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, |,.M.IIM (ici iiiit-i muí Mío <|iic (ico reconocer en el origen de lo (|iie llamamos la "lic( ion", y (|iie relacionaría a la lileralura, al menos problemáticamente, con la estrategia suspensiva del escepticis- mo. Precisamente en este sentido imagino posible retrucar el aserto de lioiges, en la suposición de que esto mantiene afinidad con su tenor, diciendo que la literatura, en su conjunto, podría ser considerada como una rama o una variante del escepticismo. Marzo de 2001 MONTAIGNE: ESCRITURA Y KSÍ IKPTICISMO A Carla Cordua Introducción En términos filosóficos, el escepticismo bien puede considerarse de distintos modos: como una escuela, como una actitud, como una estrategia. Podrá cobrar más fuerza en él la demolición metódica de las pretensiones del saber dogmático, la administración de la propia vida en medio de un mundo que el cambio continuo torna inasible o la constante vigilancia de la coerción prejuiciosa del conocimiento en pro de su avance. En unos casos será uso, en otros, principio, en un tercero, i al vez, astucia. Pero de cualquier modo, hay un punto que no podrá re- gateársele: el escepticismo es un momento originario e inseparable de la empresa filosófica, al punto que el sello de la búsqueda de la verdad en que ésta consiste (o que ésta se arroga) es, precisamente, el primario diferendo con los saberes putativos que dominan la escena de la conver- sación humana. La virtud del antiguo escepticismo, y, ante todo, de la figura legendaria de Pirrón, estriba en haberle conferido autonomía a ese momento, identificándolo con la filosofía sin más. No creo del todo peregrino sugerir que podría pensarse algo aná- logo respecto de la literatura: que también habría en ella un momento escéptico originario e inseparable, vigente quizá (aun si sólo es de modo tácito o subrepticio) en todo ejercicio literario, y susceptible también de ser independizado y convertido en el epítome de la literatura sin más. El primer lugar en que una conjetura como ésta podría ser sometida a prueba —en sus dos variantes— es la obra de Michel de Montaigne (1533-1592). El modo en que voy a proceder es relativamente simple. Voy a su- poner que el escepticismo que de hecho profesa Montaigne es la matriz de una relación entre yo y experiencia —asunto medular de su obra— que tiene su dimensión propia en la escritura. En consecuencia, tiendo a pensar que la escritura podría ser descrita como operación escéptica — 44 — — 45 —

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, | , .M.I IM (ici i i i i t - i muí Mío <|iic (ico reconocer en el origen

de lo ( | i i e l lamamos la "lic( ion", y (|iie relacionaría a la l i l e r a lu ra , almenos problemáticamente, con la estrategia suspensiva del escepticis-mo. Precisamente en este sentido imagino posible retrucar el aserto delioiges, en la suposición de que esto mantiene afinidad con su tenor,diciendo que la literatura, en su conjunto, podría ser considerada comouna rama o una variante del escepticismo.

Marzo de 2001

MONTAIGNE:ESCRITURA Y KSÍ IKPTICISMO

A Carla Cordua

IntroducciónEn términos filosóficos, el escepticismo bien puede considerarse

de distintos modos: como una escuela, como una actitud, como unaestrategia. Podrá cobrar más fuerza en él la demolición metódica delas pretensiones del saber dogmático, la administración de la propiavida en medio de un mundo que el cambio continuo torna inasible o laconstante vigilancia de la coerción prejuiciosa del conocimiento en prode su avance. En unos casos será uso, en otros, principio, en un tercero,i al vez, astucia. Pero de cualquier modo, hay un punto que no podrá re-gateársele: el escepticismo es un momento originario e inseparable dela empresa filosófica, al punto que el sello de la búsqueda de la verdaden que ésta consiste (o que ésta se arroga) es, precisamente, el primariodiferendo con los saberes putativos que dominan la escena de la conver-sación humana. La virtud del antiguo escepticismo, y, ante todo, de lafigura legendaria de Pirrón, estriba en haberle conferido autonomía a

ese momento, identificándolo con la filosofía sin más.No creo del todo peregrino sugerir que podría pensarse algo aná-

logo respecto de la literatura: que también habría en ella un momentoescéptico originario e inseparable, vigente quizá (aun si sólo es de modotácito o subrepticio) en todo ejercicio literario, y susceptible también deser independizado y convertido en el epítome de la literatura sin más.El primer lugar en que una conjetura como ésta podría ser sometidaa prueba —en sus dos variantes— es la obra de Michel de Montaigne

(1533-1592).El modo en que voy a proceder es relativamente simple. Voy a su-

poner que el escepticismo que de hecho profesa Montaigne es la matrizde una relación entre yo y experiencia —asunto medular de su obra—que tiene su dimensión propia en la escritura. En consecuencia, tiendoa pensar que la escritura podría ser descrita como operación escéptica

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por c s < c Ion i . i en l a medida en ( | i i c < \ i < n . i l . i i > n i . i i i v . i cons tan te deesa relación, l'.sa t e n t a t i v a e n c u c l i l l a su l o i m . i en el ensayo, y habrá(pie dar ( n e n i a de esta acuñación. Mi pr imer p imío consistirá en dis-c u t i r cuál es la índole de aquel escepticismo; enseguida trataré de bos-quejar el nexo entre ensayo y experiencia, para terminar con algunasconsideraciones sobre la cuestión del yo y de la escritura. Para cadauna de estas tres secciones he tenido a la vista, respectivamente, un en-sayo escogido como punto de reparo: la Apología de Raimundo Sabunde( I I , xn), para la primera, De la experiencia (III, xm), para la segunda, yDe la ejercitación (II, vi), para la tercera, sin perjuicio de la remisión aotras piezas de la obra.'

El escepticismo de Montaigne

Montaigne cuenta como uno de los grandes nombres en la tradi-ción del escepticismo. Sin embargo, su filiación y su militancia distande estar garantizadas con títulos estrictos. Tiene que ver con esto queMontaigne no sea lo que propiamente se llama un filósofo, o que sea,como él mismo dice, una "nueva figura: ¡un filósofo impremeditado yfortuito!" (II 218 / II 270): su oficio no es otro que la escritura, y, des-de luego, un ejercicio enteramente peculiar de la misma, por la queel escritor la asume como instrumento de espionaje de sí mismo. Contodo, la contribución que hizo Montaigne al renacimiento de la posturaescéptica en los albores de la época moderna es poderosa. Gracias a él,que en la Apología de Raimundo Sabunde propaga la crítica epistemológi-ca del escepticismo, Sexto Empírico —su fuente para ese fin— alcanzauna notoriedad filosófica que no disminuirá de allí en adelante. Desdeluego, la rúbrica escéptica de Montaigne se percibe por doquier en susEnsayos. Pero si lo que se desea es contar con un documento principaldonde apreciar más nítidamente su entronque con esa postura filosófi-ca, se debe acudir a la Apología.

