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NATHALIE HEINICH

TraduGG±:Ói1i .

Rilda Trujillo Soto

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FILOSOFIA y LETRAS

Primcra edición en francés: Éditions de Minuit 1998

Título original: Ce que l'arlfait el la sociologie

Primera edición en Sello Bermejo: 2001

Producción: CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES

D.R.

Dirección General de Publicaciones,

© Éditions de Minuit © Prólogo: Gerardo Estrada Rodríguez

© 2001, de la presente edición y traducción Dirección General de Publicaciones Calzo México Coyoacán 371 Xoco, CP 03330 México,D.E

Las caractcrísticas gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad de la Dirección General de Publicaciones del CONACULTA

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o par­dal de esta obra por cualquier medio o procedimiento .. comprendidos la re­prografla y el tratamiento il}formático, la fotocopia o la grabación, sin la pre­via autorización por escrito dc la Dirección General de Publicaciones del ,CONACULTA - - -

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ÍNDICE

Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

r. La postura antirreduccionista ........................ 15 II. La postura acrítica .... : . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

rrr. La postura descriptiva ..... , . . . . . . . • . . . . . . . . . . . . . . . . 29 IV. La postura pluralista .......... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 V. La postura relativista. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47

VI. Una neutralidad comprometida. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 VII. La prueba de pertinencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69

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I :i. Bibliografía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73

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ESTE LIBRe

NO SALE DE LA BIBLIOTECA

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PRÓLOGO

La sociología, como discurso científico, tuvo en el siglo xx su momento de esplendor, en particular durante los años sesenta, para caer inmediatamente en una gran crisis, al menos en Europa y Es­tados Unidos, y en consecuencia en América Latina, en la década siguiente.

Alvin Goulner describió este fenómeno de manera muy clara en un texto que ya es clásico: La cri·sis de la sociología occiden­tal, en el cual advertía que tanto el afán generalizador como la "súper" especialización eran enemigos de un desarrollo pleno de las ciencias sociales y contrarios a su capacidad de aportar expli­caciones válidas y simples a la gente común y corriente, como 10 hubiera querido Wright Mills en La imaginación sociológica.

El éxito de la expresión de formas vagas y generales, aunque con una retórica de fuegos de artificio, sorprende a una juventud ávida de cambios en los años sesenta, lo que seguramente en­soberbeció al mundo académico de las ciencias sociales. El hecho de que nombres como Herbert Marcuse, Louis Horowits, Wright Mills, Teodoro Adorno y, por supuesto, los de Carlos Marx y Max Weber aparecieran en los titulares de los periódicos (en el caso de América Latina: Henrique Cardoso, Enza Faleto y Pablo Gonzálcz Casanova, entre otros) seguramente hizo pensar a muchos que Augusto Comte tenía razón y que la sociología era la reina de las CIenCIas.

Sin embargo, pronto se hizo evidente la incapacidad de la so­ciología para enfrentar problemas específicos. Esta incapacidad no sólo de responder preguntas concretas sino de proporcionar marcos de referencia se hizo evidente en la caída del Muro de Berlín, la desintegración de la Unión Soviética y el surgimiento de los conflictos religioso-culturales en los antiguos países so-cialistas. .

Ningún miembro de la academia_ sociológica previó la_magni­tud de estos fenómenos sociales y fueron los periodistasy anali~tas

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editoriales quienes asumieron la responsabilidad de explicar los sucesos.

En algunas áreas específicas, c"omb la sociología del trabajo y sus implicaciones en la organización laboral, se tuvo éxito, pero en las esferas de conocimiento generallíl arrogancia de los esque­mas preconcebidos impidió aportaciones útiles.

En doncle segurílmente hizo aún más falta una actitud humilde y pudorosa por parte de los cientÍflcos sociales es sin duda en el arte, pue,:; tendieron a reducir la explicación del fenómeno artísti­co a la detenninación de las condiciones económicas y sociales o a un mero reflejo de esto, o bien a minimizarlo en términos de simples cuestiones estadísticas sobre las tendenciíls del gusto o del estudio de la asistencia de público a actividades artí~ticas, he­cho que revelaba, por un lado, una gran soberbia y, por el otro, un notable desprecio por una de las actividades humanas y sociales más rleas y más complejas, de la Gual se podían desprender múlti­ples experiencias aplic-ables a otros órdenes de la vida social: ¿des­precio o incomprensión?

Es por eso que tan sólo el título de la obra de Nathalie Heinich, Lo que elcirte aporta a-la sociología, es ya una propuesta original que sin duda alguna cambia la percepción de muchos sociólo­gos que todavía pretenden, a partir de las generalizaciones del mar­xismo y del estructural-funcionalismo, explicar la realidad social.

Uno de los hechos que inevitablemen te tuvo que asumir la socio­logíafue el lugar que ocupa en la realidad el azar, la imposibilidad de explicar en periodos cortos las tendencias de los acontecimien:' tos sociales.

No sin razón, Piene B ourdieu escribió un libro tilulado La Pla­ce au désordre, el cual, con su solo enunciado, echaba abajo los rígidos mecanismos con que el marxismo y el positivismo ele­mentales pretendían explicar la realidad.

No hay tema más ejemplificador dentro de este inevitable desor­den que el del arte, pues la enorme subjetividad de toda apreciación estética, el carácter multifacético de los actores y la caprichosa conducta de las conientes artísticas impiden a la sociología dog-­mática entender la riqueza y la complejidad del fenómeno.

E!l por eso que, en este texto, Natalie Heinich propone, en lugar de concebir a la sociología como una posible vía que contribuy-a a­explicar el fenómeno del arte, invertir tales términos y considerar

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10 que el arte puede aportar a la sociología, lo cual no sólo en­riquece enormemente la posibiHdad de comprender el arte, ~:no que brinda una perspectiva más enriquecedora' de sí misma .1 la sociología.

No es éste un libro de divulgación general, ya que presupor~ el conocimiento de ciertos principios esenciales de la sOcloloPl y del arte; sin embargo, es una obra fácilmente comprensible. :;.ue permitirá a los estudiosos del arte y de la sociología ensanchzr su perspectiva e iniciar el largo y tortuoso camino de la explíca.:¡ón de "lo obvio".

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Gerardo Estrada Rodn?uel.

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INTRODUCCIÓN

Lo individual opuesto a lo colectivo, el sujeto a lo social, la inte­rioridad a la exterioridad, lo innato a lo adquirido, el don natural al aprendizaje cultural: el arte es, por excelencia, el terreno en que se afirman los valores contra los cuales se constituyó la sociología.

Dos soluciones se presentan al sociólogo. La primera consiste en situar su objeto (el arte) dentro de los marcos epistemológicos de su disciplina (la sociología) y mostrar que el arte es, "de he­cho", un fenómeno colectivo, habitado por lo social, condiciona­do por el exterior, determinado por propiedades esencialmente adquiridas, arraigadas en una cultura: esto es lo que la sociología aporta al arte, con importantes resultados obtenidos actualmente gracias a las investigaciones de Howard Becker, Pi erre Bourdieu, RaymondeMoulin y muchos otros -cuando la sociología del arte se acerca a las investigaciones de historia social del arte desarro­lladas principalmente por Svetlana Alpers, Michael Baxandall o Francis Haskell.

La segunda solución es totalmente diferente: no consiste en pro­ceder a la inversa, como quisiera el paradigma estético que, al subordinar los marcos sociológicos al sentido común, proclama la irreductibilidad del arte a lo social; consiste más bien en abrir los marcos de la disciplina sociológica para tomar también por objeto al arte como lo viven los actores. Las representaciones que se for­man de él-y que, llegado el caso, también se forman los sociólo­gos- no son entonces aquello eri contra de lo cual, sino aq uello a prop6sito de lo cual se constituye la verdad sociológica.

En la medida que al arte se le asocian espontáneamente dos va­,lores antinómicos de la postura sociológica, como lo son la exigen­cia de singularidad y la de universalidad, el arte permite, más que cualquier otro objeto, reconsiderar, y a veces abandonar o derri­bar, cierto número de postunis, rutinas y hábitos mentales ancla­dos en la teadición sociológica --o por lo menos en una determi­nada manera de practicar esta disciplina. Ta) operación ocasiona

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desplazamientos que afectan no sólo la sociología del arte, sino también el ejercicio dela sociología en general, atravesada por la cuestión del arte como por un parteaguas que obliga a redistribuir tanto los enfoques metodológicos como los teóricos.

Observaremos entonces aquí, no ya lo que la sociología aporta al arte, sino Jo que éste puede aportar a aquélla, en cuanto se toma por objeto la manera en que lo perciben los actores. Esto permiti­ría clarificar cierto número de avances realizados por tendencias recientes de la sociología: tendencias que, desde luego, no necesi­taron interesarse en el arte para surgir, pero que, por la cuestión de los valores artísticos, se vuelven particularmente inevitables para ei investigador y singulannente legibles para quien se interesa en la historia de las ciencias sociales.

Esta puntualización también se plantearía, para el sociólogo del arte, como una manera de salirse de sus campos de especializa­ción, 110 para abandonarlo sino, al contrario, para desenclavarlo y anancarlo del prestigioso pero minúsculo gueto en que está confi­nado: enclave y aislamiento cuyas causas deben buscarse en aque­llo mismo que contribuye, como veremos, a hacer del arte, una especie de objeto-crítica de la sociología, que revela cómo ésta sigue siendo, la mayor parte de las veces, sólo una ideología de lo social, una socioideología.

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1. LA POSTURA ANTIRREDUCCIONISTA

Vocación, don innato, revelación, sacrificio y desinterés, inspi­ración, renuncia al mundo: el universo de valores inherente a la creación artística se ha convertido en la época moderna ~a lo largo de la corriente del siglo XIX- en el lugar por excelencia del "régimen de la singularidad", si se entiende por eso un sistema de valoración basado en una ética de lo excepcional, que tiende a privilegiar al sujeto, lo particular, lo individual, lo personal, lo pri­vado, y que se opone diametralmente al "régimen de comunidad", basado en una ética de la conformidad, que tiende a privilegiar lo social, lo general, lo colectivo, lo impersonal, lo público. L.a con­cepción moderna del artista ofrece una posibilidad de elegir ante la observación de este binomio, y de la tensión entre estos dos principios de construcción de la grandeza, en virtud de IQscl\~les se puede ser grande y a la vez múltiple (por el número, la alianza, la coordinación, el grupo, lo colectivo, la observación de reglas comunes, la conformidad respecto a los estándares), o, al contra­rio, grande y a la vez único (por la unicidad, la irreductibilidad, la originalidad, la individualidad, la transgresión de los cánones).

Esta oposición entre régimen de comunidad y régimen de sin­gularidad se manifiesta tanto en las operaciones de valoración, que apuntan a argumentar la grandeza de un objeto, como en las operaciones críticas, que buscan cuestionar la existencia de un he­cho, la legitimidad de un valor, la vp.jidez 1e una creencia. La crítica, en el régimen comunitario, opera en nombre de la equidad, basa­da en un sentido común de la justicia que implica una relación de equivalencia (pues sería injusto que no todos los miembros de una misma comunidad se beneficiaran de las mismas oportunidades). La crítica, en el régimen de singularidad, opera en nombre de. lo excepcional, basado en la autenticidad, e implica la irreductibilidad a toda equivalencia (pues reducir la excelencia que se sale de lo común a una condición ordinaria sería ir contra elJa).

Comunidad, singularidad: esta oposición no puede superponer-

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se a la dcsalTollada por Louis Dumont, entre "holismo" e " indivi­óualismo". Pues, en primer lugar, no remite a un modelo global organizalivo de una sociedad (más o menos "holi sta" o " indivi­óu;¡ lista") sino a regímenes de percepción y evaluación propios de si tuaciones o de disposiciones y generadores de divisiones inhe­rentes a una misma configuración, un mismo grupo, incluso un mismo individuo, Además, el individualismo implica una posible cquivaienc ia de los seres dentro de las categorías a las que perte­necen, en tanto que la singularidad es un estado de irreductibilidad al cual ciertos seres están asignados por sus actos o sus obras, excluyendo por definición la genera lizac ión y la relación de equi­valencia (por lo que no puede haber "singularismo" mientras que el individuo es efectivamente el soporte de una sistematización conceptual, de una ideología en iSlIlo) . Individualismo y holismo son los polos opuestos de una misma concepción del vínculo so­cia l, cen trada en la comunidad, en cuyo interior lo que varía es simplemente el grado de apego del individuo al grupo. De este régimen de comunidad se .d istingue radicalmente el régimen de singularidad, provisto de su propia lógica, ya que se centra en la irreductibilidad de lo que escapa a la condición común.

La cuestión del don artístico destaca con claridad esta tensión entre régimen de comunidad y régimen de singularidad: al desig­nar un privilegio (poco frec uente) y una cualidad natural (irreduc­tible, por tAnto. a la influencia de los demás), el don es un deposi­tario privilc~il1do del V:ilOi de singularidad. Por ello, es objeto de dispu~a..J n:'r~,e~trc aque llos que "no creen" en el don, ya que át'e-~'¡fAr pnYil.t~Jm InnaiOS sería admitir la injusticia original del münt!o.y ~{!\..~H{).J (lU(: "~rec:n" en él. porque encama la posibili­Wd ck ":;)tí.f ~ b. C(~ICIÚCl común. Ciertamente un compromiso :. ~.~ .QJ~:~kb en qU4: ~ describe ~I don como "inver­~~-~ ,..tI .prUnuo de :ambos lénnlllOs hace referencia

." l\fi~, b ~iI; dR¡Y..ndo. a la distribución desi 0ual dé, b {'~ ~~~~, Peto el hecho de que sea neces~rio '

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Su distribución entre una cultura de "izquierda" y una cultura "de derecha" varíasegún las épocas y los contextos. La historia de las vanguardias muestra cómo su copresencia se vuelve una contradicción para los "intelectuales de izquierda" desde el momento ... 16

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en que se interesan en el arte: regularmente desgarrados entre los valores comunitarios propios de la tradición democrática y los va­lores de singularidad inherentes a una tradición estética moderna heredada de la aristocracia, intentan mal que bien sobrellevar esta tensión. Por ejemplo, al rendir un homenaje ambiguo a las diver­sas formas de.1a "cultura popular", el "arte de masas" o el kitsch. Es probable, por lo demás, que parte de la fascinación de miles de intelectuales por la obra de Walter BerUamin resida en su intento de conciliar dos valores, inevitables ambos pero casi siempre vivi­dos como inconciliables, como son el vanguardismo y la demo­cracia de masas ~o, en otro nivel, el estetismo y el populismo.

En cuanto a los artistas, no necesariamente son los que más se empeñan en valorar su actividad, en lo que podda llamarse "un impulso de singularidad": al contrario, se esfuerzan con frecuen­cia por desbaratar los estereotipos de la singularidad transmitidos por sus admiradores; por ejemplo, apelando a la tradición artesanal, a la labor paciente o a la dimensión colectiva de su trabajo, contra . la trivialidad de la inspiración concedida como una gracia a un creador aislado dentro de su unicidad. Son los cineastas los más reconocidos como "autores", los escritores los más reptesentati­vos de la autonomía de la creación, los artistas plásticos los más próximos al ideal del "gran artista" singular y los primeros"que invocan el artesanado de la creación o expresan su nostalgia del trabajo en equipo. Pues no hay nada más desingularizante que un estereotipo, así sea un estereotipo de singularidad: es forzoso en­tonces deslindarse de éste para no caer en el lugar común del mú­sico desmelenado, del escritor en trance o del pintor atrapado por la inspiración.

Dentro del mundo erudito de los especialistas de arte, el modo de valoración más común, el más típico, pasa por las distintas for­mas de exaltación de lo singular que practican tradicionalmente la historia y la crítica de arte: el biografismo, que personaliza la pro­ducción relacionándola con un sujeto único; el análisis estilístico de la especificidaq de una éscritura o de un universo estético; el señalamiento de la posIción particu lar ocupada por la obra dentIo de una tradición. Sucede, sin embargo, que la historia del arte, de manera menos "sectaria", procede a lalnyersa, valorando sus obje­tos por su capae-idad de expresar el conjunto de una §Qfiedad, de u na..c.ulb.JJ:a, del espírintde ~ épQca: seconvierte entonces en

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. \lila "sociología del arte" tal como la practica Pierre Francas tel. construyendo su valoración a partir del régimen de comunidad.

