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Fernando Collantes Gutiérrez Apuntes de Historia Económica I

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Fernando Collantes Gutiérrez

Apuntes de Historia Económica I

Zaragoza, 2008

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Los siguientes textos están destinados a los alumnos de la asignatura “Historia Económica I” de la Licenciatura en Economía de la Universidad de Zaragoza, curso 2008/09.

Se ruega no utilizar fuera de este ámbito sin permiso del autor.

Fernando Collantes Gutiérrez es profesor titular de Historia e Instituciones Económicas en la Universidad de Zaragoza

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ÍNDICE

Parte primera

Capítulo 1. El desarrollo económico en perspectiva históricaCapítulo 2. Cambio demográficoCapítulo 3. Innovación tecnológicaCapítulo 4. Marco institucionalCapítulo 5. Relaciones económicas internacionales

Parte segunda

Capítulo 6. Europa noroccidentalCapítulo 7. La periferia europeaCapítulo 8. EspañaCapítulo 9. Los “nuevos países occidentales”Capítulo 10. América LatinaCapítulo 11. AsiaCapítulo 12. África

Referencias bibliográficas

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Capítulo 1

EL DESARROLLO ECONÓMICO EN PERSPECTIVA HISTÓRICA

¿Cuáles son las causas del desarrollo económico? ¿Por qué están algunos países más desarrollados que otros? ¿Por qué disfruta la población de Australia de mayor calidad de vida que la población de Bangladesh?

Estas preguntas son importantes, y los economistas debaten intensamente acerca de las mismas. Hay posturas muy diferentes, pero todo el mundo está de acuerdo en que el desarrollo económico es un proceso que se desenvuelve en el largo plazo y que, por tanto, no tiene sentido plantearnos las preguntas anteriores desde una perspectiva centrada exclusivamente en el presente. Ahí es donde entra la historia económica, siguiendo la pista del desarrollo económico en el largo plazo.

Pero no podemos aspirar a responder las preguntas anteriores sin disponer antes de algunos conocimientos básicos: ¿Cuándo comenzó el desarrollo económico? ¿En qué países lo hizo? ¿Cuándo comenzó la divergencia entre los países desarrollados y los países no desarrollados? La historia económica parte de este tipo de interrogantes para, en un paso posterior, explicar las causas del desarrollo económico.

El desarrollo como crecimiento económico

Suele decirse que la economía, como disciplina científica moderna, arranca con el escocés Adam Smith (1723-1790) y, más concretamente, con su obra Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (escrita en 1776). En esta obra, Smith intenta explicar los motivos

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por los cuales algunas sociedades eran capaces de progresar desde el punto de vista económico, mientras otras se mantenían estancadas o incluso retrocedían.1 Desde entonces, la problemática del desarrollo económico ha formado parte de las preocupaciones principales de los economistas. ¿Qué es lo que hace que unos países se desarrollen y otros no? ¿Qué deberían hacer los países pobres para salir del atraso? ¿Cómo se explica el éxito económico de determinadas sociedades? De hecho, desde mediados del siglo XX existe una rama específica de investigación económica, la economía del desarrollo, que analiza el problema del atraso económico en la parte menos desarrollada del mundo.

Y no sólo los economistas hablan de desarrollo económico. La mayor parte de los gobernantes del mundo hablan frecuentemente del desarrollo como uno de los objetivos de sus políticas. Esto es muy claro entre los gobernantes de los países menos desarrollados: en América Latina, en Asia, en África. Pero también, incluso en los países más avanzados, cierta noción de progreso económico está presente en los discursos de los gobernantes y políticos. En realidad, el término “desarrollo” ha entrado en el vocabulario popular y los ciudadanos emplean comúnmente expresiones como “país desarrollado” o “país subdesarrollado”.

¿Qué es el crecimiento económico?

Ahora bien, a pesar de que todos hablamos de “desarrollo económico” no existe un consenso al respecto de qué es lo que realmente queremos decir cuando empleamos este término. Tradicionalmente, y ya desde el propio título del libro de Smith, el desarrollo se ha entendido en términos de riqueza, de aumento en los niveles materiales de bienestar de la población. El principal indicador diseñado por los economistas para esta tarea ha sido, y continúa siendo, el Producto Interior Bruto (PIB) per cápita. El PIB mide el valor en términos monetarios de la producción realizada en los distintos sectores de la economía de un país. Por ello, si dividimos el PIB entre la población obtenemos una aproximación al nivel de ingreso de un ciudadano medio o, dicho de otro modo, al nivel medio de ingresos en el país. El nivel de PIB per cápita podría entenderse entonces como un indicador del nivel de desarrollo de un país. La evolución del PIB y el PIB per cápita a lo largo del tiempo nos reflejan entonces el crecimiento económico del país.

1 Smith (2001).

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Los historiadores económicos consideran que existen tres tipos diferentes de crecimiento económico. En primer lugar, existe la posibilidad de que un país registre un crecimiento del PIB acompañado por un crecimiento de igual magnitud de su población. En este caso, el tamaño de la economía crece (de ahí que tenga cierto sentido hablar de crecimiento), pero el ingreso medio de la población no crece (porque el crecimiento demográfico absorbe todo el aumento del PIB). Hablamos entonces de “crecimiento maltusiano”, en referencia a Robert Malthus (1766-1834), un economista cuyo trabajo hizo especial hincapié en la amenaza que el crecimiento demográfico suponía para el aumento del nivel de vida de la población.2

Los otros dos tipos de crecimiento reflejan situaciones en las que el PIB crece más deprisa que la población, por lo que el ingreso medio de la población aumenta. Se puede llegar a este resultado a través de dos mecanismos. Es posible que el ingreso medio aumente porque aumente el grado de eficiencia de la economía: porque, dadas las condiciones tecnológicas prevalecientes en ese momento, los factores productivos disponibles pasen a ser utilizados de manera más adecuada. Pero también es posible que el ingreso medio aumente porque se produzcan innovaciones que aumenten la capacidad productiva de la sociedad. En el primer caso, el crecimiento se debe a que la economía se aproxima a su frontera de posibilidades de producción (FPP). En el segundo, el crecimiento se debe a que la sociedad es capaz de expandir su FPP. El primer tipo de crecimiento se llama “crecimiento smithiano”, en referencia a Adam Smith, que enfatizó el papel de una correcta asignación de recursos en el progreso de las economías. El segundo tipo de crecimiento, por su parte, se llama “crecimiento schumpeteriano”, en referencia a Joseph Schumpeter (1883-1950), el gran pionero en el estudio de los efectos económicos de la innovación tecnológica.

¿Qué nos dicen los datos históricos sobre crecimiento?

Hasta aquí todo sencillo, pero, en la práctica, es muy difícil reconstruir la evolución histórica del PIB per cápita. Es relativamente sencillo saber qué ocurrió con la población mundial y con la población de las grandes regiones del mundo, pero es mucho más complicado imaginar cuál fue la evolución del PIB. En realidad, el PIB es una creación teórica de los economistas del siglo XX, así que no la encontraremos en las estadísticas confeccionadas por los gobiernos de siglos anteriores: son los historiadores económicos los que deben intentar construir a posteriori estimaciones sobre

2 Malthus (1988).

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el PIB en perspectiva histórica. Y esta tarea es compleja. Reconstruir correctamente el PIB de una economía requiere disponer de gran cantidad de información cuantitativa sobre los precios y cantidades vigentes en sus diferentes mercados y sectores. Cuanto más nos vamos hacia atrás en el pasado, más improbable es que el historiador económico pueda encontrar la información suficiente para reconstruir de manera plenamente fiable el PIB de los países. Llega entonces el momento de realizar supuestos y conjeturas acerca de realidades para las que no se dispone de datos directos.

El resultado final son unas estimaciones acerca de la probable evolución del PIB per cápita que, al basarse en distintos supuestos y conjeturas, están expuestas a críticas y revisiones. Son, por tanto, cifras provisionales que deben aceptarse tan sólo a grandes rasgos y como primera aproximación a un problema más complejo.3

¿Qué es lo que nos revelan estas cifras sobre el crecimiento económico en perspectiva histórica? Lo primero que nos revelan es que, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, las economías mantuvieron niveles de PIB per cápita muy bajos, próximos al nivel de subsistencia, y apenas fueron capaces de experimentar crecimiento económico (Cuadro 1.1). En el mejor de los casos, las economías acostumbraban a ser capaces de experimentar crecimiento maltusiano.

Cuadro 1.1. El crecimiento económico mundial en el muy largo plazo

PIB mundial por habitante (dólares internacionales de

1990)

Tasa media de variación anual (%)

0 4441000 435 0,001500 565 0,051820 667 0,051913 1.510 0,881998 5.709 1,58

Fuente: Maddison (2002: 263).

El crecimiento sostenido del ingreso medio de la población comenzó tarde en la historia de la humanidad. ¿Cuándo exactamente? Es muy difícil precisarlo porque carecemos de datos concluyentes y porque es difícil

3 Las cifras más comúnmente utilizadas por los historiadores económicos son las de Maddison (2002).

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localizar el punto de inflexión a partir del cual la riqueza media cambió su tendencia. Generalmente se considera que el punto de inflexión fue la llamada “revolución industrial”, que comenzó en Gran Bretaña a mediados del siglo XVIII y posteriormente se difundió hacia otros países (primero en Europa y después en el resto del mundo). La revolución industrial partió la historia económica de la humanidad en dos: antes de ella, una fase preindustrial caracterizada por un crecimiento económico muy bajo (en ocasiones crecimiento inexistente, maltusiano); a partir de ella, una fase caracterizada por lo que desde Simon Kuznets (1901-1985) se denomina “crecimiento económico moderno”.4 A lo largo de los siglos XIX y XX, la economía mundial alcanzó tasas de crecimiento muy superiores a las de cualquier siglo previo. Por ello, la evolución del PIB per cápita mundial sigue una tendencia exponencial en el muy largo plazo: apenas hubo crecimiento durante la mayor parte de la historia y, en los últimos dos siglos, se ha producido un crecimiento espectacular.

Algunos historiadores han argumentado convincentemente que no hay que dejarse engañar por el término “revolución industrial”. En realidad, el crecimiento económico de Gran Bretaña durante los años de la revolución industrial (entre, aproximadamente, 1760 y 1830) fue bastante poco revolucionario si lo comparamos con lo que hoy es habitual en las economías desarrolladas: se calcula que el PIB per cápita británico creció durante esos años a una tasa media anual en torno al uno por ciento, lo cual sería hoy tanto como hablar de indicios de desaceleración, crisis o recesión.5 Además, la economía británica no estaba estancada antes de la revolución industrial, sino que había conseguido ya un modesto crecimiento del PIB per cápita durante los dos o tres siglos previos. En realidad, casi todos los historiadores están de acuerdo en que este modesto crecimiento fue importante para que posteriormente se desencadenara la revolución industrial. Lo que esto quiere decir es que el crecimiento económico de la revolución industrial tuvo un elemento de continuidad con respecto al pasado: no sólo fue un episodio de crecimiento schumpeteriano, sino que también tuvo un elemento importante de crecimiento smithiano. De hecho, se ha encontrado que algunos de los sectores con mayor crecimiento durante esos años eran sectores bastante tradicionales desde el punto de vista tecnológico, escasamente afectados por ningún tipo de revolución.6 Por todo ello, no resulta sorprendente que muchos de los mejores economistas británicos de aquel periodo (como Adam Smith,

4 Kuznets (1973).5 Crafts (1985).6 Wrigley (1991), Berg (1987).

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David Ricardo o Robert Malthus) no fueran conscientes de estar viviendo una ruptura histórica.7

A posteriori sí podemos, sin embargo, percibir tal ruptura. La revolución industrial marcó el comienzo de una era caracterizada por el crecimiento sostenido de las economías y, por tanto, por aumentos sostenidos de la riqueza media de la población. Pero la génesis y el propio crecimiento económico de la revolución industrial británica fueron bastante graduales. La gran ruptura residía en que, después de la revolución industrial, el mundo ya no volvería a ser el mismo: la “revolución” (tecnológica, económica, comercial…) y el cambio iban a convertirse en algo cotidiano.8 Quedaba así atrás el mundo preindustrial de economías estancadas (o, en el mejor de los casos, economías de crecimiento muy lento) en las que el nivel de vida de la mayor parte de la población se situaba en las proximidades del nivel de subsistencia (o, en el mejor de los casos, se alejaba muy lentamente del nivel de subsistencia).

Países ricos, países pobres

La transición hacia el crecimiento económico moderno comenzó en Europa. Comenzó de la mano de la revolución industrial británica, y posteriormente se difundió hacia otras partes del continente. A lo largo del siglo XIX, y especialmente después del final de las guerras napoleónicas en 1815, las nuevas tecnologías, las nuevas máquinas, las nuevas formas de organización empresarial circularon por Europa y tendieron a favorecer la difusión del crecimiento moderno desde su núcleo original británico hacia el resto de países. Puede decirse que no hubo prácticamente ningún país europeo que no experimentara una cierta modernización de su economía durante este periodo.9

Sin embargo, la difusión del crecimiento económico no fue inmediata ni completa (Cuadro 1.2). Los países de la región noroccidental del continente se incorporaron paulatinamente al desarrollo económico a lo largo del siglo XIX. En torno a 1850, Francia, Bélgica y Suiza se encontraban ya en dicha situación. En torno a 1900, Alemania estaba desarrollando un proceso de industrialización que comenzaba a amenazar seriamente el tradicional liderazgo británico y los países escandinavos también estaban incorporándose al club de los países más prósperos. Pero, en esta última fecha, también era patente que el crecimiento económico

7 Este asunto es estudiado por Wrigley (1996).8 Cipolla (1987), Hobsbawm (2003A).9 Pollard (1991).

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marchaba mucho más despacio en un amplio cinturón de países que podríamos llamar la periferia europea.10

Cuadro 1.2. Niveles de ingreso medio en 1913 (números índice, Mundo = 100)

Grandes regiones Algunos países relevantes

Europa occidental 230Reino Unido 326Francia 231Alemania 242Italia 170España 149

Europa oriental 99Hungría 139Rusia 99

PIE 348Estados Unidos 351

América Latina 100Argentina 251Brasil 54

Asia 45China 37India 45Japón 92Imperio otomano 45

África 39  Egipto 48

Fuente: Maddison (2002: 185, 195, 215, 224).

Este cinturón estaba compuesto por la Europa mediterránea y oriental, siendo sus elementos más representativos España, Italia, el Imperio austro-húngaro y Rusia. Cualquiera de estos países había iniciado ya su modernización en algún momento del siglo XIX, por lo que había dejado atrás los tiempos de la economía preindustrial. Sin embargo, el crecimiento económico avanzaba con lentitud y se abría una brecha cada vez mayor entre sus niveles de ingreso per cápita y los niveles de los países noroccidentales. Aunque puede parecer paradójico, estas economías estaban progresando (porque el ingreso per cápita crecía) y, al mismo tiempo, estaban quedándose atrasadas (porque aumentaba la distancia que

10 Berend y Ránki (1982).

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separaba su ingreso per cápita del ingreso per cápita de los países noroccidentales).

Fuera de Europa, la difusión del desarrollo económico tropezó con obstáculos aún más notables y tan sólo unos pocos países lograron incorporar sus economías a la senda del crecimiento moderno. El caso más espectacular fue el de un grupo de países que llamaremos “nuevos países occidentales” (en adelante, NPO); se trata básicamente de Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Los llamamos NPO porque se trata de países que surgieron tarde en la historia mundial (nada comparable a los longevos países e imperios de Europa o Asia) y lo hicieron como consecuencia de la formación de una sociedad de rasgos indudablemente occidentales por parte de emigrantes europeos que desembarcaron en Norteamérica y Oceanía. (La cara más oscura de este proceso vino dada por las prácticas de agresión y marginación practicadas por parte de los europeos en contra de las poblaciones indígenas.) Su nivel de ingreso per cápita creció aceleradamente a lo largo del siglo XIX y, a comienzos del XX, era ya superior incluso al de Europa occidental. Los habitantes de Australia y Nueva Zelanda se encontraban probablemente entre los más prósperos del mundo, mientras que Estados Unidos iba ya camino de convertirse en el gran dominador de la economía mundial, superando a su antigua metrópoli (Gran Bretaña).

Otros países de fuerte herencia europea, los de América Latina, también consiguieron mejorar sus niveles de ingreso durante el siglo XIX, si bien sus niveles se parecían más a los de la periferia europea que a los de Europa noroccidental o los NPO.

En el mundo no occidental, las cosas eran bien diferentes. Tan sólo un país, Japón, fue capaz de incorporarse a la senda del crecimiento moderno. Lo hizo a partir de las décadas finales del siglo XIX y, a comienzos del siglo XX, dicho crecimiento aún no había sido suficiente para situar a este país entre los más prósperos del mundo. En torno a 1900, no se trataba realmente de una economía desarrollada: era más bien una economía emergente cuyo desarrollo cristalizaría a lo largo del siglo XX.

Lo cual no era poco en relación a los otros países de su entorno. En el resto del mundo no occidental, es decir, en la mayor parte del planeta, el crecimiento económico continuaba siendo muy bajo y, como consecuencia de ello, la amplia mayoría de la población continuaba atrapada en niveles de vida muy bajos, frecuentemente próximos a la subsistencia. En China, en la India, en el Imperio otomano, en África…, encontramos culturas, religiones y sistemas de gobierno muy diferentes entre sí. Pero, en todos los

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casos, encontramos un rasgo económico común: bajos niveles de ingreso. A comienzos del siglo XX, la distancia económica que separaba a Asia (dejando a un lado Japón) y África del mundo desarrollado había crecido sustancialmente. Es probable que un habitante asiático o africano medio dispusiera de un ingreso del orden de diez veces inferior al de un habitante europeo medio. Estaba formándose lo que, a partir de mediados del siglo XX, comenzaría a llamarse “subdesarrollo” o “Tercer Mundo”. (Aún hoy día, las principales bolsas de pobreza del mundo se encuentran en el sur de Asia y en África.)

¿Cuándo comenzó la gran divergencia?

La brecha entre mundo rico y mundo pobre era ya muy clara a comienzos del siglo XX, pero, ¿cuándo empezó a abrirse? En el caso de África, todo el mundo está de acuerdo en que la brecha comenzó a abrirse muy pronto, mucho antes del siglo XIX. Todo el mundo está dispuesto a aceptar que, en torno al año (pongamos) 1400, el nivel de desarrollo de las sociedades africanas era muy bajo, incluso comparado con el nivel de las todavía preindustriales economías europeas.11 (Se llega a esta conclusión examinando las carencias tecnológicas y la escasa complejidad organizativa de estas sociedades africanas.) En el caso de Asia, sin embargo, los historiadores no se ponen de acuerdo acerca del momento en el que empezó a abrirse la brecha entre una Europa que caminaba hacia el crecimiento moderno y una Asia que se quedaba atrasada. Los historiadores se refieren a esta cuestión como la cuestión de “la gran divergencia”, y la plantean especialmente en términos de una comparación entre Europa y China.

El punto de partida del debate está claro: nadie discute que, hasta aproximadamente el año 1000, la economía china estaba ligeramente por delante de la Europa, tanto en términos tecnológicos como de niveles de vida de la población. Y nadie discute tampoco que, a la altura de 1900, China, que no había tenido una revolución industrial al estilo europeo, estaba claramente por detrás. La discusión se centra en precisar cuál fue el momento intermedio en el que se inició la gran divergencia (Cuadro 1.3).

Cuadro 1.3. Estimaciones sobre el PIB per cápita de Europa y China(números índice, Inglaterra en 1800/1820 = 100)

Estimaciones de MaddisonEuropa China Europa /

China

Estimaciones de Van ZandenEuropa China Europa /

China

11 Wolf (2005).

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1000 23 26 0,89 37 53 0,701500 42 35 1,19 52 53 0,981600 48 35 1,37 52 53 0,981700 55 35 1,56 56 53 1,05

1800/20 65 35 1,84 55 53 1,051913 177 32 5,47

Fuente: Maddison (2002: 240, 260, 263), Van Zanden (2005: 27, 32-33).

Algunas reconstrucciones de PIB per cápita en perspectiva histórica sugieren que la gran divergencia comenzó a forjarse en torno al año 1000.12 A partir aproximadamente del siglo XI (es decir, en un momento perteneciente a la fase de la historia que los europeos conocemos como “Edad Media”), la economía europea habría comenzado a mostrar tasas de crecimiento ligeramente superiores a las chinas. Se trataba de tasas de crecimiento aún muy bajas (estamos aún en el periodo preindustrial), pero que permitieron a Europa ir acercándose a los niveles de China, para posteriormente superarlos en torno al año 1500. De acuerdo con esta hipótesis, existían diferencias notables entre la economía preindustrial europea y la economía preindustrial china, de tal modo que los resultados de la primera fueron sistemáticamente superiores a los de la segunda.13 Es decir, la gran divergencia habría tenido lugar ya antes de que Europa viviera su revolución industrial: la revolución industrial europea simplemente habría ensanchado una brecha que ya era importante a la altura de 1750.

Sin embargo, otras reconstrucciones históricas del PIB per cápita de Europa y China arrojan conclusiones diferentes: sugieren que la economía europea estaba bastante por detrás de la china en torno al año 1000 y que, entre 1500 y el desencadenamiento de la revolución industrial, ambas economías estuvieron prácticamente estancadas y aproximadamente a la par la una de la otra.14 Otras evidencias, sobre las características tecnológicas o los niveles de vida de la población han llevado igualmente a otros historiadores a opinar que la brecha que separaba a China de Europa a la altura de 1750 era pequeña, y que fue la revolución industrial europea (junto con la ausencia de una revolución industrial en China) lo que creó la gran divergencia. De acuerdo con esta hipótesis, las economías preindustriales de Europa y China tenían más similitudes que diferencias,

12 Maddison (2002).13 Jones (1994).14 Van Zanden (2005).

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por lo que sus resultados fueron básicamente similares (es decir, bastante pobres en ambos casos). 15

El desarrollo como cambio estructural

Aunque el PIB per cápita ofrece información relevante para valorar el nivel de desarrollo económico de los países, así como su progreso a lo largo del tiempo, hace ya muchas décadas que los libros de texto explican que el crecimiento económico (la tasa de crecimiento medio anual del PIB per cápita) no es equivalente al proceso de desarrollo económico. El crecimiento económico es uno de los componentes que forman parte de dicho proceso, pero no es el único. Generalmente, los economistas han argumentado que el desarrollo es algo más complejo que el crecimiento porque implica también la presencia de cambios estructurales en las economías y sociedades afectadas.16

De entre los muchos cambios estructurales comentados por los economistas, dos de los más llamativos son el cambio ocupacional y la urbanización. El cambio ocupacional consiste en la transformación de la estructura de la población por sectores de actividad: primario (agricultura, ganadería y pesca), secundario (minería, industria y construcción) y terciario (servicios). La urbanización, por su parte, consiste en el aumento del porcentaje de población residente en ciudades. En las economías preindustriales, la agricultura era el principal sector y la mayor parte de la población vivía en zonas rurales. En torno al 75-85 por ciento de la población activa era población agraria y un porcentaje aún mayor de la población residía en zonas rurales: no todo el 15-25 por ciento restante vivía en ciudades, sino que una parte de la actividad de los sectores secundario y terciario era realizada por población rural (artesanos, transportistas, pequeños comerciantes).17 Es llamativo apreciar que, con independencia de la gran diversidad de sistemas políticos, condiciones climatológicas o reglas culturales y religiosas, todas las economías preindustriales compartían este rasgo.

15 Pomeranz (2000).16 Kuznets (1973).17 De acuerdo con Bairoch (1997), la tasa de urbanización mundial se mantuvo

prácticamente constante entre los años 300-100 a.C., cuando estaba en torno al 10 por ciento, y el año 1700, cuando quizá se situaba en torno al 13-15 por ciento.

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Por qué el cambio estructural refleja desarrollo económico

El fuerte predominio de la agricultura dentro de la economía preindustrial era consecuencia simultánea de factores de oferta y factores de demanda. Por el lado de la oferta, hay que tener en cuenta que la productividad agraria (es decir, la producción agraria media por agricultor) era muy reducida en todas las economías preindustriales, ya que existían barreras tecnológicas (como la dependencia de convertidores energéticos ineficientes para el aprovechamiento de fuentes de energía de origen orgánico, como la luz solar) e institucionales (como el sistema feudal, en el caso europeo) que impedían un progreso agrario más significativo. Este bajo nivel de la productividad agraria obstaculizaba el crecimiento de los otros sectores (que dependían del agrario para obtener materias primas y para asegurar la alimentación de sus trabajadores) y, por ello, hacía difícil la creación de empleo en dichos sectores y el consiguiente trasvase de población activa hacia las ciudades.

A ello hay que unir los factores de demanda. Se ha comprobado empíricamente (en escenarios históricos y también en los países menos desarrollados del presente) que, cuando el nivel de renta de las personas es bajo, la proporción de renta que gastan en la satisfacción de necesidades básicas (entre ellas, en primer lugar, la alimentación) es elevada. Por ello, en las sociedades preindustriales, marcadas por la pobreza y los bajos niveles de PIB per cápita, una proporción muy elevada del consumo privado se canalizaba hacia la alimentación. De ahí que, de manera paralela, una proporción muy elevada de la población activa se empleara en la producción de alimentos. La demanda de productos industriales o de servicios era más pequeña y, por ello, no era factible un cambio ocupacional que aumentara el peso de la población empleada en estos sectores a costa de la población agraria.18

El cambio ocupacional comenzó a hacerse posible con la llegada del crecimiento moderno. Por el lado de la oferta, la innovación tecnológica (abonos químicos, maquinaria agraria) y el cambio institucional (implantación del liberalismo político y económico en Europa) favorecieron aumentos sustanciales de la productividad agraria a lo largo del siglo XIX. Una cantidad decreciente de agricultores podía ahora hacerse cargo de producir la cantidad de alimentos necesaria, liberándose mano de obra para su empleo en los otros sectores de la economía. Además, por el lado de la demanda, el aumento del ingreso per cápita asociado al crecimiento moderno permitía a los individuos destinar proporciones crecientes de dicho ingreso a gastos diferentes de los

18 Wrigley (2004).

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alimenticios. Esto abrió posibilidades de crecimiento a los sectores no agrarios y, por tanto, favoreció la creación de empleo en dichos sectores y la transferencia de población activa hacia las ciudades.

Evidencia empírica sobre cambio ocupacional y urbanización

Por todo ello, a la altura de 1900, los países incorporados al crecimiento moderno presentaban ya una estructura ocupacional diversificada, en la que el peso de la agricultura había comenzado a caer claramente por debajo del 75 por ciento (Cuadro 1.4). El Reino Unido iba por delante, pero, en general, el cambio ocupacional era claro también en el resto de Europa noroccidental y en algunos NPO, como Estados Unidos. La periferia europea, en cambio, apenas había iniciado aún su cambio ocupacional. (Algunas regiones concretas de la periferia, como Cataluña y el País Vasco en España, o el Piamonte y Lombardía en Italia, sí lo habían hecho, pero este hecho se veía oscurecido por la persistencia de estructuras ocupacionales tradicionales en las muchas otras regiones de España e Italia.) Esto ilustra que la modernización económica de la periferia durante el siglo XIX fue incompleta: por un lado, ya no se trataba de economías preindustriales, pero, por el otro, la lentitud del proceso de industrialización se reflejaba en el hecho de que algunos cambios estructurales apenas hubieran comenzado aún.

Fuera del mundo occidental, la ausencia de crecimiento moderno iba lógicamente aparejada a la ausencia de cambio estructural: la agricultura continuaba siendo el principal sector de la economía y las zonas rurales continuaban siendo el lugar de residencia de la mayor parte de la población. En este sentido, resulta ilustrativa la evolución comparada de la urbanización en Europa occidental y China (Cuadro 1.5). El nivel de urbanización era inicialmente muy bajo en ambos casos. (En Europa occidental, de hecho, a la altura del año 1000 no había ningún núcleo de población que podamos asimilar a una ciudad en el sentido actual del término.) Sin embargo, en torno a 1900, era evidente que Europa occidental estaba viviendo un proceso de urbanización (que culminaría a lo largo del siglo XX) y China, por el contrario, estaba quedándose rezagada y mantenía niveles de urbanización básicamente similares a los de siglos atrás.

Cuadro 1.5. Tasa de urbanización (porcentaje de población residente en ciudades de más de 10.000 habitantes) en Europa occidental y China

Europa occidental China

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1000 0,0 3,01500 6,1 3,81820 12,3 3,81890 31,0 4,4

Fuente: Maddison (2002: 40).

Implicaciones

Esta conexión (teórica y empírica) entre cambio estructural y crecimiento moderno ha llevado a muchos investigadores a utilizar el cambio estructural como una herramienta para desentrañar algunas de las preguntas sin resolver sobre el desarrollo económico en perspectiva histórica. En particular, se ha utilizado la evidencia disponible sobre cambio ocupacional y urbanización para comprender mejor la cronología y las características del desarrollo económico europeo: ¿cuándo comenzó dicho desarrollo? ¿Fue un fenómeno más o menos súbito, causado por la revolución industrial, o fue un fenómeno gradual cuyas raíces se hunden en la parte final del periodo preindustrial?

La investigación sobre cambio ocupacional ha revelado que, aunque la revolución industrial supuso la llegada definitiva de la era del crecimiento moderno, las raíces del desarrollo económico europeo podrían hundirse en el final del periodo preindustrial. Los investigadores han encontrado que, a la altura del siglo XVII, los Países Bajos habían avanzado en sus procesos de cambio ocupacional y urbanización, teniendo ya aproximadamente a la mitad de su población activa empleada en los sectores no agrarios y a un tercio de la población total viviendo en las ciudades (Cuadro 1.6). Esto era francamente excepcional en el contexto preindustrial, y tenía que ver con la elevada productividad de la agricultura holandesa, la hegemonía ostentada por el país en el área del comercio internacional y la tendencia ascendente del ingreso per cápita. Por ello, algunos especialistas no han dudado en considerar a la economía holandesa del siglo XVII como la “primera economía moderna”: su ingreso medio per cápita creció de manera lenta pero sostenida y se produjeron cambios estructurales como la urbanización y el declive de la agricultura dentro de la estructura ocupacional.19 No se trataba de una revolución industrial, pero sí de los inicios del desarrollo económico.

Cuadro 1.6. Indicadores de cambio estructural en Holanda e Inglaterra en 1700

19 De Vries y Van der Woude (1997).

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Holanda Inglaterra

Tasa de urbanización (%) 33 13

Estructura ocupacional (%)Sector primario 40 56Sector secundario 33 22Sector terciario 27 22

Fuente: Maddison (2002: 95).

Otro caso de cambio estructural precoz fue el de Inglaterra, que, a las puertas de la revolución industrial, mostraba ya niveles de urbanización relativamente elevados y estructuras ocupacionales bastante modernas. El peso de la agricultura en la economía inglesa de 1700 era ya más bajo de lo normal en sociedades preindustriales, lo cual sugiere que el desarrollo económico británico no comenzó con la revolución industrial, sino que partió de los modestos pero sostenidos progresos realizados por su economía preindustrial durante los dos siglos previos.20

De hecho, una interpretación más radical de la evidencia disponible sugiere que numerosas regiones europeas comenzaron a transitar por la senda del crecimiento intensivo durante el periodo 1600-1800, es decir, con anterioridad al desencadenamiento de los procesos de industrialización en la mayor parte del continente. Ello es así porque numerosas regiones vivieron durante este periodo lo que los especialistas denominan procesos de “protoindustrialización”.21 A diferencia de lo que luego sería la revolución industrial, la protoindustrialización consistió en un crecimiento del sector manufacturero protagonizado por empresas a pequeña escala (no por fábricas), que empleaban tecnología tradicional (no innovaciones tecnológicas revolucionarias) y se localizaban en zonas rurales (no en ciudades). En muchos casos, los campesinos europeos compatibilizaban su trabajo agrario con el desempeño de tareas protoindustriales (por ejemplo, transformando en sus propias casas materias primas que les proporcionaban regularmente comerciantes-empresarios). Esto quiere decir que el cambio ocupacional registrado por la economía europea entre 1600 y 1800 fue mayor de lo que sugieren las cifras que se limitan a asignar cada trabajador a un solo sector: los campesinos contabilizan como población agraria en las estadísticas, pero una parte cada vez mayor de su jornada laboral tenía que ver con el sector secundario. En otros términos: si midiéramos la estructura ocupacional en términos de horas de trabajo dedicadas a cada sector (en

20 Wrigley (1991).21 Ogilvie y Cerman (eds.) (1996).

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lugar de medirlo en términos de personas empleadas en cada sector), encontraríamos que numerosas regiones europeas (y no sólo Holanda y Gran Bretaña) ya experimentaron cierto cambio ocupacional entre 1600 y 1800.22 No tenemos datos fiables para realizar esta medición, pero parece una conjetura plausible que, en cierto sentido, el cambio ocupacional comenzara en Europa con anterioridad a la revolución industrial.

