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Guillermo Schmidhuber de la Mora · los mejores artículos críticos sobre el cuento policiaco y legajos con largas biografías de escritores del género. Miles de hojas que permanecerán

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Escultor de carne

Guillermo Schmidhuber de la Mora

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Jubilación no proviene de la palabra júbilo, sino del nombre de una fiesta judía: el jubileo o año del

perdón. Yo no sentí alegría, sino desencanto. En esos días tuve en mi mente, hora tras hora, una

frase de Ethel Barrymore, la gran actriz norteamericana, "That´s all there is—-there is no more",

que podría traducirse en algo así como “¡Esto es lo que hay, y más no hay!”

Antes de empacar mis libros para sacarlos del cubículo de la universidad, miré las limpias

paredes sin los diplomas colgados; los marcos habían dejado dibujada su silueta con rectángulos

menos pálidos que parecían ventanas abiertas al oscuro vacío. En todos esos años, lo único que

había percibido vivo en ese espacio, era la puerta que me conducía al pasillo de salida y a la libertad,

pero ahora ese pasillo me conducía irremediablemente a la nada. Cuarenta cajas de libros de

misterio, de las llamadas narraciones de suspenso y de cuentos policíacos, de Mystery novels. Una

de las más completas bibliotecas del género negro—noir—, como lo conceptúan los inteligentes, o

de simple literatura barata, como lo califican los ignorantes; acaso porque en todos esas narraciones

hay un misterio fraguado por el alto grado de inteligencia del escritor y que es resuelto según el

diferente grado de estupidez—por evitar escribir la palabra inteligencia—de los variados lectores.

Libros que barajan los nombres de Edgar Allan Poe y G.K. Chesterton —mis literatos clásicos—,

junto a los soberanos del género: Arthur Conan Doyle, Agatha Christie y Ellery Queen. En otras

cajas guardé la literatura fantástica de Thomas de Quincey y de Kafka, conviviendo lomo con

lomo, acaso muy a su pesar, con los genios latinoamericanos: Horacio Quiroga, Jorge Luis

Borges y Adolfo Bioy Casares. Nombres que antes estaban presentes hasta en mis sueños y que

ahora no serán nunca más nombrados por mi boca. Otras cinco cajas de libros de crítica literaria

que también pasarán al olvido, a pesar de que leí y releí cada uno de los artículos de esas

estúpidamente pensantes antologías críticas. Dentro de esos libros hay algunos prólogos y ensayos

escritos por mí. Todo se lo comerá el tiempo jubilosamente.

Soy un crítico que pontifica cuando un cuento de misterio está bien escrito, a pesar de que

nunca haya escrito uno. Cinco cajas de videos de películas del género: El gran robo del tren, el

filme que inició el cine de misterio, El halcón maltés, Luz de gas, mi trilogía favorita de Hitchcock:

Vértigo, La ventana indiscreta y Psicosis, y mil más. Algunos investigadores privados creados por

la ficción —narrativa y cinematográfica— han sido más vivificantes para mí que algunos de mis

impalpables colegas en la universidad; sus nombres parecen retumbar aún en mis oídos aún ahora

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que los escribo: Auguste Dupin, Sherlock Holmes y el Dr. Watson, además de Philo Vance y Nero

Wolfe, quienes resultaron mejores compañeros de aula si los comparo con mis cofrades

universitarios, quienes únicamente colaboraron en vigorizar mi sentimiento de soledad intelectual, a

pesar de que compartí con ellos varias décadas. Diez cajas de archivos con copias amarillentas de

los mejores artículos críticos sobre el cuento policiaco y legajos con largas biografías de escritores

del género. Miles de hojas que permanecerán ahora en gavetas más cerradas que las de un panteón.

Enterrar una biblioteca no es fácil. En toda narración de misterio, siempre percibí el ensayo de un

crimen en el papel, pero nunca el encuentro de un crimen con la vida; sin embargo, ahora que estoy

viviendo el ensayo de una enigmática jubilación, mi crónica se convertirá en un cuento de misterio

en el que yo soy el investigador, el asesino y también el cadáver, sin que ningún lector llegue a

conocer la trama. Me impresiona la etimología de cadáver, en latín significa caro dabo vermes,

carne dada a los gusanos; en mi caso, vida dada a los gusanos... del tiempo.

Un aplauso siguió a mi entrada a la fiesta sorpresa. Resulta infantil que mis colegas pensaban que

yo no me iba a dar cuenta de que organizaban un festejo atrás de mis espaldas y que pagaban el

boleto correspondiente en el baño o en los pasillos del club de maestros. Cada uno de mis colegas

contribuyó al pago del refinado convivio, con cincuenta dólares que incluían quesos de varias clases

esculpidos en exactos cubitos, verduras higiénicamente cortadas para ser bañadas en un cremoso e

insípido dip, con las ubicuas galletas de los hogares norteamericanos y vino barato comprado por

galón, para ser servido en vasos de cristalino plástico. El chairman —hombre-silla, como los anglos

llaman a sus decanos aún si son mujeres—, pidió un brindis en mi honor. Todos brindamos con la

misma algarabía con la que bebíamos coca-cola en las fiestas infantiles. Después me pidieron unas

palabras. Yo iba a decir cualquier banalidad precedida de un chiste manido, pero una ligadura me

ahogó la garganta y solté el llanto. No lloré por mí, no me quiero tanto para lagrimear por mi

persona, sino por lo irónico de toda jubilación. Pasamos la vida preparándonos para ser

profesionales en un trabajo, y luego debemos alegrarnos de que ya no vamos a trabajar más. Si

hubiera sido atleta o bailarín, sería entendible el merecido descanso, pero no cuando mi mente está

en el mejor de sus momentos. Conozco, recuerdo y gozo aún de la literatura, acaso más que de la

vida.

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Al final del convivio me dieron un regalo: un boleto de ida y vuelta a Montevideo. ¿Por qué

Uruguay?, pensé. El decano me lo aclaró con una sonrisita, "Era más barato que un boleto a

Argentina, una promoción, de allí podrás ir en dos horas de barco a Buenos Aires para comer un

suculento bife". Cuando todos conjuntaron pequeños grupos y el decano me observó solitario, se

acercó y me dijo entre dientes, cuidando de que nadie lo escuchara, "Mi hija Belinda desapareció,

salió para Montevideo hace tres meses, y nada hemos sabido de ella". "¿Por qué no has avisado a la

policía?", pregunté con inocencia, "El pragmatismo de la policía y la ideología de mi hija no

concuerdan, tú la conoces, fue tu alumna", y agregó como corolario, "La policía la podría encontrar,

pero yo la perdería para siempre. Cuando vayas a Montevideo, ¿la podrías buscar?" Me miró con

una expresión de súplica que nunca le vi mientras fue mi decano, "Aquí tienes un sobre con varias

fotos suyas y tres cheques a tu nombre, gástalos si los necesitas y no me hagas cuentas". Yo intenté

rechazarlos con un ademán, pero él insistió, "Son los ahorros que he acumulado desde se fue, por

eso me preocupo, mi hija es un barril sin fondo cuando gasta y cuando come". Yo negué con los

ojos. “Tú has estudiado por cuarenta años la literatura detectivesca, algo habrás aprendido". Me

puso el sobre en la bolsa del blazer y partió sin despedirse.

Entre los regalos que recibí en mi jubilación, una colega amiga me dio un diario forrado en piel

florentina con cantos dorados. En este libro iré escribiendo las impresiones de mi jubilación, como

ahora escribo desde un avión de United Airlines en mi viaje a Montevideo para sacudirme la polilla

y para localizar una estudiante y, acaso, para encontrarme a mí mismo en un retiro forzoso. Acaso

en estas mismas hojas intente escribir por primera vez un cuento de misterio. Será mi última

vacación, tan larga como tediosa, antes de que me alcance la muerte.

Como no quise un hotel de cinco estrellas, llegué a una pensión en Montevideo; es un cuarto

pequeño que mira a un patio interior; la decoración es nula y el baño es compartido, pero la casera

me saluda con respeto y me llama "el profesor norteamericano", a pesar de que hablo español

porque nací en Texas y mis padres fueron mexicanos.

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Tras un viaje de trece horas, pasé de un verano californiano al pálido invierno del cono sur. Días

incompletos sin sol y con lánguidas lluvias, que trascurren con horas fluidas y minutos paralizados.

Abrigos grises y largas bufandas con listas grises, y cubriéndonos de la lluvia con adefesios de

paraguas. Caminar diariamente por el viejo Montevideo, comer asado en el mercado del Puerto —

un antiguo mercado transformado en una treintena de restaurantes—, beber un 'medio y medio' en

el Roldós —medio vino blanco y medio vino espumoso—, comiendo una pamplona de pavita; o

brindar en un bar solitario con un copetín de morcilla y una cerveza de sabor bávaro, para seguir

en un boliche con un chivito al plato con papas al plomo. Si de mi mesa diviso al mar, como

bacalao seco con papas. Pero si quiero festinarme, asado de tira con budín de berenjenas y una

botella de vino tinto. En días más que lluviosos paladeo un caldo de puchero porque duro horas

en degustarlo. Para luego, al caer la tarde, regresar a mi cuarto con un largo trayecto a pie por la

catedral matriz —no la califican de metropolitana—, atravesando plazas y pasando bajo la puerta

antigua de la ciudad amurallada que fue, y de la que ahora permanece únicamente el pórtico

convertido en arco por la pérdida de la puerta. Algunas veces para alargar la tarde ir al café

brasileño, un espacio que está siendo olvidado mientras ha servido café por más de una centuria. He

comido tanto que una mesera me dijo enfática: “A vos más vale vestirte que alimentarte.” En el

trecho final, recorrer la plaza del libertador Artigas y la larguísima Avenida 18 de julio,

conmemorativa —me dijeron— del día en que se firmó la constitución uruguaya en algún

calamitoso momento del siglo XIX. Calles abarrotadas de día y solitarias de noche. Si llueve me

refugio en un cafetín o en una pizzería, y si el clima es menos inclemente, descanso en un

restaurante con sillas adelantadas a la banqueta desde donde puedo vigilar a los transeúntes y comer

un chivito. Para cerrar el apetito comprar garrapiñadas, que son nueces enmieladas que prepara una

locuaz garrapiñera. El supremo triunfo de este Monte es ser más aroma que video.