Pero. en materia artística, la lectura sociológica, o más bien so­c:lologista -la que se basa en el privilegio concedido por principio ¡¡los fenómenos colectivos·- , se convierte rápidamente en una ope­rac j('lIl. ya no de valoración, sino de crítica de lo singular. La forma lII;ís d¡ísica de desingularización consiste entonces en reducir la pro­ducción artística o literaria a unas instancias de determinación a la \ 'CI. mayores que el individuo creador, y anónimas: por ejemplo e l mercado, el "campo", el origen social encamado en un habitus (para \!mplear la terminología de Pierre Bourdieu), o también el "mundo" asociado al acto creador (según los términos de Howard Becker). [:"~ ttl ¡educción paradójica puede adoptar la forma materiali sta de la sociología marxista (la de Lukacs, Hauser o Goldmann) o bien, de manera más sutil, la forma morfológica de la "sociología crítica" scglm PicITe Bourdieu, que denuncia a la vez el reduccionismo mccunicista de los sociólogos marxistas y la "ilusión del sujeto crea­dor" tic los historiadores del arte y de ia literatura.

De esta manera, las diferentes corrientes de la sociología del Qrte han invertido mucha energía para practicar, en este campo en que reina lo particular, lo que se puede llamar una "reducción a lo Icn~!tl" que tiende a mostrar que un artista "no es más que" el prooucto de un contexto económico, una clase social, un habitus: operación simétrica e inversa a la "reducción a lo particular" que

, r.raClican. en esos campos por excelencia de lo colectivo y de los nlcrcses generales como son la economía y la política, los soció­

logos materialistas, empeñados en mostrar que una ideología "no " más que" el producto de un partido de clase, de un interés pri­. de una voluntad egoísta. Es entonces trabajando sobre el ., corno se puede observar ·plenamente un funcionamiento simi­

lardc las operaciones de generalización y particularización, igual­tnelllC presentes, pero con efectos opuestos, en el régimen de co­

""""IL",Il'I'M." •. II.llIad. en que la crítica constituye una r~d llcción a lo particular los ,intereses priv<Í_dos), y en el régimen de singularidad, en

',11 crfllca ct:'!nstituye, paradójicamente, una reducción a 19 ge-. (como los estándares) .

.. 80n lo~ sociólogos los que actualmente se encargan de dar la liúioIr..tIIL(ll." 11 C~lc "gusto por la desilusión'"'de que hablaba Musi l: gusto

.CnCllel..!!r:\ su alimento predilecto e17·-e1 terreno del arte, lugar

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privilegiado de toda empresa reduccionista -en este caso la re­ducción de la singularidad, bajo la forma aparentemente paradóji­ca que es la generalización. En el régimen de singularidad, en que la grandeza pasa por la manifestación de lo único, de lo original, de lo irreductiblemente particular, la descalificación que desilu­siona pasa, de manera lógica, por la manifestación de todo lo que depende de lo múltiple, lo impersonal, la condición común. Así, a la sociología del arte y de la literatura se le asigna el papel de ana­lizar las obras .en lo que tienen no de singular sino, al contrario, de "social", como se dice al remitirlas a su contex.toideológico o material. De tal manera, se perpetúa este torneo ritual en que, re­gularmente, porfían los defensores de ambos partidos: los partida­rios de la trascendencia de lo "social" se mofan, en nombre de la ciencia, de la ingenuidad de los partidarios de la irreductibilidad de Ía "creación", quienes a su vez se indignan, en nombre del arte, por el cinismo que ostentan los primeros.

Así, los valores en juego están muy ligadoscon.1a postura so- , ciológica, y al mismo tiempo se le ofrece totalmente al arte una posición excepcionalmente favorable a todos los intentos de re­ducción: reducción de lo particular a lo general,. propia de la críti­ca de la pretensión a la singularidad, o reducción de lo general a lo particular, propia de la crítica de la pretensión a lo universal. A la inversa, toda postura de "irreducción", si se adopta el término de Bruno Latour, se vuelve más difícil-aunque también más nece­saria- que en la mayor parte de las demás áreas de las ciencias sociales. Es justamente porque el arte ofrece una posición privile­giada al reduccionismo sociologista, por esta paradójica "reduc­ción a lo general", por lo que le brinda a la sociología su mejor oportunidad de salirse de la postura reduccionista: es el lugar por excelencia en donde se impone la necesidad de ampliar el punto de vista, trabajando simétricamente (para plantear un imperativo señalado por Latour, de acuerdo con David Bloor) las operaciones de generalización y particularización, en iugar de convertir lo gene­ral en el punto de vista normal y lo particular en el punto de vista por "explicar" reduciéndolo a determinaciones generales.

Luego entonces, se debe considerar la operación de generaliza­ción no como lo propio del trabajo sociológico, sino como una !;ompetencia de los actores apta para construir o deconstruirvalo­res: una competencia muy usada. por la sociología, pero que el

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Juan Bermudez
Subrayado
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sociólogo debe estudiar de la misma manera que la operación de particularización. Desde esta perspectiva, toda reducción a lo co­lectivo, a lo general, a lo universal, resulta ya no una constatación de hechos, sino un juicio de va'lor -un juicio crítico-, al igual que la valoración de lo individual, lo particular, lo singular: de tal manera que el sociólogo que busca descubrir lo gerieml detrás de lo particular, denunciar la ilusión de la individualidad del acto crea­dor, deja de ser investigador para adoptar la postura de un actor entre otros, que defiende un sistema de valores ..

Al deslindarse de esta postura "sociologista", la sociología tiene algo específico que decir del arte, algo que no sea un simple eco de valoraciones basadas en el sentido común. Y es a partir de ahí 'como el arte puede también aportar algo a la sociología, algo que no acepta la sociología ordinaria, si se entiende con esto la que emplea

, las palabras "social" y "sociedad" como conceptos científicos' y térrrúnos explicativos, cuando son antes que nada categorías del sentido común y juicios de valor, incluso contraseñas para asegu­rarse ele peltenecer al mismo mundo. Por otro lado, basta observar la polisemia del término "social" para comprender que no es más que una construcción mental que amerita el análisis, y no una des­cripción ni menos aún una explicación: puede significar tanto co­mún o colectivo como relacional, jerárquico, exterior, inauténtico o superficial-pues estas tres últimas acepciones, negativas, son particularmente frecuentes en este mundo sometido hayal régi­men de singularidad que es el mundo del arte.

¿Qué consecuencias implica en concreto este cambio de postu­ra para la sociología y, en primer lugar, para la sociología del arte? Tomemos como ejemplo el libro clásico de Howard Becker, Los mundos del arte, cuyo objeto es mostrar, gracias al conocimiento del interaccionismo, en qué medida la creación artística es plural, colectiva, irreductible a la singularidad de un creador único -así es, sin duda, en los hechos. Pero, si se atiene a las condiciones rea­les de la acción, tal postura de investigación, típicamente socio­logista, deja necesariamente en la sombra 10 que constituye la espe­cificidad a la vez imaginaria y simbólica del campo euc.uestión, a saber, que es percibido y valorado en calidad de singular, individual, irreductible a la pluralidad de un colectivo. ¿Podemos conformar­nos con una sociología que dice todo de su objeto salvo, precisa-

- mente, lo que constituye su car~cterística propia? '

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Juan Bermudez
Resaltado
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Por ejemplo, la voluntad de esclarecer lo que, en la realidad positiva de una trayectoria artística, es reductible a una "carrera", implica el gran riesgo de que se vuelva imposible pensar que, en materia artística, la noción misma de carrera es mucho menos con­cebible que en otros universos: no sólo porque es desacreditable como estrategia de interés personal (contraria a la ética del régi­men de comunidad), sino también,porque implica una estandariza­ción contraria al imperativo de singularidad. El verdadero artista es percibido como alguien que"persigue finalidades impersonales (el avance del arte) con medios personalizados (la invención de un estilo original), mientras que en campos como la diplomacia o la administración una carrera normal consiste en perseguir fines per­sonales (la promoción) con medios impersonalés (las etapas obli­gadas de un puesto al otro). En estas condiciones, reducir la bio­grafía de un artista a una "estrategia de carrera" no constituye una descripción, sino una operación doblemente crítica, por la reduc­ción al interés personal y por la reducción al estándar: crítica que al mismo tiempo deja en la sombra la motivación esencial de los actores, a saber, que la legitimación de su procedimiento exige precisamente que sea irreductible a un plan'de carrera.

De esta manera, la ceguera del sentido común en cuanto a la objetividad de los "intereses" que el discurso académico del so­ciólogo se esfuerza en evidenciar, en el caso de los actores, se hace eco simétricamente de la ceguera del académico en cuanto a los fundamentos del "desinterés" invocado por los actores mis­mos. Al querer "desilusionar", oponiéndose al sentido común, la postura sociologista aplicada a los fenómenos mtísticos se priva de entender tanto la lógica del sentido común del arte, como la manera en que el mundo del arte obedece a esta lógica, se adecua a ella o, por el contrario, se resiste a ella: doble callejón sin salida, muestra de las obcecaciones a las que se condena la sociología del arte, incluso allí donde posee innegables cualidades descriptivas. Sin duda, en un principio es meritorio demostrar que el arte es susceptible de ser analizado igual que cualquier otro campo; pero falta destacar y tomar por objeto lo que 10 distingue de otros cam­pos (en particular, lo que lleva a percibirlo como diferente), en vez de atribuirle propiedades que no son específicamente suyas.

Los análisis clásicos de la sociología permit€n, ciertamente, re­conocer el conjunto de las determinaciones que, al tnrnsformar a+-

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"autor" en "produclor", r!gen l.a realización y el éxito del acto crea­dor, en otras palabras, las múltiples razones por las cuales éste, como todo acto integrado a la vida social, escapa ampliamente del control solipsista de un sujeto autárquico. Pero lo que dichos análi­sis impiden entender es la razón por la cual una dimensión esencial de este triunfo reside en la "creencia" (como dicen los "desilusio­n iSlas") en la "ilusión de la singularidad", es decir en la valoración de aquello que, al pertenecer a 10 excepcional, desalienta toda as­piración a la igualdad. Pues es muy cierto que, al querer destruir un valor, resulta preciso mostrar que es infundado -aunque, al mismo tiempo, es preciso renunciar a entender lo que lo funda para los actores.

Debemos subrayar que no se trata de predicar l~ singularidad de la experiencia estética contra el reduccionismo sociológico: se trata sólo del tradicional movimiento del balancín entre dos sistemas de valores opuestos. Se trata, al retroceder un paso, de salirse de una confronlación entre valores para instalarse en la observación de ·la construcción de los valores, tomando como objeto uno y otro sistemas; el uno tanto como el olro, pues más allá de la naturaleza antagónica de los valores que defienden, al menos tienen en común la defensa de unos valores. Y que uno de ambos sistemas -el que considera 10 general como la verdad última de lo particular, la co­munidad como la razón suprema de toda singularidad., lo colecti va r:omo el fundamento de lo individual, o también lo "social" como la determinación "en última instancia"- sea el mismo sobre el que se construyó la sociología no debería impedirnos separarla ele este paradigma sociologista, que sin eluda aparecerá un d.ía -·no muy lejano, esperemos- como un remanente de su prehistoria.

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n. LA POSTURA ACRÍTICA

Rechazar el reduccionismo sociologista implica inevitablemente abandonar la postura crítica: al renunciar a privilegiar una catego­ría de valores (el "social") contra otra (el "individual"), el investi­gador adopta al mismo tiempo una postura acrítica, que consiste no tan to en validar o invalidar esas categorías, sino en entender cómo los actores las construyen, las justifican y las emplean en sus discursos y en sus actos. Este paso de una sociología crítica a una sociología de la crítica se opera mediante el cambio de estatu­to de la reducción crítica, considerada como una operación por analizar y no ya como una meta del sociólogo. Obliga al mismo tiempo a reformular la cuestión de su función social y, de manera más general, del compromiso de los intelectuales --como vere­mos más adelante, una vez mostradas las ·implicaciones de esta postura en el trabajo del investigador.

Este viraje acrítico, arraigado en la tradición estadunidense de la etnometodología, es común a muchas tendencias actuales de la sociología francesa, en particular la antropología de las ciencias y de las técnicas (Bruno Latour) y la sociología de la justificación (Luc Boltanski y Laurent Thévenot). Su fundamento consiste en considerar seriamente controversias o "asuntos" -científicos o morales-, los cuales conducen a una sociología que considera ciertos valores. Lejos de reducir los conflictos a "estrategias de distinción", al ejercicio de una "violencia simbólica" o a la "domi­nación" de los "legítimos" sobre los "ilegítimos" (para adoptar los instrumentos conceptuales elaborados por Piene Bourdieu), se trata ahora de ('hslacar la plural!dad de los regímenes de acción y de los regímenes axiológico:; que permitan a los aClores pronunciarse

_. sobre la verdad cienlífica o los valores morales. De la misma manera, la sociología del al·te puede centrarse en

las controversias acerca de la belleza o la autenticidad: viraje que el mismo desarrolTo-del arle vuelve particularmente crucial y, lal vez., ine\/itable, unte tudo en lo que se refiere al arte contemporú- -

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neo en las artes plásticas. En efecto, dicho arte tiende a desplazar las discusiones río arriba, que ya no conciernen tanto, como en la época de los impresionistas, a los desacuerdos sobre el talento de los artistas o el buen gusto de los aficionados, como a las discre­pancias, mucho más radicales, sobre la naturaleza misma de lo que se discute -arte o farsa, creación auténtica o imitación es­nob, búsqueda vanguardista o engañabobos.

Así pues, el estudio de los fenómenos artísticos vuelve necesa­ria la simetría respecto a operaciones de generalización y particu­larización: es también, indisociablemente, el paso de un análisis de las esencias (la naturaleza del arte) a un análisis de las opera­ciones de producción y recepción, así como de las representacio­nes que de dichas operaciones hacen los actores. Proponerse decir no lo que es el arte, sino lo que "representa" para los actores (si se acepta un uso muy amplio del término "representación", al englo­bar las percepciones y las operaciones de categorización, de inter-

. pretación y de juicio, en oposición a las "esencias" o a las "cosas mismas"): he ahí el cambio de postura que permite a la sociología lograr algo distinto de lo que hacen los actores mismos, tomando por objeto no ya el de sus palabras y sus acciones (el arte), sino las palabras y las acciones que constituyen el arte como tal. Se impo­nen entonces en el primer plano de la investigación sociológica las operaciones de valoración y desvalorización, de engrandeci­miento y reducción, de particularización y genáalización: unas operaciones cuyo agente -y no el analista- era la tradición so­ciológica, mientras intentaba definir "objetivamente" la naturale­za del arte, demostrando su dimensión "social", colectiva, arbitra­ria, instituida.

Del análisis de las esencias al análisis de las representaciones: semejante transición no tiene nada de original, ya que sus propios antecedentes están en la historia del pensamiento. En filosofía, es el vuelco del realismo hacia el nominalismo dentro de la querella de los universales ~n la Edad Media, o también el de la metafísica hadala fenomenología en la tradición continental moderna o, en la .anglgsajona, hacia la filosoffa analítica del lenguaje ordinario. En sociología, se identifica con la corriente construcli vista, que consiste en privilegiar .tL.manera en que los actores construyen su relación con el mundo, en una dinál11~ de adaptación que parte

-d-e un conjunto de.?bligacíOñes con estabilidad y potencia varia-

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bies. Desde esta perspectiva, tanto la generalidad de lo "social" como la particularidad de las "obras de arte", la objetividad de las leyes científicas o la universalidad de las reglas morales no deben considerarse ya como propiedades intrínsecas de los objetos, sino como operaciones de sentido común construidas por los actores.

