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HOMILIA DEL SR. PÁRROCO EN LA FIESTA DE LA TRASLACIÓN DEL SEÑOR Queridos hermanos: Estamos celebrando la fiesta más grande, la fiesta madre de todas las fiestas: la Santa Misa. En Ella - bien lo sabemos- Dios se acerca a nosotros de un modo único e insospechado y nos concede participar de Él en lo más íntimo de nuestro ser a través de su Voz, su Cuerpo y Sangre. Palabra y Alimento, con mayúscula, porque Dios se ha hecho hombre y quiere hacernos gustar de Él para que hallemos el gozo y la paz interior que todos anhelamos por nuestra condición de criaturas. Así acontece, ciertamente, como dice el Señor en la Escritura, “mis delicias son estar entre los hijos de los hombres”. Nuestro dominical encuentro con el Señor es siempre festivo y quiere conducir a la alegría de sabernos guiados, conducidos y amados de un modo personal por Él. Esta fiesta deviene hoy solemne y con sabor especial al celebrar la Traslación del Señor; hemos recibido de Dios y de nuestros antepasados la gracia de la fe y de la presencia de Cristo entre nosotros y con nosotros, lo cual es un motivo de acción de gracias. Jesucristo está con nosotros por que es bueno, sólo Él es bueno y no quiere ni permite que estemos solos o podamos experimentar la soledad interior a la que nos lleva el pecado o las circunstancias de nuestra vida. Él sabe que somos demasiado frágiles para conducir nuestra vida y todo aquello que está en nuestras manos; sabe que somos de barro; también sabe que ante la muerte sólo Él “tiene palabras de vida eterna”. Por eso está con nosotros. Esta presencia de Cristo se realiza por medio de la Iglesia: no hay Iglesia sin Cristo, ni viceversa. La Iglesia, madre y maestra nos guía constantemente hacia el

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HOMILIA DEL SR. PÁRROCO EN LA FIESTA DE LA TRASLACIÓN DEL SEÑOR

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HOMILIA DEL SR. PÁRROCO EN LA FIESTA DE LA TRASLACIÓN DEL SEÑOR

Queridos hermanos:

Estamos celebrando la fiesta más grande, la fiesta madre de todas las fiestas: la Santa Misa. En Ella - bien lo sabemos- Dios se acerca a nosotros de un modo único e insospechado y nos concede participar de Él en lo más íntimo de nuestro ser a través de su Voz, su Cuerpo y Sangre. Palabra y Alimento, con mayúscula, porque Dios se ha hecho hombre y quiere hacernos gustar de Él para que hallemos el gozo y la paz interior que todos anhelamos por nuestra condición de criaturas. Así acontece, ciertamente, como dice el Señor en la Escritura, “mis delicias son estar entre los hijos de los hombres”. Nuestro dominical encuentro con el Señor es siempre festivo y quiere conducir a la alegría de sabernos guiados, conducidos y amados de un modo personal por Él.

Esta fiesta deviene hoy solemne y con sabor especial al celebrar la Traslación del Señor; hemos recibido de Dios y de nuestros antepasados la gracia de la fe y de la presencia de Cristo entre nosotros y con nosotros, lo cual es un motivo de acción de gracias. Jesucristo está con nosotros por que es bueno, sólo Él es bueno y no quiere ni permite que estemos solos o podamos experimentar la soledad interior a la que nos lleva el pecado o las circunstancias de nuestra vida. Él sabe que somos demasiado frágiles para conducir nuestra vida y todo aquello que está en nuestras manos; sabe que somos de barro; también sabe que ante la muerte sólo Él “tiene palabras de vida eterna”. Por eso está con nosotros.