Como maestro responsable que soy, visité la oficina de la policía y pedí hablar con el responsable.

Con premura, me recibió un viejo militar que merecía, al menos más que yo, la jubilación. “¿Han

avisado a la policía norteamericana?”, preguntó con voz indagatoria, y yo negué arguyendo que “la

muchacha es mayor de edad y nadie ha dicho que esté extraviada, simplemente alargó demasiado

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una vacación”. “Aun así, debería el padre avisar a la policía, es la única forma de iniciar una

investigación,” dijo en un tono que cerraba nuestra conversación. Yo me puse de pie y al ir a darle

la mano, le enseñé una de las fotos, ni siquiera la miró. Se puso de pie y pontificó “Hay dos casos de

muchachas jóvenes desaparecidas, pero ninguna es norteamericana... más no sabría decirle. Que

tenga un buen día”. Salí del edificio y me recibió una lluvia copiosa que me obligó a regresar al

desagradable lugar. Después de esperar unos minutos, preferí mojarme que permanecer en tan

lúgubre edificio y me aventuré a la calle.

Por varios días no volví a pensar en la investigación. En el bolsillo interior de mi abrigo permaneció

el sobre que contenía las fotografías y los cheques. Cuando mis dedos buscaban en ese bolsillo mi

cartera, topaban con el sobre que me recordaba mi fracaso en el que yo calificaba de mi primer caso.

He mostrado la foto en varios hoteles, pero nadie la reconoce y con cada negativa de cabeza, más

me convenzo de yo no tengo pinta de investigador privado. A pesar de todo no me quiero ir de

Montevideo porque este paisaje es espejo de mi alma.

Hoy tuve la primera pista. El día estuvo soleado porque el invierno da paso a una incipiente

primavera. Me senté en un restaurante con las sillas exteriores adelantadas hacia la placita que está

situada a las afueras del mercado del Puerto. Noté una pareja que vendía cosas viejas sobre una

mesita. El hombre hablaba con los clientes, mientras la mujer permanecía callada. Tanto los miré

que la mujer reparó en mí y algo le dijo al marido, quien tomó dos o tres baratijas antiguas y se

acercó para ofrecérmelas. Un tintero viejo sin tapa, un centro de vidrio prensado de la depresión

norteamericana y un largo estuche rojo —para guardar un espadín, pensé—. Desde antes que se

acercara, yo comencé a negar con la cabeza, pero él sabía pasar por encima de cualquier

contradicción. Con la soltura de un uruguayo universitario me habló del tintero y de los tiempos de

las plumillas, no mencionó la pieza de vidrio y, como último argumento, abrió el estuche; dentro

pude apreciar el más bello collar de la belle époque que hubiera podido imaginar. El interior del

estuche era de seda color marfil y guardaba una larga cinta de plata para un cuello femenino, con un

broche para lucirlo sobre el pecho, en forma de anillo con zafiro, de tal forma que la cinta terminara

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en dos colgantes que deberían llegar hasta la cintura de una señorita del inicio del siglo xx. “Un

regalo para su hija”, yo negué con más empeño, pero él continuó impertérrito con su monólogo, “o

para la dama que espera encontrar.” Yo sentí un escalofrío en la nuca porque en ese preciso

momento buscaba mi cartera dentro del abrigo y había palpado el sobre con las fotografías y los

cheques. Saqué una fotografía y se la mostré al hombre. Asintió y dijo, “El collar le gustará a la

señorita porque ha pasado por mi mesa y me ha comprado varias piezas de plata.” Me sorprendí que

mis cuestionamientos habían tenido al menos un éxito. Belinda había comido en el mismo

restaurante en que yo estaba, y el hombre recordaba que había comprando joyería antigua de plata,

pero nada más. “¿Ya fue a Tristán Narvaja?”, yo negué sin comprender, “hay muchas casas de

antigüedades, yo le sugeriría que fuera allá, aquí en la calle no se consigue una cubertería

Christofle.” Mi rostro mostró aún más desconcierto, y él explicó como si enseñara a un mal

domador cómo domar un león, “Christofle, la afamada casa francesa de objetos de plata para

banquete, la señorita quería saber en dónde podía comprar un juego de utensilios de mesa.” ¿Para

qué querría una mujer joven que andaba huyendo comer con cucharas y tenedores de plata francesa?

Le compré el collar al hombre —Miguel— y me sorprendí de lo barato que fue la transacción.

Cogí un taxi —como dicen en Uruguay— y le pedí al chofer que me llevara a las casas de

antigüedades de la calle Tristán Narvaja. El vehículo recorrió la avenida 18 de julio por buen trecho,

luego dio vuelta a la izquierda frente a la facultad de leyes y paró en donde había tiendas de viejo a

ambos lados de la calle. Recorrí uno por uno los establecimientos, en todos fingí que observaba, con

mirada de coleccionista, inutilidades de otros tiempos, y esperé el momento oportuno para hacer la

misma pregunta, “¿Ha visto a esta señorita?”, y antes de que pudieran responder, agregaba, “le gusta

la plata antigua… Christofle…” En varios lugares la recordaban. Un anticuario le había vendido un

juego de cubiertos Chistofle para doce personas con un estuche medio vacío de veinticuatro

comensales, y le había prometido buscarle la otra mitad del juego. Los antiguos dueños lo habían

heredado a sus dos hijos y cada uno había malbaratado por su lado sus nuevas pertenencias. El

comerciante recordó que la venta había sido en un domingo de septiembre cuando Uruguay había

quedado 5 a 0 en los preliminares de la copa mundial.

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Dos semanas en Montevideo parecía mucho tiempo al arribo, pero ahora se habían agotado. Había

hecho el amor a una ciudad mientras aprendía a cebar el mate. Un sólo viaje a Buenos Aires, en

barco, tres horas de ida y otras tantas de vuelta, casi como lo había prometido mi chairman: una

ciudad deliciosa pero demasiado intensa para mi estado de ánimo. Allí había más estímulos para el

júbilo que para la aceptación estoicamente mi jubilación. Allá en el café Tortoni me encontré

dialogando, mentalmente, con poetas muertos, especialmente con Alfonsina Storni, a quien imaginé

bebiendo vermouth antes de su suicidio un octubre en las aguas de Mar de Plata (“Las cosas que

mueren jamás resucitan..., dice uno de sus poemas”). Por eso regresé a Montevideo la misma

noche, en el mismo barco y con la misma muina. Los grises y la sobriedad de esta ciudad estado

armonizan mejor con mis anhelos de jubilante solitud.

Antes de partir de regreso a los Estados Unidos, me quise despedir de aquéllos que había conocido.

De un par de anticuarios que recordaban a Belinda, como se llama. Uno me dijo que una

dependienta había recordado que el juego de cubertería tenía grabada las iniciales BA y que la

pareja había sonreído con perspicacia al ver el monograma. “¿BA?”, pregunté con azoro al escuchar

que estaba un hombre con ella, “Como Buenos Aires”, agregó la muchacha. El nombre de ella era

Belinda, por lo que deduje que el caballero debería iniciar su nombre o su apellido con la letra A.

Cuando pasé a despedirme del policía, el viejo me dijo “Verá que su muchacha pronto regresa a su

país, como también aparecerán las otras dos mujeres desparecidas que le había mencionado, la de

Guadalajara y la de esta ciudad, todas aparecerán vivas y contentas.” “¿Pudiera tener algún dato

sobre ellas?”, preguntaron mis labios sin que yo hubiera puesto allí las palabras. “¿Tiene pluma y

papel?” Yo negué. El policía buscó sobre su escritorio una hoja de papel, tomó una que estaba a

medio utilizar, la colocó al reverso y con una pluma que sacó del bolsillo de su camisa garabateó

algo, y luego dijo en voz susurrante, “Roxana fue vista por última vez en Montevideo el 22 de

diciembre del año pasado y Guadalupe desapareció de Guadalajara, México, el 21 de junio.” Quise

decir gracias pero presentí que entre colegas no se agradece ese tipo de información. Miré el papel y

vi que había omitido los apellidos, pero no me atreví a preguntarlos. Tampoco él tenía el nombre

completo de Belinda. Simplemente alargué el brazo para despedirme de mano; cuando tenía su

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palma entre mis dedos, dije, “Mañana parto temprano, ¿pudiera tener su dirección electrónica?” Me

arrebató el papel sin tener en el rostro la expresión del fastidio que indudablemente lo consumía,

escribió algo y agregó con voz anodina, “Vaya con Dios y no vuelva.” Salí a la calle con la

sensación de ser un investigador malogrado.

Es mi última noche. Saldré en la mañana en avión rumbo a Orange County, mi ciudad de origen.

¿Permaneceré en California? Sé que me esperan días tediosamente enmarañados. He decidido

vender mi departamento y buscar la ciudad en donde moriré. También me mudé después de mis dos

divorcios. Cambiar de vida y de habitat. ¿Pero a dónde ir? Nada ni nadie me espera en ningún lado.

Saldré a deambular en mi última noche uruguaya, otra noche de caminar sin rumbo por calles

laterales, prefiriendo no cruzar avenidas, por ser tan concurridas como ruidosas.

En mis últimas horas de Montevideo fui a un Cibercafé y traté de saber algo más de las mujeres

desaparecidas por Internet. La desaparición de una mujer —la Belinda que yo buscaba— en Orange

County, en la California norteamericana había pasado inadvertida. Era verano y las clases se

suspendían y aquello de vivir y dejar vivir impedía que se supieran las actividades del magisterio en

el período vacacional de la universidad. Y sobretodo porque su padre no había avisado a la policía.

La desaparición de una mujer —Roxana— en Montevideo había causado poca conmoción. Unas

notas en la prensa y nada más. Sin embargo cuando había salido en la prensa internacional que una

mujer había desaparecido de Guadalajara, y esta vez una profesionista gerente de un banco,

ocupante de un puesto que cualquier hombre hubiera envidiado, hubo un alharaca internacional. Si

la Interpol hubiera estado a cargo del caso, habría sospechado que un nuevo asesino múltiple

entraba al escenario del continente hispano. Sin embargo, tanto la policía como la gente quieren

sangre, cadáveres cubiertos de gusanos tanatóboros, armas ensangrentadas con cabellos que tienen

dueño, ADN inmisericorde del asesino y de la víctima.