Se trata entonces de considerar seriamente las representaciones que los actores se hacen del mundo, en cuanto objeto, con derecho propio, del análisis sociológico, en vez de considerarlas como una ilusión que se revelará en su confrontación con lo reaL En esta perspectiva acrítica. la sociología no puede conformarse con de­mostrar, por ejemplo, que el desconocimiento de Van Gogh, por parte de sus contemporáneos, es sólo una leyenda: debe también, y sobre todo, entender las razones de esta leyenda, observar sus componentes y sus semejanzas con otros relatos, y explicar las funciones que asume. No se trata de "desmontar" el "mito" de la singularidad del gran creador, sino de entender cómo se realizó esta construcción de singularidad, por qué se impone, de manera más o menos amplia y duradera, para tal objeto y en tal momento -y también por qué es objeto de las críticas del mundo especiali­zado, incluidas, sobre todo, las de los sociólogos.

Esto permite además disipar un malentendido en cuanto al im­perativo de singularidad que rige el funcionamiento del arte en la

'época moderna. No se trata en efecto de una singularidad factual, que incitaría al sociólogo a buscar en la realidad indicadores o pruebas de la singularidad intrínseca del mundo de la creación o, a la inversa, indicadores o pruebas de su carácter ilusorio; se trata de la construcción de una singularidad, hecha de todas las repre­sentaciones, juicios y acciones que buscan singularizar -real e imaginaria o simbólicamente- a los creadores y sus creaciones.

En otros términos, la singularidad en el arte no es una propie­dad objetiva de los objetos (incluso si el trabajo de singularización tiene efectos reales), sino un valor proyectado sobre estos objetos, el resultado de una operación valorativa. Por otro lado, lo mismo se puede decir de los valores dominnntes en el régimen de comu­n'idad, tales como "10 social" o "la sociedad": no son datos objeti­vos sino construcciones conceptuales, como lo mostró Norbert Elias, o también Jules Monnerot quien, contra el realismo durk­heiniano, proclamaba, en Los hechos socia/es 110 son cosas, "No hay sociedad, hay estados-vivencias de sociedad" (título del capí-

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tulo VI), al denunciar la "metáfora hipostasiada" que conduce a tratar a la sociedad como un organismo o a la.conciencia colectiva como un fenómeno real. .

Este constructivismo acrítico implica, por otro lado, una pers­pectiva historizante, susceptib)e de describir los desplazamientos cuyas representaciones pudieron ser su objeto. En materia artística, la problemática de la singularidad es esencial mente una caracterís­tica del arte moaerno que apareció con la imposición progresiva, a partir del segundo tercio del siglo X1X, del "régimen vocacional" o, en otras palabras, de una definición de la actividad que. suce­diendo al régimen artesanal y al régimen profesional, se basa en la valoración de lo singular: una definición que sólo aparecía antes en el universo de la creación de manera atípica, no paradigmática.

¿Cómo se ha convertido la singularidad en un valor artístico, tanto en la evaluación de las obras como en el comportamiento de los artistas? ¿Cómo puede pasar un mismo objeto, según se le en­foca, de una a otra dimensiones de la singularidad --de lo califi­cante a lo incalificable, de la innovación portadora de porvenir a la singularización sin esperanza de éxito, ni de sucesión siquie­ra-? La cuestión de la historicidad es aquí inevitable. No se trata ya de una historización crítica, que busca revelar la ilusión de una naturaleza intrínseca del arte destacando su variabilidad según las épocas: se trata de una historización heurística, que pretende ob­servar el funcionamiento del régimen de singularidad y cómo el

. arte llegó a convertirse en una aplicación privilegiada de dicho

. régimen. La perspectiva histórica del sociólogo se convierte en­tonces, como para Norbert BIias, en un instrumento para destacar las constantes estructurales, ya no aplicadas al objeto mismo -las obras de arte, los artistas- sino a la manera en que los actores perciben y tratan dicho objeto.

En fin, es la focalización del trabajo sociológico en las repre­sentaciones y las operaciones de sentido común lo que hace posi­ble una sociología de la singularidad, incluso de la excepcionalidad. Esta última, en efecto, escapa por definición de la regularidad, las estadísticas y la expresión de las constantes, que constituyen los métodos privilegiados eJe las ciencias sociales. Lo que, en cambio, contiene innegables regularidades, son las maneras de construir lo excepcional o lo singular, de constituirlos, representarlos y eval uar­los como taJes: es evidente que el régimen de singularidad implica

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operaciones colectivas, aun cuando desvalorice todo lo que de­pende de lo común.

Así, por ejemplo, el motivo de la muerte prematura del gran creador se describe de manera parecida, ya se trate de Mozart, de Van Gogh, de Rimbaud o de Jean Vigo, y también la constitución de un.a comunidad de admiración por el deceso de un ser singular notable desempeña funciones análogas, y vive momentos idénti­cos, en los casos de Van Gogh y de Lady Di. Por tanto, es al inte­resarse por el mundo en que los actores conciben un objeto irreduc­tible a otros, y a veces lo vuelven tal -y no al intentar mostrar si este objeto es o no es irreductible-, como la sociología puede permitirse la producción de una ciencia o, al menos, un conocimien­to de la excepcionalidad que, hasta ahora, brilla por su ausencia en las ciencias sociales.

Ya que, de manera todavía más sobresaliente que para cualquier otro objeto, el arte se vincula con 10 imaginario y lo simbólico, obliga al sociólogo a prestar atención al hecho de gue la realidad no es únicamente lo real. Lo imaginario de los papeles desempe­ñados por los creadores y sus creaciones, al igual que el simbolismo de los lugares que ocupan en los sistemas de categorización y eva­luación, ¿no deberían interesarle al análisis sociológico al menos tanto como lo hacen las situaciones reales? La construcción ima­ginaria de la leyenda del artista desconocido, articulada con una simbología del sacrificio como operador de una comunidad de deuda y admiración, ¿no es tan interesante y pertinente para el sociólogo como la historia de su aceptación efectiva -más bien favorable- con que los críticos la reciben?

Al decir,esto, no se trata de invalidar toda sociología de lo real, la cual constituye la base de lo que ha ocupado a los sociólogos desde el origen -se podría decir reciente- de su disciplina: las estadísticas, las encuestas de opinión y la observación de con­ductas son métodos de establecimiento de hechos que no han de­jado dt~ producir sus hutos. Se trata de considerar la descripción de lo real como una dimensión, pardal, del trabajo sociológico: una dimensión que no es exclusiva sino, al contrario, complemen­taria de una sociología de las representaciones -imaginarias- y simbólicas.

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III. LA POSTURA DESCRIPTIVA

Volvamos a esa primera propiedad del arte en la época moderna que es su subordinación a un imperativo de singularidad, la cual demanda, como acabamos de verlo, un tratamiento simétrico de los procesos de generalización y de particularización, así como "instancias" (según la terminología lacaniana) de relación con la realidad como son la experiencia (real) y las representaciones (ima·· ginarias y simbólicas). Con esto nos acercamos al viraje etnometo­dológico, que incita al sociólogo a analizar la manera en que los

, actores dan sentido a sus acciones, mediante el estudio de los in­,~ formes que estos últimos rinden de ellas. Vamos a ver ahora cómo

, ¡- este cambio de postura implica al mismo tiempo el paso de una

f* explicación (de los comportamientos y las creencias) a una for­" mulación explíc~t~ (dde lo~ s!stemas de acció.n y represdeli.t~~ión),

en una perspectIva escnptlva y no normatIva: unas eClslOnes t que, aquí también, no sólo comprometen a la sociología del arte,

sino qúe coinciden con desplazamientos epistemológicos surgi­dos en otras áreas de las ciencias sociales.

,En efecto, dos opciones se presentan al sociólogo, confrontado con la experiencia que quiere exponer. La primera consiste en expl;­car las acciones, representaciones o producciones de los actores: ya sea la naturaleza del mundo, el contexto, la historia o las estruc­turas sociales. En materia artística, esta perspectiva explicativa puede tomar tres direcciones, según se centre en los objetos, los actores o las situaciones. La primera dirección deriva de la histo­ria social del arte, al analizar la ins9ripción con textual de las obras de arte (I';s la vía abierta principalmente por Panofsky y Francastel); la segunda deriva de una sociología del habitus y del campo, al relacionar los comportamientós con la posición ell"el espacio social (es la vía explorada por Bourdieu); la tercera se deriva de una so­ciolGgia de la acción y de las interacciones contextuales, al eviden-

.' ciar 1 as...Q1;>1 igacione-sy determinaciones propias de las comporta-L .m.ientos en su contexto (es la perspectiva adoptada por Becker).

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Estas tres direcciones, notémoslo, no son de ninguna manera antinómicas: nada impide mostrar que el recibimiento de una obra de arte depende a la vez de sus características estéticas, de la iden­tidad de los jueces y de la naturaleza de las situaciones de percep­ción y evalmición. Dé ahí que una hipótesis explicativa debería trabajar en esas tres dimensiones, sin excluir ninguna a priori: ten­dría que tornar en cuenta a la vez las propiedades de los objetos, empleando los instrumentos de la historia y de la crítica del arte; las de los sujetos, usando las herramientas de la sociología estadística y las encuestas de opinión, y las de las situaciones, aprovechando los métodos de observación experimentados por la sociología interaccionista. No se trata, en este caso, de practicar un eclecticis­mo teórico o un "perspectivismo" que recurre a todo, sino simple­mente de respetar la pluralidad de las dimensiones de la experien­cia que entraña la pluralidad de las problemáticas de análisis y de

. los modelos explicativos. . La segunda opción es muy diferente-a condición de no enten­

der la diferencia como una oposición sino como una complemen­tariedad. Ya no consiste en explicar relacionando efectos (especí­ficos) con causas (generales), sino en destacar explícitamente la lógica interna, la coherencia de los sistemas de representación. En consecuencia, la labor del sociólogo ya no se sitúa en el vaivén entre hechos y representaciones, a través del modo en que aqué­llos engendran a éstas, o cómo repercuten éstas sobre aquéllos; in­terviene en el interior mismo de las representaciones, con el propó­sito de restituir su coherencia. Privilegiando la descripción de las líneas de fuerza internas sobre la explicación de las causas externas. Tal perspectiva se aproxima a la actitud antropológica, cuando considera a los actores no como víctimas de creencias erróneas, sino como actores o ·manipuladores de sistemas de representación coherentes.

Esta línea de investigación tiene igualmentr. en común con la antropología la necesidad de apoyarse en una de:;cripción conclt;­-ta, acercándose en lo posible a la realidad: es lo que se ha llamado en sociología el "viraje pragmáticoT

'. Así corno la corriente prag­mática en lingüística se desligó de la "competencia" abstracta de la lengua pru::a interesarse en el "comportamiento" efectivo, en otras palabras, en l~alizaciórí"CDncreta de los actos df~ lenguaje y en s~cQlLdiciones de satisfacción", así también el sociólogQ..que da.

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prioridad a la experiencia vivida por los actores tiene que pasar por la observación de las acciones dentro de su contexto efectivo. más que por su reconstrucción "artificial" mediante las encuestas de opinión o la estadística.

Pero la labor referida opera en un nivel diferente del de la sim­ple descripción: porque destacar las coherencias subyacentes en la experiencia no es coextensivo a la percepción inmediata -ni a los actores ni al investigador mismo. La formulación explícita apunta no solamente a 10 que es accesible para la conciencia de los acto­res, sino también a lo que es inconsciente: no en el sentido de lo reprimido como lo enfoca el psicoanálisis ni tampoco en el de la ilusión que la sociología crítica busca revelar, sino en el sentido de lo que no necesita una formulación explícita para funcionar --trátese del "sentido práctico" según Bourdieu o de la "concien­cia práctica", por oposición a la conciencia reflexiva o discursiva, según Anthony Giddens. Desde esta perspectiva, lo específico del punto de vista del sociólogo con relación al de los actores reside en que tiene acceso a la dimensión recurrente y colectiva de la ex­periencia; esto le permite despejar las constantes, las coherencias y las zonas de estabilidad. De esta manera puede referir las "razo­nes" de los actores, evitando dos escollos del análisis acadérruco que son, por una parte, la paráfrasis acompañada de una tipología abstracta y, por otra, el descubrimiento de las ilusiones y de los me­canismos ocultos, con el riesgo de que no se puedan entender.

En esta distinción entre explicación y formulación explícita, ar­gumentada por Paul Veyne desde 1971, encontramos de nuevo el

. paso de la postura acrítica, de una problemática de la veracidad externa --en relación con los hechos- a una problemática de la coherencia interna --en relación con los sistemas de representa­ción. Dicho de otro modo, la prueba que interesa al sociólogo no es tanto una prueba de veracidad, que no puede contraponer a la ilusión ingenua de los actores, sino una prueba de coherencia. que se puede contraponer a la ilusión elaborada de In ingenuidad. inclu­so de la irracionalidad de los actores. De esta manera. ya no se trata ele revelar o ele denunciar la leyenda del artisla maldito vehicu­lada por el sentido común, sino de destacar la riqueza. la compleji­dad y la coherencia de las representaciones que ahí se traman. pese a ----:-y tal vez gracias a- su escasa consistencia ante los hechos atestieuados por la ciencia histórica. Ingenuo el hombre de la ca-

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lIe que acepta escuchar historias ficticias, ingenuo y medio el erudi­to que concede a las historias la mera función de dar acceso a lo real, soslayando así otras dimensiones, al menos tan importantes, de la realidad humana. SI bien es- bueno mostrar, por ejemplo, el desfase eritre el sino crítico de Van Gogh, más bien trivial, y la representación trágica construida después de su muerte, no se trata de una finalidad en sí (desllusionante), sino de un medio para com­prender la coherencia de esta leyenda del artista maldito y para medir su importancia con la resistencia que opone a lo real.

Consideremos, por ejemplo, ese punto nodal de la sociología del arte que es la cuestión de las obras. Al sociólogo del arte se le exhorta, ritualmente, a "explicar las obras", es decir a relacionar con instancias exteriores (mercado, mundo social, habitlls) jas carac­terísticas de las obras, ya sean externas (modo de producción, con­texto, circulación), ya sean, más sutilmente, internas (temática, esti­lística, componentes formales). Paralelamente, y por tradición, a la historia del arte le corresponde destacar las propiedades internas y su relación con el espacio de las posibilidades estéticas.

Ahora bien, la autonomÍzación de los valores artísticos, que los somete a determinaciones cada vez más específicas, vuelve difícil para el sociólogo el restablecimiento de aquel vínculo entre el con­texto y las obras, en parte roto, o al menos distendido, por los actores mismos, en razón del alto nivel de especialización técnica, perceptiva, sensorial, que implica la creación. Así, la insatisfacción es recurrente: o bien la sociología del arte produce análisis convin­centes de todo lo que es periférico a la obra (el mercado, el estalus del artista, el contexto histórico o político, las instituciones), pues se le reprocha su incapacidad para "explicar" sociológicamente "la obra misma", y principalmente sus características plásticas, literarias, musicales; o bien, negando los efectos de la autonomía, intenta relacionar las obras con instancias "sociales" y se condena a análisis caricaturescos que los mismos sociólogos no tardan en descalificar; o bien, final mente, se sumerge en el análisis de los significado~ de la obra a partir de sus características "internas", de las intenciones o motivaciones del artista -y no hace nada más que practicar lo que hacen muy bien los estetas, los psicólogos y, en parte, los historiadores de arte, cuando menos aquellos que se han desligado de una perspectiva puramente historiográfica.

Entonces, la cuestión que enfrenta el sociólogo es doble. En

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primer lugar, ¿le corresponde realmente reanudar ese vínculo "he­terónomo" entre las obras y sus condiciones de producción, que el proceso mismo de creación y de recibimiento contribuyó a igno­rar o a minimizar en provecho de una autonomización de lo que está enjuego? ¿Su papel no sería más bien observar cómo los va­lores artísticos se construyen en un espacio de autonomía -en otros ténninos, cómo la autonomia llega a las obras? Y, correlati­vamente,' ¿consiste por fuerza su papel en explicar, es decir en re­lacionar objetos particulares (un cuadro, una obra, la biografía de un artista) con instancias más generales capaces de mantener una relación de causalid1j.d con la producción de estos objetos? ¿No po­dría también intentar formular explícitamente los sistemas de re­presentación y de circulación que organizan el estatuto de las obras?

