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1 P. RODRÍGUEZ, Iglesia y Ecumenismo, Rialp, «Naturaleza e Historia», 46, Madrid 1979, pp. 9-18. PRESENTACIÓN Este libro ofrece a los lectores un conjunto de estudios que tienen como factor común el título que los agrupa: Iglesia y ecumenismo. Es éste un libro de teología. No aborda, pues, los problemas del ecumenismo desde una perspectiva inmediatamente pastoral y práctica, sino que busca la fundamentación teológica y el criterio doctrinal desde los que deben intentar resolverse sus graves y complejos problemas. Si hay algún aspecto de la vida actual de la Iglesia que produzca perplejidad y desconcierto en extensos sectores del pueblo fiel es precisamente este del ecumenismo. Sobre todo en países como España, cuyas gentes, por tradición y contexto religioso, han experimentado escasamente en su propio suelo la problemática a la que el ecumenismo responde. Se diría que en España, para muchos entre nuestros compatriotas, el ecumenismo es algo postizo, un añadido coyuntura!, un circulo esotérico o un slogan —según se mire— del nuevo argot eclesiástico, sin una auténtica realidad sustante. Una moda, en definitiva —más o menos relacionada con los avatares del último Concilio Ecuménico—, que podría restar solidez al edificio de la fe católica. A todos es patente, en efecto, que ciertos modos de hablar y de actuar en la vida eclesiástica —por desgracia no demasiado infrecuentes— podrían fundamentar esa opinión. Pero él teólogo, cuya misión es contribuir a que el Pueblo de Dios capte de manera más refleja y orgánica el misterio de Cristo y de su Iglesia, no puede dejarse llevar por diagnósticos superficiales; más, todavía, cuando el Magisterio de la Iglesia ha pronunciado su palabra orientadora. Por eso, hablando con rigor teológico, hemos de decir que el ecumenismo no es una moda, ni una «coyuntura», sino una dimensión muy importante de la renovada conciencia que la Iglesia, en nuestra agitada época —inter persecutiones mundi et consolationes Dei 1 —, ha adquirido, guiada por el Señor, de su propio ser y de su propia misión. Precisamente cuando escribo estas páginas es todavía reciente el discurso de S. S. Juan Pablo II a las diversas comunidades y organizaciones cristianas que asistieron en Roma al solemne comienzo de su Pontificado, discurso en el que él Papa aseguró «que la presencia de la Iglesia Católica en el movimiento ecuménico, tal como se ha expresado solemnemente en el Concilio Vaticano II, es irreversible» 2 . La Iglesia tiene un ser divino-humano, originado en Cristo, su Fundador y Cabeza, del que brota una misión que él Apóstol Pablo llamaba «la edificación del Cuerpo de Cristo» 3 . Para esto existe la Iglesia: para que todos los hombres, respondiendo libremente a la llamada de Dios, pasen a ser Cuerpo de Cristo. La 1 S. AGUSTÍN, De Civitate Dei, XVIII, 51, 1. 2 Texto en «L’Osservatore Romano», 25-X-1978. 3 Eph. 4, 12.

Iglesia y ecumenismo

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P. RODRÍGUEZ, Iglesia y Ecumenismo, Rialp, «Naturaleza e Historia», 46,

Madrid 1979, pp. 9-18.

PRESENTACIÓN Este libro ofrece a los lectores un conjunto de estudios que tienen como

factor común el título que los agrupa: Iglesia y ecumenismo. Es éste un libro de teología. No aborda, pues, los problemas del ecumenismo desde una perspectiva inmediatamente pastoral y práctica, sino que busca la fundamentación teológica y el criterio doctrinal desde los que deben intentar resolverse sus graves y complejos problemas.

Si hay algún aspecto de la vida actual de la Iglesia que produzca perplejidad y desconcierto en extensos sectores del pueblo fiel es precisamente este del ecumenismo. Sobre todo en países como España, cuyas gentes, por tradición y contexto religioso, han experimentado escasamente en su propio suelo la problemática a la que el ecumenismo responde. Se diría que en España, para muchos entre nuestros compatriotas, el ecumenismo es algo postizo, un añadido coyuntura!, un circulo esotérico o un slogan —según se mire— del nuevo argot eclesiástico, sin una auténtica realidad sustante. Una moda, en definitiva —más o menos relacionada con los avatares del último Concilio Ecuménico—, que podría restar solidez al edificio de la fe católica. A todos es patente, en efecto, que ciertos modos de hablar y de actuar en la vida eclesiástica —por desgracia no demasiado infrecuentes— podrían fundamentar esa opinión. Pero él teólogo, cuya misión es contribuir a que el Pueblo de Dios capte de manera más refleja y orgánica el misterio de Cristo y de su Iglesia, no puede dejarse llevar por diagnósticos superficiales; más, todavía, cuando el Magisterio de la Iglesia ha pronunciado su palabra orientadora.