En los tres casos había la ausencia de una mujer —no la presencia de sus cadáveres—, bien

pudieran estar viviendo un romance o intentar recuperarse de un colapso nervioso, acaso decidieron

comenzar una nueva vida con otro nombre. Cuando una mujer joven y hermosa desaparece, las

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mentes perversamente envidiosas dicen con escándalo, "¿Qué tal si hubiera sido nuestra hija, o

nuestra pareja?", pero nunca ponen a su esposa en el lugar de la desaparecida, porque las esposas

simplemente no se esfuman — la magia del divorcio sale muy cara, pensé. Y lo digo yo que llevo

dos matrimonios y sus subsecuentes divorcios, y que vivo solo, no por amor a la solitud, sino

porque el salario no alcanza para pagar las manutenciones y los gastos de una amiga, menos me

ajustaría para cubrir los gastos de una nueva pareja estable. Mi trabajo de profesor ha ocupado mi

vida sin dejarme recursos para nada más.

Regresé a Orange County con un sobre con fotos y dos cheques sin gastar. Y sin rastros de la

muchacha. Primero visité la Universidad de California. Inmensos edificios modernos enclavados en

uno de los más ricos vecindarios del mundo, más ricos que los de Bervery Hills o Palm Beach,

porque los habitantes de Orange County son tan adinerados que no se atreven a ser notorios.

Contacté a mi antiguo chaiman y le conté de mis indagaciones y le aseguré que no me daba por

vencido. Sonrió y dijo, “Genio y figura hasta la sepultura”. No supe si era elogio o cadalso. Con su

permiso me abrieron el apartamento de Belinda, como se llamaba —o llama, deseé— la maestra

que había sido alumna mía. Un único cuarto de tamaño extraño, ni tan pequeño como un closet, ni

tan grande como una recámara real. El mobiliario podía ser descrito con un adjetivo: higiénico. Los

libreros estaban llenos de libros en español, aun sobre las sillas libros apiñados. En el piso estaba

formado un archivo improvisado que conformaba columnas de legajos acordelados, hojeé algunos:

Concha Urquiza... Delmira Agustini... Alfonsina Storni—autora con quien había compartido mesa

en Buenos Aires hacía unas semanas... Nombres de escritoras que apunté como posibles claves de la

desaparición, no en balde Delmira fue asesinada por su pareja, y tanto Concha como Alfonsina se

adormecieron frente al mar voluntariamente y para siempre. Ningún legajo podría servir de

testimonio de que una poeta había llegado a ser una mujer colmada.

Ausencia de fotos de familia, carencia de indicios de socialización. Únicamente dulces a

medio comer, una botella de licor a medio beber y sobrecitos de edulcorante dietético apuntaban a

una emoción del vivir. En su apartamento faltaban cosas y muebles para poder llenar los espacios.

El único espacio abigarrado era la despensa. Todo tipo de galletas y pastas, junto a alimentos

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dietéticos. Ningún cuadro adornaba las paredes pero había una escultura de una hermosa mujer

desnuda, me fijé en la base y descubrí las iniciales AC.

Investigué si había otros casos similares de personas desaparecidas en los Estados Unidos, pero sólo

faltaban en sus casas niños y adolescentes, y uno que otro millonario secuestrado en tierras no

norteamericanas, con la finalidad de invitarlo a compartir su riqueza.

Por un mensaje electrónico que me envió mi colega de Uruguay, en respuesta de mi media docena

de correos con preguntas, me enteré que la desaparición de la uruguaya Roxana Pani estaba siendo

investigada con mayor ahínco, porque su madre, una italiana, había pagado a un investigador

privado, quien por mediación de la policía uruguaya, me contactó, hablamos por teléfono sólo unos

minutos, pero logré descubrir que había conocido a un detective inteligente. Le envié por Internet un

cuestionario de aficiones y apetencias. Pronto recibí su generosa respuesta:

Nombre Roxana Pani

Edad 28 años

Estatura 1.65 metros

Peso 100 kilos

Apariencia Cara y cuerpo mofletudos, grandes ojos

Tipo de ropa preferida Pans deportivos

Gusto por la limpieza No

Amigos No

Gusto por la soledad Sí

Gusto de comida Sí

Conocimiento de cocina Sí

Vinos y licores Sí

Práctica de deporte No

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Me sorprendí al constatar que el perfil parecía haber sido respondido por Belinda. ¿Estarían los dos

casos relacionados a pesar de las distancias?

El tercer caso había salido publicado en la prensa internacional meses antes: Guadalupe

Olarra, la mujer de Guadalajara, México, era de familia de origen español. El artículo decía que

había salido de su trabajo en un banco el 21 de junio de 2003 —hacía ya seis meses— y no había

regresado a su casa. Era una profesional de los negocios, como lo decía el artículo de prensa. La

descripción de Guadalupe parecía que era copia del perfil mostrado por los cuestionarios de Belinda

y Roxana. Pensé, tres mujeres solitarias, con trabajos profesionales y con sobrepeso, y sonreí con lo

estúpido de mi elucubración. Sin embargo, ningún investigador ni reportero había sospechado la

conexión de los tres casos.

Para lograr juntar los tres casos en uno, tuve la ventaja de contar con un segundo cheque que me

permitió volver a Montevideo. Después de una noche de vuelo inagotablemente tediosa, llegué a

Montevideo. Caminé por la ciudad vieja y pasé una vez más por el umbral de la antigua muralla,

como si entrara por ese sendero al pasado. Visité a mi colega policía. Cuando lo saludé, recordé su

“Vaya con Dios y no vuelva”. Él no hizo mención de nada. Le conté lo sucedido en Orange County

y accedió a acompañarme a visitar a la madre de Roxana. Sacando ventaja de que mi compañero

hablaba un castellano que no llamaba la atención—el mío se engalana con acento chicano—,

logramos la cita para entrevistar a la madre de Roxana, quien resultó ser una mujer con clase y,

seguramente, no despreciable capital.

En una antigua residencia art deco habían diseñado tres apartamentos. La familia debió de

haber perdido liquidez pero conservó posesiones como ese edificio y multitud de antigüedades

europeas que recreaban el siglo XIX. Definitivamente Uruguay debió de haber sido rico en el

declive del romanticismo. Nada logramos conversando con la dama, quien recordaba poco de la

última vez que había visto a su hija, acaso porque había querido borrar de su memoria el no haber

dicho adiós a un ser querido que se esfumó.

Mi amigo policía y yo, sin intercambiar palabras, caminamos varias calles hasta un

apartamento localizado en una buhardilla. No me sorprendió que él tuviera la llave porque pensé

que ese hogar era el suyo, pero pronto descubrí que era el de Roxana, la mujer desaparecida de

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Montevideo. No me atreví a preguntar cómo era que él tenía la llave. El espacio era poco hogareño.

Vivía sola en un departamentito, que podía describirse como un baño con cocina y recámara. No

había concordancia entre el nivel social y económico de su familia, y su propio hogar. Roxana vivía

solitaria. Lo único admirable era una pequeña terraza porque desde su altura se contemplaba un

horizonte de techos y árboles. Sólo allí se podía respirar a pleno pulmón. El único closet estaba

lleno de ropa de mujer de diversas tallas como si fuera un almacén de ropa usada. El refrigerador

reventaba con comida, al menos seis quesos gourmet, salmón ahumado y viandas importadas,

bebidas dietéticas y crema chantilly, una cubeta de French Vanilla Ice Cream que llenaba el espacio

del minúsculo congelador. Botellas a medio llenar de pisco peruano, ron cubano, tequila jalisciense

y quien sabe que otros brebajes para paladares hispanos. Todo había quedado así desde su

desaparición. Mi amigo me explicó que la madre no se había atrevido a visitar ese espacio y le había

entregado la llave. “¿Quién paga la renta?”, pregunté. “La madre”, respondió parco mi colega. Entre

los numerosos libros había varios de cocina hispana y europea. La única cama estaba cubierta con

un sarape mexicano sobre el que había en desorden libros, papeles, plumas y bolsas de comida

chatarra tan bien acomodados que se diría que por la noche se bajaba la cubrecama al suelo y de

mañana se volvía a colocar arriba. Una banda caminadora servía como base a varias cajas de libros,

lo que probaba que nunca había sido utilizada. Noté que no había TV. La cantidad de ropa sucia y

de platos no lavados hacían pensar que esa mujer lavaba únicamente aquello que iba a utilizar.

Ninguna pista, ni foto de ella. ¿Cómo sería Roxana? Tampoco había fotos de amigos o parientes.

Encendí su computadora y entré en su correo electrónico —un alumno me había enseñado a ser

hacker— y nada descubrí que indicara violencia o apuntara a una desaparición. Mi colega miraba

asombrado mi habilidad, sin que reprobara mi audacia. Con tanto desorden no parecía que alguien

hubiera salido de viaje, sino más bien que una numerosa familia acababa de regresar. Descubrí

dentro de un libro un retrato de una mujer de cara regordeta de casi treinta años y con disimulo, lo

puse en la bolsa de mi abrigo. En mi nervio óptico se quedó grabada la imagen mofletuda con ojos

grandes y pestañudos. El policía me informó que unos alumnos que vivían en el mismo edificio de

su maestra, habían notado su ausencia y avisaron a la policía. Nadie había visto nada. Al final el

policía se despidió repitiendo, “Vaya con Dios y ahora sí, no vuelva más.” Salimos juntos y cuando

caminé sólo, decidí visitar la universidad en donde trabajaba y estudiaba Roxana, y comprobé que

en el último día en que alguien recordaba haberla visto, había sacado ocho libros de la biblioteca,

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todos sobre poetas mujeres. Nadie se lleva tantos libros a una vacación y, además, esos libros no

estaban ni en la casa de Roxana ni en su cubículo. Además en un momento de descuido de mi

colega, había tomado un papel del cesto de basura de la cocina, un recibo de farmacia de un costoso

paquete de medicinas y alimentos dietéticos para lograr la figura perfecta. Nadie se pone a dieta

cuando va a salir de vacaciones. Concluí que cuando un policía tiene la llave del departamento de

una desaparecida, no es que él sea el asesino, sino que la víctima vivía en soledad.

