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INFIDENCIAS - Miguel Romero Cardiel · Capítulo 12. Un libro, un café y un pitillo Capítulo 13. Hotel Hanoi Capítulo 14. La tramontana Capítulo 15. La duda Capítulo 16. Una

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© 2014. Ediciones Experiencia

© 2014. Miguel Romero Cardiel © Cubiertas:

Imagen de fondo: Casa Avel.li Trinxet, 1904

Obra de Puig i Cadafalch. Derruida en 1967 Cuadro: Almendros floridos de Joaquim Mir i Trinxet

© Diseño cubiertas y composición

Miguel Romero Cardiel [email protected]

Edita: Ediciones Experiencia

c./ Ametllers, 16 – local A 08320 El Masnou (Barcelona) Tel.: 92 241 10 25

Fax : 93 241 31 29 [email protected] www.edicionesexperiencia.com

Primera edición: diciembre 2014

ISBN: 978-84-15179-96-2 Depósito legal: B. 25.865-2014

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de esta publicación por

cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fo-tocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito del autor.

Impreso en España – Printed in Spain

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Para todos

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Agradecimientos

Reconozco a mi familia la generosidad del tiempo

prestado, aún a sabiendas de ver mermada mi dedi-cación durante ese lapso, a cambio de esta humilde historia de amor y misterio producto de mi imagina-

ción.

Mi gratitud para Araceli Caballero, de Ediciones Ex-periencia, por tener a bien la publicación de esta

novela.

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Viajaba por gusto, y era esencialmente bondadoso.

Por lo cual no se dejaba arrastrar a estrellarse contra

los vicios y los extravíos de la sociedad; es decir, que no

se sentía con vocación de atacar los molinos de viento

como Don Quijote. Érale mucho más grato encontrar

lo bueno, que buscaba con la misma satisfacción pura

y sencilla que siente la doncella al recoger violetas.

Su fisonomía, su garbo, la gracia con que se

embozaba en su capa, su insensibilidad al frío y a la

desazón en general, estaba diciendo que era un viajero.

Fernán Caballero

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Sumario

Capítulo 1. Un lienzo

Capítulo 2. Quiénes éramos. Rafaela Nahuel

Capítulo 3. Indonesia. David Fernoso

Capítulo 4. Una llamada y un e-mail

Capítulo 5. En la Plaza

Capítulo 6. De regreso

Capítulo 7. Rafaela Nahuel llega a su apartamento

Capítulo 8. La razón. La visita

Capítulo 9. La cita

Ca pítulo 10. Rafaela Nahuel. Conversando

con la consciencia

Capítulo 11. La cena

Capítulo 12. Un libro, un café y un pitillo

Capítulo 13. Hotel Hanoi

Capítulo 14. La tramontana

Capítulo 15. La duda

Capítulo 16. Una llamada

Capítulo 17. La sala de arte

Capítulo 18. El desayuno

Capítulo 19. De nuevo solos en la terraza

Capítulo 20. Un encuentro fortuito

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Capítulo 21. Los tres

Capítulo 22. El evento

Capítulo 23. Cama compartida

Capítulo 24. Una nota

Capítulo 25. Los dos en el sofá

Capítulo 26. El recuerdo

Capítulo 27. Un violento abrazo

Capítulo 28. Cena con Flora

Capítulo 29. La ciudad de los muertos

Capítulo 30. El piso

Capítulo 31. Una mujer sin nombre

Capítulo 32. La casualidad

Capítulo 33. Buenos Aires

Capítulo 34. Partir de nuevo

Epílogo

Nota del autor

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Capítulo 1. Un Lienzo

Barcelona, días de marzo de 2005. Ricardo Magent es un rele-

vante galerista. Hacía años que había establecido su base de nego-cio en Barcelona. Recuperar una de las principales salas de arte de la ciudad supuso para él, más que un reto, una revancha. Su tesón

no cedió hasta conseguirlo.