Los escollos de la sociología de las obras incitan al cambio de postura en la investigación que consiste en abandonar la perspec­tiva explicativa en beneficio de una fonnulación-explícita de los sistemas de coherencia que organice el estatuto de los fenómenos artísticos. Se trata entonces de mostrar los modos de constitución del objeto como obra, y los modos de fonnación de su valor, desta­cando los puntos de apoyo empleados por los actores: propiedades formales, personalidad del autor, historia de las fonnas, entorno. A partir de entonces, el sociólogo ya no tiene que decidir si privi­legia talo cual objeto de análisis (la obra más que la persona, el autor más que su público, la fonna más que el contexto): es el des­plazamiento de los actores entre estos centros de interés lo que se con\'ielte en su objeto. Y, al mismo tiempo, caen las divisiones tradicionales: interno/externo, obra/persona, producción/recibi­miento, ya no son más que oposiciones propias del mundo acadé­mico, que las rigidiza en contradicciones lógicas y las convierte en puntos de controversias epistemológicas, mientras que los ac­tores saben muy bien desplazarse de un punto a otro.

Liberado de las preocupaciones normativa e interpretativa, el sociólogo puede entonces interesarse en las obras no por su valor o su significado, sino por 10 que hacen: tenemos aquí un acerca­miento, ya no evaluativo o hermenéutico, sino "PIJlgmático~', tan­to en el sentido amplio del interés por las situaciones réales, como en el sentido más específico del interés por la acción ejercida por los objetos. En efecto, las.. aDras poseen prioridades intrínsecas -plásticas, musicales, literarias--=- que actúa+!-5obre las emocio-

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nes de quienes las reciben, conmoviéndolos, trastornándolos, im­presionándolos; sobre sus categorías cognitivas, trazando, confir­mando y, a veces, confundiendo las clarificaciones mentales; sobre sus sistemas de valores, poniéndolos a prueba con esos objetos de apreciación que obligan a renovar el ejercicio y los principios del gusto; también actúan en el espacio de las posibilidades perceptivas, programando o, al menos, trazando la vía de las experiencias sen­soriales, de los marcos perceptivos y las categorías evaluativas que permitirán asimilarlas.

Incluso actúan sobre la representación del mundo ordinario: la naturaleza se deja imaginar a través de Corot, la int.imidad a través de Vuillard, París a través de Marquet, el Meditenáneo a través de Matisse; la ficción literaria o cinematográfica programa la cons­trucción colectiva de un imaginario de las relaciones entre los se­res, al menos en la medida en que refleja la realidad de las situacio­nes examinadas por la historia, y el arte contemporáneo deconstruye las categorías cognitivas y permite construir un consenso sobre 10 que es el arte, de modo mucho más seguro que los análisis del estado de la sociedad industrial o, incluso, del estatus de los artis­tas dentro de la modernidad.

Para estudiar estas acciones ejercidas por las obras, hay que sostener los dos extremos de la cadena: por una parte, la descrip­ción de las conductas de los actores, de los objetos, de las institu­ciones, de los juicios de valor a partir y a propósito de las obras de arte; y, por otra, la descripción de lo que, dentro de sus propieda­des, vuelve esas conductas necesari.as -trátese de innovaciones muy individualizadas o de estándares recunentes dentro de un

. corpus. De esta manera, el sociólogo puede mirar "las obras mis­mas", mostrando por ejemplo cómo deconstruyen los criterios tra­dicionales de evaluación, o cómo pr04ucen o reproducen estruc­turas imaginarias: no para obtener un argumento en cuanto a su valor, sus determinaciones causales o sus significados, sino para tratarlas como actores, con pleno derecho, de la vida en sociedad, ni más ni menos importantes, ni más ni menos "sociales"--es decir interactuando-- que los objetos naturales, las IlliÍquinas y los humanos.

Este precepto epistemológicp se inspira en el que en Francia defiendeñ los sociólogos de-las ciencias y técnicas, y en partic_ular Latour en sus análisis de los múltiples "actuantes" -objetos n~ - r 34

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rales, artefactos, humanos- que interactúan en la construcción de hechos científicos. Pero también ahí la cuestión del arte obliga a modificar la postura de la investigación, de tal manera que se res­pete la especificidad del objeto. Porque, entre las innumerables acciones imputables a las obras de arte (y particularmente el he­cho de que mueven a los actores, desde la emoción que experi­mentan hasta su deambular en los museos), la principal es sin duda que hacen hablar y escribir mucho -incluso para hablar de la inefabilidad o la irreductibilidad al orden del discurso. Por esta ra­zón, no se puede practicar la sociología del arte reduciéndola a su mera dimensión objetual o material, sin tomar en cuenta los dis­cursos que la acompañan: sería dejar de lado su especificidad, de la núsma manera que, como lo hemos visto, analizarla en la dimen­sión colectiva de los "mundos del arte" equivale a perderse esa otra especificidad que es el ser percibido como algo que proviene de una creación individual.

Por lo tanto, el sociólogo no hace una obra específicamente so­ciológica al suscitar el interés por los objetos, las obras, las perso­nas o las "condiciones sociales de producción", sino al describir la manera en que los actores, según las situaciones, emplean estos momentos para asegurar su relación con el mundo. Dicho de otra manera, no le corresponde al sociólogo elegir sus "objetos" (en todos los sentidos del término): le corresponde dejarse guiar por los desplazallÚentos de los actores dentro del mundo tal como lo habitan.

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IV. LA POSTURA PLURALISTA

Del debate al asunto público, del rechazo a la protesta organizada, las controversias son para el sociólogo el lugar privilegiado en donde se formulan explícitamente las referencias comunes, los esquemas perceptivos, los marcos axiológicos. Pero ya no se trata. como se habrá entendido, de que la sociología contribuya a esas querellas, para escoger el campo "correcto", decretando dónde se encuentra la legitimidad o el efecto de dominación: se trata de usar las controversias como buenos indicadores de los sistemas de va­lores que se enfrentan dentro de una sociedad, lo cual es evidente en cuanto se los toma por objeto -y ya no como lo que está en juego- en la investigación.

Consideremos por ejemplo la famosa controversia en materia de arte contemporáneo, surgida en 1986 a propósito de las colum­nas de Buren en el Palais-Royal. Al examinar el abanico de argu­mentos invocados para criticar el proyecto (ya sea en la forma organizada, persuasiva, de peticiones o cartas a los ministros, o en la más salvaje, directamente expresiva, de grafitos trazados en las vallas de la obra de construcción), se muestra no solamente la opo­sición entre partidarios y adversarios sino, sobre todo, la diversi­dad de los registros devalores en nombre de los cuales se expresa la indignación: cívico, por el incumplimiento de las reglas democrá­ticas de consulta y decisión por parte de las autoridades; estético, por la ausencia de belleza o el desapego a los criterios del arte; de identidad, por la falta de respeto a la integridad del sitio y a su his­toria; ético, por la falta de seriedad y de sinceridad del artista; fun­cional, porqut, se dificulta el tránsito, e incluso jurídico, por las in­fracciones a las reglas administrativas que rigen la concesión de las obras públicas.

Ante esto, el sociólogo que se interesa por el mundo tal como lo perciben, Jo viven y lo representan los actores, ya no tiene que defender un punto de vista sobre el objeto, una interpretación 0-

incluso un registro de valores perti nente para hablar de él: ya no

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tiene que decir si este objeto es o no una obra de arte, si es o no auténtico, representativo de la sociedad de la que proviene, si está correctamente valorado, si es susceptible de un juicio estético, éti­co, cívico o de otra índole. Liberado de toda preocupación ontoló­gica, el sociólogo tiene la facultad de circular por la pluralidad de los mundos, las diferentes interpretaciones manifestadas por los

. actores, y los diferentes regímenes de valoración o de justificación. Se impone, de esa manera, otra propiedad del arte, para plantear una problemática sociológica que consiste en formular explícita­mente la pluralidad de regímenes de valores que coexisten, no sólo en una rrUsma sodedad, sino en los actores mismos.

Desde el momento en que se considera seriamente esta plura­lidad de mundos, hay que manejar con precaución las nociones --que la sociología de Pi erre Bourdieu ha hecho canónicas-- de "legitirrUdad", de "distinción" y de "dorrUnación". En efecto, éstas sólo operan en un mundo unidimensional, en el cual se opondría.n de manera unívoca 10 legítimo y lo ilegítimo, lo distinguido y lo vulgar, lo dominante y lo dominado. Pero en cuanto intervienen órdenes de magnitud múltiples y heterogéneos, irreductibles unos a otros, hay que efectuar un análisis más complejo y considerar que ciertas posiciones pueden ser, según las situaciones y los pun­tos de vista, legítimas e ilegítimas, al igual que quienes las asu­men pueden encontrarse en situación dominante y dominada.

De esta manera, los poderes Eterarios están particularmente expuestos a esta fragilidad que los expone al menosprecio ahí don­de se ejercen: de un editor con renombre se sospecha forzosamente que obedece sólo a estrategias comerciales, a una institución esta­tal que otorga becas a escritores siempre se la acusa de funcionar únicamente mediante ia cooptación y el favoritismo. Los juraqos de premios literarios son tanto más vulnerables a las sospechas de favoritismos, cuanto más prestigiosas son las recompensas.

Esto se debe a que los valores artísticos, una vez conquistada su autonomía respecto a los valores ordinarios, se encuentran regidos por las exigencias propias del régimen de singularidad, que privile­gia la invención de formas inéditas, sancionadas por la prueba de

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la posteridad, en detrimento de las modalidades comunes de la excelencia y del reconocimiento -sensibilidad ante las expectati­vas de los consumidores, éxito comercial, notoriedad ante el pú- -blico mayoritario, cooptación en las redes mundanas constituidas

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sobre la base de afinidades entre personas antes que sobre las exi­gencias de la creación. En estas condiciones, los efectos de domi­nación sólo pueden serreversibles, y los poderes, desacreditados proporcionalmente a su eficacia; a la inversa, los desconocidos siempre serán merecedores de una gloria futura.

Los conflictos alrededor del arte contemporáneo son hoy un buen ejemplo de esas situaciones en gue detractores y defensores no so­lamente no comparten los mismos valores sino, sobre todo, no apli­can a los mismos objetos los mismos registros de valor: de manera que lo que es legítimo para unos -los defensores de un arte con­temporáneo que encama la vanguardia- no lo es pam otros -los detractores de un arte contemporáneo sinónimo de esnobismo y falsedad-, mientras aquellos cuyos poderes profesionales o institucionales les asignan una posición de fuerza son desprecia­dos por quienes los dominan. Ésta es una situación extraña, propia del "diferendo" --en el sentido de Jean-Francois Lyotard- que provoca divergencias, no sólo en las opiniones, sino también en la manera de plantear los términos del problema, de modo que inclu­so la jerarquía se invierte según se pasa de un campo a otro.

Ya que el terreno del arte abunda en fenómenos de dominación relativa -y no hay nada más reversible que la atribución de buen o de mal gusto, de autenticidad o de esnobismo--, es, por excelen­cia, el terreno en que se requiere prestar atención a la variabilidad de los valores y a la pluralidad de los registros de valor, lo cual no . invalida la idea de dominación, pero sí obliga a remitirla a su te­rreno de validez específica, considerando que toda dominación es proporcional a las fuerzas de los actores. Para el sociólogo, la verda­dera cuestión radica entonces en su posición respecto a esta proble­mática: ¿se trata de defender a los que identifica como dominados, a riesgo de pasar por alto sus recursos, incluso las condiciones de su dignidad?, ¿o se trata de mostrar el conjunto de los recursos disponibles para los actores, a riesgo de relativizar Ia realidad de la dominación? A esta segunda postura lleva, desde luego, el plu-ralismo descriptivo. _

Así como las geometrías noeuclidianas redujeron la geometría euclidiana al caso particular de un espacio de curvatura nula, la sociología pluralista, al entrar en un sistema con varios regíme: nes-; amplía el modelo y se procura, al hacerlo,una herramienta de descripción infinitamerrte más eficiente, que permite integrlíf"'la

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copresencia, no forzosamente conflictiva o caótica, de valores ló­gicamentecontradictorios, sin tener que recurrir a la hipótesis de la dominación, a la denuncia de la irracionalidad o a la estigma­tización del relativismo.

Aquí también, este intento en la pluralidad no es nuevo para la sociología: se encuentra tanto en Weber, en su sociología de la re­ligión, como en Durkheim, quien, en 1911, subrayaba la vanidad de intentar reducir unos valores a otros -sean económicos, mora­les, religiosos, estéticos, especulativos o utilitarios. Bien repre­sentado en filosofía por Alfred Schutz o Nelson Goodman, dicho interés se manifiesta de diversas formas en las corrientes moder­nas de la sociología: trátese de la teoría de los campos de Pierre Bourdieu, desde el punto de vista de los terrenos de actividad; del

. "marco-análisis" de Erving Goffman, desde el punto de vista for­mal de los modos de relación con las experiencias; de la reflexión de Michael Walzer sobre las "esferas de justicia"; de los traba­jos de Jan Elster sobre la identidad o, incluso, del modelo de. las "econonúas de la magnitud" según Boltanski y Thévenot, que ana­liza las operaciones de justificación llevadas a cabo por los acto­res a partir de una pluralidad de "mundos"· de valores.

Este. último modelo merece, no obstante, ser cuestionado a la luz de este "irreduccionismo" al que invita una sociología pluralista. En efecto, trabaja exclusivamente en relación con las operaciones de "ascenso a la generalidad", como si fueran las únicas capaces de producir un consenso sobre la magnitud. Ahora bien, esto es una limitación que la cuestión del arte, una vez más, obliga a dejar atrás. Pues la paradoja de la cuestión estética, y su carácter crítico

.para la sociología, residen en que conjunta indisociablemente la exigencia de universalidad y la exigencia de subjetividad: la apre­ciación del gusto obedece, como 10 ha mostrado Gérard Genette, a determinaciones ancladas en la experiencia personal, a la vez que aspira a una validez universal. De igual modo, el acto creador ha de emanar de la "necesidad interior" de un artista sin igual, y al mismo tiempo es capaz de estar en consonancia con sensibilida­des universalmente compatible.$.,.

Subjetividad y universalidad: esta doble propiedad, lógicamen­te contradictoria, impide tratar los valores artísticos según el mo­delo_de tJn "ascenso a la generalidad", el único capaz de conf~ magnitud. En efecto, eP'nscenso a la- singularidacr-es ante todo

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pertinente en materia artística, en donde la generalización, como lo hemos visto, descalifica (es la reducción a lo general, que dis­minuye el objeto al destacar sus propiedades comunes, no especí­ficas), mientras que la particularización califica, al aumentar el valor del objeto insistiendo en su unicidad, su originalidad y su irreductibilidad a las categorías.

Así se explica, por ejemplo, que un paisaje real-una caída de agua- pueda ser calificado de bello o de sublime cuando es ex­cepcionalmente espectacular, mientras que su representación pic­tórica, aun y sobre todo cuando es fiel, tiende a ser percibida como un mamarracho por los aficionados ilustrados: el paisaje real re­mite al conjunto de paisajes posibles, entre los cuales se destaca como un sitio excepcional, un objeto singular; el paisaje pintado, en cambio, rerrute al conjunto de cuadros posibles que representan este tipo de sitios -unos cuadros entre los cuales ya no es sino uno de los múltiples ejemplos de lo que se ha convertido en un cliché, en una imagen común.