Con ayuda de la foto y el nombre completo, descubrí que Roxana había trabajado en dos hoteles;

como publirrelacionista em un hotel de cinco estrellas, y en el segundo de recepcionista de un hotel

familiar. ¿Por qué cambió de un buen trabajo a uno menor? La razón fue que Roxana no quiso

ponerse a dieta y un hotel de esa categoría acepta únicamente a mujeres que pudieran competir con

una miss universo. En el segundo hotel me informaron que la última noche que trabajó, ordenó una

cena opípara a un restaurante de lujo llamado La Silenciosa, y que la cena se quedó a medio comer

sobre el mostrador de la recepción, con una botella de vino a medio beber, cuya botella vacía se

había quedado olvidada entre las cosas de la recepción. Leí la etiqueta y memoricé el nombre del

vino, y en mi siguiente comida quise pedir una similar en el mismo restaurante, pero mi cartera no

contenía tanto dinero. Comprendí que la recepcionista degustaba bebidas caras no correspondientes

a su bajo salario.

Visité la casa de antigüedades de la calle Narvaja. Con ayuda de la foto comprobé que allí Roxana

resultaba muy conocida. Vendía fuerte y compraba débil, pero sabía gozar ambas transacciones. En

una de las tiendas alejadas de la calle principal, una anciana anticuaria recordaba a Roxana en

compañía de un hombre alto, delgado y bien vestido. Habían comprado un juego de cubertería de

plata Christofle para doce personas. “¿Con estuche original?”, pregunté, y la vieja me contó que

esos doce juegos habían sido vendidos por un hijo que había heredado la mitad de la cubertería,

mientras que su hermano recibió los doce cubiertos restantes junto al mueble original para guardar

el juego. El caballero había insistido en comprar el juego completo y el estuche, por lo que había

dejado una dirección. A mi petición, la vieja sacó una libreta y me mostró una anotación, trémulo la

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leí, pero pronto me desilusioné al ver el nombre de la calle del departamento de Roxana, pero pronto

mi desilusión se trasmutó en corazonada cuando la anticuaria agregó: "Él mismo lo escribió". La

letra era grande y muy bien dibujada. Ninguna pista adicional logramos. Roxana y su acompañante

se habían esfumado.

El viaje a Guadalajara fue un descanso, del verano sudoroso de California, había pasado al invierno

de Montevideo —el clima en el hemisferio sur es para mí aún un misterio— y ahora llegaba a la

ciudad de la eterna primavera. Importante debió haber sido la presencia de Guadalupe. En su red

bancaria todos la respetaban y algunos hasta la temían. Una secretaria me dio una foto del

cumpleaños de un compañera de oficina: Guadalupe era un mujer de treinta y pico de años, ojos

grandes y figura de una decrépita rumbera de los años sesenta que perdiera su lucha contra el

sobrepeso. Nunca había sido casada, vivía solitaria sin amigos y con desapego comprobado de su

familia. El padre de Guadalupe me había entregó una llave y me envió a la casa de la hija en un

elegante automóvil manejado por su chofer. Mientras circulábamos por la ciudad, hice varias

preguntas al hombre, pero como única respuesta recibí que él nunca había conocido a la señorita. Su

casa era linda, un chalet de los años cuarenta perfectamente remodelado, con los espacios decorados

con arte mexicano, pinturas y esculturas. Anoté los nombres de los artistas y comprendí que era una

buena colección. Todo estaba ordenado con precisión. Más de cien botellas de perfume convertían

su alcoba en un escaparate. No creo que muchas mujeres pudieran poseer una cava perfumera

superior a la de Guadalupe. Además, bebidas de caballeros, comos güisqui y coñac. ¿Todo eso para

una mujer sola? No había rastro de fotos de seres queridos. Nada señalaba un camino a investigar

para descubrir la incógnita de su desaparición, a pesar de que yo tenía el presentimiento de que si

sabía decodificar la información contenida en el lugar, entre todos esos signos desperdigados, estaba

vibrante la clave del misterio.

Con el tercer y último cheque volví a California. Pasaron varias semanas y no volví a saber más de

las desaparecidas. Nunca llegó una petición de rescate, ni se encontró un cadáver mutilado o

sexualmente disfrutado por un complacido asesino. Yo intenté acostumbrarme a mi vida de jubilado

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solitario que vive temporalmente en un cuarto rentado porque tiene miedo acostumbrarse a vivir el

resto de su vida en un hotel. Desayuno en un café cercano, lectura del periódico en una plaza

buscando el sol, comer un sándwich de atún o una ensalada verde en un restaurante de comida

rápida; caminar por las tiendas en la tarde y regresar a ver televisión en mi minúsculo espacio,

mientras bebo a sorbitos vodka martinis preparado con la receta del ahora mi colega James Bond:

Stir but not shake.

Dejé de comunicarme electrónicamente con mi colega uruguayo; sin embargo, él no retiró el dedo

del renglón. Según me informó con varios días de demora, regresó a la casa de antigüedades y allí le

informaron que el hombre alto había vuelto interesado en la segunda docena de piezas de la

cubertería francesa. Fue entonces cuando supe un dato intrigante: la cuchillería —como la llamamos

en México— estaba grabada con las iniciales BA y el anticuario había recordado que la pareja había

bromeado al leer la iniciales y había la dama preguntado si pudiera alterarse la B y convertirla en R.

Por Roxana, concluí mentalmente, mientras sonreía, al pensar que la A pudiera ser la inicial del

Asesino. Mi colega había revisado todos los nombres de la libreta de direcciones de Roxana, pero

ningún nombre masculino comenzaba con A, ni un Adrián o un Andrés. Yo sonreí al comprender la

ingenuidad de mi colega uruguayo, pero me quedé pensando, ¿habría algún hombre

simultáneamente en la vida de Roxana, Belinda o de Guadalupe con la inicial A? Repasé los apuntes

de los casos y ninguno hilvanó las tres historias; sin embargo, al releer los apuntes de Guadalupe,

encontré que una de las esculturas—una mujer desnuda—estaba firmada con el nombre del artista,

Ammón.

Fui a la biblioteca pública para poder tener Internet; aunque en mi guarida tengo dos computadoras,

no tengo conexión con la red. Cuando me senté frente a la computadora sentí nostalgia de las largas

horas pasadas frente a ese ojo cuadrado que nos mira impertérrito mientras nosotros lo llenamos de

letras y de imágenes. Mis dedos desearon sentir el cosquilleo de las teclas y mis oídos el clac-clac

susurrante de un tablero. Mi amigo el Internet. Pulsé varias teclas y vi como en la pantalla aparecía

la red de redes con la ventanita de un buscador. ¿Qué letras podía escribir? Había olvidado a qué

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había ido a la biblioteca y jugué con escribir mi nombre—como lo hacía antes de jubilarme cuando

estaba deprimido—y salieron 129 resultados sobre mi obra crítica: amazon.com anunciaba la venta

de mis libros y varios sitios atestiguaban públicamente los eventos que habían contado con mi

presencia. Ningún dato atestiguaba mi felicidad. A ninguno quise entrar. Ya los conocía y ahora

quería borrarlos de mi mente. La biblioteca estaba pleno de jóvenes que febrilmente se

comunicaban con la información globalizada y con los amigos virtuales. Comencé a dormitar frente

a la computadora y en una cabeceada moví el mouse y se borró la información de la pantalla. Abrí

los ojos y vi la ventana del buscador vacía y recordé mi misión. Automáticamente escribí

mujeres+Ammón, e imaginé que buscaba pornografía, quise cambiar a hombres, pero ya la petición

de información había partido. Apareció una lista interminable que enumeraba 14,609 resultados.

Abrí el primer sitio y era pornografía, carne visual pagada con tarjeta de crédito. Regresé al listado y

leí el resto de las entradas: mujeres, mujeres, mujeres... Entré en varios sitios: un congreso

internacional de escultoras, los códices Borgia y el modelo de la mujer posclásica, pornografía

encubierta y pornografía descarada. Fui perdiendo la atención a la pantalla, hasta que sentí un toque

eléctrico en todo el cuerpo, mi cerebro —no mi vista— había leído Ammón Corbalán expone en

Orange County. ¿En mi ciudad? Era una nota de prensa. En una galería local había expuesto un

escultor hispano. Cuando iba a borrar la imagen noté que la exposición estaba fechada dos semanas

antes de la desaparición de Belinda. Venían fotografías de las esculturas exhibidas. Bellísimas

mujeres de proporciones perfectas. Jugando con la imaginación escribí en el buscador escultura

mujer Guadalajara y pulsé enter. Un menor número de entradas apareció en la pantalla. Pronto

localicé una invitación a una exposición de Ammón Corbalán en Guadalajara. Saqué mi libreta y

busqué las anotaciones que había hecho en mi última visita a la policía. La fecha de la inauguración

de la exposición había sido tres semanas antes de la desaparición de Guadalupe. ¿Habría ido el

escultor a Montevideo? Escribí en el buscador escultura mujer Ammón Corbalán Montevideo. Pedí

la información y aparecieron unas pocas entradas. Cuando abrí los files, mis ojos no querían dejar

de ver los nombres de Orange County, Montevideo, Guadalajara y San Juan, cuatro exposiciones

con muchas alabanzas. La exposición de Orange County tenía precios, las esculturas iban de diez

mil a cuarenta mil dólares. Por primera vez vi la foto de Ammón. Alto, de mirada lánguida,

demasiado delgado para ser un hombre, con las manos huesudas y largas como pintadas por el

Greco. Jugué con la fantasía que me había equivocado y había pulsado enter en escultura hombre.

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Investigué en el Internet al escultor. Era un afamado artista puertorriqueño, radicado en

Estados Unidos. Escultor de las más célebres estatuillas de mujer. Varios de los museos de arte

moderno más importantes poseían obra de este artista. Los críticos lo han calificado de un Degas

moderno, de un nuevo Mallol. En Internet había numerosas entradas con sus logros. Una subasta en

San Juan había sido la última aparición pública de Ammón Corbalán, un escultor hispano nacido en

San Juan, educado en Los Ángeles y eterno viandante por todos los senderos de los veinte pueblos

que constituyen Hispanoamérica. Los artículos críticos que leí hablaban de sus últimas

exposiciones, no parecía había salido del todo bien. Alguno decía que los bronces brillaban

demasiado con las luces y fracasaban en el desentrañamiento del misterio de la figura humana.

Especialmente los pies de las esculturas parecían falsos, bellas mujeres de pies toscos. Los críticos

opinaron con bajo aprecio, no había franca desaprobación sino indulgencia, salvo por los

comentarios puntillosos de los pies. Si el escultor llegó a leer esas críticas no debió de sentirse

satisfecho, porque no fue señalado como un nuevo Fidias. Las esculturas eran todas de mujeres,

simples maniquíes sin vida, barbies de bronce.