Amalia Caralt era una anciana con incipientes trazos de una enfermedad cognitiva y degenerativa, ex profesora universitaria de

arte, jubilada desde hacía tiempo. Ricardo Magent desconocía la realidad en cuanto a su embrionaria limitación, su demencia. Y nunca creyó poder estar persuadiendo de algo lesivo a una anciana

desvalida. Nada tenía que ver con eso.

Se relacionaban desde hacía años. Aunque sus contactos ha-bían sido intermitentes. La tenía como una mujer de carácter, he-

cha a sí misma, con criterio, que sabía lo que hacía, de ideas muy claras, noble, de fiar, y lo más importante para él, gran conocedora del arte español. Era una mujer menuda, de espalda algo encorva-

da, de mirada penetrante, que debería de rozar los ochenta y tan-tos años. Tenía un bonito pelo cano que llevaba recogido en una

especie de moño. Y es que los años no pasan en balde.

El primer encuentro de Ricardo Magent con Amalia Caralt coin-cide con la época en que él era estudiante de Bellas Artes. De he-

cho fue en esa etapa cuando se establecieron sus lazos no de amis-tad, pero sí de profundo respeto y admiración del uno por el otro.

Ella había sido su tutora en la universidad de Barcelona y había

impartido clases de la asignatura de Conservación y Restauración de Obras de Arte, en tercer curso; y de Pintura Mural, en cuarto. Él, un alumno suyo aventajado. Después, más tarde, al finalizar la

carrera, ella le ayudó en su tesina.

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El caso es que el día que le pidió a Amalia Caralt, por cierto viuda de un acaudalado industrial catalán de principios del Siglo XX,

e hija de un reputado aristócrata del S. XIX que llevaba su mismo apellido, sabedor de que se trataba de un óleo sobre lienzo catalo-gado, que se lo prestara para exhibirlo en la exposición que inaugu-

raría a principios del mes de mayo en la sala de arte de su propie-dad. La anciana profesora, que hacía un año que empezaba a des-variar, aunque de manera discontinua como consecuencia de su

desorden mental, aceptó la petición y no dudó ni por un momento de la sana intención de éste. Al fin y al cabo no era un extraño, se

trataba de un destacado ex alumno suyo, al cual había tenido siempre en consideración por el gran rendimiento académico y su profundo amor por el arte.

Amalia Caralt, a pesar de ser descendiente de familia florecien-te por una parte y aristócrata por otra, desde el punto de vista personal de Ricardo Magent era una mujer sencilla, campechana y

avispada. Viva, que creía en su propia intuición y que, una vez de-cidida, siempre llevaba hasta el final lo que se proponía asumiendo todas las consecuencias que se pudieran derivar.

Habían acordado verse en su mismo piso. Para comodidad de ella y porque allá no podía haber ningún confidente. Con ella solo vivía su cuidadora.

Cuando vio entrar a Ricardo Magent se le cayó el bastón de la sorpresa. “¿Tu por aquí de nuevo?”—soltó Amalia—. Es todo lo que se le ocurrió decir como bienvenida. Pero lo cierto es que le reco-

noció o lo hizo ver. Ricardo nunca lo sabrá. Había sido mujer de muchos recursos. Inteligente, luego tal vez su enfermedad no había podido erosionar del todo su razón por ahora.

Hablaba siempre en voz baja. Parecía que le gustaba sentir el silencio. Por eso, quien la escuchaba tenía que prestar mucha aten-

ción. Se sentaron en un cómodo sofá de la salita de estar.

—¿Le traigo algo para beber, señora? —le ofreció la cuidadora que allí se encontraba.

—Una infusión de manzanilla —pidió sin dejar de observar a Ri-cardo. —¿Y usted, señor?

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—Puede traerme lo mismo. No quiero dar ningún trabajo suple-mentario.

La diligente cuidadora asintió a lo ordenado y desapareció del salón cerrando la puerta tras sus pasos.