I l.;is rilas o paráfrasis remiten, indicando torno y página, a Michel de Montaigne, Essais. Edi-lion présentée, établie et annotée par Fierre Michel. 3 tomos. París: Le Livre de Poche, 1972.I le confrontado también la versión española: Ensayos. Edición de Dolores Picazo y AlmudenaMontoJD. 3 tomos. Madrid: Cátedra, 1985; para cada cita y referencia he incluido también enel parénlcsis las páginas correspondientes de esta edición, si bien todas las traducciones soniin'as.

l'oi cierto, ésle, que con ventaja es el m.is extenso de los ¡'.usados• I ' Montaigne, tiene un motivo religioso y moral. Desde el comicn/,o1 1 - I ensayo quedan claras las intenciones del autor. Admitiendo—maso

>s irónicamente— que la ciencia puede tener su utilidad, recha/al|tn esta sea "la madre de toda virtud, y que todo vicio es producto de la

• i ancia" (II 73 / II 132). En vista de la relación con la divinidad, sui u "I >( >s i to declarado es discutirle por igual sus derechos a la pretendidai l u m i n a c i ó n mística y al conocimiento por vía de la razón. Por lo quei"< .1 a lo primero (de lo segundo hablaremos luego), si realmente tuvié-

' MÍOS acceso a la verdad divina en virtud de un favor sobrenatural, su• I r . n n i i v o debiera ser la virtud, "la más digna producción de la verdad"1 1 1 78 / II 136 s.); y está claro: el panorama del mundo demuestra quelos hombres se valen de la religión de las maneras más mañosas y arbi-i i . u i a s , acomodando sus principios y preceptos a la particularidad de

US caracteres, intereses y circunstancias. Como corolario del rechazo aiodo vínculo directo con Dios resulta que la obediencia es la única no-Ue/a humana; una expresión particularmente aguda al respecto reza:

"ii la sola humildad y sumisión las que pueden efectuar un hombrede bien. No hay que dejarle al juicio de cada cual el conocimiento desu deber: hay que prescribírselo, no dejarle escoger a su guisa, pues deo l i o modo, por la imbecilidad y variedad infinita de nuestras razones yi )| iiniones, nos forjaríamos al fin deberes que nos llevarían a devorarnosunos a otros, como dice Epicuro" (II 139 / II 194). Sin embargo, noparece que este alegato constituya el núcleo de la Apología, sobre todosi se piensa que la conformidad y el conservadurismo de lo establecidoen religión podrían sustraerle al individuo toda capacidad autónoma, y.1 Montaigne no puede sino atribuírsele la afirmación de esta libertad.

Tero esto tendremos que considerarlo más adelante.De cualquier modo, con el plan de litigio que Montaigne define

desde un comienzo, se acusa también la ironía de la defensa de Sabun-de que él emprende: la Theologia naturalis, que estaba afianzada sobre laconvicción escolástica de una consumada unidad de razón y revelación,tecibe aquí una defensa oblicua que muy pronto enseña sus aristas derefutación. Lo que este rebatimiento supone es, en buenas cuentas, unacuestión de principio. Si la prescripción por la que aboga Montaigne

-aquélla que permitiría resguardar la posibilidad de la virtud— no

i,

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l.i i < - ( ihc el so l i i i i n . i n o por inmediata n i s p n . l i v m . i ni |>iic(le serApropiada por él sobre la base de sus l imi t ados medios, entonces sólo lasimplicidad y la ingenuidad de la naturaleza pueden dar la regla parala vida buena. En consecuencia, Montaigne desplaza el fundamento tra-dicional de la religiosidad (se trate de misticismo o racionalismo), alconfiarlo a la naturaleza, pero precisamente a una tal que no puede seracomodada dentro de la horma que quisiera imponerle nuestro cono-cimiento. Al proponer la cabal inadecuación de la "ciencia divina" a lamedida humana y al sugerir que la naturaleza rehuye las intencionescognoscitivas del sujeto, Montaigne impugna todos los títulos de la cien-cia humana, tanto en lo que se refiere a sus alcances epistemológicoscomo a su influencia moral. Los medios que emplea para esa recusaciónson extraídos del arsenal de Sexto Empírico, y su objeto es la conflictivatradición de la filosofía.

No pretendo ofrecer un catastro de la utilización —y muchas vecesla repetición— de los argumentos de Sexto, organizados más o menossueltamente según el esquema de los diez tropos. Lo que me interesason dos cosas: discutir brevemente el concepto que Montaigne tiene delconocimiento y, como ya dije, discernir su modo peculiar de profesar elescepticismo.

En cuanto a lo primero, el dictamen de Montaigne es inequívoco.Iodo nuestro conocimiento —y desde luego su dechado, la filosofía—es esencial y condenadamente humano. "El hombre no puede ser másque lo que es, ni imaginar más que según su alcance" (II 183/11 236),reza una frase que es de rigor en esta polémica. La búsqueda de la ver-dad no está ideológicamente dirigida por la verdad misma —de ma-nera que, como antes pudo querer Aristóteles (y después, por cierto,Hegel), hasta el error es un momento de esta última—, sino que nacedel desconcierto y permanece para siempre afectada por la debilidadhumana: la perplejidad originaria es insalvable, y el esfuerzo por supe-rarla sólo produce nuevas perplejidades, que las formas del saber sólopueden revestir y engalanar artificiosamente: "y ciertamente la filosofíano es más que una poesía sofisticada" (II 205 / II 257). El consabidopanorama de las agudas controversias de los filósofos es la cantera másrica de donde extrae Montaigne las pruebas para mostrar "la vacilacióndel espír i tu humano en torno a toda materia" (II 169 / II 222). Una

\e/ desnudado nuestro pretendido y p ie - sun tuoso conocimiento de sus.i i . ivios alambicados —y ésta es una práct ica proverbial en la crítica deMontaigne— se hace manifiesto lo que está en su fundamento: no elimperativo del absoluto, sino el aguijón del apetito. El deseo de saber es,en u l t ima instancia, sólo eso: un deseo que, al menos por su forma, valelo mismo que todo otro deseo que mueve al hombre. En consecuencia,

MI único motivo es el placer:

No ha de parecer extraño que gentes desesperadas por la captura no ha-yan dejado de encontrar placer en la caza: siendo el estudio de suyo unaocupación placentera, y tan placentera que, entre las voluptuosidades, los es-toicos prohiben también la que viene de la ejercitación del espíritu, quierensofrenarlo y consideran intemperancia el mucho saber. (II 169 / II 222)

Sin embargo, por su contenido, se trata de un deseo sui generis, ai .uisa del cual el adepto obsesivo acaba por poner en riesgo su propiaintegridad, mental o física. Tal como sugiere de Man, subyace a la ar-gumentación de Montaigne la convicción de que "el objeto del conoci-miento es esencialmente contradictorio: está en contradicción con laexistencia de su propia estructura intencional. En todo acto de conoci-miento hay una profunda grieta que conduce a un dilema insoluble: suobjeto sólo puede ser conocido si deja de existir el agente que conoce...Sin este sacrificio, no puede existir un conocimiento verdaderamente

objetivo."2

El imperativo de despojarse de este deseo ofuscador cimienta enMontaigne la actitud escéptica, precisamente en el punto en que afirmael carácter irreducible del yo que está atenazado en la empresa cognos-c 11 iva y al que sólo le cabe la odiosa alternativa de sucumbir en su logro0 en la desesperación por el logro. Es, entonces, el yo, el moi-méme deMontaigne, el que se enuncia como el vórtice de imposibilidad del co-nocimiento, pero también el que descubre, en el intervalo de su enun-1 i.ición, la posibilidad de dar cuenta de sí como ese vórtice, el que sedescribe y se escribe —múltiplemente— en tales términos. Hay en esto

un matiz que lo distingue de sus antecesores.La reseña de los filósofos escépticos que ofrece Montaigne (II 158-

1 l'.ml (U- Man, "Montaigne y la Irasccndcncia", en Escritos críticos. Madrid; Visor, 1996,86.

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163 / II 213-217) está fielmente basada en la exposición de Scxio. I V i oquizá un punto en la secuela de sus comentarios (hay numerosos s i t i o sen que vuelve sobre los varios aspectos de su postura) puede rcsul ia iinteresante para lo que nos ocupa. Un pasaje en que Montaigne1 arguyesobre las debilidades y defectos del lenguaje —"La mayor parte- de lasocasiones de trastorno del mundo son gramaticales" (II 191 / II '_' I > i— apunta a la dificultad de formular el ideario constitutivo del ph \»nismo:

Veo que los filósofos pirrónicos no pueden expresar su concepción general en ninguna manera de hablar; pues les sería preciso un nuevo lcngii.i |rEl nuestro está todo formado de proposiciones afirmativas, que les son |>oicompleto enemigas. De modo que cuando dicen: "dudo", se los agarra | « > iel pescuezo para hacerlos confesar que al menos aseguran y saben eso, ( | i ndudan. Así se han visto obligados a salvarse por medio de esta compai.n mucon la medicina, sin la cual su humor sería inexplicable; cuando pronum un"ig'noro", o "dudo", dicen que esta proposición se evacúa a sí misma j u n i o .ilresto, ni más ni menos que el ruibarbo que empuja fuera los humores mali^nos y con ellos se evacúa a sí mismo.