El desarrollo como aumento del bienestar

Hasta ahora nos hemos guiado por tres indicadores para evaluar el desarrollo económico de los países: el PIB per cápita, el porcentaje de población activa empleada en la agricultura, y la tasa de urbanización. Durante mucho tiempo, este tipo de indicadores fueron considerados fiables para evaluar los progresos y/o los problemas de las economías en vías de desarrollo y, por extensión, para evaluar la historia económica de los países actualmente desarrollados. Sin embargo, desde hace algún tiempo, un número creciente de investigadores está preocupado por el hecho de que estas variables puedan engañarnos. ¿Podría ser que la calidad de vida de la población de un país no aumentara a pesar de que el PIB per cápita (o el ingreso medio per cápita) de dicho país sí lo hiciera? ¿Podría ser que un aumento del empleo no agrario o un avance del proceso de urbanización no desembocaran en verdadero desarrollo económico de los países?

El economista indio Amartya Sen (n. 1933), Premio Nobel de Economía en 1998, sostiene que debemos evaluar el desarrollo económico con la ayuda de variables que midan de manera directa el progreso en la calidad de vida de las personas.23 El crecimiento económico, medido a través del aumento del PIB per cápita, no mide dicho progreso de manera directa, ya que los ingresos son solamente un medio para obtener el fin último: bienestar, calidad de vida. Disponer de ingresos elevados permite a las personas adquirir una gran cantidad de bienes y servicios en el mercado, lo cual puede liberarlas de penurias (por ejemplo, del hambre) y aumentar su calidad de vida. Pero la calidad de vida de las personas no sólo depende de su nivel de ingresos: también depende de su salud, de su nivel educativo y, más ampliamente, de las capacidades y libertades adquiridas por las

22 Jones (1997). En parte por ello, este historiador económico no duda en calificar de decadentes las líneas de investigación basadas en el concepto de “revolución industrial”.

23 Sen (2000).

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personas. Y a su vez, cada uno de estos componentes de la calidad de vida puede distribuirse muy desigualmente entre la población, por lo que sería preciso prestar atención a lo que ocurre con los ingresos, la salud, la educación y las capacidades de los distintos grupos sociales. (Por ejemplo, ¿realmente podríamos decir que está desarrollándose un país en el que aumenta la esperanza de vida media de la población, pero desciende la esperanza de vida de un determinado grupo social o etnia?) En suma, Sen propone que nos fijemos en lo que hoy día Naciones Unidas llama “desarrollo humano”, que es un concepto más amplio y más inclusivo que el simple crecimiento económico.

Tras la pista histórica del desarrollo humano

¿Cómo cambia la historia contada en el capítulo anterior si, en lugar de seguir la pista histórica del crecimiento económico y el cambio estructural, hacemos lo propio con las variables educativas y sanitarias constitutivas de “desarrollo humano”? ¿Cuáles son las implicaciones históricas de esta nueva perspectiva? Una parte de nuestra historia se mantiene más o menos igual. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, no sólo no se produjo un crecimiento económico sostenido y significativo, sino que tampoco hubo un progreso claro en materia de desarrollo humano. El problema de las poblaciones preindustriales no era solamente su bajo nivel de ingresos, sino también sus deficiencias en el resto de áreas constitutivas de desarrollo humano.

Como consecuencia de la gran incidencia de diversas enfermedades y epidemias, el riesgo de mortalidad era, por ejemplo, muy elevado. Ello era particularmente devastador para las débiles poblaciones infantiles: se estima que, en las sociedades preindustriales, uno de cada tres o cuatro bebés moría antes de cumplir su primer año de vida, lo cual las situaba por detrás de lo que hoy es común incluso en los países subdesarrollados.24 Este elevado riesgo de mortalidad hacía que la esperanza de vida fuera muy corta y apenas progresara a lo largo del periodo preindustrial. La esperanza de vida de las sociedades preindustriales se mantuvo en un arco en torno a 24-35 años durante la mayor parte del tiempo. Incluso una de las sociedades preindustriales más avanzadas, la europea, presentaba una esperanza de vida en torno a 33 años en una fecha tan tardía como finales del siglo XVIII.25 (De nuevo, este registro es mucho peor que el que

24 Bairoch (1997) estima que la tasa de mortalidad infantil de las sociedades preindustriales era cuatro veces superior a la tasa de mortalidad infantil de los países subdesarrollados del presente.

25 Bairoch (1997).

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presentan en la actualidad incluso los países subdesarrollados; véase el Cuadro 1.7) El panorama educativo y cultural no era mucho mejor: el analfabetismo estaba ampliamente extendido, la mayor parte de los niños no iban a la escuela y el nivel cultural de las poblaciones era muy bajo.26 A lo largo de su vida, las personas lograban desarrollar en escasa medida nuevas capacidades y habilidades que les permitieran prosperar económica y personalmente.

La nueva perspectiva del desarrollo humano tampoco altera la percepción básica de que, en un determinado momento no demasiado lejano en el tiempo, este escenario fue cambiando hasta llegar a la situación actual. En dicha situación, no sólo ha mejorado el ingreso per cápita, sino que también ha mejorado la condición de la población en materia de salud, educación y capacidades personales. Asimismo, la nueva perspectiva tampoco altera otra percepción básica: que este progreso del desarrollo humano fue más temprano y más rápido en el mundo occidental que en el mundo no occidental (excluido Japón). En otras palabras: la cuestión de la gran divergencia entre Europa y China sigue en pie, porque parece claro que, a la altura de 1900, la calidad de vida (y no sólo los ingresos) de los ciudadanos chinos era claramente inferior a la de los ciudadanos europeos.

26 Un dato interesante para ilustrar el escaso nivel cultural de la mayor parte de la población es que, aún en una fecha tan tardía como 1700, probablemente no había en el mundo más de veinte periódicos diarios (Bairoch 1997).

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Cuadro 1.7. Esperanza de vida al nacer (número de años)

1000 1820 1900 1999

Países hoy desarrollados 24 36 46 78Países hoy menos desarrollados 24 24 26 64

Inglaterra 40 50 77España 28 35 78Rusia 28 32 67

Estados Unidos 39 47 77

Brasil 27 36 67

China 24 71India 21 24 60Japón 34 44 81

África (media) 23 24 66

Fuente: Maddison (2002: 30-31).

Revolución industrial y desarrollo humano: el caso europeo revisitado

La principal implicación de la nueva perspectiva basada en el desarrollo humano tiene que ver con la cronología y la naturaleza del proceso europeo de desarrollo económico. Hemos visto anteriormente que, cada vez más, los investigadores se alejan de la idea inicial de que, en torno a 1750, la economía europea era, sencillamente, una economía no desarrollada y que, a partir de entonces y de la mano de la revolución industrial, se convirtió en una economía desarrollada. La perspectiva del desarrollo humano avala este escepticismo porque cuestiona ambas afirmaciones.

La primera afirmación, que la economía europea era una economía no desarrollada (sin más matices) en torno a 1750, es discutible, como sabemos, de acuerdo con los datos disponibles sobre cambio ocupacional y urbanización (al menos en Europa noroccidental), y también parece una exageración de acuerdo con las estimaciones disponibles de PIB per cápita. También parece una exageración desde la perspectiva del desarrollo humano, ya que, a lo largo de los dos siglos previos al desencadenamiento de la revolución industrial, se produjeron modestos pero sostenidos avances en la calidad de vida de las personas. Especialmente en Europa noroccidental, las familias rurales tendieron a acceder a una gama más amplia de bienes de consumo. Y, lo que es más importante, ello fue posible gracias a que las familias tendieron a intensificar su esfuerzo laboral

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(trabajando durante un mayor número de horas al año o durante un mayor número de días al año) a través de la puesta en práctica de estrategias de pluriactividad mediante las cuales los distintos miembros de la unidad familiar se empleaban en una variada gama de actividades temporales. (La participación de los campesinos en los procesos de protoindustrialización que tuvieron lugar en este periodo sería un buen ejemplo de ello.)

Algunos investigadores ven este proceso de manera pesimista, ya que es probable que la productividad por hora trabajada apenas aumentara: las familias disponían de más ingresos, pero ello se debía básicamente a que trabajaban de manera más intensa. Sin embargo, desde la perspectiva del desarrollo como desarrollo de las capacidades de las personas, es importante apreciar que las familias rurales eligieron tal estrategia y que el contexto de la economía europea durante este periodo hizo posible que tal estrategia pudiera tener éxito. Numerosas familias rurales tuvieron la posibilidad de aumentar su nivel de consumo a través de una estrategia económica que implicaba un desarrollo más pleno de sus capacidades. Algunos especialistas consideran esta senda de cambio tan relevante que han hablado del desencadenamiento de una “revolución industriosa” (una revolución de la laboriosidad) en los siglos XVII y XVIII, que habría allanado el camino para el posterior desarrollo de la revolución industrial (y el consiguiente inicio del crecimiento económico moderno sostenido en el tiempo).27

La perspectiva del desarrollo humano no sólo permite cuestionar que la economía europea fuera, sin más, una economía no desarrollada en torno a 1750, sino también que la revolución industrial la convirtiera con rapidez en una economía plenamente desarrollada. Así lo sugiere al menos la evidencia disponible sobre la calidad de vida de la clase obrera británica durante los inicios de la industrialización del país. Los investigadores han debatido apasionadamente sobre este tema, buscando las más diversas fuentes históricas que pudieran contribuir al debate. En la actualidad, la mayor parte de los especialistas considera que, si la revolución industrial comenzó a mediados del siglo XVIII, no fue hasta aproximadamente las décadas centrales del siglo XIX cuando la calidad de vida de los obreros británicos comenzó a mejorar con cierta claridad. Hasta entonces, el inicio del crecimiento moderno y el crecimiento del ingreso medio por persona apenas se trasmitieron a la calidad de vida de los trabajadores.28

Las pruebas a favor de esta hipótesis son varias. En primer lugar, la primera etapa de la industrialización británica conllevó no sólo un

27 De Vries (1994).28 Escudero (2002).

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crecimiento del ingreso medio per cápita, sino también una distribución más desigual de dicho ingreso. Los beneficios empresariales crecieron con gran fuerza, pero el poder adquisitivo de los trabajadores se mantuvo estancado. (Los salarios nominales cobrados por los trabajadores crecieron pero no lo hicieron más deprisa que la inflación, así que el salario real se mantuvo estancado.) Además, la jornada laboral de los trabajadores tendió a alargarse durante estas primeras décadas de industrialización. Los trabajadores podían llegar a trabajar durante 14 horas al día en la fábrica, lo cual es tanto como decir que, dado que el salario real se mantuvo constante, el rendimiento obtenido por cada hora de trabajo tendió a descender y, además, la clase obrera pasó a disponer de menos tiempo para el ocio, las relaciones personales, la adquisición de cultura…

Cuadro 1.8. Salud y educación durante la revolución industrial británica

1760 1800 1850

Tasa de mortalidad infantil (por mil) 174 145 156Estatura (cm.) 167,4 168,9 165,3Tasa de alfabetización adulta (%) 49 53 62

Fuente: Crafts (1997: 623). El dato sobre estatura se refiere a la estatura de los reclutas alistados en el ejército con 20-23 años de edad y que nacieron en el año correspondiente.

Los resultados de la revolución industrial británica fueron tan pobres en términos de desarrollo humano que las variables relacionadas con la salud mostraron resultados decepcionantes (Cuadro 1.8). En las ciudades británicas, la mortalidad era muy alta en comparación con las áreas rurales, y la esperanza de vida se mantuvo estancada hasta mediados del siglo XIX. Ello fue consecuencia de las graves deficiencias que las ciudades británicas arrastraban en materia higiénica y sanitaria, dado el bajo nivel de inversión en infraestructuras públicas y las pésimas condiciones de habitabilidad de las viviendas obreras. Más ampliamente, la salud de los habitantes de las ciudades inglesas se vio expuesta a problemas ambientales derivados de sus crecientes niveles de contaminación. Así, a comienzos del siglo XX, la esperanza de vida en el Reino Unido se situaba en torno a los 50 años, un registro peor que el de los países subdesarrollados de la actualidad.

El deterioro de la salud de los trabajadores se ve corroborado, además, por las evidencias disponibles sobre su estatura. Un número cada vez mayor de especialistas considera que la evolución de la estatura de las

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poblaciones del pasado es un buen indicador del desarrollo humano, ya que la estatura se encuentra muy condicionada por los niveles alimenticios y las condiciones sanitarias en que se desenvuelve el individuo. Las investigaciones han mostrado que la estatura media de los trabajadores británicos durante la revolución industrial tendió a descender, lo cual ilustra hasta qué punto su calidad de vida pudo deteriorarse a pesar de que su país (y las fábricas en las que ellos trabajaban) estuviera liderando el camino hacia el crecimiento económico moderno.

Lo dicho para Inglaterra se aplica, a grandes rasgos, para el resto de Occidente. Es cierto que, en la Europa continental, los inicios de la industrialización no tuvieron un coste tan elevado en términos de calidad de vida de la clase obrera. Las condiciones de vida en las ciudades, por ejemplo, tendieron a mejorar a lo largo del siglo XIX, con lo que los países que se fueron incorporando a la industrialización más adelante registraron costes sociales menos graves. (De hecho, en países de industrialización tardía y lenta como España, la calidad de vida en las ciudades fue superior a la calidad de vida rural desde un principio.) Sin embargo, por todas partes (en Europa y en los NPO) se registró un descenso de las estaturas medias durante la parte central del siglo XIX.29 A comienzos del siglo XX, la esperanza de vida en Europa occidental no llegaba a los 50 años, lo cual situaba a esta región por detrás de los registros de los países subdesarrollados del presente.

29 Escudero y Simón (2003).

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Capítulo 2

EL CAMBIO DEMOGRÁFICO

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la mayor parte de los habitantes del mundo han vivido vidas precarias, al borde de la subsistencia material. El final de este mundo de pobreza generalizada ha sido relativamente reciente: el comienzo del fin fue el desencadenamiento de la revolución industrial británica durante la segunda mitad del siglo XVIII. Y, aún hoy día, numerosas sociedades continúan marcadas por el atraso económico y la pobreza, dadas sus dificultades para incorporarse a la senda del desarrollo económico. A partir de este capítulo, vamos a analizar los factores que permitieron, en el caso europeo, la transición desde economías preindustriales a economías “modernas”. Es decir, la transición desde economías que propendían al estancamiento (y, por tanto, no eran capaces de generar aumentos sostenidos en el nivel de bienestar de la población) a economías que propendían al desarrollo. ¿Cuáles fueron los factores clave de la transición? ¿Por qué las economías europeas lideraron dicha transición? ¿Por qué se quedaron atrás las economías de Asia (con la única excepción de Japón) y África?

Nos centraremos en cuatro grandes “palancas” del desarrollo: el cambio demográfico, la innovación tecnológica, el marco institucional y las relaciones económicas internacionales. Comenzaremos el análisis por el ámbito de la demografía, que, al tratar sobre la evolución de la población y su estructura, nos pone frente a los protagonistas históricos del desarrollo económico. La demografía es importante porque las estructuras demográficas tienen un impacto sobre el cambio económico. Lo que ocurra con variables como la natalidad y la mortalidad no sólo es relevante para las personas afectadas: para los niños que nacen, para las personas que mueren, para los familiares y amigos que saludan los nacimientos y lloran las defunciones. También genera efectos macroeconómicos que contribuyen a explicar la dirección del cambio económico.

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El sistema demográfico preindustrial

Cuando, en alguna parte de la Europa preindustrial, un niño salía del vientre de su madre, entraba en un mundo inhóspito en el que le acechaban la privación y la enfermedad. La tasa de mortalidad infantil, es decir, el tanto por mil de niños que morían antes de alcanzar el primer año de vida, se situaba en torno al 250 por mil y ocasionalmente podía alcanzar cifras aún mayores.30 Como media, una familia podía calcular que, si tenía cuatro hijos, uno de ellos probablemente moriría antes de cumplir el primer año de vida. Si el niño superaba con éxito los primeros años, podía esperar desarrollar una vida relativamente larga, pero igualmente expuesta a los peligros de la privación y la enfermedad. Como mejor indicador de ello, la tasa de mortalidad del conjunto de la población estaba por lo general en torno al 35-40 por mil en todas las sociedades preindustriales europeas. Además, esta tasa de mortalidad podía alcanzar con cierta frecuencia valores anómalamente elevados (200-300 por mil) como consecuencia de la propagación repentina de epidemias y enfermedades. En las décadas centrales del siglo XIV, por ejemplo, toda Europa se vio azotada por la llamada “peste negra”, una enfermedad extremadamente grave transmitida por pulgas que se nutrían de la sangre de roedores infectados, y que era contagiosa de ser humano a ser humano. Se calcula que Europa pudo perder hasta un 30 por ciento de su población como consecuencia de la peste negra.31

Como consecuencia de este elevado riesgo de mortalidad, la esperanza de vida de las poblaciones preindustriales era muy baja: nunca superior a los 35 años. Esto no quiere decir que fuera extraño encontrar personas mayores de dicha edad, sino que refleja el elevado riesgo de mortalidad de los niños (cuya temprana muerte tenía la consecuencia estadística de presionar a la baja el número de años vivido como media en una determinada sociedad) y el hecho de que también los adultos estuvieran expuestos a un riesgo considerable. Ninguna sociedad preindustrial europea realizó grandes progresos en la lucha contra la mortalidad y, como consecuencia de ello, la esperanza de vida se mantenía en niveles tan bajos como 30-35 años a finales del siglo XVIII. Se trata de un registro escandalosamente negativo, probablemente el que mejor refleja la falta de desarrollo humano en las sociedades preindustriales.

30 Esto sitúa a la Europa preindustrial por detrás incluso de los países subdesarrollados del presente, cuya tasa se situaba en torno al 73 por mil a finales del siglo XX (Bairoch 1997).

31 Bairoch (1997).

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¿Por qué moría tanta gente?

Los especialistas sostienen que existen tres motivos por los que el riesgo de mortalidad era tan elevado en las sociedades preindustriales: las limitaciones del sector agrario, las malas condiciones sanitarias e higiénicas, y el bajo nivel educativo de la población.

Las limitaciones del sector agrario se reflejaban en la relativa inelasticidad de la oferta agraria, problema que explotaba en toda su gravedad a través de la generación de episodios recurrentes de hambrunas y crisis de subsistencias.32 En muchas regiones, el paulatino crecimiento de la población obligaba a poner nuevas superficies en cultivo con objeto de aumentar la oferta de alimentos. Sin embargo, las nuevas superficies eran generalmente superficies de peor calidad agronómica que las ya utilizadas con anterioridad. (En caso contrario, tales superficies habrían sido ya ocupadas.) Así, por ejemplo, mientras las tierras llanas y próximas a los ríos eran cultivadas de manera continuada, otras tierras, montañosas y menos fértiles, eran puestas en cultivo sólo en la medida en que la presión de la población obligaba a ello. El resultado era una agricultura que operaba bajo la ley de rendimientos decrecientes: el rendimiento marginal de cada nueva hectárea puesta en cultivo iba descendiendo. Como consecuencia de ello, la productividad de los agricultores disminuía y, por extensión, también lo hacía la disponibilidad de alimentos per cápita. Esto hacía disminuir el nivel de vida de las familias a través de dos vías: por un lado, reduciendo la cantidad de alimentos disponibles para el autoconsumo; y, por otro, disparando los precios de los alimentos que podían comprarse en el mercado. En principio, según la teoría económica básica, este alza de los precios podría estimular el crecimiento de la producción agraria, pero las limitaciones tecnológicas del sector y la presencia de rendimientos decrecientes hacían que la producción agraria fuera inelástica (su capacidad para expandirse era pequeña, incluso aunque existieran incentivos de precios para ello). El resultado era una crisis de subsistencias durante la cual la falta de alimentos conducía a fuertes aumentos en la tasa de mortalidad, bien fuera directamente a través de problemas de desnutrición o, lo que era más frecuente, de manera indirecta a través de la mayor facilidad que distintas enfermedades encontraban para causar estragos en una población debilitada por la mala alimentación.

Este sencillo modelo en el que la presión demográfica conduce a altas tasas de mortalidad como consecuencia de la inelasticidad de la oferta agraria está ampliamente inspirado en el trabajo del economista clásico Robert Malthus y ha sido propuesto por muchos historiadores de la

32 Kriedte (1994).

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población europea preindustrial.33 Sin embargo, el modelo simplemente describe una de las posibles secuencias de acontecimientos en la sociedad preindustrial. El propio Malthus ya advirtió que, junto con la terrible vía de ajuste que suponía el aumento de la mortalidad, la sociedad podía anticiparse al problema y establecer mecanismos preventivos para evitar un crecimiento excesivo de la población.34 Y, en efecto, como han encontrado muchos especialistas, numerosas comunidades regulaban el crecimiento de la población a través de la edad de acceso al matrimonio: en situaciones de presión demográfica elevada, las reglas y costumbres sociales podían retrasar la edad de contracción de matrimonio y, por esa vía, reducir el número de hijos que tenían los matrimonios (al reducir el número de años durante los cuales podía tener lugar la procreación).35

No sólo eso: los investigadores han encontrado que las agriculturas preindustriales no siempre estaban sujetas a la ley de los rendimientos decrecientes. Inspirados por el trabajo de la economista Ester Boserup (1910-1999), los historiadores agrarios han encontrado casos en los cuales la presión demográfica, lejos de ser un obstáculo para el cambio agrario, actuaba como condición necesaria y estímulo del mismo, al permitir el acometimiento de iniciativas novedosas que no sería posible poner en práctica con densidades de población bajas.36 Veremos en la lectura siguiente que, aún dentro de las limitaciones tecnológicas del contexto preindustrial, algunos países europeos (en especial, Inglaterra y Holanda) fueron capaces a partir del siglo XVII de generar cambios agrarios que burlaron la ley de los rendimientos decrecientes. En estos países, la oferta agraria fue más elástica a variaciones en los precios y el crecimiento de la población no generó crisis de subsistencias que desembocaran en aumentos de la mortalidad. Y, sin embargo, las tasas de mortalidad de estos países avanzados continuaban siendo relativamente altas… ¿Cómo explicar entonces estas altas tasas de mortalidad?

Un problema similar es el planteado por la mortalidad infantil. Las tasas de mortalidad infantil eran muy elevadas durante el periodo preindustrial: en torno al 250 por mil. Es decir, una parte sustancial de la mortalidad que queremos explicar consistía en bebés y niños que fallecían durante sus primeros meses o años de vida. Pero, si nos centramos en el

33 En su Ensayo sobre el principio de la población, publicado por primera vez en 1798, Malthus (1988) planteó este modelo en el marco de una argumentación más general, según la cual (y en contra de la opinión ilustrada convencional) no era posible una mejora sostenida de los niveles de vida de la población.

34 La argumentación de Malthus fue haciéndose más compleja en las ediciones posteriores de su Ensayo (por ejemplo, Malthus 1990).

35 Wrigley (1985).36 Boserup (1967).

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caso de los bebés, encontramos que, en su caso, los problemas del sector agrario no pueden ser esgrimidos como causa de su elevada mortalidad. Los bebés se alimentaban de la leche de sus madres, por lo que, durante los primeros meses de vida, se encontraban protegidos de las crisis de subsistencias que afectaban a los jóvenes, adultos y ancianos. ¿Por qué, entonces, morían tantos bebés?

Lo que todas estas objeciones plantean es que los problemas del sector agrario y, en general, la mala alimentación pueden explicar sólo en parte las altas tasas de mortalidad de la época preindustrial.37 Necesitamos otras explicaciones complementarias. Por ejemplo, tenemos que apreciar que las malas condiciones sanitarias e higiénicas de la época afectaban a todos los miembros de la familia, y quizá especialmente a los más débiles desde el punto de vista biológico. Entre los problemas sanitarios podemos contar no sólo la escasa inversión de los gobiernos en personal e instalaciones sanitarias, sino también el escaso grado de desarrollo de la investigación médica durante buena parte del periodo preindustrial. Desde el punto de vista higiénico, la vida cotidiana de las familias se enfrentaba a numerosos factores de riesgo, desde los derivados de las malas condiciones de las viviendas hasta los relacionados con la contaminación del agua disponible.

Los problemas higiénicos y sanitarios se veían agravados por la persistencia de costumbres y hábitos perjudiciales para la salud, en especial en el ámbito del cuidado de los niños. Muchos de estos hábitos podían cambiarse de manera eficaz a través de la difusión de la información pertinente y, más ampliamente, a través del sistema educativo. Sin embargo, los niveles educativos se mantuvieron bajos en todas partes durante el periodo preindustrial. Estudios sobre economías atrasadas del presente (en África, en Asia) han encontrado una relación inversa entre el nivel educativo de las madres y la tasa de mortalidad de sus hijos. Si concedemos validez a esta idea para el periodo preindustrial (suponiendo que las economías de ese periodo mantienen semejanzas importantes con las economías atrasadas del presente), los bajos niveles educativos se convierten en una de las causas de las altas tasas de mortalidad presentes en todas partes.

¿Por qué nacían tantos niños?

37 Livi-Bacci (1988).

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Las carencias alimenticias, las malas condiciones sanitarias e higiénicas y los bajos niveles educativos producían un alto riesgo de mortalidad y, por ello, lesionaban uno de los elementos básicos del desarrollo humano. Pero, además, es probable que el desarrollo humano de las sociedades preindustriales también se viera lesionado de manera indirecta (pero no menos grave) a través de una compleja cadena de implicaciones económicas derivadas del alto riesgo de mortalidad. Esta cadena parte de los efectos de la alta mortalidad sobre las decisiones de fecundidad de las familias y desemboca en los efectos de estas variables demográficas sobre la tasa de inversión y, más generalmente, la tasa de crecimiento económico de las sociedades preindustriales.

Las decisiones de fecundidad de las familias se veían afectadas por el mayor o menor riesgo de mortalidad infantil. Dado que muchos bebés y niños morían tempranamente, las familias debían tener un número elevado de hijos con el fin de compensar tales pérdidas. Dicho de otro modo: suponiendo que las familias preindustriales desearan tener un determinado número de hijos (supervivientes, se entiende), la muerte prematura de alguno(s) de ellos (o, simplemente, la previsión por parte de los padres de que tal muerte podía tener lugar) forzaba a las familias a mantener tasas de natalidad más elevadas de lo que en principio sería estrictamente necesario para tener tal número de hijos.

Pero, ¿por qué querían los matrimonios preindustriales tener un número elevado de hijos? Hay que tener en cuenta que la vida económica preindustrial estaba marcada por la precariedad y la ausencia de crecimiento sostenido: ¿por qué entonces tener un número tan elevado de hijos? Por paradójico que pueda resultar, algunos de los principales motivos eran precisamente económicos, y todos ellos remiten a los hijos como un auténtico “bien de inversión” cuyos costes debían ser soportados con objeto de acceder más tarde a diversos beneficios. Estos costes debían ser afrontados en los primeros años del ciclo familiar, cuando las economías domésticas podían llegar a situaciones críticas en las que el número de miembros no activos (entre ellos, los niños) fuera excesivamente elevada en relación al número de activos (adultos) y a la cantidad de recursos económicos que estos podían generar. Pero merecía la pena soportar estos costes porque, en el otro lado de la balanza había beneficios, y nada despreciables. En muchas regiones agrarias predominaban las explotaciones familiares, por lo que los hijos podían ser utilizados por sus padres como mano de obra gratuita (y dócil) desde una edad temprana, a menudo desde los 7-10 años. Además, más adelante, ya en su pubertad y primera vida adulta, los hijos podían aumentar los recursos económicos del hogar familiar al comenzar a desarrollar trabajos

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remunerados y contribuir con su salario al sostenimiento de la unidad familiar. (Los hijos, por ejemplo, podían emplearse como jornaleros o como pastores; las hijas, en el servicio doméstico de familias pudientes.)

Las ventajas económicas de los hijos no terminaban ahí. La mayor parte de sociedades preindustriales carecían de sistemas de seguridad social que permitieran, entre otras cosas, garantizar el sostenimiento económico de la población de mayor edad (a través, como ocurre hoy, de pensiones de jubilación). En el mundo preindustrial, conforme la capacidad física de la población mayor iba mermando, sus oportunidades de sostenerse a sí misma iban disminuyendo. Una forma de solucionar el problema consistía en la realización de transferencias intergeneracionales de recursos: los hijos contribuían al sostenimiento económico de sus padres, bien continuaran estos viviendo por su cuenta, bien se trasladaran al hogar de sus hijos.38 (Esta última opción podía ser especialmente atractiva en los casos de viudos o viudas.)

El resultado de todo ello fue que las tasas de natalidad (el número de nacimientos por cada mil habitantes) se mantuvieran muy elevadas, en torno a 35-40 por mil, y que las poblaciones preindustriales europeas desarrollaran sus vidas en el marco de un sistema demográfico de alta presión, en el que tanto la mortalidad como la natalidad eran muy altas. Y esto, además de implicar una baja esperanza de vida que puede tomarse directamente como indicador de escaso desarrollo humano, también ejercía una influencia negativa sobre el desarrollo a través de sus efectos sobre el crecimiento económico.

Los efectos macroeconómicos del sistema demográfico preindustrial

El sistema demográfico de alta presión desplegaba tales efectos a través de dos conductos: el tamaño de la población y su estructura por edades. El tamaño de las poblaciones preindustriales crecía muy lentamente, ya que las tasas de natalidad y mortalidad eran aproximadamente similares. (En realidad, la tasa de natalidad acostumbraba a ser ligeramente superior a la de mortalidad, pero, por otro lado, la tasa de mortalidad podía alcanzar valores extraordinariamente elevados en momentos puntuales, como epidemias o hambrunas.) El pequeño tamaño de las poblaciones preindustriales dificultaba la consecución de economías de escala y, según algunos investigadores, también obstaculizaba la innovación tecnológica.39

38 Reher (1988), por ejemplo, estudia estas transferencias intergeneracionales en el caso de las zonas rurales de la provincia española de Cuenca.

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Pero, además, el sistema demográfico de alta presión también generaba efectos económicos negativos a través de la estructura por edades de la población. Ésta puede medirse a través de la tasa de dependencia, que los demógrafos definen como el cociente entre la población que no está en edad de trabajar (jóvenes y ancianos) y la población en edad de trabajar (adultos). Las poblaciones preindustriales, con sus altas tasas de mortalidad infantil y sus cortas esperanzas de vida, se caracterizaban por presentar altas tasas de dependencia. Una importante implicación económica de esto es que las poblaciones preindustriales tenían un margen pequeño para el ahorro y la inversión. Al haber una proporción elevada de personas cuyo sustento económico se basaba en los ingresos o recursos percibidos por las personas adultas en edad de trabajar, resultaba difícil separar una parte sustancial de tales ingresos o recursos para actividades que no fueran las relacionadas con el consumo. Como resultado de ello, las tasas de ahorro eran bajas en todas las economías preindustriales. Las necesidades de consumo presionaban fuertemente sobre los recursos disponibles y, por lo tanto, sólo una pequeña porción de tales recursos se empleaba en actividades de inversión. Estas inversiones eran cruciales para ampliar la escala de las actividades económicas ya existentes y para crear actividades económicas nuevas; en otras palabras, eran cruciales para alimentar el crecimiento económico. Por idénticos motivos, tan sólo una pequeña parte de los recursos familiares podía destinarse a realizar inversiones en “capital humano”: mejorar las condiciones nutritivas de los hijos y favorecer su acceso a la educación. Estas inversiones no sólo habrían servido para mejorar directamente el nivel de desarrollo humano de la población, sino que, de acuerdo con la opinión de la mayor parte de economistas especializados en teoría del crecimiento, probablemente habrían contribuido a impulsar el crecimiento económico al aumentar la vitalidad y adaptabilidad de los trabajadores y, sobre todo, al aumentar la probabilidad de que se produjeran innovaciones tecnológicas.