—Puedes ver, Ricardo, que en este mundo no hay nadie indispen-

sable. Por muchos conocimientos o habilidades que uno tenga siempre hay alguien preparado para sucederte. Si fuéramos insusti-tuibles, mientras avanzamos hacia la muerte, nos veríamos en apu-

ros, ¿no crees? Es mejor que los que dejamos sepan apañarse. Ello te da la tranquilidad de poder morir en paz —sentenció.

—Por supuesto, le respondió mientras observaba el óleo que repre-sentaba unos almendros en flor que colgaba de la pared del salón. “¿No se trataría de una reproducción del original, no?”, se pregun-

taba mientras respondía.

Amalia Caralt, que era dueña del lienzo conocido con el nom-bre de “Almendros Floridos” de Joaquim Mir i Trinxet, tan admira-

do por él, le pidió que le extendiera una de sus manos para ponerla entre las suyas. Estuvo así durante unos minutos. Cerró los ojos y le cayeron unas lágrimas. Parecía querer, al asir una de las manos

de Ricardo, recuperar algo de su juventud o tal vez revivir un ya olvidado gesto de cariño.

Apareció de nuevo la cuidadora. Depositó la bandeja con las

infusiones sobre una mesita auxiliar. Al cabo de unos minutos, Amalia Caralt retiró los saquitos que contenían la infusión y los dejó al lado del plato que sustentaba cada taza, lo cogió con su mano

izquierda y con la derecha asió la taza para llevársela a la boca. Tomó un sorbo. Ya desde niña le gustó siempre sorber líquidos calientes. Era una manera, aunque poco ortodoxa, de enfriarlo y de

evocar travesuras de su niñez. Inspiró luego los vapores que ema-naban de la taza. El aroma que desprendía la manzanilla era dulce

y penetrante a la vez. Él prefería el café caliente y cargado, desde luego. Fuerte como el mismo demonio sacado del infierno. Pero la quiso acompañar esta vez. Siguieron hablando.

—¿Luego, me prestará el cuadro doña Amalia? —¿Cómo no voy a prestárselo a un destacado y reconocido pupi-lo, Ricardo? —respondió ella con voz suave y cercana.

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El único requisito que le solicitó Amalia Caralt fue que firmara un documento conforme reconocía que ella era la única propietaria

del lienzo, y que le sería devuelto a su domicilio, sin condiciones, una semana después de la fecha de clausura de la muestra itine-rante. Eso sí, convenientemente embalado, protegido y trasportado

hasta su domicilio actual en el barrio de Sant Martí. En una de las cláusulas del contrato redactado a mano por ella, exigía un nada despreciable seguro a su favor para cubrirlo frente a posibles con-

tingencias. El ex alumno aceptó el trato, y no vio nada de anormal en su petición, ya que se trataba de una apreciada y solícita obra

del s. XIX, por otro lado altamente valorada.

David Fernoso, hijo de Amalia Caralt no pudo ayudarla a redac-tarlo. Ni siquiera conocía su intención. Estaba fuera de España. Al

parecer en uno de sus frecuentes viajes. Era su único heredero.

Pactaron el día de la recogida. Sería una mañana de finales del mes de abril, una semana antes de abrir las puertas al público.

Se despidió agradeciéndole su gesto y generosidad de manera grave. Después le besó la mano y le dio su palabra de honor que lo velaría como si fuera el propietario.

El día en que la furgoneta de transporte, especialmente acon-dicionada para esos cometidos, pasó a recoger el lienzo por el do-micilio de doña Amalia Caralt, Ricardo Magent se desplazó también

hasta allá. En parte para custodiarlo con más celo, y para darle tranquilidad.

Tras un breve intercambio de palabras le firmó el escueto

acuerdo que habían pactado y el recibí del cuadro. Tan pendiente estaba de la preparación del embalaje para el traslado que descui-dó llevarse la copia. Se le fue el santo al cielo. A veces sucede que

nos olvidamos de los detalles más esenciales.

Se volvieron a despedir. Él marchó. Ella guardó el documento

en una pequeña caja fuerte que tenía en una de las paredes del salón. Ninguno de los dos llegó a pensar que nunca más se volve-rían a ver. La vida, mejor dicho: la muerte repentina de ella, lo

impediría. Y es que la vida, a veces, depara sorpresas.