Esta fantasía se concibe con más seguridad mediante la interrogación: 'V< M Msé yo?", como la he puesto en la divisa de una balanza.3 (II 192 / II 245)

En la indecisión de la interrogante (gesticulada acaso con el levantamiento de hombros que significa, a su vez, el equilibrio de I"platillos de la balanza), en una indecisión que precisamente deja envilo el saber y sus enfáticas aserciones, se dilata un plazo para la delii.scencía del yo.

¿En qué punto se podría reconocer la diferencia principal quehace de Montaigne un escéptico peculiar? Tal vez la manera más sucinta de formularla sea llamar la atención sobre la distancia apárenleque separa el canon escéptico de la suspensión del juicio de la c o u i inua actividad enjuiciadora que ejerce Montaigne en sus Ensayos, y queles da a muchos de sus enunciados un tono sentencioso característi< < •Sin embargo, se trata de una actividad que carece de un criterio ex

3 La pregunta "Que sais-jef a.pnme grabada bajo la íigura de una balanza en una medalla < | i uMontaigne hizo acuñar a comien/os de I7. ri(i. I .1 divisa fue incorporada al frontispicio de l.iedición de los /'.Vwyvnde l(i. 'V ri , | > i e |>a r . i d . i | n n l.i S i l a . De Gournay.

' < I I . i misma: es un juicio i n d i v i d u a l y peisonal , sin axiomas nil , i i |n 101 i, que tiene su pertinencia en la oportunidad, la situación

l i . « M í n i m a en que el sujeto se encuentra. Una de las descripcionesi i n n u ivas de la situación del juicio en Montaigne se lee en la

i "Y< i no hago más que ir y venir: mi juicio no siempre avanza;1 l i i i M" (II 244 / II 294). Con todo, es una fuerza libre y privativa,

| i n el yo individual afinca toda la autoridad y soberanía que le esi - l.l j u i c i o tiene en mí una sede magistral, o al menos se esfuer/a

• II" escrupulosamente; deja que mis apetitos sigan su curso, tanto• ' i oí no el amor, incluso el que me profeso a mí mismo, sin alte-1 1 1 t oí 1 1 miperse por su causa. Si no puede reformar a su guisa los

i .| ícelos, al menos tampoco se deja deformar por ellos: hace su' I M i le" ( I I I 364 / III 349). Este juicio vacilante y a la vez inde-

I n n i e d c Montaigne, y la escritura en que se despliega sin términopoi lo pronto, su versión específica del escepticismo, una ver-

M | i i i i l e ningún modo es ajena a lo que él mismo llama el "humor"• i i i ' i r . i m a . Y quizá esto nos informe sobre la inflexión que Mon-

i i i l< da al escepticismo, abriendo precisamente en el momentou m í d e l a epojé el tiempo para una labor de inscripción del yo a

' l ' .u experiencia.

• • \ai n que podríamos denominar el "escepticismo incidental" de

u > I M , plantea dificultades inmediatas al lector habituado a textosI H < > s que están construidos a partir del celo de la coherencia y del

ii ! • u .unienlo estricto de las razones; un celo que en la metafísica se• n i . i < o n i o voluntad de saber la condición de todo saber. Montaigne

i iodo afán de sistema y a todo énfasis programático, y reivin-H dcreclio a contradecirse y a cambiar de opinión. Es cierto queunos esta renuencia hasta el extremo, nos veremos conducidos

i uieuu/.amiento ilimitado del "pensamiento de Montaigne", que• n u i . i consigo incluso ese derecho doméstico y su menester cir-

i un i . i l , y socavaría la posibilidad de levantar juicio acerca de todo.u l u g a r de la catástrofe del pensamiento y su reclusión pasmada

i i • I . ( u su ra de un yo puntual y ciego, hallamos en su obra su más in-

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Irnso y d ú c l i l ( l i na in i s i no : csle extrae su posibilidad piec ¡sámente de lainminencia de esa catástrofe.4

En la tentativa de Montaigne (en su "essai") reside, pues, un núcleoparadójico activo. No es ajena a este núcleo la cuestión de la experien-cia, y ya vale como síntoma que la misma palabra "essai" signifique "ex-periencia" y que Montaigne la profiera repetidamente en este sentido.De hecho, essai (de exagio, "pesar", con idéntica raíz que "examen") tie-ne las acepciones de "intento", "prueba" y "experiencia", antes de ad-quirir la de "obra didáctica de carácter ligero y provisional". Montaignerecorre y combina constantemente estos sentidos en su obra, a tal puntoque los límites entre todos ellos se vuelven difusos. El efecto más generalde esta fluidez semántica podría describirse quizás como una contami-nación inevitable y diligentemente asumida entre las dimensiones de laescritura y la experiencia. Esta contaminación define la eficacia de éseque llamo el núcleo paradójico del ensayo. Si recordamos estas dos co-sas: que la paradoja es lo que contraría la opinión común (en la medida

en que sigue, respecto de ésta, un curso aberrante y marginal) , y quela doxa ha sido concebida como la criatura esencial de la experiencia,como el saber propio de la empiria, podemos suponer, entonces, queel mencionado núcleo implica un tipo de relación peculiar y nuevo conla experiencia. Lo que se pondría de manifiesto en esta relación seríala eficacia paradójica de la experiencia misma, su reticencia singular atoda previsión y programa.

¿Cómo habría que pensar esta experiencia de la paradoja de la ex-periencia que estaría en el fundamento de los Ensayos? La posibilidadque queda excluida por principio es concebirla al modo de la aporíaen su formato clásico, que libera al pensamiento del atavismo dóxicoy abre, así, el espacio de su pretensión epistémica. Es precisamente esapretensión lo que Montaigne ha querido descorazonar, de modo quelo que aquí cabría denominar "aporía" no remite a una dimensión desaber trans-empírica (la de lo no-manifiesto, lo causante o fundante, loesencial, etc.), sino que devuelve a la experiencia misma como únicocontexto de validación y despliegue del saber. No obstante, la formadel saber no es aquí, propiamente, la de la doxa, prendada de su vero-

I Subir rslo ] K I | > | ; I I C más . u l < l . m i r , cu la leñera se

I La eficacia paradójica de la ex peí i e i u 1.1 reclama un poder dei l i s < ei nimiento, capaz de aprehender l<> imprevisible en sn peripeciapin su diferencia con lo regular, y capa/., al mismo tiempo, de aprehen-de I que lo verdaderamente regular es, precisamente, esa diferencia. Talpoder —ya lo hemos anticipado— es el juicio, a condición de que se lo• (Hienda, si puedo decirlo así, como la vida del pensamiento.

El juicio (éste que he llamado el "juicio vacilante" de Montaigne)posee un rigor sui generis, ajeno a la coherencia sistemática y compa-nhle con la versatilidad empírica. Ese rigor nada tiene que ver con ladisposición de un método cuyas reglas pudieren ser establecidas antes\n ausencia de los temas, materias y objetos. Montaigne insiste en< | i i r la infinidad de las diferencias y matices en todas las cosas invalidal . i aspiración a una clausura orgánica del saber; aporta la prueba de laexperiencia (el uso, la práctica) con su ilimitada diversidad para soca-v . i i lodo proyecto escolástico. El "saber" que propone muestra abierta-m e n t e sus características: la carencia de reglas firmemente preestable-i idas, la generalidad no deductiva, el tiento, lo rapsódico, secuencial\; y tales son las notas mismas del "ensayo". Pero, cierta-mente, éste no se agota en el azar de lo que se presenta y del primermodo de habérselas con ello. Debe prestarse atención al término conel t nal Montaigne describe continuamente su propia ocupación, y quers inseparable de la noción y de la práctica del ensayo: el estudio (étude,\liitlium, vinculado a spoudazo, speudo, y a los sentidos de celo, esfuerzo,diligencia, seriedad), la escrupulosa aplicación a cada cosa para pro-nunciar veredicto acerca de ella y para disponerse a sí mismo como• .1 . ip l i tud de juzgar a través de su constante ejercicio. La estudiosidaddel ensayo indica el rigor sui generis del que hablábamos; sería su ma-l í i/. —si así podemos llamarla— una lógica de la ocurrencia, una lógica delii invención, que articula el venir incidente del caso con el dictamenoporiuno acerca de él.

