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Galveston - Sean Stewart

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new orleans misterio

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La isla de Galveston, en Texas,sufrió en 2004 una repentinainundación mágica. Todo quedótrastocado, y la isla se dividió enuna ciudad real, donde latecnología se ha convertido enescasa y poco fiable, y una ciudadcondenada a un Carnavalinterminable, anclada en el tiempo,en la que habitan escorpiones deltamaño de perros, payasosmelancólicos o viudas que engullena sus víctimas.

Sean Stewart es una de las figurasclaves de la fantasía actual. Sus

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novelas tratan de personas realesque se hayan inmersas ensituaciones extrañas, fantásticas,cercanas a lo imposible, dondebusca explorar los aspectos másprofundos de la existencia humana.

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Sean Stewart

Galveston

ePub r1.1Titivillus 16.02.15

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Título original: GalvestonSean Stewart, 2000Traducción: Concepción RodríguezGonzález, María Del Mar RodríguezBarrena, José Manuel Echavarren

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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PRÓLOGO

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—E0.1 Suerte

l póquer es un juego dehombres —solía comentar elpadre de Josh— porque noes justo.

Acostumbraba a jugar cada sábadoen el jardín trasero de la mansión de losFord. Cada sábado, cuando la luz del solse hundía en el Golfo de México, JoshuaCane se encargaba de llevarse a supadre para la cena en casa. A él legustaba ir a casa de los Ford. A vecesSloane Gardner estaba fuera, jugandocon los gemelos Ford. La señora Ford le

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dijo a Josh que fuera amable con ella,pero lo que realmente sucedía es que laseñora era muy curiosa y quería darle aJosh la oportunidad de dejar las cosasen claro con ella. Todos estaban deacuerdo en que Josh era un chicoespabilado.

Incluso cuando Sloane y los chicosde los Ford no estaban ahí, la señoraFord siempre le dejaba entrar y lepreguntaba cómo estaba su madre y quétal le iba con la farmacia. Cuando él yahabía respondido satisfactoriamente atodas sus preguntas, la señora Ford loenviaba a la cavernosa cocina donde lanegra Gloria le daría una tarta. Cuandosu madre averiguó lo de las tartas,

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empezó a mandarle con Josh medicinaspara su artritis. Gloria decía que ella noquería que se le pagara, y entonces Joshrespondía que eran un regalo. Gloria ledijo a su madre que no se sintiera endeuda por nada. Josh pensaba que ellatenía todo el derecho de recibir algunacompensación.

El 12 de abril de 2015 fue el díamás caluroso de primavera hasta lafecha. Josh saludó con la mano aljardinero mexicano que trabajaba en elparterre de las flores al lado del porche.Llamó a la puerta con los nudillos y unama de llaves le dejó entrar.

—Señor Cane —dijo ella haciendouna reverencia entre telas de color

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púrpura—, ahora estoy intentandovolver a coser estas costuras. Su padreestá en el porche trasero. ¿Podría irusted solo?

Josh asintió y ella subió unasescaleras. Conforme Josh avanzaba através del frescor del aireacondicionado del vestíbulo, el sudorcomenzó a brotar sobre su piel comogotas de agua sobre cristal frío. Un parde empleadas de la casa estabansentadas en la mesa del comedorsacando brillo a la cubertería de plata.Detuvieron su trabajo y le saludaron conuna pequeña inclinación de la cabezamientras Josh seguía caminando. Aqueldía no vio ni una señal de los niños.

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Más atrás, en la cocina, Gloria tenía unaolla con cangrejos hirviendo en lacocinilla de gas. Nubes de vapor conolor a barro flotaban en el aire, que seiban haciendo jirones conforme ibanascendiendo hacia las palas delventilador que había en el techo de lacocina. Gloria estaba cortando ajo sobreuna olla llena de agua en ebullición, y sepodía ver una tarta de queso en el horno.Josh casi era demasiado mayor parapasar la lengua por los restos de tarta dela batidora, pero solo casi.

Gloria frunció el ceño ante elenorme frigorífico de los Ford. Yahabían pasado once años desde elDiluvio de 2004 que había acabado con

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la era industrial, y ante la inexistenciade piezas de recambio, los frigoríficosse iban haciendo más y más valiosos conel paso del tiempo. Pero por supuesto,los Ford tenían un gigantesco frigoríficode dos puertas del que brotaba aguahelada o bien hielo en cubitos o enforma de media luna, la preferida deJoshua. Su congelador era losuficientemente grande como para meterun ciervo abierto en canal y tantaspalomas como fuese necesario parahacer un pastel de carne para cuarentapersonas, que era lo que servían en elprimer fin de semana de cadaseptiembre.

—Bueno, Joshua, prueba uno de

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estos —dijo Gloria sacando un plato deloza con unas pocas docenas delangostinos salteados con hielotriturado.

—Gracias.Josh cogió un langostino, le quitó las

patas y le abrió la cáscara con dedosexpertos. Lo sentía satisfactoriamentefresco y firme en su boca. Con unasonrisa feliz, se acercó a la ventana dela cocina para espiar el porche trasero através de la persiana. Le gustaba ver alos hombres jugando a cartasmintiéndose unos a otros y riendo. Eracomo si existieran dos mundostotalmente diferentes, uno para lasmujeres como la señora Ford y Gloria o

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incluso su madre de vuelta a casa deltrabajo en la farmacia, y otro para loshombres, que se preocupaban menos yse reían más, sentados a la fresca bajo elatardecer del Golfo de México bebiendocerveza de arroz de botellas recicladasde cerveza mexicana, como Corona,Tecate, o Dos Equis.

Así debía haber sido, exceptoporque nadie reía aquella noche. Detodos los hombres del jardín, tan solo supadre parecía realmente cómodo. Era suturno para hablar. Las mangas de sucamisa estaban enrolladas y Josh podíaver sus musculosos bíceps moverseacompasadamente mientras barajaba lascartas y las dejaba a su izquierda para

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que alguien cortara. Sam Cane eraconocido por ser un hombre afortunado.Los demás no habrían contado con élpara jugar si no hubiera tenido lacostumbre de retirarse sin apostar en laspartidas tan a menudo como para daropción al resto de ellos a continuar ymantener intactas sus apuestas. Sam dioun pequeño sorbo de su agua helada.Nunca probaba alcohol cuando habíadinero sobre la mesa.

La cara de póquer de Sam era unasonrisa fácil. La de Josh era un entrecejofruncido con aspecto de preocupación,pero aún tenía bastantes detalles, tics,que le traicionaban. Las manos letemblaban cuando estaba nervioso en las

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apuestas, y sus ojos tendían a abrirsemás de lo normal cuando las cartas eranbuenas. En aquel entonces ya conocíalos trucos tan bien como su padre; erainteligente y bueno para los juegos, yprueba de ello es que podía ganarle alajedrez a su padre quizás una de cadatres veces. Pero cuando había una barajade cartas entre los dos, era como si Joshestuviera sentado allí tan transparentecomo una cristalería, mientras que lasonrisa de su padre era inescrutable.

Los hombres alrededor de la mesarecogieron sus cartas. Jugaban con cincocartas de dadas, jacks o cartassuperiores. Su padre siempre le decíaque un hombre era un necio si no sacaba

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ventaja de ser mano, eligiendo un juegodonde tuviera el último turno para abrir.Justo enfrente de su padre se sentaba JimFord. Tenía un gran montón de fichas ensu puesto pero parecía sentirsemiserable. Josh no podía imaginar porqué.

—Te gustaría estar jugando alláafuera, ¿verdad? —dijo Gloria mientrasfregaba un tazón. Josh no respondió—.Bueno, de todas formas vete ya. Tumamá os estará esperando.

—De acuerdo. —Josh echó lacabeza del langostino en el cubo de labasura y abrió la puerta del jardíntrasero.

En el exterior, el aire era cálido y

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dulce. Había dos gallinas en el patio,cada una seguida por una procesión depequeños polluelos, escrutando el suelocon objeto de encontrar migas de pan ysemillas. Los abejorros zumbabansobrevolando erráticamente sobre lasrosas y las adelfas, todas las cualesestaban en flor, de colores rosas yanaranjados. El sol se estaba poniendoya y la sombra de la mansión de losFord se extendía rápidamente sobre elmirador y el jardín que lo circundaba.Josh cerró con celeridad la puerta de lacocina tras de sí, preocupado porque noentrara calor en la casa. Seis hombres sevolvieron hacia él. Parecían aliviados.

—Aquí estás, Josh —dijo Jim Ford,

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pasándose una mano a través de sucabello—; ya estaba empezando apensar que te habían devorado algunosperros salvajes.

—O que te habían secuestradoalgunos negros hambrientos —apuntóCarl Banks. Carl era negro—. Sam, tuchico está aquí.

—Hola Josh. De acuerdo. Lo veo ysubo cien más —dijo Sam, volviendo aljuego. Carl y Uwe Krupp se retiraroninmediatamente. Eso dejaba a Jim Ford,Vinny Tranh, el padre de Joshua, yTravis Denton. En todos los años desdeque el coronel Denton, héroe delejército confederado, viniera a vivir aGalveston para ganarse la vida

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estafando a los cultivadores de algodón,nunca había habido un Denton civil. Delas tres grandes familias de Galveston,los Gardner eran tan corteses como lesera posible, los Ford eran cada uno hijode padre y madre diferente, pero losDenton siempre tenían aquel aire depensar que lo que te merecías era unabuena paliza. Travis Denton era unamaraña de tics en el póquer. Lecambiaba la voz cuando estabanervioso, y se sentaba inclinándosesobre la mesa con los hombros tiesos yrígidos. Incluso se ordenaba las cartasen la mano, justo donde cualquierapodía ver qué era lo que estabahaciendo. Josh despreciaba a los

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hombres que no podían con sus cartas.—Si quieres apostar, Sam, ponlo

sobre la mesa —dijo Travis.Fue entonces cuando Josh se dio

cuenta de que su padre no tenía fichas.Sam Cane no dijo una sola palabra.Simplemente se quedó mirando a Travis,con las cejas enarcadas y esbozando unasonrisa. Había aprendido aquel truco dela madre de Josh, esa forma de cortar unchiste de mal gusto o una frase malescogida interponiendo una barrera desilencio tan grande que todo el mundotenía tiempo de mirar qué es lo quehabía al otro lado. Incluso los hombresde temperamento más difícil yborrascoso que se ponían furiosos por

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cualquier tontería quedaban convertidosen nada colgados en la percha de aquelsilencio.

Jim Ford echó un trago de cervezade arroz de su botella de Dos Equis sincruzar la mirada con nadie.

—Tranquilo, Travis. Se hará cargode todo.

El padre de Josh escribió una notaen la parte de atrás de un papel y locolocó en el bote. Echando un vistazo ala mesa, Josh se dio cuenta de que habíatiras de papel en la parte de gananciasde Carl, de Vinny, y de Travis Denton.Un sentimiento ácido saltó sobre suestómago, como si estuviera paseandopor un patio con un perro encadenado.

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Su padre siempre se apostaba comomáximo una cantidad cincuenta vecessuperior a la apuesta mínima de la manoen una partida.

—No puedes ganar con dineroasustado —solía decir—, déjalo cuandohayas perdido cuarenta y cinco veces laapuesta mínima. O no has tenido suerte,o los otros jugadores lo han hecho mejorque tú, o la partida está amañada.Cualquiera de esas razones es losuficientemente buena para no estar allí.Así que, en una partida de cinco dólarespor mano, ¿cuánto puedes perder antesde retirarte?

—Doscientos veinticinco dólares —había respondido Josh. Siempre había

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sido bueno en matemáticas.Pero algo iba mal esa noche. O su

padre no había llevado la cantidad totalque solía jugarse, o no se había retiradocuando se suponía que debía haberlohecho. Las apuestas se fueron sumandoalrededor de la mesa mientras Josh seacercaba a la silla de su padre. SamCane ocultó su mano.

—¿No vas a dejarle ver tus cartas nisiquiera al chico, Sam? —Rio CarlBanks. Tenía unos grandes dientesblanquísimos y estaba muy orgulloso deellos. Le había pagado una buena suma ala madre de Josh para que le reservarasus existencias de pasta de dientes ExtraBlanqueador Rembrandt para él. Le

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habían vendido el último tubo de pastadentífrica la semana anterior. En un añomás habrían vendido todas lasexistencias de pasta de dientes quequedaban de antes del Diluvio. Lamadre de Josh estaba experimentandointentando hacer su propio dentífricosiguiendo las instrucciones de un librode medicina alternativa. Él mismo sehabía pasado la mañana extrayendo lasalvia de unas hojas a base de picarlasmucho, para después cocerla junto consal mar molida y luego triturar bien lamezcla en un macero. Josh se imaginóque la nueva pasta de dientes tendría unsabor raro y salado, pero su madre ledijo que no había otra alternativa.

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El padre de Josh se volvió hacia él yle revolvió el pelo con la mano libre.

—Es un buen chico.—No quiero ver sus cartas. Todavía

se me notan mucho cuando las miro —leexplicó Joshua a Carl—; no quieroecharle a perder la mano.

—Ese es mi chico. ¿Cuántas, señorDenton?

Travis Denton cogió una carta. Elpadre de Josh solo permitía coger cartasuna vez después de que se hubierarepartido la mano.

—No tiene sentido dejar que lacasualidad se haga con la mano —decía.

Jim Ford cogió tres cartas, Vincedos. El padre de Josh tan solo cogió una

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carta. Era posible que estuvieraintentado conseguir una escalera o color,pero sin mucho dinero en el bote con elque sacar tajada, la jugada le iba a salira poco. Josh cruzó los dedos y rezó porun full.

—Cualquier idiota puede jugar consus cartas —solía decir su padre—; eltruco es poner al otro en la mano.

Sam Cane tomó un sorbo de su aguahelada.

—¿Alguna apuesta?Vincent Tranh apostó. Tenía un

rostro curtido al sol de rasgosvietnamitas y hablaba con acento del surde Texas. Siempre olía a langostinoscrudos y chili. El Ku Klux Klan había

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volado por los aires la barca de pescarde sus padres en 1978, tres añosdespués de que llegaran a los EstadosUnidos desde Vietnam. Les habíanacusado de dedicarse al contrabando, loque probablemente era cierto. Vendieronsu casa, a continuación compraron otrobarco, y se trasladaron a Galvestoncuando Vincent todavía era un niño.

Vincent era el tipo de jugador que elpadre de Josh denominaba como «roca»;eso quería decir que Vincent tan solojugaba cuando contaba con el respaldode unas buenas cartas. Si Vincent pedíados cartas y apostaba, es que lo veíaclaro, Josh entendía a si Vincent nohabía ligado una jugada con las dos

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cartas que había pedido, era que almenos tendría un trío o un par de ases.Sam se habría retirado de la mano nueveveces de diez si Vincent apostabadespués del descarte. Sam era el jugadorque más a menudo de entre todos ellosse retiraba de la partida.

Esta vez no dijo nada.Travis Denton tenía aspecto de estar

muy nervioso; dejó sus cartas sobre lamesa boca abajo. Las volvió a coger yse plantó. Jim Ford aceptó la apuesta. Elpadre de Josh hizo lo propio sinaumentar la apuesta de Vincent. Siestaba de farol, debía haber echado más,intentando amedrentar a Vinny para quese saliera de la mano. Vinny era un

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jugador muy conservador. Pero también,si tuviese buenas cartas, habría subidola apuesta tan solo un poco, con el fin desacarle todo el jugo a la mano pero sinllegar a alarmar a sus contrincantes yque se retiraran sin jugar. Josh interpretóque aquello significaba que su padrecreía que podía ganar, pero no estabaseguro. Dobles parejas, posiblemente,con la esperanza de que Vincent nohubiera estado especulando con un trío.

—Enseña las cartas, Vince.El mariscador desplegó sus cartas

sobre la mesa: tres reinas.—A mí me parece que están muy

bien, As.Travis Denton traía su bourbon de

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antes del Diluvio a las partidas y nuncalo compartía. Se echó un vaso entrepecho y espalda.

—Que me aspen.Sam Cane sonrió y dejó sus cartas

boca abajo sobre la mesa.—Vince, las mujeres siempre han

sido tu fuerte.Vince no había hecho mucho más que

coger a una mujer de la mano desde queel Diluvio se llevara a su esposa. Ellaestaba en el hospital esperando para dara luz a su primer hijo cuando llegó elDiluvio. Él se acababa de ir a casa paradescansar un poco por primera vez entreinta y seis horas. Cuando se despertó,el mundo había cambiado. La magia se

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abrió paso a lo largo y ancho del mundoa través del Diluvio, extendiéndosegracias a las emociones intensas,tomando mente y carne. Las criaturasque habían nacido de la alegría de lossupervivientes y del dolor de los quesufrían, el alivio de los amantes y eltemor de los pacientes de quirófano,habían arrasado el Campus Médico dela Universidad de Texas dejándolo enruinas. Vince apenas había escapado convida mientras los monstruos asolabanlas calles de la isla.

Vincent Tranh ordenó sus ganancias.Se detuvo un instante sobre la nota dedébito de Sam antes de meterla bajo unmontón de sus fichas azules.

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Jim Ford se apartó de la mesa y sesecó de nuevo el sudor de la frentemientras mataba un mosquito de unapalmada. El sol desaparecía del campode rosas fundiéndose con la noche másallá del jardín. El azul cobalto del cielose iba oscureciendo en lo alto de laspalmeras detrás de la mansión de Jim.El sonido de un animal despidiendo eldía se escuchó a través del aire cálidodel atardecer. Los gallos cacarearon, loscerdos gruñeron, las cigarras zumbaron.Se encendieron las luces blancas yazules de la piscina, haciendo que elagua brillara tenuemente. La brisa delgolfo se agitó entre las adelfas.

Jim Ford fingió una sonrisa y se

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dirigió a Josh.—¿Vienes a llevarte a tu papá a casa

para la cena?—Sí señor, yo…—Todavía no me retiro —replicó

Sam Cane. Todos optaron por dirigir lamirada al rosal o al cielo. Carl Banksbajó la mirada a la mesa, para noencontrarse con los ojos de Sam.

Mi mujer me está esperando.Además, hay mucho por pagar. Joshsabía que así no iba a conseguir que supadre abandonara el juego.

—Yo me quedo —dijo TravisDenton cogiendo el mazo de cartas ycomenzando a barajarlas—. A sietecartas. Sentaos si queréis jugar. Vincent

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Tranh se levantó de la mesa.—No puedo permitirme otra mano.

Sam es demasiado afortunado paraseguir perdiendo. No quiero estar aquísentado cuando As recobre otra vez sutoque.

—En eso estoy totalmente deacuerdo —añadió Carl.

Pequeños pedacitos de papel seagitaban por la brisa bajo los montonesde fichas. Josh contó hasta siete. Algoiba terriblemente mal.

—¿Papá?—Me quedo aquí —dijo Sam—.

¿Jim? Odiaría sentarme a tu mesa sinque tú participaras en la acción.

—Papá, papá, mamá dijo que…

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—Ssss, Josh.Jim se movía inquieto.—Infiernos, Sam, vas a meter al

chaval en un problema. ¿Por qué nolevantas el campo?

—Porque siento que me llega lasuerte. —Sam continuaba con su sonrisafácil, pero había algo más detrás, unabismo. Se sentía con suerte, Josh estabaseguro de eso. Tan afortunado, tanconfiado en sus posibilidades, queincluso aquellas pequeñas notas no leponían nervioso en absoluto. Sam sevolvió y enfrentó sus ojos con los de suhijo.

—Josh, voy a jugar otra mano. Megustaría que te quedases aquí como mi

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talismán de buena suerte. Pero si estáspreocupado por meterte en un lío, vete acasa con tu madre, que yo volveré encuanto acabe.

Josh miró a su padre, sentado allítranquilo y despreocupado, con sus ojosazul claro confiando en él, confiando ensu hijo. Tenía una piedra en su gargantaque le hacía difícil articular laspalabras.

—Puedo esperar una mano —dijofinalmente.

Travis Denton terminó de barajar lascartas y las dejó sobre la mesa paracortar. Luego comenzó a repartir.

—¿Estás con nosotros, Jim?Jim exhaló un suspiro.

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—Sí, por qué no. Infiernos, sí.Reparte las malditas cartas.

Tres de ellos en una mano, Travis,Jim y el padre de Josh. Vince, Carl yUwe hicieron como si se marchaban,recogiendo sus carteras, las llaves, lasgorras… pero cuando se hubo terminadode repartir las cartas continuabansentados en la mesa. El cielo se estabaoscureciendo rápidamente. Hubiera sidodifícil poder distinguir las cartas de noser por la luz que se filtraba en forma debarras a través de las persianas de lacocina. Uno a uno, los gallos de laciudad fueron enmudeciendo. El aireparecía arrastrar el último suspiro deldía, acompañado por el cantar de las

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cigarras y el aroma de las magnolias. Lanoche estaba acercándose.

Josh no pudo evitar echar un vistazoa las cartas de su padre cuando lasrecogió de la mesa para ver lo que tenía.Un cuatro de tréboles, un as de tréboles.Travis jugaba a la Calle Tercera, lavariante de póquer donde la terceracarta se ponía boca arriba en la mesa.Un cuatro de corazones para el padre deJosh. El corazón de Josh comenzó amartillar con fuerza en su pecho. Unapareja con la Calle Tercera más un as derefuerzo. Una mano jugable. Jack dediamantes para Jim Ford. La manomostró un siete de corazones.

—El jack habla.

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—No subo.—¿Sam?—Oh. Voy a veinte. Déjame esa

libreta tuya, ¿quieres, Carl? —Cogió lalibreta y escribió en ella con subolígrafo.

—Veo tus veinte y echo veinte más—dijo Travis. Echó un dedo más debourbon en su vaso de chupitos.

—Mierda —dijo Jim mirando a Joshy a su padre y arrastrando un montón defichas por valor de cuarenta dólares.

El padre de Josh volvió a escribiruna nota. Es un hecho constatable el quedespués del Gran Huracán de 1900, elConsejo Municipal de Galveston pidió alos Denton que acogieran temporalmente

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a un grupo de huérfanos, y que losDenton rehusaron. Dijeron que no teníanespacio, comida o agua para encargarsede ellos. Una semana más tarde, cuandoWill Denton Junior le dijo al coronelque sus negocios se iban a resentir deléxodo de los supervivientes fuera de laisla, el anciano hizo uno de loscomentarios más famosos de la historiade la isla.

—Bien —dijo—, recuerda: los dossomos grandes aficionados a la caza y ala pesca. Cuantos menos seamos en laisla, tocaremos a más caza y pesca.

Dos semanas después del huracán,Will Denton Junior compró una mansiónde treinta habitaciones en el número

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2618 de Broadway por diez centavos dedólar.

El tatara-tatara nieto del coronelrepartió otra carta a cada uno de losjugadores.

—Nueve de picas para Jim, no haynada para ligar ahí.

Depositó un cinco de diamantesfrente al padre de Josh.

—Posible escalera. A la mano letoca un rey de corazones. Y eso oscostará cuarenta —añadió poniendocuatro fichas azules en el centro de lamesa. Travis intentaba asustar al dinerode Sam. Esta era su forma de apretarlelos tornillos a Sam, de intentar que seretirara o hacerle apostar todo no

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porque tuviera las cartas, sino porquetenía que ganar.

—¿Cuarenta? —intervino Jim—,¿habiendo jugado solo cuatro cartas?

—¿Y a ti que te importa? Paga ocierra la boca, Jim. Tú no estás en laquiebra.

—Veo tus cuarenta —replicó elpadre de Josh— y echó cuarenta más. AJosh la boca se le quedó seca.

Ellos siempre jugaban partidas decinco y diez dólares, pero ahora, nosabía muy bien cómo, las cosas habíancambiado hasta tal punto que la partidapasaba a ser de veinte y cuarentadólares la mano.

—Papá, ¿qué tal si se le ponen

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límites a las apuestas? Tú decías que…—No hables, Josh.Josh se mordió el labio por dentro

hasta que le dolió. Se lo merecía. Quéfallo tan enorme. Había cantado lascartas de su padre. Todos sabían ahoraque no tenía una jugada espectacular.

—Veo tu envite y vuelvo a envidarcon lo mismo —dijo Travis. Empujóocho fichas azules hasta el centro de lamesa. Ya no se podían subir más lasapuestas.

—¡Por las barbas del chivo negro,Travis!

—Jim, ¿entras o sales? Si entras,pon tus fichas en la mesa, si no, cierra laputa boca.

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Jim arrojó sus cartas contra la mesa.—Estoy fuera, maldita sea —agarró

su vaso de cerveza con las dos manos ylo vació de un trago, volviéndolo a dejarsobre la mesa con un golpe seco—.Sam, subir la apuesta es una tontería,por el amor de Dios. ¿Crees que ahoraestás metido en un lío con Mandy?Joder, ¿qué infiernos crees que va aocurrir después de esto?

El padre de Josh levantó la vistahacia él.

—Te pediría por favor que noutilizaras ese lenguaje en presencia delchico, Jim.

Jim Ford desvió la mirada hacia eljardín de rosas que la oscuridad se iba

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tragando poco a poco.—Lo siento, Sam, yo solo…Una pequeña lagartija verde del

tamaño y grosor del dedo de un hombrese escurrió de la grieta de unas piedras ytrepó por la pared buscando algúninsecto que se sintiera atraído por la luzque se filtraba por las rendijas de lapersiana de la cocina. Los ojos de Jimcayeron hasta las losas del empedradodel jardín.

—Iré dentro a ver si la cena estálista.

El padre de Josh escribió otra nota.—¿Nos sentimos afortunados, Sam?

—comentó Travis Denton.—Toda la noche, si quieres creerlo.

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Josh estaba mirando fijamente a lalagartija. Se quedó congelada cuando unmosquito se acercó atraído por la luz ycomenzó a golpear las contraventanasuna y otra vez buscando una posibleentrada. Bump, bump, bump.

Travis soltó una carcajada.—Pero aun así continúas perdiendo.Slurp. La lengua se disparó más

rápido de lo que Josh jamás habíaalcanzado a ver. La madre de SloaneGardner, la Gran Duquesa, todavía teníaun ordenador de diseño anterior alDiluvio y suficiente energía para hacerlofuncionar; allí tenía una imagen de lalengua de un lagarto atrapando a unamosca en su enciclopedia en CD-ROM.

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Cruzando el aire como un látigo, sin daroportunidad al insecto. Tenías que irpasando las imágenes una a una parapoder verlo todo.

Por favor, se dijo Josh. Por favor,papá. No lo hagas. Pero las palabras nosalían de sus labios. Se humedeció loslabios, secos a pesar de la nochehúmeda de Texas.

—Vamos, Sam —murmuraba CarlBanks—; vamos, As.

Travis Denton repartió la quintacarta. Un dos de diamantes para el padrede Josh, un seis de corazones para élmismo.

—Todavía trabajando para unaposible escalera por aquí. La mano tiene

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tres corazones sobre la mesa.Hora de las apuestas. Más fichas en

el centro de la mesa. Más trozos depapel.

El padre de Josh tenía dos cuatros yun as en retaguardia. Todo lo quenecesitaba era un tres para hacerescalera. Travis podía tener una pareja,una doble pareja, o probablemente,color. Si tenía una pareja, un cuatro en elsiguiente descarte haría que el padre deJosh tuviera un trío, suficiente paraganarle. Un tres le daría una escalera;bueno, pero no lo bastante para superaral color de Travis si conseguía doscorazones más. Otro as o un cinco ledarían una doble pareja además. Era una

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buena mano, una buena situación,dejando aparte el hecho de que habíademasiado dinero en el bote de laapuesta. Había de largo demasiadodinero en el bote. Si Sam no conseguíanada decente en el descarte, se quedaríacon una pareja de cuatros y un as.Jugando a un total de siete cartas, podíasganar con esa jugada, pero eso seguro,no arriesgarías tanto dinero. No tanrápido como Travis estaba conduciendola partida.

Quizás no tuviera nada, quizásestaba de farol.

—Es más fácil engañar con un farola un buen jugador que a uno malo —solía decir siempre Sam—, un mal

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jugador solo piensa en ganar. Un buenjugador está dispuesto a dejar pasar unamano y esperar una mejor ocasión. A élno le importa que le engañen. Nopermite que le afecte como algopersonal.

Pero esto era personal. Es por mí,pensó Josh. No quiere que le faroleendelante de su chico.

¿Por qué no se habría quedadoesperando con Gloria en la cocina tansolo unos pocos minutos más? Justo losuficiente para que a su padre lehubieran dado la paliza y luego salir deallí mientras aún estaban a tiempo. Papáy mamá tendrían una discusión alrespecto, por supuesto. Incluso Jim Ford

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era consciente de eso. Ya había habidootras discusiones antes. Pero ahora…Josh trató de imaginar cuánto habíaescrito en aquellos pequeños pedacitosde papel, aquellas pequeñas banderasblancas sacudidas por la oscura brisadel sur de Texas bajo los montones defichas alrededor de toda la mesa.

La sexta carta, o calle sexta, era unnueve de tréboles. Otra basura, sinutilidad ninguna. Un mosquito se posósobre el cuello de Sam Cane. Lo ignoró.Josh observó cómo clavaba su aguijón ycomenzaba a beber. Travis apostó. Elpadre de Josh rompió el silencio.

—Acabemos ya con todo esto.Nunca decía cosas como aquella. Nunca

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se mostraba ansioso por ver la últimacarta.

Una paloma rompió a volar desdealgún lugar más allá de la penumbra,nada más que un batir de alas hasta quealcanzó la suficiente altura como paraverla recortada contra las últimascenizas azules de luz en el oeste. Joshrezó. «Por favor, Dios, dale a mi padreun tres o un cuatro. Un as o un dos o uncinco estaría bien, pero un tres o uncuatro sería mucho mejor. Seré muy,muy, muy bueno si haces esto por mí».

La última carta. El padre de Josh ladejó reposar sobre la mesa por unaeternidad, y luego la recogió suavementey la llevó a su mano junto con las demás,

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muy cerca de su pecho. Tan rápido queJosh no pudo verla. Lo único que pudodistinguir era el color rojo. Y que erauna figura.

Nada.Josh levantó la mirada y vio cómo

Travis le miraba a él. No pudo sostenersu cara de póquer. Él simplemente sequedó clavado allí, sabiendo que cadaporo de su cuerpo estaba gritando a loscuatro vientos que no tenían nada en lamano, nada, nada, nada.

—¿Te gusta mi chico, Travis? —dijoSam como si nada—; le estás clavandola mirada. No estabas mirándome lascartas, ¿verdad que no, Josh?

—No, señor. No he visto las últimas

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cartas, señor.—Buen chico.—Lo prometo. No pude ver nada.Travis Denton levantó el vaso para

ocultar su rostro. Le temblaba la mano.—Solo estaba mirando a través de

él, Sam. Exprimiéndome el cerebro. Sinembargo, parece un buen chico.

Quizás no se haya dado cuenta,pensó Josh. ¿Y qué importa si yoparecía asustado? Ese es el aspectoque yo tendría que tener con tantodinero sobre la mesa.

—¿Apostamos, Sam?—Eso creo —el padre de Josh

escribió algo en un trozo de papel y loarrancó limpiamente de la libreta. Era

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demasiado largo para ser un número.Acercó el papel hasta Travis—. Mepregunto si vas a aceptar la apuesta.

Travis recogió el pedazo de papel.Lo miró con ojos muy abiertos.

—Yo… yo… no lo sé, Sam.—Esa es mi apuesta —dijo el padre

de Josh, con tan solo una ligera sonrisaen la comisura de su sonrisa—. Tú noeres un Banks o un Ford, ¿verdad,Travis? Tú eres un Denton. Tú puedesaceptar esta apuesta.

Josh sintió que los ojos de Travis sevolvían hacia él. Él miró hacia otrolado, observando a la lagartijaacechando sobre el muro. Otra palomarompió a volar y el tiempo pareció

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detenerse para siempre, años y añosentre cada batir de alas.

Travis recogió el pedazo de papel ylo depositó en el bote.

—De acuerdo.Josh rompió a llorar. Se odió a sí

mismo por eso; se llevó una mano a laboca y la mantuvo allí, como si pudierahacer retroceder sus sollozos más alláde su garganta, pero no pudo. Lasestrellas se nublaron ante sus ojoshúmedos. Las lágrimas rodaron por sucara mientras su padre iba descubriendosus cartas una a una.

—¡Una pareja de cuatros, maldición!—Saltó Travis—. ¡Por Dios que hasestado de farol hasta el final, hijo de la

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gran zorra! Tres gorditos sietes por aquí,amigo mío. Míralos y llora.

El aire se les escapó a los treshombres que miraban la jugada. CarlBanks le pasó el brazo por encima aJoshua y le dio un abrazo. Su brazo eragrande, y olía a sopa de soja. Joshlloraba desconsoladamente contra supecho. Había sido su error lo que habíaacabado con todo. Sus ojos los quecondenaron el farol de su padre.

—¡Dulce María! —exclamó VinnyTranh. Sostenía entre sus manos elúltimo pedazo de papel que habíaescrito el padre de Josh. Jim Fordestaba en la puerta trasera.

—¿Qué pone?

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Por primera vez, el padre de Joshuano sonreía. Sus ojos azules parecíanabrumados.

—Mi dirección —dijo.Travis Denton les dio a Josh y a su

familia dos semanas para abandonar sucasa.

La isla de Galveston, una fina franjade tierra y arena de tan solo treintamillas de largo, y a menos de tres millasde Texas, había sido bautizada en dosocasiones. Dos veces había caído en laoscuridad y por dos veces había vuelto anacer, tomando aire entrecortadamentehacia una nueva vida.

La primera catástrofe que sufrió laisla en la era moderna ocurrió en la

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tarde del siete de septiembre de 1900,cuando un huracán que parecía destinadopara la costa de Luisiana viró el rumboinesperadamente y alcanzó Galveston.

En esa época el punto más alto de laisla se alzaba a dos metros y medio delnivel del mar. Las olas que formó elhuracán tenían seis metros. Los grandesvientos huracanados arrancaron lostejados de las casas y los arrojaron através del aire como las cuchillas de unasierra mecánica, arrasando todo a supaso. El mar y el viento acabaron conprácticamente todo lo que se erguíacercano a la playa, reuniendo losescombros y golpeando con ellos losmuros de las casas que quedaban en pie,

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una y otra vez. Aquella trilladora decascotes, de ocho metros de altura, dejóun área de sesenta mil hectáreas detierra desnuda, incluyendo casi un terciode la ciudad. Por allá donde pasó noquedaba nada: ni casas, ni muelles, niárboles, ni matojos.

Uno de cada seis habitantes de laisla murió en el huracán. Trescientassesenta casas fueron destruidas. Unhombre pudo contar cuarenta y trescuerpos colgando de un puente para eltren en ruinas. De los noventa y sieteniños del orfanato de Santa María,únicamente sobrevivieron tres. Loscuerpos de nueve de ellos, todavíaatados con cuerdas de tender a una

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monja ahogada, se encontraron junto a laplaya a varios kilómetros. Para elatardecer del día ocho de septiembre,estaba claro que había muchos,demasiados cadáveres para enterrar. Lasprimeras estimaciones del número demuertos pasaron de cincuenta atrescientos, a mil y hasta seis milpersonas muertas. Se reclutó a punta depistola a grupos de negros para cargarlos cadáveres y los pedazos de losmuertos en carromatos. Para cuandollegaron al mar abierto se había hechodemasiado oscuro para seguirtrabajando, y los negros tuvieron quequedarse a dormir junto a los cadáveresen incipiente descomposición. Cuando

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llegó el día ataron pesos a los cadáveresy los echaron al mar.

Al siguiente día los cadáveresvolvieron flotando a lo largo de toda laplaya. Los cuerpos se deslizaron de lascuerdas que los ataban a los pesos yllegaron a la superficie del mar.Después de aquello, los cuerpos seincineraron en grandes piras quecontinuaron ardiendo durante semanas.La isla se llenó del olor a cadáveresquemados.

El segundo bautismo de la isla llegóen 2004, durante la semana de las fiestasdel Mardi Gras. Esta vez Galveston seinundó no de agua, sino de magia. Lamagia había estado creciendo desde el

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final de la Segunda Guerra Mundial, unpoco más cada año. Cuando en un ciertoespacio y tiempo se almacenaba lasuficiente cantidad de magia, una fuerteemoción podía actuar como catalizador.De esa reacción vendría un efecto, unaprecipitación de la magia, un monstruocreado por el amor secreto de unsolitario, o una pesadilla hecha carne através de sentimientos de amargura o dedesamparo.

En la primavera de 2004, comenzóuna reacción en cadena donde la magiaprovocaba más magia, y el mundo seinundó de sueños. El mediodía de luz dela racionalidad del siglo XX se vioreemplazado por la larga noche de los

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sueños y los espíritus, donde losfantasmas caminaban y una casa o unárbol o una carretera podían despertarsey encontrar su voz y su voluntad. EnTexas, donde la gente todavía eraprofunda conocedora del AntiguoTestamento, se conoció a este cataclismocomo el Diluvio.

Cuando acabaron los siete días delMardi Gras de Galveston, el setenta porciento de la población habíadesaparecido. Cientos murieronintentando huir cuando el mar destruyóla carretera que unía la isla alcontinente. El alcalde de la ciudad searrancó sus propios ojos para nocontinuar viendo el fantasma de su

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propio hijo mayor, muerto años atrás enun accidente de coche. El sonido delmetal retorciéndose y de cristales rotosle siguió allá a donde fue hasta que sevoló los sesos con un Colt 45 que learrebató a un policía encargado deprotegerle. Cientos de otros ciudadanossiguieron su ejemplo, suicidándose conarmas de fuego o bien con pastillas oemanaciones de gas, o corriendo por loslargos muelles hasta lanzarse al vacíocon los brazos extendidos y caer en lascálidas aguas del Golfo de México.

Los ciudadanos de Galveston eranperseguidos y acosados por algo másque recuerdos. El terror y la locuradieron a luz todo tipo de criaturas

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monstruosas: escorpiones del tamaño deperros, el Payaso Llorón y el Comedorde Cristales y la Viuda en su vestidonegro, cuyo toque significaba la muerteinstantánea y que devoraba a susvíctimas.

Aunque muchos murieron, muchosmás cayeron en el CarnavalInterminable, donde siempre era MardiGras y siempre era de noche, donde sebailaba con pies sangrantes y nunca sedejaba de cantar. Era un maravilloso yglorioso disturbio hecho fiesta regidopor el cruel Momus, de cabeza en formade luna. De los miles que vagaban porsus dominios, únicamente un puñadolograron regresar de nuevo al mundo

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real.Cada comparsa del Mardi Gras,

durante la época más turística deGalveston, patrocinaba un eventodiferente: un baile, un festival decerveza o un concierto. La Comparsa delos Arlequines estaba haciendo undesfile cuando el Diluvio hizo suaparición. Fueron los primeros en ver lamagia saltando de juerguista enjuerguista, apagando a los borrachos ylos drogados como a velas. Las callesdel carnaval se llenaron de confusión yasombro y los payasos cayeron en lalocura y los fantasmas de los muertos deGalveston flotaron a través de lasavenidas tomando la forma de una marea

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incontenible. Los arlequines, todavíadesfilando con sus disfraces de cuadrosnegros y blancos o sujetando susflotadores, tenían suficiente magia comopara controlar su propia ola mágica ypoder tomar lo suficiente de ella comopara no ser arrollados por la marea. Elafortunado Samuel Cane había sido unode los que marchaban en aquel desfile.

Justo cuando las criaturas se estabanformando a partir del dolor y del pánico,las comparsas más importantes hicieronnacer a sus propios dioses. La maradormecida, andante, se creó alrededorde la Comparsa de Thalassar. De lasesperanzas y los miedos de marineros ypescadores tomó la forma y el carácter

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la mar adormecida, brindando algo deprotección a los miembros de sucomparsa. En cuando la gente se diocuenta de lo que estaba sucediendo,intentaron unirse a las comparsas quepudieron, con la esperanza de quedarfuera del alcance de los demonios delMardi Gras. Algunas comparsaspudieron ofrecer ese refugio seguro,otras fueron destruidas. La de laCerveza, por ejemplo, era un grupo deborrachines universitarios de laUniversidad de Texas hambrientos defiesta, que pensaron que el Mardi Grasde Galveston era algún tipo deperformance excéntrica con buenosefectos especiales. Si algún dios se

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formó alrededor de su miedoalcoholizado no les sirvió de nada, y lacomparsa se disolvió como la tinta delos periódicos bajo el agua.

Al final de todo, solo cinco de lascomparsas más importantes salieron deaquella situación con sus integrantesintactos: la de los Arlequines, lasmujeres de la Comparsa de Venus, la deThalassar (originalmente la comparsanáutica A&B de Texas), y la Antigua yHonorable Comparsa de los Caballerosde Momus, que había estado celebrandoel Mardi Gras en Galveston desde ladécada de 1860 y era hábilmentedirigida por su Gran Duquesa, JaneGardner.

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Fueron dos las mujeres que salvaronla isla, Jane Gardner y Odessa Gibbons.Resuelta, práctica y con recursos, JaneGardner supo sacar provecho de suapellido y posición como la líder de lacomparsa más importante, para conducira todos aquellos que pudo una vez que laprimera ola de magia hubo remitido.Formó cuadrillas de trabajo y brigadasde voluntarios para combatir losincendios, recogió supervivientes y loshizo trabajar taponando vías de escapede las tuberías de gas que venían a laisla desde el Golfo de México y queproveían de energía a la isla, y racionóel agua disponible hasta que lasestaciones de bombeo pudieran ser

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reparadas.Odessa Gibbons era un ángel, una

persona con talento para sentir y utilizarla magia. Podía ir y venir entre elverdadero Galveston y la fiestainterminable del Carnaval de Momus. Sutrabajo fue el de empujar a todas lascriaturas que pudo desde el Galvestonreal a aquel Mardi Gras eterno. Su tareaera sostener todo aquel Mardi Grascomo el pequeño niño holandés sostieneel dique, manteniendo la magia a raya.Al principio la magia se había extendidopor todas partes, pero Odessa fue capazde luchar contra ella y hacerlaretroceder y recuperar la imagen delmundo tal y como había sido una vez.

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Era inmisericorde con sus deberes. Loshabitantes de la isla empezaron aconsiderarla una bruja. La llamaban laReclusa, y la gratitud que pudieronhaber sentido por haberlos salvado fuesiendo reemplazada por recelo y miedo.Si un niño comenzaba a entender ellenguaje de los pájaros o una mujerobtenía el don de sanar más allá de loslímites de la medicina convencional, laReclusa se iba a enterar tarde otemprano. En un día, o en una semana, oquizás incluso un mes más tarde, aquellapersona afectada por la magiadesaparecía. Se decía que había ido aparar al Mardi Gras eterno, o que sehabía «marchado con las comparsas».

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Josh se había preguntado a menudosi su afortunado padre seguiría algún díaese destino.

Amanda, la esposa de Samuel Cane,era una de las dos únicas farmacéuticasque habían salido indemnes del Diluvioy que habían tenido la suerte deconservar su establecimiento y susexistencias sin daños. Ella era unmiembro respetable de la Comparsa dela Solidaridad hasta el día en el queSam perdió su casa y su suerte comenzóa cambiar.

En aquellos días, Galveston era unmal lugar en una mala época paraalguien sin suerte. La madre de Josh nointentó ni por un momento revocar la

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apuesta de su marido. Después delDiluvio, la suerte no era un riesgo sinoun presagio, y se tomaba tal y comovenía. Pero ella solía decir que tampocopodías arriesgar el futuro de tu familiapor la suerte. Las palabras que Joshsiempre recordaron fueron: «tu padre yyo hemos decidido que lo mejor seráque vivamos separados».

—¿Y eso es todo? —había dichoJosh, volviéndose a su padre, furioso,con lágrimas en los ojos—. ¿No vas a…a… a hacer nada?

—En ocasiones tienes quedeshacerte de tus pérdidas —habíarespondido Sam Cane.

Dos semanas más tarde, Travis

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Denton llevó a su esposa y sus tres hijospara inspeccionar su nueva propiedad.

Los niños estaban jugando en elático cuando la casualidad quiso que uncortocircuito y un escape de gasprovocaran una explosión que redujo lacasa a escombros. Travis y su esposamurieron instantáneamente. Dos de losniños perdieron la vida en el fuego. Eltercero murió en el hospital una semanadespués a causa de las quemaduras.

—¿Lo ves, Mandy? —le dijo SamCane a su esposa borracho y exultante enla entrada de la pequeña y malolientecasa de alquiler donde vivían ella y Josh—. Podemos estar juntos. Cielos, esalgo horrible, es una tragedia, ¡pero es

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algo que iba a suceder! Es por eso quecontinué con la partida. Es por eso quetenía que seguir perdiendo. Si nohubiera perdido la casa, los queestaríamos allí seríamos nosotros, seríannuestros dientes los que estaríanrecogiendo en la acera.

—No, Sam —la voz de la madre deJosh sonaba muy cansada—. Todavía tequiero, pero no.

—¿No lo entiendes, Mandy?Todavía la tengo. ¡Todavía tengo misuerte!

—Lo sé —dijo la madre de Josh—,pero a nosotros ya no nos tienes más.

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PRIMERA PARTE

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J1.1 Sloane

osh tiene diez años, todavía estáviviendo la vida apacible que supadre perderá jugando a cartas elinvierno siguiente. Está sentado

junto a Sloane Gardner en una sillaplegable detrás de la piscina de JimFord y están mirando las estrellas. Esuna de las exuberantes fiestas de Jim.Dentro, la banda de música ha pasadode tocar «La rosa amarilla de Texas» aalgunas viejas canciones de los Beatles.Los miembros de más edad del públicocantan los estribillos. Las risas y la luz

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de las lámparas se filtran entre lospostigos de las ventanas.

Los niños han sido desterrados aljardín trasero. Algunos de ellos sehabían acercado sigilosamente al porchetrasero para espiar a través de lasrendijas de la ventana a los cantantesespontáneos, hasta que un adulto con unvaso de whisky de palma al ver aquellasfiguras delgadas junto a los postigos, losespanta con un movimiento de brazos. Elresto de los niños están diseminadosalrededor de la piscina, repantigados enlas sillas del patio o bien sentados en elborde mojando sus pies en el agua. Lasluces submarinas de la piscina estánencendidas provocando un efecto

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iridiscente en el agua, que toma un colorazul que parece de otro mundo. Losmurciélagos giran y revolotean, retazosde noche que se mueven tan rápido queJosh los siente más que los ve, con susminúsculas alas y sombrasalimentándose de los mosquitos.

Uno a uno, los chicos van cayendodormidos en los asientos del patio o selos llevan, con ojos nublados, padresque quieren volver pronto a casa. Josh,que se las ha arreglado para sentarse allado de Sloane, se muerde el labio parapermanecer despierto. Tiene laesperanza de que ella le vaya a hablar yle haga preguntas, porque ella es la máscuriosa de todas las chicas y él es el

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más listo. Ella está tanto tiempo sinhablar que Josh se teme que se hayadormido, de modo que opta por deciralgo.

—Vaya, las estrellas por la nocherealmente son grandes y brillantes en elcorazón de Texas.

Ella sonríe. Se trata de una pequeñasonrisa, privada, justo entre los dos. Élle explica que las estrellas parpadean enla noche a causa de las columnas de aireque fluyen y giran entre la tierra y elespacio, como una botella de cristal, yes por eso que parecen más grandesunos días que otros, y que ondulancuando las miras fijamente. No se lo hadicho su padre; lo ha leído en la

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enciclopedia del ordenador de su madre.—¿Por qué desaparecen las estrellas

cuando les fijas la mirada? —preguntaSloane.

—¿Desaparecen?—Inténtalo —ella entrecierra los

ojos y mira hacia el cielo—; coge unaque veas con el rabillo del ojo y luegocentra la vista en ella. Él lo intenta.

—Oh.—¿Lo ves? ¿Y eso por qué es?—Bueno, probablemente es que…

—y entonces Joshua se detiene, porqueha estado a punto de mentir, y eso esanticientífico. En lugar de eso reconoce—: No lo sé.

Siente que ha fracasado, pero ella le

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mira de esa extraña forma otra vez,complacida. Su sonrisa le recorre elcuerpo como un escalofrío sobre lasuperficie de la piscina azul iridiscente.

Después de un tiempo él casi estádormido en la tumbona del patio cuandosiente el contacto seco de los dedos deella sobre sus manos. Él permanece muyquieto, sin saber qué hacer, con miedode que el más mínimo movimiento laasuste y retire su mano. Puede sentir loslatidos de su corazón retumbando hastasu dedo pulgar. Es como si todo su serse hubiera concentrado en la piel de sumano izquierda. La mano de Sloane vamás allá de sus dedos. Sus manos seenlazan. Las risas que provienen de la

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mansión a sus espaldas cruzan el airecomo la brisa que agita las magnolias.

—No se lo digamos a los demás —le susurra ella.

Él le aprieta la mano y sacude lacabeza afirmativamente con el corazóncreciéndole en el pecho mirando hacialas estrellas hasta que el sonido de surespiración cambia y los cálidos dedosde ella se relajan entre los suyos. Él estámedio dormido, azul y ondulante, conuna luz en su interior. Ido en el agua.

Después de que Amanda Cane perdierasu casa y su marido, así como la suertede su esposo, ella y Josh se mudaron amultitud de lugares. Al principio a Josh

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todavía se le invitaba a las mejoresfiestas de cumpleaños, pero el tiempofue pasando. Las ropas de Josh se ibanhaciendo más desaliñadas, su voz se fuequebrando, Jenny Ford fingía noreconocerle durante los desfiles delMardi Gras. Randall Denton se reía deél cuando se lo encontraba en la calle.Pero a Josh la que más le importaba eraSloane Gardner. Durante años despuésde que se mudaran del barrio, Josh fueencontrando excusas para ir a AshtonVilla, donde ella vivía con su madre laGran Duquesa. O si no, él iba al centrode la ciudad a jugar al ajedrez. Él era unbuen jugador, ganaba en muchasocasiones, y las partidas se realizaban

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en mesas de mármol en la calle junto ala entrada de las oficinas de la Antigua yHonorable Comparsa de Momus, dondeSloane iba más y más a menudo a ayudara su madre en las tareas de dirigir laciudad.

Amanda Cane perdió la licenciapara regentar la farmacia. Josh pidióprestada una carretilla y recogió todaslas cosas de la farmacia, guardándolasen una habitación de su pequeñoapartamento al lado más pobre de laavenida Broadway. Randall Denton, quetenía diecisiete años, ahora ignorabacompletamente a Josh.

Más tarde Amanda y Josh trabajaronintensamente durante un brote de fiebre

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amarilla en la ciudad. Josh estaba más ymás tiempo en la biblioteca buscandoremedios caseros y propiedades dehierbas medicinales para la tienda de sumadre conforme las medicinasconvencionales fueron acabándose una auna. Juntos, aprendieron a hacercataplasmas a partir de la salvia y algaspara aliviar el dolor de cortes yhematomas, elaborar té de damiana paralas personas mayores con constipado,hacer pasta de chili para paliar el dolorde la artritis, y experimentaron, conprecaución, con extracto de planta demaravilla para pacientes con asma.

Josh tuvo un fuerte acceso de acnéen la piel, y las guapas chicas mexicanas

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se reían de él. Intentó curarse el acnétomando infusiones de té de damiana yaplicándose cremas faciales hechas demilenrama seca puesta a hervir en agua.No funcionó. Esperó a un gran tirón quenunca llegó. Finalmente se hizo a la ideade que un metro sesenta sería todo laaltura que iba a alcanzar. Sloane, porotra parte, creció alta y esbelta, ycomenzó a llevar aquellos vestidoselegantes que su madre solía llevar.Durante más de tres años, Josh seescabulló por cualquier rincón cuandose la encontró por la calle, y le dejó a sumadre todos los recados que hubiera quehacer en las inmediaciones de AshtonVilla.

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Nunca creció nada más, pero su pielse aclaró y su voz se asentó en su nuevoregistro. Sus ropas estaban viejas ymaltrechas, pero se las arreglaba paraque estuvieran limpias y aseadas. Un díade 2023, justo después de su dieciochocumpleaños, caminaba por la avenidaStrand para comprar una estopillanueva. Llevaba una camisa anodina perolimpia de algodón gris de Galveston, unbuen par de calcetines y un par desandalias de cáñamo cuando Sloanesurgió de repente del edificio de laComparsa de Momus justo cuando élpasaba por delante de la puerta. Seinclinó levemente para dar un saludocortés.

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—Buenos días, Sloane.—Lo son, ¿verdad que sí? —Y le

ofreció una sonrisa educada eimpersonal, que la hija de la GranDuquesa debía emplear a menudo conlos ciudadanos que visitaban a su madre.No tenía ni la menor idea de quién eraél. Josh estaba destrozado.

Había que agradecérselo a la vidafeliz y regalada que había vivido hastaentonces.

Cinco años más tarde, cuando laGran Duquesa cayó enferma, no pudoevitar preguntarse si Sloane se pasaríapor un casual por su tienda a buscarmedicinas. Una fantasía estúpida. LaGran Duquesa estaría atendida por

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verdaderos médicos y le administraríanlos remanentes de medicinas quequedaran de antes del Diluvio. Seenfadó consigo mismo. Sí, seguro,Sloane Gardner vendría corriendo apedirle ayuda. Y él, ¿qué le ofrecería?¿Dientes de ajo para hacerle unasfriegas en los pies? ¿Champú de ortigaspara que el cabello le volviera a brillarcomo antaño?

Pero la suerte iba a hacer que Sloanefinalmente acudiera a su tienda a finalesde aquel verano, apenas consciente, consu vestido rasgado y con sangrerecorriendo su rostro.

En la tarde del 23 de agosto de 2028,

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Sloane Gardner se sentó enfrente de sutocador intentando decidir qué vestidodebería llevar en una sobremesa difícil.Tenía dos compromisos esa mismanoche. El primero era una fiesta a la quesu madre había invitado a lo mejor de lasociedad de Galveston. La segunda erauna reunión secreta que probablementele iba a costar a Sloane la vida. Jugueteócon una cajita de sombra castaña paralos ojos. Es el tipo de noche, pensó ella,que pone bajo presión el armario deuna.

Una sirvienta llamó a la puerta de sudormitorio.

—¿Necesita ayuda, señorita?—No, gracias, Consuelo. Tú vete

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preparándote.—Bueno. ¿Y su madre…?—Yo vestiré a madre.—Gracias. —Había un obvio alivio

en la voz de Consuelo. Ninguno de lossirvientes podía soportar ver a JaneGardner reducida a aquel lamentableestado. Únicamente su hija era la quehabía de soportar aquella carga.

Eran entonces las seis en punto de latarde. Una hora y media para que Sloanese vistiera, y después veinte minutospara ponerle un conjunto a su madre, queresoplaría y se quejaría por perder tantotiempo arreglándose. Los invitadoscomenzarían a llegar a partir de lasocho. Al menos tendría que pasar un par

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de horas de charla hasta poderescabullirse… Sería entonces a las diezy media en el mejor de los casos,cuando ella pudiera ir al parque deatracciones encantado donde habitaba elSeñor del Mardi Gras a suplicar por lavida de su madre. El solo pensamientola hizo estremecerse de terror. Pero todolo demás había fallado. Si ella no lointentaba, Jane Gardner moriría.

De cualquier forma, lo más probableera que muriera de todas maneras.

Las manos de Sloane le temblabansin poder evitarlo. Iba a ser difícilponerse el maquillaje en esascondiciones. Maldición. Su madre nosería así de cobarde. Como consorte de

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Momus, Jane Gardner se habíaenfrentado al Dios Luna cada MardiGras desde 2004. La madrina de Sloane,Odessa, era una bruja poderosa, y elúltimo ángel superviviente deGalveston. Por lo que sabía, podíacharlar con Momus una vez al día y dosel domingo. Sloane no era comoaquellas mujeres. Ella necesitaba laconfianza que le proporcionaba unamáscara facial y un conjunto elegante.Una vez que se había hecho los ojos yque llevaba puesto un traje cosido amano, le era mucho más fácil servaliente.

Sloane se estudió a sí misma en elespejo de la mesa. Era alta y cargaba el

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peso sobre sus piernas: pies grandes,pantorrillas redondeadas, caderasanchas y trasero a juego. Parezco unapera, pensó amargamente. Eso tambiénexplica mi estado, fácilmente dañable ymenos densa en el medio. Su cintura ysus hombros eran más estrechos. Teníaunos pechos interesantes, pensó.Grandes, pero no aquellos enormes yredondos que los hombres parecíanadmirar. Los suyos caían desde el pechoy luego se levantaban al final, con lospezones apuntando hacia arriba. Máscomo calabazas que como melones.Sloane era lo que ella se llamaba en laintimidad, una por-qué-no. Su rostroestaba en la media, pero con un buen

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maquillaje y sonriente podía parecermás bien guapa. Ahora no estabasonriendo; su piel estaba húmeda ypálida. Haciendo una mueca por supropia fealdad, alargó el brazo hacia lasombra de ojos. El coraje vendrá o novendrá, chica, pero la vanidad nunca tefallará.

La mayoría de los días Sloaneutilizaba el más nuevo y tosco de losmaquillajes que se fabricaban en la IslaGalveston, pero aquella noche se aplicóel último precioso tarro de antes delDiluvio que Odessa le había regaladopor su decimosexto cumpleaños. Era lamejor forma de anticiparse a un posiblellanto, ya fuera de miedo o de dolor. Lo

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que necesitaba era una máscara robusta.—Si no quieres perder el tiempo

preocupándote —le dijo Odessa en unaocasión—, ¡sé audaz! El uso másabusivo del maquillaje es pretender queno llevas nada.

Aquello era tristemente cierto.Sloane tenía ojos avellana claro,complexión pálida y cabello castaño.¡Más colores de pera! Lo que le dejabaúnicamente dos elecciones posibles.Podía teñirse el pelo de negro o rojo ydespués utilizar lápices negros ymáscara, dando a sus ojos el contrastede un verde fuerte. Eso era lo queOdessa habría hecho. O bien ella podíaemplear horas en frente del espejo con

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sombras lápices marrones suaves,emborronando y perfilando.

Sloane comenzó a aplicarse la basede maquillaje. Después de cuarentaminutos se reclinó hacia atrás en la sillay se contempló en el espejo. Eradescorazonador ver qué sutil era elcambio. Aún y todo era mejor quesobrepasarse por el lado de lasofisticación.

Se preguntó si Momus la violaría.Seguramente no. No a su ahijada.

El aire acondicionado se activó,luchando su larga y perdida batallacontra el clima veraniego de Texas. Unventilador de techo se movíarítmicamente sobre su cabeza, haciendo

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que la mosquitera de la cama de Sloanese agitara y retorciera por efecto delaire. No había llovido desde el cuatrode julio. De aquello hacía casi sietesemanas. Jane Gardner y su ciudadestaban marchitándose juntas.

Sloane se incorporó y caminó hastasu ventana. El cristal parecía cálido alcontacto. Echó un vistazo al patiotrasero. Los pollos escarbaban el sueloen el gallinero detrás de la casa. SantaAnna, el gallo, saltó sobre el cobertizodonde los dos generadores Lexus 02vibraban y zumbaban, suministrandoenergía para los ordenadores,refrigeradores y el maravilloso aireacondicionado de la Ashton Villa. La

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piscina era un hueco desnudo. Su madrela había vaciado a fines de julio parapromover el racionamiento del agua.

—A no ser que mandes en un estadopolicial, tienes que tener autoridadmoral para gobernar —decía Jane.

Ella había sido abogada antes delDiluvio.

Primero la cara, luego el vestido.Sloane abrió las puertas de su enormearmario de madera de ciprés y fuerevisando las hileras de trajes quecolgaban de las perchas, intentandoencontrar algo con lo que no leimportara morir. El chaleco color grisoscuro era atractivo de una formadiscreta, pero era tímido y profesional,

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diseñado teniendo en cuenta el papel deayudante ejecutivo de su madre.Caminar bajo la mirada atenta de unaluna fuera de sus cabales al Carnavaldonde habitaba el cruel Momus,requería más coraje del que le podíaspedir a un vestido de negocios encondiciones normales.

—Mis rasgos físicos son unaespecie de prueba —le había dicho unavez Sloane una vez a Odessa—; lamayor parte de la gente no me va aprestar ninguna atención, pero los másinteligentes sí me tendrán enconsideración.

Ella tenía entonces dieciséis años, yestaba llena de buenas intenciones.

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—¿Y cómo sabrás si has tenidoéxito? —le preguntó su madrina.

Sloane meditó la respuesta.—Únicamente la mitad de las

mujeres me tendrán en cuenta y ningunode los hombres.

Odessa se había reído de laocurrencia. Sloane sacó varios trajes denoche y los fue emparejando con zapatosy chales en el maniquí del tocador queestaba detrás de su máquina de coser. ASloane le gustaba usar el viejo modelo Wheeler-Wright que había pertenecido ala Ashton Villa desde principios del siglo XX. Era un ejemplo desupervivencia, y ella necesitaba toda lasuerte que fuera capaz de encontrar.

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Eligió un vestido largo de colorliquen con arreglos castaños, un escoteno demasiado bajo y unas finas cintas detela que caían sobre sus hombros. A esole añadió un chal de material diferente,un algodón más claro con menos cuerpode un color rosa pálido con las raícesteñidas de sasafrás. Además sumó alconjunto un fino velo gris oscuro convainas de pacana. Para el observadorpoco atento, las tres piezas, demateriales diferentes y colores queprovenían de tintes de plantas locales,componían la figura de una mujer sinrecursos que se vestía con lo poco quetenía… si no fuera porque las piezas deropa estaban exquisitamente acabadas y

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conjuntadas, y el color oscuro del chal ydel velo junto a su rostro servían paraacentuar sutilmente sus ojos.

Ella levantaría el velo para la fiesta,por supuesto. Pero más tarde, cuando searriesgara en el parque de atraccionesdonde vivía Momus, iba a necesitar algoentre ella y la mirada blanca del dios.

Ella también llevaba puesto su másprecioso regalo, el reloj que su madre lehabía dado el año que comenzó amenstruar. Era un Rolex de armazón deacero y detalles de oro y con fragmentosde diamante sobre cada cifra del reloj.

—El tiempo es la primera cosa quese lleva la magia —le había dicho sumadre—, el tiempo no pasa en el Mardi

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Gras, al menos no en la forma en la quenosotros lo entendemos. El tiempotampoco pasa para los salvajes. Ellosviven en un ciclo que siempre es elmismo: invierno, primavera, verano,otoño, invierno, primavera, verano,otoño. Conocer qué hora del día es,conocer el día del mes, conocer qué añoes y haber construido algo nuevo ymejor que el año pasado: en esoconsiste la civilización.

Sloane se acercó el Rolex a su oídoy escuchó su tic-tac. Algunos días lavida de su madre, compartimentadaentre reuniones de diez minutos ydiscursos de media hora, parecíahorriblemente sofocante. En esos días,

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el reloj era el único complemento queno quería llevar. Pero aquella noche elsonido grave y seguro de su mecanismoparecía darle fuerzas. Tic, tac, tic, tac.Algo en lo que podías confiar. Sloane sesintió más tranquila una vez que estuvovestida. Se volvió al espejo y seobservó con satisfacción. El espejo nole devolvía la imagen una mujer bonita,pero sí la de una joven con recursospropios. No una política, no unagobernadora, no una líder. No una GranDuquesa. Ella nunca sería capaz deasumir una carga tal. Una buenaayudante, alguien que conocía su deber.

¿Una bonita víctima que sacrificar?Sloane cerró su caja de maquillaje.

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Ya tenía suficiente.Habían trasladado a la madre de

Sloane al recibidor de la planta baja enjunio, cuando se había quedadodemasiado débil como para subirescaleras. Estaba sentada en su silla deruedas mirando por la ventana de lafachada principal los parterres de floresmarchitas que el sol había echado aperder. Jane había desterrado todos losmuebles del recibidor el día que semudó allí, reemplazándolos por lasviejas piezas de roble de su antiguahabitación.

—Nadie puede pensar consensibilidad rodeado de esto —habíadicho con un movimiento de la mano

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señalando todos aquellos muebles. Enaquellos días tenía más energía paramover las manos.

Sloane puso su caja de maquillajesobre la austera mesa Bailey-Scott juntoa la cama.

—¿Estás cómoda?—Es como estar enterrada viva. Una

pala de tierra al día —dijo JaneGardner.

La Gran Duquesa había comenzado asentirse mal no mucho después delMardi Gras. Para mayo las dos yasabían que no podía ser artritis, o unagripe, o la edad. Sloane finalmente laobligó a visitar al doctor. El diagnósticofue terrible: la enfermedad de Lou

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Gehring. Mientras la mente de Jane eratan aguda como siempre, una parálisis seiba apoderando de su cuerpo. Su piel ysus miembros iban a ir muriendo deafuera adentro, centímetro por agónicocentímetro. Eventualmente, la parálisisalcanzaría su corazón, o sus pulmones, yella moriría. La enfermedad parecíaavanzar inusualmente rápido. El médicose temía que un retal de magia pudieraestar complicando su progreso. A Janeaquella idea no la convencía del todo.

—Frágil es el sueño de la cabezaque porta la corona, ¿eh? Bonitadesgracia. Sloane ayudó a su madre aque cambiara la posición en su silla deruedas a una más cómoda.

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—Ya sé que habías planeado sentirlástima por mí de diez y media a oncemenos cuarto esta mañana —dijo Janedespués de una pausa—, pero mireunión con Randall Denton se ha estadoposponiendo demasiado y no he tenidootra ocasión para hacerla.

Se trataba de su forma de pedirdisculpas. —Si compadecerse de ti esmucha molestia, puedo hacerlo yo por ti—. Ja. —Jane miró a su hija y asintiócon la cabeza—. Estás muy guapa, hija.

No ostentosa. Pero lamento que loque haces te robe tanto tiempo. Contodas las personas de buena familia quevan a acudir a la fiesta, ¿le decimos aSarah que le saque brillo al cromo? —

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dijo ella señalando a la silla de ruedascon la mirada—. Era una broma.

Sloane intentó sonreír. La facultadde habla de su madre había comenzado aresentirse por la enfermedad, pero soloun poco. Probablemente nadie lo notaríatodavía. Las consonantes demasiadodesdibujadas conforme se le hacía más ymás difícil mover la lengua y los dientespara que hicieran exactamente lo queella esperaba de ellos. Sloane ayudó asu madre a cambiarse la ropa de trabajodel día. Casi podía hacerlo por símisma, pero había ciertamente algunosmovimientos que estaban ya fuera de sualcance, particularmente echar losbrazos hacia atrás para quitarse una

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camisa o ajustarse una cremallera en laespalda.

Jane cogió un bastón y se fuerenqueando hacia el baño con ropainterior bajo el brazo. Cuando volvió ala habitación, Sloane había puesto unpar de conjuntos sobre la cama,esperándola.

—Me imaginé que el vestido negrote iría bien.

—Quizás demasiado contraste conesta piel, ¿no crees?

Con el tiempo, enclaustrada en lamansión por causa de la enfermedad, lapiel de Jane Gardner se había vueltopálida y arrugada como una seta vieja.

—Te he traído un poco de

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maquillaje…—No. —Por amor de Dios, madre,

vas a parecer…— ¿… como que meestoy muriendo?

—¡Eres incorregible!Su madre se hundió inquieta en la

cama, tomó aire, y apoyó su bastónsobre la mesilla de noche. Luego sevolvió y observó a Sloane atentamentedurante un rato.

—Sería mucho más fácil para ti siyo fingiera que no sucede nada. Si mecomportara como si siempre fuera aestar aquí haciendo las tonterías quehago, y que entonces tú nunca tendríasque hacer.

Sloane no dijo nada, angustiada por

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la idea de que la habían cazado. Alfinal, Jane Gardner dejó caer su mirada.

—No te hice ningún favorpermitiendo que te escabulleras de tusresponsabilidades. Eras una niñapequeña y asustadiza. Pero hay cosas delas que no puedes escapar.

Sloane ayudó a su madre a ponerseun pantalón elegante de color negro. Amedia tarea, Jane detuvo su esfuerzomalgastando el poco aliento que lequedaba quejándose. Su rostro estabacongestionado para cuando volvió aecharse sobre la silla de ruedas. Sesentó con los ojos cerrados mientrasSloane le ponía un par de zapatos negrosen los pies.

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Al cabo de unos momentos, abrió denuevo los ojos.

—¿Te acordaste de invitar a todaslas personas que te dije?

—Y también a los que olvidaste.—¿A quiénes olvidé?—Kyle Lanier. —Un hombre

pequeño y feo de piernas torcidas,pensó Sloane. Y de nuevo, Tú eres lasuperficial.

Su madre chasqueó la lengua.—Tienes razón, el nuevo adjunto de

Jeremiah. Es escalador, ¿no es cierto?—Su abuela era una Rosenberg,

pero se casó mal y cayó fuera de lasociedad. Él está desando como un locoel poder volver.

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Jane asintió. Ella respetaba todas lasopiniones de Sloane sobre la gente.

—La llave todavía son los Ford ylos Denton. Jim Ford es un buen hombre,pero es viejo y un poco maniático. —Sloane cogió la caja de base demaquillaje.

—Para con eso —le dijo Jane.Sloane lo dejó en su sitio de nuevo—.No tendrás ningún problema con Jim,pero sus hijos son cosa de otro cantar.Los ha malcriado terriblemente. Tendrásque tener cuidado cuando trates conellos una vez que Jim se haya ido. YRandall Denton es una serpiente con unpar de colmillos de recambio.

No soy tú, no soy tú, no soy tú.

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—¿Al menos algo de colorete?—Por el amor de Dios, Sloane, que

no voy a un baile de graduación. Hehablado con Jim Ford y JeremiahDenton. Ellos entienden la necesidadque tiene la comparsa de permanecerunida y en equilibrio una vez que yomuera. Especialmente con esta sequía.

—Mamá, yo no puedo ser tú. Porfavor, escúchame.

—Cariño, cuando yo tenía tu edad,yo tampoco era yo —la madre de Sloanegiró la cabeza para mirar a su hija—.Una de las más duras lecciones quetodos tenemos que aprender es quépocas opciones da la vida a una mujercivilizada con algo de sentido de lo que

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le rodea.Sloane condujo la silla de ruedas de

su madre hasta el Salón de Oro, dondeatendería a sus invitados, dejándolacerca del viejo y famoso piano en el queel fantasma de Bettie Brown todavíatocaba un par de noches cada año.Después de que Jane Gardner setrasladara a Ashton Villa después delDiluvio, el Salón de Oro, con susenormes espejos de marcos dorados ysillas francesas, había sido de nuevo elcentro de la escena social de Galveston.Sloane estaba segura de que aquellodebería complacer al fantasma de MissBettie. Su madre pensó que esto era algoextravagante, lo que demostraba que a

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pesar de ser una gran líder, era aún ycon todo una mujer de su tiempo. Alcontrario que Sloane, ella había nacidoen un mundo casi sin magia de cuyossupuestos ella nunca había podidozafarse del todo.

Jim Ford fue el primero de losinvitados en llegar. Desde la muerte desu esposa, Clara, nadie impedía que Jimapareciera en las fiestas a la hora exactade la invitación. Era un secreto a vocesque él y su criada negra, Gloria, eranahora una pareja de hecho, pero no teníael suficiente valor como para llevarla aese tipo de reunión social, a pesar de losamables ánimos de la Gran Duquesa alrespecto. Un movimiento inteligente: sus

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detestables hijos jamás se lopermitirían.

Los Ford habían controlado elembarcadero de Galveston desde laGuerra Civil, y Jim hacía gala de sudinero sin ningún gusto. Como muchoshombres que habían conocido la modaen los tiempos anteriores al Diluvio, Jimllevaba pantalones con tirantes, botascómodas y camisas ligeras. ¡Y unacorbata vaquera! Sloane la advirtió condisgusto. Gracias a Dios que Clara novivía para ver aquello.

Sloane se reprendió mentalmentemientras lo acompañaba al Salón deOro. Mala chica. Nada de bromas.

—¿Vino de arroz? —le preguntó,

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encaminándose al gigantesco mueble-baral otro lado del piano.

—Gracias, Sloane. —Ella echó elvino en un vaso y le puso un cubito dehielo, algo que ella sabía que le gustaba,pero que a él le daba vergüenza pedir.Sonrió cuando Sloane volvió con labebida. Echando un vistazo al otro ladode la habitación donde su madre estabaconsultando algo con Sarah, su criada,bajó la voz.

—¿Cómo está?Muriendo, pensó Sloane.—De buen humor, como puedes ver.—Tu madre es una mujer

extraordinaria.—Eso me dice ella —sonrió Sloane

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—, nadie lo cree más que yo, sinembargo. Sabes, esta mañana estábamosreflexionando sobre la cantidad depólvora para comerciar con Beaumont,pero madre me comentó que no mepreocupara. «Jim lo solucionará», medijo.

Jim esbozó una amplia sonrisa,pasando su mano por donde una vezhabía estado su pelo. Jim Ford era unode los tres directores de la Comparsa deMomus, junto con su madre y JeremiahDenton. Jim era tan modesto y se sentíatan feliz cuando alguien le tenía enconsideración especial, que uno de losmás agradables deberes para Sloane erael de felicitarle por todo.

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—Oh, no te preocupes —dijo Jim—.La producción ha bajado un poco poraquí, pero los caníbales de la penínsulaBolívar están tan revueltos este año queen Beaumont están desesperados porobtener toda la pólvora que sea posible.Así que subiremos el precio hasta,digamos, cien veces el peso de loscartuchos en arroz, y saldremos ganandocomparando con el año anterior.Mientras esos caníbales no aprendan aconstruir barcos, estamos en una buenaposición. —Bajó la voz de nuevo—.Sabes… ¿cuánto más?

¿Seis meses? ¿O semanas? ¿O días?Respondió Sloane mentalmente.

—Ella no lo ha dicho.

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—Debe de ser duro para ti.No tan duro como morir. Sloane se

encogió de hombros. Jim paseó unamirada atenta a su alrededor hasta estarseguro de que no estaba sentado cercade una ventana o expuesto a un rayocasual de luz de luna. Se decía queMomus podía ver y escuchar todo lo queiluminaba la Luna.

—¿Te ha dado él alguna señal?Pregúntamelo dentro de seis horas,

se dijo Sloane. La joven sacudió lacabeza negativamente. Aquel era unmomento especialmente resbaladizo,donde Jim la miraba con tanta simpatíaque era duro no venirse abajo, pero elladejó pasar el pánico como una ola

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alcanzando las costas del golfo.—¿Me excusas, Jim? Necesito

consultar algo con Sara —dijo ella,escapando bajo la cobertura de unasonrisa ensayada.

Los invitados fueron llegando ySloane los fue recibiendo con aperitivosvariados: ostras sobre la mitad de suconcha, revuelto de pimientos picantes,anillos de galletitas de arroz, fritos degamba en cuencos de plata llenos dehielo machacado, y rollitos de sushihechos por una mujer japonesa que elcocinero conocía, algas con arrozacompañadas de carne de cangrejo…

El sheriff Denton llegó, con la graciaque le caracterizaba, junto con Kyle

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Lanier a su vera. Kyle era un pequeño yfeo intrigante, con diminutos ojoscastaños y rostro picado. Cuando seconocieron al final de su adolescencia,Kyle no apartaba nunca su mirada de lospechos de Sloane, pero ahora ella sedaba cuenta con cierto grado dediversión, que en la actualidad Kylehabía levantado la vista por razonespolíticas. Kyle había hecho un granesfuerzo por establecer contacto visualcon ella para poder hablar. Ella sedeshizo de él tan rápidamente y con tantagracia como pudo.

El comodoro Travis Perry de laComparsa de Thalassar fue el siguienteen llegar, todavía acompañado de un

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leve olor a mar y manchas de agua enlos bajos de sus pantalones. Despuésvino Horace Lemon, el viejo y robustodirector negro de la Comparsa de laSolidaridad. Su pelo rizado se estabavolviendo blanco en las puntas, como sise le hubieran quemado las puntas ytuviera una capa de ceniza. Luegoapareció la médico de Jane con sumarido, seguidos de cerca por EllenGeary, la actual dirigente de laComparsa de Venus.

El representante de la Comparsa delos Arlequines, Dietrich Bix, fue elúltimo en llegar, al filo de las nueve dela noche.

—Gracias por venir —le dijo

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Sloane al ya entrado en años Bix cuandole besaba la mano. Esta era una de lasinvitaciones que ella había enviado poriniciativa propia. Cuando más mayor sehacía Jane Gardner, menos contactoquería mantener con la Comparsa de losArlequines. Eran agobiantes eimpredecibles, solía decir ella, y eracierto.

—La Comparsa de Momus quierepartir el pastel por orden de mérito —ledijo Jane una vez—. Thalassar quierehacerlo en función del riesgo.Solidaridad quiere dividirlo a partesiguales entre todos. A Venus no leimporta el tamaño de las porciones depastel siempre y cuando lo sirva una

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mujer. Pero los Arlequines tan soloquieren coger el pastel y tirártelo a lacara, y si todos se quedan con hambre,pues qué pena.

Aparte de esto, otra razón máspolítica era que la Comparsa de losArlequines era la único de las cinco másimportantes que siempre se habíaopuesto radicalmente a la estrategia deJane y Odessa de mantener separados alas dos Galveston, con toda la magiaconfinada en el Carnaval oscuro dondeMomus era el rey.

—¿Esperáis a la Reclusa estanoche? —preguntó Dietrich mientras suscascabeles tintineaban conforme suslabios se separaban de la mano de

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Sloane—. Tengo un par de bromaspesadas que me gustaría ensayar.

—Me imagino que Odessa vendrá.—Estaba convencido de ello.

Gracias por la información —dijo Bix—, no quiero que la bruja me pillehaciendo un truco de cartas y me mandecon las comparsas por eso.

Sloane observó cómo el arlequín sesumergía en la fiesta, deseando que lashijas de la Antigua y HonorableComparsa de Momus pudieran escapardel Mardi Gras tan fácilmente como losrumores aseguraban que podían hacerlolos arlequines.

Ella necesitaba un tragodesesperadamente.

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Odessa hizo su aparición justodespués de las nueve, pavoneándosecomo una gallina clueca, haciendo unapausa dramática junto al marco de lapuerta del Salón de Oro. La multitudparecía incómoda, con los músculosrígidos. Dietrich Bix, que había estadosacando una moneda de la ofendidanariz del comodoro Perry, la escondióen la palma de la mano y permaneciócon las manos detrás de la espalda y lamirada baja. No había rastro de desafíoo resentimiento alguno en sus ojos. Apesar de su chiste de antes, sabíaperfectamente bien que era un hombremarcado en el libro de Odessa, viviendoen Galveston, como otros miembros de

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su comparsa, bajo la insegura toleranciade la bruja.

El último ángel de Galveston sehabía superado a sí misma. Un vestidode satén color ciruela con brocados y unchaleco sin mangas sobre el cual habíadispuesto metros de un fantástico sari definísimo algodón pintado a mano conveintenas de pájaros en miniatura. Untraje que tan solo una mujer delgadahabría podido llevar. En Sloane, el trajese habría parecido a la explosión de unavión. Los adornos estaban sujetadospor un broche formando un graciosoremolino en la cadera de Odessa, perouna vez que entró en la sala se detuvo ysoltó el broche de tal forma que toda

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aquella cinta cayó al suelo formando unacola de casi un metro, que el resto de losinvitados iba a tratar de no pisar durantetoda la noche. Sloane frunció el ceño.

Odessa captó la mirada de Sloane,sonrió y fingió beber un vaso invisible yarrojarlo a su espalda. La habitación sevació a su paso. Jim Ford se acercó acharlar con ella durante unos minutos.La había conocido antes del Diluvio.Pero todos los demás la temíandemasiado como para mantener unaconversación despreocupada con ella.Los otros líderes de comparsa,exquisitamente corteses, le presentaronsus respetos y se alejaron de ella encuanto las reglas de la etiqueta se lo

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permitieron.Cuando el comodoro Perry se

excusó de la compañía de Odessagracias una señal de uno de sussubordinados convenida de antemano,Sloane se aproximó a su madrina y lepuso en la mano un vaso con dos dedosde whisky de hoja de palma. Odessa seechó atrás, estudió el conjunto de Sloaney rio con voz chillona.

—¡Es la pequeña pobre niña rica!—gritó ella, agitando su mano yhaciendo bailar el whisky dentro delvaso—. Ratoncita lista. ¡Y, muñeca! ¡Tusojos! ¡Se ven preciosos! Te tienen quehaber costado horas.

—Por supuesto que no —el calor de

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un pinchazo de vergüenza se abriócamino por la garganta de Sloane.

—La aplicación de tiempo yhabilidad en aspectos frívolos es elsello de la sociedad civilizada —remarcó Odessa—. Cualquier salvajepuede acabar con un león o amamantar aun bebé, pero si me preguntas a mí, laHistoria comienza cuando Cleopatra setiñó el pelo. Supongo que hoy concluyeotro exitoso día de penoso trabajo yvueltas en nombre de Jane, ¿no es así?Me alegro por ti. —Odessa puso sumejilla entrada en años esperando unbeso—. ¿Qué opinas de mi cola?Demasiado preciosa ¿verdad?

—Forma un lazo muy bonito cuando

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te la abrochas.—¿Abrochada crees que está mejor?

Me parece un desperdicio. —Odessatomó un sorbo de su whisky—. Esperoque tengas razón, pero no todas nosotrastenemos tus ventajas con las quetrabajar, tus jóvenes voluptuosidades.

Bonito consuelo.

—Todo el mundo siempre está listo paraalabar el espíritu público de losGardner —le estaba diciendo RandallDenton a Sloane quince minutos mástarde—, pero la verdad es que vosotrossois el grupo menos democrático de laisla.

Ella le acababa de cazar mirándole

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los pechos. Decidió no hacer patenteque se había dado cuenta, porque sabíaque iba a ser ella y no Randall la queiba a terminar en una situaciónembarazosa.

—¿Vino, Randall? ¿O no quieresbeber el licor de los tiranos?

—Oh, nosotros los Denton jamáshemos tenido problemas con los tiranos—apuntó Randall aceptando el vaso devino de arroz. Era un hombre delgadocerca de la treintena con problemas decalvicie. Él había sido uno de losjóvenes que habían promovido la modade ropas austeras de cortes claros.Llevaba una chaqueta ajustada de colornegro sobre una camisa de mandarín sin

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cuello, pantalones muy pegados a losmuslos y a los tobillos y unos zapatostan cepillados que Sloane podía ver laaraña del techo reflejada en ellos.Sloane siempre había pensado que elefecto resultante de su vestimenta era lade darle una apariencia depredadora,como una avispa blanca y negra. Lasúnicas manchas de color en su ropaprovenían de los pequeños escorpionesdorados y escarlatas que adornaban labufanda de seda que tenía envuelta alcuello en completo desacuerdo con elcalor de Texas que reinaba en elexterior.

—Durante ciento cincuenta años oslas habéis arreglado para vendar los

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ojos a la isla con un mal llamado«liderazgo civil» lo que es en realidadel ansia incontrolable de los Gardner degobernar las vidas de los demás —continuó Randall—, como si el sol nopudiera volver a salir sin vuestrabenevolente ayuda.

Sloane había suprimido de su menteese exacto argumento docenas de vecespor considerarlo desleal, y por esarazón no pudo hacer otra cosa queparpadear sin articular palabra.

—Lo que I. H. Gardner y laComparsa de la Ciudad hicieron a estaisla después del huracán de 1900 sehabría conocido como un golpe deestado incruento si hubiera sucedido en

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alguna república bananera —añadióRandall con deleite—. Excelentes estosmejillones —comentó abriendo uno conun pequeño tenedor de dos puntas paraostras—. Después de 2004, tu madrehizo exactamente lo mismo. ¿Creías quenadie había notado el paralelismo?

—Entonces, ¿por qué nadie se opusoa ella? ¿Por qué tu padre no dijo nada?¿O Jeremiah?

—Parece que a los Gardner lesdivierte controlar cosas, y hacen untrabajo aceptable al respecto. LosDenton tampoco somos unos acérrimosdefensores de la democracia —anuncióRandall con una sonrisa—. Tan solo nosomos unos hipócritas al respecto.

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Y así se fue desarrollando la velada.En una hora Sloane había hablado contodos, le habían preguntado las mismaspreguntas y había dado contestacionesligeramente diferentes, amables peroimpalpables, a la manera de una buenaanfitriona. Esperó hasta que Sarahestuvo en el Salón de Oro deambulandocon una bandeja llena de mejillones envinagreta y se escabulló por la cocina.De ahí caminó con paso rápido a lolargo del pasillo porticado que separabala mansión de los establos.

En el exterior hacía calor y costabarespirar. Siguió el camino y pasó junto ala casa de carruajes y de ahí al jardínpúblico, con sus flores marchitas en la

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tierra reseca y agrietada. En el centrodel jardín se alzaba una plataforma de laque surgía un domo con un enrejado quese suponía debía estar cubierto deflores, pero las parras habían muerto yningún pétalo ocultaba el viejo lema queGeorge Ford había ordenado grabar enla tracería un siglo atrás.

Una generaciónpasará y otra generaciónocupará su lugar; pero la

tierra permanecerásiempre.

Aparentemente, el autor del Eclesiastésno había compartido la visión de sumadre sobre el transcurso de la

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civilización. Pero realmente, si unopensaba en Dios, o en los dioses, uno nopodía creer en el mundo de JaneGardner, ¿no era cierto? La gran ideacon la que la generación anterior alDiluvio había crecido era que el mundoera inanimado: una gigantesca máquina apartir de la cual una persona inteligentepodía formar otras máquinas, comoautomóviles o escuelas y leyes sobreexplotación laboral de niños. ¿Pero enun mundo vivo, donde aquel cochequizás tuviera voluntad propia y losdioses existieran…? Jane Gardnerhabría dicho que el siglo XX habíaestado fundado sobre la razón, peroSloane se preguntaba si la vanidad no

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sería una respuesta más cercana a larealidad.

Broadway, el bulevar que discurríafrente a Ashton Villa, había sido la callemás ancha de América cuando seconstruyó en 1800. Palmeras y robles seerguían a ambos lados y a lo largo de lamediana central, creando un doble túnelde hojas. Las raíces de los árboleshabían hecho desde entonces la aceraprácticamente intransitable en unrevoltijo de losas torcidas y ladeadas.Sloane caminó por la misma carreterasin alejarse demasiado del bordillo, conlos zapatos rozando contra la finacubierta de hierba marchita, hojas deroble y quebradizas frondas de palmeras

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cubriendo el asfalto. No había tráficoalguno. La gente prefería permanecer encasa durante la noche los días que laluna estaba llena. Únicamente laComparsa de Momus habría previstoalguna actividad para una noche comoaquella.

La sombra de la luna fuealargándose y pasó sobre ella mientrascaminaba junto a las siseantes lámparasde gas que iluminaban la calle en lasmejores partes de la ciudad. Le dolíanlos ojos. Se suponía que los Gardner nolloraban. Al final del bulevar Broadway,donde el parque de atracciones Stewarten la playa esperaba junto al límite delGolfo de México, la luna se alzaba con

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un color cremoso. Sloane sintió sumirada y echó la vista al suelo. Sépequeña. Permanece en silencio. Doslágrimas se escaparon del rabillo de susojos doloridos y resbalaron por susmejillas. Se las limpió de la cara con lapalma de la mano. Lástima de aguadesperdiciada.

Cada primavera, el desfile delMardi Gras seguía la misma ruta que laComparsa de los Arlequines habíarecorrido en aquella fatídica noche de2004, cuando el mundo cambió parasiempre. Habían iniciado la marchajunto a la vieja estación de tren justo aloeste de la ciudad, tiempo despuésconvertida en un museo dedicado al

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ferrocarril, luego caminaron a través delStrand, el barrio de turistas y negociosde Galveston, y finalmente se detuvieronen la entrada del parque de atraccionesStewart, donde Momus habíaestablecido su corte en la primera nochedel Diluvio.

Allí, donde Broadway desembocadaen el bulevar Seawall, la distancia entreel Galveston real y el Galveston todavíaatrapado en el carnaval era tan solo decentímetros. Jane Gardner habíaordenado erigir una valla que rodeara ellugar en su primer año de mandato, detal manera que aquellos que teníannegocios en las inmediaciones deSeawall quedaban protegidos del

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carnaval impío que se agitaba másabajo. Sloane podía escuchar sonidosprovenientes de la feria que la brisaarrastraba hasta el otro lado de la valla.El rítmico pregonar de los feriantes ensus barracas, el golpear de bolas debéisbol lanzadas contra jarras de leche ycarabinas disparando contra patitosmetálicos. Débiles acordes lejanos demúsica inmensamente triste.

Sloane se asomó a la esquina entreBroadway y el bulevar Seawall. Tansolo se había dejado una puerta en lacerca de madera. A través de ella seadvertían los escalones que conducían ala playa y al mundo de la magia. Junto ala puerta se levantaba una cabaña con

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una máquina expendedora de entradas.Incluso a la luz de la luna, Sloane podíadistinguir la fachada pintada de tonosalegres alrededor de la puerta, con carasde payasos y globos de colores, unamujer barbuda y una rueda de la fortuna.El lema de Momus se podía leer sobreel dintel de la puerta, escrito con letrasplateadas:

¡Está claro, las cosas nopodrían

ponerse mejor!

Sloane permaneció junto a la esquinacon el corazón martilleándole el pecho.Levantó su muñeca izquierda a la altura

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de su oído para escuchar el paciente tic,tac, tic, tac de su Rolex, dejando que latranquilizase.

Un fragmento de unos acordesdemenciales le dio la bienvenida cuandose encaminó hacia la taquilla.

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L1.2 Momus

a noche traía el olor decangrejos, de sal y arenahúmeda. El aire oscuro estaballeno de murmullos lejanos, de

risas y gritos y música. Bajo todoaquello, se distinguía el sonido rítmicodel mar rompiendo y rugiendo. Sloanemiró hacia atrás sobre su hombro. Eldébil resplandor de la última lámpara degas sobre Broadway parecía muy lejano.Se obligó a avanzar por la acera hacia lataquilla.

—Buenas noches, Sloane —dijo una

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voz desde las sombras—; te sientesafortunada, ¿no es cierto?

La voz no sonaba ni joven nianciana, ni masculina ni femenina.

No me voy a desmayar, se decíaSloane.

—Yo… yo… lo siento —tartamudeóSloane—. Conoce mi nombre.

—Conozco el nombre de todos.—Oh. Ah, no lo decía por nada en

concreto. Yo n-necesito… —Por amorde Dios, mujer, eres una Gardner. Dejade comportarte como una niña de diezaños—, necesito ver a Momus.

—Extienda la mano —dijo la voz.La piel se le fue poniendo de gallina

a Sloane conforme iba estirando el

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brazo hacia la cabina de la entrada.Vaciló.

—¿Qué me va a hacer?—Ponerle un sello. Extienda la

mano.—¿Eso es todo?—La admisión es siempre sin coste

alguno —el portero emitió una pequeñarisita—. Ya tendrá ocasión de pagardentro. Extienda su mano.

Sloane cerró los ojos con fuerza.Acercar la mano a la ventanilla y másallá, hacia la oscuridad de la taquilla,era como meterla dentro de un cajónlleno de arañas. Algo le golpeó en lamuñeca, justo por debajo de la correa demetal de su reloj. Tragó saliva y retiró

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la mano. Una caricatura plateada deMomus refulgía en la oscuridad sobre supiel, una cabeza redonda con dospequeños cuernos y una sonrisamalvada. Incluso entonces, enferma demiedo, no se olvidó de articular un«gracias». Siempre obtienes más conbuenas formas que con buenas ideas. Sumadre odiaba cuando Sloane decíaaquello.

Ella comenzó a descender por lasescaleras que la conducirían a la playaStewart. «La admisión es siempre sincoste alguno. Ya tendrá ocasión de pagardentro». De eso estoy convencida, sedijo Sloane.

El ruido del carnaval fue creciendo

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con cada escalón que bajaba. Los oloresde la feria fueron ascendiendopaulatinamente por la escalera:barbacoas y cigarrillos, cervezaderramada y… ¡palomitas! Sloane sesorprendió de lo fácilmente que habíaidentificado el aroma. Ella no podíatener más de nueve años cuando se agotóla última bolsa de palomitas.

Cuando alcanzó el final de lasescaleras no se encaminóinmediatamente hacia la feria paraencontrar a Momus. En lugar de eso, seescondió entre las sombras y observó laescena que se desarrollaba frente a ella.Vendedores con delantales comerciabanen sus barracas con todo tipo de

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productos: cerveza fría, nachos,jalapeños en vinagreta, perritoscalientes, algodón de azúcar, patatasfritas con ketchup y palomitas. Lenguasde fuego se alzaban en el cielo de unadocena de parrillas improvisadas paralamer costillas de cordero y pollos yfaldas de ternera y camarones,salchichas de Fráncfort y hamburguesas,todas entre las llamas yachicharrándose. El aire estaba lleno dehumo, nubes de humo, flotando por elaire desde las parrilladas, loscigarrillos, los tragadores de fuego, lospuros.

Había puestos de buhoneros pordoquier, cada uno con un pregonero

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diferente, cada barraca adornada conestandartes o con luces parpadeantes oglobos de colores. La gente searremolinaba entre ellas, intentandoderribar jarras de leche con una pelotade béisbol, adivinar el peso de la DamaGorda, hacer sonar el timbre de lo altode la torre con un golpe fuerte demartillo pilón. Arrojaban pasteles apayasos y lanzaban aros a cerdos ytiraban con gran fuerza de la rueda de lafortuna con letras gitanas quetraqueteaban y luego se ibanralentizando hasta detenerse en unacasilla como un viejo corazón dejandode funcionar.

Incluso el clima era diferente en

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Mardi Gras de lo que era fuera. Másfresco y menos húmedo. Como le habíacomentado su madre, siempre era lamisma noche en Mardi Gras: 11 defebrero de 2004. Sloane se acercó elRolex al oído. Para su enorme alivio,todavía funcionaba. Se decía que losrelojes funcionaban mal en Mardi Graso no funcionaban en absoluto, pero elRolex era un talismán además de unamáquina, y alguna combinación entre unatecnología punta y el amor de su madreparecía funcionar protegiendo el relojde todo daño. ¿Qué otro talismán podríafuncionar como protección contra loshechizos de la corte de Momus si no eraun regalo de su propia Duquesa?

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Todos los juerguistas de la multitudal parecer llevaban máscaras. Sloanequitó la pinza que sujetaba su velo y lodejó caer sobre su rostro. No, espera.Mirando más fijamente, Sloane se diocuenta de que muchas de las figuras noeran del todo humanas. Una mujeremplumada permanecía en pie sobre unasola pierna como una garza real,entrecerrando los ojos con fuerzamientras intentaba adivinar el pesoexacto de la Dama Gorda. Un hombremascando una pila como si fueraescabeche pasó a casi un metro dedonde Sloane estaba observándolo todo.Tenía dientes de acero y sus dedostenían surcos como unos alicates. Sloane

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se aplastó más contra la oscuridad. Esasdeberían ser personas sobre las cualesla magia había estado trabajando duranteaños y años. Quizás capturados en losprimeros días del Diluvio.

Sus vestimentas eranextraordinarias. Llevaban algodón,inmaculadamente cardado y tejido de talforma que se pegaba imposiblemente alcuerpo. Vaqueros azules y vestidos deuna calidad que Sloane tan solo habíavisto en fotografías. Algunas de lasmujeres habían sacado provecho de lascualidades increíbles de la sedaartificial. Sloane vio seda gruesa ychaquetas finas de fresco lino, jerséisceñidos, y más lazos de los que un

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ejército de abuelas podría tejer en unaño. Todas las ropas estaban teñidas decolores prediluvianos que la naturalezaúnicamente reproducía en peces oflores: amarillo limón, escarlatabrillante, cobre, plata y azul de ultramar.

Pronto se dio cuenta de que podíadistinguir a los recién llegados por susvestimentas. Incluso los que habíanempezado a perder su forma humana yles habían crecido bigotes animales obien escamas, podían identificarse porsus camisas de algodón rugoso,sandalias de suelas de goma, y loscolores sórdidos y monótonos que loshabitantes de Galveston conseguían através de la pacana, corteza de roble y

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de retama.Con gran sorpresa, Sloane se dio

cuenta de algo más: todos parecían estarpasándoselo bien. Los hombresalardeaban, las mujeres sonreían, losniños aplaudían y daban brincos,chillando presa de una gran excitación opersiguiéndose los unos a los otros através de un bosque de piernas deadultos. De alguna forma, Sloanesiempre había asumido que el Carnavaldebía ser una especie de infierno, llenode almas en tormento en una macabraparodia de entretenimiento. Nunca se lehabía ocurrido que quizás realmentefuera una fiesta infernalmente divertida.Parpadeó con desconcierto. Está claro,

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las cosas no podrían ponerse mejor. Sesorprendió esbozando una sonrisavíctima de un oscuro sentimiento dedecepción. Debía ser más hija de sumadre de lo que ella misma suponía, unamalhumorada hormiga haciendoreproches a unas cigarras jugando entrelas briznas de hierba.

Una mujer con cabeza de gato con unvestido de tubo de lamé doradovagabundeaba cerca del escondrijo deSloane.

Era hora de encontrar a Momus.Sloane observó con malestar que suspiernas no le obedecían. Vamos.¿Asustada?, se dijo. Eres la mujermejor vestida de todo el lugar.

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Sloane había invertido muchotiempo en aprender a ser invisible.Había formado parte de su carácterdesde los días en que caminaba a gatas,aquel impulso infantil de sentarse ensilencio a un lado y observar a losdemás sin que nadie se percatara de supresencia. Una habilidad útil paraalguien que trabajara como ayudante deJane Gardner, pero una característicanefasta para una Gran Duquesa, comoella había intentado más de cien veces(siempre con educación) de hacerle vera su madre. Pero invisible eraexactamente lo que ella quería ser enaquel momento.

Los cuerpos se apretaban entre sí y

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se daban empujones para avanzar endirecciones opuestas, como Sloane tuvoocasión de percibir al salir de suescondite y adentrarse en la multitud.Metió los hombros hacia dentro comocualquier chica alta con pechos grandeshabía aprendido a hacer y mantuvo sucabeza hacia el suelo para prevenircualquier posible contacto visual. Ahoradeseaba haber llevado algo menoselegante que su vestido de noche teñidode color liquen. Nadie aquí te va aprestar atención, se repitió, pero elviejo y familiar temor de que todos seestuvieran fijando en ella se extendiópor todo su cuerpo como una oleada decalor a lo largo de toda su piel.

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—¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes tostadosy calentitos! —gritaba alguien justo allado de su oído—. ¡Algodón de azúcar!—¡Todo el mundo gana, señores yseñoras!

—… Virgen Sagrada me habendecido con poderes…

—¡Collares, collares! —gritaba unamujer de color prácticamente envueltaen collares de plástico—. ¡Cariño,necesitas algunos collares!

—No, gracias —respondió Sloanealejándose hacia un tenderete fingiendoun gran interés por los premios quepodían obtenerse encasquetando unasanillas en unos monos de peluche.

La mujer de color mostró una amplia

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sonrisa. —Tú debes ser nueva, tú creesque no necesitas collares —se echó areír—. Vuelve a verme cuando hayasaprendido más, cariño. —Es un tirofácil, señorita. Un tiro fácil hasta paraun mono— dijo el vendedor extendiendoun puñado de anillas de plástico.

—Realmente en lo que estoyinteresada es en ver a Momus. Elvendedor se hizo una bocinilla con lamano junto al oído.

—¿Qué has dicho? Habla más alto,dulzura. ¿Dos juegos enteros de anillas?

—Momus —gritó Sloane—,necesito ver a Momus. El nombre deldios cayó sobre la multitud como unapiedra sobre un pozo.

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El silencio recorrió a todos lospresentes. Todos los juerguistas semiraron los unos a los otros yretrocedieron.

—No tan alto —susurró el feriante—. ¿Quieres que pierda mis clientes?

—Lo siento. —La tienda delencargado— gruñó indicando unadirección mientras le daba la espalda yofrecía un puñado de anillas a un niñopequeño disfrazado con una máscara depiel de serpiente. —¡Haz algunosintentos gratis, chaval! Qué fácil esganar premios aquí. Alguien tiene queganar, señores y señoras. ¿Por qué nousted?

Sloane se alejó del feriante

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intentando sin éxito ver algo que pudieraparecerse a un despacho de encargado.Una joven demacrada vestida con untraje de fantasía le tiró de la mangagritándole. —¡Siempre has sido unametepatas, Sloane!—.

—Oh, Dios mío —exclamó Sloanecon sorpresa—. ¿Ladybird? ¿LadybirdTrube?

—La misma que viste y calza.—Pero cómo…Ladybird se encogió de hombros.—O estoy loca, o estoy muerta, o

bien Odessa averiguó lo de que veíamuertos por nuestra mansión y me envióaquí con las comparsas. Para serverdaderamente sincera, querida, intento

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no darle demasiadas vueltas a eso. Melo estoy pasando de locura, sin madrealrededor por una vez echándolo todo aperder. —Levantó un vaso de plásticohasta la boca y dio un sorbo de unabebida sin color—. ¿Sabes que las Hijasde la Revolución de Texas se la hanjugado otra vez? Esas siete magras yhambrientas vacas que guardan elproceso de aplicación de lasdifamaciones de nuestro papeleo.Quiero decir, Sloane, ¿tienes hora?

Sloane miró su reloj.—Casi medianoche.El aliento de Ladybird apestaba a

alcohol dulce. Se apoyó con todo supeso sobre el brazo de Sloane.

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—Gracias, guapa. No sé por qué lopregunto realmente, ya que aquí nuncallega a amanecer, pero a una le gustasaber las cosas. Hay una encantadorafiesta en marcha donde estás tú, sabes.Bueno, no exactamente donde estás tú,ya me entiendes lo que te quiero decir.Miss Bettie va a tocar aquel curiosopiano de cola. Su gusto en lo tocante amúsica es previsiblemente anticuado,pero toca con verdadera pasión.

—Necesito ver a… —Sloane se diounos golpecitos indicando el dibujo deMomus que tenía pintado sobre lamuñeca.

—Por supuesto que sí, querida. —Ladybird gesticuló con la bebida en la

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mano. Era tan extravagante comosiempre, con su cabello recogido en loalto de la cabeza en un estilo señorialespañol sujeto con tres grandesaccesorios decorados como caparazonesde tortuga—. Todo recto detrás de ti,camina hasta la Mujer Barbuda ydespués junto al Verdadero LaberintoHumano. No hay pérdida.

—Ladybird… —Sloane miró a laheredera de la fortuna Trube. Ellahabría sido una excelente vieja señoraexcéntrica, pensó Sloane. Pero enaquellos días no era seguro hacerse denotar; las flores de colores másbrillantes son las primeras en sercortadas—. ¿Te busco cuando vaya a

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salir de aquí?—No puedo salir de aquí, Sloane.

—Ladybird sonrió sin alegría—.Cuando camino hacia la puerta, hacia elbulevar Seawall, ya sabes, no vuelvo acasa. Sigo otra vez en este Galveston.Fiestas a lo largo y ancho de toda laavenida, borracheras en tu casa. Cochesque funcionan. Me he marchado con lascomparsas, ya ves. Es el Mardi Gras.Dondequiera que yo vaya, allí está elMardi Gras —tomó otro trago de suvaso de plástico y fabricó otra sonrisa—. ¡No puedo decir que eche demasiadode menos la vieja vida! Deberíasquedarte.

—Parece bastante divertido —

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comentó Sloane incómoda—, pero tengocosas que debo… Está madre y todoeso.

Ladybird acercó un dedo a su nariz.—No digas más. ¡Márchate ya!Sloane se despidió con la mano y se

encaminó hacia la Mujer Barbuda.—¿Sloane? —la llamó Ladybird.

Sloane se volvió. Ladybird estaba depuntillas para hacerse ver, porque lamultitud que había entre ambas ya laestaba engullendo. Gritó—: ¿Qué horadecías que era?

—Las once cincuenta y dos.—¡Fabuloso! Que pases una buena

noche, y suerte con Tú Ya Sabes Quién.Sloane hizo caso a las indicaciones

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de Ladybird. En unos pocos minutos seencontró frente a una pequeña cabañacon el rótulo «ENCARGADO» pintadosobre la puerta. Los gritos de los que sehabían perdido llegaban débilmente asus espaldas desde el VerdaderoLaberinto Humano.

Se dio cuenta de que no estaballamando a la puerta. Vamos. Eres lahija de la Gran Duquesa, se dijo. Perocontinuaba sin llamar. Si no lo haces, tumadre morirá, se animó. Aquello casifuncionó. Y entonces tú estaráshaciendo su trabajo, reunión trasreunión, moción y moción secundada,durante el resto de tu vida.

Soy tan cobarde. Llamó a la puerta.

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—¡Adelante! —La puerta se abrióde repente y Momus apareció frente aella, un enano jorobado con cabeza enforma de luna con dos pequeños cuernosen lo alto de una cabeza sin pelo.Llevaba una túnica escarlata de maestrode ceremonias con faldones y unas botasmás oscuras que el espacio entre lasestrellas—. ¡Ahijada! ¡Al fin!

El tiempo se detuvo.La madre de Sloane siempre le había

hablado de la magia como algoimposible, algo no real. Los dioses eranvino o drogas que distorsionaban lossentidos. Sueños enfebrecidos yalucinaciones. Nada podía estar máslejos a la verdad. Allí de pie enfrente

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del dios jorobado, Sloane supo queMomus era real. Lo que ella llamabavida era un dibujo de carboncillo,emborronado sin cuidado sobre una hojade papel, y Momus era la chincheta quela atravesaba para clavarla al universo.

Debido a su altura, Sloane se quedómirando la calva de su vieja cabeza. Erade color blanquecino y se podíanadivinar venas azules aquí y allá, juntocon los hoyuelos y prominencias propiasde su cráneo. Su piel gruesa y basta enel nacimiento de sus pequeños cuernos.No tenía cejas, aunque las prominenciashuesudas sobre sus ojos se vislumbrabanperfectamente bajo su fina piel blanca.Sintió una acuciante necesidad de

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alargar la mano y tocarlo, sentir loshuesos escarpados, la piel como papelde cera bajo sus dedos. Se imaginó a símisma, empalidecida y vieja, sentadaenfrente de un tocador con un pequeñocepillo en su mano y su cabello reducidoa mechones dispersos.

—Lo siento —susurró, viendo susviejos muslos, flácidos y pálidos. Convenas azules interrumpidas pormoratones a lo largo de toda la pierna.Se agarró con fuerza al Rolex. El tiemposaltaba como un grillo atrapado en lasmanos de un dios.

Momus sonrió y lo liberó de nuevo.—He oído algo sobre tu madre —

dijo él—. Rígida, más rígida, lo más

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rígida posible. Es una lástima. Deberíahabérselo pasado mejor, esa es mifilosofía. No tiene sentido permanecersobria hasta la última llamada.

La cogió del brazo. Su toque eraborrachos solitarios y suicidas. Sloanese imaginó sus propios dientesvolviéndose amarillentos, su bonitasonrisa desapareciendo. No máshombros que mereciera la pena enseñara nadie. Grandes tetas colgando dentrode una bata descuidada. Casa vacía.Soledad.

—¿Te alegras de verme, ahijada?«Honrada», quería decir Sloane,

pero la palabra se torció en su boca y ensu lugar acertó a decir:

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—Horrorizada.Dejó escapar un grito ahogado y se

tapó la boca con las manos.—No estás en casa de tu madre,

Sloane. Conmigo, puedes hablar contotal libertad. —Momus le dio unosgolpecitos amistosos en el hombro—.Esa es la diferencia entre una abogada yun bufón, mi querida. Un bufón debedecir la verdad, ya le escuchen o no.

Momus la tomó de la mano ycomenzaron a pasear fuera de la cabaña.

—Vamos, recupera el aliento.Los sonidos del Carnaval volvían a

danzar en torno a ella de nuevo, las risasde los borrachos y el parloteo de losferiantes en sus puestos. Ruidos de

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pisadas huían y se desvanecían dentrodel Verdadero Laberinto Humano.Siguieron un estrecho camino que bajabahasta la orilla del mar. Hileras de olasse deslizaban y susurraban sobre laoscura arena. Momus caminó hacia laplaya con los brazos entrecruzados conlos de su ahijada. La brillante y ruidosaferia quedaba atrás a sus espaldas, comosepultada bajo el ruido sordo y elmurmullo de las olas rompiendo contrala orilla. Primero oyó cómo una ola seestrellaba contra la playa. Luego, en lapequeña hondonada que había dejado asu paso, y antes de que se acercara lapróxima ola, Sloane pudo oír el suave ylento siseo de las burbujas de espuma

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sobre la arena. Era el mismo sonido quehabía escuchado cuando la vieja brujade Odessa le acercaba un vaso degaseosa.

—¿Me vas a matar? —le preguntóSloane.

—No.—¿Me vas a encerrar aquí? —El

dios no respondió. Las cabrillas seformaban en la superficie del agua y sevenían a deshacer contra la orilla conuna apariencia fantasmal a la luz de laluna—. Déjame pedirte un favor —dijoSloane—; concédemelo o niégamelo,pero déjame pedírtelo y luegopermíteme marchar. Por favor.

—Pide sin rodeos, ahijada.

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«Cuando cenes con el Diablo, utilizauna cuchara larga». Odessa solía deciraquello. Pero ya era demasiado tardepara comportarse sabiamente.

—Ya debes de saber que mi madrese está muriendo. Tu consorte —añadióSloane— no está bien. No es la hora.Todavía no.

El dios jorobado se agachó yrecogió de la playa una concha vacía. Seobservaba cómo el mar había hechomella en ella. La sostuvo en alto contrala luz de la luna, y luego la dejó caer.

—En el esplendor de Roma, se dice,había un enano cuyo único cometido eracabalgar al lado del emperador en cadadesfile y acontecimiento público, y

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susurrarle una cosa al oído imperial: «túmorirás, tú morirás, tú, también, deberásmorir». La hora nos llega a todos —dijoMomus—, incluso a mí, quizás, aunqueno durante mucho tiempo todavía —hizoun ademán señalando el Carnaval a susespaldas—. Jane sostiene un Galveston,yo el otro, y la Reclusa vigila laspuertas entre los dos.

Sloane cayó de rodillas sobre laarena húmeda.

—Te lo suplico. Momus la hizolevantarse.

—Vas a echar a perder tu vestido —dijo con un suspiro—. Dime tu deseo, yveré qué puedo hacer por la hija de miconsorte.

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—No puedo soportar verla morir. —Sloane no podía evitar llorardesconsoladamente. Las lágrimas fluíanfuera de ella sin ninguna posibilidad dedetenerlas—. ¿Me ayudarás?

El mar rompió y quedó en silenciocomo el lento latir del corazón delmundo.

—Sí.

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M1.3 El boticario

omus acompañó a Sloanedurante todo el camino deregreso hasta la entrada delbulevar Seawall. La mera

presencia del dios era tan abrumadoraque todo lo que ella podía hacer eraintentar no desmayarse. A pesar de ello,se forzó a mirarle a los ojos, morderseel labio hasta que le doliera, asentir conla cabeza e incluso arreglárselas parahacer una pequeña reverencia cuando élse inclinó para despedirse. Luego lapuerta se cerró detrás de él y Sloane

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cayó sobre ella, con la cabeza dándolevueltas, su mejilla apoyada contra elcálido tacto de la madera, justo debajodel rótulo.

¡Está claro, las cosas nopodrían

ponerse mejor!

No había luces, ningún sonido de músicaen el aire. Ella había vuelto a Galveston,a su Galveston, donde la magia noestaba permitida. Toda la gente buena yprudente se había quedado en sus casas,con amuletos para protegerse de la lunallena colgando de sus puertas yventanas. Sloane observó la ciudad

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como un halcón borracho, mareado yexultante.

—¡Ja! —gritó. El sonido hizo eco asus espaldas. Una fiera sonrisa se abriópaso por su rostro. Ella lo habíaconseguido. Sloane, la aburrida yresponsable Sloane, había arriesgado sucordura, se había atrevido a entrar en elcarnaval, había salvado la vida de sumadre. Su madre no moriría, y Sloane nosería enterrada en vida bajo aquelhorrible trabajo que era gobernarGalveston. El regocijo se extendió portodo su ser, burbujas de él surgiendo yburbujeando por su sangre. ¡Así que esasí cómo se siente una al ser valiente!Como una borrachera de champaña,

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delicioso, pero no algo que quierashacer demasiado a menudo, se dijo.

Sloane fue tambaleándose a travésdel bulevar Seawall y cruzó la carreteracon rapidez. Los primeros bloques decasas de Broadway eran una partedesolada de la ciudad, demasiadocercana al Carnaval para ser el hogar degente decente. Las gigantescas casasvictorianas estaban descuidadas, sustejados horadados por ramas de robles.Muchas de ellas habían sido reducidas aescombros para aprovechar las cañeríasy la madera para hacer fuego.

Sloane estaba teniendo problemaspara ver bien y el latir de su corazón eraerrático, como si el ritmo del mar

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rompiendo contra la playa se hubieraintroducido en ella y lo hubiera puestotodo patas arriba. Pero ella no podíadejar de sonreír y a pesar de ella mismaechó a correr. Se imaginaba entrandocon paso majestuoso en Ashton Villa.Los últimos invitados estarían allítodavía, mirando a Jane Gardnerenmudecidos tan pronto como ella selevantara de la silla de ruedas. Jim Fordabriría los ojos como platos y RandallDenton empezaría lentamente una rondade aplausos cuando la Gran Duquesa deMomus hiciera lo imposible ycomenzara a caminar por la sala. Ellallamaría a un sirviente y pediría té, ydespués diría «¡Al diablo con el té!», y

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agarraría una copa alargada dechampaña con unos dedos que contratoda esperanza podía sentir de nuevo. Lamente racional de Jane Gardner notendría explicación para surecuperación. Sería un milagro.

Y entonces Sloane entraría con pasofirme en el Salón de Oro y todo elmundo volvería la mirada hacia ella.Odessa sería la primera encomprenderlo todo, y luego todos losdemás, uno a uno, y por último su madremiraría al otro lado de la sala y se daríacuenta de que su hija lo había arriesgadotodo para salvarla…

Una sombra se separó de una farolamientras Sloane corría y le hizo la

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zancadilla con el pie. Ella cayó,golpeando el asfalto con su cara. Todosu cuerpo se congeló por un segundo, yluego el dolor la atravesó como unadescarga eléctrica, cegándola.

Cuando pudo pensar de nuevo habíaun hombre en cuclillas sobre ella.Apestaba a gambas y a aceite de motor ya cerveza.

—Eh, nena, ¿a qué viene tanta prisa?—Una mano le recorría el hombro. Lasangre le resbalaba por la cara y caíasobre la calzada ardiente. Inclusoentonces, cuando el sol se había hundidoen el horizonte hacía horas, el asfaltoseguía reteniendo su calor. Le quemabala mejilla.

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Tenía sangre en la boca. Parpadeóintentando ver con mayor claridad. Otropar de manos le sujetaban los tobillos yla arrastraron brutalmente a un lado dela carretera, raspando de nuevo su caracontra el pavimento.

—Métela en la casa —dijo elhombre al lado de su oído. Metió susmanos tras los hombros de Sloane y tiróde ella hasta levantarla del suelo. Ellagritó. El hombre la arrojó contra elsuelo y su cabeza golpeó el pavimentode nuevo.

Ella emitió un quejido y alguien leabofeteó con fuerza en la mejillaensangrentada. El primer hombre estabade cuclillas sobre su pecho,

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impidiéndole respirar. Le agarró sinconsideración del cabello y le levantó lacabeza de un tirón. Ella sintió frío metalcontra su garganta.

—Otra más de esas —le siseó— y tehago un coño nuevo, ¿pillas?

—¡Eh! —gritó alguien desde elbloque de pisos. El hombre saltó con elcuchillo en su mano.

—Ocúpate de tus propios asuntos —le gritó. Unas pisadas comenzaron aacercarse con rapidez hacia ellos.Sloane luchó por levantar su cabezapero la luna le deslumbró. Tuvo laimpresión de ver a un hombre enormecon una maza aproximándose haciaellos.

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El asaltante sostuvo su cuchilloenfrente de él.

—No estoy de coña, tío. Sigue tucamino.

El gran hombre ralentizó su paso,mirando a Sloane, tirada sobre elasfalto. Desde donde estaba Sloane, elhombre parecía un gigante, al menos unmetro noventa y cinco, y tan ancho comoel refrigerador de la cocina de Jim Ford.Fácilmente ciento cincuenta kilogramos.Lo que ella creyó en un principio queera una maza, se reveló como unaespecie de arpón casero, un bate debéisbol con una púa gigantesca clavadaen uno de sus lados. Comenzó a darsegolpecitos con aquella arma temible en

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su enorme mano.—Será mejor que tengas un arma de

fuego que dé miedo, hijo, y que lasaques rápido, porque me voy a apañarpara hacerte un feo en el jeto, pequeñocabrón.

El hombre que sujetaba los tobillosde Sloane la soltó y se escabulló entre laoscuridad.

—Contaré hasta tres. Uno, dos, tr…—Que te jodan —dijo el hombre del

cuchillo. Y luego él también echó acorrer calle abajo.

El gran hombre exhaló un suspiro yse inclinó sobre el asfalto para examinara la chica. Olía a agua de mar y sudor ycerveza.

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—Estás bien —le dijo—. ¿Puedesmover la cabeza?

Ella movió la cabeza de un lado aotro. Él chasqueó la lengua.

—¿No? ¿Qué tal los dedos de lasmanos y los pies?

Ella los movió lentamente.—¿Cuántos dedos ves? —le

preguntó mostrándole la manaza frente asus ojos.

Muchos, intentó decir, pero laspalabras no le brotaron de la boca. Susdedos eran cuadrados y gruesos y olíana pescado. Sloane tosió un poco. Mássangre se deslizó por su boca.

—Bueno, atontada o borracha, perono creo que tengas el cuello roto ni

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nada. Llenas ese traje muy bien, eso telo concedo —murmuró él—. Yo tetaparé. Y además tengo manos grandes—le pasó un brazo enorme alrededor dela cintura—. Muy bien, pastelito, nosvamos.

La levantó tan fácilmente como siella hubiera sido un gato y se la echósobre la espalda. Su gran hombroparecía más ancho que la cintura deSloane.

—Ah, maldición —susurró él.Volvió la cabeza hacia la dirección porla que había aparecido, se inclinó y sacóuna bolsa—. No tiene sentido echar aperder una buena noche de trabajo.

Un momento más tarde, Sloane se

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encontró cara a cara con un saco llenode restos de pescados malolientes. Labolsa le golpeaba y ensuciaba a cadapaso que daba el hombre. Sloanehubiese jurado que no todos lospescados que llevaba aquel hombreestaban del todo muertos.