Pero la singularidad no basta para construir un valor compmti­do: aún falta dejar atrás la subjetividad de un juicio meramente personal, autárquico, desocializado. Por esta razón, el "ascenso a la singularidad", constitutivo del valor artístico, debe, para produ­cir grandeza, acompañarse de un "ascenso a la objetividad", ope­rado por la inscripción en unos objetos: marcos, mármoles, parti­turas, impresos, catálogos, paredes de los museos, fotografías de revistas especializadas, o sea todo lo que permite a las potenciali­dades creadoras inscribirse dentro de la experiencia sensible y hacerse perennes en cosas capaces de circular en el espacio y de perdurar en el tiempo. Al entrecruzar la subjetividad del juicio estético con su necesaria aspiración a la universalidad, la prueba de la objetivación permite pasar del registro "estético" ("me en­canta", "me gusta"), que depende del juicio común expresado por una subjetividad en la esfera privada, al registro "estético" ("qué bello", "esto es gran arte"), que depende del juicio especializJldo interesado en convencer al público mediante la objetividad. Esta es la paradoja del mundo del arte con que tropieza la sociología: la persona és ahí a la vez ineludibk e insuficiente para argumentar un valor, trátese de la persona del artista, en materia de. creación, o de la persona del espectador, en materia de recibimiento.

Esta doble exigencia de singularidád y de objetividad de las

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creaciones artísticas, homóloga de la doble exigencia de subjetivi­dad y de universalidad del j uic-io estético, es una propiedad carac­terística del "mundo inspirado- (según la tenninología de Boltanski y Thévenot) y, de modo más y.eciso, del mundo del arte. Y esto es justamente lo que la convierte tn Un reto para la sociología, o más bien para el sociologismo, encerrado en el privilegio atribuido por principio a lo general sobre lú particular. En efecto, si la grandeza en el arte (y de modo más general en toda actividad del régimen de singularidad) deriva de un doble proceso de "ascenso a la singula­ridad" y ele "ascenso a la objetividad", hay que llevar hasta sus últimas consecuencias la idea de que el ascenso a la generalidad no es el objetivo de las justificaciones, sino sólo un medio, entre otros posibles, de llegar a un acuerdo sobre los valores. Los "mundos" de justificación, tanto como los "registros de valores" (que remi­ten, por su parte, a calificaciones previas a una problemática de la justicia), resultan entonces desigualmente generales, pues la ge­neralidad misma posee una potencia variable según los contextos . o los regímenes de que se trate.

De la misma manera, en ténninos de una retórica de la afirma­ción de valores, la argumentación no constituye entonces sino un polo posible en el espectro de los modos de convencimiento; la expresión constituye el polo opuesto, donde prevalece no ya la obli­gación de objetividad, sino la comprobación del compromiso de la persona. En la argumentación, la eficacia de la palabra se centra de manera prioritaria en el. destinatario yen la racionalidad de un intercambio eventual, mientras que en la expresión se centra prime­ro en el emisor, con una estrategia enunciativa mny poco doblega­da por una formalización retórica o por un jlliciopre~constmido; dirigido hacia la expresión de las emociones y de las opiniones, más que hacia su presentación en una forma aceptable para todos, el conYel,1ci~iynto opera por la sinceridad de la emoción, así como por el efecto de una fórmula, de un eslogan, más que por el carác­ter consensual y racional del argumento.

Ese viraje pluralista es particularmente inevitable en todos los terrenos sometidos al régimen de singularidad, por su ambivalencia constitutiva. Dicha ambivalencia está presente tanto en Jos crea­dores como en quienes externan el juicio estético. Así es como los escritores, cuando se trata de sus vínculos con el otro, quedan atra­pados entre-el imperativo de singularidad, que lleva a privilegiar

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la soledad o la escasa frecuencia de relaciones con un entorno res­tringido -un pequeño grupo de pares-, y el imperativo de comu­nidad, que incita a establecer vínculos mediante la frecuentación del medio literario o de un grupo de personas cercanas -vínculos tanto más intensos y tanto más fácilmente evocados cuanto más escasos, es decir establecidos con un pequeño número de perso­nas, también, en lo posible, escasas y singulares. Se observa aquí que es importante distinguir regímenes de valoración y terrenos de actividad: si bien los diversos terrenos de la creación llaman de manera privilegiada a los valores propios del régimen de singulari­dad, el régimen de comunidad no está menos presente, aunque de manera más marginal, denegativa, o que exige una justificación.

También para el sentido común, la ambivalencia es recurrente: las figuras de la singularidad son objeto, a la vez, de fascinación y denigración, de admiración y crítica, de respeto y parodia, de efigies y caricaturas; el personaje fuera de lo común es un "tipo un poco raro", "un poco tocado", hasta el día en que es percibido como un "loco genial", incluso un genio enloquecido por la incomprensión de sus contemporáneos. El término mismo de "singular" tiene un doble sentido, ya que significa a la vez "único" y "extraño" -pero de todas maneras fuera de lo común. y este mismo doble sentido acarrea una doble connotación: la singularidad es positiva cuando se asocia a la originalidad y a la rareza, y negativa cuando se asocia a la extrañeza, a la excentricidad o al esnobismo. En el

. primer caso, el objeto es valorado por ser nuevo; en el segundo, es desacreditado por ser inclasificable, incalificable o ni siquiera me­recedor de una evaluación. Y, así, lo mismo que el objeto fuera de lo común es sometido a esta ambivalencia que lo lleva o bien a inscribirse dentro de lo extraordinario, o bien a retroceder hacia lo insignificante, el objeto común, su opuesto, es susceptible de significar, positivamente, lo que es compartido (como lo pide la ética de la conformidad) o bien, negativamente, lo que es vulgar (como lo pide la ética de la rareza).

La ambivalencia que padece el estatuto de lo singular vuelve en particular difícil su asignación a una realidad positiva; subraya, al contrario, lo que, en toda singularización, proviene de una repre­sentación, de una construcción mental, de un juicio de valor. Una vez convertida esta experiencia de la ambivale_ncia en objeto de investigación del sociólogo, y no yaenblanco de reducción críti--

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ca, él puede respetarla, prestarle atención, renunciando a reducirla a un término único, un mundo de valores erigido como referencia -ya se trate de la valoración de lo común o de la valoración de lo singular-, a partir del cual el investigador abriría paso a la vera­cidad de una situación. Tomar en cuenta la pluralidad de las rela­ciones en la experiencia sólo tiene sentido, en efecto, si el sociólo­go se abstiene de reducirla a una verdad única, conforme con la lógica de no-contradicción: se trata por el contrario de restituirle a la vez su heterogeneidad y su coherencia -pues, como dijo pilUl Veyne, "la pluralidad de las verdades, ofensiva para la lógica, es la consecuencia natural de la pluralidad de las fuerzas".

De la simple ca-presencia de elementos heterogéneos a la ten­sión, al conflicto, a la oposición declarada, la pluralidad puede poner en marcha diferentes modalidades de coexistencia, la más destacada de las cuales es la contradicción -contradicción entre varias maneras de vivir, de describir y de evaluar una experiencia. Si bien hay contradicciones reales, que hacen enfrentarse a los actores en una lucha sin tregua, excluyendo a priori el compromi­so, es muy frecuente que dos posiciones sean contradictorias sólo en el plano lógico, aunque coexistan sin problema en el plano de la práctica. Así, no es porgue pueda calificarse la corrida de toros como un acto de barbarie y como una costumbre ancestral que manifiesta un alto grado de civilización por lo que los actores lla­mados a opinar sobre la cuestión están forzosamente condenados al mutismo, o a la esquizofrenia porque no pueden decidir. La mayoría, en efecto, sabe desenvolverse muy bien en estas oposi­ciones entre puntos de vista irreductibles, ya sea modulando su sensibilidad (entre ética y estética) según los contextos, ya sea, por el contrario, reduciendo la pluralidad de los puntos de vista a una sola dimensión, y elimina así la contradicción -aunque tam­bién, al mismo tiempo, la posibilidad de un intercambio con lo~ que defienden otro punto de vista.

Así, una contradicción lógica no implica forzosamente incom­patibilidad práctica: hay que cuidarse aquí dellogicismo, que tiende a postular la existencia de conflictos reales a paJ1ir de antinomias lógicas, reduciendo la experiencia empírica al orden de la lógica y elaborando de esta manera falsas problemáticas, donde el sociólo-go se empeña en entender cómo resuelven los actores ciertas con- _ -tradicciones que no son tales para t6s especialistas. Contra esta

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reducción "de la lógica de las cosas a las cosas de la lógica", como decía Marx, hay que poner atención a la realidad empírica que es la ambivalencia, la coexistencia de elementos heterogéneos que dividen al sujeto sin dejarle la posibilidad de reducirlos a una sola dimensión, a un solo orden de valores -y sin que él mismo, la ma­yor parte de las veces, tenga una conciencia clara de esta división.

Porque soslayan el pluralismo y la ambivalencia, muchos deba­tes sociológicos intentan sólo resolver antinomias lógicas que, para los actores, tienen poca pertinencia efectiva. Esta tendencia allogi­cismo, según el cual las acciones humanas responderían a una sola causalidad y obedecerían a la norma lógica de no contradicción, se equipara en el mundo académico con el pensamiento disconti­nuo: éste, al construir categorías divididas, cosifica los conceptos (el individuo contra la sociedad, la naturaleza contra la cultura) y transforma las polaridades en oposiciones lógicas, empleadas a su vez como prejuicios epistemológicos, banderas de capillas socio­lógicas, y no ya como instrumentos de rigor analítico. Enemigo del pluralismo, ellogicismo concuerda con el hegemonismo.

Así se desenvuelven, en seminarios y coloquios, esas intermi­nables discusiones, típicas del "binarismo infantil" que analiza tan bien Boris Cyrulnik, en donde se enfrentan "micro" y "macro", constructivismo y estructuralismo, holismo e individualismo, en debates escolásticos, forzosamente aporéticos porque provienen de fronteras artificiales, y cuya pretensión no es seleccionar los instrumentos más pertinentes para entender un objeto determina­do, sino enfrentar clanes en una lucha de poder intelectual en que los conceptos no son herramientas, sino armas.

Para operar este viraje pluralista, que cancela tantos falsos pro­blemas y abre tantas puertas a la investigación, la sociología, cier­tamente, no tuvo que interesarse en el arte. Pero la heterogeneidad de las apuestas suscitadas por la coordinaciÓn entre valores artísti­cos y valores del mundo ordinario, la diversidad de los principios que organizan el reconocimiento de este valor esencial para el universo del arte que es la autenticidad, la conjunción paradójica del imperajivo de úniversalidad y de singularidad, e incluso la ambivale.ncia propia del estatuto de 10 singular vuelven p-articular­mente inevitable atender la pluralidad de "mundos" en que evolu­cionan los actores, trátese de IOSTegistros de valores o de los mar­cos de-ht experiencia de Goffman.,...de las esTeras de justicia de

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Walzer o de los principios de justificación de Boltanski y Thévenot. Esto se advierte sobre todo al observar la violencia y la recurrencia de los enfrentamientos entre registros de valores heterogéneos como la estética y la ética, que vuelven los compromisos muy improbables en los "conflictos de registros" que suscitan, por ejem­plo, la corrida de toros o el arte contemporáneo: por encima de una disputa sobre el valor del objetó, acarrean interminables diá­logos de sordos entre posiciones radicalmente inconciliables, por­que no se sustentan en los mismos principios de juicio.

Esta postura pluralista permite al investigador desplazarse en­tre los diferentes mundos en lugar de centrarse en uno de el10s para convertirlo en el lugar de la verdad, del desengaño, de la re­ducción de los demás mundos a una impostura o, cuando mucho, en una simple ideología: nos encontramos, una vez más, en plena postura antirreduccionista, acrítica y descriptiva, que permite pro­ducir una sociología de la singularidad. Ahora bien, esta capaci­dad de desplazamiento es la ventajaprincipalque el investigador tiene sobre el actor -ambos comparten, por lo demás, el mismo mundo y, hoy en día, las mismas capacidades críticas. La estadís­tica, la encuesta y la observación son otros tantos métodos que permiten multiplicar los puntos de vista y restituir la pluralidad de las experiencias: de ahí el interés del sociólogo por cultivar esta capacida4 de desplazamiento, gracias a la cual la sociología puede aportar algo específico, que no ofrece la experiencia ordinaria del mundo.

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V. LA POSTURA RELATIVISTA

La pluralidad de los valores que emplean los actores se manifiesta más aún en un proceso de autonomización de la actividad, ya que en él se desarrollan criterios específicos, poco usuales o inexisten­tes en otros terrenos. Así, una invención científica no sólo ha de ser útil, sino también capaz de resolver un problema teórico para abrir luego nuevas pistas a la investigación sin dejar de adecuarse a la ética del mundo académico; de igual manera, un retrato no debe solamente parecerse a su modelo, sino también adecuarse a los estándares del género, distanciarse luego de dichos estándares y explorar nuevas posibilidades plásticas, transmitiendo al mismo tiempo algo de la personalidad del artista.

El arte es, por excelencia, uno de los terrenos en que esta no­ción de autonomía adquiere todo su sentido, como lo han mostra­do -de Philjppe Junod a Pierre Bourdieu-las investigaciones de historia y de sociología de la estética; privilegio concedido a la forma expresiva antes que a los contenidos expresados, criterios de evaluación centrados en el dominio de los recursos estilísticos -a su vez construidos a partir de la historia de las formas-, accio­nes determinadas por el reconocimiento del talento más que por los beneficios materiales a corto plazo y primacía de los-juicios emitidos por los colegas antes que por los consumidores o los es­pectadores profanos son los principales indicios de la autonomi­zación de la actividad artística, que provoca una desmultiplicación de los lugares a partir de los cuales se le aprehende.

La importancia de esta noción de autonomía ha sido ampliamen­te demostrada por las investigaciones de Bourdieu sobre el campo artístico. Pero quizás no llevaron a sus últimas consecuencias el paradójico vuelco de las formas de la crítica que dicha noción pro­duce. En efecto, cuando El amor del arte se dedica a denunciar la idealización y la naturalización de los valores artísticos, en cuanto

_ obstáculos puestos por los dominantes para impedir el acceso a la cultura a los dominados, se llega de hecho al resultado paradójico

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que consiste en despojar a los llamados "dominados" de esos va­lores, los cuales les importan más en la medida en que carecen de otra entrada en el mundo del arte. La creencia en la excepcionalidad del don artístico, la idealización del genio, la naturalización de los criterios de lo bello corresponde más bien a quienes fueron menos dotados de "capital cultural" -según el vocabulario de Bourdieu­y que idealizan los valores artísticos tanto más cuanto que se en­cuentran más lejos de ellos.

A la inversa, los más cultos son los primeros en distanciarse de esta idealización del arte, adoptando una postura de desapego, in­cluso de cinismo; una postura que, por otro lado, instrumenta la sociología, al criticar la "creencia" en la individualidad; 10 innato, la interioridad de las disposiciones artísticas. Por tal motivo, en materia de arte, los valores "dominantes" -por ser los más difun­didos, los más comunes, los más "normales"- no son forzosa­mente los valores de los que dominan. Y la denuncia de dichos valores "dominantes" tiene muchas ·probabilidades de volverse contra quienes los hicieron suyos, a saber los "dominados", en beneficio de quienes inicialmente habían dirigido esta denunCia,

En efecto, cuanto más se autonomiza el arte, tanto más se inscribe en un régimen de singularidad, que se sustenta en valores opues­tos a aquellos sobre los cuales se construyó una tradición socioló­gica basada en el régimen de comunidad, De esta manera, se opera . un derrumbe de las posturas adoptadas por el investigador, en este caso un derrumbe del sentido de la crítica, que afecta a los mismos -las víe,timas de "la ideología del don"- que el sociólogo bus­caba defender mediante la "desmitificación", Esto incita, una vez más, a manejar con cuidado las nociones de "dominante" y "do­minado", que sólo sirven para postular un único eje de valor, un régimen unívoco. ¿Quiénes son los más "dominantes"? ¿Los que admiran a Van Gogh (son muy numerosos), o los que denuncian la inautenticidad del "culto" a Van Gogh (muy familiarizados con la cultura académica)? Al sociólogo no le corresponde contestar: antes que decidir entre sistemas de valores incompatibles, hay que --como se dice- "seguir a los actores" en la lógica de sus argu-

. mentas y de sus acciones, y en los recursos que les permiten po­nerlos en práctica.