El "ensayo" no es, pues, el resultado de una averiguación, sino su• i n so mismo, y ni siquiera el proceso en acto de la pesquisa, si por tal see iHiende una tentativa que se articula en torno a la posibilidad de alcan-/ . i i , por su medio, un conocimiento asegurado. Veamos lo que apuntaMonta igne sobre el particular en el ensayo extenso que cierra la obra, y

que lleva el título De la experiencia:

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I .(is sabios dividen y dcnolan sus (amasias ni.i.s es|>e< I | K . i i n c i i i c , y ;il dcta-llc. Yo, ( | i ic no veo ol ía cosa que lo que el uso inr i u l o i nía , sin regla, presentoen general las mías, y a tientas. Como en esto: pronuncio mi sentencia porai líenlos descosidos, como de cosa que no se puede decir a la vez y en bloque.I ,a relación y la conformidad no se encuentran en almas tales como las nues-tras, bajas y comunes. La sabiduría es una construcción sólida y entera, dondecada pie/a tiene su rango y lleva su marca: "Sola sapientia in se tota conversa est. "(III 366 / III 351 s.)

Experiencia y estudio formarían la trama esencial del ensayo, almenos según lo que enseña este ensayo postrero. Veamos en qué con-texto cardinal se encuentran inscritas estas nociones y cuáles son lasrelaciones que dicho contexto rige.

Al comienzo del ensayo citado se puede constatar un movimientoargumental que va dirigido precisamente a fijar las premisas a partirde las cuales se puede alcanzar la conclusión antes referida acerca delsaber, cuyo sesgo escéptico es patente. El movimiento tiende, pues, aestablecer las bases para una circunscripción del deseo de conocimien-to, que resulta en su extenuación. Por lo pronto, se trata de averiguarcuáles son esas bases; más tarde será preciso determinar qué rendimien-to espera obtener Montaigne de tal labor de minado. En todo caso, sihablamos de circunscripción, no implicamos con ello que sea la merarepulsa de toda posibilidad de conocimiento. No se trataría, sin más, deabolir todo fundamento y toda expectativa de saber, tampoco de trazarsus estrechos límites en vista de las precariedades humanas y del abiga-rramiento fenoménico, sino de transformar esencialmente el estatutomismo del saber, haciendo tema suyo exclusivo a su sujeto.

El texto empieza —y aquí, ya lo sabemos, debe prestarse atenciónal soslayo irónico— por estatuir lo que podríamos denominar, en ge-neral, el principio filosófico: "No hay deseo más natural que el deseo deconocimiento" (III 351 / III 337). Para satisfacerlo ensayamos todos losmedios. Montaigne se refiere a dos fundamentales: razón y experien-cia; esta última "es un medio más débil y menos digno" (ibíd.), perono podemos despreciarla si lo que se trata es la verdad. En vista de laverdad, de esa "cosa tan grande", razón y experiencia son los medios; ladilerencia entre ambas es de seguridady de rango. Pero inmediatamenteel lexto problemali/a el primer aspecto de la diferencia. La seguridad

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de la razón en vista de la posesión (le la vcid. id se desdibuja apenas se.Hiende a la multiplicidad de sus formas, en lo dial no difiere de Inexpe-riencia; esa multiplicidad debilita nuestra posibilidad de atenernos a lai .i/ón: "La razón tiene tantas formas, que no sabemos a cual aferramos,la experiencia no tiene menos" (ibíd.). Como se verá, esta primera mati-/.K ion de la diferencia tiende a mantener como única diferencia real eli a ngo, la jerarquía, que es una diferencia más que nada formal. Desdelos primeros pasos de este ensayo, asistimos a una alteración profundade la relación entre la razón (como capacidad para la posesión fundada\a de la verdad) y la experiencia.

En esta alteración juega un papel esencial un primer sentido de lanoción de experiencia, bien acreditado por la determinación tradicio-nal de este concepto:

La consecuencia que queremos extraer de la semejanza de los aconteci-mientos es insegura, en la medida en que siempre son desemejantes: no hayninguna cualidad tan universal en esta imagen de las cosas que no sea la di-versidad y la variedad. (III 351 / III 331)

Ésta es una convicción acendrada del ideario de Montaigne. Sinembargo, no se la debe tener por un punto de vista excluyente. Más ade-lante, en el curso de la discusión sobre las interpretaciones (que tocaréluego), Montaigne completará esta idea con la que la equilibra:

Como ningún acontecimiento y ninguna forma se asemejan enteramentea otra, así también ninguna difiere de otra enteramente. Ingeniosa mixturade la naturaleza. Si nuestros rostros no fueran semejantes, no se podría discer-nir al hombre de la bestia; si no fuesen desemejantes, no se podría discernir alhombre del hombre. Todas las cosas se relacionan por alguna similitud, todoejemplo cojea y la relación que se extrae de la experiencia es siempre defecti-va e imperfecta; siempre se unen las comparaciones por alguna esquina. (III357 s. / III 343)

Tenemos, pues, una doble condición: la interminable diversidadde los acontecimientos y las formas y también la existencia de similitudespuntuales entre las cosas; el hecho de que ninguna cosa sea idéntica¿i otra en todos los respectos, y también que ninguna cosa sea absoluta-mente diferente a alguna otra en algún respecto. Por lo pronto, se trata

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de observar el contrapeso que se ofrecen una v oda premisa. Sin duda,Montaigne alrilmyc ambas condiciones a la disposición esencial y ori-ginaria de la naturaleza: "La naturaleza se ha obligado a no hacer otracosa no fuese desemejante" (III 352/ III 338). Pero no tiene ningúnsentido convertir tales asertos en enunciados de principios metafísicos.Más bien lo contrario parece convenir en este caso. La negación de quelos principios absolutos de la identidad y la diferencia tengan validez yaplicabilidad en el todo de los acontecimientos, excluye la posibilidadde circunscribir en términos categoriales a la "naturaleza" (concebidaaquí, si puedo decirlo de esta forma, como unidad disyuntiva de las co-sas y eventos), es decir, desalienta fundamentalmente toda pretensiónde la razón de abarcar exhaustivamente dicha totalidad. La función deestas premisas es, pues, eminentemente crítica, negativa, y no cabe quese les dé un mayor alcance que el del argumento polémico al cual per-tenecen.

Para entender lo que está enjuego aquí, me limitaré a discutir laque constituye una primera sección del ensayo, donde se examina elproblema de las leyes y de sus interpretaciones (III 351-361). Este es elcampo en que se despliega de manera preferente la razón, la cual, pues,aparece concebida implícitamente como facultad de ley, y asimismocomo facultad de interpretación. Y es que no debe suponerse que la in-terpretación es sólo un agregado extrínseco a la ley, sino que representaun momento que le pertenece inevitablemente; se trata del momentode su aplicación, es decir, de la necesidad de cubrir el hiato entre la ge-neralidad de la ley y la singularidad minuciosa de los acontecimientos.