En suma, existían distintos círculos viciosos en la interacción entre demografía y desarrollo humano. Los bajos niveles de desarrollo contribuían a través de diferentes mecanismos a generar un régimen demográfico de alta presión, pero, a su vez, dicho régimen demográfico obstaculizaba el crecimiento económico (a través de sus efectos sobre el tamaño y la estructura por edades de la población) y se convertía en sí mismo (a través de variables como la esperanza de vida) en una de las mejores pruebas de las graves carencias de las sociedades preindustriales en materia de desarrollo humano. La presencia de este tipo de círculo

39 Boserup (1983) argumenta que las bajas densidades de población han actuado históricamente como un freno al cambio tecnológico, ya que han dañado la viabilidad técnica y la rentabilidad esperada de las ideas innovadoras.

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vicioso contribuye a explicar por qué el mundo preindustrial se mantuvo en pie durante la mayor parte de la historia de la humanidad, viéndose todas las sociedades incapaces de salir de él hasta fechas relativamente recientes.

La transición demográfica

Cuando, a lo largo del siglo XIX, se abrió paso en el mundo occidental la llamada “transición demográfica”, comenzó a venirse abajo el régimen demográfico preindustrial y aumentaron las posibilidades de desarrollo de las sociedades occidentales. 40

La transición demográfica fue puesta en marcha por una caída de las tasas de mortalidad. Ya a comienzos del siglo XIX, Inglaterra mostraba una tasa de mortalidad del 24 por mil, claramente inferior al 35-40 por mil típico de las sociedades preindustriales. El resto de Europa noroccidental fue llegando a una situación similar a lo largo de la primera mitad del siglo XIX. A la altura de 1913, las tasas de mortalidad de los países occidentales se movían ya en un arco que iba desde el 14-15 por mil de Inglaterra, Suiza y los países escandinavos hasta el 21-25 por mil de España, Portugal o Rusia. La caída de las tasas de mortalidad fue especialmente significativa en el ámbito infantil: en torno a 1830, la mortalidad infantil en Europa había caído a 150-170 por mil (en comparación con 230-260 por mil del periodo preindustrial). En vísperas de la Primera Guerra Mundial, se situaba en torno al 140 por mil. La situación seguía siendo grave, ya que implicaba la muerte de uno de cada siete bebés antes de alcanzar su primer año de vida. Pero al menos había comenzado a producirse una clara mejora. Como mejor expresión de lo que ello implicaba en términos de desarrollo humano, un niño occidental que naciera en 1900 tenía ya una esperanza de vida de 46 años. Sigue siendo poco en comparación con el presente, pero era mucho en relación al arco de 25-35 años que había marcado a las poblaciones preindustriales. De hecho, la mayor parte de la población mundial (en América Latina, en África, en casi todos los países asiáticos) continuaba moviéndose dentro de ese arco y continuaba viviendo en regímenes demográficos de alta presión cuando comenzó el siglo XX.Avances en la lucha contra la mortalidad

El progreso occidental en la reducción del riesgo de mortalidad se debió a tres factores: la mejora de la alimentación de la población occidental, la

40 Este apartado está basado en Livi-Bacci (1988; 1990), Wrigley (1985), Cipolla (2000) y Bairoch (1997).

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mejora de sus condiciones higiénicas y sanitarias, y el progreso de su nivel educativo.

A lo largo del siglo XIX, los recursos alimenticios disponibles para la población europea aumentaron por dos motivos. En primer lugar, porque el desarrollo de la industrialización, unido a la intensificación de las relaciones económicas internacionales (fenómenos ambos que adquirieron en el siglo XIX un vigor hasta entonces desconocido), hizo posible que los europeos importaron productos agrarios a cambio de sus exportaciones de productos industriales. Esta posibilidad fue aprovechada especialmente en Gran Bretaña, donde una política librecambista permitió a los consumidores disponer de una oferta de productos alimenticios más abundante y barata de lo que habría sido posible si el país hubiera confiado exclusivamente en sus propios agricultores y su limitada disponibilidad de tierra.

Pero, además, en segundo lugar, la agricultura europea registró un importante progreso a lo largo del siglo XIX. Unos países antes, otros países después, todos terminaron liberalizando sus marcos institucionales: desmantelaron las instituciones propias del Antiguo Régimen, que generaban asignaciones ineficientes de recursos y hacían que los resultados agrarios de los países quedaran sistemáticamente por debajo de su potencial. El establecimiento de una mayor libertad en la utilización e intercambio de los distintos factores productivos (tierra, mano de obra y capital) contribuyó a una mejora de los resultados agrarios. (Un ejemplo pueden ser las leyes de desamortización promulgadas en España en 1833 y 1855, que tendieron a liberalizar el mercado de la tierra.) Y, junto a este progreso de tipo smithiano (basado en el acercamiento a la frontera de posibilidades de producción), la agricultura europea también registró, durante las décadas finales del siglo XIX, los inicios de un progreso schumpeteriano basado en la introducción de nuevas tecnologías. La introducción de máquinas y abonos químicos supuso el inicio de una industrialización del campo que ha continuado hasta nuestros días. Fue a finales del siglo XIX cuando, en distintas partes de Europa y en Estados Unidos, la agricultura comenzó a perder su carácter orgánico. El resultado fue una oferta agraria más elástica. Unida a las importaciones agrarias y el desmantelamiento del Antiguo Régimen, la nueva tecnología agraria puso fin a un problema que había hecho estragos en Europa durante siglos: las crisis maltusianas de subsistencia.

El siglo XIX también presenció importantes cambios en los otros dos determinantes de la mortalidad. Las condiciones higiénicas y sanitarias experimentaron una notable mejoría. El avance de la ciencia hizo posible

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disponer de vacunas para enfermedades hasta entonces mortales. Además, las condiciones sanitarias de las viviendas tendieron a mejorar. Especialmente a partir de mediados del siglo XIX, las viviendas urbanas pasaron a ser más salubres e higiénicas, lo cual redundó en una mejor salud de las familias de clase obrera. Las propias administraciones públicas (desde el Estado hasta los ayuntamientos) contribuyeron a esta mejora del entorno sanitario al aumentar su volumen de inversión en infraestructuras que, como el alcantarillado, resultaron decisivas para reducir los problemas ambientales de la vida urbana.

Por otro lado, los niveles educativos de la población occidental aumentaron de manera notable a lo largo del siglo XIX, lo cual también contribuyó a reducir las tasas de mortalidad a través de la adopción de prácticas culturales y hábitos de cuidado infantil más apropiados. La incidencia de este factor fue especialmente clara en el ámbito de la mortalidad infantil y durante la segunda mitad del siglo.

Los efectos macroeconómicos de la transición demográfica

El hecho de que mejoras en la alimentación, las condiciones sanitarias y la educación redujeran el riesgo de mortalidad fue positivo para el desarrollo no sólo de manera directa (al aumentar la calidad de vida de las personas), sino también de manera indirecta a través de una compleja cadena de interacciones demográficas y económicas. Esta cadena parte de los efectos de una mortalidad decreciente sobre las decisiones de fecundidad de las familias y desemboca en los efectos de esta variable demográfica sobre la tasa de inversión y, más ampliamente, la tasa de crecimiento económico.

La caída de la mortalidad infantil permitía a los padres obtener el número deseado de hijos sin necesidad de mantener tasas tan altas de natalidad. Este proceso de adaptación no fue, por lo general, inmediato. Las familias tardaban en percibir la caída de la mortalidad infantil como una tendencia clara (¿cómo distinguir esta tendencia estructural que hoy sabemos que fue de un simple episodio coyuntural y quizá reversible?) y, además, debían adaptar su mentalidad a las nuevas circunstancias. Hay que tener en cuenta que estamos hablando de la adopción sistemática y planificada de métodos anticonceptivos y que, incluso aunque se tratara aún de métodos tan rudimentarios como el coitus interruptus (probablemente el método anticonceptivo más utilizado a finales del siglo XIX), era precisa una cierta adaptación cultural. Por ello, la natalidad comenzó a caer con varias décadas de retraso (aproximadamente, el lapso de una generación) con respecto a la mortalidad infantil. Para el conjunto de Europa, es

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probable que la tasa de natalidad se mantuviera relativamente estable hasta bien entrado el siglo XIX (quizá hasta 1870-1890), cuando por primera vez en la historia de la humanidad comenzó a registrarse una bajada significativa de la misma (de 32 por mil en 1871-80 a 25 por mil en 1913).

En esta parte final del siglo XIX, la natalidad también tendió a disminuir en los países desarrollados como reflejo de cambios más generales que se estaban produciendo en su economía y en su sociedad. Desde el punto de vista económico, la industrialización supuso el ascenso definitivo del trabajo asalariado, con lo que la utilización de mano de obra familiar no remunerada dejó de ser tan relevante. Además, la tradicional función de los hijos como soporte económico de sus padres una vez que estos llegaban a una edad avanzada comenzó a verse aliviada por la aparición, desde finales del siglo XIX, de sistemas públicos de seguridad social y pensiones. Estos sistemas ampliaron la seguridad económica de la población anciana y redujeron así los beneficios esperados de la “inversión” en descendencia.

La caída de la natalidad completaba la transición demográfica. ¿Por qué fue esta transición positiva para el crecimiento económico? En primer lugar, porque el hecho de que la natalidad cayera de manera más tardía y lenta que la mortalidad hizo que se acelerara el crecimiento demográfico, lo cual a su vez permitió a las economías de los países correspondientes aprovechar en mayor medida economías de escala. Especialmente en las ciudades, los procesos de industrialización y modernización económica pudieron beneficiarse de la existencia de un mercado más amplio. Los costes unitarios de las empresas se redujeron al poder distribuir sus costes fijos entre un número mayor de unidades productivas (es decir: a mayor escala, menores costes fijos unitarios y, por tanto, menores costes unitarios). Además, la concentración de la población y las empresas favorecía una circulación más fluida de la información sobre nuevas tecnologías y sobre las características de los mercados, lo cual redundaba en un mejor funcionamiento de las empresas. Incluso se ha argumentado que una población más numerosa podría haber estimulado la creatividad tecnológica.

Por supuesto, el aumento de la población también generaba retos para las sociedades afectadas. La mayor presión demográfica pudo generar situaciones problemáticas en comarcas agrarias con recursos naturales escasos. Además, el proceso de urbanización requería importantes inversiones en infraestructuras y equipamientos urbanos, con objeto de mantener niveles de vida dignos para la población urbana. La experiencia de numerosos países asiáticos, latinoamericanos y africanos en las décadas

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posteriores a la Segunda Guerra Mundial sugiere que un crecimiento demográfico excesivamente acelerado puede volverse perjudicial para el desarrollo económico de los países. Da la impresión de que el caso de los países occidentales durante el siglo XIX se situó a medio camino entre dos situaciones igualmente obstaculizadoras del desarrollo: por un lado, el escenario preindustrial de poblaciones pequeñas y escaso aprovechamiento de economías de escala; por el otro, el escenario tercermundista de crecimientos demográficos tan acelerados que contribuyen a generar marginalidad social tanto en el campo como en la ciudad. Al situar a los países en un punto intermedio entre estos dos escenarios igualmente peligrosos, la transición demográfica contribuyó a impulsar el desarrollo.

Pero, además, la transición demográfica iniciada en el siglo XIX también contribuyó a la modernización económica a través de un segundo mecanismo: su efecto sobre la estructura por edades de la población. Al reducir las tasas de dependencia (como consecuencia de la caída de la natalidad y el aumento de la esperanza de vida), la transición demográfica permitía a las economías afectadas liberar recursos para el ahorro y, por tanto, para la inversión. La demografía permitía ahora que la economía contara con un motor más potente: era más factible separar recursos del consumo y destinarlos al aumento de la escala de la actividad económica o al desarrollo de actividades nuevas. De manera más indirecta, pero sin duda trascendental en el largo plazo, la transición demográfica también permitió liberar recursos para que las familias realizaran mayores inversiones en capital humano. Antes de la transición demográfica, los padres debían invertir una cantidad considerable de sus recursos en disponer de una cantidad suficiente de hijos, ya que debían tener un número elevado de hijos con objeto de equilibrar los temibles efectos de la mortalidad infantil. Con la llegada de la transición demográfica, una parte de dichos recursos fue liberada para realizar inversiones en la calidad (por contraposición a la cantidad) de la descendencia: fue posible mejorar las condiciones nutritivas de los niños y, sobre todo, fue posible dedicar recursos y tiempo a su educación formal (a la adquisición de conocimientos a través del sistema educativo). Frente al modelo preindustrial de muchos hijos con bajos niveles educativos, la transición demográfica abrió la puerta a un mundo de pocos hijos con elevados niveles educativos. Abrió la puerta, por tanto, a un mundo con mucha más capacidad para generar innovación tecnológica.

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Capítulo 3

INNOVACIÓN TECNOLÓGICA

La palanca de la riqueza: así se titula el libro más importante del historiador económico Joel Mokyr, el gran especialista en la historia del cambio tecnológico y sus efectos sobre el crecimiento económico.41 Mokyr tiene una visión bastante schumpeteriana del desarrollo: la transición de economías preindustriales a economías modernas habría sido en buena medida el resultado de la aparición de innovaciones que desplazaron sustancialmente la frontera de posibilidades de producción. La mayor creatividad tecnológica de las sociedades europeas, sobre todo desde finales del siglo XVIII, habría sido la clave de su desarrollo.

En este capítulo estudiamos en perspectiva histórica la tecnología: los instrumentos y procedimientos a través de los cuales las sociedades producen bienes y servicios. Conoceremos las características de la tecnología preindustrial, para después analizar la ruptura introducida por las tecnologías de la era industrial.

Las limitaciones de la tecnología preindustrial

El principal obstáculo tecnológico al que se enfrentaban las economías preindustriales tenía que ver con su base energética. Toda economía (también las del presente) se apoya sobre la explotación de un conjunto de fuentes de energía que permiten el desarrollo de las distintas actividades humanas (o, en términos más precisos, el desarrollo de los distintos sectores productivos). A su vez, la explotación de una determinada fuente de energía puede realizarse a través de distintos tipos de convertidores

41 Mokyr (1993).

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energéticos. La base energética, entendida como el conjunto formado por las fuentes de energía y los convertidores, establece entonces un límite máximo a la capacidad productiva de la economía.

Las economías preindustriales como economías orgánicas

Las economías preindustriales contaban con una base energética orgánica: sus principales fuentes y convertidores energéticos emanaban del funcionamiento regular de la naturaleza y el mundo biológico. La dependencia de fuentes de energía orgánicas era una característica de todos los sectores de la economía preindustrial.42

En el sector principal (el más importante en términos de su contribución al PIB y al empleo), el sector agrario, la energía solar era el punto de partida de la actividad económica. Las plantas captaban (como continúan haciendo hoy día) una parte (bien es cierto que muy pequeña) de la energía desprendida por las radiaciones solares y, a través del proceso de fotosíntesis, utilizaban dicha energía para desarrollarse. Las plantas se erigían así en convertidores de energía solar. El resultado podía dar lugar a tres tipos de espacio agrario. El primero eran las superficies de cultivo, en las que la energía solar era aprovechada (vía fotosíntesis) para producir alimentos para el consumo humano. En el caso europeo, existían lógicamente muchas producciones agrícolas diferentes en función de las características geográficas y medioambientales de cada región, pero los cereales eran sin duda el principal cultivo. El segundo tipo de espacio agrario eran las superficies de pasto. En ellas, la energía solar era aprovechada para producir alimentos para el consumo de la cabaña ganadera. A su vez, el rendimiento económico de la cabaña ganadera se manifestaba en distintos frentes: los animales podían servir para la alimentación humana (si bien en pequeñas proporciones, dados los altos precios que solía alcanzar la carne, en especial la vacuna), podían proporcionar materias primas para la industria (en especial, la lana de las ovejas, que servía de base a la principal rama de la manufactura preindustrial: la industria textil) y, finalmente, podían convertirse en una fuente de energía para las faenas agrícolas o el transporte (en especial, bueyes y mulas, que podían tirar de los arados y/o cargar mercancías sobre sus lomos, además de fertilizar los campos con sus excrementos). Finalmente, el tercer tipo de espacio eran los bosques, de donde se extraían madera y carbón vegetal. La madera tenía múltiples aplicaciones en la economía preindustrial: estaba presente en todo tipo de construcciones (por ejemplo, en la mayor parte de edificios) y herramientas (por ejemplo, la

42 La mayor parte de este apartado está basado en Wrigley (1991; 1996; 2004).

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mayor parte de herramientas agrícolas) y, además, podía convertirse en una fuente de energía a través de procesos de combustión. Ésta última era también la función que desempeñaba el carbón vegetal.

Los sectores secundario y terciario también se apoyaban sobre una base energética de carácter orgánico. Las manufacturas preindustriales utilizaban máquinas que convertían la energía hidráulica y la energía eólica. Molinos y norias, convenientemente situados junto a los cursos altos de los ríos (donde más pronunciada era la pendiente y, por lo tanto, con mayor fuerza caía el agua) o en zonas caracterizadas por la intensidad de sus vientos, convertían la energía hidráulica y la energía eólica en movimiento de rudimentarias máquinas. Los telares de las industrias textiles, los fuelles y martillos de las industrias metalúrgicas, las serrerías… basaban su actividad económica en el aprovechamiento de este tipo de fuentes de energía. Otra posibilidad era recurrir a la combustión de madera.

En el sector terciario, por su parte, es significativo el grado de dependencia que el transporte (una actividad de importancia estratégica) mostraba con respecto a fuentes de energía orgánicas. El transporte terrestre se basaba en el empleo de animales (generalmente, tirando de carros cargados de mercancías), por lo que era bastante lento. Más rápido y económico resultaba el transporte que se apoyaba en la fuerza combinada del agua y el viento: transporte fluvial y transporte marítimo. Pero, en ambos casos, se trataba de una base energética de carácter orgánico.

Las energías orgánicas como factores limitantes del crecimiento

Las implicaciones económicas derivadas de que todos los sectores de la economía preindustrial se apoyaran en una base energética orgánica eran decisivas. Las fuentes de energía orgánicas eran, por su propia naturaleza, renovables y no propendían al agotamiento por sobreexplotación (como sí ocurre, por el contrario, con las fuentes de energía inorgánicas que, como el carbón o el petróleo, han ocupado el centro de la escena a continuación). Por ello, la economía preindustrial era (a grandes rasgos) ajena a problemas que hoy se han vuelto cruciales, como el de la sostenibilidad ambiental de las actividades económicas. Sin embargo, la base energética orgánica garantizaba una cantidad muy pequeña de energía por trabajador. Es cierto que las radiaciones solares contenían una enorme cantidad de energía, pero su conversión a través de la fotosíntesis captaba apenas una mínima fracción de la misma. Otras formas más indirectas de aprovechar esa energía, como la cría de animales, resultaban aún más ineficientes desde el punto de vista de la conversión energética. Las otras fuentes de energía

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orgánicas, como la madera, la energía hidráulica y la energía eólica, también se caracterizaban por proporcionar cantidades de energía bastante pequeñas.

Los problemas económicos de las energías orgánicas iban más allá. Por su propia naturaleza, la mayor parte de estas fuentes de energía estaban expuestas a un suministro irregular. Un empresario podía instalar una fábrica textil junto al curso alto de un río, con idea de que la fuerza del agua accionara los molinos de la fábrica y estos, a su vez, transmitieran dicho movimiento a las máquinas situadas en el interior de la fábrica. Pero la cantidad de agua que caería por el cauce del río era una incógnita, y podía experimentar grandes fluctuaciones a lo largo del año (en función, por ejemplo, de la evolución de las precipitaciones en la zona). Además, las fuentes de energía orgánicas no eran, con la excepción de la madera, susceptibles de almacenamiento. Era (y sigue siendo) imposible almacenar energía hidráulica excedente y disponer de ella en los momentos del año en los que el río bajara con poco agua. Lo mismo ocurría con la energía eólica, aprovechada a través de molinos: su suministro era irregular (a veces sopla el viento y a veces no) y no había forma de almacenar excedentes. Esto afectaba negativamente a las actividades de las empresas, que no podían adaptar su disponibilidad de energía a las necesidades del negocio.

Las fuentes orgánicas, por tanto, proporcionaban una cantidad pequeña de energía por trabajador y, además, no podían asegurar un suministro regular y adaptable a las necesidades concretas de las empresas. En consecuencia, el carácter orgánico de la base energética se erigía en la principal restricción tecnológica al crecimiento de las economías preindustriales. Algunos investigadores han propuesto, en esta línea, que veamos el crecimiento preindustrial en términos asintóticos: era posible cierto crecimiento, pero el crecimiento terminaba encontrando un techo (una asíntota superior) como consecuencia del “cuello de botella” generado por la escasez energética. De ahí el estancamiento a largo plazo de las economías preindustriales. La energía actuaba como “cuello de botella” del desarrollo económico porque impedía que el crecimiento de los distintos sectores de la economía se sostuviera en el tiempo. Así, las fases de (lento) crecimiento eran seguidas por fases de estancamiento (o retroceso), en las que se manifestaban tensiones entre los distintos sectores para competir por el acceso a las fuentes de energía y proseguir en su crecimiento. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que un mismo conjunto de fuentes de energía (fuentes de energía, por otro lado, no demasiado potentes) sostenía todos los sectores, por lo que podían darse situaciones en las que la continuación del crecimiento en uno de los sectores sólo pudiera ser posible a costa de reasignar energía en contra de otro de los sectores.

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Por ejemplo, si una sociedad preindustrial se enfrentaba a un problema de escasez relativa de alimentos, podía aumentar la superficie de cultivos y obtener así una mayor producción agrícola. Sin embargo, para aumentar la superficie de cultivos generalmente era necesario reducir la superficie de pastos de la comarca. El resultado era entonces contraproducente para otros sectores de la economía e incluso podía volverse en contra de la propia agricultura. Si se optaba por reducir la superficie de pastos, se reducía el tamaño de la cabaña ganadera, lo cual restaba energía al sector del transporte y, muy probablemente, restaba energía al propio sector agrario al reducir la disponibilidad de animales para su trabajo en la explotación agraria, así como la disponibilidad de fertilizantes naturales para dicha explotación. Precisamente porque la oferta de fertilizantes naturales estaba expuesta a estos límites, los agricultores preindustriales debían dejar en barbecho amplias superficies de sus explotaciones, con objeto de que aquéllas recuperaran su fertilidad después de haber sido puestas en cultivo. Era preciso que los agricultores diseñaran una estrategia de rotación de cultivos, de tal modo que una misma superficie se destinara en años alternos a diferentes tipos de cultivo y barbecho. Lógicamente, esto hacía que los rendimientos agrarios (la producción agraria de la explotación dividida entre su superficie total, incluyendo la superficie dejada en barbecho) fueran muy reducidos.

Del mismo modo, las posibilidades de crecimiento de los sectores no agrarios se veían fuertemente condicionadas por la senda de evolución del sector agrario. Hay que tener en cuenta que los sectores no agrarios dependían del sector agrario para la obtención de materias primas y fuentes de energía. La rama más importante de la manufactura preindustrial era la industria alimentaria, que precisamente se encargaba de transformar productos agrarios (por ejemplo, transformando el grano cosechado en pan para el consumo humano). A continuación, la siguiente rama en importancia era la manufactura textil y, dentro de ella, la manufactura textil lanera. (Otras materias primas textiles, como el lino, la seda o, menos frecuentemente en Europa, el algodón también se extraían del sector agrario.) El sector de la construcción, por su parte, hacía un amplio uso de la madera. Y el sector del transporte terrestre necesitaba animales, es decir, necesitaba que la actividad ganadera mantuviera un cierto nivel. Estas interrelaciones podían terminar generando situaciones en las que sostener a lo largo del tiempo el crecimiento de un determinado sector sólo pudiera hacerse en detrimento de las posibilidades de crecimiento de otro. Especialmente en fases de crecimiento de la población (que serían, en principio, fases en las que las empresas manufactureras podrían esperar tener una demanda expansiva), la necesidad de aumentar la producción de

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alimentos podía chocar con los deseos de las empresas manufactureras de obtener materias primas de origen agrario. En el caso de la manufactura textil, por ejemplo, el cultivo del lino y la obtención de lana (que requería la reserva de superficies para la alimentación de las ovejas) podían competir por el uso del suelo con los cultivos para la alimentación humana. Era difícil, en estas condiciones, sostener a lo largo del tiempo un crecimiento de todos los sectores de la economía, ya que terminaba desatándose una competencia entre ellos por el acceso a recursos escasos, en último término recursos energéticos escasos.

¿Hubo innovación durante la era preindustrial?

Por supuesto, la tecnología de la Europa preindustrial fue mejorando a lo largo de los siglos, permitiendo un aprovechamiento más eficiente de estos recursos energéticos escasos.43 A lo largo de la Edad Media, se mejoraron los modelos de arado y, en general, el modo de utilizar el ganado como fuerza de tiro para el desempeño de las faenas agrícolas. Esto permitió que numerosas regiones europeas expandieran su superficie de cultivo a costa de territorios boscosos mal comunicados, que hasta entonces no habían sido objeto de explotación económica. Se trataba de una especie de “colonización interior” en la que el crecimiento agrícola no se realizaba en detrimento de otros sectores de actividad.

Más adelante, a partir del siglo XVII, los agricultores holandeses e ingleses modernizaron la rotación de los cultivos dentro de sus explotaciones y fueron capaces de generar un círculo virtuoso entre cultivos para consumo humano y cultivos para la alimentación de la cabaña ganadera. Las nuevas plantas forrajeras no sólo contribuían al sostenimiento de los animales (y, por tanto, a la oferta de fuerza de tiro y fertilizantes para la propia explotación), sino que también contribuían a restaurar la fertilidad del suelo, lo cual disminuía la proporción de superficie que debía dejarse en barbecho. Los historiadores han hablado aquí de una “revolución agrícola” que permitió expandir simultáneamente la producción agrícola y la producción ganadera, convirtiendo la competencia entre ambos subsectores por el uso del suelo en una complementariedad de la que ambos salían ganando.

También fuera de la agricultura hubo cambio tecnológico: se mejoraron el diseño y las prestaciones de los molinos de agua y los molinos de viento, y, muy especialmente, el sector del transporte marítimo alcanzó un renovado dinamismo a partir del siglo XV, sobre la base del progreso

43 Mokyr (1993), Cipolla (2002).

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realizado por los europeos en el campo de las técnicas de navegación y la construcción de barcos. (Este progreso, de hecho, permitió a los europeos emprender una expansión colonialista por el resto de continentes.)

Pero, a pesar de todo ello, la cantidad de energía que podía extraerse era reducida y, a partir de determinados niveles, tendía a actuar como un factor limitante del crecimiento económico. La huida de este escenario sólo sería posible con la introducción de fuentes de energía inorgánicas, inicialmente el carbón. La combustión del carbón garantizaría cantidades muy superiores de energía por trabajador, y además las garantizaría de manera regular y adaptada a las necesidades de las empresas (ya que el carbón era susceptible de almacenamiento). Durante el periodo preindustrial, sin embargo, los usos económicos del carbón fueron muy reducidos. Siempre estuvo ahí, en el subsuelo, aguardando ser explotado, pero inicialmente tan sólo fue utilizado como combustible para la calefacción doméstica. Así ocurrió en la Inglaterra del siglo XVII, en la que la paulatina expansión de la economía preindustrial provocó la deforestación de los entornos rurales más próximos a las ciudades y encareció la madera, estimulando la introducción de sustitutos más baratos como el carbón. Pero ni siquiera esto fue un fenómeno general a escala europea. Habría que esperar a la revolución industrial, y a la innovación tecnológica representada por nuevos convertidores energéticos como la máquina de vapor, para que la economía europea se adentrara por la senda del crecimiento económico moderno.

Innovaciones tecnológicas que cambiaron la historia

El determinante más inmediato de la aceleración del desarrollo económico durante el siglo XIX largo fue el cambio tecnológico. Entre 1780 y 1913, las economías occidentales se vieron convulsionadas por la introducción de nuevas tecnologías, cuyos efectos se difundieron por todo el tejido económico.44 El resultado fue la ruptura de los límites que hasta entonces habían actuado sobre el crecimiento económico. De un mundo marcado por el crecimiento asintótico, expuesto a límites próximos, se pasó a un mundo de crecimiento exponencial, en el que el aumento sostenido del ingreso per cápita se convirtió en algo cotidiano.

44 Mokyr (1993), Cameron y Neal (2005) y Bairoch (1997) proporcionan buenas panorámicas sobre el cambio tecnológico en este periodo.

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Hacia economías de base inorgánica

Los cambios tecnológicos ocurridos durante el siglo XIX largo fueron muchos, pero el más importante fue probablemente la transformación de la base energética.45 Atrás quedó la base energética de carácter orgánico, propia de las economías preindustriales. En su lugar, el carbón se convirtió en el pilar de una base energética de carácter inorgánico. (Tan sólo muy al final de nuestro periodo, comenzó a surgir otro combustible fósil, el petróleo, llamado a desempeñar una función no menos decisiva para la economía del siglo XX.) Las implicaciones económicas del carbón fueron mayúsculas, ya que se trataba de una fuente de energía mucho más potente que las anteriores (podía garantizar una cantidad mucho mayor de energía por trabajador, lo cual permitía alcanzar niveles mucho mayores de productividad laboral) y cuyo suministro era más regular (dado que la oferta de carbón no dependía de fenómenos como la lluvia o el viento) y flexible (dado que el carbón podía ser almacenado y transportado en función de las necesidades de las empresas). Con el carbón, la energía dejaba de ser un factor limitante del crecimiento económico: se entraba en un mundo de crecimiento exponencial.

El carbón llevaba ahí, en el subsuelo, muchos siglos, pero no fue hasta finales del siglo XVIII cuando su enorme potencial económico comenzó a hacerse realidad. Desde largo tiempo atrás, los ingleses venían usando el abundante carbón de su subsuelo como sustituto de la madera (cada vez más escasa como consecuencia del desarrollo de una economía orgánica avanzada), pero solamente para la calefacción de las casas. La aplicación del carbón a los procesos productivos industriales requería una innovación tecnológica decisiva: la aparición de algún tipo de convertidor que fuera capaz de transformar la energía calorífica generada por la combustión del carbón en energía cinética capaz de impulsar el movimiento de una máquina. A lo largo del siglo XVIII se intensificaron los esfuerzos por encontrar un convertidor adecuado y, en la década de 1780, se difundió el modelo de convertidor llamado a convertirse en el gran símbolo de la revolución industrial inglesa: la máquina de vapor de James Watt. Se trataba de una máquina en la que el calor derivado de la combustión del carbón se transformaba en vapor, y este vapor accionaba un émbolo que, convenientemente conectado a través de ejes, servía de base para el movimiento de máquinas industriales. Lo mismo podía utilizarse para agilizar el trabajo en las minas de carbón que para accionar telares en fábricas textiles (o, como luego ocurriría, para alimentar el movimiento de una innovación revolucionaria: el ferrocarril).