Por eso, hablando con rigor teológico, hemos de decir que el ecumenismo no es una moda, ni una «coyuntura», sino una dimensión muy importante de la renovada conciencia que la Iglesia, en nuestra agitada época —inter persecutiones mundi et consolationes Dei1—, ha adquirido, guiada por el Señor, de su propio ser y de su propia misión. Precisamente cuando escribo estas páginas es todavía reciente el discurso de S. S. Juan Pablo II a las diversas comunidades y organizaciones cristianas que asistieron en Roma al solemne comienzo de su Pontificado, discurso en el que él Papa aseguró «que la presencia de la Iglesia Católica en el movimiento ecuménico, tal como se ha expresado solemnemente en el Concilio Vaticano II, es irreversible»2.

La Iglesia tiene un ser divino-humano, originado en Cristo, su Fundador y Cabeza, del que brota una misión que él Apóstol Pablo llamaba «la edificación del Cuerpo de Cristo»3. Para esto existe la Iglesia: para que todos los hombres, respondiendo libremente a la llamada de Dios, pasen a ser Cuerpo de Cristo. La

1 S. AGUSTÍN, De Civitate Dei, XVIII, 51, 1. 2 Texto en «L’Osservatore Romano», 25-X-1978. 3 Eph. 4, 12.

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Iglesia, una y unida, ha recibido de Cristo la misión de ir por todo el inundo predicando el Evangelio a las naciones, bautizando, a los que se convierten a Cristo, en el nombre del Dios Uno y Trino, y enseñándoles a vivir con arreglo a la doctrina de Jesús. Para realizar esta tarea, Cristo mismo está presente en la Iglesia4 que es como su señal y su instrumento, es decir, como el sacramento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano5.

La palabra y, sobre todo, el concepto teológico de misión abarca, pues, la totalidad de la actividad de la Iglesia in aedificationem Corporis Christi. Para esto, y sólo para esto —es importante insistir en ello—, existe la Iglesia. De ahí que ella pueda expresar su misión —que tiene recibida y participada de Cristo— con las mismas palabras de Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia»6. Como se ha dicho solemnemente, ella es «el auxilio general de salvación»7.

Esta misión salvadora, en cuanto que se dirige a los no cristianos —a «las gentes», en el sentido bíblico—, recoge y realiza lo más históricamente originario del Evangelio, de la buena noticia para las naciones. Tan radical es esta primera manifestación que, durante mucho tiempo, casi ha monopolizado el concepto de misión, identificado en la práctica con el plural «misiones»: anuncio del Evangelio e implantación de la Iglesia en «tierras de infieles», en los llamados «territorios de misión».

Sin embargo, no se agota la «misión» de la Iglesia en las «misiones» 8. La misión es también incesante respecto de sus propios hijos, sobre los que debe proyectarse de continuo —con la predicación, con la catequesis, con el auxilio divino de los sacramentos— hasta conducirlos a esa íntima unión con Dios, respecto de la cual la Iglesia misma es —decíamos— como el sacramento. Este aspecto ad intra de la misión única de la Iglesia es el que podríamos llamar tarea «pastoral».

Pero hay un tercer aspecto de la misión, profundamente unido al anterior, que es el que nos ocupa en este libro. Porque cuando la Iglesia contempla su propia realidad, advierte que, en esta una y única Iglesia, ya desde los comienzos, surgieron escisiones, que el Apóstol condenó severamente; y que ahora, como fruto de ulteriores cismas, «comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión de la Iglesia Católica, a veces no sin culpa de los hombres de una y otra parte»9. Respecto de todas esas personas, «que se honran con el nombre de cristianos, y a los que los hijos de la Iglesia Católica, con razón, reconocen como hermanos»10, la Iglesia tiene una responsabilidad ante Dios que se enraiza en la misión recibida de Cristo. El ecumenismo es el ejercicio de esa responsabilidad y consiste en «promover la unitatis redintegratio de todos los cristianos»11. Este tercer aspecto de la misión única, que llamaremos tarea «ecuménica» de la Iglesia, no es sino la forma que toma

4 Cfr. Mt 28, 20; 18, 18-20. 5 CONC. VAT. II, Const. Lumen Gentium, 1. 6 Ioh 10, 10. 7 CONC. VAT. II, Decr. Unitatis Redintegratio, 3/e. 8 Vid. CONC. VAT. II, Decr. Ad Gentes, 6/a. 9 Unitatis Redintegratio, 3/a. 10 Ibídem. 11 Unitatis Redintegratio, 1,

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la misión pastoral de la Iglesia como consecuencia de la realidad histórica de las divisiones y los cismas.