El argumento de Montaigne se organiza en nudos paradójicos. Elprimero de ellos indica que es erróneo pretender limitar la libertad delos jueces en la interpretación de las leyes estableciendo nuevas queenmarquen a las precedentes. Cada nueva ley es un nuevo estímulo a lainterpretación y, por tanto, el mal que de ese modo se intenta remediarse agrava, y no hay ninguna ley que pueda, por su propia fuerza, detenerel proceso hermenéutico, puesto que ella misma será tema de exégesisencontradas, aun si se trata de "la palabra expresa de la Biblia" (III 352 /III 338). Enseguida, la vanidad de la multiplicación de las leyes provienede la imposibilidad de aquello mismo en que habría de estribar su rectavigencia, es decir, abreviar la distancia que separa la ley del caso. Esta no

es, por lo tanto, una simple distinción de g i . u l o , sino una diferencia, sise quiere, ontológica. Sus señas son la desproporción absoluta del nú-mero (el contraste entre generalidad y singularidad) y la inmovilidad yli je/a de la ley frente a la mudanza de los actos y los hechos (III 352 s. /I I I 338 s.). En tercer lugar, esta misma variación sugiere que las únicasleyes valederas serían las que nos da la naturaleza, "siempre más felicesque las que nos damos nosotros" (III 353 / III 339). Este es un puntomayor: se trata de la segunda acuñación del concepto de naturaleza enel texto, entendida ahora como fuente primordial de legalidad, con ladial podrían corresponderse, del lado de la creación humana, aquellasleyes que son "las más deseables, ...las más raras, más simples y más ge-nerales" (ibíd.), como las de la edad dorada que se figuran los poetas ocomo lo insinúa la previsión del rey Fernando de Castilla, al no enviarI m isconsultos a las colonias de las Indias. La idea que gobierna esta afir-mación es una idea de sabiduría de la naturaleza: si ésta es la fábrica dela diversidad (cf. III 352 / III 338), a ella debe confiarse la legislación dei al diversidad, lo que equivale a suponer que la naturaleza no producesin regla, si bien ésta no es humanamente acuñable. En cuarto lugar,y por último, la incertidumbre de la ley (el hecho ineludible de estarexpuesta a la proliferación de las interpretaciones) se profundiza nosólo por la imposibilidad de cubrir el hiato entre ella y el caso particular,sino por estar hecha de palabras, cada una de las cuales es susceptiblede exégesis: "¿Por qué nuestro lenguaje común, tan fácil para todo otrouso, se vuelve oscuro e ininteligible en un contrato y un testamento, yel que tan claramente se expresa, diga lo que diga y escriba lo que escri-ba, no halla en esto ninguna manera de declararse que no sea dudosay contradictoria?" (III 353 s. / III 339). Podemos observar aquí que elresorte de esta incertidumbre lingüística es el interés: parece sugerirloel ejemplo de los contratos y testamentos. Pero, ciertamente, resultaríaimposible separar la cuestión del interés de la cuestión de la ley, puestoque toda ley debe regir sobre nuestros intereses.

Un primer resultado de esta argumentación es específicamenteepistemológico: se trata de la borradura de la verdad, que es precisa-mente aquella "cosa tan grande" que convoca todos nuestros esfuer-zos. En concomitancia con ella, ocurre en el texto una inflexión delconcepto de experiencia, que discretamente eleva a ésta a condición

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de cr i lc r io : "No sé que decir sobre ello, pero por experiencia se sienteque lanías interpretaciones disipan la verdad y la rompen" (III 354/ III 340). Lo que en este colapso epistemológico está en obra es lamultiplicación y relatividad de la opinión, que torna confusa la inte-ligencia de todo aserto que lleve consigo una aspiración enfática a laverdad: "Jamás dos hombres juzgan parecidamente acerca de la mismacosa, y es imposible ver dos opiniones exactamente semejantes, nosolamente en hombres diversos, sino en el mismo hombre a diversashoras" (ibíd.). Asistimos aquí a una ampliación del efecto proliferanteque con fines de controversia explota todo este argumento. A la mul-tiplicidad ilimitada de los acontecimientos responde la multiplicidadilimitada de los pareceres, de modo que la ley queda flanqueada porambas, y vaciada por ambas de su fuerza de verdad. El conocimientodepositado en ella se deshace en la ignorancia por obra de la posibili-dad incontenible de glosar.

Esta posibilidad no es meramente teórica: es una pulsión humana,cuyas consecuencias no pueden ser más frustrantes:

¿Encontramos sin embargo un final a la necesidad de interpretar? ¿Se vealgún progreso o avance hacia la tranquilidad? ¿Necesitamos menos abogadosyjueces que cuando esta masa de derecho estaba todavía en su primera infan-cia? Al contrario, obscurecemos y sepultamos la inteligencia; no la descubri-mos más que merced a tantos cercados y barreras. Los hombres desconocen laenfermedad natural de su espíritu: éste no hace más que husmear y rebuscar,y va dando tumbos sin cesar, construyendo y embrollándose en la tarea, comonuestros gusanos de seda, y se asfixia. (III 355 / III 341)

En el reconocimiento de esa pulsión que tiene lugar en el presenteensayo volvemos a encontrar la diatriba que Montaigne dirigía contra laambición de saber en la Apología,5 es ahora la interpretación infinita la

5 I.a razón, argüía más atrás, es facultad de ley y de interpretación, en un contubernio indiscer-nible de ambas funciones. La acometida de Montaigne contra las leyes ciudadanas es, en estesentido, perfectamente solidaria de su detracción del anhelo maniático de conocer. Lo que sonlas interpretaciones forenses a la ley civil, lo son las interpretaciones filosóficas a la ley natural:"Los filósofos, con mucha razón, nos remiten a las reglas de la Naturaleza; pero no saben quéhacer con lan subl ime conocimiento; las falsifican y nos presentan su rostro pintado con colordemasiado subido y demasiado ai l i l i < ioso, de lo cual nacen tantos retratos diversos de un temat a n uni forme" ( I I I ~M\'> / I I I : ( I 7 ) .

que encarna aquel singular apetito: "No es sino la debilidad par l icular laque nos hace contentarnos con lo que otros o nosotros mismos hemosencontrado en esta caza del conocimiento; uno más hábil no se conten-tará con ello... No hay ningún fin para nuestras inquisiciones, nuestrolin está en el otro mundo" (III 355 s. / III 341). El ser humano es un"animal hermenéutico", que se ve impulsado a interpretar sin término,no sólo por el acicate del interés en sentido estricto (la preocupaciónpor lo propio), sino también por el interés en sentido amplio (la curiosi-dad por lo ajeno). Esta interpretación ilimitada ("hay más quehacer eninterpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas", III 356 /III 342) ofrece ahora un nuevo hecho fundamental: esa especie de mo-vimiento autogenerador de las glosas. La naturaleza, como fábrica de ladiversidad, es reflejada perversamente por el espejo deformante de lafábrica del sentido. La diferencia entre una y otra estriba en la riquezacreadora de la primera y en la esterilidad de la segunda.

A diferencia del anterior, un segundo resultado general de la crí-tica de la ley es moral: se trata ahora de su desvinculación esencial res-pecto de la justicia, a la cual se supone que debe expresar y servir. Asícomo la proliferación de los comentarios e interpretaciones disipa laverdad, tornando completamente incierto el sentido de la ley y su per-tinencia respecto del caso, la similitud de los casos —en algún punto, almenos—, permite que, en la aplicación de la ley, es decir, nuevamente,en su interpretación, se destruya o deforme la justicia:

Puesto que las leyes éticas, que conciernen al deber particular de cada unoen sí, son tan difíciles de establecer como vemos que lo son, no es de extrañarque aquellas que gobiernan a tantos particulares lo sean aun más. Consideradla forma de esta justicia que nos rige: es un verdadero testimonio de la huma-na imbecilidad, tanta contradicción y error hay en ella. Lo que consideramosfavor y rigor en la justicia, y hallamos tanto que no sé si entre ellos se encuen-tra a menudo el término medio, son partes enfermas y miembros injustos delcuerpo mismo y de la esencia de la justicia. (III 357 s. / III 343 s.)