Pero había algo más, su petición tenía una causa: Ricardo Ma-gent había sentido un escalofrío al verlo por primera vez. Sin nin-

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guna razón concreta, le había impresionado hasta el punto de desear poseerlo y esta posibilidad le obsesionaba. No podía adqui-

rirlo, pero por lo menos estaría un tiempo cerca de él.

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Capítulo 2. Quiénes éramos. Rafaela Nahuel

Barcelona, días inciertos de 2009. Un día, un hombre, David Fernoso, se acercó a mí fuerte y sin voz. Era poco hablador, lo con-

trario que yo. Mi condición de mujer y mi genética multiplicaban mis palabras por diez. Aunque cualquier mujer podría aseverar que lo que he dicho es feo.

“No sueñes, se acabó”, me repetía consumida en una especie de nostalgia por decir eso. Pero estoy en lo cierto cuando digo que soy habladora y de que, como ser humano, busco compañía.

Él se acercaba a mí. Yo interpretaba que me quería al volver. Por un tiempo durante su presencia, me hacía sentir segura. Dueña de mí misma. Tal vez porque yo me sentía su propietaria, si es que

se puede poseer a un ser humano. Pero lo cierto es que, cuando volvía a marchar, me decía estoy sola y volvía a repetir: “No sue-ñes, se acabó”.

Cuando intento hacer memoria con quién salía antes de cono-cer a David no recuerdo a nadie. No tanto porque no lo hubiera habido, sino porque no recuerdo a nadie como él. ¡Era tan fácil

desprenderse de cualquier cosa para él! Nadie, antes, me había manifestado esa característica. Y eso es justo lo que le hacía dife-

rente y me gustaba de David Fernoso.

Pero realmente estaba sola. Él venía y partía. Entonces me quedaba sola en la ciudad. Y mientras esperaba su regreso esa

sensación de soledad se repetía tanto que la llegaba a odiar más que a él por marchar. Iba de compras sola. Al bar de la plaza, sola. Salía a pasear, al cine, al teatro, a los museos, sola; incluso más de

un día me embriagué cara a cara con una botella de ginebra que solía mezclar con agua tónica. “En fin”, me decía “también dejaste lejos a tu madre patria y a tu familia, no hay para tanto”. Pero para

mí sí que lo había. Incluso cuando estaba con él me parecía estar

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sola. Pero incomprensiblemente más completa. Era una sensación extraña. Nuestra amistad, o qué se yo, estaba construida sobre

silencios y miradas cómplices; con vacíos que nos unían. Pero no es menos cierto que ambos nos sentíamos cómodos uno al lado del otro. Cualquier circunstancia hubiera sido otra sin su compañía, sin

su ausencia y sin sus silencios.

Si no recuerdo mal empezamos a tratarnos hace años en una fiesta que dio una amiga común, María Palacios. De hecho fue ella

quien suplió con su amistad sus ausencias y quien me mostró Bar-celona. Yo provenía de Argentina. Antes, nunca nos habíamos ha-

blado. Él y yo no nos conocíamos.

Sí, el origen de todo fue aquella fiesta. La dichosa fiesta de María Palacios.

Era extraño cada vez que coincidíamos después de sus idas y venidas, de sus viajes. Nos tratábamos como perfectos desconoci-dos. Pero ahí yacía su magia.

Aquella noche bebimos demasiado. Quizá lo hicimos para dar alas a nuestra lengua. Quizá porque empezábamos a sentir algo el uno por el otro. Aún recuerdo algunas de sus frases, de cuando

empecé a conocerlo:

“—Es extraño que una mujer argentina busque refugio en Barce-lona, Rafaela” —murmuró.

“—¿Y?” —le respondí con esa sola letra. “—Debes de rozar los cuarenta. Eres muy guapa”. “—Todavía no llego a esa cifra que empieza a estar cansada y

que por ello tiene forma de silla”. “— Veo que he sido indiscreto”. “—Qué va!”