Sloane se dio cuenta de que elhombre no le había preguntado cómo sellamaba ni cómo se iba a su casa. Quizásfuera otro violador, llevándola a unlugar lejos de ojos indiscretos parapoder forzarla sin más problemas. Si eraasí, estaba en problemas. Nadie la iba arescatar de ese gigante. Intentó gritar,pero no tenía aliento colgada de suhombro, y su «socorro» le brotó como

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un susurro. El hombre chasqueó lalengua.

—No te preocupes, muñeca. El viejoHam te va a curar todo el estropicio quetienes. —La llevó a ella y al saco depescados a una pequeña casa a unas dosmanzanas de distancia. El hombre fuesaltando los escalones de la entradaabrió la puerta de cristal y llamó a lasegunda puerta de madera con un puñodel tamaño de un melón—. ¡Josh!

Para llamar a la puerta, la habíacambiado de postura, y ahora ella casiestaba de pie. Sloane le arañó la caracon sus uñas. Quería atacarle a los ojos,pero en el último instante en lugar deeso se decidió por la mejilla.

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—¡Oye! ¡Maldita sea! —tronó elhombre. Sloane trató de escapar, pero elhombre la sujetaba por la espalda confuerza. Agarrando sus brazos la obligó aarrodillarse contra el porcheinmovilizándola dolorosamente—. ¡Paraya de una vez, imbécil desagradecida!

Se oyó el crujir de unos escalonesde madera.

—¿Ham? ¿Qué diablos…?—¡Una maldita ratoncita borracha

acaba de intentar sacarme los ojos!Mierda. Estoy sangrando.

—Tengo dinero —dijo Sloane convoz entrecortada—. Os puedo pagar. Sumejilla le ardía intensamente y la cabezale daba vueltas. —Conozco a gente

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importante. El otro hombre, el que habíallamado Josh, abrió la puerta delporche.

—Creo que piensa que la vas aviolar —dijo. El gran hombre se quedócongelado. Un instante después soltó aSloane como si quemara.

—Eh, lo ha entendido mal, señorita.Josh y yo somos buenos tipos, se lo juroante Dios. Sloane se acuclilló en elporche. El corazón le dolía, se sentíamareada y tenía ganas de vomitar.

—No tienes por qué entrar aquídentro —dijo Josh desde la puerta de sucasa—, pero sé un poco de primerosauxilios, y por el aspecto que tienesparece que los puedes necesitar.

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—Yo… —Sloane luchó porincorporarse—, estaré bien —dijo ella,intentando encontrar los escalones delporche. Luego se desplomó.

Ham la cogió antes de que cayera alsuelo. Esta vez la sujetó como si llevaraen brazos a una princesa hada y se metiódentro de la casa, poniendo especialcuidado en agacharse al entrar para nogolpearse la cabeza contra el quicio dela puerta y el techo, que estaba lleno demadejas de ortigas secas, algas ymanojos de ajos y pimientos. La casa deJosh no tenía aire acondicionado yestaba horriblemente caliente. Apestabaa sulfuro y a trementina, y al olorespumoso de la cerveza de arroz

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fermentándose.Acercaron una silbante lámpara de

gas.—Muy bien —dijo Josh—, ponla en

la mesa de operaciones. —Sloane sintióuna superficie cálida de vinilo contra suespalda. Alguien le puso un cojín bajolos pies. El hombre más pequeño estabade pie junto a ella—. Te voy a echar unvistazo. No tengas miedo.

—Todavía puede mover los dedosde los pies y de las manos. Encontré ados cabrones intentando abusar de ellacuando volvía del remolque de Rachelcon el resto de mi captura.

—No puedo oler nada de alcohol.En ella, quiero decir.

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Ham se echó a reír.Los dedos del hombre pequeño le

tocaron detrás de la oreja y sobre unpunto de la barbilla después de volverlela cabeza. Ella parpadeó por efecto dela luz de la lámpara de gas. Sus manoseran duras y olían a sulfuro y pimientosde chili. Le abrió los ojos de par en par.

—Está en shock. Pupilas dilatadas.Coge una manta de mi habitación,¿quieres?

—Tú eres el jefe, jefe. —El hombreenorme se dirigió a otro cuarto. Suausencia vació la habitación.

La mejilla y la frente de Sloane eranun cúmulo de fuego. Podía sentir elsabor de la grava y la sangre en su boca.

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Se le cerraron los ojos. Cuando se forzóa abrirlos, vio que el llamado Joshestaba mirándola, no como un doctor,sino como un hombre. Sus ojos seapartaron de los suyos con culpabilidad.La llama de la lámpara de gas vibraba yse agitaba, mareándola más y más hastaque se desvaneció.

Cuando volvió en sí misma estabacubierta por una manta. Estaba echadaen una camilla médica. La viejasuperficie de vinilo crujió cuando movióla cabeza parpadeando para poderobservar lo que la rodeaba. La casaestaba llena de objetos por todos lados.El vestíbulo solo tenía espacio para unpar de sillas y la mesilla a un lado, un

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estrecho pasillo y un largo mostradorque iba de un lado a otro de lahabitación. Sobre el mostrador podíaver una olla de acero inoxidable llenade hojas secas con un palo de golf quesobresalía. Detrás del mostrador habíahileras e hileras de estantes llenos debotellas de plástico de Robitussin ytarros de cristal de Vick’s Vapo-Rub ylatas de hierbabuena Altoid, botellas deplástico a las que se le habían arrancadolas etiquetas, toscos sacos de algodón ybotellas de cerveza con corchos de cerapara sellarlas. Raíces y hojas de todotipo flotaban en jarras de aceite yalcohol, junto con pedazos de animales.Estaba segura de que veía riñones de

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pollos, pescados, una botella de plásticollena de cascabeles de serpientes decascabel, y algo que se asemejaba a unajarra llena de lenguas.

—Ham, esta es Sloane Gardner. Hasrescatado a la hija de la Gran Duquesa.

—¿Estás de coña, Josh?Sloane cerró los ojos intentando

contener los deseos de vomitar. Le dolíael hombro. Estaba comenzando a entraren calor gracias aquella manta. La casaestaba caliente, en penumbra y llena deolores extraños y penetrantes.

—Farmacia —murmuró ella.—Antes lo era —dijo el hombre

llamado Josh—. Ahora es tan solo lacabaña de un hombre-medicina.

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—Medicina de la frontera —señalóHam—. Una botica.

—Botica. —Josh se acuclilló junto ala cabeza de la camilla, sujetando unajarra en las manos—. Bebe esto sipuedes. Es caldo caliente con algo quete ayudará a superar el trauma.

Era joven, con la cara delgada.Reservado. No era verdaderamentepequeño más que en comparación con suenorme amigo, al cual Sloane podíaescuchar dormitando en algún lugarfuera de su radio de visión. El olor aespuma era muy fuerte, y Sloane supusoque el boticario seguramente fermentabacerveza de arroz y whisky de palma allí,en su casa. Luchó por incorporarse y

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sentarse sobre la camilla. El boticario laayudó pasándole un brazo por detrás dela espalda. Ella fue dando pequeñossorbos al caldo. Algo le daba un saboramargo, parecido a la madera.

—Lo siento si os causo problemas—dijo ella.

El hombre pequeño cogió un reloj debolsillo y colocó con suavidad susdedos sobre la muñeca de Sloane. Lamovió de un lado a otro para asegurarsede que no había daños. Luego le tomó elpulso.

—Sin problema. —Sus ojos seencontraron.

Sloane terminó el caldo y se reclinósobre la camilla. Su ojo captó

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movimiento. Una cucaracha de árbol tangrande como su dedo pulgar estabaavanzando hacia su pie. El boticariopareció no darse cuenta.

—¿Cómo me ha reconocido? —preguntó Sloane—. ¿Nos conocemos?

—Todo el mundo conoce a la hija deJane Gardner. —Había algo extraño yplano en su voz—. Soy Joshua Cane —dijo él. Ella se encogió de hombros conademán de impotencia.

—Lo siento. ¿Debería conocerle?Las líneas junto a la boca y los ojos

del boticario se tensaron. Desvió lamirada.

Está enfadado por algo. También sesiente atraído por mí, se dio cuenta

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Sloane con sorpresa. Pero ¿Por qué…?Bueno, una mujer pera en un trajeensangrentado, ¿a quién no le va aparecer atractiva? Conforme Sloanecontinuaba mirando al boticario una sutilconexión se terminó de completar en elfondo de su mente.

—¿No nos habíamos visto antes?¿Cuando éramos niños? —Observó porel gesto de su rostro severo que habíaacertado. Si tú fueras una chica, pensóella, habrías aprendido a sonreírcuando estás incómoda, en lugar demirar como si te acabaran de destetar.

—Sí, ahora me acuerdo. Tú sabíasmuchas cosas.

—Josh sabe una cosa o dos —dijo

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Ham con voz cavernosa. Estaba sentadocontra el mostrador de la farmacia,apretándose un paño húmedo contra lamejilla— por suerte para ti. No destacapor su elegante comportamiento con elenfermo, pero Josh es listo y él hará lomás correcto para que estés bien.

—Le dijiste una vez a Ladybird quetodas las conchas de la playa son fósiles—dijo Sloane. Pensó en Ladybird, conel rostro enrojecido y bebiendo, perdidaen algún lugar de la feria. O quizás enaquel mismo instante ella estaba enalguna parte de la ciudad, en aquellaotra Galveston donde era Mardi Graspara siempre, bebiendo champaña en elPalacio del Obispo o bailando en el

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Salón de Oro o en otra, levementediferente Ashton Villa, donde elfantasma de Bettie Brown tocaba músicade jazz en su famoso piano de cola.

—¿De veras? —La expresión deJoshua perdió un poco de su seriedad—.Sí, es cierto. La isla se ha idoreplegando contra la costa firme durantevarios miles de años. Las conchas queahora vemos en la playa cayeron allícuando esto era parte de la bahía. —Sedetuvo—. Pensaba que no lorecordarías.

—No lo hice al principio. —Miróde nuevo a la pequeña y mohosa casa,atestada de plantas y apestando acerveza de arroz en fermentación—.

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¿Qué ocurrió?—Perdimos nuestra suerte —la miró

—. Pero supongo que los tuyos también,¿no es cierto? Siento lo de tu madre.

No tienes por qué sentirlo ahora,pensó Sloane con un breve recuerdo desu anterior fantasía. Pero nunca erasensato enfadar a los dioses conarrebatos de presuntuosidad, y ella noiba a decir alto y claro que su madreestaba bien hasta que hubiera visto laspruebas con sus propios ojos.

El boticario se volvió a su amigo.—Ham, date una vuelta hasta Ashton

Villa, ¿de acuerdo? Dile a la Duquesaque su hija está bien pero que lo mejorsería que la viniesen a recoger en un

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carruaje.—Sin problema, Josh. —Ham se

agachó para pasar por la puerta. Por alládonde pasaba los racimos de ajos ysavia seca se balanceabanindolentemente colgados del techo. Elboticario debe utilizar todo esto parafabricar sus medicinas, por supuesto,razonó Sloane. Ham miró a Sloane yluego a su amigo y después otra vez aSloane, y se despidió con lo que élprobablemente pensaba que era un guiñocómplice—. ¡Ahora a ser buenos, niños!—dijo mientras caminaba pesadamentesobre unos crujientes escalones.

—Mis disculpas por Ham —dijoJosh con rigidez—. Es…

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—No me ha ofendido —contestóSloane. Horrorizado, quizás. Como sifuera probable que ella comenzara a darvueltas sobre la alfombra mohosaaplastando sin remedio cucarachas y unavarilla de zahorí o dos en un arrebato delujuria con aquel farmacéutico falto desuerte. Suprimió de su mente aquellaimagen con un escalofrío y se preguntócuándo dejaría de sentir aquel hedor acerveza de arroz fermentada.

—Siento no poder ofrecerte máscomodidades —dijo Josh todavía másestirado.

Ups. Aparentemente ella no estabacontrolando su expresión con lahabilidad habitual.

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—Para ser sincera, estaba tanocupada agradeciendo lo que habéishecho por mí que no me había fijado enla habitación.

Gracias a Dios que el resto delmundo no era como el reino de Momus,donde solo podías decir la verdad.

—Estoy seguro de que estásdeseando volver a casa —dijo Josh.

Sloane esbozó una sonrisa, enviandoasí una ráfaga de dolor a través de sumejilla dolorida.

—Ay. Sí, lo estoy.Bueno, su regreso triunfante no

tendría la entrada que ella habíaimaginado, pero de alguna forma eramejor así. Unos pocos cortes y

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contusiones la harían parecer más comouna heroína que había sufrido grandespenas para volver victoriosa con la vidade su madre. Después de la primeraronda de champaña, pensó ella, haréque una de las criadas me prepare unbaño caliente. Su madre había sidoimplacable al respecto de bañosfrívolos, exigiendo que Ashton Villaconservara agua irreprochablementemientras durara la sequía. Peroseguramente después de esto, inclusoella estaría de acuerdo con que Sloanese merecía uno tan largo como ellaquisiese.

Sloane se apoyó sobre los codos yse sentó con cuidado en la camilla. La

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náusea de su estómago comenzaba aremitir y se sentía menos soñolienta,aunque la cara todavía le dolía y la partede su hombro con la cual había caído alpavimento estaba resentida. No pudoreprimir una mueca de dolor.

—¿La cabeza?—El hombro. Creo que caí mal

sobre él. —Qué estúpida había sido,presa de sus fantasías, por no prestaratención a los dos maleantes que laestaban esperando.

—Tengo algo de ungüento que teayudará con eso. —El boticariocomenzó a revolver en su mostrador.

—¿Por qué hay un palo de golfasomando de una olla?

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—No es un palo de golf, es unamaja. De hecho, es una maja de maderanúmero siete. Todos los mejoresmédicos brujos usan una. Ah. Aquí lotenemos. —Josh reapareció sujetando unpequeño bote que una vez habíacontenido tabaco de mascar. Lo abrió.La pasta roja que había en su interiorolía con tanta intensidad a trementina y apimientos picantes que los ojos deSloane le comenzaron a llorar. Se pusodetrás de ella—. ¿El hombro derecho?

—S-sí.Sus dedos tocaron el tirante de su

traje y se detuvieron nerviosos duranteunos instantes y luego lo apartaron condelicadeza a un lado. Sloane se echó a

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un lado, huyendo de aquel contacto.—Ya estoy bien —dijo ella.La mano del boticario se retiró de su

hombro.—Sí. Perfecto. Así está bien. Vuelva

a casa, señorita Gardner. Haga que unade sus sirvientas se lo extienda concuidado y luego cúbralo con un camisón.No, un segundo, el ungüento huele —dijo él—. Lo mejor es que se ponga unade las camisas de sus sirvientes. No escosa de echar a perder un buen camisón.

Aquello había sido un tiro fácil. Elinfierno no contiene tanta furia como unhombre humillado. Joshua le extendió elbote y ella lo cogió.

—El ungüento es caliente al tacto —

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señaló—. La sirvienta debe ponercuidado en no tocarse los ojos, y tendráque lavarse las manos después deaplicarlo.

—Gracias.Joshua se fue tras el mostrador y

comenzó a moler algo con su mortero yla maja. Esperaron a que llegara elcarruaje de los Gardner envueltos en unsilencio incómodo. Maldición, pensóSloane. Si se hubiera comportado comosolía ser, habría manejado la situacióncon mucha más habilidad. Habría sidocapaz de rechazar sus atenciones de unaforma en la cual ninguno de los dos sehubiera sentido violento. Pero tal ycomo había marchado todo, el sonido de

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las ruedas del carruaje frenando fuera,eran muy bien recibido.

—Adiós —dijo ella—… y graciasde nuevo por todo.

Bill, el cuidador del establo de losGardner, estaba esperando fuera. Laayudó a subirse al carruaje y luegoespoleó a los caballos. El carruajetraqueteó conforme aceleraba, dejandoatrás unas casuchas tras otras, infestadasde ratas. Algunas tenían un aspectodecente, con algún pequeño jardín,mientras otras estaban rodeadas demalas hierbas y matojos afectados por lasequía enredados entre partes oxidadasde coches y neumáticos podridos. Elregreso a casa fue agónico para Sloane.

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Su corazón estaba confundido, con unaparte desesperada por celebrar larecuperación de su madre y la otratemerosa de esperar algo bueno, porquela decepción sería insoportablementeamarga si Momus la hubiese traicionadode alguna forma.

—Nadie se dio cuenta de que habíasalido, señorita —dijo Bill. Tiró de lasriendas y condujo a los caballos porBroadway.

—Intenté pasar desapercibida.¿Todavía quedan muchos invitados?

—Un par. —A Sloane no le gustócómo había sonado aquello.Seguramente una curación milagrosahabría mantenido reunida a toda la

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congregación—. Curioso. —Bill sedetuvo cuando pasaron a través de unazona abierta a la luz de la luna. Luego eldosel de ramaje de roble les cubrió denuevo—. Curiosa parte de la ciudad haelegido para pasear, señorita Gardner.Debo señalar que no es demasiadosegura.

—Definitivamente deberíamosarreglar algunas de las farolas —corroboró Sloane—. Se lo sugeriré amadre.

Otro silencio. Bill aceleró el trotede sus caballos. Nadie estaba ansiosopor permanecer bajo la luna llena másde lo estrictamente necesario. Pasaron elPalacio del Obispo, la gran mansión

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donde ahora vivía Randall Denton, yentraron en la zona familiar de lasgrandes mansiones de Galveston. Allífuncionaban todas las farolas, porsupuesto. Sloane estaba segura de queJoshua Cane habría remarcado ladiferencia.

—No hace falta ser un genio paraadivinar qué era lo que iba a hacer,señorita —dijo el conductor con vozamable.

Sloane se quedó helada por dentro.—¿Qué?—Con su madre en un estado tan

precario, no es difícil imaginar quépodía estar haciendo en la casa delmédico. Pero si no le importa que le dé

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un consejo, Josh Cane no le va a poderser de mucha utilidad. Mi familia no sepuede permitir un médico de verdad, asíque cuando mi prima cogió la neumonía,fue a ver a Josh. Él es un pelín estirado,pero es honesto. Eso se lo concedo. Ledijo que lo que realmente tenía quehacer era entrar a robar algo depenicilina en el despacho de un médicode verdad. Probablemente un buenconsejo. Ella murió dos semanas mástarde.

—Lo siento. —Supongo que lo quequiero decir es que Josh Cane hace todolo que puede por la gente que no tienerecursos para nada mejor. Pero no tienemilagros que vender. Quédese con un

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médico de verdad que haya ido a launiversidad antes del Diluvio y quetodavía tenga algunas drogas de las deantes. Ese es mi consejo, y Josh le dirálo mismo si le pregunta.

A Sloane no se le ocurrió nada quedecir.

Hizo lo que pudo para permanecersentada en el carruaje aparentandonormalidad, pero cuando llegaron a casaabandonó a Bill para que llevara loscaballos al establo por sí solo y aceleróel paso, ignorando el dolor de suhombro. Abrió con fuerza la puerta delporche, empujó a una criadaboquiabierta que llevaba una bandejacon postres, e irrumpió en el Salón de

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Oro.Su madre estaba junto al piano de

cola, todavía sentada en su silla deruedas, fingiendo que atendía unaconversación entre Randall Denton yKyle Lanier. A Randall le gustaba darlea Kyle unos pocos vasos de vino y luegodejarle hablar, porque su registro ibacambiando y Kyle acababa hablando conel acento y los modos patois de paletoblanco que él encontraba tan graciosos.Parecía totalmente agotada, como siincluso el esfuerzo de la conversaciónfuera una carga insoportable.

La habitación se quedó en silenciocuando los pocos últimos invitados segiraron hacia Sloane, mirando su rostro

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amoratado, la mejilla cortada y lasmanchas de sangre sobre su bonitovestido de color de liquen. Su corazóncomenzó a latir aceleradamente en supecho. Los ojos de su madre se abrieroncon gran sorpresa.

—Dios, Dios, Sloane —murmuróella—, estás horrible.

Sloane caminó a través de lahabitación con las mejillas ardiendo.

—¿Cómo te encuentras? —lesusurró.

—Mejor que tú, por tus pintas. ¿Quéhas estado haciendo? Se suponía quedebías haber estado aquí —dijo JaneGardner—. Podría haber necesitado unpoquito de ayuda, Sloane.

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—Yo… lo siento. Mi intención noera estar fuera tanto tiempo. —Sloanecogió las manos de su madre. El tactoera sin vida, sus huesos eran como palosmetidos bajo su piel que ya noencajaban más. Es demasiado pronto, sedijo. Por supuesto, tardará un poco.Era infantil esperar que se curara en uninstante—. No es nada importante. Mecaí.

Su corazón le latía y le latía contralas costillas, hasta hacerle daño.

O quizás simplemente nada podíaser mejor.

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M1.4 La Reclusa

ás tarde aquella mismanoche, cuando Sloane yacíadolorida en su cama yapestando al ungüento de

Josh, decidió que le pediría a su madreel día libre, algo que no la haría a ellamás feliz que a su madre, para visitar aOdessa. Momus le había mentido. O sino le había mentido, la había engañadocon algún truco. De cualquier manera,Sloane había hecho un trato con un diosy no había dado resultado. Odessa era laúnica persona en Galveston a la que

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podías ir a contar aquel tipo deproblema.

Cuando era pequeña, Sloane habíapasado muchos días de bochorno en lacasa de Odessa, el viejo local de juegoy apuestas llamado Cuarto Balinés, quese asomaba al Golfo de México en alAvenida 23. Después de comer, Odessasiempre la hacía tomar una siesta en lahamaca junto a su mesa de trabajo, ySloane se tumbaría con los ojoscerrados, las cuerdas crujiendoformando pequeños diamantes sobre lapiel de su espalda y piernas, intentandono caer dormida. Concentrando suatención en cada sonido: el traqueteoque se paraba y se activaba de la

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máquina de coser de Odessa, el pesadocortar del aire del ventilador del techo,el enloquecedor zumbido de un mosquitoen su oído, las contraventanas crujiendoy golpeando las paredes, las cortinasondulando por efecto del viento…

—Dessa, ¿por qué te llaman laReclusa? —le había preguntado una vezcuando tenía once años.

—¿Así me llaman? —contestóOdessa sin levantar la vista de lamáquina de coser. Este era el tipo debromas con el que en ocasiones sedivertía Odessa. Lo que Odessa llamaba«prerrogativas de damas», a menudo nose diferenciaba mucho de lo que lamadre de Sloane conocía como

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«mentir». No era difícil seguir lasnormas del juego al pie de la letra,siempre que no tuvieras que hablar conlas dos a la vez.

Odessa cogió la muñeca en la queestaba trabajando y la examinó con ojoscríticos a través de sus bifocales demontura metálica. Sus uñas eran afiladasy largas y siempre las tenía pintadas, yade color rojo sangre o bien verdemarino o blanco concha de playa. Aqueldía relucían como perlas.

—Si me llaman así, supongo que esporque vivo sola y me cuido a mímisma. Eso es lo que es un recluso,querida. Un ermitaño. ¿Has sacado algode Vicent Tranh?

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—Ajá. —Sloane sacó un pañuelo deTío Vince del fondo de sus pantalonescortos. No era nada especial, estabahecho del tosco algodón de Galvestonque abundaba en la isla, pero Odessa lehabía pedido algo que él hubieramantenido cerca de sí habitualmente—.Le dije que lo necesitaba para hacer unvestido de muñeca. Él piensa que todaslas niñas juegan con muñecas.

—Vaya, menuda mentirosilla estáshecha. —Sloane enrojeció—. Bueno,gracias, cariño. El último ángel deGalveston observó el cuadrado de teladurante un momento, y luego cortó dospedazos iguales y los cosió juntos.

—¿Qué estás haciendo?

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—Una camisa para mi muñeca,muñeca.

Sloane se giró a un lado de lahamaca para poder observar el trabajode Odessa.

—Randall dijo que era por la arañaloxosceles reclusa. Mamá dice que sonsupercherías. Él dijo que a su prima lepicó una y que toda la pierna se levolvió negra y que la carne se le cayóhasta que uno le podía ver el hueso, yentonces murió.

Odessa le dirigió una mirada heladapor encima de sus bifocales.

—Randall Denton debería aprendera estar callado.

En lugar de eso se calló Sloane.

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Randall era tres años más mayor queella y un completo idiota, pero ella noquería meterlo en problemas con labruja.

Su madrina hizo una camisa sinmangas a partir del pañuelo de VincentTranh, pasándolo por la máquina decoser. Luego lo pasó por encima de lacabeza de la muñeca en la que habíaestado trabajando desde que Sloanehabía llegado. Se trataba de un muñecodelgado, de pelo negro y piel cetrina.

—¡Eh! —exclamó Sloane, echándoleun vistazo a la muñeca—. Ese es el TíoVince. —Odessa no contestó—. ¿Porqué haces un muñeco del Tío Vince?

—Querida, eso es un asunto de

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Dessa.—Tú me has hecho traer el pañuelo.

Me debes una explicación.—Ah, estoy escuchando a tu madre.

—Odessa puso el muñeco boca abajo ensu mesa de trabajo y se estiró,frotándose la espalda con las manos—.De acuerdo, niña. La cosa es, que TíoVince ha comenzado a ver a losHombres Langostino.

—¿Qué?—Él ha empezado a ver a los

Hombres Langostino. Está tan metidoque puede sumergir un dedo en elocéano y predecir el tiempo que harámañana. Encontrar dónde se escondenlos peces por el olor. Ayer descubrió

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que puede beber agua salada —dijoOdessa con aire desaprobador—. Lamagia está comenzando a rezumar en suinterior.

—¿Cómo sabes todo eso? —Mitrabajo es saberlo.

Sloane dirigió una mirada asustada asu madrina.

—Pero esas cosas solo lo hacen sermejor marinero. Así él puede traer acasa más pescado y gambas, y hay máscomida para todos. No es nada malo.

Odessa la miró con simpatía.—Pero es magia, muñequita. Y

nosotros no queremos que haya magiaaquí. Así es cómo sobrevive Galveston.No permito que entre la magia.

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Se giró para observar atentamente elmuñeco y le dio una leve punzada en latripa con la larga y brillante uña de sudedo índice. El muñeco parecióencogerse de dolor.

—¡Pero tú tienes magia! ¡La utilizastodo el tiempo!

—Eso es diferente.—¡Por qué!—Ese es mi trabajo —repitió

Odessa. Sloane podía ver al muñecoluchando débilmente en la mano deOdessa. La bruja se levantóignorándolo, y caminó hasta los altaresque tenía en el fondo de la habitación.Allí, donde solía estar la banda demúsica en el restaurante Cuarto Balinés,

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había cinco pequeñas capillas, una paracada una de las comparsas: Momus,Solidaridad, Thalassar, Venus yArlequín. Se acercó a la de la Comparsade Thalassar con su hornacina pintadade azul, adornado con arena y estrellasde mar y pedazos de cuerdas de pescar.Abrió una de las puertas de la pequeñacapilla, le dio un suave beso al muñecode Vincent Tranh en la cabeza, y lo tiródentro—. Cuando alguien tiene una víade agua, sabes, no se le puede arreglartan fácilmente.

Unos débiles golpecitos se dejabanoír desde dentro de la capilla.

—¡Has enviado al Tío Vincent conlas comparsas! —gritó Sloane con

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horror.Odessa se acercó a la hamaca y puso

una mano en la cara de Sloane,ignorando la forma en la que la niña seintentaba apartar de ella.

—Oh, niña, es un viejo duro mundoel que vivimos en estos tiempos. —Laslágrimas se agolpaban en los ojos de labruja. Sloane la odiaba de todas formas—. Siento que hayas preguntado acercadel muñeco, pero es algo que habríascomprendido antes o después. Alguientiene que continuar haciendo esto cuandome haya ido, ya sabes.

—¡No!—No, todavía no. Por ahora la vieja

Reclusa lo hará, y durante mucho tiempo

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más. No te preocupes —su tono sevolvió parecido al que se mantiene enuna conversación de negocios—. Peroahora me temo que no puedo permitirque vayas diciendo a todo el mundo loque ha pasado con el pobre Tío Vincent.Saca la lengua, muñequita.

Sloane sacudió la cabeza sin abrir laboca.

Odessa la miró. Tras sus bifocales,sus ojos eran verdes e indomables comoel mar.

—Saca la lengua, niña.Sloane deseó más tarde que Odessa

hubiera utilizado un hechizo. Deberíahaberlo hecho, debería haber forzado asu madrina para que la hechizara.

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Pero la imagen de una pequeñamuñeca de Sloane llenó su mente, unapequeña figurilla de pelo castaño dentrode la capilla de Momus, tropezando yarrastrando los pies en la oscuridadmientras el muñeco de Momus, sentadoen lo más alto, colgaba sus piernas ysonreía como un malvado Humpty-Dumpty con cuernos.

De modo que sacó la lengua.—Eso es, muñequita —dijo Odessa.

Y tocó la punta de la lengua de Sloanecon una larga uña pintada.

A partir de aquel día, Sloane nopudo pronunciar el nombre de TíoVincent ni hablar de él de ningún modo.Ni en el velatorio que se celebró por él

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después de que desapareciera aquellaprimavera, ni en los años que siguieron.

Sloane recordaba aquel día cuandose dirigía hacia la casa de Odessa. Eraotra vez un día caluroso y seco. Lavegetación, marchita por la sequía,crujía y se quejaba bajo sus pies. Hierbamuerta, y hojas de palmera y de roblessecas y quebradizas como caparazonesde langostas. Al menos la sequía estabamanteniendo a raya a los mosquitos.

Desde Ashton Villa había docemanzanas dirección sur del BulevarSeawall hasta la Avenida 23 y el CuartoBalinés, pero no eran doce manzanasmuy recomendables. Una vez que llegóal lado del mar de Broadway, el

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vecindario se fue deteriorandorápidamente. Perros sarnosos legruñeron mientras pasaba junto a ellos.Había gallos cacareando en lo alto decoches hechos chatarra. A unos pocosbloques de pisos de la botica de JoshuaCane, pasó frente a un patio que habíasido vallado con rejillas para contenerpollos. Cinco o seis gallinas buscabanen la tierra del patio interior. Bajo uncartel que rezaba CUIDADO CON ELPERRO, alguien había clavado una ratamuerta sobre un pequeño crucifijo demadera. Sloane mantuvo los ojosclavados en el suelo y aceleró el paso.

Respiró agradecida, como siempre,cuando dejó atrás el barrio y salió al

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bulevar Seawall. La hierba habíalogrado brotar de la carretera agrietada,y la verdolaga marina y las margaritasalcanfor parecían vivir del rocío y lahumedad del mar, sobreviviendo a laterrible sequía. El asfalto estabacubierto de conchas de ostras ycangrejos, que las gaviotas habíanarrojado desde lo alto con el propósitode romper y poder así sorber su tiernacarne. Las conchas se quebraban con uncrujido y raspaban bajo los pies deSloane al cruzar la calle. Allí se detuvodurante un momento, mirando al océano.Una luz nebulosa brillaba sobre el golfo,haciendo que sus ojos le escocieran.Hilachones de espuma se dividían y

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subían y bajaban sobre las espaldas delmar. Las olas rompían a veinte metrosde la costa, con sus crestas hirviendo encolores castaños y blancos.

Pensó en Vincent Tranh, ido con lascomparsas. Perdido en el mar tan solounos días después de que Odessahubiera encerrado a su muñeco dentrode la capilla de la Comparsa deThalassar. El muñeco que Sloane habíaayudado a fabricar. Eso habría sido tansolo unos meses antes de que el padrede Joshua Cane perdiera su casa en unaapuesta a favor de… algún Denton uotro. Recordaba a Odessa asegurando susilencio como un clavo atravesando sulengua. Intentó pronunciar en voz alta el

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nombre de Vince Tranh. Su lenguapermaneció muerta en su boca.

La Reclusa no era una buena mujerpara buscarle las cosquillas.

Sloane torció a la derecha y caminómedia manzana hasta el rompeolas delCuarto Balinés. En los años treinta ycuarenta del siglo XX, el Cuarto Balinésno solo había sido el club nocturno másostentoso de Texas, sino el corazón y elalma del imperio de multitudes de losMaceo. Sam y Rosie Maceo habíanllegado a controlar tan completamente laciudad que la isla era conocida como elEstado Libre de Galveston, un AtlanticCity de bolsillo con palmeras, dondecada niño distribuía cartones de

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apuestas para los corredores de apuestasde los Maceo y el marinero visitantepodía encontrar más prostitutas percapita que en Shangai. Para cuandoSloane era una niña, ya hacía sesentaaños que Guy Lombardo o JimmyDorsey habían jugado en el CuartoBalinés, pero en ocasiones, durante susvisitas, podía oír todavía sus fantasmas:vasos entrechocándose, risas apagadas,el repiqueteo de una máquinatragaperras cobrando premio. El olor deun whisky escocés o de un buen purohabano.

El club nocturno había sidoconstruido sobre un rompeolas en formade T, con un restaurante y la cocina en un

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extremo de la T y un casino al otro lado,de espaldas al mar, donde ahora dormíaOdessa. Los zapatos de Sloaneresonaban al cruzar el paseo hecho detablas a la intemperie que tenía en lacara del mar. El golfo se hinchaba y sereplegaba bajo ella, formando espumaalrededor de los postes llenos depercebes del rompeolas. Sloane pasó lacabaña del guardia. Hubo una vez dondeun centinela hubiera estado allí deguardia. Si aparecían la policía o losrangers de Texas, su misión era apretarel botón que activaría la alarma en elcasino al otro lado del rompeolas. Allílas mesas de blackjack y las ruletas seesconderían en las paredes como mesas

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de planchar, y los ricos gángsteres y losbanqueros de Houston se sentaríanapresuradamente enfrente de mesas conpartidas de canasta y bridge preparadasya de antemano. Ya no había ningúnguardia en la cabina, que ahora era elhogar del motor de un coche LincolnTown del 97 reconfigurado parafuncionar con propano. Se podíaescuchar su zumbido incesante,proporcionando la energía necesariapara la luz y el refrigerador de Odessa,su horno eléctrico, su soldador y sumáquina de coser.

La puerta principal del CuartoBalinés era de cristales ahumados.Sloane se quedó frente a su propio

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pálido reflejo. Aquel día llevaba unospantalones oscuros, una blusa dealgodón blanco y un simple velolevantado para protegerle el cuello delsol. Un pequeño anole verde, unalagartija del tamaño de su dedo corazón,saltó sobre el cristal, mirándolaatentamente. Con un soplido, convirtiósu garganta en una bolsa de irritacióncuando el reflejo de Sloane pasó junto aél y desapareció dentro de la casa.

Temprano en las mañanas de calor,el terciopelo rojo del tapizado delCuarto Balinés tenía el triste y sórdidoaspecto que siempre tienen los pubsnocturnos en las horas de luz diurna. Labrisa del golfo pasó a través de las

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contraventanas abiertas de Odessahaciendo oscilar y golpear las paredes alas redes pescadoras que decoraban lashabitaciones. Hebras alborotadas de telade araña vibraban y se agitaban en losrespaldos de las sillas y las patas de lasmesas. Sloane pudo ver varios más deaquellos pequeños anoles verdes, unocongelado en la mitad de un plato amedio camino de cruzar la mesa, otrosobre el respaldo de una silla mirándolacon ojos perniciosos.

Odessa levantó la mirada de su mesade trabajo. Llevaba sandalias y unkimono rojo con unos estampados demisteriosos pájaros dorados. —Vaya,niña, te estuve buscando ayer para

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despedirme pero nadie parecía saberdónde te habías metido—.

Entrecerró los ojos para ver mejor yse levantó alarmada al observar loscardenales del rostro de Sloane. Sefundió en un cálido abrazo con Sloane.Por primera vez Sloane se dio cuenta deque la bruja se había hecho vieja. Podíasentir las vértebras de su espina dorsalbajo sus dedos. El fino pelo se habíavuelto totalmente blanco, y su piel erade un rojizo parduzco, quemado por elviento y acartonado después de tantosaños de sal y sol. Su espalda estabacomenzando a inclinarse, y los pechos lecolgaban flácidos bajo la bata. Olía aaceite de máquina de coser y ropas

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recién planchadas, limpiador de uñas ybase de Max Factor.

Las visiones de Sloane volviéndosefea y vieja que la habían asaltadodurante su conversación con Momus,volvieron a inundarla.

Odessa retrocedió un poco y sujetó aSloane por sus hombros. La examinó deabajo a arriba y le tocó muy suavementela mejilla herida con el envés de unamano. Sus nudillos estaban hinchadospor la artrosis.

—¿Y bien, niña? Empieza a hablar.Sloane le contó toda la historia de su

visita a Momus, su estúpido remate finaldonde casi conseguía que la violasen ysu rescate a manos de un gigante

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llamado Ham y su amigo el boticario.Cuando llegó a la parte final del relato,donde volvía a casa y encontraba que sumadre no había mejorado, le fue difícilcontener el llanto. Cuando terminó,Odessa sacudió la cabeza.

—Hay días donde no puedes vencerel ímpetu de perder. Intentas con todastus fuerzas ser una buena niña, ¿no esverdad, Sloane? Como si eso fuese asalvarte a ti. —Los hombros de Odessase hundieron cuando se pasó una manopor su fino pelo—. Y además has hechoun trato con Momus. Ahora tendremosque trabajar algo para evitar que caigasen las comparsas, chica —suspiró—.Reconozco que este es un problema

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Coca-Cola —dijo al fin—. He estadoreservando las últimas para algunaemergencia y creo que la situaciónactual no desmerece. ¿Quieres una, miniña?

Unos vasos de whisky estaríanmejor, pensó Sloane.

—Sí, por favor.Odessa pasó a través de unas puertas

abatibles al fondo del salón comedor yentró en una cocina del tamaño de unrestaurante. Un poco más tarde volviócon dos vasos llenos de cubitos dehielo. Un refrigerador con una máquinade hacer cubitos de hielo había sido unode los lujos especiales que Jane Gardnersiempre se había asegurado de

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proporcionarle. Odessa también trajouna vieja botella de dos litros de Coca-Cola con el plástico cubierto depolvo y recorrido por pequeñashendiduras. Lo abrió ceremoniosamentey bebieron juntas.

—Debería haber adivinado que algopasaba por la forma en la que vestíasayer. Me imagino que ibas bienarreglada para pedir a favor de tumadre. Fue un acto muy valiente,maravillosamente valiente, ratoncita —dijo Odessa—. También muy tonto. ¿Porqué no me dijiste que estabas planeandoesto?

Porque entonces quizás seríabastante posible que hicieras una

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muñeca Jane Gardner y la dejaras enalgún lugar, Dessa, se dijo Sloane.

—Lo siento —murmuró Sloane conla mirada baja—; debería haberlohecho, lo sé. Estaba preocupada y habríaperdido el valor si me hubiese puesto ahablar de aquello.

Lo cual también era cierto.—Ja. Casi puedo imaginarte. —

Odessa agitó su vaso de bebida,haciendo que los cubitos de hieloentrechocaran los unos con los otros—.¿Puedes recordar las palabras exactasque le dijiste?

—Solo que no podía soportar queella… —Sloane se detuvo. La sangrepareció desaparecer de su rostro—. No.

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Eso no fue lo que le dije. Le dije «nopuedo soportar verla morir». —Todauna serie de horribles posibilidadescomenzaron a pasar ante los ojos de ella—. ¡Pero él sabía lo que yo quería decir,Dessa!

—No intentes eso conmigo —dijoOdessa con voz cortante—, resérvalopara alguien a quien quieras engañar.Nadie le dice a Momus nada que no seaexactamente la verdad. Eso es justo loque dijiste y eso es justo lo que túquerías decir.

—No era todo lo que quería decir—susurró Sloane.

Su madrina se encogió de hombros.—Cuando cenes con el diablo,

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utiliza una cuchara larga. Bueno, el dañoya está hecho. «No puedo soportar verlamorir» no es… no es una feliz elecciónde palabras, Sloane.

—Supongo que si me quedo en lahabitación de madre mirándolaveinticuatro horas diarias vivirá parasiempre —replicó ella con tono agrio.

Odessa tomó un sorbo de su Coca-Cola.

—No seas odiosa, muñeca, peroexiste al menos una forma por la cual túno podrías verla morir.

Sloane se la quedó mirando duranteun buen rato.

—Oh —dijo ella—. Te refieres aque yo muera antes.

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—Encaja en la letra del trato —laReclusa tomó aliento—. No, creo quetendrás que volver y renegociar,querida. Solo por esta vez, te ayudaré ytú serás un poco menos tonta. ¿Me creíastan poca cosa? —le preguntó con unchispazo de furia—. ¿De verdad creíasque estabas preparada para encontrartecon Momus sin mi ayuda? —Se volvióde espaldas a la chica apoyándose en laparte superior de la máquina de coser—.¿Olvidas que hay más personas apartede tu madre que cuentan contigo?

Sloane mantuvo sus ojos clavados enel suelo.

—Jane Gardner no es la únicapersona que necesita un sucesor, Sloane.

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¿Quién podría hacer su trabajo?Cualquiera, cualquier persona insípida,cualquier mente práctica de algún lacayode la Comparsa de Momus puedegarantizar el servicio de alcantarillado uordenar que se arregle un depósito deagua cuando comienza a tener fugas.Pero ¿qué pasa cuando la magiacomienza a tener fugas, eh? ¿Qué pasacuando las pesadillas empiezan aderramarse dentro del pequeño imperiode Jane y no hay ninguna Reclusa allípara devolverlas al Mardi Gras? Te heenseñado con un propósito, Sloane.

—Oh, bien —dijo Sloane—. Estabaimpaciente por sentirme más culpabletodavía.

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En algún lugar en la parte trasera dela casa, una contraventana dio un golpeuna vez, dos veces. Odessa se echó areír. Se volvió y despeinó el corto pelocastaño de Sloane.

—Tienes razón. ¿Qué has hecho paramerecer tan terrible pareja de viejasseñoras revoloteando a tu alrededor?Aún y todo queda el asunto de larenegociación de tu trato. Y para esonecesitamos otra tú muy diferente, si esque vas a negociar con el propio viejolunático. Necesitaremos alguien muchomenos agradable.

Golpeteó el cristal del vaso con lasuñas.

—Voy a hacerte una máscara —dijo

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la bruja al final. Los ojos de Sloane seabrieron de par en par. Las máscaras deOdessa estaban cargadas de poder. LaReclusa vació lo que le quedaba de su Coca-Cola—. Si necesitas un nuevorostro hay algunas cosas que tienes queafrontar… —dijo ella—, cara a cara.

Una pequeña colección de máscarascolgaba de la pared al final delescritorio. Sloane reconoció algunas deellas: Hollow, Salvamento Seco,Lagarto, Peloquemado.

—Casi he acabado con esta —dijoOdessa cogiendo una ficha de cobrepulido del banco—. ¿La recuerdas?

Las prominencias de la cara y lascejas estaban hechas de piezas de

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ordenador que Sloane había rescatadopara Odessa de un antiguo PC clónicoque había encontrado abandonado en elático de Ashton Villa.

—Claro. ¿Cómo lo vas a llamar?—1999 —La bruja puso el frío

metal con suavidad contra el rostro deSloane. La máscara le cortó larespiración como lo hubiera hecho unasacudida eléctrica, inundándola con ungimoteo, zumbido, una cascadainhumana de cálculos, adquisición,construcción, comercio. Con manostemblorosas, Sloane se la quitó y ladepositó sobre la mesa de trabajo deOdessa, intentando respirar, esperandoque los ritmos de aquel desvanecido

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mundo industrial dejaran de rugir más através de toda su sangre.

—Oh, dioses. Sabía que iba a serdiferente, pero…

—Una cosa es oír historias pero otramuy diferente es sentirlas, ¿no es así,cielo? Eso es lo que perdimos —dijoOdessa—. Tanto, Sloane. Hemosperdido tanto…

Sloane pensó en Joshua Cane. Sumadre había vendido medicinas deverdad en pequeñas pastillas perfectas.Ahora él machacaba hierbas con lacabeza de un palo de golf.

Odessa cogió la máscara.—Déjame tan solo arreglar esto un

poco.

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Odessa limpió la mesa de trabajo detodos los pedacitos de tela, metiéndolosluego en un cajón bajo la máquina decoser que ya estaba llena hasta reventardel tosco moderno algodón de Galvestony de tesoros de antes del Diluvio: lazosy medias de nylon, rollos de papel condibujos de flores, pantalones depoliéster y tejanos desteñidos de altacalidad con las etiquetas Levi’s todavíacolgando, tela de algodón afelpadacrepé, cuadrados de jerséis gris ymetros de gabardinas formales. Odessalimpió su lugar de trabajo, metiendo unalata de disolvente bajo el escritorio, ycolgando su soldador en un espaciopreparado para tal uso en la pared. Los

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objetos metálicos los puso en dos cajasrojas de aparejos de pescar: tornillos yclavos y trozos de alambre, llavesinglesas y brocas, limas para metal,madera y cristal.

Cuando Odessa hubo terminado deordenar la mesa a su gusto, hizo queSloane se echase sobre ella con el rostromirando hacia el techo, con la cabezadescansando en una almohada de trapoimprovisada.

—Esto nos va a llevar algún tiempo—dijo ella presionando con una uñaroja los labios de Sloane—.Posiblemente horas. Le enviaré unmensaje a Jane para decirle que estásbien. No comerás, no beberás y no

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dormirás. Serás la máscara.Odessa se dirigió a la puerta que

daba a la cocina y comenzó a buscardesordenadamente. Sloane trató dellamarla. Las palabras se reunían comocalor en su boca, pero los labios no seabrían. Tenía los labios adormecidosallí donde Odessa le había tocado consu uña. Lo intentó con más fuerza,luchando desesperadamente. Un débilsilbido se escapó de sus labios. Serindió.

Odessa volvió sujetando dos pajitas.—Póntelos en la nariz —los ojos de

Sloane se abrieron de par en par—.Quieres respirar, ¿no? No te preocupes,estas son anchas, de las de batir la

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leche. Recogidas en la calle Denny. Nome importa ponértelas yo, pero se van amover menos si te las pones tú misma.

Sloane cogió las pajitas y se lasajustó con cuidado, una en cada agujerode la nariz. Olían a plástico viejo.Odessa la examinó, mirando arriba yabajo a través de sus bifocales, y luegoasintió con la cabeza.

—Perfecto —dijo con voz cansina—. Tengo la certeza de que aportancarácter.

La Reclusa hizo varios viajes a lacocina, volviendo con tres grandes tazasllenas de agua, un bote de yeso en polvo,un bote con una etiqueta de «Productos

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Dentales Danlo», y una jarra devaselina. Humedeció una tira de tela yfue humedeciendo con cuidado el rostrode Sloane. El agua estaba caliente y olíalevemente a sopa.

—Tu madre y yo siempre fuimosdiferentes. Jane es una criatura dearcilla. Todo se le queda pegado. No esde extrañar que no se pueda mover, contodo ese peso encima. Por mi parte, yovivo en un mundo de agua —dijo lavieja bruja, pasando el paño húmedopor las sienes y los labios de Sloane—.Todo va discurriendo lejos de mí.

Odessa recorrió el rostro de Sloanecon un trapo seco, luego abrió su jarrade vaselina y extendió una fina capa

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sobre la cara de Sloane con las yemasde los dedos, prestando especialatención a sus cejas y sus pestañas.Después buscó una vieja media de nylonen el cajón del escritorio.

—Ahora tenemos que proteger tupelo, ¿no es cierto, pastelillo?

Le puso la media en la cabeza yluego lo envolvió todo con una badanade muselina. Odessa cogió un par detijeras y cortó tres piezas de estopilla enrectángulos de treinta centímetros por unmetro. Luego echó el yodo en polvo enuna gran taza de agua.

—Claro que estos últimos años nohe estado tanto con Jane. Ella me hadejado de lado con demasiada facilidad.

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No puedo decir que la culpe. Me heconvertido en una vieja quisquillosa.Nunca dirías que yo hubiera sido bonitaun día, ¿no?

Volvió a la cocina y regresó con unabatidora eléctrica.

—Ruido —advirtió ella, y actoseguido conectó la batidora y comenzó abatir el yodo—. Sin grumos. Como unabuena base de pastel. A Jane nunca leinteresó la cocina, tampoco. Siemprequería comer fuera. Italiano. Griego.Bueno, ella venía de ese tipo deambiente. Mucho más rica que mi mamá.Mi mamá me enseñó a cocinar. Pechugade pollo frita, pasteles, pan de maíz.Guisantes ojos negros en el día de año

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nuevo. —Sacó la batidora delrecipiente. El yodo goteaba por supequeña hélice—. Bien —limpió elaparato—; Jane y yo tenemos nuestrosdiferentes tipos de poder.

Cogió el bote de la etiqueta deProductos Dentales Danlo.

—Alginato. Lo hacen de algas, perorealmente no sé cómo. Robé esto deldespacho de mi dentista. Dr. Holub.Perdió la razón el día después delDiluvio. Se suicidó con un hacha. Unasunto desagradable. —Puso el alginatoen un segundo tazón—. Antes se hacíanimpresiones dentales con este material.—La batidora eléctrica volvió a zumbarde nuevo. Cuando paró, la mano de

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Odessa, cubierta de manchas, aparecióde pronto sobre el rostro de Sloane—. Yahora, querida, es hora de que cierreslos ojos.

Le tocó el párpado izquierdo con lauña roja, después el derecho. Secerraron como si estuvieran hechos deplomo.

Sloane se quedó en penumbras. Elpánico saltó sobre su estómago como ungrillo. Casi se sintió tan asustada comocuando se había encontrado con Momus.En ocasiones, porque ella quería aOdessa, olvidaba lo horrible que elángel de Galveston podía llegar a ser.

El alginato cayó alrededor de susojos y corrió por su rostro. Eran oleadas

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húmedas y frescas, espesas como labase de un pastel, extendiéndose por susmejillas y sus labios. La oleada remitióy luego comenzó una segunda resbalandodesde su frente, cubriendo sus párpadosy bajando por su nariz.

Odessa debía de estar utilizando uncucharón. Una tercera ola espesa sobresu boca y mejillas. La respiración deSloane se hizo más fuerte. Tenía la bocacerrada y las ventanas de su narizvibraban con fuerza. Se encogióintentado alejarse lo más posible delalginato.

—Nada de eso. —Una palmaditaseca sobre su frente y su rostro se quedóinerte. Odessa tocó después su hombro

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izquierdo. La insensibilidad se fueextendiendo a través de su toque,haciendo que la carne fuera muriendopoco a poco. Sloane gimoteaba. Ahorael otro brazo. Ahora su pecho. Ahora suscaderas, su cintura muriendo, su sexo, laparte superior de sus muslos. Odessatocó cada pierna. Sloane dobló los pieshasta que las pantorrillas perdieron lasensibilidad, luego sus tobillos, ydespués los dedos de sus pies.

Tanto hubiera dado que estuvieramuerta. Su cuerpo ya no vivía más; ellaera madera y arcilla, palos y piedras.Ella era una ciega cosa muerta, unapiedra del subsuelo, atrapada en laoscuridad con tan solo el sonido de su

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propia respiración asustada,antinaturalmente alta. Un pensamientoterrorífico cruzó de pronto la mente deSloane: no era una mujer, era una de lasmuñecas de Odessa, una cosa con vidapero sin volición, para ser arrojada almar o depositada en una caja de zapatosy enterrada viva.

Esto es lo que siente madre cada día.Otra oleada de jarabe fresco sobre

su rostro.—Creo que ninguna de nosotras

comenzó a envejecer hasta que tú naciste—dijo Odessa—. Yo estaba allí aquellamañana. En el exterior hacía un vientohuracanado, y hacia mucho frío, más delo normal. Hasta ese momento, ni Jane ni

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yo nos habíamos planteado quemoriríamos. Pero cuando ves a un bebé,es cuando le das la vuelta a tu reloj dearena. Cada vez que te veía hacertemayor, Sloane, me sentía envejecer yotambién. Solo que tú ibas brincando y yoiba dando traspiés. A ti te crecieron lospechos, a mí me crecieron las arrugas.Perdí la cuenta de mis cumpleañoscuando comencé a contar los tuyos, ycada vez iban y venían más y másrápido. Algunos días dolía mucho verte,Sloane. Yo te quería muchísimo, quizásmás que a mis propios niños, si hubiesetenido alguno. A ellos me habría idoacostumbrando. Pero tú irrumpías aquícomo un pajarillo cantarín y después te

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ibas de nuevo. Observándote jugar,podía sentir los segundos escapándosede mí, uno a uno.

Sloane yacía en la oscuridad,paralizada.

El alginato comenzó a solidificarseinmediatamente, endureciéndose hastatomar la consistencia de la dura gelatinafría. Después de tres minutos, Odessa ledio unos golpecitos en el cuerocabelludo.

—Ya debería estar listo. Mueve losmúsculos de la cara por mí ahora, cielo,para despegar la pasta. Voy a hacer unmolde de yeso. ¿Recuerdas aquellospedazos de estopilla que corté antes?Ahora los estoy sumergiendo en el yeso.

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Bien. Ahora los voy a ir colocandosobre tu cara y así conseguiremos algode apoyo para el alginato. Eso es, miniña. Hay un bonito rostro debajo detodo esto. No sé por qué lo escondestanto. Velos y capuchas y siempremirando al suelo. —La presión de losdedos pasó alrededor del cuerocabelludo de Sloane, de sus mejillas, desu mandíbula y su barbilla. La voz deOdessa sonaba cansada otra vez—. Eltiempo se encargará de ocultarlo por tidentro de poco.

El cuerpo de Sloane le parecíapesado y sin vida sobre la mesa de labruja, un pedazo de carne, nada más. Lasrígidas pajitas que tenía colocadas en la

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nariz le daban ganas de estornudar. Elsonido de su respiración pasando através de ellas le parecía terriblementealto, tanto que tenía que esforzarse poroír la voz de Odessa.

—Yo fui tan guapa como tú una vez,si puedes creerlo. Fue un trabajo duro elcomportarse como una dama en aquellosúltimos años antes del Diluvio; la magiase te metía en la sangre como el vino, sitú eras un ángel. Hubiera sido fácilconseguir lo que hubiera querido. —Losviejos dedos de Odessa estaban en laúnica parte expuesta de su cuerpo quetodavía tenía algo de sensibilidad, justoen la nuca, desnuda más abajo de losvendajes. Odessa le acarició con

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suavidad su pelo corto—. Las noticiasestaban llenas de historias de ángeles yde monstruos, de milagros y pesadillas.Todo aquel invierno fui sintiendo crecerla magia dentro de mí, como si estuvieraen el golfo y la marea estuvieseviniendo. Ya sabes cómo es, el agua tellega a la cintura, a tu pecho, y después acada oleada tus pies pierden un pocomás de firmeza y te cuesta mantenerte enpie. Luego te llega al cuello, vuelves elrostro hacia arriba, una ola te alcanza ytienes sabor de sal en la boca, pierdespie, otra ola, y consigues rehacerte denuevo.

—Todavía no tengo claro por quéestoy aquí realmente. La mayoría de

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nosotros se perdió en un latido decorazón, pienso. Tenía una amiga a laque vi desintegrarse la noche delDiluvio. Disuelta como un azucarillo enuna taza de café caliente. Y porsupuesto, muchos de los quesobrevivieron nunca pudieron escapardel Mardi Gras. Por lo que sé, todavíaestán allí con tu padrino.

El ruido de la respiración de Sloaneera como un viento rítmico. A ella lehubiese gustado sentir su pechosubiendo y bajando a su compás. A ellale hubiese gustado poder sentir su pulsorecorriendo sus muñecas y sus tobillosadormecidos.

—La gente se estaba volviendo loca

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—continuó Odessa—. Las callesestaban llenas de monstruos. La genteesperaba que yo hiciera algo. No sabíaqué hacer. Fue Jane la que se encargó detodo. Se dio cuenta de que teníamos queentrar en las comparsas. Fue la quesalvó todo lo que había en el hospitalantes de que se viniera abajo. A alguienmás se le ocurrió la idea de reventar losoleoductos para conseguir combustible,pero fue tu madre la que lo llevó a cabo.Parece que cada vez que el desastreataca, la isla toma a un Gardner. LosDenton siempre se preocuparonúnicamente de ellos mismos, y los Fordsiempre han tenido un ojo mirando a susespaldas. La gente confía en los

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Gardner. Ella trabajaba todo el tiempo,apenas dormía. Yo podía ir a su casa,esto era antes de que se trasladara aAshton Villa, tambaleándome a las dos oa las tres de la mañana, y siempre me laencontraba trabajando. Tenía que estarcon ella en la habitación paraasegurarme de que sus pesadillas nocrecieran demasiado, ya me entiendes.Ese era el tipo de cosas que solíanocurrir en aquellas primeras seissemanas, y no hubiéramos podidoarreglárnoslas si la hubiéramos perdidoa ella. Ella se quedaba dormida en elpequeño sofá, quizás con su cabeza enmi regazo, con el rostro recorrido por elcansancio del trabajo, demasiado

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cansada incluso para soñar, y yo nuncapodía echarme a dormir. Había unadébil luz, creo que era una lámparaColeman, y la ponía muy bajo, casi almínimo, y allí estaba en la esquina consu pequeño siseo mientras yo la mirabala cara de tu madre entre las sombras.

La voz de Odessa se detuvo, juntocon sus dedos.

—La admiraba mucho —confesó.Después de un momento retiró su manodel cuello de Sloane—. Pero eso fuehace mucho tiempo. Ya no viene avisitarme nunca. Tan solo envía a supequeña mensajera, ¿verdad, cielo? Tansolo te envía a ti.

Los dedos de Odessa volvieron a la

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tarea. Sloane los podía sentir levementemeneando con delicadeza el borde de lamáscara de alginato con su soporte deyeso. En un momento dado, la máscarase liberó de la frente de Sloane con unpequeño tirón, un soplo de aire frescosobre su piel. Poco a poco y consuavidad, Odessa fue retirando lamáscara. Las pajitas cayeron de losorificios nasales de Sloane, la oscuridadcontra sus párpados cedió paso a la luz,la gelatina desapareció de su boca conun último beso. Después Odessa le dioun golpecito en cada ojo y pudo ver.

Odessa se aplicó rápidamente enlubricar el interior de la máscara convaselina, para después llenarlo con yeso

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fresco. Veinte minutos más tarde el yesoya se había secado. Retiró el molde dealginato, y Sloane se encontró mirándoseen una impresión de yeso de su propiorostro.

Odessa exhaló un largo suspiro yflexionó sus dedos. Miró a Sloane através de sus gafas bifocales de varilla.

—Ahora, veamos qué Sloane puedeestar a la altura de las circunstanciascon Momus ¿de acuerdo? —Cogió unpuñado de arcilla de un bote bajo suescritorio.

Sloane luchó por hablar.—¿Qué dices? —preguntó Odessa

—. Vaya, cariño, lo siento —dijotocándole levemente sobre los labios.

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La voz de Sloane volvió.—Gracias a Dios —soltó

bruscamente, con las palabrassaliéndose de su boca como el agua deuna manguera retorcida puesta bien deimproviso—. Uf. ¿Hay algo que puedahacer para ayudar?

—Quizás más tarde. Por ahora…bueno, querida, tu versión de ti es partede tu problema, ¿no es así? —Odessacogió una pequeña bola de arcilla y lapuso sobre la punta de la nariz de yesode Sloane, moldeándola hasta hacerlaasemejar más a la suya propia—. Y losojos… tú tienes esos ojos tan bajos,corazón, siempre mirando al suelo. Eseno es el espíritu adecuado para el Mardi

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Gras.Sloane observó cómo Odessa iba

rehaciendo su rostro. Sus ojos sehicieron más finos y maliciosos. Le fuemodelando una nariz prominente. Susmejillas se elevaron y se hicieron másafiladas. Y donde sus propias cejas eranrectas y pasaban desapercibidas, las quecrecían bajo los dedos de Odessa erandescollantes.

Fue una hora de trabajo, cuidadoso ymeticuloso. Cuando estuvo terminado,Odessa se reclinó y se apretó las manoscontra comienzo de la espalda, bajo elcuello.

—Ahí lo tienes, mi pequeña —dijomientras Sloane se asomaba a su hombro

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para examinar la máscara—. ¿Qué teparece? Un putón la miraba con unamirada provocativa y una sonrisapeligrosa.

—Esa no soy yo —dijo Sloane.—Todavía no.Los dedos de Odessa estaban grises

y sucios, sus gafas cubiertas de yeso enpolvo.

—Ya es tarde —dijo ella—. ¿Qué teparecer si echamos un bocado mientrasesto se termina de endurecer?

Con un suspiro, se levantó delescritorio y comenzó a andar a travésdel cuarto, con los miembros rígidosdespués de haber estado tanto tiemposentada. Sloane siguió a la bruja cuando

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ella empujó la puerta que las separabade la gigantesca cocina donde el grupode cocineros chinos de los Maceo habíauna vez cocinado para doscientaspersonas cada noche. Estabainmaculado. La mesa de trabajo deOdessa estaba siempre revuelta, pero enla cocina no se advertía el más mínimodesorden. Era una cocinera maravillosa,con dos recetas de pastel de nuez de lasque te podían hacer perder el sentido.Uno de color claro y ligero con un débilaroma a vainilla, el otro tan oscurocomo el barro del Misisipi y tan densocomo un yunque.

En el medio del suelo de la cocinahabía una trampilla que Odessa siempre

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dejaba abierta. Según ella, uno de lospinches chinos se sentaba allí con unacaña y pescaba para la cena especial enlos días de Maceo. Ahora el sonido delmar surgía desde allí junto con unpoderoso olor salobre a sal y maderahúmeda. Odessa desplegó una granactividad en la cocina, hasta tener listopara la comida un salmón frito con arrozy alubias rojas.

Después de que hubieran comido,Odessa hizo una máscara trasera ydespués otra frontal, esta vez en cementode yeso. Puso una gran olla de agua acalentar en la cocina. Luego rebuscó ensu cajón de sastre y sacó una largamadeja de cuero. Con cuidado, fue

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envolviendo con el cuero la cara decemento. Después sumergió toda lacabeza en el agua caliente del fuego dela cocina. Apagó el gas y dejó reposarel cuero durante diez minutos. Luego lepasó el busto a Sloane, diciéndole quemoldeara y escurriera y retorciera.

—Tu turno, querida. Esto quesostienes entre tus manos es una nuevavida. Una oportunidad de comenzarlotodo de nuevo. Este es tu nuevo rostro.De ahora en adelante tú serás la únicaque lo va a tocar.

Sloane extendió el cueropresionándolo con fuerza contra lascuencas de los ojos del molde con susdedos pulgares y lo tensó sobre las altas

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y afiladas mejillas de la zorra. Cuandoel cuero se ajustó sobre la máscara y selo fijó a ella, Odessa le alcanzó uncuchillo de mantequilla de madera parautilizarlo como rascador.

Hacía mucho calor. El sudor seconcentraba en grandes surcos en lossobacos de Sloane y le perlaba la frente.Se sentó con la máscara en el regazo,rascando, trabajando pacientemente,apretando el cuero con el rascador. Pocoa poco se perdió a sí misma entre susmanos. Ya no oía el mar murmurandoabajo junto a los postes del malecón o elventilador girando sobre su cabeza.Incluso sus ojos parecían otra expresióndel tacto, una confirmación de lo que sus

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dedos ya sabían.Una cara comenzó a surgir del cuero,

un rostro riente, más oscuro que el suyoy más experimentado. Le mostraba unaamplia sonrisa y ella se sintió incómoda,como perdiendo pie. Sentía intensamentela piel de su verdadero rostro,tensándose a lo largo de los surcossobre sus ojos. La sangre le calentabalas mejillas.

Fue una verdadera sorpresa cuandoOdessa rompió el silencio.

—Ya es suficiente por ahora, cielo.Acto seguido le dio a Sloane un

martillo con una cabeza hecha de labocina del volante de un coche lijadahasta quedar tan suave como la seda.

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Sloane comenzó a clavar la partepuntiaguda del martillo sobre el cuero,trabajando en un rasgo cada vez. Losgolpes del martillo iban haciendo elcuero más compacto, prensándolo yajustándolo aún más al molde. Le llevóuna hora acabar con el ojo derecho y sumejilla. Una vez que Sloane habíacubierto una parte con pequeñoshoyuelos, los trabajaba una y otra vezcon el rascador, frotando los surcos,alisando cada pequeña arruga eimperfección. Tensándolo más.

Sentía su propia piel tensándoseentre los huesos de sus mejillas y sumandíbula. El rabillo de sus ojoscomenzó a cambiar de expresión, y

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aunque le dolía la espalda y estabadesesperadamente sedienta entre aquelcalor sofocante, no pudo evitar esbozaruna sonrisa.

Las horas fueron pasando.

Durante un buen rato su mente estuvovacía, tan tranquila como una charca deagua marrón. Luego, lentamente,imágenes y recuerdos comenzaron aflotar en la superficie. El ligero golpeteode su martillo modelando la máscara,liberando pequeñas huellas de aroma decuero y el recuerdo de Momus de piejunto a ella. Recordó la sensación derealidad que le produjo, y la palidez desu piel, similar a la de la tripa de un pez.

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Jane sostiene un Galveston, yo el otro,y la Reclusa vigila las puertas entre losdos. El recuerdo de aquel momento sesostuvo en su mente mientras terminabade martillar a lo largo de su mejillaizquierda. Luego cogió el rascador yfrotó el cuero con ella. Y conforme ibamodelando el cuero, el recuerdo se ibadisipando, dando forma a la superficiede la máscara hasta que el recuerdocomenzó a desaparecer sometido a lapresión de aquellos dedos, hasta quefinalmente borró cualquier rastro de supiel blanca, y todo lo que quedaba era lasuave y tersa piel del cuero bajo susdedos.

Al igual que las finas hierbas, al

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machacarse, liberan una tímidaexplosión de aroma, así los golpes delmartillo liberaban racimos de recuerdos;alientos de deseo, desespero, esperanza,lástima. Visiones de dolor, momentoscuando a pesar de toda su habilidad yesfuerzo no había sido losuficientemente invisible.

Los aplastó con un movimiento delos dedos.

Era asombroso que uno pudierahacer eso. Le parecía increíble quepudiera incluso tomar el recuerdo de suencuentro con un dios y eliminarlo,vaciarlo, despejarlo. Vio a su madre,yaciente en la cama y mirando a Sloane,temerosa de morir y más temerosa aún

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de que su hija no pudiera estar a laaltura de sus responsabilidades. La dudaen sus ojos era humillante, y Sloane sealegró mucho de liberarse de él,alejándolo con pequeños y pacientesgolpes del rascador de madera.

Dejó ciertos ángulos yprotuberancias sin tocar: los arcosgemelos de sus cejas y los huesos de susmejillas bajo ellos. Con el tiempo,aquellas protuberancias se haríanincluso más afiladas, creando durassombras bajo el resplandor de la luz dela mesa de trabajo.

Jane y Sloane entrada la noche en eldespacho de su madre. Ella no deberíahaber estado aburrida pero lo estaba, y

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se sentía avergonzada por ello. Todo loque ella quería hacer era irse a la cama,dar un paseo, trabajar en una blusa quetenía a medio terminar en su máquina decoser, cotillear con Ladybird Trube,cualquier cosa. Perezosa. Frívola.Débil, le dijo una voz en su cabeza. Erauna voz mandona, llena deresentimiento, que siempre le decíacosas como aquella. Si te importararealmente algo más que tú misma,deberías…

Lo hizo desaparecer.No te hice ningún favor

permitiendo que te escabulleras de tusresponsabilidades. Eras una niñapequeña y asustadiza. Pero hay cosas

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de las que no puedes escapar.También borró aquello.Inclinada sobre los brazos echados a

perder de su madre, ayudándolatorpemente a bajar las escaleras para iral baño y después observando su luchapor quitarse la ropa interior. Eliminó elrecuerdo furiosamente, temblando defuria.

La sequía. Las miradas en losrostros de los pobres mientras pasabanpor Ashton Villa. Los mismos pobres,con la tripa hinchada por el arroz, lascaras recorridas por la sed, amarillascon ictericia, picadas por la viruela,quemadas por el sol o húmedas por lafiebre amarilla: las hizo desaparecer,

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aplastando con los dedos y despuéspuliendo con brillo y sin voces.

El resentido e inteligente JoshuaCane que la deseaba: eliminado.

Más atrás, Sloane sentada inmóvildelante del espejo de su tocador, con sumadre detrás de ella, trenzando concuidado su cabello. Su propia expresiónseria, el tacto seguro de su madre, lagran Jane Gardner terriblementevulnerable, loca de amor por su hija.

—Tú eres mi rayo de sol —le habíacantado en un susurro, y le había besadoa Sloane en lo alto de su cabeza, y sehabían sentido a salvo juntas. Aquelrecuerdo hizo que Sloane se enfadaraaún más, y lo borró, lo borró y lo borró.

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Las dos juntas jugando en las olas dela playa, Sloane ahora una niña pequeña,la extraña risa en los ojos de su madre yagua de sal mojando su cabello. Sloanecomo una bolsa de patatas fritas queexplota al abrirse, riendo y pasándoseloen grande mientras su madre salta conella a cada ola que rompe…

Todo, cualquier pensamiento ysentimiento y recuerdo que surgiera, ellalo hacía desaparecer. Estaba tanenfadada que todo su cuerpo letemblaba. Solo después de varias horasla furia comenzó a remitir. Después dehoras y horas y horas, finalmente todo sehizo más suave, la superficie marrón dela máscara era como aceite bajo sus

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dedos.Luego fue acabando con las últimas

arrugas una a una, sintiéndose cada vezmás alegre, lisa y afilada y sonriente. Sino hubiese sido por el intenso yhormigueante dolor de su cara, queparecía extenderse, y una curiosatirantez en su pecho, habría dicho que nose había sentido tan bien en años.

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M1.5 La máscara

ientras Sloane terminaba sutrabajo, aquel sentimientovacío y elevado continuabacantando en su interior.

Canturreando para sí misma, aplicó sietecapas de laca al interior de la máscara yluego la alisó hasta conseguir un brillode seda con una tira de cuatrocientosgranos de papel de lija extra-fino. Tiñóel cuero de un color rojizo trabajando elcolor con una brocha de afeitar,añadiendo más en algunos sitios que enotros, de tal forma que toda la cara tomó

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el aspecto de la piel de un animalabigarrado. Con un pellizco de productode belleza de un viejo bote de Cometdifuminó un poco el tinte, dejandoresaltes pálidos en los salientes de lamáscara, de tal forma que el cejo y lasmejillas destacaron mucho. Despuéscortó vendas faciales y las fijó conremaches.

El único momento de disgusto lesobrevino cuando tuvo que cortar losagujeros para los ojos. Odessa le habíapuesto la máscara sobre una piezaredondeada de madera flotante y lehabía dado un escoplo, un cincel con unahoja que recordaba levemente a unabocina. Era extraño el ver a la máscara

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mirándola a ella, algo parecido a su carapero sin embargo totalmente diferente.Puso incómoda a Sloane y eso le hizogolpear el escoplo con más fuerza de loque en un principio tenía previsto. Sintióun dolor punzante en su ojo izquierdo, yse hizo oscuro en aquel lado tan prontocomo la pupila de cuero de la máscarahabía caído.

—Odessa… —la Reclusa sacudió lacabeza y movió el escoplo hacia el ojoderecho de la máscara. Esta vez el dolorfue incluso peor, y cuando Sloane habíaterminado estaba ciega.

La oscuridad en la que se vioenvuelta estaba llena de ruido. Durantetoda una vida no había habido más

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sonido que el de su propia respiración.El ventilador del techo de Odessa, elmar incansable bajo las dos. Ahora, sinembargo, podía escuchar ráfagas derisas, fragmentos de conversaciones, yel entrechocar de platos y cubiertos. Unpiano tintineaba en el fondo. Sloanelevantó la máscara hacia su cara. Lossonidos se hicieron más fuertes, como sise estuviera aproximando a unahabitación abarrotada de personas.Volvieron a difuminarse conforme fuebajando la máscara hacia su regazo.

Se puso la máscara. Podía verperfectamente bien. Cada mesa delCuarto Balinés estaba ocupada. Laconversación rugía en torno a ella. La

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luz de las velas refulgía en plata ycristal. Una mujer en un vestido negro denoche con perlas alrededor de su cuelloechó la cabeza atrás y rio, tan cerca queSloane podía haberla tocado.

—¡Eh! —dijo alguien señalando aSloane. Cada cabeza en la mesa sevolvió a mirarla a ella.

Se arrancó la máscara de su cara yvolvió a encontrarse en la tranquilaoscuridad.

—Todavía no —dijo Odessa—, y yoelegiría un lugar menos público parahacer mi aparición, si fuera tú.

—No puedo ver.—Eso se te pasará. ¿Te traigo algo

de beber, muñequita?

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—Sí, por favor —susurró Sloane.Por primera vez se dio cuenta de que nohabía probado bocado ni bebido nadadesde que Odessa le había quitado lamáscara de la cara, hacía horas y horasya. Su garganta estaba dura y seca y lepicaba por la acción de la laca, lapintura y el disolvente. Intentó deciralgo cuando Odessa salió del cuartopara traerle algo de beber, pero su vozera un puro graznido.

—¿Qué hora es?—Casi el amanecer —le respondió

Odessa sobre su hombro—. Casi esmañana.

El sol fue surgiendo mientras Sloane

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caminaba de regreso a casa. Después depasar tanto tiempo dentro del interior deuna casa el contemplar la luz del cielo yobservar el horizonte tan lejano leproducía una sensación extraña. Llevabala máscara en su bolso como un secretoterrible. Ya hacía calor fuera, pero eldía todavía se iba a hacer más caluroso.Ollas y cubos secos esperabanexpectantes bajo los canalones de cadatejado de las casas habitadas. Los gallosagitaban las alas y cacareaban conformepasaba a su lado, con los cuelloserguidos, haciendo ruido desde postesde cercas y tejadillos de porches. Lospolluelos escarbaban entre el polvoestéril. La energía potente y tensa que la

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había llenado al ponerse la máscaraparecía desvanecerse con el sol,dejándola confundida y exhausta.

Corrió el último bloque de casashasta Ashton Villa con el estómagohecho un nudo. Quizás su madre habíamuerto mientras no estaba cerca paraverlo. O —y la esperanza era casi tanterrible como el miedo— quizásvolviera a casa para descubrir queMomus después de todo no la habíatraicionado. Quizás hubiera algún signode que su madre se estaba recuperando.Ya el solo uso de sus brazos sería unmilagro. Cualquier cosa que mostraraque la enfermedad había finalmentedetenido su avance inexorable.

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Se coló en la casa, avanzó a travésdel porche, y abrió la puerta delrecibidor. Aunque apenas habíaamanecido, Jane Gardner ya estabadespierta y sentada en su silla de ruedas.Sus brazos yacían muertos en su regazo,la piel cubierta con manchas marronesfruto del mal funcionamiento del hígado.El nudo en el estómago de Sloane setensó aún más.

—He vuelto —dijo ella—. Ya loveo.

—No estás… —Sloane se mordió ellabio—. ¿Quieres que te traiga algo?

—Estoy segura de que estarás muycansada —dijo Jane Gardner. Estabamirando al ave del paraíso que Bettie

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Brown tenía disecada en una jaula decristal—. Cuando Odessa me envió unmensaje diciéndome que ibas a estar conella toda la noche pagué los servicios deuna enfermera. Ella me está trayendo elté.

—Yo…Te he dicho durante semanas que no

deberías pasar tanto tiempo conmigo.Una enfermera es mucho más práctica.

El rostro de Sloane estaba ardiendo.—Lo siento.—¿Por qué te quejas? Odio cuando

te estás quejando todo el tiempo —dijoJane. Sus pes cuando decía «por»estaban definitivamente perdiendo superfil, asemejándose más a una be—.

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Toma decisiones corre-tas y deja quetodo llegue a su final.

Echó la cabeza a un lado, mirandohacia las puertas de color vino queseparaban el recibidor del salón. En ladistancia, unas pisadas se aproximaban.Sloane pudo distinguir el sonido decucharas tintineando sobre una bandejade té.

Con los sentimientos embotados, sedio la vuelta y dejó la habitación.

Una semana más tarde, justo después delamanecer, Sloane se encontró rondandoen la acera de la casa de Joshua Cane.Su madre no había muerto todavía.Sloane acababa de venir del Mardi

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Gras. A su lado, una hiedra seca yblanquecina colgaba de un letrero demetal descolorido de tiempos anterioresal Diluvio:

Asociación de VecinosSan JacintoVIGILANCIA

CRIMINALDamos cuenta de todas

las actividades sospechosasa nuestro departamento

de policía.

Soy el tipo de cosa que aquella buenagente debería denunciar. Lospensamientos de Sloane eran irónicos.Le dolía la cabeza, sus pies sufrían, y de

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cuando en cuando un poco más de sangremanaba de un corte leve en la partesuperior de su pierna izquierda. Lasangre había manchado también supantorrilla derecha. Llevaba un vestidocorto ajustado de algodón y medias deseda, que no le gustaban en absolutopero que hacían juego con la máscara.Es decir, hacían juego con la persona enla que ella se convertía cuando se laponía. Debería parecer una vagabundaen toda regla, con su vestido manchado yoliendo a alcohol, con aquellas bonitasmedias de seda que Odessa le habíadado el día de su veintiún cumpleañosrasgadas, corridas y manchadas desangre después de una noche en el reino

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de Momus.Para su madre, verla en este estado

sería impensable. Tampoco podíapresentarse de esa guisa en la mansiónde Randall Denton o en la de Jim Ford,o en el Castillo Trube. A pesar de laincomodidad de su última visita a lacasa de Joshua Cane, él era la únicapersona lo suficientemente anodina paraque pudiera arriesgarse a que la viera enaquel estado.

Además, siempre atrae la idea deaparecer en la puerta de tu admiradorcon un vestido corto, ¿no es cierto?

Aquello era el último coletazo de lacharla de borrachera de la última noche.Silencio, se dijo.

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A la luz del día, la casa del boticarioparecía pequeña y desatendida, pero sucapa de pintura de diez años seconservaba mejor que la de sus vecinos.Un traje de vestir en un armario lleno demonos de trabajo. Sloane se acercó depuntillas hasta el porche de la entrada.El tercer escalón crujió, con un sonidoantinaturalmente estridente a aquellashoras de la mañana. Sloane esbozó unamueca, mirando a su alrededor paracomprobar si la había visto algúnvecino.

Joshua la debía haber oído en lasescaleras, porque una cortina en lapuerta se descorrió y apareció su rostro.Un poco más tarde estaba de pie en la

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puerta. Un madrugador, al parecer: yaestaba aseado y afeitado.

—¿Estoy en problemas?—No que yo sepa.—En ese caso, adelante.La primera vez que se había

encontrado con Josh allí, ella estaba enshock y era de noche. Su recuerdo de élera el resultado de una confusión delámparas de gas siseantes, abrumadoresolores de farmacia y dedos endurecidostocando el tirante de su vestido. Aquellamañana lo veía con mayor claridad.Tenía su misma edad a grandes rasgos.Era un hombre pequeño de veintipocosaños con los rasgos afilados y lasmuñecas de alguien para quien la cocina

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y la comida son una molestia. Tenía unosojos oscuros bajo unassorprendentemente pobladas cejasnegras, y un cabello rizado muy corto.Era un trabajo limpio, pero sinverdadero conocimiento. Probablementese lo hacía él mismo.

Joshua Cane, pensó ella,ejemplifica el tipo de pobreza que sabemás. Una excelente camisa de sedahecha a medida, recosida con cuidadoen algunas partes, dos botones derepuesto que no coincidían con losoriginales, pero que lo intentaban. Suspantalones cortos eran nuevos, hechosde una basta tela vaquera moderna quese obtenía allí mismo en Galveston a

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partir de algodón amarillo. Bajo suspantalones cortos, sus piernas y sustobillos eran huesudos. La base de sussandalias estaban hechas de goma deneumático; las tiras estaban hechas apartir de cinturones de seguridad decoches abandonados.

Se echó a un lado y la invitó a entrarcon un movimiento de la mano, mirandoa la fea mancha de sangre que tenía en lapierna.

—¿Es algo serio?—Tiene peor pinta de lo que es. Un

accidente estúpido con una botella rota.—Sloane se frotó la mancha con losdedos, pero se detuvo al observar que sele quedaban rojos y pegajosos—. Oh,

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vaya —levantó los ojos—; quiero decir,¿podría…?

—Hay un baño detrás de esa puerta,a tu izquierda.

—Gracias.El baño era diminuto y mohoso.

Como la mayoría de la gente demasiadopobre como para permitirse aguacorriente, Josh tenía un gran barril deagua junto a la bañera. Una vieja botellade leche con la parte superior cortadahacía las veces de cazo. Las medias deSloane estaban pegadas a la piel de suspiernas por la sangre seca. Se quitó elvestido y se metió en la bañera,echándose agua templada sobre susmuslos. El agua resbaló sobre su herida,

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que comenzó a escocerle furiosamente.¡Ay! ¡Agua salada! Por supuesto, unhombre de la calle no estaría utilizandoagua potable para bañarse después decuatro semanas de sequía. Joshua Caneno gozaba de los privilegios de vivir enAshton Villa. Sloane se sintió como unaniña rica consentida.

Hay una razón para todo, señoritaGardner.

Para su alivio, las toallas estabanlimpias y no olían demasiado. Se secócon rapidez y se puso el vestido denuevo. Había una pequeña mancha desangre en el dobladillo. Eso lo podríalavar más tarde, o cubrirlo con algúnadorno, pero las medias estaban hechas

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una pena. Cuando volvió a la habitaciónprincipal, Joshua estaba detrás delmostrador de su farmacia, moliendo algoen un mortero con su palo de golf.

—¿Qué estás haciendo? —preguntóSloane.

—Linimento para la artritis a partirde pasta de chili. ¿Te acuerdas de Ham?A su padre le duelen bastante las manosúltimamente. Quería tener listo estoantes de la hora punta de la mañana —dijo Josh sardónicamente.

—¿Lo estás haciendo gratis?—Los Mather son para mí como

parientes. Les debo más que una jarraocasional de linimento —explicó él—.¿Qué puedo hacer por usted, señorita

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Gardner? Sloane esbozó una ampliasonrisa.

—Criado por tu madre, ¿no es así?—¿Cómo?—Únicamente los hijos educados

por mujeres de la generación de mimadre pueden llamar a alguien«señorita».

—No puedo evitarlo.—No, no lo hagas. Resulta original.

—Sloane se rio—. Viejas formasadorables. De verdad —se estiró loshúmedos restos de sus medias—, noestoy segura de qué hacer con estas.Además de caminar por la calle conellas rasgadas y llenas de sangre en lasmanos, claro. Quizás lo que debería

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hacer es simplemente dejarlas colgandoalegremente sobre el respaldo del sillónen el vestíbulo para que madre lasencontrara. —Sloane se estremeció—.Están irrecuperables, pero no sédonde…

—Si las vas a tirar, yo las puedoaprovechar. —Sloane enarcó una ceja.

Para ella era una nueva expresión,algo que le había venido con la máscara.

—No para ponérmelas —apuntóJoshua rápidamente—. Es paraayudarme a moler algún preparado.Algo más fino que la estopilla me podríaser útil de vez en cuando. —Sloane dejócaer el montón húmedo de seda mojadasobre el mostrador—. Así que ¿cómo le

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ha ido la noche en el Mardi Gras,señorita Gardner? —dijo Josh.

Sloane se quedó helada.—Hueles a humo de cigarrillo —

explicó Josh—. No hemos tenido tabacoen la isla en diez años. Ese fue el últimoingreso importante que tuvimos. Inclusoa mi madre no le importaba empeñar unojo y dos riñones por aquel veneno. Laúnica vez que tuvimos a un Denton en latienda. La primera mujer del sheriffJeremiah vino desesperada unas pocasveces antes de que el cáncer se lallevara.

—Es usted muy listo, señor Cane.—Eso no me ha hecho rico, señorita

Gardner.

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—Llámame Sloane. Por favor —extendió la mano sobre el mostrador. Élsonrió, dejó el mortero, se limpió losdedos en sus pantalones cortos y leestrechó la mano. Sus dedos estabanásperos, como ella los recordaba. Todoaquel moler y moler.

—¿Has estado despierta toda lanoche? —le preguntó Josh.

—Siento decir que he sido una malachica. Como si no hubiera trabajo quehacer.

Como si madre no me necesitaraahora más que nunca.

Su intención había sido encontrar aMomus y aclarar su acuerdo, fue por esopor lo que se puso la máscara en primer

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lugar. Pero todo era tan extraño enMardi Gras, había tanta música y bailes,que le había costado un tiempo el poderadoptar sus maneras. La habían pillado,de alguna forma, en una fiestamaravillosa en el Palacio del Obispo.Tan solo que no era el verdaderopalacio, donde ahora vivía RandallDenton, sino uno diferente, mágico,donde todavía era febrero del 2004 yhabía coches en las calles y todo el aireacondicionado que pudieras desear ycomidas exóticas exquisitas que ella nohabía probado en toda su vida. ¡Y agua!Toda el agua que pudieras beber, y CocaCola, y vino, y cerveza que no estabahecha de arroz. Cualquier cosa que te

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pudieras imaginar. Habían vivido comoreyes, antes del Diluvio. Todavíaseguían viviendo como reyes en elMardi Gras. La última noche del viejomundo, repitiéndose para siempre.

Sloane parpadeó. Casi se habíadormido sobre su pie.

Josh se volvió y recorrió con susdedos uno de los estantes detrás de sucabeza, luego sacó una jarra llena dehojas secas.

—Damiana. Un suave estimulante yantidepresivo, una de las pocas plantasútiles que crecen por aquí en estadosalvaje. Los mexicanos la utilizan atodas horas, la llaman hierba de lapastora. Nada que le importe a nadie.

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Antes pensaban que era un afrodisíaco.—Levantó la mirada. Con el sabor delMardi Gras todavía en su sangre, ella ledevolvió una sonrisa provocadora.Odessa habría estado orgullosa deaquella mirada, pensó ella. Estásflirteando como una niña mala.

Él sonrió, desenroscando la tapa dela jarra.

—Das la impresión de que un buenestornudo te podría tumbar. ¿Puedo darteuna pequeña cosa para remediarlo?Tengo la impresión de que tus días noson del todo divertidos ahora mismo.

—No demasiado divertidos, no.—Perdí a mi madre hace unos pocos

años —dijo Josh—: diabetes. —Sacó un

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pequeño puñado de hojas de damiana ycerró la jarra—. Espero morir de unataque al corazón. Es malo cuandopuedes ver venir el final desde lejos.

Era bastante insoportable elescucharle intentando confortarla a suincómoda manera cuando en lugar deintentar salvar a su madre todo lo quehabía hecho en la última noche era bebery bailar. Sloane sonrió con su sonrisaensayada.

—Intentamos aprovechar cada díatal y como viene. Joshua asintió con lacabeza, como si aquello significasealgo, como si no fuera una tonteríamecánica que ella dispensaba por todaspartes cada día.

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—¿Bebiste mucho ayer? No, olvidalo que he preguntado. Lo que quierodecir es que probablemente estés unpoco deshidratada. Déjame prepararteun sorbo de té.

Le mostró el camino hacia su cocinay ella le siguió sabiendo que no debería,sabiendo que probablemente él notendría dinero o agua suficiente paramalgastarlo con ella, sabiendo quedebería regresar a Ashton Villa antes deque la echaran de menos. En lugar deeso se hundió en una silla a la mesa enla cocina de Josh mientras él hervíapreciosa agua para hacerle una taza de téde damiana. El sentimiento de culpa porhaber abandonado a su madre para irse a

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bailar al Mardi Gras toda la noche, no lehacía fácil el volver a aquel recibidoren penumbra con las cortinas echadas yaquella figura marchita tumbada en lacama. El té tenía un sabor extraño,mentolado y un poco amargo, peroagradeció su calor. Después de unospocos sorbos cruzó los brazos sobre lamesa y descansó la cabeza sobre ellos.Joshua Cane le recordaba al adjuntoKyle Lanier, decidió adormilada.Físicamente los dos eran de pequeñaestatura, pero más importante, los dosarrastraban aquella sensación depobreza como una forma deresentimiento. La diferencia estribaba enque Kyle había sido pobre de niño,

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mientras que Josh había sido un niño defamilia acomodada. Kyle siempreintentaba escapar de su pasado, mientrasque Josh Cane no podía abandonar elsuyo.

Se dio cuenta de que se debía haberquedado dormida cuando un ruido ladespertó. Josh estaba poniendo un tazóncon una cuchara enfrente de ella. Parecíacomo si hubiesen pasado horas, perodebían haber sido tan solo minutos. Unmomento después volvió con un cazolleno de potaje de arroz y comenzó aservirle una porción.

—¿Azúcar moreno o melaza?—Azúcar —respondió ella, y luego

se arrepintió por si había escogido la

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opción más cara, y se preguntó quépensaría de ella si supiera que enrealidad ella no sabía qué era lo máscaro. Niña rica consentida. Sloaneobservó cómo un terrón de azúcarmoreno se derretía, una mancha oscuraextendiéndose en el potaje. Todo sucuerpo se revolvió ante la idea decomer, pero ella no quería parecerdescortés o avergonzarle, de modo quebendijo el potaje y se forzó a comersetodo el plato, acompañándolo consorbos del té amargo de damiana.

Un gallo cacareaba ruidosamente ypaseaba con andares regios por el patiotrasero. Joshua se sentó frente a ella,revolviendo melaza en su potaje.

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Maldición. Apuesto a que la melaza eralo más barato. Cuando Ham la habíallevado allí la primera vez, el boticarioolía a los pimientos, la levadura decerveza y el sulfuro con el que habíaestado trabajando. Hoy su camisa limpiay sus pantalones desprendían un suavepero agradable olor a recién planchado.

—Gracias por esto —dijo Sloanelevantando su taza de té.

—Medicina de brujo —respondióJosh brevemente—. Lo que me recuerdaque no recojas damiana por tu cuenta yte la bebas a litros. También funcionacomo laxante.

Sloane se echó a reír.—Gracias por la advertencia.

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¿Tienes muchos clientes?—No. Yo soy… mi madre y yo

teníamos reputación de serdesafortunados —dijo Josh.

Después de un silencio incómodo,Sloane volvió a hablar.

—Gracias por el té y por la ayuda.—Cuidado ahora con su orgullo—. Megustaría pagarte.

—No estaba intentando ganarme tusimpatía.

Vaya que sí.—Por supuesto que no —dijo

Sloane—, pero me puedo permitir elpagarte. Puedes ser tan orgulloso comoun Gardner, pero no más orgulloso.Puedes parecer ofendido mientras te

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pago, pero no voy a permitir que no mecobres nada. ¿Trato hecho?

La miró con ojos sardónicos.—Trato… no, espera, se me ocurre

algo más. Me gustaría saber cómo es elMardi Gras.

Era el turno de Sloane de echarseatrás. Dio un sorbo de su té.

—No estoy segura de que puedaexplicártelo. Realmente nunca he estadoallí. —Él empezó a decir algo, pero ellasacudió la cabeza—. Quiero decir queno soy realmente yo, soy alguien más.Malicia va a fiestas, Malicia juega a losdados, Malicia bebe y baila. Sloane…Sloane es una pobre chica. Ella se tieneque levantar a la mañana. Organizar

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citas. Llevar a madre al baño.—¿Malicia?—Así es como la llamo. Quiero

decir, a mí misma. Cuando estoy allí. Noutilizo mi verdadero nombre, no en elreino de Momus.

—¿Por qué Malicia?Si le echaras un vistazo a la

máscara, lo entenderías. Sloane seencogió de hombros.

Joshua terminó su potaje de arroz yrecogió la mesa, poniendo los platos ensu pequeña fregadera.

—¿Cuánto tiempo has estado allí?—No mucho —respondió ella

rápidamente—. Solo he estado allí dosveces. Bueno, tres veces.

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—Mmm —dijo Josh mirándola.Sloane no podía mirarle a los ojos.—¿Joshua? Por favor… por favor no

se lo cuentes a nadie. —No lo haría—.Me sentiría tan avergonzada. —Sé loque es eso— respondió él. EntoncesSloane hizo algo que nunca había podidohacer antes de ponerse la máscara. Seacercó a él junto a la fregadera, posó susojos en los suyos y cogió su mano,sellando el pacto con un toque. El rastrode una sonrisa asomó en el rostro deJoshua.

—No se lo digamos a los demás —murmuró él. Ella le miró sin entender,pero él sacudió la cabeza—. Su secretoestá a salvo conmigo, señorita Gardner.

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—¿Sloane? ¿Por favor?—Sloane.Ella le apretó la mano y luego la

liberó. Después Sloane acabó su té.—Gracias. Lo necesitaba. Con los

pies doloridos, Sloane le permitió aJoshua acompañarla hasta la puertaprincipal. Una vez más, pensó ella.Volveré solamente una vez más avisitar a Momus. Después de eso,nunca más.

Volvió a casa a través de las zonaspobres de la ciudad en el lado sur de laavenida Broadway, rezando en voz bajapor no encontrar a nadie conocido.Incluso aunque el día era caluroso, sesentía demasiado expuesta en su vestido

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corto de algodón, especialmente con laspiernas desnudas. ¡Cómo diablos me hepodido poner algo tan corto! Solo hayuna explicación, pensó ellamalhumorada. Mi mente está siendocontrolada por un dios al que le gustanlas piernas gordas.

Su suerte casi le había salvado.Entró con cautela en la Avenida 23 y seescondió tras una gruesa palmera en ellado oeste de Broadway, esperando elmomento en el que la calle estuvieraprácticamente desierta. En aquelmomento, Sloane cruzó la callerápidamente con la mirada baja y sedeslizó a través de la puerta principal deAshton Villa.

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—Otra vez tarde —dijo Sarah, elama de llaves, materializándose en eloscuro recibidor—. Y en una nochecomo la que ha tenido tu madre —añadió con reprobación.

Oh, Dios.—¿Está peor?Sarah se encogió de hombros.—Pregunte a la enfermera —dijo

mordazmente.—Sarah, no tienes por qué…—¿… Por qué recriminarle nada?

¿Es eso lo que quiere decir? Tengotrabajo que hacer —dijo Sarah, y sinesperar respuesta alguna se dirigió a lacocina.

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Dos horas más tarde, Sloane estabasentada junto a la silla de ruedas de sumadre, despierta por virtud de suesfuerzo de voluntad y del té dedamiana. Los ojos le parecían cristalesempañados. La damiana no la habíadespertado realmente, sino que la habíapuesto hiperactiva y nerviosa. Ansiabael momento de irse a la cama.

Estaban sentadas a la pequeña mesadel comedor, una mesa circular talladade roble italiano. Armarios, vitrinas ycómodas refinadas a lo largo de todo elcuarto contenían la vajilla de plata deMiss Bettie, cincuenta conjuntos decubiertos para una comida de siete

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platos. Veinte sillas a juego de estiloElisabeth con respaldos y cojines deterciopelo azul se distribuían alrededorde la formal mesa de madera de cerezoque ocupaba el centro de la habitación.Sloane se preguntó cuánto de la casa deJoshua podría comprar con el dinero dela comisión de tan solo una de lascornisas de nogal que había en cadaventana de la habitación. Pensamientosparecidos eran los que recorrían sumente mientras hacía como que prestabaatención a la discusión de su madre delos asuntos de las comparsas con JimFord y Jeremiah Denton.

El sheriff Denton era un tranquilo einteligente caballero del sur de

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mostacho y barba grises del tipo queSloane había visto en fotografías deRobert E. Lee. También tenía los ojoscansados de Lee, unos ojos que habíanmirado de forma resuelta pero a un grancoste, demasiados años de desgracias ytrabajos arduos. Jeremiah era el Dentonde su generación que gozaba de respetouniversal. Jane Gardner le habíaengatusado para aceptar el cargo desheriff cuando Sloane todavía era unaniña. Ahora él estaba cumpliendo sutercer mandato.

Sloane cambió la orientación de lasilla de Jane sin movimientos bruscos,de forma que pudiera ver a los doshombres sin esforzarse.

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—Incluso aunque lo hagamos, elprecio va a subir, más, más, más —dijoJim. Él había traído el ordenadorportátil Sony que llevaba siempre altrabajo desde que Sloane tenía uso dememoria, y lo puso sobre la mesa.Levantó la pantalla.

—Permitidme mostraros algunascifras.

Durante la siguiente hora, lascabezas de la Comparsa de Momusbarajaron sus opciones. Debatieronsobre formas alternativas dealimentación, consideraron las mejoresformas de aumentar la extracción de lospozos artesianos a lo largo de la bahíaque abastecían el suministro de agua de

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la isla, y discutieron la validez delracionamiento. Todos detenían a menudosus argumentaciones para desear unapronta lluvia.

Era una conversación crucial,desesperadamente importante para elfuturo inmediato de la isla. Sloanesiguió con dificultades todos lospormenores. Era aburrido y ella estabaexhausta. Cada vez que se esforzabaseveramente por seguir un argumento ouna idea, su concentración se leescabullía como un pececillo entre losdedos. En lugar de aquello, sesorprendía observando la forma en laque la luz de la lámpara brillaba sobrela calva de Jim Ford, o los dedos de su

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madre, tan dolorosamente atrofiados ydelgados. Recordaba aquellos dedossobre los suyos cuando su madre leenseñaba pacientemente a escribir amáquina en el ordenador de su cuarto dejuegos. Recortada entre ese recuerdohabía otros de sus recientes noches en elMardi Gras: retazos de canciones, laimagen de una boca riendo, burbujasrevoloteando en una copa de champaña.

Qué valientes son, pensó ellamientras el sobrio debate discurría a sualrededor como un murmullo. Puedenestar desesperados, pero como todoslos miembros de la generación de sumadre, ellos no sentían la maldad de lasequía. Para ellos era algo impersonal,

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un molesto accidente climático.Deberían estar ofreciéndolesacrificios, o suplicar la ayuda delMar. En lugar de eso, continuabanactuando como si tan solo la humanidadtuviera volición y propósito. Como si elresto del mundo no fuera nada más queun reloj, una máquina ciega, maldiseñada y caprichosa, que ellos sesuponía que tenían que regular y reparar.No pueden evitarlo, se repetía. Así escomo han sido educados. Pero cómocualquier persona pensante podíasostener una postura tan inocente en unmundo donde Vincent Tranh podía serenviado a las comparsas, donde Momusgobernaba su reino desde un parque de

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atracciones tan solo a un par dekilómetros de distancia. Aquello aSloane le parecía algo peor queinocencia. Aquello se parecía más a unorgullo peligroso y a pura y ciegaestupidez.

—¿Sloane? ¿Sloane? —Ellaparpadeó. Jeremiah Denton le estabahablando—. ¿Le pasa algo malo a tumadre? Los ojos de Jane Gardnerestaban abiertos de par en par y suslabios estaban grises. Estaba luchandopor decir algo.

—¡No puede respirar! —gritóSloane—. ¡Llamad a un médico!

Muy tarde aquella noche en eldormitorio de Sloane, el pequeño reloj

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azul Dresden que había pertenecido a lahermana tímida de Miss Bettie, marcólas dos. Sloane estaba echada bocaarriba mirando a la blanquecinamosquitera que rodeaba su cama. Subolso descansaba sobre el tocadorfrancés de madera satinada pintada amano. La máscara estaba en su bolso.De más abajo le llegaba el débil sonidode un piano. El fantasma de Miss Bettie.Sloane la oía tocar cada noche desdeque se había traído la máscara a casa.

Su madre estaba en el recibidor,recibiendo oxígeno a través de unamáscara de goma. Había estado muycerca aquella noche, muy cerca. Sloanehabía tratado de hacerle el boca a boca

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a su madre, pero en su agitación lo habíahecho mal, olvidando pinzar la nariz desu madre para mantenerla cerrada, deforma que todo el aire se habíaescapado. Para cuando se había dadocuenta, había llegado la enfermera, y lahabía echado enérgicamente a un lado.

El horrible sabor de la boca de sumadre todavía estaba pegado a suslabios.

Sloane se sentó, descorriendo sumosquitera, y caminó con pies rápidoshasta las puertas francesas que laseparaban del balcón. En el Galvestonde su padrino, la fiesta estaría en supunto álgido. Pero allí en el mundo real,la isla yacía como un animal muerto en

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la noche abrasadora. Luces de lámparasde gas ardían en los mejores barrios; elresto estaba oscuro. Lejos, muy lejos,unas lámparas amarillas se movíanlentamente sobre la bahía; pescadoresnocturnos, de faena pescando calamareso rayas.

La boca de su madre había tenido unsabor a viejo, sus labios, flácidos bajolos labios de Sloane. Sin lápiz delabios, por supuesto: Sloane no habíaestado allí para ponérselo aquellamañana. La enfermera no había pensadoen ello, y Jane Gardner no le habríapedido a una extraña hacerle algo tanpersonal. Sloane no pudo recordar unsolo día en la vida de su madre donde

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no hubiera llevado los labios pintados.Era parte de su armadura.

Incluso de espaldas a la máscara,podía sentirla esperándola.

Realmente no tenía nada que haceren Mardi Gras. Necesitaba dormir.Necesitaba estar bien descansada yalerta. Ella nunca habría debido forzar asu madre a contratar a una enfermera.Era responsabilidad de Sloane elllevarla al baño en su silla de ruedas,lavarla, vestirla, leer para ella. A pesarde lo cansada que estaba.

Cada vez que Sloane le hablaba a sumadre o a Odessa sobre el primerterrible año después del Diluvio,preguntaba de dónde habían sacado las

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fuerzas necesarias para seguir adelante,con enfermedades en las calles y lalocura extendiéndose como porcontagio, y lo peor de todo, el terriblepeso de la pérdida de todas aquellasfamilias que habían sido tragadas por lamarea de magia. Las dos le daban lamisma no-respuesta.

—Haces lo que tienes que hacer.Cuando el peso asfixiante del

nombre Gardner cayera sobre ella,presumiblemente encontraría la fuerzanecesaria para sostenerlo. Si la vida desu madre no fuera una que Sloanequisiera seguir, bueno, a Jane Gardnertampoco le habían preguntado por suspropias cargas ¿verdad? Antes del

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Diluvio, ella era una joven abogada deéxito con un marido atractivo y unapartamento en la playa. Si Jane podíaperder su mundo y todavía persistir, erabien poco el pedirle a Sloane querenunciara a su libertad.

Una de las más duras lecciones quetodos tenemos que aprender es quépocas opciones da la vida a una mujercivilizada con algo de sentido de lo quele rodea.

El tic tac del Rolex estabaperfectamente sincronizado con el delreloj del vestidor de Sloane. Llevabapuesto el reloj en la cama e incluso en laducha. Con Momus quizás observándola,no se sentía segura si se quitaba su más

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poderoso talismán, aunque ella habíacomenzado a odiar su enloquecedor tic,tac, tic, tac, mientras se movía y serevolvía, intentando dormir durante laslargas y calurosas noches de Texas.

Quizás, pensó Sloane, el tiempo quehabía pasado en el Mardi Gras aquellaúltima semana había sido una ocultabendición. Quizás había cometido unerror al haber ido tanto, pero laenfermera era una profesional enérgicay eficiente. Ahora que ella estaba allí,era ridículo que se sintiera culpable porhaber descuidado su trabajo. Tanto Janecomo Sloane, sentían con demasiadaintensidad la humillación por ladebilidad de Jane. Ninguna de las dos

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podía sonreír o hacer un chiste cuandoSloane tenía que subirle la ropa interiora su madre después de un viaje allavabo.

Quizás Momus la estuvieraengañando, el muy cabrón. Quizás élfuera a mantener a Jane viva, pero nuncaa mejorar su estado. Una tullida inútil.El dios de la luna probablementeencontraría divertida aquella crueldad.O quizás Odessa tuviera razón, eraposible que fuera Sloane la que murieraprimero. Eso planteaba la cuestión dequé reino exactamente era el que sesuponía que entonces iba a heredar:Galveston, Mardi Gras, o el territoriocrepuscular de Odessa entre ambos.

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¿Realmente cualquiera de ellosesperaba seriamente que ella los fuera asuceder? ¿Sloane, que apenas podíahacer de asistente de su madre? ¿Sloane,que no tenía ni el coraje ni la fuerza devoluntad para encontrarse una segundavez con Momus y enmendar su previoerror? No puedo soportar verla morir.La estupidez de todo aquello le hacíaquerer gritar. Ella, que se creía la máslista, la que se había criado con dioses ybrujas y que se suponía que podíaentenderlos.

No, ella tenía que volver. Tenía queenfrentarse con Momus de nuevo. Noporque ella fuera valiente. Porque ellaera demasiado cobarde para pasar por

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más días como aquel. Demasiado débilpara soportar la decepción en los ojosde su madre conforme Jane Gardnerviera, con mayor claridad cada día, quesu hija iba a ser incapaz de mantenertodo lo que ella había logrado construir.

Lo gracioso de todo aquello, pensó,era que a madre le gustaría más Maliciaque ella misma. Malicia no se sentabaen la esquina de la habitación y fingíaestar interesada en las plantas de lasmacetas. Ella bromeaba, engatusaba, semetía a la gente en el bolsillo. Ella eraquizás demasiado libertina para losestándares de los Gardner, pero Maliciadisfrutaría haciendo el trabajo de Jane,al menos las fiestas y su política

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inherente. En cierta forma, no era tanmalo que hubiera estado tanto tiempo dela pasada semana siendo Malicia.Sloane tenía mucho que aprender deella. Realmente, sería una mejorheredera de su madre una vez quedominara las habilidades que Maliciatenía para enseñarle.

Y el negro es blanco y los pollos soncerdos. Estoy segura de que estoyutilizando una energía enorme paracaerme bien a mí misma, pensó ella conamargura. Emitió un gruñido y se frotóla cara con las manos. Se sentíacompletamente despierta, pero frágil.Hacía calor y el ambiente estabahúmedo y ella nunca iba a volver a

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dormir.Los relojes siguieron marcando el

paso. Escaleras abajo el piano entonabauna canción de jazz.

Sloane cerró las contraventanas yencendió la lámpara de gas del vestidor.Se dirigió al armario y cogió unconjunto calculado para hacer rodar losojos de su madre, llevando un vestido dealgodón de mangas cortas ceñido en elbusto y la cadera. Eligió un par degemelos de diamantes para hacer juegocon su Rolex. Culminó el conjunto consus mejores zapatos, los marrones conhebillas de cobre, y una bufanda de sedaenvuelta sobre la garganta, un regalo deOdessa. Malicia nunca llevaba velo. Se

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acercó con prisa hasta la mesilla denoche para coger la máscara. Esta iba aser verdaderamente la última noche,pensó. El sonido del piano se ibaescuchando más cercano conforme setocaba el cuero, y sintió que su bocaesbozaba una sonrisa. Sí, perfecto.

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E1.6 Calle Tercera

n el momento en el que Sloanese puso la máscara, se sintiómucho, mucho mejor.

Escaleras abajo, el pianotintineaba y se iba animando. Los vasoschocaban entre el estruendo sordo de lasconversaciones. Ráfagas de risas veníanflotando desde del jardín en el exterior.Sloane abrió las puertas francesas ysalió a su balcón. Este Galveston estabaardiendo de luces: altas farolas, lucesencendidas en las ventanas de las casasy en edificios de oficinas, faros de

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coches circulando, y sobre todo ello lamirada blanca de una luna llena. Habíauna multitud arremolinada en torno aAshton Villa. Alguien apagó una velaromana, enviando pequeñas oleadas defuego dorado al cielo nocturno. Abajoen el suelo, un hombre enfundado en unabrigo de gángster y una máscara dedominó atrapó su mirada y le silbó. Ellale saludó con la mano.

Se sentía bien. Ella sabía, de algunamanera despreocupada, que era unamala persona por sentirse feliz, pero elsentimiento de culpa que la abrumabatodo el tiempo había desaparecido derepente. En el verdadero Galveston eraun dolor constante y apremiante. Allí,

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una molestia. Una picadura de mosquito.Sloane jadeó y se bajó la máscara

para que sus ojos pudieran ver porencima de ella. El Mardi Gras sedesvaneció, reemplazado por lamonótona ciudad afectada por la sequíaa la que se tendría que enfrentarse denuevo a la mañana siguiente. Sus manosle temblaban como las de un yonqui, y sesorprendió escuchando el más mínimosonido, como si acabara de despertarsede una pesadilla. No estás haciendo esteviaje para divertirte. Lo estás haciendopara encontrarte con Momus. Vas ahacer lo que debes.

Bajó la mirada a sus manostemblorosas. El pánico se convirtió en

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furia.—Al infierno con todo —susurró, y

se puso la máscara.Escaleras abajo, el Salón de Oro

estaba a rebosar. Personal de uniformerecorría Ashton Villa llevando todo tipoincreíble de comida. ¡Y de bebidas!

Zumos exóticos hechos de frutas quepara Sloane tan solo existían en cuentos:manzanas y arándanos y limones. Habíavariedad de alcohol, y pasteles concrema por encima, hechos de algomucho más apetitoso que la seca yhojaldrada harina de arroz. Una bandejade galletas pasó junto a ella. Ni siquierareconoció la mitad de las substanciasque las bañaban, como el vegetal

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púrpura envuelto en una exótica salsa dequeso, o el extraño condimento que olíaa albahaca y ajo tostado.

Solo podía imaginar lo que JoshCane pensaría de aquel desplieguevisual de gasto frívolo que cortaba larespiración. Cualquiera pensaría que elcamarero tiene los hombros bienanchos, con todos los aperitivos quelleva de un lado a otro, pensó ella. Losdebates sobre moral aburrían a Malicia.Mientras vagabundeaba por el Salón deOro, Sloane vio una figura familiar.Ladybird Trube estaba a cuatro patasenfrente del reloj del bisabuelo en elvestíbulo. Tenía la caja abierta y estababuscando a tientas algo dentro de él,

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estorbando la acción del péndulo.—¿Ladybird?La heredera de los Trube saltó y

miró detrás de su hombro. Habíaperdido su pinza de conchas de tortuga ysu pelo colgaba descuidado frente a susojos. El bajo de su vestido estaba sucioy deshilachado. Intentó sonreír.

—Ah, hola —dijo ella—. ¿Sabríasdecirme qué hora es? ¿Qué estáshaciendo allí abajo? —El reloj se paró.Pensé que podría arreglar al viejomuchacho, pero parece que no puedo…— Se volvió, buscando másdesesperadamente dentro delmecanismo. —¡Parece que no puedoencontrar la maldita llave!

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—¿Ladybird? ¿Me reconoces? —dijo Sloane detrás de su máscara. Se diocuenta de que deseaba con todas susfuerzas que Ladybird no la reconociera.Allí quería ser Malicia, no Sloane. Sesentiría tan avergonzada si lareconocieran…

—No creo que hayamos tenido elplacer. —Ladybird estudió la caja delreloj. Sus hombros se hundieron. Depronto, estrelló su cabeza contra elmarco de madera del reloj con todaviolencia. Si la puertecilla de cristalhubiera estado cerrada la habría roto enpedazos.

—Tan solo quiero… (BAM)…saber… (BAM)… la hora.

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Golpeó una vez más el reloj con lacabeza y cayó sobre la alfombrallorando débilmente. Sloane cruzó elvestíbulo.

—Ahora, cielo —remarcó en la vozdespreocupada de Malicia— vas a tenermanchas de sangre en ese vestido.

Ladybird estaba demasiado ocupadasollozando como para prestarle ningunaatención. Gracias a Dios. Habría habidouna escena del tipo de las que lavaliente y responsable Sloane se hubieravisto abocada a empantanarse. Obligadaa sofocar su propia noche de diversión.Una salida.

Había un juego de cartas en marchaen la mesa redonda del comedor.

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—¡Hagan sus apuestas, señores yseñoras! —decía la mano.

Estaba sentado en el mismo sitiodonde, dieciséis horas antes, JaneGardner casi había muerto. Solo queaquello había sucedido en la aburrida ypoco elegante Galveston. En esta ciudadmucho más agradable, Jane jamás habríaestado en peligro.

Una pequeña punzada deculpabilidad atravesó a Sloane, comouna oleada de nausea. No era que noestuviera intentando encontrar a Momus.Iba a hacerlo.

Había cinco jugadores en el juego.El que hacía de mano era un hombreasiático delgado y calvo que llevaba un

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par de anteojos redondos y lucía unincreíblemente largo mostacho. En unsegundo vistazo, Sloane se percató deque el mostacho no estaba hecho de peloen absoluto, sino de unos zarcilloslargos y rojos como las antenas de unlangostino, que caían por debajo delborde de la mesa.

Sloane reconoció inmediatamente aljugador que estaba situado junto a él:era la propia Miss Bettie en sus mejoresaños, con la misma apariencia que teníaen el retrato que todavía colgaba delSalón de Oro. Era una mujer de rasgosmarcados, justo como cuando a la edadde Sloane viajó a través del Sahara encamello con treinta y tres gigantescos

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cedros a remolque. Llevaba un traje denoche de color púrpura y una boa deplumas que era un chiste dedicado a supropia extravagancia. Era una de laspocas personas que Sloane había vistoque no llevaba máscara. Por supuesto,Miss Bettie había formado parte de lamagia de Galveston desde mucho antesde que el Diluvio asolara la isla.

Al lado de Miss Bettie, una mujer defacciones angulares sacó su apuesta deun bolso de mano de seda y lo arrojó alcentro de la mesa. Sus dedos eranoscuros y duros como garras. Llevaba untraje de noche blanco y una excelentemáscara de pájaro de la cual colgabanunas gafas de opera. No, una mirada más

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atenta le mostraba que no se trataba deuna máscara. Tenía la cabeza de unagarceta: cara blanca, un pico largo yrecto, ojos pequeños y amarillos, y uncírculo desordenado de plumas blancasdonde debería nacer el cabello.

Un hombre gigantesco se sentabaenfrente de la mano. Tenía una cinturaestrecha pero unos hombros enormes,redondeados, más anchos incluso quelos de Ham. Olía como un animalsalvaje e irradiaba una ferocidad apenascontenida. Su puño peludo sujetaba unpalo al cual tenía pegada su máscara decartón piedra, que representaba a unhombre de mediana edad de aspectoapacible. Detrás de aquella máscara

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inofensiva, pelos negros tan gruesoscomo alambres sobresalían de un hocicoprominente, y dos colmillos curvos dejabalí asomaban de una boca de labiosgruesos.

La última jugadora era una mujer decabeza de gata que vestía una faldagitana.

El hombre de los bigotes delangostino levantó la mirada hastaSloane y le sonrió.

—¿Le gustaría participar? Hemosperdido a nuestro sexto jugador.

¡El hombre que hace de mano esVincent Tranh! Sloane estaba segura.Por supuesto, él debía estar allí en elMardi Gras. ¿Dónde si no? La abatida

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Sloane sin agallas lo había enviado allí.Culpa, vergüenza, más culpa: bostezo.

Intentó pronunciar su nombre perolas palabras se le murieron en loslabios, muertas por el encantamiento deOdessa.

—Llámame Malicia —dijo ella—.Me encantaría jugar, pero me temo queno sé cómo.

El Vincent Tranh de bigotes delangostino, exiliado a las comparsashacía tanto tiempo, sacó una silla paraella.

—Una mujer hermosa siempreencuentra ayuda. —Vince divisó entrelas sombras a un hombre delgado que sedirigía al recibidor—. ¿As? ¡As!

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Acércate aquí y aconseja a la joven,¿quieres? —Le guiñó el ojo a Sloane—.Es el mejor hijo de puta con el que hecruzado cartas jamás. Hágale caso y leirá bien.

El hombre delgado se acercólentamente a la mesa. Debía haber sidoatractivo en un tiempo, pero ahoraestaba esquelético hasta el punto de ladesnutrición, dejando entreverdemasiado de su cráneo a través de lapiel. Le habían cortado la orejaizquierda, dejando tan solo pedazos depiel y carne cicatrizada alrededor deloído. Si Sloane no hubiera llevado lamáscara, se habría quedado petrificaday hubiera empezado a tartamudear.

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La máscara inofensiva que ocultabael rostro del hombre-bestia comenzó atemblar, amenazando con caerse.

—No quiero su suerte en la mesa —gruñó. Vincent lo tranquilizó.

—No le vamos a dar ninguna carta aAs, Rake. Déjale tan solo que le déalgunas indicaciones a la chica.

Sloane curvó una esquina de su bocaesbozando una sonrisa imprecisa que leresultaba muy cómoda a Malicia.

—No te preocupes. No sigo losbuenos consejos prácticamente nunca.

El jugador llamado Rake retorciósus dedos peludos sobre el palo quesujetaba la máscara haciéndola temblarde nuevo.

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—Al primer signo de trampas, él eshombre muerto. Sloane sonrió y extendióla mano para que As se la besara. Él seagachó y rozó la parte anterior de susnudillos con sus labios.

—Encantado —dijo, y ocupó unasiento detrás de su silla.

—¿Tienen sus apuestas? —preguntóla mujer de cabeza de garza—. Estamosjugando un total de quinientos, con unaapuesta mínima de diez dólares. Ah. Unproblema.

Por supuesto, la estúpida de Sloaneno había pensado en llevar algo dedinero consigo.

—¿Qué tal esto? —dijo ellaquitándose el Rolex de su muñeca—.

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Los diamantes son de verdad.—Es una bonita pieza la que tienes

aquí —señaló Miss Bettie. Le echó aSloane una larga mirada—. ¿Estássegura de que quieres jugártelo?

Me ha reconocido, pensó Sloanecon desmayo. A Miss Bettie no le habíaengañado la máscara. Ella sabía que lapobre e indecisa Sloane se escondíadetrás de la sonrisa de Malicia. Bueno,eso era algo que tampoco deberíasorprenderla tanto. Después de todo,habían estado viviendo en la misma casadurante veintitrés años.

Realmente, sabía que lo que deberíahacer era quedarse el reloj, dejar lamesa, irse a buscar a Momus, ser

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valiente. O simplemente quitarse lamáscara. Volver al Galveston real, aquelque importaba de veras, aquel donde sumadre se estaba muriendo. El que sesuponía que iba a heredar.

Pero el propósito de la máscara erael de crear una Sloane menos cobarde,más lista, más dura, más astuta para lahora de su encuentro con Momus.Alguien que pudiera tener unaoportunidad. La última cosa que sepodía permitir era que la vieja, débil yllorosa Sloane se encargara de echarlotodo a perder. Era Malicia la quecontaba más, ¿no era así? Ella se habíapasado veintitrés años siendo Sloane, ysolo había que ver lo que había

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conseguido en ese tiempo: unaprisionera de las expectativas de todoslos demás. Una que jamás había vividoplenamente.

Sloane se encontró inclinándosesobre la mesa. Malicia se había quitadoel reloj y lo sostenía para cambiarlo pordinero.