Desde luego, Montaigne no tiene que esforzarse para acumularejemplos. En toda la jurisprudencia prolifera la obcecación congénitade los hombres, de manera que no hay cómo acordar la justicia al por-menor con la justicia en grande: el resultado invariable es el perjuicio

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Cruc ia l . ( Ion esto quedan echadas las bases | > . i i .1 i < n i . i i . n la crít ica de laley en un sentido radical que anticipa ciertas difamaciones de Nietzsche,desenmascarando lo que está en su origen y en su destino, que no esotra cosa que la combinación aciaga de la torpeza y el estrecho interéshumano:

Y es que las leyes se mantienen en vigencia no porque sean justas, sino por-que son leyes. Es el fundamento místico de su autoridad; no tienen otro. Quebien les sirve. Suelen estar hechas por los necios, más a menudo por gentesque, por odio a la igualdad, carecen de equidad, pero siempre por hombres,autores vanos e irresolutos. (III 360 s. / III 346)

Éste, podría decirse, es el epítome del pensamiento de Montaignesobre la ley, en el cual está contenida a su vez buena parte de su planteo

escéptico. La dualidad de razón y misticismo que habíamos reconocido

en la Apología enseña ahora su unidad fundamental: no hay una verda-

dera discordia entre ambos, sino, a fin de cuentas, una estrecha solida-

ridad. Es el propio anhelo humano de conocimiento el que, exaspera-

do, busca refugio, si no en la apariencia fraudulenta de los discursos, en

la pretendida autarquía de su facultad privilegiada. El dogmatismo es

la síntesis perversa en que se dan satisfacción ambas presunciones, can-

celando el empleo independiente de las fuerzas de cada cual. El daño

principal que perpetran las leyes y sus funcionarios lesiona a aquello

que más concretamente define al individuo y que es su bien más precia-

do: su libertad. "Estoy tan contento con la libertad que si me prohibie-

ran el acceso a cualquier rincón de las Indias viviría de alguna manera

más incómodo" (III 360 / III 346). La actitud de Montaigne ante la ley

ciertamente no es socrática. El individuo particular debe hacer todo lo

posible por no caer bajo su jurisdicción, mantenerse todo lo retirado

que pueda, a fin de no exponerse a la sentencia corrompida de losmagistrados. La libertad individual, que no se postula aquí como prin-

cipio o como idea, sino que es entendida como libertad de movimiento

—"mi libertad de ir y venir", dice Montaigne (ibíd.), que, creo, debe

entenderse en el doble sentido físico y espiritual, es decir, como liber-

tad del propio cuerpo y del propio juicio— es puesta por sobre toda

eminencia de la ley, particularmente si se trata del cúmulo caótico delas leyes francesas.

— (¡o —

Kl yo escritoExperiencia y estudio, decía antes, forman la trama esencial del

ensayo. Su nudo, en todo caso, está en el yo, el yo individual de Michelde Montaigne. Si en el ensayo De la experiencia se recorre un largo tre-( lio para relativizar, desde todos los ángulos, las relaciones entre razóny experiencia, y para defraudar la confianza de los hombres en sus dis-cutibles recursos, el remanente que de ello queda en vista de las tareasi i iquisitivas del saber, y que, desde su declarada nimiedad, se expandesin término, es la consideración de sí mismo. Así, al cabo de la discu-sión que he referido en el acápite anterior, Montaigne apunta: 'Yo meestudio más que ningún otro tema. Es mi metafísica, es mi física" (III361 / III 346). Esta matrícula del yo define la modificación decisiva queaporta Montaigne al estatuto del saber a partir de la imbricación de susujeto en la experiencia, y es también la condición bajo la cual esta mis-ma puede ser estimada como la quintaesencia de la sabiduría, en cuantoes "suficiente para instruirnos en lo que necesitamos" y nos aporta así elsaber necesario para gobernar la vida: "En la experiencia que tengo demí hallo bastante con que hacerme sabio, si fuese buen estudiante" (111362 / III 348). Lo congruo de la experiencia se debe a que en ella se dael comercio originario entre el yo y el mundo (la naturaleza), es decir,que no hay ningún evento que no suponga un yo, un testigo, entendidoeste como algo que entra en la definición expresa del acontecimiento

mismo.La regla fundamental de este saber es mínima y difícil a la vez: se

nata de atenerse a la "ley general del mundo", a las reglas de la natu-raleza. Este prurito y esta entrañable sabiduría de la naturaleza eran,precisamente, lo que se anunciaba en uno de los nudos paradójicos dela crítica de las leyes humanas que reseñamos antes. Dirá Montaigne enDe la experiencia: "En este universo me dejo llevar con ignorancia y negli-gencia por la ley general del mundo... Entregarse a la naturaleza lo mássimplemente es entregarse lo más sabiamente" (III 361 s. / III 347 s.). Yes la experiencia el espacio de remisión a las "reglas de la naturaleza",el espacio en que éstas ejercen su eficacia a través de la minucia de losacontecimientos. Por ello mismo la naturaleza no está concebida aquícomo una totalidad actual o virtual de tales reglas, en cuanto no es unorden predecible de los sucesos. El factor esencial que parece operar en

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csio es el lie i upo. 1.a n . i i u i ale/a (el " i n m i ( l < > " ) se nos da temporalmente,inonienlo a inoinenlo, conforme nos relacionamos con ella. Esto impli-ca dos cosas: primero, que la relación originaria entre yo y naturaleza esuna relación gobernada por la necesidad (la naturaleza me presenta desí misma lo necesario para conducirme en cada situación, a condiciónde que yo sea un buen aprendiz), pero una necesidad que es siemprelocal, puntual, inscrita en la contingencia de la misma relación; y luego,que la naturaleza nunca se presenta en su totalidad, extensiva o inten-siva, y menos absoluta (lo cual repugna a su parsimonia esencial), sinosiempre circunstancialmente y a través de su "ingeniosa mezcla" de si-militud y desemejanza.6

Pero el yo que es principio de este saber no es invocado a títulode entidad preconstituida a la que habría que referir los sucesos de laexperiencia como los accidentes a una sustancia, o una que se constru-ye paulatinamente a través de las vicisitudes de su vida hasta llegar aofrecer un perfil acabado, o una, en fin, que desde la atalaya de ciertomomento consumado de su existencia procede a exponer los hechosde que ha sido protagonista o testigo y sus pareceres al respecto. De ahíque su "ensayo" no componga una autobiografía, ni unas memorias nimenos una novela de formación, por mucho que determinados pasajesde su obra puedan evocar de una u otra manera los dos primeros géne-ros y quizá, sobre todo, el segundo. Así tampoco es la narración la formaprincipal de los Ensayos, si bien hay periodos suyos que están articuladoscomo relatos. Tales periodos se subordinan siempre al vaivén de las ca-vilaciones del autor o dan sustento ilustrativo a sus pronunciamientossentenciosos. Pero aunque la vocación de los Ensayos sea esencialmentereflexiva, el yo que en ellos habla tampoco es, al modo cartesiano, la ins-tancia sintética de una relación invariante de pensamiento y existenciani presenta su reflejo escrito.

Si miramos el aspecto que la obra ofrece desde el punto de vista delos azares que le acaecen al sujeto, habría que decir que en Montaigne,todo (o casi todo, si descontamos el poder de discriminación, que tam-

I) " Ingci i ieux mélangc de nature" (III 357 / III 343), proclama el pasaje en que Montaigne señalacsia dua l idad v i | i ic leímos antes. La conveniencia de la naturaleza para el requerimiento huma-no supone que el la , a despee lio de su i n l i n i l a variedad, ofrece —en v i r tud del principio de lasemejan/a— lodo lo requerido, no para conocerla, sino para atenerse a el la .

poco lienc índole estable' ni es l 'acnl lad de una s u s t a n c i a ) , lodo o casilodo es accidente; toda (o casi toda) la malcr ia de que está hecho el yoes incidental. El yo se configura en la experiencia y a través de ella. Ylampoco es acumulativa esta configuración: una secuencia de casos nose deposita como sedimento macizo que pudiese formar, a la larga, unespesor ontológico del yo; no es posible la totalización reminiscente dela experiencia de una vida, porque la memoria es frágil y falible.7

Habría que decir que el accidente cobra en Montaigne toda su en-vergadura, en la medida misma en que se emancipa de su encuadremetafísico. En la experiencia, como referente último de todo discurso,pasión y parecer, el accidente hace una muy distinta figura a la que ense-na como mero adlátere de las cosas rotundas. Es su mismísimo elemen-to y su compás, y es, por idéntica razón, la provocación más aguda a quepuede ser sometido el yo. Su marca propia es la de la muerte. De segurono hay otro sitio en la obra de Montaigne donde esta calidad se acusede manera más inequívoca que en el sexto ensayo del Libro II, bajo ell ílulo De la ejercitación. Una breve reseña puede ser oportuna.