Solíamos compartir nuestro tiempo libre en mi casa o en la su-

ya. A veces quedábamos en una cafetería o en un restaurante. Sobre todo los fines de semana.

La primera vez que me propuso ir a su casa me puse en guar-

dia. Conocía de sobras lo que algunos hombres pretenden de las mujeres. Eso no iba conmigo.

Recuerdo el inicio de un diálogo loco el día de la fiesta:

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“—¿Eres soltera?” Pensé, que plasta, si no conoce ni cómo me llamo. La pregunta procedía de detrás de mí. Giré la cabeza y vi a

un hombre de mediana edad, atractivo, que se había sentado tras de mí en un taburete. Sin dejar de mirarme bebió un trago largo de su vaso.

“—Me he casado diez veces por lo menos. Puede ser que alguna más. Y me he divorciado las mismas. Ahora estoy soltera” —le devolví sin titubear y aguantándole la mirada.

Su cara no me sonaba de nada, todo y que lo había visto en-trar en la fiesta y saludar con un par de besos a María Palacios. Es

decir, no me lo habían presentado expresamente.

Él, tras mi respuesta, se echó a reír.

“—¡Qué vida sentimental tan ajetreada!” —respondió.

“—¡Qué va! Nada que ver. Las apariencias engañan”.

Después sonrió desde lo más hondo, con esas sonrisas que to-do lo conquistan.

Para mí resultó ser atractivo desde el mismo momento que lo vi llegar. Por su vestuario, una simple camisa blanca de lino de manga larga, unos vaqueros y unas deportivas, parecía sencillo y

sin preámbulos. No lucía ninguna “marca” en la ropa. Para mí son horteras y de quiero y no puedo. Símbolo de ostentación, nada más. No le hacía falta. Era diferente. No sé, tenía un aura especial.

De tez morena (según me dijo regresaba del desierto del Sahara). De ojos color entre la frontera del azul y el verde. Complicado de adivinar. Una incipiente barba de pocos días le añadía cierto toque

de inconformista y bohemio.

Me dije que a nadie le sucede nada que no pueda soportar y tras la fiesta nos empezamos a ver asiduamente cuando él estaba

en la ciudad. Intentamos un tiempo vivir juntos. No funcionó. Solía quedarme largas temporadas en su casa sola. Decidí volver a la

mía. Al menos conocía mejor mis espacios. No hay nada peor que convivir con las paredes y los objetos de una persona ausente. Tenía la sensación de ser una apátrida. Ninguno de los dos se sintió

perjudicado por el hecho de que volviera a mi redil. Así, en parte, llegábamos a ser más desconocidos. Ello aportaba un tinte especial o diferente a nuestra relación.

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Capítulo 3. Indonesia. David Fernoso

En la hermosa Bali, isla que me acogió durante parte de mi año sabático, se encuentra Ubud, pequeña ciudad asentada en su

interior. Aun siendo un destino de paso obligado para trotamundos se me presentó como agradable durante el tiempo que me acogió en comparación con los solícitos enclaves turísticos de Kuta, Nusa

Dua o la misma capital Denpasar, por ejemplo. Próximos unos a los otros o apiñados en su costa bañada por el mar de Bali, que se funde pocos cientos de millas más allá del horizonte con el de Java,

se mudan en lugares poco menos que insoportables durante la época alta de turismo. Es por ello que decidí afincarme por una larga temporada en este lugar que parece caído del cielo fuera de

esa estación, con el firme deseo de huir del bullicio; de la sombra que me había perseguido por mi Barcelona; y desconectar, así, de todo mi entorno a modo de vía de escape de lo que me empalaga-

ba y había acabado transformándose en costumbre.

La sublime frondosidad de su vegetación eclosiona el lugar cir-cunscribiéndolo en medio de un potente bosque verde dónde se

pueden observar animales en estado salvaje, desde monos a aves exóticas y reptiles. Un pequeño rosario de carreteras locales pavi-

mentadas, unas mejor que otras, y de bellos senderos se procura paso entre esta espesura que da cobijo a toda una manifestación exagerada de vida natural, uniendo pueblos y aldeas, cediendo

paso, al mismo tiempo, a cierto flujo humano entre sus alrededo-res.