Comprobé que en una subasta de arte escultórico latinoamericano organizada por Sothelby´s

no se vendió una sola de sus esculturas. Largas sumas alcanzaron otros escultores. Una india gorda

sentada sobre sus caderas, de un escultor guatemalteco apellidado Zúñiga, alcanzó las cinco cifras.

Mientras que las bellas esculturas de mujeres desnudas se quedaron para mejor día.

Al fin tenía un sospechoso. ¿Dónde estaría la residencia permanente de Ammón Corbalán?

En Internet sólo aparecían direcciones electrónicas de galerías. Pensé comunicarme con mi amigo

uruguayo, pero recordé la foto del artista y quise gozar yo solo de la satisfacción del encuentro. Al

décimo intento conseguí el teléfono de una galería que ofrecía su obra, llamé y me dieron el número

privado del escultor en Montevideo. Para conseguirlo mentí que era un museo de Florida que quería

incluirlo en una exhibición de escultura latinoamericana y que cuyas políticas impedían que

utilizáramos a gallerías como intermediarios.

Mis dedos se dirigieron al teléfono y marcaron el número. Al cuarto timbrazo escuche una

voz masculina: "Aló, aló", noté su marcado acento puertorriqueño pero no me atreví a hablar. La

voz agregó, "Sé que hay alguien allí polque puedo oír su jadeo". Contuve la respiración y me lancé

al océano del riesgo. “Habla un periodista del Miami Herald, quiero hacerle una entrevista para la

sección de artes, coménteme sobre sus impresiones en sus exhibiciones de Orange County y San

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Juan y... (no quise continuar)", pero aquella voz de registro bajo continuó, "Y en Montevideo y en

Guadalajara, pero ¿porqué no me llamó entonces?" Yo intenté organizar mis ideas con un jaque al

rey: "Me fue imposible seguirle los pasos, pero ¿por qué Miami no ha tenido una exposición suya, a

pesar de que también aquí hay mujeres bellas?". Hubo un par de segundos de silencio y luego una

avalancha de palabras, "Es absurdo que a la mitad de mi siesta me llame para pedirme una

entrevista, y me saque de mis labores artísticas y de todo lo que me gusta. ¿Sabe cuántas horas me

va a llevar volver a concentrarme?" Yo insistí, "¿Acepta una entrevista con un periodista conocedor

de escultura, que admira a Rodin y a Mallol, y que acaba de conseguir su número telefónico?" Callé

y esperé otra avalancha de palabras, pero hubo un silencio corto y luego un "Acepto, ¿dónde está?"

Mentí, "En Miami, pero puedo viajar mañana a primera hora". La voz dijo, "American Airlines

vuelo 943, saliendo a las 10:15 de la noche de Miami, yo lo estaré esperando en el aeropuerto de

Montevideo, su llegada será a la una de la tarde”. “¿Cómo sabe los itinerarios aéreos?,” pregunté

ingenuo y no me respondió, sino agregó “¿Podrá reconocerme?". Yo fui soltando uno a uno los

adjetivos, “Usted es alto, descarnado, con manos expresivas de escultor... pero no podré llegar

mañana, denme un día más,” y pude haber agregado algo, pero me contuve. La voz cerró la

conversación, "Bueno. Un día más. Usted no habla como periodista, sino como escritor. Pasado

mañana seguiremos hablando, lo recogeré en el aeropuerto el sábado a la una de la tarde", y colgó.

Me quedé hecho una estatua con el auricular en el pabellón de la oreja. Había logrado una cita con

el escultor de mujeres, pero ¿qué podría preguntarle?

Llegué al aeropuerto de Montevideo antes de la cita para poder fingir que arribaba de Florida. En

todo el trayecto pensé con dolor que, al haber gastado los tres cheques que me dio el padre de

Belinda, ahora soy yo el que financio la investigación. Un par de horas después divisé al escultor en

la zona de equipajes del aeropuerto. Era un ser superior. Ataviado con otras prendas podría haber

sido una escultura griega. Quise disfrutar del desasosiego del instante y caminé despacio. Su porte

era clásico pero estaba demasiado escuálido, como si su cuerpo tuviera quince años y su vida

treinta. Un niño hombre. No sonrió al aproximarme, yo le dije, "Te agradezco que hayas venido a

esperarme, Ammón". Él me miró desconcertado por el tuteo y yo me mordí la lengua arrepentido de

mi error. "Mucho gusto", dijo y alargó la mano derecha. Agarré su mano con la mía y sentí su

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pesadez, como si fuera una manopla de carne. “¿Y su equipaje?”, preguntó, y yo mentí, “Viajé con

esto,” y él miró con extrañeza el pequeño maletín en que apresuradamente empaqué las cosas más

indispensables. En un Mercedes Benz llegamos a su bella residencia. Antes de apearnos, dijo con

voz que ha aprendido a mandar, "Me entrevistará en el jardín de mi casa mientras tomamos un café.

Tiene sesenta minutos. Después tendrá que irse, y le agradecería que no me tuteara." Yo asentí

avergonzado. Estaba pasmado con su presencia, como si lo hubiera conocido a Ammón en otra vida

y lo recordara entre brumas.

Sentados en una terraza, ante dos cafés y una botella de ron, iniciamos la entrevista. “¿Por qué

únicamente esculpe mujeres?", dije con voz profesional y lo miré con fijeza. “¿Hay otra cosa más

bella en la vida? Siguiendo a la mujer, perseguimos la belleza, tanto real como metafóricamente”.

Continué, “¿Ha esculpido mujeres feas?”, y él se defendió, “Para el arte no hay fealdad, los grandes

maestros han pintado hombres y mujeres feos para los ojos de los que conocieron a los modelos, la

Monalisa, por ejemplo”. Yo apunté agradecido con un colega mío que me había mandado una

postal desde Madrid, “Le gusta Velásquez… La fragua de Vulcano...” y él me arrebató la palabra,

“En ese cuadro de Velásquez hay sólo figuras masculinas”. Aunque uno debe utilizar la poca o

mucha cultura que tenga, yo me quedé mudo un instante, pero él siguió hablando sin notar mi

turbación, “Lástima que Velásquez no esculpió su Venus desnuda y a su Cristo, pudieron haber sido

esculturas espléndidas”, y luego me miró al arrojarme la pregunta, "¿Ha visto esos cuadros?". Yo

negué pensando que me había perdido en el laberinto de la ignorancia. "La tradición cuenta que

Velásquez puso a un hombre de modelo en una cruz, pero que el hombre no ponía la expresión de

moribundo, así que Velásquez tomó un cuchillo y lo clavó en el pecho de aquel hombre, y sólo así

pudo pintar la expresión perfecta de la muerte. ¡Claro que son decires! Velásquez nunca mató a

nadie". Vi una luz al final del laberinto, "¿Mataría usted a una modelo?". Sus ojos se iluminaron,

como si mirara algo maravilloso, y luego negó, "No veo la razón de matar la belleza". "¿Y si la

hubiera?", agregué trémulo, "¿Mataría usted a alguien para culminar un instante?". "¿Matarlo a

usted, por ejemplo?", dijo goteando las palabras, y luego concluyó, "Usted pasaría de ser un simpre

entrevistador para que ser noticia, y seguramente alguien escribiría su obituario", y sonrió con

perspicacia. "¿Qué siente cuando construye una escultura y le fallan los materiales?," atreví la

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pregunta, "¿Qué siente?", repetí para ganar tiempo. "Las esculturas no se construyen, ni las modelos

se matan, señor... ¿cómo dijo que se llamaba?". Yo repetí mi nombre y sonreí desconcertado.

"Habría cierta lógica en que un escultor matara a un crítico, pero que un crítico mate a un artista, no

sería plausible, podrán pensar que los artistas somos carroña, pero somos seres indispensables para

que los críticos sobrevivan, económicamente hablando", dijo enfático. Yo recordé los malos críticos

de alguna de sus últimas exposiciones y cambié de tema, "¿Le gustan las antigüedades?", y lo miré

inquisitivamente. "Algunas", dijo sin entusiasmo, y yo adelanté el diálogo, "Antigüedades de

materiales preciosos como la plata..." Me interrumpió para decir, "De todos los materiales, el que

más admiro es el bronce". "¿Más que la carne?", inquirí y él me miró con agudeza, como

contestando la pregunta anterior, "Porque el bronce es más carnal que mi mano, pero usted sabe de

esto, mencionó que le gusta Rodin". “¿Y la plata?, por ejemplo, una cubertería francesa". Circuló su

cabeza sobre su cuello hasta que todo se rostro estuve frente al mío y, mirando fijamente a mis ojos,

dijo, "De manera que un reportero viaje desde Miami para preguntarme que si me gustan los

tenedores y los cuchillos Chistofle". Al oír pronunciar la marca en perfecto acento francés, me di

cuenta que había dado en el blanco, y bajé los ojos. "¿Va a regresar pronto a Orange County?," dije

para quitarme su mirada y no hubo respuesta, “¿A Guadalajara o a Puerto Rico?,” insistí.