—¿Alguien me da tres mil?—Te daré dos mil —dijo la mujer

de cabeza de garza.—Hecho.—Dejémoslo en dos mil quinientos

—dijo Miss Bettie—. Hará juegoperfectamente con el pendiente dediamantes que me regaló el EmperadorFrancisco José. Un hombre adorable, ¡y

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cómo bailaba el vals!Miss Bettie sacó un fajo de billetes

de su bolso de mano de lentejuelas yMalicia echó el Rolex a su lado de lamesa. Se sintió maravillosamente ligerasin él.

Vincent repartió las tres primerascartas. A Sloane le tocaron un seis y untres, además de otro seis vuelto bocaarriba: una pareja de cartas dadas.

—La carta más baja debe abrir laronda de apuestas, y esa es la mano, conun dos —dijo Vincent, poniendo diezdólares más—. ¿Más apuestas en laCalle Tercera? Cincuenta dólares parajugar.

Sloane puso tres fichas de veinte

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dólares.—Veo tus diez y aumento cincuent…

—sintió una leve presión cuando As leempujó suavemente en el hombro.Volvió la mirada hacia él, sorprendida.

—Déjelo estar.—Por los cuernos de Momus, ¿por

qué debería hacer eso?—Consejo —gruñó Rake—. Sin

explicaciones.Sus labios se retiraron dejando ver

unos colmillos amarillentos entre unasencías rosadas.

As permaneció inmóvil y ensilencio.

Sloane echó sus sesenta dólares enel bote de las apuestas y le sonrió a

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Rake.—Te prometí que no haría todo lo

que me dijeran.Miss Bettie se retiró. Rake subió la

apuesta a su vez con una reina y la Garzaaceptó con un diez de diamantes. Lamujer de rostro de gato, cuyo nombreera Lianna, también se retiró de la mano,junto con Vincent.

—Mis posibilidades aumentan —dijo Sloane, pero sabiendo que As noaprobaba su juego, no aumentó laapuesta en sus siguientes tres cartas,simplemente aceptaba los envites deRake, que pegaba más a cada mano. LaGarza parecía estar decidiéndose poruna jugada de color con diamantes, pero

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su quinta y su sexta cartas eran ambas depicas, y cuando Rake aumentó laapuesta, ella también se retiró de lamano. Sloane había estado tentada dehacer lo mismo, viendo la furia con laque Rake apostaba, pero su sexta cartaera otro tres, lo que hacía unas doblesparejas. Se decidió por reservarse parael momento decisivo. Las apuestas de lacuarta, quinta y sexta cartas habían sidode cien dólares, dejando un total detrescientos veinte dólares sobre la mesacuando ella aceptó el último envite deRake.

—Veamos qué es lo que tienes. —Reinas y cuatros— gruñó él. Sloane hizouna mueca y comenzó a mostrar su

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inferior doble pareja, pero As,rápidamente, le cogió la mano y dejó lascartas boca abajo sobre la mesa.

—Ssssh —miró a Rake—. Tú ganas.Sloane contó su dinero. Había

perdido quinientos sesenta dólares, másde un quinto de su banca, en una mano.Miró a As.

—Supongo que me debería haberretirado a tiempo.

—Sí.Siguiendo su consejo

inmediatamente, se retiró en lassiguientes tres manos, ganó un pequeñomontante en la cuarta, y se retiró denuevo en la quinta carta de la siguiente,justo antes de que las apuestas

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comenzaran en serio. A continuación, fueMiss Bettie la que tenía la carta másbaja y la que empezaba con las apuestas.Rake y la mujer de cabeza de gato noentraron en el juego. La Garza y Vincentaceptaron la apuesta de Miss Bettie.Sloane tenía un diez y un as además deun rey boca arriba, y sin opción deconseguir color. Empezó a recoger lascartas en su mano cuando sintió losdedos huesudos de As sobre su hombrouna vez más.

—Eche más.—Es justo lo que estaba pensando

—dijo ella, y echó sesenta dólares másal centro de la mesa. Diez minutos mástarde había ganado un bote de mil

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seiscientos dólares con tres dieces.Rake comenzó a gruñir, con un rumor

grave y salvaje que nacía desde el fondode su garganta. —Os dije que nodeberíamos jugar con él—. Se bebió ungeneroso chupito de bourbon—. No mehe sentado aquí para que me engañen.

—¡Nadie está haciendo trampas,nadie está haciendo trampas! —dijoVincent, sacudiendo la cabeza conenergía de modo que sus bigotes delangostino restallaron como látigoscontra la mesa.

—La suerte del principiante —añadió brillantemente Sloane. Echó unamirada a su consejero—. Coja su dineroy deje la mesa —dijo As—. Este es el

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mejor consejo que tengo.El Salón de Oro era un torrente de

vasos entrechocando y borrachoscantando. As siguió a Sloane y entre eltumulto se agachó junto a ella y lemurmuró algo al oído.

—Conociendo a Rake, es posibleque la espere fuera para quitarle esedinero por la fuerza.

Después de la siguiente canción,Sloane se escabulló del salón a lacocina y de ahí a la puerta trasera. Unmomento más tarde, As la siguió.

Cuando hubieron dejado la fresca yseca atmósfera de aire acondicionadodel interior para salir al césped exterior,la noche de Galveston se echó sobre

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ellos como un baño caliente. Una carpaadornada con banderines se alzabaalegremente donde debería estar lapocilga. Pequeños grupos de personascharlaban, hacían explotar petardos y seiban confundiendo junto a la piscina.Sloane se quedó mirando a la piscinadurante un rato.

No había gallinero recortado contrala valla trasera, y el cobertizo delgenerador todavía era un garajeindependiente. Los dos motores Lexusque en el mundo de Sloaneproporcionaban energía a la casa, allíestaban todavía funcionando dentro deautomóviles. No había tendederoscolgados de árbol a árbol, ni hedor a

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agua sucia, ni cubos de aguapolvorientos esperando bajo loscanalones de los tejados algo depreciosa lluvia. Qué inteligente chicahabía sido al venir a este Galveston.

Siguió a As hasta más allá de laspuertas de Ashton Villa y sin darsecuenta, se vio en una acera cerca de lacalle Cuarta. La carretera estaba en buenestado, con coches aparcados a lo largo.La Biblioteca Rosenberg se alzabaamenazadora al otro lado de la calle. Enel Galveston de Sloane, aquel edificiose había convertido en la sede de laComparsa de la Solidaridad. Allíúnicamente almacenaba libros. Bueno,aquello habría que corroborarlo.

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Después de veinticuatro años decarnaval, probablemente contuvieracosas más extrañas que libros.

As comenzó a ralentizar su pasocaminando por la acera en dirección sur.Sloane continuó andando hasta llegar asu nivel.

—Gracias por los consejos. Inclusote las arreglaste para sacarle partido ami error.

—¿El consejo es tan bueno comopara merecer una tajada? —No lamiraba a los ojos.

—Eso, señor, no era parte del trato—respondió Sloane—. Creía que todoera por caballerosidad.

Hubo un largo silencio.

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—Estoy hambriento.—Eso está mejor. —Se dio cuenta

de que Malicia tenía un tono malicioso yagresivo al hablar—. No trates de hacertratos conmigo, tan solo apela a migenerosidad. —Le extendió unos cuantosbilletes, pero los apartó cuando As tratóde cogerlos—. No, no. ¿Cuál es lapalabra mágica?

—Gracias, señorita.Sloane se rio.—Mucho mejor —cogió la mano de

As y le cerró los dedos sobre el dinero—. El orgullo sana —dijo ella.

Una hora después estaba sentada conAs al final de la calle Seawall, cada unocon un plato de barbacoa comprado en

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un puesto en el concurrido parque deatracciones de la playa Stewart. En laarena, a sus pies, feriantes y buhonerosse trabajaban a la multitud. Una columnade fuego ardió brevemente y despuésdesapareció en la garganta de untragafuegos. La gente se mezclaba ybromeaba a lo largo de toda la feria,probando suerte con los bolos, oechando aros a ranas, o disparando concarabinas, contemplando lasactuaciones, cantando, o simplementepaseando por la playa a través de lascálidas aguas del golfo. La fiera luz dela luna llena se reflejaba sobre lamarejada, produciendo en la noche elefecto de una superficie de cobalto

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oscilante. Los fantasmas de la espumarefulgían y corrían sobre las espaldasdel mar, o se abalanzaban siseandosobre la arena.

—Tiene que saber en qué manos hayque pasar y en cuales jugar —comentóAs entre bocados de faldas de ternerabastante hechas—, y necesita saberloantes de su primera apuesta. Espero queno le importe si hablo un poco. Si comodemasiado rápido me voy a poner malo.

—Sloane sorbía el extremo de unacostilla, balanceando la pierna conindolencia y golpeando la calle Seawallcon los talones. —¿Por qué querías queme plantara con una pareja de dadas yechar más con nada en la siguiente

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mano?—Posición —dijo él— en la

primera mano, la posición obligaba aapostar antes que nadie más. Era comodecirles a todos que tenía seises debuenas a primeras. Con una pequeñapareja y no mucho más, un tres, ¿no esasí? Va a ir merodeando toda la partidaalrededor de una jugada parecida. Unanimal como Rake va a aumentar yaumentar la apuesta, castigándola porquedarse con malas cartas.Prácticamente cualquier otra pareja va aser superior, por no mencionar jugadassuperiores. —Se chupó los dedos—.Escaleras o color, quiero decir. Un tríoera la única esperanza, y con una carta

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mala como el tres no merece la penaarriesgarse.

Sloane sonrió.—¿Y por qué apostar en la última

mano?—Aquí usted era la que hablaba la

última.Todos los demás se retiraron o

aceptaron, de modo que sabíamos quenadie tenía una mano ganadora. Además,Rake estaba fuera de la partida. La cartaboca arriba era de más peso, y noshabíamos quedado pocos en la partida,de modo que pensé que habría buenasposibilidades de llegar a la quinta osexta carta con buenas perspectivas. Losdemás no querían aumentar y aumentar

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las apuestas, de modo que obtuvimosdos cartas libres. Cartas libres escuando puedes coger carta sin tener queponer una apuesta como requisitoprevio. Tuvimos cartas libres en lacuarta y sexta calles por ser agresivosen la tercera y la quinta. Sacó dos dieces—se encogió de hombros y cortó otropedazo de carne con sus cubiertos deplástico—. Y allá vamos.

Sloane se sorprendió sonriendo.—Por lo que veo, eres un jugador de

primera.—Ya no —el hombre demacrado a

su lado se lamía los dedos—; perotodavía conozco el juego.

—Entonces, ¿por qué estás

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muriéndote de hambre? ¿No te puedesganar la vida con las cartas?

—Nadie va a jugar contra mí.Siempre hay partidas en el Mardi Gras,docenas. Pero tan solo voy a serbienvenido en una. —Dirigió la miradahacia la cabaña del encargado al finaldel parque de atracciones y se tocó laoreja mutilada—. Pero las apuestas sonaltas.

—No parece muy… masculinoprohibirle jugar a alguien tan soloporque es bueno.

—Afortunado. No simplementebueno. Afortunado.

—Parece una buena cualidad paraposeer.

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—¿Eso cree? —As acabó su platode comida. Sostuvo el plato entre susmanos durante un largo rato.

Ella se rio.—Vamos. Pásale la lengua. Puedo

ver que lo estás deseando. —No habíaquerido incomodarla. A Malicia no leimportaba un comino—. El orgullo sana—dijo ella.

Caminaron juntos hasta uno de losmalecones que se hundían en el océano.Los malecones, que se habían construidocomo protección contra las tormentas ala vez que la avenida Seawall, estabanhechos de gigantescos bloques degranito. Cuando llegaron al final, con lascálidas aguas del golfo consumiéndose

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bajo sus pies, As rompió el silencio.—Usted no vive aquí.—¿Perdón?—Usted no vive en el Mardi Gras.

La mayoría de las personas aquí nopueden salir, pero usted sí puede.

—¿Qué le hace pensar eso?—Se puede deducir por los signos,

igual que ocurre con el póquer cuandose pueden saber las cartas de losjugadores por la expresión de su cara.En el Mardi Gras siempre es de noche,pero usted está bronceada. Podría seruna recién llegada, pero no veo ningúncambio en su cuerpo. La máscara es tansolo una máscara. No hay magiaemanando de usted, nada extraño en las

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manos, en los pies o el cabello. Tiene elhábito de caminar por la calzada enlugar de la acera, y anda como un turista,mirando hacia todos lados con interés.Puedo verla comparar el verdaderoGalveston con este.

Sloane silbó.—Buena vista.El agua chocaba y se revolvía con un

sonido siseante a su alrededor. La lunacaía directamente sobre la feria, comoun foco blanco gigante. As volvió ahablar.

—Cuando yo era joven, antes delDiluvio, pasé un año en Perú enseñandoinglés. Me encontré con un buen númerode norteamericanos allí. Ocho o nueve.

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Y los aspirantes a viajeros, losmochileros de a pie. —As estudiaba elmar—, la gente no empaqueta sus cosasy se va al culo del mundo así porque sí.Cada uno de ellos tenía una motivación,huía de algo. Quizás de un malmatrimonio. Quizás no les gustaba cómoeran y esperaban cambiar así. Conocí aun hombre al que le habían extirpado untumor cerebral. Podías ver al Miedoplantado con un látigo detrás de aquelpobre chico. Todo el rato pensando enque quizás podía desarrollar otrocáncer… —Una ola rompió justo bajoellos, rociando las rocas y colándosepor sus grietas.

—¿Y tú? ¿De qué estabas huyendo?

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—Nunca terminé de saberlo —respondió As—. El Diluvio golpeó justodespués de que yo volviera a casa.

Una nube pasó por delante de laluna, y por un momento el mundoalrededor de Sloane se volvió másoscuro.

—Crees que yo también estoyhuyendo de algo, ¿no es así?

—Eso no es asunto mío, pero ustedharía bien en averiguarlo.

El esbozo de un rápido movimientocaptó la atención de Sloane, y se volviópara mirar en derredor. Había unhombre sentado al lado del malecón conlos pies en el agua, quizás a diez pasosde ellos. No. No era un hombre

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exactamente. Una figura alta de caratriste con pelos de bigote marinos que lecaían hasta su cintura. El velo de la nubese deslizó a través de la luna y la luzblanca retornó. La criatura fue bajandoentre las rocas y se sumergió en el mar.Un momento más tarde, un leve olor alangostino vino flotando en la suavebrisa del golfo. El mar continuó sumovimiento incansable borrando todorastro de donde había desaparecido.

Un Hombre Langostino. Le habíaoído a Odessa hablar de ellos.

—No tengo nada contra la gente quehuye —dijo As—. Jugadores débiles sequedan con manos que otros mejoresdejan de lado.

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Sloane no podía decir si él habíavisto también al Hombre Langostino. Sepodía percibir una gran tranquilidad enel rostro de la criatura. Y tristeza. O másbien, algo parecido a la tristeza: elsentimiento que le sobrevenía a Sloaneal mirar la hierba de las praderas áridasal final del día. La soledad de todas lascosas. Nadie conoce a nadie, norealmente. Cada uno de nosotros estáencerrado dentro de nuestra propia piel,una criatura abandonada en la isladesierta en el mar salado secreto delcuerpo.

El viento del mar era frío, y ellatiritó. Sabía que tenía que sacarse deencima aquella visión. Era una

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sensación típica de Sloane; nada que veren absoluto con el carnaval. Se sentiríamejor cuando lo olvidara. Y aun así…aquellos momentos de aprensión, dondeella veía cosas, fragmentos dedecepción o duda que su madre nuncaparecía sentir; aquellos momentos leparecían a Sloane más reales y másverdaderos que toda su ajetreada vidapública como una Gardner. Como si losactos y las palabras fueran únicamentecosas, ropa por ejemplo, que quizás lareflejaran pero que nunca podíandefinirla.

Aquello era estúpido. Le dio laespalda al lugar donde había estado elHombre Langostino. As continuó.

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—Tengo una propuesta para usted.Yo necesito comer y usted necesita ojosrápidos. Si admite que es una forasteraen el Mardi Gras, puedo enseñarle ajugar a cartas y ganar. No querría todolo que llegara a ganar, o incluso nisiquiera la mitad. Tan solo una parte.

Sloane sintió que sus labios securvaban en la sonrisa de Malicia.

—Podría ser que sí. Peroúnicamente el tiempo que me divierta.

—Hay una bonita partida en marchaen el Museo del Ferrocarril si quiereempezar a ponerse en situación.

¡No! Dijo la aburrida y responsablevoz dentro de ella. ¿Y qué pasa conmadre? Sloane sonrió.

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—Me encantaría.Después de que la estación de tren

se cerrara y se convirtiera en museo,alguien había decidido llenarla deestatuas. En el verdadero Galvestonhabía siete u ocho de ellas, la mayoríavestidas al estilo de los años cuarenta ycincuenta, diseminadas entre los bancosde madera en la sala de espera como siestuvieran esperando a la llamada dealgún tren. Sloane reconoció uno deellos en el momento en el que ella y Asentraban en la estación, un viejo hombrede color llevando un sombrero flexible yleyendo un periódico que parecía tanreal que tenía que golpearle en el brazopara comprobar si realmente era de

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piedra.—Parece verdaderamente aburrido

—dijo Sloane.—Ha estado esperando durante

mucho tiempo.Sloane se echó a reír.—Están jugando en un vagón de la

parte trasera —señaló As—. Nohablemos de porcentajes hasta quedomine mejor el juego. Por ahora, ledaré dos buenas reglas. La primera esque hay que retirarse casi en cada mano.Si puedes retirarte, si las cartas te dejan,entonces hay que hacerlo. Después loque haces es observar cómo juegan losdemás.

—¿Y la segunda regla?

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—Si estás dentro, apuesta. Sube lasapuestas, no quieras sin más. Echa atodas las manos débiles cuanto antespara que no puedan ir dando tumbosgratis y al final conseguir una escalera oun color. —Tomó aliento—. Bueno, esosmuchachos no me van a querer cerca dela mesa, así que lo mejor será que vayausted sola. La estaré esperando en elcoche restaurante —dijo él señalandocon un pulgar a la cafetería de laestación a su espalda.

Ella salió por la puerta trasera delMuseo Ferroviario y siguió el sonido delas risas y el olor del humo de tabacohasta un lujosamente amueblado cochevagón que había sido utilizado una vez

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por el infame Will Denton Jr. El aireestaba denso con los olores del licor ylos puros habanos. Sloane jugó durantebastante tiempo, perdiendo tan solo unpoco más de lo que ganó. Al final setomó un respiro para estirar un poco laspiernas, paseó por la estación y encontróa As junto al mostrador de la cafetería,como había prometido. La estatua delviejo hombre de color estaba sentada enun taburete estudiando detenidamente elmenú. Sloane se acercó y le dio unaspalmaditas en la mano. Fría piedra taninmóvil como la muerte.

—Que me aspen… —dijo ella.Estuvo hablando sobre unas pocas

partidas con As paseando a lo largo de

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la sala de espera de mármol mientrasuna multitud de juerguistas y borrachosfluían a su alrededor riendo y haciendobromas y mirando la decoración delmuseo. Luego Sloane volvió para jugarun poco más.

Lo hizo lo mejor que pudo, y lomejor que pudo resultó no ser tan malo.Finalmente, después de una placentera yemocionante victoria en una mano, lafina burbuja de exuberancia de Sloaneexplotó. Se sintió tan cansada como sino hubiera dormido en días. Cuando sesorprendió dando cabezadas entreapuesta y apuesta, Sloane supo quehabía llegado el momento de parar.Presentó sus excusas y bajó del

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humeante vagón de tren caminando entrela grava crujiente hacia la entrada de laestación, sin dejar de bostezar. Elpunzante y triste sentimiento de culpaque perseguía a Sloane en el mundo realparecía hacerse más fuerte conforme elcansancio iba disipando el fino, agudo,vacío tarareo que era Malicia.

¡Momus! Maldición. Se suponía quetenía que ver a Momus. Lo habíaolvidado otra vez. La atrapó otrobostezo. Bueno, estaba demasiadocansada para hacer nada en absoluto conrespecto al Señor del Carnaval en aquelmomento. Aquella confrontación iba atener que esperar una noche más.

As estaba cuidando su taza de café

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en la cafetería de la estación.—¿Se marcha ya del Mardi Gras?—Me temo que el deber me llama

—bostezó una vez más—, y la camatambién.

—Cuando vuelva, búsqueme aquí. Sino estoy por aquí, estaré jugando conMomus, pero ese es un juego para el quela señorita no está preparada. Ella lobesó, algo que Sloane nunca haría.Después de eso se quitó la máscara.

Los ecos de la música y el rumor delas conversaciones del Mardi Grascesaron como si las hubieran cortadocon un cuchillo. Estaba sola en unrepentino silencio, de pie en la vacíasala de espera del Museo del

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Ferrocarril. La luz gris estabacomenzando a trepar a través de laspuertas de cristal. A su lado, enfrascadocomo siempre, el viejo y cansadohombre de color leía su periódico en lapenumbra.

Había fallado de nuevo.El ser consciente de ello le recorrió

por dentro como una serpiente en elestómago. No se había enfrentado aMomus. No había utilizado la máscarapara lo que se suponía que iba autilizarla. En lugar de ayudar a sumadre, en lugar de hacer que Odessa sesintiera orgullosa de ella, habíadesperdiciado otra preciosa nochejugando a las cartas. Todo lo que le

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esperaba ahora era intentar entrar ahurtadillas en su casa como unaadolescente castigada. Su boca estabaseca y su garganta irritada por el humode los puros. Sus rodillas la sostenían aduras penas a causa del cansancio.

—Oh, Dios —susurró ella—. ¿Quéestoy haciendo?

De acuerdo. De acuerdo. La habíapifiado de nuevo, se odiaba a sí misma,perfecto. Tendría tiempo más que desobra para odiarse en detalle más tarde.En aquel momento tenía que hacer lascosas bien, tenía que estar endisposición de hacer su trabajo, deayudar a su madre. Tenía que ser capazde lograr superar el día. Otra dosis de

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té de damiana, concluyó. Empezó porlas puertas del museo. El sonido de suspies arrastrándose por el suelo resonóen la estación vacía.

Caminó desde el Museo delFerrocarril hasta la casa de Josh,recorriendo con dificultad la distanciahasta el cartel donde se leía aquel:

Asociación de VecinosSan JacintoVIGILANCIA

CRIMINALDamos cuenta de todas

las actividades sospechosasa nuestro departamento

de policía.

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Y encogiéndose al ver un vecino o dosobservándola detrás de unas cortinassubidas o de unos postigos venecianos.Solo el Señor sabía qué pensaría suenorme amigo, Ham, si la viera aparecerde aquella guisa. Imaginó todo tipo dehistorias lascivas recorriendo losmuelles hasta finalmente llegar a losoídos de su madre. Todos los rumoresllegaban a sus oídos, antes o después.Buf. Sloane mantuvo los ojos fijos sobreel asfalto, intentando ignorar las miradasque se clavaban en ella mientras subíalos escalones de la casa de Joshua yllamaba a su puerta.

Se apreció un movimiento en su

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interior.—El horario de visitas empieza a…

Dios santo… —dijo Joshua—. Eres tú.—Yo también me alegro de verte.

¿Puedo pasar?El boticario se hizo a un lado.Sloane estaba tan cansada que sus

oídos le zumbaban con un sonidoinsistente y sus párpados le pesabancomo si Odessa los hubiera hechizadopara cerrarse.

—Me preguntaba si todavía teníasun poco más de aquel té —dijo ella,hurgando en su bolso buscando el dinerole quedaba de lo que había conseguidopor el Rolex.

—¿Dónde has estado? —sus ojos se

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entrecerraron—. En el Mardi Gras, porsupuesto. —Ella podía leer el desprecioen cada línea de su cuerpo—. Todavíano lo sabes, ¿verdad que no?

—¿Te das cuenta de que has estadofuera durante cuatro días?

Sloane se quedó sin habla. Sin poderevitarlo, se dejó caer contra el muro.

—Y todavía queda lo mejor —continuó Joshua con voz fría—.Mientras estabas fuera de fiesta, tumadre ha muerto. La enterraron ayer.

Un color blanquecino como el de lamirada de la luna cubrió la cabeza deSloane. Su sangre se le retiró del rostro.Todo estaba mal, equivocado, perverso.

—No —susurró ella.

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—Espero que la fiesta mereciera lapena —apuntilló Josh.

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SEGUNDA PARTE

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J2.1 Insulina

osh cogió un bote de té dedamiana de un estante de supequeño dispensario. Cuandovolvió a la cocina para

mostrárselo a Sloane, ella ya habíadesaparecido. Salió al porche esperandoverla corriendo hacia Ashton Villa, perolas calles estaban vacías. Sloane sehabía desvanecido sin ruido alguno.Bajó precipitadamente los escalones delporche, mirando por los parterres deljardín e incluso por las esquinas de supequeña casa, temiendo que hubiera

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entrado en shock o que la borrachera lehubiera jugado una mala pasada, pero nohabía ni rastro de ella. Si no fuera por elolor a cigarrillos y alcohol que flotabaen su puerta, todo le hubiera podidoparecer un espejismo.

Josh volvió hecho un manojo denervios, preguntándose qué podríahacer. Finalmente colgó el cartel deCERRADO en la puerta principal y sedirigió a los muelles, esperandoencontrar a Ham antes de que se fuera atrabajar. Encontró a su gigantesco amigoen el muelle 21. Ham estaba enredandoen el bote de su compañía, una pequeñalancha de aluminio con el emblema de lallama azul de Gas Authority pintada

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sobre el casco. Los gruesos dedos deHam tanteaban delicadamente en lasentrañas del pequeño motor fuera bordaMercurio de 9’5 caballos de vapor.

En los primeros días después delDiluvio, se había hecho claramentepatente que la mejor opción deGalveston para suministrar energía iba aser desviar el gas natural de losgaseoductos que serpenteaban desde elGolfo de México hasta los craqueos ylas refinerías de Texas City y lagigantesca planta Dow Chemical alnorte de La Marque. La mayor parte delas casas que habían sobrevivido enGalveston tenían además todavíainstalaciones para el gas. Utilizando la

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maquinaria local, el padre de Ham yotros muchos supervivientes expertos yaficionados a la mecánica como él,habían reconstruido pacientemente loscarburadores de automóviles para quepudieran funcionar a base de metano.Con tirar el coche en el patio trasero yaprovechar el motor, cada casa podíatener su propio pequeño generador. Lacasa de la infancia de Joshua habíaestado alimentada por la energía de uneficiente motor Toyota, pero hacíavarios años ya que no podía permitirsecomprar piezas de recambio importadas.Normalmente utilizaba un Ford Taurusque había sido reformado dos veces ya yque probablemente se fuera a estropear

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definitivamente ese mismo año. Ham,que se preocupaba más por elmantenimiento, tenía un modelo Delta 88del 2001. Como la mayoría de losblancos, Ham era un fan de los viejosLincoln. La población de color deGalveston prefería los motores Caddy,cuando podía conseguirlos, o si no losBuick, particularmente los Regal, cuyosmodelos del fin de siglo habían sidoinusualmente buenos. Los hispanos sedecantaban todos por los Chevies.

—Son unos coches de mierda paraun blanco —le dijo Ham una vez—,pero van como el terciopelo para losputos mexicanos.

Los vietnamitas solían vivir casi

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todos en barcos, escogiendo entremotores Mercury o Evinrude, aunque sedecía que tenían un gran talento paraponer en marcha de nuevo motores demotocicletas como fuentes de energíaadicional.

Aquella mañana Ham llevaba unagorra de visera con viejas manchas degrasa de los Astros de Houston puestadel revés para protegerse la nuca del solmientras se inclinaba como undelincuente trasteando junto al motor dela fuera borda. Fue tirando condelicadeza de uno de sus cableseléctricos con dos de sus enormesdedos. La luz del sol convertía lospelillos de su cuello en alambres de oro

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contra su piel del color de la teja. Teníauna camisa de barato algodón deGalveston atada firmemente sobre suenorme pecho y su más enorme tripa,sujeto por una hebilla de sobaquera deun Smith & Wesson del tamaño de unplato. El padre de Ham había llevadoaquella hebilla la noche que el Diluvioanegó todo a su paso por Galveston,convirtiéndola en el talismán de lafamilia. Ham lo había heredado de suhermano mayor, Shem, cuando murió deuna intoxicación etílica en la borracherade whisky de palma en su noche dedespedida de soltero.

Josh se alegró de encontrar a Hamen los muelles en lugar de que estuviera

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por ahí fuera entre los matojos buscandofugas de gas de las tuberías, que eracomo pasaba la mayor parte del tiempo.

—Sloane Gardner apareció en mipuerta esta mañana, si te lo puedescreer, vestida como una puta del MardiGras.

Ham le observó con interés.—De acuerdo. ¿Qué ha pasado?—Nada —dijo Josh.Ham se dio una palmada en la frente

con una de sus manazas.—Al menos puedo dar gracias al

Buen Señor de que pueda mirarme alespejo y decir, Ham, tú cumpliste con tupapel. No solo le presentaste una mujera Joshua, ¡se la llevaste a hombros hasta

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su casa! ¡Y mira! Él la atendió, sí, perocomo un hermano solamente, porque sulluvia era débil y no cayó sobre lascolinas abrasadas por el sol de ella. —Sacudió la cabeza disgustado—. Cuandollegue el día en el que la picha se tecaiga al suelo por falta de uso, al menossé que no me va a atormentar el amargopinchazo de la culpabilidad.

Alice Mather, la madre de Ham, fueuna longeva profesora de catequesis, ysu segundo hijo había heredado unafraseología bíblica. Ham escupió algolfo.

—¿Qué diablos quieres decir con«nada»?

—Quiero decir literalmente nada. Se

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desvaneció. —Josh se secó una gota desudor de la frente. Iba a ser otro día decalor infernal—. Quería algo de té dedamiana. Me aparté para buscarlo en laestantería. Cuando volví, ella se habíaido. Desapareció.

Ham dejó escapar un silbido.—¿Ni rastro de ella?—Debe haber vuelto al Mardi Gras.

Eso es lo que me imagino. —Joshrecordó la imagen de Sloane Gardner depie junto a su porche tambaleándose porefecto del cansancio y la borrachera,todavía impregnada del olor de loscigarrillos. Esta vez le había parecidomás guapa. La luz en sus ojos. La ligerasonrisa en sus labios cuando pidió el té

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de damiana, aquella preciosa sonrisa demujer que pedía perdón sin temor a serrechazada. Su vestido estaba rasgado ymanchado y le debería haber costadomás que todos los remiendos de sumadre en sus últimos tres años de vida.¿Debería conocerte? ¿Cómo te llamas?

Ham le dio la espalda a Josharrancando el pequeño motor de lalancha.

—Bueno, ¿se lo vas a decir alsheriff? Ya sabes que la han estadobuscando.

—Todavía no. Le prometí que no lecontaría a nadie lo de sus escapadas alcarnaval.

Ham cerró los ojos.

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—¿Esa mujer te ha mojado elpajarito alguna vez, Joshua?

—Ham…—Solo estoy diciendo que no la

conoces lo suficientemente bien comopara dejar que tu pequeña cabecita lediga a tu gran cabecita lo que debehacer.

—A veces eres un cabronazo. —Josh se sentó en cuclillas sobre elmuelle de madera.

—Hablo en serio, Josh. —Hamabandonó el motor y se sentó con susgordos brazos descansando sobre elcastigado muelle—. Cuando éramospequeños, tú eras el único chico queconocía con las agallas suficientes como

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para dejar a un lado la magia. Nada derezar, nada de talismanes, nada desortilegios de protección ni mierda deesa. ¿Recuerdas cuando el secador de laseñora MacReady se estropeó y empezóa probar con todo tipo de magias paraarreglarlo? Me engatusaste para echaruna mano, te imaginabas que elsolenoide se le había quemado, y entretú y yo conseguimos cambiárselo poruno nuevo.

—Que duró unos seis meses, si norecuerdo mal.

—El hecho está en que tú nunca terindes —dijo Ham—. «Ham», decías,«ya sé que el Mardi Gras está aquí, perouna vez que lo admites en tu cabeza ya

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nunca más puedes ser un hombre libre».Bueno, ahora yo te advierto a ti: MardiGras y unas faldas de mucha pasta comoSloane Gardner que lanza problemascon P mayúscula como hechizos. Josh seechó a reír. —Por el Altísimo, yo era unpequeño bastardo marimandón—. Y yosoy un poco mejor hombre gracias a eso—apuntó Ham—. Yo siempre les dije alos demás que tú eras el pájaro más listode todo el vecindario. No me hagasquedar como un mentiroso por culpa deesa chica Gardner, ¿de acuerdo?

—Lo intentaré —respondió Joshsonriendo. Ham se volvió para seguirtrabajando en su motor haciendo que sesumergiera, trepidara y salpicara contra

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los flotadores que impedían que el cascode aluminio golpeara contra el muelle.Una y otra vez Josh se encontrópreguntándose por qué infiernos elafable Ham se había puesto como unafiera al hablarle de todo aquello.Aparentemente Ham lo daba porsupuesto, aunque él no tuviera ni idea—.¿Qué vas a hacer hoy?

—Isla Pelícano, a trabajar en ungaseoducto. —Ham reconectó un cable yaflojó la capota trasera del motor delMercurio—. Los chicos de la planta hanvisto una fuga de presión en la línea tresesta semana. Ayer me fui al golfo a verqué tal iba el árbol de Navidad, pero lapresión en la superficie del pozo no

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había remitido. Entonces pinché la líneapara aliviar la presión, pero en la plantala diferencia no fue demasiadoimportante. De modo que hoy tengo elplacer de pasear a lo largo delgaseoducto y de limpiarlo de todo tipode porquería. Si no puedo encontrar lafuga en tierra, entonces vas a ver alviejo de Hammy con un traje húmedo enel suelo oceánico buscando burbujas.

Josh sonrió afectadamente.—Entonces adivino que esta noche

tenemos sesión, ¿no es cierto?Ham frunció el ceño. Antes de

cualquier ejercicio serio de buceo setenía que poner gotas de aceite mineralen los oídos durante todo el día y

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después sentarse con una toallaalrededor del cuello, quejándoseamargamente mientras Josh le quitaba lacera de las orejas con un instrumentopuntiagudo y agua tibia.

—Cabroncete, adoras vermeretorcerme.

Josh se sentó al borde del muelle ybalanceó los pies en la cálida agua delgolfo. Las suelas de sus sandaliashechas de goma de neumáticos sevolvieron negras y brillantes.

—Mi papá tenía unas botas de pielde avestruz —dijo él—, y mocasines.Mocasines italianos. Ferragamo.Recuerdo la marca. Él solía… recuerdoun Mardi Gras, en el gran baile de la

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Comparsa de Momus, donde él fue elprimero en salir a la pista. Trató deconvencer a mi madre para bailar, peroella no quiso, no con toda aquella gentemirando. De modo que él sacó a bailar auna vieja señora, una de las Ford, creo.Él era un buen bailarín. Toda la nochelas otras mujeres le estuvieron diciendoa madre lo afortunada que era. Lasúnicas veces que bailaba con él era ennuestra cocina.

Las campanas de San Patricio dabanlos dos cuartos. Los ecos de lascampanadas desde la catedral flotabanholgazanamente en el aire, amortiguadaspor el calor húmedo de la mañana comoondas en melaza. El muelle flotante bajo

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Joshua crujía y se mecía cada vez que elmar lo golpeaba. La Flota Mosquito, elgrupo de pescadores de gambas que seiban al golfo cada mañana, estaba ya enla boca del puerto de Galveston. Unabandada de gaviotas fue volando encírculos alrededor la pequeña flotillamientras chillaba con sus graznidos.

Josh pensó en Sloane Gardner.Un espantoso perro callejero con

una oreja comida por alguna enfermedadsaltó sobre el muelle. El tormento de laspulgas y de la sarna había dejado a labestia medio desnuda, con el peloarrancado contra las aceras o ladrillosde edificios. El perro le gruñó a Josh ydespués se marchó.

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—Ham, creo que voy a ingresar enuna comparsa.

—¿Tú? —Escupió Ham, esta vezpara connotar sorpresa—. ¿Despuésde… qué, seis años de decirme que nonecesitas a las comparsas, que no te laspuedes permitir, que no crees en ellas?¿Para qué? Las cuotas acabarán contigo.—Una fina línea de sudor se fuedeslizando por su pecho. Se la secó conun dedo del tamaño de una salchicha—.Ahora me pregunto si esto tiene algo quever con el gatito que te dejé en la nochede luna llena de hace una semana.

—¿Sabes que una vez nos cogimosde la mano? Y ella ni siquiera merecordaba —dijo Josh—. En cuanto a lo

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de ingresar en una comparsa,simplemente ya es hora, eso es todo.

Ham le miró de reojo.—Oh oh —le dio un tirón al cable

del motor y su Mercurio traqueteó hastavolver a la vida envuelto en unapequeña nube de humo negro. Josh soltólas amarras del bote. Ham se marchó deallí, con su mole corpulenta echándosesobre la nariz de la lancha a ras delagua, el casco de aluminio brillando alsol de la mañana. Una larga V de aguarompió y se difuminó lentamente en elagua detrás de él.

Josh se fue a casa. El letrero deCERRADO todavía colgaba de la puerta

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principal. Lo dejó allí. Deambuló por sucasa durante unos pocos minutos. Luegocogió las medias de Sloane deltendedero en el baño donde habíanestado secándose. Su intención eracogerlas y guardarlas con el resto de sumaterial de trabajo, pero en lugar de esose las llevó escaleras arriba a suhabitación. Para su propio desprecio, alpoco tiempo se encontró masturbándosepensando en Sloane. No en la Sloaneque había visto aquella mañana, la chicade la fiesta mareada por el vino y elcansancio, sino la otra, la recatada. Lahija de la Gran Duquesa, la que vivía enAshton Villa rodeada de sirvientes. Conla que él debería haber estado intimando

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después de los catorce. Pero en lugar deeso él estaba allí, en aquel cuchitril,aprendiendo a quitar callos de los pies aestibadores de muelle y soportando lasburlas de las guapas chicas mexicanas.Demasiado desafortunado incluso paratener una cita con las reinas del parquede remolques, aunque después de untiempo vinieran a él para practicarlessus abortos porque no tuvieran dineropara pagarse un médico de verdad.

Cuando se levantó de la cama bebióun pequeño vaso de agua con el fin deprevenir el pequeño dolor de cabeza quesentía avecinarse a causa de ladeshidratación. Después echó un vistazoa sus pollos y a su última producción de

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vino de arroz para comprobar si estabafermentando correctamente.

Aquel era el día que tenía pensadopara solicitar el ingreso en la Comparsade Momus. No podía postergarlo pormás tiempo. Lo siento, mamá, pensó.Ella nunca había querido tener queestarle agradecida a nadie, y a lascomparsas menos aún que a nadie, dadoque la habían abandonado después deque su suerte se fuera con su padre.

Abrió el cajón superior de suescritorio y sacó un viejo libro delaboratorio. De entre sus páginas noleídas cogió una nota que encontró en lamesa de la cocina el día en que su madremurió.

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Mi queridísimo Josh,

Ha llegado la hora de mi marcha.

Ambos sabíamos que este día iba allegar, y aquí está. Las alternativasson rápidas y relativamente indolorasahora, lejos de casa, o bienquetoacidosis en dos o tres o cincosemanas, sed, hiperpnea y coma. Noes una decisión difícil. Creo que estoes lo que se conoce como «malmenor».

No me quiero ir, no pienses esojamás. Me preocupa que pienses queestoy más triste de lo que estoy. Notienes que rescatarme, Josh. Nuncahas tenido que hacerlo. No hay nadade lo que rescatarme, es simplementeque la vida es así, y estoy feliz dehaber vivido y de ser bendecida con el

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mejor hijo que podría haber esperadotener.

Después de aquello venía una frase queempezaba con me gustaría. El restoestaba demasiado tachado como parapoder leer nada.

Llora por mí, si lo necesitas, peroríe por mí también. Siempre seré

Tu madre, que te quiere tanto.

P. D.: No pensaría en malgastarcloridio de potasio o el lanoxín o algoasí, de modo que no te molestes enbuscar. No he tocado nada de nuestrasexistencias. ¡Y acuérdate de recogeraquellas botellas tintadas de lacervecería la semana que viene!

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P. D. 2: Te quiero, mi niño. Que Dios tebendiga.

Como siempre, le resultó muy difícilleer la carta. Comprenderla. Laspalabras huían de su entendimientoconforme las iba leyendo, como lasestrellas lejanas de Sloane, escondidascuando las buscabas.

Una hora después, Joshua salió de sucasa llevando su camisa de seda y sumejor par de pantalones, hechos debarato algodón de Galveston, perocuidadosamente teñidos en un agradablecolor amarillo tostado. Se los habíateñido él mismo, utilizando flores de

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algodón y otras plantas silvestres, paradespués dárselos a una costurera calleabajo que los cortó y cosió con manoexperta a cambio de un cuarto de jarrade machucadura y veinte aspirinasgenuinas de antes del Diluvio. No habíatenido muchas ocasiones de llevaraquellos pantalones; se los habíacomprado para llevarlos en la boda delhermano de Ham.

Los zapatos eran un asunto másproblemático. Evidentemente, sussandalias de todos los días no eran losuficientemente buenas como para haceruna solicitud de ingreso en unacomparsa. Sus alternativas eran el parde botas desgastadas que se ponía en

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invierno o cuando iba de excursión alcampo para recoger plantas para latienda, o un par de zapatos de trajenegros de su padre que había estadodejando apartados en su armario durantedoce años. Su madre había tratado detirarlos, pero Josh los había recuperadode la basura y los había vuelto a dejaren su sitio. Si ella los había encontradode nuevo más tarde, metidos en elarmario otra vez, no lo habíamencionado.

Se decidió por los zapatos de vestir.Los sacó con cuidado del armario, selos llevó al baño y los dejó boca abajosobre la taza del inodoro. Después deunos vigorosos golpes, una araña marrón

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cayó de uno de los zapatos hacia elinodoro. Josh cogió una palangana deagua salada del barril de agua y lo echósobre la taza del inodoro paradesembarazarse de la araña. Luego,introdujo una escobilla en los zapatos yse aseguró de que no había más arañasdentro del calzado. Luego limpió bientodas las manchas de moho y los frotócon salvia pulverizada para eliminar elolor a encerrado y húmedo. Los zapatoseran demasiado grandes para él, peropronto vio que podía caminar con ellossi llevaba puestas dos parejas decalcetines y metía algodón en los talonesy las punteras de los zapatos.

Amanda Cane había muerto hacía

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cuatro años, cuando se acabó la últimadosis de insulina de sus existenciasprediluvianas.

Allí había una ecuación: estatus espoder. Poder es insulina. Insulina esvida. Por lo tanto, estatus es vida.

A su madre no le había importadosufrir. Su madre había elegido encajar lamala suerte cuando viniese, como si dealguna forma aquello fuera un castigopara el padre de Joshua por haberlesfallado. Como si su sufrimiento fuese lamejor arma que ella tenía a su alcance.Joshua nunca había visto que aquello lehubiese funcionado. Sam Cane los habíavisitado dos veces, quizás tres, ydespués nunca más. Hubo un gran oficio

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por Amanda, al que acudieron todasaquellas personas que la habíanabandonado en vida. Si uno no hacíatodo lo posible para congraciarse conlos espíritus de los suicidas, decía laReclusa, estos tendían a no permanecercompletamente muertos. Pero Sam noapareció. En las primeras pocassemanas que siguieron a la muerte deAmanda, Joshua se había sorprendido—y enfadado consigo mismo— alesperar que su padre apareciese, enlugar de concentrarse en el recuerdo desu madre y en sus sacrificios comodebería haber hecho.

—Ese cabronazo malnacido deberíahaber dado señales de vida —había

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dicho Ham una vez, a lo cual habíareplicado Josh.

—Mi padre siempre ha sabidoabandonar la partida cuando sus cartaseran las de perder.

Bien. Era la hora de que el chico deSam Cane jugara con suficientes chequescomo para ganar. Josh se roció lossobacos y las suelas de sus zapatos consabia espolvoreada. Incluso se lavó laboca con un taponcito de la antiguaListerina, aunque el sabor fue tan maloque se preguntó si podría habercaducado. La botella de plástico estabarecorrida con unas grietas blancas comolas patas de gallo en las personas deedad.

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De las cinco comparsas deGalveston, Joshua tenía el sexoequivocado para ingresar en la deVenus, y tampoco había muchas ventajassociales por ingresar en la de losArlequines. Quedaban las otras tres: lavieja y poderosa Comparsa de Momus,la marinera Comparsa de Thalassar, y laComparsa de la Solidaridad. La de laSolidaridad era a la que habíapertenecido su madre. Se había dado debaja cuando Josh tenía catorce años,incapaz de permitirse las cuotas cuandoapenas podía hacer frente a las deudas,ni pudo soportar el desplazarse hasta laparte civilizada de Galveston para hacersus horas obligatorias de servicio a la

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comunidad y sufrir las miradas decompasión que la acompañaban alládonde fuera. Contra la voluntad de sumadre, Joshua había acudido a elloscuando se les acabaron las dosis deinsulina. El encargado de la comparsafue muy atento y educado, y la inscribióen una lista que ambos sabíandemasiado larga como para salvarla.Solidaridad no era la primera elecciónde Joshua.

No tienes que rescatarme, Josh.Nunca has tenido que hacerlo.

Lo cual era bastante cierto. Él nuncalo había hecho.

Eran pasadas las nueve de la mañanacuando Joshua dejó su casa y se dirigió

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hacia el centro de la ciudad. El solavanzaba como un jarabe caliente sobreel vecindario. Los polluelos piaban ylos gallos graznaban; los motores deautomóvil reacondicionados vibrabancomo contrapunto a las cigarras quezumbaban amodorradas en los árboles.Cruzar Broadway era como el Cielo.Uno no podía dejar de notar lo bien quese estaba en los barrios donde vivía lagente de verdad, bajo los doseles desombras que ofrecían los ramajes de losrobles. Los sinsontes aleteaban a travésde las ramas. La calle estaba moteada demonedas de luz matinal. Caballos ycarruajes recorrían la mitad de la calle,mientras Josh y los demás peatones

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caminaban por los bordillos de lossecos desagües de las alcantarillas. Lasaceras habían quedado destrozadas porlas raíces de los robles hacía muchotiempo. Ahora las losas revueltas dehormigón se combaban y asomaban portodos los ángulos bajo indómitasarcadas de adelfas en flor, blancas yrosas. Se preguntó cuántas de laspersonas que vivían en aquellas casasmagníficas, sabrían que las eleganteshojas con forma de lanza de las adelfaseran un veneno mortal.

Una vez en Strand, Josh tenía queestar constantemente apartándose paradejar pasar a los carruajes, casi todosellos carros de reparto, llenos de

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algodón o paños o barriles de vinagre,cerveza, o sal arrastrados por caballosde aspecto tranquilo con grandes bolsasajustadas en los cuartos traseros pararecoger sus excrementos antes de quetocaran el suelo. Josh se secó el sudorde su frente y después casi se secó lamano en la pernera del pantalón.Debería haber traído un pañuelo.Maldición. Continuó caminando, con lamano húmeda, hasta que llegó alEdificio de Cambio de Algodón. Seapoyó contra él con aire casual como siestuviera recuperando el aliento,dejando la huella húmeda de la palma deuna mano sobre el cálido ladrillo.

En cinco minutos más había llegado

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al Edificio Square del viejo Galveston,donde se encontraban las oficinas de laAntigua y Honorable Comparsa deMomus. Dos puertas enormes se alzabanfrente a él, de madera de caobapulimentada, cristales tintados, manillasde cobre. Abrió una de ellas con ímpetudecidido, como si tuviese negocioslegítimos que hacer allí, y entró.

Los tacones de los zapatos de supadre resonaron contra las baldosas demármol negras y blancas del vestíbulo.Sus pies sudaban profusamente dentrodel doble par de calcetines. Se concedióun momento para prepararse. Se oíanvoces provenientes del atrio central, yrisas, y el zumbido de fondo del aire

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acondicionado. Allí dentro se estabafresco, había un frío seco casipecaminoso. Josh sintió cómo rompía asudar, como si toda la humedad del airese estuviera concentrando sobre él, laúnica cosa caliente y húmeda de todoaquel edificio fresco, seco y perfecto.Se restregó las palmas de las manoscontra las perneras de los pantalones,maldijo en voz baja y comprobó que nohabía manchas. No podía ver ninguna,aunque podía sentir el sudor de sussobacos humedeciendo su camisa deseda.

El edificio era un cubo hueco de tresplantas de alto, cada una de ellas contechos de cuatro metros y medio de alto.

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La luz caía en cascada a través del atriocentral de una cristalera gigantesca.Enfrente de Joshua había un ascensorpasado de moda, un ascensor de fantasíacon la caja forjada de hierro y puertasde cristal. La luz centelleaba y refulgíacon sus remaches de cobre. Frente a élse encontraba una estructura que podíahaber sido un recuerdo decorativo enStrand, una rémora de los tiempos delrenacimiento de Galveston convertidoen atracción turística de fin de milenio.

Esculpida en cartón piedra, unagigantesca cabeza de Momus colgabasuspendida de una única sirga en elcentro del atrio. Su siniestra sonrisaflotaba al nivel del segundo piso, de

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modo que sus ojos parecían estarobservándolo todo desde la barandilla.Sus dos pequeños cuernos se curvabanhasta casi alcanzar la tercera planta. Lacabeza entera iba girando lentamente yse agitaba bajo las corrientes de airefrío que caían de los conductos del aireacondicionado encima de ella. Habíaalgo inquietante en la expresión dediversión del dios. Josh felicitó a lacomparsa por su honestidad. Inclusoellos no habían cometido el error decreer que su patrón era benevolente.Joshua entró en el ascensor y presionó elbotón del tercer piso. A través de lasparedes de cristal, el sonriente Momusle observaba conforme ascendía.

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Dos hombres y una mujer estabanesperando al ascensor cuando laspuertas se abrieron.

—… preocuparse por ella fue lo quecondujo a Jane a la muerte —estabadiciendo la mujer. Sus ojos recorrieronbrevemente a Joshua Cane, descansandopor un momento sobre su rostro, como sise hubiera dejado un espacio de la carasin afeitar.

—Perdón —dijo él saliendo delascensor.

—Si ella estuviese viva, habríasido… —Las puertas del ascensor secerraron, ahogando la conversación.

Por supuesto, Sloane Gardner debíaser una figura cotidiana allí, atendiendo

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los asuntos de su madre la GranDuquesa allí casi a diario. Todas laspersonas del edificio debían estarcuchicheando sobre su desaparición. Sele ocurrió que quizás toda su puesta enescena no iba a servir para nada. Lasprobabilidades parecían decir que lomás seguro era que la comparsa,repentinamente sin líder ni heredera a laque dar una patada, decidiera que nomerecía la pena molestarse enentrevistar a doctores curanderos conpretensiones.

Joshua entró en las oficinas de lacomparsa, dejó su nombre a unasecretaria y se preparó para una largaespera. Para pasar el tiempo fue

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estudiando la parafernalia que decorabalos muros: prospectos enmarcados defines del siglo diecinueve, cuadros de laépoca de la prohibición de mujeres de lasociedad con pelo rizado vestidas comoreinas del Mardi Gras con pieles dearmiño en vestidos rasos, y por doquierel rostro sonriente de Momus, sonriendoafectadamente sobre un menú debanquete o en un alfiler para solapa, oen unos pendientes grabados alaguafuerte que habían llevado las chicasde los Ford durante la depresión, cuandolos bailes de Momus habían llegado a sucúspide de lascivia.

Finalmente, Josh fue conducido a ungran despacho repleto de estantes de

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madera de roble llenos de libros. Unelegante ventilador de techo de cobregiraba sobre uno de aquellos estantes deroble sobre el cual se veía un bonitobote de tinta negra. Una mujer alta selevantó de detrás del escritorio.

—Fiona Barret —dijo con soltura—; encantada de conocerle, señor Cane.

Sus dientes eran más blancos y másrectos que los de cualquiera que vivieraen el lado de Joshua de la calleBroadway. Ella daba la impresión deser naturalmente limpia, como si elcieno no pudiera ensuciarla. Joshuasintió la humedad de sus sobacos cuandose estiró para estrecharle aquella manoseca y suave.

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Ella se sentó, cogió una pluma depato del escritorio y la puso enequilibrio sobre una pequeña cuartillade papel barato de Galveston hecho decáscara de arroz.

—¿De modo que usted estabapensando en ingresar en nuestracomparsa? —Él corroboró que así era—. ¿Y ha hablado de ello con losmiembros de su comparsa actual?

Le dijo que él no formaba parte deninguna. Ella le miró. Él bajó la miradaal suelo de parqué y le explicó que sumadre se había dado de baja de sucomparsa cuando él todavía no eraadulto, pero que ahora él sentía que erahora ya de retomar sus

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responsabilidades con la comunidad.Traicionó a su madre con la mismacalma, la misma voz sin emociones conla que trataba a sus pacientes. Seríasocialmente más sencillo para él y laseñorita Barret el llegar a un acuerdo sitoda posible tensión pudiera serdesviada hacia Amanda Cane, porsupuesto. Los vivos forman siempre unbloque compacto contra los muertos.

—Ya veo —la señorita Barret cogióla pluma y escribió algo en su hoja depapel—. Señor Cane, sin ánimo dedesanimarle, debo ser sincera conrespecto a los obstáculos que quizá seencuentre en su solicitud de ingreso.

Él levantó la vista pero se perdió el

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resto de lo que la señorita Barret teníaque decir porque su madre estaba de pietras ella. Su rostro era de tez cetrina, sucabello húmedo y enmarañado. El aguale chorreaba de las mejillas. Josh olió abarro y a fría agua de mar. Ella llevabasu chubasquero marrón, totalmenteabotonado a pesar del calor reinante. Lohabía cosido para que se cerrase lo másajustado posible al cuerpo: unos gruesoshilos oscuros ataban un lado delchubasquero al otro. Sus largos bolsillosse combaban y sobresalían con piedraso pedazos de ladrillos. También elloshabían sido remendados. Ella le miró,sin pronunciar palabra pero con una granintensidad. Sus ojos, que habían sido

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castaños en vida, eran ahora tan verdescomo el mar. Sacudió la cabeza sinapartar la mirada. Una advertencia.

Fiona Barret tosió educadamente.—¿Señor Cane?—Yo… yo… le pido disculpas —

dijo él tratando de salvar la situación—.¿Le importaría repetir esto último?

—Diez mil dólares —dijo ella conuna sonrisa franca. Se levantóextendiendo la mano de una forma queindicaba claramente que la entrevistahabía llegado a su fin. Josh también selevantó, incapaz de resistirse.

—Cuando desee volver con lascuotas de los primeros años, serábienvenido —dijo ella con amabilidad

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—. Daremos curso a su solicitudentonces.

Ella no podía ver a su madre. Nopodía sentir el frío en el aire. No podíaoler aquellas algas marinas frías yhúmedas.

Le dio las gracias, y cuando ella lemostró el camino hasta el ascensor ledio las gracias de nuevo, incapaz deescuchar lo que estaba diciendo. Eltrauma, en forma de oleadas húmedas yheladas se extendía y retorcía sobre supiel, arrastrándose hasta sus muñecas,después a su cuello, su espalda, despuéshasta el interior de una pierna.Sacudidas impredecibles hormigueandoy abarcando todo su cuerpo. Vio el

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reflejo de su madre en la pared decristal del ascensor. Después, laspuertas de bronce se cerraron y laimagen se desvaneció.

En el último año antes de que la insulinade su madre comenzara a escasear, ellahabía comenzado a visitar a carniceros ya los dos vegetarianos de la ciudad,pidiendo que le notificaran la muerte dealgún cerdo o vaca. Él se habíadespertado muchas veces en sudormitorio en mitad de la noche alescuchar el alboroto que hacía su madreal buscar sus botas y su delantal. Unahora más tarde él se despertaba denuevo cuando su madre volvía a la casa

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con el páncreas del animal muerto.Normalmente el dueño se lo queríaentregar gratis, pero ella insistía enpagar.

A partir del páncreas, ella elaborabaun preparado crudo y lo utilizaba enlugar de su menguante reserva deinsulina. Las inyecciones le causabancardenales grandes como huevos de patoy le dolían como el infierno. Tampocoeran tan efectivas como las medicinashumanas. Entonces tenía que controlarmucho más estrictamente su nivel deazúcar en sangre, y vivir con días de sedrampante hasta que ya no podía más y seinyectaba casi de forma indolora sudosis de insulina en el brazo.

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Un día, el viejo veterinario. —Vikram Chandri, al que había conocidohacía muchos años en la Comparsa de laSolidaridad inmediatamente después delDiluvio— pasó y dejó recado de que ibaa sacrificar a un cerdo. En aquellaocasión, ella no acudió a la cita. Joshuase lo recordó dos veces aquel día,conforme pasaban las horas. A la horade la cena sacó el tema de nuevo. Lellevó mucho tiempo el caer en la cuentade las lágrimas que resbalaban ensilencio por las mejillas de su madre.Ella dejó el tenedor sobre la mesa y selevantó de la mesa, todavía cojeandopor el efecto de la última inyección.

Durante varias semanas más, los

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veterinarios continuaron pasándose porla casa con noticias de otrasoportunidades, pero Amanda nunca fue,y Josh no lo volvió a mencionar.

Josh salió del edificio en mitad delcalor de la mañana. Un fulgor blanco lecegaba, como si el ver el espíritu de sumadre hubiera sido como mirar al sol, yahora él parpadeaba, aturdido,esperando recuperar la vista. Se quedóen la parte más interna de la aceraapoyando una mano en el muro deledificio que acababa de dejar. Cogió subaqueteado reloj de bolsillo y se tomóel pulso. Ciento veinte pulsaciones porminuto. Dejó la acera y cruzó Strand a la

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altura de la calle 23, donde fue casiarrollado por un gran carromato decerveza.

—¿No tienes ojos en la cara,imbécil? —le gritó el conductor,luchando trabajosamente por refrenar sucaballo trasero.

Josh se disculpó y aceleró el paso através de la carretera. La gente eraatropellada por carromatos. Él habíatratado algunas piernas rotas, y habíaacudido a los funerales de una pareja dehombres que habían recibido golpes enel pecho o más arriba. Peronormalmente había que estar borracho ycruzar una calle a oscuras para que teatropellaran. Se recordó que tenía que

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prestar más atención. Al otro lado de lacalle había una pequeña plaza abierta.Josh se sentó allí en un banco, tratandode recobrarse de la impresión. Su pielcomenzó a dejar de hormiguear, y poruna vez agradeció el fuerte calor del sol.

Durante los últimos cuatro añoshabía intentado con todas sus fuerzas noimaginar cómo había muerto su madre,pero ahora él lo sabía. Se había cosidoel abrigo a modo de una camisa defuerza, había llenado los bolsillos conpiedras y los había cosido también, ydespués se había encaminado al mar.Probablemente habría ido hasta el finalde alguno de los muelles quesobresalían en Seawall.

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No tenía ni idea de por qué suespíritu se le había aparecido. ¿Algo ensu comportamiento o en su humor lahabía traído hasta allí? ¿Algo quizásrelacionado con los recuerdos que lehabían ido sobreviniendo desde queSloane Gardner había aparecido en lapuerta de su casa? ¿Había traído Sloaneun hálito de magia con ella desde elMardi Gras que había tomado formacuando él leyó la última carta de sumadre? No podía creer que AmandaCane estuviera tan firmemente opuesta aque ingresara en cualquier comparsa queaquello la despertara de la tumba. Ellano había abandonado la Comparsa deSolidaridad por principios, sino porque

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no tenían el dinero suficiente para pagarlas cuotas, sumado al sentimiento devergüenza que le hacía más difícil elestar con aquella gente después de quesu matrimonio hubiera fracasado.

El espíritu no había volcado eltintero de Fiona Barret sobre elescritorio, y ni siquiera había parecidotenerla en cuenta ni mirarla en ningúnmomento. Sencillamente habíapermanecido allí, acuciadamentevisible, sacudiendo la cabeza. Ella leestaba advirtiendo de algo: eso es lo queél había sentido. Pero ¿advertirle dequé?

La visión de Josh se fue aclarando yel ritmo de su corazón comenzó a

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ralentizarse. La plaza era un solarbastante grande que había sidobellamente pavimentado con baldosas,incluyendo un tablero de ajedrez conpiezas del tamaño de niños de tres años.Aproximadamente la mitad eranoriginales en plástico de antes delDiluvio; las nuevas piezas que sustituíana las perdidas habían sido talladas demadera flotante y pintadas. Se acordó derepente del verano que había ido aaquella plaza dos o tres veces a lasemana, cuando su padre le había estadoenseñando a jugar. Qué descansadoparecía jugar en un pequeño tablero encasa cuando allí había que hacer unesfuerzo físico notable para mover

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aquellos peones y reinas gigantes. Laspiezas de plástico ya no eranresbaladizas al tacto sino extrañamenteporosas al haber sido golpeadas por elviento arenoso de Galveston y el brutalsol de Texas.

Su padre había jugado con él deforma didáctica, describiendo lasposiciones movimiento por movimiento,creando jugadas para que Josh pudieraaprender sus tácticas. A pesar de ello,nunca le dejó ganar. Le decía que tendríamás sentido si él sabía que realmente selo merecía. Josh se lo había creído,aunque algunos días había sido duropara él el haber estado tan cerca deganar, jugando con todo el mayor

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cuidado, haciéndolo lo mejor posible,pero siempre, de alguna forma, perdía,mientras su padre le iba dando cada vezmenos y menos consejos, hasta queSamuel Cane jugó con las negras ensilencio. Después sus rasgos sefundirían en su cara de póquer, tranquilay amigable, y él ganaría y ganaría yganaría, y por supuesto cada vez que élganaba, Josh tenía que perder.

Después de veinte minutos, Josh teníademasiado calor como para seguirsentado al sol ni un segundo más. Bueno,si la Comparsa de Momus no lo quería,lo intentaría en la Comparsa deThalassar. Conforme se dirigía a los

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muelles, se fue dando cuenta de que losperros y los gallos iban enmudeciendo asu paso. El efecto era tan pronunciadoque sin poder evitarlo se dio la vueltapara comprobar si le seguía el espíritude su madre. No la vio en ningúnmomento. Quizás los perros pudieranolerla cerca de él; un suave aroma a fríaagua de mar y decadencia, demasiadosutil para los seres humanos.

Las oficinas centrales de laComparsa de Thalassar se encontrabanen los restos del naufragio de Selma, unbarco cubierto de hormigón de cientoveinte metros de eslora. Aunque elSelma no había tenido ningún problemade flotabilidad, el barco resultó ser

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bastante frágil. Cuando un oleaje másviolento de lo normal lo elevó sobre lasaguas y los arrojó al fondo de la bahíaen 1920, el barco se partió por la mitady así había quedado desde entonces. LaComparsa de Thalassar era famosa porser muy supersticiosa, y Joshua nuncahabía entendido por qué habían elegidoun barco naufragado como base para susoperaciones, pero Ham le habíaexplicado que nadie había muerto ohabía resultado herido de gravedad en elnaufragio. Aquel barco gigantesco, elSelma, era el talismán más poderoso delos marineros en una ciudad que habíasufrido terriblemente a manos del mar.

En el muelle 23, el muelle de la

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Comparsa de Thalassar, un jovenhombre de color de la edad de Joshua,alto y musculoso, permanecía de pie enla cornamusa de un barco a motor juntoal surtidor de combustible a base demetano de la comparsa. Un hombre de lacomparsa de más edad, al que le faltabael brazo izquierdo, desenganchó lamanguera del surtidor y comenzó allenar una lata de combustible. Josh sedirigió al marinero.

—Estoy pensando en ingresar.¿Podría alguien llevarme al Selma? Elviejo del surtidor se echó a reír,mostrando una dentadura salpicada dedientes sucios.

—La comparsa es para marineros —

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dijo el hombre de color—. Si necesitasayuda para llegar es que no tienesrazones para ir. —Vestía unos suciospantalones cortos grises y una gorra debéisbol. Podía tener un abuelo blanco omexicano por el color de su piel,aventuró Joshua—. Tú no eliges a lamar, Joshua Cane, ella te elige a ti.

—¿Cómo conoces mi nombre?—Estamos al tanto de la gente

desafortunada —contestó el viejo delsurtidor. Levantó su muñón—. Ahora amí tampoco nadie me lleva a pasear enbarca, si eso te hace sentir mejor. Soltóla manecilla de la manguera para que elcombustible dejara de fluir. El jovenmarinero se encogió de hombros.

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—No es nada personal, tío. —Recogió la lata de metano y la encajó enla toma de combustible de la barca,después se detuvo un momento y echóuna mirada al agua bajo la motora.Levantó la vista hacia Josh—. Ven aquíun segundo. —Josh se acercó al bordedel muelle, en guardia por si le queríahacer objeto de alguna broma queacabara con él en el agua. El marineroseñaló al agua justo debajo de su motor—. Estás metido en una mierda muygorda, tío.

La madre de Joshua estaba en allí enel fondo arenoso, mirándolo con unasuerte de urgencia ciega, con su rostroparcialmente oscurecido por una maraña

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de algas y remolinos de su cabelloflotando mientras ella sacudía la cabezay levantaba las manos con las palmashacia arriba.

Sal de ahí. Cuidado.

La entrevista de Joshua con la Comparsade los Arlequines fue mucho mejor.Antes de nada, se tomó una cerveza.Joshua no podía justificar bajo ningunacircunstancia el gastarse dinero encomida, pero volver andando a casa yregresar a la comparsa en medio deaquel día tan caluroso, únicamente haríaque sudara más y oliera peor. En lugarde eso, se refugió en el Café Mikonos, ellocal favorito de Ham, ignorando el

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aroma a cerdo souvlakis y a nataamarga, y se conformó con un chupito dewhisky de palma y un vaso de cervezafría de arroz.

Para cuando dejó el Mikonos, ya erala hora de la sobremesa, y el sol caíacon tanta fuerza que incluso su sombrase encogía para escapar del calor. Fueun gran alivio el salir del calor paraentrar en la Grand Opera House, dondelos arlequines tenían su sede. La GrandOpera House había sido construida en1894, y había albergado a los másgrandes de principios del siglo XX:Lionel Barrymore, Paulova, SarahBernhardt, los hermanos Marx y GeorgeBurns, Tex Ritter y su caballo White

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Flash.Josh también descubrió algo que

debía haber adivinado por sí mismo: supadre había sido un miembro de laComparsa de los Arlequines. Ese era unfactor de importancia. Las cuotas eranmoderadas y el servicio de comunidadse restringía exclusivamente a losdeberes propios del Mardi Gras. Suentrevistador mostró bastante excitacióncuando dijo que en su botica podíaconfeccionar todo tipo de tintasinvisibles y fuegos artificiales.

El principal problema para suadmisión radicaba en que no era losuficientemente raro.

—Pareces un joven tranquilo y

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sensible —señaló el entrevistador conpreocupación. Estaban sentados en lacabina de proyección al final delentresuelo, sobre la cubierta—. Noencaja con nuestro patrón ideal deaspirante. Aunque por supuesto, elfantasma ayuda —añadió.

Dándose la vuelta, Joshua casi no sesorprendió al ver a su madre abajo en elcentro de la cubierta con los ojos fijosen él.

El entrevistador era un hombre depequeña estatura con entradas yhorriblemente feo, con la frente redonday el rostro lleno de verrugas gigantescascon unos pelillos que sobresalían, tanrígidos como las cerdas de un jabalí.

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—Quizás se pueda hacer algo conrespecto a aquel fantasma, ciertamente,pero me temo que tengo que recomendarque la inscripción se posponga por elmomento. —Se secó los labios con unosdedos rechonchos—. Percibo una ciertainclinación en ti, una suerte dedesequilibrio que, apropiadamentedescontrolada, podría ser justo lo quenecesitas para ingresar. No teperderemos de vista, eso es lo quevamos a hacer. Esperaremos a ver quées lo que dice la luna, ¿de acuerdo?

Joshua no se sentía tranquilo nisensible. Se sentía asustado,extrañamente liviano, y un tantoborracho. ¿Qué grado de desequilibrio

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había alcanzado desde que Hamdepositó a Sloane Gardner en su mesade operaciones con toda su carga derecuerdos? Él recordaba los rastros delshock en su rostro, la luz en sus ojosdesmigajándose cuando asimiló que sumadre había muerto mientras ella estabade fiesta en el Mardi Gras. Él nodebería haberle mostrado tantodesprecio. Podía sentir un nudo deirritación en su estómago que saltabacuando no se mantenía bajo control.Recordó la carta de su madre, y sufantasma, mirándole y mirándole.Sacudió la cabeza.

—¿Qué tal si le hago ver querealmente soy menos sensible de lo que

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piensa?El pequeño y poco agraciado

hombre esbozó una sonrisa.—Demuéstralo.

* * *

La cerveza en la Choza del Cangrejo delMartini era aún peor que la que se hacíaJosh en casa, pero el whisky era whiskyy era el mismo allá donde fuera. El tipode whisky que él se podía permitir, decualquier forma.

Su cuarta entrevista en las cámaras de laComparsa de la Solidaridad, fue uncompleto desastre. Después de aquello,

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Joshua fue dando tumbos hasta el muelledel Gas Authority y esperó a que Hamregresara. El día que había tenido debíade haber quedado reflejado en su rostro;cuando Ham finalmente llegó, echó unamirada a Josh y le hizo una ofertaapropiada.

—Vamos a pescar.Del muelle del Gas Authority, los

dos hombres caminaron hasta el barcopersonal de Ham, Lucille. Lucille era unbote destartalado de aluminio con unmotor fuera borda de quince caballos devapor a popa. Ham guardaba dos cañasde pescar de módulos y unos cebos enuna pesada caja roja de herramientascon un rótulo de PELIGRO: EXPLOSIVOS

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pegado en la tapa. Ham era conocidopor tener el barco lleno de detonadorespara mantener alejados a los ladrones.Joshua nunca había visto ninguno deellos ni nada que se le pareciera, pero élera el que había extendido la noticia porlos barrios más marineros cuando losdos eran unos adolescentes. De cuandoen cuando, añadía una nueva historiapara embellecer la leyenda de Ham. Unavez aquella práctica lo había metido enproblemas, cuando Ham entró como untorbellino en su casa al haber oído quese decía que pescaba con dinamita. Joshno sabía a ciencia cierta qué línea depráctica justa de pesca había traspasado,pero Ham parecía tan mortificado como

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un sacerdote que hubiera sidodescubierto desnudo en una casa decitas.

Ham ancló a Lucille cerca de lasrocas en el extremo más al sureste de laisla, encarando el estrecho de lapenínsula Bolívar. El sol de la tardebrillaba ya bajo en el horizonte,difuminado entre las corrientes deloeste. Levantó su caña de pescar y laagitó como un látigo con un movimientosorprendentemente sordo de unantebrazo tan ancho como una lata decafé. El sedal cortó el aire y silbómientras el cebo plateado describía unarco sobre las aguas del golfo. Atravesóel aire y centelleó cayendo al agua con

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un chapoteo.—Quizás no haya sido la mejor de

las ideas el acudir a la Comparsa de laSolidaridad —dijo Ham. El sedal hizoun sonido metálico contra el carretecuando comenzó a recoger el cebo—.Entre el fantasma y el no comer y labebida y todo eso. No una gran idea.

—No —dijo Josh—. ¿Le hicistesangre a alguno de ellos? —preguntóHam jugando con el sedal con un par demovimientos secos—. No. Nada depuñetazos —dijo Joshua con una mueca—. Les he sacudido un par de veces.Pero solo por los hombros. —Hummm—. Ham le miró por encima del hombroenarcando una poblada ceja.

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Una vez, cuando los dos tenían treceaños, habían estado de paseo juntos yhabían mantenido una curiosaconversación.

—No sé por qué seguimos siendoamigos, pero de lo que estoy seguro esde que me alegro de ello.

—Seguimos siendo amigos porquetú te crees mejor que yo —le habíadicho Ham—, y yo te dejo.

Aquello le había cerrado la boca aJosh inmediatamente.

Él estaba acostumbrado a pensar queera el listo de los dos, el de lapersonalidad más fuerte, más dominante.Pero en un día como aquel, habiendosido rebotado de cuatro comparsas y

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casi arrestado por alcoholismo yconducta escandalosa, sentía de prontoque realmente era Ham, junto a él, tansólido como una roca moviendo el sedalde un lado a otro, el que realmente teníalas cosas claras.

Ham escupió meditabundo a lasaguas del golfo.

—Diablos, Josh. Estoy pensando encomer esta noche, aunque tú no lo hagas.

El sol ya en la parte final de superiplo diario estaba casi a susespaldas. Bajo el aire brillante, el marestaba oscuro por las sombras de lacosta. Sus propias sombras se alargabanhacia lo lejos, donde resultaba difícilseguirles el rastro entre la marejada,

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rompiendo en bolsas y retazos de luzcontra las aguas verdes. Joshua recogióel sedal, sintiendo el peso del pequeñocebo de acero dando botes y temblandoal final de la caña. Con un movimientode muñeca, volvió a arrojar el sedal alagua con el sedal cortando el aire ycayendo al mar, no tan lejos como Hampero aún y todo bastante lejos, unprecioso arco de sedal colgando sobreel agua oscura, dorado como el cabellode un ángel a la luz del atardecer.Cuando el cebo finalmente tocó el aguaél pudo sentirlo como un pequeñotemblor a través de su brazo y en elinterior de su cuerpo.

Se sintió absurdamente,

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dolorosamente agradecido por lacompañía del gran hombre.

—También hice una observaciónpoco elegante sobre la madre deldirector de la comparsa —dijo Joshdespués de un rato—. Y sobre suhermana.

—Que me aspen…—Creía que «Solidaridad» era algo

más que un lema —añadió Josh con airereflexivo. Ham emitió un resoplido. Joshcontinuó hablando arrastrando laspalabras—. Soy tan bueno comocualquiera de vosotros, niños pijos. Yotambién soy un niño pijo. ¿Pensáis quesois mejor que yo solo porque tenéismás suerte? Bueno, la suerte no le

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acompaña a uno para siempre, sabéis.Quizás un buen día os levantéis ydescubráis que sois vosotros los quesois desafortunados de cojones, quizásalgo le pase a vuestra casa o a vuestrasfamilias, y entonces os miraré desde elcuchitril donde vivo y vendréis a míarrastrándoos. ¿Y entonces, os ayudaré?¿Eh? ¿Eh? —Dio un pequeño hipo congran dignidad—. ¡No lo sé! ¿Os gustaríaeso?

Ham ponía mala cara y se reía a lavez, con su enorme torso sacudiéndosebajo todas aquellas hectáreas de tela decamisa. Hizo que toda la barca seagitara bajo ellos. Josh suspiró.

—Me las arreglé para vomitar

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encima de Carl Banks mientras mesacaban fuera de las oficinas de lacomparsa. —Se miró la camisa de seda,con recorrida de manchurrones dondehabía intentado limpiar los restos devómito frotándolos con agua de mar.

—Les diste una lección a esosmalnacidos. —Puedes jurarlo. Deberíashaber visto cómo quedaron aquellostipos. No volverán a llevar aquellasropas hasta dentro de bastante tiempo.

Los pequeños ojos de Ham seestrecharon con fuerza aún más y learrancaron una lágrima de risa. Cuandoacabó el acceso de risa recogió el sedaly volvió a echar el cebo más allá.

—¿Y tu madre estaba allá también?

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Josh tiró de su sedal, recogió elcebo y volvió a probar suerte. Lalengüeta de la cucharilla relampagueó enel aire, después cayó en la sombra,hundiéndose en las aguas oscuras.

—Sí.—¿Está aquí ahora? —Josh sacudió

la cabeza—. ¿Sabes qué es lo quequiere?

—Ni idea.Dos pelícanos pardos pasaron ante

ellos a ras del agua batiendo las alascon fuerza. Más allá a lo lejos, los botesdispersos de la Flota Mosquito se ibanacercando, cada uno de ellos envueltoen una nube de gaviotas. Sus chillidoscruzaron el mar, deformados por la

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distancia, pareciendo más agudos ysolitarios.

—No necesitaba Galveston. Nonuestro barrio, me refiero al Galvestonde verdad —dijo Josh—. Ni siquierasabía que estaba tan hambriento de él. Yahora, de repente, me ha nublado lossentidos, Ham. Lo quiero todo. Quierorecuperar mi casa. Quiero recuperar mivida.

—¿Y la chica?—Sí, maldición, quiero a la chica.

Ojalá no la hubiera visto nunca. Ojaláno la hubieras traído a mi casa.

—La habían dejado hecha un trapo.—Lo sé. —Josh recogió el sedal,

colocó el cebo en el ojete de una de las

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cañas de pescar y se desplomó sobre subancada—. Con el día que estoyteniendo, lo más probable es que acabeenganchándome el anzuelo en el ojo sicontinúo pescando.

—Algunos días son así, uno nopuede ganar siempre —dijo Ham convoz cansada—. Dame tres intentos máspara pescar algo de cenar. Tengo algo dearroz y huevos en casa por si no haysuerte.

—¿Encontraste tu fuga?—¿En la línea número tres? No.—Pásate por mi casa después de que

cenemos para que te prepare los oídos.—Eeeso es —dijo Ham

amargamente—. Ahora sí que te

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reconozco.Lanzó una vez más el sedal. La

pequeña barca de aluminio se agitabaentre las olas. El agua jugueteaba yborboteaba en torno suyo.

—Tu problema es que siguesesperando que la vida sea justa —añadió Ham—. Crees que es como elajedrez o algo así, y que si haces losmovimientos correctos, vas a ganar.Pero no funciona así. Es como pescar —volvió a arrojar el cebo—. Tú pones elcebo en el anzuelo, lo tiras a un sitio yeso es todo lo que puedes hacer,compañero. Algunos días pican, otrosno.

—Quizás tengas razón. Quizás la

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vida es así. Pero no debería serlo —dijoJosh—, y antes no lo era. En los viejostiempos, antes del Diluvio, no era tansolo suerte.

Ham escupió de nuevo.—Bueno, quizás eso fue una suerte,

esa es mi filosofía. No el curso de lanaturaleza. Y el mundo se despertó y lepuso fin a eso bien rápido.

—Mi madre tenía diabetes. Era«natural» que ella muriera —dijo Josh.La mano de Ham se detuvo por unmomento en su carrete, y despuéscontinuó jalando el sedal sin cesar conel suave y sedante clic clic clic delmecanismo resonando en el aire—.¿Quieres ser como los animales? —

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preguntó Josh—. ¿Crees que está malluchar por un mundo donde los méritosde cada cual cuenten más que la purasuerte? Nunca voy a estar de acuerdocon eso.

—Josh, tienes razón. —Ham hizouna mueca—. Señor, pero odio decireso, sobre todo porque tengo que decirlodemasiado a menudo.

A pesar de todo, Josh sonrió.

Ham capturó un salmón en su últimointento y se lo llevaron a la casa de losMather, donde vivía con sus padres y suhermano pequeño, aunque pequeño fueraun decir, llamado Japhet. Ham hizo elpescado a la parrilla, y él y Josh se lo

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comieron con una guarnición de arroz,judías pintas y un poco de salsa depimienta. Ham se tomó una cerveza consu plato, y comentó que Dios habíacreado aquellos manjares para serdegustados. Josh solo probó agua.Japhet estaba en casa, y la hermana deHam, Rachel, se pasó con su marido ysus tres niños a hacer una visita. Era unambiente cálido, lleno de gente y con unaroma a familia que a Josh le reconfortómucho al principio, pero que, conformefue pasando el tiempo, todo aquelbullicio y aquellas risas resultaron sermás fuerte que él. La familia de Ham eragrande y su casa era pequeña. Josh nopudo evitar el pensamiento de que

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acabaría muerto por aplastamiento en elmomento en el que quedara atrapadoentre un Mather y el refrigerador.

Ya era noche cerrada cuando él yHam salieron de la casa. Por supuesto,en aquel vecindario nadie se preocupabapor mantener las luces de la calle enbuen estado, o las mismas calles. Hamllevó consigo una lámpara Coleman y lasostuvo a la altura de su rostro con susiseo característico de modo que Joshpudiera abrir la puerta del porche con sullave. Con los ojos cegados por la luz dela lámpara, Ham y Josh fueron cogidostotalmente por sorpresa por los hombresarmados que los esperaban dentro.

—¡Ni un movimiento! —gritó

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alguien, y Josh oyó un buen número dearmas amartillándose.

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—Q2.2 Sheriff Denton

ué coñ…Josh se calló cuando

alguien le puso el cañón deun arma en la cara. El olor

a frío acero le hizo un nudo en elestómago. Bueno, pensó, ahora ya sé delo que mamá me estaba intentandoadvertir. Se preguntó si estaba a puntode morir.

—No nos vamos a mover —dijoHam—. ¿Verdad, Josh? Dos estatuas,esos somos nosotros.

La lámpara Coleman siseaba

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despidiendo su círculo de fuerte luzblanca. Josh pudo ver a cuatro hombres:dos detrás de su mostrador, otro detrásde la mesa de examen, y otro más de pietras la puerta. Tres de ellos teníanpistolas; el que estaba detrás de la mesade examen tenía una escopeta derepetición. La escopeta hizo un sonoroclic cuando el hombre la armó.

—Si queréis la cerveza, lleváosla—dijo Josh. Habló con su voz demédico, fría y clínica. La solía utilizarcuando se tenía que enfrentar a todonúmero de traumas, tales como tumores,desfiguraciones o muerte. La máscarafría y racional de médico era la única dela que estaba seguro que podía controlar

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tics traicioneros sin revelar susemociones o pensamientos. Era la queesbozaba cuando no se podía permitirjugar asustado—. La bebida no es algopor lo que uno quiera morir. Tampocomerece la pena matar por ella.

—Qué tal todo, señor Cane —dijo elhombre que le presionaba el caño delarma en la cara. Se movió paracolocarse frente al boticario, metiéndolela pistola entre los dientes. Joshua seimaginó a la pistola accionándose, susdientes reventando como porcelana, labala saliendo por la nuca en un revoltijode carne y huesos.

Era una mala señal que al pistolerono le importase colocarse en el círculo

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iluminado por la lámpara. No teníamiedo de que lo identificaran más tarde.Josh le miró con toda la calma que pudo,intentando dominar la situación. Elrostro del pistolero estaba atravesadopor viejas cicatrices, acné adolescente omás posiblemente, viruela. Se había rotoparte de uno de los dientes incisivos; losdos superiores tenían fundas de oro.Caro pero vulgar. Sloane Gardner o JimFord habrían elegido algo menos obvio.Tenía más o menos la misma altura yconstitución de Joshua, bajo y pocofornido; pero en lugar de vestir ropasraídas y zapatos caseros, llevaba unafresca camisa y un traje, botas negrasbien brillantes y pantalones grises. Ah.

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Pantalones color ceniza con una bandanegra. La milicia de la ciudad.

Josh se permitió una sensación dealivio. Aquel era uno de los hombres delsheriff Denton.

—Supongo que esto tiene que vercon lo de la Comparsa de la Solidaridad—dijo él—. Puedo pagar los dañosrazonables, pero la culpa no fue solomía…

—¿Dónde está, pequeño cabrón?—¿Dónde está quién?El miliciano le golpeó la cara con la

culata con fuerza, partiéndole el labio aJosh y haciéndole tambalearse. Lasangre brotó de su boca, mientras susdientes le aguijoneaban de dolor. El

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pánico de sus músculos de pronto cedióante algo más duro y furioso, y él lanzóun salvaje puñetazo únicamente para vercómo Ham lo detenía con su granmanaza. Ham podía reventar las conchasde los cangrejos con los dedos. El puñode Joshua no iba a ir a ningún lado.

—Lo siento, chicos —dijo Ham convoz tranquila—. Parece que estamosempezando con mal pie. ¿Qué es lo queestáis buscando?

—Adjunto Lanier —dijo el hombrede la escopeta—, los tenemos.Metámoslos dentro.

El adjunto le propinó un golpe con elcañón de su arma en la cabeza deJoshua.

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—Si supiera que ya está muerta, sino hubiera ninguna esperanza de que latuvieras viva, que Dios me ayude, perote volaría los sesos en un abrir y cerrarde ojos.

La boca de Joshua estaba llena desangre. Se la tragó. Ham parecía notener prisa en dejar libre su puño. Lafuria en su estómago se fue transmutandootra vez en terror. Lo ignoró, disgustadoconsigo mismo. Su voz era incluso másfría y distante.

—Bueno, adjunto, puedes pegarmeotra vez, porque no tengo ni idea de loque estás hablando.

—Imagino que se trata de SloaneGardner —dijo Ham—, juzgando por

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las pintas de alta sociedad del pelotón.Dos Colt 45 automáticasgubernamentales, una Glock 17, y si nome equivoco, ¡el compañero de laescopeta de allí es el propio sheriffDenton!

—¡Sloane! —dijo Josh. Sacudió lacabeza—. Debería haberlo adivinado.

El adjunto Lanier le clavó el cañónde la pistola en el estómago. Josh sedobló con el impacto y las náuseas leasaltaron sin poder evitarlo, obligándolea vomitar su cena de salmón y judíaspintas sobre el suelo de su consultorio.El adjunto se acercó a él.

—Eso es lo que eres tú comparadocon la señorita Gardner.

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—¡Kyle! Acaba ya con eso —dijo elsheriff Denton.

Las elusivas estrellas de Sloanerelampagueaban y se desvanecían enfrente de los ojos de Joshua. Recuperóel aliento y luchó para incorporarse denuevo, pero se volvió a quedar encuclillas boqueando buscando aire.

—Alguien me comentó una vez queteníamos un sistema judicial en esta isla—dijo Ham. Ya no parecía tan calmadocomo antes—. Y que uno es inocentehasta que se demuestre lo contrario.

—Cogedlos, nos los llevamos —dijo el sheriff.

Una hora más tarde, después de tomarles

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las huellas y cogerles los datos, elsheriff Denton, el adjunto Kyle Lanier yJosh, estaban en la sala deinterrogatorios en la planta baja delJuzgado del Condado. Al caer la noche,cualquier asunto confidencial se llevabaa cabo en habitaciones sin ventanas obien aisladas, para asegurarse de que nohubiera ningún leve rayo de luz de lunaque permitiera a Momus estar al tanto delo que se tratase. La habitación tenía unsuelo de liso hormigón, las paredescubiertas de un antiguo panel de falsamadera, dos sillas y una pequeña mesacon la cubierta de vinilo. Josh sesentaba en una silla con las manosesposadas a su espalda. Kyle Lanier se

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sentaba enfrente de él con una carpeta enlas manos y una hoja de papel de arroztomando notas con una valiosa plumaWaterman. La única luz provenía de unasilbante lámpara de propano sobre lamesa. Iluminaba el rostro de Kyleintermitentemente desde abajo, haciendomás evidentes las marcas de la viruelaen su cuello y mejillas mientras lecubría los ojos de una sombra.

Jeremiah Denton caminaba en laoscuridad más allá del círculo de luz dela lámpara. De cuando en cuando seaproximaba y emergía de la oscuridadpara descansar sus manos sobre el bordede la mesa, con la luz de la lámpararelampagueando en la cadena de oro de

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su reloj de bolsillo. Josh se preguntó siel sheriff no se sentaba porque teníadolor de espalda. La rigidez de susandares al caminar y la formadeliberada en la cual ponía los dedos enla mesa antes de descansar sobre ellosel peso de su cuerpo sugerían un atisbode artritis. Además parecía tener unaligera tos seca, que podía significardesde una nadería fruto de un pasadofumador hasta una convalecencia de unainfección bronquial o una tuberculosisincipiente.

Después de escuchar el relato deJoshua de lo que había hecho aquel día,el sheriff Denton hizo una pausa en suinterrogatorio. La lámpara siseaba. La

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pluma de Kyle escribió una línea y sedetuvo. La depositó sobre un trapo. Sehizo un silencio.

—Ham le votó a usted —le dijoJosh al sheriff.

—¿Prefería usted a mi oponente?—Yo no voté.—Ese es un error —dijo el sheriff

Denton—. Te debes a ti mismo el tenervoz sobre la dirección de tu comunidad,y se lo debes a tus convecinos, para que«el gobierno del pueblo, por el pueblo ypara el pueblo no desaparezca de latierra». Pero usted estuvo haciendogestiones para ingresar en una comparsahoy, ¿no es cierto? Ese es un interés porlos asuntos de la comunidad muy

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repentino.—Creía que usted lo iba a

agradecer.El sheriff tosió en su puño cerrado.

Después acercó la mano hasta su relojde bolsillo de su traje y sacó unWaltham con cubiertas de oro. Susdedos estaban rígidos y le llevó unossegundos el poder abrir la caja.Definitivamente un caso de artritis. Miróel reloj, empezó a cerrar la caja, sedetuvo y cortésmente le acercó el reloj aJoshua para que pudiera ver la hora queera. Pasaban treinta minutos de lamedianoche. Josh se recordó que nodebía deducir demasiado de lospequeños gestos de consideración del

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sheriff, probablemente debidos a suimpecable educación. Nada personal. Elpadre de Joshua habría sido bendecidocon buenas maneras y sonrisas, con unaamigable cara de póquer, pero élsiempre había jugado para ganar. Elsheriff Denton se metió el reloj en elbolsillo.

—¿Le comentó a su amigo Ham queestaba intentando ingresar en algunacomparsa?

Estaban comprobando su historiacon el testimonio de Ham. Josh esperóque Ham recordara aquella mañana dela misma forma.

—Creo que mencioné que queríaingresar.

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—¿Y él qué dijo al respecto?—Se sorprendió.En general, Josh consideró que

estaba haciendo un buen trabajo enocultar tics y fingir tranquilidad. Todoaquello era de vital importancia, porquesu cuerpo estaba aterrorizado. Su pulsoestaba a cien, su estómago tenso, ysentía una pinza como una piedra,atravesada en su garganta. Era muyenojoso que su cuerpo se sintieraculpable. Ham vivía dentro de su carne,sintiéndose en casa con sus propiosmúsculos y huesos. Josh no. Laexperiencia de Joshua era que su cuerpole hacía tomar decisiones equivocadas.Sentía cosas que no debía. Le dejaba al

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descubierto.—Tenemos dos testigos que vieron a

Sloane Gardner entrar en tu casa estamañana —dijo el sheriff Denton—.Ninguno de ellos la vio salir.

—Nunca es mala hora para misvecinos si es para meterse en los asuntosde los demás —dijo Josh—. Sucede queyo tampoco la vi salir.

—¿Pudo haber salido por la puertatrasera?

—Hummm… —una posible salidade aquel embrollo. Josh estudió alsheriff. Si Sloane hubiera salido por lapuerta trasera, aquello explicaría el porqué los vecinos cotillas de Joshua no lahabían visto salir. Por otra parte, otros

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vecinos podrían haber estado levantadostemprano aquella mañana atendiendo alos polluelos o trabajando en susgeneradores. Y siempre estaban losborrachos que callejeaban en losalrededores de su patio trasero con laesperanza de poder hacerse con lassobras de la comida, o mejor aún,pasteles de levadura y arroz fermentadode la cerveza que él hacía, cualquiercosa que pudiera tener algún rastro dealcohol en su interior.

Josh se imaginó que lasprobabilidades de que el sheriffestuviera esperando cogerle en unamentira eran de dos a una, con testigosdispuestos a jurar que Sloane no había

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salido por la puerta trasera. Sostuvo lamirada del sheriff desapasionadamente.

—No, no salió por la puerta de lacocina. No hay forma de que hubierapodido pasar por detrás de mí sin queme enterara. No tuvo tiempo suficiente,y además habría oído algo.

La pluma de Kyle escribió algosobre el papel de arroz.

—Dice que es la segunda vez que laseñorita Gardner había venido a su casavoluntariamente, después de haber sidoconducida allí sin su consentimiento porel señor Mather.

—Apenas estaba consciente cuandoHam…

—Ya volveremos a eso más tarde —

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dijo el sheriff Denton—. Tambiénasegura que en las dos visitas la señoritaGardner compró algo de té. ¿Dami…?

—Damiana. Es un suave estimulante.Ella estaba muy cansada. El sheriff

Denton paseaba por la oscuridad, deespaldas a Josh. Los tacones de susbotas resonaban lentamente en el suelode hormigón. Clic. Clac. Clic. Clac.

—¿Puedo preguntar por qué ellaeligió su tienda?

—Ya le había prestado un buenservicio. Debo añadir que tanto Hamcomo yo hemos aprendido la lección yprometo solemnemente que nuncavolveré a ser un buen samaritano denuevo.

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—No te hagas el listo —dijo Kyle.El sheriff Denton levantó la mano parapedir silencio.

—Señor Cane, ¿encuentra a SloaneGardner atractiva?

El corazón de Joshua dio un salto yla pinza de su garganta se hizo máspresente, tensa como el nudo de unacuerda de piano. Se encogió de hombroscon el rostro sin expresión.

—Un tanto.—¿Y eso qué significa, Josh? ¿La

considera vulgar o atractiva?—¿Físicamente? Supongo que ella

es tolerable. Las he visto mejores.Kyle escribió, sacudiendo la cabeza.

El sheriff asintió.

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—¿Y su personalidad? ¿Le gustaba?—Sí.—¿Por qué?—No era estúpida.El sheriff se detuvo en aquel punto.—¿Esperaba usted que ella fuera

estúpida?—He aprendido a no dar la

inteligencia por supuesto.Kyle rio.—Pequeño bastardo arrogante.—Kyle… —el sheriff Denton posó

una mano sobre el hombro de su adjunto.Tosió. Tosió de nuevo y se aclaró lagarganta. Otra tos—. Excúseme, señorCane. Necesito un trago de agua. Estaréde vuelta en un momento.

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—Por supuesto —dijo Josh—, porfavor, por mí no se moleste.

El sheriff Denton frunció el ceño ysalió caminando a paso lento de lahabitación. Josh se palpó la parte frontalde la boca con la lengua. Su labio estabahinchado y su boca todavía le sabía asangre y vómito. Además, su estómagole dolía como el infierno, un doloragudo en el punto donde Kyle le habíagolpeado con su pistola.

La puerta se cerró detrás del sheriffDenton. Josh levantó la mirada concautela cuando el ayudante del sheriffdejó la carpeta sobre la mesa. KyleLanier se incorporó, se estiró y despuésse acercó al otro lado de la mesa.

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—El viejo tiene muy buenosmodales, ¿no crees? —Kyle sacudió lacabeza y sonrió. Las fundas de oro desus dientes incisivos brillaron a la luzde la lámpara. A excepción de sufealdad, tenía el aspecto elegante que eljoven Josh debería haber tenido. Elcabello, que le llegaba a la altura de loshombros, lo tenía recogido con unpequeño lazo. Llevaba una americana dealgodón basto sobre una camisadelicada y unas caras botas acabadas enpunta. Sus pantalones de uniforme grisesestaban ajustados sobre sus muslos ytobillos.

Anduvo hasta sobrepasar a Joshua yse colocó a su espalda. Josh forzó su

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cuello para seguirle con la vista, perocon las manos esposadas tras elrespaldo de la silla, no podía girarse tanlejos. Hubo un largo momento desilencio. La piel de Joshua comenzó aponerse de gallina.

—¿Qué estás haciendo?Kyle cogió la silla de Joshua y la fue

inclinando hacia atrás hasta quesolamente su mano impedía que cayeracontra el suelo.

—Mis modales no son tan finos —dijo el ayudante—. Yo soy lo que túllamarías un hombre que se ha hecho a símismo, Josh. Ya ves, yo empecé desdeabajo, desde la pobreza. Y quiero decirpobreza de verdad. Cuando era niño, mi

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padre solía zurrarme con un cinturón sino me traía mi cena a casa. Un cangrejo,una ardilla o alguna maldita cosa.También utilizaba la hebilla. No caí enello entonces, pero, te voy a decir algo,aquello fue instructivo. Hizo maravillaspor mi carácter. Aprendí a trabajar duropara lograr lo que quería, y no me quedécon hambre.

—Déjame —dijo Josh. Alargó laspiernas todo lo que pudo intentandoalcanzar el suelo con las puntas de lospies. Kyle dio un paso hacia Joshua y lelanzó dos puñetazos con toda su fuerzacontra su estómago. El alientodesapareció de Josh envuelto en unosfuegos artificiales de dolor. Sus

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pulmones se retorcieron y lucharon porconseguir aire.

—El sheriff Denton no sabe dehebillas —dijo Kyle—. Él cree que todoel mundo es tan bueno y noble como él.Yo no. La mayoría de la gente sonanimales, si quieres mi opinión. En losviejos tiempos todo eso estaba más omenos encubierto, pero ahora que lascartas están boca arriba, ves a la gentemostrando sus verdaderas jetas. Siquieres llegar a cualquier sitio,necesitas repartir unos cuantos golpes.

Esta vez Kyle le dio un puñetazo enlos testículos. Luego dejó caer la silla.La cabeza de Joshua rebotó contra elsuelo de hormigón y perdió el

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conocimiento.Cuando sus párpados se volvieron a

abrir tan solo unos segundos más tarde,Kyle estaba sobre él.

—Sloane Gardner era amiga mía.El aire volvía al cuerpo de Joshua.—Yo no…Kyle le golpeó en un costado, justo

sobre un riñón.—Te recomiendo una confesión

completa. Sabes que no os vamos amatar ni a ti ni a tu amigo el gordoincluso aunque os encontremosculpables. El sheriff no está de acuerdoen hacer fantasmas.

Josh adoptó la posición fetalreplegando las piernas para intentar

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alejar aquel dolor horrible en sustestículos, en el estómago y en sucostado.

—En el caso de que te lo plantees—añadió Kyle—, puedes considerarteya un culpable a los ojos de la ley,maldito malnacido. Eso está hecho.Estuvimos hablando con el juez antes deir a tu casa. Se acabó. La únicadiferencia que puede haber es la de unaconfesión. —Le golpeó de nuevo en elcostado con sus brillantes botas decuero—. No sabes qué satisfacciónpersonal me supone el molerte a palospor lo que le has hecho a Sloane,monstruo.

Klye levantó la silla con Josh atado

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a ella y la colocó enfrente de la mesa. AJosh le dolía terriblemente el respirar.La puerta crujió al abrir y el sheriffDenton volvió a la habitación.

—¿Qué está pasando? Escuché ungolpe.

—El prisionero se echó hacia atrás yla silla cayó al suelo —dijo Kyle consoltura—. Ahora estamos bien.

—Me golpeó —dijo Josh con rabia.El sheriff Denton dirigió una mirada

seria a Kyle.—¿Adjunto?—No lo he tocado.—Eso espero.—Hágaselo jurar —dijo Josh—.

Hágaselo jurar por Momus.

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El sheriff Denton le miró.—Hijo, estás aquí con una seria

acusación. Mi consejo es que colaboresmás y dejes aparte tu orgullo —el sheriffsuspiró—. No es que yo mismo no fueraun presuntuoso a tu edad. —Tosió en supuño—. Volvamos al trabajo.

Joshua trató de decidir si les deberíahablar de las escapadas de Sloane alMardi Gras, del olor a cigarrillos y alicor de su vestido, las medias corridasy la sonrisa descarada fuera de sucarácter la mañana en que se habíaquedado a desayunar con él. Ella lehabía cogido de la mano y habíaconfiado en que él guardaría su secreto.Pero era difícil ignorar su cuerpo

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lloriqueante, que quería contárselo todocuanto antes. Por supuesto sus motivoseran diáfanos, y Josh tuvo miedo de queeso influyera en su juicio. Y además, elsheriff le estaba acusando de asesinato,eso ya le había quedado claro. Además,Ham no se lo pensaría dos veces a lahora de la verdad. No tenía ningunarazón para que lo exiliaran o loabandonaran en una isla desierta tansolo por culpa de las confidencias deJosh. Iba a ser mucho más fácil paraJosh si su historia y la de Hamcoincidían.

En ocasiones, uno tiene que dejarpasar la jugada y esperar a que lleguenmejores cartas.

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Josh traicionó el secreto de Sloanedespreciándose a sí mismo por hacerlo yodiando a Sloane por hacer de él untraidor. Pero cuando les habló sobre lasvisitas de Sloane al Mardi Gras, elsheriff no quiso oír nada al respecto.

—¿Me quieres decir en serio que lahija de la Gran Duquesa estuvo en elcarnaval, no una sino varias veces, porpropia decisión, mientras su madre seestaba muriendo?

—Sí, señor.—Eso no suena para nada a la

Sloane Gardner que yo conozco —dijoel sheriff Denton—. Ella siempre hasido una chica tranquila y responsable.La conozco desde que era una niña.

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—Y yo —dijo Josh—, aunque todoel mundo lo olvide.

—Humm. Sí —los ojos del sheriffdescansaron sobre Josh—. ¿Conoces losDiez Mandamientos, chico? El últimoes: no desearás la casa de tu vecino, nodesearás a la mujer de tu vecino, ni a susirviente, ni a su sirvienta, ni a su buey,ni a su mula, ni nada de tu vecino. —Elsheriff tosió—. Imagino que las hijastambién quedan incluidas en la leygeneral.

—Yo también he estado tanhambriento —dijo Kyle con suavidad—.Lo he deseado con tanta fuerza que mehan dado arcadas. Pero me lo he ganado,Josh. Me he ganado lo que tú intentas

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robar, escoria de mierda.—Eres vulgar y no eres demasiado

listo —dijo Josh—. Nada de lo queconsigas va a cambiar eso.

Kyle le miró durante un buen ratoantes de que una ligera sonrisa seabriera paso entre sus labios, dejandoescapar un rayo dorado de las fundas desus dientes.

—Y habla de no ser demasiado listo—dijo él.

Joshua continuó mirando a Kyle condesprecio, pero su estúpido cuerpoestaba asustado. Su boca le dolía dondeKyle le había golpeado con la pistola, sucabeza le dolía donde había impactadocontra el suelo. Hacían horas desde que

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no había tenido la oportunidad de orinary necesitaba hacerlo urgentemente. Eldolor de sus testículos habíadesaparecido pero el dolor en sucostado iba haciéndose cada vez másagudo. No dejaría muchos cardenales,claro. Muy conveniente para Kyle. Ledolía respirar. Se preguntó si el adjuntole habría roto alguna de sus costillascuando le pateó, o dañado uno de susriñones.

El sheriff Denton volvió a pasearpor la oscuridad. Clic. Clac. Clic. Clac.

—Nuestras dos familias parece quenunca se cruzan para bien, ¿eh, Josh?

A Josh le llevó un momentocomprender el comentario.

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—¿Te refieres a nuestra casa?—Le dije a Travis que no debería

haber aceptado aquella apuesta. Nuncadebería haber puesto a la familia de Samen la calle, incluso aunque tu padre fueratan estúpido como para jugársela. PeroTravis era… —el sheriff dio unapequeña tos—. Un Denton, supongo —tosió en su puño. La cadena de orotintineó cuando sacó de nuevo el relojde bolsillo Waltham—. Prácticamente.

Ham le solía decir «Siempre puedescalar a un ricachón por su reloj. Cuantomenos trabajo de verdad hacen esoscabrones, más se preocupan deltiempo».

El sheriff volvió a retomar su paseo.

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Clic. Clac. Clic. Clac.—¿Sabes que hay miembros de mi

familia que creen que el incendio no fueun accidente? —dijo el sheriff—.Randall Denton, por ejemplo, cree quetu padre saboteó las tuberías del gas.

—¡Eso es mentira! —Josh se intentólevantar, pero el tirón del peso de lasilla sobre sus muñecas esposadas lehizo tambalearse y sentarse de nuevo.

—Cállate —intervino Kyle. Joshforzó a su cuerpo a permanecer inmóvil.Se forzó a ignorar su aliento irregular, elnudo de hierro en su estómago.

—Aquello pasó hace mucho tiempo—dijo él—. Nada de resentimientos.Una apuesta es una apuesta. Mi padre

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echó la apuesta y yo la perdí por él. Unaapuesta es una apuesta.

—¿Qué quieres decir conque tú laperdiste?

—Pude ver las cartas de mi padre.Sabía que estaba de farol y yo se lo echéa perder. En aquel entonces yo no teníauna «cara de póquer» y se me notabanesas cosas.

—Ahora te sale mejor —dijo elsheriff. Tosió con fuerza en su mano.Después exhaló un suspiro y se volvióhacia la puerta de la sala deinterrogatorios—. Excúsenme,caballeros; necesito otro trago de agua.Volveré inmediatamente.

Kyle dejó la carpeta sobre la mesa y

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le sonrió a Josh.—Por favor —dijo Josh. El sheriff

se giró, con su mano ya sobre la manillade la puerta.

—¿Sí?—No me deje solo con él.—Hijo, soy un hombre viejo y

necesito un trago de agua. Volveréenseguida. —Entonces le pido otroguardia. Por favor.

—Josh, no puedo hacer eso. —Elsheriff Denton se detuvo y le miró, consus ojos grises bajo sus cejas blancas—.A no ser que tengas algo importante quedecir…

Josh sintió cómo su corazón hacía unruido sordo, una, dos, tres veces. Ah. De

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modo que eso era. El sheriff sabía queKyle le había pegado. Estaba esperandoque Josh confesara. Si no lo hacía,Denton dejaría la habitación y Kylevolvería a golpearle de nuevo. Estabamuy bien orquestado. Realmente,debería haber funcionado.

—Pero no lo hice —susurró Josh.Para su horror, sintió dos lágrimasrodando por su rostro—. ¡Yo no lo hice!El sheriff Denton se volvió a dirigir a él.

—Necesito beber algo de agua —dijo él—. Estaré de vuelta en unmomento.

Había pasado mucho tiempo desdeque alguien le había pegado. En suprimer año en el barrio le había

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ocurrido a menudo, pero luego Ham sehizo su amigo y las palizas se acabaronde repente. La mayor parte del tiempoJoshua nunca le concedió a su cuerpo unsegundo pensamiento, concentrándose encambio en qué drogas mezclar, quécartas jugar, cómo iba a pagar elalquiler el mes que viene. Pero cuandoestaba enfermo o demasiado herido,sacudido por la náusea o atravesado porel dolor, era imposible vivir más allá delos límites de su piel. Todo pensamientode repente se desvanecía, excepto unaúnica y simple idea: la carne era loúnico que importaba.

Más tarde él se recuperaría yolvidaría la lección, hasta que la

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próxima enfermedad volviera pararecordarle que el cuerpo era la únicaverdad. El dolor es el señor. Todo lodemás es fantasía.

Después de veinte minutos decastigo brutal, Kyle llamó a dosguardias para llevarse a Joshua de allí.Sus rodillas no podían sostenerlo, y sucuerpo estaba encorvado por el terribledolor en su abdomen. Temblaba.

Se había orinado encima durante lasegunda paliza. Nadie le ofreció unamuda limpia. No le debería haberimportado, pero cuando los guardias locondujeron hasta su celda, Josh sintiócómo le atravesaban oleadas dehumillación ante el olor a orina que

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provenía de su mejor par de pantalones,los que había mandado teñir para laboda de Shem. Su camisa de seda estabahúmeda de orina a la altura de la cintura.Por mucho que odiara a los guardias,estaba mucho más aterrorizado porquedarse solo, porque tendría quebuscar rastros de sangre en la orina quehacía apestar sus pantalones.

Uno de los milicianos llevaba unalámpara Coleman. Sus sombras seagitaban y agrandaban a cada paso quedaban mientras lo iban arrastrando através de un largo pasillo embaldosado.El techo estaba recorrido con barras deluz fosforescente quemadas hacíamucho. Estaban fuera de servicio desde

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hacía mucho tiempo, pero no habíaforma de arreglarlas o de reemplazarlas.Aquel era el Galveston que se habíaesfumado. Todas las reales, verdaderasluces se fueron apagando una a una, paraser reemplazadas por luz de gas, luz defuego, luz de luna. Durante un siglo deluz, los hombres habían ido más allá dela voluble y cambiante iluminación de lanaturaleza, pero entonces vino elDiluvio y todos ellos habían caído enlas sombras, dejando atrás el bieniluminado siglo XX para volver apasillos oscuros y lámparas ardientes.

El pasillo terminaba en una pesadapuerta de cristal con barras de hierrorodeadas por una malla de acero. Su

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vieja cerradura electrónicaaparentemente todavía funcionaba. Elguardia sin linterna tecleó un código, seescucharon una serie de tonos y lacerradura se abrió con un sonidometálico.

Al otro lado de la puerta había unapequeña antecámara, más allá de la cualhabía una segunda puerta, esta de aceromacizo a excepción de una pequeñaventana y el ojo de una cerradura. Unguardia abrió la puerta y la sostuvo. Elotro empujó dentro a Joshua. Sin nadieen el que apoyarse, se tambaleó y cayósobre sus rodillas. La puerta se cerró degolpe detrás de él. Los destellos de unalámpara parpadearon a través del

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ventanuco de la puerta durante unospocos segundos, después fueronmenguando y murieron. Los guardiasdebían de haberse ido más allá de lapuerta exterior de la antecámara.

No había una oscuridad total. Habíados pequeñas ventanas cerca del techoen el lado de la celda más alejado deJoshua a lo que debería ser el nivel dela calle. A través de ellas se veían lospálidos barrotes de luz de luna. Joshcayó al suelo hecho un ovillo, temblandoy temblando. Su mente voló de un miedoa otro. Vio a Kyle de pie sobre él en lasala de interrogatorios. La sonrisacondescendiente de Fiona Barret. SloaneGardner comiendo potaje de arroz en la

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mesa de su cocina en un amanecer gris,desprendiendo un leve olor a humo decigarrillos y licor. Cuando estabaechada dormitando sobre su mesa y élhabía llegado por detrás de ella paratraerle su cuenco de potaje y le habíavisto un poco de piel a través de laabertura de su vestido sin mangas, unavisión momentánea de la suave curva desu pecho izquierdo. Aquel recuerdo sefundía con el fantasma de su madre,mirándole fijamente después el suelomarino bajo la lancha motora en elmuelle 23, y después el brillo lustrosode los elegantes zapatos de cuero deKyle justo antes de que le golpearan losriñones a Joshua.

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Solo cuando la luz diurna comenzó aarrastrarse por la celda transformandolas cosas finalmente en seguras,definitivas y ciertas, Josh se las arreglópara dormir un sueño intranquilo.

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J2.3 El juicio

osh hubiera jurado que no habíadormido en absoluto si no sehubiera despertado tan dolorido.Escuchó un ruido de llaves y

voces aproximándose. Para cuando lapuerta de la celda se abrió hacia dentro,había conseguido forzarse a abrir losojos. Los sentía rígidos e hinchados,como el resto de su cuerpo.

Dos guardias estaban de pie junto ala puerta, uno más viejo blanco conbarba de dos días y un hispano de rasgosatractivos con la cara picada por la

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viruela. Los dos guardias llevaban losuniformes gris oscuro de la milicia deGalveston. Teñidos con corteza depacana y… ¿sulfato de hierro? Josh nopodía recordarlo.

—Vamos, Cane. Es hora delevantarse y brillar —dijo el hombre demás edad.

—No puedo.La mano del guarda cayó sobre el

mango de su porra.—¿Necesitas ayuda?—No, gracias. —Josh se arrastró a

un lado del cuarto y se incorporóutilizando el muro como apoyo. Semantuvo apoyado a las paredesconforme fue arrastrando los pies por

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los pasillos. Le resultaba imposiblepermanecer erguido. En lugar de esoandaba encorvado, como si susmúsculos se hubieran agarrotado enaquella posición en el momento en elque se había hecho un ovillo en el sueloalrededor del pie de Kyle.

Lo condujeron a un vestuario.—Métete en la ducha —ordenó el

hombre mayor—. Paco, dale algo deropa limpia.

—Os lo agradezco —susurró Josh,manoseando con torpeza los botones desu sucia camisa de seda.

—Nadie te está haciendo ningúnfavor, escoria de mierda —dijo elguardia—. Simplemente no queremos

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que el juez se apiade de ti.Aunque Jane Gardner había ejercido

como abogada ella misma, no los habíacreído necesarios para una poblacióntan pequeña como la de Galvestondespués del Diluvio. Las disputas searreglaban en el viejo Juzgado delCondado, pero los acusados, a menosque fueran incapaces de ello, sedefendían a sí mismos ante un juez sinpreocuparse mucho de tecnicismoslegales. Josh pensó que la sala deljuzgado se parecía mucho a una iglesia.Fila tras fila de bancos llenos deespectadores que cuchicheaban entre símientras lo conducían a través de unapuerta lateral. Enfrente de los bancos

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había dos mesas, una para el acusado yotra para el fiscal. El estrado del juez,más alto, dominaba el extremo de lasala, justo donde debería estar el púlpitoo el altar. Los guardias lo sentaron enuna silla en la mesa a la izquierda delestrado. La multitud comenzó a susurrarde nuevo, con más intensidad,señalándole y mirándole.

Ya hacía calor en el juzgado. El aireacondicionado zumbaba y losventiladores del techo giraban sobre lascabezas, pero la combinación de otrodía abrasador y una sala abarrotada conmás de cien personas era demasiado conlo que lidiar. Las mujeres intentabanaliviarse con abanicos, y los hombres se

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secaban las frentes con pañuelos dealgodón. Las moscas chocaban contralas ventanas de cristal y aquí y alláalguien se daba una bofetada para matara un mosquito errante. Josh deseóhaberse obligado a beber más en laducha. Demasiado tarde ya.

Una segunda puerta se abrió a unlado de la sala y el juez hizo suaparición, murmurando una palabra odos al alguacil y trepando hasta suestrado.

Por primera vez en aquella mañanaJosh sintió una oleada de esperanza. Eljuez James Bose era el que iba apresidir el tribunal. El diácono Bose eraduro pero justo. Incluso había conocido

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a la madre de Joshua en los tiempos enlos que ella era todavía un miembroactivo de la Comparsa de laSolidaridad. Jim Bose era un chico degranja, no un Gardner o un Denton. Élhabía perdido su dedo pulgar izquierdoen un accidente. Josh le había oído leerunas palabras en los funerales de variosde sus pacientes. Todavía podíarecordar la forma en la que el diáconosostenía su Biblia con las dos manos,que parecía extraña al faltarle el pulgar,con aquel rostro sobrio y fuerte cuandohablaba. Era diácono en la isla de laIglesia de Cristo, inteligente, duro,hombre de principios, alguien del quenadie se burlaba. Josh le había visto más

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de una vez en el lado equivocado deBroadway llevando comida y ropa a lospobres y recordando siempre a lospadres que podían llevar a los niños alas catequesis de los domingos aunqueellos mismos no acudieran a losservicios religiosos. Ya había rebasadolos setenta años entonces, pero el peloque le quedaba era tan negro como laBiblia a su lado sobre el banco.

La multitud se agitó y susurró en losbancos. La mitad de la ciudad debíahaber abarrotado la sala. Los cuadrosadministrativos de las comparsas conropajes de algodón del Corpus Christiteñidos de colores que nunca se veían enlos suburbios, como escarlata,

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melocotón o índigo. Hispanos ricos convestidos de tela de algodón afelpada ytrajes pasados de moda, las mujeres concrucifijos al cuello y rosarios, loshombres con diminutas manos ycorazones de cerámica colgando decollares para invocar la ayuda de LaMano Más Poderosa y el CorazónSagrado. Miembros de la milicia deGalveston del sheriff Denton, todos enelegantes uniformes grises ceñidos.Negros con aire serio de la Comparsade la Solidaridad. Fiona Barret y sufamilia. Jim Ford. La plantilla entera delGalveston Daily News de Jennifer Ford.Randall Denton, con un elegante trajeajustado de cintura de avispa, observaba

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a Josh con interés desde la primera fila.Randall Denton se había marcado eltanto de conseguir el mejor asiento detodo el espectáculo.

De pie al fondo de la sala y llenandolos pasillos estaban todos aquellossegundos entre los iguales: pescadoresde gambas vietnamitas, el vaquero JohnTrachsel, un par de compañeros de Hamdel de los gaseoductos, JezebelMacReady, que le había hecho el mejorpar de pantalones a Joshua. El mismopar de pantalones que probablemente enese mismo momento estuvieran en uncubo de basura en algún lugar deljuzgado.

Otro murmullo surgió de entre los

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bancos cuando Ham fue conducidodentro de la sala, sobresaliendo entre suescolta de milicianos. Todavía llevabapuestos los sucios pantalones cortosamarillos y la camisa de manga cortaque tenía el día anterior. Tuvo queponerse de perfil para caber por lapequeña compuerta de madera queseparaba la platea de la mesa de losacusados. Se sentó junto a Josh en unasilla que crujió y gimió bajo su peso.

—Oye tío —murmuró Ham—,estamos hasta el cuello de mierda.

—Entonces es una buena cosa el queseamos inocentes, ¿no?

—Silencio —dijo el alguacil.El sheriff Denton y el adjunto Lanier

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entraron y se sentaron en la mesaopuesta a Josh y Ham. El diácono Bosegolpeó con su martillo. En medio deaquel silencio intranquilo, se incorporópara dirigirse a la audiencia.

—Damas y caballeros, vamos acomenzar. Por favor, pónganse de pie.—La multitud se puso de pie. Despuésde unos momentos de dudas, Josh y Hamtambién se levantaron e inclinaron lascabezas—. Padre Celestial —dijo eldiácono Bose—, nos hemos reunidoaquí en este día bajo Tu mirada parapreguntarnos por uno de tus hijos,Sloane Gardner. Te pedimos quebendigas este proceso y nos guíesrápidamente y con certeza hasta

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comprender qué es lo que le hasucedido. Te rogamos que nos ladevuelvas si puedes. Pero si esa no es tuvoluntad, esperamos que la protejas alládonde esté, en este mundo o en elvenidero, con toda Tu tiernamisericordia. Todo esto lo suplicamosen nombre de Cristo nuestro Señor.Amén.

—Amén —murmuró la multitud.Josh dijo su amén con todos los demás;y pensó amargamente, más honestamenteque la mayoría.

El diácono Bose se sentó. El restode la sala le imitó entre un rozar depantalones y vestidos.

—Sheriff Denton, por favor,

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levántese. —Jeremiah Denton se levantó—. ¿Cuál es su opinión?

El sheriff Denton habló con la vozclara y tranquila.

—Nosotros creemos que el señorCane, en colaboración con el señorMather, secuestraron a Sloane Gardner,la violaron y probablemente después lamataron.

El silencio fue terrible. El cuerpo deJoshua le traicionó de nuevo y unardiente rubor le inundó el rostro.