Tanta es la vegetación que apenas unas decenas de metros

más allá de la ventana de mi estancia se extingue todo vestigio humano y, ya solamente, cualquier tonalidad del color verde que expresa con suma vehemencia lo que tiene de selvático este lugar,

se abre paso a algunos ruidos resultado de su variada fauna ani-

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mal. Hace calor y el lugar es húmedo. Es una sensación diferente, extraña para mí.

Es un lance de fortuna observar, desde el mismo pie de casi cualquier trayecto que realizo por esas carreteras y senderos adya-centes, terrazas de arrozales dónde se cultiva esa planta anual

propia de terrenos muy húmedos que es el origen de ese grano rico en almidón: el arroz, indispensable, en este caso, en la dieta bali-nesa desde tiempos inmemoriales. Pero si hay algo impactante

para cualquier occidental que se precie de ser su primer destino por Asia, es observar a sus gentes. El hecho de contemplar a esas per-

sonas lastradas con otras costumbres, que pueden abarcar desde sus diferentes formas de vestir a su distinta manera de sentarse, su dispar tez oscura o hasta su profunda y nítida mirada donde parece

haberse detenido el tiempo. Todos estos detalles pueden inducirte a la sensación de viajar en sentido inverso al de las agujas del reloj evocando a tu juventud en caso de haberla perdido a fuerza de

haber vivido mucho.

No hay que hacer demasiado más que mirar y empaparse de todo este entorno, de sus paisajes, de sus gentes, de sus playas y

de sus cristalinas aguas que descienden, a veces vertiginosamente, por ríos que en según qué tramos devienen sosegados, mientras degustas un té. Observar es una práctica que me cautiva.

Caía la tarde. El sol, a punto de desaparecer, se teñía de rojo, dominando un cielo de sutiles tonos naranjas. Y por todas partes, de norte a sur, de este a oeste de la isla, desde la cima del volcán

extinguido Batur, al pie del lago que recibe el mismo nombre, pue-do divisar las suaves colinas hasta dónde alcanzan los confines de mi mirada. Se diferencian cuatro colores que dominan el lienzo: el

verde dominando de cerca casi a mis pies; el anaranjado del cielo algo más lejos, el rojo del astro sol suspendido en lo alto, y el azul

del mar a lo lejos. Lo que reparan mis ojos se equipara a un enar-decimiento operístico, embrujado, y de colores irreversiblemente reales. Algo artificial, forzado contra natura pero increíblemente

cierto al mismo tiempo. Al poco rato de gastar mi vista, y ya sufi-cientemente embriagado por la potencia del festival multicolor, inicié el descenso hasta los mismos pies del lago Batur, en donde

había dejado estacionado mi vehículo, y me encontré de nuevo en

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el mismo lugar del que había partido. Tras saberme vivo y de no estar soñando giré la llave de contacto de mi automóvil y decidí

volver.

Después de conducir durante unos cuantos quilómetros detuve mi automóvil en un kiosko de carretera. Allá, en una de sus terra-

zas que asomaba a un abrupto precipicio que producía vértigo al tiempo que estupendas vistas, di cuenta de una cerveza fresca para calmar mi sed. Vacié la cabeza de pensamientos al ritmo que reba-

jaba el contenido de la botella, y me dejé llevar por la brisa que corría pretendiendo, una vez más, olvidarme de todo. Hasta, por un

momento, del recuerdo de la muerte de mi madre hacía ya algunos años.