Esta presencia de Cristo se realiza por medio de la Iglesia: no hay Iglesia sin Cristo, ni viceversa. La Iglesia, madre y maestra nos guía constantemente hacia el Señor por medio de los sacramentos y nos muestra también por medio de su enseñanza aquello que nos separa de Él; Ella nos da a Cristo y todos sus tesoros: la Palabra de Dios, la Eucaristía alimento, el perdón de los pecados, el descanso eterno para nuestros difuntos, y un sin fin de gracias,…

Pero entre Cristo, la Iglesia y nosotros se encuentran nuestros antepasados que nos han transmitido fielmente lo que ellos recibieron. Nuestros mayores emprendieron, movidos por el amor a Dios y a nuestro pueblo, la gran obra de transmitirnos la fe. Esa transmisión de la fe tuvo una expresión –entre otras- que perdura: este templo al cual fue trasladado el Señor desde la antigua Iglesia. Podemos decir que la fe de nuestros padres, abuelos y demás antepasados fue una fe con obras, concreta; y todo ello lo llevaron a cabo con mucho sacrificio, entrega de sí mismos, austeridad y constancia. Todavía están en nuestro recuerdo grandes personas que contribuyeron al bien espiritual de nuestro pueblo y de nuestras familias y cuyo paso por este mundo ha dejado una huella imborrable porque trabajaron por y para el Señor, cumpliéndose así sus palabras en el Evangelio: “he venido para que déis fruto y vuestro fruto dure, así daréis gloria a vuestro Padre que está en el cielo”.

Damos, pues, gracias al Padre por el don de Cristo, de la Iglesia y de nuestros mayores fruto de su misericordia con nosotros.

Todo ello nos pone ante Dios sabiendo que todo don supone a la vez una tarea; en efecto, tanta gracia de Dios no puede caer en saco roto sino en corazones agradecidos que se empeñen en transmitir aquello mismo que nosotros hemos recibido a la presente y futuras generaciones.

Transmitir la fe es un gozoso deber en el cual debemos empeñarnos con todas nuestras fuerzas. La fe en Cristo no es una cuestión menor que afecta a una parte de nuestra vida; no es –como ya os he señalado en otras ocasiones- un modo de ver las cosas, un mensaje o unas ideas. La fe es Cristo es la roca firme para el corazón humano; es alcanzar la bondad misma; la fe es esperanza fiable; es amor sin límites. La fe que se transforma en amistad con Cristo es el cimiento sobre el cual está construido nuestro pueblo. Así, son posibles la fraternidad, la solidaridad, el perdón, la generosidad, la amistad verdadera, el amor fiel entre los esposos, la educación de los hijos sobre bases sólidas,… y así es posible superar la envidia, las rivalidades, los rencores, la desunión familiar, el egoísmo, la discordia y el puro interés personal. No podemos pensar que con unos valores universales y genéricos de paz, reconciliación y amor fraterno construiremos un pueblo próspero y familias verdaderamente unidas. Ya nos lo decía el Señor por medio del Evangelista Juan: “sin mí, no podéis hacer nada”. Es necesario, pues, injertar en la vid que es Cristo a nuestra generación de jóvenes que andan en un número tan grande distraídos y tristes interiormente por ofertas que no llenan. La Iglesia, queridos hermanos, juntamente con la familia, la escuela y las autoridades públicas se encuentran ante una “emergencia educativa” desde el punto de vista humano y religioso. Ciertamente, la crisis económica en la cual nos hallamos inmersos reclama de nosotros muchos esfuerzos y gran generosidad para atender las necesidades básicas de tantos hermanos nuestros, pero la crisis de fe y de humanidad de nuestra generación es mayor y más grave. Debemos remediar la falta de recursos de tantas personas, pero no podemos dejar en la peor de las indigencias que es desconocer el amor de Dios y no dar a Cristo a nuestros hijos. Esto nos hace recordar las palabras de Cristo: “no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”.

El esfuerzo por transmitir la fe tiene serias dificultades en este momento que vivimos; unas proceden de fuera: ideologías basadas en el consumo sin freno, la potencia de los medios de comunicación que no son siempre un canal de transmisión sano, un falso afán por ser libres, una distorsión de la verdad natural de la familia, etc; otras dificultades proceden de nosotros mismos: de nuestra falta de decisión por vivir el evangelio, la rutina a la hora de celebrar la fe, nuestros pecados y deficiencias, etc. Todas estas dificultades que he señalado son fuente de sufrimiento para muchos de vosotros al ver que la semilla que deseáis sembrar no termina de fructificar en los hijos y los nietos.

¿Qué podemos y debemos, pues, hacer ante este Goliat que es nuestra cultura que impide transmitir la fe y crecer en Cristo?