45 Wrigley (1996; 2004).

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El binomio formado por el carbón (como fuente de energía) y la máquina de vapor (como convertidor energético) revolucionó la economía inglesa. La producción del sector textil se disparó como consecuencia de la aparición de un nuevo “bloque tecnológico” en el que, además de la nueva fuente de energía y el nuevo convertidor, figuraban nuevas máquinas que aumentaban enormemente la productividad del trabajo, tanto en la fase del hilado (fabricación de hilos a partir de la materia prima) como en la fase del tejido (fabricación de prendas de vestir y otros productos textiles a partir de hilos). Por su parte, la industria siderúrgica también experimentó su propia revolución, como consecuencia del descubrimiento de nuevos y mejores procedimientos para transformar, con la ayuda de la energía del carbón, el mineral de hierro en hierro fundido. (Un hito decisivo en esta historia fue la invención del horno de pudelado de Henry Cort.) La primera etapa de la revolución industrial británica, aproximadamente entre 1780 y 1830, se basó así en el gran dinamismo del sector textil (y, dentro de éste, especialmente el textil del algodón, cuya tecnología para la mecanización había avanzado más deprisa) y el sector siderúrgico.

A partir de la década de 1830, el cambio tecnológico más rompedor se localizó en el sector del transporte terrestre. Hasta entonces, el sector había mantenido una base energética orgánica (los animales tiraban de carros en los que viajaban las mercancías y los transportistas) y, como tal, tenía un potencial de crecimiento limitado. En la década de 1830 entró en funcionamiento el primer ferrocarril moderno, que suponía la incorporación del binomio carbón-vapor al transporte terrestre. En las décadas siguientes, la pequeña isla de Gran Bretaña fue llenándose de vías férreas y, con algo de retraso (pero no demasiado), el resto de países europeos (así como Estados Unidos) se lanzaron a la construcción de sus sistemas ferroviarios. La revolución que esto supuso es difícil de exagerar: ahora era más barato y más seguro transportar mercancías, de donde se derivó un fuerte aumento de las mercancías transportadas. Los mercados regionales de cada país, hasta entonces relativamente aislados, pasaron a integrarse más estrechamente en un único mercado nacional. Se abría así la posibilidad de que la economía nacional operara con mayores niveles de eficiencia, ya que ganaban un nuevo impulso los procesos de especialización regional en función de ventajas comparativas (¿cómo especializarse en sólo unas pocas producciones antes de que la tecnología del transporte asegurara un abastecimiento barato y regular del resto de mercancías?).

La revolución de los transportes alcanzó un nuevo hito a partir de la década de 1870, cuando la tecnología del vapor se volvió dominante en el sector del transporte marítimo. Hasta entonces, había predominado la navegación basada en el viento y las corrientes marinas, un sistema que

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había progresado desde al menos 1400 pero que estaba expuesto a límites claros. La llegada de los nuevos barcos de vapor fue un paso decisivo en la formación de una economía global, ya que permitió conectar de manera más rápida ciudades y países situados a larga distancia los unos de los otros. La revolución de los transportes marítimos permitió expandir el comercio internacional (especialmente, en el caso de bienes de elevado peso como los bienes agrarios, cuyo tráfico no resultaba suficientemente rentable con el sistema tradicional de navegación) y las migraciones internacionales (ya que abarató el coste de los viajes intercontinentales, por ejemplo entre Europa y América). Esta revolución se vio completada por otra paralela en el plano de las comunicaciones: el telégrafo hizo por la rápida circulación de la información lo que el ferrocarril y el barco de vapor hacían por el comercio y las migraciones. La innovación tecnológica estaba creando un mundo cada vez más global y, por esa vía, estaba aumentando el potencial de crecimiento económico.

La “segunda” revolución industrial

Por aquel entonces, a partir de aproximadamente 1870, la innovación tecnológica en el sector industrial entró también en una nueva fase. Aunque, en parte, la nueva fase desarrollaba cambios tecnológicos sobre la base de los cambios de la revolución industrial (y, en particular, de la utilización de fuentes de energía inorgánicas), en parte se trataba también de una ruptura con respecto a dichos cambios. Por ello, muchos especialistas hablan de esta nueva oleada de cambio tecnológico como una “segunda” revolución industrial.46 La ruptura residía en que las nuevas innovaciones tecnológicas eran mucho más intensivas en conocimiento de lo que lo habían sido las de la (primera) revolución industrial. Las nuevas innovaciones estaban mucho más ligadas a descubrimientos científicos recientes (en contraste con la primera revolución industrial, que se basó en la utilización de principios científicos conocidos desde mucho tiempo atrás), y el prototipo del innovador dejó de ser el emprendedor individual (gente como Watt, cuyos conocimientos técnicos eran rudimentarios y cuyo método consistía en un proceso iterativo de ensayo y error) y pasó a serlo el departamento de investigación de la gran empresa, compuesto por científicos y técnicos exclusivamente dedicados a esta tarea después de haber pasado un número elevado de años en el sistema educativo. (Todo esto fue unido a otros cambios paralelos e interrelacionados, como el ascenso de la gran empresa multifuncional en detrimento de la fábrica

46 Landes (1979). Para otros, como Freeman y Louça (2001) y Tylecote (1993), esta sería en realidad la tercera oleada de cambio tecnológico, tras la (primera) revolución industrial y la era del ferrocarril.

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propia de la primera revolución industrial y la pérdida del liderazgo industrial inglés a manos de Estados Unidos.)

Las innovaciones de la segunda revolución industrial dieron un nuevo impulso al crecimiento económico de Occidente durante las décadas previas a la Primera Guerra Mundial. Gracias a ellas, los procesos de industrialización entraron en una fase más diversificada, en la que se reforzaron las interacciones positivas entre los distintos sectores (especialmente, entre los sectores productores de bienes de consumo y los sectores productores de bienes de inversión). La industrialización no sólo se expandía: también se hacía cada vez más profunda. En el sector siderúrgico, la innovación principal fue el desarrollo de nuevos y mejores procedimientos para la fabricación de acero, que pasó a convertirse en un material estratégico para todas las economías en razón de sus ventajas técnicas con respecto al hierro (por ejemplo, su mayor resistencia). Por otro lado, la innovación tecnológica también desembocó en la aparición de un nuevo sector: la industria química. Del mismo modo que el acero iba a difundirse por numerosas ramas de la economía occidental, también los productos de la industria química tenían numerosas aplicaciones: lo mismo se encontraban en los procesos productivos del sector textil (para teñir las prendas de vestir) que en los de la industria papelera, la emergente industria farmacéutica o el propio sector agrario (fertilizantes químicos).

En realidad, el sector agrario fue otro de los grandes protagonistas de la segunda revolución industrial. El campo comenzó a vivir un auténtico proceso de industrialización con la llegada de nuevas máquinas que aumentaban la productividad del trabajo (como las cosechadoras o las segadoras) y fertilizantes químicos que restauraban la productividad de la tierra (haciendo cada vez menos necesario mantener superficies en barbecho como medio de preservar dicha productividad). La importancia macroeconómica de estas transformaciones agrarias fue muy grande, ya que, durante prácticamente un siglo (entre, aproximadamente, 1780 y 1870), las innovaciones tecnológicas se habían concentrado peligrosamente en los sectores no agrarios. El crecimiento no agrario no podía continuar indefinidamente si no se veía acompañado de un crecimiento agrario más intenso, que abasteciera a los sectores no agrarios de mano de obra (liberando trabajadores de la agricultura para su empleo en otros sectores) y alimentos para dicha mano de obra. Durante prácticamente un siglo, las economías europeas debieron buscar soluciones smithianas a estos problemas: en el plano doméstico, hacer lo posible por aumentar la eficiencia de su agricultura orgánica (por el camino de la “revolución agrícola” iniciada en el siglo XVII por Holanda e Inglaterra); en el plano exterior, abrir sus puertas a la importación de productos agrarios de países

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en los que (como en Estados Unidos, Canadá o el Cono Sur latinoamericano) la tierra era abundante (solución practicada en Gran Bretaña, pero difícilmente trasplantable a países europeos menos industrializados y por tanto con más población empleada en la agricultura). A partir de ahora, en cambio, la tensión entre crecimiento industrial y crecimiento agrario podía empezar a resolverse también por una vía más schumpeteriana, gracias a la aparición del nuevo racimo de innovaciones tecnológicas en la agricultura.

Esta auténtica explosión de la creatividad tecnológica a lo largo del siglo XIX largo culminó en la gestación de dos innovaciones que marcarían la vida económica del siglo XX. Por un lado, una nueva forma de aprovechar la energía: la electricidad, mucho más maleable y flexible que el carbón. Por el otro, el motor de combustión interna, que permitía convertir la energía generada por la combustión de derivados del petróleo (como la gasolina) en movimiento de un automóvil. La industria del automóvil sería uno de los grandes pilares del crecimiento de la economía mundial durante el siglo XX, al tiempo que el automóvil en sí revolucionaría la vida de las familias occidentales (y, con el tiempo, de una porción cada vez mayor de familias no occidentales) y, por el camino, el petróleo terminaría convertido en el elemento central de la base energética de todos los países.

¿Y por qué de repente tanta creatividad tecnológica?

¿Por qué se aceleró de este modo la creatividad tecnológica durante el siglo XIX largo? La creatividad tecnológica británica a lo largo del siglo XVIII, que culminó en la revolución industrial basada en el binomio carbón-vapor, tuvo en parte que ver con el hecho de que se juntaran en un mismo país una economía orgánica avanzada (con lo que ello implicaba en términos de agotamiento de recursos clave, como la tierra y la madera, pero también en términos de saber hacer empresarial y conocimientos técnicos) y abundantes reservas de carbón en su subsuelo.

A su vez, que los empresarios británicos hicieran frente al desafío de manera tan activa tuvo que ver con la presencia desde el siglo XVII de un marco institucional caracterizado por el protagonismo del mercado como mecanismo de coordinación de las decisiones económicas y, por tanto, una estructura de incentivos favorable a la asunción de riesgos empresariales y la adopción de comportamientos innovadores. Y, a partir de 1870, parece claro que las sociedades occidentales no sólo disponían de una estructura de incentivos favorable a la innovación, sino que también contaban con

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mecanismos para canalizar recursos hacia la acumulación de capital humano y la innovación tecnológica: así era dentro de unas familias embarcadas en la transición demográfica que veían caer la tasa de dependencia, y así era (sobre todo) en las grandes empresas industriales que lideraban la economía de los países más dinámicos (como Estados Unidos y Alemania). Así, con los incentivos proporcionados por una economía de mercado, la innovación tecnológica se erigió como palanca de la riqueza.

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Capítulo 4

EL MARCO INSTITUCIONAL

“Las instituciones constituyen la estructura de incentivos de una sociedad y, en consecuencia, las instituciones políticas y económicas son los determinantes subyacentes de los resultados económicos”. Así se expresaba Douglass North, un historiador económico, en la introducción de su discurso de aceptación del Premio Nobel de Economía del año 1993.47 En los quince años que han pasado desde entonces, la idea de que el marco institucional es un factor decisivo en el desarrollo (o falta de desarrollo) de las sociedades se ha convertido en una idea ampliamente aceptada por la comunidad científica.

Mientras que la tecnología hace referencia a la relación entre el ser humano y los recursos productivos a su disposición, el marco institucional se refiere a las relaciones que se establecen entre los seres humanos: el marco institucional es el conjunto de organizaciones y reglas (formales o informales) que regulan la interacción de los sujetos económicos. Unos marcos institucionales son más favorables que otros para impulsar el desarrollo. Esta idea puede aplicarse tanto en el tiempo (para explicar por qué el desarrollo moderno de las economías occidentales es tan reciente) como en el espacio (para explicar las diferencias de resultados de desarrollo entre unas y otras economías).

El marco institucional como obstáculo al desarrollo de las economías preindustriales

El marco institucional de las economías preindustriales era muy variado en las diferentes regiones del mundo. Factores históricos, políticos, culturales y religiosos diferenciaban notablemente a las civilizaciones y sociedades

47 North (1994).

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preindustriales. Por ejemplo, la Europa feudal era muy distinta del Imperio chino, y ambas eran a su vez muy distintas de las sociedades de cazadores y recolectores que poblaban numerosos rincones de América y África. Sin embargo, desde el punto de vista económico existía un rasgo común a todas las sociedades preindustriales: su marco institucional era muy poco favorecedor del desarrollo.

El feudalismo europeo

El feudalismo fue un sistema de organización social que marcó la historia europea desde la caída del Imperio romano en el siglo V hasta un momento muy posterior sobre el que los especialistas continúan discutiendo. Para algunos, el feudalismo no desapareció completamente del escenario europeo hasta el siglo XIX, cuando todos los gobiernos implantaron reformas institucionales que abolieron definitivamente algunas de las regulaciones feudales aún persistentes. Para otros, el feudalismo ya había terminado mucho antes, quizá en torno a 1400. En varias partes de Europa, entre los siglos XV y XVIII se produjeron distintos cambios institucionales que pueden entenderse como constituyentes de una larga transición hacia otro marco institucional diferente: el de la economía de mercado. (De hecho, en países como Inglaterra u Holanda, es probable que fuera durante este periodo, y no durante el siglo XIX, cuando se completara la transición institucional hacia una economía de mercado.)

El feudalismo se basaba en una diferenciación jurídica entre una reducida minoría de grupos sociales privilegiados y el resto de la sociedad. Los grupos privilegiados incluían distintos tipos de reyes y príncipes, que en principio se situaban en la cúspide de la pirámide social. Sin embargo, el poder auténtico estaba muy descentralizado a escala espacial, y era ostentado por la nobleza y el clero a través de pequeñas unidades económicas, sociales y jurídicas llamadas señoríos. Los señoríos incluían diferentes edificios y lotes de tierras, así como las personas que cultivaban dichas tierras y habitaban dichos edificios. La mayor parte de la población eran, por tanto, campesinos que pertenecían a un determinado señorío y, por lo tanto, se encontraban ligados a un determinado señor feudal a través de una relación de servidumbre.

La vida económica y social del señorío transcurría marcada por el desempeño de las tareas agrícolas. Los campesinos cultivaban las tierras que les eran asignadas y, a cambio de ello, debían ofrecer una contraprestación al señor feudal. Esta contraprestación podía efectuarse en metálico (algo así como el pago de un alquiler), pero, en los inicios del

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feudalismo, se realizaba más frecuentemente en especie (entregando al señor feudal una fracción, por ejemplo el 50 por ciento, de la cosecha recogida) o en trabajo (trabajando gratuitamente en tierras cuya producción pertenecía exclusivamente al señor feudal). El feudalismo implicaba, así, una gran transferencia de recursos económicos (productos agrarios, trabajo o dinero) desde los campesinos hacia los señores feudales. Se trataba de un sistema muy desigual en el que, sin embargo, los señores feudales garantizaban a los campesinos protección personal frente a los frecuentes conflictos bélicos internos e invasiones exteriores que marcaron la turbulenta historia de la Europa posterior a la caída del Imperio romano.48

El feudalismo no era una economía de mercado. En una economía de mercado, los individuos disponen de libertad para realizar las transacciones que estimen convenientes. Sobre la base de esa premisa, el mercado se convierte en un mecanismo de coordinación económica: sus precios pueden considerarse como señales que guían a los productores a la hora de tomar sus decisiones. Por ejemplo, en situaciones en las que un bien es muy demandado y la oferta del mismo es escasa, dejar que los individuos realicen libremente sus transacciones lleva a un aumento del precio de ese bien, lo cual incentiva una reasignación de recursos hacia la producción de ese bien, ya que la promesa de beneficios conducirá a la creación de nuevas empresas especializadas en dicha producción (o al aumento de la producción de las empresas ya existentes). De igual modo, cuando la oferta de un bien es excesiva en relación a su demanda, el funcionamiento de mercados libres pone en marcha procesos de reestructuración a través de los cuales desaparecen empresas del sector o las empresas reasignan sus recursos hacia otras líneas de producción. En una economía de mercado, por tanto, los recursos son asignados en función de un gran número de decisiones individuales basadas en las señales enviadas por el mercado.49

En el feudalismo, por el contrario, un complejo entramado de regulaciones primaba por encima del mercado como mecanismo de asignación de recursos. En muchas áreas de la vida económica, los individuos no contaban con libertad para realizar las transacciones que estimaran convenientes. Los campesinos, por ejemplo, se encontraban vinculados al señor feudal a través de una relación de servidumbre, por lo que carecían de libertad para elegir el empleo que les resultara más atractivo. Así, en muchas regiones de Europa, tan sólo después de

48 Dabat (1994), Wolf (2005), Kriedte (1994).49 Como señaló Adam Smith (2001) en La riqueza de las naciones, “No

esperamos comer gracias a la benevolencia del carnicero, del cervecero, o del panadero, sino a la consideración de su propio interés. No nos dirigimos a su humanidad sino a su egoísmo, y nunca les hablamos de nuestras necesidades sino de su provecho”.

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conseguir una autorización señorial podía el campesino abandonar el señorío y buscar mejor fortuna en algún empleo urbano. La primacía de relaciones de servidumbre impedía, de este modo, la constitución de mercados laborales libres. Tampoco había un mercado libre para la tierra. Una amplia fracción de la superficie cultivada europea se mantenía apartada del mercado a través de diversas regulaciones que impedían su compraventa. Se trataba de tierras amortizadas o vinculadas, que no podían ser vendidas por sus propietarios (generalmente, familias pertenecientes a la nobleza u órdenes religiosas). También la organización del proceso productivo se encontraba sujeta a numerosas normativas que establecían lo que los individuos podían y no podían hacer. En los señoríos, diversas regulaciones garantizaban derechos de uso de carácter comunitario sobre las tierras. Los campesinos sencillamente no podían disponer plenamente de las tierras que cultivaban, ya que debían respetar ciertos derechos que la regulación reconocía a sus vecinos sobre tales tierras (por ejemplo, el derecho a introducir en ellas su ganado, con objeto de que pastara, una vez recogida la cosecha).50

La evolución institucional de la Europa preindustrial

El feudalismo comenzó a verse debilitado como consecuencia de dos procesos paralelos, uno político y otro económico: el fortalecimiento de los Estados y el ascenso de los mercados.

Desde el punto de vista político, el feudalismo había sido el resultado institucional del contexto turbulento del siglo V y posteriores: el de la Europa posterior a la caída del Imperio romano. Una etapa marcada por el ocaso de las redes comerciales, los conflictos internos y las invasiones externas por parte de pueblos del Asia central. El carácter descentralizado del feudalismo, en el que el poder tendía a ejercerse a escala local, reflejaba la debilidad de los Estados centrales: los reyes y príncipes estaban formalmente en la cúspide de la pirámide social (y los señores feudales debían rendirles obediencia), pero no eran capaces de obtener unos ingresos fiscales suficientes para que el Estado asumiera las funciones económicas y administrativas más básicas. Sin embargo, a partir del siglo X, la versión más pura del feudalismo comenzó a disolverse conforme, en el marco del final de las invasiones externas y el renacimiento de redes comerciales dentro de Europa, algunos Estados comenzaron a fortalecerse. Esta tendencia a la centralización del poder político se intensificó tras el final de la Edad Media y con el inicio de la Edad Moderna, aproximadamente en torno a los siglos XV y XVI. En realidad, el tramo final del periodo

50 Bloch (1978).

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preindustrial, entre aproximadamente 1400 y 1750, vino marcado por la paulatina consolidación de estructuras estatales cada vez más fuertes, cada vez más parecidas a un Estado moderno en cuanto a la variedad y amplitud de sus funciones económicas y administrativas.

Paralelamente, los mercados fueron ganando algo de peso. Junto a una vida agraria estrechamente regulada, fue desarrollándose en la Europa preindustrial un sector urbano que, en principio, funcionaba bajo principios más similares a los de la economía de mercado. En medio de un océano de poder feudal, las ciudades preindustriales eran islas en las que una elite de comerciantes y artesanos tenía el poder político. Lógicamente, los intereses económicos de los comerciantes y artesanos pasaban por un mayor desarrollo de los intercambios y, así, las ciudades fueron albergando una actividad económica más incorporada a una economía de mercado. A partir de aproximadamente 1400, el papel del mercado en la economía europea mostró una clara tendencia al aumento: los intercambios interiores de productos no agrarios tendieron a aumentar y, además, los principales Estados europeos se embarcaron en la formación de redes de comercio colonial con Asia, África y la recién descubierta América. Incluso el mundo de los señoríos, antiguamente unidades económicas casi autosuficientes, comenzó a integrarse en mayor medida en una red de mercados, a través de la comercialización de los excedentes agrarios (por parte de los señores feudales y, en ocasiones, de algunos campesinos) y a través de la incorporación de los campesinos a una gama más amplia de actividades (por ejemplo, la manufactura doméstica a través de la cual transformaban materias primas previamente suministradas por un proveedor que, generalmente, era también quien después se encargaba de comercializar el producto final).51 Ello tuvo lugar, además, en un contexto en el que, al menos en Europa occidental (no tanto en Europa oriental), el lazo de servidumbre que había atado a los campesinos iba debilitándose.

Sin embargo, incluso en esta versión “evolucionada” del feudalismo, en la que el mercado comenzaba a entrar en áreas cada vez mayores de la vida económica europea, resulta difícil hablar en conjunto de una economía de mercado. La actividad artesanal y comercial que tenía lugar en las ciudades no se desarrollaba de manera libre, sino que se encontraba férreamente regulada por gremios. Los gremios eran corporaciones locales de profesionales pertenecientes a un mismo sector, y gozaban de la potestad para regular cuestiones clave sobre el proceso productivo: qué se podía producir (impidiendo la producción de ciertos tipos de artículo), cómo se podía producir (pudiendo bloquear la introducción de innovaciones tecnológicas) y quién podía producirlo (estableciendo

51 Knotter (2001).

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barreras de entrada al gremio, en un contexto en el que no era posible, por otro lado, ejercer la profesión fuera del mismo).52 Por otro lado, los principales mercados de la economía preindustrial se encontraban fuertemente intervenidos. En el caso del mercado del cereal (sin duda el mercado más importante, dado el elevado peso de los cereales en la alimentación de los europeos y dado el elevado peso de la alimentación dentro de los gastos totales de las familias preindustriales europeas), los gobiernos, preocupados por el hecho de que una oferta agraria escasa pudiera conducir a precios demasiado elevados (con los consiguientes problemas para comprar alimentos por parte de la mayor parte de familias), acostumbraban a prohibir la realización de transacciones por encima de determinados precios.

El marco institucional de la Asia preindustrial

Los problemas económicos causados por el marco institucional de la Europa preindustrial reaparecen, bajo formas diferentes, en el caso de las civilizaciones asiáticas. La organización política del continente asiático era muy diferente a la europea: en Asia prevalecían grandes imperios (como el Imperio chino, el Imperio otomano, el Imperio mogol en la India), en contraste con el sistema de pequeños Estados independientes que fue consolidándose en Europa desde la Baja Edad Media. Una parte importante de esta diferencia tenía que ver con la geografía.53 En Europa (sobre todo occidental), la continua presencia de obstáculos montañosos otorgaba una cierta protección militar a cada Estado frente a las tentaciones expansionistas de su vecino. Además, estos obstáculos montañosos (así como pantanos y páramos arenosos) también compartimentaban lo que los especialistas denominan “zonas nucleares”: zonas caracterizadas por una productividad agrícola relativamente elevada y que por tanto constituyen la base económica de los distintos Estados. La compartimentación de las zonas nucleares europeas contribuyó así a la formación de un sistema de numerosos Estados independientes. La situación era, sin embargo, muy distinta en China o en la India, cuyas zonas nucleares eran extensísimos valles fluviales que podían servir de base económica a no menos extensos imperios.

Los imperios asiáticos eran estructuras políticas altamente centralizadas y, en muchos sentidos, diferentes a las europeas. En la cúspide de la pirámide social se encontraban el emperador y su corte. La administración de territorios tan amplios requería la conformación de un

52 Valdaliso y López (2000).53 Jones (1994).

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importante cuerpo burocrático. En China, por ejemplo, este cuerpo era el cuerpo de los mandarines, al que se accedía después de un examen (en contraste con la práctica de la venta de cargos que era habitual en Europa). Desde su posición como mandarines, los burócratas chinos formaban parte de la elite social y económica del Imperio: no sólo por el importante papel que desempeñaban en el funcionamiento de la política económica (con importantes consecuencias prácticas en campos, por ejemplo, como el de las inversiones públicas en obras de regadío para los agricultores), sino también por el modo en que distintos privilegios (por ejemplo, fiscales) les permitían normalmente acaparar una importante cantidad de tierras. Así, mientras que las elites europeas estaban bastante desperdigadas en el espacio (primero, los señores feudales; más adelantes, los comerciantes y gobernantes de los estados), las elites chinas estaban bastante centralizadas en torno al poder imperial.

Sin embargo, pese a estas importantes diferencias, estamos también aquí ante un marco institucional que busca, ante todo, regular el funcionamiento de una economía básicamente agraria. Y hacerlo, claro está, a favor de las elites. Lo que en Europa eran grandes transferencias de recursos (en especie, en trabajo, en dinero) desde los campesinos hacia sus señores feudales, en Asia eran grandes transferencias de recursos a través de los impuestos que los campesinos debían pagar a los representantes e intermediarios del poder imperial. En ocasiones, como en la India mogol, los intermediarios del poder imperial eran príncipes a los que el emperador otorgaba el privilegio de recaudar impuestos en una determinada región. Así que, aunque estos príncipes se diferenciaban de los señores feudales europeos en que no poseían las tierras en cuestión, el resultado económico era bastante similar en ambos casos: los excedentes de una economía básicamente agraria fluían desde los campesinos hacia las elites del sistema.54 Y, como en el caso europeo, se trataba de sociedades estamentales en las que el nacimiento determinaba en buena medida la posición social

Como en Europa, también en los imperios asiáticos encontramos una economía que no es de mercado: encontramos un entramado de regulaciones que prevalece sobre el mercado como mecanismo de coordinación de las decisiones económicas. Es cierto que, como en Europa, junto a una vida agraria altamente regulada fue surgiendo un sector urbano de comerciantes y artesanos. Sin embargo, también este sector estaba expuesto a numerosas regulaciones y obstáculos al libre funcionamiento de los mercados.

54 Wolf (2005), Maddison (1974).

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Las implicaciones económicas de las instituciones preindustriales

De estas características institucionales de la Eurasia preindustrial se derivan cuando menos tres importantes implicaciones económicas. La primera es que el marco institucional privaba a los individuos de una libertad fundamental: la libertad para llevar a cabo las transacciones económicas que estimaran convenientes de acuerdo con su propio interés. Esta privación de libertad afectaba a los mercados de productos y, de manera quizá más relevante todavía, a los mercados de factores productivos como la tierra y el trabajo. En la medida en que, de acuerdo con las teorías modernas, la libertad es un elemento constitutivo del proceso de desarrollo (entendido como desarrollo de las capacidades humanas), cabe concluir que las características institucionales de la Eurasia preindustrial atentaban directamente contra el desarrollo.55

El desarrollo humano también se veía lesionado por los efectos negativos de la falta de libertad sobre el crecimiento económico, tanto en su versión smithiana como en su versión schumpeteriana. Los economistas están de acuerdo en que las economías de mercado tienen la ventaja de generar una asignación eficiente de sus recursos, ya que, a través de los precios, emiten señales que coordinan las decisiones de los individuos e impulsan procesos de ajuste mediante los cuales los recursos destinados a las distintas actividades económicas se corresponden con la demanda existente para los resultados de dichas actividades. En una economía como la feudal, en cambio, la escasa presencia del mercado como mecanismo de coordinación económica conducía a asignaciones ineficientes de recursos. Lo mismo ocurría, a grandes rasgos, en la Europa del periodo 1400-1750 o en los imperios asiáticos a lo largo de todo el periodo. Todas estas economías preindustriales se encontraban, por este motivo, alejadas de su frontera de posibilidades de producción. Ésa es nuestra segunda implicación.

La mayor parte de especialistas está de acuerdo en el hecho de que, aunque es cierto que las economías preindustriales tenían un potencial limitado como consecuencia de sus carencias tecnológicas (en especial, en su base energética), la mayor parte de estas economías operaron durante la mayor parte del tiempo por debajo de dicho potencial como consecuencia de un marco institucional que asignaba los recursos de manera ineficiente al no otorgar suficiente protagonismo al mercado. La experiencia de

55 Sen (2000). El ejemplo del trabajo forzado (por parte de esclavos, siervos o niños y niñas de familias pobres en los países en vías de desarrollo) es una ilustración habitual en la argumentación de este autor sobre el desarrollo como libertad.

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Holanda o Inglaterra en el siglo XVII parece sugerir, de hecho, que era posible conformar “economías orgánicas avanzadas” (es decir, economías relativamente dinámicas para tratarse de economías de base orgánica) si se realizaban reformas institucionales que implantaran una economía de mercado.56 En otras palabras, que era posible un cierto crecimiento smithiano incluso dentro de las restricciones tecnológicas propias del periodo.

Finalmente, la tercera implicación económica de las instituciones preindustriales es que la innovación tecnológica y, por tanto, el crecimiento schumpeteriano, se veían frenados. Los especialistas que han estudiado la revolución industrial han encontrado con sorpresa que las innovaciones tecnológicas que sirvieron de base al gran cambio eran relativamente sencillas desde el punto de vista de la ciencia y el conocimiento, por lo que podrían haberse producido bastante antes de la segunda mitad del siglo XVIII. ¿Por qué no logró la Europa preindustrial una tasa más elevada de innovación tecnológica, que le hubiera permitido entrar de manera más temprana en la era del crecimiento económico sostenido? O, incluso, ¿por qué no lo logró alguna de las sociedades asiáticas que, como por ejemplo China, tuvieron un nivel tecnológico superior al europeo durante buena parte de la era preindustrial? Desde hace tiempo, los investigadores sospechan que uno de los motivos era que el marco institucional de la Eurasia preindustrial incentivaba en escasa medida la innovación tecnológica. Para empezar, en el caso de Europa, parece claro que el gran poder político acumulado por la Iglesia católica en la mayor parte de Estados durante la mayor parte del periodo fue en detrimento de la investigación científica. (El caso de España, y las actividades de la Inquisición, es tristemente célebre en este sentido.)

Sin embargo, había factores más generales en funcionamiento. La innovación tecnológica también se veía desincentivada por la falta de seguridad jurídica que caracterizaba a la Eurasia preindustrial. Los economistas del desarrollo están cada vez más convencidos de que el correcto funcionamiento de una economía de mercado requiere que los gobiernos garanticen seguridad jurídica a los agentes económicos. Pues bien, en la Eurasia preindustrial no sólo predominaban mecanismos de coordinación económica diferentes del mercado, sino que aquellas áreas en las que predominaba el mercado se caracterizaban por la inseguridad jurídica de los empresarios, en particular la inseguridad al respecto de sus derechos de propiedad. Con mucha frecuencia, los empresarios implicados en los sectores no agrarios (especialmente, en el comercio a larga distancia y la banca) podían ser capaces de amasar grandes fortunas, pero se veían

56 Wrigley (2004), North y Thomas (1978), Jones (1994).

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expuestos a actos arbitrarios por parte de los gobiernos que desembocaban en una disminución de sus ingresos, cuando no directamente en expropiación. Estos actos arbitrarios desincentivaban la investigación y la innovación tecnológica (y, por tanto, iban en contra del crecimiento económico), ya que creaban incertidumbre al respecto de hasta qué punto un empresario innovador podía ser capaz de retener para sí los beneficios derivados de su innovación.

Es verdad que, desde aproximadamente 1400, algunos gobiernos europeos (sobre todo en la parte noroccidental del continente) mostraron un creciente respeto por los derechos de propiedad de los empresarios.57 Lo hicieron guiados no tanto por el deseo de promocionar el desarrollo humano de sus poblaciones como por el deseo de aumentar sus ingresos fiscales ordinarios (al dar seguridad a los empresarios, aumentaba el tamaño de los espacios con economía de mercado y, por esa vía, aumentaba la recaudación total del Estado) y competir desde el punto de vista geopolítico (en una era caracterizada por la rivalidad bélica entre los Estados europeos y el inicio de la expansión colonial europea hacia otros continentes). Pero esta evolución fue lenta, y no afectó con la misma intensidad a los gobiernos de la Europa del sur o Europa oriental. Y, desde luego, no parece haber afectado claramente a Asia. (De hecho, los imperios asiáticos más bien tendieron a alejarse aún más de la economía de mercado cuando, en el siglo XV, la dinastía Ming decidió cortar las conexiones económicas del Imperio chino con el exterior.) Así pues, durante la mayor parte de la historia de la Eurasia preindustrial, primó en la mayor parte de países un marco institucional poco favorecedor del cambio tecnológico.