La razón y la instrucción —sostiene aquí Montaigne— no son com-petentes para orientar nuestros actos: se requiere el ejercicio, la adqui-sición de experiencia. Los filósofos más ilustres se han esforzado porexponerse deliberadamente a los rigores de la fortuna. Pero la ejercita-( ion se muestra inútil ante la muerte. Es posible fortalecerse contra losdolores y demás males, "pero, en cuanto a la muerte, no podemos ensa-yarla más que una vez; todos somos aprendices cuando llegamos a ella"(I 528 / II 53). No obstante, hay un modo de experimentarla, cuandose ha sufrido un revés violento que ha hecho a la víctima perder todassus facultades corporales y anímicas. Montaigne relata entonces el graveaccidente que sufrió al caer de su montura, camino a casa. Detallada-mente, con asombrosa prolijidad, describe todo el proceso de su agoníay de su paulatina vuelta a la vida, oscilando siempre en el umbral de lamuerte. En esta descripción juega un papel fundamental la idea de que

7 I,o que vale en general para todos, lo predica multiplicado Montaigne de sí mismo. Cf. el co-mienzo irónico del ensayo noveno del primer tomo, De los mentirosos: "No hay hombre al quemenos le siente meterse a hablar de la memoria que yo. Pues apenas reconozco sus trazas enmí y no creo que haya en el mundo otra tan monstruosamente falla. Todas mis otras partes lastengo viles y comunes. Pero en ésta creo ser singular y muy raro, y digno de hacerme un nombre

y una reputación" (I 63 / I 69).

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las pasiones y pensamientos que- se t i ene en ese l i . m i e no son propios:sin luer/.a para reconocerse a sí misma el a l i ña , como en el sueño, sedeja llevar por fantasías e impresiones superficiales. Y así como "los do-lores que siente el pie o la mano mientras dormimos no son nuestros",así también los pensamientos del herido "eran... vanos, nebulosos, movi-dos por los sentidos de la vista y del oído; no venían de mí... eran ligerosefectos que producían los sentidos por sí mismos, como por costumbre;lo que ponía en ellos el alma era en sueños, tocada muy ligeramente ycomo acariciada y regada sólo por la blanda impresión de los sentidos"(I 535/II 61).

El registro de este peculiar estado de enajenación y de la morosavuelta en sí vale teóricamente a la manera de un cogito inverso, en lamedida en que evidencia la insalvable contaminación de la subjetivi-dad por lo que le acaece, su condición originariamente vulnerable y laradical impureza de su pensamiento. Es precisamente el accidente, y laimposibilidad de apropiárselo en el instante de su ocurrencia, lo que laconstituye y determina. La admirable anotación que hace Montaignesobre el azoro de su memoria ilumina bien el punto:

No quiero olvidar que la última cosa que pude recuperar fue el recuerdode este accidente; y me hice repetir varias veces adonde iba, de dónde venía, aqué hora me pasó eso, antes que pudiera concebirlo... Pero mucho después yal día siguiente, cuando mi memoria vino a entreabrirse y a representarme elestado en que me hallaba en el instante que percibí aquel caballo abalanzarsesobre mí, pues lo había visto pisarme los talones y me di por muerto, peroeste pensamiento había sido tan repentino que el miedo no tuvo tiempo paraengendrarse, me pareció que era un relámpago que me golpeaba con unasacudida el alma y que volvía del otro mundo. (I 536 s. / II 62)

Al cabo de este minucioso relato (y no es cosa menor observarcómo se entrelazan, aquí y en otros sitios, ensayo y narración), Mon-taigne justifica su exclusiva ocupación consigo mismo contra las habi-tuales censuras que se dirige al discurso egocéntrico. No se trata sola-mente de la lección que para sí —y quizá para algún otro— ha extraídode parecido percance y de esta vecindad de la muerte, sino del propó-sito general de inspeccionarse a sí mismo, de estar en todo instante alacecho del propio pensamiento. Este pensarse y escudriñarse asimismo

pensando, este desdoblamiento ref lex ivo es el persistente eseo/.or deMontaigne que sólo puede aplacar la rascadura continua de la pluma. Yprecisamente la escritura delata la imposibilidad de toda coincidencia

i .llegórica y limpia del yo consigo mismo.

Es una empresa espinosa, y más de lo que parece, seguir una andadura tanvagabunda como la de nuestro espíritu; penetrar las profundidades opacasde sus repliegues internos; escoger y detener tantos aires menudos de susagitaciones... Hace muchos años que no me tengo sino a mí mismo por obje-to de mis pensamientos, que no registro ni estudio sino a mí mismo... Pintoprincipalmente mis cogitaciones, tema informe, que no puede ser objeto deproducción manufacturera... No son mis gestos lo que escribo, sino yo, sino

mi esencia. (I 537, 539 / II 63, 64 s.)

Pero, ciertamente, declaraciones como éstas, aunque de ellas rebo-sen los Ensayos y quiera tomárselas por enunciados generales del plande la obra, no han de ser divorciadas de su contexto, porque precisa-mente en éste adquieren un peso peculiar. Ya he intentado sugerirlo:el accidente, como forma del acontecimiento en la experiencia, traeimpreso el marchamo de la muerte. Y éste sella a su vez el acto de laescritura. La tensión entre el trance letal provocado por el atropello, yCaracterizado por un desasimiento de sí, y la ocupación obsesiva consigomismo, designan la tarea de escribir como reiterativo acto de capturadel yo en el intervalo aventurado en que su ser está expuesto a la extre-

ma labilidad.Por ardua que pueda ser esta labor —"No hay descripción parecida

en dificultad a la descripción de sí mismo, ni tan ciertamente útil" (If>38 / II 63)—, y aunque en ella nunca llegue a restituirse el yo a lo quepodría presumirse es —y ya se sabe que no es, que no puede ser— sudesnuda integridad, algo absolutamente decisivo resulta de aquí para sucontextura y su instalación. Escribirse el yo en todo momento al bordede la muerte es tenerse a sí mismo y entretenerse a cada momento como11 a/a irreducible en el mundo. El ensayo Que filosofar es aprender a morir,vigésimo del primer tomo, que enhebra reflexiones de Cicerón, Séneca,I loracio y Lucrecio con las propias del autor, insiste en lo imprevisibledel desenlace fatal y recusa la escapatoria vulgar que consiste en no pen-sar en él. Si lo que se quiere es sustraerse a su opresivo dominio, preciso

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es a l ion la i lo acostumbrándose a él por medio de l . i i . iv i los . i frecuenta-c i ó n . Así favorecí1 Montaigne la "prcmcdilac ion de la mi ic r l e | porque]es premedi tac ión de la libertad" (I 134 / I 130). Pero precisamente enmedio de su consideración ilustrada irrumpe la persona de Montaigne,obstinadamente ocupada con la "imaginación de la muerte", aun en susbriosos años juveniles: "A cada minuto me parece que me escapo... Medesligo por doquier; a medias me he despedido ya de cada uno, salvo demí mismo. Jamás hombre alguno preparóse a dejar el mundo más puray plenamente ni se desprendió de él más de manera más universal comoespero hacerlo. Las muertes más muertas son las más sanas" (1 135 s. /I 131 s.). Cabría preguntar qué gana el yo con esta aparentemente lú-gubre intimidad. Pues bien, tal como lo sugiere este ensayo, tal como loenseña De la ejercitación: gana la perentoriedad de su presente.