—¿Señor Cane? ¿Cómo se declara?—No culpable.—Mentiroso —dijo una voz a su

espalda.—La próxima persona que

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interrumpa el proceso puede pasar lanoche en una celda por desacato altribunal —dijo con voz cortante eldiácono Bose. El alguacil lanzó unamirada furiosa al fondo de la sala deljuzgado—. Esto no es un teatro. Aunquea todos nos gustaría hacer justicia sindilación y encontrar a Sloane lo másrápido posible, no se hará nada hastaque nada sea probado. Hagamos queeste proceso sea claro y vayamos algrano sin interrupciones, por favor. —Trasladó todo el peso de su atención aJosh—. Señor Cane, por favor, díganoscon sus propias palabras lo que sucediódesde cuando el señor Mather condujo aSloane Gardner a su casa hasta la hora

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en la que usted fue arrestado.Josh contó su historia. Todavía

sentía su garganta áspera de la vomitona,y su estómago le dolía cada vez querespiraba. Quiso ceñirse únicamente asus encuentros con Sloane, pero decidióque haría mejor si hacía un rápidorecorrido por sus visitas a las sedes delas comparsas, incluyendo la debacle enla de la Solidaridad. El sheriff Dentonsin duda iba a sacar ese episodio tanhumillante, y Josh no quería aparentarque ocultaba algo. Dejó a un lado loreferente al espíritu de su madre. Eldiácono Bose tomó notas. Después lepreguntó a Ham su versión de losucedido. Continuó escribiendo durante

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un tiempo después de que Ham hubieraacabado, después limpió de tinta supluma con aire ausente y la dejó sobre lamesa.

—De acuerdo. Sheriff Denton, puedeusted comenzar.

El sheriff llamó a Raúl y a ConchitaFuentes como sus primeros testigos.Josh estaba sorprendido. La jovenpareja vivía a seis o siete manzanas dedistancia de su casa y no parecíaprobable que hubieran visto las idas yvenidas de Sloane. Raúl se habíavestido para aquel día con unaamericana de sarga descolorida queprobablemente perteneciera a su padre.Tenía las piernas patizambas como

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muchos otros muchachos de lossuburbios que se habían criado sinmucha comida. Conchita debía tenerunos diecinueve años. Su tripa parecíaplana. O sus lecturas respecto alembarazo estaban muy equivocadas, ohabían encontrado una comadrona que lehiciera un aborto.

—Señor Fuentes. ¿Ha coincidido enalguna otra ocasión con el acusado?

—Sí.—¿Cuándo?—Cuando nació mi hija. La

primavera pasada.—Sheriff, ¿por qué ha llamado a

este testigo? —preguntó el diáconoBose.

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—Para dar a conocer algo de sucarácter, juez.

—Muy bien. Sea rápido.Josh estaba desconcertado. El niño

había nacido muerto, pero él habíahecho todo lo que pudo.

—¿Describiría usted al señor Canecomo un hombre bondadoso? —preguntóel sheriff.

—No —dijo Raúl enfáticamente.Por primera vez miró a Josh, con unamirada desafiante. Él era como tantosotros de aquellos jóvenes mexicanos, unflacucho gallito de pelea—. Es un fríohijo de puta. Podía haber salvado a mihija. Pero simplemente no quiso.

El juez miró a Josh.

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—¿Señor Cane?Josh casi le estaba agradecido al

sheriff Denton por comenzar con un casoen el que era evidente que no tenía laculpa.

—La señora Fuentes volvió altrabajo dos meses antes de tiempo. Sunutrición era inadecuada, y ella admitióque había estado bebiendo durante suembarazo. La niña no respiraba cuandonació. Intenté provocarle la respiracióndurante un tiempo después de quehubiera nacido, pero simplemente no eralo suficientemente fuerte como parasobrevivir.

—¿Le habló alguna vez a la señoraFuentes de los peligros que entraña la

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bebida durante el embarazo? —preguntóel sheriff Denton.

Conchita tenía la mirada clavada enel suelo.

—Una vez durante su embarazo —dijo Josh—, y otra vez después de quediera a luz.

El sheriff asintió con la cabeza conaspecto meditabundo. Se giró hacia losbancos.

—Señor Cane, ¿es habitual en ustedel culpar a una madre por la muerte desu hijo?

—Yo no…—Sí, usted sí. Ahora mismo, señor

Cane. No ha expresado el más mínimoremordimiento ni el más leve trazo de su

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propia responsabilidad. Y noúnicamente lo ha hecho usted aquí, enpúblico, sino también en la casa de laseñora Fuentes, con el cuerpo de su niñatodavía caliente.

Un frío espasmo recorrió el pechode Joshua, como si alguien le hubieratocado el corazón con un cubito dehielo. Los habitantes de Galveston lemiraron a él.

—Lo siento si le he causadoaflicción a la señora Fuentes —dijo él—. Raúl, Conchita, ¿es eso todo lo querecordáis? ¿No os acordáis de que fuedespués de medianoche cuando vinisteisa buscarme? ¿Que estuve con vosotroshasta después de las diez de la mañana

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siguiente? ¿Recordáis que solo os pedíun pollo como pago por los servicios deuna noche de trabajo y que todavía no lohabéis pagado y que en ningún momentoos he molestado por ello?

En cuanto lo dijo Josh se dio cuentade que había sido un error. Nadie delpúblico iba a entender que alguientuviera la audacia de pedir algo por unanoche de trabajo cuando una pobrepareja había perdido a su hijo.

—Un pollo y un bote de mermelada—susurró Conchita—. He traído lamermelada. En este momento es todo loque tenemos.

Para horror de Joshua, sacó unapequeña jarra de cristal y la puso

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encima de la mesa.—¿Recuerdas lo que dijiste —

continuó Raúl con beligerancia—después de que la pequeña Maríamuriese? Dijiste «es lo que hay». Ledijiste eso a mi esposa, después de unduro día de trabajo. «Es lo que hay».

—¡La niña nunca llegó a respirar! —dijo Josh—. Aunque la pudiera haberrevivido, hubiera tenido graves dañoscerebrales. —Se detuvo. Tan solo estabadejándose en peor lugar.

—«Es culpa tuya que el bebémuriese, pero es lo que hay» —repitióel sheriff con aire pensativo. El públicoen los bancos miraba a Josh con asco. Elsheriff volvió la mirada al diácono Bose

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—. Esto nos habla del carácter —dijo—. Señor Cane, ¿es cierto que se sueleadministrar una inyección de adrenalinaa los niños que mueren durante el partopara ayudarles en su resucitación?

—En ocasiones —dijo Josh conexpresión torva. No veía a dóndeconducía aquello.

—¿Y tenía usted algo de adrenalinala noche en la que atendió a los señoresFuentes?

—Sí.—Pero eligió no utilizarla.—Eso es correcto.—¿Por qué hizo esa elección, señor

Cane?—El término médico es triaje —dijo

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Josh llanamente. No había forma de salirde aquello sin parecer un monstruo—.Divide a los pacientes en trescategorías. Aquellos que sobreviviránsin tratamiento, aquellos queprobablemente morirán incluso aunquese les suministre, y aquellos para loscuales el tratamiento probablemente va asuponer la diferencia entre vivir y morir.Cuando tienes tiempo y recursoslimitados, tan solo puedes tratar a laspersonas del tercer grupo. Tan solo mequeda un poco de adrenalina. En casosde asma o shock anafiláctico, esaadrenalina va a suponer la diferenciaentre la vida y la muerte.

—De modo que eligió no utilizarla

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—dijo el sheriff—, aunque la tenía allíen ese momento. Incluso con la niñadelante de usted.

—A mi juicio, no había suficientesposibilidades de que la niñasobreviviera y creciera como un adultointeligente —dijo Josh. Conchita lomiraba con impotencia. La expresión desu rostro se había descompuesto. Laslágrimas recorrían sus mejillas—. Laelección correcta no es siempre fácil. Enocasiones tienes que jugar bien conmalas cartas. Intuí que reservar aquellaadrenalina…

—¿Quizás para un cliente con másdinero?

—Sheriff —dijo el juez. El sheriff

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Denton alzó una mano pidiendodisculpas. Conchita estaba llorando enel estrado con la mano enfrente de suboca, tratando de no hacer ruido. Laslágrimas le escurrían por la cara. Raúlle puso la mano en el hombro y miró aJosh con puro odio. Josh cerró los ojospara evitar verlos.

—No tiene nada que ver con lajusticia —dijo él—, sino con lo que eslo mejor para todos.

* * *

Después le tocó el turno a la vecina deJosh de la calle de enfrente, Letitia

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Daschle, una gorda viuda alemana-tejana con la piel del color dela miga del pan. Era una especie de grangallina entrometida, todo cloqueos ygrandes pechos. Le gustaba quejarse desu rodilla mala y de su artritis, susalergias y su lumbago en cualquieroportunidad posible con la esperanza deque Josh le diera algún remedio gratis,pero siempre se había negado a que lehiciera una visita profesionalremunerada.

—Señora Daschle, usted vio aSloane Gardner entrar en la casa delseñor Cane, ¿es eso cierto?

—Así es, señor.—¿Pero usted no la vio salir?

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—No, señor.—¿Durante cuánto tiempo estuvo

vigilando su puerta?—Yo no estaba vigilando —dijo ella

con enojo—. Simplemente sucede queestaba sentada frente a la ventana.

A Josh le rechinaban los dientes. Lacamisa que le habían dado en la prisiónse estaba quedando pegada a su espaldahúmeda de sudor, y tenía unas grandesmanchas empapadas bajo sus brazos. Lasala rebosaba de olor al calor de lagente.

El sheriff asintió comprensivamentea su testigo.

—Comprendo, señora Daschle.¿Durante cuánto tiempo?

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—Quizás dos horas.—Gracias, ha sido de gran ayuda.

Señora Daschle, ¿cómo describiría alseñor Cane?

—Reservado, nada de buen vecino.Siempre preocupado por sí mismo.

—Un solitario.—Solitario —dijo ella con

satisfacción—. Esa es la palabra justa.—Gracias.

Después vinieron los borrachos adeclarar que Sloane Gardner tampocohabía salido por la puerta trasera. Joshle dirigió una sonrisa helada al sheriff alo largo de aquel testimonio. Despuésfueron pasando una sucesión de

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marineros y trabajadores de la compañíaGas Authority declarando que Hamhabía estado presumiendo en los muellessobre cómo su amigo Josh estabadándole trabajo al colchón con la hija dela Gran Duquesa.

Josh se secó el sudor de la frentecon la manga de la camisa de prisión.

—Con amigos como tú, ¿quiénnecesita enemigos?

—Lo siento, socio —murmuró Ham.El hombre gigante estaba rojo como untomate hasta las orejas.

El siguiente testigo era AaronBarker, el marinero de color que sehabía negado a llevar a Joshua hasta elSelma. Llevaba las ropas blancas del

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Thalassar, pantalones cortos y camisa, yun par de zapatos blancos de lona consuelas de goma.

—¿Podría decirle al juez lo queusted vio en el agua bajo su barca?

—Un fantasma. —La multitud seagitó y murmuró—. Una mujer, bajo elagua. Mirándolo fijamente —dijoseñalando a Josh.

—¿Le comentó algo al señor Caneacerca del fantasma?

—Oh, sí. Él lo vio.El sheriff Denton permitió que un

largo silencio se extendiera por la sala.—Señor Cane, usted no mencionó

este fantasma en su relato anterior de loshechos.

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—No era relevante —dijo Josh.—¿No era relevante?—No, señor.—Yo creo que sí lo es. Sospecho

que todas las personas en esta sala estánmuy interesadas en escuchar que unfantasma le estuvo siguiendo a ustedayer, señor Cane. ¿Reconoció usted alfantasma?

—Sí —dijo Joshua. Seisventiladores de palas de madera deroble colgaban del techo, todos enfuncionamiento. La luz del sol queentraba por las ventanas se reflejaba ensus palas de madera lacada. Comoestrellas, pensó Joshua. Uno de los seisventiladores tenía alguna clase de

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problema, girando con mucha máslentitud, como si estuviese herido oenfermo. No podía sentir la brisa de losventiladores en absoluto.

El diácono Bose nunca había estadorelacionado con el ala médica de laComparsa de la Solidaridad. No habíasido su despacho en el que Joshua habíaestado esperando a que le atendieran,reduciendo su pulso cardíaco para queel corazón no se le desbocara fuera decontrol en su pecho, con la boca secamientras un burócrata de la comparsa leexplicaba cómo por supuesto su madreno podía esperar saltarse en la lista deespera a otras personas cuya necesidadde insulina era, al menos, tan grande

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como la suya, pero que de todas formassu nombre constaría en la lista.

—Señor Cane, estamos esperando.—Era mi madre —dijo Joshua.—Señor Barker, ¿pudo ver a la

mujer con la suficiente claridad comopara poder distinguir sus rasgos?

—Realmente no —dijo el jovenmarinero—; había algas flotandoenfrente de ella. Pude ver que era blancay tenía el pelo oscuro.

—Señor Barker, por lo que ustedpudo ver, ¿podría aquel fantasmacorresponder a la madre del acusado?

—Seguro. Supongo.—¿Podría haber sido el fantasma de

Sloane Gardner?

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La multitud dio un respingo. Losojos del testigo se abrieron de par enpar.

—Yo… sí, supongo que sí —asintiócon la cabeza, lentamente al principio,después con más fuerza al cruzar lamirada del sheriff—. Sí.

—Pero no lo era —dijo Joshua—;era mi madre.

El sheriff Denton llamó a declarar alhombre que había entrevistado a Joshuaen la Comparsa de los Arlequines.Declaró que él también había visto elfantasma de una mujer de pelo oscuro.Una vez más, ella había estadodemasiado lejos como para poderreconocerla.

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—Era mi madre —dijo Joshua.El ventilador enfermo cojeaba por

encima de su cabeza. Josh podía sentirel sudor en la cintura de los pantalonesde algodón que le habían dado.

—¿Por qué? —le preguntó el sheriffDenton después de otro largo silencio—. ¿Por qué su madre se le deberíaaparecer? ¿Tenía la costumbre dehacerlo?

—No.—Entonces, ¿por qué ayer? ¿Por qué

justamente ese día entre todos losdemás?

—No lo sé —respondió Josh—.Probablemente para advertirme de queun grupo de matones exaltados me iba a

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arrestar y juzgar por un crimen que no hecometido.

El sheriff Denton se dio la vuelta,dirigiéndose a la sala.

—Dejo constancia al juez de que laaparición del fantasma es una señal. —Hizo una pausa—. Personalmente, nocreo que fuera el fantasma de su madre,señor Cane. Creo que era el fantasma deSloane Gardner. Y creo que ella estabapersiguiendo a su asesino.

La multitud murmuró y asintió,mirando a Josh. Bajo toda aquella ola dehumillación, cayó en la cuenta de que nohabía oído toser al sheriff Denton ni unasola vez desde que comenzó el juicio.

—Señor Barker, puede bajar del

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estrado.Josh saltó de su banco como

impulsado por un resorte.—Diácono Bose, ¿puedo llamar a

declarar a un testigo?—Puede hacerlo, señor Cane.—Entonces, ¿qué tal uno de mis

pacientes? —La voz de Josh era ronca—. Están en la parte trasera de la sala,por supuesto. Ellos no consiguenasientos de primera fila como aquí elseñor Denton. ¿Por qué no DaisyThornton? Le arreglé la pierna cuandose la rompió la coz de un caballo. Ousted, señora Phipps —dijo encontrandola mirada de una lavandera delvecindario—. ¿Cuántas veces he entrado

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en su choza y examinado las heces delos pañales de sus hijos? —Hizo unamueca y bajó la mirada. Tranquilo, sedijo Josh. No permitas que la rabia tehaga perder la oportunidad de dar lomejor de ti. No puedes jugar una manoborracho, asustado o loco—. ¿Qué talJezebel MacReady? —dijo él, con lavoz ronca y quebrada—. SeñoraMacReady, ¿no tiene algo bueno quedecir de mí? ¿No le he dado pastillas yungüentos y todo tipo de remedios parasu artritis durante años y todo por unaspocas jarras de mermelada? Ni siquierame gusta la mermelada de uvas pasas.Tengo toneladas de ella en casa, todo loque hago es cambiarla con los vecinos.

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La mujer de color le devolvió lamirada.

—Ese fue el precio convenido —dijo ella.

—Tranquilo, Josh —le dijo Hamcon voz cavernosa.

—He vivido con todos vosotrosdurante años —dijo Josh—. Vamos, porfavor. He cumplido con mi deber. Heestado donde me correspondía. ¿Nadiese va a levantar por mí? —El silencioera ensordecedor. Hilera tras hilera derostros le devolvían la mirada oapartaban la vista. Nadie se levantó parahablar—. No es justo —gritó Josh.

El sheriff Denton le dio la puntilla.—Usted no les cae bien, señor Cane.

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La rabia de Josh comenzó adesmoronarse convirtiéndose en unaruina de vergüenza. Siempre lo habíasabido, realmente, pero nunca se habíadado cuenta. No había sorpresa. Peropor primera vez comprendió que suspacientes del barrio únicamente iban aél porque no tenían otra alternativa.Nunca se había molestado en ocultarles,ni por un solo instante, cuánto lamentabahallarse atrapado entre ellos.

Ham se frotaba los ojos con susdedos rollizos. —Oh, Josh. Ham debíahaber estado defendiéndole horas yhoras todo aquel tiempo—.

El rostro de Josh le ardía como siestuviese escuchando cientos de

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conversaciones sobre él. Hampacientemente disculpándole antemarineros y lecheras, ante mariscadoresy los sirvientes que se encontraba en losbares después de que Josh se fuera a lacama. Por lo que sabía Josh, quizás nisiquiera les cayera bien a los otrosMather. Quizás a la hermana de Ham,Rachel, aunque él era un presumidoestirado que utilizaba grandes palabraspara darse importancia. La madre deHam siempre le había tratado condeferencia. Quizás lo que él daba porsupuesto que era respeto era realmentetacto, y la señora Mather no queríaofender a su patética vanidad. Él era unaacción de caridad, eso es lo que era él,

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tolerado porque poseía unas pocashabilidades útiles, protegido por elescudo de la buena fe de Ham.

Sintió la zarpa gigante de su amigosobre su hombro, que le invitaba asentarse con delicadeza.

—Siéntate —le dijo Ham con vozprofunda—. Dale al sheriff tiempo pararecuperarse, pico de oro.

—Lo siento —dijo Josh. Ham selevantó pesadamente de su asiento. Serascó el cuello.

—Ya sabes, una cosa que tenemoslos habitantes de Texas es que somosmuy buenos vecinos. —Paseó la miradapor la sala del juzgado—. ¡Eh, Tex! —legritó—. ¿Ya has conseguido arreglar la

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fuga de la número tres? ¿Y qué tal usted,señora MacReady? —Hizo una granreverencia que parecía chapada a laantigua—. Sí. Está claro que nos gustaser educados. Y nosotros, los Mather,somos buenos en eso. Mi madre sesiente mal si cuando vienen invitados acasa no les da tres de lo que sea. Mimadre ha estado dando catequesis losdomingos desde que tengo memoria. Susmodales tienen modales. Somos losamigables honestos-hijos-de-la-tierra,buenos vecinos qué-tal-le-va-todo.

Hizo una pausa.—Josh no es así. La verdad es que

es un yanqui de corazón, no unverdadero hijo de Texas. No tiene los

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mejores modales del mundo. No leimporta demasiado cómo le va a tugente. Y entre nosotros, no sé si Josh haojeado la Biblia desde hace bastantetiempo.

El diácono Bose se irguió.—Si quiere llegar a alguna parte con

esto, señor Mather, hágalo pronto, hijo.—Pero apelando a lo más profundo

de mis recuerdos —dijo Ham—.Jesucristo guarda bastante silencio en loque respecta al apartado de los modales.Lo que Él dice es «por sus obras losconoceremos». —Ham hizo una pausa yrecorrió la sala con la mirada—. Bueno,echemos un vistazo entonces a lo queJosh Cane ha hecho. Él se ha roto el culo

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por la gente que vive al otro lado deBroadway, recibiendo tan poco acambio que tiene que vender cervezapara llegar a final de mes. Gracias aDios —añadió Ham piadosamente,deteniéndose por un momento y dándoseunas palmaditas en la tripa. Un pequeñorumor de risas atravesó la sala—. Joshha hecho más que un poco de bien.Negarlo simplemente porque no sonría ysalude al mismo tiempo… Eso sí seríaun pecado.

—Amén —dijo Alice Mather. Joshmiró a la madre de Ham conagradecimiento y ella le devolvió lamirada ignorando las filas de cabezasque la estaban mirando. Que Dios te

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bendiga, pensó Josh.Ham se sentó.

El sheriff Denton calzaba unas botashechas a mano de cuero de ternero. Elmexicano que se las había hecho vivíaahora en una buena casa de la calle PostOffice. A fines del siglo XX su pequeñatienda de reparación de calzado le habíadado el suficiente dinero a él y a sujoven familia para apenas irsobreviviendo. Había ingresado en laComparsa de la Solidaridad en laprimavera de 2004 y había hechoalgunos contactos, buscando una nuevaveta de trabajo. Entonces el mundoterminó y de pronto ya no había más

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tiendas llenas de productos de TonyLama y Nocono Boot Company. Seconvirtió en un hombre rico, un ejemploviviente de la volubilidad del destino.

Josh calculó que él podría habercomido durante tres semanas con elprecio que Jeremiah Denton habríapagado por aquellas botas. Tenían unosbuenos tacones de madera. Cuandocaminaba lentamente a través de la sala,sus tacones pisaban con firmeza, conautoridad. Crac. Crac. Crac.

—Señor Cane, ¿le importaríaexplicar cómo es que encontramos unpar de medias pertenecientes a SloaneGardner en su casa?

Crac. Crac.

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—Dijo que se le habían echado aperder mientras estaba en el MardiGras. Le pregunté si me las podíaquedar. —La multitud murmuró. La vozde Josh se alzó sobre ellos—. Lasnecesitaba, como redecilla para moler.Cuando estoy mezclando una droga ouna medicina, a menudo necesito molerhojas secas o minerales hastapulverizarlos. Las medias me sirvenentonces para envolverlas y facilitar lamolienda.

—Ya veo.Crac. Crac. Crac. El sheriff Denton

caminó hacia Josh.—Señor Cane, ¿le gustaría

explicarnos por qué hemos encontrado

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restos de la sangre de Sloane en susmedias?

—Se cortó. En el Mardi Gras.—Ya veo. —El sheriff Denton le dio

la espalda a Josh, paseando incluso máslentamente, con pasos medidos deaquellas magníficas botas—. SeñorCane, ¿le importaría explicar por quéhemos encontrado cantidadessignificativas de esperma seco en lasmedias de Sloane Gardner?

El corazón de Josh le golpeaba en elpecho como una mula. La multitud habíasubido la intensidad de sus murmullos.El diácono Bose dio unos golpes con elmartillo sobre la mesa. Josh mirabafijamente a los ventiladores del techo

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sin decir nada. Sus mejillas le ardían.—¿Señor Cane? Le estamos

esperando. Josh ni siquiera hizo ademánde hablar. El sheriff Denton se dio lavuelta y le hincó el dedo en un brazo.

—Por Dios, chico, quiero oír lo quetienes que decir. ¿Cuál es tuexplicación? ¿Tienes algo que decirle aljuez? ¿Tienes algo que decirle a lafamilia de Sloane? ¿Por qué sus mediasestaban manchadas con tu semen? Hamse levantó de la silla de un salto.

—Me cago en la salsa de labarbacoa —gruñó—. Está tan clarocomo una jarra de agua debajo de unalámpara, sheriff. Josh le pide las mediasjusto como le ha explicado. Más tarde

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cede a un momento de tentación y se lamachaca con ellas.

—¡Ham! —Por amor de Dios, Josh,es embarazoso, pero darle a lazambomba no es un crimen capital.

—Le estaba haciendo la pregunta alseñor Cane —le cortó el sheriff Denton—. Lo mejor es que reserve su ingeniopara las explicaciones de sus propiosactos, señor Mather.

—No hay problema por ese lado,sheriff —dijo Ham—. Mi chico Josh esde los finos. Es demasiado vergonzoso.Estoy seguro de que usted mismo admiteque la señorita Gardner era una chica debuen ver. ¿Me está diciendo que en suvida nunca le ha dado trabajo a los

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cinco dedos?Se podría haber oído el ruido de una

pluma al caer sobre el suelo entre todoaquel silencio. El sheriff Denton habló.

—El problema con la gente comousted, señor Mather, es que no puedenimaginar nada superior a ustedesmismos. Usted piensa pensamientosbásicos y siente sentimientos básicos,pero en lugar de arrepentirse de ellos,usted asume que deben ser normales,que otros hombres y mujeres, decentes,respetables, son simplemente comousted. —Le dio la espalda para quedarde frente al público—. Señor Mather,nosotros no somos como usted.

Ham se quedó de pie ruborizado y

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echando chispas por los ojos.—Doy por supuesto esas verdades

por ser totalmente evidentes, señorDenton: que TODOS los hombres soncreados IGUALES; que el Creador les haconcedido unos derechos inalienables;que entre esos derechos están la vida, lalibertad y la búsqueda de la felicidad.

—No, Jefferson —se quejó Josh—.Ahora no.

—Que los gobiernos se instituyenpara GARANTIZAR esos derechos entrelas personas —tronó Ham—, que susJUSTOS PODERES se derivan delCONSENTIMIENTO DE LOSGOBERNADOS, ¡TONTO DEL CULO!

Alguien rio en el fondo de la sala.

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El sheriff Denton consultó su reloj.—Señor Mather, ¿le importaría

explicarnos cómo es que hemosencontrado dos pelos del cabello deSloane Gardner en su bote?

La multitud murmuró agitada y seinclinó hacia delante. La mandíbula deHam se abrió desencajada y luego secerró de golpe. Josh se giró para mirar asu amigo, totalmente cogido porsorpresa.

El sheriff Denton avanzó hacia elestrado del diácono con las botasresonando sobre el suelo de madera.

—Tenemos los cabellos en estabolsa de plástico —dijo depositándolasobre la mesa del juez—. Obviamente,

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Sloane, o su cuerpo, estuvo en el botedel señor Mather hace poco tiempo.

Incluso al final de la sala, donde sehallaban los amigos y las personas queapoyaban a Ham, la gente se quedópálida y sorprendida.

—Su señoría —dijo el sheriffDenton—. Sloane Gardner entró en lacasa del señor Cane en una parte dereputación dudosa de la ciudad. Nuncaregresó. El señor Cane mantiene queella se marchó al Mardi Gras, huyendode sus responsabilidades para con sufamilia y su comparsa. Lo encuentrodifícil de creer. El señor Cane estuvotodo el día intentando ingresar encualquier comparsa que lo admitiese.

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Deduzco que lo que buscaba eraprotección. Sabemos que lo perseguía unfantasma. Deduzco que eso no es unabuena cosa. Él sostiene que era sumadre. Yo sugiero que él es unmentiroso y que eso es otra mentira.Mucho me temo que el fantasma que loperseguía no es otro que el de la joven ala que había engañado, puesto en un malcompromiso, y asesinado. Encontramoslas medias de la señorita Gardner en lacasa del acusado manchadas de sangre ysemen. Encontramos cabellos de su peloen la barca del señor Mather. Han sidoanalizados con microscopio ycomparados con cabellos suyos querecogimos de uno de sus cepillos en su

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casa. Son suyos.Jeremiah Denton se volvió y dirigió

la mirada a los acusados.—A Joshua Cane le gusta pensar que

es un hombre caritativo que trabaja paralos pobres. Lo que él nunca ha aceptadoes que él mismo es pobre. Sugiero quedesde que su padre se jugó a las cartasla fortuna de la familia, Joshua Cane havivido en la amargura, lleno dedesprecio por los desafortunados entrelos cuales él vive, y consumido por elodio y la envidia hacia aquellos quetodavía tienen lo que él considera quedebería ser suyo por derecho.¿Admiraba él a Sloane Gardner?Posiblemente. ¿Tenía envidia de su casa,

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de su linaje, de sus ropas, de su fortuna?Me jugaría la vida en ello. —JeremiahDenton hizo una pausa—. Mi familia,como algunos pueden recordar, hacogido algo que los Cane sienten que lespertenece —dijo él—, y ha pagado unterrible precio por ello.

—¡Protesto! —gritó Josh sobre elmurmullo de la multitud.

El sheriff lo ignoró.—Es cierto que no tenemos el

cuerpo, su señoría. Pero tenemos treselocuentes evidencias contra lasdeclaraciones del señor Cane y el señorMather. La palabra de una testigo quevio a Sloane Gardner entrar en su casa yno salir de la misma. Las manchas de

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sangre en las medias en posesión delseñor Cane. Y los cabellos encontradosen la barca del señor Mather. Parece serque la historia que nos están señalandoestá clara.

El diácono Bose garabateó másnotas. Josh levantó la mano. El esfuerzole hizo temblar el brazo. Él había estadoprácticamente sin comer y sin dormirdurante más de un día. Su abdomen y suscostillas todavía le dolían de la palizaque Kyle le había propinado.

El diácono Bose levantó la vista.—Puede hablar, señor Cane.Josh dejó caer su mano y se encorvó

ligeramente, para después incorporarselentamente.

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—Me confieso culpable —dijo él.La multitud exhaló un largo suspiro,

y el sheriff Denton asintió. Josh levantóla mano pidiendo silencio.

—Culpable de muchas cosas. Delcargo de que encuentro a la señoritaGardner atractiva, que parece ser lamayor parte del caso del señor Denton,me confieso culpable. Del cargo de quevivo en la parte menos recomendable dela ciudad, me confieso culpable. Delcargo de que mi casa apesta y de que notengo amistad con mucha gente en estasala, aparentemente también soyculpable. Del cargo de que no doy latalla para ocupar los pensamientos deninguna mujer sobre mi persona, también

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me confieso culpable, como un buencriminal, con la circunstancia atenuantede que mis mejores ropas se echaron aperder cuando fui apaleadorepetidamente la última noche por losbravos hombres de la milicia del sheriffDenton mientras estaba esposado con lasmanos a la espalda.

—¡Mentiroso! —gritó alguien quevestía los colores de la milicia. Variaspersonas del público le chistaron paraque se callara.

—Soy el primero en afirmar que miamigo Ham se emborracha y dice cosasestúpidas en los bares —añadió Joshuaechándole una mirada a Ham, que tuvola decencia de hacer una mueca—. Ya he

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explicado lo que ha sucedido. Lacuestión de las medias ha sido…aclarada. En cuanto a cómo han ido aparar cabellos de la señorita Gardner ala barca de Ham no me lo puedoimaginar, pero juro que ni él ni yo hemoshecho nada malo. Los dos salvamos lavida de la señorita Gardner. Ese puntoya estaba claro. El resto es meramentelo que el señor Denton cree y conjeturay supone y teme. Es su palabra contralas nuestras. —Josh paseó la mirada porla sala—. ¿Es que somos tan diferentesde todos vosotros que vais a destruirnuestras vidas por nada mejor que lapalabra del sheriff?

—Sí, maricón —dijo alguien del

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fondo de la sala. El diácono golpeó consu martillo pidiendo silencio—. ¿Tienenustedes más argumentos? ¿SeñorDenton? ¿Señor Cane? ¿No? Consultósus notas.

—Mi experiencia con la ley —dijoel diácono al fin— me ha hecho ver queel móvil, aunque fascinante, esprácticamente irrelevante en la mayoríade los casos. Las evidencias físicasraramente engañan. En ausencia de uncuerpo, no puedo en buena concienciaencontrar culpables a los acusados deasesinato más allá de una sombra deduda. Sin embargo, pienso que lasevidencias garantizan una sentencia deexilio, y esa es la pena que les voy a

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imponer.En el fondo de la sala, la madre de

Ham y su hermana Rachel empezaron allorar.

—El tribunal decreta que JoshuaCane y Ham Mather sean exiliados deGalveston —dijo el diácono Bose—.Deberán abandonar nuestras costas conlos víveres estipulados en el códigopenal, y desterrados de ahora enadelante y para siempre, bajo pena demuerte.

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TERCERA PARTE

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U3.1 Asilo

n gélido relámpago atravesó aSloane en el instante en queJosh le dijo lo de la muerte desu madre. En el momento en

que él se volvió para prepararle un té,agarró la máscara con dedostemblorosos y se la puso, desesperadapor sentir la enorme sensación de vacíoque le proporcionaba.

El cuero se asentó sobre su rostro y,de pronto, estuvo de vuelta en el MardiGras. Estaba oscuro, y la energía delCarnaval ronroneaba y chasqueaba en

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sus venas, manteniéndola en pie de lamisma forma que una brisa fuerte haríacon una cometa. Se encaminó haciaBroadway. La enorme avenida estaballena de carnavaleros: malabaristas ypayasos, tragasables y un hombre queescupía fuego. Zancudos de rígidaspiernas caminaban hacia delante agrandes pasos, tan cautelosos comogrullas. Una mujer con las zarpas y lasancas de un gato brincaba por allí acuatro patas con un pájaro muerto en laboca. Los fuegos artificiales estallaronen la oscuridad, velas romanas, bengalasy girándulas. Contra el suelo explotabanristras de petardos, con un ruidosemejante al de los disparos.

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La luna llena le sonreía con sornadesde las alturas. Ella le devolvió lamirada. La luna brillaba tanto que lehacía daño en los ojos. Has mentido.Has mentido, hijo de puta.

Soy Malicia, soy Malicia, soy lasonrisa y la mirada que nada buenoauspician. La pequeña cantinelaresonaba una y otra vez en su cabezamientras se abría paso a través de lamultitud hacia el Parque de Atraccionesde Playa Stewart. La luna ardía comouna vela blanca en lo alto, haciendoresplandecer el letrero que había sobrela entrada:

¡Está claro, las cosas no

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podríanponerse mejor!

Cuando pasó junto a la jaula del NiñoSalvaje, un comebichos se estabatragando una rana viva. Las ancas delanfibio todavía colgaban de sus labios,sin dejar de retorcerse. Pasó por alto latentación que suponían los puestecillosde gambas a la plancha y los vendedoresambulantes que había frente a la tiendadel Show de Pussy mientras se abríacamino más allá de la Jaula delUnicornio y el Auténtico LaberintoHumano. Llegó a la oficina del gerentejusto en el momento en que salíaMomus.

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—Mentiste —le dijo. El enanojorobado la miró a los ojos.

—Yo nunca miento. —La luz de esosojos se posó sobre ella como si fueraescarcha y logró que sintiera la piel fríay rígida—. Tus palabras exactas fueron:«no puedo soportar verla morir». No lohas hecho. Sé feliz.

—Sabías muy bien lo que queríadecir.

—Sí —dijo Momus—. Lo sabía.La mujer sintió que la sensación de

culpa la sacudía como un golpe en elpecho, estrujándole el corazón. Si nollevara la máscara ahora mismo, sisolo fuera Sloane, me mataría.

Un perro pasó a la carrera junto a

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ellos, asustado. Alguien le había atadoun petardo a la cola. Se desvaneció en ellaberinto de puestos, dejando a su pasoun reguero de chispas blancas y sombrasbamboleantes.

Momus dijo:—A mi manera, soy un moralista.

Desprecio las falacias. —La agarró delbrazo—. Pasea conmigo, hijastra.Quiero enseñarte algo.

Momus la condujo alrededor de unode los laterales de la jaula delcomebichos hasta una pequeñacallejuela que se extendía por detrás deuna fila de exhibiciones. Allí por dondepasaban, la muchedumbre guardabasilencio y se apartaba a su paso. El dios

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se detuvo junto a un pequeño cobertizo.El candado de la puerta trasera se abrióen cuanto lo tocó, y le hizo un gesto a lamujer para que entrara. Una fría luzblanca se desprendía de sus pálidasmanos y su redonda cabeza, iluminandoel interior como si de la luz de la luna setratara. Era un almacén. Había piezas ysoportes del equipamiento de carnavaldispersos por todos lados: anillas paralanzar; pelotas y escopetas de balines,bolos y patos de hojalata para los juegosde puntería; pelucas y dientes falsos,adhesivo especial para la piel y metrosy metros de cabello de papel crepé delmismo tono que la barba de la MujerBarbuda. Había naipes, monedas y

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vasos de charlatán de feria; sablesplegables y un traje de gorila apolilladoque apestaba como un mono.

Momus señaló un bolo, del mismotipo de los que la gente trataba dederribar con una pelota de béisbol enuno de los puestos de la feria, segúnhabía podido observar Sloane.

—Coge eso. Ella lo hizo y soltó ungruñido por la sorpresa.

—¡Guau! Cómo pesa el cabrón. —Malicia decía más tacos de los quejamás había dicho Sloane.

—Así debe ser —dijo Momus—.Están hechos de plomo.

—¡Plomo!—Pintados de blanco después, por

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supuesto. Parecen bolos normales, perotambién tienen la base más ancha. Hacefalta un buen tiro para derribar uno deestos.

Se paseó hasta otra estantería ycogió un frasco de canicas. Tenía unaetiqueta pegada que decía: «¡Adivinacuántas hay y gana nuestro fabulosopremio!». Momus inclinó el frasco haciadelante. Al mirar hacia abajo, Maliciavio que había otro pequeño recipientedentro. Las canicas, que parecían llenarel bote hasta arriba, en realidad soloocupaban una delgada capa del exterior.

—¿Otro truco? —Sloane sintió quesu rostro adoptaba la incisiva sonrisa deMalicia—. ¿Y el unicornio?

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—Una cabra con un cuerno falsopegado a la cabeza.

—¿La Mujer Barbuda?—Es un hombre.Sloane rio entre dientes.—¿Y el comebichos? ¿El niño

salvaje al que vi comerse la rana«viva»?

—Oh, ese es de verdad —dijoMomus—. Está hambriento,sencillamente.

La mujer soltó una carcajada.—Creí que habías dicho que

despreciabas las falacias.—Esto no son falacias —dijo

Momus—. Yo no miento jamás. Elmundo está lleno de mentiras, si bien

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conocidas por distintos nombres.Publicidad. Plataformas políticas.Poesía de amor. Créeme cuando te digo,hijastra, que no encontrarás en toda tuvida nada más honesto que el lema de mireino. —Le dio unos golpecitos al bolode plomo con una uña—. Noconseguirías nada mejor que esto. Y esaes la pura verdad.

—Pero es un timo.—Es una lección —rebatió Momus.

Sacudió el tarro de canicas paraescuchar el ruido que hacía—. Es unmonográfico, un experimento, unademostración pública de una ley básica.¿Por qué crees que tanto los hombresserios de tu Comparsa como los

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lunáticos de la Comparsa de losArlequines se inclinan ante mí? Tú creesque mi carnaval es un timo y que deberíaser justo. Pero la vida no es justa. Eluniverso no es justo. El juego es unaestafa. Puedes ganar por un tiempo:encontrar el amor, la esperanza, lafelicidad… Pero, al final, la bancasiempre gana. Siempre gana. Esa es laverdad. —La miró y le guiñó un ojo—.Si no me crees, pregúntaselo a tu madre.Eso me recuerda, hijastra… ¿cómollevas la muerte de la querida Jane?¿Vas tirando?

Sloane se encogió de hombros.—Quiero acabar con mi vida —dijo

—. Hmmm, no era eso lo que quería

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decir en absoluto. No obstante, supongoque debe ser cierto. ¿Puedes hacer quedeje de sentir eso?

—Por supuesto.Momus atravesó el almacén hasta

donde ella se encontraba, colocó unamano sobre su pecho y sacó supalpitante corazón. Sloane se tambaleó,cayó al suelo como una marioneta a laque hubiesen cortado las cuerdas y segolpeó un lado del rostro contra el suelode madera. Algunos bolindrestraquetearon y unos cuantos trocitos deviejo confeti salieron volando y sedepositaron a su alrededor junto con elpolvo. Se quedó tumbada en el suelo, sindejar de temblar. Momus se acuclilló a

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su lado. Contemplaron juntos el corazóndurante un instante mientras elsangriento órgano no cesaba de latir ensu palma. Momus dio unas palmaditas enlos bolsillos de su chaleco.

—¿Dónde he puesto…? ¡Ah! Aquíestá. Sacó una muñeca del bolsilloinferior de su traje de director de pista.

Sloane la reconoció de inmediato.Era ella misma de niña, solo que másbonita, más salvaje, más exótica de loque ella había sido nunca. Tenía unvestido de terciopelo azul, adornado —de forma más extravagante de lo queJane Gardner jamás hubiese permitido—con el encaje de un velo que habíaperdido hacía un año. Los rasgos de la

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muñeca eran más afilados y máshermosos de lo que los suyos habíansido alguna vez, y si bien Sloane tenía elpelo castaño, el de la muñeca era de unllamativo pelirrojo. Sus ojos eran dosbrillantes botones de jade.

Momus embutió su corazón dentrode la muñeca. —Ya está, totalmenteescondido. ¿No te sientes mejor?—. Asíera. Por primera vez desde que seenterara de la muerte de su madre, sehabía relajado algo por detrás de suscostillas. Se sentía más ligera pordentro. Mucho más ligera, como siMomus hubiese sacado un yunque delinterior de su pecho. Sloane se echó areír mientras señalaba la muñeca.

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—¿De dónde has sacado eso? —Mela hizo la Reclusa.

—Claro. —Odessa debía haberlerobado el velo—. ¿Cuánto tiempo hace?

—Un año, por lo menos. Hemosestado vigilándote, ya sabes. No mecabe duda.

Con aire meditabundo, Sloaneacarició la máscara que se adhería a surostro como una segunda piel. Ahora quesu corazón había desaparecido,descubrió que podía pensar con másclaridad. Al volver la vista atrás, teníaserias dudas de que la intención deOdessa fuese que la máscara la ayudaraa desafiar a Momus. Lo más probable esque el propósito de la bruja hubiese sido

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proporcionarle a Sloane el podernecesario para poder pasearse por losdos Galveston. Y, tal vez, hacer que separeciera un poco más a la hija queOdessa jamás había tenido. ¿Qué fue loque dijo? «Jane Gardner no es la únicaque necesita un sucesor, Sloane».

Momus volvió a guardarse lamuñeca en el bolsillo.

—Resulta muy interesantecomprobar las formas tan distintas demorir que tiene la gente. Tu madre, porejemplo: se congeló, como una piedra.Sin embargo, la Reclusa se estádesgastando, como un trozo de tela.Últimamente hablo con ella muy amenudo. Después del Diluvio enviaba a

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la gente a las Comparsas de muchas yvariadas maneras: empujándolosescaleras abajo en la Playa Stewart,perdiéndolos en el Laberinto,convirtiéndolos en perros, en peces o enzarzas. De un tiempo a esta parte, sueleahogarlos a todos, de una forma o deotra. Es difícil seguir siendo creativo amedida que envejeces, según dicen.

—¿Qué ocurriría si Odessa muriera?—«Cuando», no «si»—. Momus volvióa darle unos golpecitos al bolo. —Labanca siempre gana, ¿recuerdas?

—Después de su muerte, entonces.—Qué ocurrirá después… —dijo

Momus—. Esa es en realidad la únicapregunta importante, ¿no es cierto? —Le

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guiñó un ojo—. En este caso, tumadrastra y yo hemos llegado finalmentea un acuerdo, aunque nunca pudimosconvencer a la pobre Jane. Con respectoa lo que sucederá cuando la bruja muera,bueno, eso en parte depende de ti,querida. Pero te diré una cosa: si no hayángel que me detenga, los Arlequinesconseguirán toda la magia que creen quequieren.

—Por mí no hay problema —dijoSloane—. No me interesa lo másmínimo jugar a ser bruja. Odessa tendráque unirse a la larga lista de personas alas que he decepcionado. ¿Y sabes qué?No me importa. —La sonrisa de Sloanese hizo más amplia—. Dios, qué bien

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sienta. Voy a decirlo de nuevo: no meimporta. No me importa lo que te ocurra,o a ella, o a mí, o al resto de estapequeña isla corrupta. —Hizo unareverencia y se encaminó hacia la puertadel pequeño cobertizo dealmacenamiento—. Gracias. Por lo delcorazón, quiero decir.

Momus hizo un gesto para restarleimportancia.

—Una insignificancia. Para loshumanos es difícil relacionarse con losdioses. Es malo para la piel —dijomientras ella volvía a internarse en laalgarabía de la feria—. Deberías tenerloen cuenta la próxima vez, antes de venira buscarme de forma tan confiada.

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Era Malicia, total y absolutamenteMalicia, sin dejar de reír mientras seabría paso a trompicones a través delCarnaval. Malicia, libre como un halcónen la noche.

Vagó a la deriva por las calles delMardi Gras, sin una sola preocupaciónpor primera vez en toda su vida. Unaenergía demencial la empujaba a danzaren las mansiones que conocía tan bien, agirar y bailar con alegre abandono en elsalón de baile de Ford en PuertasAbiertas, y sobre el suelo de madera delPalacio del Obispo. Encontró amigos enla noche; champaña en copas estrechas yalargadas en la Mansión Gresham; y

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bourbon en el Bar Comodoro.Descubrió música, bailes y juegos deazar, si bien no volvió a ver a As denuevo. Perdió a Sloane y encontró aMalicia. Encontró a hombres y ellos laencontraron a ella.

Perdió el monedero y los zapatos.Bailó a lo largo de Bulevar del Espigóncon solo las medias cubriendo sus pies,hasta que llegó al Salón de Bali. Habíandepositado extrañas ofrendas a los piesdel muelle de Odessa: una botella devino, un puñado de violetas marchitas,una guirnalda de pieles de serpienteestiradas sobre un marco de huesos.También había un platillo con lo queSloane tomó por ketchup hasta que

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metió el dedo para probarlo y el saborsalado de la sangre coagulada trajo untorrente de saliva a su boca.

Un diminuto hombrecillo con cara dehurón y con un cinturón cargado detenacillas, tijeras y destornilladores,llegó y se arrodilló a su lado. En elmomento que se agachaba, sus rodillashicieron un ruido semejante al que seproduciría al doblar una lámina demetal. Había colocado por delante de éldos baterías de coche y un par de pinzasque entrechocaba con una cadenciaespasmódica, consiguiendo que seformara un arco de chispas y se abrierauna fisura en la oscuridad.

—¿Qué está haciendo? —preguntó

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Malicia.—Una ofrenda para la Dama —

graznó—. Tengo dos hijos al Otro Lado.Necesito que alguien los cuide. Hetraído regalos a la Dama para que leseche un ojo por mí.

Malicia parpadeó con incredulidad.—Jamás he oído que Odessa se

preocupara por ninguna familia despuésde enviar a alguien a las Comparsas.Mire lo que ocurrió con los… —Tranh,pensó, pero aun así no pudo decirlo.Pobre Vince… Sloane lo habíatraicionado. La muy zorra.

Las chispas formaron un arco ysaltaron por delante del carnavalero.

Chispas que estallaron y sisearon

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frente a su rostro de color hojalata.—Tengo que hacer algo —dijo—.

Pruebe a beber —sugirió Sloanemientras se alejaba del hogar de labruja. En realidad, no necesitaba ver aOdessa esa noche. O nunca, si lopensaba mejor.

Se encaminó de nuevo a la ciudadpara beber. Bebió, bebió, y volvió abeber. Cuando hubo bebido demasiadopara bailar, se dio largos y amodorradospaseos por las calles de Galveston,exhausta aunque mareada, mientras susmiembros, que funcionaban a tirones, lallevaban hacia delante como si tuvieseun mecanismo de cuerda en la espaldaque jamás se acabara. Se agachó junto a

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una puerta, se levantó la falda y se pusoa orinar; una cálida humedad empapósus medias. Había perdido —quémaravilla— su capacidad deavergonzarse, pero también su habilidadpara hacerse invisible. Ni siquiera teníafuerzas suficientes para evitar que elhombre con la máscara de perro laviolara, ni el del monóculo, ni el de loszancos… pero no podían hacerle daño.Más tarde, se tambaleó hacia PlayaStewart y se tiró sobre la arena quehabía junto al Espigón con la intenciónde dormir, solo para descubrir que semecía, canturreaba y excavaba pequeñossurcos en la arena con los dedos de lospies, sedienta, mareada, presa de las

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náuseas e insomne. Meciéndose una yotra vez. Meciéndose y meciéndose.

Cuanto más se perdía Sloane, mejorse sentía.

—Oye. —Alguien sacudió su hombro—.¡Oye!

Se acurrucó con más fuerza sobre símisma. Era la dureza y la oscuridad,algo submarino sin sentimientos, uncangrejo oculto en la playa. La vozllegaba desde muy lejos, apagada, desdela superficie del agua; las embestidas noeran más que el movimiento de las olasen lo alto.

Las sacudidas se intensificaron.—Levanta, Malicia. No pienso

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llevarte en brazos.Tenía arena bajo la mejilla. Olía a

vómito y a orina. Se enroscó con másfuerza todavía.

Dos manos se introdujeron bajo susaxilas y la obligaron a sentarse con laespalda apoyada contra el Espigón. Secayó de bruces.

—¡Lárrrgate! —Giró la cabeza yparpadeó para tratar de enfocar la masaborrosa que había frente a ella—. ¿As?—El jugador se volvía nítido y borrosode forma alternativa—. Vaya, ¡viejo hijode puta! —Soltó una risilla tonta y le dioun ataque de náuseas—. ¿Qué te trae poraquí?

El hombre la miró con sorna.

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—La suerte, supongo. ¿Puedesandar?

Ella se echó a reír, pero se detuvocuando As tiró de ella hasta ponerla enpie. Unas estrellitas blancas y doradasaparecieron y desaparecieron frente asus ojos. Se le doblaron las rodillas y setambaleó entre sus brazos. El hombregruñó y volvió a enderezarla de nuevo.En algún lugar, a lo lejos, tocaba unabanda de ragtime. Los fuegosartificiales titilaban sobre el puerto y lasrisas resonaban desde las terrazassituadas en el Bulevar del Espigón.

Poco a poco, sostuvo su propio pesosobre las piernas. Se inclinó haciadelante y jadeó con fuerza mientras

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apoyaba las manos sobre las rodillas.Sentía un dolor pulsante en los pies.

—Un poco de ayuda no me vendríamal —dijo.

As le ofreció un brazo y se colgó deél. El hedor de sus ropas le llegó hastala nariz: una peste a vómito, a orina y avino.

—Joder. Otro bonito vestidoestropeado.

—Conozco un lugar en el que puedeslavarte… oh, oh… —Un grupo dejóvenes enmascarados descendía conestruendo las escaleras del Espigónhasta la playa, sin dejar de gritar y pegaralaridos—. ¿Puedes correr? —preguntóAs en voz baja.

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—No. Demasiado cansada. —Malicia se giró y dedicó una sonrisa algrupo de carnavaleros. Sloane habríatratado de huir o de esconderse en laarena con la esperanza de pasardesapercibida. La sonrisa de Malicia sehizo más amplia—. ¡Eh, socios! —gritó.

Su voz sonó ronca y afónica. Lerespondió un coro de gritos y brindis.Eligió a uno de los cabecillas, unadolescente delgado con el pelo rizadoque llevaba una máscara de dominódorada y una camiseta de Texas A&M.Perdido en el Diluvio mucho antes deque Sloane hubiera nacido siquiera.

—¡Oye, guapo! —dijo al tiempo quese tambaleaba hacia él y frotaba su sucio

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vestido contra la camiseta delmuchacho. Exhaló una ráfaga de alientoque apestaba a vómito.

Él se apartó.—Lárgate, zorra.—Pelandusca asquerosa.—Por Dios, hasta mi viejo tendría

un poco más orgullo.—No tengo nada ahí abajo que no

sea un pequeño herpes —prometióMalicia mientras se frotaba contra sumuslo—. No tengo nada malo. Vamos,nene. —Su elegido la abofeteó y seapartó de ella, que cayó de rodillassobre la arena al lado de As—. Venga,socios… —añadió.

Alguien le escupió. Los

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carnavaleros se alejaron entre vituperiosy vomitonas fingidas.

—Ha estado cerca —dijo As unavez que se hubieron marchado. Maliciase esforzó por ponerse en pie.

—Hay más de una forma dedespellejar a un gato, como dice mimadre…

¡Uy! —Soltó una risilla tonta—.Como solía decir.

As la condujo hasta el Bulevar delEspigón y después giró al Este. Cerca dela calle Barco Mecánico, se distrajo conlos fuegos artificiales que estallabansobre el puerto y se cortó el pie con unabotella rota que había en la calle. Cosaextraña, aunque cojeó un poco, el pie no

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sangró y apenas sentía dolor alguno. Notenía corazón, recordó. Una mejoraenorme.

A lo lejos, la música criolla se abríapaso en la noche. Pasaron por detrás deun cuarteto con zancos que cantaba acapella y llegaron a un barrio de casasvictorianas dilapidadas justo al oeste dela Mole Roja, el hospital universitarioencantado. Las farolas estaban hechasañicos, pero el resplandor de la lunallena proporcionaba luz suficiente. En laDecimotercera Avenida, As se detuvoenfrente de un desvencijado edificio detres plantas. El porche delantero estabacombado y parte del tejado se habíahundido.

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—¿Por qué aquí? —preguntóMalicia.

—Nostalgia. —La ayudó a subir atraspiés los escalones del porche—.Aquí es donde vivíamos mi esposa y yohasta la noche del Diluvio. Era una casacompartida; éramos siete en total. Lollamábamos el «Asilo». Era másdivertido antes del Diluvio. Amanda yyo fuimos los únicos que sobrevivimosaquella semana. Tuvimos queapañárnoslas solos los diez añossiguientes. Suelen decir que fueronmalos tiempos después del Diluvio, y lofueron, pero durante una época, con lamayor parte de la gente desaparecida omuerta, aquellos de nosotros que

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quedamos teníamos un montón de cosaspara elegir.

Malicia parpadeó.—¿No te arrastró el Diluvio?—No. Soy un hijo de puta con

suerte, ¿recuerdas? —Abrió la puerta demosquitera y probó la de madera quehabía detrás. No estaba cerrada. Un olormohoso y rancio salió desde laoscuridad que reinaba en el interior.

—¿Te atrapó la Reclusa?—Algo así. No podría haberlo

hecho si yo no hubiese querido. Teníademasiada suerte —dijo As—. Supongoque acabé en el Infierno casi porvoluntad propia. He llegado a pensarque así es como acaba aquí la mayoría

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de la gente. —Se detuvo en la entradadurante un buen rato—. Malicia,necesitamos un poco de luz. Espera aquíen el porche. —Ella se deslizó haciaabajo, pegada a la pared y se sentó decara a la calle—. Eso es. Volveré en unmomento. —Las tablas del porchecrujieron y se agitaron cuando semarchó.

Un mosquito empezó a zumbaralrededor de la cabeza de Malicia, unsúbito ruido junto a su oído. El zumbidose detuvo y las patas del insecto lehicieron cosquillas en la mejilla, peroestaba demasiado aturdida por elagotamiento para darle un manotazo. Tevoy a contar algo gracioso: no tengo

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corazón ni sangre para que chupes,pequeño cabrón taimado. Se quedódormida, sonriendo ante esa idea.

Tenía la barbilla apoyada en el pecho yel cuello le crujió de una formaespantosa cuando As la sacudió paradespertarla.

—Ven dentro. He preparado uncatre.

La ayudó a ponerse en pie. As habíaencendido una vela en la escalera quehabía justo al lado de la puerta deentrada. La oscuridad se cernía sobre laluz parpadeante que la llama lanzabahacia el vestíbulo de la casa en ruinas.Las sombras colgaban de los rincones

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como si estuviesen adheridas a lastelarañas que había allí. Las barandillasascendían hacia la oscuridad del pisosuperior. Al otro lado del polvorientopasillo unas cuantas madejas informesde tejido podrido colgaban de unperchero de pie. Al principio, el hedordel moho le resultó abrumador, pero sefue disipando de forma gradual a medidaque se acostumbraba a él. As dijo:

—Hay un cuarto de baño al final delpasillo. He colocado allí un balde conagua y una pastilla de jabón. —Le tendióun bulto de tela—. Aquí tienes ropa paracambiarte.

—¿De dónde has sacado estascosas?

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—He gastado un poco más deldinero que me diste.

El cuarto de baño era horrible, uncompendio de moho surcado porcucarachas. Se deslizaban y crujían bajosus pies. Se quitó la ropa y se puso laque le había traído As: una blusa grisholgada, una falda hasta la rodilla y unpar de sencillas sandalias de esparto.Cosas anodinas, pero los mendigos nopodían elegir. De pie frente al lavabo, seenjuagó la cara, y trabajó hastaconseguir una buena cantidad de espumacon el áspero jabón que olía a limpio yque tenía vetas de salvia. Tuvo muchocuidado de no desencajar la máscara:deslizó los dedos por dentro con tanta

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delicadeza como le fue posible e inhalóel olor del cuero como si de perfume setratara.

As estaba esperándola cuando saliódel baño.

—Eso está mejor —dijo—. Supongoque deberías quitarte la máscara, ¿no?

—Nunca más.El hombre se encogió de hombros y

la condujo hacia la cocina. Una segundavela estaba colocada sobre una mesita.Unas pálidas sombras cuadradas sedisponían en los límites de lahabitación: la nevera, sin duda; y lacocina; y, muy probablemente, unlavaplatos o un horno microondas. As laobligó a sentarse en un acolchado

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rectángulo azul de plástico que habíajunto a la mesa. ¿Qué? Ah… mobiliariode piscina. Una colchoneta hinchable.

—Teníamos una de estas cuando erapequeña —dijo Malicia—. Solíatumbarme encima y flotar durante horas,hasta que mi madre vaciaba la piscina.

—No te fíes de las escaleras quellevan a los dormitorios. Tampoco tefíes de los colchones. Demasiadasarañas.

—¡Puaj!Malicia hizo una mueca y se tumbó

sobre la colchoneta hinchable, inquietaal pensar que la súbita presión podríahacer estallar el viejo plástico oconseguir que se pinchara y perdiera

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aire. As se quitó su oscura chaqueta y lacolgó en el respaldo de la silla parasentarse después junto a la mesa de lacocina y empezar a mezclar consuavidad una baraja de cartas. Parecíafrágil con la camiseta interior dealgodón. Tenía el pecho delgado, y sushombros redondeados estabanempezando a encorvarse. A la titilanteluz de la vela, su rostro parecíadescarnado y triste, lleno de sombras.

—Señor —dijo Malicia al fin—,usted ha perdido algo más que una oreja.

—Espera un poco —le dijo—. A tite sucederá lo mismo.

Malicia giró la cara para apartar lamirada de él, de modo que la luz de la

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vela no le diera en los ojos. La cama deplástico resultaba extrañamente frescaallí donde entraba en contacto con sumandíbula, bajo el borde de la máscara.Tenía un olor raro, también: un tenueremanente del olor limpio y artificialque ella siempre asociaba con la épocaanterior al Diluvio, tan diferente de losolores de su mundo. Su Galveston olía amoho y a vapor, a paños calientes y aarena. Un recuerdo de la niñez deSloane le vino a la memoria: fisgaba enlos cajones de ropa de su madre yacariciaba el crujiente plástico de lospaquetes de pantys que Jane habíaempezado a acumular justo después delDiluvio. Todos los años, por Navidad,

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la Gran Duquesa de Galveston seregalaba uno a sí misma y dejaba queSloane jugara con el envoltorio decelofán y tocara las propias medias,imposiblemente finas e inmaculadas,como telarañas del color del caramelo.Malicia podía sentir todavía la forma enque los músculos de las pantorrillas desu madre se hinchaban cuandoflexionaba los pies para ponerse lospantys. En aquel entonces, laenfermedad todavía no había consumidosus piernas hasta convertirlas enbastones.

—¿Tuviste algún hijo? —dijoMalicia con voz perezosa.

—Un chico. —Los naipes se

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doblaron y cayeron. As colocó el mazo ybarajó, colocó y barajó—. La primeravez que vine al Mardi Gras, creí quejamás volvería al Galveston real. Ya mehabía retirado de aquella partida, igualque tú.

—Eso debió ser bastante duro parael chico. ¿Ni siquiera lo echas demenos?

—Se lo cedí a Mandy sin rodeos.¿No te das cuenta? No me lo merecía.Estaba mejor sin mí. Mandy creía eso apies juntillas, y supongo que yo también.Imagino que todavía lo creo. Pero aunasí… —Las cartas se deslizaron juntasen una larga cascada, con un ruido secoy rápido, como el batir de las alas de un

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insecto—. Un día, los HombresLangostino me dijeron que Amandahabía muerto. Mi mujer, quiero decir.

—No sabía que pudieran hablar. Ascolocó la baraja, la sujetó por la mitadcon el dedo meñique, la cortó con unamano y volvió a colocarla de nuevo.

—Hay que tener mucha paciencia.—Supongo que tú la tienes.—La paciencia es la cicatriz que

queda cuando ha desaparecido ciertaclase de esperanza. —As estaba delgadoy enjuto a causa del hambre, y despuésde tantos años atrapado en una noche sinfin, su piel tenía el color blanco de lacera.

Píntale un comodín encima y

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mételo en la baraja de repuesto, pensóMalicia, sonriendo para sus adentros.

As cortó y barajó.—Sea como sea, pensar en ese chico

solo… me reconcomía por dentro.Decidí que debía ir a verlo. Solo paraver cómo estaba. —As colocó el mazo—. No sabía cómo volver. Le pedí a laseñorita Odessa que me dejara pasar,pero me dijo que esa puerta jamás seabría hacia el otro lado; no si ella podíaevitarlo. Así que encontré la única cartade la baraja que podía vencerla. Juguécon Momus para volver a casa. Al finalgané, aunque la apuesta era alta y tuvealgunas pérdidas. —As acarició con eldedo las rugosas cicatrices que

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rodeaban el agujero donde debía haberestado su oreja. Sonrió sin mucho humor—. ¿Te imaginas que no hubiese tenidoesta condenada suerte?

Los bichos salían de la oscuridadatraídos por la vela que había sobre lamesa de la cocina. Malicia contempló auna polilla que revoloteaba y girabaalrededor de la llama hasta que una desus alas se quemó y cayó sobre la mesa.El amor es ciego, pensó.

—Espero que el chico se alegrara deverte.

—¿Sabes? En realidad nunca hablécon él. Lo observé durante un tiempo. Loseguí —dijo As. Se humedeció loslabios—. En mi opinión, ya no

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necesitaba más interrupciones en suvida.

Malicia soltó una carcajada.—Quieres decir que fuiste un

gallina. Pero, joder, seguramente fue lomás acertado. —Malicia adoptó la vozenfadada y decepcionada de JaneGardner—. Los niños de hoy en día danmás problemas de los que valen. Alfinal siempre te decepcionan.

—Les di a los padres de un amigosuyo una buena suma de dinero —dijoAs—. Les pedí que cuidaran de él. Unabuena suma de dinero…

Malicia se incorporó un poco y seapoyó sobre el codo por un momentopara observar al anciano.

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—Supongo que el orgullo no se curatan deprisa como yo pensaba. ¿Notuviste la decencia de hablar cara a caracon tu hijo? ¿De hombre a hombre? —Las manos de As se quedaron inmóviles.Con un bufido, Malicia se tumbó denuevo sobre la colchoneta—. Bueno,bien por ti. ¡Enhorabuena!

—Siempre trato de deshacerme delas jugadas flojas —dijo As—. Nuncaapuesto más de lo que puedo permitirmeperder. Pero tarde o temprano la vidareparte a cada uno una pérdidademasiado terrible para soportarla. —Deslizó un naipe bajo la polilla lisiada yla sacó de la mesa de un capirotazo—.Cualquiera sabe ganar, Malicia. Lo que

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define a una persona es cómo pierde.Malicia se echó a reír. Pensó en

todos los imbéciles y bobalicones quetodavía se arremolinaban en PlayaStewart, lanzando pelotas de béisbol abolos de plomo y disparándoles a patosde hojalata con una escopeta de airecomprimido defectuosa.

—Véndele esa filosofía a algún otroimbécil, viejo.

As cogió la baraja. Después de uninstante, comenzó a repartir, seis cartasde Texas Hold ’Em. Los naipeschasqueaban y se deslizaban sobre lamesa, como una lluvia incesante.

—Duérmete, anda —dijo.

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Cuando hubo descansado lo suficiente,As le enseñó a jugar al póquer. Se sentóen la mesa frente a él y examinó lascartas a la luz de la vela.

—Hay que ser agresivo, esa es laregla número uno. —Sacó tres cartas, unas y un siete boca abajo, otro as visible—. Los aficionados van con esta mano,esperando atraer a tanta gente al juegocomo puedan con la esperanza deengordar el bote. El problema es que,cuanta más gente entre en el juego, másdébiles son esos ases. Digamos que tútienes ahí un cuatro-cinco-seis. Tepermito que continúes sin pagar por elprivilegio y, para el momento que

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lleguemos al Río, has ligado cartasmejores que las mías.

—¿El Río?—La última carta boca abajo. —As

repartió una mano completa para un studa siete cartas—. Dos cartas van bocaabajo. Después la Tercera Calle. CuartaCalle, también llamada Turn, porquedespués de la Cuarta las apuestas sedoblan. Quinta Calle. Sexta Calle. —Dejó la última carta boca abajo—. ElRío.

—¿Por qué se llama así?—Nunca me he parado a pensarlo.

—As dio la vuelta a la carta—. Puedeque venga del Estigio. El río Leteo, elrío del Infierno. No tendrás ni idea de

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estas cosas, jamás fuiste a la escuela.—Es bastante desagradable que

tener que oír continuamente lo ignoranteque eres de boca de una generación queno sabe montar a caballo ni vivir sinaire acondicionado.

As se echó a reír.—¿Sabes?, recuerdo haberle dicho

exactamente lo mismo a mi madre unavez, solo que era que no sabía«programar el vídeo». —Volvió a lascartas que había repartido boca abajo alprincipio, as-siete-as—. De modo que sitienes as-siete-as, ¿la jugada correctaes…?

—Subir. Librarse de las cartas sinligar.

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—Bien. Y lo mismo va para ti.Cuando veas que la primera boca arribaes un as, sube, quédate con los ases ytira el resto de las cartas. No jueguesdesde atrás. —Recogió las cartas y lascuadró sobre la mesa—. Los ganadoresse deshacen de las cartas malas. Losperdedores se las quedan con laesperanza de conseguir las que lesfaltan. La esperanza es pecado, y debescastigarla con severidad.

—De acuerdo —rio Malicia—. Notienes por qué ponerte nervioso.

—Es importante. —As repartió otrasseis cartas boca arriba en la TerceraCalle—. El que reparte muestra color, lasiguiente es basura, más basura. Tienes

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un rey suicida. —El rey de corazones:por primera vez, Malicia se dio cuentade que parecía haberse clavado laespada en su propia cabeza—, basura atu izquierda, diez para la primera cartadescubierta en última posición.

Malicia contempló las cartas quetenía frente a ella: un cuatro dediamantes y un seis de tréboles.Inservibles. Lo que As llamaba«basura».

—¿Qué apuestas? —dijo.(Una minúscula y desagradable

burbuja procedente de los recuerdos deSloane subió a la superficie; el sabor dela boca de su madre mientras trataba dehacerle la respiración artificial. Los

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ojos fuertes de Jane Gardnerterriblemente asustados. Los brazos quehabían sujetado a Sloane de niñacolgaban inservibles a los costados.Jane Gardner en el Río).

—¿Malicia? ¿Qué apuestas?—No voy —dijo Malicia.Dejó que el vacío supremo de

energía de la máscara la llenara y lasostuviera de nuevo.

Después de lo que parecieron semanasde prácticas, As la envió a jugar a unapartida de 5-10$. Fue con doscientosdólares de fondo y ganó ciento cuarentamás en una racha de buenas manos;después perdió sesenta de nuevo y cobró

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sus fichas.—Deberías haberte retirado antes —

dijo As cuando regresó al Asilo—. Unavez que hayas ganado treinta veces laapuesta mínima, recuerda siempre quedebes dejarlo si pierdes veinte veces elmínimo. Es una forma de administraciónmonetaria. Cuando era corredor debolsa lo llamábamos «stop-loss», odetención de pérdidas. Deberíahabértelo dicho.

Malicia se frotó la cara a través delfino cuero de la máscara.

—Lo siento.—Lo más probable es que te

estuvieras cansando. No te quedes en lamesa una vez que eso ocurra. He

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hervido un poco de agua por si teníassed.

Malicia cogió la vela que habíasobre la mesa de la cocina, miró en losarmaritos que había sobre el fregadero ycogió una jarra con un letrero a un ladoque decía: «¡Deberías agradecerle a lasestrellas haber nacido en TEXAS!». Elagua estaba en un recipiente sobre elfogón.

—Oye, has limpiado losquemadores. Y la encimera, y elfregadero…

—Y la ventana que hay encima delfregadero —dijo As.

Malicia arqueó una ceja.—¿Hogareño?

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—Aburrido —respondió. Pero no lamiró a los ojos.

—Si esto lo haces por mí…—No se requieren pagos —dijo.

Clavó la mirada en ella—. Ni se desean.Malicia se apoyó contra la cocina y

dejó que el vestido se subiera un pocosobre su pierna.

—Puedes herir los sentimientos deuna chica.

As dijo:—Malicia, esa es una partida de la

que me retiré hace tiempo.

Al día siguiente volvió a una partida de 5-10$ que se jugaba en el coche Pullmanque había detrás del Museo del

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Ferrocarril. As la obligó a llevarse surevólver, por si acaso el juego se poníafeo o los jugadores lascivos. Jugó unrato y perdió. As estaba barriendo elvestíbulo del Asilo cuando regresó.

—El Libertino entró en juego —ledijo—. Sube todas las apuestas. Nojugué casi nunca; solo llegué dos vecesal Río. La primera vez él tenía mejorescartas. La segunda estaba segura de quele ganaría, pero un tercer jugador teníacolor.

As asintió y siguió barriendo.—Mala suerte. Tus instintos fueron

básicamente los correctos. —No dejabade levantar nubes de polvo a sualrededor y Malicia empezó a toser y

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estornudar—. A alguien que siemprejuega fuerte lo llamamos «el Animal».Es una de las ocasiones en las que notienes control sobre la mesa. Tira lascartas basura y prepárate para conseguiruna buena suma con las manosganadoras. Con él, tienes que dejartellevar. Deja que sea el Animal quienengorde el bote para ti. Con él en lamesa puedes disfrazar con facilidad unamano buena sin preocuparte por darle acualquiera una carta gratis que te dejefuera. El Animal subirá las apuestas porti.

—Vale, lo he pillado.As abrió la puerta de mosquitera y

barrió una nube de porquería hacia el

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porche, y después escaleras abajo, haciael patio. Malicia se apoyó en el marcode la puerta sin dejar de observarlo.

—No se ve el polvo en la oscuridad,As. El hombre regresó al porche y sequedó de pie un momento, con las manosen el palo de la escoba, mirándola.

—Todavía ganarte la mano, Malicia.Tienes figuras, sin duda; y dinero y unabuena vida. Fuiste a la oficina delgerente y Momus te permitió seguir.Tienes algunas cartas, de acuerdo, peroque me condenen si tengo la más mínimaidea de cuáles son.

Pareja de damas, querido… JaneGardner y Odessa Gibbons.

—¿Te gusta esta sonrisa? —le dijo

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sin dejar de sonreír—. Es mi cara depóquer.

—Estás aprendiendo —respondióAs. Volvió a la partida de 5-10$. Estavez ganó y ganó bien, y terminó con unosbeneficios de setecientos veinticincodólares. Estaba despierta y despejada,sin dejar de sonreír y calcular a untiempo.

Aprendió una nueva forma devolverse invisible que a Sloane jamás sele había ocurrido. Consistía en utilizarsu sonrisa, sus pechos y su risa comopantalla, al tiempo que su mente seescurría para hacer su trabajo sin que sedieran cuenta, mientras todas lasmiradas estaban puestas en su cuerpo.

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Dietrich Bix, el Arlequín, le habíaenseñado un par de trucos de magia unavez, como sacar monedas de las orejas ohacer que desaparecieran las conchas, ytodos se basaban en el mismo principio.La mano que hacía el gran gesto no eranunca la que obraba la magia; era laladina, la que pasaba desapercibida, laque llevaba a cabo el truco.

Cogió una botella de vino y regresóal Asilo de muy buen humor, tarareandoy contoneándose con el peso delrevólver de As sobre la cadera.

Sentó al anciano a la mesa de lacocina, lo obsequió con historias deguerra y sacó doscientos cincuentadólares del monedero.

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—¡La mitad de quinientos dólares!No está mal para una mañana de limpiarel polvo a los dinteles, o lo que sea quehayas hecho, ¿eh? —Le ofreció labotella de vino—. ¡Toma un trago!

As dobló los billetes y se los metióen el bolsillo del pantalón.

—No, gracias.—¡Vamos! ¡Quiero celebrarlo! La

próxima vez debería intentarlo con unapartida de apuestas más altas, ¿no teparece?

—Quizás. Tú decides. —Se puso suraída chaqueta negra de predicador—.Yo tengo que asistir a mi propia partida.

—¡Dios Santo!, has limpiado toda laplanta baja. ¿Cuánto puede aburrirse un

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hombre? ¿Qué quieres decir con eso deque tienes una partida a la que asistir?Creí que te habían expulsado de todoslos juegos de la ciudad.

—De todos menos de uno. —As semetió una baraja de cartas en el bolsillode la chaqueta.

Malicia parpadeó.—¿Momus?—Tenías razón al decir que me

había comportado como un cobarde laprimera vez que regresé. Deberíahaberme enfrentado a él. —Casi para élmismo, As dijo—: Así es comoperdemos lo que de verdad importa.Quédate con el arma —añadió—. Yo nola necesitaré.

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—¡As! —Lo agarró del brazo, algoque jamás había hecho antes. El hombresiempre había sido muy escrupuloso a lahora de asegurarse de que no se tocaban—. ¿Quieres volver a Galveston? ¿Porqué? Tiraste esas cartas, ¿recuerdas?¿Qué es lo que tratas de hacer?

Con delicadeza, el anciano retiró losdedos de Malicia de su brazo.

—Jugar mi mejor baza de cincocartas.

Encontró una partida de 15-30$ sobre laque As le había hablado. Tal y como lehabía advertido, los jugadores eranmucho más agresivos, subían y volvían asubir a un ritmo que ponía en constante

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peligro sus recursos. Malicia jugó deforma muy conservadora al principio yse deshizo de todo lo que no fueranparejas ganadoras en la Tercera Calle,sin dejar de observar a los jugadorescon atención para estudiar sustendencias y el transcurso del juego. Asle había dicho que cuanto máscompetitivo fuera el juego, peores seríanlas manos ganadoras, y tenía razón. Anadie le estaba permitido avanzar con laesperanza de conseguir una escalera enla Sexta Calle o en el Río. En cambio,vio más de un momento decisivo que seganaba con una pareja de jotas ante unconjunto de basura en el que la cartamás alta era un as.

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En el instante en que comenzó aparticipar de manera más activa, sellevó un bote en la Tercera Calle con unas como primera carta descubierta y unarápida sucesión de subida de apuestas.Ganó otra mano por pura suerte, conreyes de mano y una jota de primera quecompletó con full house en la SextaCalle, donde comprobó las cartas porprimera vez, fingiendo vacilar ante elpotencial trío de damas de su rival.Volvió a dar el mazazo en el Río,retirándose de la mesa con casi milcuatrocientos dólares. Después se quedóen una mano demasiado larga y volvió aperder la mayor parte.

Terminó con una ganancia de

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trescientos dólares y se fue de copas.Eligió a un tipo guapo con escamas deserpiente por toda la piel; se lo pasógenial flirteando con él y después loenfrió con un juego de desafíos. En suturno, estiró un imperdible y se atravesóla palma de la mano hasta que la puntasalió por el dorso. No había sangre, porsupuesto, y apenas dolía. Le sonrió aSerpiente y volvió a sacar el alfiler,observando cómo el bulto de suspantalones se marchitaba. El hombre seexcusó por no aceptar el desafío, paradiversión de sus colegas. Ella rio hastaque se le llenaron los ojos de lágrimas.

Por un impulso, dejó el bar y sepaseó hasta Ashton Villa. Era la casa de

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su madre, y a la vez no lo era. No habíagallos pavoneándose en la parte traserade la casa, tampoco cerdos; y la fiestaque se desarrollaba en el interior eramucho más espléndida y decadente de loque Jane Gardner hubiese aprobadojamás. Al levantar la vista paracontemplar su habitación en la terceraplanta, Malicia vio a una mujer que lamiraba. Era la señorita Bettie. Mientrasla observaba, el viejo fantasma se diounos golpecitos en el lugar de la muñecadonde habría estado el reloj, como unamujer que pidiese que le dijeran la hora.

Malicia se dio la vuelta y se marchóa la carrera.

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Encontró a As en la cocina cuando llegóa casa. Estaba inclinado sobre elfregadero con una toalla húmeda sobreel lado izquierdo de la cara.

—¡Has vuelto! —le dijo—. ¿Estásherido?

—He perdido un ojo —respondió.Unos regueros rojos se desprendíanlentamente desde la toalla.

—Ya te dije que era una estupidezjugar con Momus. —En la primera manotenía dos parejas y lo llevé hasta el Ríocon un trío de dieces, pero sacó color dediamantes—. As la miró. —Eres SloaneGardner— le dijo. Se quedó helada.

—Por si no lo sabías —continuó As

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—, tienes un cante que te delata cuandotratas de pensar una mentira paraencubrirte. Se te abre la boca y la puntade la lengua acaricia tu labio superior.Puedo leerte bastante bien, Malicia.Sloane, debería decir.

Si tuviera corazón, estaría latiendoa mil por hora, pensó. Era una locura,cosa de niños, en realidad, lo mucho quedeseaba que él no supiera que una vezhabía sido Sloane Gardner. No queríaque nadie lo supiera. Se humedeció loslabios y sonrió.

—Eso fue hace mucho tiempo.Ahora no tiene importancia. As se girópara contemplarla, con la toallaensangrentada todavía apretada contra el

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lugar donde había estado su ojoizquierdo.

—Sí, sí que importa. La ciudadentera es un completo desbarajuste,Malicia. Jane Gardner está muerta. YSloane Gardner, esa adorable chica tandulce, ha sido asesinada. Eso es lo quecreen. —Hizo una mueca—. Joder,cómo duele. —Derramó agua hirviendode un cazo que había en el fogón sobrela toalla, la escurrió y volvió a colocarel tejido caliente sobre la cuenca del ojo—. No debería importarme, Malicia,pero creen que ha sido mi hijo el que teha matado.

—¿Tu hijo? —inquirió Malicia,atónita.

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—Lo metieron en un barco anochepara abandonarlo a su suerte. De caminoa Beaumont. —As se encogió dehombros—. Josh y Amanda nuncatuvieron ni una pizca de suerte despuésde que ella me abandonara. En ciertaocasión me alegré de eso, pero ahora no.Hace mucho tiempo que no. Les habríadado todas las buenas rachas que tengo,diez centavos por dólar.

—¿Joshua? —preguntó Malicia—.¡Joshua Cane! El boticario. —Maliciario con ganas—. Y tú debes ser SamuelCane, el que perdió su casa a manos deTravis Denton. Y los amigos a los queles diste dinero para que cuidaran de tuhijo… deben ser la familia de Ham.

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—Jim y Alice Mather. Gente en laque se puede confiar. Pero no es lafamilia de Joshua —dijo As—. Yo soyla única familia de verdad que le queda.

—Joder —dijo Malicia—. Vaya lío.Los regueros rojizos que se

desprendían de la toalla estabanmanchando la camiseta interior de As.

—Está claro que es ya demasiadotarde para Amanda. Pero mi hijo va amorir si no vuelves y arreglas las cosas.

—Lo siento, As, pero no. —En estaocasión, la sonrisa de Malicia tuvo undejo de incertidumbre—. Haríacualquier cosa por ti, ya lo sabes.Bueno, cualquier cosa no. Muchascosas. Pero esta no. No voy a volver.

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Me gusta estar aquí. Este es mi lugar.—Él morirá.—Y yo también, si regreso. —Sacó

sus ganancias con la mano izquierda ylas dejó sobre la mesa. Su mano derechase movió despacio hacia el 32 que teníaen la cadera—. Quédate con el dinero.Me quedaré con cien para apostar.Bueno, con doscientos. El resto es tuyo.

—Quítate la máscara, Malicia.—¡No!Acababa de colocar la mano sobre

la culata del revólver cuando él laagarró de la cintura y la colocó deespaldas sobre la mesa de la cocina. Seremovió con furia por debajo de él,tratando de liberar la mano del arma. El

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hombre agarró la máscara y Maliciagritó, se giró hacia un lado y apretó elgatillo del 32. La pistola dio un respingoy rugió, saliendo disparada del fondo dela funda. Una llamarada se extendió porsu pierna, y sus cuerpos cayeron juntosdesde la mesa…

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D3.2 Scarlet

e repente, As ya no estaba allíy Sloane iba camino de caeral suelo de una casadestartalada de Galveston; el

Galveston real donde había dejado quesu madre muriera.

Ya no era Malicia. La máscara habíadesaparecido. As la tenía; en el MardiGras.

Cayó al suelo y se quedó allítendida, jadeando. Esta casa era muydistinta de su doble en el Mardi Gras.Allí olía a moho y las paredes estaban

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inclinadas y cubiertas de manchas dehumedad, pero seguía siendo una casa.Aquí, la casa de Samuel Cane se habíaderrumbado a causa de una explosión degas dos semanas después de que TravisDenton la ganara en una partida decartas. La luz grisácea del día se filtrabaa través de las ventanas rotas y de unagigantesca grieta en el techo ennegrecidopor el humo. Las vigas de madera,hechas astillas, se alzaban hacia el cielocomo costillas destrozadas. Entre lasgrietas del suelo crecían unas cuantasbriznas marchitas de tanaceto y deverdolaga roja. Donde debería haberestado la encimera de la cocina, nohabía más que unas escombros

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chamuscados: tablas quemadas y trozosde yeso; pedazos de cristal y escayola;manchas de pintura metalizada; piezasde vajilla ennegrecidas. El aspacarbonizada y rota de un ventilador detecho.

Sloane yacía en el suelo, esperandoque la culpa la partiera en dos. Habíaabandonado a su madre, y su madrehabía muerto. Pero, aun así, cuando eldolor y la culpabilidad llegaron solopudo sentirlos como algo lejano y débil,como insectos que chocaran contra loscristales de las ventanas en AshtonVilla.

El olor penetrante de la pólvoraflotaba en el aire. Sloane bajó la mirada.

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Todavía tenía el 32 en la mano. La balahabía volado la parte inferior de lafunda y le había dejado una quemadura alo largo de la pierna. Apenas lo sentía.No tenía corazón. Eso era lo que lepasaba. Momus le había quitado elcorazón.

Se arrastró por el suelo hacia unmontón de escombros y encontró un vasode cristal roto con el que se cortó lasmuñecas. El cristal se clavó en su piel yla desgarró, dejando a la vista la carnerosada que había debajo; pero no teníacorazón y, por tanto, no habría sangre.Sloane dejó caer el cristal.

Vale. Siguiente plan. Bueno, suponíaque debía arreglar lo de Joshua Cane. Se

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lo debía a As. Un tipo con suerte.Pero claro, era el hombre más

afortunado de Galveston, ¿verdad? O, almenos, eso decía todo el mundo. Sinembargo, ¿cuál era el verdaderosignificado de esa expresión? ¿Cómoera posible que el hombre másafortunado de Galveston, al que lafortuna acariciaba cada cierto tiempo,acabara sin esposa, sin hijos, mudo ysolo? ¿Es que su suerte era corta devista? O tal vez hubiese cosas queSloane no supiera; ciertos aspectos desu historia que permanecían ocultos paraella, e incluso para el mismo As. Tal veztodas las demás alternativas que se lehabían presentado hubieran sido peores.

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¿Sería posible que el exilio de Joshuafuese, de algún modo, parte de la buenasuerte de As? Y si esa teoría era cierta,¿había sido realmente la suerte la quehizo que Sloane conociera a Josh enprimer lugar? Quizás los dos hombresque la atacaron al salir del Mardi Grasno fueran otra cosa que representantesde la suerte de As. O de la astucia deMomus. Tal vez toda trama deacontecimientos en la que se había vistoatrapada formara parte de un siniestrodiseño que jamás comprendería.

O tal vez la vida fuese la mejorpartida de póquer de todas. Gane opierda, el Destino jamás muestra suscartas, pensó Sloane. Con él, nunca

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puedes marcarte un farol, nunca puedesganar una mano. Tienes que limitarte acoger cada nueva carta, intentar reunirla mejor mano posible y jugar; jugarhasta que el Destino te gane la últimaficha y te obligue a abandonar la mesa.

Era difícil moverse por el Galvestonreal; como si allí la fuerza de lagravedad fuera mayor. También hacíamás calor. Al vivir en la interminablenoche del Mardi Gras había olvidado localuroso que podía ser el día. Sloane semovió y buscó entre los escombros hastaencontrar un palo de madera podrida ychamuscada. Pasó los dedos por lamadera, de forma que quedasen

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manchados de negro, y después se pintóla cara: una línea larga e inclinada haciaarriba sobre cada una de sus cejas; unalegre rabillo en la comisura de losojos; y, en cada mejilla, una línea queresaltaba los pómulos altos y afilados deMalicia.

El espíritu de su madre zumbaba enalgún lugar de la habitación, como unmosquito distante. Incapaz de llegarhasta ella.

Era casi mediodía cuando saliódando traspiés de las ruinas de la casade As. El brillo del sol resultabadoloroso. Sentía cómo presionaba sobresu piel, como un dolor sordo debido alcalor que se batía en oleadas sobre la

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isla. No había nubes; el sol las habíaquemado y había esparcido sus pálidascenizas por la superficie del cielo vacío.Las ramas chamuscadas de las palmerasle arañaban los tobillos mientrascaminaba hacía su casa. El asfalto de lacarretera le quemaba los pies, pero nolo notaba. Las calles de Galvestonestaban vacías. Todos se ocultaban delsol. Las ventanas de los ricos estabancerradas para impedir que saliera el aireacondicionado. Las de los pobresestaban abiertas de par en par, con laesperanza de que entrara algo de brisa.

Tenemos miedo de Momus porquetiene rostro, pensó Sloane, pero esto esTexas, y el sol siempre será más letal

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que la luna.Se preguntó cuánto tiempo habría

estado holgazaneando en el Mardi Gras.¿Días? ¿Semanas?

Perdiendo el tiempo.Le dio vueltas a esas palabras como

una polilla que revoloteara alrededor dela llama de una vela. El tiempo seconsumía, exactamente igual que habíasucedido con las extremidades de sumadre; el tiempo mengua y decae, pierdela esperanza, se agota.

Tiempo perdido.El tiempo deambula sin rumbo, sin

raíces, abandonado. Los recuerdos de suestancia en el Mardi Gras desaparecían,se alejaban de ella como las gotas de

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lluvia que se evaporan al caer a la tierraabrasada. Tiempo perdido que nuncapodrá ser recuperado. Días que se hanido y que jamás podrán seraprovechados.

Debería haberme quedado con elreloj.

Un muchacho mejicano llegócorriendo desde una calle lateral y, alverla, se detuvo. Se besó lostemblorosos dedos antes de santiguarsey se apartó de ella caminando deespaldas, retrocediendo paso a pasomuy despacio, como si ella fuera unaserpiente de cascabel que siseara en elsuelo. Sloane lo observó en silenciomientras se alejaba. Finalmente, se le

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ocurrió echarse un vistazo. Llevaba unode los vestidos de Malicia; un modelode lamé rojo con un hombro desgarrado,manchado de hollín y chamuscado en lacadera tras haber disparado la pistola deAs.

Estoy perdida. Ese chico cree quesoy una carnavalera. Sloane estuvo apunto de sonreír. Y supongo que eso eslo que soy.

Se obligó a seguir hasta Broadway.Si ascendía un poco más, llegaría aAshton Villa. No, no era una buena idea.No podía enfrentarse a la casa de sumadre; todavía no. ¿A casa de los Ford,quizá? Jim la ayudaría. Jim trataría dearreglar las cosas. La carreta de un

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cervecero bajaba la calle traqueteando,conducida por un tiro de cuatro caballosde aspecto cansado. Les brillaba elcuello a causa del sudor. Observó cómose acercaban los animales entre el ruidode los cascos; las herraduras brillabanantes de volver a descender sobre elsuelo; las grandes ruedas de la carretacrujían y chirriaban mientras avanzabadetrás de los caballos. Se dio cuenta deque estaba considerando el mejormomento para realizar un salto suicidadelante de ellos.

No, de eso nada, querida. Se agarróa una farola para mantenerse lejos delbordillo de la acera. Todavía no. No deun modo tan fácil.

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Siguió caminando por Broadwayhasta que giró para tomar el paseo quellevaba a casa de los Ford. Llamó a lagran puerta principal. Estaba hecha demadera de ciprés curada, igual que laspuertas de Ashton Villa; la única maderaque no se estropeaba bajo el soltropical. Gloria abrió la puerta.

Sloane notó de inmediato quellevaba uno de los vestidos de ClaraFord, que había sido entallado a laperfección en su momento y al que ahorale habían añadido un generosoestampado en el dobladillo. Losuficiente para evitar que Jim se dieracuenta de que había pertenecido a suprimera esposa muerta; nunca solía

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fijarse en ese tipo de cosas.—¡Dios Todopoderoso! —exclamó

Gloria. Entrecerró los ojos y cruzó losbrazos delante del pecho—. ¿Eres unfantasma?

—No, mujer. Soy yo, Sloane.Gloria se acercó y le pellizcó el

brazo con fuerza.—¡Ay! —se quejó Sloane, sabiendo

que era lo que se esperaba de ella.—Vaya… Bueno, supongo que eres

tú. —Gloria meneó la cabeza—. O almenos, lo que queda de ti. Vamos, entraniña y ponte cómoda. Tienes todo elaspecto de haber estado paseándote porel Infierno.

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Dos horas después, Sloane estabasentada junto a Jim Ford en su espaciosocarruaje, sin dejar de mirar haciadelante. El sheriff Denton estaba sentadoen el asiento opuesto a ellos. Suayudante, el señor Lanier estaba en elpescante, conduciendo. De vez encuando, Sloane lo escuchaba instigar alos caballos, chasqueando las riendassobre sus lomos con un golpe ligero.

Era media tarde y hacía un calorhorrible, aún bajo la cubierta de lonablanca. Viajaban por la carretera delEspigón hacia el Salón de Bali; pero,aunque resultase extraño, en aquellaocasión no soplaba la más mínima brisa

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del Golfo que pudiera refrescarlos. Elmar estaba tranquilo; un monótonoespejo verde que reflejaba los rayos delsol de Texas. En ese momento habíanubes; en el Sureste se veía una masaalta de nubarrones del mismo colorverde bronce del mar. Los caballos deJim avanzaban con rapidez. El carruajechirriaba y se bamboleaba,sacudiéndose al pasar sobre las grietasdel pavimento; sus grandes ruedasmachacaban los restos de conchas rotasque se extendían a lo largo del Bulevardel Espigón.

Habían pasado seis días desde lamuerte de Jane Gardner, le habíainformado Jim Ford. Cuatro desde el

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entierro. Tres desde que Josh lecomunicara la noticia de sufallecimiento. Allí, en el mundo real, nohabían pasado más que tres días,mientras que en el Mardi Gras, donde eltiempo transcurría de modo extraño,Malicia había dado a Sloane por muertasolo para que Sam Cane la resucitara.Maldito fuese.

Sloane le había hablado a Jim de lamáscara; le había dicho que habíaescapado al Mardi Gras y que sudesaparición no había tenido nada quever con Joshua Cane. En aquel momentose dirigían a ver a la Reclusa. El sheriffDenton había dicho que necesitaba saberpor qué la mujer no había acudido en

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ayuda de Joshua para confirmar suhistoria.

—¿Conoció usted a Sam Cane? —lepreguntó Jim al sheriff. El sudoradornaba la calva del hombre como side gotas de rocío se tratara—. El padrede Joshua Cane. Solía jugar a las cartasconmigo todos los domingos. El chico letraía a Gloria una pastilla para laartritis. Un buen muchacho en aquellaépoca. Ahora está más resentido que unogro. Algo lo hizo cambiar.

¿La pobreza, Jim? ¿El desengaño?¿La amargura? ¿La muerte? Sloane nodijo nada.

—Conocí a Travis Denton —contestó el sheriff.

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—Por supuesto; cómo no iba usted aconocerlo. Una tragedia terrible.

Sloane echó un vistazo al interiordel carruaje. El asiento estaba tapizadocon terciopelo color crema. Los añoshabían hecho que el color no fueseuniforme: era más pálido allí donde Jimy su esposa solían sentarse y en elcentro, donde la luz del sol había sidomás intensa; en los extremos era másoscuro, ya que las puertasproporcionaban una sombra permanente.Cuando Sloane era muy pequeña, tres ocuatro años como mucho, había notadoque, en ocasiones, resultaba más fácilobservar el mundo que formar parte deél. A veces, cuando no se podía

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abandonar un lugar horrible, uno podíaescapar de él convirtiéndose en unobservador, en una salamanquesa en lapared. Silenciosa como una concha en laplaya.

Jim Ford lo intentó de nuevo.—Sloane dice que fue a la tienda del

chico en busca de algo para el corte quese había hecho en la pierna. Dice quedejó las medias allí a propósito, porqueestaban destrozadas.

—Ojalá hubiésemos sabido esoantes —contestó el sheriff.

—Sin duda. —Jim meneó la cabezaen un gesto comprensivo. Por encima delGolfo, el brillo de un relámpagoresplandeció sobre el distante banco de

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nubes—. Me pregunto si allí estarálloviendo.

—Eso espero —dijo el sheriff.Sacó su reloj de bolsillo y miró la

hora. El sol arrancó un destello en elcristal. El hombre frunció el ceño yvolvió a guardarlo en el bolsillo delchaleco.

Jim dijo entonces: —Es curioso queencontrara un cabello de Sloane en elbote de Ham Mather. Ella dice que nosubió a ningún bote—.

—Que ella recuerde —replicó elsheriff—. Como usted mismo me hadicho, no recuerda gran cosa de lo quele sucedió mientras estaba… —Hizo unapausa para mirar hacia Playa Stewart—

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… allí.Sloane contempló sus zapatos. Eran

de loneta gris con suelas de goma quehabían sido recortadas a partir de unneumático. Gloria había enviado a unadoncella a Ashton Villa en busca de unamuda de ropa. Por vez primera, despuésde lo que parecía haber sido unaeternidad, al parecer estaba vestidacomo debería: una camisa blancalimpia, una chaqueta de algodón tambiénblanca que ocultaba las manchas desudor de las axilas y una sencilla faldagris que le llegaba una cuarta por debajode las rodillas y cubría las quemadurasque la pólvora le había producido en lapierna derecha. No llevaba medias ni

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pantys. El sol se colaba por el ladooeste del carruaje, dejando un haz de luzsobre su pierna. Observó el vello finoque cubría sus piernas tostadas por elsol, como hebras de seda de unatelaraña dorada.

—Puede que haya muchas cosas quela joven no recuerde —continuó elsheriff Denton.

—Es posible —asintió Jim mientrasobservaba la masa de nubes en esperade otro relámpago—. No sería deextrañar —concedió.

Llegaron al Salón de Bali. Kyle atólos caballos al poste de una herrumbrosaseñal. Cuando Sloane era pequeña,podía leerse en ella: «Prohibido aparcar

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de 00:00 a 5:00», pero la salada brisadel mar junto con la arena quedesplazaba el viento habían erosionadola inscripción. Sloane bajó del carruaje,un poco mareada por el calor.

El sheriff Denton y el ayudanteLanier se apresuraron a cruzar el muelle.Jim Ford le ofreció el brazo a Sloane yjuntos se encaminaron tras los doshombres. Las planchas de madera, quehabían sido blanqueadas por eldespiadado sol hasta obtener ununiforme tono plateado, crujían bajo suspies. Dejaron atrás la caseta del guardia.El sheriff Denton tenía un aspectosolemne y fruncía el ceño como si fuerala propia encarnación de la Ley. Sloane

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sintió que una de las sonrisas de Maliciale cruzaba el rostro mientras seimaginaba que un centinela maceopulsaba el botón oculto de la alarma: enel interior, la orquesta comenzaría atocar «The eyes of Texas are upon you»;los cocineros chinos, con un aspectoimpasible, ocultarían por completo elrestaurante mientras que, en el casino,replegarían las ruletas y las mesas deblackjack sobre las paredes.

El sheriff Denton abrió la puerta ydejó que su ayudante pasara. Sloaneobservó cómo la oscuridad losdevoraba. Descubrió a Jim Fordmirándola.

—Pareces más alegre —señaló.

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Sloane compuso una pequeñasonrisa.

—Odessa me aprecia —contestóella.

La bruja de Galveston estaba sentadatras su mesa de trabajo.

—Hola, sheriff —saludó sin alzar lamirada—. Ayudante Lanier. Y Jim…siempre es un placer.

Se abrieron camino a través deloscuro comedor. La escasa luz que habíaen la estancia llegaba de forma oblicuadesde las ventanas orientadas al Norte, ylos rayos arrancaban unos cuantosreflejos a la polvorienta vajilla de platay a los altares de las Comparsas,

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pintados con alegres colores, que sealzaban sobre pilares. Jim y Jeremiahpasaron tan lejos de ellos como lesresultó posible, pero Kyle Lanier, queparecía indiferente, pasó justo pordelante e, incluso, se detuvo paraapoyarse en la parte trasera del altar acuadros blancos y negros de losArlequines, coronado por el monigotedel payaso loco.

De la mesa de trabajo colgaba laguirnalda fabricada a base de pieles deserpiente que Sloane viera colocada amodo de ofrenda en el exterior de lacasa de Odessa, en el otro Galveston. Ala luz del día podía verla mejor. En sumayoría, eran pieles de mocasín de agua

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—aunque tal vez hubiese alguna que otrade víbora cabeza de cobre— dispuestassobre un armazón de lo que Sloaneesperaba fueran huesos de ciervo; quizásde las patas y unas cuantas costillas. Sepreguntó si a la bruja le gustaría elaspecto de la guirnalda o si se trataba deuna ofrenda que se había visto obligadaa aceptar. Tal vez también ella hubieraestado haciendo buenas acciones durantetodos esos años; cosas como proteger aalgunas personas de la enfermedad o dela mala suerte; o cuidar de las familiasque ella misma había roto al enviar a unniño dotado o a un padre susceptible ala magia al Mardi Gras iluminado por laluna.

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El sheriff se quitó el sombrero depaja y comenzó a girarlo entre susmanos. —Tenemos algunas preguntas ynecesitamos que usted las conteste,señorita Gibbons—.

Odessa los miró por primera vez.Llevaba un kimono de seda estampadocon aves del paraíso. Tanto sus labioscomo sus uñas estaban pintados con untono rojo antediluviano, y su maquillajeera impecable. Sloane podía oler la lacade Revlon, Aquanet, que mantenía suscabellos en su lugar. Tenía en las manosuna muñeca que representaba al sheriffDenton y que era tan grande como suantebrazo. El juguete llevaba un trajenegro y un sombrerito de paja. Los ojos

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eran dos trocitos de concha color azulpálido y su mentón estaba cubierto poruna cuidada barba gris hecha concabello humano. Tenía una estrellaplateada prendida en su pequeño pechoacolchado.

—¿Sí, Jeremiah?Kyle buscó a tientas el arma que

llevaba en el costado.—Suelte eso ahora mismo.A lo que Odessa contestó:—Yo que tú no lanzaría ninguna

amenaza, muchachito.—Y una mierda…—Aparte las manos de la pistola —

dijo Jim Ford.Kyle miró a Jeremiah Denton. El

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sheriff asintió con la cabeza.—Tranquilízate, Kyle. Jim, la

señorita Gibbons y yo vamos aretroceder un poco en el tiempo.

Odessa se puso en pie y se acercó aSloane para darle un abrazo.

—¿Estás bien, cariño? —le preguntóen voz baja.

Sloane asintió. A su espalda, aúnatrapada entre las manos de Odessa, lamuñeca del sheriff Denton dabapequeños tirones a su chaqueta dealgodón. Odessa se apartó.

—Jeremiah, Jim… Muchachos,¿puedo ofreceros algo de beber? Tengo Coca-Cola y Dr. Pepper, vino de arroz yunos cuantos licores más. Hielo también,

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aunque he oído que escasea.—Señorita Gibbons —la interpeló

el sheriff Denton sin alzar la voz—, ¿quéestá haciendo con esa muñeca? LaReclusa lo miró.

—Mi obligación —contestó.Jim Ford fingió un acceso de tos.—¡Maldita sea! Me vendría muy

bien un escocés con agua si tienes,Odessa. —¿Y tú, Jeremiah?—. Lamuñeca del sheriff se retorcíadébilmente en las manos de Odessa. Ellala ignoró. Sloane pudo observar cómo elvello de las muñecas del sheriff se poníade punta. El hombre no podía apartar lavista de la muñeca.

—No quiero beber nada que venga

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de usted.—Como quieras. Jim, creo que voy

a acompañarte. —Odessa se dio lavuelta, camino de la cocina—. Charladentre vosotros un momento.

—Con mucho gusto —respondióJim.

—Va a escapar —dijo Kyle.De un empujón con el hombro, abrió

las puertas giratorias de la cocina.Todos los demás lo siguieron adentro.Odessa se encontraba delante delfrigorífico, sacando unos cubitos dehielo del congelador. La muñeca delsheriff Denton yacía sobre la encimera,al lado de dos vasos de licor quecontenían un generoso dedo de bourbon.

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Sobre el fogón había una olla cuyocontenido hervía a fuego lento ydespedía unas volutas de vapor de olorfétido, como si Odessa estuviesecociendo agua de mar sin haber quitadoprimero las algas o los cangrejos. Latrampilla del suelo de la cocina estabaabierta; a través de ella, Sloane vio elagua verdosa, que comenzaba a agitarselevemente. Un ala blanca cruzó porencima de la superficie; una gaviota queacababa de descender en picado pordebajo del muelle.

Odessa acabó de sacar el hielo ycerró el congelador. Una bocanada deaire frío los envolvió a todos. El sheriffDenton se aclaró la garganta.

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—Señorita Gibbons, dos jóvenesfueron exiliados cuando echamos enfalta a la señorita Gardner, aquípresente, y no pudimos encontrarla.Usted dijo no saber nada acerca de sudesaparición. Si nos hubiese hablado dela máscara, esos chicos aún estarían enla isla.

Odessa echó los cubitos en los vasosy le ofreció uno de ellos a Jim Ford.

—Sheriff, la confección de esamáscara fue un secreto entre Sloane yyo. ¿Cómo iba a imaginarme queactuarías como un estúpido y acusarías ados hombres inocentes?

—Tiene usted una lengua muy suciapara una señora de su edad —dijo Kyle

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al tiempo que sacaba su pistola.—¡Guarde eso, por amor de Dios!

—exclamó Jim Ford.Pero, en aquella ocasión, el sheriff

no dijo nada. Él mismo tenía la mano enla empuñadura de su 38.

Kyle no guardó el arma.—He oído decir que el poder

corrompe a la gente. Creo que se haacostumbrado a actuar de modoescurridizo para hacer lo que le da lagana.

—¡Es el único ángel de Galveston,por lo que más quieran!

Kyle sonrió y dejó a la vista las dosfundas de oro.

—¿No es gracioso, señor Ford? Si

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cualquier otra persona demostrara elmás mínimo rastro de magia, no duraríamucho ¿verdad? No tardaría en saltarhacia las Comparsas. La misma Reclusalo acompañaría. Algunos de nosotros,los más jóvenes, no podemos entenderpor qué no buscamos unos cuantosángeles más. Si tan maravilloso es teneruno, ¿por qué no dejar unos cuantos máscon vida? Pero ella nunca lo hace. ¿Noes así, señorita Gibbons? Voy a llevarmeesa muñeca del sheriff ahora mismo. —Rodeó la trampilla con cuidado—.Nadie votó nunca por usted, señora.

Odessa le contestó:—Muchacho, alguien debería

enseñarte unos cuantos modales. —Se

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movió con rapidez hasta el centro de lahabitación para dejar la muñecasuspendida sobre el hueco de latrampilla.

El disparo de un arma resonó con lafuerza de un trueno y una bala atravesóla garganta de Odessa. El aire se volviórojo por la sangre salpicada, y su cabezacayó hacia un lado en un ángulo extraño.El cuerpo de la mujer cayó al suelocomo un montón de harapos mientras lasangre salía a borbotones del lugardonde poco antes estuviese su cabeza.Todavía tenía en la mano la muñeca delsheriff, que no dejaba de retorcerse yforcejear, y que apartó la cara cuando unreguero de sangre cayó sobre sus

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mejillas de algodón.Solo entonces Sloane se dio cuenta

de que el disparo lo había hecho elsheriff Denton.

—Lo siento —musitó, dejando caerel 38. Le temblaba la mano—. No mequedó más remedio. Todos visteis lo queiba a hacer. Iba a tirarme por el agujero.Todos lo visteis. —Tragó saliva—. Nome quedó otro remedio.

Dejó de manar sangre. El cuerpo deOdessa se quedo inmóvil. Sloanecontempló a la vieja bruja que yacíadesmadejada y ensangrentada sobre elsuelo de su preciosa cocina. Ahora ellamisma no era más que una muñeca. Unoscuantos trozos de hueso envueltos en

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harapos. Una bata de seda. Unas cuantasjoyas de bisutería.

La banca gana de nuevo.Adiós, Odessa.

—¿Sloane?Sloane escuchó la voz de Jim Ford

de forma vaga, como si estuviese muylejos de allí. Desde que regresara delMardi Gras había estado comoentumecida. Al parecer, ahora tambiénestaba sorda; tenía la sensación de queel atronador disparo del sheriff Dentonhabía pulverizado el resto de lossonidos. En lo más profundo de su ser,el fantasma de Odessa se unió al de sumadre; ambos se sentían atraídos hacia

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ella como si notaran su calor; nocesaban de gimotear y ronronear, sinencontrar redención. Sloane era decristal. Era intocable.

—Sloane, necesitamos una mantacon la que taparla. Ella se puso en piede forma vacilante y fue hacia la puertaque conducía a la habitación de Odessa.

—Supongo que tendré que empezar aetiquetar —dijo Kyle. Sloane lo miró.

—¿Es que no ha hecho ya suficiente?Kyle le abrió la puerta y, con una

sonrisa y un gesto ampuloso, le indicóque pasara.

—Solo he cumplido con mi deber,señorita Gardner. Solo mi deber.

Habían pasado años desde la última

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vez que Sloane estuviera en eldormitorio de Odessa. Había cambiado.Lo recordaba lleno de cojines, muñecasy adornos; también había un tocador yuna enorme caja llena de cosméticos ybotes de laca para el pelo. En esemomento, el mar, el viento y la luzentraban a raudales, ocultando todoresto de humanidad. Había tiras de algassecas encima de los muebles y sobre elsuelo. Las contraventanas estabanabiertas y la mosquitera que rodeaba lacama de bronce de Odessa colgaba enjirones que se retorcían y se agitabancon la brisa del Golfo. En lugar desábanas, el colchón estaba cubierto poruna capa de conchas blancas

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resquebrajadas. Aquí y allá se veíaalguno que otro dólar de arena o algunaanémona reseca. Había dos medusas decolor rosa donde debían haber estadolas almohadas. Daba la sensación deque, durante todos esos años, Odessahubiese estado conteniendo no solomagia sino también el Golfo en símismo, y que al final este había acabadopor ganarle la partida.

De repente, un recuerdo se agitó ensu memoria: una Odessa más joven,segura de sí misma y despreocupada,que estaba colocando la muñeca deVinny Tranh en el altar de la Comparsade Thalassar. «Como verás, cuandoalguien empieza a hacer agua, es muy

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difícil ponerle un parche».Se escuchó un ruido procedente del

vestidor. Kyle sacó el arma y se acercócon precaución. Colocó la mano concautela sobre el pomo de la puerta y,entonces, la abrió de un tirón mientrasapuntaba al interior con el 38, sin dejarde temblar. Sloane contuvo el aliento.Allí no se movía nada. Kyle entró en eloscuro habitáculo.

—Bueno… Tal vez fuera solo unarata. Espere un min… ¡Ay!

Una niñita de rizos de color rojointenso irrumpió en la habitación, rodeóla cama a toda velocidad y se dio debruces contra Sloane… y, cosa extraña,realmente le hizo daño. Sloane vio una

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confusa mezcla de imágenes: el peloalborotado, unos zapatos de charol y unretazo de velo azul. ¡Es la muñeca!,pensó. La muñeca que tenía su corazón.

Y, en ese momento, la tristeza y elsuelo la golpearon a la vez mientras eldolor la hacía añicos.

Sloane, su madre y Odessa están depicnic en la playa. Sloane se encuentraen el regazo de Odessa mientras Janelucha contra la brisa del Golfo al tratarde extender un mantel de lino blancosobre la arena. Con cuidado, saca de lacesta una bandeja con una tarta decumpleaños. La coloca en una esquinadel mantel mientras sujeta la opuesta con

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la mano. Odessa se ríe de ella y Jane lamira con fingido enfado.

—¿Por qué no ha venido Sarah? —pregunta Sloane entre lloriqueos.

—Es un picnic especial, solo paranosotras —contesta Jane—. Cielo,¿puedes sentarte aquí y sujetar elmantel? —Su pelo todavía no es blanco,sigue siendo largo y castaño. La brisa selo encrespa.

Sloane se aferra aún más al regazode Odessa.

—¿No te cae bien Sarah?—Por supuesto que me cae bien

Sarah, pero es una criada. Odessa,¿puedes inclinarte un poco y sacar lacubertería de esa cesta?

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—Me gusta Sarah. No trabaja todoel tiempo. Estuvo en mi fiesta decumpleaños de verdad —prosigueSloane de mal humor.

Su recompensa consiste en ver elrespingo que da su madre. Jane baja lamirada y encorva los hombros.

Ahora, al revivir aquel momento,Sloane hubiera dado cualquier cosa porretirar ese pequeño arrebato de rencor.Pero, por supuesto, no podía hacerlo.Tanto su madre como Odessa se han idoallí adonde ella no puede rescatarlas,más allá del Río, donde ni la máspequeña de sus crueles travesuras ytraiciones puede ser redimida.

Y, sencillamente, nunca —jamás de

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los jamases— encontraría algo mejorque esto.

Sloane cayó de rodillas, aferrada a lamuñeca. Tenía la sensación de que, dealgún modo, la pequeña la habíagolpeado en una magulladura que ni ellamisma sabía que tenía; una que seencontraba en lo más profundo de su ser,bien oculta al fondo de su caja torácica.Jadeó ante la conmoción que suponíavolver a sentir de nuevo.

No puedo estar aquí. Esto esdemasiado. No puedo soportarlo. Nopuedo estar aquí.

—¡Suéltame! —siseó la muñeca sindejar de retorcerse y darle patadas.

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Comenzó a arremeter contra Sloaney estuvo a punto de clavarle algo… unahorquilla muy larga. Recordó que lahabía perdido hacía un año.

—Esa mocosa busca sangre —dijoKyle, que salía en ese momentocojeando del armario mientras sefrotaba la rodilla. La muñeca comenzó adar saltitos y a retorcerse como un gatorabioso entre las manos de Sloane.

—¡Quiero ver a tía Odessa!—Llegas una hora y una bala tarde.

Deja ya de quejarte.La niña le contestó con un grito y una

patada. Kyle le dio un fuerte cachete enla parte posterior de la cabeza. Ellarefunfuñó y se quedo quieta.

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—Eso está mejor —dijo Kyle. Lamuñeca que tenía en su interior elcorazón de Sloane estaba pálida ytemblaba pero, en lugar de llorar, se diola vuelta y observó a Kyle con puroodio.

—Mi abuelo te matará por eso.—Dile que pida la vez. —Kyle hizo

una mueca y volvió a frotarse la rodilla—. ¿De dónde coño has salido?

La muñeca actuaba y hablaba comouna niña de ocho o nueve años, pero noera más grande que una de cuatro; sushuesos eran delicados, sus músculosdelgados y fuertes, y pesaba como ungato grande.

—Mi abuelo me dio permiso para

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quedarme con tía Odessa esta tardeporque iba a estar muy ocupado hoy.

—¿Y quién es tu abuelito? Sloaneapretó el brazo de la pequeña, deseandoque mintiera, pero no lo hizo.

—Momus —contestó la muñeca condesdén.

* * *

Mientras Jane se esfuerza con el picnicde cumpleaños, Odessa mira al mar ycontempla cómo los cabezonespelícanos aletean sobre la cresta de lasolas antes de aterrizar en el agua de esaforma tan graciosa, hundiendo los largos

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picos en la espuma y dejándose caer degolpe. Odessa sonríe.

—¿Cincuenta millones de años deevolución para eso?

Sloane está observando una porciónde tarta de cumpleaños. La GranDuquesa de la Comparsa de Momus lamira con nerviosismo mientras le da unbocado. Es una tarta de nueces, que estábastante seca y se resquebraja, ni porasomo tan buena como la que haríanOdessa o Sarah. Sloane se da cuenta deque su madre ha intentado sustituir laharina de arroz de la vieja receta sincaer en la cuenta de que tenía que haberaumentado la cantidad de huevo o dealmíbar para que la tarta no se

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desmoronara.—¿Te gusta, cielo? —pregunta Jane.Odessa parece estar fascinada por

los pelícanos; sin embargo, en cuantoSloane abre la boca para hablar, lasuñas de su madrina se hunden en suespalda sin que Jane pueda verlas.Sloane contiene un chillido.

—¡Genial! —contesta con vozaguda, dejando caer una lluvia demigajas.

Se da cuenta de que su madre seesfuerza por creerlo, pero no acaba deestar convencida.

—¿De verdad?Las uñas vuelven a clavarse en su

espalda.

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—Genial, de verdad. —Laimaginación de Sloane no da para más.Se limpia la boca con el dorso de lamano y se obliga a tragarse el resecopedazo de tarta de nueces—. Esto…¿puedo beber algo, por favor?

Mientras Jane coge el termo, Odessacomienza a hacerle cosquillas a Sloaneen los costados. La niña chilla y seretuerce sin dejar de reír, desordenandosin querer el mantel, que acaba lleno dearena por todos lados. Su madre esbozauna torpe sonrisa mientras las observa,sin estar muy segura de cómo unirse a ladiversión. Y entonces llega eldesastre…

Odessa exclama:

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—¡Ay, Jane! Cariño, ¡he tirado tupreciosa tarta! —Suelta a Sloane y seinclina sobre el pastel volcado paratratar, sin resultado alguno, de eliminarla arena que lo cubre.

Tiene un aspecto ridículo allíagachada y meneando el trasero en elaire, al tiempo que sopla sobre la tartacomo si intentara avivar una hoguera. Elceño fruncido que había aparecido en elrostro de Jane no tarda mucho enconvertirse en una sonrisa. La actuaciónde Odessa ha sido maravillosa y Sloane,que sabe perfectamente lo que estásucediendo, queda muy impresionada.

Por fin, Odessa alza la mirada,abatida; el rimel corrido aumenta su

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apariencia desolada y sus labios tienenun tono más intenso que la flor delpincel indio. Jane suelta una carcajada.

—¡Te vas a enterar! —exclama antesde inclinarse sobre Sloane y empezar ahacerle cosquillas a Jane en esa ocasión,introduciendo las manos bajo lachaqueta gris de la Gran Duquesa yhaciéndola caer sobre la arena hasta quecomienza a jadear y a suplicarclemencia; la camisa se le ha salido dela cinturilla de los pantalones y parte desu piel queda expuesta a la vista.

Finalmente, la bruja detiene elataque. Los ojos de Jane están llenos delágrimas por las carcajadas y no ve lamirada que Odessa le dirige. Una

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mirada extraña y vulnerable: los labiosrojos sonríen, pero los ojos estáninundados de un sentimiento de pérdiday anhelo. Sloane sí nota esa mirada,pero solo dieciséis años después,cuando coge a la muñeca y se gira paraabandonar la habitación de Odessa,comienza a comprenderla.

No puedo estar aquí.La muñeca se aferró a Sloane con

brazos y piernas a modo de lapa, comosi pudiese ocultarse de Kyle alacurrucarse contra su cuerpo.

—¿Cómo te llamas? —murmuróSloane.

—Scarlet. ¡Quiero ver a Dessa!Jim Ford y el sheriff Denton alzaron

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la mirada en cuanto Sloane regresó a lacocina. Jim parpadeó.

—Sloane, ¿quién es esa niña?—Es una carnavalera —informó

Kyle—. La Reclusa la hizo. Afirma queMomus es su abuelo.

El sheriff la miró con los ojosentrecerrados.

—Ya hemos tenido suficiente magia—dijo.

Sloane vio, aterrorizada, cómo lamano del hombre se cernía sobre el 38.

—¡Es solo una niña!El hombre se humedeció los labios.—Es un monstruo —replicó.Scarlet se quedó rígida en brazos de

Sloane. Abrió los ojos como platos y

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señaló, sin decir una sola palabra, elcuerpo de Odessa, que yacía junto a latrampilla del suelo de la cocina.

—Ya lo sé —susurró Sloane.No puedo estar aquí.«Pero yo sí», contestó Malicia.—Ya está, no pasa nada —dijo. Su

voz parecía sorprendentemente alegre eindiferente. No había duda de que era lavoz de Malicia—. Tranquila, pequeña.Ese hombre desagradable de allídisparó a tu tía Odessa —dijo mientrasseñalaba al sheriff Denton para quequedara claro de quién está hablando.

Los labios de Scarlet comenzaron atemblar. Esos ojos tan semejantes a losde una muñeca de porcelana se llenaron

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de lágrimas y se abrieron, si cabe, aúnmás. Tenía la respiración entrecortada.Su rostro era increíblemente expresivo.Las ideas y sentimientos lo atravesabande forma atropellada, pero tan claroscomo un pez que nadara en una pecera.Sloane se dio cuenta de que sus labiosse curvaban en una sonrisa irónica. Laniña jamás llegaría a ser una buenajugadora de cartas con semejante cantes.

—Vamos —le dijo al tiempo que ladejaba en el suelo y le daba la mano—.Es hora de decir adiós a tía Odessa.Scarlet meneó la cabeza a modo denegativa y hundió el rostro en la falda dealgodón gris de Sloane. Esta chasqueó lalengua.

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—Venga, Scarlet —la reprendió—,siempre hay que decir adiós a unapersona cuando se marcha. Es de buenaeducación. —Apartó a la niña de supierna y juntas se pusieron en cuclillasal lado del cadáver de la bruja.

—Sloane, ¿qué estás…?—Cállate, Jim.Sí, sin lugar a dudas, y aun sin llevar

la máscara, había recuperado parte deMalicia. El zumbido del vacío quesentía ayudaba a fortificar su presencia.(¡Señor!, la mayor parte de esesentimiento era pura ira). Inclinó lacabeza sobre el cuerpo de su madrina.

—Padre que estás en los Cielos —dijo, sin importarle a quién llegase su

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plegaria, ya fuese Momus o el Jesús queOdessa había conocido en la escueladominical. Cualquiera que pudieravengarla le vendría bien—. Cuida de Tuhija cuando llegue a Tu lado. Perdonalos pecados que ha cometido, pero noaquellos que se han cometido contraella. Porque Tuyo es el reino, el poder yla gloria. Por los siglos de los siglos.Amén.

Sloane abrió los ojos y vio que lamuñeca del sheriff Denton aún seencontraba en la mano muerta deOdessa. Su sonrisa se ensanchó.