La formación de sociedades de mercado

La aceleración del desarrollo a lo largo del siglo XIX tuvo mucho que ver con la formación por todo el mundo occidental de sociedades de mercado, es decir, sociedades en las cuales el mercado constituía el mecanismo principal de coordinación de las decisiones económicas.58 Esto supuso un cambio decisivo con respecto al “antiguo régimen”, en el que existían mercados pero estos se encontraban ampliamente subordinados a otros mecanismos de coordinación basados en la organización y la regulación. El siglo XIX largo fue el momento clave en esta transición, pero vino precedido por un largo prólogo: el modo en que, durante los siglos previos,

57 North y Thomas (1978), Jones (1994).58 Polanyi (2003).

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la economía de mercado había ido creciendo dentro de la estructura del antiguo régimen europeo.

El ascenso de los mercados y los Estados

Los mercados emergieron de la mano de los Estados porque los gobernantes europeos percibieron que el desarrollo de los mercados podía contribuir a fortalecer el poder político de los Estados.59 Los Estados eran débiles desde el punto de vista fiscal, ya que su capacidad recaudatoria era originalmente muy baja. Bajo el feudalismo, los Estados compartían el derecho de recaudar impuestos con la nobleza y el clero, y, además, debían basar sus ingresos fiscales en los impuestos recaudados al campesinado. En otras palabras, no podían obtener grandes recaudaciones fiscales porque no podían gravar a los grupos sociales con mayores ingresos, como la nobleza y el clero. En estas circunstancias, los Estados europeos tenían incentivos para favorecer un paulatino desarrollo de los mercados. Los mercados habían languidecido en el turbulento contexto posterior a la caída del Imperio romano, pero, desde aproximadamente el siglo XI, habían comenzado una lenta y tímida recuperación, ya que algunas innovaciones tecnológicas en la agricultura (como el arado de ruedas) habían permitido generar excedentes de producción en los señoríos y el comercio marítimo había ganado en seguridad. A los Estados les interesaba apoyar este ascenso de los mercados porque ello podría servirles para incrementar sus recaudaciones fiscales a través de los impuestos indirectos (en los que el hecho imponible es la propia realización de una transacción económica, como por ejemplo ocurre en la Europa del presente con el IVA o los impuestos incorporados al precio de la gasolina). Con estas recaudaciones fiscales ampliadas, los Estados pudieron aumentar su poder, tanto dentro de sus fronteras (amenazando el carácter descentralizado de las estructuras feudales) como fuera de las mismas (a través de la financiación de iniciativas económicas o militares de rivalidad con respecto a Estados vecinos). Así fue como el ascenso de los mercados contribuyó al ascenso de los Estados.

A su vez, el ascenso de los Estados también contribuyó al ascenso de los mercados. El paulatino fortalecimiento de los Estados permitió a estos mejorar las condiciones en las que tenían lugar las transacciones económicas a través de la oferta de bienes públicos. Esto tuvo lugar sobre todo en los Estados de la zona noroccidental del continente durante la Edad Moderna y, aunque no alcanzó ni mucho menos la magnitud que hoy alcanza la provisión de bienes públicos por parte del Estado (a través de sus

59 Este apartado está ampliamente basado en Jones (1994).

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inversiones en infraestructura o sus servicios de educación y sanidad), sí contribuyó a mejorar los resultados económicos de la parte final del periodo preindustrial. Los bienes públicos ofertados por los Estados europeos fueron básicamente de dos tipos. Por un lado, bienes públicos de carácter material: pequeñas infraestructuras (caminos, faros), servicios públicos básicos (limpieza, pavimentado, alumbrado de las calles), acciones para el control de las catástrofes naturales (cuarentenas para frenar epidemias, cordones sanitarios para el desplazamiento de ganado infectado, compensaciones a ganaderos por el sacrificio de rebaños infectados). Por el otro, bienes públicos intangibles pero no menos decisivos, en particular el aumento de la seguridad jurídica de los participantes en transacciones económicas (mayores garantías de cumplimiento de contratos, menor frecuencia de los actos estatales arbitrarios). Gracias a la oferta de estos bienes públicos por parte de los Estados europeos occidentales, la incipiente economía de mercado funcionó mejor de lo que lo habría hecho en ausencia de intervención estatal.

De este modo, el ascenso de los mercados y el ascenso de los Estados se reforzaron mutuamente. Algunos especialistas ven aquí la clave de la gran divergencia entre Europa y China: mientras que Europa occidental habría iniciado una lenta transición institucional hacia la economía de mercado, el Imperio chino permaneció en mayor medida anclado en una economía con mayores restricciones al funcionamiento de los mercados. Ello habría permitido a las economías europeas occidentales conseguir una asignación más eficiente de sus recursos y, en el largo plazo, alcanzar una mayor creatividad tecnológica. Además, la fragmentación política de Europa habría generado estímulos para la difusión de ese cambio tecnológico, al estar todos los gobernantes interesados en no quedarse atrás en la competencia geopolítica con otros Estados. De acuerdo con esta hipótesis, aquí estarían los orígenes del posterior proceso de industrialización que revolucionaría la economía europea durante la segunda mitad del siglo XVIII y todo el siglo XIX: la paulatina acumulación de cambios institucionales positivos durante el tramo final del periodo preindustrial habría creado las condiciones para el posterior desarrollo europeo.60

Liberalismo y sociedad de mercado

60 Jones (1994). La investigación de Pomeranz (2000), en cambio, sugiere que China preindustrial no estaba más lejos de una economía de mercado que la Europa preindustrial.

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La posterior formación de sociedades de mercado fue el resultado de procesos históricos complejos en los que se entremezclan factores económicos, sociales y políticos que son específicos de cada país. En algunos casos, como en la Francia de 1789, el derrumbe del antiguo régimen fue consecuencia de una revolución. En otros, como en la España de la primera mitad del siglo XIX, la formación de sociedades de mercado fue consecuencia de la sucesión de diferentes oleadas de reformas que irrumpieron entre periodos en los que elementos del viejo orden parecían mantener su estabilidad.61 Pero, en cualquiera de los casos, el denominador común de estos procesos, ya fueran más o menos revolucionarios o más o menos graduales, era la lucha de los principios filosóficos del liberalismo contra las tradiciones del antiguo régimen. En otras palabras, una lucha entre el grupo social con mayor interés económico en el afianzamiento de sociedades de mercado (los empresarios) y los grupos sociales con mayor interés en la conservación del antiguo régimen (la nobleza y el clero: los estamentos privilegiados).

El programa económico del liberalismo tenía dos grandes ejes.62 El primero era conseguir que se definieran derechos de propiedad privada, individual y plena, y que el Estado asumiera el compromiso de respetarlos estrictamente. Esto implicaba alterar sustancialmente el carácter estamental de la sociedad (y reconocer la igualdad básica de todos los ciudadanos ante la ley). Más específicamente, implicaba alterar el funcionamiento de las economías rurales, en las que a menudo se superponían derechos de propiedad privados, individuales y plenos con otras situaciones: derechos de propiedad privados pero colectivos (por ejemplo, montes vecinales) y, sobre todo, derechos de los miembros de la comunidad a usar de manera regulada (en ciertos momentos y para ciertos fines) superficies que en realidad no eran de su propiedad.63 Los derechos de propiedad privada individual debían ser garantizados por el Estado, que tendría que abstenerse de cometer actos impositivos o confiscatorios de carácter arbitrario.

Una vez definidos estos derechos, el segundo eje del programa liberal consistía crear una sociedad de mercado en la que los mercados ya existentes funcionaran de manera menos regulada y en la que el mercado conquistara esferas en las que hasta entonces no había penetrado. Es decir, liberalización y mercantilización: el mercado como principal mecanismo de coordinación de la vida económica. La liberalización de mercados ya existentes pasaba por eliminar las prolijas regulaciones que impedían el

61 Llopis (2002).62 Hobsbawm (2003) proporciona un tratamiento detallado del programa liberal

(no sólo en el plano económico) y su contexto histórico.63 Bloch (1978).

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funcionamiento libre de los mercados y permitir que cada individuo actuara libremente en los mercados persiguiendo su propio interés. La mercantilización afectaba especialmente a los factores de producción: tierra, trabajo y capital. La mercantilización de la tierra implicaba acabar con la condición de amortizadas o vinculadas de amplias superficies de los países. La plena mercantilización de la mano de obra suponía eliminar los resabios de las relaciones feudales de servidumbre que aún persistían en algunas partes de Europa y permitir la plena movilidad sectorial y geográfica de la mano de obra en función de la ley de la oferta y la demanda. La movilidad sectorial del capital también debía fomentarse, eliminando las restricciones impuestas por regulaciones vigentes sobre barreras de entrada a los sectores productivos controlados por gremios.

Este doble proceso de liberalización y mercantilización prometía, según los liberales, mayores niveles de eficiencia económica (al ser el mercado, reflejando una multitud de decisiones individuales, y no la regulación, reflejando los intereses creados de los grupos privilegiados, el principal mecanismo de asignación de recursos). Los liberales prometían así un crecimiento smithiano que podía beneficiar no sólo a empresarios, sino también a campesinos, artesanos, trabajadores… Sin embargo, en la medida en que también prometían la destrucción de instituciones que habían dotado de cierta protección económica a los grupos desfavorecidos (los montes comunales, los derechos comunitarios rurales), no les resultó fácil atraer el apoyo mayoritario de las masas.

Por ello, la formación de la sociedad de mercado fue el resultado de alianzas sociales muy diferentes según las circunstancias concretas (no sólo económicas, sino también políticas y sociales) de cada país. En ocasiones, como en la Francia de 1789, la burguesía empresarial lograba atraer el apoyo del pueblo llano. En otras, como en la España de la primera mitad del siglo XIX, el triunfo del programa liberal dependió en mayor medida de la capacidad de la burguesía empresarial para pactar con un sector de la nobleza las condiciones de transición hacia la sociedad de mercado. La necesidad de establecer este tipo de alianzas condicionó el resultado final, favoreciendo la persistencia (o creación ex novo) de excepciones a las reglas liberales: derechos de propiedad que no se ajustaban al canon de privacidad, individualidad y plenitud, mercados que no se encontraban completamente liberalizados, áreas de la vida económica que permanecían sin mercantilizar… Pero, a pesar de estas excepciones (que en realidad también existen en todas las economías de mercado del presente), por toda Europa se consolidaron sociedades de mercado a lo largo del siglo XIX, en buena medida como consecuencia de la onda expansiva desatada por la revolución francesa de 1789. En realidad, Holanda e Inglaterra ya contaban

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con sociedades de mercado desde mucho antes, probablemente desde el siglo XVII (el homólogo inglés de la revolución francesa podría haber sido, en ese sentido, la revolución “gloriosa” de 1688). Y Estados Unidos, cuya Declaración de Independencia de 1776 y cuya Constitución de 1789 consagraban de manera explícita los principios liberales, también fue una sociedad de mercado desde el inicio. Pero fue el triunfo de la revolución francesa, unido a la posterior expansión territorial de Napoleón por el continente, lo que puso en jaque a los antiguos regímenes de toda Europa. En algunos casos, la formación de la sociedad de mercado fue un proceso lento y tardío, que no culminó hasta mediados del siglo XIX (como en España), hasta las últimas décadas de dicho siglo (como en el Imperio austro-húngaro) o incluso hasta comienzos del siglo XX (como en la Rusia zarista).

El hecho común a todos estos procesos es que el Estado y el mercado culminaban su ascenso en común. Durante el periodo preindustrial, Estados y mercados se habían reforzado mutuamente frente a las estructuras feudales, con los Estados asegurando espacios para el funcionamiento de los mercados, y los mercados abriendo la puerta al aumento de los recursos financieros y el poder geopolítico de los Estados. Ahora, en el marco de las revoluciones y reformas liberales, esta simbiosis daba un salto cualitativo y desembocaba en la formación de sociedades de mercado.

Las implicaciones económicas de la formación de sociedades de mercado fueron muy grandes. Para empezar, el ascenso del mercado como mecanismo principal de coordinación económica permitió a las economías occidentales operar con mayores niveles de eficiencia asignativa y adentrarse así por la senda del crecimiento smithiano. Además, la mayor seguridad jurídica ofrecida por el Estado (al definir mejor y respetar más los derechos de propiedad), combinada con los incentivos proporcionados por una economía de mercado, fomentó la adopción de comportamientos empresariales arriesgados, entre los que se encontraba la innovación tecnológica (de donde surgía crecimiento schumpeteriano). ¿Habrían tenido lugar las grandes innovaciones tecnológicas del siglo XIX largo en ausencia de cambios institucionales previos que mejoraran la estructura de incentivos? Probablemente no. De hecho, las innovaciones de la (primera) revolución industrial podrían, desde el punto de vista de la disponibilidad de conocimientos científicos, haber surgido bastante antes de lo que lo hicieron. Parece que este stock de conocimiento científico sólo empezó a traducirse en innovación tecnológica a partir del momento en que el marco institucional recompensaba, vía derechos de propiedad y mercados libres, a quienes adoptaran comportamientos emprendedores. Es por ello que algunos historiadores consideran que el punto de inflexión clave para

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comprender la revolución industrial británica (y el desarrollo moderno) no se encuentra tanto a finales del siglo XVIII, con la introducción de la máquina de vapor de Watt, como a finales del siglo XVII, cuando Inglaterra se dotó de un marco institucional liberal que serviría de base a todas las transformaciones posteriores.64

Las implicaciones sociales de la formación de sociedades de mercado no fueron menos llamativas. De las sociedades estamentales del antiguo régimen se pasó a sociedades en las que todos los ciudadanos eran iguales ante la ley. Sin embargo, esto no quiere decir que todos los ciudadanos tuvieran iguales oportunidades de cara a participar con éxito en la nueva sociedad de mercado. Los activos y las capacidades necesarias para participar con éxito en los mercados estaban distribuidos de manera desigual en casi todas partes: el capital, la tierra, la educación, el acceso a las redes comerciales, la capacidad de influencia política… En estas condiciones, la mayor parte de las economías occidentales registraron durante los inicios de la nueva era un aumento en sus niveles de desigualdad.65 Esto ocurría, además, en un contexto político en el que ningún país contaba con un sistema verdaderamente democrático regido por sufragio universal: la modernización económica había avanzado bastante más que la modernización política.66

El resultado fue una creciente presión popular para reducir la desigualdad. La lucha más inmediata fue la iniciada por los nuevos sindicatos obreros para mejorar las condiciones de trabajo (inicialmente paupérrimas) y las retribuciones (inicialmente bajas) en las fábricas inglesas de la primera revolución industrial. Más adelante, en la década de 1840, el movimiento chartista reclamaba la extensión a la clase obrera británica del derecho de voto, para que de este modo la democracia se convirtiera en un arma al servicio de la reducción de la desigualdad social. En esa misma década, Karl Marx y Friedrich Engels publicaban su Manifiesto comunista y abrían la puerta a una idea que marcaría la historia económica de buena parte de la población mundial durante el siglo XX: ya que la sociedad de mercado genera desigualdad entre clases sociales, ¿por qué no sustituirla por una sociedad socialista, sin clases? A partir de la década de 1870, la presión popular se intensificó de la mano del aumento del grado de sindicación obrera, la organización de Internacionales socialistas y la aparición de partidos políticos de signo socialista. La idea de que una sociedad podía organizarse exclusivamente a través de los mercados (una idea que antes había aparecido como progresista en tanto en

64 North y Weingast (1989).65 Para el caso de Inglaterra, véase Williamson (1987).66 Chang (2004).

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cuanto debilitadora del antiguo régimen) comenzaba a ponerse en duda. Desde la década de 1880 los gobiernos occidentales se dotaron de mecanismos más ambiciosos de protección social (seguros para los accidentes de trabajo y enfermedades, pensiones de vejez o invalidez). Había nacido el embrión de otra de las ideas que marcaría el siglo XX: el “Estado del bienestar” o la “economía social de mercado”, la idea de que la sociedad de mercado debía protegerse a sí misma de los efectos perversos que pudieran derivarse de un funcionamiento totalmente libre de los mercados.67

67 Polanyi (2003). Hobsbawm (2003A; 2003B; 2003C) describe los principales movimientos sociales del siglo XIX largo.

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Capítulo 5

LAS RELACIONES ECONÓMICAS INTERNACIONALES

En principio, el contacto entre unas y otras economías puede tener un efecto positivo sobre el desarrollo. En primer lugar, porque las relaciones económicas internacionales conducen a una asignación más eficiente de recursos a nivel global. El comercio permite la especialización de las economías en función de su dotación de factores, mientras que las migraciones y las inversiones internacionales trasladan mano de obra y capital a países en los que los salarios y los beneficios empresariales son más elevados. Además, y junto a este efecto smithiano, las relaciones económicas internacionales también favorecen la transmisión del crecimiento schumpeteriano, al facilitar la difusión de nuevas tecnologías por todo el planeta. Sin embargo, el contacto entre economías se produce siempre dentro de un contexto político, y este contexto político puede llegar a obstaculizar el desarrollo. Así ocurre, por ejemplo, cuando el contacto económico adopta la forma política de colonialismo o imperialismo, o cuando la rivalidad económica entre grandes potencias conduce a políticas de empobrecimiento del vecino.

Este capítulo analiza la evolución histórica de las relaciones económicas internacionales y reflexiona sobre su posible papel como “palanca” del desarrollo.

El comercio internacional durante el periodo preindustrial

Hasta 1400

Durante la mayor parte del periodo preindustrial, hasta aproximadamente 1400, el comercio internacional se mantuvo en niveles muy bajos. Las

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economías de los distintos continentes estaban prácticamente desconectadas las unas de las otras, y ni siquiera había una integración económica apreciable entre las regiones de un mismo país. En el caso europeo, el Imperio romano estableció una importante red comercial entre Roma y las regiones dominadas por ella, pero esta red se vino abajo con el propio Imperio. La resultante época de conflictos bélicos dentro de Europa e invasiones de pueblos externos a Europa creó unas condiciones poco propicias para el mantenimiento del comercio internacional. La economía europea pasó así a estar compuesta por un gran conjunto de pequeñas unidades económicas locales básicamente autosuficientes. Algo similar ocurría en el resto de economías preindustriales.

Esto no quiere decir que, en este periodo, la economía europea (por continuar con el ejemplo) estuviera completamente cerrada al exterior. A lo largo de todo el periodo mantuvo contactos comerciales menores con otras partes del mundo. Probablemente, el más famoso de estos contactos fue la llamada ruta de la seda, una larga y compleja serie de viajes enlazados a través de los cuales las elites europeas terminaban adquiriendo textiles de seda y otros productos de lujo fabricados en las por aquel entonces más sofisticadas economías del Lejano Oriente (como China).68 A ello habría que añadir la intensificación de los contactos comerciales entre los propios países europeos a partir del siglo XI, cuando se redujo la turbulencia geopolítica dentro de Europa y tuvo lugar un cierto relanzamiento de las economías urbanas, en especial de ciudades portuarias que articulaban el comercio entre los distintos países. Incluso las Cruzadas, a través de las cuales los europeos buscaron expandirse por Oriente Medio a lo largo de los siglos XI-XIII, tuvieron su lado económico, al permitir a los europeos entrar en contacto con algunos progresos técnicos de la civilización musulmana (como la brújula y el papel) e intensificar sus relaciones comerciales con el resto de Asia (de donde continuaban importándose productos exóticos y lujosos, como el azúcar, las especies o textiles de terciopelo). Ciudades portuarias como Venecia y Génova ganaron un importante protagonismo al convertirse en los principales centros comerciales para el desarrollo de esta red de intercambios intercontinentales.69

Estos contactos tuvieron sus beneficios para el desarrollo de la economía europea. En especial, permitieron un efecto de difusión tecnológica: los europeos pudieron tomar diversos avances técnicos desarrollados por sus socios comerciales de Oriente Medio, China o la

68 Una ilustración de esta ruta puede encontrarse en Wolf (2005).69 Arrighi (1999).

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India.70 Teniendo en cuenta que, a la altura de 1400, cualquiera de estas tres grandes economías había pasado algún tiempo por delante de la oscura Europa medieval en cuanto a nivel tecnológico y cultural, parece sensato argumentar que probablemente la economía preindustrial europea habría crecido aún más lentamente en caso de no haber podido beneficiarse de los efectos dinámicos de estos contactos internacionales.

Pese a ello, el comercio internacional continuaba teniendo un peso muy reducido en el funcionamiento de las economías europeas en torno a 1400. Desde el punto de vista cuantitativo, el grado de apertura de la economía europea (medido como el cociente entre la suma de exportaciones e importaciones y el PIB total) continuaba siendo muy bajo. (No disponemos de estadísticas fiables, pero muy probablemente el grado de apertura se encontraba por debajo del uno por ciento.) Además, y desde un punto de vista más cualitativo, los elevados costes de transporte hacían que el comercio internacional se centrara en productos de lujo para el consumo de las elites, por lo que no tenía un impacto real sobre la vida cotidiana de la mayor parte de la población europea. Lo dicho sería igualmente válido para el resto de poblaciones del mundo.

La expansión colonialista europea

Las cosas comenzaron a cambiar durante el tramo final del periodo preindustrial, entre aproximadamente 1400 y 1800. La creciente rivalidad política y militar entre los Estados europeos no generaba, en principio, las condiciones más adecuadas para la intensificación del comercio: generaba continuos conflictos bélicos y daba lugar a políticas económicas de signo mercantilista. Es decir, políticas encaminadas entre otras cosas a defender el mercado nacional de las exportaciones del país vecino (para evitar así la salida de metales preciosos en pago por el déficit comercial). Pero la rivalidad entre los Estados europeos también los llevó a embarcarse en expansiones colonialistas por otros continentes. Apoyadas sobre la mejora tecnológica en la construcción de barcos y el perfeccionamiento de las técnicas de navegación, los Estados europeos extendían así su rivalidad a la escena global. El objetivo original de estas expediciones era controlar el comercio con Asia, que por aquel entonces comenzaba a verse obstaculizado por la emergencia del Imperio otomano. (Hay que tener en cuenta que la posición geográfica de este imperio en el territorio de la actual Turquía le convertía en intermediario forzoso entre Europa y las principales economías asiáticas, como China, India e Indonesia.)

70 Cipolla (2002).

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Las tentativas pioneras fueron protagonizadas por Portugal y España: las expediciones portuguesas trazaron una ruta alternativa de comercio con Asia, bordeando toda África con sus barcos, mientras que España descubrió accidentalmente un nuevo continente (América) a través de una expedición cuyo propósito declarado era trazar una segunda ruta alternativa para comerciar con el Lejano Oriente. El sistema colonial portugués pasó a incluir Brasil y distintas posesiones en África, la India e Indonesia, mientras que el grueso de las posesiones españolas se concentraban en su imperio americano (que abarcaba la mayor parte de lo que hoy es América Latina). Más adelante se incorporaron otras potencias europeas, que disputaron con éxito la hegemonía ibérica. Holanda formó un imperio marítimo cuya posesión principal era Indonesia (arrebatada a Portugal) y que también incluía algunas colonias en el Caribe. Los ingleses se instalaron en la India, América del Norte y algunos puntos del Caribe y África; al final del periodo preindustrial, incluso habían establecido ya algunos enclaves en las alejadas tierras de Australia y Nueva Zelanda. También Francia creó su propia red colonial, que incluía distintas posesiones en la India, África y América del Norte.71

Esto fue, en cierto sentido, el inicio del proceso de globalización del que tanto se habla en la actualidad. La explotación económica de las colonias generó una red de comercio intercontinental, con profundas implicaciones para la historia de las sociedades implicadas. Lo primero que llamó la atención fueron los metales preciosos (sobre todo, plata) que se hallaban en el subsuelo del Imperio español en América. Más adelante, las metrópolis europeas reorganizaron la economía de sus colonias tropicales con objeto de producir en ellas productos agrarios que no podían darse en el templado clima europeo: azúcar, café, pimienta, cacao, algodón… La producción de dichas mercancías se organizaba en grandes plantaciones que utilizaban mano de obra esclava. Esto introdujo a África en la ecuación: las elites locales africanas vendían esclavos a comerciantes europeos que a continuación los embarcaban hacia las plantaciones coloniales de América y Asia. En todos los casos, se trataba de relaciones comerciales desiguales, en las que las metrópolis europeas utilizaban su poder político y militar para obtener condiciones comerciales ventajosas. La comercialización de mercancías tropicales, por ejemplo, correspondía habitualmente a grandes compañías que recibían una concesión gubernamental, y que podían extraer beneficios extraordinarios (es decir, superiores a los de competencia perfecta) al actuar como monopsonistas frente a los productores coloniales y como monopolistas frente a los consumidores europeos. No es de extrañar que, en estas circunstancias, los historiadores hayan utilizado con frecuencia el término “capitalismo

71 Wolf (2005), Dabat (1994).

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comercial” (o “capitalismo mercantil”) para referirse a esta fase de la historia económica europea (o incluso mundial).

¿Una economía global?

Pese a todo, aún no cabe hablar de una economía mundial globalizada durante este periodo. En primer lugar, porque hubo muy poco movimiento internacional de factores productivos. Aumentó el comercio, pero no aumentaron de manera significativa las migraciones o las inversiones internacionales. En segundo lugar, porque, incluso aunque nos centremos exclusivamente en el comercio, el peso cuantitativo del mismo sobre el PIB mundial continuó siendo muy pequeño. En tercer lugar, porque el comercio internacional continuó centrado en bienes no básicos. Quizá no eran ya bienes tan exclusivos como los del periodo previo a 1400, pero el azúcar, el café, el cacao, las especias, eran al fin y al cabo productos bastante caros (dados los elevados costes de transporte) que, sólo con el paso del tiempo y el paulatino aumento de la renta, comenzaron a abrirse paso (y muy lentamente) en la cesta de la compra de las familias europeas. En contraste, el mercado de los cereales (como principal ejemplo de bien básico para el conjunto de la población) estaba muy poco globalizado, y la mayor parte del cereal consumido por la población europea durante este periodo se había producido en su misma región. El motivo era económico: los costes de transporte eran aún muy elevados para hacer rentable el transporte intercontinental de bienes con una elevada ratio peso/precio. En estas condiciones, buena parte de la vida cotidiana de la población europea continuó sin verse afectada por el comercio internacional. Un tercer motivo por el que la economía mundial no estaba aún globalizada es porque, durante este periodo, hubo muy poco movimiento internacional de factores productivos. Aumentó el comercio, pero no aumentaron de manera significativa las migraciones o las inversiones internacionales.

Finalmente, y en cuarto lugar, la economía mundial no estaba aún globalizada porque una parte sustancial de la misma se mantuvo durante este periodo fuera de las redes comerciales: China. A mediados del siglo XV, la dinastía Ming implantó una política aislacionista, que redujo al mínimo los vínculos del Imperio chino con el resto del mundo. El objetivo de esta política era preservar la estabilidad política del Imperio por dos vías: por un lado, impedir la importación de tecnologías y armas extranjeras; por el otro, impedir el ascenso de una clase social de comerciantes que, vinculados a la economía de mercado, pudiera presionar por el final del “antiguo régimen” (como de hecho terminó ocurriendo en Europa). La decisión de los Ming se vio favorecida por el hecho de que, en

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aquel momento, los costes económicos del aislacionismo no parecían importantes: el nivel tecnológico chino era similar al europeo (y superior al de sus vecinos asiáticos) y China no parecía necesitar ningún producto europeo (la balanza comercial con Europa venía siendo superavitaria desde hacía siglos, dado que los productos chinos encontraban mucho más fácil acomodo en el mercado europeo que a la inversa). De este modo, mientras la rivalidad entre los Estados europeos llevaba a estos a la expansión exterior, el enorme Imperio chino se replegaba hacia el interior. (También Japón optó, por cierto, por una política aislacionista.) ¿Cómo hablar entonces de una economía “global”?

La globalización del siglo XIX

Cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial la economía mundial podía calificarse de global, tanto desde el punto de vista de su alcance espacial (con China y Japón ya claramente incorporadas) como desde el punto de vista de su alcance funcional (con un mercado cada vez más global de alimentos básicos y un movimiento igualmente global de personas y capitales). La globalización del siglo XIX se apoyó en la expansión de tres tipos de relación económica internacional: el comercio, las inversiones y las migraciones. Cada uno de estos tres elementos se expandió de un modo inédito a lo largo del siglo XIX.72

Comercio internacional

El comercio internacional creció tanto a lo largo del siglo XIX que, a comienzos del siglo XX, la economía mundial presentaba un grado de apertura (medido como el cociente entre la suma de exportaciones e importaciones, por un lado, y el PIB, por el otro) superior al de cualquier otro momento de la historia. (Esto es notable porque el denominador de la expresión (el PIB) también había crecido más deprisa que en cualquier otro momento de la historia.) La expansión del comercio se basó en la expansión del comercio de todo tipo de productos, pero especialmente de los productos agrarios. La estructura del comercio por países reflejaba el predominio de los países más desarrollados, los de Europa noroccidental y los “nuevos países occidentales” de Norteamérica y Oceanía.

72 Los párrafos siguientes están basados en Kenwood y Lougheed (1995) y, en menor medida, Foreman-Peck (2000).

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Los determinantes de esta expansión del comercio internacional fueron numerosos. Quizá la mayor parte de este comercio reflejaba procesos de especialización económica acometidos por los países y regiones en función de sus ventajas comparativas. Regiones como América y Oceanía tenían una ventaja comparativa para la producción agraria, ya que en ellas la tierra era muy abundante (la densidad de población era baja). Por el contrario, en Europa la tierra era más escasa (y más si cabe teniendo en cuenta el crecimiento de la población como consecuencia de la transición demográfica). Además, tras el desencadenamiento de la revolución industrial, la ventaja comparativa del continente, y sobre todo de su parte noroccidental, se estaba desplazando cada vez más hacia la industria. Las economías a uno y otro lado del océano Atlántico eran, por tanto, potencialmente complementarias.