Los tres momentos, que hemos denominado «misionero», «pastoral» y «ecuménico», de la acción salvadora de la Iglesia constituyen la misión, sin más, es decir, la acción de Dios en Cristo que, por medio de la Iglesia, se encamina a la escatológica instauración del Reino de Dios. No se puede comprender teológicamente el ecumenismo de otra manera, pues la misión, como se ha dicho con acierto, es la tarea característica de la Iglesia en él tiempo presente, hasta la segunda venida de Cristo, cuando Dios sea todo en todas las cosas12 y la «misión» sea sustituida por la «visión» 13.

En esa misión única de la Iglesia se inserta, pues, el ecumenismo. Las peculiaridades de la tarea ecuménica dentro de la misión provienen de la cualidad de las personas. Se ha hecho notar con frecuencia que si, por ejemplo, de un anglicano decimos que es un no-católico, decimos verdad, aunque no toda la verdad; porque, si nos quedáramos en esa consideración, se difuminaría su situación eclesiológica respecto de la Iglesia y de la misión de la Iglesia, pues ese calificativo —acatólico— vale también, por ejemplo, para un mahometano, para un animista, para un agnóstico y para un ateo: todos son acatólicos. Si decimos en cambio que los anglicanos son cristianos, nombramos otro aspecto, e importantísimo, de la verdad. El status teológico de esas personas recibe ahora una nueva luz, y sólo desde ella puede comprenderse lo específico de la tarea ecuménica en el seno de la misión de la Iglesia. De la simultánea captación de ambos aspectos —son cristianos y, a la vez, no católicos— surge la problemática teológica del ecumenismo, que valora positivamente lo que hay de realidad cristiana y eclesial en esos bautizados y en las comunidades en que se agrupan, a la vez que capta y diagnostica el carácter deficiente e imperfecto de esa eclesialidad e investiga los cauces de la misión en orden a la plena restauración de la unidad por la que Cristo oró14.

En este marco y con este horizonte deben entenderse los diversos capítulos de este libro. Estos escritos vieron la luz en su redacción original en revistas especializadas durante los últimos cinco años. Al agruparlos ahora han sido objeto de una cierta reelaboración, no en la sustancia del asunto, sino en orden a su homogénea integración y a disponerlos para que pudieran ser utilizados también por los no especialistas.

El primer capítulo, que ya en su redacción primera se dirigía a un público más amplio, trata de centrar, históricamente primero y doctrinalmente después, lo que es el Movimiento Ecuménico y los principios católicos del ecumenismo. Tiene este capítulo un carácter de introducción general al resto del libro, donde se contemplan ya, o bien problemas concretos del ecumenismo, o bien desarrollos de la eclesiología en orden al diálogo ecuménico.

12 Cfr. 1 Cor 15, 28. 13 Cfr. Ioh 17,23. 14 Este reconocimiento de la eclesialidad de las comunidades separadas no implica —

como tendremos ocasión de considerar más despacio— que la única Iglesia de Cristo esté como «repartida» o «distribuida» entre las distintas comunidades. El Magisterio eclesiástico reciente ha salido al paso de este error al declarar que no «pueden los fieles imaginarse la Iglesia de Cristo como si no fuera más que una suma [...] de Iglesias y comunidades eclesiales» (Declaración Mysterium Ecclesiae, 24-VI-73, en «Ecclesia», 33 [1973] 880)..

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Los capítulos II, III y IV pertenecen a este segundo grupo. Se estudia primero un fundamental principio católico del ecumenismo, que es la indefectibilidad de la Iglesia. A continuación, la cuestión clásica de la pertenencia a la Iglesia, y, finalmente, el sentido y la integración del ministerio eclesiástico en el seno del Pueblo de Dios, cuestión clave en el diálogo con los cristianos procedentes de la Reforma protestante.

Los dos últimos capítulos abordan problemas concretos del ecumenismo: la autoridad del Papa (capítulo V) y la Eucaristía (capítulo VI), cuestiones que, junto a la citada de la naturaleza del ministerio en la Iglesia, centran los debates actuales eclesiológicos en el diálogo interconfesional.

A nadie se oculta que en torno a todos estos puntos resuenan voces, en publicaciones y asambleas, que no transmiten con fidelidad él patrimonio católico de fe. El magisterio de la Santa Sede y de los episcopados ha tenido que salir al paso con frecuencia. En realidad, la tarea del ecumenismo no es fácil, y los escollos, las tentaciones, los riesgos —intelectuales y prácticos—, son abundantes. La actividad ecuménica es, por la naturaleza propia de su objeto, especialmente sensible al axioma in necessariis unitas: la unidad —en la que está la verdad y la salvación— sólo debe exigirse en lo que es realmente necesario para esa unidad. Esta es, en efecto, la praxis apostólica: «Ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros más cargas que las indispensables»15. Sin embargo, muchos reduccionismos de la je que se observan en algunos autores contemporáneos intentan su legitimación con una mala interpretación de la finalidad ecuménica de aquel apostólico Concilio de Jerusalén.