Eso es lo que yo llamo una señal.—Y, con respecto a usted —dijo

mientras se daba la vuelta y miraba a

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Jeremiah Denton—, alguien deberíaenseñarle a no hacer trampas.

Con un movimiento fluido, cogió lamuñeca del sheriff por una de sus tibiaspiernas, la hizo girar y la lanzó por latrampilla; la muñeca dio un pequeñoalarido. Chapoteó al caer al agua yluego se hundió. De la garganta delsheriff Denton surgió un grito dedesesperación. El hombre cayó derodillas junto a la trampilla y miró haciaabajo, espantado.

—Cristo Misericordioso —musitóJim—. Muchacha, ¿qué has hecho?

—Se lo merecía —contestó Scarlet.Todos observaron cómo la muñeca

emergía de nuevo. Sus deditos se abrían

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y se cerraban. La cabeza manchada desangre giraba y se retorcía en unesfuerzo por mantenerse fuera del agua.El tenue oleaje se había hecho másfuerte. Sloane distinguió el sonido de untrueno lejano. Los relámpagos debíanestar acercándose. El rostro del sheriffDenton adquirió un tinte grisáceo cuandovio que una gran ola verdosa atrapaba ala muñeca y la hacía girar con cuidado ydelicadeza, como si de la caricia de unamadre se tratara. Un momento después,volvió a aparecer en la superficie, peroesta vez más lejos, adentrándose en elmar mientras agitaba sus bracitos y suspequeñas piernas.

—El viento sopla desde la costa —

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dijo Kyle.Otra ola volvió a tragarse a la

figurilla. En aquella ocasión, tardó másen emerger. La resaca la había alejadoaún más de la orilla.

—Sloane —musitó el sheriff Dentonsin dejar de contemplar a la muñeca queiba a la deriva—. Sloane, ¿por qué?

Sloane sostuvo una de las manos deOdessa entre las suyas y la apretó confuerza. Se dio cuenta de que sonreía.

—Espero que muera. —Se le hizo unnudo en la garganta al escupirsemejantes palabras—. Espero quemuera, porque no es más que unpresuntuoso asesino hijo de puta.

Una de las contraventanas se sacudió

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con fuerza debido al viento. El calor yano era tan asfixiante. La larga sequíacomenzaba a sucumbir por fin, como silas gotas de sangre de Odessa hubiesensido las precursoras de un inminentechaparrón. Se escuchó el retumbar deotro trueno, más cerca y más fuerte esavez. La muñeca se hundió de nuevo.

—La tormenta se acerca —dijoKyle.

El sheriff Denton comenzó a sentirnáuseas. Cayó al suelo y se sostuvosobre las rodillas y las manos,respirando con dificultad y sin dejar detoser. Una terrible espasmo agitó sucuerpo, luego otro y, finalmente, unabocanada de agua marina verdosa surgió

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de su boca. El hombre miró fijamente elcharco que se había formado en el suelode la cocina de Odessa y, al instante, sele pusieron los ojos en blanco y sedesmayó.

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E3.3 Huracán

l ayudante Kyle acercó la orejaal pecho del sheriff Denton.

—Aún respira bastantebien. Supongo que habrá sido

la conmoción. Joder, lo ha dejadoapañado —dijo y alzó la vista paramirar a Sloane.

—Se lo merecía.Kyle se encogió de hombros.—Dígaselo al juez.Sloane se descubrió mirando la

bocanada de agua de mar que habíaescupido el sheriff. No había duda de

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que, después de aquello, pasaríadirectamente a las Comparsas. Pero detodos modos, ¿no acababan allí todos?Jane Gardner estaba muerta. Odessaestaba muerta. ¿Quién iba a impedir queMomus y su magia inundaran la ciudad?El miedo comenzó a abrirse paso en suinterior. Una cosa era irritarse por laimplacable oposición de su madrecontra cualquier cosa remotamentedivina o mágica… y otra muy distintapensar que Galveston pudiera regresar ala pesadilla del Diluvio, a la época enque la locura se apoderó de la ciudad yse llevó por delante las vidas y lasmentes de las personas como si fuesenlos restos de un naufragio arrastrados

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por la marea.La tormenta se acercaba.Jim Ford apartó los ojos de la

trampilla y bebió de un trago el bourbonque aún quedaba en su vaso.

—¡Dios Santo! Adecentemos unpoco a Odessa antes de salir zumbandode aquí.

Cubrieron al gran ángel deGalveston con cintas y trozos de tela quesacaron del baúl de la costura; Sloanealzaba los retales uno por uno,comprobaba si tenían alguna araña y,acto seguido, envolvía con ellos elcuerpo de su madrina. Los primerosretales se oscurecieron al empaparse desangre. Sloane continuó con su tarea:

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remetía la tela bajo los hombros deOdessa y la envolvía con ella como siestuviese haciendo el molde de uncuerpo con papel maché. Jim Fordintentó convencer a Scarlet de quesaliera de la cocina, pero la niña senegó y se acercó aún más a Sloane conel fin de no perderse detalle.

—Enviaremos a alguien más tardepara que se haga cargo del cuerpo —dijo Jim Ford finalmente—. ¡Por elamor de Dios!, vamos a sacar al sheriffde este maldito lugar.

—Está mintiendo —replicó Scarletde forma tajante—. No enviará a nadie.

—Cállate, cariño —le aconsejóSloane, si bien ella pensaba lo mismo y

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se negaba a que le metieran prisa.Cuando hubo acabado, Jim y Kyle

llevaron al sheriff de vuelta al carruaje ylo tumbaron sobre uno de los asientos;Jim y Sloane, con la niña acomodada ensu regazo, se sentaron enfrente. Elhombre aún no había recuperado deltodo el conocimiento, pero ya habíaempezado a gemir y a toser.

Durante el tiempo que habían estadoen el interior, el cielo se había cubiertocon un muro de nubes negras que habíaocultado el sol. La tarde se había vueltogris y amenazadora. El viento soplabacon fuerza desde el interior de la isla,alzando las mantas de los inquietoscaballos y haciendo que los tiros se

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agitaran y restallaran como látigos. Unaspequeñas olas cubiertas de espuma serizaban y susurraban sobre las oscurasaguas del Golfo.

Kyle Lanier se sentó de un salto enel pescante del carruaje y azuzó a loscaballos con un ligero chasquido de lasriendas. Los animales se pusieron enmovimiento dando un respingo y, alinstante, traqueteaban calle abajo por elBulevar del Espigón. La cabeza delsheriff Denton se agitaba con elbamboleo y las sacudidas del vehículo.Arriba, en el pescante, Kyle comenzó asilbar.

—Me temo que Odessa estabatramando algo —musitó Jim al tiempo

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que miraba de soslayo a Scarlet ymeneaba la cabeza—. La niña es tu vivaimagen, Sloane, pero más pequeña.

—Y más bonita, Jim. Que no se teolvide.

Sloane contempló el mar a través dela ventana del carruaje. El nivel delagua llegaba a las rocas situadas en labase del Espigón, y las olas chocabancontra el muro en sí.

Era increíble que la marea pudiesesubir con semejante rapidez, teniendo encuenta la fuerza con la que el vientosoplaba desde tierra. Una mala señal.Un enorme relámpago zigzagueó porencima de la nube que se aproximaba. Elretumbar de los truenos se hacía cada

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vez más fuerte.El sheriff abrió los ojos y tosió. Al

ver que intentaba incorporarse, Jim Fordse acercó al hombre para ayudarlo, peroel sheriff le apartó la mano. Se viosacudido por otro acceso de tos. Con loslabios firmemente apretados bajo labarba, metió la mano en el bolsillo, sacóun pañuelo con unas lunas crecientesbordadas en las cuatro esquinas yescupió en él.

Kyle giró el carruaje haciaBroadway. La gente no dejaba de salirde las enormes casas que se alzaban a lolargo de la avenida: criados deuniforme; comerciantes con susproductos de reparto; niños ricos

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vestidos con pulcros pantalones cortos ycamisas planchadas; y veteranos quetodavía recordaban el Alicia, el huracánde 1980. El terral soplaba y amainaba,soplaba y amainaba, levantandocabellos y faldas antes de dejarlos caerde nuevo. Algunos se reían, otrosmurmuraban. La larga sequía por finllegaba a su fin.

El viento se calmó del todo. Unagota de lluvia cayó con un ruido sordosobre la cubierta de lona del carruaje.Al momento, cayó otra. Kyle volvió achasquear las riendas y los caballosaumentaron la velocidad, camino deAshton Villa. Unos círculos oscuros, deltamaño de monedas, comenzaron a

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cubrir las polvorientas aceras. Lascalles se vieron sacudidas con elrepentino alboroto que provocaron lospájaros: grajos, estorninos y arrendajosque se llamaban los unos a los otrosmientras se elevaban y volaban encírculos, remolineando alrededor de lasramas de los robles perennes. Losolores que habían quedado atrapados enel pavimento se alzaron, liberados porla primera caricia de la lluvia: olor aalquitrán, a polvo, a ladrillo templado ya excremento de caballo. Cuando lanube se cernió sobre la ciudad, la lluviacomenzó a caer con fuerza,tamborileando sobre la cubierta delcarruaje y quebrando las frágiles hojas

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de las palmeras y las mustias hojas delos robles; una cortina de aguaarrolladora y envolvente que agitó elaire como una inmensa ola que jamásllegaba a romper.

Al llegar a Ashton Villa, Sloanecogió a Scarlet y bajó a la carrera delcarruaje mientras se inclinaba haciadelante para proteger a la niña de lalluvia. Llegó al porche empapada, sinaliento y con la carne de gallina. En lapuerta los aguardaba Sarah, una mujerde rostro alargado que trabajaba comococinera y sirvienta de los Gardnerdesde hacía tanto tiempo que Sloane nopodía recordarlo. Una hilera de velasasomaba del bolsillo de su delantal.

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—Tunanta mía… —dijo, y agarró aSloane para darle un gigantesco abrazo.Tenía que hablar a gritos para que su vozse escuchase por encima del fragor de lalluvia, que retumbaba sobre las copas delos robles antes de abalanzarse con unborboteo hacia las alcantarillas de laacera—. Creíamos que te habíamosperdido, viborilla. Creíamos que lostipos esos te habían matado.

—Lo siento mucho, Sarah. No era miintención preocupar a nadie.

Jim Ford y el sheriff Denton sereunieron con ellas en el porchemientras sacudían el agua de sussombreros.

—Cualquier persona a la que Dios

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haya concedido un cerebro algo másgrande que el de un mosquito se habríapreocupado —gritó Sarah—. Seaproxima un huracán, o al menos, untemporal. La cristalería se cae al suelocon más rapidez que las bragas de unaputa; la presión atmosférica estáalrededor de setenta y sigue bajando. Yahe cerrado el gas y he sacado las velas.—La mujer se alejó de Sloane y observóa la pequeña que esta llevaba en susbrazos—. ¿La Reclusa te ha enseñadoalgún truco para hacer bebés, Sloane?

—No es humana —intervino elsheriff Denton—. Puede que parezca unaniña, pero en realidad es unacarnavalera.

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Sarah observó a la muñeca con loslabios fruncidos.

—A la mierda con la maneratradicional de engendrarlos. Y tampoconecesita pañales.

—No te preocupes por la niña —gritó Sloane—. Se quedará conmigo. —La lluvia seguía cayendo con un rugidoensordecedor, como si los fantasmas delos seis mil isleños asesinados en 1900se agitaran inquietos en sus tumbas.Sloane alzó más la voz—. Sarah, ve abuscar a tu familia y tráelos aquí.Estamos en el lugar más elevado de laisla. Si la tormenta empeora, estaránmás seguros con nosotros.

Sarah asintió con la cabeza y

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deshizo el nudo del delantal. —Gracias,señorita Gardner. He cerrado bien todaslas contraventanas y las gallinas están abuen recaudo. Volveré tan pronto comosea posible. El sheriff agarró a suayudante por el brazo y se inclinó haciaél para gritarle al oído—: Kyle, cuandohayas acabado con los caballos, lleva ala señorita Gardner y a esa aberración asu dormitorio y ¡ocúpate de que nosalgan!

En aquel momento, se alzó unaráfaga de viento, aullando desde el marpor fin, y arrancó gemidos y crujidos delos robles que se alineaban a lo largo dela avenida.

—¿Acaso piensa arrestarme? —

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vociferó Sloane—. ¡Me limito amantenerla alejada del peligro! La lluviacaía como una cortina desde el techo dehierro del porche. Kyle Lanier la cruzó ysaltó hacia la calle para llevar loscaballos al establo. En el instante en quellegó hasta la acera, Sloane ya nodistinguía más que una mancha negra,oscurecida por la persistente lluvia. Sevolvió hacia el sheriff al recordar a lapequeña muñeca que era la viva imagendel hombre, agitándose entre las olasbajo el Salón de Bali. Sintió la sonrisade Malicia en la cara mientras alzaba lavoz para que el hombre pudiera oírlapor encima de la tormenta.

—En su lugar, Jeremiah, yo buscaría

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un lugar más alto.

Una hora más tarde, el viento aullabaalrededor de la casa; la lluvia golpeabael tejado y los truenos rugíanconstantemente sobre sus cabezas.Sloane estaba sentada tras su máquinade coser. Había encontrado un retal depaño de color verde bosque y habíacortado el patrón de una túnica adecuadapara una niña. Alineó las costuras bajola luz parpadeante de una pequeñalámpara de gas que había colocadosobre su mesa de costura. La máquina decoser arrancaba y se detenía una y otravez bajo la familiar presión de su pie.

Estaba cosiendo en parte para

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procurarle a Scarlet una muda de ropaseca y en parte para tranquilizarse. Latormenta que se fraguaba en el exteriorera la peor que recordaba y, desde queScarlet saliera a la carrera del armariode Odessa y cayera en sus brazos, habíaperdido el entumecimiento sensitivo quela había protegido durante las primerashoras de su regreso a Galveston. Esamisma mañana le habría importado uncomino escuchar cómo crujían las vigasde Ashton Villa, pero en aquel momentole horrorizaba imaginarse a Scarletaplastada bajo una pared derrumbada, oarrastrada lejos de su lado por unamarea que la impulsaría hasta el fondodel mar, al igual que les sucediera a los

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niños del Orfanato de Santa María quehabían muerto en 1900. Según decían,había más de cuarenta cueros cabelludoscolgando de la barandilla del puente lamañana posterior al huracán; habíanatado a los niños allí por el cabellocomo medio de sujeción, pero labrutalidad de las olas los habíaarrancado.

Déjalo ya.Aquello no era solo una tormenta.

Era el fin de la ciudad de Galveston taly como la conocían. Al menos, elEspigón se interponía entre el cascourbano y el Golfo; sin embargo, conOdessa muerta, no había nada queretuviera la marea de magia. Sloane

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sentía cómo recorría las calles deGalveston; la sentía del mismo modoque sentía a Malicia en su interiorcuando no llevaba la máscara. Allíafuera, en la oscuridad, Momus surcabala superficie de las aguas, cargadas deprodigios.

En el exterior, el viento movía lastejas y sacudía las contraventanas una yotra vez, como si tratara de destrozarlaspara abrirse camino hacia el interior dela casa. La habitación de Sloane parecíaexcesivamente pequeña; una caja demadera en la que Scarlet y ella se habíanocultado, estremecidas y aterrorizadaspor la tormenta. La luz de un relámpagohizo que la habitación se llenara de

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inesperadas sombras y, al instante,ambas se vieron rodeadas por elestruendo de un trueno tal que provocóque los cuadros repiquetearan en lasparedes. El pie de Sloane quedóparalizado sobre el pedal de la máquinade coser. Se obligó a respirar conserenidad y a volver a bajar el pie.Calma, mucha calma. Terminó la últimacostura de su improvisado vestido y losostuvo en alto. La luz de otrorelámpago lo alumbró.

—Acércate, Scarlet. Tengo una mudade ropa seca para ti.

La niña no se movió. Estaba de piejunto a las puertas francesas que dabanal balcón, con la nariz pegada al cristal.

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La terraza se abría a la parte interior dela isla y estaba, por tanto, protegida dela tormenta por la misma mansión. Unrelámpago restalló de nuevo. Sloanetuvo una visión momentánea de laspalmeras que se doblaban a causa delviento; las hojas se habían convertido enuna masa confusa a causa de la lluvia.Se imaginó que el huracán se convertíaen un tornado y que arrancaba el tejadode la casa de un tremendo tirón,haciendo un ruido como el de un trozode tela al rasgarse. Scarlet se perdía enel cielo como una hoja de color rojo.

De la mala gana, la niña se apartó delas puertas y dejó que le quitara elvestido húmedo. Su piel era tan blanca

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como el nácar. Sloane le pasó la túnicaverde por la cabeza y observó cómo unanube de cabello rojo intenso emergíapor la abertura del cuello antes de queasomaran los ojos verde oscuro, lapuntiaguda nariz y los delgados labiosrojos de Scarlet.

—Tienes que aprender a no ponerfurioso al sheriff —le dijo.

—¡Pero disparó a tía Odessa!—Y nos hará lo mismo a nosotras si

le damos un motivo —le advirtió Sloanemientras alisaba el pelo de la muñeca.

Scarlet le apartó la mano de unempellón.

—Me disparará ya sea amable conél o no. No soy humana.

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En algún lugar de la planta baja unaventana se hizo pedazos. Ambas segiraron y se detuvieron a escuchar. Loscriados corrían por toda la casa ygritaban mientras buscaban planchas demadera y clavos para cubrir el agujero.

—Podrías pasar por humana, si lointentaras —dijo Sloane.

—Yo no miento —contestó Scarletcon voz desdeñosa.

—Pues deberías —le aconsejó—.Yo lo hago. —Se acercó al cajón dondeguardaba los cachivaches y encontró unacinta negra que anudó en torno de lapequeña cintura de Scarlet, a modo deceñidor—. Si fueras mi hija, eso sería loprimero que te enseñaría.

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—No lo soy.—Llámalo «tacto» o «diplomacia»,

pero de todos modos no deja de ser«mentir». Y suele ser muy necesario enmúltiples ocasiones.

—El abuelo nunca miente.—Es mayor. No tiene por qué

hacerlo —le explicó Sloane—. Nosotrassomos pequeñas. Y cuando erespequeña, casi todo lo que te rodea esmás grande que tú, corazón. No siemprepuedes recurrir a la lucha para obtenerlo que quieres. A veces hay que serastuta, o maliciosa o, que Dios te ayude,educada. Confía en mí, la educación enuna niña suele ser muy apreciada. —Hizo una bonita lazada en el

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improvisado ceñidor de Scarlet—.¡Estás preciosa! ¿Verdad que así esapequeña y horrible horquilla tuyacausará un tremendo estupor cuandoataques a alguien con ella?

La muñeca la miró fijamente. —Eresuna tramposa— concedió al fin.

Y que lo digas. Mira cómo engañé ami madre, ja, ja.

Sloane cerró los ojos. Era buenotener un poco del egoísmo y elatrevimiento de Malicia burbujeando enla sangre, pero se sentiría mucho mejorsi pudiera recuperar esa benditasensación de vacío. La sonrisa deMalicia nunca había sido tan frágil comoen esos momentos. Era mucho más fácil

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ser uno mismo cuando todo te importabaun comino.

Con mucha suavidad, Sloane aferróa Scarlet por sus delgados hombros y ledijo:

—¡Escucha!Las vigas crujieron en el ático. Los

criados gritaron y soltaron alguna queotra palabra malsonante en el pisoinferior. La lluvia golpeaba el tejado yse resbalaba hasta el balcón de lahabitación. Un rayo cayó tan cerca queel destello de luz pareció incendiar lacasa, una violenta luz actínica que secoló por las rendijas de las tablas de lasparedes. El trueno no tardó nada en rugirsobre Ashton Villa, como una ola que se

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estrellara contra la playa. Sloane notóque Scarlet daba un respingo ycomenzaba a temblar entre sus brazos.

—¿Oyes eso? —le preguntó sindejar de mirarla a los ojos—. Hay cosasen la vida de las que es precisoesconderse.

Scarlet le devolvió la mirada con elrostro muy pálido. El rugido del truenose desvaneció y fue sustituido por otrosmás lejanos, acompañados del fragordel viento.

—Tranquila, cariño, no pasa nada—susurró Sloane, que cogió a la niña yla sostuvo sobre su regazo. Por primeravez, Scarlet no ofreció resistenciaalguna—. Yo cuidaré de ti —la

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tranquilizó. Sí, claro. Igual que cuidé deJane y de Dessa—. Confía en mí, yo tecuidaré —le aseguró.

Le escocían los ojos, pero se negabaa llorar.

Cuatro horas más tarde, cayó sobre ellasuna súbita calma. Scarlet abrió unarendija en las puertas francesas quedaban al balcón.

—Definitivamente es un huracán —dijo Sloane—. Ahora debemos estar enel mismo ojo. Oye, no salgas. Te vas amojar los p…

Pero la niña ya se había escurridopor la estrecha abertura. Antes de queSloane pudiera reaccionar, saltó sobre

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la barandilla para, acto seguido y con lamisma rapidez de un gato, encaramarseal tejado y desaparecer de la vista. Elruido que hacían sus pequeñas manos yrodillas se escuchaba de forma apagadaa través del techo.

Sloane se tapó la boca con la mano.Si chillaba, alertaría al guardia que KyleLanier había colocado en el pasillo,justo fuera de su habitación. Se mordióel labio para prevenir cualquier sonidoy corrió hacia el balcón, donde se dio lavuelta y alzó la mirada hacia el tejado.Allí estaba Scarlet, mirándola porencima del hombro con una torvasonrisa, mientras caminaba a gatas.

—¿Vienes? —Se jactó la pequeña.

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—¡Ven aquí ahora mismo!Scarlet gateó por encima de las

tejas. El tejado de Ashton Villa tenía unasuave inclinación, no más de diezgrados. Más allá del borde del mismo,el cielo estaba claro y cuajado deestrellas, cosa que parecía imposible.Sloane, que estaba descalza, notó que elagua que la lluvia había dejado en elbalcón estaba muy fría. La niña llegó alcaballete y miró hacia atrás.

—¡Date prisa! —exclamó y la invitócon un gesto con la mano.

Un alero ancho, de funciónpuramente estética, sobresalía porencima del balcón. Scarlet había llegadoa él tras subirse en la barandilla de

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hierro forjado. Ningún niño humanosería capaz de semejante salto. Sloanese encaramó a la barandilla con muchocuidado. El hierro se le clavó en lospies al agazaparse sobre ella y adoptarla postura de una gárgola desdichada altiempo que alargaba un brazo paraapoyarse en la fachada de ladrillo de lacasa y guardar así el equilibrio. Miróhacia abajo y deseó no haberlo hecho.La luz del farol que debería estaralumbrando la cocina brillaba sobre elagua. O bien había llovido tanto que elagua había llenado el patio, o bien elmismo océano había sobrepasado elEspigón e inundado la isla.

Los caballos relinchaban en los

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establos. Sloane se enderezó, setambaleó un instante y se agarró alcanalón con la mano derecha. Elsiguiente paso: girar la parte superiordel cuerpo un cuarto de vuelta paraquedar de frente al alero. Se inclinóhacia delante, colocó los codos sobre eltejado y tomó impulsó para subir.

Sus pies abandonaron la barandilla yse encontró colgada sobre el balcón. Fueentonces cuando descubrió que no era lobastante fuerte como para impulsarsehacia arriba. Al inclinase un poco haciadelante, pudo colocar la mayor parte desu torso sobre el tejado, pero le resultóimposible subir la rodilla izquierdahasta el borde. Las tejas húmedas le

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arañaron los antebrazos mientras seguíacolgada en el espacio, tan desmañadacomo una rana en un trapecio.

La calma fue interrumpida por unasolitaria ráfaga de aire. El débilpresagio del regreso del huracánconsiguió que a Sloane le invadiera elpánico e hiciera un intento desesperadopor subir. Lo siguiente que supo fue quetenía las caderas sobre el tejado.

El pánico, pensó jadeando. Lamejor medicina. Gateó hasta elcaballete del tejado, donde la esperabaScarlet. —¿No es genial?— preguntó laniña entre estridentes carcajadas.

—Claro, fabuloso.Se le pasó por la cabeza la idea de

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estrangular a la mocosa, pero todavía letemblaban las manos. Se tumbó sobre eltejado sin dejar de estremecerse.Cuando por fin pudo mirar a sualrededor, vio que la isla estabadestrozada. Incluso a lo largo deBroadway, la espina dorsal deGalveston y el punto más alto de laciudad, el agua había subido por encimade las aceras como un río desbordado,inundando los arriates de flores ychapoteando contra los escalones de losporches de las grandes mansionesvictorianas. El viento había arrastradola copa de una palmera a lo largo delmirador de Jackson y había arrojado elgigantesco roble perenne que se alzaba

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enfrente de la casa de John Browningsobre su tejado, que había partido endos como si de un huevo se tratara. Lostroncos de las palmeras, con las copasarrancadas por el vendaval, se alineabanen el bulevar a modo de mástilesquebrados.

Allá a lo lejos, donde las casas eranmás pequeñas y el nivel del agua másalto, los daños eran aún peores. El airecomenzaba a llenarse de llantos y gritos.El segundo piso de una de las casas conla planta baja inundada estaba ardiendoy el humo se escapaba por las ventanasdel ático. Se habían roto los conductosdel gas, sin duda. Los caballosrelinchaban por toda la ciudad. Los

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establos se habían venido abajo y tantolas vacas como los cerdos no dejaban dechillar mientras se ahogaban.

Sloane recuperó el aliento e intentóatrapar a Scarlet, que se escabulló confacilidad.

—¡Vuelve adentro!El ojo del huracán pasará en

cualquier momento. ¡Morirás si te pillaaquí arriba! La niña continuódeslizándose por el caballete del tejadocon la misma agilidad que un mono.

—Me voy al Carnaval.Saltó sobre el alero del frente para

aterrizar con un ruido sordo sobre laparte superior del porche de hierro dedos pisos que había en la fachada de la

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casa. Sloane gateó tras ella sin dejar delanzar juramentos. Cuando llegó alalero, miró hacia abajo y tuvo queagarrarse al borde del tejado con tantafuerza que los nudillos se le quedarontan blancos como unos dados bajo unaluz tenue. Alcanzó a distinguir la cabezade Scarlet justo antes de que seprecipitara hacia abajo, utilizando lacolumna de hierro de uno de loslaterales del porche.

A Sloane debería haberle resultadofácil inclinarse sobre el alero y dejarsecaer sobre el porche, pero esa zona nohabía sido ideada como terraza y notenía barandilla. Estaba tan preocupadapor la posibilidad de caerse de espaldas

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por encima del borde que cuando al finreunió el valor necesario para pasar porencima del alero y dejarse caer, seinclinó demasiado hacia delante y alaterrizar se golpeó la cabeza con lafachada de ladrillo de la casa.

Había llegado al tejado del porcherosa de dos plantas que se alzaba sobrela puerta principal. Se enjugó la frentecon la manga y bajó por la mismacolumna que había utilizado Scarlet. Elporche de hierro forjado estabarematado por un enrejado ornamentalque su madre había encontradoexcesivamente recargado. Esa noche,Sloane agradeció cada ringorrango ycada moldura por la sujeción que

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proporcionaban a sus manos y sus pies.Tres minutos después, se deslizaba

hasta el rosal que crecía en la base delporche. Scarlet ya se alejaba de la casa,hundida en el agua hasta la cintura.Sloane comenzó a correr entrechapoteos y, sin miramiento alguno,encerró a la niña entre sus brazos. Lapequeña comenzó a darle patadas y aretorcerse. Sloane le atrapó la manojusto en el momento en que se cerrabasobre la larga horquilla que habíautilizado para dar una estocada a KyleLanier.

—Hazlo y te rompo el brazo —laamenazó. Su voz era grave y temblabapor la ira—. Esto no es un juego. No

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puedes huir de mí. Si es posible, tellevaré al Carnaval; pero no puedesvolver a escaparte de mí.

Comenzó a caminar sin dejar dearrastrar a Scarlet con ella.

—No tienes por qué hacerme daño—se quejó la niña.

Sloane refunfuñó y se colocó a laniña sobre la cadera y permitió que estase aferrara con fuerza a sus hombros.

—¿Era mentira? Eso que has dichode me romperías el brazo…

—Eso espero —contestó Sloane.La isla fue azotada por otra ráfaga

de viento. Había veintitrés bloques deedificios, anegados de agua y conaspecto de estar a punto de derrumbarse,

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entre Ashton Villa y Playa Stewart, alfinal de Broadway.

Será mejor que nos demos prisa,pensó Sloane mientras se abría camino através del agua con un brazo alrededorde Scarlet. Las salpicaduras leempaparon la ropa y, por primera vezdesde hacía meses, estaba helada. Cadavez salía más gente a la calle. Los niñosse agrupaban en los porches, susurrandoy contemplando la devastación quehabía dejado el frente del huracán. Lasesposas sujetaban lámparas de propanoo de petróleo mientras sus maridosclavaban con furia tablones de maderasobre las ventanas orientadas al Este yal Sur. Muchas de las mansiones de

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Broadway estaban atestadas con loscriados, los parientes e incluso extrañosque se habían quedado en la calle; lamayor parte de ellos estaba empapada.Una marea continua de refugiadosascendía con torpeza por la avenidadesde los muelles de la bahía posteriory los barrios residenciales más pobresde la parte sur, donde el viento habíagolpeado en primer lugar y con másfuerza.

Los refugiados comenzaron a gritaren las puertas de las elegantesmansiones victorianas que flanqueabanla avenida. Tanto los Jackson como JimFord habían abierto sus puertas y teníanlas luces encendidas, como faros que

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guiaran a los maltratados y sin hogarhacia un refugio.

Benditos sean, pensó Sloane sindejar de avanzar con torpeza por el aguaque le llegaba a las rodillas.

Sin embargo, algunas mansionesestaban a oscuras y en otras podíanverse a grupos de hombres armados,apostillados como advertencia para lossalteadores y vagabundos.

Todo el mundo miraba al cielo.El cuerpo de un caballo ahogado

flotaba a la deriva sobre las aguas queinundaban el comienzo de laDecimoctava Avenida. Sloane aceleró elpaso; tuvo que abrirse camino aempellones entre refugiados cubiertos

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de barro y trepar o rodear las palmerasy los robles derribados que bloqueabanla acera. Se quedó atónita al darsecuenta de que las calles estaban llenasde carnavaleros. Al pasar por laDecimosexta Avenida, vio a un zancudoque se tambaleaba a una manzana dedistancia como una grulla borrachamientras cruzaba la calle cubierta deagua. Mientras Sloane lo contemplaba,alguien tropezó contra la pierna delhombre. El zancudo cayó lentamentehacia atrás, sin dejar de agitar losbrazos como si fuesen aspas de molino,y desapareció en medio de lassalpicaduras de su zambullida.

Momus había dado rienda suelta al

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Carnaval. La magia que Jane y Odessahabían intentado contener con tantoesfuerzo se derramaba de nuevo sobreGalveston en las alas de la tempestad.

Una mujer con cara de gato le dio untirón en el brazo. Sloane intentórecordar el nombre de la carnavalera.Lianna, así se llamaba. La mujer concabeza de gato llevaba un traje de nochede seda color esmeralda, hecho jirones ycubierto de manchas de agua que jamásdesaparecerían. Qué crimen. Sucombinación tenía salpicaduras de barroy de algo peor.

—¡Oye! ¡Malicia! Soy amiga deVinnie Tranh. Jugaste al póquer connosotros.

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—Tienes sangre en el hocico. —Sloane tuvo que gritar para hacerse oírpor encima del ruido de la multitud quese movía y chapoteaba en el agua.

—Un trozo de cristal me cayóencima —le contestó Lianna a voz engrito.

Scarlet comenzó a retorcerse enbrazos de Sloane.

—¡No te pares! ¡Tenemos que ver alabuelo!

Sloane comenzó a moverse denuevo, salpicando agua mientrasavanzaba.

Lianna se movió con rapidez hastaalcanzarla; su rostro felino estabaarrugado por la aversión que le

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provocaba el agua. Sacó una lengualarga y rosada y se lamió un hilillo desangre que le caía por el hocico.

—¿Te importa si te acompaño? Notengo otro sitio adonde ir.

Sloane refunfuñó como respuesta ycomenzó a avanzar con más rapidez,moviéndose con dificultad por el aguamientras el viento comenzaba a soplarde nuevo y a sacudir las hojas de losrobles con gruesas gotas de lluvia. Lamultitud que se movía por la calle fuepresa de la desesperación y la gentecomenzó a subir a los porches de lasmansiones y a aporrear las puertas. Unárbol había destrozado la cúpula de SanPatricio, y una horda de refugiados

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había salido de su interior y se agolpabaalrededor de la mansión de RandallDenton, el ostentoso Palacio del Obispo.De la multitud surgió un bastón que trazóun arco en el aire antes de estrellarsecontra una de las ventanas de Randall.En respuesta, surgió un disparo desde elporche. Alguien gritó. La muchedumbreretrocedió, tumbando a Sloane en elproceso. Consiguió ponerse en pie aduras penas, sin dejar de escupir agua ycon Scarlet aferrada a ella como unmono. La lluvia comenzó a caer con másfuerza.

No lo conseguiremos, entendió depronto Sloane. ¡Ay, Dios mío! PlayaStewart está por debajo del nivel del

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Espigón. ¡Dios Santo! ¿En qué estabapensando?

—¡No te pares! —gritó Scarlet—.¡No vamos a llegar nunca!

El pánico hizo que a Sloane se leencogiera el estómago. El vientoreapareció. Sloane se dio la vuelta ycomenzó a avanzar con desesperaciónhacia las resplandecientes luces de lamansión de Randall Denton.

El mismo Randall estaba en elporche y mantenía a la multitud a rayacon su antigua escopeta Purdey de doblecañón.

—¡Atrás! —gritaba al tiempo quetrazaba un arco con el arma y apuntaba alos rostros que lo miraban—. ¡Esto es

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propiedad privada, condenada chusma!Un nuevo relámpago surcó el cielo

desde el Sur, seguido de una terriblepausa tras la cual llegó el retumbar deltrueno. El ojo del huracán se alejaba.Las oscuras nubes de la tormenta seacercaban de nuevo, devorando lasestrellas a su paso. Comenzó a caer unalluvia helada otra vez.

—Aquí viene —musitó Sloane.La multitud avanzó. Randall disparó

y una mujer cayó al agua entre pataleos ysacudidas. Sloane esperó que gritara,pero no lo hizo; siguió dando patadas yretorciéndose en el suelo. Era difícilsaber si estaba herida o simplementeasustada. El olor de la pólvora flotaba

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en el aire. El viento, que cada vez eramás fuerte, se arremolinó en torno aRandall e hizo que el albornoz se agitaraalrededor de sus piernas mientras elhombre se preparaba para la siguienteronda.

—¿Quién es el siguiente?La multitud retrocedió. Sloane

respiró hondo y dio un paso adelante. Enese instante, se produjo una fuerte ráfagade viento que a punto estuvo detumbarla.

—¡Randall! ¡Randall! ¡Soy yo,Sloane!

—¡Y una mierda! —Randall movióla escopeta y le apuntó directamente alpecho.

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—¡Escúchame! —Aún sujetaba aScarlet con el brazo derecho. Habíaalzado el izquierdo sobre su cabeza; deese modo, la delgada camisa de algodónse le pegaría al pecho. Malicia sabíacómo jugar esta mano—. ¡Randall, porfavor!

Déjame entrar. Me conoces. Elhombre entrecerró los ojos para tratarde distinguir algo en la oscuridad.

—¿Sloane?Ella se tambaleó hacia delante.—¡Randall, gracias a Dios! Creía

que iba a morir ahí fuera, con ellos. —Ahora se encontraba claramente pordelante del resto de la muchedumbre yse alejaba de ellos a cada paso que

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daba.—¡Zorra! —gritó alguien.Sintió que una piedra o un bastón le

golpeaba con fuerza en la parte de atrásde la cabeza. Dio un chillido y untraspié hacia delante, con lo que estuvoa punto de dejar caer a Scarlet. Randalldisparó de nuevo. Sloane no supo sialguien resultó herido a sus espaldas.No se giró. La lluvia caía en esemomento como un torrente, levantandoblancas salpicaduras en la capa de aguaque cubría el césped.

—¡Randall!Con un movimiento de la escopeta,

el hombre le indicó que subiera losescalones.

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—¡Vamos! Y el resto de vosotros,basura, ¡QUEDAOS ATRÁS!

Sloane inició entonces una torpecarrera hacia la casa, salpicándolo todoa su paso. Deseó haber conservado elútil 32 de As. Otro relámpago cayósobre el Golfo. En ese instante de luzcegadora, vio una figura oscurarecortada en el extremo de la galería deRandall. Era un Hombre Langostino quecontemplaba el mar, encaramado einmóvil sobre la barandilla del porche.La criatura desapareció junto con la luzdel relámpago. El trueno hizo suaparición con la fuerza de una ondaexpansiva, haciendo que lascontraventanas del Palacio del Obispo

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repiquetearan.Randall volvió a cargar el arma,

preparado para una nueva andanada.—¡Sloane! ¡Dios, eres tú! ¿Quién es

la niña?—Mi sobrina. —Dejó a Scarlet en

el suelo y subió los escalones cojeando—. ¡Oh, Randall! —exclamó, y se lanzóa los brazos del hombre. Este le rodeóla cintura con una mano mientras con laderecha sujetaba la escopeta.

—Vamos —le dijo y se encaminóhacia la puerta.

—¡Oh, Randall, gracias a Dios! —Y,en ese momento, se inclinó entre susbrazos y le mordió justo por encima dela muñeca derecha con toda la fuerza de

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la que fue capaz.Randall gritó y dejó caer el arma. Al

instante, Scarlet la cogió y la arrojó porencima del porche, hacia el agua. Lamultitud se adelantó. Sloane empujó aRandall hacia la puerta principal de lacasa.

—¡Vamos! ¡Todo el mundo adentro!—chilló. La muchedumbre rugió altiempo que avanzaba—. ¡Nada depeleas! ¡Hay sitio para todo el mundo!Incluso para ti —añadió mientrasempujaba a Randall al interior de supropio recibidor.

—¡Zorra!Le dio a Sloane una bofetada; con

fuerza. Al momento, el hombre dejó

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escapar un grito y se agachó paraagarrarse la parte posterior de la rodillamientras caía al suelo. Scarletretrocedió de un salto y esgrimió laafilada horquilla en la mano sin dejar desonreír.

A Sloane le zumbaba la cabeza ytenía sangre en la boca. Agarró a unmuchacho corpulento que llevaba unacamisa destrozada y que en ese momentosubía con gran esfuerzo los escalonesdel porche de Randall.

—¡Tú! Ocúpate de que el señorDenton se quite de en medio. ¡Todosadentro! —gritó, agitando las manosfrenéticamente—. ¡Todos adentro!

El sonido del viento se asemejaba a

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un chillido y, junto con la lluvia, habíancomenzado a caer granizos. Unrelámpago restalló sobre sus cabezas.Un descomunal estruendo recorrió elaire cuando la iglesia situada al otrolado de la calle se desplomó bajo larenovada fuerza de la tempestad. Laempapada multitud traspasaba la puertaprincipal del Palacio del Obispo comoagua que se filtrara por un diqueagrietado. Empapada, maltrecha ycubierta de barro, la gente se arrojabasobre los sofás tapizados de terciopelode Randall Denton o se dejaba caersobre sus maravillosas alfombraspersas. Sloane ordenó a su improvisadoayudante que mantuviera a Randall

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detrás de ella para quitarlo de en medio.—Contra la pared. ¡A comportarse

todo el mundo! —gritó Sloane—. Nadieva a cortarte el cuello, Randall —le dijopor encima del hombro—. Solo intentansalvar sus vidas.

Randall se dejó caer, malhumorado,contra la pared, vestido con unempapado albornoz y frotándose conirritación la muñeca herida.

—Morder a alguien no es unejemplo de buenos modales, Sloane.

Sloane tragó la sangre que le llenabala boca y se pasó la lengua por losdientes para comprobar si Randall lehabía partido alguno cuando la golpeó.

—Bueno, estamos en paz.

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El fragor de la tormenta seintroducía a través de las ventanas rotas;las pesadas cortinas de Randall seagitaban y se hinchaban como si trasellas estuviera teniendo lugar unareyerta. Otro terrorífico trueno agitó lacasa e hizo que se sacudiera laporcelana colocada en los armarios yque las medallas del Coronel Dentonrebotaran en el interior de susexpositores de terciopelo rojo. Unaráfaga de viento abrió con gran estrépitola puerta principal de la mansión y lacortina de agua empapó la alfombrapersa en un abrir y cerrar de ojos.

Sloane se acercó a toda prisa a laspuertas y trató de cerrarlas. No tenía

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bastante fuerza. El viento penetró en lamansión de Randall y sacudió la arañade cristal, que empezó a tintinear comoun carillón de viento. En ese momento,el joven y corpulento ayudante deSloane se colocó a su lado y empujó lapuerta con el hombro; Lianna se unió alinstante. Juntos, lograron cerrarla. Lamadera de ciprés temblaba bajo susmanos y vibraba con la fuerza de latempestad mientras Sloane volvía aechar los cerrojos.

Tras respirar hondo, le ofreció lamano al corpulento muchacho.

—Gracias, ¿cómo te llamas?—Japhet —contestó él sin emoción

alguna, al tiempo que tomaba la mano de

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Sloane y la agitaba—. Japhet Mather,señora. Sloane lo reconoció al instante.

Este debe de ser el hermanopequeño de Ham.

Eso explicaría el metro ochenta deestatura y ese cuerpo de noventa kilos depeso, coronado por una cabeza másadecuada para un niño de doce años.

¡Hola!, pensó, pero no dijo nada. Yosoy el motivo de que tu hermano estéahí fuera con este temporal,abandonado a su suerte en algún lugarde la Península de Bolívar. Le dedicóuna radiante sonrisa. Al mal tiempo,buena cara. Era algo que tenían encomún Sloane y Malicia.

Cuando miró a su alrededor, vio que

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una de las doncellas de Randallasomaba la cabeza por la puerta de labiblioteca. No había señales del restode los criados.

—¡Oye, Lindsey! —El rostro de ladoncella desapareció—. Tu patrónnecesita agua templada y una venda.Lindsey, sé que estás ahí. Sé una buenachica. Nadie va a hacerte daño.

—¿Y qué pasa con esas «cosas»? —gritó la criada.

Sloane miró a su alrededor. Ah… loscarnavaleros. Más de uno habíabuscado refugio en el Palacio delObispo. Vio a la Garza que conociera ensu primera partida de póquer en elMardi Gras y que, en aquel momento, se

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sostenía sobre una pata, encaramadosobre la vitrina de la porcelana. Liannasaltó con agilidad sobre el pequeñopiano de cola para niños y se acurrucóallí para lamerse el hocico, aúnmanchado de sangre. Un zancudo, quehabía tenido que doblarse por la cinturapara poder pasar por la puerta principal,se enderezó con tanta rapidez que segolpeó con la araña de cristal en lacabeza; la lámpara osciló y se agitó,derramando haces de luz de múltiplescolores por el recibidor.

—Monstruos —puntualizó Randall—. Bueno, lo que nos faltaba.

Los refugiados humanos retrocedíanhacia el salón con los ojos abiertos de

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par en par a causa del miedo, dejando elrecibidor y la gran escalera central a loscarnavaleros. Sloane observó que unhombre cogía un pesado cenicero decristal. Un adolescente delgado con lacara manchada de sangre sacó unanavaja de su cadera y la sostuvo frenteél con una mano temblorosa.

Mejor hacerse cargo de lasituación ahora, antes de que alguientenga la oportunidad de pensarsiquiera.

—Oye, tú… ¿estás herido? —preguntó Sloane, mirando a los ojos almuchacho que sostenía la navaja—. Veal fondo del salón y buscaremos algopara curarte. —El muchacho no se

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movió. Sloane fingió no darse cuenta—.¿Alguien más está herido?

La madre de un niño que no dejabade llorar alzó la mano.

—Creo que mi hijo se ha roto elbrazo.

—Ve al fondo del salón, lejos de lasventanas.

La mujer alzó al niño en brazos yrenqueó a través la habitación. Unmomento después la siguió una joven,que se aferraba el hombro con una mano.Y, a continuación, un anciano con larodilla envuelta en un trozo de camisamanchada de sangre.

—Gracias —dijo Sloane a modo dereconocimiento.

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Poco después, el muchacho de lanavaja con el rostro cubierto de sangresiguió al resto de los heridos.

—Gracias a todos. Lindsey, trae unapalangana de agua caliente y vendaslimpias. —La criada apareció muydespacio desde la esquina de labiblioteca—. Si no hay vendas en lacasa podemos utilizar trapos limpios ofundas de almohada. ¿Hay algún médicoaquí? —Silencio—. ¿O algo parecido?

—Yo sé algo de primeros auxilios—contestó Japhet Mather.

—Que Dios te bendiga. Yo teayudaré. —Sloane se dio la vuelta ymiró a Randall—. ¿Vas a ponertedifícil?

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—Después —contestó con una desus viejas y cínicas sonrisas—. Te loprometo. —En el exterior, el huracánrugía en plena furia—. Será un placerservir de ayuda —prosiguió en voz alta.La muchedumbre lo contemplaba condesprecio—. Por favor… ¡póngansecómodos! Muévete, socio —le dijo aJaphet mientras le daba una palmada enla espalda—. Si alguien tiene hambre osed, mi personal de servicio estaráencantado de preparar algún aperitivo—finalizó, arrastrando las palabras.

Sloane lo contempló con la bocaabierta.

—No te asombres tanto —le dijoRandall—. ¿Acaso creías que no tenía

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conciencia alguna?—Bueno, para serte sincera…—Además, serás tú la que te

encargues de pagar cada centavo —añadió Randall. Volvió a esbozar susonrisa—. Cada puñado de arroz, cadamancha de sangre en mi alfombra, cadabotella de vino… ¿Sloane? Te veo untanto pálida —le dijo con tono solícito—. Que tu preciosa cabecita (bueno, hayque reconocer que no careces de ciertoatractivo) no se tome esto como unmotivo de preocupación. Yo mismo meencargaré de fijar los precios y sumarlas cantidades.

Sloane miró fijamente a lamuchedumbre de refugiados que

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manchaban de sangre y barro loscarísimos y antiguos muebles deRandall.

—Bueno… está bien —exclamó condesmayo—. Todo aclarado, entonces.

—Muy amable por tu parte aparecerpor fin —siguió Randall. Scarlet siseó.El hombre alzó las cejas—. Aunque esprobable, Sloane, que sea un poco tardepara esos dos tipos que desterramos,acusados de tu asesinato. —En esemomento, el estallido de otro relámpagoagitó la araña del techo. Randall meneóla cabeza—. En fin… pobres bastardos.—Su rostro reflejaba con claridad sufingida preocupación—. ¡Imagínate loque debe ser estar a la intemperie con

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este tiempo!

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CUARTA PARTE

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E4.1 Veneno

l inicio del exilio de Josh yHam comenzó veinticuatrohoras después de sersentenciados. En la oscuridad

que precede al amanecer, los sacaron desus celdas aisladas y los llevaron haciael Muelle 23 a punta de pistola. Fueronobligados a entrar en la bodega delMartes de Carnaval, una embarcacióndedicada a la pesca de la gamba cuyocapitán era primo segundo de losGardner.

La oscuridad era negra como la pez

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en la bodega del Martes de Carnaval, yJosh no tenía nada que contemplar salvolos vergonzosos fragmentos de susrecuerdos: la sonrisa condescendientede la mujer de las oficinas de laComparsa de Momus; el rostro lleno decicatrices de Kyle Lanier, que sonreíamientras le propinaba a Josh una patadaen el costado con sus brillantes zapatos;Sloane Gardner tumbada sobre su viejamesa de reconocimiento, mientras unhedor a hongos y a vino de arrozfermentado apestaba el pequeñogabinete delantero; las estanteríascargadas con patéticas pociones dehechicero en botellas recicladas yfrascos de Noxzema; el tirante de su

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vestido caído sobre el hombro; sus ojosconfundidos… «Lo siento. ¿Deberíareconocerlo?».

Con los tobillos atados medianteunas cuerdas, Josh y Ham estabansentados sobre unos ocho centímetros deagua salada, turbia a causa de las algas,que olía a gambas podridas. Josh podíasentir los trocitos de gambas sobre supiel, los bigotes y las patitas que sedesprendían durante las cargas ydescargas y que quedaban flotando en lasalmuera. No había dejado de tenernáuseas desde que los bajaran allí, y losmúsculos del estómago todavía sequejaban de la paliza que le había dadoKyle Lanier dos noches antes. Siguió

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vomitando mucho después de que suestómago se hubiera quedado vacío,como si hubiera algún tipo de toxina ensu organismo que fuera capaz deeliminar. Como si la vergüenza fuese unveneno.

—Alguno de estos hijos de putatodavía siguen vivos aquí abajo —dijoHam al tiempo que removía el agua. Lasgotas salpicaron el rostro de Joshua—.Tenemos que atrapar unos cuantoscabroncetes de estos. ¿Has comidoalguna vez gambas crudas? Sushi tejano—dijo el hombretón.

A Joshua se le revolvió el estómago.—Parásitos intestinales —dijo.

Sentía que le ardía la cara y que tenía

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fiebre; su estómago no dejaba deretorcerse. Pensó en los labios deSloane cerrándose alrededor de unacucharada de guiso de arroz; en sudisfraz teñido con los brillantes coloresantediluvianos; en el olor del humo delos cigarrillos del Mardi Grasimpregnado en sus ropas y su cabello.

—Dios, qué sed tengo —dijo Ham,que no paraba de hacer ruido almoverse.

—No bebas esta mierda.—No jodas, ¿de verdad?Josh clavó la vista en la oscuridad.

En algún lugar más abajo, un motorcobró vida. El suelo se sacudió cuandoempezaron a alejarse del muelle.

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—¿Ham?—¿Sí?El suelo se inclinó y volvió a

adoptar la posición original a medidaque el Martes de Carnaval tomabarumbo y el oleaje lo impulsaba condelicadeza hacia delante. El barco ganóvelocidad y avanzó a paso firme hacia elGolfo.

—¿Cómo llegó el cabello de Sloanehasta tu barco? La voz de Ham se abriópaso a través de la oscuridad.

—Pero qué gilipollas eres, elcabello estaba en el barco porque elSheriff Denton lo puso allí.

—¿Estaban mintiendo?—Josh, algunas veces me

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desesperas. —Ham suspiró con ganas—. No han encontrado a los asesinos.Necesitaban conseguir un culpable.Sigues pensando que no harían algo así auno de los suyos. Pero ¿sabes qué,Sherlock? Para ellos, tú no eres más queotro de nosotros.

—Crecí con ella. Íbamos a lasmismas fiestas. Otra explosivasalpicadura llenó el rostro de Josh deesa agua asquerosa.

Creo que he atrapado a esa puñetera.Busca a tientas por aquí, Josh, a ver sipuedes encontrar alguna gambaaplastada. —A Josh se le hizo un nudoen el estómago y le dieron arcadas otravez. Ham tosió—. Y probablemente no

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haya sido de mucha ayuda que lasmedias estuvieran… bueno…

—Manchadas.—Exacto —dijo Ham—. Ahora, una

vez que nos saquen de este puto agujero,tendremos que encontrar un poco deagua. ¿Hacia dónde crees que nosllevan? ¿Hacia el Oeste, hacia Corpus?¿O hacia el Este, hacia Beaumont y loscaníbales?

—No me importa.—Venga, hombre. Este no es mi

chico. El Josh que conozco era unmalhumorado cabroncete que no serendía jamás —dijo Ham—. El Josh queconozco es el tipo que regresaba todoslos días después de que ese perro loco

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mordiera a Matt Biggs.—Matt murió, Ham.—Por supuesto que murió, Josh —

dijo Ham con paciencia—. Tenía la putarabia, ¿no es cierto? La cuestión es quete quedaste allí para luchar cuando todossabían que estaba perdido… y a ti nisiquiera te caía bien ese cabrón. No eresde los que se rinden, Joshua Cane.

Josh cerró los ojos para tratar dedetener el repugnante recuerdo de esemomento en la sala del tribunal en el quefinalmente había comprendido lo muchoque Galveston lo despreciaba. Lo muchoque iba a tener que apoyarse en la fuerzade Ham para sobrevivir.

—Hay un nombre para un tipo que

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juega las manos que debería tirar —dijoJosh—. Un «primo». —Se puso encuclillas dentro de aquella aguaapestosa—. ¿Ham?

—¿Sí?—Siento haberte metido en es…—Venga ya, cállate de una puta vez.Pocas horas después de haberse

alejado del muelle, Ham empezó aroncar. La pequeña celda de oscuridadsiguió adelante llevando a Joshua conella, como Jonás en el vientre de laballena. El agua se sacudía y burbujeabaa su alrededor. La sofocante bodega delMartes de Carnaval se volvía más ymás calurosa. Josh se deslizó hastaquedar echado sobre la espalda, con la

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intención de aspirar el aire más frescoque había justo por encima de del aguanauseabunda del fondo. Dejó de notar elolor a gambas. En ocasiones tenía losojos abiertos; otras veces, cerrados. Ledolía el estómago; y las costillas.

No se dio cuenta de que se habíaquedado dormido hasta que despertó conla explosión de luz que se produjocuando alguien abrió de golpe latrampilla de lo alto. Entrecerró los ojospara protegerse de la claridad. Lacabeza del capitán del Martes deCarnaval apareció recortada contra elcuadro de luz del sol.

—Arriba, perros.Uno de los marineros lanzó una

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escala de cuerda hacia la bodega. Joshsubió por ella. Le temblaban las piernaspor la debilidad que le provocaban elhambre y la sed.

En cubierta soplaba una suave brisadesde tierra. Josh aspiró el aire puro ehizo una mueca cuando el doloraguijoneó su costado. Una costilla rota,posiblemente. En el costado del Martesde Carnaval que daba a tierra, cuatroestibadores bajaban una lancha al agua.Cuatro tripulantes más, con rifles en lasmanos, flanqueaban al capitán. Elhombre hizo un gesto con la cabeza paraseñalar la embarcación.

—Adentro, muchachos.A Josh y Ham los ataron espalda

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contra espalda con una cuerda de nailonamarilla y los obligaron a descenderhasta la parte trasera del bote. Ham nodijo nada cuando los marineros tiraroncon fuerza de las cuerdas, pero, para suvergüenza, Josh gritó. Los marineros lomiraron con desprecio. La lanchaavanzó hacia la orilla.

—Por lo menos corre algo de brisa—dijo Ham. Su voz sonaba ronca por lafalta de agua—. ¿Cuánto hemosrecorrido? ¿Cincuenta millas, tal vez?

Ninguno de los marineros respondió.—Hablad todo lo que queráis. Está

permitido —dijo el capitán. Era unhombre bajo, con barba y ojos fríos—.Pero yo que vosotros no desperdiciaría

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la saliva.La lancha se detuvo a unos cincuenta

metros de la playa. Dos marinerosfueron a la parte trasera para desatarlos.Los demás se sentaron con los riflespreparados. Estaba claro que si algunode ellos, Josh o Ham, trataba de escapar,les pegarían un tiro al momento.

—Vosotros dos, fuera —dijo elcapitán.

Un marinero le dio un pinchazo conla navaja a Josh para que se diera prisa.Ham y él se arrastraron hasta caer por laborda y se quedaron de pie con el aguahasta la cintura en la cálida corriente delGolfo.

Mientras uno de los marinos

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enrollaba y amontonaba la cuerda quehabía servido para atarlos, el oficial letrajo un pequeño cofre al capitán, que loabrió.

—Según los artículos de laComparsa de Thalassar y la justicia deltribunal, cualquier persona o personasexiliadas deben ser abastecidas ydotadas con ciertas provisionesadecuadas para permitir lasupervivencia —recitó—. Estosartículos son los siguientes: unacantimplora. —Levantó una abolladacantimplora de latón y se la pasó a sucompañero, que a su vez se la tendió aJosh, que se la dio a Ham, quien laremojó en el mar y la sujetó frente a sus

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ojos. Después de un momento, aparecióuna pequeña gota en el fondo. Y cayó.Seguida de otra, y otra, y otra…

—Está rota —dijo Josh. El capitánse atusó la barba—. Cerillas y unrecipiente impermeable —dijo.

El oficial le dio a Josh un puñado defósforos de madera baratos del tipo queJoshua fabricaba. Algunos cayeron alagua. Joshua trató de imaginar cuántascerillas llegarían secas después de querecorrieran el largo trecho que lesseparaba de la orilla.

—¿Qué pasa con el recipienteimpermeable?

—Tenéis una cantimplora de metal.—Tiene agua dentro.

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El capitán se encogió de hombros.—Eso es cosa vuestra, a mí no me

atañe.—Pero pierde agua…—Un cuchillo —continuó el capitán.El oficial sacó una navaja de

bolsillo marca Buck con una hoja deunos seis centímetros.

—Esa es mía —dijo Josh alreconocer las iniciales que habíagrabado en el mango de madera—. Mela dio mi padre cuando cumplí nueveaños. Las cerillas también son mías,¿verdad? Las cogieron de mi casa.

—Y por último, un arma y munición.El oficial les pasó un pequeño

revólver. Ham se colgó la cantimplora

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del cuello y extendió la mano para cogerel revólver. El sudor chorreaba por sufrente enrojecida.

—Un Colt del calibre 32 —dijo. Elmarinero le pasó una sucia bolsa dealgodón. Ham echó un vistazo a lo quecontenía—. Y seis balas del calibre 38.Gracias de todo corazón. ¿Sabéis?,podéis besarme todos el culo hasta quese me arrugue el sombrero.

El capitán les hizo un gesto a sushombres. El motor de la lancha ronroneóde nuevo y el bote comenzó a deslizarse,dejando a Ham y Josh entre las olas deGolfo, abandonados a su suerte.

—¡Cabrones! —gritó Ham—. Simuero, ya podéis esperar mi fantasma,

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¡hijos de puta! ¡Nos veremos en elinfierno!

La lancha se alejó de ellos sin dejarde hacer ruido. Josh se giró y empezó acaminar por el agua hacia la orilla, conlas cerillas y la navaja bien por encimade la cabeza, para evitar que se mojaran.No sirvió de mucho. La orilla se parecíabastante a la que había más allá delEspigón de Galveston: la arena quehabía junto a la orilla era oscura yapelmazada, mientras que la que seextendía unos veinte metros más alláhasta formar una pequeña duna que lellegaría a Josh hasta la cintura era claray fina. Por detrás había una vasta llanuracon grama de costa.

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Josh salió del agua y caminó hacia laplaya. La sequía había marchitado granparte de la vegetación que cubría laduna, pero su ojo de boticario todavíapodía localizar verdolaga y margaritaalcanfor, barrones, té de playa, ypequeñas hojas grisáceas de salvia. Lafuerte brisa de tierra hacía que toda lallanura se agitara y temblara. Oleadas degrama de costa verde azuladas seagitaban entre susurros. Tierra adentro,Josh pudo ver unos cuantos matorralesde bosque bajo: cinamomo, carqueja ycoma bumelia, sapio de la china yalmez. Al oeste, vio un soto de hierbasaltas o carrizos: cañas, espadañas obambú… la primera racha de suerte que

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tenían desde hacía tiempo. Los sotos decañas y espadañas significaban aguadulce: una charca, un marjal o un arroyo.Incluso en el caso de que la sequíahubiera secado el agua de la superficie,un cañizal era un buen lugar paraescarbar en busca de agua subterránea.Con suerte habría un sauce negro o dosen las cercanías, y podría usar la cortezacomo aspirina para los dolores ymagulladuras.

Ham estaba al borde del agua,protegiéndose los ojos con una de susenormes manos para contemplar el mar.

—El barco se dirige hacia el Oeste.Si van a casa, estamos en la PenínsulaBolívar.

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Josh se giró y entrecerró los ojospara protegerse del sol de la tarde conel fin de observar cómo retrocedía elMartes de Carnaval.

—Entonces estamos en tierracaníbal, ¿no?

—Todavía no estoy maduro. —Hamseñaló una delgada franja oscura en elhorizonte—. Oye, son nubes. Si llueve,necesitaremos algo para poder coger elagua.

Levantó la cantimplora. Goteaba sincesar sobre el mar. Ham soltó unjuramento y se frotó la frente con sugorda mano.

Josh se moría de sed. No habíatenido tanta sed en toda su vida. Tenía la

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voz ronca, y sentía la lengua como sifuera un trozo de fieltro.

—Estoy un poco mareado —dijo—.¿Y tú?

—También, y me duele la cabezacomo si el puto ayudante del sherifftodavía estuviese dándome patadas enella. Además, tengo ganas de vomitar.

Deshidratación.—Necesitamos agua. Creo que he

visto algunas cañas allí a lo lejos.Ham entrecerró los ojos para

observar el terreno.—Vamos, entonces.Comenzaron a caminar por la playa.

A pesar del recio viento que llegabadesde tierra, hacía un calor brutal. Unos

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treinta y cinco grados, quizás. Las ropasde Josh se secaron en un momento. Nocreía estar sudando lo suficiente.Retazos de cosas que había leídovolvieron a su memoria: «Ante unapérdida de agua del cinco por ciento, elpaciente experimentará sed,irritabilidad, debilidad, cefalea yposibles náuseas». Josh se preguntócuántas hemorragias internas habíatenido después de la paliza de Kyle.Más pérdida de fluidos por esa parte.«Un déficit del diez por ciento darácomo resultado una cefalea más intensay náuseas, con posible incapacidad paraandar» —eso todavía no— «y unposible hormigueo en las piernas». Le

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dolían los pies. «Cuando se llega alquince por ciento, la sensación dehormigueo se extiende por toda la piel;también se produce inflamación de lalengua, sordera, visión borrosa ymicción dolorosa».

Ham se detuvo.—Mierda, me estoy friendo vivo. —

Le pasó a Josh la cantimplora, el arma ylas balas para quitarse la camisa. Elamplio pecho y la barriga estabanpálidos en comparación con el rostro ylas manos. Unos sudorosos rizos partíande sus pezones blandengues para formaruna especie de costura oscura queaumentaba de tamaño según seaproximaba a la cinturilla de los

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pantalones de la prisión. Se colocó lacamisa como si fuera un turbante.

—Mejor quemarme la piel que sufrirun síncope por el calor.

—Buena idea. —Josh siguió suejemplo—. Nosotros, los Mather,sabemos unas cuantas cosas sobre lasupervivencia en el campo. Voy a hacerque esos cabrones desearan habermepegado un tiro cuando tuvieron laoportunidad —añadió de mal humor—.Voy a meterle el brazo a ese capitán porla garganta hasta llegar a su culo y levoy a dar la vuelta como si fuera uncalcetín.

Avanzaron de nuevo sin apartarse dela arena húmeda. Unas pequeñas olas

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rompían contra la playa y siseanalrededor de los pies de Joshua, pararetroceder después y llevarse la arenaque había bajo las plantas de sus pies.Entre la arena asomaban trocitos deconcha azules o beiges.

«Más del quince por ciento depérdida de líquidos resultaría mortal».

Las cañas que Josh había vistoresultaron ser espadañas. Cuandollegaron al lugar, se quedaron juntos enla playa y observaron el enmarañadopelaje de grama salada. Josh calculó quehabría medio kilómetro de distanciahasta la zona de hierba más alta. Ham serascó la mandíbula. Tenía los labiosagrietados, a pesar del ambiente

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bochornoso.—Creo que uno de nosotros debería

examinar aquella parte en busca de agua,y el otro peinar la playa. ¿Qué senecesitaría para construir un alambique?

Josh se humedeció los labios. Nosirvió de mucho.

—Un trozo de plástico y algo paraexcavar.

—De acuerdo. Tú busca por ahí. Yoiré por aquel otro sitio. —Ham se quitóla cantimplora del cuello, la alzó y dioun golpe en el lateral con la culata delinservible 32. Hizo un ruido estruendosoy extraño—. Apartaos de mi camino,serpientes de cascabel, voy a pasar. —Se detuvo y sacudió la cabeza—. Tened

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en cuenta la parábola de Joshua Cane.Desterrado de por vida por un coñitoque no se había tirado, el pobregilipollas.

—La próxima vez.—Claro, claro. —Ham pasó por

encima de la duna con los piesdescalzos y un bamboleo de barriga, ypisó con fuerza sobre la grama sin dejarde golpear su improvisado tambor.

Josh examinó la playa en busca dealgo que pudiera serles de utilidad.Incluso antes del Diluvio, la PenínsulaBolívar había sido una zona muy pocopoblada. Tan solo un puñado decomunidades costeras de segundacategoría, casas de veraneo

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pertenecientes a aquellos demasiadopobres para comprar en Galveston;algunos ranchos con unas cuantascabezas de ganado y una tienda deregalos en la autopista 87; unos cuantoshombres que trabajaban en laexplotación petrolera de la península yen las gasolineras, bares y restaurantesque la abastecían. Pero, a pesar de queno había muchas personas allí antes delDiluvio, la gente había sido tan guarraque todavía podías encontrar bastantebasura si observabas con atención. Casial instante, Josh descubrió un gruesotrozo de cuerda de nailon negra yamarilla, raída por el sol, y tan gruesacomo su muñeca, que habría pertenecido

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a un buque cisterna o a un carguero.Encontró un neumático entero, unAquaTread de Goodyear, en la cima deuna duna, donde alguna tormenta lohabía dejado. Lo llevó hasta la playa,pensando que podría necesitarlo mástarde para fabricarse unos zapatos o,muy probablemente, para quemarlo conel fin de mantener alejados a losmosquitos que con toda seguridadaparecerían cuando amainara el viento.Miró el neumático y meneó la cabeza.Vaya un imperio. Incluso la basuraduraba una eternidad.

A Josh cada vez le resultaba másdifícil mantenerse erguido. No sabríadecir si se estaba poniendo más enfermo

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o si el viento estaba cobrando fuerza. Ledolía muchísimo la cabeza.

Encontró una botella de plástico conel fondo roto, pero que todavía teníapuesto el tapón. La colocó en el interiordel neumático, donde el viento no se lallevaría, sin estar muy seguro de paraqué podría utilizarla.

Encontró dos latas de Budweiser,una de un tercio que serviría pararecoger agua y otra de cuarto que estabarota. Encontró un disco plano de metaldel tamaño de un plato de cena; tal vezla tapadera de un bote de pintura.Podrían utilizarlo como herramientapara excavar, si se le ocurría algunamanera de darle forma.

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Le resultaba aterrorizador lo rápidoque la especie humana se habíadeteriorado. Sus abuelos habían vividouna existencia asombrosa: habíanasistido a universidades de más de cienaños de antigüedad y habían estudiadolibros más antiguos todavía… una líneaacumulativa de pensamiento ycapacidades, cada generaciónformándose según las bases que habíadejado la última. En comparación conaquello, la gente a la que Joshua atendíacon sus pociones y amuletos no eramucho mejor que los animales: nacidaen casas provisionales, fallecida a causade las sequías y enfermedades, criando ymuriendo como una cosecha anual de

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mosquitos.En el último siglo, los médicos

habían vencido. Habían logrado curar ala gente. Todo lo que él podía hacer eradisminuir las pérdidas de la gente,retrasar lo inevitable, jugar cada manoperdedora de cartas tan bien comopodía. Pero Galveston siempre habíatenido ases que jugar: tifus, viruela,picaduras de araña, malaria…Recientemente había empezado a vertuberculosis también, y algo que separecía mucho a la fiebre amarilla.

El sonido metálico de la cantimploravolvió a escucharse más cerca. Hamdebía de estar regresando.

Josh descubrió un pequeño agujero

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en la base de la duna. La madriguera dealgún tipo de animal, casi seguro. La luzdel sol se reflejaba en su interior, comosi fuera de plástico. Metió una manodentro para buscar lo que fuera queprovocaba ese destello.

Una serpiente lo mordió justo porencima de la muñeca derecha y Joshgritó, un grito demencial que salió de lomás profundo de su dolorida garganta.Sacó la mano del agujero y contemplólas dos marcas de punción al final de suantebrazo derecho. Se derramaron dosgotas de sangre que cayeron sobre laarena de la playa a un centímetro dedistancia. Oyó que Ham regresabacorriendo a la playa, moviéndose con

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dificultad entre la grama.¿Cómo podía haber sido tan

estúpido? El problema de no tenersuerte, pensó Joshua, que contemplabafijamente la herida, era que uno no teníamargen de error. El dolor se extendiódesde la muñeca hacia la parte superiordel antebrazo. Toda la vida había jugadobien las malas cartas que le habíantocado. Era inteligente y trabajaba duro;hizo buenas elecciones y le echó agallas.Reuniendo todo aquello habíaconseguido salir adelante. Nunca habíaganado, por supuesto. Después de todo,era el chico de Sam Cane. Y cuandollegó el momento de cometer un error,cuando fue lo bastante estúpido como

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para enamorarse y agarrarse a lasmedias de Sloane Gardner, o cuando,después de un día sin comida ni agua,perdió la concentración y metió la manoen un pequeño agujero a un lado de unaduna de arena… fue cuando le llegó lapuñalada. Su padre solía decir: «Sicometes un error, un jugador bueno tecastigará por ello». Y era cierto; quienquiera que fuera el dios que le habíarepartido una mano mala tras otradurante toda su vida, había aplicado uncastigo implacable por cada error.

Según la experiencia de Joshua, máso menos la mitad de la gente que sufríauna picadura de serpiente experimentabapocos o ningún efecto adverso. La mitad

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afortunada.

* * *

Ham corrió a través de la grama y saltóde la duna. Siguió los ojos de Joshuahasta las marcas circulares de sumuñeca y después se giró paracontemplar el agujero de la duna.

—¡Por los clavos de Cristo! ¡Eresun gilipollas!

Ham metió la mano en el bolsillo deJoshua, agarró la navaja y la abrió. Joshsalió de su estupor.

—¡No! Cortarme solo serviría paraabrirme los capilares y conseguir que el

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veneno entre más rápido en mi torrentesanguíneo.

—¿Estás seguro? Está bien,entonces. Dime qué tengo que hacer,Josh.

—Saca una jeringuilla e inyéctameel antídoto, ¿te parece bien?

Ham lo agarró por los hombros.—Josh, joder, ni se te ocurra

bromear con esto. Dime lo que tengo quehacer. ¿Tengo que succionar la herida?

—¡No! Dios, no. Los vasossublinguales llevarían el veneno hasta tucorazón en un santiamén.

El corazón de Joshua latía con fuerzay cada latido repartía el veneno por suorganismo. Siempre le había parecido

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divertido, de una forma siniestra, que loúnico que hay que hacer después de unamordedura de una serpiente venenosa espermanecer calmado.

—Ham, esta picadura es bastantemala.

—¡Dime lo que tengo que hacer,joder!

Josh cerró los ojos. No tenían unabomba de succión mecánica.

—Apretarlo, supongo. —La zonaalrededor de la picadura comenzaba aescocer. Ham la pellizcó y salieron dosgruesas gotas de sangre—. Más fuerte—dijo.

Ham apretó mucho más fuerte. Lasangre comenzó a salir a borbotones a

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través de la herida. Dolía un montón.Josh apretó los dientes y asintió. Hamrelajó los dedos por un momento ydespués apretó con más fuerza todavía.Josh le había visto partir el caparazónde los cangrejos con tan solo el dedoíndice y el pulgar.

—Josh, tío, ¿qué más hay que hacer?—Bueno, debería quedarme inmóvil,

si puedo. No puedo permitir que meentre el pánico. —Le dolía la muñeca—.Voy a contener la respiración.

—¿Qué?—Cuando la concentración de CO2

aumente en el torrente sanguíneodeprimirá la frecuencia cardiaca.

Josh tomó una buena bocanada de

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aire y aguantó la respiración. Cerró losojos y se vio a sí mismo insertando unajeringa llena de solución de jugopancreático en la pierna de su madre ybajando el émbolo muy despaciomientras contaba hasta diez. Tenía losmuslos negros y amarillos por losmoratones, y una vieja hinchazón deltamaño de un huevo de gaviota en la otranalga. Salió más sangre de la muñeca.Ham le dio unas palmaditas torpes en elhombro.

—Siento haberte insultado. Podríahaberle pasado a cualquiera.

—Tú no habrías metido la mano ahíni aunque vivieras diez vidas.

El rostro gordo de Ham tenía mal

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aspecto después de un día sin agua:marcado por la fatiga y los comienzosde quemaduras solares en sus mejillas ysu nariz.

—Tío, tengo un miedo que te cagas.Joder, no te me mueras.

—De acuerdo.A Joshua seguía doliéndole

horriblemente la muñeca, que estabahinchada y ardía a pesar de que Ham yano apretaba. Lo siguiente: limpiar laherida. Josh se colocó de espaldas aHam y se desabrochó los botones delpantalón con una mueca. De cuclillas enla arena, sacó su fláccido pene y losujetó sobre su muñeca derecha. Hamabrió unos ojos como platos.

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—La orina es un antiséptico —dijoJosh. Hablar le hacía daño.

Le llevó bastante tiempo mear. Alfinal, salió un chorro de orina, de coloramarillo oscuro y con un olor fuerte. Lafrotó contra las heridas de punción tan afondo como le fue posible. No habíasuficiente ni para enjuagarse las manos,pero lo intentó.

—Hijo de puta —susurró Ham.A Josh le llevó bastante tiempo

volver a abrocharse los pantalones.Después se tumbó en la arena con lacabeza hacia el agua y los pies hacia laduna, una elevación natural.

El dolor de la muñeca hacía que sele saltaran las lágrimas. Era como si

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hubieran encendido un fósforo bajo lapiel. Había tratado las mordeduras deserpiente a varios pacientes, incluyendoa un niño de tres años con malnutriciónque al final había muerto. El chiquillohabía pisado la serpiente mientrasjugaba en la calle cubierta de basura quehabía tras la choza de sus padres. Joshrecordó la forma fría y clínica en que sehabía colocado junto a la cama mientrasel niño gritaba. Después de la muertedel crío, su padre le había ofrecido aJosh una parte de su escasa cena dearroz y le había prometido que añadiríaa su plato un poco de grasa de pollo. Lohabía rechazado de forma educada. Elpadre no cesaba de sacudirle la mano.

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La madre se había sentado para mecer elpequeño cuerpo entre sus brazos.Debería haberse quedado a cenar, pensóJosh. En aquel momento se dijo que lesestaba haciendo un favor a los padres.Pero era mentira. Lo que necesitaban eraque alguien los ayudara a soportar eldolor. Debería haberse quedado.

—Hijo de puta —repitió Ham.Josh se giró hacia el lado izquierdo.

Ham contemplaba la playa. La mareahabía subido. Había subido bastante, sedio cuenta Josh. Las olas llegabansiseando hasta escasos metros del lugardonde se encontraba, muy por encima dela línea del agua.

—Contra el viento —dijo Ham—.

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La marea está subiendo y lo hace contrael viento. Mira el cielo.

En el sur, el horizonte estaba negro.Líneas y láminas de relámpagos loatravesaban. Se estaba formando unatormenta sobre el Golfo. Eso era lo queatraía el viento fuerte desde tierra.Debía ser una buena tormenta paraconseguir que esa enorme oleada sedirigiera tierra adentro a pesar delviento en contra. Josh olvidó contener elaliento.

—¡Huracán! —susurró.Ham se tambaleó.—Tío, no podemos quedarnos aquí.

La playa entera estará bajo el aguadentro de una hora.

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Un pequeño movimiento atrapó laatención de Joshua. La cabeza triangularde una serpiente se deslizó desde elagujero donde le habían mordido. Unmomento después, apareció el resto dela serpiente. Medía bien a gusto unmetro y medio de largo; era de colormarrón claro, con rombos de un marrónmás oscuro bordeados por anillosnegros, y su cola tenía el color de la natafresca. Giró y se deslizó con suavidadpor la falda de la duna de arena.

—Una cascabel de diamantes —dijoHam—. Sabe que se acerca la tormenta.

Contemplaron cómo desapareció laserpiente en la zona de grama de costa yverdolaga roja. Ham extendió la mano.

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Josh la tomó y aceptó su ayuda paralevantarse. Se quedaron de pie duranteun minuto, sin dejar de estudiar elpastizal. El viento apretó un momento yse detuvo de repente. Una garza blancase elevó desde la mustia llanura y batiólas alas con fuerza hacia el Norte. Joshdudaba que la tierra se levantara más deun metro sobre el nivel del mar desde ellugar donde se encontraban hasta elhorizonte.

—¿Cuánto creció el oleaje duranteel Gran Huracán? —preguntó Ham.

—Seis metros.Ham soltó un juramento.El dolor de la muñeca de Joshua se

estaba haciendo insoportable.

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—Ham, corta la manga de mi camisay átamela alrededor del brazo. No untorniquete, solo apretado.

A Ham le llevó menos de un minutocortar la manga y colocársela como unacincha alrededor del brazo. A Joshua leempezaron a arder también los dedos dela mano derecha. Se obligó a contener elaliento para dejar que el anhídridocarbónico llenara su torrente sanguíneo.Su corazón golpeaba una y otra vezcontra la caja torácica, negándose aaminorar el ritmo. El viento del Nortevolvió a soplar con fuerza.

—Tenemos que irnos, colega.—Vale —masculló Josh.Se encaminaron hacia la parte

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superior de la duna; primero Ham, queseguía el rastro que había dejado antesen la grama de costa. A unos treintapasos hacia el interior, el terreno seelevó un poco y a Joshua le costóbastante subirlo. Desde donde estaba,podía ver el asfalto agrietado queasomaba a través de la raída alfombrade hierba y broza.

—La autopista 87 —dijo Ham.—¿Podemos seguirla?Ham se movió con dificultad para

bajar la suave cuesta hasta el otro lado.—Joder, no. Sigue a lo largo de la

costa.Josh trastabilló tras él. Los pájaros

se levantaron a su alrededor y se

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alejaron volando tierra adentro:estorninos negros, gorriones, arrendajosa rayas blancas y, en una ocasión, uncardenal rojo como la sangre. Alprincipio, a Josh le aterrorizaba pisarotra serpiente de cascabel, pero prontole resultó difícil pensar en otra cosa queno fuera el dolor de su brazo derecho.Se sentía mareado y no podía utilizar elbrazo para equilibrarse. Se cayó alsuelo.

—Vamos, socio —dijo Ham. Joshforcejeó para ponerse en pie, se puso enmarcha y volvió a caerse. Esta vez, Hamlo agarró del brazo izquierdo y tiró confuerza hacia arriba. El viento se detuvode nuevo. En el súbito silencio,

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pudieron escuchar el murmullo distantedel trueno.

Aceleraron el paso; podía oírse elpesado y ronco arrastrar de sus pies através de la hierba seca. No hubo másoportunidades para que Josh aguantarala respiración; jadeaba y se ahogaba porfalta de aire. La deshidratación y lapicadura de la serpiente se habíanconfabulado para producirle unosterribles espasmos en el abdomen y enlos costados. Las briznas de gramasalada se le enredaron alrededor de suspies y cayó de nuevo, aterrizando confuerza sobre su brazo malo. El dolor loatravesó como un estallido de fuegosartificiales que hubiesen sido lanzados

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desde la picadura, tan intenso que dejóel resto de su cuerpo sacudido por losestremecimientos. Su mente se quedó enblanco y aguardó a que las oleadas deagonía terminaran.

Ham se lo cargó cabeza abajo sobresu enorme hombro y echó a correr. Joshse sacudía contra su amplia espalda. Subrazo derecho colgaba todo lo largo queera, y se agitaba de forma horrible concada zancada que daba Ham. Elhombretón respiraba con dificultad, y nodejaba de gruñir y resoplar mientrasavanzaba por la hierba.

—¡Para! —jadeó Josh—. Vedespacio. —Puedo aguantar, puedo…Ham tropezó y cayó sobre una rodilla.

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—¡Por los clavos de Cristo, cállate!—Se puso en pie de nuevo con untambaleo, llevando a Josh sobre elhombro como si fuera una muñeca detrapo—. Lo siento Josh, no podré seguircargando contigo mucho más.

Alrededor de un kilómetro y mediotierra adentro, dejó a Josh con cuidadoal otro lado de una cerca de alambre deespino. Mientras Ham bajaba losalambres y cruzaba, Josh miró el caminoque habían recorrido. La pequeñaondulación de la Autopista 87 todavía sedistinguía a la perfección, más alta queel terreno en el que estaban ahora. Joshpermaneció doblado a la mitad, sindejar de jadear. Le dieron náuseas de

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nuevo. Los espasmos de su estómago yde sus costados habían empeorado. Notóque le iba a dar un calambre y losligamentos de la parte trasera de larodilla empezaron a contraerse.

—¡Joder! —dijo Ham—. Tenemosque buscar algún refugio. —Señaló unmatorral que estaba a una distancia de almenos otro kilómetro y medio—. Voy allegar a hasta allí.

La línea de tormenta atravesó el sol,que se dirigía hacia el Oeste. Una calmamortal llegó con la súbita penumbra; elbochornoso día se quedó en silencio enaquella oscuridad sobrenatural. Lamarchita pradera contuvo el aliento,como si aguardara una señal. En aquel

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momento, una bandada de gaviotas salióa toda velocidad de las oscuras nubes detormenta; las aves chillaron en lo alto y,en un instante, desaparecieron a lo lejoshacia el norte, como flechas blancas quehubiesen sido disparadas hacia laquietud expectante.

Al instante siguiente, sopló unvendaval, como la onda expansiva quehubiesen dejado a su paso, y toda lapradera se postró ante él.

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E4.2 Gusanos

l temporal no soplaba de sur anorte, como Josh habríaesperado; la torrencial lluviallegaba desde el este-sureste.

El viento parecía soplar de un lugarmuy, muy lejano, cargado de masa yaceleración, como un inmenso río queaplastara la llanura bajo su peso. Unagota de lluvia le cayó con fuerza sobrela espalda, asombrosamente fría sobresu piel caliente. Otra le golpeó en elhombro. La luz del día se desvaneciócomo una lámpara que se apagara y, a

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continuación, la lluvia comenzó a caer araudales; una ruidosa cascada que dejó aJosh calado entre un jadeo rasgado y elsiguiente. El viento tiró de suimprovisado turbante, haciendo que sesacudiera como un látigo alrededor. Elmundo se había convertido de repente enun lugar mucho más pequeño, un huecoinestable dentro de la tormenta. Losrelámpagos restallaban sobre su cabezay los truenos retumbaban a su alrededorcon la fuerza de una bomba. Ham loagarró de la mano izquierda y juntoscomenzaron a avanzar con enormesdificultades.

El suelo, endurecido por la sequía,se convirtió en un charco de barro bajo

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sus pies desnudos. Josh tragó el aguaque le corría por la cara. La llanuraparecía hervir como un marembravecido bajo el vacilanteresplandor de los relámpagos. La lluviacaía de forma oblicua. Un calambre hizoque Josh se doblara en dos. Ham tiró deél para que corriera, pero el movimientohizo que se cayera al suelo con lamuñeca herida bajo el cuerpo y sedesmayó por el dolor.

Ham lo levantó. Josh se balanceabacomo los restos de un naufragio,emergiendo de la inconsciencia paravolver a hundirse en ella al instante.Abría y cerraba los ojos. La tormentaera una casa de locos. Ham tan pronto lo

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llevaba en brazos como lo dejaba en elsuelo y tiraba de él, para volver allevarlo en brazos de nuevo. Cada vezque Josh sentía que recuperaba elsentido, los relámpagos grababan unaimagen sombría ante sus ojos.

Briznas de hierba que se retorcíancomo los brazos de una anémona.

Gigantescas nubes moradas con lasmismas bocas succionadoras de lasestrellas de mar.

Una ráfaga de viento hizo que untrozo de musgo español golpeara lacabeza de Ham, tomando de repente elaspecto de algo peludo y monstruoso.

Un caimán que se agitaba sin cesar,atrapado en una alambrada de púas.

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Poco después, llegaron a unbosquecillo donde los árboles sequejaban sin cesar y las ramas de losalmeces y las cañas de azúcar manteníanenloquecidas conversaciones. Josh seencontró en el suelo, con la espaldaapoyada contra el tronco de un árbol; lasramas y ramitas se bifurcaban hastaconvertirse en capilares: todo un sistemacirculatorio completo que había sidoarrancado de algún gigantesco animal yque se alzaba, retorcido, sobre sucabeza.

El brillo del latón apareció frente asu rostro y, momentos después, Ham leacercó la cantimplora a la boca. Seatragantó y tosió al tratar de sorber el

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agua. El metal tenía un sabor ácido, peroel agua de lluvia era tan dulce como lavida.

Más ventrículos y arterias; en esaocasión estaban hechos de relámpagos yhabían sido dibujados con fuego blancocontra el cielo.

Otra madeja de musgo español llegódando tumbos a través del aire y cayópesadamente sobre el tronco de un árbolcercano. De nuevo, un relámpago rasgóe iluminó el cielo, y Josh se percató deque no se trataba de musgo español, sinodel rostro de su madre, mortalmentepálido y cubierto de algas.

—¿Te has acordado de traer lascerillas? —le preguntó ella.

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—Sí, señora. —Se levantó de lamesa de la cocina para ofrecerle lascerillas a su madre. Su padre comenzó aguardar las piezas del ajedrez—. ¿Ya novamos a jugar más? —preguntó Josh.

—¿Otra vez? —Su madre sonrió ymeneó la cabeza.

Encendió la lamparilla de petróleoque había colocado bajo la fondue en laque llevaba a cabo sus experimentos. Elaire se llenó con el aroma de la menta,la madreselva y la cera caliente. Debíade estar haciendo crema para las manos,jabón o algo parecido.

—Llevas horas jugando, Josh.—Pero con este tiempo no puedo

salir —porfió de forma razonable. Las

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contraventanas se sacudieron y las vigasde la casa crujieron con la fuerza delviento, como si quisieran confirmar laafirmación del muchacho—. Me gustamucho jugar una partida detrás de otra.Se aprende más cuando uno se dedica aalgo en concreto.

—De tal palo, tal astilla.—En una ocasión, alguien preguntó a

un gran maestro por qué no habíajugadoras de ajedrez que tuviesenverdadero éxito —comentó el padre deJosh. Su esposa dejó de mirar la fonduepara observar a su marido con gestomordaz—. Y él contestó: «Espero quelas mujeres tengan mejores cosas quehacer en su tiempo libre que jugar al

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ajedrez».La madre de Joshua soltó una

carcajada.—¿Podemos jugar otra vez? ¿Por

favor?Samuel Cane guardó la última pieza

de ajedrez y cerró la tapa de la caja. —Si quieres seguir jugando, tendrá que seral póquer—.

—Me gusta más el ajedrez —insistióJosh de mal humor.

—Eso es porque todavía eres unniño. —Su padre sonreía, pero Joshsintió que acababa de fallar en algúntipo de oscura prueba. Su madreresopló.

—Entonces, el póquer sí es un

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verdadero juego de hombres, ¿no?—A Josh le gusta el ajedrez porque

es un juego justo. Cada jugador controlacon exactitud lo que sucede en eltablero, y aquel que juega mejor es elque gana. Por eso es un juego de niños.—Sam sacó una baraja de cartas delbolsillo interior de su chaqueta y lasbarajó con una elegancia innata—. Unjuego de hombres debería ser como lavida misma.

La lluvia no dejaba de repiquetearcontra los cristales de las ventanas de lacocina. Josh era vagamente conscientede las cosas que se mecían en elexterior: las hojas de las palmeras, lasramas de las adelfas. Su padre barajó

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los naipes haciendo que cayeran comouna cascada de agua líquida que sonóexactamente igual que el viento queaullaba en el exterior, como la mismalluvia.

—No siempre gana el mejor jugador.En la vida real, a veces te repartenbasura en lugar de reyes. Ganar es fácil,Josh. Cualquiera sabe ganar. Sinembargo, perder es otra cuestión. —Repartió con rapidez, cinco cartas paracada uno.

Josh cogió las suyas. Sabía que sumadre y su padre habían estado casadoscon personas distintas antes del Diluvio,y que esas personas habían muerto.Mucha gente había muerto, y el mundo

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que conocían había muerto también.—Tenemos toda una vida para

aprender una sola lección —prosiguióSamuel Cane—: cómo perder condignidad.

El viento y la lluvia golpeaban laacogedora casa. La oscuridad aguardabamás allá de sus ventanas. Al mirar haciaabajo, Josh descubrió que el suelo de lacocina había desaparecido y en su lugarno había más que una fangosa pradera.De algún modo, la lluvia habíaconseguido entrar. Los charcos de aguasucia se extendían entre los macizos degrama de costa y de margaritas alcanfory, al unirse, hacían que el nivel del aguacomenzara a subir. En sus pies se había

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enredado una mata de verdolaga roja.—No voy a creerme eso —dijo la

madre de Joshua con una sonrisa jovial—. Pero, bueno, ¿sabes una cosa Sam?Algunos días casi eres el hombre quecreí podrías ser…

El padre de Joshua rio.—No apuestes por eso… —le

contestó.

Mucho más tarde, Josh salió de golpe yporrazo del delirio en el que se habíasumido, como aquel que sale por lapuerta equivocada por error. Estabasentado, con el agua a la altura delregazo, y atado a un árbol no muy gruesocon un jirón de lo que antaño fuese la

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camisa de Ham. El dolor de la muñecaera horroroso, pero lo sentía como siviniese de un lugar remoto. El aullido dela tempestad se había calmado, dejandotras de sí una calma sobrenatural. Elagua se agitaba suavemente contra él;olía a sal y a fango. El cielo estabadespejado. Las estrellas brillaban sobresu cabeza como la espuma arrojadasobre una playa de arenas negras.

Ham estaba atado a un árbolcercano. El hombretón tenía los ojosabiertos y contemplaba con una profundaexpresión de soledad el mar y la tierra,que se habían convertido en una única yturbulenta criatura. El simple hecho demirarlo resultaba, de algún modo, una

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intrusión, algo vergonzoso e indigno.Allá en el horizonte, casi a ras del

mar, una luna creciente iba a la derivasobre las aguas, como una cunaabandonada. Los trémulos trazos de suamarillenta luz se fundían y reflejabansobre la superficie de la tierra anegada.En el cielo, las estrellas titilaban comovelas remotas que se apagaban en cuantolas mirabas y volvían a la vida una vezapartabas los ojos de ellas. Las estrellasfluctuaban como luminosas gotitas deagua azul; lo envolvían y lo eludían a unmismo tiempo.

Cuando volvió a despertar, ya habíaamanecido.

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El cielo estaba despejado y el díaera fresco y agradable; alrededor de losveinte grados, aunque el sol estaba bienarriba. Una mosca zumbaba alrededorde su cabeza. Todavía estaba sentadocon la espalda apoyada contra el árbol,con el agua hasta la cintura. La llanurase había convertido en marjales, charcasy riachuelos de aguas brillantes, que seveían interrumpidos por extensiones degrama de costa y sotos de carrizos. Latípica brisa del Golfo volvía a soplar.Agitaba tanto la hierba como el agua, demodo que el paisaje parecíaestremecerse y hervir. Comenzó ainclinarse hacia delante para comprobarsi el agua era dulce o salada, pero se

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detuvo con un quejido al sentir que undolor punzante se extendía por sumuñeca derecha.

—¡Buenos días, Josh! —Hamapareció de repente a un lado delbosquecillo. Estaba desnudo y la puntade su polla se balanceaba, apenasvisible, bajo la masa informe de subarriga. El pecho, gigantesco y fláccido,estaba enrojecido allí donde no teníamoratones. Su rostro mostraba lososcuros indicios de su espesa barba. Elcansancio había dejado sus ojosribeteados como los de un mapache.Sonrió—. Socio, tienes el mismoaspecto que cuatro kilos de mierdaembutidos en una bolsa de dos.

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—Pues no me siento tan bien… —musitó Josh.

Le dolía la espalda por haber estadoatado al árbol. Los músculos de loscostados y los de las piernas tambiénestaban doloridos, y le recordaban losagudos calambres que el veneno de laserpiente de cascabel le habíaprovocado. Ham chapoteó hasta llegarjunto a él y aplastó un mosquito que sehabía posado sobre el enjuto pecho deJoshua.

—Habrá más de estos cabroncetesen un día o dos. —Se puso en cuclillasal lado de Josh, haciendo caso omiso deotro mosquito y de dos moscas que seposaron sobre sus enormes hombros.

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—¿Dónde están tus pantalones?Ham señaló la rama que había justo

sobre la cabeza de Joshua.—Cuando el viento comenzó a

amainar, los colgué ahí arriba pararecoger agua de lluvia mientras durarael chaparrón. Supongo que será mejorque los baje antes de que se sequen.¿Quieres un sorbo?

—Dios, sí.Un minuto después, Josh estaba

estirando el cuello del mismo modo queun polluelo mientras Ham retorcíalentamente la tela sobre su boca, concuidado de no malgastar ni una solagota. Solo cuando hubo bebido laúltima, Josh volvió hablar:

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—¿No deberíamos haberlaracionado?

—No te preocupes. Anoche bebí miparte y un poco más. La cantimploratiene un agujero en el fondo, por cierto.Si le pones el tapón y la sostienesbocabajo aguanta, más o menos. La hecolgado por ahí, en la rama de un árbol.—Ham retorció los pantalones deluniforme de la prisión una vez más parabeberse las últimas gotas antes deponérselos entre saltitos y chapoteossobre el agua fangosa.

—¿Ham?—¿Qué?—Todavía sigo atado al árbol…Ham lanzó un juramento y se agachó

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para desatarlo.—¿Cómo está mi muñeca? —

preguntó Josh. Intentó apretar el puño.El dolor resultaba agónico y apenaspodía mover los dedos—. No puedosoportar mirarla. Dímelo, por favor. Losojos de Joshua se llenaron de lágrimasmientras Ham, con mucho cuidado, lealzaba el brazo derecho parainspeccionarlo.

—No parece estar tan caliente —dijo el hombre despacio—. Tampocohuele muy bien que digamos. Enrealidad, tanto la mano como la muñecatienen el doble de su tamaño habitual.Josh, la carne de aquí se ha puestonegra. Está negra y algo así como…

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deshecha. —En la voz de Ham ya nohabía rastro de diversión—. Creo que yase ha deshecho una parte. Además, huelefatal.

—Entonces es que está infectada. Seestá necrosando. —Otra mosca comenzóa zumbar alrededor de Joshua; atraídapor el olor, sin duda. Tragó saliva, semovió un poco con el fin de acomodarsu dolorida espalda, y alzó las rodillaspor delante de él. Con ayuda de su manoizquierda, alzó el brazo derecho y locolocó, con todo el cuidado del que fuecapaz, sobre sus rodillas, siseando dedolor en el proceso—. Ham, ¿vamos amorir?

—Joder, no. Conseguimos

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sobrevivir al huracán, ¿no es cierto?Mala hierba nunca muere…

—¿Y qué pasa con el agua?El hombretón hizo un gesto de total

despreocupación con la mano.—No hay problema, compadre. Lo

único que tenemos que hacer es seguir laautopista 87 hasta que encontremosalgún edificio. En la primera casa queveamos, buscaremos un toldo o unacortina de ducha y… ¡bingo! Tendremostu alambique listo en un santiamén.Además, habrá bidones de agua,depósitos y fuentes. Lo más probable esque todos los molinos que veamostengan un pozo en la base. Supongo queeste lugar no estaría deshabitado antes

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del Diluvio.—¿No habrán saqueado a estas

alturas las cosas más valiosas?—Dudo mucho que se hayan llevado

un depósito de agua. Estarán en elmismo sitio donde los dejara el granjeroy llenos hasta los bordes después de lalluvia de anoche. Sobre todo siencontramos un camino que se interne laisla.

—¿Y la comida?—Si mueres de hambre en una playa,

es que mereces morir —contestó Ham—. Amigo mío, te encuentras en el Buféde la Madre Naturaleza. Tienes almejas,cangrejos y ostras. Más todo el pescadoque el temporal ha arrastrado hacia

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tierra y se ha quedado varado. Ya hevisto cinco o seis peces coleteando poraquí cerca. Un poco más allá hay unacorvina atrapada en un árbol; es lo máshorroroso que he visto en la vida…Josh, tienes una mosca en la muñeca.

—No te preocupes.—Y además, esta mañana he visto un

par de cabezas de ganado ahogadas,colgando de una valla de alambre deespino. Y un caimán. Una carne parachuparse los dedos, la de caimán. —Suvoz se desvaneció—. Tienes otra moscaen la herida. ¡Fuera, asquerosas! —exclamó, agitando el brazo paraespantarlas.

—Déjalas.

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—¿Cómo dices?—Que las dejes —repitió Josh—.

Dentro de una hora, más o menos,habrán hecho su puesta de huevos en lacarne de mi muñeca. Entonces, mevendaré la herida.

Los ojos de Ham estuvieron a puntode salirse de sus órbitas.

—Terapia con larvas —explicó Josh—. La usaban muchísimo durante laPrimera Guerra Mundial. Hay que dejarque las larvas eclosionen, ya que losgusanos se alimentarán de la carneinfectada y, cuando se la hayan comido,puedes retirarlos con facilidad.

Ham observó las moscas que searremolinaban alrededor de la muñeca

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de Joshua.—Espero que no te moleste si

vomito.—Aquí no —contestó Josh—. No

quiero competencia.—Josh…—No puedo permitir que todas mis

moscas se congreguen sobre tu vómito…—¡Josh!—… y que se desperdicien todos

esos gusanos —concluyó Josh con unasonrisa.

Si Ham hubiese comenzado a sufrirarcadas, no habría podido contener lascarcajadas.

* * *

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Pasaron repetidamente lo que quedabade la camisa de Ham por las copas delos árboles del pequeño bosquecillo dealmeces, con el fin de empaparla con elagua de lluvia que aún quedaba sobrelas hojas, y así poder retorcerla despuéssobre sus bocas para beber. En la partetrasera del boscaje se alzaba un pequeñosauce negro achaparrado. Josh hizo queHam cortara con la navaja de bolsillounas largas tiras de corteza de las queextrajo la parte más interna y blanda.Guardó la mayoría en el bolsillo delpantalón y comenzó a masticar el restocon la esperanza de que los salicilatosle ayudaran a aliviar el dolor del

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antebrazo y le bajaran la fiebre que,según suponía, debía rondar los treinta yocho grados. No sabía muy bien si lafiebre era consecuencia de la paliza deKyle, de la deshidratación, del venenode la víbora o de la infección del brazo.En opinión de Ham, su temperaturahabía descendido bastante con respectoa la noche anterior, lo que encajaba conlos sueños delirantes y los momentos delucidez meridiana.

Por supuesto, había perdido lascerillas. Aunque tampoco hubiesen sidode mucha ayuda tras semejanteinundación. Ham se las había arregladomejor: aunque pareciera un milagro, aúnconservaba la pistola y las balas de

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diferente calibre, así como lacantimplora y la navaja.

—¿Y ahora qué? —preguntó Josh.Ham estaba ocupado en arrancar mástrozos de corteza.

—Supongo que hoy deberíasdescansar todo lo que puedas. Yobuscaré comida. Después, haré unassandalias con esta corteza para que nose nos destrocen los pies cuandotengamos que caminar. Sobre todo,después de haber estado sumergidostanto tiempo en agua salada.

Josh alzó un pie del suelo cubiertode agua. Estaba inflamado y arrugadocomo una uva pasa.

—Avanzaremos durante la noche y

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buscaremos cobijo durante el día —prosiguió Ham—. Esta noche, en cuantoempiece a refrescar, nos pondremos enmarcha hacia la carretera que está másallá.

—¿Y por qué la carretera? ¿Nodeberíamos permanecer cerca de losárboles? Ham hizo además de escupirpero, tras pensárselo mejor, tragó saliva.—Por una parte, me gusta la idea demoverme por tierras más altas y, porotra, nos resultará mucho más fácilcaminar por el asfalto. Además, serámás sencillo encontrar una casa a lolargo del camino. Y, por último—. Echóun vistazo al agua que cubría el suelo,—me gustaría saber qué es lo que piso.

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—¿Crees que es posible que algunaserpiente haya sobrevivido a lainundación?

—Lo que sé con seguridad es que notodos los caimanes se han ahogado…

Josh tragó saliva. Había esperadopasar un día de amodorrado descansobajo la sombra de los árboles pero, ensu lugar, comenzó a imaginar que elpantanal se llenaba de caimanes,corvinas varadas y serpientes:serpientes de cascabel, cabezas decobre, bocas de algodón y mocasines deagua.

—Ham, ¿qué tal si me cortas dosramas pequeñas para entablillarme elbrazo? En cuanto tenga la muñeca

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vendada, te seguiré hasta la carretera ydescansaremos allí.

Era casi mediodía cuando sepusieron en marcha a través delpantanal. Ambos estaban desnudos decintura para arriba. Josh había perdidola camisa durante el huracán y Hamhabía hecho tiras la suya para vendar elcodo de Joshua y atarlo al tronco delalmez antes de atarse él mismo. Nohacía, ni mucho menos, tanto calor comoel que habían sufrido las semanasanteriores a la tormenta, pero latemperatura aún superaba los veintiséisgrados y el ambiente estabaincreíblemente húmedo. Tras haberbebido varios litros de agua de lluvia la

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noche anterior, Ham sudaba a chorros.Había nubes de insectos revoloteando asu alrededor: moscas, jejenes y losprimeros mosquitos, que habían vuelto ahacer acto de aparición tras elimpresionante vendaval. El aireresultaba bochornoso y húmedo, y olía afango y a pescado podrido. Los charcosque se abrían entre los montículos degrama de costa se asemejaban a lospedazos de un espejo roto. La luz del solarrancaba destellos de su superficie.Josh caminaba con los ojos casicerrados a causa del intenso resplandor.

Una tonelada de peces habíaquedado varada tras el dique fortuitoque formara la autopista 87 cuando el

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mar retrocedió. Josh observó cómo seretorcían junto a sus pies mientrascaminaba: corvinas y platijas y unoscuantos róbalos. Las garzas y lasgarcetas se estaban dando un festín; sepaseaban por el pantanal picoteandopececillos, crías de serpiente y lasescandalosas ranas que habíancomenzado a agruparse sobre cualquiertronco o montículo de hierba. En el cielose veían constantemente tres o cuatrogrupos de buitres, cada uno de loscuales indicaba el lugar donde yacía elcuerpo de una vaca ahogada o de unazarigüeya empalada en alguna cerca dealambre de espino.

Les llevó más de una hora regresar a

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la autopista 87 y, a pesar de la alegreconversación de Ham —compuesta ensu mayoría por prácticos y útilesconsejos a poner en práctica, en caso detener que luchar cuerpo a cuerpo contraun caimán—, Josh se sentía exhausto. Laautopista estaba cubierta por una gruesacapa de lodo de una consistenciasemejante a la de la grasa de losmotores, salpicada de pecesmoribundos, pájaros ahogados y tiras dealgas. Josh se sentó al estilo indio y seinclinó hacia delante con el brazo heridoapoyado sobre el vientre, hasta dejar lacabeza cerca de las rodillas. Esperabaque las larvas estuvieran alimentándosecon su carne. Se adormiló en esa

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incómoda postura mientras Ham semarchaba en busca de comida.

El hombretón regresó satisfechoconsigo mismo.

—La marea aún está muy alta, peroya se ve un poco de arena en la partesuperior de la playa. Hay montones deescombros amontonados contra lasdunas. Creo que allí podremos encontrarrefugio.

Guio a Josh hacia la playa, donde larama de un gigantesco roble perenne,arrancada hacía muy poco tiempo deltronco, yacía contra una duna tras habersido arrojada por el mar. Había perdidola mayoría de las hojas, pero Hamconsiguió un poco de sombra una vez

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apiló unas cuantas algas, algunas matasde verdolaga y unos cuantos carrizossobre el entramado que formaban lasramas más pequeñas en uno de losextremos.

Josh se introdujo con cautela en elnido de ramas. No era muy cómodo y, enlugar de dormir, pasó toda unainfructuosa hora intentando apartar lasramas más molestas con la manoizquierda. Ham amontonó manojos deverdolaga, de lechuga de mar, y dellantén para comer.

—Creo que deberíamos dejar elpescado y la carne para cuandopodamos encender fuego —explicó.

Josh no tenía apetito, pero se obligó

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a mordisquear las saladas plantas. Latarde estaba despejada y soplaba unabrisa ligera, pero el mar seguíaencrespado. Olas de hasta dos y tresmetros rompían a unos treinta metrosmar adentro. La espuma blanca seextendía por la playa a poca distanciadel lugar donde Ham y Josh estabansentados, apiñados el uno junto al otroen busca de sombra bajo el improvisadotejado hecho de algas y helechos. Hammeneó la cabeza mientras masticaba unpuñado de lechuga de mar.

—Menudo temporal.—¿Crees que el Martes de

Carnaval se habrá quedado atrapado enla tempestad? —preguntó Josh,

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esperanzado.Cogió una hoja de llantén y la probó.

La planta contenía una gran cantidad demucílago, sustancia que formaba partede muchas de sus pociones y emplastospara curar cortes y hematomas. Lo másprobable es que debiera ponerse unpoco sobre la herida de la muñeca pero,puestos a pensarlo, no acababa dedecidirse a quitarse la venda.

Ham había dejado de comer.—Ni siquiera se me había ocurrido.

Ese huracán soplaba de Este a Oeste, asíque a nosotros nos ha tocado el frentederecho de la tormenta. Eso quiere decirque el ojo ha debido pasar muy cerca decasa.

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—Era lo que merecían esoscabrones —contestó Josh. Tenía unsabor amargo en la boca después depasar toda la mañana masticando cortezade sauce. Ham lo miró.

—Que se joda Galveston, ¿no?—Me da exactamente igual —dijo

Josh. Las hojas de llantén tenían unligero sabor a salmuera. Se preguntó quécantidad de sal estarían comiendo—.Será mejor que encontremos agua estanoche.

—Esos marineros me provocaronuna buena quemadura con la cuerdacuando nos ataron —comentó Ham—.¿Y esa gente del tribunal? Sin tener encuenta al sheriff y al diácono Bose, ¿qué

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pasa con todos esos primos de losGardner, con las sirvientas y los niñosque vinieron para disfrutar delespectáculo? Una manera cojonuda delevantarte el ánimo, ¿no te parece? Siese temporal les ha dado una lección, sela tenían merecida. Sí, señor.

Josh dejó de comer.—¿Qué es lo que te pasa?—¿Y por qué quedarnos ahí? —

preguntó Ham, rascándose la barba quele cubría las mejillas quemadas por elsol. Tenía los ojos entrecerrados y surechoncho rostro estaba desfigurado porla ira—. ¿Por qué no arrasar la puta islahasta dejarla limpia? Por supuesto,algunas de las casas grandes aún estarán

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en pie, pero por lo menos habrás matadoa toda la chusma.

—¿He hecho algo para cabrearte?—Al menos, ahora tienes un «lugar

de trabajo esterilizado» por primera vez—dijo Ham mientras contemplaba elembravecido océano, que seguíaexpresando su furia al estrellarseruidosamente contra la orilla.

Josh recordó las escandalosasgaviotas que habían atravesado el aguahacia la oscuridad de la noche. Si elMartes de Carnaval no había llegado atierra a tiempo, se habría perdido contotal seguridad.

—No he querido decir que megustaría que todos hubieran muerto.

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—Por supuesto que no —asintióHam—. Eres médico, ¿no? Te dedicas acuidar de la gente.

—¿Qué es lo que esperas de mí? —preguntó Josh—. Nos echaron a patadas,Ham. Si regresamos nos matarán; a losdos. Traté una y otra vez hacer las cosaslo mejor que podía, pero no les caí bien,¿vale? No hay problema, capté elmensaje.

—Eres un gilipollas —dijo Ham. Sesecó el sudor de su enrojecido y enormerostro con una mano—. Sí nos caíasbien, Josh. A mí y a Shem, a Penny, a losGrook y a los Stephenson. Y al chico delos Bowl al que salvaste, el que seestaba muriendo de asma. Nos caías

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bien. Pero no éramos ricos, por esocontábamos una mierda. —Su semblanteestaba cargado de frustración y hastío—.¿Todavía no te has dado cuenta de porqué te pone cachondo esa zorraGardner?

—¿Cómo?—No es a ella a quien quieres

follarte, Josh, sino a su casa. —Lospliegues de carne quemada por el sol sedesparramaron por encima de lacinturilla de los andrajosos pantalonesde Ham en cuanto este se llevó una manoa la entrepierna e impulsó sus enormescaderas hacia arriba—. Quieresarrastrarte por los suelos de laconsagrada y formal Duquesa de la

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Comparsa de Momus, llevar a cuestas suporcelana y meterles mano a todos esosfanfarrones que van a sus fiestas. —Meneó la cabeza y escupió, tras lo cualapretó la mandíbula—. No eres más queun esnob de mierda, Joshua Cane, y yosoy un gilipollas por haber afirmadoalguna vez lo contrario.

—Eso no es verdad. —Josh sesentía deshidratado y débil.

Meneó la cabeza. Recordaba todo loque se había dicho de él durante eljuicio. Recordaba que nadie lo habíadefendido. Nadie, salvo Ham.

El hombretón le ofreció un puñadode comida.

—Creo que voy a descansar ahí

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fuera, en la playa.—Ham. Por Dios. ¡Quédate en la

sombra, joder! No podemos permitirnosel lujo de caer en la estupidez. Tienesque quedarte a la sombra para no perderlíquidos.

Ham salió como pudo de su pequeñoentramado de ramitas de roble.

—Resulta difícil comer aquí dentro,Josh. Tu puta muñeca apesta, si quieresque te diga la verdad.

—Ham…—Aquí fuera corre un poco de brisa

—continuó Ham—. No soy más que uninculto patán, Josh. No me sientocómodo en una casa grande y elegante—dijo, arrastrando las palabras de

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modo exagerado—. Puedes quedarte conel uso y disfrute de la mansión.

—Te estás comportando como unniño.

—¿Cómo un niño? —preguntó Ham,tras darse la vuelta con la rapidez de unzorro y empujar a Josh contra el troncodel maltrecho árbol para rodearle elcuello con una de sus formidablesmanos. Le temblaba todo el cuerpo—.Tú… —Se humedeció los labios—. Talvez no te acuerdes de que mi hermanaRachel vive en una caravana, Josh.¿Cómo crees que habrá aparecido suremolque esta mañana? ¿Eh? Pero claro,se lo merece, ¿verdad? Todos se lotienen bien merecido por no admitir que

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eres un puto genio.Josh forcejeó para poder respirar.

La enorme mano de su amigo era tandura como un ladrillo y seguíapresionándole la traquea.

—La gente solía decir: «Ese chicode los Cane es un egoísta, ¿no crees?» yyo me empeñaba en hacerles ver queestaban equivocados. Si miráis más alláde las espinas, les contestaba yo, Josh esun buen tipo. Pero no lo eres, ¿no escierto, Josh? No eres más que ungilipollas rencoroso que nunca tiene laculpa de nada y al que el mundo le hadado la espalda. —El grueso brazo deHam temblaba por la furia—. Y por tuculpa ¡por tu culpa!, yo no estaba allí

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cuando mi familia me necesitaba. Tengofamilia y amigos que lo son todo paramí, y los he cambiado por ti. —Seapartó de Josh una mueca de desprecio—. Así es que, dime ¿cuál de los dos esmás imbécil? ¿Cuántas veces te hesalvado el culo? Y tú no has hecho unamierda por mí. Nada de nada. Puede quemientras yo estaba aquí viendo cómo tecompadecías de ti mismo y metías lamano en las madrigueras de lasserpientes de cascabel, cosa que noharía ni un niño de cinco años, mi genteo mi hermana se estuvieran ahogando.Tal vez mi sobrina Christy; es posibleque haya acabado con un trozo de cristalatravesado en el cuello porque nadie los

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ayudó a cubrir las ventanas a tiempo.Josh estaba muerto de vergüenza.

Era la primera vez que veía a su amigoasí.

—Ham…—No quiero escuchar una palabra

más, despreciable hijo de puta —le dijoHam de modo tajante. Salió de laimprovisada cabaña—. Estaré fuera —concluyó. Josh lo observó mientras sealejaba por la playa, hacia el Oeste,hacia Galveston.

Josh cerró los ojos. A Ham se le pasaríael enfado, se decía. Como siempre.Había visto al hombretón enfurecerse enotras ocasiones. No era de los

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rencorosos. De todos modos… Esaforma tan tajante de despedirse al salirdel emparrado… Era la primera vez quelo había oído hablar así.

El emparrado que Ham habíaconstruido y que él estaba usando.«¿Cuántas veces te he salvado el culo?Y tú has hecho una mierda por mí». Lahermana de Ham, Rachel, tenía doshijas. ¡Dios!, pensó Josh. Qué gilipollasera. Aun en el caso de que hubieranlogrado sobrevivir de algún modo, ibana tener unos enormes problemas con elalcantarillado en ese descuidadovecindario. En un par de díascomenzarían a aparecer casos dedisentería. Y de cólera. Se frotó los ojos

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con la mano izquierda y apoyó la frentesobre la palma. Le dolía la cabeza. Hamtenía razón. No era más que un esnobegoísta, mezquino y rencoroso. Joder,pensó, si yo fuera otro, tampoco meadmitiría en ninguna Comparsa.

El sonido de los pasos de Hampronto se perdió bajo el estruendo deloleaje y el siseo de la espuma sobre laarena. Las gaviotas chillaban. Joshdistinguió los estridentes gritos de unabandada de chorlitos. Cuando eranpequeños, Sloane solía llamar a los másgrandes «lavanderas» y a las máspequeñas «lavanderillas».Probablemente ella no lo recordara.Pero él sí. Recordaba cómo perseguía a

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los pájaros con Sloane, Randall Dentony Jenny Ford, toda una manada de niños.Las aves saltaban y agitaban las alas enel aire, ofendidas, y los niños corríantras ellos, la mayoría más deprisa queJosh. En una ocasión, recordaba, sedetuvo a recoger un dólar de arena paravolver a arrojarlo a la espuma de modoque no se secara. Cuando alzó la cabeza,sus amigos habían desaparecido. Habíancorrido hasta el otro extremo de laplaya; nadie lo había esperado. Lohabían dejado solo.

Le dolía la muñeca y, bajo el calorde la tarde, sentía el cuerpo tan espesocomo el lodo. Exhausto y bajo losefectos de la fiebre, cayó en una serie de

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sueños inquietos en los que su madrenecesitaba algo que él había perdido porpuro descuido y el tiempo se le acababa.El objeto que debía devolver a su madrecambiaba sin cesar: un dólar de arena,una Biblia, un reloj de pulsera, un par demedias negras de seda manchadas desangre… El sueño seguía y seguía demodo que, cuando despertó, lo primeroque sintió fue un inmenso alivio.

Lo había despertado un ruido; ungolpe metálico, monótono aunqueligeramente melodioso. Un sonidoextraño. Abrió los ojos y se sorprendióal descubrir que había anochecido. Hamtambién debía haberse quedadodormido. Mirando por los huecos del

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entramado de las ramitas, lo único quealcanzó a ver fue el tenue brillo de la luzde las estrellas sobre las olas querompían en la orilla. La espuma seextendía sobre la arena y formaba unosdiseños espectrales a lo largo de laplaya.

Le dolía la cabeza y tenía sed. Sentíala boca tan áspera como un pañocaliente. Un dolor punzante leatravesaba la muñeca cada vez queintentaba moverse. Metió la mano en elbolsillo en busca de otro trozo decorteza de sauce. ¿De dónde coñovendría ese ruido tan extraño? Parecíaque alguien estuviese meneando uncencerro envuelto en un paño de cocina.

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Comenzó a arrastrarse hacia el exteriorde la improvisada cabaña e hizo unamueca de dolor. Cada latido de sucorazón parecía constar de dosgolpeteos distintos provocados por elmismo martillo; el primero le atravesabala muñeca derecha y, al instante, elsegundo le machacaba la cabeza. Alasomarse por la abertura del refugio,sintió un soplo de aire fresco en la cara.

Alguien le apoyó un cuchillo en lagarganta.

—Si te mueves te corto el cuello —dijo una voz de mujer—. ¿George? Hecogido al pequeño. ¿Le rajo la garganta?

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J4.3 Caníbales

osh distinguió otra figura delantede la oscura masa del cuerpo deHam.

—Esta paletilla de ternera noestá muerta todavía —dijo el hombrellamado George con la metódicapronunciación del este de Texas—. ¿Elpequeñín puede caminar?

La mujer que sujetaba el cuchillocontra la garganta de Joshua tosió; teníauna tos seca.

—¿Puedes andar?Él supuso, por su forma de hablar,

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que era negra.—Vamos a darle un incentivo —dijo

George—. Si no puedes andar, terebanaremos el pescuezo y te dejaremosen la playa.

—Puedo andar.—Así me gusta. —Con un gruñido,

George giró el cuerpo de Ham demanera que quedara boca abajo sobre laarena—. Qué grande es este hijo deputa, ¿eh? Y tiene la cabeza muy dura,también. Le di un montón de golpes conel bate de béisbol. Habría sido undesperdicio matarlo, pero más valeasegurarse que arrepentirse, ese es milema.

—¿Por qué están haciendo esto? —

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dijo Josh. Pensó en saltar de nuevo bajola pantalla de vegetación, pero eso lehabría dejado atrapado. Estabademasiado débil y mareado para abrigaresperanzas de dejar atrás a sus captoresen una carrera a lo largo de la playa—.No tenemos nada que merezca la pena,ni siquiera comida.

—¿Ni siquiera comida? —dijoGeorge con una carcajada—. Joder,hijo, vosotros sois la comida.

El corazón de Joshua empezó a latircon fuerza contra las costillas, como unpájaro enjaulado.

Caníbales.Sin dejar de reír por lo bajo, George

colocó los brazos de Ham a su espalda y

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ató las muñecas con asombrosa rapidez.—Así son las cosas, hombrecito:

cuando haya acabado con este ternero,vas a quedarte quietecito hasta que teate. Después saldremos a dar un paseo.Si tratas de escapar, golpearé la cabezade tu amigo como si fuera un huevo ydespués saldré pitando detrás de ti.¿Comprendes?

—¿Por qué iba a cooperar? Van amatarme de todas formas.

—Bueno, a ver, el juego no acabahasta que termina, esa es mi filosofía.Joer, ¡hasta podría dejar que temarcharas! —dijo George conentusiasmo—. Era una broma hijo. ¿Porqué no te ríes? Ahora hablando en serio:

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tengo bastante comida, sobre tododespués de un golpe como este. Losbuenos currantes, sin embargo, sondifíciles de conseguir. Seguirá con vidae intacto mientras sea útil. —George sededicó a los tobillos de Ham—. No esnada personal, amigo. Pero el viejomundo es duro, y todo el mundo debetener cuidado con el número uno.Martha, ayúdalo a salir de ese cobertizoy asegúrate de que puede andar.

La punta del cuchillo instó a Josh asalir fuera. Se obligó a ponerse en pie,sin dejar de morderse los labios paraluchar contra la oleada de vértigo. La talMartha volvió a toser.