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Capítulo 4. Una llamada y un e-mail

Iba a cumplirse un año de correos intermitentes e intermina-bles cuando David Fernoso, por medio de un correo electrónico,

comunicó a Rafaela Nahuel que pronto regresaría. Durante los seis meses anteriores a su llegada a Indonesia, David Fernoso olvidó casi por completo enviar noticias o señales de vida. Sin embargo

Rafaela Nahuel intentó no perder ni un instante en imaginar nada que fuera poco halagüeño sobre su destino. Sabía cómo se com-portaba David cuando huía de algo y que su paradero estaba en

algún lugar de ese continente, aunque desconocía exactamente donde, ya que según le explicó no seguiría ningún itinerario prede-terminado; es decir, no tendría ninguna seña fija a la que poder

dirigirse. Imaginó que podría encontrarse reposando en cualquier aldea de alguna isla más o menos remota; bien retozando en una playa paradisíaca, bien visitando cualquier gran urbe como lo es

Singapur. Ella asumió su inquietud con la valentía y la lucidez con la que había afrontado hace años, en su Argentina natal, la larga en-fermedad de su madre.

De repente su teléfono emitió una señal de llamada. Rafaela Nahuel atendió la misma con rapidez, como si de alguna manera

esperara descubrir la voz de David al otro lado a punto de tejer una conversación con ella.

—¿Diga? —respondió con la esperanza de que fuera él.

Al mismo tiempo Rafaela se asustó. Llegó a creer que podría ser alguien de la embajada española que le anunciara un percance de David. Eso le arrugó. “¿Pero por qué me irían a llamarme a mí si

no soy familiar directa?”, se tranquilizó.

— ¿Es usted la señora Nahuel? Soy Enrique Arnault —añadió el interlocutor.

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—¿Con quién dice que estoy hablando?...lo siento, pero ahora no caigo en la cuenta, dijo resignada Rafaela. ¿Podría darme alguna

pista? —continuó con la intención de obtener alguna traza que le permitiera ubicar aquella voz. —Sí, señora, sí. Soy Arnault, Enrique Arnault. El mismo. cazador

de nuevos talentos de la empresa Pacific Clothes S.L. en Madrid. Manifesté mi interés por sus colecciones de diseño de ropa en un encuentro casual en la Cibeles Fashion Week de mi ciudad. ¿Me

recuerda? —Me parece que ahora lo ubico, le espetó Rafaela y añadió: rue-

go tenga la bondad de saberme disculpar pero estaba pendiente de recibir, de un momento a otro, una llamada internacional y mi reconcomio me ha arrastrado a olvidarlo por unos instantes. Se-

pa excusarme, por favor, por no haberle recordado antes. —No se preocupe —espetó Enrique con un tono de voz rozando lo paternal.

—¿En qué le podría servir de ayuda, señor Arnault? —replicó ella sólo con la esperanza puesta, ahora, en que el motivo de la lla-mada podría significar un encargo de trabajo.

Se abrió un espeso silencio en el auricular del teléfono móvil de Rafaela que cedió el paso seguidamente a que maldijera por unos instantes, resignada y en voz baja, la calidad del servicio ofrecido

por la compañía de telefonía móvil con la que contrató hacía ya algún tiempo, desde que se afincó en España.

Pasaron unos segundos que le parecieron una eternidad.

Rafaela siguió luchando para no perder la llamada como si le fuera su propia vida en el empeño ya que no podría devolverla. Procedía de un número privado y no quedaría registrado el abona-

do si se diera el caso de cortarse la comunicación. Rápidamente barajó la posibilidad de que si así sucedía podría iniciar una bús-

queda a través del servicio de Páginas Amarillas si no la llamaban de nuevo. Todo eso es lo que le pasó por la cabeza mientras insis-tía en lo que se asemejaba a un diálogo de sordos con el aparato:

—¿Diga? ¿Oiga?...¿Se ha cortado?¿Me escucha? ¿Está todavía ahí?, prosiguió Rafaela como si de un soliloquio se tratara al no obtener ninguna respuesta.

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Finalmente percibió una voz débil, metálica y lejana en el auri-cular.

