucede cuando se combinan baterías de tests que pretenden medir Inteligencia general. Más allá de los 15 o 16 años, los promedios de los puntajes de las escalas de Inteligencia dejan significativamente de aumentar con la edad. Esto se ha interpretado como que la habilidad intelectual deja de crecer a esta edad.

Lo que se ha planteado no niega, por supuesto, valor al concepto de Edad Mental y sólo señala sus limitaciones.

El índice de Inteligencia más universalmente usado es el Coeficiente Intelectual (C.I.). En las escalas de tipo de las de Binet se calcula dividiendo la Edad Mental por la Edad Cronológica. El mayor valor del C.I. es que nos proporciona un método para definir la Inteligencia relativa. Nos informa de cuan brillante es un individuo con respecto a su grupo de edad, pero además nos ofrece un índice que es independiente no sólo del puntaje obtenido en una escala particular, sino también de una determinada edad. Por eso se considera una medida que definiría las posibilidades intelectuales más o menos permanentes de un individuo.

En condiciones normales, se supone que el C.I. de un sujeto permanecerá igual a lo largo de la vida, característica que se conoce como constancia del C. I.

La constancia del C.I. no sólo es una presunción básica en todas las escalas en que la Inteligencia se define en términos de él, sino que es absolutamente necesaria, ya que si así no fuera no es posible plantear ningún esquema permanente de clasificación de la Inteligencia.

Si embargo, se ha encontrado que la constancia del C.I. sólo se ha demostrado en los valores promedio, lo cual no nos permite concluir que un C.I. distante una o dos

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desviaciones estandard del promedio permanece constante. Por otra parte tampoco los C.I. promedio son constantes a todas las edades, excepto algunas.

Por otra parte, considerando la relación entre los puntajes de los tests con la edad se ha observado que el crecimiento intelectual no es lineal, es decir, no aumenta en cantidades iguales a través de su desarrollo.

EDAD

De la observación de estos resultados se puede considerar que los numeradores usados para calcular el C.I. aumentan más lentamente que los denominadores. Esto determina que los problemas que hemos señalado que plantea esta forma de calcular el nivel intelectual para los niños, se hacen más agudos cuando se trata de evaluar el crecimiento de los adultos a través de este procedimiento. Si observamos la curva de aumento de los puntajes obtenidos en los tests, se puede apreciar que el crecimiento no sólo disminuye progresivamente sino que termina por ser nulo.

Para evitar esta dificultad que conduciría a resultados absurdos, los psicólogos han adoptado el tomar como divisor la Edad Cronológica más allá de la cual los puntajes promedio dejan de aumentar. Tal edad ha sido establecida por los diferentes autores entre los 14 y los 18 años.

Sin embargo, adoptar esta solución significa introducir una presunción que destruye la significación del C.I. Tal presunción es que la Edad Mental permanece constante a lo largo de la vida; pero si esto fuera verdadero, la curva de crecimiento a partir de los 16 años más o menos sería una recta paralela al eje de la Edad Cronológica. Pero eso realmente no ocurre; en vez de ello, después de llegar a un máximo cae progresivamente.

La esencia del concepto de C.I. es que para una evaluación válida de la brillantez de un individuo se debe comparar su habilidad mental con la de un individuo promedio de su propia edad. El método por el cual se llega a esta comparación es secundario, aunque

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PUNTAJES

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significativo. Lo esencial es que el C.I. tome en consideración la edad del sujeto, de modo que cuando esta factor es dejado de lado la medición deja de estar expresada en términos de C.I. que es lo que ocurre cuando los C.I. de los adultos se obtienen dividiendo por una cantidad fija.

Por estas razones muchos psicólogos han estimado conveniente abandonar el concepto de C.I. como medida de la Inteligencia general. Sin embargo, lo que hemos señalado arriba no son defectos del concepto de C.I. sino el resultado de ciertos errores corregibles en la forma de calcularlo.

El C.I. permanece como un concepto básico en la medición de la Inteligencia. Tal concepto establece que la Inteligencia de una persona en un momento dado es definida por su relación con su grupo de edad. Esto supone que aunque la capacidad absoluta de un individuo pueda cambiar, su posición relativa, en circunstancias ordinarias, no. Esto además implica que el nivel así establecido sea independiente de la edad del sujeto, el tipo de test usado y la variabilidad de la muestra de población. Diferentes procedimientos estadísticos se han desarrollado para obtener estos resultados. Describiremos el empleado en la estandarización del Wechsler Bellevue y de las escalas de WAIS.

La base que escogimos para trabajar fue la cantidad de Inteligencia que está representada por el individuo que está al Error probable del promedio. Escogimos esa distancia porque por convención esa desviación es utilizada como línea divisoria entre individuos que se consideran Promedio y Subpromedio. De acuerdo con este punto de vista, un individuo promedio es aquel que cae dentro del 50% del grupo, un valor que en la curva de probabilidades normal se define por el valor + 1 Error probable a –1 Error probable. Después de establecer –1 como el punto desde el cual íbamos a calcular los C.I., debimos decidir qué valor le asignaríamos a ese punto en términos de C.I. La verdad es que podríamos haberle asignado convencionalmente cualquiera, ya que el C.I. meramente define una posición relativa dentro del grupo con el cual se ha comparado. Sin embargo, debimos tomar en cuenta algunas consideraciones prácticas que nos limitaban los valores que podíamos emplear. La más importante es el valor del C.I. promedio que, incuestionablemente, la costumbre lo ha establecido como 100. Si aceptamos esto, los C.I. de los individuos inferiores al promedio deberán ser menores que 100. En el caso de la mayoría de las escalas de Inteligencia, un C.I. de 90 ha llegado a ser considerado como el límite inferior de la así llamada Inteligencia Promedio. Si la distancia de –1 Error probable del promedio señala el valor más bajo de la categoría promedio de nuestra clasificación, decidimos usar 90 como el C.I. con el cual la distancia de –1 Error probable podía ser equiparada.

Al igualar –1 Error probable con 90 no sólo definíamos ese C.I. sino que cualquier otro. Sólo hacía falta determinar el Promedio y la Desviación estándar de la distribución, preparar una tabla de puntajes z y luego obtener para cada puntaje el C.I. correspondiente.

Los C.I. así calculados se conocen como “Cuocientes de desviación”, ya que ellos son calculados en términos de desviación del promedio.

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Los C.I. obtenidos de esta forma tienen varias ventajas. En primer lugar definen niveles de Inteligencia estrictamente en términos de unidades de desviación standard y por lo tanto son inequívocos. Segundo, nos eximen de la necesidad de suponer cualquier relación precisa entre el aumento de la Edad Mental y la Edad Cronológica y en particular acerca de su relación lineal. Tercero, nos dispensa de comprometernos con cualquier punto fijo, más allá del cual se presume que los puntajes no están afectados por la edad, vale decir, a una Edad Mental promedio adulta. Finalmente los C.I. así calculados se suponen equivalente, sin considerar la edad en la cual se han determinado.

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