Tartamudeó una palabra ininteligible y de súbito apuntó con convicción, “No volveré más nunca”,

luego goteó las palabras, "¿Por qué me pregunta eso?", yo improvisé la respuesta, "Porque me

gustaría acompañarlo alguna vez", dije sabiendo que había ido demasiado lejos, pero él contestó

enigmáticamente, "¿Me acompañaría a las tres ciudades?". Yo no pude contestar que no y pronuncié

un sí más dubitante que afirmativo. Ammón se sintió incómodo con mi respuesta, se puso de pie y

dijo, "Le mostraré mi colección privada y luego se irá". Lo seguí por los jardines y entramos a la

casa. Era una construcción que parecía hecha únicamente de cristal. La luz entraba por ventanales

inclinados y por el techo, mientras que el sol no lograba penetrar por tener cortinas blancas que,

como reloj automatizado, seguían al sol. Así su colección de esculturas no tenía sombras, como si

deambuláramos en un museo al aire libre. Leyó mis pensamientos cuando dijo, "De noche la

iluminación es exterior y reproduce la luz diurna, así que puedo tener amanecer, mediodía y

crepúsculo, de día o de noche". Me acordé de mi labor de entrevista, "¿Esculpió cada una de sus

obras pensando en un espacio particular, o creó el espacio para las obras?", pregunté para matar el

silencio. “Primero cree las cuerpos y luego los espacios”. Miré un par de esculturas y comprobé lo

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perfecto de sus formas y mis labios por si solos preguntaron, "¿Nunca ha esculpido una mujer

gorda?", mis palabras sonaron vulgares. Noté que algo había sucedido en su mirada, como si se

hubiera vuelto opaca y los ojos miraran hacía adentro. “¿Cómo dice?”, y yo cambié la pregunta,

“Que si ha esculpido mujeres viejas o niñas”. Ammón subió la voz, “No, usted me preguntó sobre

esculturas de mujeres gordas, yo no soy Botero, es a él al que debería entrevistar, ¿lo conoce?”. Yo

negué asustado, pero vi una oportunidad de conocer su letra, “¿Me pudiera escribir aquí el nombre

del escultor?” y le ofrecí pluma y papel. “¡Qué extraño para un crítico de arte no conocer a Botero,

el artista colombiano!”. Yo seguí negando con la cabeza sin saber a donde me había conducido la

entrevista. Tomó la pluma y con rudeza garabateó unas letras en el papel. "Usted no es crítico, ni

periodista, ¿quién es?, ¡Muéstreme sus credenciales!". Lo miré a los ojos y me sentí descubierto,

pensé en huir o en tirarme a la alberca vacía, pero se me ocurrió una idea, una idea imposible que

fue mi salvación, “Soy un admirador suyo y venía a conocerlo”. “No le creo”, vociferó, y yo insistí,

“En realidad soy un crítico literario y recién me jubilé de la Universidad de California en Irvine, en

Orange County”, y puse toda la persuasión de que soy capaz en la siguiente línea, “Quiero escribir

una novela o un cuento largo sobre su vida y su obra”. Por su sonrisa supuse que más lo había

convencido su vanidad que mi pobre mentira. “En ocho días, el martes, lo espero en esta dirección.

A las 10 en punto.” Garabateó algo en la hoja en que había escrito el nombre del escultor

colombiano, me la entregó con resolución, y se puso de pie como indicando que la entrevista había

acabado. Miré el apunte, las letras eran grandes y perfectamente dibujadas, igual que las escritas por

el acompañante de Roxana en la casa de antigüedades.

Visitar su casa de campo cercana a Montevideo me dio varias pistas. La casa era enorme, pero no vi

servidumbre. El jardín estaba totalmente descuidado; sin embargo, en una segunda mirada se notaba

la labor de un especialista en landscape, pero cuyos logros habían sido abandonados por el grupo de

jardineros que debieron de cuidarlo. Como en un museo del transporte, varios automóviles antiguos

estaban acomodados, pero no vi a ningún chofer. Estuvimos en el jardín de la entrada y no logré

pasar a la casa. Indudablemente en esa quinta pasaba algo pasmoso.

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Volví dos días por la mañana para continuar con las entrevistas, y me preguntaba por qué me hacía

viajar una hora hasta su casa de campo para sólo estar en el jardín de la entrada, ¿Dónde vivía

Ammón, allí o en su palacio de cristal? Por las tardes iba a la biblioteca a investigar sobre la historia

de la escultura y a un café cibernético para buscar información más reciente y beber una copa de

vino uruguayo de uva tanat, palabra que aprendí entonces y que se refiere a una varietal

extraordinaria, pero cuya coincidencia etimológica no pasó desapercibida para mí, tanato que en

griego significa muerte.

Pronto había leído todos los libros que sobre escultura tenía la biblioteca central de Montevideo y la

biblioteca de la Universidad, y ya no había más información en el Internet que fuera de mi interés.

Creí que mi investigación había quedado nuevamente empantanada, cuando se me ocurrió llevar un

retrato del escultor que imprimí directo de la computadora a la casa de antigüedades. El dealer

aseguró que ese hombre era el que había comprado la cubertería de plata. ¿Para qué querría un

juego de más de doscientas piezas para veinticuatro comensales un hombre solitario y mal

alimentado?

Decidí recorrer los terrenos aledaños a la casona de campo del escultor. El predio era enorme, por

tres lados estaba amurallado y un portón de doble hoja cerraba la única entrada. No había ventanas

exteriores; sin embargo, no pasó inadvertido para mí que varias ventanas habían sido recientemente

tapiadas y pintadas, porque la inclemencia del tiempo mostraba las cicatrices. Un solo lado de la

casa era compartido con una construcción vecina. Descubrí que era una casa de retiro que pertenecía

a una congregación de monjas. Llamé a la campanilla que esta en la puerta de entrada y un jardinero

acudió, para mi sorpresa me pidió que pasara, "Pase, padre, la madre superiora me pidió que no lo

hiciera esperar". Entramos por un amplio corredor a un gran patio rodeado de arcadas. El jardinero

me indicó el camino sin intentar seguirlo. Subí ya sin guía por una amplísima escalera y recorrí un

largo pasillo con puertas a cada lado que supuse comunicaban a las celdas. Al final del pasillo

descubrí una escalera que subía a la azotea del convento. Subí con rapidez, de dos en dos escalones.

Una puerta metálica con cerrojo interior daba paso a la azotea. La abrí y una ráfaga de aire fresco

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me recibió prometedor: la vista era magnífica, cielo abierto, copas de árboles y ninguna

construcción a la distancia. Todo, el cielo y el horizonte eran míos. Caminé por la azotea hasta que

llegué al límite de las dos casas. Trepé con dificultad una barda y pude ver el interior de la quinta

del escultor. Indudablemente había sido una construcción que apuntaba a la riqueza de inicios del

siglo XX, pero ahora su abandono era total, las platas trepaban con tentáculos desecados y la basura

se acumulaba en montículos. Calculé que era la parte trasera de la casa, un gran patio y los cuartos

que indudablemente pertenecieron a la hoy ausente servidumbre. Noté una gran construcción que

por su altura y sus puertas angostas y verticales supuse que había sido espacio de las caballerizas,

pero tampoco había caballos. Cuando más imbuido estaban en mis elucubraciones, percibí una

presencia a mis espaldas, volví el rostro con pavor esperando al escultor, y vi una monja sonriente.

"Usted debe ser policía por la forma de estudiar esa casa", dijo con el tono de una bendición. "Yo",

tartamudeé, “soy profesor universitario, perdone la intromisión pero no pude resistir la tentación de

gozar desde aquí el horizonte". El cambio de expresión de la monja anunció que iba a decir algo

importante, "En el horizonte nada va a encontrar, pero si observa por más tiempo esa casa vecina,

algo descubrirá, antes era la mansión de la felicidad, no menos de veinte personas servían a ese

señor. Y todo desapareció, ¿cómo pueden abandonar así los beneficios de Dios?". Me atreví a

preguntar sobre el vecino, "Creo que el hombre que vive en esa casa sufre de mal de amores, se le

debe haber muerto su amada y su dolor más lo llevó a la locura que a la abnegación que es don

divino." Sonó la campanilla del portón principal, "Debe ser el padre Ambrosio, me temo que tendrá

que irse". "Perdone la intromisión, me retiro", dije y caminamos unos pasos en un largo silencio que

interrumpí con una pregunta, "¿Quién vive en esa casa?". La madre contestó mientras me conducía

al piso bajo, "Un escultor y una muchacha, a él lo he saludado alguna vez, pero a ella nunca he

llegado a verla". "¿Cómo sabe que en la casa vive una muchacha?", concluí y la monja me miró con

ojos de inteligencia, "Sus llantos han llegado hasta la paz del convento", dijo sabiendo que había

hablado de más. Nos aproximábamos al corredor del portón y sentí un sobresalto en el corazón, "El

que espera abajo es el escultor", pensé; pero al llegar junto al portón vi a un anciano sacerdote con

sotana, lo saludé con una inclinación de cabeza; con una segunda inclinación me despedí de la

religiosa, y salí a la calle desierta.

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Cuando fui a la mañana siguiente a la tercera entrevista, me encontré con una nota colgada de la

cerrajería de la puerta. Mi nombre completo estaba escrito en el sobre con la misma grafía ultra

dibujada. Me sorprendía que recordara mi nombre completo porque lo había mencionado

únicamente el primer día? En tres líneas decía que se veía forzado a partir y que desistía del

proyecto del libro. Pregunté a unos niños que jugaban fútbol en la calle si habían visto a alguien

partir, y negaron con convicción, uno de los niños dijo que un hombre abrió la puerta y colgó algo

por fuera y volvió a entrar. Deduje que era la nota y que nadie había salido de viaje. Me alejé para

no ser visto y desde la distancia continué con el espionaje. Nada pasó. A la mañana siguiente volví

temprano y uno de los niños juguetones me reconoció y me dijo, "Salió el flaco en el coche, llevaba

muchos cajas como si fuera de viaje", y puso la mano abierto esperando una moneda, yo comprendí

que tenía ante mí una oportunidad, así que le coloqué sobre la palma un billete de los grandes. El

muchacho lo miró con temor, como si fuera falso, "Anda, tómalo, te lo has ganado". "¿Sos vos de la

policía?", dijo sin miedo, sonreí y agregué, "Soy un jugador de soccer", el pibe se rió

sardónicamente y por su risa comprendí que sería un buen aliado en el plan que estaba fraguando.

"¿Sabes cómo entrar en esa casa?", y señalé la mansión del escultor. "Una vez entré porque se nos

fue una pelota, y como nunca hay nadie…", dijo con soltura. Yo abrí mi cartera, tomé otro billete de

los grandes, lo partí en dos ante la sorpresa del muchacho, le puse en la mano una mitad mientras le

decía, "Si me enseñas cómo entrar, te doy la otra mitad para que te compres un equipo profesional".