Pero, para convertir ese potencial en realidad (es decir, en comercio internacional), eran precisas al menos dos condiciones: que el transporte no fuera demasiado caro (porque eso restaría viabilidad al comercio de productos básicos) y que el marco institucional a escala internacional no fuera obstaculizador del comercio. La primera de estas condiciones se cumplió a raíz de la doble revolución de los transportes: la aparición del ferrocarril (que redujo los costes de transporte de los productos exportables desde el interior de los continentes hasta los puertos marítimos, así como la distribución de las importaciones desde los puertos hacia el interior de los países) y el ascenso del barco de vapor (que redujo los costes del transporte intercontinental). La segunda de las condiciones se cumplió de manera gradual a lo largo del siglo XIX como consecuencia de diferentes acuerdos internacionales. Por ejemplo, los países avanzaron en el plano de la homologación de los sistemas de pesos y medidas, un aspecto importante a la hora de favorecer los tratos comerciales entre lugares distantes. Además, un número creciente de países fue incorporándose a lo largo del siglo XIX al patrón oro, un sistema monetario internacional en el que las diferentes monedas nacionales mantenían un tipo de cambio fijo con respecto a la libra esterlina (la moneda líder del sistema), que a su vez mantenía una paridad fija con el oro (el soporte del sistema, que respaldaba la emisión de moneda por parte de los gobiernos nacionales). Aunque no todos los países se incorporaron al sistema, y aunque no todos cumplieron fielmente sus reglas, el patrón oro redujo la incertidumbre asociada a los intercambios comerciales entre países con divisas diferentes. Finalmente, las políticas comerciales también favorecieron la expansión del comercio. Gran Bretaña, la economía líder, apostó por una política librecambista, abriendo su mercado a las importaciones extranjeras. Esta decisión abrió un intervalo, que cubrió aproximadamente el tercer cuarto del siglo XIX, en el que la mayor parte de países optaron por el librecambio o, con mayor grado

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de generalidad, suavizaron sus medidas proteccionistas. Incluso cuando, en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, se produjo un nuevo giro hacia el proteccionismo, algunos de los países que lideraron tal giro (como Alemania) se encontraron entre los exportadores más dinámicos del periodo.73

Hasta aquí el comercio entre socios pertenecientes a países independientes entre sí. Ahora bien, la globalización comercial del siglo XIX también recibió impulso como consecuencia de la intensificación del imperialismo europeo. Durante el periodo preindustrial, la expansión europea en África y Asia, basada en su superioridad marítima, se había limitado a la formación de colonias en las zonas costeras. A raíz de la industrialización, los europeos ganaron la capacidad militar para adentrarse con éxito en el interior de ambos continentes. Si a ello añadimos el hecho de que la revolución de los transportes aumentaba el rendimiento económico esperado de las expediciones coloniales (al reducir el coste de las operaciones de transporte dentro de la colonia, vía ferrocarril, y entre la colonia y la metrópolis, vía marítima), obtenemos el resultado de que, durante las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, la carrera imperialista se aceleró hasta alcanzar niveles nunca vistos con anterioridad. El imperio británico tenía amplias posesiones en América, África, Oceanía y, de manera muy significativa, Asia, donde destacaba la incorporación de toda la India al dominio británico. Junto a metrópolis tradicionales, como Francia u Holanda, la carrera imperialista implicó también a países sin apenas tradición en este sentido, como Alemania, Bélgica, Italia o, fuera de Europa, Japón, que comenzaba a apuntar hacia la formación de un imperio en Asia oriental. El modo en que las potencias europeas se repartieron lo que quedaba de África en la conferencia de Berlín (1884-1885) es ilustrativo de esta otra cara de la globalización. Incluso a pesar de la independencia de las repúblicas latinoamericanas durante las primeras décadas del siglo XIX, la presión imperialista se intensificó fuertemente a escala global. Lógicamente, esto también contribuyó a expandir el comercio internacional, si bien el comercio colonial representó siempre una parte relativamente pequeña del mismo.74

Migraciones e inversiones internacionales

Por su parte, el movimiento internacional de factores productivos también alcanzó una intensidad sin precedentes a lo largo del siglo XIX.

73 Bairoch (1993).74 Bairoch (1993).

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Los movimientos migratorios no pararon de crecer hasta la Primera Guerra Mundial: en primer lugar, una oleada de europeos del norte (especialmente, británicos e irlandeses) dirigiéndose hacia “nuevos países occidentales”, en especial Estados Unidos; más adelante, conforme se entró en la segunda mitad del siglo XIX, nuevas oleadas con orígenes y destinos más diversificados, ya que se incorporaron los países del sur de Europa (especialmente Italia) a los primeros y América Latina a los segundos. Además, a lo largo del siglo XIX América también recibió un volumen creciente de inmigrantes provenientes de China y el sudeste asiático. Por su parte, el capital también se movía: lo hacía a través de inversiones internacionales. Los inversores se localizaban en las economías más desarrolladas y canalizaban sus capitales hacia sectores emergentes (como la minería o el ferrocarril) de economías inicialmente menos desarrolladas; de manera alternativa, también invertían sus capitales en la compra de deuda pública de estos gobiernos. Los inversores británicos fueron muy activos en el ámbito de Estados Unidos y América Latina, mientras que los inversores franceses inyectaron grandes cantidades de capital en la periferia europea (España, el Imperio austro-húngaro, Rusia). Ambos grupos, los inversores británicos y los inversores franceses, realizaban más de la mitad de las inversiones internacionales en el mundo de comienzos del siglo XX.

Lo que movía a los emigrantes y a los inversores internacionales era básicamente lo mismo: el deseo de extraer de sus factores productivos (mano de obra, en el primer caso; capital, en el segundo) un rendimiento más elevado del que podían obtener en sus propios países. Para amplios segmentos de la población europea, América ofrecía grandes oportunidades: la abundancia relativa de tierra hacía más fácil acceder a una explotación grande, mientras que la escasez relativa de mano de obra (la otra cara de la misma moneda) obligaba a los empresarios a pagar salarios relativamente altos. Esto contrastaba con la precariedad de las explotaciones de muchos campesinos europeos (y más en el contexto de crecimiento de la población consecuencia de la transición demográfica), por no hablar de la persistencia de hambrunas y crisis maltusianas en Europa hasta bien entrado el siglo XIX. (El ejemplo más célebre fue la hambruna irlandesa de mediados de siglo.) También contrastaba con algunas de las tensiones sociales generadas por la industrialización europea, como la crisis de los artesanos tradicionales (a manos de las producciones fabriles mecanizadas) o la deficiente calidad de vida de los obreros ingleses durante la primera fase de la revolución industrial. En el caso de los inversores internacionales, su posición era, por supuesto, mucho más acomodada, pero sus capitales seguían la misma motivación que los emigrantes: buscar un mayor rendimiento económico. En países menos industrializados, como era Estados Unidos en un primer momento, como

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eran los latinoamericanos, como eran los de la periferia europea, la escasez de capital hacía que determinadas inversiones (por ejemplo, en la construcción de líneas férreas) pudieran ser más lucrativas que en países más desarrollados en los que el mercado estaba ya relativamente saturado. Algo similar ocurría con la explotación de recursos minerales estratégicos (como el plomo español, por poner sólo un ejemplo), o con el préstamo de capitales a gobiernos débiles de América Latina y Oriente Medio.

Si estas diferencias entre países creaban el potencial para la emigración y las inversiones internacionales, la tecnología y la política eran decisivas, como en el caso del comercio, para hacer dicho potencial efectivo. La tecnología del transporte abarató decisivamente el coste de los movimientos migratorios transoceánicos, mientras que la tecnología de las comunicaciones aumentó la seguridad de los inversores internacionales, al proporcionarles con rapidez noticias sobre los países en los que depositaban sus capitales (permitiéndoles así tener un mayor margen de maniobra para reaccionar ante eventos desfavorables). El ascenso del patrón oro, por su parte, comprometía a los gobiernos implicados a aplicar una política monetaria saneada, lo que es tanto como decir que reducía la incertidumbre a que se enfrentaban los inversores extranjeros. Paralelamente, numerosos gobiernos en América y Oceanía desarrollaron auténticas campañas de captación de inmigrantes, intentando reducir los costes monetarios e informativos del desplazamiento.

Las relaciones internacionales: ¿palanca del desarrollo?

Entre 1400, cuando comenzó la expansión europea, y 1913, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, las potencias occidentales pasaron a dominar un mundo cada vez más globalizado. Al mismo tiempo, las economías occidentales lograron una ruptura histórica: abandonar el estancado mundo preindustrial y encabezar la transición hacia el crecimiento moderno. ¿Qué papel desempeñaron las relaciones internacionales en esta ruptura económica? Debemos considerar, en primer lugar, el papel del colonialismo y el imperialismo en el desarrollo europeo; más adelante revisaremos el papel de las relaciones económicas entre socios independientes, que tanto se intensificaron durante el siglo XIX.¿Contribuyeron el colonialismo y el imperialismo al desarrollo europeo?

Si las relaciones económicas internacionales hubieran consistido únicamente en colonialismo e imperialismo, su impulso al proceso de

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desarrollo europeo quizá no habría sido muy grande. De hecho, entre 1400 y 1750, el colonialismo se intensificó sin que las economías europeas mostraran una tendencia clara a acelerar su desarrollo. En realidad, el comercio colonial era una parte relativamente pequeña del comercio total, y los beneficios extraordinarios (es decir, superiores a los de competencia perfecta) extraídos de dicho comercio representaron una parte pequeña de la inversión que alimentaba el crecimiento de las economías europeas, incluso en el caso británico.75

Los beneficios más significativos que extrajeron las economías europeas del colonialismo fueron de tipo indirecto. En primer lugar, las actividades comerciales mejoraron el “saber hacer” y el conocimiento tecnológico de los empresarios, lo cual probablemente mejoró las perspectivas de desarrollo de la economía europea en el largo plazo.76 En segundo lugar, el colonialismo garantizó el abastecimiento de productos estratégicos: materias primas necesarias para el desarrollo de sectores productivos con amplia capacidad para transformar el conjunto de la economía de la metrópoli. (Uno de los sectores clave de la revolución industrial británica fue precisamente el textil algodonero, una parte de cuya materia prima era importada de colonias como la India o Egipto por los empresarios británicos.77) Finalmente, en tercer lugar, el colonialismo también sirvió para ofrecer a los consumidores europeos una gama más amplia de productos, de tal modo que el deseo de ganar dinero para adquirir los nuevos productos moviera a las familias a intensificar su esfuerzo laboral (generalmente, aumentando el abanico de actividades desarrolladas en régimen de pluriactividad) y fuera el punto de partida de una “revolución industriosa” sobre la que posteriormente tendría lugar la revolución industrial.78

Junto a estos beneficios (sobre todo indirectos), el colonialismo también tuvo sus costes para las sociedades europeas. Costes financieros, para construir las infraestructuras y mantener los aparatos administrativos coloniales. Y costes humanos, dada la violencia que presidió el contacto con las sociedades colonizadas. Si consideramos estos costes, llegamos a la conclusión de que el colonialismo y el imperialismo tuvieron efectos bien distintos entre los diversos grupos de las sociedades metropolitanas: fueron mucho más beneficiosos para los empresarios vinculados al comercio colonial que para los contribuyentes o las familias pobres que nutrían los ejércitos.

75 O’Brien (1982), Bairoch (1993).76 Cipolla (2002).77 Wolf (2005).78 De Vries (1994).

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El resto de la globalización como palanca de desarrollo

El resto de la globalización (es decir, el comercio, las migraciones y las inversiones desarrolladas entre países independientes) pudo realizar una contribución mayor a la aceleración del desarrollo occidental, ya durante el siglo XIX. Desde el punto de vista estático, la globalización sirvió para mejorar la asignación de recursos de la economía mundial, llevando las mercancías, la mano de obra y el capital hacia los lugares y sectores donde podían ser más productivos. Desde el punto de vista dinámico, la globalización pudo servir para impulsar algunos procesos de desarrollo.79 Esto es especialmente claro en el caso de los “nuevos países occidentales” de Norteamérica y Oceanía, que basaron las primeras etapas de su desarrollo moderno en un modelo de crecimiento impulsado por las exportaciones de productos agrarios. La globalización significó para estos países el acceso a mercados europeos en los que colocar sus exportaciones (sobre todo, el mercado británico) y la llegada de emigrantes e inversiones extranjeras que contribuyeron a dinamizar la economía local más allá de lo que habría sido posible si hubiera tenido que depender exclusivamente de la mano de obra y el capital domésticos.

La globalización del siglo XIX también tuvo importantes efectos sobre Europa. El desarrollo de la periferia europea se vio potenciado por la posibilidad de aumentar sus exportaciones agrarias, por la llegada de capitales extranjeros para desarrollar sectores estratégicos (como el ferrocarril), por el contacto tecnológico con los sectores industriales de economías avanzadas, y por los capitales remitidos por los emigrantes instalados en América Latina.

Incluso el desarrollo de Gran Bretaña se vio hasta cierto punto favorecido. En primer lugar, porque las migraciones a América y Oceanía permitieron rebajar las tensiones sociales asociadas a la primera parte de la industrialización. En segundo lugar, porque los inversores que llevaron sus capitales más allá de las fronteras británicas probablemente obtuvieron beneficios superiores a los que habrían obtenido en caso contrario. Y, en tercer lugar, porque la globalización abrió la puerta a importaciones baratas de productos alimenticios básicos, que dieron continuidad a la especialización de Gran Bretaña en productos industriales. En efecto, durante las décadas iniciales de la industrialización, la capacidad de crecimiento del sector agrario se mantuvo por debajo de la capacidad de

79 O’Rourke y Williamson (1999) consideran que la globalización fue una fuerza de convergencia dentro de la economía atlántica.

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crecimiento del sector industrial. Ello se debía a la menor tasa de innovación tecnológica en la agricultura (aún basada en fuentes de energía orgánicas, en contraste con la ruptura introducida por el carbón y la máquina de vapor en la industria) y al paulatino agotamiento de la tierra disponible en un país poblado desde muchos siglos atrás. La tensión derivada de estas diferencias entre agricultura e industria era relevante, y pudo ser suavizada gracias a las importaciones de productos agrarios baratos procedentes de América y Oceanía, donde la tierra era abundante.

Es cierto que las importaciones baratas de productos agrarios básicos, como el trigo, planteaban un problema social en el resto de Europa, dado que amenazaban el sustento de buena parte de la (aún mayoritaria) población agraria. Esta amenaza, y la consiguiente inquietud social, fue una de las claves del giro hacia el proteccionismo emprendido por buena parte de los países occidentales en las décadas finales del siglo XIX largo. Pero este giro no impidió que la globalización continuara hasta la Primera Guerra Mundial, y que continuara contribuyendo a acelerar el desarrollo económico de Occidente. De hecho, más adelante, cuando el crecimiento económico se desaceleró durante el periodo de entreguerras, la gran diferencia con respecto a tiempos pasados no estaba en factores demográficos o tecnológicos: estaba en el modo en que los gobiernos estaban aplicando políticas contrarias a la globalización.

En suma, la globalización fue en buena medida una consecuencia del desarrollo alcanzado gracias a la innovación tecnológica y el cambio institucional. Sin una revolución de los transportes, sin una transición institucional hacia sociedades de mercado, sin un aumento de la renta en los países protagonistas, difícilmente habría podido tener lugar la globalización del siglo XIX. Dicho esto, la relación fue de doble sentido, y la globalización también contribuyó a impulsar el desarrollo occidental durante el siglo XIX.

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Capítulo 6

EUROPA NOROCCIDENTAL

El desarrollo moderno se gestó en Europa noroccidental. Fue allí donde la revolución industrial británica cambió para siempre la historia económica de la humanidad. En este capítulo repasamos esa historia, así como otras dos historias, una anterior y otra posterior, ambas muy relacionadas con ella. Por un lado, la revolución industrial fue precedida de un largo prólogo durante el cual algunas economías del área noroccidental de Europa lograron un cierto dinamismo, al menos dentro de los límites propios de la era preindustrial. Por ello, Tony Wrigley se refiere a ellas como “economías orgánicas avanzadas”.80 Por otro lado, la revolución industrial británica pronto comenzó a difundirse a otras economías de la región. El resultado fue que, a comienzos del siglo XX, Europa noroccidental era la región más desarrollada del “viejo mundo”, tan sólo superada por los “nuevos países occidentales”.

La formación de economías orgánicas avanzadas

La primera economía orgánica avanzada fue la economía holandesa del siglo XVII. En su punto culminante, en torno a 1700, el ingreso de un ciudadano holandés medio casi duplicaba el ingreso de un ciudadano europeo medio. Es cierto que, a partir de entonces, la economía holandesa entró en una fase de estancamiento y, probablemente, su PIB per cápita no creció durante todo el siglo XVIII. Sin embargo, aún a finales del siglo XVIII, en los albores de la revolución industrial, la posición económica de Holanda parecía envidiable dentro de Europa. Escribiendo en 1776, Adam Smith, en La riqueza de las naciones, hace frecuentes alusiones a Holanda como la economía más próspera de Europa (y del mundo), y las

80 Wrigley (2004).

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reconstrucciones del PIB per cápita realizadas mucho tiempo después por los historiadores económicos confirman esta intuición básica. Tan sólo Inglaterra, armada con una revolución industrial, terminó desplazando a Holanda de esta posición de privilegio.81

Además, la economía holandesa de finales del periodo preindustrial no sólo registró crecimiento económico, sino también cambios estructurales. En torno a 1700, aproximadamente un tercio de los habitantes holandeses residía en ciudades, mientras que hasta un 60 por ciento de la población activa se empleaba en los sectores no agrarios. Es probable que ambas transformaciones, la urbanización y el cambio ocupacional, hubieran llegado más lejos en la Holanda del siglo XVII que en cualquier otra economía preindustrial de la historia. De hecho, algunos especialistas han visto aquí “la primera economía moderna”.82

El otro caso claro de economía orgánica avanzada fue Inglaterra. En los dos siglos previos al desencadenamiento de la revolución industrial, la economía inglesa no fue una economía estancada, sino que, dentro de las restricciones propias del mundo preindustrial, experimentó un cierto dinamismo. Es cierto que, en torno a 1750, Inglaterra seguía presentando graves carencias en materia de desarrollo humano; por ejemplo, una bajísima esperanza de vida (típicamente preindustrial).83 Y también es cierto que el ingreso de un habitante medio del país era más bajo que el de la mayor parte de los países subdesarrollados del presente.84 Sin embargo, este ingreso medio era uno de los más elevados (o, si se prefiere, de los menos bajos) dentro de Europa en aquel momento, y su crecimiento a lo largo de los siglos previos había venido acompañado de cambios estructurales como la urbanización y el cambio ocupacional.85 Y, lo que es más importante, la economía inglesa había entrado en una dinámica

81 Van Zanden (2005: 27).82 De Vries y Van der Woude (1997). Los datos sobre urbanización y cambio

ocupacional se han tomado de Maddison (2002: 95, 247).83 La esperanza de vida inglesa en torno al periodo 1726/51 no superaba los 35

años, en buena medida como consecuencia de que la tasa de mortalidad infantil se aproximaba al 200 por mil (Maddison 2002: 29).

84 De acuerdo con las estimaciones de Maddison (2002: 263), el PIB per cápita inglés en torno a 1750 sería claramente inferior al que presentan en la actualidad China, India y América Latina (y tan sólo ligeramente superior al de África).

85 De acuerdo con las estimaciones de Van Zanden (2005: 27), cabe suponer que, en torno a 1750, el PIB per cápita inglés tan sólo era superado en Europa por Holanda. La tasa de urbanización, por su parte, habría ascendido desde un insignificante 3 por ciento en 1500 a un 13 por ciento en 1700 (Maddison 2002: 247). Finalmente, en esta última fecha, el peso de la población activa agraria había caído al 56 por ciento (Maddison 2002: 95).

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positiva que continuaría alimentando el crecimiento económico inglés durante el inicio de la era industrial.

Un marco institucional favorable al cambio económico

La causa fundamental de este dinamismo preindustrial fue de naturaleza institucional: tanto Holanda como Inglaterra transitaron precozmente hacia una economía de mercado.

En Holanda, las restricciones y regulaciones feudales habían comenzado a desaparecer durante el tramo final de la Edad Media y recibieron su golpe de gracia cuando, a comienzos del siglo XVII, el país obtuvo su independencia de España (en aquel momento, una monarquía absoluta poco inclinada a este tipo de cambio institucional). Holanda se constituyó como una república cuya política económica vino ampliamente marcada por los intereses de su incipiente burguesía comercial. El mercado se convirtió en el principal mecanismo de coordinación económica, y el Estado proporcionó seguridad jurídica a los participantes en la economía de mercado, garantizando sus derechos de propiedad y absteniéndose de cometer arbitrariedades.

En Inglaterra, por su parte, la llamada “Revolución Gloriosa” de 1688 instauró una monarquía parlamentaria en la que el rey no gozaba de poderes absolutos, sino que debía ver muchas de sus decisiones aprobadas por un parlamento que representaba los intereses de las elites agrarias y comerciales del país. Una consecuencia inmediata de este nuevo sistema político, tan diferente de las monarquías absolutas que por aquel entonces reinaban en Francia o España, fue un aumento de las garantías jurídicas disfrutadas por los participantes en la economía de mercado. Los actos arbitrarios por parte de los gobiernos se redujeron al mínimo, y el grado de endeudamiento de la monarquía se contuvo de manera muy significativa (en comparación, por ejemplo, con el mayúsculo endeudamiento y las continuas bancarrotas de la monarquía española durante ese mismo siglo XVII). Paralelamente, la revolución de 1688 consolidó un espacio cada vez mayor para el funcionamiento de la economía de mercado. Aunque no se eliminaron todas las restricciones institucionales al funcionamiento libre de los mercados, Inglaterra se encontraba mucho más próxima al ideal de la economía de mercado que la mayor parte de países europeos. El mercado laboral, por ejemplo, era más flexible que en el resto de Europa: los lazos de servidumbre propios del feudalismo se habían debilitado sustancialmente ya desde el tramo final del periodo medieval, y la población disfrutaba de un importante grado de movilidad geográfica y

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sectorial. Al final del periodo preindustrial, Inglaterra era, junto con Holanda, la economía europea que en mayor medida confiaba en el mercado como mecanismo de coordinación de las decisiones económicas.86

Sobre la base de este marco institucional, Holanda e Inglaterra se convirtieron en economías orgánicas avanzadas gracias a la integración de dinámicas positivas emanadas de varios sectores diferentes: agricultura, comercio exterior y (sobre todo en el caso inglés) manufactura.

Progreso agrario

Los agricultores holandeses e ingleses eran los más productivos de Europa. Estos agricultores ensayaron una rotación de cultivos más compleja de lo habitual por aquel entonces en Europa: introdujeron plantas forrajeras que, al mismo tiempo que contribuían a restablecer la fertilidad del suelo, servían para alimentar una cabaña ganadera creciente. A su vez, esta cabaña ganadera creciente no sólo aumentaba la disponibilidad de animales para las tareas agrícolas o la disponibilidad de productos ganaderos para el consumo humano, sino que, a través de sus excrementos, también contribuía a aumentar la fertilidad de la tierra. Como resultado de este círculo virtuoso de cambios interrelacionados, los agricultores holandeses e ingleses no necesitaban ya reservar en barbecho unas superficies tan amplias como los agricultores (de la mayor parte) del resto de Europa y, por lo tanto, obtenían mayores rendimientos medios por hectárea (es decir, la producción agraria dividida entre el número de hectáreas utilizadas por el agricultor, incluidas las dejadas en barbecho). La agricultura holandesa e inglesa se hizo así más intensiva (porque el rendimiento por hectárea era mayor) y más diversificada (porque se producía una gama más amplia de mercancías). Seguía tratándose de una agricultura de base orgánica, cuyo crecimiento continuaba por lo tanto sujeto a estrictos límites, pero, gracias a estas transformaciones, los agricultores holandeses e ingleses fueron capaces de aproximarse a tales límites en mucha mayor medida que la mayor parte de sus colegas europeos.

Este progreso agrario tuvo su lado oscuro, al menos en el caso inglés, donde fue acompañado de una creciente desigualdad entre los grandes terratenientes y los jornaleros sin tierra (desigualdad exacerbada por el énfasis de los gobiernos en fomentar la propiedad privada plena y abolir los derechos comunitarios sobre la tierra, que otorgaban cierta seguridad a los grupos desfavorecidos). Pero, a nivel macroeconómico, el progreso agrario fue indudablemente positivo para las economías holandesa e inglesa. En

86 North y Thomas (1978).

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primer lugar, porque sirvió para elevar inmediatamente el nivel de vida de la mayor parte de agricultores, al fin y al cabo el principal grupo ocupacional de todas las economías preindustriales. Y, en segundo lugar, porque el progreso agrario contribuyó al desarrollo de otros sectores económicos: una productividad agraria en aumento permitía sostener una elevada tasa de urbanización y, más ampliamente, liberaba mano de obra para su empleo en los sectores no agrarios, al tiempo que, a través de sus efectos sobre la demanda rural de productos manufacturados y servicios, podía suponer un estímulo para la expansión del tejido empresarial en dichos sectores.

Hegemonía en el comercio marítimo

A su vez, el progreso agrario era facilitado por la expansión de otro de los sectores clave del dinamismo preindustrial: el comercio marítimo. Holanda e Inglaterra fueron sucesivamente las potencias europeas que ostentaron la hegemonía de los mares y océanos. A finales del siglo XVII, un pequeño país como Holanda poseía una flota de embarcaciones cuyo número y capacidad de carga excedía a la de cualquier otro país europeo. La mayor parte de estas embarcaciones comerciaba productos básicos por el mar del Norte y el mar Báltico. (El dinamismo tecnológico de los holandeses quedó plasmado en la introducción a finales del siglo XVI del filibote, una nueva embarcación más ligera pero con mayor capacidad de carga que, por ejemplo, las carabelas con las que España había descubierto accidentalmente América.) Así, a mediados del siglo XVII, aproximadamente una cuarta parte del consumo holandés de cereales, por ejemplo, se cubría gracias a las importaciones provinentes de Polonia y otros países del entorno del mar Báltico. Con una parte del problema alimenticio resuelto a través del comercio internacional, los agricultores holandeses podían entonces especializarse en mayor medida en productos agrarios de mayor valor añadido (ganado, productos lácteos, horticultura), y también podían dedicar una mayor proporción de su tiempo a actividades no agrarias (como la manufactura lanera doméstica). Otras materias primas básicas en toda economía preindustrial, como la madera (por ejemplo, para la construcción de los propios barcos holandeses) o la lana (para la manufactura textil), también llegaban a Holanda a través del comercio desarrollado en su entorno marítimo próximo (la madera, del Báltico; la lana, de Inglaterra). Por ello, no cabe duda de que el comercio marítimo próximo contribuyó decisivamente a que la economía holandesa experimentara los procesos de urbanización y cambio ocupacional antes revisados.

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Junto a este comercio próximo, tanto los holandeses como los ingleses aprovecharon su hegemonía marítima para lanzarse a la construcción de sistemas coloniales de comercio a larga distancia. En el caso holandés, destacaban posesiones asiáticas de gran tamaño como Indonesia. Por su parte, la presencia inglesa en Asia (en especial, en la India) y América (sobre todo, en la costa oriental de los actuales Estados Unidos) se intensificó durante el tramo final del periodo preindustrial. En ambos casos, el colonialismo era una expresión más del enfoque mercantilista que prevalecía en la política económica de los Estados europeos: intentar conquistar mercados para explotarlos de manera exclusiva e impedir el acceso de los Estados rivales a los mismos. Así, del mismo modo que los Estados aplicaban políticas de protección del mercado propio (obstaculizando las importaciones de productos extranjeros) y políticas de fomento de las exportaciones, también colonizaban territorios alejados con objeto de garantizarse la explotación exclusiva de los mismos. El comercio colonial no sólo no estaba abierto al resto de potencias europeas, sino que, dentro de la propia metrópolis, estaba concedido oficialmente a una única compañía que se encontraba así en situación de privilegio. En el caso de Indonesia, por ejemplo, el comercio holandés se realizaba a través de la Compañía Holandesa de las Indias orientales, que, explotando su posición como monopolista en Europa y monopsonista en Indonesia, podía comprar productos indonesios (por ejemplo, especias como la pimienta) a un precio artificialmente bajo y revenderlos en Europa a un precio artificialmente elevado. Así, a través de su sistema colonial, Holanda obtenía unos beneficios extraordinarios, es decir, beneficios superiores a los que habría obtenido en un escenario alternativo de comercio internacional en libre competencia. Algo similar ocurría con Inglaterra y el resto de metrópolis europeas en relación a sus respectivos sistemas coloniales.

Se ha discutido mucho sobre el grado en que la prosperidad holandesa del siglo XVII y el dinamismo inglés del siglo XVIII se basaron en este tipo de beneficios extraordinarios derivados del comercio colonial. Algunos historiadores económicos han intentado estimar la magnitud de estos beneficios monopolistas, y han encontrado que el “drenaje” holandés e inglés sobre sus colonias no suponía sino una parte muy pequeña del PIB de estos países.87 El problema está en que resulta muy difícil ir más allá y valorar el efecto indirecto de estas actividades coloniales. Puede que, a raíz

87 Maddison (2002: 87) estima que, en el momento de mayor esplendor holandés (en torno a 1700), el “drenaje” holandés sobre Indonesia apenas superaba el uno por ciento del PIB total holandés. Los beneficios coloniales pudieron, sin embargo, representar un porcentaje algo más significativo de la inversión neta generada en la economía inglesa preindustrial (Pomeranz 2000).

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de la actividad colonial, mejorara el “saber hacer” de los empresarios y, con ello, mejorara la capacidad de las economías holandesa e inglesa para desarrollar otros sectores. También puede que, como consecuencia del colonialismo, se ofertara a los consumidores holandeses e ingleses una gama más amplia de bienes (incluyendo bienes tan novedosos como el azúcar del Caribe, el té de la India, las especias de Indonesia…) que los estimulara a trabajar de manera más intensa (por ejemplo, asumiendo un abanico más amplio de actividades), iniciando así una suerte de “revolución industriosa” en el interior de ambos países.88 Y parece claro que el comercio colonial impulsó los procesos de urbanización (al generar empleos en los puertos, astilleros, compañías aseguradoras…) y, por esa vía, pudo estimular el progreso agrario (al ofrecer a los agricultores un mercado más amplio de consumidores urbanos cuya mayor renta suponía una mayor y más diversificada demanda de productos agrarios). Por todo ello, aunque Holanda e Inglaterra no basaron su dinamismo preindustrial en el “drenaje” colonial, las actividades coloniales sí generaron externalidades que contribuyeron a fortalecer la transición hacia una economía orgánica avanzada.

Dinamismo manufacturero

El dinamismo preindustrial inglés (no tanto el holandés) se completó con el crecimiento de la actividad manufacturera a partir del siglo XVII. En este periodo previo a la revolución industrial, no se trataba aún de fábricas urbanas. Lo más común era el llamado “sistema de encargos” (putting-out system): un comerciante-empresario proporcionaba materias primas (y, en ocasiones, instrumentos de trabajo) a trabajadores rurales (que, generalmente, desempeñaban de manera paralela otras ocupaciones) y, en el plazo estipulado, estos trabajadores le entregaban el producto transformado. La cadena de producción completa también podía incorporar, en una u otra fase del proceso, algún tipo de transformación manufacturera realizada por artesanos urbanos pertenecientes a gremios, frecuentemente aquellos tipos de transformación que requerían mayor cualificación y que orientaban el producto final hacia consumidores de clase media-alta. Para producciones más modestas, sin embargo, podía ser suficiente con el ciclo productivo controlado por el comerciante-empresario.

En este periodo, el principal problema de la manufactura inglesa organizada por el sistema de encargos era la amenaza de la competencia extranjera, como mostró el caso de los productos textiles indios

88 De Vries (1994).

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(inicialmente mejor valorados por los consumidores ingleses que los fabricados en la propia Inglaterra). Sin embargo, esta amenaza fue desactivada a través de una política proteccionista que estimuló la sustitución de las importaciones indias por producciones nacionales de similares características.89 El camino quedó libre entonces para el crecimiento de una densa red de empresas e iniciativas desarrolladas a pequeña escala. En muchos sectores, estas iniciativas continuarían alimentando el crecimiento económico inglés hasta finales del siglo XIX. Aún haría falta una revolución industrial para que Inglaterra se abriera paso hacia la era del crecimiento sostenido y el desarrollo moderno. Pero, en torno a 1750, esta economía orgánica avanzada, que combinaba progreso agrario con dinamismo manufacturero y hegemonía comercial, se encontraba probablemente mejor preparada que ninguna otra economía del mundo para dar un salto de tales características.90

De hecho, para aquel entonces, la economía holandesa había comenzado a estancarse. Continuaba siendo una de las economías más prósperas de Europa, pero su PIB per cápita había dejado de crecer y sus cambios estructurales estaban deteniéndose. Las causas de este estancamiento son complejas. Por un lado está la adopción generalizada de políticas mercantilistas por toda Europa: la rivalidad ejercida por Inglaterra y Francia en busca de la hegemonía se reveló crecientemente insostenible para Holanda, un país pequeño para el que los crecientes gastos militares implicaban un desvío de recursos especialmente significativo; a ello hay que añadir las dificultades creadas por la adopción de políticas mercantilistas en la estratégica región báltica (Prusia, Rusia, los países escandinavos). Por otro lado, tras el esplendor del siglo XVII se deterioró el funcionamiento de algunas instituciones clave de la economía holandesa, como la Compañía Holandesa de las Indias Orientales (que comenzó a desviar una parte creciente de sus beneficios hacia su propia expansión burocrática y hacia la concesión de recompensas en los entornos de las altas esferas de la empresa).91 Finalmente, Holanda no disponía de carbón, así que no podía dar el salto a una economía de base inorgánica. Algunos especialistas han sugerido que, en realidad, la economía holandesa había funcionado tan bien que, en torno a 1700, se encontraba muy próxima al techo productivo propio de todas las economías preindustriales y

89 Inikori (2002), Chang (2004).90 De acuerdo con Pomeranz (2000), quizá solamente una región china (el delta

del Yangzi) se encontraba en una posición comparable. Otros historiadores, como Jones (2002), ni siquiera conceden esta posibilidad.