—A mí me parece que está un poco

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tembloroso. Y flaco, también.—Eres una maldita bigarda, Martha.

—George se colocó detrás de Josh yempezó a atarle las muñecas con lo queparecía un alambre. Josh gritó y sesacudió cuando el lazo se apretó sobreel antebrazo donde estaba la mordedurade la serpiente. George lo golpeó confuerza en la parte trasera de la cabeza ycayó de bruces contra la arena. Elhombre se sentó sobre su espalda.

—Bueno, ¿qué coño pasa? Trae algode luz, Martha. Ah, ya veo. Bueno, nopasa nada. Te ataremos por los codos,entonces… Eso es; así está mejor, ¿no escierto?

Josh trató de dejar de gimotear

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mientras el dolor de su muñecadisminuía. Tenía los brazos atados confuerza a la espalda, y sus codos casichocaban el uno contra el otro. Georgelo giró de manera que quedara con laespalda sobre la arena y después secolocó en cuclillas sobre él, con unarodilla a cada lado de su pecho, y cogiósu barbilla para impedir que moviera lacabeza.

—Es posible que quieras cerrar losojos —dijo George.

—¡Puedo andar! ¡Puedo andar! ¡Nome mate, por favor! —Josh cerró losojos con fuerza.

—Si quisiera matarte, ¿por qué iba adesperdiciar el tiempo atándote? —Josh

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escuchó un clic, seguido un momentodespués por el tenue olor del querosenoarrastrado por la brisa del Golfo. Abriólos ojos de repente al sentir un dolorabrasador en la frente que le hizocorcovear y dar alaridos.

Lo habían marcado como al ganado.—¡Bienvenido al Bar V! —exclamó

George.Martha sujetaba un espigado sello

fabricado con el alambre de una perchay que resplandecía con un rojo apagado.Josh se debatió contra las ataduras aloler el hedor de su propia carnequemada. George rio entre dientes y lequitó el hierro a Martha. Un momentodespués estaba agachado sobre Ham,

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marcando su frente. El hombretón gimióy se sacudió; su enorme cuerpo se estiróy se enderezó sobre la arena mientrasGeorge se separaba de él.

Ver a Ham tan indefenso, con lostobillos atados y las manos ligadas a laespalda, consiguió que algo chasquearaen la mente de Josh y que todo el miedoy el dolor se transformaran de repente enuna cólera fría y amarga.

—Si de verdad quiere quecaminemos, dele la vuelta —dijo Josh—. Si lo golpea en la cabeza, puedeprovocarle una conmoción. Eleve suspies y dele algo de agua para que noentre en shock.

Una esbelta llama se desprendió de

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la mano ahuecada de George: unencendedor plateado. Eso debía de serlo que había utilizado para poner al rojoel hierro. Ocultando la llamaparpadeante del mechero con su cuerpo,George observó a Josh. Este le devolvióla mirada a su captor. George habíanacido blanco, pero el sol y el vientohabían tornado su piel de un color caobarojizo. La correosa dermis de su rostroestaba llena de surcos y líneasprofundas. Tenía el aspecto curtido deun hombre que había tenido una vidademasiado dura y sufrido demasiado porel hambre, la sed y las enfermedades.Era un aspecto que Josh había visto enotras ocasiones, en sus pacientes más

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pobres y maltratados. A primera vista,cualquiera hubiese creído que Georgeera un hombre fuerte de cerca de setenta,pero Josh se figuró que estaba más cercade los cuarenta y cinco. Tenía el pelofrágil y encrespado característico de lamalnutrición. Las dos mejillas de suhuesudo rostro estaban cosidas con unalarga y profunda cicatriz. La carne de lascicatrices estaba arrugada y llena denudos desde el pómulo a la mandíbula.Sobre ellas, en la frente, tenía unatercera cicatriz, una V borrosa como laque había marcado sobre la frente deJosh y de Ham, pero esta había sidocortada, y no quemada.

—¿Eres médico? —preguntó

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George.—Algo así.Martha tosió. Josh se quedó tumbado

sobre la arena, con los brazos a laespalda y los tobillos atados. Recuperósu aire frío y profesional y se cubrió conél si fuera una bata de laboratorio. Erala única tapadera que le quedaba. —Siquiere que Ham camine, será mejor queeleve sus pies. Lo haría yo mismo,pero…— A Josh se le saltaron laslágrimas de dolor cuando George le diounos golpecitos en la quemadura de lafrente.

—Yo soy quien da las órdenes aquí—dijo—. ¿Me has oído, hijo? —Josh norespondió. George extendió una mano

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tras su espalda y le dio un apretón en lamuñeca hinchada—. ¿Me has oído?

Josh jadeó.—Sí, señor.—Así me gusta —dijo George. Un

momento después, giró el cuerpo deHam de manera que los pies quedaran enalto sobre la orilla. A continuación,derramó unas cuantas gotas de agua desu cantimplora en la boca de Ham. Hamtardó diez minutos en recuperar laconsciencia. Media hora más tarde, Joshy él se tambaleaban despacio a lo largode la autopista 87 bajo las estrellas, conlos brazos atados a la espalda y lostobillos maneados. Sus captorescaminaban tras ellos: Martha taciturna y

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sin dejar de toser; George con unincansable buen humor. A pesar de quela cólera no lo abandonaba, Josh sintióque empezaban a flaquearle las fuerzas.La tercera vez que cayó sobre lacarretera, George se detuvo.

Una delgada franja de cieloempezaba a iluminarse al este, en elhorizonte. George hizo que Josh y Hamse tumbaran, espalda contra espaldasobre la carretera. Josh podía sentircómo empezaban a tensarse losmúsculos de Ham mientras George seinclinaba para amarrarlos juntos. Elhombre hizo una pausa y le dio unapatada brutal a Ham en el abdomen.

—No haga tonterías —dijo sin dejar

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de reírse por lo bajo.En pocos segundos, utilizó otro

pedazo de cuerda para atarles losbrazos.

—Martha, voy salir a explorar enbusca de agua y algo que comer. Sialguno de ellos hace el más mínimointento de moverse, pincha al máspequeño y mantente alejada. Dudo queel grande vaya demasiado lejos con elotro a las espaldas.

Martha tosió.—Tengo hambre —dijo mientras

miraba a Ham.George se echó a reír.—No por mucho tiempo.En aquel momento los abandonó

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para dirigirse tierra adentro. Pudieronoírle caminar a través de la ciénaga degrama mucho después de que su oscurasilueta desapareciera de la vista.

La luz gris se filtraba con lentitud através de la humedad del aire. Josh yHam yacían espalda contra espalda, conel primero de cara hacia tierra. La brisadel Golfo se había detenido a mitad dela noche. La hierba y los carrizospermanecían inmóviles en el aguagrisácea, que todavía cubría gran partede la pradera anegada. Largas formasgibosas moteaban el llano. Algunaspermanecían quietas, pero otras semovían como bestias gigantes, tangrandes como robles, que se agachaban

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y levantaban sus enormes cabezas comosi estuvieran bebiendo. De pronto, Joshse dio cuenta de que eran pozos depetróleo, herbívoros solitarios del tipoque ellos llamaban bombas de balancíno cabezas de caballo. Trató dehumedecerse los labios agrietados.

—Ahora sé por qué no podíamos vercasa o granero alguno —dijo.

—Esta zona debía pertenecer a unacompañía petrolífera. Está plagada debombas de balancín —gruñó Ham.

—Son caníbales —dijo Josh—.George dice que vamos a trabajar comoesclavos, por lo que he podido deducir.Dice que no nos comerá hasta que nopodamos seguir trabajando. ¿Cómo va tu

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visión?—Un poco borrosa, pero no

demasiado mal. Tengo la cabeza como sime hubiera dado una coz un caballo.

—Fue un bate de béisbol dealuminio. Lo vi cuando nuestrocamarada George se marchaba.

—El Obús Easton —dijo Marthacon una breve carcajada—. Era de mihermano. Lo tengo desde el Diluvio.

Josh entrecerró los ojos paraobservar a Martha, que estaba sentadade piernas cruzadas en la carretera, pordetrás de ellos. Era una mujer negra ylarguirucha, con ojos amarillosenfermizos y esa apariencia desabridade alguien cuyas sencillas expectativas

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aún no se han cumplido. Sus mejillastenían las mismas cicatrices que las deGeorge, pero había una marca diferenteen su frente, un rombo atravesado poruna línea. Era más joven que George,según su opinión: entre treinta y cinco ycincuenta. Debía de tener nueve o diezaños cuando cayó el Diluvio, y habíacrecido en la sangrienta anarquía que losucedió.

George era esbelto y fibroso, peroMartha estaba increíblemente delgada.Demasiado delgada, en realidad. Inclusoen las épocas de mayor dureza, el mardebía de proporcionar alimento más quesuficiente para poner algo más de carnesobre sus huesos, pensó Joshua. El

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nudillo de su dedo anular izquierdoestaba el doble de hinchado que losdemás dedos de sus huesudas manos.¿Artritis? ¿Escorbuto? Sus pechoscolgaban planos bajo una camiseta dealgodón de mangas largas. Llevabapantalones de poliéster que habían sidoremendados una y otra vez con trozos deotros tejidos, y un par de sandalias dededo de goma en los pies. Josh lasobservó con envidia; sus pies ya estabanagrietados por el viento y la sal, y teníaun montón de ampollas en los dedos.Martha todavía sujetaba el cuchillo en lamano, una hoja de veinte centímetroscon un mango moldeado de gomaantideslizante. Lo que una vez fuera la

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hoja gruesa de un cuchillo de caza, ajuzgar por el acero que había junto a laempuñadura, había acabado pareciendoun delgado cuchillo para cortar carne yaque, tras años de afilarlo, el bordedentado de la hoja había desaparecido.

Martha tosió.—No me mires.—Ayúdanos a librarnos de George y

te aseguro que haremos que te merezcala pena —dijo Ham.

Martha se echó a reír.—Eso no llevaría mucho tiempo.

¿Cómo piensas, exactamente, conseguirque me merezca la pena, ternero?George me ha dado un lugar donde vivir.George y yo conocemos la tierra, y

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conocemos a los tipos de por aquí.Vosotros no tenéis nada. No sabéis nada.En el momento en que os librara de esascuerdas, me cortaríais el pescuezo.

—No lo haríamos —dijo Ham—.Entonces sois más imbéciles de lo queparecéis a simple vista —contestóMartha. A Josh no le gustó cómo habíasonado eso.

—¿Josh? —dijo Ham de repente unrato después.

—¿Sí?—Gracias de nuevo por meterme en

esto.Josh observó cómo las cabezas de

las bombas subían y bajaban entre losjuncos.

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—De nada —dijo.El silencio se instauró a medida que

la luz del día se extendía. Un mosquitozumbó en el oído de Josh. Otro se posóen su mejilla. Sacudió la cabeza con elfin de quitárselo de encima. El bicho seapartó un instante antes de volver aposarse. Tenía los brazos atados a laespalda. Observó al mosquito,esforzándose por no perder de vista elobjetivo, mientras el insecto atravesabasu piel. Anopheles. Se preguntó si seríaportador de la malaria o la fiebreamarilla.

Martha tosió de nuevo. Una alarmasonó en las profundidades del cerebrode Joshua. Giró la cabeza de pronto para

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contemplar de nuevo la articulaciónhinchada de su dedo anular izquierdo.

—¿Desde cuándo…? —Se detuvopara hacer unos cálculos.

—¿Qué?—Nada —respondió.Tenía una idea, pero tendría que

esperar a que volviera George.

Su secuestrador regresó de un humorexcelente, con cuatro corvinas de buentamaño dentro de una bolsa de plástico.Le dio el pescado a Martha para que lolimpiara mientras él lavaba la bolsa conagua de mar.

—¿Los ha pescado con un bate? —preguntó Ham cuando el hombre regresó

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—. Supuse que tendría que fabricarse unarpón.

—No ha sido necesario. —Georgesonrió y cogió un puñado de yesca de sumochila—. Hay peces atrapados enpequeños charcos por todos lados. Loúnico que hay que hacer es dar unapatada en el fondo. Cuando está lleno debarro, se acercan a curiosear. Entonceslos atizas con el bate, igual que teatizamos a ti cuando paseabas por laplaya. —Limpió un trozo de carretera yapiló un montón de helechos, cabezas deespadaña y agujas de pino secas.Encima de la yesca colocó ramitas,seguidas por trozos más grandes dehojarasca y pedazos de madera que la

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tormenta había traído a la playa.—De todas formas, no quiero que os

preocupéis. Os daré algo de desayunaresta mañana. Os vendrá bien para elcorazón.

—George —dijo Martha.—«No pongas bozal al buey que

trilla» —entonó George—. Tienen queser capaces de andar, ¿no es cierto? Almenos por hoy.

Se inclinó sobre el fuego y encendióel mechero plateado. La yesca chasqueóy empezó a echar humo, renuente aprenderse. El agua que había caídodurante la tormenta, o bien la siemprepresente humedad de la costa del Golfo,había conseguido que estuviese mojada.

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Al final, un penacho de agujas de pinose encendió y aparecieron pequeñaslenguas de fuego en algunas de las ramasmás pequeñas.

George sacó una abollada sartén conpatas de su mochila. Hizo un gesto haciael cielo; el sol de la mañanaresplandecía sobre el pantanal de grama;podía escucharse el tenue rugido de lasolas al romper en la orilla.

—Son los días como estos los quehacen que te alegres de seguir con vida,¿no os parece?

—Disculpe si Ham y yo no nosponemos a cantar aleluyas —dijo Josh.Todavía yacían atados de espaldas sobreel pavimento.

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George se detuvo y miró a sualrededor con una expresión divertida.

—¿Cómo has dicho que se llama tuamigo el grandote? ¿«Ham»? Dios mío,¡al final tendré que comérmelos! ¡Ham!Eso es lo que yo llamo una Señal.

—El pequeñito parece bastantefibroso —dijo Martha sin dejar desonreír. George reflexionó un instante.

—No hay mucho para un asado,tengo que admitirlo, pero yo diría que yase parece bastante al tasajo. Seis horasen el ahumadero y podría guardarlo enel bolsillo trasero y dejar espaciosuficiente para una lata de tabaco paramascar.

Martha se echó a reír sin muchas

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ganas, y George rio entre dientes hastaque tuvo que limpiarse las lágrimas yatender el fuego, que amenazaba condesmandarse.

—Ahora, encárgate de esos peces,Martha. Siempre me ha encantado elpescado, incluso antes del Diluvio.Supongo que vosotros, muchachos, soisdemasiado jóvenes para recordar elmundo de entonces. Incluso Martha esincapaz de recordarlo, en realidad.

—Nosotros teníamos una televisiónen color y veíamos los dibujos lossábados por la mañana —dijo Martha—. Tuve que ir al funeral después deque los vecinos se comieran a mihermano. Llevaba zapatos rojos.

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—Nadie se comió a tu hermano —dijo George de manera brusca—. Decualquier forma, murió después delDiluvio. Siempre lo mezclas todo. Nisiquiera sabe cuántos años tiene. ¿Enqué año estamos, cariño? —Martha norespondió—. ¿Veis? Daría lo mismopreguntárselo a una serpiente decascabel. —George colocó la sarténsobre el fuego y Martha puso dos filetesde corvina encima.

George se agachó en la carretera sindejar de sujetar la sartén sobre el fuegohumeante.

—Sin embargo yo era un hombreadulto. Lo recuerdo. Las cosas eranfáciles por aquel entonces, esa es la

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pura verdad. Y, sin duda, era estupendover un partido en la tele y beber unacerveza. Pero esa vida es para losborregos, no para los hombres. —Hizoun gesto con la sartén para señalar elamplio mundo—. Aquí fuera, hoy en día,solo sobreviven los más aptos. Es duro.Es difícil. ¿Es uno el cazador o lapresa? Pero eso te hace fuerte. En losviejos tiempos, el gobierno se quedabacon la mitad de lo que ganabas paradárselo a los negros débiles yperezosos, a los drogadictos y a lospandilleros. A las manzanas podridasblancas también, no solo a los negros —añadió a la par que echaba una miradade reojo a Martha—. En la actualidad,

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puedes hacerte una idea mucho másacertada de lo que vale un hombre enrealidad.

—Que te jodan, gilipollas de mierda—dijo Ham. Josh no señaló que le habíaoído decir a Ham casi lo mismo—. Mecago en tu puta madre, cabrón. Georgemeneó la sartén sobre el fuego y sonrió.—Bueno, no hay nada bueno en un zorro,según las gallinas. Martha apartó lacabeza del pez que estaba destripando yse sacudió otra vez con esa tos seca.

—¿Desde cuándo la tienes?—¿Tener qué?—Esa tos.—Ah. —Se encogió de hombros—.

Un par de semanas, tal vez. No es nada.

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—¡Un par de semanas! —exclamóGeorge—. Di mejor dos meses. No medeja dormir por las noches y hace que semenee cuando echamos un polvo. Es unagripe.

—Es una gripe —repitió Martha.Josh dijo:—¿Alguna vez le dan sudores

nocturnos, Martha?La mujer cortó la cabeza a un

segundo pez con un golpe furioso.—¿Y a ti qué te importa…?—Sí, eso también. —George miró

con atención a Josh—. Lo he visto yomismo.

Josh deseó gritar de alegría. Ahoratenía enganchado a George.

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—Vaya, vaya —dijo.El olor de la corvina frita llegó a su

nariz y recuperó el apetito por primeravez en tres días. Sus glándulas salivaresse contrajeron, a pesar de que habíabebido tan poco agua que solo unacantidad mínima de saliva se derramó ensu boca.

—Crees que tiene algo —dijoGeorge.

Josh se encogió de hombros.—Es la gripe —espetó Martha.La mujer observó a Josh con

atención. Los huesos de sus muñecas sedistinguían con total claridad mientrasles sacaba las tripas a los peces y laslanzaba a la cuneta que había junto al

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arcén. A la luz del día, su rostro parecíaincluso más huesudo, sus mejillassurcadas de cicatrices más hundidas, ylos huesos de su frente eran claramentevisibles bajo la piel.

—Martha, podrías dejar que elhombre hiciera algunas preguntas. Siestás enferma, necesitaremos algo deayuda —dijo George con calma.

—No querrás ser débil —dijo Hamcon sarcasmo—. Es un mundo difícil elde ahí fuera. El perro se come al perro.Solo sobreviven los más fuertes.

Bendito seas, pensó Josh. Nopodrías haber dicho nada mejoraunque lo hubiéramos ensayadodurante una hora.

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—¿Alguna vez tiene fiebre por lastardes? —preguntó Josh—. Digamos,¿desde media tarde hasta la puesta desol?

—No —respondió Martha.—¿Ha perdido peso los últimos

meses?—No.Josh echó un vistazo a George. Este

bajó la mirada a la sartén.—¿Se le han inflamado las

articulaciones? No todas… ¿puede queuna o dos? —Josh pudo apreciar cómola mirada de George salía disparadahacia el hinchado nudillo del dedoanular de la mano izquierda de Martha.

—En mi familia era habitual el

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reumatismo.Josh se quedó callado.—¿Y bien? —inquirió George.Josh parpadeó.—¿Qué? Ah, probablemente sea la

gripe. De todas maneras, no hay formade que pueda hacer un diagnósticoseguro, no sin la prueba de TB.

—¿TB? —preguntó George—.¿Tuberculosis?

—Se está inventando toda esamierda —dijo Martha, furiosa.

—Solo me preguntaba el origen dela tos —dijo Josh. Ham giró la cabezapara tratar de ver la cara de Joshua. Estese encogió de hombros—. Lo másprobable es que sea una gripe.

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Martha dejó el pez y se levantó.Caminó hasta donde yacía Joshua en lacarretera y le dio una patada tan brutalen el abdomen que el hombre se doblócontra la espalda de Ham, acosado porlas náuseas.

—Yo no soy débil —dijo la mujer.Miró fijamente a George—. No creasnada de toda esa mierda.

—No me preocupa —dijo sin dejarde mirar la sartén. Pero su efervescenciaprevia había desaparecido, y cuando elpescado estuvo listo, Josh y Ham norecibieron ni un solo pedazo.

Josh había tenido la esperanza deque después de la parada del desayunoacamparan para pasar el día, pero

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George dijo que había que seguiradelante.

—Quiero llegar a casa esta noche —explicó—. Al paso que vais, muchachos,eso nos llevará bastante tiempo.

Josh no pudo convencerle de que lesdiera algo de comida, pero se mostró deacuerdo en darles algo de agua. Marthadio un largo trago de la cantimplora yluego les dejó que dieran un sorbo.

—Ha sido una tormenta infernal —apuntó George al contemplar el marmientras cogía el agua que le ofrecíaMartha.

Josh observó que limpiaba la bocade la cantimplora con la manga de lacamisa antes de dar un trago. Y, en su

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opinión, Martha también se había dadocuenta.

George desató las cuerdas que uníana Josh y a Ham y emprendieron elcamino aún con los tobillos y los brazosatados. Los obligó a trotar, sin dejar degritar y de empujarlos constantemente. Amedida que el sol ascendía y el día sevolvía más caluroso, aminoraron aúnmás el paso.

—Estoy perdiendo la paciencia —dijo George con los labios apretados.

Algún tiempo después, vio otra ramade roble que la tormenta habíaarrastrado hasta la playa. Se acercó altrote por la carretera y usó el bate dealuminio para partir un buen trozo.

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—Esto debería servir —dijomientras sacudía con fuerza el astilladoextremo de la vara contra la espalda deHam. Este gruñó de dolor.

Los hizo avanzar más deprisa, bienpor medio de latigazos en laspantorrillas o bien con azotes en loshombros o en la espalda cuandoaminoraban el paso. El breve respirodel calor del verano que había seguido ala tormenta se había evaporado. Hacíamucho calor, tanto como antes delhuracán. El bochorno era insoportable, ya medida que avanzaba el día el hedorse volvía peor; un hedor a barrorecalentado y a los cuerposdescompuestos de los peces y los

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animales que había matado la tormenta.A Josh le escocían los ojos por el sudorincesante. Le preocupaba ladeshidratación. Se caía una y otra vez,solo para que George lo levantara denuevo. Ham no era tan afortunado:cuando se caía, George lo golpeaba conel palo hasta que volvía a levantarse porsu cuenta. Josh se preguntaba si Georgeestaba mostrándole una especie defavoritismo, como si tuviese planesposteriores para él y no para Ham. Oquizás George fuera lo bastanteinteligente para no acercarse demasiadoal hombretón. Incluso atado, Ham erabastante más alto que el resto, y, enormecomo era, habría sido capaz de hacer

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mucho daño con un solo golpe delhombro o de la cabeza.

También estaban los mosquitos;nubes y nubes de ellos. Hacia la mitadde la mañana, George hizo un alto.

—Estos pequeños cabrones nos vana comer vivos. Martha, acércate a esahierba de allí y trae algo de barro. Yoecharé un vistazo a los chicos. Tencuidado con los caimanes.

Ella asintió con la cabeza y sedirigió hacia el cenagal. Josh se diocuenta de que se había llevado elcuchillo. George se dio la vuelta.

—Tú, siéntate —le dijo a Hammientras lo golpeaba por detrás de unarodilla con el palo.

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Ham cayó de rodillas al suelo. Susenormes hombros se encorvaronmientras jadeaba en busca de aire.

—Que Dios me ayude si alguna vezlogro ponerte las manos encima…

—No lo harás, ternero, así quereserva el aliento. —George cogió aJosh del brazo y lo giró de forma queambos quedaran de cara al mar, con laespalda hacia Martha y el cenagal—.Ahora, Josh —dijo en voz baja—, creoque tú y yo deberíamos llegar a unacuerdo. Un cuerpo grande es útildurante algún tiempo, pero un médico…No puedo hacerte ninguna promesa, nosin hablar antes con Martha, pero nocreo que tenga sentido desperdiciar la

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educación que has recibido haciéndotetrabajar en el campo. De hecho, creoque podría aventurarme a decir que nodeberías llevar ataduras. Tan solo unpequeño corte en la corva, ya sabes,para asegurarme de que no te vas muylejos. Con eso y con la marca que te hepuesto, dudo mucho que te robaran. Tú yyo podemos llegar a tener una relaciónmuy provechosa.

Josh se obligó a permanecer serenoy concentrado, a ignorar el dolor de lamuñeca y las nubes de mosquitos que yahabían cubierto de picaduras su pechodesnudo.

—¿Y qué pasa con Ham?—Bueno… te diré una cosa —dijo

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George después de una pausa—: es muyútil tener a mano un cuerpo grande comoese. No puedo dejarlo pasearse por ahísin ataduras, por supuesto. Pero si nosllevamos bien y todo eso, podríamosutilizar una espalda fuerte en el rancho.

Josh entendió que aquellosignificaba que el hombretón resultabaobviamente peligroso y que le cortaríanla garganta en el momento en que llegaraal ahumadero de George por sus propiosmedios.

—Me alivia oír eso —dijo.George se acercó poco a poco.—Ahora, háblame un poco sobre la

tuberculosis. ¿Es muy contagiosa?—En realidad, no mucho. Lo más

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probable es que le pusieran la vacuna ylas dosis de recuerdo cuando estaba enel colegio. George se pasó una mano porsu arrugada cara.

—Hmmm. ¿Y qué pasa con la pobreMartha, entonces? ¿Cuáles son susposibilidades?

—Lo más seguro es que sea la gripe.George hizo una mueca y bajó la voz

aún más.—Yo no estoy tan seguro. Digamos

que tengo razones para creer que hadicho unas cuantas mentirijillas alresponder a esas preguntas que le hahecho.

—Vaya —dijo Josh—; si eso escierto, me temo que la tuberculosis es

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una posibilidad muy real. —Unarealidad, de hecho; Martha era el casomás claro de enfermedad que había vistodesde hacía años—. Si es tuberculosis,su esperanza de vida es bastante corta.Seis meses, tal vez. Un año comomucho.

George echó un vistazo a susespaldas. Martha estaba metida hasta lasrodillas en el cenagal, colocandopuñados de barro sobre su piel paramantener alejados a los mosquitos. Sehabía cubierto toda la piel visible delrostro, las muñecas, los pies y lostobillos, y ahora había empezado a untarsus ropas también. George volvió a girarla cabeza hacia el mar.

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—Eso es muy duro. Llevamos juntosmuchos años. La encontré y cuidé deella desde que tenía trece años. Muchotiempo. Tenemos tres hijos.

—¿Los chicos están en casa?—En realidad, no —dijo George.

Sacudió la cabeza—. Hacemos un buenequipo, Martha y yo. Les pasa a todoslos hombres, ¿no es así? «La naturalezaes roja en uñas y dientes», solía decir mipadre. Aprovecha la vida hoy, mañanapodrías estar muerto. Ese es mi lema.

Los dos hombres se quedaron de piejuntos y contemplaron el romperincansable de las olas sobre la orilla.George se movió de repente.

—Solo por curiosidad —dijo—. Si

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algo… digamos un caimán o un viejocoyote… encontrara el cuerpo dealguien que ha muerto así, ¿contraería latuberculosis por comérselo?

—¿Por comerse el cadáver?—Por curiosidad, nada más.—Yo diría que sí —dijo Joshua con

su voz más fría, considerada yprofesional—. Desde luego, no si no secomiera las articulaciones inflamadas olos pulmones. Y, por supuesto, lacocción eliminaría el problema.

—Ya veo —dijo George—. Pero loscoyotes no cocinan, ya sabe.

—Supongo que no —dijo Josh.Martha chapoteó a través de la zanja quehabía a un lado del camino y volvió a

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dirigirse hacia la carretera.—Ni una palabra —murmuró

George—. No inquietemos a la pobrechica. —Se volvió hacia Martha con unaenorme sonrisa—. Te toca vigilar elgallinero, querida mía.

Josh notó que se llevaba el bate debéisbol con él.

Josh miró a Martha y descubrió queella lo observaba fijamente. En vozbaja, le dijo:

—George acaba de preguntarme…—Una palabra —le advirtió la

mujer— y te corto la polla.Y después empezó a toser.

El día se volvió más caluroso y no hubo

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más charlas. El barro que había sobre lapiel de Martha y de George se coció yendureció. Josh y Ham avanzaban enmedio de una nube de mosquitos. De vezen cuando, Ham soltaba un gruñido derepente, agitaba la cabeza como un osofurioso y se dejaba caer de rodillas pararodar sobre la carretera, como si de esaforma pudiese aplastar a lostorturadores insectos bajo su cuerpo. Laprimera vez que ocurrió, Josh temió queGeorge golpeara a Ham sin piedad, perodebía de haberse despertado entre ellosuna pizca de compañerismo, un odiohacia los mosquitos que los hermanaba atodos. Después de un momento, Ham sepuso en pie, luchó para recuperar el

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equilibrio a pesar de las cuerdas que losujetaban, y comenzó a avanzar denuevo. George no comentó nada alrespecto.

Justo después del mediodía, Hamfrenó en seco.

—Si vas a matarme, hazlo. Ya nopuedo más.

—¿Y qué pasa si mato a tu amigo?—Que le den por culo —dijo Ham

—. Si no puedo seguir corriendo parasalvar mi propio culo, te aseguro que novoy a hacerlo por el suyo.

George se echó a reír.—Siempre hay que tener cuidado

con el número uno, ese es mi lema.Josh se dejó caer de rodillas al

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suelo. Al jadear, aspiró un mosquito,empezó a toser y trató de expulsarlo. Latemperatura debía rondar los treintagrados. La brisa del Golfo aún no habíavuelto a soplar.

—¿Alguien quiere un traguito? —preguntó George mientras dejaba a unlado el bate de aluminio y el palo y sequitaba la mochila de los hombros.

Martha tosió.—Yo tomaré uno —dijo a la par que

se acercaba.El paso que llevaban y el calor del

día estaban haciendo mella en la mujer,pensó Josh. Por no mencionar la falta desueño y los efectos de la tuberculosis,que estaban agotándola. Ham tenía

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empapada toda la parte delantera de sucuerpo, y yacía jadeante sobre el asfaltolleno de hierbajos. Solo George parecíainmune a los bichos, al hedor y al caloragobiante. Sus dientes y sus ojosamarillos relampaguearon en una sonrisaen medio de su rostro cubierto de barro.Justo en ese momento, bajo el solimplacable de Texas, parecía un serdiferente al resto de ellos, el enjutodepredador que creía ser.

—Dos horas de descanso paraocuparos de vuestros asuntos,muchachos —dijo George—. Un buentirón debería colocarnos en casa en…—Hizo una pausa para pensar e inclinóel cuello para sacarse la correa de la

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cantimplora por encima de la cabeza.Estaba pasando el brazo por delante

de la cara cuando Martha estiró la manocon un súbito latigazo y, de un tirón, leabrió la garganta con su cuchillo decaza. La sangre salía a borbotones delcuello del hombre. George abrió losojos de par en par. Se agachó pararecuperar el bate. La sangre salió conmás fuerza, y los pedacitos de carne sedesprendían con cada latido delcorazón. Salpicó el rostro de Josh,cálida, salada y con sabor a carne.Martha se echó hacia atrás. George tratóde gritar, pero de su garganta cercenadasolo salió un extraño gorgoteo. Setambaleó hacia Martha con el cuello

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como un atomizador de sangre. Ella sepuso fuera de su alcance con facilidad.El hombre cayó de rodillas. La sangremanaba de su garganta. Había mucha,mucha más de la que Josh hubieseesperado, y se esparcía por la carreteracomo lluvia roja. George perdió laconsciencia y cayó de bruces al suelo.

Martha contempló cómo sedesangraba sobre el camino durante unbuen rato.

—Deshazte de ellos antes de que sedeshagan de ti —dijo con amargura—.Ese es mi lema. Ham la miraba conabsoluta incredulidad. La mujer limpióla hoja del cuchillo en su pierna.

—¿Puedes curar esa cosa, la TB?

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—Lo más probable es que sea lagripe —dijo Josh.

—Sé muy bien que no es la puñeteragripe —espetó Martha—. ¿Puedescurarla?

—Sí —mintió Joshua.—Creo que solo lo dices para que

no te clave el cuchillo.—Creo que no te queda más remedio

que creerme —dijo Josh—. Si no setrata de forma adecuada, serás mujermuerta en menos de seis meses. Tienesun caso flagrante de Mycobacteriumtuberculosis, y yo soy tu únicaesperanza de vida.

Martha lo pensó un instante.—De acuerdo —dijo. Avanzó unos

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pasos y le quitó a George el bate debéisbol de la mano—. Fin del trayectopara ti, ternero. No puedo vigilaros atodo el camino de vuelta al ahumadero.

Ham forcejeó para colocarse derodillas.

—Inténtalo, nena.—¡Espera! —gritó Joshua—. Lo

quiero con vida.—Una mierda —dijo Martha. Se

metió el cuchillo en el cinturón y agarróel bate de aluminio con las dos manos.

—Te conviene tenerme contento —dijo Josh con rapidez—. Si soy feliz,haré que te pongas bien. Si no lo soy, notendrás manera de saber si te estoydando un medicamento o un veneno.

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Martha empezó a temblar sobre lacarretera.

—Me cago en la puta —dijo.De repente, bajó el bate con fuerza.

Ham se encogió, pero fue la cabeza deGeorge lo que golpeó. El bate dealuminio machacó el cráneo y seincrustó en parte dentro de la cabeza. Elcuerpo de George se sacudió paraquedarse rígido segundos después.

—No tenías que escuchar —gritóMartha.

Volvió a sacudirse con otra serie detoses secas. Un par de lágrimas sederramaron por sus mejillasembadurnadas de barro. Le dio patadasa George en el costado, una y otra vez. A

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él no pareció importarle.—No tenemos por qué ser enemigos

—dijo Josh con voz calmada.—Cierra la boca —dijo Martha—.

Tengo que pensar. Tengo mucho quepensar. —Cerró los ojos. Un segundomás tarde los abrió y pateó de nuevo elcuerpo de George con un grito—.¿Creías que ibas a engañarme así? —Sedetuvo para recuperar la compostura—.Debería haberte matado en la playa. Tanpronto como dijiste que eras médico. —Sacudió la cabeza—. No podía soportarponerse enfermo. Todo esto es por tuculpa —añadió, mirando con furia aJosh—. Si no fuera por ti, esto no habríaocurrido. Él era un buen proveedor.

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—Martha, ese hombre iba a comerte—dijo Josh—. Iba a matarte y acomerte. Casi acababa de decírmelo.

Incluso bajo el sol de mediodía,había mosquitos a su alrededor;mosquitos que no dejaban de zumbar yposarse sobre ellos. A Josh le palpitabala muñeca. Había pasado demasiadotiempo desde que abriera el vendaje. Sepreguntaba si se habrían incubadoalgunos gusanos en la herida. Lo másseguro era que sí. En el calor del día, elhedor que se desprendía del vendajehúmedo era repugnante. Ham todavíaseguía arrodillado en el camino, frente aél. Su enorme espalda estaba quemadapor el sol, magullada y arañada de los

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porrazos que le había dado George conel palo. Y cubierta de picaduras demosquito.

—Si nos matas —dijo Josh—,morirás sin duda alguna. Si matas aHam, morirás muy probablemente,aunque no es seguro. Si nos dejas convida, existe una oportunidad de quepueda salvarte. Suéltanos, Martha.

La mujer se pasó una mano huesudaa través de su corto y rizado cabello.

—¿Y por qué ibas a curarme? ¿Porqué no matarme sin más?

—Yo me dedico a conseguir que lagente se ponga bien —dijo Josh.

Una bandada de charranes chillabaen lo alto; los pájaros no dejaban de

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hacer acrobacias y perseguirse unos aotros.

—Ponte de rodillas junto al ternero—dijo Martha—. Jódeme lo másmínimo y te mato.

Joshua arrastró los pies hasta Ham yse dejó caer de rodillas al suelo.

Martha hizo que se colocaran decara al mar y se situó a sus espaldas.Debía haberse cambiado el bate a lamano izquierda y haber sacado elcuchillo, porque un momento despuésJosh sintió cómo cortaba las cuerdas queataban sus codos. Una oleada de agoníaatravesó sus pobres hombros y susbrazos cuando fueron liberados. Uninstante más tarde, empezó a sentir un

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hormigueo en los músculos adormecidosa medida que la sangre comenzaba afluir de nuevo por ellos. Martha cortó lacuerda que mantenía unidas las manosde Ham y se echó hacia atrás paracolocarse fuera de su alcance.

Le dedicó una mirada penetrante aJosh.

—Ahora estamos en paz.Él asintió. No podían hacerle daño,

no con los tobillos atados mientras ellatenía los pies libres, pero con lo grandey lo fuerte que era Ham, sería muydifícil que ella los matara sin correr ungrave peligro.

La mujer tosió. Había perdidovarios dientes debido a la malnutrición.

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Si era propensa a sufrir fiebrevespertina, era muy probable que lasufriera en aquel momento, sobre todoen un día tan caluroso y después de tantoejercicio.

—Dime la verdad —dijo Martha—,¿tengo esa cosa?

—Tuberculosis. Sí, la tienes.—¿Voy a morir?—Sí. Había algo desdeñoso, incluso

menospreciante, en su aspecto, a pesarde las mejillas hundidas. Un orgullofamélico y amargo que había visto enalguno de sus pacientes conanterioridad. Josh pensó que, con todaprobabilidad, él adoptaría el mismo airecuando le llegara la hora de morir.

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—¿Puedes curarme? —preguntóella.

—No.—Lo suponía —dijo—. Suponía que

harías trampas en el momento en que tevi. ¿Cuánto tiempo me queda?

—Puede que seis meses —respondió Josh.

La mujer volvió a toser y escupió.Joshua se preguntó si habría sangre en suesputo; y, si la había, desde cuándoocurría aquello Se levantó el aire. Labrisa del Golfo había regresado. Marthaasintió.

—Cogeré la mochila grande. Noestoy acabada, os aviso.

Será mejor que no me busquéis las

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cosquillas u os rebanaré el pescuezo ahídonde estáis, ¿me habéis oído? Conozcoel terreno. Limitaos a portaros bien.

Cogió la mochila de George dellugar en que él la había dejado en lacarretera y a continuación cacheó susbolsillos, haciendo caso omiso de susropas empapadas en sangre, hasta queencontró el encendedor plateado y losacó. Entretanto, no les quitó el ojo deencima, y cuando hubo terminado, sepuso de nuevo en pie.

—Adiós, doctor. Toda mi vida hesido una estúpida. Siempre me metía enproblemas. No sabía hacer otra cosa. —Se limpió su embarrado rostro con suembarrada mano—. Poco y bien, ese es

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mi lema.Caminó de espaldas por la carretera.

Los hombres aguardaron hasta que ellaestuvo a unos cien metros de distanciaantes de que Josh empezara a encargarsede las cuerdas que ataban los tobillos deHam. Cuando finalmente las desató, elhombretón soltó un juramento y estirósus descomunales piernas, llenas decontracciones y cardenales debidos alos golpes de George. Tenía uncalambre, así que empezó a frotarse lapierna para que pasara. Después, seencargó de las ataduras de Joshua.

—Bueno, Josh, ¿qué aspecto tieneGalveston… —gruñó el hombretón—…ahora que ya has visto un poco del

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mundo que hay más allá?—Tiene mejor aspecto —admitió

Josh.Ham sacudió la cabeza y dirigió la

mirada hacia el Oeste, a lo largo de la87. Martha había desaparecido de lavista.

—Esa mujer no cree que vayamos acumplir con nuestra palabra. No puedehacerse a la idea de que estaríamosmejor si trabajáramos juntos para salirde este agujero del infierno. Mi madresolía decir que lo más gracioso acercade la salvación era que Cristo la daríagratis, en cualquier lugar y a cualquierpersona… pero lo que ocurre es quecasi toda la maldita gente es demasiado

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orgullosa para pedirla.Ham quitó las cuerdas de los

tobillos de Joshua.—Eres mejor persona que yo —dijo

Josh—. Yo la hubiese matado a laprimera oportunidad, de haber podido.

Ham lo observó con atención. Enlugar de la mirada de reproche queesperaba Joshua, el rostro delhombretón permaneció inexpresivo.

—Yo también creo que lo habríashecho —dijo, y apartó la mirada—. Escurioso, pero siempre creí que erasmejor que todo eso. Supongo que nopresté bastante atención.

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—M4.4 Ley marcial

e voy a casa —anuncióHam, en cuanto sehubieron frotado lobastante como para

recuperar la sensibilidad en las piernasy los brazos.

—¿Estás loco? —replicó Josh—.No podemos volver a Galveston. Sobrenuestras cabezas pende una pena demuerte, ¿es que no lo recuerdas?

—Josh, me importa una puta mierdalo que tú hagas. —Ham encontró unsegundo encendedor, junto con la navaja

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de Josh, en el fardo que Martha habíadejado olvidado—. Después desemejante huracán, ¿crees que van aecharse encima de un boticario y de uninstalador de gas? —argumentó Ham—.Claro que los isleños son famosos porsu estupidez…

—¡Por el amor de Dios! —Josh sepuso en pie y apretó la mandíbula paraluchar contra el dolor que sentía tanto enla pierna como en la muñeca.

Entornó los ojos, deslumbrado porel reflejo de sol sobre la ciénaga que losrodeaba. El hombretón comenzó acaminar a lo largo de la 87 hacia elOeste. No miró hacia atrás. Después deun momento, Josh lo siguió.

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Mientras caminaban a duras penasbajo el inclemente sol, Josh se imaginó aSloane Gardner sentada en una de lasmansiones provistas de aireacondicionado del Mardi Gras,disfrutando de una exótica bebida heladay totalmente ajena incluso al hecho deque hubiese pasado un huracán.Entretanto, en el mundo real, Ham y éllas pasaban canutas entre las nubesmosquitos, medio desnudos y jadeandopor el insoportable calor, con la orinade un color anaranjado y los piesconvertidos en un montón de ampollas.El mundo estaba muy mal repartido.

Por no mencionar que todavía nohabían comido. Gracias, Señor, por tu

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infinita misericordia.

A la mañana siguiente, Josh descubrióque ya tenía carne rosada y sangre en laherida de la muñeca. La terapia delarvas había sido un éxito… si es queser comido vivo podía considerarse dealgún modo un éxito. Esos cabroncetesblancos que reptaban por su muñecahabían acabado con toda la carneinfectada. Josh los miró durante un buenrato. Una vez superada la arcada inicialque la imagen le provocara, lo habíaatravesado una desoladora revelación:eso era lo que le sucedía a todo elmundo una vez le llegaba la última carta;el cuerpo moría y los gusanos se lo

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comían. La diferencia radicaba en que élestaba contemplando la última carta unpoco antes de tiempo.

Tardó una hora en deshacerse de laslarvas y limpiar la herida una y otra vezcon agua de mar, que quemaba como side fuego salado se tratase. Cuando porfin acabó, se envolvió la muñeca convendas limpias, procedentes de lacamisa de George.

Caminaron por la noche ydescansaron durante el día, bebiendo delos depósitos de agua. Comieronalmejas al vapor y pescado asado todoslos días y, en una ocasión, incluso carnede un caimán moribundo queencontraron enredado en una maraña de

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alambre de púas. Ham lo remató con elbate de béisbol. El hombretón contabamaravillas acerca de la carne de caimán,pero según Josh, por muy deliciosa queestuviese, no podría compensar el durotrabajo que suponía cortar filetes de esacola con la navaja.

Guardaron todo el silencio posible yevitaron hacer hogueras siempre quepodían, para no delatarse con el humo.

—Escóndete, ternero —había dichoJosh con su mejor imitación de la voz deGeorge—. Así no nos echarán el lazo.

A Ham no le había hecho gracia.Tuvieron la suerte de su lado, para

variar, y no se encontraron con ningúnotro grupo de caníbales. No obstante,

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abandonaron la autopista en una ocasión.El resplandor de unas luces en elhorizonte los acompañó durante latercera noche de viaje. Justo antes delamanecer, llegaron a una pequeñapoblación. Una señal muy bieniluminada y colocada a un lado de laautopista decía así:

¡Bienvenidos a laCiudad del Sol,

Capital Veraniega de laTercera Costa!

«¡Visítenos y jamásquerrá marcharse!».

Por primera vez desde que Martha semarchara, vieron gente; montones de

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personas, incluso antes de que saliese elsol. Un adolescente recién acicalado,vestido con pantalones cortos y camisetaantediluviana, recorría las calles en unareluciente bicicleta mientras repartía elperiódico matinal. Un sonriente lecherosaludó al muchacho al tiempo quedejaba dos botellas de leche en elporche de un apartamento para turistasque se alzaba sobre pilares. En eledificio contiguo, una encantadorapareja salía al porche para contemplarla salida del sol, con sendas tazas dehumeante café en las manos. Unacamioneta de reparto se detuvo consuavidad junto a las iluminadas ventanasde una tienda de donuts, y un montón de

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apuestos y rudos vaqueros ytrabajadores del campo petrolífero seapearon del vehículo y entraron en ellocal entre bromas y carcajadas.

—No hay barro en las calles —murmuró Ham—. Ni cristales rotos.

—Ni ventanas selladas con tablones.—Ni marcas de agua en las casas.

Ni algas alrededor de los pilares. Ninada —continuó Ham—. No ha caído niuna gota de agua. Algo se cuece aquí yapesta a magia de la gorda.

—Joder —masculló Josh, deacuerdo con Ham—. Supongo que estetipo de cosas tiene que suceder cuandola Reclusa no está cerca… —Y seapartó de la señal tragando saliva con

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fuerza—. «Está claro que las cosas nopodrían ponerse mejor».

—Voy a rodearlo —dijo Sam,deslizándose por el terraplén.

Un momento después, Josh le oyósoltar una maldición. Ham estabaagazapado en el fondo de la acequia,misteriosamente seca, y observaba unesqueleto humano con los dedoshundidos en la tierra.

—Le faltó muy poco para llegar a laseñal —comentó Ham—. El pobredesgraciado murió intentando trepar. Sepasaron las siguientes horas dando unrodeo extremadamente amplio a laCapital Veraniega de la Tercera Costa.

Cinco días después de que Martha

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los abandonara, la autopista 87 llegó asu fin entre las ruinas de lo que fuese laTerminal del Transbordador de PuntaBolívar. Desde allí se veía la Isla deGalveston, algo más de tres kilómetrosmás allá, al otro lado de los Canales deBolívar. Hicieron la pausa de mediodíaentre los escombros de la terminalabandonada del transbordador,agradecidos por la sombra. Bien entradala tarde, cuando el sol ya no picabatanto, Josh salió en busca de comidamientras Ham trataba de encontrar elmodo de cruzar el canal. En elembarcadero aún había un transbordadoratracado; no estaba a flote, por supuesto,sino asentado sobre el fondo arenoso; el

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nivel del agua llegaba hasta la cubiertadonde se aparcaban los coches. Durantevarias horas, Ham trató de soltar uno delos botes salvavidas con una de lashachas dispuestas a tal efecto en laembarcación pero, cuando por finconsiguió echar el bote al agua,descubrió que la madera estabaagujereada o podrida, o ambas cosas ala par. Se hundió como un bloque decemento.

Encaramados en los pilares que seextendían a lo largo del embarcaderodel transbordador, un grupo decormoranes negros observaba elproceso con aire divertido y, entretanto,extendían las alas para que se secaran.

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Eran aves primitivas, sin glándulassebáceas que dotaran a sus plumas deprotección contra el agua, motivo por elcual se pasaban la vida intentadosecarlas. Josh lo había leído en un libro.

Tras la decepción del botesalvavidas, Ham abrió las taquillas deltransbordador con ayuda del hacha yencontró veintisiete flotadores. Cogiódos, uno para Josh y otro para él, y uniólos veinticinco restantes utilizando lascuerdas que llevaban atadas, de modoque pudieran utilizarse como balsa.

No fue hasta la llegada delcrepúsculo cuando metieron su flotillade salvavidas anaranjados en el agua yse pusieron en camino a través de los

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Canales de Bolívar. Ham había utilizadoel hacha para convertir los remos delbote en unas paletas más pequeñas ytoscas, pero el brazo de Joshua aúnestaba demasiado débil como paraservir de ayuda. En un principio, intentóremar con el brazo izquierdo, pero notardó mucho en flaquear. Ham loobservaba sin expresar emoción alguna.

—Ni te molestes —le dijo por fin—.Túmbate en el extremo de la balsa conlas piernas en el agua y da patadas siquieres fingir que ayudas en algo.

—Ya está bien —masculló Josh—.Lo has dejado muy claro; soy unamierda, lo he captado. Dime cómo sesupone que debo pedirte perdón y lo

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haré.El hombretón hundió su remo en el

agua: una paletada, y otra más.—Hay una cosa llamada

«arrepentimiento sincero» —dijo. Unimpulso, otro más—. Josh, limítate acerrar el pico.

—He notado que cada vez que tengoproblemas, tú me rescatas.

—Se necesitarán médicos en la isla—explicó Ham—. Aunque sean comotú.

Ham siguió remando. Josh no creíaque sus patadas sirvieran de mucho,pero siguió moviendo las piernasdurante un buen rato para no darle aHam la satisfacción de oír que se

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detenía. Sin embargo, la presión quesuponía estar tumbado sobre el torsoempeoraba el dolor de su muñeca y,finalmente, tuvo que dejarlo. Y a partirde ese momento, palada a palada, Hamlo llevó hacia delante. Una vez más.

Un repentino temor hizo mella enJosh: que su madre ahogada iba a laderiva bajo la improvisada balsa; sinembargo, cada vez que miraba por unode los huecos del fondo le resultabaimposible encontrarla. Si sabía de algúnpeligro inminente, guardaba eseconocimiento para ella.

Media hora después de salir dePunta Bolívar, Ham giró la cabeza.

—Zi necezitaz hablar, cecea. El

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zonido viaja con mucha rapidez porencima del agua. Zi te metez en un barcoque zalga de la Punta de loz Amantez,podráz ezcuchar un zujetador que zedezabrocha a ciento cincuenta metroz.

—Pero ¿a qué viene lo del ceceo?—Cállate y haz lo que te digo. —

Ham siguió remando. Poco después ledijo—: Cada vez que te quejaz, laz«ezez» zon ziempre loz zonidoz mázaudiblez.

Era una noche tranquila, no habíariesgo de ser arrastrados mar adentro.Ham remaba vigorosamente, sentado enla parte delantera de la vacilante balsa,que más parecía un edredón hecho deretales. Cruzar el canal les llevó

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bastante tiempo. Josh hubiera debidoestar relajado: no tenía hambre; niestaba débil; ni se sentía torturado por lased; ni huía de una tormenta; ni seescondía de los caníbales. Sobre sucabeza, las estrellas tenían un aspectocálido y acuoso contra el cielo de Texas.Sin embargo, en lugar de descansar, seencontró alimentando el enfado que Hamle provocaba. Sí, había sido undesconsiderado pero ¡por el amor deDios!, era un poco duro pedirle a unhombre al que le habían dado una paliza,que había sido exiliado y que pocodespués había resultado mordido poruna serpiente venenosa que hiciera galade sus mejores modales.

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A la derecha, más allá de la Bahía,se alzaban las enormes e inagotablesllamaradas y columnas de humo de lasrefinerías de Texas. Con sus kilómetrosy kilómetros de chimeneas, torres decondensación, refinerías, depósitos y susextraños y constantes fogonazos, parecíauna versión industrial del infierno.Había niños en la isla que decían queTexas era el lugar donde deambulabanlas almas condenadas de aquellos quehabían sido malvados en vida. Joshsiempre había pensado que tras esateoría había mucho sentido común.Hubiera enviado allí al ayudante Lanieren menos que canta un gallo.

Volvió a preguntarse qué le habría

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sucedido a Sloane.Poco a poco se acercaron a

Galveston. A la luz del día, desde PuntaBolívar, había tenido más o menos elaspecto de siempre; sin embargo, en laoscuridad de la noche era fácil darsecuenta de que algo no iba bien. Laciudad estaba demasiado oscura. Unosenormes espacios negros se intercalabanen el reguero de farolas; y, donde habíaluz, esta a menudo tenía el tinte rojo yparpadeante del fuego que ardía allídonde no debería haber fuego alguno.

Se habían dirigido hacia la zonacostera más próxima a Punta Bolívar, esdecir, la playa que se extendía frente alviejo Fuerte de San Jacinto, pero

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llegaron a unos trescientos cincuentametros más al sureste, a los rocososbajíos que circundaban el GranArrecife, una zona que Ham conocíamuy bien. Había arrastrado a Josh hastaallí cuando tenían trece años. Josh habíallevado una lupa y una bolsa de algodón;Ham, por su parte, llevaba un farol depropano, un arpón para platijas —unpalo con un clavo fijado en uno de susextremos— y un par de alicates. Obligóa Josh a sujetar el farol sobre lascharcas de los arrecifes. En cuanto lasplatijas de ojos abultados salían a lasuperficie, atraídas por la luz de lalinterna, Ham las atravesaba con el paloy las arrojaba a la bolsa, donde saltaban

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y se retorcían de un modo tandesconcertante que Josh dejó caer labolsa al suelo. En aquel momento, ypara ocultar la vergüenza que sentía porser un miedica, había acusado a Ham agritos de haberle arruinado su bolsa.Ham se había disculpado con humildadantes de agarrar a la siguiente platija porla cola, golpearle la cabeza contra unaroca cercana hasta que dejó deretorcerse y murió, y después, arrojarlacon cuidado a la bolsa.

Josh se estremeció al recordarlo.Una vez Ham hubo conseguido

suficientes platijas para la cena deaquella noche, Josh, cansado de pasartanto rato de pie, cometió el error de

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preguntar para qué servían los alicates.Ham le había mostrado el modo deatrapar los cangrejos que vivían entrelas rocas del arrecife y cómoarrancarles las pinzas sin haberlosmatado.

—Si les arrancas las dos pinzas,mueren —había explicado Ham conseriedad, arrojando la primera pinza a labolsa, mientras el resto del cangrejo sealejaba, dando bandazos de un lado aotro.

En definitiva, había sido una nochefascinante y repugnante a la par; claroque, después, disfrutaron de unasuculenta cena. Joshua disfrutó demuchas cenas en casa de Ham aquel año.

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De repente, allí echado sobre laimprovisada balsa de flotadores,comprendió que todo había sido unadelicada especie de caridad por parte dela madre de Ham. La forma de pagar losservicios y remedios farmacéuticos deAmanda Cane de modo que no se vieraobligada a rechazar el pago a causa desu orgullo: cuidar de su hijo y darle decomer. Resultaba extraño que no sehubiese dado cuenta antes.

Ham estaba recostado en la partefrontal de la balsa, utilizando el remocomo pértiga para impulsarse a travésdel Gran Arrecife en dirección aldesordenado grupo de bloques degranito que formaban la línea de la

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costa. Las olas emergían con suavidadentre las rocas de la base y retrocedíande nuevo. El agua chapoteaba ybarbullaba. Ham acababa de saltar ymeter su enorme cuerpo en el agua paratirar de la balsa hasta la orilla cuando sedetuvo, pasmado.

—¡Joz! —siseó—. Ven aquí.A medida que Josh avanzaba con

torpeza hacia delante, los salvavidas sehundían bajo su peso para volver aemerger poco después. Al menos notenía frío; el agua del Golfo siemprehabía estado templada en septiembre yel aire de la noche era bochornoso. Ledolía la muñeca allí donde se habíafiltrado el agua de mar a través de la

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venda, pero el dolor era mucho mássoportable que a principios de lasemana; apenas merecía que le prestaraatención.

—¿Qué pasa?… ¡Uy! Lo ziento —sedisculpó al recordar que debía cecear.

Ham señaló con el remo hacia unpunto concreto.

—Un cuerpo —dijo.Con tan solo la luz de las estrellas y

la luna menguante, Josh tardó unmomento en distinguir lo que señalabaHam. Una silueta del tamaño de unhombre flotaba bocabajo en el agua. Elcuerpo estaba encajado entre dos rocas,a punto de liberarse cada vez que subíanlas olas para después volver a quedar

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como estaba cuando se alejaban, varadocomo un trozo de madera a la deriva.Había algo horripilante en aquelmovimiento, no muy distinto del quetendrían un tronco o un trozo de cuerda.Ahora ese hombre era un simple objeto;ya no era un ente vivo. Josh se vioinundado por una mezcla de horror ycompasión. La idea de que su madrehubiese sido reducida a eso mismo erapeor que ver su fantasma. Al menos, esaaparición conservaba parte de lanaturaleza de Amanda. Lo había visto ylo había reconocido como a su hijo.Pero eso…

—El tipo ezte tiene un agujero en lacabeza —murmuró Ham.

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Al mirar desde más cerca, Joshdescubrió que el cuerpo tenía unacavidad donde hubiera debido estar laparte trasera de la cabeza. Le faltaba unenorme trozo de cráneo. Ham rozó laespalda del cadáver con el remo. Lamadera resonó como si hubiese chocadocontra algo rígido. Deslizó el remohacia delante y le alzó la cabeza,girándola hacia un lado. En lugar deencontrarse con el rostro de un hombre,lo que vieron fue una criatura mustia yroja, con largos bigotes semejantes a losde una gamba. Su rostro era rígido; algoasí como una mezcla entre la pielhumana y un caparazón.

—Un Hombre Langoztino —musitó

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Ham—. Había oído hablar de elloz,pero nunca había vizto uno. —Tenía unpequeño agujero redondo justo encimadel ojo izquierdo, y otro cerca delmentón—. Le han dizparado. Y máz deuna vez.

—Vámonos de aquí —dijo Josh.Ham asintió con la cabeza e impulsó

la balsa para alejarla de las rocas.Ansioso como había estado por volver ala isla, pasó quince minutos másremando cerca de la orilla para ponerdistancia entre ellos y aquel extraño ytriste cadáver. Había sido un siniestropresagio para su llegada.

La playa estaba formada por unascuantas rocas despeñadas y acumuladas

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en la base de una pequeña colina.Descansaron un rato sobre un enormebloque de granito, refrescándose segúnla brisa les secaba los pantalones… sies que a esos harapos que llevaban seles podía seguir llamando «pantalones».En cuanto Josh estuvo seco, no obstante,la noche volvió a ser casi perfecta,cálida y húmeda.

Obviamente, lo primero que debíanhacer era descubrir qué había sido de lafamilia de Ham. Después decidirían quésería lo siguiente. Josh insistió en dejarla balsa de flotadores en algún lugarfácil de localizar, por si acaso todavíapesara sobre ellos la pena de muerte ytuvieran que salir disparados de la Isla.

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Ham no discutió la decisión.No habría más de noventa metros de

distancia desde donde estaban sentadoshasta el elevado dique que señalaba elextremo oriental del Bulevar delEspigón. Podrían caminar sin ningúnproblema por la carretera y cruzar enpoco tiempo el extremo deshabitado dela isla, pero serían del todo visiblespara cualquiera que hubiese tomado laruta de la carretera.

—Caminaremoz por loz montículozde grama de cozta que crecen junto a lacarretera, ocultoz a la vizta y de ezemodo no perderemoz tiempo —decidióHam. Josh se quedó paralizado.

—No puedo.

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—Haz lo que ze te dice —dijo Ham.—No puedo. Me da demasiado

miedo pisar una serpiente.Ham lo observó un buen rato. Al fin,

le dijo:—Caminaremoz por la carretera.

Noz ocultaremoz en la hierba zi vemoz aalguien. —Y comenzó a ascender elterraplén sin volver la vista atrás.

Descubrieron que daba igual pordonde caminaran. No vieron un alma alo largo de los kilómetros que losseparaban de Playa Stewart. Alprincipio, Josh se alegró de la buenasuerte que los acompañaba, pero elcompleto silencio que los rodeabaacabó siendo un misterio.

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—Debería haber alguien pezcandoplatijaz —musitó Ham—. O cangrejoz.O algo…

—Mira —susurró Josh.Estaban a varios cientos de metros

del Paseo Lyncrest, la vía más orientalque cruzaba la isla de Norte a Sur. Laluz de las farolas no había sido nuncauna prioridad en la zona, pero en esosmomentos no había ninguna encendida.O la instalación del gas se habíaestropeado, o estaban racionando elcombustible. Tres manzanas másadelante, en la intersección del Bulevardel Espigón con el Paseo delTransbordador, vieron un tremendoincendio. Aquello no era una hoguera ni

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mucho menos, sino un amasijo deescombros cubierto de llamas querecorrían su superficie y se movíanerráticamente sobre las grietas y lasrendijas que brillaban como las ascuas.Un momento después, un terrible olorlos asaltó al unísono: el olor de la carnequemada. Josh respiró hondo.

—Están quemando cadáveres —musitó—. Igual que sucedió tras el GranHuracán.

También estarían quemando a losanimales muertos. Por muy escaso quefuese el suministro de agua antes de quese descargara el temporal, iba a resultarmuy difícil mantener la higiene en lascalles, sobre todo con el alcantarillado

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destrozado y atascado a consecuenciadel huracán. Estaba claro que habríacientos de heridas que limpiar,provocadas por los despojos arrastradospor el aire, los cristales rotos y lasramas de los árboles que habían sidoarrancadas. La falta de agua potabletambién sería un problema. Sería unmilagro si Galveston se libraba de unaepidemia de cólera. Josh se descubrióde camino hacia su casa, en busca de lasprovisiones que tenía allí, mientrasintentaba suponer qué tipo de heridas ydolencias lo estarían esperando.

Ham le sacudió el hombro. Sus ojostenían una mirada desesperada.

—¡Vamoz, vamoz!

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Josh asintió con una sensación deaprensión en el pecho. La hermana deHam, Rachel, y sus hijas vivían en unazona de caravanas en la Avenida delAtún, en un vecindario al que llamabanLa Pecera. Antes del Diluvio había sidouna parte decente de la ciudad, pero losaños posteriores a 2004, el HospitalUniversitario encantado se habíainterpuesto entre La Pecera y el resto deGalveston. La gente que tenía familia enotra zona o que contaba con recursossuficientes, había abandonado elvecindario. Aquellos demasiadotestarudos para huir vieron cómo lossolares abandonados se llenaban deocupantes ilegales, refugiados y

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caravanas similares a la que habitaba lafamilia de Rachel. El pánico empezó aapoderarse de Josh. Entre La Pecera y elhuracán solo se habría interpuesto eldique del Bulevar del Espigón.

Bajaron a lo largo del PaseoLyncrest. A su derecha, la vacía llanurano mostraba apenas signos del paso delhuracán; pero a su izquierda, los tejadosde chapa y las paredes de maderacontrachapada yacían dispersos por elsuelo como gigantescos naipes. Joshcomenzó a ser consciente de las toscascruces que cubrían el suelo; una, tres,cinco… docenas de ellas, hechas conlos mangos de las escobas rotas, conpalos o con los extremos curvos de los

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percheros. Una casita que parecía casiintacta tenía cinco pequeñas cruces en laentrada. Dos casas más allá, pasaronjunto a una cabaña de chapa con lasparedes caídas; lo único que permanecíaen pie era una cocina de gas, con unquemador que aún siseaba. No habíaninguna cruz en el patio. Josh no hubierasabido decir si eso significaba que losocupantes habían sobrevivido o,simplemente, que no había quedadonadie que recordara a sus difuntos.

Cuando llegaron a la Avenida delAtún, Ham echó a correr. En la zonasituada por detrás de Lyncrest, los dañosno parecían tan extremos. Aún había unafarola encendida en el cruce entre Atún

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y el Paseo del Transbordador. Unfantasma se tambaleó bajo la farola y,durante un instante, luchó y se retorciócontra una marea invisible. Una ola queni Josh ni Ham pudieron ver se abalanzósobre el espectro y este desapareció.

—¿Josh? —musitó Ham.—Lo he visto.El corazón de Joshua latía con tanta

fuerza que cada uno de los latidosresultaba doloroso. No deberían habervisto un fantasma con semejantefacilidad. Si se corría la voz de queHam y él tenían visiones, la Reclusa losenviaría a las Comparsas antes de queterminara semana.

Una vez que pusieron un par de

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manzanas entre ellos y la zona que habíasufrido la peor parte del huracán, lascasitas comenzaron a tener mejoraspecto. En algunas de ellas había luztras las ventanas, pero todavía no habíanvisto a nadie por la calle.

—¿Toque de queda? —preguntóJosh a Ham al oído. El hombretón seencogió de hombros y comenzó aatravesar la calle, persignándose alllegar al lugar donde habían visto alfantasma ahogado.

En ese vecindario, las casas de losmexicanos brillaban bajo el parpadeo delas velas. Habían colocado velas en lasventanas, en los porches y a lo largo delos senderos de los jardines; velas

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rodeadas por mamparas de papel y velasencendidas dentro de alargados vasosmágicos, decorados con dibujos delSagrado Corazón o del CorderoSangrante, La Virgen Sagrada o La Manomás Poderosa. Delante de las casas delos negros y de los anglosajones se veíaotro tipo de amuletos. Habían clavadocruces y talismanes en las puertas ohabían dejado ofrendas en los porchespara cualquier espíritu que necesitaraser aplacado: un pez, un plato de arrozfrío, regalos envueltos en papelencerado… Alguien había arrancado unenorme cartel de Texaco de unagasolinera abandonada y lo habíacolocado en su patio, de frente a la

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Bahía, en una especie de súplica paraque aquellos espíritus que moraban entrelos fuegos eternos de Texas loprotegieran. Cuando las medidas deprotección hechas por los hombresresultaban ineficaces, estos volvían surostro hacia los dioses y los espíritus enbusca de salvación, pensó Josh. Nopasaría mucho tiempo antes de que seescondieran de nuevo en las cavernas ycreyeran que las enfermedades eranprovocadas por la maldición de unabruja.

Ham echó a correr, trotandopesadamente por encima del pavimentocon los pies desnudos. Josh lo siguió apaso más lento, preocupado por la

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posibilidad de pisar un trozo de cristal ouna tabla con algún clavo oxidado.Desde que su madre muriera, habíaperdido cuatro pacientes a causa deltétanos y otros tantos por la gangrena.

Ham se detuvo en la intersección dela Calle Cuarta, allí donde una vezestuviera la casa de Rachel. Josh loalcanzó poco después y juntoscontemplaron la pesadilla. Estaba claroque el huracán se había convertido en untornado. Había restos y piezas de lascaravanas esparcidos a lo largo y anchode un campo de desolación; muebles,ropa y platos yacían desparramados enmontones de escombros. Las caravanasse habían cascado como huevos, y, para

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colmo de males, todo lo que tenían en suinterior había acabado siendo arrojado ydiseminado por los alrededores inclusoantes de que se hubieran desprendido lascáscaras.

—¡Dios mío! —susurró Josh. Seimaginaba a la hermana de Ham, Rachel,escondida en su caravana. Habríanquitado el colchón de la cama de Rachelpara cubrirse con él y no les habríaservido absolutamente para nada.Imaginó cómo habrían chillado las niñasal ver que las paredes se rasgaban.

—No hace ni tres semanas queChristy pescó su primer pez —comentóHam. Christy, una de las hijas deRachel, era una pequeña consentida con

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cuatro años y una abundante mata depelo rizado—. Una pequeña trucha demar de poco más de medio kilo. En laparte de atrás de mi barca, con anzuelo yun pedacito de gamba como cebo. Unpedacito de gamba como cebo. Yodebería haber estado aquí —terminó.

Josh sintió el ruido sordo de sucorazón: diez veces, veinte, treinta…

—No estaban aquí.Ham meneó la cabeza y escupió.—No se habrían quedado aquí al ver

que se aproximaba un frente semejante.Ya viste las nubes. Rachel no se habríaquedado aquí de ningún modo. Seguroque los trasladó a todos. ¡Por los clavosde Cristo, Ham! No estaban aquí. —En

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su cabeza, pudo ver cómo la caravana setambaleaba hasta quedar boca abajo; fuetestigo de cada uno de los golpes que laabollaban. La lluvia caía de lado, con lamisma fuerza que la ráfaga disparadapor una ametralladora. Los marcos delas ventanas saltaron y el gas produjouna explosión semejante a la de unagranada—. Se fueron a casa de tu madre—siguió Josh. Sabía que no decía másque incoherencias, pero no tenía la másmínima intención de detenerse—. Ham,Ham. Yo no quería que esto sucediera.Di algo. —Agarró a su amigo del brazo,pero el hombretón se libró de él con unempellón y lo tiró al suelo sin girarsesiquiera.

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Josh sintió una opresión en el pechoque apenas le dejaba respirar.

—No estaban aquí —susurró.Ham seguía contemplando el terreno

devastado. Al otro lado de la calle habíauna hilera de casas prácticamenteintactas. Los tornados eran cuestión desuerte. Uno pequeño podría arrancar unacasa desde sus cimientos, sin ni siquieramover las contraventanas de la queestaba al lado. Y todo en el tiempo quese tarda en repartir unas cartas. Joshpodía escuchar el susurro de los naipesde su padre en los oídos, el chasquidode las cartas cuando las dejaba caer enuna precisa cascada.

—Apuesto a que se fueron a casa de

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mi madre —dijo Ham.—Claro que sí.Ham se dio la vuelta. Un momento

después, Josh se levantó y cojeó tras él.Fueron a la casa donde Ham había

vivido con su madre, su padre y suhermano pequeño, Japhet. Habíaresultado dañada, pero no se habíaderrumbado. La mayoría de las ventanasestaban rotas; el gallinero de la parteposterior había desaparecido y elpequeño aparato de aire acondicionado—el orgullo y la alegría del señorMather— se había esfumado del lugarque ocupara en la ventana salón. Hamirrumpió en la oscura estancia por lapuerta principal, y estaba a punto de

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gritar cuando Josh le tapó la boca con lamano.

—¡Aquí no hay nadie! —siseó Josh.Ham se deshizo de la mano de Josh y

se quedó petrificado en la oscuridad,mientras sus hombros subían y bajaban.La cama de su padre, en la habitación deenfrente, estaba vacía. Josh siguió atientas la pared que llevaba a la cocina.La marca de humedad del papel de lapared le llegaba por encima de lacintura. El gas de la cocina nofuncionaba y no había rastro del catre deJaphet.

—Si están muertos, te romperé elcuello —dijo Ham.

—No están muertos.

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—¿Lo juras, Josh? —La voz de Hamsonaba hueca y horrible—. Júralo por elfantasma de tu madre.

—Están vivos —contestó—. Te lojuro. Ham se encaminó hacia la puertaprincipal.

—He visto una luz en la casa de allado, la de los Rossi. Voy a preguntar.

—¡Ham! Si nos atrapan, esta vez elsheriff nos pegará un tiro.

—Los Rossi me aprecian —respondió Ham antes de pasar junto aJosh.

—Al menos déjame el arma —dijoJosh—. Por si acaso intentaranentregarte.

—No está cargada, Josh.

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—Pero nadie más lo sabe.Ham le pasó el inútil 32 y atravesó

el diminuto trozo de tierra que losseparaba de la propiedad de los Rossi;mientras tanto, Josh se agazapó en laesquina de la casa de los Mather ysujetó con torpeza el arma en su manoizquierda. Ham golpeó la puerta de losvecinos con su inmenso puño. Unarendija apareció en una de lascontraventanas.

—Id a dormir antes de que os muelael culo a golpes, ¡gamberros!

—Soy Ham, señora Rossi.—¡Ham!—¿Dónde está mi familia?La contraventana se abrió de par en

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par. La señora Rossi lo miró con losojos entrecerrados y actitud recelosa.

—Eres un fantasma.—Y la perseguiré durante toda la

eternidad si no me dice donde está mifamilia.

—No. No harás nada de eso —contestó la señora—. Te huelo desdeaquí, que Dios me bendiga, ¡qué cerdoeres! Están en casa del señor Cane,Ham.

Joshua creyó que su corazón sedetendría en aquel instante. Ham miró ala señora Rossi con cara de bobo.

—¿En casa de Josh?—En palabras de tu madre: «Es una

casa resistente, está en una zona alta y

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alguien debe utilizarla con la tormentaque se avecina». La gente que vivía allíla había abandonado; imagínate en quéclase de fantasma se habrá convertidoese tal Josh, con lo presuntuoso que era.Pero tu madre dijo que si el muchachoestaba muerto, tú también lo estarías y teencargarías de mantenerlo a raya.También dijo que volverías. Tu madretiene mucha fe en Jesús, sí señor.

—Están vivos —dijo Josh.Era como si le hubieran retirado una

sentencia de muerte. La palabra «alivio»se quedaba corta para describir lo quesentía. Estaba absolutamentemaravillado.

Ham se alejó de la puerta principal y

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se lanzó casi a la carrera en dirección ala casa de Joshua. Este abandonó lassombras y se apresuró a seguirlo.Cuando pasó junto a la ventana de laseñora Rossi, echó un vistazo alsorprendido rostro de la mujer.

—¡Uuuh! —exclamó, riéndose comoun colegial antes de correr a grandeszancadas tras su amigo.

Una casa pequeña llena de Matherparecía, como Josh pudo comprobar,muy llena. Ham era tan alto que, auninclinado para estrujar a su madre en unabrazo de oso, su cabeza rozaba lasristras de pimientos y los manojos desalvia que Josh había colgado del techopara que secaran. El señor Mather era

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casi tan inmenso como su hijo, si bien unpoco más bajo, y su barriga, cubiertacon una espesa mata de vello grisáceo,ocultaba la cinturilla de los pantalonescortos que se había puesto para dormir.

A decir verdad, las niñas habíansido las primeras en despertarse. Trasllamar a la puerta, Josh había escuchadoun ruido sordo, que resultó ser el sonidode la pequeña Christy al bajarse de lacamilla donde examinaba a suspacientes, en la que ella y su hermanaSamantha estaban acostadas.

—¡No hagáis ruido! —siseó a travésde la puerta—. Todos tan dumiendo —explicó con severidad.

Josh pensó que era la voz más

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hermosa que había oído en la vida.—¡Christy! —exclamó Ham.—¡Silencio!—Christy, soy el tío Ham. ¡Dile a

mamá que baje, cariño!—Está dumiendo.En la oscuridad, Josh sonrió como

un lunático al imaginarse con totalprecisión el mohín que habríacompuesto Christy, empeñada en salirsecon la suya.

La discusión habría durado toda lanoche (la pequeña era intratable entemas de obediencia) pero, por suerte, elruido despertó a Samantha, que teníaseis años y era más sensata. Deinmediato, la niña corrió a la cocina en

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busca de su madre. Un momentodespués, Rachel abrió la puerta y dejóescapar un chillido ahogado. Se tapó laboca con una mano y, al ver a suhermano, se le llenaron los ojos delágrimas. Ham se acercó y le dio unabrazo. Poco después, Ben, su marido,vino corriendo desde la cocina.Enviaron a Samantha a despertar a susabuelos mientras Rachel trataba deencender la lámpara colocada sobre lacamilla de reconocimiento. Christyintentó obligar a todo el mundo a volvera la cama. Ben ofreció a Josh un poco desu propio vino de arroz, al tiempo quelos abuelos salían del dormitorioprincipal. Josh encontró otra lámpara de

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aceite en la cocina, la encendió y lallevó al salón. Al final, hasta elimperturbable sueño de Japhet fueinterrumpido cuando la ingeniosaSamantha le tapó la nariz y su tío tuvoque forcejear para abrir los ojos, entretoses y parpadeos.

Fue un alegre regreso a casa,empañado apenas por el miedo que Joshsentía a dejarse llevar por el entusiasmogeneralizado. Todos los Mather eranenormes: Ham, su padre y su hermanoJaphet eran tres bloques descomunalesde carne y huesos. El marido de Rachel,Ben, era más delgado, pero sobrepasabael metro ochenta y cinco de altura y teníaunas extremidades largas y flacuchas

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que daban la impresión de necesitarvarias articulaciones más para poderdoblarse y alcanzar, de ese modo, untamaño razonable. Las mujeres suplíansu falta de gordura de distintas maneras:Rachel con el increíble volumen de supeinado; Samantha con energía; yChristy con la potencia de su voz y sutestarudez. Solo la señora Matherparecía haber adoptado una dimensiónhumana y, una vez que el primer ataquede palmaditas en la espalda huboremitido, Josh sintió el impulso dehablar tranquilamente con ella, a serposible en un pequeño rincón al queninguno de los tres hombres pudieseacceder con el fin de reducir así las

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posibilidades de que alguno de ellos loaplastara por accidente.

—Ahora que estás aquí, nosmudaremos a nuestra vieja casa —dijola señora Mather—. Al ver lo quebajaba la presión el día de la tormenta,supimos que la cosa iba a ponerse muyfea. No me gustaba la idea de que lasniñas y Rachel estuvieran ahí fuera, enla caravana, por poco que soplara elviento.

—Hizo lo correcto —contestó Joshcon rapidez para que Ham no pudieraacusarlo de actuar de modo egoísta.

—Japhet quedó atrapado entre lamultitud, en el Palacio del Obispo —continuó la madre de Ham—. La tal

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señorita Gardner ha regresado, ¿sabes?Ha conseguido que toda unamuchedumbre de gente humilde se quedeen la casa de Randall Denton, porincreíble que parezca. Nuestro Japhet laayudó mucho la primera noche y yo heestado echándole una mano durante eldía, aunque intentamos regresar aquí porla noche. Apenas hay sitio para queduerman tantas personas, y es mejordejarlo para aquellos que no tienen niuna cama en la que acostarse, creo yo.—Alice Mather hizo una pausa y surostro adquirió un rubor fascinante—.La señorita Gardner me permitióorganizar un poco la situación.

No me extraña, pensó Josh mientras

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recordaba cómo la madre de su amigohabía cuidado a todos los niños delvecindario. Los Gardner siempre habíantenido muy buen ojo a la hora de delegarfunciones. La idea de Sloane Gardnertrabajando codo con codo con AliceMather lo emocionó enormemente. Loatravesó otra oleada de gratitud alrecordar que, durante el juicio, habíasido Alice quien lo respaldara, sinmostrar ningún temor a la multitud deobservadores, ni a aquellos de susvecinos que no se mostraban de acuerdocon lo que hacía.

—Me temo que muchas de tusmedicinas han desaparecido —prosiguióla madre de Ham—. Dos días después

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de la tormenta, ese ayudante del sheriffllegó y arrambló con todo lo que había.Se llevó todo lo que era anterior alDiluvio… para compartirlo, según él,pero está claro que este vecindario no seha beneficiado en lo más mínimo; nocontigo ausente, Josh. Deberíahabérmelo llevado todo a casa de laseñorita Gardner, lo sé, pero de algúnmodo me pareció que sería como robar.

—Josh. —Ham había asomado suenorme cabeza, ensombrecida por unabarba de siete días, por la puerta de lacocina—. Estamos absueltos. Papá diceque tu novia apareció el día del huracán.

—En esto hay una moraleja —continuó la señora Mather mientras le

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daba unas palmaditas en la cabeza aJaphet, que acababa de entrar mediodormido en la cocina. En busca de unaperitivo nocturno, sin duda; según Ham,el muchacho sufría los espectacularesefectos del crecimiento. La señoraMather meneó la cabeza—. La señoritaGardner (me ha dicho que la llameSloane, pero no logro acostumbrarme)…pues bien, como iba diciendo, laseñorita Gardner regresó vestida depunta en blanco del Mardi Gras, tal ycomo tú dijiste que pasaría, Josh. Elsheriff estuvo a punto de arrestarla, perono sabemos muy bien por qué. Tambiénhay carnavaleros en el Palacio delObispo. Me llevé un buen susto el

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primer día que subí al piso de arriba.Pero la señorita Gardner ha conseguidoque todo el mundo se comporte como esdebido. Digna hija de su madre, no hayduda.

—Hay un tío con zancos en lugar depiernas —dijo Japhet—. Y una mujerque tiene plumas en la cara y llevavestidos que dejan ver su… —Miró a sumadre de soslayo—, sus rodillas.

—Los que tenían casas donderegresar se marcharon al día siguiente—prosiguió la señora Mather—, peroaún quedan muchos que no tienen dondeir.

Ham entró como pudo a la cocina,seguido de su padre.

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—La Reclusa está muerta. Aunquedebería aclarar que la mató el sheriff deun disparo.

—Eso también es una buena noticia—replicó Jim Mather—. De otro modo,habríamos perdido a tu madre a estasalturas.

Ham parpadeó. Alice Mather seruborizó.

—No es nada —dijo.—¡Se ha convertido en un ángel! —

exclamó Japhet que se rascaba labarriga al tiempo que asentía con lacabeza, sin dejar de sonreír—. Yomismo lo vi. Hace dos días salió unvietnamita de una de las casas flotantes,más enfermo que un perro. Mamá se

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pone a hablar con él, el tío le contesta yse van… Pero ¡es que ella estabahablando en inglés y el tipo la escuchabahablar en vietnamita! El hombrecomienza a parlotear y mamá lo escuchahablar inglés americano.

—Lo que se conoce como «hablarlenguas desconocidas» —explicó elpadre de Ham.

Alice Mather meneó la cabeza y seruborizó intensamente.

—Bueno, estamos aquí charlandomientras vosotros debéis estar mediomuertos de hambre. Vamos a prepararosalgo de comer. —Comenzó a moversepor la cocina, toda atareada, sin querermirar a nadie a los ojos.

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—Dios Todopoderoso —musitóHam.

El señor Mather meneó la cabeza.Aún estaba sonriendo por el regreso desu hijo, pero Josh notó que lapreocupación volvía a las profundasarrugas y pliegues de su rostro.

—Seremos incapaces de afrontarotro temporal sin la presencia de laseñorita Odessa. No quiero niimaginarme el aspecto que tendrá estaciudad dentro de diez años.

—El Señor proveerá —contestóAlice.

Y que lo condenaran si la simple vozde la señora Mather no encerraba algúntipo de extraño poder, pensó Josh.

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Sentía cómo se introducía en su interiorpara tranquilizarlo, como el aceite quese derrama sobre las aguas turbulentas.

—Amén —respondió Ham, y añadió—: Me comería un ciervo bien grandecon cuernos y todo. Josh está en deudacon nosotros, mamá. ¿Qué es lo quetiene para comer?

La despensa de Joshua estaba, sicabe, aún más llena que cuando semarchó.

—Hemos intentado comer de nuestrapropia comida, siempre que ha sidoposible —dijo la señora Mather—.Papá tenía la intención de arreglarnuestra casa de modo que pudiésemosmudarnos pronto, pero ha habido mucho

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trabajo que hacer para aquellos queestán peor que nosotros. Hemos pasadodías y días escarbando entre losescombros en busca de lossupervivientes y sacando los cadáverespara incinerarlos. Pero ahora que hasregresado, nos marcharemos a casa aprimera hora de la mañana.

—No, por favor, quédense todo eltiempo que quieran —barbotó Josh. LosMather lo miraron, sorprendidos—.Este… este no ha sido el más afortunadode los hogares —balbució—. Me alegramucho que, después de todo… significamucho para mí que hayan podidorefugiarse aquí y ponerse a salvodurante el huracán. Para mí lo es todo.

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—Nosotros también nos sentimosbastante emocionados —contestó JimMather con sequedad.

Después de pasar una semana a basede algas y cangrejos, la cocina era unadesconcertante caja de Pandorarebosante de diferentes olores: melaza,vinagre, vino barato de arroz paracocinar, miel, salsa picante, cartuchosde pimentón picante en polvo, de hojassecas de menta y de nueces, y, cómo no,mermeladas y gelatinas de uvassilvestres, moras, menta y zarzamoras,bayas, pimientos encurtidos, pepinillosen salsa de mostaza y salsa de ajo parauntar. En los armaritos de la cocina sealineaban una enorme cantidad de tarros

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de cerámica; el más grande conteníaarroz; otro tenía harina de arroz; ytambién había harina de bellota (Joshhabía descubierto que podía sacarpartido de las omnipresentes bellotas delos robles, una vez lavaba y tamizaba laharina para quitarle el amargor). Acontinuación, había una jarra enormeque contenía azúcar refinada y un cuencomás pequeño que siempre estaba llenode trocitos de caña de azúcar fresca. Lasespecias se encontraban en un estantecercano al hornillo; sal y pimentónmolido, tomillo y salvia.

No podía compararse con los Fordni con los Denton pero, por primera vez,Josh fue consciente de que era mucho

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más rico que la mayoría de suspacientes. Avergonzado, se recordó a símismo durante el juicio, cuandoridiculizara la mermelada que JezebelMacReady le había llevado como pago.Y para colmo, se había sorprendido alver que nadie lo defendía… Habíaperdido el hilo de la conversación de laseñora Mather, ahogado en el intensorubor que le había provocado lavergüenza.

Mientras daban buena cuenta delapresurado arroz con gambas y salsapicante —¡el paraíso!—, Josh y Ham sepusieron al día de los sucesos acaecidosen Galveston gracias a la incesantecháchara de los Mather. El huracán no

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había provocado daños tan importantescomo los del Gran Huracán; desdeentonces, la isla se había elevado unostres metros, y el Espigón habíacontenido la marea… o casi. Aun así, elnúmero de víctimas había sido muyelevado; entre doscientas y milpersonas, dependiendo de las fuentes. Lamayor parte de las muertes se debían alos tornados derivados del temporal. Sesabía que al menos seis de ellos sehabían adentrado en la isla. Unascuantas personas se habían ahogado yvarias habían muerto al ser golpeadaspor los escombros que transportaba elviento. La vieja Katie Heinrich, cuyaartritis Josh había estado tratando

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durante años con friegas de pimientopicante y ácido acetilsalicílico obtenidode la corteza de sauce, había logradoencaramarse al tejado de su casa yevitar así perecer bajo las aguas… solopara ser alcanzada por un relámpago.

Y lo más extraño de todo había sidola desaparición del Mardi Gras;Galveston había amanecido la mañanaposterior a la tormenta y se habíaencontrado con un buen número decarnavaleros ahogados en los portales, oagazapados entre los refugiados que seamontonaban en las mansiones deBroadway.

—Pero no será por mucho tiempo —dijo Jim Mather—. El sheriff Denton ha

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empezado a darles caza. Los quierefuera de la isla y en un lugar remoto, porsupuesto. Muchos les han disparadonada más verlos. Yo he estadoreservando mis balas para el momentoen que alguno de ellos me dé problemas,sí señor. La mayoría ha huido de laciudad, pero otros se esconden en elPalacio del Obispo, con Sloane Gardnery Randall Denton.

—La señora Mather ya habíamencionado eso antes —comentó Josh—. ¿Está intentado decirme que Randallse ha convertido en un filántropo?

—Más bien en un rehén aristócrata—respondió Alice—. La señoritaGardner lo mantiene allí, por si acaso el

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resto de los Denton decidiera irrumpiren la casa y acabar a disparos con todossus carnavaleros. Tiene cierta debilidadpor ellos.

—Todas las noches hay un toque dequeda —informó Ben, el marido deRachel—. Desde la puesta del sol alamanecer. Menos mal que nos oscogieron anoche o habríais acabado otravez en la cárcel.

Tras eso, las noticias empeoraron.El problema más acuciante en aquellosmomentos era la aparición deenfermedades. La diarrea ya estaba muyextendida e iba a peor. Disentería, sisomos afortunados, pensó Josh, ycólera si no lo somos. No había

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suficiente agua potable. Muchos de losdepósitos habían sido contaminados porel agua del mar, y el viento habíadestrozado o arrastrado demasiadosbaldes y toneles. Aun así, había llovidolo bastante durante los dos primerosdías como para que todo el mundopudiera beber. Y lo mejor de todo, latubería de casi un metro de diámetro quepasaba por debajo de la Bahía y traíaagua a la isla desde el continente estabaintacta tras el paso del temporal. Pordesgracia, la estación de bombeo nohabía corrido la misma suerte. Hammeneó la cabeza y hundió la cuchara enla comida. Él era exactamente el tipo dehombre que podría haber ayudado

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mucho en un aprieto semejante. Encuanto a Josh, todo el mundo lo habíaechado mucho de menos, según losMather.

No es que los demás médicos nohayan sido de ayuda —aclaró Rachel—.Pero les gusta mantenerse apegados alas antiguas costumbres…

—A la medicina de verdad —replicó Josh, malhumorado.

—Sí. Y no es que quede mucho deella. Sé que la reservaban para utilizarlacon… El gran Jim Mather, meneó lacabeza.

—Con cualquier tipo rico que tieneagua y comida y un sitio donde dormir,pero que ha sufrido un arañazo o tiene

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tos. Mientras que la gente de aquí cadavez está peor.

—Estamos trasladando a losenfermos al Palacio del Obispo —dijola señora Mather. ¡Y entiende lenguasdesconocidas!, pensó Josh totalmentecautivado por semejante portento.

—Pero nos vendría muy bien unmédico, Joshua.

—Aquí tienes tu oportunidad —ledijo Ham entre bocado y bocado—. Losdemás médicos te necesitan. Apuesto aque ahora podrías entrar en la Comparsade la Solidaridad. Andan cortos depersonal y puedes ganar un buen dineroocupándote de los Denton y los Ford.

Josh sintió que se ruborizaba por la

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vergüenza.—Eso no es justo. Alice frunció el

ceño.—¿Pasa algo entre vosotros dos?—Ya no —respondió Ham.Siguió dando ruidosa cuenta de su

comida. El resto de los Mather miró enprimer lugar a Josh y luego apartaron losojos, avergonzados. El silencio parecíamanar del interior de Joshua yextenderse por la estancia, hasta quetodos dejaron de hablar. Solo seescuchaba el tintineo metálico deltenedor del Ham. En numerosasocasiones, al observar a Sloane Gardnero a la gente elegante de Galveston quese reunía en casa de Jim Ford, Josh se

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había sentido como un mendigo quecontemplara a través de la ventana unafiesta a la que jamás podría asistir. Y enesos momentos volvía a sentirse así,salvo que en esa ocasión eran la calidezy la alegría de la familia Mather lo queno podría llegar a conocer.

Lo habían pillado con la cara pegadaal cristal, fisgando lo que ocurría dentro.

—¿Ham? —dijo Alice Mather.—Una comida muy buena, mamá.

Joder, cómo lo necesitaba.Con voz formal, Joshua anunció:—Señora Mather, mañana a primera

hora saldré hacia el Palacio del Obispo.Alice Mather asintió, a todas luces

preocupada por lo que sucedía entre

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Josh y su hijo, a los que miraba de formaalternativa.

—¡Sloane estará encantada! —Abriólos ojos de par en par y se tapó la bocacon una mano—. Ya está. Acabo dellamarla Sloane. Ahora nos mezclamoscon la alta sociedad, Jim —bromeó,mientras lanzaba una mirada jovial a sumarido.

Josh le contestó:—Señora Mather, en mi opinión

usted y su familia son la alta sociedadde esta isla. —Y supuso que no habíamodo de que la mujer supiera que nohabía dicho algo más en serio en toda suvida.

La madre de Ham le llamó

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«sinvergüenza» antes de darle un ligeromanotazo en el brazo. Pero Josh sintióque el roce provenía de miles dekilómetros de distancia. Había perdidotodo el derecho a sentirlo.

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A4.5 Bautismo

pesar de todas las educadasexcusas de Joshua, Rachel yBen le devolvieron su cama yse prepararon un catre en el

suelo de la cocina. De alguna forma, enel momento en que Josh despertó en lapequeña y oscura habitación, supo quetanto ellos como el resto de los Matherestaban profundamente dormidos.Alguien sacudía su hombro. El gélidocontacto aguijoneó su piel y consiguióque se le pusiera de punta el vello de laespalda.

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Se apartó de aquella mano helada yse levantó de un salto. Una mujer ricacon un vestido blanco estaba junto a sucama.

—¿Está en-enferma? —tartamudeóJosh.

Ella le dedicó una mirada divertida.—No, señor Cane. Estoy muerta.Un fantasma. A Josh se le erizó el

vello de la nuca y de las muñecas. Lavoz del fantasma tenía la autoritariaconfianza que solo el dinero podíaprestar. Incluso en la oscuridad de lahabitación, su piel resplandecía con elcolor blanco pálido de un champiñón.Tenía un rostro fuerte y feo, con unaboca grande y expresiva.

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—¿Quién es usted? —preguntó Josh.—¿Hace falta que lo pregunte? Ou

sont les neiges d’antan, sin duda. Huboun tiempo en el que yo era muy conocidaen esta ciudad —afirmó el fantasma. Ledirigió una extraña sonrisa y le hizo unapequeña reverencia. El vestido era tanblanco como su piel, una creaciónfabulosamente adornada y pasada demoda, cubierta de encaje y volantes.Debía de llevar muerta cien años—.Elizabeth Brown, a su servicio.

—La señorita Bettie —susurró Josh.Por un momento, tuvo la esperanza

de estar dormido, pero la desechó conrapidez. La señorita Bettie no era unsueño. Era real. Más real que él mismo,

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de alguna forma. Su gélida presencia eratan cierta que lograba que su propia vidapareciese frágil e inconstante, la llamade una vela que se agita con el viento.

La señorita Bettie extendió una manomuy real.

—De modo que ya ve, señor Cane,no hay nada que pueda hacer por mí.Pero hay otra persona que necesita suayuda. Venga conmigo, ¡y dese prisa,señor! —Lo sacó de la cama; sus dedoseran como grilletes de hielo alrededordel antebrazo de Josh.

No hubo ningún crujido deldesvencijado entarimado, ni un susurrode las cortinas, mientras ella sedesplazaba en silencio por la habitación.

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Josh rebuscó en el armario en buscade unos pantalones, deteniéndose solopara frotarse la frialdad del antebrazo.La señorita Bettie. El fantasma másfamoso de la isla; la mujer que habíaconvertido Ashton Villa en el centro dela sociedad de Galveston antes delDiluvio. Murió de… esclerosis lateralamiotrófica, ahora que lo pensaba, igualque Jane Gardner. ¿Qué había de extrañoen aquello? Josh se puso los pantalonescon una sonrisa sarcástica. Bueno, alfinal había conseguido una de susaspiraciones: se movía en los círculosmás altos de la sociedad de Galveston yhabía conocido a una de sus reinasincuestionables. Incluso en la muerte, la

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señorita Bettie era, sin duda alguna, muyelegante.

Se puso una camisa y bajó lasescaleras a la carrera mientras daba unbostezo. La señorita Bettie lo esperabaen la salita. Los Mather yacían a lo largoy ancho de la casa como manatíesvarados en la playa, sin dejar de roncary resoplar. Dormían como si estuviesenhechizados, haciendo caso omiso delpaso de Joshua. Siguió a la señoritaBettie al exterior, a la calidez de lanoche de Galveston. A pesar de loinsoportable que resultaba el calor dedía, durante la noche, el aire del sur deTexas era tan suave como los pétalos delas flores. Galveston dormía. Afuera

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reinaba una curiosa sensación deintimidad: no se movía ni un alma porlas calles, todavía plagadas deescombros y desechos. Si habíasobrevivido algún gallo, aún no habíadespertado para anunciar el amanecer.

—Señora, ¿adónde vamos?—No muy lejos.—Esta no es su zona de la ciudad —

dijo Josh mientras señalaba losdilapidados chalés y los adosadosderruidos de la vecindad.

La señorita Bettie le dirigió unamirada admonitoria.

—Toda esta es mi ciudad, señorCane.

Josh trató de no poner los ojos en

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blanco. Los ricos siempre eranarrogantes, al parecer. Incluso losmuertos. Siguió el resplandor de suvestido blanco a lo largo de la calle. Eraextraño que la señorita Bettie hubiesesalido y que fuera tan claramentevisible, incluso para él. Joshua jamáshabía mostrado muchas aptitudes para lamagia. Gracias a Dios, o la Reclusa lohabría embarcado hacia las Comparsas,sin duda. Pero, claro, la Reclusa estabamuerta, ¿o no? En aquel momento,espíritus y carnavaleros caminaban porlas calles a plena luz del día, al menoseso afirmaban los Mather. Contempló alfantasma que caminaba delante de él. Demodo que había comenzado: el último

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paso de la civilización hacia la barbarieabsoluta, hacia un mundo de sueños yfantasmas no muy diferente a la EdadMedia. Al final de su vida, lo másprobable es que todos viviesen encavernas y cazaran ciervos con garrotes.A pesar de que la señorita Bettie era unfantasma, un milagro, había nacido en unpasado absolutamente racional. Georgey Martha eran el futuro.

Caminaron a través de las calles quehabía odiado y temido cuando semudaron allí, hasta que Ham, siempretan generoso, le había presentado a losvecinos. En el interior de las casitasarruinadas por la tormenta dormían losamigos y vecinos de los Mather, que

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Josh nunca se había dignado aconsiderar suyos también. Pero ahorahabía dejado que Ham se apartara, dealguna forma, y, por primera vez desdeque se trasladara allí cuando no era másque un niño de diez años, se encontrabade nuevo entre extraños ycompletamente solo. La señorita Bettiele llevó seis manzanas más allá, hasta lacasa de la viuda Tucker. La motocicletade Billy Tucker estaba en el jardíndelantero. Por lo general, Billy tenía elcésped de su madre cubierto con piezasde coche, pero el huracán había hechodesaparecer algunas y había lanzado elestropeado chasis de un Buick Regalcontra su porche. La tormenta había

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hecho pedazos todas las ventanas de lafachada; las esquirlas y los trozos decristal aún resplandecían, colgadas delos marcos. Alguien había encendidouna lámpara en el interior. Josh pudoescuchar los gemidos de un niño cuandoempezó a subir las escaleras. Exhaustocomo estaba, le resultó difícil adoptar suaire clínico y sereno. Luchó porconseguirlo mientras seguía a la señoritaBettie a lo largo del camino de entrada.

El fantasma se hizo a un lado y lehizo un gesto con la mano para que seacercara a la puerta. Josh llamó. El niñode dentro soltó un grito. Volvió a llamar.

—¿Señora Tucker?—¿Es el médico?

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—¡Billy! ¡Cállate! —Era la voz deuna mujer que siseaba. Gina, la esposade Bill. Treinta y seis o treinta y sieteaños ahora, caderas grandes.

Josh no había ayudado en el parto desus hijos, pero cada pocos meses sufríanuna infestación de piojos y le vendía a lamujer un paquete de ungüento parapediculosis que fabricaba a base desalvia y arbusto de gobernadora. Josh notenía mucha fe en el ungüento, pero lohacía con la excusa de prestar uno desus tres peines de metal para piojos.

Se abrieron los cerrojos. La puertase separó un poco, todavía sujeta poruna cadena de bronce. Billy echó unvistazo al exterior.

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—¡Josh Cane! ¡Alabado sea CristoTodopoderoso! —susurró—. Tú estásmuerto.

—Todavía no.Billy se frotó la cara. Tenía los ojos

inyectados en sangre y, al parecer, no sehabía afeitado desde el huracán.

—Te ha traído el fantasma, ¿verdad?—Suerte que tienes —dijo la

señorita Bettie con acritud. Saltó sobrela capota del Buick que había en elporche de la señora Tucker y se sentóallí, balanceando los pies mientras suadorable vestido de noche blancoresplandecía sutilmente en la oscuridad.

Josh metió la mano izquierda poco apoco a través de la apertura de la puerta.

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—Tócame. Todavía estoy caliente—dijo.

Billy tocó los dedos de Josh, muypoco al principio, pero después con todala palma.

—De acuerdo. —Abrió la puerta—.Le ruego a Dios que Ham también hayaregresado.

—Así es.—Bueno, me alegro mucho entonces.Billy Tucker era un hombre bajo y

regordete que se ganaba la vidadesguazando coches e intercambiandolas piezas de un motor a otro, con el finde mantener en marcha los cada vez másescasos generadores del gueto. Joshsiempre se había fijado en sus manos, en

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lo gruesos que eran aquellos dedosachaparrados que siempre tenían negrala parte que rodeaba las uñas; dedosllenos de abultadas cicatrices pálidasproducidas por la sierra para cortarmetales, las retorcidas láminas de metaly las quemaduras del ácido de lasbaterías. Olía mal, a aceite de coche, abarro y a sudor.

Un niño quejumbroso yacía en elsofá.

Billy se encaminó hacia el deslucidointerior de la casa de su madre,caminando con las piernas arqueadas deun hombre que solía pasar hambre en suniñez.

—Es Joe —murmuró.

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—¿Tu madre está dormida? —preguntó Josh en voz baja mientras loseguía.

—Mi madre está muerta. Se la llevóel huracán.

«¿Por qué no arrasar la puta islahasta dejarla limpia? Por supuesto,algunas de las casas grandes aún estaránen pie, pero por lo menos habrás matadoa toda la chusma». Otra ardiente oleadade vergüenza se reflejó en el rostro deJoshua. Mantuvo la cabeza gacha paraque los Tucker no pudieran apreciarlo yagradeció la escasa luz.

Gina, la esposa de Billy, estabaarrodillada en el suelo junto al sofádonde yacía su hijo de diez años, cuya

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cabeza se agitaba de un lado a otro sincesar. El sofá apestaba a moho y agua demar. Billy se acuclilló y colocó la manosobre el brazo del niño. Joe dio unrespingo y gritó al tiempo que seapartaba del contacto.

—No puede soportar el más mínimoruido —susurró Gina.

La mujer se sentó con las manossobre las rodillas, sin dejar de mirar asu hijo con los labios apretados. Unalámpara de queroseno con una mecha derecambio ardía tenuemente en la mesitarinconera que había junto al sofá. Lassombras se reunían y acumulabanalrededor de los ojos de Gina mientrasla mujer se mecía adelante y atrás sin

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dejar de contemplar a su hijo.—Apaga la lámpara —gimió Joe.

Tenía la cara delgada de su madre—.¡Apágala!

—Vamos a dejar la puñeteralámpara encendida para que el doctorpueda ver, Joe Daniel.

—Gina —dijo Billy.—Tú no has estado con él las

últimas seis horas. No le has escuchadomientras… —Cerró la boca y volvió amecerse.

—Lo sé —dijo Billy.No trató de tocarla. Joe apartó

bruscamente la cabeza del tenueresplandor de la lámpara.

Gimió de nuevo y echó la cabeza

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hacia delante, como si no pudiesesoportar la aspereza de la tapiceríacontra la mejilla.

—El chico lo siente todo —dijoBilly. Josh notó que se le helaba la carnede la espalda y empezó a avanzar unpoco cuando la señorita Bettie se paseópor detrás de él—. El chico fue elprimero en verla —añadió Billy.Hipersensibilidad. Josh se obligó aignorar la pequeña sacudida de horrorque agitó su vientre.

Trató de colocar con cuidado lamano en la frente de Joe. El muchachodio un respingo para apartarse de sucontacto. Gina agarró la cara del niño yla mantuvo inmóvil. El chiquillo se

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sacudió y gritó, sin dejar de soltaragudos alaridos. A pesar de susforcejeos, no tenía mucha fuerza. Suspadres no tuvieron mucha dificultad paradejarlo inmóvil. Josh trató de que losgritos rebotaran en su imaginaria capaprofesional y examinó al chico. No teníamucha fiebre, si es que tenía algo. Puedeque un grado. Colocó los dedos sobre elcuello de Joe y sintió latir el pulso bajosu piel, que era tan fina como el papelde fumar. Le levantó los párpados; teníalas pupilas muy dilatadas. Josh se echóhacia atrás y les hizo un gesto a lospadres para que soltaran al chiquillo. Seretiró hacia el pasillo, donde podríahablar con ellos sin causarle mucha

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ansiedad a Joe.Encontró a dos niñitas en el pasillo,

a gatas; una tendría alrededor de ochoaños, y la otra unos cuatro.

—A la cama antes de que os dé unosazotes —siseó Gina.

—Pero mamá, ¿qué le ocurre a J…?Billy cogió a una niña bajo cada

brazo y subió de puntillas las escaleras.El papel de las paredes estaba lleno demanchas y burbujas a un metro porencima del rodapié. Josh trató deimaginarse toda la isla desaparecida,oculta bajo el agua. «Si ese temporal lesha dado una lección, se la teníanmerecida. Sí, señor». Suficiente. Teníaun paciente al que atender. No había

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tiempo para entretenerse con una inútilsensación de culpa.

¿Tienes algún narcótico en la casa?—le susurró Josh a Gina—. ¿Hongos?¿Estramonio?

—La madre de Billy tenía unapequeña maceta en el jardín de atrás.Eso es todo lo que sé.

—¿Comió Joe algo diferente al restode vosotros?

—No estoy al tanto de cada detalle,Josh. —El torso de Gina aún se mecía—. Hemos estado comiendo toda lamierda que encontrábamos. La madre deBilly tuvo suerte de que no nos lacomiéramos.

Tan solo tenía unos cuantos años más

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que Josh, pero parecía mucho mayor.Tenía tres hijos y un marido, y yaempezaban a notarse las canas en losmechones de cabello que caían sobre sudelgado rostro.

—La encontré en su habitación. Unode los cristales de la ventana casi lehabía arrancado la cabeza del cuello.¿Sabes lo que he comido hoy? Medialata de cacahuetes. Billy me cedió suparte.

Su marido descendió las chirriantesescaleras.

—Todos estamos bien —dijo—. Nohagas caso a Gina, solo está enfadada.

—Estoy enfadada —añadió Gina.—¿Ha actuado Joe como si hubiera

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comido o bebido algo inusual? —preguntó Josh—. ¿Se ha quejado delestómago? ¿Problemas para caminar orespirar?

—Bueno, cojea de un lado, pero esose debe a una astilla —dijo Billy.

—Le dije que se mantuviera alejadode las casas grandes —se quejó Gina—.Pero no me hizo caso. Es como esperarpara la cena a un gato callejero.Malditos niños. —Respiró hondo—. Noes culpa tuya —le dijo a Billy—. Hashecho todo lo posible, lo sé. Es solo queestoy irritada. Se pone peor a cada horaque pasa, sin importar lo que haga.

Billy extendió un brazo hacia suesposa. Ella se meció de forma rígida

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entre sus brazos.—¿Una astilla? —dijo Josh con

cautela. Un trozo de madera afilada. LosMather utilizaban esa palabra de vez encuando—. ¿Fue a recuperar…?

—A robar.—… cerca de la Séptima Avenida

—murmuró Billy—. La segunda plantade una de las casas de lujo se vino abajoy él cayó por el agujero. Se le clavó unaastilla bastante grande en la pantorrilla.

—Herví un poco de agua y le lavé laherida —dijo Gina—. Eso lo hizo gritar.La envolví lo mejor que pude con una delas fundas de almohada de la madre deBilly. Supuse que ella ya no lasnecesitaría. Lo siento mucho, Billy.

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Josh podía escuchar el latido delcorazón en los oídos. La madre de Joese mecía en el pasillo, de formaconstante y sin propósito alguno, comoun reloj que ya no marcaba las horas. Nopodía saber el horror que acababa deasaltar la mente de Josh, pero era lamadre del niño y debía de saber quealgo terrible, horrible, le pasaba a suhijo.

—Será mejor que le eche un vistazoa esa pierna —dijo Josh. Mientrasentraba de nuevo en el salón de losTucker, volvió la vista hacia Billy—.¿Hay alguna mesa de cocina en estelugar?

—Sí, ¿por qué?

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Josh no respondió. Se arrodilló a lospies del sofá en el que estaba tumbadoJoe, que no cesaba de retorcerse, comouna víctima de quemaduras.

—Sujetadlo —ordenó Josh.Billy sujetó con delicadeza los

brazos de su hijo contra el pecho. Ginasujetó sus pies. Josh cogió la lámpara dela mesita, la colocó en el suelo cerca delas piernas del niño, y subió laintensidad de la luz todo lo posible.Retiró la húmeda venda de algodón dela pantorrilla del muchacho. Era unaherida fea, una punción profunda que lellegaba hasta la parte trasera de lapantorrilla. La carne de alrededor estabatensa y enrojecida. A Josh se le secó la

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boca.—¿Cuándo?—Hace tres días. Tres días y medio,

ahora —dijo Gina—. Se lo he cambiadodos veces.

Josh sostuvo la venda de algodónfrente a la lámpara en busca de trazos desuero rojizo que hubiesen supurado de laherida. Los encontró. Palpó lapantorrilla del muchacho. Joe no dejó degritar.

—Tranquilo —murmuró Billy.Josh apretó y masajeó. Se escuchó

un sonido crujiente cerca del dorso de larodilla. Burbujas de gas. Joe gritó, gritóy volvió a gritar. Gina no apartaba lamirada de Josh, y su rostro tenía una

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expresión pétrea. Billy sujetó al niñocada vez con más fuerza, sin dejar deapretarle los brazos contra el pecho. Joegritaba y gritaba. Josh apretó lapantorrilla de nuevo. Más crujidos.

Josh se levantó, pero el niño no dejóde gritar. —¡Cállate! —siseó Billy. Elniño se sacudía como un pez entre susbrazos—. ¡Cállate! ¡Cállate! Josh cogióla lámpara y bajó la intensidad de la luz.La colocó sobre la mesita de café.Descubrió que Gina seguía mirándolo.—No me hagas esperar toda la noche—le dijo. —Y no me mientas. Nunca mecaíste bien, pero sé que no mientes.Dímelo sin rodeos.

—Vuestro hijo tiene gangrena

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caseosa. Va a morir. —Joshua sintió quesu capa de clínico se desprendía de sucuerpo—. Lo siento muchísimo;muchísimo, de verdad.

—No puedes hacer nada.—Si esto hubiera ocurrido antes del

Diluvio, podría. Si tuviese algo depenicilina, podría. Si fuera demasiadotarde para utilizar la penicilina, podríaenviarlo al hospital con suerointravenoso y anestésicos para que seocuparan de él médicos de verdad ypudieran cortarle la pierna a nivel de lacadera, cosa que probablemente losalvara. —Dios, las lágrimas sedeslizaban por las mejillas de Josh.Cómo se atrevía a llorar frente a la

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madre del niño, frente a una mujer queiba a perder a su hijo… Se las enjuagó ysacudió la cabeza—. No, no puedohacer nada por él.

Joe gritó y volvió a gritar. Losmúsculos de los brazos de Billy seabultaron.

Respiraba muy deprisa y muy fuerte.Se sentó en el suelo. Hubo un crujido enla escalera. —Entonces, córtale lapierna—.

—No soy médico.—Inténtalo. Va a morir de todas

formas, ¿no?Billy dio un manotazo sobre la mesa

de café.—Maldita sea, Gina, el hombre ha

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dicho…—No es más que un cobarde hijo de

puta —dijo Gina—. Y no me importa.Va a salvar a nuestro hijo.

—Gina…—Va a intentarlo.La fría silueta blanca de Bettie

Brown se colocó al lado de Josh.—Nobleza obliga —murmuró.—No puedo —susurró Josh. Gina

observó de forma implacable a loshombres hasta que Billy agachó lacabeza. Josh sacudió la suya—. Nopuedo —dijo—. No tengo…

Las escaleras crujieron de nuevo.Billy explotó de repente.

—¡Os dije que os quedarais en la

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cama, niñas! —gritó.Joe gimió de nuevo. Josh entrevió la

silueta de la mayor de las hijasacurrucada en los escalones cuandoBilly la cogió y la lanzó hacia el huecode la escalera con tanta fuerza quetemblaron las paredes. La niña gruñó ycayó con fuerza sobre los escalones; uninstante después, su padre la cogió y lalanzó hacia el descansillo,convirtiéndola en un borrón de pijama ypiernas blancas que chocó contra labarandilla que había al comienzo de laescalera. Arriba, entre las sombras, lachiquilla de cuatro años empezó a llorar.

—Bill —dijo Gina.El desguazador de coches se detuvo

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en seco a mitad de las escaleras; letemblaban los hombros.

—No digas ni una puta palabra.—Mira a ver qué necesita el señor

Cane —dijo Gina.Billy se giró, jadeante. La angustia

que reflejaban sus ojos era tan espantosaque disipó la histeria de Joshua. Eliminósu derecho al sufrimiento. Josh se dio lavuelta, incapaz de soportar esa mirada.

—¿Tiene una sierra para metal? —lepreguntó.

Se hizo el silencio.—¿Billy? —inquirió Gina.—En mi caja de herramientas.—Necesitaré cuerda también, tanta

como sea posible. Y sedal de nailon. —

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Pinzas, pinzas—. Y alicatespuntiagudos, todos los que puedaencontrar. O incluso pinzas de la ropa—dijo Josh. Su voz le sonó aguda, tensay falsa—. Gina, si te queda algo demarihuana, mira a ver si Joe es capaz detomarla. Si no puede fumarla, haz que sela coma. Si no puede comer nada,quémala bajo su nariz. Licor también, sipuede tragarlo. Consigue cualquiertalismán que puedas encontrar, losmejores amuletos que tenga. —LaReclusa se había ido y la magia habíavuelto. Incluso si los talismanes noayudaban a que Joe sobreviviera a lacarnicería de Joshua, por lo menosservirían para tratar de mantener a los

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minotauros a raya. Dios sabía que allíiba a haber mucho dolor esa noche,horror y un miedo insoportable a que lamagia se volviera sobre sí misma. Joshdeseó no haber perdido la costumbre derezar.

—Despeja la mesa de la cocina —dijo—. Pondré un poco de agua a hervir.

Media hora después, había sujetado alchico a la mesa de la cocina con trozosde una vieja cuerda de nailon amarilla,tan vieja que parecía tener pelos al tactoy las fibras de plástico estabandeshilachadas. A pesar de lahipersensibilidad del niño, Joe nomostraba síntomas de delirio. Gina le

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dijo que Josh iba a cortarle la pierna yque tendría que ser valiente. El niño seorinó encima y se mordió los labiospara evitar los gritos.

—Compórtate como un hombre —susurró Billy.

Joe se vino abajo y empezó asuplicar. Josh pensó en amordazarlo,pero decidió no hacerlo. Tenía que sercapaz de discernir si Joe se tragaba lalengua.

Josh envió a Gina a hervir el sedalde dos kilos y cuarto que pensabautilizar para las suturas. Fue en busca delos cuchillos de la viuda Tucker, cogióel más grande y mandó a Billy a que loafilara todo lo que el delgadísimo y

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descolorido acero viejo pudiesesoportar. Mientras Billy trabajaba, Joshcortó tiras de las cortinas de la cocina yse las colocó bien apretadas alrededorde su muñeca derecha con el fin de quele proporcionasen más estabilidad. Nose iba a arriesgar a operar con la manoizquierda.

Billy dejó la piedra de afilar, secolocó la hoja del cuchillo de cocinacon suavidad sobre la uña del pulgar y, acontinuación, dejó que el cuchillo sedeslizara. El filo dejó una ranura en lauña. El hombre le pasó el cuchillo aJosh.

—¿Qué pasa con la sierra?—Está afilada.

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Josh bajó los pantalones de Joe,pero le dejó la ropa interior empapadaen orina. Restregó la pierna del niño conwhisky de palma. Apestaba. Joe habló, ysu voz sonó ronca y trémula. —Papádice que no soy lo bastante mayor paralas tareas duras—. Se suponía que erauna broma. Josh colocó el instrumentalsobre la encimera de la cocina, a sulado: el cuchillo; la sierra; dos pares dealicates puntiagudos y un tercerooxidado hirviendo en una cacerola sobreel fogón. Ya había enhebrado dos agujascon el sedal, y tenía montones dealgodón a la espera, sucias bolas grisesde relleno. Con el cuchillo, cortaría lacarne de Joe tan deprisa como le fuera

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posible, y dejaría la sierra para partir elhueso. La clave era no cercenar laarteria femoral. Tendría que diseccionarel tejido a su alrededor y pinzarla. Sicortaba la femoral, el niño moriría encuestión de segundos, sin sufrir lo másmínimo.

Y era un error muy fácil de cometer.Nadie podría culparlo. Nadie podría

probar que lo había hecho a propósito.Desde luego, no podía decirse quehubiese llevado a cabo una amputacióncon éxito antes.

Josh descubrió a la señorita Bettiemirándolo fijamente. En voz baja ledijo: —Galveston espera que dé lomejor de usted, señor Cane—.

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Trató de decidir por dónde cortar.Cuanto más arriba, mejor, ya que teníaque asegurarse de detener la gangrena.Sujetó la sierra cabeza abajo y la dejósobre la pierna de Joe, con la intenciónde comprobar hasta dónde podía llegarpara que le quedara espacio paramaniobrar sin cortar el otro muslo. Joeorinó un poco más en su ropa interior,pero se abstuvo de gritar.

—Esponjas —dijo Josh. Se lehabían olvidado las esponjas paraabsorber la sangre que se derramaría delos pequeños vasos. Tendría quereservar las tenacillas para las grandesarterias cuando no pudiera contener lahemorragia mediante presión.

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Había leído en alguna parte que enla época de los barcos de vela, loscirujanos de a bordo podían cortar lapierna de un hombre en tres minutos,desde el primer corte hasta la últimapuntada. Cuanto más rápido, mejor, porsupuesto. Menos hemorragia, menostraumatismo.

Josh empezó a marearse. Se obligó arespirar hasta que se le aclaró la vista yse le pasaron las ganas de vomitar.

Joe comenzó a dar golpes con lacabeza contra la mesa.

—Deja de hacer eso —dijo Gina.—No quiero estar despierto —

gimoteó el niño.—¡Compórtate como un hombre! —

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le ordenó Billy mientras sujetaba lacabeza de su hijo. El rostro deldesguazador de coches estaba pálido—.Compórtate como un hombre.

Josh cogió el cuchillo. Joe trató dedar otro golpe con la cabeza, más fuerte,pero las cuerdas que lo sujetaban no ledaban suficiente juego. Gritó.

Diez minutos para la primera vez,pensó Josh. Puedo hacer esto.

Hicieron falta dieciocho. Josh rozó laarteria femoral, pero no la cortó. Lasangre manaba de los vasos sanguíneosdel chico con cada latido, con tantafuerza como los aspersores que habíapor delante del casco urbano. A Josh se

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le quedó atascada la sierra dos veces enel hueso y tuvo que tirar con fuerza parasacarla y empezar a serrar de nuevo. Lasegunda vez, Billy se marchó de lahabitación. Había sangre por todaspartes. Josh había comenzado a cortarpor el sitio equivocado y casi no habíadejado carne para cubrir el hueso. Lellevó una eternidad coger la piel de Joey estirarla sobre el hueso, como unhombre que tratase de envolver unregalo sin el papel suficiente. Gina nisiquiera se movió. Joe gritó hasta que suvoz se convirtió en un susurro, pero nose desmayó en ningún momento. Fueentonces cuando Josh perdió todaesperanza en un Dios misericordioso. Si

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hubiera un Dios en el cielo al que leimportara un ápice, el chico se habríadesmayado. Pero no murió.

Cuando Josh hubo dado el últimopunto de sutura, dejó caer la aguja sobrela mesa y palpó el muñón del niño. Nopodía percibir ninguna crepitancia, peroquizás las burbujas de gas fueranpequeñas todavía o, tal vez, no estuvieraen condiciones de percibir nada. Quizásno hubiera podido percibir ni un kilo degrava bajo la piel de Joe. Hacía tiempoque el niño había dejado de gritar; ahorasolo era capaz gemir. Josh colocó unamano llena de sangre sobre el cuello deJoe. El pulso era débil e inconstante,cosa que no era de extrañar. Debía de

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haber perdido… ¿cuánto? ¿Un litro desangre? ¿Litro y medio? ¿Dos litros? Unmosquito se posó sobre la mejilla delmuchacho. Josh lo apartó de unmanotazo, dejando salpicaduras desangre sobre el rostro del niño. Joshuasintió una mano sobre su brazo. EraGina. Tenía sangre en su sucio cabellorubio.