Así, se impone la necesidad de relativizar las fuerzas y las posi­ciones en función de los espflcios en que se desenvuelven. Dare-

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mas sólo un ejemplo, tomado de la acción cultural. Vemos enfren­tarse ahí dos reivindicaciones, legítimas ambas, aunque cada una en un régimen de justificación, en un orden de valores que le es propio: por un lado, se invocará la igualdad de acceso a la cultura, la democratización del arte, el beneficio común de las riquezas artísticas, el derecho a la educación (y con justa razón, por poco que se defiendan los valores democráticos); por otro, se invocará la calidad artística, la lógica interna de la creación, la especifici­dad del procedimiento estético, la necesidad de no subordinar las obras del espíritu a la ley del mercado, del rating y de los gustos pasajeros del público mayoritario, aceptando que las obras real­mente novedosas puedan no ser apreciadas en una primera etapa más que por una élite de artistas de vanguardia, de críticos inicia­dos y de aficionados privilegiados (también con justa razón, por poco que exista una sensibilidad ante los valores. estéticos).

Consecuencia directa del proceso de autonomía del arte, esta ambivalencia obsesiona a toda la cultura de izquierda, dividida entre el vuelco igualitarista sobre el sentido común y el apoyo elitista a la vanguardia; en otras palabras, entre la preocupación por el pueblo (conforme al mundo, heterónomo, de los valores "cívicos", para emplear aquí la terminología de Boltanski y Thé­venot) y la preocupación por el arte (conforme al mundo, autóno­mo, de los valores "inspirados"). Para quien permanece ajeno a la cuestión, esta ambivalencia adopta simplemente la forma de una coexistencia, interesante de observar, entre posiciones heterogé­neas. Para quien se encuentre situado en uno de los polos -el ciu­dadano que reclama el derecho a la cultura o el esteta que defiende la creación pura-, cobra la fonna de un conflicto donde hay que luchar para defender el propio punto de vista. Pero para quien se encuentre colocado enmedio -sea el representante del ciudada­no, es decir el hombre político, sea el representante del artista ante el público, es decir el mediador cultural-, dicha ambivalencia adquiere la forma de una verdadera contradicción, pues habrá que escoger, seleccionar, decidir. La selección será tanto más difícil, y la contradicción tanto más ardua de asumir, cuallto mejor repre­sentados estén los terrenos de valoración que son, por: una parte, la democracia y, por otra, el arte. Exacerbada en Francia a partir de los años ochenta, con el triunfo de un gobierno rglutado socialista y un ministro de la cultura conocido por su activismo, esta situa- _

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ción culmina, en materia de arte contemporáneo, cuando el dis­tanciamiento entre vanguardia y sentido común se vuelve el prin­cipio mismo de las gestiones artísticas.

Entonces, se solicita al sociólogo que apoye a los actores para resolver el problema. Si se sitúa como experto, podrá contribuir a formular explícitamente el juego, a evidenciar las contradiccio­nes, a despersonalizar y desdramatizar los enfr~ntamientos, a pro­poner acuerdos aceptables entre los diferentes objetivos. También, al situarse como investigador, podrá hacer de la controversia el objeto de su investigación, para mostrar -en una perspectiva des­criptiva y ya no normativa-los principios de juicio y acción que la sostienen. Encontramos de nuevo, en esta última postura, el prin­cipio acrítico en virtud del cual el sociólogo se desliga del enfren­tamiento para convertirlo en su objeto, interesándose menos en la realidad de los hechos que los actores ponen en juego (frecuenta­ción de las clases populares o presencia de las corrientes vanguar­distas), que en la coherencia de las representaciones y de los jui­cios que operen en las disputas.

Esto nos lleva a una cuestión muy controvertida hoy en día: la del relativismo. La postura así defInida exige en efecto al sociólogo que sea relativista, pero en un sentido muy preciso: no en el senti­do propio de un punto de vista relativista sobre los valores, al afir­mar que son equivalentes o, al menos, no jerarquizables (ya que su relación con los valores no sería descriptiva, sino normativa), sino en el sentido en que este desplazamiento en los valores esti­mados por los actores sólo puede evidenciar, desde un punto de vista descriptivo, su relatividad, es decir, por un lado, su pluralidad y, por otro, su vulnerabilidad respecto a las determinaciones del contexto.

Esta constatación de la relatividad de las relaciones con el mun­do es tanto más difícil, y por ende más necesaria, cuanto que se trata de terrenos en que intervienen más los valores, como es elcaso del juicio estético, el juicio moral y el juicio de verdad. Parlo demás, no es una casualidad que las nuevas sociologías desarrolladas en Francia a partir de los años ochenta hayan tomado por objeto la ciencia, la moral y el arte: el apego a ciertos valores, cualesquiera que sean, sólo tiene sentido si éstos son percibidos_por los actores como universales, y por lo tañto absolutos -lo éüallleva al sociólo­go a escoger entre la den~mcia de esta pretensión a la un-iversaJidad

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(sociología crítica) y la formulación explícita de los principios que se dan los actores para fundarla (sociología acrítica, descriptiva, pluralista). Y esta elección es particularmente notable en el terreno artístico ya que, como lo hemos visto, conjunta dos propiedades antinómicas del reduccionismo sociologista: la exigencia de sin­gularidad y la exigencia de universalidad, ambas constitutivas de las prácticas de evaluación estética.

Ante esta exigencia de universalidad, son posibles varias posi-, ciones. Una, acorde con una tradición filosófica bien establecida,

consiste en considerarla como la expresión de una realidad que intenta mostrar, en una perspectiva kantiana, cómo el arte hace que operen valores universales. La otra, acorde con la tradición de la sociología crítica, consiste en considerarla como un hecho ficti­cio, en otras palabras, una ilusión, para mostrar cómo el arte obe­dece "de hecho" a determinaciones particulares. En esta perspec­tiva, vuelve una oposición, ya clásica, entre el trascendentalismo esencialista y el convencionalismo sociologista, con parejas de nociones familiares a la tradición filosófica, como la oposición entre objetividad y subjetividad o, en otro nivel, entre realismo ':i nominalismo.

Planteada de esta manera, semejante oposición es irreductible. Testimonio de ello son, en la historia de las ciencias s':>ciales, los atolladeros de cualquier discusión entre los defensores de ambas posiciones, para quienes no existe duda alguna de que la otra parte se equivoca, aunque no encuentran el modo de convencer al ad­versario. Para unos, partidarios del individualismo metodológico, evidenciar el carácter construido o convencional de los valores artísticos es producto de un cinismo que hace caso omiso de cierto número de constantes, sobre todo en materia de valores estéticos; para los otros, herederos del sociologismo durkheimiano, la "creen­cia" en la universalidad de los valores artísticos es o bien una in­genuidad o bien una pretensión de dominar (sin que una excluya a la otra), basadas en la mera. obcecación en cuanto a la relatividad

- de los valores y su subordinación a intereses individuales o colec­tivos. En todo caso, no es fortuito que en ambas situaciones, las posturas anticonvencionalistas y posturas universales adopten co­mo objeto privilegiado el terreno del arte, en que la exigencia de universaITaad resulta tan fundamental como lo acabó siendo el im-

-perativo de singularidacr:---51

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Pero es posible una tercera posición: consiste en tratar pragmá­ticamente esta exigencia de universalidad, es decir en enfocarla según su uso, el cual no proviene de una constatación -descripti­va- sino de una norma evaluativa y prescriptiva. Se trata enton­ces de analizarla no como un juicio de realidad (comprobado o ilusorio), sino como un juicio de valor; en otras palabras, como un programa de evaluación y acción. La labor sociológica consiste entonces en mostrar cómo los actores aplican esta exigencia a sus juicios y adecuan la práctica artística a dicho programa. El soció­logo ya no tiene que pronunciarse sobre la adecuación de ese va­lor a la reaUdad: tiene que describir las maneras en que está repre­sentado por los actores, incorporado en los objetos, inscrito en las instituciones. No tiene que decir si hayo no universalidad en el arte, autenticidad en Van Gogh, significación en Duchamp, socie­dad de consumo en el nuevo realismo o subversión en Haacke: tiene que identificar constantes o, al menos, fenómenos de mÍni­ma variación, capaces de conferir una relativa estabilidad a las referencias compartidas por los actores cuando reflexionan sobre la autenticidad, el sentido y el arte como reflejo de una sociedad o como subversión.

Mantenerse lo más posible en la descripción, absteniéndose de cualquier normatividad -evaluativa o prescriptiva- al hacerpa­tentes las pluralidades, implica para el sociólogo una considerable reducción de su margen de intervención, pues ahora se conforma con describir y comprobar, sin tratar de dictar la norma ni de pres­cribir soluciones --con la salvedad de situarse como experto. Ha de aceptar, sobre todo, que la valoración de su investigación no consiste en restablecer una justicia cualquiera, argumentando, por ejemplo, la grandeza de esos seres singulares que son o que podrían

'. ser los artistas (si "se" les dieran.los recursos o si "se" respetaran los "verdaderos" valores), o de esos objetos singulares que son las obras maestras, ya sea haciendo patente su originalidad, su espe­cificidad, o bien mostrando su capacidad de expresar o reflejar las tendencias generales de una sociedad. El sociólogo tampoco tiene que intervenir en favor de los seres u objetos no reconocidos como

, artistas o como obras, para convertirlos, en nombre de la equidad, en los pares potenciales de esos portadores de singularidad que sonio:;; autores legítimos, ya sea intentando mostrar ql:le cada quien

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pues se coloca en el terreno mismo donde opera el principio jerár­quico cuyos efectos discute), ya sea intentando mostrar que los grandes autores y sus obras no son tan singulares -o no 10 son de manera tan "natural" ni tan "absoluta"- como se dice o se cree.

Tal postura implica entonces una restricción del espacio de com­petencia del sociólogo, que ya no está obligado a decidir si los actores "tienen razón" -sino solamente a mostrar cuáles son "sus razones". Se puede en efecto comprobar la relatividad de los valo­res sin sacar de ello consecuencias prácticas: nada impide, por ejemplo, militar en favor de la universalización del régimen de­mocrático a sabiendas de que sin adaptación a los diferentes con­textos geopolíticos es desigual. Una comprobación -una vez más- no tiene nada que ver con una reivindicación, ni un análisis histórico con una postura política: son dos tipos de discurso hete~ rogéneos, que no tienen que sobreponerse uno a otro.

En fin, esta autorrestricción del discurso sociológico también es antihegemonista: el investigador no puede pretender que su dis­curso responda todas las preguntas, cubriendo las respuestas que propone con todos los demás discursos, y explicando a Manet, a Van Gogh, a Duchamp y al arte contemporáneo mejor que los his­toriadores o los mismos críticos de arte. Ahora bien, este hegemo­nismo obsesiona a la sociología, implícitamente conminada a englo­bar en su discurso todos los demás discursos, intervenir en todos los campos, ocupar todo el espacio de las posiciones posibles en todos los objetos posibles. Este paradigma hegemonista, influido por la relación de fuerzas y la toma de poder, descansa en una concepción jerarquizada del saber: cada disciplina contaría con su lugar en una escala garantizada por la organización universitaria, la cual tendría sus materias triviales y sus materias nobles -la· filosofía en primera fila, que muchos sociólogos se esfuerzan por destronar de modo más o menos explícito.

Renunciar al hegemonismo es, por ejemplo, admitir que hay una pluralidad de puntos de vista sobre la creación atiÍstica, pro­visto cada uno de su lógica propia; el artista, como el espectador profano, privilegia el nivel consciente, mientras que el esteta y el sociólogo amplían el campo al nivel de las determinaciones incons­cientes o, en otros términos, de la capacidad más que del acto, o de la competencia más que del resultado; pero el artista comparte con el es teta una focalización en el nivel interior, el más individualizado,

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mientras que el profano comparte con el sociólogo una sensibili­dad ante las determinaciones exteriores, más colectivas. Así, el artista y el es teta pueden reprocharle al sociólogo el hecho de que vea únicamente los fenómenos exteriores de la experiencia vivida de la creación, minimizandoia libertad individual tanto como las determinaciones psicológicas o específicamente estéticas, en be­neficio de imposiciones relacionales e institucionales. El profano puede reprochar al esteta y al sociólogo que quieran atenuar la responsabilidad o la autonomía del artista, adjudicándole determi­naciones inconscientes. En cuanto al sociólogo, podrá parecerle un poco corta la visión del artista y del profano, cuando se niegan a considerar el peso de la historia y del mundo exterior en la expe­riencia individual, así como la visión del esteta cuando reduce las determinaciones inconscientes a fenómenos interiores de la expe­riencia del artista. Pero, lejos de excluirse mutuamente, estas po­siciones se complementan, y la elección sólo depende de los nive­les de la realidad que se desea privilegiar.

Renunciar, entonces, a este hegemonismo sociologista es per­mitir el surgimiento de otro modelo del saber, en que las discipli­nas no se superponen sino se articulan o ·-de acuerdo COn un con­cepto de moda en las ciencias cognitivas-"distribuyen"; cada una tiene su espacio de pertinencia, COn sus núcleos duros y sus zonas borrosas; sus fronteras dan lugar a superposiciones y en­samblajes. Lo interdisciplinai-io no es entonc"es un ecumenismo o un sincretismo impreciso, que busca apaciguar las relaciones en­tre vecinos, sino un paso necesario; el sociólogo dice lo que le autorizan sus problemáticas, sus métodos, sus modelos teóricos, hasta el punto en que éstos no le permiten decir nada específico o nuevo sobre un objeto; es ahí donde una disciplina·afín tiene más herramientas para tratar el asunto.

Como contrapartida de esta renuncia al hegemonismo, la postu­ra que consiste en describir las calificaciones enunciadas por los actores como juicios de valor, y no en validarlas o invalidarlas. como juicios de realidacL abre para el soei610go mayores posibili­dades, porque lo libera de cualquier preocupación normativa. Le permite, sobre todo, evidenciar estructuras mentales relativamen­te estabilizadas, que no son reductibles ni a posiciones coyuntura­les en el espacio social ni a intereses estratégicos o a cálculos lltilitarios por parte de los individuos. Fronteras mentales, proce-

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sos de "categorización" (en el sentido de Sacks), "marcos" (en el sentido goffmaniano) y "formas" (en el sentido de la Gestalt) que delinean la percepción y la orientación de los objetos del mundo son otras tantas modalidades de estructuración de la experiencia, cuya presencia y eficacia puede observar el sociólogo en las con­ductas de los actores, sin por ello tener que pronunciarse sobre su esencia, es decir sobre su anclaje en una universalidad fundada en la naturaleza o, al revés, sobre su subordinación a la relatividad de las contingencias, de los contextos, de los intereses.

Ya que el mundo artístico está, mucho más que otros, lleno de valores, y de valores a su vez múltiples, el paso por este mundo obliga a admitir que el sociólogo que se precia de ser sólo sociólo­go es por fuerza relativista (ya que observa y analiza la pluralidad de modalidades en relación con la experiencia), pero en el sentido meramente descriptivo, en el que se propone dar cuenta de la mane­ra en que los valores y las representaciones varían de hecho, abste­niéndose al mismo tiempo de pronunciarse sobre su equivalencia o su superioridad de derecho. Este relativismo descriptivo consti­tuye, aquí también, una de las aportaciones del arte a la sociolo­gía, que obliga a aclarar lo más rigurosamente posible los regíme­nes de enunciación y, de modo más particular, la diferencia entre descripción y evaluación, entre lo comprobable y lo normativo.

Comprobar que "culturas" diferentes coexisten al mismo tiem­po en el mundo, incluso en la misma sociedad (esto es un "juicio de descripción", para aplicar la terminología de Gilbert Dispaux), no equivale a considerar todas esas culturas como iguales o equi­valentes ('Juicio de evaluación") y, aún menos, a exigir que se las trate como tales ("juicio de prescripción"). Ahora bien, esta clari­ficación entre descripción y evaluación no es evidente:· son fre­cuentes, en el mundo académico, las reservas para discriminar entre los regímenes enunciativos, como lo pmeban las numerosas in­vestigaciones de lingüística o de filosofía del lenguaje dedicadas a ellos. Así, a menudo se confunden los registros del discurso: el normativo, del actor, que se pronuncia sobre los valores; el des­criptivo, del investigador, que muestra el espacio de posibiljdades en materia de juicios de valor, y el metateórico, de.l ep~temólogo, que reflexiona sobre las hernimientas del investigador, y emite eventualmente prescripciones_ normativas -como la del relati­vismo descriptivo que parlo dem_ás no constituye tanto un valor

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como una regla de método, vuelta necesaria p.or una descripción pluralista, acrítica y nO.reduccionista.