91 Arrighi (1999).

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difícilmente podía continuar creciendo sobre la base de fuentes de energía orgánicas.92

La revolución industrial británica

La revolución industrial británica fue el resultado de la combinación de dos tipos diferentes de crecimiento.93 Por un lado, el crecimiento smithiano que, basado en tecnología tradicional y una asignación más eficiente de los recursos, había comenzado durante el tramo final del periodo preindustrial y que se prolongó hasta finales del siglo XIX. Por el otro lado, la revolución industrial también fue, lógicamente, el resultado de crecimiento schumpeteriano. Los sectores líderes de la industrialización, como el textil algodonero o la siderurgia, concentraron las principales innovaciones tecnológicas del periodo y lideraron la transición hacia una economía de base inorgánica. De este modo, el crecimiento económico de la revolución industrial fue el resultado de dos procesos de cambio paralelos. La innovación tecnológica de los sectores líderes permitió expandir la frontera de posibilidades de producción, al tiempo que la economía se aproximaba a dicha frontera gracias a las ganancias de eficiencia de los sectores que continuaron basados en tecnología tradicional.

El sistema de fábrica

La revolución industrial no sólo supuso una gran transformación tecnológica, sino también un cambio organizativo con importantes consecuencias sociales. No sólo se introdujeron numerosas innovaciones tecnológicas que, apoyadas en la energía del carbón, permitieron expandir la producción de los sectores líderes. La revolución industrial también implicó un cambio fundamental en la forma de organizar la actividad económica: del sistema de encargos propio del periodo previo se pasó al sistema de fábrica. Los sectores líderes de la revolución industrial no se organizaron ya a través de una complicada red que ponía en contacto a talleres artesanos, empresarios-comerciantes, y campesinos pluriactivos. Se organizaron en fábricas que centralizaban el proceso productivo; fábricas propiedad de un empresario para el que trabajaba un grupo más o menos numeroso de obreros asalariados.

92 Wrigley (2004).93 Wrigley (1991; 1996; 2004).

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¿Por qué se produjo la transición al sistema de fábrica? El sistema de encargos tenía muchas ventajas para los empresarios, y precisamente por ello había sido la base de la expansión manufacturera de la Inglaterra preindustrial. Organizar la producción industrial en fábricas tenía en principio bastantes inconvenientes desde el punto de vista del empresario. Sería preciso contar con una plantilla de obreros que, dada la rigidez de horarios necesaria para coordinar el trabajo en una fábrica, no tendrían ninguna otra fuente de sustento. En consecuencia, el coste salarial de cada uno de estos obreros era mayor que la retribución que un empresario-comerciante tendría que pagar a un campesino pluriactivo que organizara libremente el trabajo en su domicilio. Además, la fábrica era un coste en sí mismo, mientras que los campesinos pluriactivos trabajaban en su propia casa. Durante el periodo preindustrial, no existió ningún elemento que reequilibrara la balanza: en la mayor parte de sectores industriales, el sistema de fábrica no era rentable en relación a la industria domiciliaria y su sistema de encargos.

La revolución industrial cambió el panorama y desequilibró la balanza en el otro sentido, en el sentido favorable al sistema de fábrica. Durante el periodo preindustrial, la demanda de productos industriales crecía muy lentamente (cuando lo hacía) porque la mayor parte de la población tenía un nivel de renta tan bajo que los gastos en alimentación y vivienda absorbían ya buena parte del presupuesto familiar. En estas condiciones, el sistema de encargos, con su ventaja estática de costes sobre la fábrica, prevaleció. Sin embargo, conforme la demanda de productos industriales aumentaba como consecuencia del crecimiento de la renta (primero, en el contexto de la economía orgánica avanzada; más adelante, en el marco de los inicios de la industrialización), las ventajas dinámicas de la fábrica se hacían notar.

Dichas ventajas dinámicas eran de dos tipos. La primera era de naturaleza tecnológica: la aparición del binomio carbón-máquina de vapor como base energética para la mecanización de las tareas industriales incentivó que la producción se concentrara en un único edificio. En el sector textil, por ejemplo, la fábrica podía contar con una o varias máquinas de vapor de gran tamaño y alimentarlas con grandes cantidades de carbón, de donde resultaría una enorme cantidad de energía por trabajador que, convenientemente aplicada sobre las nuevas máquinas del sector, daría lugar a grandes producciones. Para aprovechar al máximo el nuevo potencial energético proporcionado por el binomio carbón-máquina de vapor, era preciso centralizar la producción en fábricas. El sistema de encargos no podía competir con eso: el empresario-comerciante podía distribuir la materia prima entre los campesinos pluriactivos, pero ¿cómo

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distribuiría la energía? (Podía distribuir carbón entre los campesinos, pero definitivamente no podía darle una máquina de vapor a cada uno de ellos.) Por otra parte, junto a este factor de naturaleza tecnológica, la segunda fuente de ventaja de la fábrica en un contexto de demanda dinámica era de naturaleza organizativa. Cierto: el sistema de fábrica obligaba a contratar obreros fabriles cuyos salarios excedían la remuneración del campesino pluriactivo que trabajaba por encargos, pero, a cambio, el empresario ganaba un control mucho mayor sobre su mano de obra. El nuevo empresario fabril podía organizar de manera precisa el trabajo de sus obreros, desde sus horarios hasta la naturaleza de sus tareas. El empresario-comerciante del sistema de encargos, en cambio, debía confiar en la auto-organización que se impusieran los campesinos pluriactivos. Así, en una situación de demanda expansiva e innovación tecnológica, el sistema fabril se impuso sobre el sistema de encargos.94

La formación de la clase obrera

El impacto social del triunfo del sistema de fábrica fue muy grande. Lo que hasta entonces había sido una compleja red de artesanos, comerciantes-empresarios y campesinos pluriactivos se convirtió en un conjunto de fábricas en las que convivían dos mundos socialmente bien distintos: el mundo de los empresarios y el mundo de los obreros. Aunque, formalmente, esta no era una distinción inamovible (como sí lo era la distinción entre el pueblo llano y los estamentos privilegiados del antiguo régimen), en la práctica no había mucha movilidad social ascendente. Los estudios sobre el origen social de los empresarios fabriles han revelado que estos no se encontraban equitativamente distribuidos entre el conjunto de la sociedad, sino que provenían sobre todo de las clases medias-altas. Es cierto que las fábricas de la revolución industrial no eran muy grandes para los estándares modernos, y que tampoco requerían una inversión inicial tan grande como la requerida en los sectores punteros de la actualidad. Pero, evidentemente, no estaba al alcance de cualquiera convertirse en un empresario fabril. La mayor parte de la población carecía de las capacidades necesarias para ello: recursos financieros, educación básica, conocimiento de las redes comerciales…

Dada la desigualdad que prevalecía en la distribución de las capacidades y recursos de los individuos, la economía de mercado devolvía como resultado una distribución muy desigual de la renta y del bienestar entre las clases sociales. La primera fase de la industrialización, hasta mediados del siglo XIX, presenció la formación de una clase obrera cuyos

94 Landes (1979).

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salarios eran bajos, cuya esperanza de vida no mejoraba, cuya estatura media experimentaba retrocesos. Además, las condiciones laborales eran terribles: la jornada laboral podía alcanzar las 14 horas, no existía protección social (por ejemplo, bajas remuneradas por enfermedad o por accidente laboral), era frecuente el trabajo infantil (a cambió, además, de salarios inferiores a los de los adultos)… Todo ello era posible en un contexto institucional caracterizado por la ausencia de regulación. Hoy día, todas las economías de mercado cuentan con numerosas regulaciones sobre el mercado laboral, ya que admiten que la mano de obra no puede ser expuesta de manera completa a las leyes de la oferta y la demanda. De este modo, hay legislaciones sobre salarios mínimos, duración máxima de la jornada laboral, prohibición del trabajo infantil… La revolución industrial británica, sin embargo, se gestó en un clima intelectual muy distinto: un clima en el que reinaba una interpretación extrema del liberalismo económico, de acuerdo con la cual era preciso permitir un funcionamiento totalmente libre del mercado laboral y de acuerdo con la cual, por ejemplo, debían prohibirse las asociaciones obreras que, como los sindicatos, pudieran interferir en ese libre funcionamiento del mercado.95 (Hay que tener en cuenta que, desde el punto de vista teórico, un sindicato interfiere en el libre mercado porque, al negociar conjuntamente las condiciones laborales de todos los trabajadores, se convierte en algo parecido a un monopolio de la oferta de mano de obra y, por tanto, tiende a generar salarios superiores a los de equilibrio.)

Es cierto que, conforme fue avanzando el siglo XIX, el mercado laboral británico pasó a estar más regulado y, por lo tanto, generó unos resultados sociales menos problemáticos. Se aprobaron leyes que regulaban las condiciones de trabajo en las fábricas, y se abrió la puerta a la formación de sindicatos que defendieran colectivamente los intereses de los trabajadores. Estas medidas contribuyeron a que, a partir de la parte central del siglo XIX, las condiciones de vida de la clase obrera británica mejoraran indudablemente. En cualquier caso, el retraso con el que el crecimiento económico se transmitió al bienestar de la clase obrera es significativo del gradualismo con que debemos contemplar el desarrollo británico: ni comenzó con la revolución industrial (porque la Inglaterra de mediados del siglo XVIII era ya una economía orgánica avanzada) ni la revolución industrial transformó rápidamente a Gran Bretaña en una sociedad desarrollada (dada la desigualdad económica y social prevaleciente durante el inicio de la industrialización).

La persistencia del crecimiento smithiano95 Polanyi (2003).

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Conviene no perder de vista, para terminar, que el éxito de la economía británica, que cambió para siempre la historia económica de la humanidad, no consistió exclusivamente en innovación tecnológica y crecimiento schumpeteriano. El éxito consistió en combinar este tipo de crecimiento con el crecimiento smithiano generado por otros sectores, que utilizaban tecnologías más tradicionales y se organizaban de modos más tradicionales. Este segundo tipo de crecimiento venía alimentando la formación de una economía orgánica avanzada durante los dos siglos previos, y continuó contribuyendo al crecimiento británico durante las primeras etapas de la industrialización.

La aportación del crecimiento smithiano fue decisiva para que Gran Bretaña evitara los problemas de dualismo que sufrirían muchas economías subdesarrolladas a lo largo del siglo XX. El dualismo económico consiste en aquella situación en la que se da una brecha de productividad muy grande entre un sector moderno, que utiliza tecnología puntera y promete crecimiento schumpeteriano, y el resto de la economía, que utiliza tecnología tradicional. La persistencia de situaciones de dualismo es peligrosa porque tiende a bloquear la continuación del crecimiento económico a lo largo del tiempo: el estancamiento del sector tradicional termina generando “cuellos de botella” que obstaculizan progresos ulteriores del sector moderno. Una agricultura estancada, por ejemplo, genera problemas para el crecimiento de los sectores industriales porque la pobreza de los agricultores hace que la demanda de productos industriales sea baja y porque una oferta agraria escasa encarece la alimentación (y, por tanto, los salarios) de los trabajadores industriales (lo cual reduce la competitividad del sector en el ámbito internacional).

Este es el peligro que evitó la economía británica durante la revolución industrial. En lugar de una economía dualista, fue una economía bien articulada. En el sector industrial, el crecimiento schumpeteriano de la industria textil algodonera o la siderurgia convivía con el crecimiento smithiano (sobre bases tecnológicas y organizativas más tradicionales) de la industria alimentaria (por poner sólo un ejemplo).96 Y, en el plano agrario, la senda de progreso abierta durante el siglo XVII continuó vigente durante buena parte del siglo XIX: no se trataba de un progreso basado en innovación tecnológica rupturista (como ocurriría a partir de finales del siglo XIX, con la paulatina introducción de fuentes de energía inorgánicas), sino de una agricultura orgánica avanzada capaz de establecer sinergias entre agricultura y ganadería. Los vínculos que existían entre estos sectores smithianos y los sectores schumpeterianos hicieron que el progreso de cada

96 Berg (1987).

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uno de ellos se transmitiera al resto, de tal modo que se generó un círculo virtuoso de crecimiento.

La difusión de la industrialización por Europa continental

La industrialización se difundió desde Gran Bretaña hacia el resto de Europa noroccidental como una mancha de aceite.97 La razón básica por la que ello fue así es que, por toda la región, se generalizaron procesos de innovación tecnológica y cambio institucional que aceleraron el crecimiento económico. A pesar de que, inicialmente, la legislación británica prohibía la exportación de maquinaria y conocimientos técnicos (con objeto de preservar el liderazgo tecnológico del país), las innovaciones tecnológicas de la primera revolución industrial no tardaron en cruzar fronteras de manera furtiva. Más adelante, relajadas este tipo de restricciones, la difusión de la innovación tecnológica se convirtió en una constante dentro de la economía europea. Junto a este cambio tecnológico, por todas partes encontramos también cambio institucional destinado a implantar una sociedad de mercado. La revolución iniciada en Francia en 1789 actuó como una auténtica onda expansiva por todo el continente. El mercado, cuyo protagonismo como mecanismo de coordinación económica venía creciendo durante el tramo final del periodo preindustrial, se situó en el centro de la vida económica, con los consiguientes efectos sobre el crecimiento smithiano y el crecimiento schumpeteriano.

Así, de la mano de la innovación tecnológica y el cambio institucional, las economías de Europa noroccidental emprendieron su transición hacia el desarrollo moderno. Lo hicieron con un lógico retraso respecto a Gran Bretaña, más si cabe teniendo en cuenta que la industrialización de la Europa continental no ganó auténtica velocidad hasta que no terminaron las guerras napoleónicas en 1815. Y, de hecho, ninguna de estas economías tenía un nivel de ingreso per cápita superior al británico cuando, casi un siglo después, estalló la Primera Guerra Mundial. Pese a todo, Bélgica, Suiza, Francia o Alemania habían roto ya para entonces con los largos siglos preindustriales y habían entrado en la senda del crecimiento sostenido.

La experiencia de estas otras economías de Europa noroccidental muestra que no había una única vía hacia la modernización económica. En

97 Pollard (1991) describe este proceso como una “conquista pacífica” del continente europeo por parte de la industrialización.

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función de la dotación de recursos, las inercias históricas, las características sociales y políticas, cada país encontró su propia vía hacia la industrialización. Bélgica disponía de grandes cantidades de carbón en su subsuelo, así que, con la ayuda de técnicos británicos inmigrantes, puso en pie una industrialización que, sin embargo, se diferenció de la británica por la decidida intervención del Estado en pos del crecimiento económico. Por otro lado, el desarrollo de la economía suiza, carente de carbón, carente de comercio marítimo, iba a seguir líneas muy distintas a las del desarrollo británico: una especialización en productos industriales de alta calidad e intensivos en conocimiento. También Francia, cuya base energética continuó siendo orgánica hasta finales del siglo XIX, jugaría la carta de la calidad frente a la carta inglesa de la cantidad. Mientras tanto, a finales del siglo, Alemania, basada en un modelo muy distinto al británico en cuanto a las características de las empresas y a la política económica, no sólo se convertía en una potencia industrial, sino que amenazaba claramente el liderazgo tecnológico británico. Había muchos caminos posibles hacia el desarrollo. Los casos de Francia y Alemania, además de ser importantes en sí mismos, ilustran esta idea.

La vía francesa hacia la modernidad económica

Francia no pudo competir con Gran Bretaña en la carrera por encabezar el desarrollo moderno. Para empezar, la economía preindustrial francesa no fue tan dinámica como la inglesa. Los agricultores franceses eran menos productivos que los ingleses porque se veían forzados a desarrollar su actividad en un medio geográfico e institucional menos favorable. Tanto las características del suelo agrario como las de la climatología dificultaban que, en buena parte del territorio francés (sobre todo en la mitad sur del país), los agricultores pudieran realizar las rotaciones de cultivos que conseguían sinergias entre la actividad agrícola y la ganadera, tal y como ocurría en Inglaterra. Además, es probable que la sombra del feudalismo fuera más alargada en Francia que en Inglaterra y que, debido a una herencia institucional que se remontaba a la Edad Media, los obstáculos típicamente preindustriales al progreso agrario estuvieran más presentes en Francia que en Inglaterra.98 Junto a los peores resultados de su sector agrario, la economía preindustrial francesa también se enfrentaba al hecho de que su sistema de transporte (un elemento clave para canalizar las sinergias entre los progresos de unos sectores y otros) era menos eficaz que el inglés. Mientras que el territorio inglés tenía numerosos ríos navegables que, junto con las comunicaciones costeras, permitían comunicar las distintas regiones del país con un nivel de eficacia poco frecuente en la

98 O’Brien (1996).

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época preindustrial, las regiones francesas estaban peor comunicadas entre sí debido a que, por razones geográficas, debían depender en mayor medida del transporte terrestre (más caro, más lento y con menor capacidad de carga). Finalmente, en la medida en que Francia perdió la lucha por la hegemonía marítima frente a Inglaterra a lo largo del siglo XVIII, tampoco obtuvo del comercio internacional unos beneficios (aunque fuera indirectos) comparables a los británicos.

Y si, durante el periodo preindustrial, los sectores estratégicos de las economías orgánicas avanzadas no registraron en Francia resultados comparables a los ingleses, difícilmente podía Francia recuperar la distancia durante los inicios de la industrialización. Su dotación de carbón era deficiente y, aunque a partir de finales del siglo XIX este problema comenzó a verse superado con la aparición de la electricidad (para cuya producción las montañas y ríos franceses demostrarían estar muy bien dotados), hasta entonces resultaba casi inevitable que la industria francesa creciera más lentamente que la británica, ya que aquella no podía incorporar el mismo bloque tecnológico que, partiendo del binomio carbón-vapor, había impulsado la (primera) revolución industrial. Aún en 1913, después de un siglo de crecimiento moderno, el PIB per cápita francés estaba claramente por debajo del británico.

Sin embargo, lo más interesante de la historia económica francesa no es el atraso con respecto a un país que, al fin y al cabo, marcó un antes y un después en la historia del desarrollo mundial. Lo más interesante es que, con cierto retraso y de manera algo más pausada, también la economía francesa consiguió huir del estancamiento y crecer de manera sostenida. A ello contribuyó, en primer lugar, el hecho de que la economía francesa no estuviera totalmente inmóvil durante el periodo preindustrial. Es verdad que no alcanzó resultados comparables a los holandeses o los ingleses durante los siglos XVII y XVIII, pero sí mostró cierto dinamismo. El peso del mercado en la vida económica fue aumentando durante estos siglos, lo cual permitió que al menos algunas regiones experimentaran cierto crecimiento smithiano.99 De hecho, la región en torno a París pudo no ser tan diferente a una economía orgánica avanzada: sus agricultores desarrollaban una agricultura bastante intensiva, y el sector agrario interactuaba con una economía urbana que, basada en la producción de manufacturas para la corte de la monarquía absoluta, tampoco podría calificarse de estancada.

Fue precisamente este progreso de la economía de mercado lo que abrió la puerta al hecho que inaugura la historia contemporánea de Francia

99 Hoffmann (2000).

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(y del mundo): la revolución iniciada en 1789. La revolución, que abolió la sociedad estamental (el “antiguo régimen” heredado de los tiempos feudales), no surgió de la nada, sino que fue impulsada por una clase empresarial que venía fortaleciéndose durante el siglo previo como consecuencia del paulatino proceso de mercantilización de la economía preindustrial francesa. La consecuencia económica más importante de la revolución fue la instauración de una sociedad de mercado, que dio paso a un crecimiento económico que durante el siglo XIX largo se aceleró de manera hasta entonces desconocida en el país.

Como en la mayor parte del mundo occidental, este crecimiento fue consecuencia del arranque de un proceso de industrialización. Se trató, sin embargo, de un proceso de industrialización peculiar, distintivo. Hasta que, a finales del siglo XIX, la electricidad abrió la puerta a la transición de la economía francesa hacia una base energética inorgánica, la industria francesa tuvo que basarse en la energía orgánica. Los empresarios buscaron maximizar el rendimiento de la energía hidráulica, que en principio garantizaba una escasa cantidad de energía por trabajador y, además, no lo hacía de manera regular y flexible. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX, y en buena medida gracias a innovaciones como la turbina (innovaciones en las que los franceses tuvieron mucho que ver), la tecnología para la explotación de la energía hidráulica mejoró notablemente y permitió sostener un proceso de industrialización. (Este sería un ejemplo de cómo los incentivos proporcionados por una sociedad de mercado contribuían al crecimiento económico de tipo schumpeteriano.)

En parte como consecuencia de esta peculiar base energética, la industrialización francesa fue protagonizada por empresas más pequeñas que las británicas. Las fábricas francesas fueron, por lo general, de menores dimensiones que las británicas, y en Francia persistió en mayor medida que en Gran Bretaña la pequeña y mediana empresa industrial. Dado que uno de los determinantes del triunfo del sistema de fábrica tenía que ver con el aprovechamiento del novedoso binomio carbón-vapor, no resulta extraño que la dependencia de la energía hidráulica condujera a una industrialización más descentralizada en el caso francés. Por otro lado, tampoco resulta extraño que los empresarios franceses no jugaran la carta de la cantidad (reservada a empresarios que, como los británicos, podían asegurar gran cantidad de energía a cada uno de sus trabajadores). En su lugar, buscaron especializarse en productos de cierta calidad: desde productos de lujo a productos de consumo destinados más a las clases sociales medias y altas que a las clases bajas. En el caso del sector textil, por ejemplo, mientras los empresarios británicos copaban el mercado de los productos de algodón para consumo masivo, los empresarios franceses

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dominaban el mercado de productos de seda (un mercado más selecto, al que no podían acceder todos los consumidores, pero que prometía mayores beneficios por unidad de producto vendida).

A la altura de 1913, la economía francesa estaba atrasada con respecto a la británica. El ingreso medio de la población era menor, y el cambio ocupacional y la urbanización habían progresado de manera más lenta. En efecto, la relativa descentralización de la industria francesa, unida a la lentitud del progreso agrario (enfrentado al obstáculo de las condiciones edafoclimáticas en un mundo aún caracterizado por la agricultura orgánica) y la lentitud del crecimiento demográfico (dado que, en Francia, la caída de la natalidad se produjo de manera casi simultánea a la caída de la mortalidad que dio inicio a la transición demográfica a finales del siglo XVIII), hicieron que la Francia rural continuara teniendo una importante presencia. Sin embargo, la economía francesa no sólo había logrado adentrarse por la senda del crecimiento, sino que afrontaba con bases sólidas el reto de culminar de su desarrollo a lo largo del siglo XX.

Algunos autores incluso han sugerido que esta vía francesa hacia la modernidad tuvo costes sociales menores que la vía británica.100 Mientras que la industrialización británica generó un aumento de la desigualdad y una agudización del conflicto entre empresarios y clase obrera, la industrialización francesa tuvo lugar con menores tensiones sociales. En el mundo rural, la revolución francesa consolidó al pequeño campesino (en contraste con el modo en que los cambios agrarios ingleses de los siglos XVII y XVIII habían fortalecido al gran propietario y, por tanto, habían aumentado la desigualdad), mientras que las condiciones de vida de la población urbana no llegaron a ser tan perniciosas como las experimentadas por la clase obrera británica durante los inicios de la industrialización. Sus viviendas eran más higiénicas, y las ciudades en las que vivían contaban con infraestructuras y equipamientos colectivos más abundantes. En consecuencia, es probable que la diferencia real entre Gran Bretaña y Francia en términos de desarrollo humano no fuera tan grande como sugerirían las cifras de PIB per cápita.

El ascenso de Alemania como potencia industrial

A comienzos del siglo XX, la economía alemana era la economía más dinámica de toda Europa. Su PIB per cápita era aún inferior al británico, pero venía acercándose al mismo desde al menos 1870. Durante la segunda mitad del siglo XIX largo (es decir, entre aproximadamente 1850 y 1913),

100 O’Brien y Keyder (1978).

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Alemania vivió un rápido proceso de industrialización y, de hecho, se convirtió en uno de los países líderes de la “segunda revolución industrial” a escala mundial (tan sólo equiparable a la gran potencia industrial no europea: Estados Unidos). En sectores como la producción de acero o la industria química, las empresas alemanas se encontraban entre las punteras desde el punto de vista tecnológico. La economía alemana no destacó durante el periodo preindustrial, ni tampoco durante la primera fase de la industrialización. Sin embargo, fue la economía europea que en mayor medida se incorporó a la segunda revolución industrial.

El éxito alemán se apoyó en cuatro pilares. En primer lugar, una privilegiada dotación de recursos minerales. La abundancia de carbón era fundamental para realizar una rápida transición a una base energética de carácter inorgánico. Ello creaba buenas perspectivas para el desarrollo de los más diversos sectores; y, unido a la abundancia de hierro, convertía a Alemania en un candidato claro a convertirse en una gran potencia en el campo de la siderurgia.

El segundo factor del éxito alemán fue de naturaleza institucional. A comienzos del siglo XIX, Alemania no existía como tal: se encontraba fragmentada en un gran número de pequeños Estados independientes. Cada uno de estos Estados levantaba fronteras económicas con respecto a sus vecinos: aranceles y otras restricciones al libre movimiento de mercancías fragmentaban así el espacio económico alemán. Durante la parte central del siglo XIX, estas fronteras fueron eliminadas como consecuencia de un proceso de unificación impulsado por el Estado alemán de mayor tamaño y poder militar: Prusia. En primer lugar se eliminaron, durante la década de 1830, las fronteras económicas: se creó un área de libre comercio a lo largo y ancho del territorio alemán. Más adelante, en 1871 se eliminaron las fronteras políticas y Alemania pasó a existir como tal. La unificación económica y política de Alemania favoreció una asignación más eficiente de recursos (un crecimiento de estilo smithiano) y creó un espacio económico muy amplio en el que podrían florecer con mayor facilidad las iniciativas innovadoras por parte de las empresas (que ahora tenían un mayor mercado que conquistar) y los gobiernos (que ahora tenían un mayor margen para diseñar una estrategia de industrialización).

El tercer pilar del éxito alemán fue de carácter empresarial. La industrialización alemana fue liderada por grandes grupos empresariales que, fuertemente vinculados al sector financiero, pusieron en marcha iniciativas muy innovadoras que condujeron a la segunda revolución industrial. En todo ello se diferenciaba el modelo alemán del modelo británico. Los grupos empresariales que generaron crecimiento

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schumpeteriano en Alemania eran mucho más grandes que las empresas británicas que, bajo el sistema de fábrica, habían propiciado la revolución industrial. Los grandes grupos alemanes desarrollaban ambiciosos proyectos empresariales para cuya financiación requerían el apoyo de no menos grandes grupos bancarios. Se trataba de proyectos que, en casos como los de la industria química o la siderurgia del acero, requerían inversiones iniciales tan costosas que tardarían varios años en comenzar a proporcionar beneficios. De este modo, frente al modelo británico de pequeños empresarios que se autofinanciaban a través de la reinversión de sus propios beneficios, el modelo alemán se basó en la colaboración entre grandes bancos y grandes empresas industriales con objeto de movilizar grandes sumas de capital en proyectos empresariales a medio y largo plazo. Este modelo permitió a Alemania acceder al liderazgo tecnológico en sectores que, como los de la segunda revolución industrial, requerían fuertes inversiones iniciales. Además, las grandes empresas también estaban mejor preparadas para organizar actividades de investigación y desarrollo (a través de departamentos creados específicamente para tal fin), lo cual también era crucial de cara a una segunda revolución industrial que, a diferencia de la primera, sería muy intensiva en conocimento.

El cuarto y último pilar del éxito alemán fue la política económica puesta en práctica por los gobiernos, que buscaron explícitamente impulsar la industrialización del país. Dos de los campos más importantes en los que se desarrolló esta acción gubernamental fueron la política comercial y la política educativa. La política comercial alemana fue proteccionista, ya que tendió a establecer aranceles elevados para impedir que la industria de otros países (en especial, la británica) se hiciera inicialmente con el mercado nacional. El proteccionismo puede ser un arma de doble filo, como posteriormente han comprobado muchas economías subdesarrolladas a lo largo del siglo XX. Proteger a los empresarios locales de la competencia extranjera puede conducir al acomodamiento de los mismos y al mantenimiento de empresas poco eficientes. La política comercial alemana evitó este peligro porque su proteccionismo se combinaba con incentivos gubernamentales para que las industrias alemanas fueran madurando, fueran volviéndose competitivas y, finalmente, fueran capaces de conquistar los mercados internacionales. Es decir, la política comercial alemana buscó proteger a la industria naciente como parte de una estrategia más general de creación de una base industrial competitiva a nivel internacional. Además, esta política comercial se encontraba bien coordinada con otras políticas económicas, como por ejemplo la política educativa.101 Alemania realizó un fuerte esfuerzo de inversión pública en educación: no sólo educación primaria, sino muy destacadamente

101 Chang (2004).

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educación secundaria y educación técnica. Como consecuencia de ese esfuerzo inversor, no sólo era la mano de obra alemana una de las más cualificadas del mundo a comienzos del siglo XX, sino que las ideas innovadoras surgían con mayor facilidad que en cualquier otro país europeo.

Durante la segunda mitad del siglo XIX largo, la combinación de este modelo empresarial y esta política económica generaron un clima más propicio que el británico para el crecimiento industrial. A comienzos del siglo XX, las estructuras británicas parecían anquilosadas.102 Sus empresarios, acostumbrados al mundo de la (primera) revolución industrial, no parecían ya tan capaces de asumir riesgos como los gigantes industriales alemanes (o estadounidenses). Su sistema financiero tampoco estaba demasiado interesado en los riesgos inherentes a proyectos empresariales innovadores diseñados a medio o largo plazo. Sus gobernantes, que financiaron la formidable expansión imperialista británica por el mundo, no prestaron en cambio gran atención a la promoción de la educación y las actividades intensivas en conocimiento. Las mismas estructuras empresariales y políticas que habían conducido al éxito de la (primera) revolución industrial parecían ahora menos capaces de promover la segunda revolución industrial que las estructuras empresariales y políticas de Alemania. Más que hablar mal de Gran Bretaña (que, al fin y al cabo, seguía siendo una economía próspera en la que el crecimiento se había convertido en algo habitual), ello dice mucho del poderío alcanzado por Alemania como potencia industrial durante las décadas previas al estallido de la Primera Guerra Mundial.

102 Lazonick (1991).

101

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Capítulo 7

LA PERIFERIA EUROPEA

A comienzos del siglo XX, las economías de la periferia europea, formada por un amplio cinturón de países en el sur y el este del continente (de los cuales los más importantes eran Italia, España, el Imperio austro-húngaro y Rusia), estaban menos desarrolladas que Gran Bretaña, Francia o Alemania.103 La esperanza de vida era más baja que en Europa noroccidental, dado que la tasa de mortalidad comenzó a caer más tardíamente en el curso del siglo XIX. El nivel de ingreso medio era sustancialmente más bajo porque en la periferia europea se registró un menor dinamismo preindustrial y porque el siglo XIX largo presenció una industrialización tardía y lenta. De manera relacionada, los cambios estructurales asociados al crecimiento económico moderno también habían progresado más lentamente que en Europa noroccidental: la estructura ocupacional continuaba ampliamente dominada por la población agraria, mientras que el hábitat rural continuaba predominando sobre el urbano. Finalmente, otros aspectos relacionados con el bienestar también reflejaban el atraso relativo de la periferia. El nivel educativo, por ejemplo, era inferior al de Europa noroccidental. Mientras que, en torno a 1900, casi la totalidad de la población europea noroccidental se encontraba alfabetizada, tan sólo aproximadamente la mitad de la población periférica lo estaba. Es probable que, además, la riqueza se encontrara muy desigualmente distribuida, por lo que la mayor parte de la población disfrutaba de niveles de ingreso claramente inferiores a la media (una media ya de por sí baja). Por si ello fuera poco, los sistemas políticos de la periferia europea venían caracterizándose por un mayor grado de autoritarismo, con las consiguientes implicaciones en términos de libertades políticas y derechos civiles. ¿Por qué no fue la periferia europea capaz de obtener resultados de

103 Además de las referencias que figuran más adelante, este capítulo se basa ampliamente en Cipolla (ed.) (1987), Sylla y Toniolo (eds.) (1991), Pollard (1991) y Zamagni (2001).