—Gracias —dijo.Gracias por mutilar a mi hijo;

gracias por hacerle una carnicería de laforma más torpe posible. Gracias porconvertirlo en un tullido, alguien dequien se reirán los demás niños. Graciaspor acabar con la vida que creía quetenía por delante.

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—De nada —respondió Josh.

—¿Vivirá? —preguntó la señoritaBettie.

—No lo sé. Josh había salido alpatio trasero. Estaba sentado,completamente exhausto, sobre losescombros de lo que una vez fuera elgallinero de la viuda Tucker. Una luzgris cenicienta se filtraba por el Este,aunque, en lo alto, las estrellas todavíabrillaban sobre el cielo negro.

—No pude percibir ninguna burbujaen lo que le queda de pierna. Mientrasno haya señales de gas, estará bien. Esosiempre que la herida no se infecte;siempre que no contraiga una

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septicemia, una peritonitis o el tétanos.Siempre que tenga suficiente que comery agua pura que beber, estará bien; sí,estará bien —dijo Joshua. Tenía lagarganta contraída por la furia—. Porsupuesto, si hubiese tenido el buenjuicio de nacer treinta años antes, ahoraestaría sano como una manzana. Tresgramos de penicilina. Eso era todo loque necesitaba. Tres gramos depenicilina el día que se hizo la herida.

—Tampoco teníamos penicilinacuando yo era niña —dijo la señoritaBettie—. Muy poca gente la tuvo jamás,señor Cane. Usted parece creer que esoes injusto.

La gran dama de la sociedad de

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Galveston se subió con elegancia altejado de una zahúrda volcada y se sentóal lado de Josh. El hombre podía sentirel frío que se desprendía del hombro delfantasma. Su mirada lo buscó en laoscuridad.

—La civilización no es lo queocurre en ausencia de la barbarie, señorCane. Es lo que nos esforzamos porconstruir en medio de ella.

Josh se inclinó hacia delante paraapoyar la cara en las manos. Jamás sehabía sentido tan cansado, ni siquiera enmedio del huracán, ni siquiera cuandoGeorge lo azotaba a lo largo de laautopista 87. Estaba exhausto hasta lamédula de los huesos. Resultaba

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increíble pensar que la última vez quehabía visto el sol se encontraba todavíaa algo más de tres kilómetros de laTerminal del Ferry de Punta Bolívar. Enaquel momento, había sido un hombrediferente. Había partido de Galvestoncomo un criminal con un único amigo enel mundo; había regresado como unhombre libre sin ninguno. Las casas, losvecinos… eso no había cambiadoexactamente; lo que era diferente era loque significaban para él. Habíaregresado a casa y había descubiertoque era un desconocido en su propiavida.

Deseaba tanto que el niño de losTucker sobreviviera que no se atrevía ni

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a pensarlo.—¿Por qué vino a buscarme? —le

preguntó Josh a la señorita Bettie—.¿Por qué no fue en busca de un médicode verdad? Joder, ¿por qué ha venidoaquí, en primer lugar? Esta no es sugente. Su lugar está por allí —dijomientras señalaba hacia Brodway y laRambla, los pocos enclaves en los quelas farolas ya habían sido reparadas.

—«Uno de los obstáculos másgraves para el progreso de nuestra razaes la caridad indiscriminada» —recitóla señorita Bettie—. Andy Carnegie, eseviejo embaucador. Supongo que soy unamujer falta de criterio. Carnegie tambiéndijo que el exceso de riquezas era un

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índice de la confianza divina, y que erauna obligación moral de cada unorepartirlo a lo largo de la vida. Yo lo hehecho mejor que él, ¿no es cierto? —dijo con una carcajada—. Deberíalavarse. —Le pasó un sencillo pañogris, tomado de uno de los cajones de lacocina de la viuda Tucker, sin duda.Josh lo miró fijamente, aturdido por elcansancio, y después comenzó alimpiarse.

Entonces ocurrió un pequeñomilagro. Allí donde la sangre de JoeTucker había entrado en contacto con supiel, esta se había vuelto blanca como laleche, como si la hubieran sumergido enácido. Sus manos parecían de sal. Y lo

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más raro de todo: su muñeca estabaabultada pero suave, como si alguno delos músculos que había perdido cuandolos gusanos limpiaron la heridasiguieran del mismo modo, pero la pielya hubiera sanado sin dejar cicatrizalguna por encima. Más arriba del codotenía pequeñas manchas e hilillos decolor más blanco allí donde le habíasalpicado la sangre. Se miróabsolutamente maravillado.

—Y su rostro, señor Cane —dijo laseñorita Bettie.

Se limpió la frente y las mejillas yvio que otra parte del paño se habíavuelto roja.

—Lavado con la sangre del cordero

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—añadió la señorita Bettie consuavidad.

Josh la miró, perplejo.—¿Ha sido usted quien ha hecho

esto?—No, señor, no he sido yo.—¿Entonces…?El encaje y los volantes de la

señorita Bettie se agitaron cuando ellase encogió de hombros.

—Nuestro pequeño banco de arenadesapareció bajo la marea al fin, señorCane. ¿Quién puede predecir losmilagros que están por ocurrir?

Permanecieron sentados allí juntos ycontemplaron cómo el amanecer sederramaba por el firmamento. Al final,

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Josh se movió, inquieto. Debíacomprobar cómo estaba Joe; debíahablar con Billy y Gina. Tenía quedecirles que colgaran sus amuletos, quealimentaran a su hijo con té de diente deleón y que se aseguraran de que suequilibrio hidroelectrolítico no se fueraal traste. Pronto tendría que presentarseen el Palacio del Obispo, donde, segúndecían, Sloane Gardner lo estabaesperando. Trató de imaginarse qué ibaa decir, pero su mente seguíadeslizándose hacia cosas menospersonales y más importantes: el cóleray la malaria, el agua limpia y losvendajes.

Notó que la señorita Bettie llevaba

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un reloj de pulsera, un Rolex de acerocon diamantes diminutos.

—¿Qué hora es? —preguntó.La señorita Bettie lo miró y se echó

a reír.—Al parecer tiene dificultades para

recordar, ¿no es cierto? Bien, se lo diréentonces. Es «ahora», Joshua Cane.Siempre y únicamente ahora.

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QUINTA PARTE

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L5.1 Hundimiento

a séptima mañana tras elhuracán, Sloane se despertó conel olor del cebo. Estabatumbada sobre un canapé en la

biblioteca de Randall Denton. Seesforzó por abrir los ojos. Aún no habíaamanecido; no obstante, la oscuridad eramenos densa que cuando finalmente seechó a dormir, justo después de las tresde la mañana. Algo largo, húmedo yfibroso rozó su mejilla y se retiró alinstante. Sloane jadeó y abrió los ojosde par en par. Un rostro triste con bigote

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se vislumbraba entre la penumbra,trayendo consigo un fuerte hedor agambas y a cangrejos de río. Jamáshabía oído que un Hombre Langostino sehubiera acercado tanto a alguien conanterioridad. Esperó a que la criaturahablara o hiciera algún movimiento. Nohizo ninguna de las dos cosas. Se limitóa observarla, a mirarla con una profunday apacible melancolía, con su rígidorostro inclinado hacia un lado y sus ojosnegros brillantes como perlas. Los ojosde Sloane se esforzaron por soportar elpeso de la noche. Se cerraron de golpe,se abrieron de nuevo; el olor del barro yde la carnaza eran como un narcótico enel oscuro ambiente, hasta que, al final,

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volvió a quedarse dormida. Los sueñosse cernieron sobre su cabeza,moviéndose de forma lenta y extraña,como las corrientes de un martenebroso.

Cuando despertó de nuevo, sedistinguía la luz grisácea del amanecer.El Hombre Langostino se había ido, sibien un tenue olor a pescado persistía enel aire. En algún lugar más allá de laventana de la biblioteca, un arrendajoemitía su llamada. Las notas de sumelodía eran hermosas y tristes; cadatonada llegaba a su fin con uninterrogante, como la voz de una mujerque vagara por el inframundo llamandoa su familia.

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O tal vez fuera Jane Gardner,encantada, en busca de la ciudad quehabía perdido. Galveston se estabahundiendo: Sloane podía sentir cómo lamagia se derramaba sobre la isla,trayendo con ella los milagros, a losminotauros y al Hombre Langostino,quienes, al parecer, vivían en sucorriente.

La mañana después del huracán,habían empezado a circular rumoressobre minotauros. Con tanto miedo en elambiente, y sin la Reclusa para evitarque la magia se fraguase a su alrededor,era inevitable que se abrieran en lacarne vacíos de pánico y terror. Sloanehabía escuchado que una niña a la que le

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habían arrancado la cabellera habíaconvertido la Pecera en un lugarencantado. Se decía que se habíaahogado cuando uno de los tornadosalzó la caravana donde estabaescondida, la redujo a pedazos y lalanzó al mar. La piel había sidoarrancada de su cabeza, y decían que sesentía atraída por las melenas largas yoscuras. Había informes de otrosminotauros: el Hombre de Cristal y elChico Gordo, con sus cuchillos; y unacriatura sin nombre que se decía habíaencantado el Muelle 21, y queestrangulaba a sus víctimas conresbaladizos trozos de algas verdes queparecían cuerdas.

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«¿Qué ocurre cuando las pesadillascomienzan a derramarse sobre elpequeño imperio de Jane y ya no está laReclusa para ahuyentarlas hacia elMardi Gras? El viejo mundo en el quevivimos ahora es duro, chiquilla».

Por el amor de Dios, Dessa, ¿cómodejaste que te mataran? Ahora tenecesitamos muchísimo.

No todos los prodigios eransiniestros. La primera muestradescarada de la nueva magia que Sloanehabía presenciado fue el desarrollo delángel en Alice Mather. Desde elmomento en que Japhet regresara alPalacio del Obispo el día posterior a latormenta con su madre a cuestas, Sloane

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había encargado a Alice más y mástareas. La señora Mather era competentey muy querida entre los demás, y Sloanenecesitaba toda la ayuda que pudierareunir. Al principio no cabía dudaalguna de que Alice Mather estabaterriblemente preocupada por su hijo,sin importar el número de veces queexpresaba su confianza en que Dioscuidaría de él. Alice deseaba condesesperación mantenerse ocupada, y nosolo con su familia. Sloane la habíacomplacido. Tener cosas que hacer congente desconocida había sido algo a loque aferrarse según pasaban los días yno había ni rastro de Ham, ni del barcoque lo había llevado al exilio.

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Y entonces, cosa bastante curiosa,Alice había empezado a «resplandecer».Su paso se había hecho cada vez másligero. La esperanza entraba a cadahabitación con ella, como el olor de laropa recién planchada. Y al final, tresdías atrás, Lindsey, la doncella, habíaentrado a la carrera en el estudio en elque Sloane trabajaba para decirle queAlice Mather hablaba idiomasdesconocidos.

Sloane siempre había creído que sumadre no comprendía lo «vivas» queestaban las cosas. Era más obvio cadadía. Por ejemplo, había mantenido a losenfermos graves acuartelados en elsalón de baile de Randall durante cinco

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días; ahora, el propio salón parecíaenfermo. Al papel de las paredes lehabían salido ampollas, como siestuviese febril, y el ambiente parecíaenrarecido incluso cuando se dejabanlas ventanas abiertas.

Debería alegrarme de que mamánunca vaya a ver en qué se haconvertido su ciudad.

En un improbable juego de sillas ymúsica, ahora ella ocupaba la casa deRandall Denton. El sheriff Denton, porotra parte, se había mudado de formapermanente a Ashton Villa. Sloanedebería haberse sentido feliz antesemejante intercambio, pero el sheriffhabía dejado claro que si la atrapaba

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tratando de hacer algo, la pondría bajoarresto y haría una redada entre loscarnavaleros, significara eso lo quesignificara. Nada bueno, Sloane estabasegura. Si quería salir del Palacio delObispo, como así era, tendría que ser enese momento, cuando el resto de laciudad estaba o bien dormida, o bienocupada con sus propios desastres.

Sloane se obligó a abrir los ojos.Había dormido con la ropa puesta denuevo, cosa que odiaba, pero no podíadesperdiciar el tiempo con la intimidad.El adolescente del cuchillo de cazadormía en un catre junto a ella. Habíaperdido a su familia en la tormenta y notenía hogar al que regresar. Scarlet, la

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niña-muñeca que tenía el corazón deSloane en su interior, se encontraba aunos cuantos metros, acurrucada comoun gato sobre el enorme sillón de cuero.

Cuando estaba despierta, Scarlet erauna niña incordio y malhumorada, contanta energía que parecía desprenderchispas cuando corría por el Palacio delObispo. Pasaba horas jugando al dominó—muy mal, por cierto— con cualquieraque estuviese dispuesto a jugar. Se poníafuriosa cuando perdía y se regodeabacuando ganaba. Se quedaba despiertahasta bastante después de la medianoche todos los días, y se jactaba de serla nieta de Momus. Despreciaba a loshumanos comunes y corrientes varados

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en el Palacio, y se esforzaba por pasartodo su tiempo con los carnavaleros,quienes la trataban como a una princesa.

No obstante, sin importar el lugar enel que durmiera Sloane, cada mañana,cuando se despertaba, encontraba aScarlet acurrucada a escasos metros.Hasta ese momento, las pesadillashabían llevado a la niña hasta ella endos ocasiones en mitad de la noche. Sehabía acurrucado bajo el brazo deSloane, con su pequeño cuerpotemblando. Poco a poco, los tembloreshabían desaparecido y su respiraciónhabía recuperado el ritmo normal.Dormía mientras Sloane permanecíadespierta, a la espera de que pasara la

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larga noche, con miedo de que cualquiermovimiento la molestara.

Cuando estaba dormida, Scarlet erala criatura más hermosa y frágil queSloane hubiera visto jamás. Distintasimágenes la acosaban: Scarlet con untiro del sheriff Denton, o enferma demalaria, o cayendo a la piscina del patiotrasero de Randall y ahogándose. Esasimágenes horrorosas se sucedían antelos ojos despiertos de Sloane hasta quelos cerraba con fuerza y se obligaba apensar en otra cosa.

Fuera, el arrendajo continuaba consu melodía.

Esta hora antes del amanecer era elúnico momento tranquilo del día. Los

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carnavaleros habían abandonado laplanta baja del Palacio del Obispo enpro de los refugiados humanos. Todaslas noches, hasta las tres o las cuatro dela madrugada, podían escucharse retazosde canciones que llegaban flotandodesde la escalera, acompañados deltraqueteo de los dados y el chasquido delas fichas de dominó, y los paseos depuntillas de los borrachos a la cocina,claramente audibles.

Una hora más tarde, sobre las cincoy media, las doncellas de Randallestarían atendiendo a sus pollos; y laseñora Sherbourne, la cocinera, sehallaría en sus dominios para empezarcon el desayuno y aumentar la cuenta de

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Sloane, alarmantemente abultada.Randall, como era predecible, le habíatraído un contrato para que lo firmara enmitad de la tormenta. Ella se habíamostrado de acuerdo en correr con todoslos daños y costos de su propio bolsillo,si era necesario. En aquel momentohabía tenido la esperanza de que laComparsa de Momus se hiciera cargo dela cuenta, pero después de uncircunspecto intercambio de mensajeros,el sheriff Denton la había declarado unaproscrita de la Comparsa.

—¡Quién le ha dado derecho! —Había querido saber ella.

Sin embargo, tal y como Randallhabía señalado, lo único que Jeremiah

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tenía que hacer era persuadir a JimFord. No era una gran proeza paracualquiera con la suficientepersonalidad, como Sloane sabía muybien.

Aquello había requerido que pusieraen marcha un segundo plan: ganar denuevo el dinero. Una noche tras otra,después de la cena, la señoraSherbourne comenzaba a sumar loscostos del día. A continuación, Sloanerecorría la casa durante las dos últimashoras antes de que Alice Mather se fuesea la cama e invitaba a Randall arribapara jugar a las cartas. En un principio,el hombre se mostraba renuente asentarse entre los carnavaleros, pero

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había una parte de él que disfrutaba desemejante excentricidad, sobre tododespués de descubrir que pocos de elloseran buenos jugadores.

Sloane sí lo era, no obstante.Era imposible ganar todo lo que

gastaba. —Randall habría dejado dejugar si se hubiera dado cuenta de queestaba perdiendo tantísimo dinero—,pero al menos había contenido un pocola hemorragia. Oh, sí, muy noble por suparte. Y por una buena causa, además,pensó con sarcasmo. Porque la verdadera que le gustaban los juegos de cartas.Si no disfrutara de ese par de horas deirresponsabilidad al día, se habríavuelto loca. Abajo, en la primera planta,

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la gente estaba enferma, o moría, olloraba la pérdida de su familia a causade la tormenta, mientras que arriba,entre los monstruos, Sloane Gardner reíay bebía y, tenía que reconocerlo, lopasaba bien. Desde luego, no podíadecirse que estuviese siguiendo lospasos de su madre.

Y la noche se hacía aún más cortacuando uno se despertaba con lasprimeras luces de la mañana. Sloanegruñó para sus adentros.

Había oído de boca de un par decarnavaleros que As había sido vistodespués de la tormenta. Un tragafuegosque había llegado al Palacio del Obispoel tercer día después del huracán

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afirmaba que As y otros carnavaleros deaspecto humano habían puesto enfuncionamiento un albergue ilegal en elMuseo del Ferrocarril. A pesar de loaliviada que se había sentido al saberque seguía con vida —por supuesto, nohabía logrado dispararle; el hombretenía demasiada suerte para eso—, laidea de enfrentarse a él la llenaba devergüenza. Aun así, se lo debía.

El canapé de cuero crujió bajo sucuerpo cuando se levantó. Pasó concuidado junto al pálido muchacho quedormía en el suelo.

Los refugiados llenaban labiblioteca y la sala de billar, tumbadosen catres fabricados a partir de las

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colchas y los edredones de RandallDenton. Sloane pasó de puntillas junto amás cuerpos dormidos, que eran comobultos grises en la oscuridad de la casa;un brazo extendido por aquí, una caramagullada y sin afeitar por allá. Tras lamesa de billar de Randall, Sloane seencontró con una mujer y su hija quehabían llegado el día anterior, ambasempapadas con el sudor de la fiebre.Giró el picaporte de las puertasfrancesas que conducían al patio traserotan silenciosamente como pudo, pero losojos de la niña se abrieron al escucharel pequeño ruido. Contempló en silencioa Sloane. No podía tener más de diezaños. Su madre seguía dormida.

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A pesar del tiempo que Sloane habíapasado preocupada por Scarlet esosdías, ¿cuánto más debía preocuparse elcorazón de una persona al contemplar auna niña de verdad, a una niña a la quehabías traído al mundo y cuidadodurante años y años? Una debía desentirse increíblemente indefensa. Laimagen de una Jane Gardner tanvulnerable dejó consternada a Sloane.Pensarlo le produjo una sensaciónextraña y temblorosa en el pecho. Talvez su madre había luchado por algomás que por Galveston. Había luchadopor ella, por Sloane. Para retener nosolo la magia, sino el futuro, la propiarueda incontenible del tiempo. Había

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tratado de evitar, con toda la energía y lainteligencia de las que disponía, que lavida y todos sus cambios hicieran dañoa su hija.

La obligación real de una madre erapreparar a sus hijos para que se valieranpor ellos mismos. Eso era lo que laspersonas se decían unas a otras. Pero almirar a Scarlet, o a la niña de diez añosque yacía febril en el suelo, Sloane nose lo tragaba. Si ella fuera madre, pensó,no haría algo así. Trataría con toda sualma de proteger a su hija de cualquierdaño, por muy pequeño que fuese. Pormuy inevitable o necesario que fuese.Era una idea ridícula e imposible, peroeso sería lo que haría. Que el mundo

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tratara de enfrentarse a ella, si podía.Sloane salió al exterior. Después,

por la tarde, el sol convertiría la costaen otro hervidero de treinta y cincogrados, pero por ahora, en la penumbrade antes del amanecer, el aire era másfresco de lo que lo había sido desdeabril. La húmeda mañana de quincegrados habría sido deliciosa de no serpor el hedor de las piras de cadáveres.Sloane se paseó por los arruinadosterrenos de Randall, más allá delcobertizo del generador y de la piscina.Esta última estaba llena de agua salada,plagada de frondas de palmera,guijarros, hojas, y de los cuerpos devarios estorninos y ardillas. El día

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anterior había una zarigüeya, pero algola había sacado. Incluso a esa horatemprana, bandadas de buitres girabansobre cada parte de la ciudad. Unasdelgadas columnas de humo se elevabandesde las piras crematorias.

En la Decimocuarta Avenida, pasójunto a una yegua torda que estaba atadacon una correa a una farola. A la luz delalba, el caballo pastaba sobre el cuerpode un perro muerto, sacudiendo elcadáver con sus enormes dientesamarillos. Por alguna razón, aquello lepareció a Sloane la abominación másterrible que hubiera engendrado lamagia; más que los hombres que habíavisto en el Carnaval con escamas de piel

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de serpiente o agallas bajo lamandíbula. Descubrió que deseaba queel sheriff Denton viniese y le pegara untiro a aquella horrible yegua, y quelanzara su cuerpo lejos de la isla.

Un súbito espasmo de puro odiohacia la gente de Galveston se solidificóen la sangre de Sloane. Desde que podíarecordar, los isleños habían temido ydespreciado a su madrina, Odessa. Lehabían llamado bruja, asesina, monstruo.Habían querido que muriera o sedesvaneciera. Sloane observó cómo elcaballo colocaba un casco sobre elcuerpo del perro y arrancaba otropedazo de carne. Bueno, mis colegasconciudadanos han conseguido lo que

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querían, pensó con furia. Me preguntosi les gusta lo que ven.

El Museo del Ferrocarril estaba másconcurrido de lo que recordaba, llenodel murmullo de las conversaciones y delos pasos; de puertas que se abrían y secerraban; del tintineo de platos yplatillos y de los cubiertos de la cena.Al parecer, alguien mantenía el edificiolimpio. Pudo ver aquí y allá un penachode algas atrapado bajo un banco, perolos suelos habían sido fregados, y apesar de que vio unas cuantas ventanashechas pedazos, alguien había clavadounos tablones a través y había barridolos cristales. El gas estaba instalado y

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funcionando, y había muchas lucesencendidas sobre soportes a lo largo delas paredes. Los ventiladores giraban enel techo.

Había más gente allí, y más estatuastambién. En el Galveston real, antes deque Odessa muriera, todas las esculturashabían sido tipos vestidos a la moda delos años 30 y 40, pero aquel día, sinembargo, en lugar del puñado deantiguas y conocidas estatuas, habíadocenas y docenas de otras nuevas:turistas japoneses y mujeres jóvenes dela generación de Odessa, con dientesblancos y camisetas ajustadas; y dosmujeres hispanas de mediana edad,inmóviles a media zancada a la entrada

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del servicio de chicas, ambas vestidascon el insulso algodón de Galveston dedespués del Diluvio. Había incluso unindio karankawa, uno de los gritonescaníbales que habitaban la isla cuandollegó por primera vez Cabeza de Vaca.El hombre estaba a punto de abrir unapuerta lateral de la estación que daba alas vías y a los vagones abandonadosdel tren, como si acabara de llegar a laciudad a bordo del viejo mercancías dealgodón Southern Pacific. Incluso elhombre negro ya no estaba sentado en subanco de costumbre, pasando las hojasde su periódico. Ahora que la marea demagia estaba inundando la Galvestondecente, tal vez podría pasar la página

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por fin, o dejar el periódico y pasear ala luz del día.

También había gente viva en laestación. Los rumores que había oídoSloane eran ciertos: la mayor parte erancarnavaleros que se habían vistovarados en el Mardi Gras hasta que lasdos Galveston se fundieron en una denuevo. Algunos todavía llevaban susharapientos vestidos de baile o seaferraban a sus máscaras de fiesta.Voces quedas y ojos enrojecidos eran lanorma. La resaca, pensó Sloane, habíahundido sus garras en el carácterdeprimido de la muchedumbre. Lamañana después de la noche más largade la Historia.

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Pasó a través de la estación de laforma más discreta posible; toda Sloane,con los hombros encorvados y la cabezagacha, sin nada de Malicia en lacurvatura de sus labios ni en la posturade su cabeza. Mucha gente la miró conatención, pero si alguien estaba segurode que era Malicia, aunque sin lamáscara, nadie dijo nada. Era curioso,al mirar atrás, que Lianna la hubierareconocido a primera vista la noche delhuracán. En aquel entonces, Maliciaocupaba la mayor parte de su ser.

Siguió su camino a través de lamultitud hasta el restaurante. Lascamareras se abrían paso entre lasatiborradas mesas, cargadas con

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bandejas de comida o con platos sucios;o dejaban tras de sí el sonido delchisporroteo procedente de la planchacada vez que abrían de una patada laspuertas de la cocina. Salvas de gritos enespañol volaban a través del aire comoaves de brillantes colores. El lugar olíaa mantequilla caliente, a manteca decerdo y a las tortitas que se estabancocinando.

As estaba sentado en una mesa de laesquina, empujando unas cuantas judíasrefritas con el tenedor. Después de unrato, dejó el tenedor a un lado. Dio unsorbito al café y se apoyó, cansado, enel respaldo con la taza entre las manos.

Sloane reunió lo que le quedaba de

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coraje y se acercó a su mesa. «¡Hola!Puede que no me recuerdes, pero laúltima vez que nos vimos traté dedispararte». Se sacó las manos de losbolsillos para que el hombre pudiera verque no llevaba armas.

—Hola, As —dijo. Pretendíaparecer vivaz, pero solo le salió unsusurro.

Él levantó la mirada.—¿Señora?—Soy yo —dijo—. Mal… Sloane

Gardner. —Tragó saliva con fuerza—.Malicia.

As llevaba un parche sobre el ojoque Momus le había arrebatado, pero suojo derecho se abrió de par en par.

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—Me cago en la puta.—No me extraña —añadió Sloane.En el rostro de Samuel Cane se

dibujó una sonrisa radiante.—Dios mío, no tenía ni la más

mínima idea. Jamás te había visto conpantalones antes, y cuando te quité lamáscara estaba un poco irritado. —Asse echó a reír de nuevo y señaló con ungesto la silla que estaba al otro lado dela mesa—. ¡Siéntate! ¡María, una másaquí! ¿Ya has desayunado? Hay arroz yjudías, o judías y arroz, lo que prefieras.

—Tenía esperanzas de probar loshuevos al rancho.

—Perdieron un montón de gallinas, ylas que quedan no ponen muchos. Pero,

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claro, había olvidado que eres unaGardner. Supongo que puedes permitirtehuevos con chorizo, a pesar del precioque tienen después del huracán.

Sloane sonrió y decidió no contarleque, en realidad, pagaba el desayuno, lacomida y la cena de treinta personas…al precio, que Dios la ayudara, queRandall Denton consideraba adecuado.

—Pareces más joven —dijo As.Y tú más viejo, pensó Sloane.

Mucho más viejo. As parecía haberenvejecido diez años desde la últimavez que lo viera. Las líneas que teníaalrededor de la boca eran másprofundas, y su cabello, que recordabasalpicado de canas, era blanco casi por

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completo. Sloane bajó la vista hasta elplato.

—Apenas has tocado las judías.—El clima me tiene un poco

alicaído hoy.Permanecieron en silencio durante

un rato. Sloane examinó su rostro enbusca de algún parecido con Joshua. Yallí estaba. Padre e hijo tenían la mismacara estrecha y huesuda, con cejasgrandes y rectas, a pesar de que elefecto de los rasgos era muy diferente enambos hombres. La cara de Josh eraafilada y llena de inteligencia. La vidase había portado peor con su padre, ydurante más tiempo; el agotamiento y lasabiduría vivían en los escombros de lo

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que había sido la cautela.—Siento mucho haberte disparado

—dijo por fin Sloane.—Haber tratado de dispararme,

querrás decir. —As sonrió—. Sipretendes cobrar una presa, será mejorque tengas un poquito más de puntería.

—Jamás le acertaría a un objetivocon tanta suerte, eso es todo.

La camarera le trajo un vaso de aguay el menú.

—¿Has tenido noticias de tu hijo? —preguntó Sloane—. Le dije a todo elmundo que era inocente.

As le puso al café azúcar de caña ylo removió.

—No sé nada de él. Se dice que

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tenían la intención de dejarlo en algúnlugar de la Península la tarde delhuracán. El barco jamás regresó.Supongo que se perdería en la tormenta.—Dio un sorbo al café—. ¿Has vuelto aver a la niña que tiene tu corazóndentro?

—Ahora vive conmigo en casa deRandall Denton. En el Palacio delObispo.

—Me he enterado de que lo hasconvertido en un hogar para enfermos ypara la gente pobre que lo necesita. —Con deliberación, As cargó el tenedorcon judías refritas y se lo tragó—.¿Cómo llevas lo de tener un crío allado?

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—Fatal. Me preocupo por ellaconstantemente. —As asintió y estiró lamano para coger la salsa picante yecharla sobre las judías refritas—. Es unincordio —continuó Sloane—, siempreestá enfadada, se queja sin cesar y nuncahace lo que le digo sin discutir. Yonunca fui así. Mi madre jamás tuvo quepreocuparse porque me cayera de unaventana o saliera huyendo.

As bebió un poco de agua.—No puedes elegir a tus hijos.—No es mi hija.—De acuerdo.—No es mi hija —repitió Sloane.

Cerró los ojos. Volvió a abrirlos—. Esquien yo quería ser cuando tenía once

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años. Joder. Es esa niña atrevida,ruidosa y exagerada que Odessa queríaque yo fuera. Yo antes… antes diseñabaesos vestidos; maravillosos vestidosescarlata con mangas fruncidas y cola, ovestidos de brocado azul marino.

As sonrió.—Creo que me hago una idea acerca

de los vestidos. Sloane se encogió.—Eso era algo que siempre me

encantó del Mardi Gras, hacer losdisfraces. Y cuando estuve allí,contigo… ahora ya jamás podréponerme esos vestidos. Aquella eraMalicia, no yo.

—¿Qué es Malicia sino tú con tresdedos de whisky? Hablando del tema…

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—As rebuscó en su chaqueta negra depredicador y sacó del bolsillo del pechouna bola de cuero. Era la máscara—.Creo que esto te pertenece —dijo altiempo que se la ofrecía.

El cuero le produjo un hormigueo enla mano. Un escalofrío de posibilidadesatravesó a Sloane, y se dio cuenta de lomucho que echaba de menos serMalicia. Que Dios la ayudara, perohabía sido divertido ser esa mujerarrogante, juguetona y embaucadora.

—¿Quiere usted algo, señorita? —lepreguntó María, la camarera.

—No. Debería irme ya. —Sloanecerró el menú—. Supongo que es unaestupidez sentir celos de una niña

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pequeña.—Pues sí.—Me alegro de haberte visto —dijo

Sloane. El cansancio había regresado alos ojos de As y, a pesar de que no hacíacalor en el restaurante, pequeñas gotasde sudor perlaban su frente. Su desayunoaún estaba casi intacto frente a él—.Tienes fiebre.

—Bueno, no es nada. Todo el mundoestá enfermo. Hay un montón de gripepor ahí.

—Si enfermas, si necesitas un sitioen el que quedarte, siempre podrásencontrarme en el Palacio del Obispo —dijo Sloane—. Tú y cualquiera.

—Es usted muy amable, señorita

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Gardner —dijo el hombre arrastrandolas palabras y sin dejar de sonreír. Diootro sorbo al café—. Siento mucho lo detu madre.

—Yo también —dijo Sloane.

Tres horas más tarde, Sloane y Scarlettomaban un rápido desayuno de guiso dearroz y melaza en el patio de RandallDenton. Sloane había empezado asantiguarse antes de comer; Scarlet noquería tener nada que ver con tanpatéticos encantamientos, por supuesto.Era ridículo, dijo la niña, que la nieta deMomus tuviera miedo de la magia.Removió el guiso con la cuchara; pusolos ojos en blanco; le dio una patada con

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el pie a la silla de acero de la terraza lehizo muecas de asco.

Sloane trató de ignorarla,adormecida por el zumbar de las abejasde los jardines Denton. No cabía dudade que los Denton sabían cómo pasarlobien, tenía que reconocerlo. El patio deRandall estaba rodeado de madreselva ycascadas de forsitia, y la mesa de hierroforjado junto a la que estaban sentadasse encontraba a la sombra de unmagnífico magnolio. La vegetación eramaravillosa, verde y exuberante. Sloanefrunció el ceño al ver a Randall, queestaba sentado en una silla del patio conel libro de contabilidad sobre el regazo.

—No has guardado agua, ¿verdad?

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—No —replicó el hombre de formaecuánime—, pero he animado a que lohagan comprando los sobrantes de aguaa mentes más conservadoras. No creerásque han sido los decretos de tu madre loque ha espoleado esa oleada cívica deacumulación de agua, ¿verdad? Todo elmundo la guardaba para sí mismo hastaque mi dinero empezó a guiar a lospalurdos por la senda de la virtud.

Para sorpresa de Sloane, descubrióque le agradaba mucho la compañía deRandall Denton. Él era lo único quequedaba de su antigua vida; de algunaforma, incluso su avaricia era unconsuelo.

Lianna atravesó las puertas

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francesas del salón.—Han disparado a otro Hombre

Langostino, Malicia. Acabo deenterarme —dijo, y sus bigotestemblaban. Se paseó alrededor de lamesa de hierro forjado donde tomabanel desayuno—. Es el séptimo de losnuestros en tres días.

—Qué vergüenza —murmuróRandall—. A ver, han sido otros tresjuegos de sábanas los que se handesgarrado para vendajes desde ayer;dos juegos de uniformes para sirvientesque se han regalado, así como tambiénuno de mis pantalones (unos pantalonesde la mejor calidad, por cierto); unjarrón chino que rompió el tipo de los

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zancos, y, por supuesto, otro día decomida, como muy bien ha apuntado micocinera. —Le pasó un trozo de papel aSloane—. No, espera. —A continuacióngarabateó: «2x pudin de arroz & melaza@ 3$» y cambió el total que había alfinal—. Firma aquí.

—Deberíamos ir a ver al abuelo —dijo Scarlet desde el otro lado de lamesa—. Esto es asqueroso —añadió altiempo que apartaba el plato de pudin dearroz.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —gruñó Lianna—. ¿Esperar a que venga elsheriff y nos pegue un tiro a todos?

—Cómete el desayuno —dijoSloane. Se sacó un puñado de fichas de

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póquer del bolsillo y se las pasó aRandall, anotando «pagado» debajo delos artículos que había apuntado laseñora Sherbourne en la cuenta decomida hasta que se quedó sin fichas.Duraron casi hasta el desayuno del díaanterior. Bueno, algo era algo. Acontinuación, Sloane le quitó elbolígrafo a Randall y tachó la suma dedólares del jarrón chino—. Encontraré aalguien que te dé otro jarrón.

Randall llevaba puestos losajustados pantalones hechos a medidaque había ayudado a poner de moda, enla época en que sus pantorrillas teníanmejor aspecto, y una camisa de algodónsin cuello increíblemente blanca.

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—Es una antigüedad…—Al igual que esta melaza.—¿Entonces por qué tengo que

comérmela? —se quejó Scarlet.—Calla y cómete el desayuno —le

espetó Sloane.Ella tampoco quería más de aquel

guiso de arroz, pero se obligó a darejemplo a Scarlet. Si se le permitiera,Scarlet no comería más que yogur dulcey azúcar de caña.

Dios, iba a ser otro día abrasador.Catorce… ¿de septiembre? Solofaltaban dos semanas para que acabarael verano.

Sloane se obligó a concentrar lamente en los problemas actuales.

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—Randall, ¿acaso piensa tu tíoinvadir esta casa?

—Si lo hace, espero que se medevuelvan las armas sin daño alguno, yque se me pague por cada bala quedisparéis en vuestra gloriosa defensa.

Randall dio un sorbo a la taza deinfusión de menta que había traído conél. Lo más probable es que también mela cobre, pensó Sloane. Tarifa deasesoramiento. Desayuno de negocios.

—No lo sé, Sloane. Jamás lohubiese creído, pero tu reaparición hapuesto a Jeremiah en un aprietoconsiderable, ya sabes. Ahora pareceque las evidencias que tenía contra doshombres convictos que, bueno… se

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habían desecho de ti, no eran del todolegítimas. Y, por supuesto, la semanapasada fue dura para todo el mundo. Sinembargo, pese a todo, el tío Jeremiah seha comportado de forma extrañaúltimamente. Nunca le gustarondemasiado los carnavaleros, pero desdeel huracán le ha entrado una especie demanía. Y tiene una tos terrible —dijoRandall. Sloane se preguntó si el viejotodavía expectoraba agua de mar—.Peor aún, parece que oye cosas.Estábamos charlando en la HabitaciónDorada de tu antigua casa y en tresocasiones diferentes me mandó callar ylevantó las manos. Afirmó haberescuchado cangrejos que andaban dentro

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del piano. Una vez, incluso levantó latapa para mirar en el interior. Yo no oíabsolutamente nada.

Un momento, un momento…—¿Tú lo has visto? —preguntó

Sloane.—Ayer, en tu casa. Ha trasladado las

oficinas del sheriff allí hasta que eledificio del centro de la ciudad seatotalmente reparado.

Sloane miró a Lianna.—Nadie me había dicho que Randall

se había marchado.—No puedo vigilarlo a cada

segundo —siseó Lianna.Sloane cerró los ojos. Había

veinticinco o treinta refugiados del

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Mardi Gras en el Palacio del Obispo.Sloane estaba empezando a descubrirque, a pesar de que muchos de ellos eranmuy divertidos, la «devoción al deber»,la «formalidad», y otras cosassemejantes de la aburrida vida cotidianano eran el fuerte de los carnavaleros.

Las abejas zumbaban entre lasparras. Randall las observaba mientrasmeditaba.

—Entonces, ¿soy un prisionero enmi propia casa, Sloane? ¿Vas aconvertirme en un rehén?

Bueno, pues sí.—Supongo que no —respondió

Sloane—. No estaría bien visto,imagino.

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Randall sonrió y dio otro sorbo a suté.

—Gracias por preocuparte.—Deberíamos ir a buscar al abuelo

—dijo Scarlet. Estaba utilizando una delas cucharas de verdadera plata deRandall para trazar dibujos sobre supudin de arroz, que aún no se habíacomido.

—Él cuidaría de los suyos —dijoLianna—. Cuidaría de nosotros si losupiera.

—¿Qué te hace creer que no losabe? —preguntó Randall, divertido—.¿Acaso crees que ninguno de esosasesinatos ha tenido lugar a la luz de laluna? —Dejó su taza, se estiró, y aspiró

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el aroma de la madreselva con gransatisfacción antes de volver a observar ala carnavalera con cara de gato—. LosDenton han sido miembros de laComparsa de Momus desde 1873, mifelina amiga; y, a riesgo de sonarsacrílego, nunca ha sido parte delcarácter del dios bufón mostrar unaexcesiva preocupación por susadoradores. Su nombre viene del diosgriego del sarcasmo, ya sabes.Expulsado del Olimpo por ridiculizar alresto de los dioses. No tiene nada de esabenevolencia que predica el culto a tuJesús. Y, por cierto, jamás he oído queJesús hiciera mucho por los negroscuando eran esclavos por estas tierras,

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por ferviente que fuera su fe.—Entonces, ¿en qué crees tú,

Randall? —preguntó Sloane condesesperación.

—En agachar la cabeza y en unadevolución del diez por ciento. Llámametradicionalista. —Le pasó la cuenta denuevo y le ofreció el bolígrafo—. Firmael albarán, Sloane… Ah, muchasgracias.

A Sloane no le hacía ninguna graciapensar en la enorme cantidad de dineroque le debía ya. Incluso si consiguierarecuperar Ashton Villa, tendría quevender la casa de su madre para pagarlas deudas.

—Eres todo un Denton.

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—Y tú te has convertido en unaGardner, para mi enorme sorpresa. —Randall recogió los papeles—. Jamáscreí que tuvieses el estómago de tumadre para hacerlo. Te imaginaba másbien retirada en tu habitación, cosiendoo escribiendo poesía. Pero aquí estás,una buena samaritana entrometida,después de todo. En mi propia casa, pordesgracia. —Se puso en pie—. Tedejaré para que te ocupes de tus asuntos.Me quedaré con mi madre esta noche, ymientras dure el asedio del tío Jeremiah,creo. A menos que hayas decididomantenerme como rehén, claro está.

—No te vayas —dijo Sloane.Scarlet le dirigió una mirada furiosa—.

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Lo digo en serio, ¿por qué?—Por mucho que disfrute al ver mi

casa llena de mutantes y gente sin hogar—recalcó Randall mientras mirabaintencionadamente la cara gatuna deLianna y a Scarlet—, por no mencionara los niños groseros, no creo que estelugar sea seguro. Una cosa es que aAlice Mather y a ti os gustara jugar a lasbuenas samaritanas aquí los primerosdías después de la tormenta, cuando lamayoría de los problemas eranmagulladuras, cortes y unos cuantoshuesos rotos; pero la gente que vieneahora está enferma, Sloane. Tienenfiebres. Lo más probable es quepadezcan enfermedades contagiosas,

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como el tifus, el cólera o la fiebreamarilla. Por adorable que haya sidounir nuestras fuerzas en bien de lareverente aunque maloliente plebe, notengo intención de quedarme aquí ypillar la peste contigo, querida.

—¿Y cómo sabrás lo que estamoscogiendo de tu casa? —argumentóSloane sin muchas esperanzas—. Laseñora Sherbourne tomará nota de todo.

—Ah, así que no te importa dejarlaaquí para que pille la peste.

—Le estoy pagando una cantidadextra —dijo Randall con sequedad—.O, mejor dicho, la estás pagando tú. —Cogió un pañuelo del bolsillo del pechode su camisa y se enjugó el sudor que

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comenzaba a formarse en su frente—.Además, ahora que los muertos se asan afuego lento en sus piras, el tío Jeremiahvolverá a concentrarse con seriedad enel problema de los carnavaleros que seesconden en mi casa. Le pone bastantefurioso tener monstruos en la isla. Me haadvertido que es probable que corte elagua de aquí, o el gas. Me gusta darmeuna ducha por las mañanas, y me gustacaliente. —Randall inclinó la cabeza—.Que tengas un buen día, Sloane. Y adiós.

—¡No dejes que se vaya, Malicia!—exclamó Lianna—. Necesitamos unrehén.

Pero Sloane meneó la cabeza.—El abuelo se encargará de ti —

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dijo Scarlet.Randall parecía impertérrito.—Momus se encargará de todos

nosotros, tarde o temprano —dijo—.Hasta que llegue el Carnaval, osrecomiendo que busquéis a otro por elque pedir un rescate.

Sloane subió las escaleras hacia elestudio de Randall. Le había dicho atodo el mundo que iba a un lugar dondepudiera concentrarse, y lo habíaintentado; había hecho listas de lostrabajillos que había que hacer mientrastrataba de descubrir, sin conseguirlo,una forma de evitar que el sheriff Dentonejecutara a los carnavaleros.

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¿Qué habría hecho mamá?, sepreguntó. Muy fácil: estaría imponiendolas normas en la ciudad. Ella era la Ley,no lo Ilegal. En cuanto a Odessa, ellatenía su magia. Momus… bueno, losdioses hacían lo que les daba la gana.Sloane no podía hacer lo que ninguno deellos habría hecho. Ellos eran gentesuperior. Esbozó una pequeña sonrisa.De modo que, ¿cuál era la forma astuta,tranquila y educada de resolver aquellío? ¿Rezar?

En realidad, era un buen consejo,decidió. Ahora que la magia sederramaba sobre Galveston, losmejicanos, que se aferraban a sus velasvotivas y cantaban misas, hacían lo

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correcto casi con toda seguridad. Unapequeña ofrenda o dos no harían ningúndaño. Y, ¿quién tenía mejores ancestrosque invocar que Sloane Gardner?Bueno, quemar incienso en su nombreharía que mamá se retorciera en sutumba, pensó Sloane. Sonrió. De hecho,el mero hecho de descubrir que podíaretorcerse en su tumba haría que seretorciera en su tumba.

Su sonrisa se desvaneció. Inclusodespués de haber pasado una épocacomo Malicia, había decepcionadodemasiado a su madre como para nodarle importancia. Tal vez pudierarezarle a Bettie Brown; habíancompartido la misma casa durante años,

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después de todo. Incluso habían jugadouna mano o dos de cartas en el MardiGras. O, mejor todavía, a Odessa. Nohabía conseguido salvar a su madrina,pero al menos había intentado vengarla.Suponía que debía sentirse mal porhaber lanzado al mar el muñeco deJeremiah Denton, pero no era así. Habíasido un acto impulsivo, furioso ydesagradable, y estaba mucho másorgullosa de eso que de sus decisionesconsideradas, razonables ypolíticamente correctas.

Me pregunto si el sheriff estaríadispuesto a jugar al Stud para decidirel asunto. O al Texas Hold ’Em. O a lastragaperras, pensó Sloane mientras

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cerraba los ojos.Joder, le dejaría repartir y jugar

con comodines si quisiera…

Lo siguiente que supo fue que unadoncella le daba unos toquecitos en elhombro.

—¿Señora?Sloane se incorporó, sobresaltada.

El pequeño estudio resultaba sofocante ycaluroso. Sentía los ojos hinchados y sele había dormido la cara allí donde lahabía apoyado sobre el escritorio decaoba.

—¿Qué? ¿Qué?—Siento molestarla —dijo Lindsey

—. La señora Mather ha traído a su hijo,

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y a un caballero. Un médico.Había algo extraño en la voz de

Lindsey. Sloane parpadeó. La doncellatenía un trapo que le cubría la nariz y laboca. Empapado en vinagre, a juzgar porel olor. Le preocupaba contraer unaenfermedad.

Sloane asintió.—Un médico. Bien; eso es bueno.—Lo es; es el médico, señora. El

que todos creían…Ah.—El boticario, el señor Cane. —La

doncella asintió—. Y el hijo de laseñora Mather, Ham, ¿también havenido?

—Sí, señora. Achicharrado y con

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una gran marca en la cabeza. Lo hanmarcado como a una vaca, segúndicen… ¡Los caníbales!

—¡Gracias a Dios! —Sloane setomó un momento para alegrarse de todocorazón de que Josh y Ham no hubieranmuerto por su culpa, y otro para sentirsealiviada por Alice Mather. Qué bonito.

Pero después llegó la culpa. Era tanpredecible que Sloane se puso furiosaconsigo misma a medida que lavergüenza se extendía en su interior.Pero se había ganado a pulso eseautodesprecio. Si no hubiese estadojugando en el Mardi Gras, Josh y Hamjamás habrían sido arrestados yexiliados. Miró el pequeño reloj que

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había sobre el escritorio de Randall.Acababan de dar las doce. Habíadormido más de una hora.

—Gracias. Bajaré ahora mismo.El reloj era muy antiguo; cada «tic»

parecía trabajoso y llegaba un pocotarde. Tics frágiles y añosos. Sloanelevantó la muñeca para comprobar lahora en el Rolex, y entonces recordó queel reloj había desaparecido. Lo habíatirado, el amuleto más poderoso de sumadre. Lo había tirado y se habíasentido feliz por librarse de él.

La doncella hizo una reverencia y segiró para marcharse.

—Lindsey —dijo Sloane.—¿Sí, señora?

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—¿Tienes algo de maquillaje?—¿Yo?—Sí.—¿En la casa?—Sí.—Algunas cosas, señora.Sloane bajó la vista hacia el

escritorio, donde tenía apoyadas lasmanos. Trozos de una laca de uñas rojopálido moteaban sus uñas, como pinturadescascarillada que a nadie le importaralo bastante como para restaurarla.

—¿Te importaría prestármelas?—Son solo un perfilador de ojos y

un lápiz —dijo Lindsey, vacilante—. Yde los baratos. No de antes del Diluvioni nada de eso. —El reloj seguía

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emitiendo sus tics en la sofocantehabitación—. De acuerdo.

—Gracias —dijo Sloane—. Tráemeel maquillaje y después dile al señorCane que bajaré en un momento.

La doncella volvió cinco minutosdespués. Además del lápiz para lascejas y el perfilador de ojos, trajo unpequeño cuenco de agua y una lataredonda con una pintura de labios rojopálido en el interior, del tipo que habíaque untar con el dedo y repartirlo sobrelos labios.

—Esto es de la señora Sherbourne,de la cocina —dijo Lindsey—. Ytambién he traído uno de los pañuelosdel señor Denton para que lo reparta.

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Sloane estaba bastante segura de quesi trataba de hablar, se echaría a llorar.Trató de esbozar una sonrisa. Lindsey sela devolvió a través del trapo empapadoen vinagre.

—¿Le gusta el médico?—No.Hundió los dedos en el cuenco y se

mojó la cara con el agua fresca. Sinproponérselo, descubrió que estabatrazando las líneas de la máscara deMalicia sobre sus mejillas… trazosinvisibles de frescura.

«Hay algunas cosas», le había dichoOdessa una vez, «a las que hay queenfrentarse cara a cara».

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U5.2 Tratamiento

na vez que la señora Matheracompañó a Josh y a Ham alPalacio del Obispo, se retirócon discreción con la excusa

de que tenía que ayudar a la cocinera deRandall a servir el almuerzo. Dejó a losmuchachos en el recibidor mientras ladoncella corría escaleras arriba paraanunciar su llegada. La muchachallevaba una mascarilla empapada envinagre. Hacía mucho tiempo que Joshhabía decidido no luchar contra ese tipode artilugios, que muchos de los isleños

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utilizaban para evitar el contagio de lasenfermedades. Suponía que no teníaderecho a mostrarse condescendiente; nocuando un buen placebo resultaba máseficaz que muchos de sus remedios.

Ham tiraba con gesto distraído de lavisera de una vieja gorra de béisbol denailon mientras contemplaba la casa deDenton. Todavía tenía la marca deGeorge en la frente, si bien la de Josh yahabía desaparecido. En algún momentodurante la amputación de la pierna deJoe Tucker, debió enjugarse el sudor dela frente con las manos ensangrentadas;su marca había sido sustituida por untrozo de piel blanca como la sal. Josh sedescubrió flexionando los dedos

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decolorados. La piel blanquecina erasuave como la de un bebé y sensiblehasta extremos alarmantes; ya se habíaquemado esa misma mañana al cogeruna taza de café de achicoria quenormalmente no le habría hecho dañoalguno.

Si estuviesen en la antiguaGalveston, ya lo habrían llevado ante laReclusa y, con semejante augurio escritoen la frente, habría pasado a lasComparsas en cuestión de días. Pero enaquellos momentos, la Reclusa estabamuerta y eran las Comparsas las que sehabían adueñado de Galveston. Sepreguntaba si los Arlequinesencontrarían este nuevo mundo tan

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fascinante como habían esperado quefuera.

Ham trazó el contorno de lachimenea de mármol situada al otroextremo del vestíbulo, con sus hojas devid talladas y sus cabezas de gárgolasque emergían desde la repisa. Estudiócon atención la enorme araña de cristalque había sobre sus cabezas y laespléndida alfombra persa, que ahoracon un aspecto asqueroso con todas esashuellas embarradas. Observó el pequeñopiano de cola, encerado y dispuesto enla sala de música; las escupideras debronce y los cordones de terciopelo delas cortinas. Y asintió discretamente.

—Entonces, así es como viven los

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que están forrados.Se caló la gorra hasta las orejas y se

inclinó para examinar el expositor demadera de cerezo que Randall habíacolocado en el vestíbulo principal,donde se guardaban los trofeos delpasado de los Denton. La parte traserade los pantalones le colgaba desde lacintura y aún tenía el cuello muyenrojecido a causa de las quemadurasdel sol y las picaduras de los mosquitosque no había dejado de rascarse.

Josh se acercó al expositor y secolocó junto a Ham.

—Esas son las medallas ganadas porel viejo Coronel en la Guerra Civil. —Recordó que en una ocasión, cuando

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tenía ocho años, había hecho unrecorrido por la casa. El padre deRandall había ido señalando cada unode los objetos allí dispuestos con manostemblorosas a causa del Parkinson quefinalmente acabaría con su vida—. Esaes una carta firmada de su amigoWilliam Jennings Bryan, que se presentóa las elecciones presidenciales. —Joshseñaló un loro disecado—. Cuandoalguien venía a pedir un préstamo albanco de Will Denton, este acercaba lacabeza al loro (que entonces ya estabamuerto y relleno de serrín) y despuésalzaba la mirada, esbozaba una pequeñasonrisa e informaba que su compañerose negaba a hacer el préstamo. Y estos

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son los billetes de avión que el padre deRandall decidió no utilizar el díaanterior al Diluvio. —Vuelo Continental204; todavía había un cupón amarillentode Hertz que sobresalía de lasdeterioradas cubiertas de papel—. Sihubiera decidido marcharse, habríaestado en Nueva York y habría acabadotragado por las aguas como todos losdemás.

—Vaya… —exclamó Ham.Estaban de pie, hombro con hombro,

contemplando las reliquias familiares delos Denton.

—Lo siento —se disculpó Josh. Sesentía mal. El corazón le latíademasiado rápido y notaba las palmas

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de las manos pegajosas por el sudor—.No voy a poner ninguna excusa. Tufamilia y tú habéis sido muy buenosconmigo. Y yo no siempre… deberíahaberme comportado mejor. Lo siento.

Ham no mostraba signo alguno dehaberlo escuchado. El rostro de Joshvolvió a enrojecerse a causa de lavergüenza, como tan a menudo lesucediera durante los últimos días, y elrubor produjo una severa picazón allídonde la sangre de Joe Tucker le habíablanqueado la piel.

—Bueno, supongo que te estoypidiendo otra oportunidad.

—Has tenido miles deoportunidades.

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—Ya lo sé —contestó Josh.Por primera vez desde hacía días,

Ham se dio la vuelta y lo miró a losojos.

—¿Estoy escuchando por fin la vozdel arrepentimiento sincero?

El alivio provocó en Josh unpequeño escalofrío y recordó, en esemomento, que debía respirar.

—¿Vas a pasar página? —SiguióHam—. ¿Vas a convertirte en un nuevo ymejorado Joshua Cane, lleno decompasión por los demás y que ve másallá de su propio culo? —El hombretónse rascó la cabeza por debajo de lagorra. Unos trocitos de piel descamadacayeron desde su cuero cabelludo

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quemado por el sol—. Yo no estoy tanseguro —concluyó—, y si te soysincero, me da igual.

Josh escuchaba el rugido de lasangre en sus oídos y sentía el pulso enel cuello y en la yema del pulgar. Hamvolvió a darse la vuelta y comenzó adeambular con los dedos metidos en lacinturilla de los pantalones.

—Supongo que ya no estoy tancabreado; no tanto como lo estaba hacepoco, al menos. Pero, para serte franco,Josh, estoy harto de escucharte. Me da lasensación de que nos hemos pasadoaños y años y años con la mismacantinela, y lo único que quiero esolvidarla. Así que sigue adelante, pasa

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página. Me parece estupendo. Pero nome lo cuentes. Porque en algún lugar,allí en la Península de Bolívar, dejó deimportarme una mierda.

Josh notó su propio corazón rígido,seco y correoso, como si hubiese estadocolgado de las vigas de su casa junto altomillo, la salvia y el ajo.

—Me parece bastante justo —contestó—. Siempre hay partidas de lasque es mejor retirarse.

—Eso creo yo —dijo Ham.La doncella bajó al trote las

escaleras. La venda mojada que tenía enla cara se agitaba con cada movimiento.

—La señorita Gardner bajará en unmomento —dijo—. ¿Les apetece a los

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caballeros algo de comer o beber?—Hemos comido hace poco —

respondió Josh. La simple idea de lacomida le revolvía el estómago. Hamsonrió.

—Achicoria, si es posible. Y unpequeño aperitivo, si no es muchamolestia.

—Muy bien. —La doncella hizo unainclinación y se marchó sin pérdida detiempo a la cocina.

—Como si fuera a perder laoportunidad de sacarles un almuerzogratis a los Denton… —explicó Ham—.Pero tú puedes dártelas de orgulloso. Tumadre era exactamente igual. Demasiadoorgullosa con todo el mundo. Y fíjate lo

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que ganó.—Ham, si hay algo que pueda… —

Josh se detuvo y soltó una carcajada quele atravesó el pecho como una navaja—.No importa —dijo—. Es que acabo derecordar algo.

Ham no preguntó qué era y Josh sedio cuenta de que seguía actuando cómosi a Ham le importara; resultaba tanpatético como un colegial al que acabande rechazar una cita.

—Vale —contestó Ham.Josh se dio la vuelta y contempló su

imagen en el cristal de expositor delcoronel, sin verla realmente. Lo quehabía recordado de repente, como si unaburbuja hubiera emergido hasta la

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superficie desde las profundidades delmar y hubiese estallado al llegar arriba,era la imagen de su padre de pie en losescalones de la entrada de su casa hacíamuchísimo tiempo, borracho,arrepentido y exultante, todo a la vez.

«¿Es que no lo entiendes, Mandy?Todavía la tengo. ¡La suerte todavía meacompaña!».

Incluso en ese momento, su madrehabía amado a Sam Cane. Estaba seguro.Pero ya no le importaba. Su madre,exhausta, lo había escondido tras ella,bloqueando de ese modo la entrada consu cuerpo y había respondido a sumarido con voz neutra:

«Lo sé. Pero nosotros ya no».

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Observó cómo Ham se alejaba.Después de pasar toda una vida en eseportal, oculto tras su madre, erasorprendente descubrirse de repente enla calle y ver cómo la puerta se cerrabaen sus narices, pensó.

Se escuchó el sonido de unos pasos quebajaban las escaleras y, un momentodespués, una diminuta niña pelirrojairrumpió en el vestíbulo.

—Hay alguien nuevo. He escuchadovoces. ¡Ah! —exclamó, antes dedetenerse y mirarlos de arriba abajo—.Humanos.

Ham rio.—¿Y qué esperabas? —preguntó, al

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tiempo que se agachaba para mirarlafrente a frente.

La niña tenía el tamaño de un bebéque está aprendiendo a andar, pero eraágil y esbelta como una niña de diezaños, con un rostro, según pudocomprobar Josh nada más verla,exactamente igual al de Sloane, peromucho más espectacular. Su pelo era deun rojo intenso y tenía la piel blanca sinuna sola peca, algo jamás visto en lanaturaleza o, al menos, bajo el sol deTexas. Se preguntaba si sus propiasmanos se llenarían de manchas eimperfecciones allí donde la sangre deJoe Tucker las había decolorado o si, alcontrario, permanecerían blancas como

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la leche durante el resto de su vida.—Esperaba a alguien interesante —

contestó la niña—. Este sitio es tanaburrido… No hay nada que hacer,salvo esperar que el sheriff venga amatarnos a todos de un disparo. —Fingió un bostezo y se desperezó—.Será emocionante cuando por fin suceda—dijo con voz cargada de ironía—.Pero hasta entonces no habrá demasiadadiversión. Estás gordo —añadió.

—Y tú hueles mal —contestó Hamde inmediato.

—¡Mentira!Ham arrugó la nariz y olisqueó.—¡Apestas!—¡Yo no huelo mal! —gritó la niña.

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Ham se encogió de hombros. Lanariz de la niña se agitó.

—¡Has olfateado! —Se jactó Ham.—¡No estaba jugando!—Sí que jugabas y has perdido —

concluyó Ham, satisfecho—. Apuesto aque eres Scarlet. Mi sobrina Christy meha hablado de ti esta mañana.Organizaste un guiñol para ella.

—Christy es una espectadoraestupenda —concedió Scarlet—. Aveces dejo que represente los papeleshumanos.

—Eso está muy bien por tu parte —aseguró Ham con seriedad al tiempo queextendía uno de sus enormes brazos parasaludar a la niña con una mano del

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mismo tamaño de un ladrillo y casi elmismo color anaranjado.

Josh observó cómo se hacíanamigos. Ham siempre decía que casitodos los hombres eran unos imbéciles yunos alcornoques, pero él no parecíadejarse llevar por esa opinión enabsoluto. Le gustaba la gente; le gustabamezclarse con ella y se las arreglabapara hacerse amigo de todo el mundo.Siempre estaba dispuesto a mantener unaconversación, ya fuese con un hombre ocon una mujer, con un pescador o con unagricultor, con la gente común ycorriente o con los marginados. Josh sehabía preguntado muchas veces si era suenorme tamaño lo que lo hacía posible.

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Ham no tenía miedo de la gente; lasburlas le traían sin cuidado, y nadie eratan estúpido como para vacilarle(bueno, al menos no lo hacían unasegunda vez). Ham apreciaba acualquier persona, ya fuese blanca,negra, de piel cobriza o tostada, en tantoen cuanto trabajara como un cabrón.

Lo que permitía que Ham fuesecapaz de agacharse en sus holgadospantalones, allí en mitad del Palacio delObispo, y trabar amistad con unapequeña carnavalera (puesto que eraobvio que la niña no era otra cosa), eraprobablemente lo mismo que lo habíahecho estar dispuesto, tantos años atrás,a pasar tiempo con un muchacho

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complicado, orgulloso e inquieto que secreía demasiado bueno para sus vecinos.Y Josh, que no tenía la costumbre deexpresar en voz alta que casi todos loshombres eran estúpidos, lo creía en elfondo mucho más que Ham. No legustaba mucho la gente y, por tanto, nohabía respetado a nadie.

Los respetaba ahora, cuando ya nohabía vuelta atrás, cuando ya erademasiado tarde. La imagen de Billy yGina Tucker sujetando a su pequeñomientras él le cortaba la piernaizquierda había dejado un pensamientoindeleble en su cabeza: todo el mundosufre. Ricos y pobres, blancos y negros,hasta las personas más alegres con las

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que alguna vez se había topado, habíanconocido lo que era el sufrimiento.Muchos habían sufrido más que él.Quizás la mayoría. Hasta la nocheanterior, jamás se había preocupado porBilly Tucker. Y, en esos momentos, haríacualquier cosa por no sentir la angustiaque había visto reflejada en los ojos deldesguazador de coches. Hubo un tiempoen el que pensaba que loverdaderamente admirable en unapersona era su intelecto, su habilidadpara jugar sus cartas sin dar el cante.Había sido un estúpido al no reconocerlo único que todas las personas tenían encomún: tarde o temprano todos perdíanmás de lo que se podían permitir.

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El sufrimiento era algo que Joshpodía respetar. El sufrimiento y el valorde permanecer en la mesa a pesar deldolor. Cerró los ojos e intentó bloquearel recuerdo de Joe Tucker, aterrorizado,mientras susurraba: «Papá dice que nosoy lo bastante mayor para las tareasduras».

La doncella regresó con dos tazas deachicoria, una selección de galletassaladas de arroz y un tarro de gelatinade uvas silvestres con la que untarlas.

Ham se comió tres galletas, le diouna a Scarlet —que por fin habíaconfesado su nombre— y estababebiéndose su tercera taza de cafécuando Sloane Gardner se dignó a bajar

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las escaleras para saludarlos.Verla fue una desilusión. En su

mente, Josh había esperado encontrarsecon la elegantísima mujer de ojosentrecerrados que recordaba de aquellaprimera noche, cuando Ham la arrastrarahasta su tienda. O, si no con ella, almenos con la chica desinhibida y alegreque se había desgarrado las medias deseda y las había dejado en su casa. Ocon la mujer a la que había dado unainfusión de damiana, la que le dio lamano, indefensa, y le confió todos sussecretos.

Esta Sloane Gardner llevaba unacamisa de hombre que no le sentabanada bien y unos pantalones sencillos y

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arrugados. Su rostro era demasiadopequeño y sus ojos estaban demasiadojuntos. No había dormido lo suficiente.Tenía la piel pálida e hinchada, y unasbolsas oscuras por debajo de losdeslustrados ojos. Solo era un cuerpo,exactamente igual que todos los demás:una humana normal y corriente adheridaa un animal que necesitaba descanso yalimento, que iba a enfermar y morir.

—Buenas tardes —los saludó convoz educada y distante.

Josh asintió.—Señorita Gardner.Ham bajó a Scarlet de su regazo,

donde había estado sentada.—¡Usted! —exclamó.

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—Señor Mather. Estoy encantada…Ham comenzó a amenazarla con un

dedo del tamaño de un enorme pepinillo.—Gracias a usted, Josh y yo

estuvimos a punto de palmarla en laPenínsula, ¿sabe? Gracias a usted, aJosh le mordió una serpiente decascabel y yo estuve a punto de serdevorado por los caníbales; y esehuracán nos pateó el culo a los dos abase de bien. —Se levantó de la silla yse puso en pie, sin dejar de mirarlaechando chispas por los ojos. Aunsiendo una mujer alta, los ojos deSloane quedaron frente a frente con lamultitud de picaduras de mosquitosinfectadas que Ham tenía en el cuello—.

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¿Qué tiene que decir a eso?Sloane se mordió los labios y

recobró la compostura.—Lo siento mucho —dijo en voz

baja—. Lo siento muchísimo…Ham le asestó una ruidosa palmada

en la espalda.—Muy bien entonces. Ya se ha

disculpado.Sloane parpadeó.—Pero…—¡Joder, preciosa! Yo también la he

cagado una vez o dos. Bien está lo quebien acaba —sentenció Ham, antes dedarse la vuelta para coger otra galleta dearroz.

—Ham es muy generoso —explicó

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Josh. La bilis le subió hasta la garganta.El hombretón untó la galleta con una

gruesa capa de mermelada y se la metióentera en la boca. Señaló a Scarlet conel cuchillo y dijo:

—Un encanto de niña. —Ni siquierahabía tragado, con lo cual, una lluvia demigajas de galleta cayó por todos sitios.

—Me alegra que lo piense —lecontestó, indecisa, Sloane.

—Creo que deberíamosacomodarlos en la Habitación Invitada,¿qué te parece? —preguntó Scarlet entrerisotadas.

—¿Eh? —balbució Ham, que ladeóla cabeza mientras masticaba.

—Parece que hay una habitación en

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el Palacio, una reminiscencia del MardiGras —explicó Sloane—. Tiene aireacondicionado, almohadas de poliéster yuna televisión que aún funciona. De vezen cuando alguien entra en ella poraccidente, pero jamás podemos dar conella a propósito. Randall dice recordarque fue renovada cuando él era un niño.

—La llamamos «HabitaciónInvitada» porque nunca se quedademasiado tiempo —concluyó Scarlet.Ham meneó la cabeza.

—Santo Dios del Perpetuo Socorro.—He oído que hay gente que

necesita atención médica —dijo Josh—.¿O se han recuperado durante el tiempoque hemos estado esperando? Sloane lo

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miró.—Están en el piso de arriba. Cuando

haya acabado con el aperitivo, estaréencantada de acompañarle, si quiereechar un vistazo.

—He acabado.Ham les indicó que se marcharan.—Adelante —dijo, con otra galleta

cubierta de mermelada en la boca—. Yaos alcanzaré.

—Su amigo es muy afable —dijoSloane mientras guiaba a Josh por laescalinata central, camino del segundopiso de la mansión de Randall Denton—. No creí que fueran a mostrarse tanbenevolentes.

—Bien —contestó Josh.

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Sloane lo acompañó hasta el pequeñosalón de baile situado en la parte traserade la mansión, donde había atrincheradoa los más enfermos y a los que padecíanlas heridas más graves.

—Quizás quiera trasladar a estospacientes —dijo—. Creo que lahabitación se está poniendo enferma.

Josh recordó la historia de la esposade Vincent Tranh, que quedó atrapada enel Hospital Universitario durante elDiluvio de 2004. Cuando hay bastantemagia como para que pueda condensarsealrededor del miedo y del sufrimiento,una habitación llena de gente enferma noes un buen lugar.

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Las sandalias de suelas de goma deneumático de Joshua resonaban sobre elsuelo. Recordaba la estancia de muchotiempo atrás: el suelo dorado del salónde baile, con las tablas del parquédispuestas alrededor de los zócalossiguiendo un diseño especial; los ochoventiladores de techo idénticos y laaraña de cristal que se mecíasuavemente. En la pared oriental de lahabitación había entonces una enormevidriera de Jacob luchando con el ángel;un caprichoso contrapunto a la danza,mucho más moderada, que sedesarrollaba más abajo. Pero el huracánhabía hecho pedazos parte de la vidrieray, lo que quedaba, mostraba una imagen

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horrible. El ángel estaba muy delgado ysu demacrado rostro estaba extenuado yenrojecido por la fiebre. Jacob seencontraba todavía peor: teníaconjuntivitis en un ojo, el típico peloencrespado típico de la desnutrición, yel rostro hinchado y cubierto de pústulasde viruela. El mismo aire parecíaenrarecido. En lugar de los sonidos delos pies al bailar y de la música de ungrupo de swing, Josh tendría queescuchar la dificultosa respiración delos enfermos. En lugar de flotar losdeliciosos aromas de la cera, del cueroy de los perfumes, en el salón de baileflotaban los olores del sudor rancio y dela orina.

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Sloane le explicó que debería haberocho pacientes. Dos de ellos estaban enel balcón, disfrutando de la sombra y deunos minutos de aire fresco.Probablemente helados y ansiosos porponerse al sol, pensó Josh. Otro hombreestaba sentado en el inodoro del cuartode baño, echando las tripas. Los otroscinco yacían en otros tantos catres,dispuestos sobre la combada madera delsuelo del salón.

La primera paciente de Josh no teníamuy buen aspecto. Su rostro estaba fríoy húmedo por el sudor. Tenía el pelooscuro, sucio y lacio, con abundantescanas. Probablemente no tuviera más detreinta y cinco años, pero parecía mucho

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mayor. Joshua se arrodilló y le tocó lafrente con el dorso de la mano. La fiebrepalpitó contra su sensibilizada piel.Unos treinta y ocho grados; descubrióque no necesitaba utilizar termómetro.También había un poco de magia en él,por tanto, allí donde la sangre de JoeTucker había caído.

—¿La fiebre es constante?—Sube y baja cuando le da la gana

—contestó la mujer—. Pero, inclusocuando desaparece, me siento cansada.Tengo muchas cosas que hacer; mi casaestá destrozada y no hay nadie más quepueda hacerse cargo de mi sobrino y misobrina… —La mujer apretó los labiosy un par de lágrimas se deslizaron por

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sus mejillas—. Pero estoy tan cans…—Fatiga —concluyó Josh,

impaciente—. ¿Vómitos?La mujer negó con la cabeza, con el

rostro aún bañado por las lágrimas.—Saque la lengua, por favor.Básicamente normal. Bien.—¿Diarrea?—Un poco.Giró con suavidad la cabeza de la

mujer para comprobar si existía rigidezen el cuello y para buscar indicios deconjuntivitis en sus ojos inyectados ensangre.

—¿Delirios?—Hace dos días, cuando la fiebre

era mucho más alta —respondió Sloane.

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—¿Cómo los atendió?—Para aquellos que tenían la fiebre

más alta, mantuvimos el ventilador detecho encendido al máximo y losenvolvimos en sábanas húmedas.Teníamos una provisión de ácidoacetilsalicílico de corteza de sauce,pero se nos acabó.

—Mejor aún. Era lo peor que podíahacer —le dijo Josh—. No tenía por quésaberlo, claro. Esta mujer sufre, contoda seguridad, de malaria, que suele iracompañada de anemia y de posibleshemorragias internas. El ácidoacetilsalicílico es un antiagreganteplaquetario. Hubiese sido demasiadoarriesgado.

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—Lo siento —se disculpó Sloane—.No lo sabíamos. —¿Malaria?—preguntó la enferma. —¡Dios mío! ¿Quépuede hacer?—. No mucho. A menosque a la señorita Gardner le apetecieradarse un viajecito hasta los Andes pararecolectar un poco de corteza de quino,de la que podríamos extraer quinina. Sinembargo, sospecho que su agenda estácompleta. —Por algún motivo, Josh eraincapaz de librarse de esa voz fría, perosus manos lo contradecían. Nuncahabían sido tan gentiles como en esosmomentos, ni siquiera al sostener a unbebé. Alzó la muñeca de la mujer, enbusca del pulso. Era rápido y débil—.Exacto. Sí, es malaria.

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La contempló durante un buen rato,fijándose en su rostro macilento yarrugado, en su cansancio y el sudorcerúleo de la fiebre. —Estoy muyenferma— le dijo la mujer, avergonzada,como si él pudiera pensar que estabafingiendo. —Lo sé—. La miró a los ojoshasta que estuvo seguro de que la mujerlo creía.

Lo hizo porque estaba enferma y notenía otro modo de conseguir que sesintiera mejor; no tenía otro consueloque ofrecerle que el de reconocer susufrimiento. Porque se lo debía, igualque a los Tucker. Del mismo modo queestaba en deuda con Ham y los Mather, ylo seguiría estando durante años y años

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y años, aun cuando jamás volvieran ainvitarlo a su casa. Aun cuando jamásvolvieran a dirigirle la palabra. Delmismo modo que había estado en deudacon Raúl y Conchita. Les había falladoel día que su hijo nació muerto. Dehaber tenido que volver a pasar por lomismo otra vez, habría tomado lasmismas decisiones, habría mantenido sunivel de adrenalina, no habría cambiadonada de lo que hizo… salvo respetar eldolor de ambos.

Cuando estuvo seguro de que lamujer era consciente de que entendía susufrimiento, dijo:

—Ahora, Sally… era Sally,¿verdad? La examiné una vez porque

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tenía… —Sintió que la mujer tensaba elcuerpo bajo sus dedos y se abstuvo dedecir «gonorrea» justo a tiempo—. Sí,hace más o menos un año —concluyó.La mujer le dirigió una mirada deagradecimiento. Josh se arrodilló junto asu catre sin soltarle la mano. Sentía supulso contra la fina piel de los dedos—.Sally, escúcheme con atención. Está muyenferma. Tiene malaria. Esas son lasbuenas noticias. Las malas son que va aseguir estando muy enferma durante elresto de su vida.

La mano de la mujer lo apretó conmás fuerza. Josh quería soltarla, pero seobligó a no hacerlo.

—La enfermedad vendrá de modo

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intermitente. Tendrá ataques severos,como el que sufrió el otro día: fiebrealta, delirios, posibles hemorragias,posible ictericia. Sabrá que padeceictericia si su orina se vuelve de colormuy oscuro. —Quería dar a su voz untono distinto, un tono reconfortante, perole parecía un embuste demasiadogrande, y no podía forzarse a hacerlo.

—Cuando pasen esos ataques, sesentirá mejor, incluso mejor que ahora,durante tres, cinco o, incluso, ochosemanas. Y entonces sufrirá otrarecaída. Lo único que podrá hacer serásoportarlo lo mejor que pueda.Manténgase lo más fresca posible, comamucha comida fresca entre ataque y

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ataque, y asegúrese de beber toda elagua potable que sea capaz.

—¿Nunca voy a ponerme bien? —preguntó Sally—. ¿No hay ningunaposibilidad? —Intentó sonreír—. Podríamentir, solo para animarme…

—No, no puedo. Lo siento —sedisculpó Josh—. No acabará de ponersebien. Incluso en algunos periodos, entrelos ataques, se seguirá sintiendo cansadae irritable. Intente descansar.

—Sí, claro —le aseguró, con lasonrisa rendida de un jugador cuyo farolha sido descubierto.

Estaba claro que no tendríadescanso. Tendría que trabajar más quenunca para sacar adelante a unos niños

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que ni siquiera eran suyos; huérfanos dealgún hermano o hermana al que habíaperdido a causa de la enfermedad o delhuracán. Josh pensó en Gina Tucker, enla sombría expresión de su rostromientras lo acosaba para que salvara asu hijo.

—La malaria es un parásito —explicó Josh—. Reside en su hígado.Periódicamente, invadirá sus glóbulosrojos. Lo transmiten los mosquitos.Sally, incluso cuando se sienta mejor,podrá contagiar la enfermedad si unmosquito le pica y después pica a otrapersona. Es muy importante quedescanse y coma bien, pero es todavíamás importante para el resto de los

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habitantes de la isla que duerma bajouna mosquitera resistente y gruesa todaslas noches. Todas y cada una de lasnoches, Sally. ¿Comprende?

La mujer volvió a apretar los labios.—Doctor Cane, no tenemos nada…—No es cierto: tienen malaria. No

es justo. —Se encogió de hombros—.Pero por malas que sean, esas son lascartas que le han tocado y tiene quejugarlas lo mejor posible. Aunque nogane, puede mejorar las probabilidadesde los demás. Si quiere que sus sobrinosno se vean afectados por la enfermedad,tendrá que tener cuidado con losmosquitos durante el resto de su vida.¿Lo entiende?

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Josh aprobó los esfuerzos que lamujer hacía para no llorar.

—Lo intentaré —concedió.

Cuando Josh hubo acabado la ronda depacientes, se retiró con Sloane y Ham alvestíbulo que se encontraba en la partesuperior de la escalinata.

—Peor de lo que esperaba, mejor delo que me temía —les dijo—. No estoyseguro acerca del hombre del cuarto debaño, pero creo que se trata desalmonelosis. Tiene un cincuenta porciento de posibilidades de superarla.Creo que tiene usted tres casos demalaria y tres dolencias intestinales, unade ellas complicada con disentería. Los

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pacientes de malaria deben sercolocados bajo mosquiteras tan prontocomo sea posible; debería comenzar atratar a los mosquitos como si deserpientes de cascabel se trataran. Tardeo temprano, aparecerá algún caso defiebre amarilla. Es posible que seainocuo, pero puede acabar resultandopeor que la malaria. También secontagia por las picaduras de mosquito.Procure que todos los enfermos esténfrescos y asegúrese de tener bastanteagua potable para beber. Hiérvalaprimero. Si se queda sin agua, Ham leenseñará cómo hacer un alambique paradestilar agua salada. Prepare infusionesde diente de león; son ricas en hierro y

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en potasio, y ambos son imprescindiblespara los pacientes con diarrea o anemia.Y por último, el adolescente de lacicatriz en la cara tiene tétanos. Tieneuna herida en el hombro, probablementeprovocada por el clavo oxidado dealgún trozo de madera. Morirá en lostres próximos días.

Sloane se quedó blanca.—¡Dios mío!—¡Por los clavos de Cristo, Josh!

—exclamó Ham, irritado—. Trata de noahogarte con el informe. Josh flexionósus dedos blanquecinos. —Si lo sintieratodo, jamás volvería a moverme. Tengodamiana y estramonio para lostratamientos que necesitan. ¿Qué más

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quieres de mí, Ham? ¿Esperanza?—La gente necesita esperanza para

curarse.—Dádsela vosotros dos —dijo Josh

—. Me temo que yo solo puedoofrecerles medicina. ¿Hay algúnpaciente más?

—En la habitación principal —contestó Sloane con actitud indecisa.

—Debería advertirle que no sonexactamente personas.

—¿Cómo dice?—Son carnavaleros.—¡Vaya!De camino hacia aquí, uno de los

hombres del sheriff Denton nos detuvoen la calle y me obligó a hacer un

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juramento según el cual no debo tratar aningún «monstruo».

Sloane cerró sus pequeños ojos.También estaba cansada, pensó Josh. Notanto como él (ella no había mutilado aningún niño de diez años), pero estabacansada.

—¿No va a verlos? —le preguntóella.

—No sea ridícula —masculló Josh—. Muéstreme el camino. Sloane soltóuna carcajada.

—¿Qué ha pasado con aquello de lapalabra de honor de un caballero?

—No soy ningún caballero —dijoJosh—. Tal y como se empeñó el sheriffen demostrar durante mi juicio.

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Después de que Josh hubiese visto a loscarnavaleros (otro caso de malaria; dosde delirium tremens; uno desepticemia… un moribundo sin dudaalguna; y tres sobre los que no podíaemitir diagnóstico alguno) dejóinstrucciones a Sloane sobre cómo debíatratar a los pacientes, poniendo de nuevoénfasis en la necesidad de tener aguapotable y hervida para beber, y semarchó hacia la cocina para picar algode comer y darle algunas instrucciones ala cocinera. Para los que sufrían dediarrea, dispuso que la señoraSherbourne alternara sopa de pollo einfusiones de diente de león endulzadas

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con caña de azúcar: una fórmula básicapara reponer los electrolitos que,disfrazada como comida, todos podíanelaborar. Después se sentó a la mesa delcomedor y dejó que la cocinera lesirviera algo de comer: un filete detrucha asalmonada frito en mantequillade ajo, con guarnición de judías rojas yarroz. Ham inspeccionó el cobertizo delgenerador, situado fuera de la mansión,en busca de los materiales necesariospara construir un alambique y, después,se unió a él para almorzar.

Ham cortó un pedazo de su trucha.—Joder, qué bueno está. No acabo

de entender cómo el viejo George seplanteaba comernos cuando podía

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hacerse esto. Cuestión de principios,supongo. La supervivencia de los másfuertes. —Siguió masticando ysaboreando la comida.

Josh aún se sentía seco y consumidopor dentro, y no tenía interés alguno enla comida.

—Josh, en la Península me picaronmiles de mosquitos. Igual que a ti. ¿Quéposibilidades tenemos de…?

—Depende de si alguno de ellos eraportador.

La cocinera ofreció un vaso de lechea Ham y este le hizo los honoresbebiéndoselo todo. Josh notó que lamujer anotaba algo en un libro decontabilidad, que estaba abierto sobre la

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encimera de la cocina. ¿Una lista de lacompra?

—¿Cuándo lo sabremos? —preguntóHam. Comenzó a rascarse el cuello, queseguía lleno de picaduras, paradetenerse un instante después—. Lo dela malaria y eso…

—Pronto. Si pasan un par de díasmás sin ningún indicio serio, significaráque estamos bien. Por ahora. Pero queno nos piquen más. Hay que llevar capasy capas de ropa, sin importar el calorque haga. Úntate la piel con ajo si creesque te puede servir de ayuda. Va a haberuna epidemia en toda regla.

—Joder. —Ham pronunció lapalabra separando las sílabas: «jo-der».

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Meneó la cabeza y volvió a entregarse ala comida—. Bonita choza —comentó—. La mesa está tan bruñida que puedover mi propio reflejo.

—Una criada diligente hará eso porti.

Ham siguió comiendo. Al fin, apartóel plato, eructó y dijo:

—Bueno, aquí estás, Josh. De vueltaen la alta sociedad. Mangoneando a loscriados de Randall Denton. Dandoórdenes a la hija de la Gran Duquesa.¿Todo va tal y como tú querías?

Josh jugueteó con el pescado,apartando la carne blanca de la espinacentral de forma metódica, mientrasrecordaba cómo había diseccionado la

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carne de la pierna de Joe Tucker hastadejar el hueso a la vista.

—Todo parece más pequeño —dijofinalmente.

Alguien golpeó con urgencia la puertaprincipal justo cuando la señoraSherbourne estaba quitando la mesa.Ham se levantó y se dirigió al vestíbulo.Josh lo siguió a paso más lento. Lindsey,la doncella, ya estaba abriendo lapuerta.

—Otro paciente —dijo, al verlo.El paciente era un hombre delgado

de pelo canoso. Llevaba un parche sobreel ojo izquierdo y, también en el ladoizquierdo, le faltaba una oreja. Tenía el

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rostro rojo como una gamba y cubiertocon una película de sudor. Su único ojotambién estaba rojo.

—Llevadlo arriba… ¡Dios mío! —exclamó. Al instante, recuperó lacompostura—. Llevadlo al piso dearriba. —Miró a su alrededor, en buscade la doncella—. Humedece unascuantas sábanas, por favor. Necesitamosbajarle la fiebre. —Sloane Gardnerapareció en ese momento en eldescansillo de las escaleras, con Scarleta su lado. Josh la miró—. Voy anecesitar una habitación independientepara este paciente. No tiene por qué sergrande, pero una cama con mosquiterasería ideal.

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—Está la habitación de los niños —contestó Sloane—. Síganme.

—Excelente. —Josh descubrió queHam lo miraba con los ojosentrecerrados—. Es mi padre —lecomentó.

Ham cogió a Samuel Cane, lo llevócon mucho cuidado escaleras arriba y lodejó sobre la cama en la que RandallDenton había dormido de niño; una camacon cuatro postes y un dosel de telamosquitera. Josh y Sloane entraron trasél en la habitación.

—Lo vi esta mañana —murmuróSloane—. Parecía estar enfermo, perono hasta este punto.

—Yo también lo vi —dijo Scarlet,

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que se abrió paso a duras penas entrelos cuerpos de los adultos para hacersecon un sitio junto a la cama—. El abuelole sacó el ojo antes de que yo teconociera. De un golpecito, como sifuera una canica.

Josh apoyó el dorso de la manosobre la frente de su padre. La piel deSam Cane ardía, además de estarenrojecida y empapada por el sudor,como si estuviese cociéndose vivo.Sabía exactamente cual era sutemperatura gracias a los dedosdecolorados, igual que los marinerosque desarrollaban la magia alegaban quepodían conocer el estado del tiempo deldía siguiente con solo meter un dedo en

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el océano. Su padre tenía unatemperatura de treinta y nueve grados ymedio. Una temperatura altísima para unhombre de más de cincuenta años.

—Que traigan las sábanas húmedas—dijo Josh—. Encienda el ventiladordel techo, por favor, señorita Gardner.El enfermo dio un respingo y lo mirócon ojos vidriosos.

—¿Josh? —musitó. Josh se inclinóhacia él.

—Su aliento huele a vómito.—Esta mañana no podía comer —

informó Sloane.—¿Josh? ¿Eres tú? Estoy oyendo tu

voz —dijo su padre—. No paro deescuchar voces.

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—El paciente muestra signos dedelirio. Cogió la muñeca de su padreentre sus manos.

El antebrazo de Sam Cane era muydistinto a como lo recordaba. Esosbrazos siempre habían sido suaves ymuy bronceados; todavía podía ver elpreciso juego de movimientos de losmúsculos bajo la piel cuando su padrecogía el mazo de cartas y lo cortaba conuna mano, antes de dividirlo y comenzara barajar los naipes con una cascada quesonaba con la misma cadencia y ritmoque el ventilador que giraba en lahabitación contigua.

En aquel momento, la piel estabaterriblemente pálida allí donde no

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mostraba signos de enrojecimiento;pálida y cetrina, como algo que crecierabajo las tablas del parqué. Las manchasdebidas a la edad lo cubrían como sifueran hongos, y la piel estaba arrugaday fláccida; los huesos eran más queevidentes, no había suficiente carne a sualrededor.

Ham cambió de posición en lapuerta de entrada.

—Contéstale, Josh.—Silencio, por favor.Josh abrió su reloj de bolsillo

prestado y encontró el pulso de su padrecon facilidad; un latido letárgico bajoesa piel pálida y caliente. Contó solodiez pulsaciones durante los primeros

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quince segundos, lo que parecíaimposible. Scarlet comenzó a saltar alos pies de la cama hasta que Sloane lacogió para apartarla. Josh frunció elceño mientras miraba el reloj ycomenzaba de nuevo. Los latidos de supadre disminuyeron en la segundaocasión. Treinta y ocho latidos porminuto.

Fiebre alta y pulso débil: signo deFaget. El término se filtró en su mente,procedente de algún libro de medicinaleído largo tiempo atrás.

—Busca a tu madre, Josh —dijoSam Cane. Agitaba su mutilada cabezadébilmente sobre la almohada—.¿Mandy? Me duele mucho la cabeza.

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—¿Y el cuello, te duele?—¿Josh? —El ojo enrojecido de

Sam Cane giró de nuevo hacia él y tratóde fijarse en su rostro de formainestable, como un borracho queintentara agarrarse al borde de la barrade un bar.

Lindsey, la doncella, apareció conuna sábana húmeda, se la dio a Josh y semarchó a toda prisa de la habitación, sindejar de sujetar la mascarilla confirmeza sobre la nariz y la boca. Joshtapó a su padre con la sábana mojada.

—Saca la lengua —le dijo sin más.Sam Cane tenía sangre en la boca:

encías sangrantes. La lengua presentabalos bordes muy enrojecidos, mientras

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que en el centro estaba blanquecina yseca.

—Este hombre tiene fiebre amarilla—dijo Josh.

—No —negó Sloane meneando lacabeza—. Tiene demasiada suerte comopara eso.

—No tuvo tanta suerte con elabuelito —dijo Scarlet—. Hasta me diopena —añadió.

—¿Josh? —dijo As—. ¿Eres tú?—Necesita agua potable —indicó

Josh—. Si la fiebre baja, intentaremosque beba un poco de infusión de dientede león de la que está preparando laseñora Sherbourne. También necesitaréun diente de ajo para frotarle la piel.

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Cualquier cosa que mantenga alejados alos mosquitos. Puede que tenga queregresar a casa a por una sonda.

Ham lo agarró por el hombro.—¡Contéstale, por el amor de Dios!

—Está delirando— dijo Josh.—¡Es tu padre!Josh apartó la mano de Ham.—Guárdate los gritos y los abrazos

para ti, Ham. Ya tienes a toda tu camadade vuelta; los cerdos y los cerditos asalvo lejos del estacionamiento. Séfeliz.

Ham lo agarró por el cuello de lacamisa y lo estampó contra la pared contanta fuerza que el ventilador del techotraqueteó. Josh comenzó a ver estrellitas

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frente a sus ojos, como bengalas delMardi Gras, y jadeó por el dolor que elgolpe había provocado en su espaldaabrasada por el sol.

—Ya está bien —siseó Josh. Se diocuenta de que estaba furioso—. Te haspasado de listo.

—Gilipollas de mierda —le dijoHam. Su rostro quemado estabamudando la piel por todos lados; teníatrocitos colgando de las orejas y de lapunta de la nariz. Incluso después de unasemana casi sin comer, apenas notaba elpeso de Joshua mientras lo manteníasujeto contra la pared, a casi mediometro del suelo.

Sloane Gardner posó su mano sobre

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el enorme bíceps de Ham. —Me estoyquedando sin sábanas para vendar a losheridos—. Ham tomó una profunda yentrecortada bocanada de aire. Dejó queJoshua cayera al suelo, les dio laespalda a todos y salió a grandes pasosde la habitación.

Josh se sentó en el suelo y apoyó laespalda contra la pared mientras tratabade recobrar el aliento. Sloane Gardnerse dio la vuelta con intención de seguir aHam. Lindsey, la doncella, ya se habíamarchado, de modo que se encontrómirando los ojos de Scarlet, la pequeñacarnavalera.

—Bueno —dijo ella con desdén—.Supongo que se lo has dejado claro.

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Dos horas más tarde, Josh seguía en eldormitorio infantil de Randall Denton.El ventilador de techo giraba a lamáxima velocidad, chirriando yzumbando en lo alto. La habitaciónestaba llena de colecciones: conchas,navajas de bolsillo y guijarros;regimientos de soldados de juguete,tallados en madera o de plomo, que sealineaban en la repisa de la ventana yque estaban liderados por tresindividuos muy apreciados: tres G. I.Joe hechos de auténtico plásticoantediluviano. Había un viejo tablero decorcho apoyado sobre el escritorio,cubierto de escarabajos y mariposas

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clavadas con alfileres. Las alas de lasmariposas se habían descompuesto conlos años y la humedad de Texas; estabanennegrecidas y se desmoronaban comolos trozos de papel de periódico. Sinembargo, los insectos de caparazón duroestaban más o menos intactos: había unsaltamontes y un escarabajo verde dejunio, una diminuta hormiga león decolor morado, un caparazón de cigarra yuna enorme y vieja cucaracha de árbol,tan grande como el pulgar de Joshua.También había una libélula; sus alashabían adquirido, con los años, el colordel caramelo manchado. El aireprocedente del ventilador hacía quetanto la libélula como el caparazón de

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cigarra rozaran contra el corcho deforma audible.

La mosquitera que rodeaba la camade cuatro postes también se agitaba.Durante aquellos días de su infancia enlos que había estado enfermo, Josh habíacontemplado esa misma escena: unamosquitera gris que se movía ysusurraba hora tras hora. Sobre elescritorio había un ventilador eléctricomás pequeño, con las aspas de plásticoazul. También lo habían encendido y sucabeza giraba lentamente a uno y otrolado.

—¿Joshua? —susurró Sam.—Sí —contestó Josh.—Entonces eres tú. Eso me había

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parecido. —Le habían quitado la ropa yhabían vuelto a dejarlo sobre la camacon tan solo la sábana húmeda. A travésde la oscilante mosquitera, Josh veía elpecho de su padre, blanco como el de unmuerto, que asomaba por debajo de lasábana—. No me siento muy bien, peroal menos no estoy tan mal como antes.

—La fiebre ha bajado.—Lo suponía. —La cabecera de

bronce y los muelles de acero crujieroncuando su padre se movió en la cama.Unos instantes después, As dijo—: ¿Mehe imaginado a un tipo enormegolpeándote o ha ocurrido de verdad?

—Es verdad. Ham pensaba que noestaba siendo lo bastante amable

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contigo.El padre de Joshua soltó una

carcajada breve y dolorosa.—Eso es que no conoció a tu madre,

¿verdad? En toda mi vida he conocido auna mujer con menos simpatía.«Acuéstate y deja de quejarte. Solotienes la gripe. Yo sí que veo genteenferma todos los días».

Josh recordó haber estado acostadoen su cama, sin dejar de toser, con eltufo del Vick’s Vapo-Rub en el pecho yel sonido de los niños que jugaban en lacalle. Descubrió que una pequeñasonrisa le curvaba los labios.

—«La señora Robinson sí que estáenferma. Perdió la pierna izquierda ayer

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por la mañana a causa la picadura deuna araña violín. Eso sí es estarenfermo. Chuck Yang tiene un tumor deltamaño de una uva en el cuello. Eso síes estar enfermo». —Josh meneó lacabeza—. Era como si le desquiciaraque yo me pusiera enfermo. Como sifuera una afrenta personal.

—Mandy siempre creyó en secretoque uno elige las cartas que le tocajugar. Como si la mala suerte fuera undefecto particular.

—Supongo que sí —dijo Joshua.Recordaba los ruidos que hacía sumadre cuando salía de la cama en mitadde la noche para ir en busca de páncreasrecién extirpados. Los verdugones del

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tamaño de un puño que tenía en la pierna—. ¿Sabes una cosa, Sam? Ahora síestás enfermo. —Se acercó a la ventana,desde donde podía contemplar la partetrasera del Palacio. La colada húmedase agitaba perezosamente en loscordeles con la brisa del Golfo. Lapiscina estaba cubierta de escombros,hojas de palmera y de robles y trozos detejas, de papel y de ropa. Tres niñosvestidos con harapos estaban tumbadosbocabajo en el borde de la piscina ygolpeaban el agua con unos palos.Quizás intentaran golpear a losescribanos o a las ranas. No veía quenadie estuviese vigilándolos.

—Es fiebre amarilla —dijo Josh.

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—Refréscame la memoria y dime loque eso significa.

—¿Cuánto tiempo llevas enfermo?—Unos tres días con fiebre.—Entonces, hoy es un gran día.—Deseaba que llegara un adulto y le

dijese a los niños que se alejaran delborde de la piscina. —Entrarás en unafase de «remisión» o bien en una fase de«intoxicación». Pareces estar lúcido,pero puede deberse a que la fiebre habajado momentáneamente.

—Si es una fase de remisión, ¿serélibre de volver a casa?

—No. No es más que unaplazamiento de la fase de intoxicación.

—Vaya, entonces, tarde o temprano

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tendrás que repartir todas las cartas.—A menos que te retires —concluyó

Josh.Recordó la piscina en la que había

estado sentado la noche en la que SloaneGardner le enseñara cómo las estrellasdesaparecen cuando las miras. Todavíale molestaba que ella no lo recordara.«No se lo diremos a los demás», lehabía dicho. Se suponía que era unsecreto entre los dos.

El ventilador del escritoriocompletó su recorrido lateral, enviandouna ráfaga de aire a su rostro. La frentefue el lugar que más sintió el frescor,allí donde la sangre de Joe Tucker habíaborrado la marca de George.

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—¿Quieres saber lo que está porvenir?

—No me apetece demasiado —contestó su padre—. Las iré jugandosegún lleguen. Un arrendajo cruzó por laventana, un reflejo color cobalto.

—Vale —respondió Josh.(Hemorragias, anuria, delirio. Ydespués ictericia, fiebre altísima, pulsolento, vómitos de sangre negra. Másdelirios y convulsiones, queposiblemente conduzcan al coma y a lamuerte).

—A menos que necesites decírmelo—replicó su padre.

—No.—¿Puedo beber un poco de agua?

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Josh cogió un vaso de agua. Retiró lamosquitera y colocó el vaso sobre loslabios de su padre. La lengua de Samaún tenía un color rojo brillante y,cuando acabó de beber, dejó unas gotasde sangre en el borde del vaso. Joshdejó que la mosquitera cayera de nuevo.

—Pensé que vendrías al funeral demamá.

—Vine después. Tenía intención deir a visitarte, pero… —El ventiladorfinalizó otro arco, con ese zumbido tancaracterístico, se detuvo, vaciló uninstante y comenzó a girar en el sentidocontrario—. ¿Crees que debería habervenido con más frecuencia? —preguntóAs—. Tu madre estaba muy segura de lo

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que hacía. Fue ella quien se encargó detu educación y yo respeté sus decisiones.Pero ahora me pregunto si debería habervenido, de todos modos.

—Supongo que fue tu elección —comentó Josh.

—Sí, supongo. —As tosió—. Josh,¿los Mather cuidaron bien de ti?

—Mejor de lo que jamás hemerecido —contestó.

—Les di una buena cantidad dedinero después del funeral. Pero, porsupuesto, ni Jim ni Alice pertenecen altipo de gente que robaría. Joder. Me estásangrando la nariz. —As se echó a reírcasi sin aliento.

Josh le limpió la cara. El paño

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quedó lleno de sangre.—Pagaste a los Mather para que me

cuidaran —repitió.—Supongo que sabía que eras lo

bastante fuerte como para cuidar de timismo, pero imaginé que una buenacomida casera de vez en cuando no teharía ningún daño. Joder, qué calor haceaquí.

—Por eso me invitaban a cenar entantas ocasiones.

—Creo que voy a beber otro sorbode agua —dijo Sam.

Joshua recordó lo bulliciosas queeran las comidas en casa de Ham: losenormes brazos que se abalanzabansobre la mesa; el sonido de la cubertería

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sobre los platos y los cuencos demadera o, si era domingo, en lo quequedaba de la vajilla de porcelana deAlice Mather; los aros de las servilletas,diferentes entre sí, que Ham habíatorneado para su madre; Jim diciéndolesa sus hijos que prestasen atención a sumadre; el sabor de los guisantes pintoscon trocitos de panceta. Joshua siemprehabía ayudado al final a lavar los platos.Aun cuando Ham y sus hermanos seacomodaban en el salón para hablar consu padre, él se quedaba en la cocina conRachel o con la señora Mather, porqueera importante representar su papel.Porque su madre le había enseñado a nosentirse en deuda con nadie.

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—Pásame la toalla, ¿quieres? —Elrostro de Samuel Cane volvía a estarenrojecido; la fiebre subía.

Josh le dio el paño, pero le temblabatanto la mano que el hombre no eracapaz de utilizarlo. Fue Josh quien lelimpió de nuevo el hilillo de sangre quele caía por el labio. El ojo de Samseguía estando rojo y no dejaba deparpadear, como si la luz lo molestara.

—Según qué días —dijo con vozáspera—, tienes que prestar muchaatención para ver al hombre másafortunado que existe.

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M5.3 Ofrendas

ientras Joshua Cane cuidabaa su padre en el pisosuperior, Sloane sededicaba a lavar sábanas y

mantas. Por una vez, había conseguidoque Scarlet la ayudara. La niña,malhumorada y con el ceño fruncido,arrastraba las sábanas húmedas por elsuelo según las llevaba al exterior,donde Sloane la esperaba con una bolsade pinzas para colgarlas en el tendedero.

—Estoy aburrida —dijo Scarlet.—Y yo —contestó Sloane al tiempo

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que colgaba una funda de almohada quehabía sido usada como venda.

Las manchas de sangre no habíandesaparecido. Randall decretaría queestaba estropeada y ella tendría quereemplazarla de su bolsillo, porsupuesto. El simple hecho de que elhombre se lo tomara a bien nosignificaba que hubiese dejado de ser uncruel hijo de puta que no renunciaría aninguna oportunidad de joderla decualquier manera posible.

—El Mardi Gras ya no existe,pequeña. Ahora vives en el mundo real.Aquí todos trabajamos. Todo el mundotiene que trabajar, incluida tú.Acostúmbrate.

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—No sé por qué estás tan enfadadaconmigo. —Scarlet dejó caer un montónde sábanas húmedas en la cesta deSloane—. Por lo que he oído, tú tambiénhuías del trabajo. Me han dicho que teibas a la playa, incluso cuando tu madrese estaba muriendo.

El tendedero chirrió cuando Sloanetiró del cordel para apartar la funda dela almohada y colgar una toallacompletamente manchada de sangre. Ashabía empezado a vomitar sangre negrabien entrada la tarde e, incluso despuésde lavar la ropa en la magníficalavadora antediluviana de Randall, lasmanchas seguían allí. Josh habíapronosticado que habría más

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hemorragias internas.—Por lo menos, reconozco que lo

que hice estuvo mal.—Pero lo hiciste, de todos modos

—replicó la niña.

* * *

En la casa había catorce carnavaleros;quince si se contaba a Scarlet, cosa queSloane no hacía. Kyle Lanier, elayudante del sheriff, llegó justo antes dela cena para decir, de la forma máseducada posible, que si los carnavalerosno eran entregados antes de las doce dela mañana del día siguiente, el sheriff

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cortaría el suministro de gas y agua alPalacio del Obispo.

—¡Pero la gente morirá! —habíagritado Sloane.

—Eso es cosa suya —habíarespondido Kyle mientras se llevaba lamano al sombrero para despedirse—.Señora. —Y dejó dos milicianos paravigilar la mansión.

Ya era algo oficial: estaban bajoasedio.

Llegó la hora de la cena. AliceMather organizó a los pocos refugiadoshumanos que quedaban en la casa con elfin de que dieran de comer a losenfermos. Sloane en persona llevó lacena a los carnavaleros. La comida

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estaba racionada: otra vez pudin dearroz con melaza, caldo de pollo paralos enfermos e infusiones de diente deleón. La señora Sherbourne no podíamatar más gallinas; necesitaban huevos.Sloane quiso enviar a un par depersonas al mercado en busca dealgunas provisiones, pero no teníadinero que darles. Al final, cogió unoscuantos objetos insignificantes queRandall jamás había usado —como supitillera de plata—, los anotó en el librode cuentas de la señora Sherbourne y lespidió a un par de refugiados que losvendieran y consiguieran comida extracon los beneficios. Ellos aceptaron,pero la idea no les hizo ninguna gracia.

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—Pensarán que los hemos robado—dijo uno de ellos.

En cuanto los platos de la cenaestuvieron limpios, la señoraSherbourne y Lindsey se marcharon consus respectivas familias a sus casas. Unahora más tarde, Alice Mather fue enbusca de Japhet y Christy, preparadapara marcharse también del Palacio delObispo.

—¿Y qué pasa si mañana no nospermiten entrar? —preguntó sin dejar demirar de soslayo al piquete demilicianos que holgazaneaba en la verja.

—No lo intentéis —contestó Sloane—. Esto es ridículo. Mañana meencargaré de aclarar las cosas con el

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sheriff.—¿Qué vas a hacer?—Ya lo verás —respondió Sloane,

con la misma sonrisa relajada ycompetente de su madre.

No dejó de sonreír hasta que Alicese hubo marchado. Su madre siempredecía que tanto el pánico como lasagacidad eran contagiosos, y el trabajode un líder consistía en extender estaúltima. Jane Gardner había vividosituaciones peores que esa, muchopeores, y las había manejadoespléndidamente. Eso era lo que todo elmundo le decía a Sloane. Y ella nopodía evitar preguntarse si su madre sehabría refugiado tras esa tranquila

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sonrisa para ocultar tanta desesperanza yconfusión como las que ella sentía enesos momentos. Eso esperaba.Recordaba a su madre mientras le decía:«Cuando yo tenía tu edad, tampoco erayo misma».

Por no mencionar lo de: «Uno hacelo que tiene que hacer».

Bueno, si Sloane tenía que descubrirque en su interior vivía un general frío yseguro de sí mismo, sería mejor que loencontrara en las próximas doce horas.Vamos, oruga, pensó con amargura. Aver si te crecen las alas y echas a volar,¡vuela, imbécil!

Poco después de las nueve, se diocuenta de que no había comido desde

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que tomara el desayuno con RandallDenton en el patio. Entró a hurtadillas enla oscura cocina y pescó a uno de losniños refugiados en la despensa,inclinado sobre un tarro de melaza; erael mismo al que había mandado devuelta con su familia. Unas cestastrenzadas, colgadas del techo, sebalanceaban sobre su cabeza. Unasemana atrás, estaban llenas de ajo,cebollas y pimientos: ajíes dulces,poblanos, pimientos de Anaheim yhabaneros. Ahora estaban vacías.

Si el sheriff Denton les cortaba elgas, se quedarían sin combustible paralos motores del generador. Sinelectricidad no funcionaría la nevera. Ni

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la lavadora; la colada tendría quehacerse a mano. No habría aireacondicionado. Ni ventiladores. Niluces, salvo las lámparas de petróleo…hasta que este también se acabara. Yentonces no tendrían ninguna luz.

La gente podía sobrevivir así. Losabuelos de Odessa no habían tenidoninguna de esas cosas. Y habíansobrevivido. Si hubieran tenidomalaria, no habrían podido sobrevivirasí, se respondió Sloane. No habríansobrevivido si hubieran sufrido defiebre amarilla y no hubieran tenido niagua ni comida.

Sloane fue a coger una galleta dearroz, pero descubrió que no quedaba

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ninguna, y por tanto se tuvo queconformar con una cucharada de melaza.Tras detenerse un momento, abrió uno delos armaritos de Randall y sacó unplatillo. ¿Qué comían los dioses?Comenzó con una cucharada de melaza yun diente de ajo. Después cogió uncuchillo afilado y se cortó tres mechonesde cabello para colocarlos en el plato.No parecía suficiente, por lo que sepinchó la yema de un dedo hasta quebrotó una gota de sangre. La añadió a laofrenda y se dirigió al patio para dejarel platillo sobre la mesa de hierro quehabía bajo el magnolio. Con suerte,algún dios o algún fantasma loencontrarían antes de que lo hicieran las

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cucarachas.¡Dios Misericordioso! ¿Qué diría

madre si me pillara haciendo esto?«¡Uno se fabrica su propia suerte,

Sloane!».Ya no, mamá. No siempre es así.Dejó de tratar de imaginarse con qué

vestido habrían enterrado a su madrecuando sintió que las lágrimasempezaban a deslizarse por sus mejillas.No podía permitirse el lujo dederrumbarse en esos momentos, sinimportar lo mal que se hubieracomportado. Hasta Jane Gardner estaríade acuerdo. Tenía que ser fuerte, seguircentrada y no perder la compostura. ¡Ja!

Fuera hacia más calor que dentro de

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la casa, ya que estaba encendido el aireacondicionado; sin embargo el calor delexterior resultaba, de algún modo,menos opresivo. La noche era húmeda yclara, las estrellas brillaban de formatitubeante; sus bordes parpadeaban y sedesenfocaban como si las estuvieseviendo a través de las oleadas de calorque ascienden del asfalto en unbochornoso día de verano.

Vio un destello de luz por el rabillodel ojo.

Había alguien en el cobertizo delgenerador. Sloane bajó los escalones delpatio y siguió el camino que llevaba aljardín trasero. Un mosquito zumbó juntoa su oído, se marchó y regresó de nuevo.

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Se dio un manotazo en el cuellosintiendo que el pánico la consumía. Yano podía pensar en los mosquitos comosimples molestias. Ahora eran viudasnegras, escorpiones y serpientes decascabel que portaban en sus aguijonesvenenos mortales como la malaria y lafiebre amarilla.

Al abrir una rendija en la puerta delcobertizo —«cobertizo» no era untérmino muy apropiado, ya que era másgrande que un garaje amplio y en suinterior había más herramientas que lasque guardaban en Ashton Villa— seencontró con Ham, que estaba encuclillas junto a la descomunal barbacoade gas de Randall, rodeado por un

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revoltijo de enormes botellas de cristal,tuberías de cobre, tapones de goma yherramientas. El hombre alzó la miradabrevemente cuando la vio entrar.

—Hola, señorita Gardner.—Llámame Sloane. ¿Qué estás

haciendo?Ham se puso en pie y levantó una

enorme botella llena de agua que dejó enla parrilla de la barbacoa.

—Me enteré de que estabanpensando en cortarte el suministro deagua, así que me acerqué a casa de Joshy cogí su alambique.

—¿Dónde has conseguido el agua?—En la piscina. La pasé por la

depuradora para quitarle las hojas antes

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de sacarla de allí, pero de todos modosno me atrevería a beberla. —Comenzó aunir un trozo de manguera de goma a unaespecie de boquilla curvada que estabacolocada en la parte superior de labotella—. ¿Cómo está el padre de Josh?

—No muy bien. Vomita sangre.¿Puedo ayudarte?

—Joder —masculló Ham—. No, nohace falta. —La miró con una sonrisa—.Aunque, si no te importa, podríasquedarte por aquí un rato, solo paracabrear a Josh… me harías un granfavor.

Sloane soltó una carcajada y sesentó de un salto en el asiento de laantigua cortadora de césped John Deere

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de Denton. Por supuesto, no habíantenido un jardín con césped desde hacíaveinte años; hacía mucho tiempo que lohabían transformado en un gallinero, unazahúrda y un huerto para las verduras. Elpadre de Randall había quitado lasaspas de la cortadora de césped y laComparsa de Momus la utilizaba todoslos años para tirar de las carrozas en eldesfile del Mardi Gras.

Ham consiguió insertar el trozo detubería. Metió los pulgares en lastrabillas de sus enormes pantalones ytiró de ellos hacia arriba un par decentímetros o tres.

—Si hubiese pasado tanto tiempoadulando a las chicas como el que he

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estado intentando hacer las paces conese testarudo e insignificante hijo deputa, tendría en estos momentos las tresesposas más felices de Galveston.

—¿Y por qué te molestas?—Y yo qué coño sé.Volvió a agacharse y siguió

trasteando con las tuberías, losadaptadores y los precintos para unir sutubería de cobre de modo quedesembocara en lo que Sloane suponíaque era una jarra para almacenar ellíquido destilado. Había una intensaexpresión de concentración en suenorme rostro. Sus dedos, tan gruesoscomo salchichas, eran rápidos yprecisos.

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—Creo que al principio me dabapena. No encajaba muy bien y había unpar de muchachos que le pegaban porpura diversión. Yo me creía el poli delbarrio, ¿sabes?, así que me puse de suparte. Era un niño complicado ydesagradable. Me debía una, pero tal ycomo se comportaba jamás lo habríasadivinado. Cuando éramos críos,siempre hacía que me sintiera mal.Hacía que me sintiera como un estúpido.

—¿Has llegado a la parte en la queme explicas por qué erais amigos? —preguntó Sloane—. Si lo has hecho, melo he perdido.

—Bueno, verás, en realidad, yo eraun estúpido. —Ham la miró—. Josh…

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no veía las cosas del mismo modo queel resto de los chicos. Te daba lasensación de que iba a ser alguienimportante. Yo conocía a los muchachosque le pegaban. Conocía a sus padres ya sus hermanos. Sabía que, si teníansuerte, acabarían trabajando en losalmacenes, que por las noches acabaríancabreados y les pegarían a sus novias.Mi tío Mordecai era así. Josh no. Él tehacía desear entender las cosas. Porejemplo, mi padre me podía enseñar aponer a punto el motor de la barca; perola madre de Josh tenía una enciclopediaen un ordenador que te enseñaba cómofuncionaba el motor y por qué. A Joshsiempre le interesó todo eso. Me hacía

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desmontar las cosas e intentar hacerotras nuevas. Me convirtió en alguienmás inteligente. —Se puso en pie—.Trabajo como experto de primera claseen localizar averías para la Compañíade Gas. —Frunció en entrecejo con ungesto cómico y flexionó los brazos. Losbíceps sobresalieron como si fueran lasenormes raíces de un árbol—. Si tienesun cuerpo como este, la gente te ve comouna mula de carga. Si no hubiera sidopor Josh, habría acabado siendo unestibador, supongo. Hubiera tenido laespalda hecha una mierda a los treinta olos treinta y cinco, y me emborracharíacomo un desgraciado para palmarla alos cuarenta y cinco, como mi tío

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Mordecai. Eso si no me hubiera ahogadoprimero; o me hubiera partido en doscon un hacha; o hubiera acabado frito deun disparo en la cama de otro hombre.—Se encogió de hombros y se rascó laspicaduras de mosquito que tenía en sugrueso cuello.

Para su sorpresa, Sloane se diocuenta de que quería acostarse con él.Lo miró con incredulidad. Era absurdo.Cuando fantaseaba sobre sexo, siemprese imaginaba a sus amantes comohombres atractivos, elegantes yfabulosamente bien vestidos. Inclusopeligrosos. No obstante, en ese momentosentía un pequeño hormigueo en suinterior… Malicia se estaba

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despertando y se desperezaba. Sedescubrió pensando en los carnososdedos de Ham desenganchandocorchetes y soltando hebillas con lamisma y sorprendente precisión con laque desarmaba cualquier motor. Seimaginaba esos dedos desabrochandolos botones de su camisa; la camisa dehombre que había robado del armario deRandall. Empujaría a un botón de nácarque se resistiría a abandonar la presiónde los labios de algodón del ojal hastadejarlo libre. Y entonces se escucharíael susurro de la ropa al deslizarse.

Sloane parpadeó y miró hacia arriba—muy, muy arriba—, hacia el ampliorostro de Ham. Bueno, ya no volvería a

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sentirse tan asquerosamente alta nuncamás. Al lado de Ham casi era unamuñequita.

—Creo que eres un amigomaravilloso para él.

Ham hizo una mueca.—Ya no.Sloane lo miró con curiosidad. Ham

se encogió de hombros.—Es que Josh… bueno, ha

conseguido cansarme. Una vez tuve unamigo que decidió suicidarse por unachica. Yo lo escuchaba hablar una y otravez de lo mismo todos los días, horas yhoras, meses y meses. Incluso lo intentó,bueno, más o menos: se comió un pocode dedalera o algo de eso, pero no

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murió. De todos modos, al final se pusobien, pero me pasé todo un añoasqueado cuando lo veía. Y eso me hapasado con Josh. He estado muchosaños diciendo que nadie lo comprendía,que su vida era muy dura, y bla, bla, bla.Pero ¿cuánto tiempo puedes seguirponiendo excusas? Llega el huracán, lesalvo el culo en la Península porque estádeseando meterse debajo de ciertasfaldas (perdón por la expresión), ymientras tanto mi gente se está muriendoaquí. Y él solo puede pensar en Josh,Josh y Josh. —Meneó la cabeza yescupió.

Sloane le dijo:—Pero echarías por tierra muchos

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años, aunque estés en lo cierto. Mimadre solía decir que lo que te une a losviejos amigos es la imposibilidad dehacer otros nuevos.

Ham se frotó la nariz quemada por elsol.

—Sobreviviré —replicó—. Joder,ni siquiera me soporto a mí mismocuando estoy cerca de él. Como estatarde. ¿Desde cuándo no sentía lanecesidad de lanzar a un tío contra lapared? El padre de Josh aparece porprimera vez desde hace diez años, seestá muriendo y Josh ni siquiera searrodilla a su lado. Ya era hora de quele diera un meneo para espabilarlo. Peroes que ahora mismo, cualquier cosa que

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tenga que ver con él me cabrea. Todo loque dice y lo que hace.

Unas cuantas escamas de piel secase desprendieron de la nariz de Hammientras este la frotaba.

¿Será que me apetece hacer unavisita a los barrios bajos?, pensóSloane. Trató de imaginárselo con unabonita camisa y una chaqueta de coloresdiscretos; marrón, o verde oliva, quizás.Lo primero que haría sería deshacersede ese cinturón y colocarle unos tirantes.¿Le seguiría gustando si se vistieracomo alguien de su misma clase social?

Dios, sí.—Lo que pasa es que no lo cogí a

tiempo cuando apareció su padre. En mi

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familia todo el mundo es muy sencillo.Si nos dan un regalo, sonreímos. Si nosgritan, gritamos. Si nos dan una cerveza,nos emborrachamos. Josh siempre locomplica todo. Estoy harto de intentarimaginarme lo que pasa por su cabeza.—Hizo una pausa—. Tú conocías muybien a la Reclusa. Supongo que sabrásun par de cosas sobre la magia. ¿Hasvisto las manos de Josh?

—Iba a preguntártelo. —Estamañana tuvo que cortarle la pierna alchico de Billy Tucker mientras yo estabatodavía roncando en el séptimo sueño—explicó Ham. —Ha estado muy rarodesde entonces. Desequilibrado.Supongo que debe ser un trago cojonudo

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tener que cortarle una pierna a un niño—. El hombretón se estremeció,haciendo que su torso y su barriga semovieran bajo todos esos metros decamisa.

—¿Cuántos años tiene el niño? —preguntó Sloane. Ham arrugó la frentemientras intentaba recordar.

—¿Diez? Puede que once, tal vez.—Mmm. —Sloane recordó el modo

en que Josh la había mirado la primeravez que ella fue a su casa. Esa miradahambrienta y resentida que se parecíatanto a la de Kyle Lanier. Muy despacio,dijo—: Creo que podría nombrar a otrochico que perdió la vida que habíaconocido hasta entonces más o menos a

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esa misma edad.—¡Vaya! —exclamó Ham y alzó las

cejas—. ¿Te refieres a Josh? No lohabía pensado. —Volvió a meter lospulgares en las trabillas del cinturón yse subió los pantalones mientras laobservaba con admiración reflejada enlos ojos—. Supongo que puedes verdetrás de ciertos recovecos. ¿Es algonormal en los Gardner?

Sloane sintió que una pequeñasonrisa le curvaba los labios.

—No. Madre nunca tuvo tanta…malicia. Ham manipuló la gigantescabarbacoa de gas de Denton, comprobó eldepósito de propano y la puso enfuncionamiento.

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—Supongo que deberíamos colocartodo esto fuera de la casa. Sería unatontería hacer trabajar aún más al aireacondicionado para eliminar todo elcalor que desprende. Cuando hasmencionado a tu madre, he recordadoque tenía muchas ganas de hacerte unapregunta desde que regresamos. —Hamobservó el cielo con los ojosentrecerrados. Solo se veían lasestrellas—. ¿Qué va a pasar conMomus? —preguntó, bajando la voz.