Por eso, en el oficio teológico parece necesario tener presente, de manera especial, que «nada es tan ajeno al ecumenismo como el falso irenismo, que desvirtúa la pureza de la doctrina católica y oscurece su sentido genuino y verdadero»16. Tomarse en serio el ecumenismo no es posible sin tomarse en serio, a fondo y con todas sus consecuencias, la cuestión de la verdad. No se puede esquivar en base a un difuso pluralismo17 o a una reducción de las diferencias confesionales a las diferencias que en la Edad Media se daban entre las «escuelas» teológicas18. Hay que decirlo con claridad: «La unidad en la verdad de la fe dogmática es el fin propio del ecumenismo legítimo» 19. Ya él Papa Pío XII había dicho que otra unidad que no fuera en la verdad sería unidad «en la común ruina».

Mi pensar, mi meditación a lo largo de estos trabajos —lo compruebo ahora nuevamente, al reunirlos— ha procurado tener una referencia constante: el Magisterio de la Iglesia, especialmente el del Concilio Vaticano II que, con su «colosal progreso eclesiológico»20 y en continuidad con la fe declarada en los

15 Act 15,28. 16 Unitatis Redintegratio,11/a. 17 Cfr. J. L. ILLANES, Sobre él saber teológico (Madrid, Rialp, 1978), 69-152, donde se

analiza detenidamente el fenómeno del pluralismo. 18 Posición del Neues Glaubensbuch, ed. por J. FEINER y L. VISCHER (Friburgo, 1973),

654-657. 19 L. SCHEFFECZYK, Die theologischen Grundlagen der Oekumenismus, en

«Schwerpunkte des Glaubens» (Einsiedeln, 1977), 456. 20 A. DEL PORTILLO, Fieles y laicos en la Iglesia. Bases de sus respectivos estatutos

jurídicos (Pamplona, Eunsa3, 1977), 17.

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anteriores Concilios, ha abierto un horizonte grande a los teólogos en la Iglesia. Ese cuerpo doctrinal pide, especialmente de los cultivadores de la eclesiología, un trabajo paciente y sereno, audaz y atenido, renovador y fiel. Es sorprendente que, a escasos años de la clausura del «más universal de los Concilios celebrados hasta ahora en la Iglesia Católica»21, se observe un desinterés práctico tan notable, incluso entre teólogos y hombres de Iglesia, por la doctrina emanada de aquella ecuménica Asamblea. No es éste el lugar de analizar las causas del fenómeno que presenta al II Concilio Vaticano como «superado»22, pero en muchas ocasiones parece responder a una ideología demasiado próxima a aquélla otra que expresaba Gilbert Mury, el especialista en cuestiones religiosas del partido comunista francés, cuando escribía después del tercer período conciliar: los documentos aprobados por el Concilio no tienen apenas interés «en comparación al enorme movimiento de ideas que ha desencadenado esta asamblea religiosa» 23. Hay católicos que parecen suscribir esta valoración de aquel acontecimiento eclesiástico. El llamado «espíritu del Concilio» se constituye así en una especie de categoría mítica, desde la cual podría uno dispensarse del estudio teológico de la palabra conciliar y legitimar «espiritualmente» las más disparatadas empresas. Entiendo, por el contrario, que el futuro de la eclesiología y del ecumenismo pasa por una seria comprensión de la doctrina y del espíritu del último Concilio, que, paradójicamente, son poco conocidos.

Pamplona, en la víspera de la Natividad del Señor, año 1978.

EL AUTOR

21 A. DEL PORTILLO, Il celibato sacerdotale, en «CRIS-Documenti», n. 2 (Roma, 1968),

2. 22 Vid. P. RODRÍGUEZ, LOS dos ejes del Concilio Vaticano II, en «Nuestro Tiempo», 46

(1976), 23-48. El Papa Juan Pablo I se refería con frecuencia a este fenómeno. Vid. PH. DELHAYE, Adieu au Pape Jean-Paul I, en «Esprit et Vie», 88 (1978), 657-671.

23 G. MURY, en «Le Monde», 29-XII-1964. Vid. G. MURY, Un marxista ante la «Gaudium et Spes», en «Vaticano II. La Iglesia ante el mundo de hoy», III (Madrid, 1970), 161-187.