—Sí, la escucho. Parece haberse colgado la línea por unos ins-tantes. Yo la oía perfectamente —respondió Enrique. —Creía que se había cortado la comunicación —largó Rafaela

Nahuel. Yo no le oía. —No, por mi parte ya le he dicho que la escuchaba bien. Venía diciendo que el motivo de mi llamada era para proponerle una

reunión de trabajo, continuó. Una vez revisados los diseños de su colección para la próxima temporada hemos encontrado algu-

nos adecuados para incorporarlos en nuestro catálogo. ¿Qué le parece si nos vemos el próximo martes a las diez treinta de la mañana en el punto de encuentro de la terminal del aeropuerto

Madrid-Barajas?, así usted no deberá desplazarse al centro de la ciudad, dónde tenemos nuestras oficinas, con el consiguiente ahorro de tiempo.

—Bien. Deme unos instantes, por favor. Voy a consultar mi agenda…a ver, a ver…. Perfecto, no tengo nada para ese día — respondió de manera asertiva Rafaela.

—Entonces hasta la vista. Nos veremos el martes donde le he di-cho. ¡Que tenga usted un buen fin de semana! —le deseó Ar-nault.

—Igualmente. Adiós. Hasta el martes. Allí estaré a la hora con-venida. Le llamaré al llegar —se despidió Rafaela.

Prosiguió con sus quehaceres.

Rafaela Nahuel tenía recursos económicos suficientes para su independencia. A parte de los ingresos como diseñadora de moda poseía algunas propiedades de la familia en Argentina —su patria

natal— que había heredado tras la muerte de su madre, y de las cuales sacaba un rendimiento que sumado a lo que le reportaba,

poco o mucho, su profesión, le procuraban una vida cómoda y pla-centera. No para tirar cohetes, desde luego, pero sí para poder desenvolverse cómodamente en Barcelona, ciudad que la acogió

desde hacía algunos años.

Tomó asiento en la silla giratoria que tenía ante la mesa de madera de haya de color claro con betas muy señaladas en el gabi-

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nete que hacía de despacho. Un teléfono, papeles, documentos, hojas manuscritas, dibujos, bocetos, correo ordinario, utensilios de

escritorio, un bolso de mujer y su inseparable ordenador portátil, yacían sobre la misma. Tras unos instantes de contemplación extra-jo una cajetilla de tabaco de color rojo y blanco del interior de su

bolso; la abrió cansinamente despellejando, primero, el celofán protector y acto seguido, abriendo su tapa, retiró el papel plateado que protege el contenido dejando a la vista un frente de boquillas

de color whisky dispuestas con excelente alineación. Llevó uno de los cigarrillos a su boca. Despejó la mesa de papeles, bocetos y

notas; amontonó más ordenadamente, si cabe, el correo ordinario por abrir; alumbró el pitillo que atenazaban sus labios con suavi-dad, y comenzó a dar profundas y distanciadas caladas aspirando

el humo como si de un acto trascendental se tratara. Con parsimo-nia, tras cada calada, dirigía su mirada hacia el techo de la estancia como si su visión quisiera ascender tras el humo azulado hasta

flotar inerte en la oquedad aquiescente de la misma; otras, miraba con cierto aire ensimismado a ninguna parte, con la vista perdida en el infinito, afanándose en descubrir una respuesta a lo que

acababa de hablar y al mismo tiempo preguntándose de nuevo por el paradero de David. ¿Dónde estaría exactamente? No estaba preocupada, pero el afán que nos crea anhelar conocer, querer

comprender rápido el destino de los nuestros antes de que algo les sobrevenga, acarrea un cierto agobio. Ella tampoco no era indife-rente a ello.

Abrió la pantalla de su ordenador personal y automáticamente se alumbró. Clicó sobre el icono del Outlook y dio entrada a su correo. Con sorpresa había recibido, entre otros que no consideró

relevantes, el siguiente:

De:David Fernoso.Enviado el: martes 23/03/2011, 11:12 Para:Rafaela Nahuel CC: Asunto:Regreso a BCN

Estimada Rafaela:

Te escribo desde Ubud. Es una pequeña ciudad que se en-cuentra en el interior de la isla de Bali. He escogido este recóndito lugar para anunciarte mi vuelta a Barcelona y no la ciudad de Sin-