—Lo vieron una o dos vecesdespués de la tormenta. Volvió loca auna de las criadas de Jenny Ford, segúnme han contado. Vamos camino decuarto menguante. Puede Momus salga

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menos a medida que mengua la luna.Ham asintió.

—Pero ¿te imaginas lo que sucederácuando vuelva a estar llena dentro deotras tres semanas…?

—Habrá que tener cuidado. Ham serascó la barbilla.

—Entonces, ¿vas a ser tú laencargada de tratar con él? Como hasestado en el Carnaval y eres la hija de laGran Duquesa, y todas esas cosas…

—Espero que no —contestó Sloane.Recordaba esa gélida mirada blanca deldios que te hacía sentir que el corazónse te llenaba de escarcha; y también lasvisiones que había tenido sobre supropia vejez, con las piernas llenas de

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venas azuladas. Bajo semejantescircunstancias, supongo que deberíaestar agradecida por tener laoportunidad de envejecer pero…—.Estoy buscando un modo de librarme deeso.

Él fue lo bastante educado comopara no señalar que, hasta esosmomentos, se las había arreglado muybien a la hora de librarse de lasresponsabilidades.

Entre el calor de la noche de Texas ylos motores Mercedes de Randall, elcobertizo parecía una sauna. El rostroancho de Ham estaba cubierto de gotasde sudor. Su barata camiseta interior dealgodón se le pegaba a la protuberante

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barriga y a los montículos que formabansus pechos en ese torso masculino.Definitivamente, necesitaba conseguirleropa de más calidad. ¿Me seguiríagustando aún vestido con un«muumuu»?, se preguntó Sloane. Se loimaginó con algo atrevido, algo con unfruncido debajo del pecho, un picardíasrosa casi transparente, adornado con unaestola de plumas cuyos extremossusurraran de forma indecente contra laparte superior de esos muslos tangruesos como un par de toneles. Resoplóal tiempo que intentaba contener unarisilla nerviosa.

—¿En qué estás pensando? —lepreguntó Ham con una sonrisa.

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En el dobladillo de tus picardías,grandullón.

—En nada —contestó Sloane—. Esel calor, que me tiene aturdida.

Se sentía sudorosa; sentía lahumedad en las axilas, detrás de lasrodillas y entre los muslos. Cuandodescruzó las piernas, deseó llevarpuesta una de sus faldas; quizás esa queestaba hecha con unos cuantos pañueloscosidos que flotaban y susurraban alandar. ¿Algo cómodo para hacer unpoco de ejercicio, quieres decir? ¡DiosMisericordioso, chica! Tienes cosas demás envergadura en las que pensar.Echó un vistazo a Ham. Bueno, puedeque no sean de más envergadura pero

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sí más importantes…Ham toqueteó unos cuantos botones

de la barbacoa.—Oye… ¿Te importaría que te haga

una pregunta un poco personal?—No lo sabré hasta que la haya

escuchado —contestó Sloane con unasonrisa lánguida que se parecía a las deMalicia—. Gira la ruleta y espera a verqué te depara la suerte.

Él sonrió.—A ver. —Alzó el borde de la

camisa un instante para secarse el sudorde la frente—. Me da la sensación deque eres una chica lista, así que imaginoque sabrás que Josh está colado por ti.

—«Colado» no es exactamente el

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término que yo habría utilizado… perosí, supongo que me he dado cuenta. —Yme he aprovechado de ello, dijo para símisma. Lo he implicado en un crimen,cuando yo misma estaba desertando delas obligaciones que tenía en mi hogar.La diferencia es que yo me lo pasé deputa madre y a él le dieron una paliza yacabó exiliado en la Península deBolívar.

—¿Y tiene alguna oportunidad?La barbacoa de gas hizo un ruido

ronco. Se estaban formando burbujas enla parte inferior de la jarra de cristal,llena de agua de la piscina.

—No —contestó por fin Sloane. Yentonces hizo algo que jamás se hubiera

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imaginado capaz de hacer antes de haberido al Carnaval: alzó los ojos y sostuvola mirada de Ham durante un buen rato—. Josh no —dijo.

—Joder. Bueno, hay días en los quete comes al oso y otros días… —Sedetuvo al darse cuenta de que Sloaneseguía mirándolo fijamente.

—El oso te come a «ti» —terminóella. Ham entrecerró los ojos, perplejo.¡Imbécil! Sloane apartó la mirada, tanavergonzada como si hubiese abierto lapuerta en ropa interior para encontrarsecon el párroco en la entrada. Unaexplosión resonó en la noche, seguida deun chillido y de otra detonación. Sloaney Ham se miraron, nerviosos.

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—¡Mierda! —masculló Ham. Sloanebajó de un salto de la cortadora decésped y corrió hacia el exterior—. ¡Esoha venido de la parte trasera! A susespaldas, la gente ya se amontonaba enlas ventanas iluminadas de la mansión,pero Sloane no se detuvo. Pasó junto ala pocilga y los montones de escombrosque el huracán había dejado a su paso,tropezándose en la oscuridad, en buscade la puerta que había en el alto muro depiedra que rodeaba la parte trasera delPalacio del Obispo.

Al otro lado del muro se escuchabanvoces.

—¿Le has dado? —dijo alguien.—Supongo que sí, pero había dos.

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La otra era muy pequeña, una enana o unmono, no sé.

Sloane encontró la cancela de hierroforjado y la abrió de un tirón. En elexterior, dos hombres vestidos con losuniformes de la milicia se giraron paraapuntarle con sus armas. Había uncuerpo desmadejado sobre la acera,bajo la farola de la esquina. Sloane seacercó a la carrera.

—¡¿Qué habéis hecho?! —Lo mismoque voy a hacer contigo si no te quedasquieta ahora mismo y cierras la boca—dijo el mayor de los milicianos.

Sloane se hincó de rodillas junto alcadáver. Era Lianna. La mujer con carade gato yacía completamente inmóvil.

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Sloane le cogió el brazo y comenzó abuscarle el pulso, pero no lo encontró.

—Esa es Sloane Gardner —dijo unode los milicianos. Sloane pegó el oídoal pecho de Lianna. No se escuchaba elsonido de la respiración. Ni latidoalguno.

En ese momento, recordó loinflexibles que se habían mostradoLianna y Scarlet esa misma mañana ensu empeño de ir a ver a Momus. Y ellano les había prestado atención algunaporque… ¿por qué? Porque era unaGardner. Eso era exactamente lo queRandall diría. Porque se habíaconvertido en su madre; dirigía las vidasde otras personas pensando en su

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bienestar, sin detenerse a escuchar loque esas personas querían en realidad.Recordó cómo Lianna le había tiradodel brazo la noche de la tormenta. Laprimera persona que la había llamadoMalicia cuando no tenía la máscarapuesta.

—Está muerta —afirmó Sloane—.La ha matado.

—Sí —dijo satisfecho el máscorpulento de los dos guardias—.Acerté a la primera. Pero la pequeña seme escapó. Está bajo arresto, por cierto.Órdenes del sheriff.

La sangre de Sloane se congeló ensus venas.

—¿Qué pequeña? ¿Tenía…? ¿Ha

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notado algo especial en ella?—Siento mucho todo esto, señorita

Gardner. —El fornido guardia metió elarma en su funda y sacó un juego deesposas. Colocó las manos de Sloane asus espaldas y la esposó mientras sucompañero los ocultaba con su cuerpo—. En cuanto al pequeño monstruo, loúnico que vi fue un montón de pelo rojo.

Sloane pensó en Scarlet, con losojos hinchados por el cansancio,luchando por mantenerse despiertadurante otra partida de dominó. Scarletacurrucada bajo su brazo en mitad de lanoche, abandonada ya toda su rebeldía,suplicando el consuelo de la únicapersona que quedaba en el mundo que

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podía ofrecérselo.—Puede que fuese un monstruo —

replicó Sloane—. Pero ahora no es másque una niñita.

—En lo que a mí respecta, lo quesiento es que se haya escapado —dijo elotro guardia, enfundando el arma—. Elayudante Lanier ha ofrecido unarecompensa de cien dólares por sucabeza.

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J

5.4 La Comparsa delos Descastados

oshua estaba de nuevo en lahabitación de la infancia deRandall, sentado entre los velosde las mosquiteras con su padre

acurrucado entre sus brazos, tratando deconseguir que bebiera una taza de té fríode diente de león.

—Toma un sorbo —susurró—. Esoes… solo un poco… muy bien.

La única luz de la habitaciónprocedía de una lámpara de aceite que

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había sobre el escritorio.Otra pizca de magia se había

depositado como una gota de rocíosobre una brillante cucaracha que habíaclavada en el tablero de corcho deRandall Denton, y le había devuelto lavida. Josh la había visto moverse porprimera vez hacía una hora. En aquelmomento, sus pequeñas patas seretorcían y arañaban el corcho sin cesarmientras trataba de liberarse. Sinesperanzas de conseguirlo, por supuesto;el alfiler que le atravesaba la espalda latenía bien sujeta. En algunas ocasiones,Josh pensó que debería liberar al bicho;y, en otras, que debería matarlo. Por elmomento, se limitaba a alimentar a su

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padre con sorbos de té y a observarcómo las delgadas patitas negras de lacucaracha crujían y rasguñaban. Noparaba de forcejear.

El rostro de Samuel Cane estabarojizo y abotargado, pero ya no brillabapor el sudor. Se estaba quedando sinsudor, sin agua. Su última orina se habíaderramado sin el más leve movimientode las tripas un momento antes. Lasheces y los vómitos eran negros, por lasangre digerida. Su hígado ya noproducía factores de coagulación, y asíera como terminaban las víctimas de lafiebre amarilla: hemorragias internas,shock hipovolémico, desequilibrioelectrolítico crítico, fibrilación

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cardiaca.—Solo es fiebre amarilla. Cinco por

ciento de mortalidad —susurró Josh—.Eso es todo. Venga, hombre con suerte.

Se escuchó un brusco golpe en lapuerta. El padre de Joshua se sacudiócon fuerza entre sus brazos. El té sederramó sobre su enrojecido pechodesnudo.

—¿Josh? Soy yo, Ham. —Elhombretón abrió la puerta.

—Joder, estoy con un paciente…—Cierra la boca —dijo Ham.

Jadeaba con fuerza—. Estamos en unmar de dolor. ¿Es que no has oído losdisparos?

—Quizás. —Josh limpió el té que se

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había vertido sobre el pecho de su padrecon la esquina de una sábana—. ¿Hayalguien herido?

—No. Bueno, sí, ha muerto uno delos carnavaleros. Pero tienen a Sloane—dijo Ham—. Estaba hablando con ellaen el cobertizo del generador, mientrastrataba de fabricar un alambique, cuandoescuchamos los disparos. Antes de quepudiera mover mi gordo culo hasta elmuro, ella ya había cruzado las puertas yestaba discutiendo con la milicia. Notenía mi arma, así que me quedé mirandocómo la esposaban y se la llevaban aAshton Villa para ver al sheriff. —Hizouna pausa—. ¿Crees que debería haberido tras ellos?

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—Por supuesto. Habría sido unaestupidez, pero realmente valiente.

—Gilipollas.—¿Algo más? —dijo Josh.—¿Qué vamos a hacer ahora?—¿Por qué quieres mi consejo? Creí

que estabas harto de mí.—Y lo estoy. Pero eso no me

convierte en mejor jugador de cartas,claro está. Tú eres el listo, ¿recuerdas?Así que dime qué es lo que hará elsheriff a continuación y cómo vamos aconseguir traer de vuelta a Sloane.Piensa en algo.

—Me siento halagado —dijo Josh.Ham cruzó sus grandes brazos y

aguardó. A Josh no se le ocurrían ideas

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brillantes. Deseaba tener alguna quepudiera impresionar a Ham, o que lomolestara. No hubiera sabido decir cuálde las dos cosas le apetecía más. Apesar de estar al corriente que había unabuena parte de Ham que lo despreciabaesos días, era patético saber lo muchoque deseaba que el hombretón lo creyerainteligente. Se suponía que lo era, ¿no?Eso era lo único que había podidoofrecerle a Ham a cambio de su amistad.

De modo que Sam Cane habíapagado a los Mather para que seocuparan de él. Debería haberlosupuesto.

Ham se removió con impaciencia.—No admitiría esto delante de

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Sloane, pero la verdad es que no memolestaría mucho que loscarnavaleros… bueno, se marcharan.Sobre todo si la alternativa es tener a unser humano de verdad lleno de agujerosen un tiroteo.

Samuel Cane gimió y se giró sobrela cama. Joshua buscó de nuevo el pulsode su padre.

—¿Acaso Scarlet es humana?—Eso es distinto —respondió Ham

—. Ella no… no es más que una niñapequeña.

—Mmm —dijo Josh.El pulso de Sam Cane había bajado

a treinta y cuatro latidos por minuto. Ledio un ataque de náuseas. Al instante,

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Josh se inclinó para sujetarle la cabeza ycolocar la taza de té vacía bajo suslabios. El hombre mayor se convulsionó,se inclinó hacia delante y tuvo másarcadas. Sus costillas se sacudieron ylos músculos de sus costados seconvirtieron en nudos, sin dejar decontraerse hasta que, finalmente, unaoleada de sangre negra se derramódentro de la taza. Las náuseas pasaron.

—Sexta calle —dijo Joshua—. Notires las cartas ahora. —¿Lo superará?— susurró Ham. —No lo sé. Había unaparte de Josh, encerrada bajo llave en suinterior, que no había dejado de llorardesde el momento en que Gina Tucker ledijo que tendría que cortarle la pierna a

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su hijo. Pensaba en todas las cosas quese perdería Joe Tucker, en los juegosque jamás podría volver a jugar. Seríaun tullido del que el resto de los niñosno dejarían de reírse. Ahora ya nopodría imaginarse como el príncipe azulde los sueños de alguna niña. Tendríaque vivir de la caridad y considerarseafortunado por ello.

Juega esas cartas, chico.En el tablero de corcho, la

cucaracha seguía agitando las patas yforcejeando. Ham no se había dadocuenta todavía.

—¿Acaso mi padre es humano? —dijo Josh. Su voz estaba cargada dedesprecio, pero su mano se movía con

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ternura al acariciar la mejilla de SamCane—. Míralo. Es un animal, un animalenfermo. Menos humano que Scarlet.Menos humano que el HombreLangostino. Hemos hecho realidad esossueños, Ham. —Joshua apartó elcabello, húmedo por el sudor, del ojobueno de su padre y después dejó denuevo al hombre sobre las almohadas—.Si quieres ver monstruos, piensa enGeorge y en Martha.

Ham se tocó la marca de la frente y,a continuación, dejó que su mano cayeraa un costado.

—Necesito una partida, colega.Resultaba difícil de cojones ser

inteligente cuando todo lo que Josh

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quería era tumbarse sobre una camasuave en una habitación oscura ydesaparecer para siempre. Se frotó elrostro, intentando de ese modo borrar elcansancio.

—Me he quedado sin cartas —dijo.

Una hora más tarde, la puerta deldormitorio se abrió de golpe.

—¿No te he dicho que llames…?—¿Cómo está, señor Cane? —dijo

Kyle Lanier, que parecía muy gallardocon su uniforme de la milicia. Alparecer, no se había dado cuenta de queHam lo observaba con furia a susespaldas.

Joshua recordó la sala de

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interrogatorios del Tribunal delCondado. La forma en que Kyle Lanierhabía inclinado su silla cada vez máshacia atrás para después dejarla caer. Lacabeza de Josh había golpeado contra elsuelo de cemento. Recordó el reflejo dela luz de la lámpara sobre las brillantesbotas de Kyle mientras le daba patadasen los costados y en el vientre.

—¿Qué coño quieres? —El sheriffDenton ha convocado una reunión deemergencia para todas las Comparsas.Comenzará dentro de una hora en laBiblioteca Rosenberg, en la sala deconferencias de la Comparsa de laSolidaridad. Tú y tu amigo el gordinflónestáis invitados.

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—Ni siquiera estamos en ningunaComparsa.

—La reunión es para decidir cómoencargarse de la chusma. Quiero decir,de los ciudadanos más pobres —afirmóKyle—. Necesitamos a alguien quepueda hablar en su nombre, y vosotrossois los afortunados ganadores.

—¿Qué coño habéis hecho conSloane? —Quiso saber Ham.

—La señorita Gardner estádescansando cómodamente en su casa —dijo el ayudante del sheriff—. Dondedebía haber estado desde el principio.

—Estoy con un paciente —dijoJoshua. Todavía sujetaba la taza de té,que estaba negra por la sangre de su

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padre.—Le daré cinco minutos para que

termine aquí —añadió Kyle. Le guiñó unojo a Ham—. Yo mismo encontraré lasalida.

—No tienes más que saltar sobre esabarandilla de ahí. Es más rápido —gruñó Ham. Josh se puso en pie encuanto salió el ayudante.

—Esto no tiene buena pinta enabsoluto. —Empezó a pasearse de unlado a otro de la habitación—. ¿Por quéiba a querer el sheriff Denton vernos aninguno de los dos? Si yo fuera elsheriff, no me invitaría a ningunareunión. Cogería mi milicia e invadiríaeste lugar. Aquí ya no hay cuadros de los

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que preocuparse, tan solo basura.Alguien podría morir en el fuegocruzado, sí, una pena, pero suscongéneres no tienen autoridad paracausar verdaderos problemas.

—Si estás tratando de animarme —dijo Ham—, no está dando resultado.

—De hecho, si pudiera dispararle alfarmacéutico y a su amigo, sería unbeneficio extra —continuó Josh—. Sonun motivo de vergüenza. Son la pruebade que amañé un juicio. Coño,representan una amenaza mayor para micargo que Sloane Gardner. Sería unasuerte para mí que se sentaran en ellugar donde se fueran a producir todoslos disparos, joder.

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—Josh, ya basta.—Tengo que ganarle la mano. —

Josh meneó la cabeza—. No, si quierehablar con nosotros, debe sentir lapresión del resto de las Comparsas acausa de nuestro juicio. Lo digo enserio; piénsalo, Ham. La milicia es laque se encarga de imponer el orden enesta ciudad desde el huracán. Con JaneGardner muerta, ¿quién será el nuevojefe? Vaya, el sheriff Denton, sin duda.Solo que las demás Comparsas no van aquerer cederle el poder de formaautomática, sobre todo si existe algunaposibilidad de que nosotros le causemosun montón de problemas con los pobres.

—Y no olvides a la Reclusa —dijo

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Ham—. Si de verdad le disparó a esamujer, querrán saber por qué. —Elhombretón, sin darse cuenta, se quitó untrozo de piel quemada de sudespellejada nariz—. ¿Así que creesque quiere hacernos la pelota?

—Bueno, de momento no nos hadisparado —dijo Josh—. Una cosa essegura: quiere hacerse una idea de cómoestán las cartas.

—Supongo que tendremos queasistir a esa reunión, ¿eh? Parece que eseso o sentarnos aquí a esperar una bala«accidental».

—Supongo que sí. —Josh bajó lamirada para observar a su padre—.Volveré aquí en cuanto termine. Procura

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no morirte entretanto. —Bajó laintensidad de la lámpara del escritoriohasta conseguir un resplandor apagado ysalió de la habitación con la taza llenade sangre. Ham lo siguió—. No hagamosque el sheriff se sienta tentado dehacernos desaparecer a ambos —dijo—.Me gustaría que te quedaras fuera de laBiblioteca mientras yo entro a hablar,por si acaso esto es una emboscada. Yquiero que haya mucha gente a tualrededor. Gente suficiente para que nodesaparezcas sin que nadie lo note.

—¿Y de dónde se supone que voy asacar una multitud que se reúna en tornoa la Biblioteca Rosenberg después delas diez de la noche, Josh?

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—Usa tu encanto autóctono —dijoJosh con una sonrisa apretada. Caminó apaso enérgico hacia el cuarto de bañoque estaba al final del pasillo. Metió lacabeza en el barril de agua salada quehabía junto al lavabo. Notaba el aguamuy fría en las manchas de piel blancaque la sangre de Joe Tucker habíadejado en sus manos y en su frente.

—Diles que va a haber un desfile. AGalveston le gustan los desfiles. —Susonrisa se desvaneció—. No,pensándolo mejor, no lo hagas. Dilesque habrá medicinas —dijo Josh conlentitud. Se giró para mirar a Ham a losojos—. Diles que habrá medicinas, aguafresca y buena comida. Diles que los

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ricos han estado acaparándolas. Dilesque vamos a conseguir nuestra parte.

—¿Es cierto?—¿Quién sabe? —Josh se secó la

cara con la camisa y luego estudió sureflejo en el espejo. Su rostro era undesastre: quemaduras rojas mezcladascon piel blanca. Líneas de cansanciomarcadas alrededor de los ojos y laboca.

—Eso va a cabrear a mucha gente —dijo Ham, que no dejaba de sacudir lacabeza—. Incluso si eres más astuto queel sheriff Denton, esa promesa vas atener que cumplirla de alguna forma.

Joshua se encogió de hombros.—Podemos preocuparnos por eso

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más tarde —dijo—. Dejemos que esoscabrones jueguen con algo de miedo aperder dinero por una vez en su vida.

Ham se dirigió escaleras abajo,hacia donde Kyle Lanier estabaesperando. Josh se detuvo para echar unúltimo vistazo a su padre. Lassalpicaduras de la sangre de Sam Canecomenzaban a manchar la funda de laalmohada. Sangre de la nariz o de lasencías, era difícil decirlo. Si llegaba aldelirio en toda regla, seguido por elcoma y la muerte, no tardaría mucho. Enlas siguientes treinta y seis horas, supusoJoshua. Aguanta, As. Aguanta hasta elRío.

—¿Señor Cane? —dijo el ayudante

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del sheriff.—Ya voy —gritó Joshua. Caminó

con rapidez hacia el tablero de corcho yquitó el alfiler que sujetaba a lacucaracha. El bicho cayó al suelo, seestremeció y renqueó hasta ocultarsedebajo la cama.

Era un grupo bastante cómico el quesalió del Palacio del Obispo justo antesde las once de la noche: Josh y KyleLanier iban a la cabeza; después Ham,que hablaba en voz alta con seis o sieterefugiados que caminaban a su lado. Dosmilicianos más iban a la retaguardia.Josh tomó un desvío a través de lossuburbios, asegurando que necesitaba

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dejar algunas cosas de su maletínmédico en casa. Ham reunió a una buenamultitud una vez que llegaron a lavecindad en la que distintas piezas decoches estaban esparcidas por todossitios.

—¡Agua! ¡Agua fresca y medicinaspara vuestros enfermos! —gritó Hamcon entusiasmo.

—¡Nadie ha prometido nada! —espetó Kyle Lanier.

—Coño. —Ham se rascó lospliegues de su gordo cuello—. Debehaber un malentendido. Escuchad conatención —dijo en voz alta a la multitudque se reunía alrededor de ellos—. Elayudante del sheriff dice que estoy

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equivocado. Puede que el sheriff novaya a daros ninguna medicina, despuésde todo.

—Eso sí que es una puta sorpresa —dijo una voz desde las sombras.

—¿Así mejor? —preguntó Ham convoz inocente.

—¿Por qué no te limitas a cerrar tugorda bocaza? —dijo el ayudante.

La cháchara de la multitud se acalló.El silencio se cernió a su alrededormientras caminaban a lo largo de lacalle oscura. Ambos milicianos teníanlas manos en la culata de sus pistolas.

—Vamos, hombre —dijo Ham condocilidad—. No hay ninguna necesidadde ser grosero.

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Fue el ayudante del sheriff quiendejó de hablar. Un buen movimiento.Josh estaba seguro de que todavía teníaenemigos a este lado de Broadway; HamMather no tenía otra cosa que amigos.Los chavales negros que salían con Hamse unieron a la procesión, junto a losmexicanos, que llevaban velas mágicasy crucifijos. Los trabajadores del muellesalieron de los bares en los que sehabían estado tomando un respiro paraver qué demonios estaba tramando Ham.No muy lejos las oficinas de laComparsa de la Solidaridad, en laBiblioteca Rosenberg, un puñado de suscolaboradores se unieron a las filas,todavía con los monos de la Compañía

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de Gas. En el momento en que llegaron ala Biblioteca, la muchedumbre de Hamhabía crecido hasta convertirse en másde un centenar de personas. Más de lasque vinieron a nuestro juicio, pensóJosh, aunque aquella otra multitud ibaconsiderablemente mejor vestida.

Josh se detuvo frente a las puertasprincipales de la Biblioteca.

—Ayudante, Ham se quedará aquí, sino le importa. Yo entraré y hablaré conel sheriff.

—¿Espera una emboscada? JoshuaCane, debería aprender a confiar unpoco en los demás —dijo el ayudantedel sheriff.

—Puede que mañana.

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Kyle se encogió de hombros y sedirigió a Ham.

—¿Seguro que quieres quedarteaquí? Hay que establecer algunosacuerdos. A juzgar por lo que he visto,si yo estuviera en tu lugar no estaría muyseguro de poder confiar en que el señorCane velara por mis intereses.

—Gracias por tu preocupación.Estoy muy a gusto aquí. ¿Josh? —dijoHam a la ligera—. ¿Unas palabritasantes de entrar? —Josh miró a Kyle, queasintió. El brazo de Ham se colocócomo un neumático de tractor sobre sushombros mientras caminaban unoscuantos pasos a un lado—. Traiciónanosy usaré tus cojones para engrasar

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motores —murmuró el hombretón—. Aver si vas a entrar ahí y vas a dejar quetodos esos Ford y Denton se te suban ala cabeza ahora.

Josh bajó la vista hacia losescalones de mármol de la Biblioteca.

—¿De verdad crees que esnecesario decir eso?

Josh se permitió creer que habíavisto un fogonazo de vergüenza en elrostro de Ham.

—Solo ve y juega tus cartas. Perohazlo rápido, si puedes. Conozco a unoscuantos de estos chicos, pero no a todos.He notado que hay más de uno o doscolegas preparándose, si sabes a qué merefiero. Con lo loco, enfermo y

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hambriento que está todo el mundo, noquerrás mantener a una multitud comoesta por aquí sin nada que hacer salvojugar con sus armas.

—Querrás decir jugar con susherramientas protegidasconstitucionalmente…

—Vete a tomar por culo.Josh se unió de nuevo a Kyle Lanier

y juntos caminaron hacia las puertas dela Biblioteca. Tras ellos, Ham elevó lavoz para dirigirse a la multitud:

—Josh va a hablar con el sheriffpara conseguir agua pura, medicinas ytodo eso. Permanezcamos en calma y deforma amistosa. Las Comparsas saben loque es justo. Estoy seguro de que

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podemos confiar en que los Dentoncumplan con su deber —dijo.

Josh sonrió en el interior. «Estoyseguro de que podemos confiar en losDenton» era una frase que todo isleñocomprendería muy bien.

—Vaya, señor Cane —dijo el sheriffcuando Kyle condujo a Josh hasta la salade conferencias de la Comparsa de laSolidaridad—. Todo el mundo está aquíya, salvo Randall. Estamos a punto deempezar.

A pesar de que habían pasado variashoras desde el ocaso, el sheriff Dentontodavía llevaba gafas de sol oscuras.Algún medicamento debía de haberleprovocado fotosensibilidad, pensó Josh.

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Los delegados estaban sentadosalrededor de una enorme mesa demadera de cerezo con forma de píldorade Tylenol. El huracán había hechopedazos la ventana que había al fondode la habitación y hacía más calor delque debería, a pesar del ventilador detecho que giraba en lo alto. Laslámparas de gas siseaban en la periferiade la estancia, con lo que las demássillas quedaban en las sombras. Elsheriff se puso en pie —no condemasiada facilidad, su artritis debía deestar molestándolo— y presentó a Josh alos representantes de varias Comparsas:Horace Lemon, en representación de laComparsa de la Solidaridad, con su

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rostro negro lleno de arrugas y decansancio; el Comodoro Travis Perry,de Thalassar, un hombre curtido por elviento y el sol que estaba en loscuarenta.

—Con Ellen Geary enferma, seráMaría Gómez quien hable enrepresentación de la Comparsa de Venus—dijo el sheriff. Hizo una pausa paratoser. La tos era más profunda yproductiva de lo que lo había sido laúltima vez que Josh lo viera.

—¿Es que la señora Geary tienefiebre? —le preguntó Josh a la señoraGómez.

—Sí.—¿Diarreas, vómitos?

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La señora Gómez lo miró. Depronto, recordó haberla visto en eljuicio, sentada junto al pasillo de latercera fila.

—La señora Geary ya tiene unmédico —dijo con frialdad.

Mala jugada.—Por supuesto, discúlpeme. Llevo

viendo pacientes todo el día. Laspreguntas me salen solas.

—¿Es usted médico, entonces? Meparece recordar que usted dijo que noera más que un boticario.

Josh respondió:—Soy todo lo que tiene la gente

pobre.—Si quiere llamarla «gente»… —

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dijo Randall Denton, que acababa deentrar—. La chusma de ahí fuera parecetiñosa pero llena de energía. Travis,Horace —dijo con un asentimiento decabeza.

Incluso a las once de la noche, teníaun aspecto inmaculado con suspantalones rectos, una camisa de colorarena y un pañuelo estampado con pecesde colores. En realidad, Josh habíapensado en tomar prestada una de lascamisas de Randall para ponérsela enaquella reunión; ahora se sentíaagradecido por haber decidido nohacerlo. Estaban confeccionadas segúnla talla del hombre, demasiado a sumedida para que le quedaran bien, y

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habría tenido el aspecto de un sirvienteal que habían pillado hurtando en elarmario de su amo. Su sencilla camisade algodón, manchada con gotas desangre que había sido incapaz de quitar,al menos le daba cierta seriedad moral.

Randall tomó la mano de larepresentante de la Comparsa de Venus yla besó con una escrupulosa falta desinceridad.

—Señora Gómez, siempre es unplacer.

Ella retiró la mano y se la limpióbrevemente en el vestido. Josh sonriópara sus adentros. Un cante muyesclarecedor, sí señor. Debíaaprovechar cualquier aversión hacia los

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Denton en su propio beneficio.—A propósito —dijo Randall

Denton—, no creo que Jim Ford venga.Ha estado algo indispuesto, y debido alo tardío de la hora, se mostró deacuerdo en que sería mejor quedarse encasa.

Lo que significaba que, con SloaneGardner bajo custodia, solo hablaríanlos Denton en representación de laComparsa de Momus. Con cada segundoque pasaba, quedaba más y más claroque Josh había colocado a los Denton enla mano correcta: el sheriff trataba dehacerse con el vacío de poder que habíadejado la muerte de Jane Gardner.

—¿Vamos a esperar a algún

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Arlequín? —preguntó Randall.—No invité a los Arlequines —dijo

Jeremiah. Volvió a sentarse conmuchísimas dificultades en su silla—.Sabemos qué es lo que quieren. Tienenparte de culpa en lo que nos ha ocurrido.

La artritis del sheriff parecía haberempeorado bastante; tenía lasarticulaciones rígidas y doloridas. Alpensar de nuevo en las gafas de soloscuras, Joshua se preguntó si el sheriffestaría tomando milenrama. A menudo larecetaba para los resfriados y las gripes,ya que ayudaba a bajar la fiebre y teníaun leve componente antiinflamatorio,pero en ocasiones los pacientes sequejaban de que hacía que sus ojos

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fueran muy sensibles a la luz. La tos delsheriff era muy mala, ronca, húmeda yprolongada. A juzgar por las manchas decolor en sus mejillas, también teníafiebre.

Tiene neumonía.Josh se quedó atónito al darse

cuenta. Se preguntó qué utilidad podríadarle a aquella carta inesperada. Elruido de las risas llegó desde la calle,más abajo. Por lo menos, hasta elmomento, la multitud de Ham estaba debuen humor.

—Kyle, levanta el acta —dijoJeremiah Denton.

Su ayudante asintió. Horace Lemondeslizó un taco de papeles a través de la

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mesa, y también un bote de tinta y unapluma. El sheriff Denton tosió uninstante en su puño y luego tomó unasonora bocanada de aire.

Neumonía, sin duda alguna.—Damas y caballeros, gracias por

venir. He convocado esta reunión paraque todos ustedes puedan despedirme.Los delegados parpadearon, perplejos.—¿Cómo?— dijo María Gómez. Elsheriff se encogió de hombros. —Enestos momentos, no soy un hombre muypopular. Ahora que Jane Gardner nos haabandonado, alguien tiene queencargarse de dirigir la isla. Lo heintentado, pero no me he ganado muchosamigos, sobre todo al otro lado de

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Brodway. Los pobres siempre son losque más sufren con cualquier catástrofe,y los amigos del señor Cane y el señorMather son particularmente propensos adesconfiar de mí.

Yo siento lo mismo, pensó Joshua,pero mantuvo la boca cerrada, tal ycomo le había enseñado su padre, y tratóde no dar ningún cante.

—Además está la cuestión de losminotauros y los carnavaleros —continuó el sheriff—. Los quiero fuerade esta isla. Creo firmemente que sicarecemos de la fuerza de voluntadsuficiente para echarlos de Galveston,dentro de uno o dos años no quedaránada de la ciudad que podamos

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reconocer por su nombre. —El sheriff seencogió de hombros. Parecía muy viejo—. Pero a aquellos demasiado jóvenespara recordar el 2004, lo que hago lesparece inhumano. No solo estoyalentando a los carnavaleros a que semarchen. Mis hombres tienen órdenes dedispararles en defensa propia. Esa no esuna política agradable. Necesito poderpara respaldarla. Y eso es lo que estoypidiendo esta noche. —Se inclinó haciadelante y colocó las manos sobre lamesa, de modo que su chaqueta rozabasobre la superficie—. Podemos esperara que los minotauros nos atrapen uno auno, o peor aún, esperar a convertirnosnosotros mismos en monstruos. Es una

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posibilidad. —El sheriff miró alrededorde la mesa—. Y si este concilio decideque estamos mejor como hermanos delos dragones y compañeros de losbúhos, que así sea. Yo me retiraré. Talvez abandone la isla. Pero si ustedesdeciden que la humanidad es algo por loque merece la pena luchar, entoncesdenme su respaldo.

Josh se incorporó.—¿Para qué estoy aquí exactamente,

sheriff? Comprendo que necesite lapotestad de estos otros miembroshonorables, pero…

El sheriff Denton tosió.—Para serte franco, Josh, es

necesario que todos trabajemos juntos

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en estos días siniestros. Necesito quealguien hable con los pobres, con losrefugiados, con la gente que se hareunido en el Palacio del Obispo enrespuesta a la invitación de Sloane. Noquiero que se produzca una guerra civil.Quiero incluir a esa gente.

—¿Por qué yo?—Tú eres su médico. El señor

Mather es tu amigo. Y vosotros dos,vamos a ser sinceros, tenéis buenasrazones para echarme a la chusmaencima. Si estuvieseis dispuestos aapoyar a la milicia, creo que la gente sedaría cuenta de que eso es lo correcto.

—Y, después de todo —agregó Josh—, la Comparsa de Momus siempre ha

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estado al mando. Y sin Jim Ford aquí, ycon Jane Gardner muerta y SloaneGardner arrestada… bueno, los Dentonson la Comparsa de Momus, ¿no escierto? Lo que me recuerda que debopreguntarle, es decir, preguntarle denuevo, ¿por qué ha arrestado a laseñorita Gardner?

—Mis hombres la llevaron a casa —dijo Jeremiah—. Ashton Villa es suhogar, señor Cane. No hay razón paraque estuviera en casa de Randall.

—Y tampoco ninguna razón parainvitar a cada chucho de las calles arevolcarse entre mis sábanas —añadióRandall.

—Qué considerado de su parte —

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dijo Josh.Kyle Lanier levantó la vista de sus

notas.—No se haga el graciosillo, Cane.—Sin embargo, ya que estamos

siendo sinceros —dijo Josh con lentitud—, ciertamente albergo algo de rencorpor su oficina, sheriff. Tiene algo quever con que casi me reventaran apatadas y con que me acusaran de uncrimen que no había cometido, con laayuda de pruebas amañadas.

El sheriff se encogió de hombros.—Siempre se cometen errores. Me

entristece reconocerlo, pero tengo queadmitirlo.

—¿Y qué pasa si le digo que eso no

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es suficiente? —preguntó Josh—. ¿Quéocurriría si decido poner a prueba lajusticia de Galveston? ¿Qué pasaría sidigo que estoy dispuesto a apoyar lamilicia pero solo si el hijo de puta queamañó las pruebas que había contra mí ycontra Ham es arrestado y encerrado enla cárcel?

Se hizo un largo silencio. Josh deseópoder ver tras lo que ocurría tras lasgafas oscuras del sheriff.

—Bueno, entonces —dijo el sheriffcon calma—, podríamos iniciar unainvestigación con tus cargos sobreagresión y falsas evidencias. —Hizo unapausa—. Pondríamos todos nuestrosesfuerzos en determinar quién es el

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culpable, y ese culpable sería castigado—dijo.

La pluma de Kyle Lanier dejó demoverse sobre la hoja de papel de arroz.El ayudante levantó la vista,entrecerrando los ojos de su feo rostro.

—Soy un gran amante de la justicia—dijo Josh.

Randall Denton se echó a reír.—¿Sería capaz de patrocinar mi

entrada en la Comparsa de Momus? —preguntó Josh—. Tengo que advertirleque no tengo los honorarios necesarios,no en este momento, al menos.

—En épocas como esta, los méritosvalen más que el dinero —dijo elsheriff. Incorrecto. El mérito no le

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comprará insulina, sheriff. Josh fruncióel ceño—. ¿Y qué ocurriría si digo queno? ¿Qué ocurriría si digo que aquí elsheriff Denton le disparó a la Reclusa, ala misma Odessa Gibbons cuyo legadoafirma defender? ¿Qué ocurriría si digoque el sheriff Denton fue el responsablede que me encerraran? —Josh le dirigióa Kyle Lanier una larga mirada y, acontinuación, se volvió hacia RandallDenton—. ¿Qué pasaría si digo que estehombre está fuera de control, que haalentado a la Comparsa de Momus a darfalso testimonio, a declarar por sí solala ley marcial y cometer asesinatos?¡Está denigrando el apellido Denton!

—Si es que tal cosa es posible —

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murmuró María Gómez. El sheriffDenton se levantó de golpe de su silla—. ¿Acaso cree que puede venir aquícon la camisa sucia y salir ofreciéndolea Randall mi dinero y a Kyle mi trabajo?—Trató de recuperar la compostura—.Hijo, ha alcanzado los límites de laimpertinencia. Lo he traído aquí con unapropuesta honesta en su propio bien.Todos los que están alrededor de estamesa lo saben. Pero no crea que puedehacerse el duro conmigo. No tiene lascartas necesarias. Culpable o inocente,fue sentenciado al exilio de esta Isla, ypuedo arrestarlo en este mismo instantepor haber puesto un pie en Galveston denuevo.

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—No se atrevería —dijo Josh. Elsheriff lo miró a los ojos.

—Póngame a prueba.María Gómez se aclaró la garganta.—¿De verdad cree que la magia va a

desaparecer? —dijo para sorpresa detodos—. Ahora que la Reclusa no está,se supone que funciona en las personas.Yo… —Se detuvo y observó al sheriff—. Eso he oído, por lo menos.

¡Ja!, pensó Joshua. Me pregunto quéha visto la representante de laComparsa de Venus. Se miró las manos,que todavía estaban milagrosamenteblancas allí donde había caído la sangrede Joe Tucker.

María Gómez siguió con sus

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reflexiones.—Una vez que la magia comienza a

funcionar en las personas, nadie puedeenviarla de vuelta a las Comparsas enausencia de la señorita Odessa.

Travis Perry se levantó.—Un barco tendrá el mismo efecto

que la magia de la Reclusa a la hora desacar a alguien de la isla.

—Sin embargo, ya que hablamos dela señorita Odessa —dijo HoraceLemon—, la Comparsa de laSolidaridad al menos querría saberalgunos detalles más sobre su muerte,señor Denton.

—La señorita Gibbons era una grandama —dijo el sheriff Denton—. A

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pesar de que en los últimos tiemposhabía empezado a abusar gravemente desus poderes, nunca olvidamos lo quehizo para salvar esta isla. En el 2004,fueron Jane Gardner y Odessa Gibbonsquienes nos demostraron que para viviren libertad debíamos luchar contra lamagia hasta el último aliento… —Elsheriff Denton se detuvo, tosió, sacó unpañuelo con lentitud del bolsillodelantero de su chaqueta y tosió sobre élcon más fuerza; una oleada de largos yestremecedores espasmos. Cuando pudorespirar por fin, dobló el pañuelo conpulcritud y volvió a guardárselo en elbolsillo—. Esto no tiene nada que vercon la humanidad de los carnavaleros —

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dijo—, sino con la nuestra. Una vez quese ha admitido que algo con elcaparazón de un cangrejo o con el rostrode una serpiente es humano, la cosa nose detendrá ahí. ¿Por qué no casarse conellos? ¿Por qué no parir sus hijos? —preguntó el sheriff. Su rostro estabacontraído por la furia tras las gafasoscuras—. ¿Dejaréis que la raza humanadesaparezca de la tierra? Puede queDarwin tuviera razón y que no seamosotra cosa que un extraño tipo de mono.¿Es eso lo que queréis? ¿Queréis queabdiquemos de nuestra posición desoberanía sobre la tierra, una posiciónque nos fue confiada por DiosTodopoderoso? «La palabra “deber” es

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la más sublime de nuestro idioma.Cumple con tu deber en todas las cosas.No puedes hacer más. No deberías hacermenos», dijo Robert E. Lee.

—El sheriff Denton deslizó lamirada alrededor de la mesa escudadotras las gafas de sol. —Yo sostengo quetenemos un deber que cumplir.

—Sí, ha estado muy acertado al citaral General Lee —dijo Josh muydespacio—. Tenemos una guerra civil enGalveston. Otra vez. Y, al igual que laprimera, el puro e inmaculado Sur debeprotegerse de los monstruos inmundos,infrahumanos y… —Aquí, Josh clavó lavista en el consumido rostro negro deHorace Lemon—… manifiestamente

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inferiores.La gente se removió con

incomodidad alrededor de la mesa. Losojos de Lemon se clavaron en Joshdurante un buen rato para desviarsedespués hacia el sheriff.

—Los carnavaleros no solo son deun color diferente —dijo el sheriffDenton—. No son humanos. La magia noes algo sin discernimiento, como lasmanchas solares o la radiación. Cambiael carácter de la gente, al igual que suscuerpos.

—Y también la cerveza —dijoJoshua—. Y el whisky. Por no hablar delfanatismo. Vincent Tranh yace hoy en lasegunda planta de la casa del señor

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Denton. —Josh miró a Travis Perry, elsegundo (¿o era el tercero?) Capitán deThalassar desde que Vince se habíaunido a las Comparsas—. Está enfermode malaria, un parásito genuinamentehumano que parece haberse apoderadode su hígado. Tiene un largo bigotecomo el de una gamba, y su piel hacambiado de color. Podéis afirmar quees un excéntrico, o un loco, por haberpasado los últimos trece años atrapadoen el Mardi Gras. Pero ¿acaso a mí meparece menos humano que un pacientecon Alzheimer avanzado? No, conservamás de sí mismo que ellos. Y podríaafirmar que físicamente no ha sufridomás cambios que la Gran Duquesa en

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los días anteriores a su muerte.No más que Sam Cane, con un solo

ojo y con delirios, que ardía en la camade la infancia de Randall Denton. Susangre medio digerida manaba de suboca para manchar las carísimassábanas de Randall. Ahí está tusimulacro de civilización, pensó Joshua,todo al descubierto en un instante.

Por un momento, sintió que su rostroempezaba a disolverse entre el pánico,el agotamiento y la desesperación.Disciplinó sus rasgos. Nada de cantes.Ahora no.

—No puede pedirnos que creamosque los Hombres Langostino son tanhumanos como usted o yo —dijo Travis

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Perry.—El Diablo puede recitar las

Escrituras según su conveniencia —dijoel sheriff Denton—. Pero dígame,muchacho, ¿de verdad es tan benévolocon los carnavaleros? ¿Realmente estátan ansioso porque venga la magia? Sicree que eso lo vengará, está muyequivocado. Lo he visto antes,jovencito. Soy lo bastante viejo comopara recordar el Diluvio, y créamecuando le digo que los pobres y losenfermos serán los primeros y lospeores.

Josh se echó a reír. —¿Yo? ¿Ansiosopor la magia? Sheriff, no me conoce muybien—. Josh echó su silla hacia atrás y

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se levantó. Caminó hacia la ventana yapartó las cortinas. En aquel momento,había una buena multitud reunidaalrededor de la Biblioteca Rosenbergcompuesta por curiosos y ociosos, porgente sin hogar y por enfermos, suspacientes y los amigos de Ham. Si loscarnavaleros se atrevían a mostrarse,serían parte de aquella Comparsa dedescastados. Su padre también, sisobrevivía. Alguien en la muchedumbreatisbó su silueta y un rugido atravesó elgentío. Las cabezas se giraron y lasmanos lo señalaron.

—¿Ha escuchado eso, sheriff? —Josh volvió la cabeza para enfrentarse alos antiguos poderes de Galveston—.

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Ahí afuera están los proscritos, losexiliados, los don nadie a los que nadiequiere —dijo—. Y mucho menos yo.Tiene razón a ese respecto, sheriff. Parami vergüenza. —Josh recordó de nuevoel repugnante momento en quecomprendió que los ciudadanos deGalveston no pensaban mejor de él queél de ellos—. «Tienes que jugar lascartas que te tocan», me dijo mi padreuna vez. No sé cuántas veces he oído esafrase sin saber ni una sola vez lo quesignificaba de verdad. —Señaló laventana—. Bien, damas y caballeros,esas son mis cartas.

Los delegados se quedaronmirándolo sin comprender.

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—Amanece una nueva era enGalveston —dijo Josh—. Nuevasreglas. Nuevos poderes. Y una nuevaComparsa. La Comparsa de losDescastados. La Comparsa de losDescastados —repitió—. Por supuesto,en realidad yo no soy un miembro. Mehan dado un montón de oportunidadespara unirme a ellos en los últimos treceaños. Las rechacé todas. Porque nopodía soportar tener que aceptar queesas eran las cartas que me habíantocado.

—¿Todo esto conduce a algunaparte? —preguntó Randall Denton.

—Sheriff, ningún hombre en esta islaodia la magia más que yo. —Joshua se

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separó de la ventana—. Odio las nuevasenfermedades. Odio tener que usaramuletos y hierbajos en lugar deantibióticos y vacunas. Si estuviéramosen 2004, estaría en las calles con usted,disparando a cualquier carnavalero queme ordenara. Pero no estamos en 2004—dijo Josh. Levantó las manos,salpicadas con la sangre milagrosa deJoe Tucker—. La magia llega, llega y nodeja de llegar, y ya no hay nada quepueda detenerla. —Josh se inclinó sobrela mesa junto al sheriff Denton—. Esasson nuestras cartas, sheriff. Eso es loque nos ha repartido la vida en estaépoca. Y lo único que podemos hacer esjugarlas lo mejor que podamos.

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Jeremiah Denton ya no olía a polvosde talco y a ropa recién planchada,como en la sala de interrogatorios.Ahora olía a humedad y a sal. No habíadormido suficiente, ni había tenidotiempo para cambiarse antes de laconferencia.

—¿Me encantaría unirme a laComparsa de Momus? —preguntó Josh—. Usted sabe que sí. ¿Me gustaría vercómo sacrifica al ayudante Lanier queestá ahí y lo envía a pudrirse en prisión?Joder, ni se imagina cuánto. Hace dossemanas habría aceptado su oferta alinstante, señor. Pero ahora no. Y noporque sea benévolo con loscarnavaleros —dijo Josh—. No porque

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esté medio embobado con la magia.Sloane sí, en eso tiene razón. Pero yono. Sin embargo, la magia ahora está portodos sitios. Esas son las cartas. Dejarque usted ande por ahí los próximosmeses intentando hacer que desaparezcacon balas, dejar que Jeremiah Dentondecida quién es humano y quién no…Eso sería una auténtica locura. —Joshmeneó la cabeza—. Me duele rechazarsu encantador soborno, pero laComparsa de los Descastados vota queno, señor. Votamos por destituirlo de sucargo. Y espero que cualquier otraComparsa con un poco de sentido comúnhaga lo mismo.

El sheriff tosió.

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—No existe la Comparsa de losDescastados, Josh Cane. No eres nada.Tu familia no ha sido nada desde que osenfrentasteis a los Denton hace treceaños. —Tosió de nuevo, con más fuerza—. Haré que lo arresten. Kyle, arresta…

Otra oleada de toses lo sacudió, ydespués otra, y otra. Se inclinó haciadelante debido al ataque y sus gafascayeron sobre la mesa. Los demásdelegados se quedaron con la bocaabierta.

Los ojos del sheriff Denton eranlisos estanques de agua del Golfo,verdes y oscuros, sin pupila niesclerótica.

—Madre de Dios —susurró María

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Gómez—. Ha saltado a las Comparsas.Era como si el sheriff estuviese

lleno de agua de mar, pensó Joshhorrorizado. No era de extrañar quetosiera sin cesar. Se estaba ahogandopor dentro.

—¿Dónde están vuestros principios?—rugió Jeremiah Denton. Otra tos losacudió, y un tenue olor salobre searremolinó en la estancia—. Randall,¿dónde esta tu sentido del deber hacia lafamilia?

Randall observó los terribles ojosde agua de mar de su tío y, acontinuación, le hizo a Kyle Lanier unsutil gesto con la cabeza. Kyle se abriópaso alrededor de la mesa. En el último

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momento, el sheriff lo vio venir yforcejeó para sacar el arma que llevabaa la cintura. Kyle le agarró la muñeca.

—Coloque las manos sobre la mesapor delante de usted, señor —dijo elayudante. El sheriff miró las manos deKyle como si fueran serpientes decascabel.

—¡Judas! Kyle retorció el brazo delsheriff hasta colocarlo a su espalda, ledio un codazo en la parte trasera de lacabeza y colocó al anciano cabeza abajosobre la mesa de conferencias.

—¿Creía que iba a venderme? —siseó—. Le enseñaré quién manda aquí,maldito cabrón difamador. —Le retorcióel brazo con más fuerza. Un grito

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estrangulado borboteó desde la gargantadel sheriff Denton, seguido por unaoleada de esputo salado.

—Bueno… ¿Ayudante? Un poco dedecoro, haga el favor —dijo RandallDenton. El sheriff Denton tosió yexpulsó otra débil oleada de flemaacuosa sobre la mesa. Kyle respiróhondo.

—Sí, señor —dijo con su serena vozde oficial—. Me lo llevaré de aquí —añadió.

—Ayudante, ¿por qué lo arresta? —preguntó Horace Lemon con tono desorpresa. Kyle observó al hombre conun semblante inexpresivo.

—Por asesinato —dijo Joshua—.

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Por el asesinato de Odessa Gibbons.—Y por el confinamiento de Sloane

Gardner en contra de su voluntad —añadió Kyle.

Joshua descubrió que sudabaprofusamente. Demasiado para mantenersu cara de póquer.

—¿Por amañar pruebas —dijo— ennuestro juicio? ¿El cabello que afirmóhaber encontrado en el barco de Ham?—Se humedeció los labios—. No tienesentido seguir protegiéndolo ahora, ¿noes cierto, ayudante Lanier?

—Eso estuvo mal —dijo KyleLanier—. Se lo dije, pero no quisohacerme caso. María Gómez juró por lobajo una y otra vez en español. Josh

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contempló cómo Kyle Lanier esposaba asu jefe. En los cuentos que le habíacontado su madre a la hora de irse a lacama, hacía mucho tiempo, siempretriunfaba la justicia; los malos morían ylos hombres con sombrero blancotriunfaban. Pero el póquer era un juegode hombres, le había dicho su padre,porque no era justo. En la vida real nohabía justicia alguna. Diez días atrás,Kyle Lanier había dado patadas a Joshhasta dejarlo casi sin sentido mientrasyacía esposado en una silla, incapaz dedefenderse. Josh bajó la vista al suelo.El ayudante llevaba el mismo par debotas brillantes. Ahora, según lo quesabía Josh, podría pasar los siguientes

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treinta años enfrentándose a Kyle Lanier,ciudadano prominente. Kyle Lanier,defensor de la paz. Josh sonrío consorna. Estaba claro, las cosas nopodrían ponerse mejor.

El sheriff no dejaba de toser. MaríaGómez seguía alternando la mirada entreel charco embarrado de agua de mar quehabía sobre la mesa de conferencias ylos vacíos ojos verdes de JeremiahDenton.

—¿Pero por qué? —susurró—. Si yase había unido a las Comparsas, ¿cómoha podido decir todas esas cosas sobrelimpiar la isla?

Fuera, Josh estaba seguro, Ham y sumuchedumbre de matones se estarían

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impacientando, contando chistesvulgares para pasar el tiempo, omintiendo acerca de lo mucho quepodían beber. Haciendo todas las cosasque Josh siempre había despreciado.

—En algunas ocasiones —dijo muydespacio—, creo que aquello que másodias es en lo que temes convertirte.

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T5.5 El Río

an pronto como Kyle Laniervolvió a Ashton Villa paraliberar a Sloane de su arrestodomiciliario, la mujer corrió

hasta Playa Stewart en busca de Scarlet.Una vez allí, descubrió que el muro demadera que separaba la ciudad delparque de atracciones habíadesaparecido, destrozado por latormenta. La cabina de las entradastambién había desaparecido. Más alládel Espigón, donde Momus habíaestablecido su corte entre mercachifles y

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juerguistas, apenas quedaban siquieraescombros. El huracán había dejado laplaya limpia, sin otra cosa que la arenay el ronco murmullo de las olas. ElAuténtico Laberinto Humano se habíadesvanecido, y los puestecillos sehabían evaporado. Cada caseta de losvendedores ambulantes y cada luzparpadeante, cada tablero y cada barrade maquillaje, había salido volando y sehabía dispersado a lo largo y ancho dela isla, o había sido engullida por elmar.

Sloane volvió a subir desde la playapara quedarse de pie en el Bulevar delEspigón bajo una luna menguante, con lacalidez de la noche envolviéndola como

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un chal. El sudor le humedecía elflequillo. Estaba, literalmente, enfermade miedo. Sus pensamientos comenzarona dispersarse ante el pánico, pero semordió los labios hasta que el dolor leaclaró las ideas. Eres una Gardner.Compórtate como tal.

Había sido mucho más fácil serMalicia. Dolía demasiado como paraque le importara una mierda.

Se apartó el cabello mojado de lacara. Muy bien, pues; tendría quepatearse las calles, desde las callejuelasa las avenidas, como otra mujerdesolada más que buscara a un serquerido perdido durante la tormenta. Almenos después de pasar tres días con

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este mismo traje, eso es lo que parezco,pensó. Los restos del naufragioescudriñando entre los desechos delbarco.

Durante las siguientes tres horascaminó por las calles de Galveston sindejar de gritar el nombre de Scarlet,pero la niña no respondió, y nadieparecía haberla visto. Al final, regresóal Espigón y caminó hacia laintersección de la Vigésimo TerceraAvenida, donde debería haber estado elSalón de Bali. El restaurante habíadesaparecido, y todo rastro de Odessacon él. Incluso el muelle había sidoarrancado y esparcido por el mar. Soloquedaban dos postes llenos de costras

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de percebes, torcidos y solitarios comolos últimos dientes en la boca de unabruja. El mar se rizaba, siniestro, a sualrededor. El Golfo había reclamado elcuerpo de Odessa con la mismainfalibilidad que había tomado lamuñeca del sheriff Denton; allí ya noquedaba nada de su madrina a lo queSloane pudiera aferrarse. Trató decerrar los ojos para detener losrecuerdos de Odessa con un tiro en lagarganta y la sangre salpicando toda lacocina. Siempre había sidoparticularmente escrupulosa a la hora demantener esa cocina limpia. La sangre lollenaba todo y no había tiempo delimpiarlo.

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«Como verás, cuando alguienempieza a hacer agua, es muy difícilponerle un parche».

Sloane permaneció de pie en elEspigón y lloró.

Al final, las lágrimas se secaron.Recordó cómo era yacer en la hamacade Odessa, el sonido de su máquina decoser cuando se detenía y volvía aponerse en marcha mientras lascontraventanas crujían y se sacudíanbajo la brisa del Golfo. Bueno, genial,otra persona a la que le he fallado. Yadebería estar acostumbrada. Esbozóuna sonrisa torcida al recordar cómomeneaba su madrina la cabeza sobre unvaso de Dr. Pepper. Tratas con todas

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tus fuerzas de ser una buena chica, ¿noes cierto, Sloane? Como si eso fuera asalvarte.

Sloane respiró hondo, volvió laespalda a todo lo que quedaba del Salónde Bali y emprendió el camino deregreso a casa. O Scarlet estaba muerta,o bien escondida… O, quizás, soloquizás, estuviera esperándola en algunaparte. Sloane tenía la intención deregresar al Palacio del Obispo, donde sesuponía que debía cuidar a susrefugiados. Frenó en seco, descalza enmedio de Broadway en esa hora negraque deja bastante atrás a la media nochepero que queda muy lejos del amanecer.La idea de entrar dando traspiés en el

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Palacio del Obispo con el fin de dormirtan solo tres horas y que después ladespertaran antes de que cantara el gallopara que se enfrentara a las quejas delos carnavaleros del piso superior, paraayudar con el desayuno, para darórdenes a la señora Sherbourne y aAlice Mather… era difícil de soportar.Le había fallado a su madre, a Odessa yahora también a Scarlet. No podríaafrontar más fracasos. Como unacobarde, se escabulló del Palacio,despreciándose por su propia debilidad,y se dirigió hacia Ashton Villa. Seescondería entre el lujo de la porcelanay la teca de su habitación mientras quefamilias enteras habían perdido sus

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hogares; al día siguiente por la mañanaelegiría un traje de su antiguo armariomientras que los hijos de Galvestonpodrían considerarse afortunados siconseguían unos harapos. Comorecompensa por haberles fallado atodos, dormiría esa noche en su propiacama de niña rica. Qué orgullosa habríaestado su madre.

Giró hacia el paseo de Ashton Villa.A través de una nube de lágrimas,Sloane vio la luz que parpadeaba en unade las ventanas de la fachada. Echó acorrer. Subió con estruendo lasescaleras del porche y escuchó lasdébiles notas de la música de un piano.Abrió la puerta delantera de golpe y

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corrió a través del vestíbulo hasta laHabitación Dorada. Allí se detuvo,jadeante entre sollozos, con la carahúmeda por las lágrimas.

La señorita Bettie, muerta hacíaochenta años pero sin nada en su aspectoque lo delatara, estaba sentada en elbanquillo frente al piano, tocando aChopin con más sentimiento quehabilidad. La gran belleza de Texasestaba resplandeciente con un vestido denoche beige y suficientes perlas paraahorcar a un elefante. Su piel,mortalmente pálida y luminosa, brillabacon un gélido resplandor, como siestuviera iluminada por la luz de la luna.

La única luz de la Habitación

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Dorada procedía de un pequeñocandelabro eléctrico que estabacolocado sobre el piano vertical. En elgran sillón que había al lado, yacía unaestatua donde no debería haber ninguna.Scarlet estaba sentada en el regazo de laestatua, retorciendo un mechón de sucabello rojo alrededor de uno de susdedos y bostezando de maneraprodigiosa, como un gato. MientrasSloane se quedaba inmóvil al otro ladode la habitación, los ojosimposiblemente verdes de Scarlet seabrieron y su boca se cerró de golpe amitad del bostezo. Saltó del regazo de laestatua, corrió a toda prisa y saltó hacialos brazos de Sloane. Se colgó como una

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lapa, con los codos, las rodillas y laspequeñas muñecas hundiéndose en lacarne de Sloane.

—¿Dónde estabas? —Quiso saber—. ¡Estábamos preocupados! Sloane laabrazó una y otra vez, meciéndola haciadelante y atrás con los ojos cerrados.Scarlet señaló a la señorita Bettie, quehabía dejado de tocar.

—Fui a la playa a buscar al abuelo,pero se había ido y la encontré a ella ensu lugar. Fue ella quien me trajo aquí.

—Por supuesto que sí —dijo elfantasma, que las miraba por encima deun par de anteojos de montura dorada—.Esta es mi casa, ¿dónde sino iba a ir?

—Le dispararon a Lianna —dijo

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Scarlet. Sloane la soltó en el suelo—.Me habrían disparado a mí también,pero fui demasiado rápida. Tenía muchomiedo. ¿Ella murió?

—Sí —dijo Sloane. La niñitaenroscó los brazos alrededor de lapierna de Sloane.

—Ya está, ya pasó —murmuróScarlet. Sloane reconoció su propio tonode voz—. Todo saldrá bien —dijo laniña con seriedad.

Sloane caminó despacio hacia laseñorita Bettie, que estaba al otro ladode la habitación. Al principio, solo teníaojos para el fantasma, pero después sedescubrió observando con más y másatención la estatua sentada en el sillón.

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La luz caía en destellos y esquirlasdesde el candelabro, poniendo derelieve las manos de mármol cruzadassobre el regazo de piedra de la mujer.Vestía un elegante traje hecho a medida,con falda de color antracita, chaquetagris y blusa blanca. Estaba leyendo unlibro de bolsillo que sujetaba lo bastantelejos como para que uno se diera cuentade que necesitaba gafas para leer peroque se creía demasiado joven parautilizarlas.

—Oh —dijo Sloane… un diminuto ydescorazonado jadeo. Era su madre, lapropia Jane Gardner, tan perfecta entodos los detalles como lo habían sidolas estatuas del Museo del Ferrocarril.

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Pero esta no era la mujer achacosa yenferma que Sloane había levantado desu silla de ruedas para bañarla osentarla en el aseo. Esta era JaneGardner en todo su esplendor. La piedraparecía tan viva en cada arruga de sublusa de algodón que Sloane sintió queen cualquier momento su madreescucharía un ruido y alzaría la mirada.Le sonreiría un instante, de maneraoficiosa, y atraería a Sloane para darleun minúsculo beso y decirle las tareasque debía hacer. Pero la estatua no alzóla mirada; no pasó la página; la blusablanca no se agitó con su respiración.

Sloane miró fijamente a la señoritaBettie.

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—¿Tú hiciste esto?—Me han hecho esa pregunta muy a

menudo estos días —dijo la señoritaBettie con cierta aspereza. Cuandosacudió la cabeza, sus perlas se agitaron—. No, por supuesto que no, niña. Tengomis talentos, pero esculpir no es uno deellos.

Sloane pensó otra vez en el viejohombre negro del Museo delFerrocarril, que primero leía superiódico, después estaba inclinadosobre el menú del restaurante y al finalhabía desaparecido. Si él había salido ala luz de un nuevo día en Galveston…

—¿Ella… volverá? —preguntóSloane.

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Al pensarlo, el terror la atravesócomo un cuchillo… junto con laesperanza. Su corazón estaba perdido enmedio de semejante confusión.

—¿Volverá a la vida de nuevo? Nolo sé —la señorita Bettie tocó un suaveacorde menor—. Pero Galveston hacaído bajo la magia por fin, ya lo sabes.La línea entre nuestra ciudad y el MardiGras no es la única que se está haciendoborrosa. —Tocó otra pequeña pieza enel piano y después bajó la cubierta delteclado y la cerró con dulzura sobre lasteclas—. Ven aquí, ¿quieres, querida?

Sin dejar de apretar con fuerza lamano de Scarlet, Sloane se aproximó alpiano donde la señorita Bettie estaba

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sentada, espléndidamente erguida. Parauna mujer que llevaba muerta casi unsiglo, tenía una postura maravillosa, sinduda.

—La escuela superior —dijo laseñorita Bettie, como si Sloane hubiesedicho en voz alta lo que pensaba—.Cuando yo era pequeña, nos pulían igualque a la plata de tu madre. ¡Ni teimaginas lo bien que se me dabaenderezar las esquinas de una sábana!Uno podía cortarse las espinillas conellas si se caía de la cama por lamañana. Siempre me gustó hacer micama. No puedes esperar que unadoncella de hotel cuadre bien lasesquinas. La pobre chica del Hotel Hyde

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Park se sintió tan mortificada cuando menegué a que hiciese mi cama que tuveque darle una enorme propina. Pero esono viene al caso. —La señorita Bettiedio uno golpecitos al banquillo delpiano, junto a ella—. Ven aquí, Sloane.

Sentarse junto a ella fue como abrirla puerta del congelador. Tomó losdedos de Sloane y les dio un suaveapretón. Su mano estaba tan fría como elhielo.

—¿Sabías que fallecí debido a lamisma enfermedad que tu madre? Ambasnos convertimos en piedra —dijo laseñorita Bettie, que miraba la estatua deJane Gardner con gran ternura y lástima.Scarlet había vuelto a subirse a su

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regazo de piedra—. No sé si fue lacasualidad o el destino. O tal vez algode desolación —añadió la señoritaBettie a la par que fruncía el ceño—. Yoiría a hacerme un chequeo, si estuvieraen tu lugar. Pero, tal vez, ambasestábamos oprimidas bajo la carga queviene con esta casa, con nuestraposición en la sociedad.

—¿Qué carga? —preguntó Sloane—. Siempre he oído que pasabas eltiempo bailando el vals alrededor deEuropa y atravesando el Sahara encamello.

—Eso fue en mi juventud —dijo laseñorita Bettie con una sonrisa—. ¡CieloSanto, menudos espectáculos daba

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entonces! A pesar de que una niña nonazca hermosa, un poco de personalidady una enorme fortuna personal puedenllevarla por el buen camino. —Sloanese echó a reír—. La juventud no es algomalo —continuó la señorita Bettie—.Probablemente, deberías haberdisfrutado más de la tuya mientrastuviste la oportunidad.

—Todavía no es demasiado tarde…La señorita Bettie la interrumpió y

sacudió una mano helada hacia Scarlet,que estaba subida sobre el cabello depiedra de Jane Gardner y no dejaba debalancear los pies de manera ociosa.

—Niña, bájate de la cabeza de tuabuela. Con un puchero, Scarlet se

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deslizó de nuevo al regazo de la estatua.—Momus se ha ido y Momus está portodos sitios— siguió la señorita Bettie.

—Hay un montón de cambios,Sloane. Un montón de trabajo que tienesque hacer. Cuando regresé de misexcursiones por África, descubrí que elinútil de mi hermano mayor habíamalgastado el dinero de papá y noshabía dejado a dos pasos de labeneficencia. ¡Ni te imaginas lo que noscostó mantener las apariencias despuésde eso! Pasé los últimos veinte años demi vida en esta ciudad. Regía un hostalpara mujeres enfermas. Por supuesto, enmi época no se alentaba a las damas aparticipar en la política. Una lástima.

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Me gusta creer que hubiese podidoevitar que los maceos tomaran nuestraisla y la convirtieran en una especie deAtlantic City barata —dijo la señoritaBettie con indignación.

—¿Podemos irnos a la cama? —dijoScarlet con un bostezo.

—Deber cívico. De eso es de lo queestoy hablando —dijo la señorita Bettie.Alzó la muñeca. Llevaba puesto elRolex de acero que la madre de Sloanele había dado a ella. La escarcha sehabía apoderado del cristal, de modoque Sloane apenas podía leer la hora:las tres y veintisiete de la madrugada—.He guardado esto para ti —añadió laseñorita Bettie y empezó a quitarse el

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reloj.—¡No! —gritó Sloane. El fantasma

la miró con desaprobación—. Quierodecir: no, gracias.

Sloane tenía la terrible sensación deque su madre estaba observándola, deque en cualquier momento la estatuagiraría su cabeza de mármol y laobservaría con esos ojos de piedra quepodían ver a través de ella y descubrirsus deseos.

—No puedo —dijo Sloane. Se habíaquedado sin respiración—. No puedo.No puedo hacerlo.

—No llores, niña —dijo la señoritaBettie con sequedad—. Recuerda quiéneres.

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—No soy nadie —gritó Sloane y dioun golpazo con la mano sobre el pianomientras las lágrimas se derramaban porsu rostro—. Jamás he sido alguien, entoda mi vida. Lo único que he sido es la«No Jane Gardner». La «No OdessaGibbons». —La respiración le salía aborbotones y agitaba sus hombros.Debía de tener un aspecto espantoso,pensó. La máscara de pestañas caducadade Lindsey no aguantaría aquello—. Porfavor —suplicó Sloane, demasiadoavergonzada como para enfrentarse a lagélida mirada de la señorita Bettie—,busca a otra persona. No estoy hechapara salvar esta isla. No estoy hechapara ser una princesa. Solo lograré

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decepcionarte.—Cuando llegue el momento, harás

lo que tengas que hacer.—¡No lo hice! —gritó Sloane—.

Huí. Ser la «No Jane Gardner» es todolo que sé hacer.

—Dentro de ti hay mucho más queeso —dijo la señorita Bettie. Estiró lamano bajo la barbilla de Sloane y alzósu rostro. El contacto de sus dedos eracomo hielo sobre la piel de la gargantade Sloane.

—Soy auxiliar administrativo —dijoSloane—. Bueno, supongo que mamásiempre será parte de mí. Pero…

Pero Odessa también era parte deella, con su risa de bruja y su amor por

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las ropas. También era Scarlet, yapuestos, o lo sería: dramática eimpetuosa. Y, por supuesto, era Malicia.Incluso cuando era la voluntariosa ydeferente Sloane, jamás había sido JaneGardner. Había sido su auxiliaradministrativo. Su trabajo consistía enmanejar a la gente: en halagar ypersuadir, en engatusar, transigir ydelegar, como había hecho con RandallDenton, con As y con Alice Mather.

—Oh —dijo Sloane.La señorita Bettie la miró a los ojos

con furia.Sloane se enfrentó a los viejos ojos

del fantasma.—Ayudaré en todo lo que pueda —

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dijo en voz baja—. Pero, a menos queseamos muy cuidadosos, ahora queJeremiah Denton ha muerto, cualquierade los dos, o bien Randall o bien yo,terminaremos dirigiendo la Comparsa deMomus. —Vio que la señorita Bettiecomenzaba a asentir—. Lo que noestaría mal, si no estuviera disponibleun candidato mucho mejor.

El fantasma frunció el ceño.—No hay nadie más apropiado que

tú, señorita Gardner.—Sí, claro que lo hay —dijo Sloane

—. Tú.—¿Ella? —dijo Scarlet desde el

sillón.—¿Yo? —inquirió la señorita Bettie.

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Dejó caer la mano de la barbilla deSloane.

—Pero ella está muerta —objetóScarlet.

—No parece que eso haya logradodetenerla. —Sloane se obligó a coger lagélida mano de la señorita Bettie—.¿Quién tendría más credibilidad queBettie Brown? Vaya, todavía se teconoce como la mujer más importante dela historia de la isla, incluso después dehaber estado… digamos, «indispuesta»durante ochenta años. Y piensa en lo quepodrías aportar a ese cargo. LaComparsa de Momus siempre ha sido ungrupo estirado. ¿Realmente crees quepodrá adaptarse a este milagroso nuevo

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mundo? ¿Con Jim, Randall y yodiscutiendo por estupideces a cadaminuto? ¡Pero tú…! Tú sabes más demagia que cualquiera de nosotros —dijoSloane de forma razonable—. De hecho,también vivías cuando no existía lamagia en absoluto.

La señorita Bettie contempló aSloane con ojos risueños durante unbuen rato.

—No creas que no me doy cuenta depor qué estás haciendo esto.

—El que yo no sea más que unacobarde no te convierte a ti en menosapta para el trabajo —dijo Sloane concalma. Se limpió los regueros delágrimas de la cara y vio las manchas de

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máscara de pestañas que habíanquedado en el dorso de su mano—.Incluso vives en Ashton Villa. Muyconveniente. Yo estaría encantada deecharte una mano. Si necesitaras unasecretaria, por ejemplo. Algunos de losotros miembros de la Comparsa sabenalgo más. Alguien, bueno…

—Respira —le advirtió la señoritaBettie.

—Eso, también. Me encantaráayudarte. —La comisura de la boca deSloane comenzó a curvarse en la sonrisaque una vez había creído que lepertenecía a Malicia, pero que en aquelmomento era sencillamente suya.

—Granuja. —La señorita Bettie

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toqueteó sus perlas y observó a Sloanecon renuente diversión—. Hay ciertaclase de descaro —dijo el fantasma—que encuentro difícil de desaprobar, pormás que debiera hacerlo. —La señoritaBettie dio unos golpecitos con los dedossobre el cristal congelado del Rolex—.Bueno —dijo—. Hmm. —Frunció elceño—. Hay algunas cosas que megustaría que se hicieran.

—Hay que hacer reparaciones.—Tu madre era una mujer excelente

—señaló la señorita Bettie—, pero algomás de elegancia no le habría venidomal.

—Debería sugerir…—No —la interrumpió el fantasma.

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Puso uno de sus dedos blancos como latiza delante de sus labios—. Me hastentado, Sloane Gardner. Eso essuficiente por esta noche. Ve a dormir.Meditaré un poco a solas.

—De verdad que eres la personaidónea para ese puesto —dijo Sloane.Se levantó y cogió a Scarlet del regazoinsensible de Jane Gardner. Su sonrisadesapareció. Todavía esperaba que sumadre pasara la página, que se levantarade la silla con un pequeño suspiro yfuera a hacer su trabajo. Sloane pensóque si no estuviese tan cansada, se lepartiría el corazón: por Jane, porOdessa, por As y por Josh. Por todas laspersonas de la isla de Galveston, en

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realidad, que vivían sus vidas sobre esafranja de arena hasta que la implacableola del Tiempo venía y se las llevaba.

—Todos tenemos que colaborar —dijo Sloane—. Todos tenemos queayudar. De otra forma, ¿quién podríasoportarlo? La señorita Bettie esbozóuna pequeña y triste sonrisa.

—Está claro que las cosas nopodrían ponerse mejor —dijo. Y acontinuación, después de un rato, seacercó para colocar su fría mano sobrela de Sloane—. Pero tampoco peor. Lavida es todo lo que tenemos, querida,con todas sus imperfecciones. —Miró asu alrededor para contemplar laHabitación Dorada, el piano vertical y

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el candelabro, los espejos de tres metrosy medio, el papel dorado de las paredesy los retratos de ella misma junto alemperador de Austria—. ¡Señor, cómoadoraba la vida! —Exclamó la señoritaBettie—. La amaba tanto que regresé apesar de todo el sufrimiento, cuandopodría haber elegido dormir en su lugar.—El fantasma observó a Sloane conesos ojos que habían visto loscandelabros de Viena y las dunas delSahara. La belleza de Texas más famosade su época, tan vivaz como Malicia ytan respetuosa como Sloane—. Inclusouna mujer civilizada tiene opciones —dijo la señorita Bettie—. Solo tiene queelegir bien.

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Unos cuantos días después, alanochecer, Josh pensaba en la señoritaBettie Brown mientras caminaba haciaAshton Villa. Sloane Gardner le habíainvitado a jugar a las cartas. Joshsospechaba que trataba de establecercon delicadeza una reconciliación entresu padre y él. Era la clase de mediaciónque solía hacer. As había superado lafiebre. Aún estaba muy débil, pero tanpronto como Josh le dio el visto buenopara moverse, Sloane envió un carruajepara llevarlo a Ashton Villa. Echaba sala la herida saber que su padre y ella sehabían hecho amigos tan rápido. Habíaun lado divertido en todo aquello, pero

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Josh encontraba muy fácil no echarse areír.

Al principio, le había dicho que nopodría asistir, que estaba demasiadoocupado para jugar a las cartas. Noobstante, de alguna forma, ella lo habíapersuadido para que fuera. Era uno delos talentos de los Gardner. Josh sepreguntó si la señorita Bettie estaría allí.Esperaba que no. No tenía nada personalen contra de la anciana dama, pero solole recordaba el horror que habíasupuesto la amputación de la pierna deJoe Tucker. Y, además, lo último quenecesitaba era otra prueba de la magia.Pedazo a pedazo, los últimos fragmentosdel siglo XX habían zozobrado bajo la

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marea de milagros que se derramaban deforma continua sobre la isla. Ya habíaempezado a ver cosas que parecíanenfermedades pero no lo eran. Uno delos colegas de Ham de la Compañía deGas se había dado cuenta de que su pielse hacía más gruesa cada día, paraacabar convertida en algo duro y leñoso,como una corteza. El día anterior, Joshhabía visto a una mujer con lesiones quele brotaban por todo el cuerpo,provocadas, en su opinión, por la culpaque sentía al haber sobrevivido a latormenta que se había llevado a su hijo.

Pero por otro lado, pensó Josh,incluso cuando los medicamentosfuncionaban, la medicina jamás había

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sido una buena apuesta. Tarde otemprano, la banca siempre gana.

Las casas se volvían más grandes yhermosas a medida que Josh se alejabade los suburbios y se acercaba aBroadway. En la DecimoséptimaAvenida, un farolero elevaba su pábilohacia la farola de hierro forjado de unaesquina. La llama prendió, parpadeó yse estabilizó en el interior de su globode cristal, que colgaba como unapequeña luna llena sobre el cruce. Joshmiró al cielo. No había señales de laluna de verdad todavía. Momus habíasido visto unas cuantas veces durante losúltimos días, más anciano y marchitocada noche, pero hasta el momento

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nunca lo habían visto en la ciudad antesde que saliera la luna.

Josh se preguntó si Sloane estabacondenada a ser la Consorte de Momus.Esperaba que no, y su mente sedescentraba con inquietud al pensar enlas implicaciones que eso conllevaría.Bettie Brown había anunciado suintención de presentarse como candidataal puesto de Gran Duquesa, para laestupefacción de casi todo el mundo. Sesuponía que los miembros de laComparsa de Momus votarían a finalesde esa semana. Toda la gente estaba deacuerdo en que deberían dejar asentadoel asunto antes de la siguiente luna llena.Y Josh que había pensado que la

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Comparsa de los Descastados aunaría alos carnavaleros y a los monstruos…Aun así, no era lo suficientemente buenapara los de la clase de Bettie Brown, alparecer. Sería por aquello de haber sidoenterrada con un pan bajo el brazo…

Josh siguió caminando muydespacio. El cansancio se asentaba ensus articulaciones como si dereumatismo se tratara. No es que pudieraquejarse. Si bien había trabajado durodesde que volviera a Galveston, muchoshabían trabajado más duro aun. Dos díasatrás, se había detenido en casa de losMather, pero Rachel era la única queestaba en casa, cuidando de los niños.Sin mirarlo a los ojos, le había dicho

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que Ham estaba muy ocupado. Primerohabía que reparar y poner enfuncionamiento las líneas de gas natural.Después del trabajo, la mitad de la gentede la isla convencía a Ham para que laayudara a reconstruir sus casas, suscobertizos y sus zahúrdas. Se llevabasus desperdicios, replantaba susjardines, parcheaba sus barcos y poníalas herraduras a algún que otro caballo.

—Siempre está dispuesto a ayudar atodo el mundo… ya sabes cómo es —lehabía dicho Rachel. Sí, le había dichoJosh, así era Ham. Por supuesto, laComparsa de los Descastados habíaelegido a Ham como su líder. No es queesa gente no le agradeciera a Josh su

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parte en el derrocamiento del sheriffDenton. Pero cuando la cosa se poníaseria, la gente prefería dejar a un lado aJosh, salvo cuando estaba enferma.Sobresaliente para mí, pensó. Quéinteligente debo ser para haberconseguido eso.

Posiblemente, pudiera unirse a laComparsa de los Descastados si losolicitaba. No lo había hecho.

Se encontró aminorando el paso amedida que se acercaba a Ashton Villa,y le irritó darse cuenta de ello. No esque no hubiera vuelto a esa vecindadcon anterioridad. Lo había hecho,muchas veces; pero siempre a la luz deldía, cuando todos y cada uno de los

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pequeños detalles —la ropa en lostendederos, los niños jugando, lasgallinas cacareando— dejaban claro queaquel era otro lugar, y que no estabainmerso en su infancia perdida. Pero enla oscuridad, los detalles sedifuminaban. Las altas casas victorianasse veían reducidas a las mismas siluetasque recordaba, y los olores se filtrabanen el aire de la noche —sopa depoblano, estofado de gambas— eran losmismos que los de las docenas denoches que había paseado hacia su casacon su padre después de una tarde decartas en casa de Jim Ford.

¿Qué había dicho Ham? Que no erade Sloane de quien estaba enamorado,

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sino de su casa. De su riqueza, suposición y sus elegantes amigos.Probablemente fuera cierto. Sinembargo, ¿no se había sentido Hamculpable de lo mismo en realidadcuando decidió hacerse amigo de Josh?Por principios, al comienzo habríadespreciado a Josh. Pero habían seguidosiendo amigos a lo largo de los añosprecisamente porque Josh no era enrealidad parte de los suburbios. Porquerepresentaba algo diferente del resto delmundo de Ham.

De modo que he ganado ladiscusión, pensó Josh de mal humor. Ysolo una semana tarde. Pero habíanpasado diez años desde que aprendiera

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la lección de que, una vez que te hadejado, no puedes demostrar los erroresde lógica de los razonamientos de tunovia y esperar que ella te acepte denuevo. La vida es como el póquer, nocomo el ajedrez, y la lógica es solo unadiminuta parte del juego.

No se imaginaba enviándole flores aHam.

Las persianas estaban subidas enAshton Villa, y las ventanasresplandecían con el pálido coloramarillento de las lámparas de gas. Joshse encontró indeciso a la entrada delcamino de Sloane. Los fantasmas de suinfancia se arremolinaban a su alrededorcomo una espesa bruma, y zumbaban

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como si de mosquitos se tratase. Almenos, aquel lugar no olía como la casade su madre. Ella no lo estaríaesperando dentro, deshaciendo cera ensu pequeña fondue, ni destilando timol,ni cociendo plantas para obtenermucílago.

Sloane lo recibió en la puerta.—Estaba empezando a preocuparme

—dijo—. Pasa. Les he dado a lossirvientes la noche libre. Tenemos lamesa de cartas preparada en lahabitación de atrás. —Hizo una pausa—. Sabes que tu padre está aquí,¿verdad?

—Lo suponía.Cuando siguió a Sloane hasta la

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cocina, no fue la visión de As, queestaba sentado en una silla de ruedasjunto a la mesa de la cocina, lo que lodejó perplejo. Tampoco se sorprendió alver a Scarlet, la niñita carnavalera, en elregazo de su padre. A quien no seesperaba era a Ham. El hombretónestaba inclinado delante de la elegantenevera de los Gardner.

—¿Se te ha acabado la cerveza,Sloane? —dijo mientras rebuscaba. Sele veía la raja del culo—. Joder, con lased que tengo.

Josh miró de forma abrupta aSloane.

—Veo que has invitado a todo tipode gente.

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Ham se puso rígido al escuchar lavoz de Josh.

—Me cago en diez. —Se enderezó yse dio la vuelta—. Qué pasa, Josh —dijo con incomodidad.

Aquel era tan diferente del tonoapagado que el hombretón había estadoutilizando para dirigirse a él desde quese escaparan de George y Martha que,de inmediato, hizo sospechar a Josh.

—O puede que no hayas invitado aHam —dijo con lentitud—. Tal vez estáaquí porque… ¿se ha quedado a pasar lanoche? Ham se enjugó la frente con eldorso de la mano. La piel quemada porel sol aún se desprendía de su caracomo si fuera confeti.

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—Bueno, ¿a qué coño estamosesperando? —bramó de pronto, altiempo que sacaba un par de botellinesde cerveza del frigorífico y los colocabacon estruendo sobre la mesa—. ¡Vamosa jugar unas manos!

Así que Josh tenía razón. Hamestaba en casa de Sloane porque estabaviviendo allí. Ham se acostaba conSloane Gardner. Uno tenía que apreciarla ironía de todo aquello… Josh esbozóuna sonrisa tan tensa que le hizo daño enla cara.

—Joder, sí, juguemos a las cartas.—Le echó un vistazo a Sam Cane—.¿Tú también vas a jugar?

—No le cabía la más mínima duda

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de que su padre era todavía tan expertoy tan afortunado que podría ganarle confacilidad a cualquiera en esa mesa.

—Solo tenía pensado darle a Scarletunos cuantos consejos —dijo As.

—¿Cenamos un poco primero? —dijo Sloane con entusiasmo—. Sara hahecho chilis rellenos antes de irse.

El olor despertó el apetito de Josh.Empezó a comer de buena gana mientrasHam no dejaba de quejarse frente alfogón. El hombretón había traído uncubo de gambas y se disponía aprepararlas a la brasa para ellosañadiendo un buen par de dientes de ajoen una sartén con mantequilla. A Josh nose le había ocurrido traer nada. Por

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supuesto. Como si el hecho de queSloane fuese rica lo excusara del másmero acto de cortesía. Trató de desecharese pensamiento con un buen botellín decerveza.

Los chiles eran pimientos poblanos,más picantes de lo normal, con trocitosde manteca de cerdo, cilantro y otrascosas suculentas que Josh no pudoidentificar. Después de tres bocados leardía la boca, así que bajó los chilescon otra cerveza. Descubrió que era laúnica persona de la mesa que no sesantiguaba como un mexicano antes deempezar a comer. La costumbre se habíaextendido por toda la isla, ya que lagente trataba de protegerse con

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cualquier amuleto, ritual o estúpidaoración.

Tras la cena, Sloane sacó las cartas.Según dijo, solía quedarse hasta bientarde todas las noches en el Palacio delObispo, apostando con dinero de verdadcon el fin de liquidar, poco a poco, lasdeudas que tenía con Randall Denton.

—Todavía le debo una barbaridad,pero cualquier cantidad ayuda, porpequeña que sea. Aunque sea por unavez, esta noche me gustaría jugar porsimple diversión.

En ese momento, escucharon quealguien llamaba con suavidad a la puertatrasera. Sloane se levantó para abrir.

—Alguno de los criados que olvidó

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algo, sin duda. Estaba pensando quepodíamos utilizar granos de arroz ypacanas para apostar —dijo, hablandopor encima de su hombro—. Arribatengo una colección de dólares de arenaque también podemos utilizar.

Josh escuchó el chirrido de la puertaal abrirse. Una ráfaga de viento,sorprendentemente fría, penetró en lacocina.

—¡Vaya! —exclamó Sloane, fuerade la vista de los demás.

La puerta mosquitera se cerró con unfuerte golpe y Sloane regresó a lahabitación tan pálida como el disfraz dela señorita Bettie. Tras ella, y máspálido aún, venía un anciano, delgado,

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consumido y frágil que parecía habersido trenzado con mimbre. Josh supocasi al instante que se trataba de Momus.La piel del dios parecía tan clara comola bola blanca del billar, y emitía unresplandor como el de la luna.

—Me he enterado de que iba a haberuna partida —resolló Momus—. Penséque podría unirme, solo para una mano.—Respiraba con pequeños jadeos, setambaleaba al andar y hablaba con esavoz quebradiza, característica de losmás ancianos.

El dios emanaba un débil olor apolvos de talco y a hielo. La edad y lamuerte inminente se desprendían de éldel mismo modo que la débil luz que lo

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envolvía. Josh sintió que se encogía porel miedo.

—¿Abuelito? —dijo Scarlet, sinabandonar el regazo de Sam Cane.

El padre de Joshua no mostró ningúnsigno de sorpresa.

—Buenas noches —saludó As, queinclinó la cabeza hacia un lado.

Ham, que había estado trajinandocerca de la cocina, retrocedió hasta laencimera y contempló al dios con losojos abiertos como platos. La sangrehabía abandonado su grueso rostro.

Momus se frotó las manos y, alhacerlo, se escuchó un ruido parecido alque hacen dos ramitas secas cuando serozan. Se sentó en la silla desocupada

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que había entre Josh y su padre.—¿Bien? Vamos a jugar, ¿no?

¿Quién quiere jugar una partida?Malicia, tú juegas, ¿verdad, muñeca? YAs, por supuesto. ¿Y la niña?

—¡No! —gritó Sloane antes depoder contenerse. Poco a poco, suslabios se curvaron en una sonrisillacalculadora y temeraria—. Yo juego —contestó.

Momus rio entre dientes. Su gélidamirada se posó en Josh con la mismaintensidad que el reflector que iluminade modo implacable a un preso fugado.

—Y tú debes ser el chico de Sam.Apuesto a que As te ha enseñado un parde cosas.

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—Cómo perder —contestó Josh,sorprendiéndose a sí mismo. No habíatenido intención de hablar. Sintió unpequeño ramalazo de furia en respuestaa la fría mirada del dios—. Yo juego.

Momus se dio la vuelta para mirar aHam con unos ojos tan vacíos y viejosque parecían sacados de la últimaglaciación.

—¿Y tú?—No puedo —susurró Ham

meneando la cabeza—. Demasiadoasustado —admitió. Tras semejanteconfesión, la vergüenza anegó sus ojos.

—Déjelo en paz —dijo Josh.Momus volvió a mirarlo con

expresión divertida y distante. Josh

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sintió que el aire se había congeladodentro de sus mismos pulmones, pero seobligó a hablar.

—De todas formas, no tiene nipuñetera idea de jugar —explicó—. Concuatro hay suficiente. Momus se encogióde hombros.

—Solo una mano. Me voy de laciudad por un día o dos, pero volverépronto y más en forma, lo prometo.

—Yo reparto las cartas —dijo As,que alargó el brazo para coger la baraja.El dios posó sus pálidos dedos sobre lamano del hombre.

—Tú tienes demasiada suerte. Nosería justo. Por no mencionar que eldios tendría que ser el primero en

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apostar, pensó Josh, que conocía bienlas tácticas de su padre.

—Repartiré yo —dijo Sloane. Sam yella se miraron de forma elocuente. Elhombre le pasó las cartas a Josh; estecortó y se las ofreció a Sloane, queestaba al otro lado de la mesa.

—Bien, no vamos a jugar con arrozy pacanas —dijo Momus—. El póquerno tiene significado alguno si no hayriesgo. —Sacó una cartera del bolsillointerno de la chaqueta, contó diezbilletes de cien dólares y los dejó sobrela mesa. Observó al resto de losocupantes de la mesa con los ojosentornados, como si se tratara del tíoanciano que está haciendo una broma—.

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La apuesta inicial, chicos.As observó el dinero.—Creo que tendré que hacer un

pagaré.—Claro, claro. Todas las apuestas

serán cubiertas —dijo Momus—. Logarantizo —añadió con una sonrisillahelada.

Sloane se levantó en busca de papely lápiz. Josh, As y ella misma firmaronsus pagarés por una cantidad de mildólares y los dejaron sobre la mesa. Unavez concluido el proceso, Sloane cogióla baraja.

—Cinco cartas, sin descarte —explicó—. No habrá comodines.

—Los doses de comodines —dijo

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Momus.—Quien reparte fija las reglas —

replicó Sloane, cortante—. No habrácomodines.

—Vale, lo que tú digas. Interesanteelección de juego, pensó Josh mientrasobservaba cómo Sloane repartía lascartas, haciéndolas girar una a una sobrela mesa. Con Momus dentro, habría sidouna locura elegir un juego quepermitiese un montón de oportunidadespara apostar, como el Texas Hold ’Em oel stud de siete cartas. Con solo mirar lacicatriz arrugada que sustituía al ojoizquierdo de Sam Cane, uno podíahacerse una idea aproximada del tipo deapuestas que solía hacer el dios. Sin

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embargo, si lo único que quería Sloaneera que Momus perdiera, lo másrazonable habría sido permitir tantoscomodines como fuese posible, con elfin de dejar espacio suficiente para quela suerte de As pudiese maniobrar. Pero,en realidad, no es que Sloane quisieraque Momus perdiese, pensó Josh. Es queella misma quería ganar.

Josh cogió sus cartas. Pareja deochos y un rey. Sin descartes era unamano excelente. —Tú apuestas, As—dijo Sloane.

—Paso.Todos los congregados en la

habitación miraron a Momus. El diosobservó sus cartas y las dejó sobre la

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mesa. Buscó un momento en losbolsillos de sus pantalones blancos delino y sacó una pequeña navaja.

—He visto cartas peores —dijo.Abrió la navaja, colocó la mano

izquierda sobre la mesa, con la palmahacia abajo y se cortó el dedo corazónjusto sobre el nudillo. Del corte surgióuna pequeña cantidad de sangre que notardó en coagularse y palidecer, como sise hubiera congelado. Momus plegó lanavaja, la guardó de nuevo en el bolsilloy, acto seguido, cogió el dedo y loarrojó al centro de la mesa, donde quedóentre los pagarés y los billetes de ciendólares.

Ham se dio la vuelta y comenzó a

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vomitar en el fregadero de Sloane. Lasarcadas seguían y seguían, como losataques de nauseas que sufrían lospacientes de disentería de Josh.

—¿Señor Cane? —dijo Momus—.Usted apuesta, señor.

—No voy —dijo Josh. No habíamano que pudiera aguantar semejantesapuestas.

—¡Cuatro mil dólares! —exclamóMomus, meneando la cabeza—. Eso esmuchísimo dinero para dejarlo en lamesa, especialmente para ti.

—No es suficiente para pagar undedo nuevo —respondió Josh—. Nisiquiera antes del Diluvio. —Alargó elbrazo para coger la botella de cerveza,

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pero la mano le temblaba demasiado—.La apuesta no ha sido justa. Dentro detres o cuatro días habrá luna nueva y sudedo volverá a crecer.

—No me interesa si es justo o no —dijo Momus—. Malicia, ¿qué dices?

—Veo tu apuesta con esto, si loaceptas —contestó Sloane antes desacar del bolso una máscara de cuero yarrojarla sobre la mesa. Tenía variostonos de marrón rojizo, ocre y gris, yrasgos afilados como los de un zorro.

Momus rio entre dientes.—Muy bien. Creo que esa apuesta lo

cubre. As, volvemos a ti. ¿Lo ves o no?Josh se dio cuenta, no sin cierta

sorpresa, de que su padre había

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adoptado su vieja cara de póquer. Nohabía ni rastro de la sonrisa fácil ytranquila del hombre que yaciera en lacama de Randall Denton, medio muertoa causa de la fiebre amarilla. Allí,incluso en los momentos en que seencontraba mejor, algo había cambiadoen él; como si todos los largos añospasados en el Mardi Gras hubiesenreducido a cenizas al viejo Sam Cane.Sin embargo, en ese momento, aquelhombre estaba de vuelta, resucitado, conesa voz alegre y las manos rápidas alcoger las cartas; la misma tranquilidad,elegancia y comodidad que lo rodeabanentonces y que hacían pensar que losúltimos quince años no habían existido.

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—Veo la apuesta y la subo —contestó. Alzó las cejas apenas unsegundo—. Me apuesto mi suerte, señor.¿Tendrá el valor de verla o no?

El dios lo observó durante un buenrato.

—Y bien Momus, ¿vas o no?Y, en ese momento, como si fuese un

milagro, el dios soltó sus cartas.—Demasiado para mí —contestó.Josh dejó escapar un largo suspiro.

Sam Cane había cambiado las tornassobre Momus. Cuando el dios se cortóel dedo, su intención había sido asustara los humanos y dejarlos fuera de lapartida con semejante precio, demasiadoalto para ser igualado. Sin embargo, en

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la nueva Galveston, una ciudad en la quela magia se derramaba por todos lados—y en la que tal vez nacían nuevosdioses mientras jugaban esa mismapartida— la «suerte» era algo queMomus no podía permitirse el lujo deperder.

—¡Dios mío! —exclamó Josh—.Entonces ya está. Usted dijo que solojugaría una mano.

—Pero la partida no ha acabado —puntualizó Momus—. Malicia, ¿verás laapuesta o pasas? La hija de JaneGardner estudió sus cartas.

—Joder, odio perder teniendobuenas cartas, pero no sé qué… —Sedetuvo y dejó que su sonrisa se

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desvaneciera—. No, Malicia no tienecon qué apostar. Pero creo que Sloanesí. —Se humedeció los labios. Letemblaban los dedos y las cartas seagitaban en sus manos—. Muy extraña tuapuesta. Tu suerte. —Ha sido toda mivida— contestó As con tranquilidad. —Para lo bueno y para lo malo. Claro, quecasi siempre ha sido para lo malo.Sloane asintió.

—Estoy pensando, en ese caso… —Contuvo el aliento. Era extraño loinsegura que parecía si se comparabacon lo que había sentido momentos antes—. Me apuesto esto. —Y miróalrededor, refiriéndose a la cocina, alpasillo y las habitaciones que se abrían

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más allá—. Me apuesto Ashton Villa —repitió—. Apuesto mi casa. La casa demi madre. Mi hogar.

El padre de Joshua la miró.—Es una apuesta enorme.La joven tardó unos instantes en

recobrar la compostura. Josh se diocuenta de que los ojos de Sloane sellenaban de lágrimas.

—Tú deberías saberlo mejor quenadie.

—Acepto la apuesta —contestó SamCane—. Sé lo que significa perderla.

Josh recordó la desolación, tan secacomo un puñado de ceniza en la boca,que sintió mientras se alejaba de la casade Jim Ford arrastrando los pies tras su

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padre. Las lágrimas le bañaban la cara yle dolía el pecho por el esfuerzo decontener los sollozos. Habían perdido suhogar y él había sido el culpable, pordesenmascarar la jugada de su padre.Jamás habría podido imaginar que esapérdida resultara después mucho másterrible de lo que supuso en esemomento.

Momus dio unas palmaditas sobre lamuñeca del padre de Joshua. —Te toca— le dijo. As le dio la vuelta a suscartas. Nada, la carta más alta era unrey. Se había marcado un farol parasacar a Momus de la partida. Sloanesoltó un suspiro y dejó sus cartas sobrela mesa: una pareja de damas.

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—La señorita Gardner gana —dijoAs. Soltó una carcajada—. La Suerte,siendo una dama, barre para casa.

* * *

—¿Cómo puede uno ganar la suerte deotro? —preguntó Scarlet, una vez que suabuelo se hubo marchado.

El aire frío que Momus había dejadotras él comenzaba a desvanecerse en lanoche de Texas.

—La aposté y la perdí. Momus sehará cargo del resto —respondió As.

La niña se dio la vuelta en su regazopara mirarlo frente a frente.

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—Será mejor que no vuelva a hacercaso de tus consejos, entonces.

Sloane alejó su silla de la mesa y sepuso en pie mientras tomaba una honda yentrecortada bocanada de aire. Se llevólas manos a la cara y se frotó lasmejillas, como si las notase tensas.Caminó muy despacio hacia el fregaderoen el que se encontraba Ham, que aúnseguía inclinado hacia delante, apoyadosobre los codos y con la cabeza gacha.

—¿Estás bien? —preguntó Sloane.El hombretón meneó la cabeza—. Esnormal sentir miedo. Los dioses son así.

—Pero tú le hiciste frente —replicóHam con voz ronca.

—Yo soy de la familia. Además,

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nosotros ya lo habíamos visto antes.—Pero Josh no —dijo Ham.Sloane abrió los grifos y limpió el

fregadero.—Si te sientes mareado, agacha la

cabeza y no te olvides de respirar —aconsejó Josh.

—Me siento igual que cuandoGeorge me golpeó con aquel bate debéisbol.

—El Obús Easton —dijo Josh.Recordó el golpe furioso que Martha lehabía asestado a la cabeza de George,cómo le había machacado el cráneo paradejarlo en mitad un charco de sangresobre la autopista 87. ¿Qué había dichoMomus? «No me interesa si es justo o

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no»—. Dale un vaso de agua, por siacaso —le dijo a Sloane.

Diez minutos después, el color habíavuelto al rostro de Ham, Scarlet estabaaburrida y Sloane había firmado unpagaré para Josh por valor de mildólares.

—Por tus consejos médicos —ledijo—. Además, creo que te debo variastazas de té.

—No creo que sea tan sencillo —contestó Josh, dejándose llevar por elpesimismo—. No me sorprendería nadaque Momus encontrara el modo dequitarme esos mil dólares. ¿Qué vas ahacer con eso? —añadió, mirando elpálido dedo que todavía estaba sobre la

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mesa.—Tíralo a la basura —dijo Ham—.

Por el amor de Dios.—¿Estás de broma? —Sloane cogió

una manopla caliente que estaba sobre lacocina y la utilizó para envolver el dedocon mucho cuidado—. Me deshice de mimejor amuleto unos días antes de que mimadre muriera. ¿Crees que voy aencontrar algo mejor para reemplazarlo?

—¡Genial! —exclamó Scarlet.Sloane se llevó el dedo de la cocina

y regresó unos momentos más tarde.—Y con respecto a tus mil dólares,

siempre podré devolvértelos, Josh. O…—añadió mientras volvía a coger labaraja—, siempre puedes ganármelos.

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—¡Por las barbas de Cristo! —exclamó Ham—. ¿No estaréis pensandoen serio en volver a jugar al póquer?Sloane cortó con una mano, colocó losnaipes y barajó dejándolos caer en unalarga y ruidosa cascada.

—No veo por qué no. Momus dijoque solo iba a jugar una mano. Y,después de todo, ¿quién tendría lasagallas de volver a jugar ahora quetodos sabemos que puede aparecer enmitad de cualquier partida?

—Yo no —contestó Josh.—Haces bien —añadió Ham con un

estremecimiento. En aquel momento,parecía haber olvidado que aborrecía aJosh. Probablemente no tardaría mucho

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en recordarlo.Sloane cortó de nuevo con una mano,

desplegó los naipes en abanico, losvolvió a colocar con un golpe secosobre la mesa y cortó una vez más. Asrio entre dientes, sin dejar deobservarla.

—Quieres jugar porque te sientescon suerte. Te conozco.

—No, no me conoces —respondióSloane—. Tú conoces a Malicia. ASloane, sin embargo, acabas deconocerla. As se tocó el ala de unimaginario sombrero de vaquero.

—Usted perdone, señorita.—¿Dónde te habrías ido a vivir si

hubieras perdido la partida? —preguntó

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Josh.Intentaba imaginarla apiñada con

Rachel y su progenie. Esperando bajolas mantas de la cama donde Ham y élsolían colocar los soldaditos de juguete.

Sloane se encogió de hombros. Suoscuro cabello corto se balanceó aambos lados de su rostro y Josh volvió asentir otra oleada de inútil deseo porella.

—No lo sé. Tal vez me hubieraconstruido una pequeña cabaña dondeestaba el Salón de Bali —respondió envoz baja.

—¿Vamos a jugar a las cartas o no?—preguntó malhumorada Scarlet. Y,finalmente, jugaron; si bien aquella vez

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apostaron tan solo con granos de arroz,pacanas y dólares de arena. En unprincipio, fue Ham el que consiguió lasmejores cartas, pero consumió la mayorparte de sus ganancias sin darse cuenta yse quedó fuera de los suculentos botesque hubo poco después. Siempre habíasentido debilidad por las pacanas…

Ham era un jugador decente, deandar por casa; veterano de numerosaspartidas en los bares y conocía lasprobabilidades básicas, pero que basabasu juego en demasiados descartes. Joshera un jugador más comedido y selectivoa la hora de apostar, pero consiguióseguir en la partida tanto rato comoSloane. Con lo modesta que era siempre,

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en el juego se comportaba como unacompleta sádica. Apenas dejaba vercante alguno y parecía disfrutar con unamano ganadora mucho más de lo quedebería una dama bien educada.

Josh se contentó con ganar las manosen las que tenía buenas cartas, y todosconspiraban para asegurarse de queScarlet se llevaba un bote de vez encuando.

La niña no era mala jugadora para suedad, pero aún le gustaban las manosrománticas, como el color y lasescaleras. También le tenía un cariñoespecial a las jotas, algo que hacía quese aferrara a una pareja de ellas sintener en cuenta las probabilidades de la

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mano. As conseguía reprimirse en lamayoría de las ocasiones y no analizabacon la niña cada jugada una vezacabada; pero, de vez en cuando, eraincapaz de contenerse y se inclinabahacia delante para susurrarle algo aloído en mitad de la partida.

—Nada de consejos —prometía—.Solo voy a señalarle los cantes.

Aquello ocurrió en dos ocasionesmientras Josh decidía si apostar o no.No le hacía ninguna gracia que su padretodavía pudiera leerlo tan bien.

De repente, se le ocurrió que el farolque su padre había utilizado para sacar aMomus de la partida era prácticamenteel mismo que había fracasado contra

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Travis Denton. Estaba claro que Momusera mucho mejor jugador, que teníamucho más que perder y que, por lotanto, había resultado más fácil deasustar. Y, al contrario de lo que habíasucedido con él, Scarlet habíamantenido una expresión neutra. Detodas formas, ten en cuenta que el farolde Sam Cane no ha funcionado deltodo, ¿cierto? Había perdido la apuestacon Sloane Gardner. Una vez más, losricos de Galveston se hacían más ricos aexpensas de los Cane. Tal vez algunascosas no cambiarían jamás.

Conforme avanzaba la noche y elmiedo electrizante que habíaacompañado a Momus desaparecía, Josh

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se sintió invadido por el cansancio. Otal vez se tratara de la cerveza. Suconcentración comenzó a decaer hastaque acabó sin prestar mucha másatención a las cartas de la que lesprestaba Ham (aunque, al menos, él nose comía sus ganancias). Con tristeza,intentó imaginarse cómo sería vivir enun mundo donde una difunta podíadirigir la Comparsa más poderosa y undios podía participar en cualquierpartida de cartas. En ese mundo deensueño, el Azar siempre sería el rey.Era muy probable que el padre deJoshua dijera que el siglo XX había sidoexactamente igual. Diría que la tragediaestaba a la vuelta de cualquier accidente

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de tráfico, aun antes del Diluvio. Enaquella época, la Suerte siempre habíaestado disfrazada. Oculta, más bien.Bueno, pues Joshua quería que siguieraoculta. La Galveston de la que ahoraformaban parte era demasiadoimpredecible. La suerte estaba en todossitios, desequilibrada e inalcanzable,como el mercurio que se derrama de untermómetro roto. El desastre yacíaenroscado cual serpiente de cascabel encualquier hendidura sombría.

Ham tosía demasiado esa noche; unatos breve y seca que a Josh no le gustabani un pelo. La primera vez que laescuchó, se le hizo un nudo en elestómago y se dio cuenta de que había

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estado oyendo esa misma tos desde elinterminable día que pasaran con Marthay George.

Lo más probable es que solo fueseun resfriado.

La brisa nocturna que entraba através de la puerta mosquitera que habíaen la parte de atrás de la cocina se hizomás fresca. Sloane apagó todas las lucesde la casa que no resultaban necesarias,de modo que quedaron en la cocina alcalor del fogón y jugando a la luz de unaúnica lámpara de gas mientras, a sualrededor, el resto de la casa enpenumbras crujía y se asentaba. En elexterior, en el resto de la ciudad, laoscuridad estaría acariciando las

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últimas luces, ahogándolas una a una.Joe Tucker habría dejado sus muletas aun lado para decir sus oraciones antesde meterse con dificultad en la cama. Enalgún lugar, se despertaría un niñodurante la noche, empapado en sudor yllorando a causa de una infección deoído. Los Hombres Langostino sesentarían en las rocas de los rompeolasque se introducían en el océano yesperarían a que desapareciera la luna.

La isla se extendía más allá delperfil de los edificios: kilómetros dellanuras de grama de costa y de arbustosde almez. Cruzando la Bahía deGalveston, los fuegos infernales de laCiudad de Texas seguirían rugiendo. Los

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desesperados y los caníbales buscaríanrefugio y aguzarían sus oídos en buscade los sonidos que hacían los de sumisma especie, preparados pararobarles o matarlos. Al Norte seencontraba el vasto continente;atormentado por sueños inquietos,durmiendo tras la larga noche quecomenzara en 2004. ¿Quién podría decircuándo volvería a amanecer?

En la dirección opuesta, más allá dela costa meridional de Galveston, elGolfo de México se extendía como undesierto de agua, como una oscuridadsin fin.

Josh dejó la partida. La señoraMather tendría una ronda de pacientes

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preparada para él por la mañana, ytambién había prometido pasar a ver aJoe Tucker. Tenía que preparar máspolvo para los piojos y algo paracontener el aluvión de conjuntivitis quese había producido. Y, aparte de susobligaciones como médico, siemprehabía más cerveza que fermentar parapagar las deudas.

Al otro lado de la mesa, Sloaneestaba avasallando de nuevo a Ham,riéndose cuando él despotricaba yfruncía el ceño mientras contaba susganancias. En cierto modo, era muchomenos misteriosa de lo que fuera algunavez, y mucho más jovial. Le sentaba muybien haberse convertido en la defensora

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de los carnavaleros, pero no podíaevitar preguntarse cómo se sentiría si sedespertara una mañana y descubrieraque le había crecido pelo de zorro en lasmejillas. Una cosa era decir «¡Elcambio es inevitable!» y otra muydistinta afrontarlo cuando es tu puta vidala que se escapa como el agua entre losdedos.

Va a ser una Gardner diferente,pensó Josh sin dejar de observarla. Unabuena ayudante para la señorita Bettie…casi siempre. Pero de vez en cuando,sospechaba, habría un par de días o talvez tres, en los que Sloanedesaparecería y volvería a aparecer conuna resaca, negándose a explicar dónde

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había estado. Y prometería no volver ahacerlo de nuevo. Ham ya le habíaadvertido una vez de los peligros deenamorarse de la hija de Jane Gardner.El hombretón debería seguir sus propiosconsejos, decidió Josh. Mientrasobservaba el modo de jugar de Sloane,elegante, despiadado y alegre, pensó queposiblemente fuese maravilloso ser elamante de Sloane; pero también seríadifícil. Tan difícil, tal vez, como estarcasada con Sam Cane.

Josh contempló el círculo de rostrosque lo rodeaban: Sloane, feliz; Hamacalorado por los pimientos picantes yla cerveza; la pequeña Scarletfrunciendo el ceño y mordiéndose el

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labio; su padre, ahora viejo y máspequeño de lo que Josh recordaba,consumido por la enfermedad. As porfin había sido despojado de su suerte; deesa suerte que lo había dejado sin suesposa, sin su hijo, sin sus amigos y sinsu vida en el mundo de los humanos.Quizás fuera imposible para un serhumano conocer el significadoverdadero de la suerte, reflexionó Josh.Tal vez solo un dios pudiesesobrellevarla.

¡Qué aspecto tan magnífico teníaSam Cane la noche que perdió su casa!Josh aún recordaba los sutilesmovimientos de los músculos de susantebrazos mientras barajaba y repartía.

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Y ahí estaba en esos momentos, tanapocado, con un ojo y una oreja demenos, y sin su esposa ni su hijo, peroaún con las cartas en la mano. Toda unavida desperdiciada por un juego. Por unputo juego.

Lo que hería a Josh de un modo tanprofundo no era solo el convencimientode que la pérdida era inevitable. Partede la amarga sabiduría que habíaatesorado tras su experiencia en laPenínsula Bolívar era que la vida, aún lavida humana, era más vulnerable quevaliosa. Las personas eran máquinasfrágiles y mal diseñadas, destinadas afallar tarde o temprano. Los hombresnacían, vivían y morían. Para los

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poderes que regían el mundo, el mar y elsol, e incluso los mezquinos y astutosdioses, los hombres importaban tantocomo los mosquitos que se estrellabancontra las ventanas de Sloane. Lacuestión no era que Josh tuviera miedode perder: esa noche, en ese momento,no le encontraba sentido alguno al juego.

La conversación de los jugadores sedesvaneció para él; las voces sefragmentaron en débiles susurros. La luzde la lámpara de gas se ensombreció,como si él mismo hubiese envejecidoentre un latido del corazón y elsiguiente, y sus córneas se hubiesenvuelto rígidas y amarillentas. Un pánicoaterrador se apoderó de él y, de repente,

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supo que había algo horrible junto a lacocina; algo tan pavoroso que si alzabala vista, su corazón se detendría ymoriría de miedo.

Contempló sus cartas, dispersasbocabajo frente a él. El dorso de losnaipes era de color azul con un dibujode hojas de hiedra. Un horrible silenciolo envolvía todo. La habitación se quedóhelada. Se le erizó la piel de los brazosy de la espalda. Intentó hablar, pero notenía aliento. Sus uñas adquirieron uncolor azulado. Si hubiera sido capaz demoverse, se habría arrojado al suelopara arrastrarse debajo de la mesa ycubrirse la cabeza con los brazos.

Había un espantoso y gélido olor a

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rocas mojadas y a agua de mar. Algo lerozó la cara: una mano. Luchó con todassus fuerzas para mantener los ojos fijosen la mesa, pero la mano resultó ser másfuerte. Le alzó la barbilla y lo dejóexpuesto de un modo grotesco; como sialguien hubiera cogido un escalpelo y lohubiera abierto desde el cuello hasta laentrepierna. Trató de cerrar los ojos,pero fue imposible. Intentó chillar, perono pudo. Lo único que pudo hacer fuemorir por dentro y mirar a su madre alos ojos.

Estaba de pie, entre su silla y la deHam. No era vieja y no estaba ahogada.Estaba exactamente igual que larecordara durante el delirio que sufrió

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bajo el huracán: Amanda Cane a lostreinta y un años, con unos pantalones dealgodón y una camisa de algodón detinte casero. Tenía las mangasremangadas hasta los codos y los dedoscubiertos de polvo de salvia machacada.Así era mucho antes de que perdieran lacasa, antes de los largos años de amargamala suerte. Antes de que se acabara lainsulina. Con un sonrisa y los ojosllenos de amor.

El olor de las algas y de la arenamojada lo impregnaba todo.

Josh quería morirse. Queríaarrojarse en sus brazos. Quería que loarropara en su cama y le contara uncuento. Quería que le hiciese pollo

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asado con vino de arroz, el plato quesiempre cocinaba el día de sucumpleaños. Quería traerle una taza deinfusión de menta y sentarse con ella enel porche, como hacían todos losdomingos por la mañana antes de que supadre se levantara. Tenía un rizo en lamejilla, pero jamás soñaría conacariciárselo.

Su madre se inclinó hacia delante; elalgodón hizo un suave ruido con elmovimiento, las mangas de la camisa sealzaron y lo besó en la frente. Una vez.De ese modo pausado que solía utilizarcuando comprobaba si tenía fiebre.

El tiempo se detuvo.

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—¡Jotas y nueves! —Alardeó Scarlet,alargando el brazo con gesto avariciosoen busca del bote para arrastrarlo frentea ella. Ham meneó la cabeza y sacó supareja de reyes en medio de una manode color fallida.

—Otra vez una navaja en un duelode pistolas —gruñó.

Sloane se rio de él.—¿Te das cuenta ahora del momento

en que podías haber conseguido sacarleotra apuesta más a ese primo de ahí? —preguntó As, al tiempo que amontonabalos dólares de arena que la niña acababade ganar.

—¿En la quinta?

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—Exacto.—Encerrad a vuestros esposos y

maridos —dijo Sloane arrastrando lavoz—. ¡Scarlet ha llegado a la ciudad!

La niña ordenó sus pacanas engrupos de cinco. Ham miró sus recursos,que habían mermado al punto de versereducidos a unos cuantos granos dearroz.

—Josh, estas mujeres estánterminando conmigo, y acabo derecordar que querías acostarte temprano.¿Quieres irte a casa o prefieres quedarteun rato y echar un par de manos más? —Le dio unos golpecitos en el brazo—.¿Josh? ¡Oye, Josh! ¿Juegas o no, socio?

—Creo que necesito otra cerveza —

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dijo Sloane mientras buscaba en elfrigorífico—. ¿Alguien más quiere?

Joshua parpadeó. Sentía que la partecentral de su cuerpo se había licuado,como si algo congelado se hubieraderretido. Por sus mejillas se deslizarondos lágrimas. Agachó la cabeza paralimpiárselas. La cocina volvía a ser unlugar caldeado, dichosamente caldeado,y lleno del olor de las gambas cocidas,de los rellenos, de la cerveza y delperfume de Sloane. Hasta ese momentono se había percatado de que llevabaperfume. Era una fragancia tenue yexquisita, como el olor del bosquedespués de la lluvia. La vacilante luz dela lámpara de gas arrancaba destellos a

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su cabello. A su lado, Ham tosió y secubrió la boca con una mano carnosa.

Su padre lo miraba fijamente. Sabíaque había pasado algo. Josh nunca podíaocultarle sus cantes a su padre.

—Dios, sí —contestó—. Dios, síque quiero una cerveza.

Sloane le ofreció una. Y se enamoróde ella.

Ham lo miraba con expresióncuriosa.

—¿Juegas o no, compadre?Josh inspiró hondo y soltó una

temblorosa carcajada. El olor del mar yde la arena húmeda había desaparecido.

—Dame cartas —respondió.

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Sean Stewart, (Lubbock, Texas, EstadosUnidos, 1965) es un escritor de cienciaficción y fantasía canadiense peronacido en Estados Unidos. Se mudó aEdmonton, Alberta, Canadá en 1968.Después de desempeñar diversostrabajos residiendo en Houston, Texas,Vancouver, British Columbia, Irvine,

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California y Monterey, actualmente viveen Davis, California, con su esposa ydos hijas.

Se graduó con honores en LenguaInglesa de la Universidad de Alberta en1987, después, pasó muchos añosescribiendo novelas. Gradualmente sepasó de escribir novelas a escribirficción interactiva, empezando comoescritor principal del juego web derealidad alterna The Beast.

Ha trabajado también como consultor envarios juegos electrónicos, y estuvo enel equipo de Dirección de la compañíade mercadeo experimental yentretenimiento 4orty2wo Entertainment,

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en la que fue escritor principal deHaunted Apiary, también conocidocomo ilovebees andy de Last CallPoker.

Su últimas novelas de la trilogía deCathy Vickers representan el nexo entresus dos carreras, ya que mezclan elformato de un juego de realidad alternacon el de una novela para adolescentes.En 2007, él y varios fundadores de4orty2wo dejaron dicha compañía paracomenzar los Fourth Wall Studios.

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AAgradecimientos

Cristina y Philip a los que,como siempre, les debomuchísimo.

A Christopher Bullock, mipadrastro, al que le debo mucho más quede costumbre. Le estoy profundamenteagradecido por haber sido un oyente tancomprensivo, en lo que a este libro y asu autor se refiere, a lo largo de losúltimos años. Tanto él como a SusanAllison, mi editora, apreciaron yentendieron esta novela antes de que yomismo.

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Por la gran cantidad de informaciónacerca la que debe ser la ciudad másinteresante de América, estoy en deudacon la magnífica Galveston: A Historyof the Island, de Gary Cartwright, y conMike Reynolds, el isleño que me loprestó y que embelleció la historia consus propias e inestimables narraciones.Las informaciones más precisas sobrearmas, Texas y la Vida en las Ruinas dela Industria, las tomé del admirable BobStahl. Sage Walter, que Dios la bendiga,respondió a las preguntas sobremedicina con su habitual amabilidad. Ymi más profundo agradecimiento a ScottBaker, Sean Russell, Linda Nagata, TomPhinney, y especialmente a Maureen

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McHugh, que consiguió que siguierasiendo honesto cuando todo lo quedeseaba era mentir.

Por último, debo decir que jamáshabría terminado este libro sin el apoyoy el amor de mi madre, Kay Stewart. Y,tampoco, sin ninguno de los anteriores.