Estamos llamados, queridos hermanos, a volver a Cristo una y otra vez. Hacer de Él, el principio, fundamento y fin de todas nuestras obras, aspiraciones y deseos.

Acudir con mayor frecuencia a su encuentro aquí, donde le trajeron nuestros antepasados, para estar con Él y recibir luz y compañía; acudir a Él para ser alimentados y ser fuertes en la fe; acudir a Él para escuchar la voz del verdadero Pastor de nuestras almas; acudir Él para ser perdonados de las heridas de nuestros pecados y fragilidades; acudir a Él para que de verdad se convierta en nuestro verdadero Maestro, Médico, Amigo y Rey.

Purificados así por el Señor, los demás podrán ver a Cristo en nosotros: podrán ver la alegría de Cristo, la paz de Cristo, la paciencia de Cristo, el perdón de Cristo, la generosidad de Cristo. No necesitarán escuchar a Cristo porque le verán. Esto es lo que reclama nuestra generación: ver al Señor en nosotros; auténticos testigos que remitan al único modelo que es el Jesucristo. No importarán nuestros defectos y faltas, porque Dios se manifestará a través de nosotros atrayendo a muchos hacia Él.

De este modo no cesaremos de amar a los nuestros con el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones; un amor que supera las barreras humanas de la simple justicia y se convierte en caridad. El amor, queridos hermanos, es lo único que despierta el corazón de las personas que están a nuestro alrededor, aún cuando parezca que siguen dormidos en las cosas de este mundo. El amor de Dios, nos recordaba Benedicto XVI, es una luz –en el fondo la única- que mueve el corazón del hombre para que alcance lo que le es más propio: su Creador y Redentor.

Nuestra palabra es necesaria a tiempo y a destiempo, como nos dice el Apóstol Pablo. Pero antes debemos hacer el recorrido que os señalaba: ir a Cristo, que vean a Cristo en nosotros, que amemos sin cesar a los nuestros. Así, la catequesis y la predicación de la palabra de Dios en la familia y en este templo deben volver a ser lámpara para nuestros pasos y los de nuestras familias. Sin la Palabra de Dios, la fe cristiana deviene un conjunto de normas áridas que se convierten en un velo que no dejan ver a Cristo y la belleza y alegría de quien tiene una esperanza, con mayúscula, para vivir y morir.

Será necesario, por último, que entre todos suscitemos nuevas iniciativas audaces para buscar y llamar a la puerta de nuestros hermanos que prefieren vivir de otro modo porque es más fácil o más cómodo o de aquellos que nos han descubierto el verdadero rostro de la fe; de esa fe que se convierte en alegría de vivir, una alegría que tiene sus raíces en el espíritu humano y procede de Dios. De esa fe, en definitiva, que al acercarse el sufrimiento, la enfermedad o la muerte sigue teniendo una gran razón para vivir.

Y en todo este empeño de transmitir la fe, Dios nos precede, impulsa y acompaña; eso significa la Traslación del Señor y su presencia entre nosotros. ¡Qué confianza y seguridad! ¡Dad gracias al Señor por que es bueno y es eterna su misericordia!

Dentro de unos días se cumplirá un año de mi presencia entre vosotros; aprovecho esta ocasión para dar nuevamente gracias a Dios por este don; y a todos vosotros por vuestra oración, afecto, compañía y comprensión. No dejéis de rezar por mí para que sea un siervo bueno y fiel; también a través de mi persona con mis defectos y fragilidades debe pasar la fe con la cual Cristo os conduce y guía; ante ello muchas veces siento temblor y temor, pero la voz del salmista es nuevamente luz y alimento: “el Señor es mi Pastor, nada me falta en verdes praderas me hace recostar”.

Que el mártir San Sebastián nos conceda a nosotros su fortaleza para ser fieles agradecidos al darnos cuenta de la hondura y belleza de la fe que hemos recibido y, así exclamar con el salmista: “¿como pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? alzaré la copa de la salvación invocando tu nombre”.

Pongamos sobre este altar en esta tarde todo nuestro ser y las ilusiones y preocupaciones de todos nuestros hermanos. El Señor nos bendecirá con su paz.

Parroquia Sagrada Familia D. Luis Oliver XucláLa Vilavella Cura- Párroco13 septiembre de 2009.