La incapacidad para discriminar entre estos diferentes regíme­nes de enunciación, incluso entre los especialistas del pensamien­to (y a veces incluso entre quienes apelan al pragmatismo), forma parte de los errores de razonamiento que sin duda aparecerán ante las generaciones futuras como indicios de una etapa aún prehistóri­ca de las ciencias sociales. Mientras tanto, es el origen de absurdas e interminables disputas en tomo a la "querella del relativismo", que nos hacen perder mucha energía y mucho tiempo. Pues al parecer esta falta de claridad es la que contribuye en parte a las polémicas y a los malentendidos suscitados por el ejercicio del relativismo sociológico en materia científica, particularmente en las investi­gaciones de la nueva antropología de .las ciencias sobre el estable­cimiento de las verdades científicas. Como no pueden delinear cla­ramente la articulación entre descripción histórica y deconstrucción filosófica, tales investigaciones se prestan con facilidad a una inter­pretación normativa del aniquilamiento de los sistemas que vali­dan las teorías científicas, al sugerir que su única validez reside en la capacidad de sus defensores para imponer su punto de vista.

No obstante, hay que observar-:---y aquí también es un fenóme:­no común al arte y a la ciencia- que la evidencia sociológica de la relatividad de los valores artísticos o científicos escandaliza mu­cho más a los filósofos, a los especialistas en arte y a los episte­mólogos que a los artistas o a los mismos científicos, a quienes no parece afectarles. Xsabelle Stengers subraya así la contradicción entre la. indignación de los filósofos de las ciencias ante. la teoría del paradigma de Kuhn y el interés de los mismos investigadores por esta teoría. Que estos últimos lo juzguen más bien divertido, incluso interesante, no es nada sorprendente por lo demás, si ahí encuentran en la teoría lo que se esfuerzan por realizar en la prác­tica, a saber, el juego -o la lucha- con los.compañeros, para que se acepte su propia manera de practicar el arte o la investigación. Ello .no significa, tampoco en este caso, que la cuestión deJa ver­dad de las teorías científicas pueda reducirse a ~se juego, como tampoco que la cuestión de la objetividad de los valores estéticos pueda reducirse a las luchas por la influencia en el campo artísti­co, ni que la cuestión de la universalidad de los 'valores morales pueda reducirse a efectos de dominación ecooo,.'11ica y cultural.

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En efecto, el relativismo descriptivo aún cone el riesgo de con­vertirse en relativismo nonnativo en cuanto se le recibe en un mundo lleno de valores, y por tanto reacio a la relativización, como es el mundo del arte, de la moral o de la ciencia; es probable que el sociólogo sea alcanzado tarde o temprano por los actores, quienes usarán en beneficio propio los instrumentos de la crítica o, al me­nos, de distanciamiento que él1es habrá proporcionado. Por ello, también, tiene que tomar por objeto la relatividad de las capacida­des para relativizar manifestadas por los actores, considerando sobre todo el hecho de que la capacidad de relativizar es una apti­tud crítica; el señalamiento de una pluralidad de puntos de vista equivale, forzosamente, a adoptar, de modo inmediato y total, uno de ellos, incluso si lo vuelve sospechoso. Así, decir que Van Gogh puede considerarse, desde cierto punto de vista, un gran artista y, desde otro, un artista sobrestimado tienode a entenderse en el acto como una crítica a la admiración por Van Gogh, crítica que se recibirá de un modo muy desigual según los sujetos y según su grado de "desapego" o de "implicación", para plantear la posición de Norbert Elias. 00

Este vínculo entre crítica y relativización está, por lo demás, ampliamente ilustrado por la sociología de la dominación, cuando ésta intenta demostrar, después de Marx, que los "valores domi­nantes" no son "otra cosa que" los valores de los dominantes, rela­tivos a su posición en el espacio social; la relativización operada por el sociólogo es aquí, evidentemente, una operación crítica, destinada a invalidar posiciones mediante una "reducción a lo par­ticular". Y es por ello que, una vez sustituido el relativismo nor­mativo por un relativismo descriptivo, el sociólogo también tiene que tomar por objeto la capacidad desigual de los actores para relativizar, para poner los valores a distancia y aceptar su plurali­dad; debe practicar un relativismo integral, es decir un relativismo relativista, capaz de evidenciar, y de tomar también como objeto de su análisis, la relatividad de las oportunidades que se le presen­tan a la relalivización, y de los usos que de ellas se hacen.

En otros términos, y para emplear una paráfrasis muy socorri­da: un poco de relativismo aleja de la postura sociológica; mucho relativismo hace volver a ella.

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VI. UNA NEUTRALIDAD CO:MPROMETIDA

La última propiedad del arte respecto a la visión sociológica se deduce fácilmente de lo anterior: se trata del necesario desapego por todo juicio de valor sobre los objetos a propósito de los cuales se enfrentan los actores. Ese desapego tiene un nombre en la tradi­ción sociológica: se trata de la "neutralidad axiológica" del cientÍ­fico, preconizada por Max Weber. Tal principio ha enfrentado, y enfrenta aún hoy, muchos rechazos o resistencias. Trataremos de resumirlos.

Una primera crítica del principio de neutralidad consiste en ne­gar su realidad. "Se dice que la neutralidad no existe", ya que todo investigador está atrapado en unos valores y en unas imposiciones axiológicas que le dictan hasta la manera en que construye sus objetos. Tal argumento acusa de nuevo la confusión entre hechos y valores; la neutralidad weberiana no es un hecho, ni una realidad establecida, sino un valor, es decir un programa de acción y de juicio. Lo mismo que la objetividad de los periodistas, o la univer­salidad de las creaciones artísticas o de la~ teorías científicas, la neutralidad de los investigadores no depende de un juicio de exis­tencia a priori, sino solamente de un juicio de proximidad o de adecuación entre un objetivo y su realización; se trata, en otras palabras, de un "objetivo" de neutralidad, para emplear el término usado por Paul Ricoeur. La neutralidad respecto a los valores del mundo ordinario depende, en estas condiciones, de un valor o, al menos, de una regla metodológica, de métq.do, que el sociólogo se esfuerza en respetar.

Pero, al decir esto, ¿no se contradice a sí mismo, ya que decreta una norma? Esta crítica, correlativa de la primera, descansa en un malentendido en cuanto-al nivel de enunciación del discurso sobre el ejercicio de la sociología; este discurso no apunta, ya lo hemos visto, al mundo ordinario~ al que pertenecen los objetos del inves­tigador (y para los cuales vale el imperativo de neutralidad), sino al dISCurso académico, del que dependen los métodos y los instru-

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mentos que permiten tratar esos objetos conforme a la especifici­dad de una disciplina, a su capacidad para decir sobre el mundo lo que no dicen ni los actores ni los especialistas que pertenecen a otras disciplinas de investigación. En otros términos, el imperati­vo de neutralidad enunciado aquí depende de un nivel metateórico o epistemológico: el que le permite al sociólogo pronunciarse so­bre las maneras correctas de hacer sociología -y no sobre las maneras correctas de estar en una sociedad.

Una segunda crítica consiste en afirmar que la neutralidad axio­lógica, como programa epistemológico, es imposible. Ahora bien, esto es confundir una dificultad relativa con una imposibilidad absoluta; el que cualquier programa encuentre obstáculos para su total realización no impide hacer de él, una vez más, un objetivo, y tratar de cumplirlo en la medida de lo posible, es decir en la me­dida de la capacidad que cada uno tiene para superar los obstácu­los. Éstos son particularmente grandes en el terreno del arte, en que la demanda de evaluación es masiva, sobre todo en un periodo de crisis de los valores estéticos como el que vivimos hoy.

As!, el desapego respecto a los juicios de valor es particularmente difícil para el sociólogo del arte. En primer lugar, toda descripción que busca la objetividad produce desencanto; al evidenciar el papel de las mediaciones y, principalmente, de las instituciones, en la construcción del valor artístico, el sociólogo, de hecho, está desli­gando el valor y el objeto sometido a la evaluación, minando así la creencia en el carácter absoluto, sustancial y objetivo de ese valor; si ya no reside en las cualidades específicas del objeto propuesto por el artista, sino en el conjunto de las relaciones que presiden su producción y su circulación, entonces ese valor, forzosamente con­textual, ya no puede llamarse ni universal ni intemporal-lo que, desde luego, obstaculiza la adhesión y limita el crédito que se le pueda dar. _

Por otro lado, el hecho mismo de hablar de algo o de alguien con­tribuye a engrandecerlo, confiriéndok notoriedad, y por tanto valor; es el efecto inverso del desencanto. Aun si el sociólogo se cuida de precisar que los ejemplos de artistas contemporáneos que propone, o los escritores que ha entrevistado, no constituyen en modo alguno una lista de los mejores, debe esperar reproches por no haber habla­do de los mejores artistas, o que su trabajo sea usado por algunos como una prueba de su calidad por haber sido mencionados en él.

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Por último, los actores tienden a interpretar como crítica cual­quier distancia respecto a sus propias posiciones, así como cualquier relativización. En un mundo ampliamente sometido a la demanda de juicios y dictámenes sobre los valores, el simple hecho de to­mar por objeto, ya no los objetos juzgados por los actores, sino los juicios sobre dichos objetos, puede considerarse como un cuestio­namiento de la pertinencia de dichos juicios, ya que no se trata de compartirlos, sino de analizarlos. El sociólogo se verá entonces con­minado a expresar sus propios gustos, a "confesar" sus preferen­cias o aversiones, como para aplicar a unjuicio de valor disimulado una distancia analítica en cuanto a la operación misma que consis­te en juzgar, distancia difícil de percibir como otra cosa que un juicio -un juicio diferente y, por tanto, forzosamente crítico.

Efecto de desencanto, efecto de notoriedad, efecto de distancia­miento crítico: estos tres obstáculos a la neutralidad residen, sin embargo, no en el enunciado sociológico mismo, sino en cómo lo interpretan los actores en su circulación por el mundo. Así, el aná­lisis del rechazo al arte contemporáneo puede ser percibido por los actores, según su posición, como un ataque inaceptable contra la política de apoyo a este tipo de arte (es el caso de aquella fun­cionaria del Ministerio de la Cultura que no quería creer que una encuesta sobre este tema había sido encargada por la Delegación de Artes Plásticas) y como una estigmatización pérfida de todos aquellos a quienes no les gusta ese arte, o también como una bue­na oportunidad de evidenciar la vacuidad de dichos rechazos o, en suma, como una demostración aceptada de su pertinencia.

Igualmente, la destrucción del s~stema de interacciones entre propuestas artísticas, reacciones del público mayoritario e inte­graciones por los mediadores y las instituciones fue denunciada por especialistas en arte contemporáneo como una declaración de guerra disimulada tras una aparente neutralidad sociológica, y por los opositores al arte contemporáneo porque tal pretensión de neutralidad ocultaba el profundo amor del autor por ese arte ... Pan·­talla en la que se proyectan las posiciones más antinómicas, la descripción sociológica es tanto más socorrida para quienes la uti­lizan como vehículo de juicios devalor, y por tanto más sospecho­sa en su pretensión de neutralidad, cuanto más agitado por la polé­mica está-el terreno en cuestión y más se solicita al sociólogo que intervenga con sus armas.

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A partir de estos límites ineludibles que opone a la neutralidad la naturaleza misma del trabajo de objetivación sociológica, no se puede sin embargo concluir la vacuidad de cualquier pretensión de sus­pender los juicios de valor por parte del sociólogo, ya que eso sería confundir los efectos sociales de un discurso con el discurso mis­mo, y la influencia del sociólogo (cuando la tiene) con sus intencio­nes. Ahora bien, es importante distinguir, aquí también, entre la po­sición buscada u observada por el investigador y los efectos de su discurso en los actores, quienes no vacilarán, llegado el caso, en uti­lizarlo en un sentido que, por su parte, con toda probabilidad no será de ninguna manera neutral. No se trata de deplorarlo -pues ésta es la condición misma del oficio de sociólogo-- sino de saberlo, y de aprender, si no a prever, al menos a administrar esos efectos.

Más constrictivo aún es el obstáculo de la tentación hermenéuti­ca, en otras palabras la tendencia a interpretar las obras descu­briendo su sentido (versión esencialista) o confiriéndoles uno (ver­sión nominalista o constnlctivista). Ya que, en materia de arte, el sentido y la significación son parte intrínseca del valor. Así, el so­ciólogo que propondría una interpretación de un fenómeno artísti­co -al mostrar, por ejemplo, que refleja o expresa sus condicio­nes de producción- le conferiría por lo mismo un sentido, un valor; lo amplificaría, al convertirlo en el síntoma de una socie­dad, o lo disminuiría al mostrar que ese caso particular "sólo es" el producto de condiciones generales a las que se puede reducir. En materia de arte, más que en cualquier otra, toda interpretación conlleva un juicio de valor, positivo o negativo.

Está claro en el caso del arte contemporáneo, que es objeto de constantes acusaciones, según las cuales no "quiere decir nada" y no tiene "ningún sentido": el hecho mismo de producir una inter­pretación a propósito de un objeto contribuye a integrarlo en la categoría de las obras de arte -o excluirlo de ella, por poco que se le considere como "broma" o "farsa". El mínimo discurso so­bre el mingitorio de Duchamp es un reconocimiento, ya que, al dotar a ese objeto de un sentido --así s.ea el sentido de la destruc­ción de ciertos valores artísticos----:;, lo convierte en \.111 objeto que apela al desciframiento y que, por tanto, justifica un interés. Y, al operar este desciframiento, al proponer una hermenéutica de la obra d~ ar-te, el sociólogo no hace sino lo que saben hacer muy­bien Jos filósofos, los ester-cíS y Jos histofiador~ del arte.

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A la pregunta "¿qué es lo que hace de este objeto una obra de arte?", el esteta o el filósofo responden en términos de las propie­dades internas, es decir estéticas, mientras que el sociólogo "socio­logista" responde de acuerdo con las propiedades externas, es de­cir sociales; ahí, el combate puede producirse, ya que estamos en tierra conocida, y alianzas y enemistades ya forman un repertorio. No habrá, por lo demás, ni vencedor ni vencido, pues, entre herme­néutica estética (la obra como cristalización de procesos formales y de intenciones propias del artista) y hermenéutica sociológica (la obra como cristalización de fenómenos sociales o de posiciones en el espacio social), los adversarios podrán o bien ignorarse mutua­mente o bien, si se encuentran y están en buena disposición, tratar de conciliar ambos acercamientos que se derivan, respectivamen­te, de una problemática de la interioridad y de una problemática de la exterioridad. .

Pero, desde el momento en que se impide contestar la pregunta de qué es la obra, ofrecer cualquier interpretación de ella y pro­poner un nuevo centro hermenéutico, el sociófogo desplaia la cuestión río arriba, buscando en qué condiciones un objeto es per­cibido como una obra de arte, cómo la obra se "vuelve enigma" susceptible de interpretaciones, e incluso explicaciones, y con qué procedimientos se encuentra dotada de valores. El sociólogo se aleja entonces de la ontología y de la hermenéutica, al suspender cualquier discurso sobre la naturaleza o el valor de las cosas, para convertir el discurso -interpretativo o normativo -ya sea ordina­rio o académico, estético o sociológico- en el objeto de su análisis.