"Ya tengo uno", mintió y agregó, "pero te voy a ayudar, necesitamos una escalera, yo sé en donde

puedo conseguir una". Partió antes de que yo pudiera seguirle, así es que tuve que confiar en él, me

recosté en un árbol torcido y mis pensamientos se ensombrecieron con el misterio. Cuando tomé de

nuevo conciencia vi que la escalera estaba ya sobre el muro menos alto de la casa y el pibe trepaba

mientras me gritaba más a cualquier oído rondante que a mí, "Mister, se me fue la pelota a la casa y

voy por ella". Con dificultad subí a la escalera, nunca me había pesado tanto mis ciento cuarenta

kilos y mis sesenta y cinco años. Nos paramos sobre el muro que era grueso y yo cerré los ojos para

no sentir la fobia al vacío. No me atrevía a moverme. El muchacho elevó la escalera con dificultad,

y la colocó del otro lado del muro y bajó con agilidad. Me coloqué de espaldas y sin abrir los ojos

bajé un pie mientras me abrazaba a la escalera, luego sentí la mano del muchacho que me agarraba

por los tobillos y me guiaba de peldaño en peldaño. Cuando puse los dos pies sobre la tierra, sentí

un alivio, pero luego recordé las palabras de la monja y un escalofrío me recorrió la espalda.

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Todo estaba en calma. Sólo escuchábamos las voces asordinadas por la lejanía del pueblo y

el ruido de las hojas al ser trituradas bajo nuestros pies. Con el dedo índice sobre mis labios indiqué

a mi nuevo asistente que no hablara. La puerta principal de la casa estaba cerrada. Fuimos al jardín

donde las entrevistas habían tenido lugar. Forcé uno de los ventanales, crujió la madera y el postigo

fue vencido y se abrió una entrada al laberinto. La casa estaba en penumbra a pesar de ser afuera el

medio día, porque las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas. Era imposible evitar pisar el

desorden, periódicos y ropa en el suelo, libros sobre los muebles mientras los libreros estaban

vacíos, como si alguien hubiera tirado los libros al suelo. Modelos de mujeres fabricados de yeso

blanquecino, dorsos sin cabeza, miembros de cuerpos descoyuntados bajo la palidez de la

penumbra, manos y piernas en posiciones imposibles. El muchacho me miró con ojos

empavorecidos y quiso huir; lo detuve y con un ademán le pedí calma y un poco más de tiempo,

acerqué mis labios a su oreja y le dije, "Es un escultor", y traté de mostrar una sonrisa que debió de

parecerle poco convincente.

La casa era como una escenografía teatral abandonada. Un día debió de lucir elegante

porque los muebles y las cortinas señalaban las manos de un profesional de la decoración. Había

muchas antigüedades, espejos con marcos dorados, relojes con figurillas de bronce, consolas

italianas con mármoles blancos. Vi una enorme escalera de piedra que comprendí conducía a las

recamas del piso alto, pero recordé el comentario de la monja y guié con la mano a mi asustado

colaborador hacia los patios. La luz exterior nos cegó. Nos dirigimos hacia el gran patio posterior, el

mismo que había visto desde los techos del convento, y nos encontramos frente a las caballerizas.

Me sorprendí al ver las ventanas tapiadas con madera desde el exterior, como hacen con los

edificios clausurados condenados al derrumbe. Había una sola puerta de entrada y estaba cerrada

por fuera con cadenas y enormes candados de imposible apertura sin sus llaves. Pensé que sería más

fácil arrancar algunos de los tablones que tapiaban las ventanas. Busqué el más débil y poniendo mi

pie derecho sobre la pared, lo jalé con las dos manos; los clavos rechinaron al ser arrancados y

ruidosamente el tablón cayó dibujando un círculo al quedar sostenido por los clavos del otro

extremo. El vidrio de una ventana había aparecido a mi vista y acerqué el rostro para vislumbrar

algo en el interior. Una cortina escondía los contenidos del cuarto. Sentía la frialdad del vidrio en mi

nariz y en mis labios que besaban el vidrio, que si opaco fuera me dejaría ver más hacía el interior.

En ese instante la cortina fue quitada desde dentro y un rostro de mujer apareció. Sus ojos miraron

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con horror mi rostro desfigurado por la presión del vidrio y el pavor, y se oyó un grito dentro que no

alcanzó a ser opacado por mi propio grito. La cortina oscura ocultó todo. Mi guía corrió hacia la

escalera y yo detrás de él para no quedar apresado en ese laberinto. Mientras subía por la escalera

recordaba el rostro que acababa de ver, eran una mujer bellísima, maquillada como para asistir a una

fiesta y con aretes de diamantes. Tenía uno de esos rostros angulosos que dibujan la estructura ósea

con belleza. Es un rostro que luciría en un desfile de modas, pensé. Subimos la escalera y la

pasamos hacia la parte exterior. Mi amigo ya no me ayudó a bajar. No bien puse lo pies en la calle,

cuando mi ahora inútil colaborador huyó con la escalera. "El dinero", le grité con un sonido

contenido, pero ya no me oyó. Mis manos automáticamente sacaron de mi cartera la mitad del

billete, pero no supe donde colocar el tan merecido pago. Caminé para alejarme de la casa, y al

pasar por el camino divisé el improvisado campo de fútbol, me dirigí a una de las porterías y en la

parte central coloqué la mitad del billete bajo una gran piedra que constituiría un estorbo para

cualquier partido.

Me fui a mi hotel, empaqué con rapidez, poniendo ropa limpia entre la sucia y el cepillo de dientes

donde cayera. Pagué la casa de huéspedes. “¿Por qué se va tan precipitadamente?” “Yo,” balbuceé,

“tengo que regresar...” Y la casera cerró el diálogo con su “fue un honor tener en esta casa a un

profesor norteamericano.” En un taxi pedí que me llevara al aeropuerto, no tenía boleto pero sí una

ansia obsesiva de partir. Desde que vi ese misterioso rostro todo ha sido una avalancha. Llegué al

aeropuerto y cuando estaba buscando el dinero para pagar el trayecto, tuve conciencia de que no

podía huir. Que todavía no acababa mi investigación. le pedí al conductor que me regresara a la casa

de huéspedes. El chofer me miró con desconcierto y dijo, “¿Olvidó usted algo? Yo negué con la

cabeza, y él agregó, “Entonces, ¿porqué quiere volver?” “Porque no puedo huir, tengo que resolver

un misterio.” El hombre inició la marcha del motor y balbuceó “La mejor forma de llegar es no

haberse ido.” En el trayecto de regreso guardó silencio. Cuando llegamos de nuevo a mi madriguera

y me ayudaba a bajar la maletas, dijo, “La mejor forma de hallar lo perdido es no buscándolo, por lo

mismo algunos se mojan cuando llueve y otros cuando no llueve.” Tomó el billete que le daba de

propina y sonrió al ver que era uno de los grandes, “Gracias, señor.”

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Visité a mi colega policía. Me vio entrar y en la opacidad de su mirada leí aquello de “ojalá no

vuelva más.” “Tengo una pista, un secuestro de una mujer en una casa de campo.” Preguntó, “La

joven que usted busca.” Yo negué, “¿Alguna de las otras?” Volví a negar. “Por favor, profesor,

explíquese.” Yo le conté mi visita fugaz a la casa y la concordancia de las letras grabada en la

cubertería. No lo convencí porque su siguiente pregunta fue desconcertante, “¿Quién además de

usted la vio?” “El muchacho que me guió.” “Nunca lo volveremos a encontrar.” Una idea iluminó,

“La monja superiora oyó sus gritos angustiados.” “Vamos al convento,” concluyó con fastidio. Yo

lo seguí sintiéndome párvulo reconvenido. Al salir del edificio de la policía agregó rompiendo su

silencio profesional, “La joven secuestrada, recuerda, Roxana, ya regresó. De Guadalajara aún no

sabemos nada.”

Después de un largo viaje en el auto de mi colega, llegamos al convento, tocamos una

campana que avisó ubícuamente nuestra presencia en el vacío de la tarde. Salió el jardinero que me

había dado ingreso la vez anterior. “Quisiera hablar con la madre superiora.” “Veré si los puede

recibir.” Cerró la puerta y tardó en regresar. “Pasen ustedes.” Caminamos por claustros oscuros

hasta una puerta que al abrirse nos cegó con una luz interior. Sentada en un escritorio estaba la

monja. “Reverenda madre, le presentó al señor, es un policía, lo traje por aquello de los lamentos de

la casa vecina.” “Tengo una queja, señor oficial, su colega entró al convento sin nuestro permiso,

imagínese que este fuera un convento de clausura.” Su mirada era severa. “En efecto”, agregó, “en

la casa vecina se oyen lamentos de una mujer.” Mi colega dijo, “¿Podría acompañarnos a visitar la

casa vecina?” “Cada uno es su casa y Dios en la de todos. Yo rezo por esa mujer, y eso es todo lo

que puedo hacer por ella. Vayan ustedes, para eso son policías.” Yo agradecí el bautismo

profesional. “Si encontramos algo sospechoso, ¿podría usted testificar los lamentos?” “Las lágrimas

conducen a la verdad. Hagan ustedes su oficio y déjenme a mí hacer el mío. La entrevista ha

terminado.” La religiosa nos guió por los pasillos hasta la entrada, “Dios los bendiga,” dijo con la

certeza de que Dios la obedecía. No hablamos mientras recorríamos las paredes colindantes entre

ambas fincas. “Mire la ventanas tapiadas.” Mi colega miró con ojos más tapiados. “Sé dónde hay

una escalera para entrar.” “No tenemos orden para entrar, tenemos que tocar.” Cuando yo me

disponía tocar el portón con los nudillos, mi colega policía descubrió un timbre. Un sonido de clarín

interrumpió la armonía de la soledad. Al instante el portón se abrió y apareció un hombre con

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aspecto campirano. “¿El señor Ammón Corbalán?” “No está, pero está la señora.” “¿Pudiéramos

verla?,” dijo mi colega. El hombre dijo, “Pasen,” y se adelantó como guía. Cruzamos el jardín de la

entrada, donde yo había entrevistado al escultor. Vi a otros hombres haciendo la labor de jardinería.

Rodeamos la casa y descubrí otra entrada principal. Nuestro guía nos condujo a un espacio que

servía de amplio vestíbulo y pidió que esperáramos. Estábamos de pie observando el severo

mobiliario, cuando el hombre regresó dijo, “La señora los espera.” Pasamos a otro espacio con

muebles de gustos neoclásicos, y luego cruzamos a un salón con muebles que pudieran estar en una

casa minimalista de Orange County. El hombre nos abandonó allí sin ofrecer que nos sentáramos.