En este sentido, el yo es el orto de una temporalización aguda: seprofiere en el ya, en el ahora, y es inseparable de él. El comienzo delensayo Del arrepentimiento, segundo del tercer tomo, es quizá uno de loslugares más sobresalientes en que se formula esta condición, con lúcidoseñalamiento del afán de fijar la fugacidad del lapso en que el yo advie-ne a sí mismo. Bajo la divisa de que "el mundo no es sino un temblade-ro (branloire) perenne", Montaigne declara que

Yo no puedo asegurar mi objeto. Va trémulo y vacilante con una ebriedadnatural. Lo tomo en un punto tal y como está en el instante en que me entre-tengo con él. Yo 110 pinto el ser. Pinto el paso: no un paso de una edad a otra,o, como dice el pueblo, de siete en siete años, sino de día a día, de minutoa minuto. He de acomodar mi historia al momento (á l'heure). Podré cam-biar enseguida, no sólo de fortuna, sino también de intención. Es un registrode diversos y mutables accidentes y de imaginaciones irresueltas, cuando nocontrarias; sea que yo mismo soy otro, sea que tome los temas bajo otras cir-cunstancias y consideraciones. Tal vez sea que me contradigo, pero la verdad,como decía Demades, no la contradigo nunca. Si mi alma pudiera hacer pie,ya no me probaría (je ne m'essaierais pas), me resolvería; pero siempre estáaprendiendo y poniéndose a prueba. (III 25 s. / III 26 s.)

Esta verdad de que habla Montaigne es enteramente otra que laque busca apresar la ciencia: universal, estable, objetiva. El tembla-dero que es el mundo —constelación abierta de acontecimientos—

suprimí.' de plano la posibilidad de una verdad invariable. Por eso, latemporalidad afecta a la verdad misma: "Pues ni la verdad misma tiene• I privilegio de ser empleada en todo momento y de todas formas: suuso, por noble que sea, tiene sus circunscripciones y límites" (III 3(i8/ I I I 353). Pero también por eso mismo tampoco se trata de la fijacióndel hecho, es decir, de la forma histórica de la verdad. No hay propia-mente hechos en el universo de Montaigne, o bien todo lo que pudie-1 . 1 aspirar a esa condición —instancia indesmentible y consumada dela experiencia en que ésta pudiere hacer pie— es esencialmente inse-guro, en la medida en que no depende de su exclusivo peso, sino de lacoyuntura en que el yo se relaciona con él: y, en efecto, el putativo "he-cho" no es sino esta coyuntura. Como bien dice de Man de Montaigne,"su tiempo es exclusivamente el presente... Pero... ese tiempo presenteno es el presente de Montaigne en el momento de tener tal o cualexperiencia: es el presente de Montaigne en el momento de escribir.No se trata de una separación entre el fenómeno del que se escribe yel momento en que Montaigne escribe, sino de una separación formalentre la acción realizada y la observación que Montaigne hace de ella

mediante el discurso."8

Esta sugerencia, unida a lo antes señalado, podría dar una claveexplicativa de los Ensayos, en la medida en que pongamos en primerplano el acto de su escritura. Si el cuidado de la propia vida es la sumade- todo saber,9 cabría preguntar: ¿por qué, si el "arte de vivir" es aquellasuma, abrir el hiato de la escritura? Pero la escritura del libro y la confi-guración del yo son una y la misma cosa. "Aquí, vamos de acuerdo y almismo paso, mi libro y yo" (III 27 / III 28). La escritura es la inscripcicmdel yo en un presente, que queda, por así decir, datado de una vez porlodas, pero que a su vez no tiene ninguna preferencia sobre los demáspresentes de dicha inscripción. El carácter esencialmente inquieto, in-cidental y problemático del acto de escribir es lo que le da al yo su pre-sente, cada vez, y lo que le da lugar al yo en cada presente. La escrituraes el cuerpo verídico del yo, pero de un yo que no es nada al margen de

esc- cuerpo.

N l'anl de Man, "Montaigne y la trascendencia", op. di., 91.'.I "Nada hay tan hermoso y legítimo como actuar bien y debidamente como hombre, ni ciencia

tan ardua como saber vivir bien y naturalmente (nouvdlnnml) esta vida" (III 409 / III 395).

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Desde el p imío de visla del saber, el v < > puntualmente inscrito, ycomo poder y pasión de inscripción, posee, por una parle, universali-dad negativa. No descansa en lo fiable de una ident idad, sino que reinci-de siempre en la vaciedad de la ignorancia. Tal como la temporalizaciónque mencionábamos también afecta a la verdad misma, la cual quedalimitada a las "circunscripciones y límites" de la oportunidad, así tam-bién la experiencia ahonda aquí su vinculación al error, restándose a suposible eficacia veritativa para el establecimiento de leyes y reglas cons-tantes: aprendemos de nuestros errores, sí, pero de ellos aprendemos,sólo y precisamente, que erramos.

Por otra parte, esa misma universalidad tiene un lado positivo. Elconocimiento que tengo de mí mismo (paradójicamente caracterizadopor la vaciedad de que hablaba recién) vale también para todos los de-más en cuanto al universal "ser humano". Del arrepentimiento, que insisteen lo que diferencia el propósito de Montaigne de todos los esfuerzosde saber antropológico que lo han precedido, cautivos del celo de ins-truir ('Yo no enseño, yo cuento", III 27 / III 28), estipula esto con todala claridad deseable: "cada hombre lleva la forma entera de la condiciónhumana" (III 26 / III 27). En la aguda conciencia que posee Montaigneacerca de la novedad esencial de su empresa, consistente en la omisiónde toda credencial del autor, se acuña por primera vez la idea de un "seruniversal" del individuo: "Los autores se dan a conocer al pueblo poralguna marca particular y externa; yo, el primero, por mi ser universal,como Michel de Montaigne, no como gramático, poeta o jurisconsulto"(ibíd.).

La experiencia es el medio de esa (doble) universalidad, la escritu-ra su órgano o, como estaba diciendo, su cuerpo.

¿Por qué, finalmente, podría o debería haber una profunda conni-vencia entre escepticismo y escritura?

En nuestras previas discusiones habíamos observado la significa-ción que adquiere el yo individual en el escepticismo, así como su pre-ciso emplazamiento en el ahora, en el presente de su pasión, en la ac-tualidad de su experiencia. El yo escéptico, notábamos, carece de todaunidad sustantiva y permanece abocado a la diversidad y dispersión delos fenómenos, con los cuales, y al margen de las abusivas imputacionesy de las explicaciones abstrusas de que los hace objeto el logas, entabla

i elación a través del efímero desfiladero del instante. Me suponía yoque tal vez sería factible pensar que esta angostura que la razón discursi-va no puede explotar ni administrar, porque necesita tiempo para llevar.1 (abo su cometido, puede dilatarse en su propio seno, y dar lugar aotras formas y usos del discurso: cierta idea de la literatura habría de in-sinuarse así. Creo verosímil sostener que la obra de Montaigne da cuen-ta de semejante posibilidad. En ésta ocurre esa cosa sorprendente queconsiste, no en ir a la caza del conocimiento, sino de sí mismo, no enacechar la realidad, sino en espiarse el propio individuo, no en seguirbuscando, sino en hallarse, por azar, a sí mismo: "Y también me pasaesto: que no me encuentro cuando me busco; y me encuentro más portopetazo que por la inquisición de mi juicio" (I 73 / I 77). La cualidadfragmentaria —entrecortada, digresiva, casi despistada— del ensayo deMontaigne acusa la constitución astillada y fortuita del yo, y la escriturano es el hilván que une las trizas y momentos, sino la operación en queéstos reverberan multiplicadamente, marcando la endeble insistenciadel yo en cada presente. Ella ocupa —ahora— el lugar que el saber ha

dejado vacante.

Julio de 2001