Ya que el trabajo interpretativo -al igual que las paredes del museo, los marcos de los cuadros y las páginas de las revistas especializadas- participa en la constitución de un objeto en obra de arte, el investigador que contribuya a dicho trabajo no se permi­tirá aportar al conocimiento nada que los actores, no especialistas y especialistas, no sepan hacer ya (más o menos bien). Una vez más, ya no se trata de querer definir, legitimar o invalidar los valo­res, sino de empeñarse en mostrar la manera en que son definidos, legitimados q invalidados, construidos, deconstruidos o recons­truidos por los actore~.

Pero, entonces, ¿con qué remplazar la axiología y la hermenéu­tica de las obras, a las cuales se ha renunciado en provecho de una antropología de la relación con las obras? Entre las respuestas

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posibles, propongamos ésta: con una pragmática de las obras, que ya no consiste en decir lo que vale o 10 que significa el obj eto, sino en mostrar lo que hace y cómo actúa: sobre el mundo. Por ejemplo, en materia de arte contemporáneo, la aportación del sociólogo ya no será la de explicar la significación o la de contribuir a delimitar las fronteras entre arte y no" arte, sino la de mostrar cómo el arte contemporáneo desplaza las fronteras mentales e institucionales, los principios de juicio, las modalidades de posicionamiento de los actores-artistas y aficionados, especialistas y profanos, progresis­tas y amantes del pasado, establecidos y marginales. Aquí tam­bién, el arte permite a la sociología radicalizar y especificar su propósito, cuando obliga a controlar los efectos de evaluación e interpretación que forman parte del juicio ordinario, radicaliza el viraje pragmatista y lleva no solamente l). estudiar el mundo como es, "en acción", sino también a poner en el primer plano del análi­sis la acción -la interacción- que crea vínculos entre los seres.

La última crítica de la neutralidad del sociólogo consiste en sos­tener que es nefasta, ya que le permitiría huir de la necesidad de un compromiso, el cual sería constitutivo de la ética del intelectual. Éste es un asunto crucial, que merece una discusión de fondo, pues implica elecciones éticas, más allá de la coherencia o de la eficacia de los métodos. Tal discusión exige que se efectúe, aquí también, una previa distinción entre los diferentes papeles asignados al so­ciólogo.

Si éste interviene como investigador, entonces su finalidad no puede ser más que la de entender y explicar el mundo social: es una finalidad que exige medios específicos, incluidas las reglas metodológicas que se acaban de enunciar y, en particular, la sus­pensión del juicio de valor preconizado por Max Weber. Pero si interviene como un experto que se autoriza a guiar la acción, en­tonces puede verse obligado a establecer diagnósticos de disfuncio­namiento i a prescribir soluciones conforme a los objetivos que se le presentan. Por último, si intervient'. como pensador, y se dedica a justificar o criticar una situación en nombre de ciertos valores, entonces su papel no es muy diferente del que tiene el ciudadano -comprometido, con ia salvedad de que se beneficia de una capaci­dad de reflexión y, a veces, de una notoriedad propias para aumen­tar la eficacia de sus tomas de posición.

Ciertamente, estas diferentes modalidades de intervención en

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nombre de una competencia intelectual se reúnen a menudo en una misma persona, pero no por ello dejan de ser posturas de discursos diferentes, que piden ser diferenciadas, incluso por el mismo so­ciólogo, si no quiere autorizarse a sí mismo empleos normativos de su discurso para exonerarse de cualquier control sobre su rigor descriptivo. Lo cual, llegado el caso, no le impide poner las com­petencias adquiridas por el análisis al servicio de una mej or orien­tación de la acción y del juicio, a condición de permitírselo única­mente con conocimiento de causa, es decir sobre la base no de una opinión previa, sino de una constatación de hechos (es el papel del experto), o de un juicio de valor claramente asumido como tal (es el papel del pensador).

Dicho esto, el sociólogo que quiere "servir" algo más que la in­teligencia del mundb, interviniendo activamente en los conflictos, como experto o como pensador, tiene mucho interés, por afán de eficiencia, en respetar desde el inicio la neutralidad del investiga­dor. En efecto, ésta le ofrecela capacidad de desplazarse entre los diferentes argumentos, lo que le permite restituir a los actores otra mirada, otra manera de darles sentido a sus afanes y, por ende, actuar a partir de ellos. Un sociólogo que toma partido -por ejem­plo sobre la grandeza de Van Gogh o sobre la naturaleza del mingi­torio de Duchamp- no hace otra cosa que lo que hacen los actores, a no ser porque apuntala e instrumenta sus argumentaciones. Mien­tras tanto, se priva de su principal instrumento de intervención en el debate, a saber, esa capacidad de desplazamiento que es lo que el sociólogo puede propiamente aportar, porque los actores están de­masiado encerrados en su universo de valores para poder hacerlo. La neutralidad es a menudo el único recurso para entender la lógica de unos y de otros, y a veces para que la entiendan unos y otros.

Si bien la neutralidad constituye el instrumento indispensable del desplazamiento, éste es por su parte la única manera de resta­blecer lazos entre universos separados, de que unos entiendan que otros tienen también sus razones, de permitir que unas lógicas con­tradictorias coexistan y se confronten sin que forzosamente se me­nosprecien, se desgarren o se destruyan. Por ello, la neutralidad no es incompatible con el compromiso; lejos de ser inducida sólo por una preocupación de pureza, de distanciamiento respecto a los objetos intervenidos por los actores, permite, por el contrario, acer­carse a aquello que los incita, no a tomar partido con ellos, sino a

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~C- . entendee po, qué se e,mocan tanto en hacedo y cómo lo hacen.

En vez de constituir una huida fuera de las preocupaciones de los actores, la neutralidad del sociólogo posee entonces una función, una utilidad o, como se dice, un "papel social"; permite restable-cer una circulación entre univers"os separados, contribuir a reno­var los lazos ahí donde la gente ha dejado de hablarse, rehacer un consenso en donde sólo quedan facciones que se enfrentan, se cri­tican o se ignoran.

Esto se opone punto por punto a la sociología que ha dominado en la última generación: la que servía para instrumentar las capa­cidades críticas de los actores, para denunciar la distinción de los dominantes y la opresión de los dominados, para descubrir la ver­dad de lo social tras la ilusión de lo particular. Otra concepción del trabajo sociológico resulta posible hoy: :¡la la que consiste en abs­tenerse de toda implicación en el mundo social, sino la que consis­te en comprometerse mediante la neutralidad, en producir accio­nes -y no sólo conocimiento- evidenciando las coherenciQs, las lógicas, los lazos que, más allá de las oposiciones, fundan la posi­bilidad, si no de un acuerdo, al menos de un diálogo y, por tanto, de la invención de soluciones aceptables.

Gracias a esta neutralid"ad en la descripción de las apuestas -una neutralidad comprometida'---, el trabajo del sociólogo pue­de desempeñar un papel activo en los conflictos: un papel de me­diación, de construcción de compromisos entre los intereses y los valores en juego, incluso de restablecimiento de un consenso. En un mundo habitado por la crítica, como es hoy el nuestro, esta función no es quizás la más fácil, pero puede muy bien ser, por lo mismo, la más útil. Favorecer la intercomprensión más que la denuncia constituye sin duda un papel menos heroico que el de militante que lucha contra los poderes, que se impuso hace una generación como la única postura digna de un auténtico "intelec­tual". Pero tal vez sea tiempo de tomar nota de que lb que era pertinente en una época. de sometimiento generalizado a la autori­dad se ha trivializado tanto, que los actores ya casi no necesitan a los "intelectuales", y apenas a los sociólogos, cuyo cometido han asimilado perfectamente -por ejemplo cuando reducen opinio­nes o acciones a posiciones de clase, sin contar con que los aspi­rantes al papel de intelectual crítico se han vuelto tan numerosos hoy en día que para ser útil éste sólo quedará experif!1entar, sin

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escamotear demasiado otras maneras de practicar el oficio de in­vestigador y sin exonerarse por ello de las propias responsabilida­des como ciudadano.

Una sociología no reduccionista, no crítica, descriptiva, plura­lista, relativista, y que aspire a la neutralidad, no es, ciertamente, la única práctica sociológica posible; pero quizás sea la única manera de hacer lo que sólo permite la sociología, en el espacio de pertinencia que le pertenece. Yes efectivamente a esta especifica­ción de las apuestas de la sociología adonde conduce la conside­ración de la cuestión del arte, en la medida que se construye en la doble exigencia de s.ingularidad y de universalidad que, tradicio­nalmente, limita el espacio de pertinencia del trabajo sociológico, obligando así a ampliarlo y, al ampliarlo, a redefinirlo.

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VII. LA PRUEBA DE PERTINENCIA

En estas condiciones, la validación del trabajo sociológico no puede limitarse a la sanción de los pares: debe también pasar por la prue­ba de su pertinencia para los actores. En primer lugar, la pertinen­cia de su objeto, cuya construcción es guiada con demasiada fre­cuencia por problemáticas académicas que sólo tienen sentido para los investigadores, cuando utilizan el empirismo como simple test de modelos teóricos o cuando buscan en la sociología no herra­mientas para entender la experiencia, sino teorías generales de lo "social" o de "la s,ociedad", según un paradigma directamente he­redado de la metafísica. En segundo lugar, la pertinencia de su discurso, 'cuyo espacio de circulación sigue hallándose inmerso con demasiada frecuencia en la comunidad de los pares.

Esto significa que el sociólogo ha de prestar atención a las reac­ciones sobre su trabajo, no solamente a las que vienen de su pro­pio mundo (el de los especialistas en ciencias sociales), sino tam­bién de otros que se interesan en sus objetos de estudio -y que son muchos. El dominio de los efectos del discurso sociológico depende también de la competencia del sociólogo, pues la socio­logía, implícitamente ejecutada por los actores, es parte esencial de su objeto de investigación, el cual no está constituido por seres inanimados sino por humanos, dotados de conciencia, inteligen­cia, afectividad y capacidad de acción. Volvemos a encontrar ahí el precepto etnometodológico que consiste en no considerar al actor como un "idiota social".

No se trata tampoco de confundir el discurso académico, que de­pende de la relación sobre el objeto, con el sentido común, que depende de la relación con el objeto; prestar atención a los efectos

. del primero sobre el segundo, y a las reacciones del segundo res­pecto a las proposiciones del primero, no significa que haya que negar, en un gran impulso igualitarisla, la especificidad de cada un_o -aunque el investigador sea también, en su vida cotidiana. un ciudadano como los demás, y el actor muchas veces ~sté im-

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pregnado de teorías especializadas. La especificación de estos di­ferentes niveles de relación con 'el mundo es tan necesaria como la conciencia de sus interrelaciones efectivas, y de la inestabilidad de sus fronteras ..

Asimismo, la "implicación" del investigador en lo que motiva a los actores es tan necesaria como sU'''desapego'' en el sentido que le otorga Norbert Elias a esta oposición -respecto a lo que está en juego en el mundo ordinario. La competencia del soció.logo reside precisamente en la conjunción de dos posiciones lógica­mente contradictorias: por una parte, el compromiso en un mundo que comparte con los actores y que le permite recurrir a la empatía y a la intuición para entender lo que está en juego, y, por otra, el distanciamiento respecto a ellos, lo que facilita el desplazamiento dent.ro de la pluralidad de mundos, la multiplicación de los puntos de vista y la consideración de todas las posibilidades.

Contrariamente al psicoanálisis, la sociología no se beneficia -o consigue hacerlo muy poco-- de la comprobación en cuanto a la pertinencia de sus descripciones o de sus teorías; la: prueba terapéutica sobre el cuerpo social está demasiado diluida para ser -salvo excepciones- probatoria. Por lo demás, tal vez sea ésta una de las razones de la tendencia, demasiado frecuente, a focalizar los conceptos sociológicos como fines en sí mismos, a fetichi­zar los instrumentos de comprensión de lo real que tienden a pre­ceder a la comprensión misma. Para evitar el doble escollo de la hiperteorización y del apresuramiento en un empirismo de corta perspectiva, el sociólogo sólo puede restituir a los actores aquello que se elaboró acerca de ellos y gracias a ellos, trabajo comple­mentado por la escucha atenta de cómo ellos lo aceptan o lo recha­zan, lo usan o se lo apropian.

Ésta es ¡á "prueoa de pertinencia" tanto más necesaria cuanto que se trata de terrenos en que intervienen de manera particular valores universalizados, y por ende particularmente vulnerables al reduccionismo sociologista. Debería ser imperativa, en estos terrenos, la "coacción leibniziana" invocada por Isabelle Stengers, 'es decir la consideración de las reacciones de los actores a la 'objetivación del sociólogo, así como la preocupación de no herir los sentimientos establecidos 'aun cuando el análisis revele fenó­menos inconscientes o inaccesibles a la experiencia inmediata ,~alno ser fa realidad coextensiva a su percepción de los actores.

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Esta preocupación de que los objetos del discurso sociológico pue­dan recibirlo no depende de una voluntad ecuménica o de un te­mor al conflicto; resulta sencillamente de la comprobación de que una sociología que sitúa la verdad en la violencia hacia los actores no depende ya de la labor de investigación, sino de una empresa crítica, más preocupada por tener la razón ante los actores que por entender sus razones. En suma, no aporta mayor cosa que lo que los actores ya saben producir muy bien por sí mismos.

El arte va dirigido a gente culta, por lo que hace más probable el retomo de la prueba de pertinencia: la sociología del arte puede ser fácilmente leída, escuchada y entendida por quienes practican o aprecian la creación artística. Esto implica un riesgo, pero sobre todo una oportunidad, ya que la confrontación del discurso socio­lógico con la experiencia de los actore~ es, al mismo tiempo, un recurso profesional para el investigador y un imperativo ético. ¿No sería, en efecto, un tanto inmoral restituir a los actores sólo un discurso totalmente incomprensible para ellos, un discurso que no les interesaría ni, en última instancia, les incumbiría? Después de todo, la investigación sólo vive de la confianza que la colectividad brinda a los investigadores al permitirles que trabajen. ¿No habría que restituirle mínimamente algo de lo que pudiera apropiarse. incluso si a menudo, como todos sabemos, es en el largo plazo de la historia del conocimiento donde se decide principalmente la validación de su trabajo?

Pero no hay motivos para detenerse más tiempo en esta reflexión epistemológica: el discurso acerca de la creación no es la· creación misma, como tampoco la reflexión sobre las herramientas de la in­vestigación es la investigación. Es tiempo de ponerse nuevamente a trabajar. La verdadera soc!ología se burla de la sociología.

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SELLO BERMEJO

La sociologííl como disciplina científica alcanzó su apogeo en los años sesenta, para luego decaer verLiginosamente en la siguiente 'década, como resultado no sólo de Ull afán gene­ralizador, sino de la . exagerada especialización .de las ciencias cuyos sistemas escleróticas, llenos de expresio­nes sobrecargadas, de sentidos vagos y generales, eran ya incapaces de resolver problemas específicos y mucho menos de hacer aportaciones útiles al común de la gente. Uno de los campos que padeció la soberbia académica, al

, ser minimizado,.fue el del arte, cuyos valores son contra­rios a aquellos .. .. , , . sobre los cua-les prétende ~. . asentarse. la sociología: la ética excep-cional frente' a , ., la social, la pre-ponderancia del sujeto frente a lo colectivo, la vida privada frente al acontecerpúblito~ Nathalie Heinich,propone en este libro una visión opue;sta,a la tradicional: en vez de tratar de ceñir el arte a los tj::iru;cos epistemológicos de,es­ta disciplina; phi~teáJ:¡.do19,corrioun fenómeno colectivo condicionado por lo exterior, :prefiere'observarlo con la mirada de sus propios actores. Esta comprensión del ane, que intfoduce el desorderi y, su conducta capriehosa jUJ;lto con la 'extrema subjeti\:ida~,cie la ~preciaci6Ti estética, o bliga a redistribuir los enfoques metodológicos y teóricos'

, para éntendery explicar los sllcesosno combt'enómenos' obvios sino como expr,esiónes ricas y corilpleJas. Lo cjúe el arte aporta a -Za~sociología muestra cómo este campo'

',del saber puede dejar de ser una' ideología de lo' soc~al y , ofrecer nuevasp'ersgectivas; éon base erila consideraCión , de los valores artísticos.

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