Los sillones parecían ser tan cómodos que sin ponernos de acuerdo nos acomodamos. Pasaron unos

minutos en silencio. Todo parecía normal. Un rechinido anunció que una de las grandes puertas se

había abierto. Dirigimos la mirada hacia donde provenía el ruido y vimos a una elegante dama

perfectamente vestida y peinada, como si hubiéramos sido invitados a una cena de gala del jet set.

La hermosa mujer mostraba una belleza fascinante. Su delgado cuerpo se perfilaba bajo un satín

violeta, con un escote bajo sujeto de dos cintitas que campaneaban. La dama sonrió y dijo,

“Profesor, qué alegría volver a verlo.” Me sentí desconcertado. Ella llegó a m lado y me besó en la

mejilla, y luego tendió la mano a mi colega, pensé que si hubiera sido una coreografía, mi adusto

colega tendría que haberla besado. Hubo un silencio. “Soy Belinda, ¿no me reconoce?” La miré

como después de un milagro. Las mismas facciones pero ahora escultóricas, el cuerpo perfecto y el

vestuario de alta costura. “¿Belinda?” Ella sonrió triunfante. “Te he estado buscando,” sus labios

besaron las palabras, “Pues ya me encontró.” “¿Estás bien?”, agregué sin percatarme de que mi

pregunta rayaba en la estulticia. “¿No ve el milagro?,” dijo con voz de diosa. No supe cómo hacer

referencia a tal portento, por lo que simplifiqué el diálogo con una aseveración aún más torpe, “Tu

padre te ha estando buscando.” “Tengo tantas ganas de verlo,” dijo con una sombra en la cara que

me hizo recordar su anterior figura, mofletuda y despeinada, en pans deportivos tres tallas más

grande para disimular las lonjas, con un desaliño general que apuntaba hasta poca higiene personal.

“¿Por qué no has hablado con tu padre?”, pensó unos instante la réplica: “Tenía que olvidarlo para

así poder volver a amarlo.” En ese instante mi mente me dio la imagen de la mujer tapiada que

había vista a través del vidrió el día de la escapada del muchacho y mía. Era Belinda. “Yo te vi allá,

en un espacio tapiado y gritaste,” miré a mi colega que no había abierto la boca. “Estaba castigada,

pero ya aprendí la lección.” “¿Cuál lección?” “La de amarme a mí misma.” “¿Y Ammón

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Corbalán?,” pregunté trémulo. “Se ha ido y no volveré a verlo. Cuando me vaya, él regresará para

seguir creando”. Sus bellos ojos mostraron humedad. Mi colega salió de su silencio, “¿Hay alguna

queja ante la justicia?” “Ninguna.” “Pues, entonces, tendré que irme.” Se levantó, se despidió de

mano de Belinda y de mí. “Adiós, colega, quisiera resolver todos mis casos tan bien como el suyo.”

Cuando nos quedamos solos, le dije a Belinda, “Tienes que contármelo todo porque no lo

entiendo.” “¿Se acuerda de cómo era yo antes?,” asentí, “No tenía amor a mi persona, mi self esteem

por los suelos. Cuando conocí a Ammón y me enamoré, descubrí que yo estaba varios niveles de

desarrollo interior comparado con los de él. Ammón es un artista en cada acción de su vida, no sólo

cuando esculpe. Yo era una mujer primitiva, y a pesar de que vivía en el país más desarrollado del

mundo, no era diferente a una mujer prehistórica en cuanto al propio conocimiento. Ammón es un

esteta. Me descubrió que yo no superaba a la mujer medieval, y que aún tenía que pasar por mi

renacimiento, mi ilustración, mi modernidad, hasta llegar en su compañía al umbral de la

posmodernidad. Necesité sufrir mucho, esclavitud y hambre, pero la liberación interior y el

sufrimiento modelaron mi alma y esculpieron mi cuerpo. Nunca abusó de mí. Ammón es un

perfeccionista y sólo puede amar a la mujer perfecta. Pasé hambres y encierro. Hubiera aceptado

todo, hasta que me golpeara, pero supo convencerme con disciplina”. Mientras hablaba yo iba

pincelando con mi mirada su móvil cabello, sus cejas primorosas arcadas sobre unos ojos hundidos

por una sombra violeta, la barbilla garbosa enmarcaba su sonrisa, el cuello de cisne hembra, los

pechos elevados, unos brazos que la Venus de Milo envidiaría, la cintura esbeltamente larga, las

caderas y las piernas contorneadas, y los pies marmóleos con dedos frágiles que sostienen unas

sandalias casi romanas... Ella proseguía con su monólogo y yo perdía el significado de sus palabras,

“Primero viví en el lado abandonado de la finca, porque Ammón ha creado espacios

correspondientes a cada etapa de la humanidad. Hay una escenografía prehistórica, un purgatorios

medieval, una bastilla libertadora, un limbo moderno y la burbuja del futuro. Los primeros con

cadenas, los intermedios con reclusión, y al final del camino, cuando me hice merecedora del

encuentro, una alcoba modelada por un escultor de mujeres. Dieta y ejercicio, la mística de la new

age. Ammón es un sacerdote de la liberación femenina. ¡Míreme!, ¿No soy un ser deseable, una

mujer de un anuncio espectacular? Me siento plena. Y ahora ha llegado el tiempo de que vaya a la

vida real y sea yo, al mundo exterior, pero con toda mi plenitud,” y repentinamente cambió a un

tono cotidiano, como si el hechizo se hubiera desdibujado, “¿Cómo está mi padre?” “Muy

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mortificado por ti,” mentí carraspeando la garganta. “No le creo, él no tiene más capacidad que para

ser chairman. No es un hombre liberado. Hizo infeliz a mi madre y a mí me devastó. Pero ahora

estoy preparada para salir. Anoche fue mi tálamo. Hicimos el amor después de meses de

preparación. El amor perfecto sucede sólo una vez y dura sólo un instante. Ammón es un sacerdote,

se debe a su ministerio estético. Modelar la belleza escultóricamente carnal de la mujer y esculpir su

alma hasta la liquidez perfecta. Esculpir en carne, cuerpos y modelar en vivo, almas. Es un escultor

preternatural.”

Yo no tuve palabra en la boca. Pensé en mis dos esposas, cónyuges del mismo yugo, no

podía comprender todas las palabras que brotaban de la boca de la diosa Belinda, “He prometido no

volver a ver a Ammón. Su castidad consiste en amar sólo una vez a cada mujer que hizo perfecta.

¿Me ayudará a regresar a Orange County?” Se incorporó y me besó en la mejilla. Experimenté un

rubor y un ansia de colmarla de besos, pero me sentí viejo y, por primera vez, comprendí lo que

significaba mi jubilación.

En un taxi pasé por Belinda para ir juntos al aeropuerto. Salió sin equipaje. Vestida como una maga.

Durante el largo trayecto no habló. Yo le había comprado su boleto. En el camino al aeropuerto,

paramos en un locutorio para hablar con el que fuera mi chairman. “Aquí está tu hija,” le dije y le

pasé el auricular a Belinda. “Papá,” musitó ella y por varios minutos guardó silencio por la

avalancha de palabras del padre. El que es chairman alguna vez, lo es para siempre, pensé.

“Perdona, papá, pero me debía a mí misma un tiempo para reconstruirme. Allá hablaremos,” y

colgó mientras miraba el auricular con tristeza. “Papá nunca podría llegar a ser un Ammón.”

Hicimos una larga línea para el abordaje, miré el tubo que nos conducía al avión y decidí

permanecer en tierra. “Belinda, yo me quedo.” Me miró y pareció comprenderme. Me besó en la

mejilla y vi cómo se la comía el tubo metálico umbilical que la haría volar al origen. Todos los

pasajeros entraron. La azafata me interpeló, “¿No va a abordar?” Negué con la cabeza e inicié el

camino en sentido contrario. Yo no viajaré al origen, sino al jubiloso destino, repetí múltiples veces

mientras salía del aeropuerto.

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En un taxi llegué a la finca campestre. Todo estaba en calma. Fui hasta la portería y descubrí que ya

no estaba ni la piedra ni la mitad del billete. Mi cómplice estaba pagado. Caminé hasta el pajar

donde estaba la gran escalera, con dificultad la llevé hasta la muralla que rodeaba la finca. En el

mismo punto en donde mi joven aliado había puesto la escalera, la coloqué y subí triunfante, ahora

sin miedo a caer porque tenía la certeza de quien cumple una misión. Quedé de pie sobre la parte

superior de la muralla. Me campaneaba con el viento. Elevé la escalera con varios movimientos

manuales y, antes de bajarla, la sostuve vertical por un momento. Parecía la escala de Jacob y que

podría subir por ella. Un pararrayos de creatividad. Me campaneé triunfante pensando en alcanzar la

excelsitud. Descendí sintiéndome renovado y acosté la escalera en el extremo del jardín por si la

necesitara después. Fui a la puerta principal. Extendí la mano y giré la perilla. El mecanismo

obedeció. La finca estaba vacía. Recorrí una a una todas las habitaciones en un viaje hacia el

pasado. De la alcoba posmoderna con muebles minimalistas, a un gran salón modernista que

recreaba los años cincuenta, un comedor francés que me recordó la cubertería Christofle, una

estancia medieval con paredes de piedra, hasta llegar a la prehistoria de la caballerizas. Era

demasiada tentación. Con mis libros había trabajado tanto para desentrañar los misterios de otros,

sin que nunca pensara en el crecimiento propio. Secuestrar a Ammón. Habría que castigarlo. Lo

haría vivir un flash back a lo largo de la Historia, una analepsis estética como expiación, mientras

iría modelando su frágil cuerpo hasta que fuera creciendo y se convirtiera en una imagen creada por

Botero, o mejor aún, en un luchador japonés —un hermoso Sumotori—, casi un hombre primitivo.

Quiero perseguir el mal como camino estético.

Modelar un personaje con la carne de una persona.

Mientras escribo estas líneas en mi diario de cantos dorados, estoy al acecho de mi víctima....

Hacer literatura, no con las palabras, sino con la dramaturgia de los cuerpos.

Deseo propiciar el mal como material estético hasta alcanzar

la perfección del lado oscuro del hombre.

La puerta del muro exterior ha rechinado...

Por primera vez encuentro júbilo en mi jubilación.

El investigador persigue la ciencia, mientras que el asesino alcanza el arte.

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Ahora comprendo que me preparé por sesenta

años para llegar a este momento.

La puerta principal de la casa ha sido abierta...

La estética del mal es tentación suficiente y

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