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desarrollo comparables a los de Europa noroccidental? Ésa es la primera pregunta que intentaremos responder a lo largo de este capítulo.

Intentaremos responder también una segunda pregunta. Aún con todas sus carencias, las economías de la periferia europea tampoco estaban a comienzos del siglo XX deslizándose hacia el subdesarrollo, como sí lo estaban haciendo China, la India o tantas economías africanas. El siglo XIX largo presenció los inicios de una transición demográfica: la tasa de mortalidad comenzaba a descender y la esperanza de vida de la población comenzaba a crecer. El ingreso medio de la población creció de manera significativa durante el siglo XIX largo, sobre todo a partir de aproximadamente 1850. Ello se correspondió con el inicio de procesos de industrialización que supusieron la incorporación de tecnología y modelos empresariales modernos. Paralelamente, una fracción creciente de la población dejaba de ser analfabeta. Parece claro que el nivel de bienestar de la población periférica era a comienzos del siglo XX sustancialmente superior al de apenas un siglo atrás. La segunda pregunta a la que nos enfrentaremos en este capítulo es: ¿cuáles fueron las claves de este progreso de las sociedades de la periferia europea durante el siglo XIX? ¿Por qué fueron capaces de romper con su larga historia preindustrial y evitar el destino de tantas y tantas economías subdesarrolladas?

¿Cuáles fueron las causas del atraso de la periferia europea?

La mayor parte del atraso se generó durante el siglo XIX largo, conforme la periferia europea no era capaz de igualar el ritmo de crecimiento económico de Europa noroccidental. Sin embargo, el atraso hundía sus raíces en un pasado más distante: los resultados económicos de la periferia comenzaron a quedar por debajo de los de Europa noroccidental durante el tramo final del periodo preindustrial.104 La formación de economías orgánicas avanzadas fue mucho menos común en la periferia y, cuando se produjo, lo hizo más bien a escala regional (no para el conjunto de ningún país). Esto hizo que la periferia europea se presentara a los inicios de la era industrial con economías ya relativamente atrasadas. Revisaremos primero esta historia, para después considerar los factores del atraso durante el siglo XIX.

Las raíces preindustriales del atraso104 Cipolla (2002).

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En la época del tránsito desde la Edad Media a la Edad Moderna, la Europa mediterránea contaba con algunos activos importantes para el desarrollo de su economía. Algunas ciudades-Estado italianas, como Génova y Venecia, se habían convertido en los grandes focos capitalistas de Europa.105 En estas ciudades-Estado florecía una economía de mercado basada en la organización del comercio entre Europa y Asia. Nadie en la época de Shakespeare consideró exótico (o históricamente inadecuado) que una obra de teatro tratara sobre El mercader de Venecia. La obra se construye en torno a varios personajes vinculados al comercio marítimo, ya fueran comerciantes (mercaderes) o financieros (como el temible prestamista Shylock, auténtico protagonista de la obra) surgidos para dar respuesta a las necesidades de la actividad comercial. En torno a 1500, el norte de Italia era probablemente la región más urbanizada de Europa, y en los entornos de estas ciudades se practicaba una agricultura relativamente intensiva (teniendo en cuenta las limitaciones propias de la época). Si un extraterrestre hubiera aterrizado en Europa en 1500 y hubiera tenido que adivinar cuál sería el país que con mayor probabilidad terminaría liderando el salto hacia el desarrollo moderno, quizá habría apostado por Italia.

En caso contrario, quizá habría apostado por Portugal o España. A lo largo del siglo XV, los gobiernos portugueses realizaron considerables inversiones (en capital físico y humano) para impulsar la posición del país en el comercio marítimo internacional. El resultado fue la activación por parte de la flota portuguesa de una novedosa vía de comercio entre Europa y Asia: bordeando África. Los barcos portugueses recorrían una distancia muy superior a la de las rutas tradicionales de comercio eurasiático (vía Oriente Medio), pero estas nuevas rutas, al ser completamente marítimas (a diferencia de las tradicionales, que incluían amplios segmentos terrestres), resultaban competitivas en términos de costes. Los portugueses lograron así penetrar en el comercio del océano Índico y construir un sistema colonial de importantes proporciones.

España, por su parte, venía desarrollando desde varios siglos atrás una economía basada en la expansión territorial. La llamada “Reconquista”, a través de la cual la Península Ibérica fue regresando gradualmente a manos cristianas, culminó a finales del siglo XIV con la expulsión de los árabes de Andalucía. Y, casi sin solución de continuidad, esta economía basada en la expansión territorial y la consiguiente explotación de los recursos ganados a través de la misma se encontró accidentalmente con un nuevo continente cuando la expedición de Cristóbal Colón (financiada por capital genovés) tropezó con América. A lo largo del siglo XVI, la

105 Arrighi (1999).

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economía española continuó su expansión territorial, en este caso por América, donde encontró ricos yacimientos de metales preciosos (especialmente, plata). ¿No constituía este tesoro, convenientemente apropiado por la corona española, un magnífico punto de partida para desarrollar la economía preindustrial española?

Pero ninguna de estas opciones cuajó y, en torno a 1700, era evidente que el foco de mayor dinamismo de la economía europea se localizaba en el noroeste del continente. ¿Qué había ocurrido mientras tanto en la periferia mediterránea? La economía italiana se había estancado y su PIB per cápita, el más elevado de toda Europa a la altura de 1400, apenas había crecido desde entonces. El esplendor de las ciudades-Estado había terminado a raíz de la emergencia del Imperio otomano en la ruta tradicional de comercio eurasiático y, sobre todo, a raíz del desarrollo de nuevas rutas de comercio por parte del resto de países europeos. Además, el incipiente sector manufacturero de algunas regiones septentrionales del país, orientado hacia la producción de mercancías de alta calidad y alto precio para las elites de toda Europa, había entrado en crisis ante la irrupción de las manufacturas holandesas, de menor calidad pero (precisamente por ello) accesibles para una gama más amplia de consumidores. Por otro lado, los agricultores italianos habían sido incapaces de incorporar cambios tecnológicos y organizativos comparables a los puestos en práctica por sus colegas holandeses e italianos. Especialmente en la mitad sur de Italia, los resultados agrarios eran muy pobres y, además, se veían agravados por una distribución muy desigual del ingreso (consecuencia de la muy desigual distribución de la propiedad de la tierra).

En esa misma fecha, en torno a 1700, la posición de la economía española era aún peor. Pese a la espectacularidad de las posesiones españolas en América, y pese a la espectacularidad de los metales preciosos que continuamente fluían desde el Imperio hasta España, la economía española se mostraba como una economía débil, incapaz de articular sus distintos sectores para entrar en un círculo virtuoso de crecimiento. Es cierto que, durante la mayor parte del siglo XVI, se había expandido la producción agraria y había crecido la red urbana (especialmente en Castilla). Sin embargo, entre finales del siglo XVI y finales del siglo XVII, la economía española se vio sumida en una dura crisis; a la altura de 1700, el PIB per cápita español era probablemente la mitad del holandés y era inferior al de cualquiera de los otros países grandes de Europa.106 Las causas de este declive fueron complejas y serán revisadas en el próximo capítulo, dedicado íntegramente a España. Por ahora, lo que debe quedar

106 Sobre la economía española en los siglos XVI y XVII, Yun (2002A; 2002B).

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claro es que ni España ni Portugal fueron capaces de articular una economía bien integrada, en la que los progresos de los distintos sectores se reforzaran los unos a los otros. La construcción de grandes imperios en continentes lejanos y el drenaje de metales preciosos no bastaban para conformar una economía orgánica avanzada: hacía falta una respuesta interna (en la agricultura, en la manufactura) que activara sinergias entre los distintos sectores de la economía preindustrial. En ausencia de tal respuesta, los países ibéricos comenzaron a quedarse atrás.

Aún peor fue el balance del periodo 1500-1800 en Europa oriental y Rusia. No sólo no hubo crecimiento económico, sino que además se registró una auténtica regresión desde el punto de vista institucional. En Europa noroccidental, los Estados y los mercados habían ido ascendiendo de la mano y, por lo tanto, las relaciones de servidumbre propias del feudalismo habían tendido a suavizarse. Por el contrario, Europa oriental y Rusia vivieron un proceso de “refeudalización”. La tímida evolución institucional que se había comenzado a presenciar se cortó a partir del siglo XV, cuando las relaciones feudales volvieron a acentuarse y la economía monetaria volvió a retroceder. Así, por ejemplo, la tendencia a que los campesinos pagaran su renta en dinero se cortó y, por el contrario, aumentaron las rentas pagadas en trabajo. En otras palabras: las relaciones de servidumbre volvieron a fortalecerse. De hecho, algunos especialistas se refieren a este proceso como “segunda servidumbre”.107

Las consecuencias económicas de la segunda servidumbre fueron muy negativas. Para empezar, la segunda servidumbre supuso un retroceso desde el punto de vista del desarrollo como libertad, ya que consolidó relaciones laborales forzosas y redujo el abanico de opciones abierto para los campesinos (que eran al fin y al cabo la inmensa mayoría de la población). Pero, además, la segunda servidumbre tuvo un efecto negativo sobre la evolución económica de la región, ya que impidió la formación de mercados laborales flexibles y, dada la gran desigualdad de la renta que implicaba, también impedía la formación de un grupo más o menos amplio de consumidores. En estas condiciones, las perspectivas de que en Europa oriental tuviera lugar una “revolución industriosa” como la detectada en algunas regiones de Europa occidental eran muy sombrías. En general, estas economías continuaron dependiendo ampliamente de una agricultura de baja productividad. Y, allí donde surgieron otros sectores, la productividad fue también, por lo general, muy reducida. Rusia, embarcada en una fuerte expansión territorial en su vasto entorno asiático, impulsó políticas de promoción directa de la manufactura como sector estratégico, pero las empresas manufactureras rusas, que en ocasiones utilizaban mano

107 Kriedte (1994).

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de obra servil (algo que habría resultado impensable en Europa occidental), tuvieron unos resultados económicos decepcionantes (como, por otro lado, ocurrió con la mayor parte de empresas europeas impulsadas directamente por el Estado en este periodo). Así, el Imperio ruso era un gigante (desde el punto de vista territorial) con los pies de barro (desde el punto de vista económico). En general, tanto Rusia como Europa oriental entraron en la era industrial con una notable desventaja con respecto a los países europeos noroccidentales.108

Los obstáculos geográficos al desarrollo durante el siglo XIX

De lo anterior se deduce que la periferia europea no podía liderar el camino hacia el desarrollo moderno. Pero, una vez que Gran Bretaña y el resto de países noroccidentales asumieron dicho liderazgo, ¿por qué no pudo la periferia europea obtener un ritmo de progreso similar? ¿Cuáles fueron los obstáculos al desarrollo de la periferia durante el siglo XIX largo? Este tema ha generado una enorme cantidad de bibliografía, pero podemos agrupar los obstáculos en dos grandes grupos: aquellos relacionados con la geografía y el medio físico, y aquellos relacionados con el marco institucional.

El problema geográfico más importante a que se enfrentaba el desarrollo de la periferia europea durante el siglo XIX fue la escasez de carbón. En el sur de Europa, Portugal e Italia apenas tenían carbón, mientras que España contaba con algunos yacimientos, pero estos ofrecían un carbón de baja calidad y bastante costoso de explotar. La dotación de carbón era mejor en el Imperio austro-húngaro y Rusia, pero incluso estos países contaban con extensas franjas de territorio carentes de este recurso clave. Hasta finales del siglo XIX, la escasez de carbón planteó una importante restricción al crecimiento de las economías periféricas, dificultando que pudieran adentrarse por una senda de cambio comparable, por ejemplo, a la británica. La transición hacia economías de base inorgánica fue, de este modo, bastante más lenta que en Europa noroccidental. A partir de finales del siglo XIX, la electricidad apareció como una solución a la restricción energética, muy especialmente para países montañosos (y, por tanto, con un elevado potencial hidroeléctrico) como Italia y España. Para entonces, sin embargo, el atraso industrial acumulado era notable.

108 Por ejemplo, de acuerdo con las estimaciones de Van Zanden (2005: 27), el PIB per cápita de Polonia era inferior a la mitad del PIB per cápita holandés o inglés en torno a 1800.

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Además, las condiciones geográficas de la periferia europea también obstaculizaban el cambio agrario. La experiencia de Europa noroccidental sugiere que, si bien el sector industrial cumplió un papel schumpeteriano decisivo, el desarrollo requería una correcta articulación del crecimiento industrial con el crecimiento del resto de sectores de la economía; en especial, con el crecimiento del sector agrario, que, en el inicio de un proceso de industrialización, continúa empleando a la mayor parte de la población activa. En la periferia europea, sin embargo, los resultados del sector agrario fueron peores que en Europa noroccidental.109 Entre comienzos del siglo XVII y finales del siglo XIX, mientras la agricultura de Holanda e Inglaterra evolucionaba hacia un modelo orgánico avanzado, la agricultura de la periferia europea continuó siendo una agricultura orgánica bastante tradicional. Se trataba de una agricultura extensiva, en la que los rendimientos por hectárea eran bajos, en parte como consecuencia de la persistencia de rotaciones en las que el barbecho mantenía un gran protagonismo. Se trataba asimismo de una agricultura poco diversificada, muy volcada en la producción de cereales y que, sobre todo en el sur del continente, se veía escasamente acompañada por la ganadería. Las consecuencias de este escaso dinamismo agrario fueron numerosas. Por un lado, impidió un crecimiento significativo del nivel de vida de la población agraria, población que aún en torno a 1900 continuaba siendo claramente superior en número a la población no agraria. Por otro lado, la lentitud del crecimiento agrario actuó como un obstáculo para el crecimiento industrial y urbano, ya que conllevó una oferta de alimentos relativamente inelástica, dificultó la liberación de mano de obra agraria hacia actividades no agrarias de mayor productividad, e hizo que la (mayoritaria) población rural dispusiera de escaso nivel adquisitivo para demandar productos industriales. Por todo ello, la articulación del sector agrario con el incipiente sector industrial fue menos fluida que en los países noroccidentales. (De hecho, la brecha de productividad entre ambos sectores fue en la periferia europea superior a lo que había sido en los países noroccidentales durante los inicios de su industrialización.110)

Las causas de este lento crecimiento agrario fueron múltiples, pero todo el mundo está de acuerdo en que una de ellas fueron las condiciones geográficas y ambientales en que debían desarrollar su actividad los agricultores de la periferia. La senda abierta por los agricultores holandeses e ingleses a partir del siglo XVII no era accesible para todos los agricultores europeos. Para implantar el nuevo sistema de rotaciones, para reducir el barbecho, para generar complementariedad entre las actividades agrícolas y ganaderas, era preciso contar con un índice de humedad

109 Simpson (1997), Gallego (2001).110 Crafts (1984).

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relativamente elevado. En condiciones climatológicas caracterizadas por la aridez, como las que eran propias en el sur del continente (en Portugal, en la mayor parte de España y la mayor parte de Italia), no era posible poner en práctica este modelo de agricultura orgánica avanzada. Bajo tales condiciones, y hasta que las innovaciones tecnológicas agrarias de finales del siglo XIX comenzaron a introducir fuentes de energía inorgánicas, era mucho más complicado huir de la agricultura extensiva y poco diversificada. En ausencia de un nivel comparable de precipitaciones, resultaba inviable replicar las prácticas de los agricultores del norte de Europa: era preciso continuar dejando amplias superficies agrarias en barbecho, y el crecimiento de la cabaña ganadera se veía limitado por la captación de superficies y recursos energéticos por parte del cultivo de cereales para el consumo humano. Por ello, la productividad de los agricultores periféricos no podía ser similar a la de los agricultores de Europa noroccidental. A ello hay que añadir que, en la mayor parte de regiones de la periferia, las características de los suelos eran menos favorables y, en muchas de ellas, los accidentes orográficos limitaban aún más el potencial de crecimiento agrario. Es probable que los agricultores de la periferia europea hubieran podido obtener mejores resultados en caso de haber desarrollado su actividad bajo un marco institucional diferente, pero no cabe duda de que, por motivos geográficos, su potencial de crecimiento era inferior al de sus colegas de Europa noroccidental.

Los obstáculos institucionales

No todos los problemas de la periferia europea se derivaban, sin embargo, de sus condiciones geográficas. El marco institucional era también, en términos generales, menos favorable para el desarrollo que el de Europa noroccidental.

En primer lugar, la formación de sociedades de mercado fue en la periferia europea un fenómeno más tardío que en Europa noroccidental.111 Es cierto que, ya desde comienzos del siglo XIX y en el marco de la onda expansiva de la Revolución francesa, la periferia registró diversas revoluciones y reformas de signo liberalizador. (La España de las Cortes de Cádiz es un ejemplo tan bueno como cualquier otro.) Sin embargo, estas oleadas de cambio se vieron frecuentemente intercaladas por episodios de reacción por parte de los partidarios del antiguo régimen. El Congreso de Viena de 1815 fue una apuesta clara en ese sentido y, aunque no logró restablecer completamente el antiguo régimen, sí fue capaz de ralentizar el proceso de formación de las sociedades de mercado. En España, la

111 Berend y Ranki (1982).

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sociedad de mercado no se consolidó hasta el triunfo de los isabelinos en la primera guerra carlista en 1840, y varias de las reformas clave (como las desamortizaciones de la tierra y el subsuelo) no tuvieron lugar hasta las décadas de 1850 y 1860. En Italia, la formación de la sociedad de mercado fue un proceso vinculado a la unificación política del país, que no culminó hasta 1870. En el Imperio austro-húngaro y Rusia, la formación de la sociedad de mercado chocó además con el formidable obstáculo que suponía la tendencia hacia la refeudalización de los siglos previos. Las reformas liberalizadoras, entre las que se encontraba la abolición de la servidumbre, se abrieron paso en el Imperio austro-húngaro durante el segundo tercio del siglo XIX; en Rusia lo hicieron de manera aún más tardía, ya que el mercado de la tierra no se liberalizó hasta llegada la primera década del siglo XX.

Dados los efectos del marco institucional sobre el crecimiento smithiano y el crecimiento schumpeteriano, parece claro que esta tardanza en la formación de sociedades de mercado contribuyó al atraso de la periferia europea durante el siglo XIX. Pero, además, el modo en que al final se produjo la transición del antiguo régimen a la sociedad de mercado también pudo tener efectos negativos sobre las perspectivas de desarrollo de estos países.

La transición institucional consolidó un modelo de sociedad caracterizado por un elevado grado de desigualdad. Las reformas liberales que se sucedieron en la periferia europea durante el siglo XIX aumentaron el espacio para el funcionamiento de los mercados, pero no generaron una distribución más equitativa de las capacidades y recursos necesarios para participar con éxito en dichos mercados. (Ello en parte reflejaba la debilidad política y social de los partidarios del liberalismo en estas economías relativamente poco desarrolladas, debilidad que los condujo a pactar con los estamentos privilegiados del antiguo régimen una transición hacia la sociedad de mercado que no perjudicara los intereses de estos.) La mejor ilustración de ello viene dada por la tierra, el factor productivo clave en economías agrarias como éstas. El entendimiento entre los liberales y los antiguos estamentos privilegiados pasaba por liberalizar el mercado de la tierra sin alterar la distribución de su propiedad. Por ello, la tierra continuó distribuida de manera muy desigual. En Europa oriental, dejó de haber una sociedad estamental de señores feudales y siervos, pero la nueva economía de mercado funcionó sobre la base de una gran concentración de la propiedad de la tierra en una elite agraria de antiguos aristócratas y nuevos empresarios capitalistas. En las regiones meridionales de la Península Ibérica e Italia, las reformas también abrieron la puerta a la concentración de la propiedad de la tierra en una reducida elite de

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latifundistas. Pero no sólo la tierra: también la educación, por ejemplo, se encontraba distribuida de manera muy desigual en la periferia europea. Amplios segmentos de la población, en especial en las clases medias-bajas y clases bajas, continuaron sin alfabetizar y sin acceder a las ventajas del sistema educativo. Dada esta desigual distribución de los recursos y las capacidades, la economía de mercado no podía sino devolver una distribución igualmente desigual de los ingresos.

La desigualdad funcionó en contra del desarrollo de la periferia por dos motivos. Primero, porque actuó de manera negativa contra el nivel de bienestar de los grupos sociales desfavorecidos. Y, segundo, de manera más indirecta, porque generó efectos macroeconómicos desfavorables. Las empresas de la periferia se encontraron con una demanda interna relativamente débil, ya que, mientras una parte desproporcionada del consumo era consumo de lujo por parte de las elites, buena parte de la población carecía de niveles de renta suficientes para erigirse en consumidores regulares de una gama amplia de productos.112 Además, a partir de finales del siglo XIX y en el marco de la segunda revolución industrial (intensiva en conocimiento), los bajos niveles educativos de la mayor parte de la población comenzaron a constituir un obstáculo importante para el crecimiento económico. La creatividad tecnológica de la periferia fue sistemáticamente inferior a la de Europa noroccidental, y la propia capacidad para absorber innovaciones generadas en otros países se veía dañada por la persistencia de altos niveles de analfabetismo y, en general, resultados educativos pobres.113

Todo ello contrastaba con la experiencia de los países escandinavos durante ese mismo siglo XIX. En torno a 1800, ninguno de los países escandinavos estaba claramente por delante de la periferia mediterránea y oriental del continente. En cierta forma, también ellos pertenecían a la periferia: escaso dinamismo preindustrial, bajos niveles de ingreso, malos indicadores de desarrollo humano y, en algunas partes, condiciones institucionales peligrosamente próximas a la segunda servidumbre. A la altura de 1913, sin embargo, los países escandinavos habían comenzando a incorporarse al núcleo de países europeos avanzados. Hubo muchas causas, pero sin duda fue importante el modo en que la formación de sus sociedades de mercado tuvo lugar en el marco de procesos de cambio institucional que no sólo garantizaron un mayor espacio para los mercados, sino que también favorecieron una distribución más igualitaria de las capacidades (como la educación) y los recursos (como la tierra) necesarios para participar en la economía de mercado. El resultado no sólo fue una

112 Para España, Nadal (1999).113 Núñez (1992) mantiene esta tesis para el caso concreto de España.

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sociedad menos desigual, sino también una sociedad con mayor capacidad para generar crecimiento económico.114

Los problemas institucionales de la periferia no terminaban ahí. No sólo se realizó tardíamente la transición hacia la sociedad de mercado y se favoreció un modelo de sociedad con elevados niveles de desigualdad. Además, los gobiernos de la periferia europea no aplicaron durante la segunda mitad del siglo XIX largo (1850-1913) una estrategia que coordinara instrumentos de política industrial, política tecnológica, política educativa y política comercial para acelerar el proceso de desarrollo y hacer posible la convergencia con los países líderes europeos. Tal estrategia no había sido necesaria en el caso de la primera revolución industrial y el ascenso de la economía británica, pero sí estaba contribuyendo decisivamente al ascenso de la economía alemana en el contexto de la segunda revolución industrial. Por diferentes motivos, los gobiernos de la periferia no fueron capaces de realizar un uso ordenado y coherente de estos diversos instrumentos de política económica.115

Todos los países de la periferia optaron por políticas comerciales proteccionistas, igual que Alemania y la mayor parte de países occidentales desde finales del siglo XIX. Los gobiernos protegieron a los agricultores, que no podían hacer frente a la amenaza que suponía el menor precio de las importaciones de trigo de América y Oceanía, y también a los industriales, que a menudo tampoco podían hacer frente a la competencia extranjera. Sin embargo, detrás de estas decisiones no había una estrategia general de desarrollo. Más que un proteccionismo selectivo y encaminado a fortalecer la estructura productiva y la competitividad internacional a medio plazo, se trataba de un proteccionismo más intenso y generalizado. Carentes de la estructura de incentivos vigente en Alemania gracias a otras disposiciones de política industrial y comercial, los empresarios industriales de la periferia tendieron a replegarse sobre su protegido mercado interno y apenas fueron capaces de conquistar mercados extranjeros.116 Tampoco la educación era una prioridad para los gobiernos de la periferia, por lo que la cualificación de la mano de obra era más baja y la creatividad tecnológica no podía compararse con la de Alemania.

114 Lingarde y Tylecote (1999), Sandberg (1993), O’Rourke y Williamson (1997).

115 Los problemas de la política económica española durante este periodo son ilustrados por Carreras y Tafunell (2004), entre otros muchos.

116 Éste es el argumento de Fraile (1991) para el caso de los empresarios industriales españoles.

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Y, sin embargo, progreso…

La periferia europea no logró resultados de desarrollo comparables a los de Europa noroccidental, pero tampoco se deslizó por el peligroso camino del subdesarrollo. Hubo atraso, pero también hubo progreso. El progreso de la periferia bebía de dos fuentes: en primer lugar, un crecimiento de tipo smithiano, que en algunas partes se inició ya en el siglo XVIII y que, más adelante, durante el siglo XIX, se propagó por casi todas. En segundo lugar, el desarrollo de la periferia se vio acelerado durante el siglo XIX por la aparición de crecimiento schumpeteriano como consecuencia de la absorción de innovaciones tecnológicas generadas en Europa noroccidental.

Más vale tarde que nunca: el crecimiento smithiano en la periferia

A partir del siglo XVII, Holanda e Inglaterra dieron el salto a economías orgánicas avanzadas. La clave no fue la innovación tecnológica, sino mejoras organizativas e institucionales que hicieron posible una asignación más eficiente de recursos y un aprovechamiento más pleno del potencial de crecimiento de las economías preindustriales. Es decir, la clave fue un crecimiento de tipo smithiano. La mayor parte de la periferia europea quedó fuera de esta dinámica. En la mayor parte de regiones de Rusia, Europa oriental, Italia o la Península Ibérica, el periodo 1500-1800 fue un periodo de estancamiento. Sin embargo, a partir del siglo XVIII algunas regiones de países periféricos experimentaron un cierto dinamismo smithiano. Uno de los casos más claros fue el de la región española de Cataluña, como trataremos en el próximo capítulo. En general, en España el siglo XVIII, marcado por el inicio del absolutismo borbónico (en sustitución del absolutismo de los Austrias), registró el paso a una política económica que, sin amenazar los rasgos básicos del antiguo régimen, sí concedió algo más de margen a la economía de mercado y aumentó la seguridad jurídica de quienes participaban en la misma.117 Parece que procesos similares tuvieron lugar en otras partes del sur de Europa, y quizá también en las partes más occidentales de Europa oriental. Dinámicas como la protoindustrialización, la “revolución industriosa”, la intensificación de la agricultura orgánica, la expansión de las redes comerciales… no fueron totalmente exclusivas de Europa noroccidental.

117 Sobre la economía española durante el siglo XVIII, Llopis (2002A). Ringrose (1996) incluso ve aquí el inicio de un ciclo más largo de prosperidad que se prolongaría durante el siglo XIX.

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Sin embargo, antes de 1800 estas dinámicas estuvieron presentes de manera aislada y débil en la periferia europea. Fue durante el siglo XIX cuando la tendencia hacia el crecimiento smithiano se manifestó de manera más general y significativa. La causa básica fue la paulatina liberalización del marco institucional. Por todas partes se liberalizaron los mercados internos y se favoreció la integración nacional de los mercados regionales. Por todas partes, igualmente, se favoreció la mercantilización de los factores productivos. Se derogaron, por ejemplo, la mayor parte de las regulaciones de origen feudal que afectaban a la tierra, impulsando una definición de derechos de propiedad más ajustada al canon liberal de la propiedad privada, individual y plena (es decir, con plena capacidad para decidir sobre la misma, sin que ninguna otra persona o colectivo tuviera derecho a participar en la toma de decisiones). Así se pusieron en marcha procesos de desamortización y desvinculación de tierras, que inyectaron grandes cantidades de tierra en el mercado y abrieron la puerta a un crecimiento agrario basado en la expansión de la superficie cultivada. Los rendimientos por hectárea continuaron siendo bajos, pero, al menos, el cambio institucional hacía posible cultivar superficies que hasta entonces se habían mantenido fuera del mercado. También los otros dos factores productivos, la mano de obra y el capital, pasaron a ser utilizados de manera más eficiente como consecuencia de las reformas liberales. El caso más claro de ello fueron los cambios registrados en Europa oriental y Rusia a raíz de la abolición de la servidumbre: se eliminaron buena parte de las restricciones a la movilidad geográfica y sectorial de los trabajadores, con lo que el mercado desplazó a la regulación como principal mecanismo de asignación de los recursos laborales.

Como consecuencia del cambio institucional, las economías de la periferia europea pasaron a operar con mayor nivel de eficiencia, aproximándose a su frontera de posibilidades de producción. De hecho, la formación de sociedades de mercado por toda la periferia europea permitió a los agentes económicos responder con mayor vigor a los estímulos proporcionados por la globalización del siglo XIX. En particular, el aumento de los niveles de renta en Europa noroccidental y Estados Unidos abrió la puerta a exportaciones de productos agrarios para los que la periferia contara con algún tipo de ventaja geográfica; por ejemplo, productos mediterráneos como el vino, el aceite de oliva y los cítricos. En ausencia de un marco institucional relativamente liberalizado, los agricultores de la periferia europea habrían carecido de la flexibilidad necesaria para reestructurar sus explotaciones en función de las tendencias de la demanda global. Por ello, el cambio institucional del siglo XIX no sólo permitió a la periferia europea hacer realidad un potencial de

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crecimiento hasta entonces desperdiciado, sino que también facilitó el aprovechamiento de las nuevas oportunidades de crecimiento proporcionadas por la globalización.

La absorción de innovaciones

No menos importante para el desarrollo de la periferia fue, sin embargo, el hecho de que, al mismo tiempo que la economía se aproximaba a su frontera de posibilidades de producción, esta frontera se desplazaba como consecuencia de la incorporación de innovaciones tecnológicas y la aparición de nuevos sectores de actividad.

Uno de los principales símbolos de esta modernidad fue la construcción y puesta en marcha de sistemas ferroviarios por toda la periferia europea. La introducción de esta innovación schumpeteriana se basó en buena medida en la recepción de inversiones extranjeras (en especial, de empresarios franceses) y la importaciones de maquinaria y bienes de equipo procedentes de Europa noroccidental (en especial, productos siderúrgicos ingleses y alemanes). La recepción de inversiones extranjeras también fue en algunos casos importante para impulsar el desarrollo de nuevos sectores, como la minería. Las inversiones británicas en el sur de Europa, por ejemplo, permitieron poner en valor recursos del subsuelo que hasta entonces se habían mantenido sin explotar como consecuencia de la falta de demanda interna. (Un buen ejemplo es el plomo del sur de España.)

Pero, sin duda, el elemento principal de crecimiento schumpeteriano vino dado por el arranque de procesos modernos de industrialización en diferentes regiones de la periferia europea. El proceso fue muy desigual desde el punto de vista geográfico: mientras la mayor parte de la industria moderna se concentraba en unas pocas regiones (Cataluña y País Vasco en España, Piamonte y Lombardía en Italia, Bohemia en el Imperio austro-húngaro), muchas otras regiones de la periferia europea continuaron siendo regiones agrarias con niveles de desarrollo muy inferiores. La industria moderna de la periferia absorbió, a través de importaciones de tecnología y maquinaria, las innovaciones tecnológicas que estaban alimentando la primera y la segunda revoluciones industriales en el resto de Europa: innovaciones en el sector textil, en la siderurgia, en la industria química… Algunos países de la periferia también absorbieron innovaciones de tipo organizativo: la industrialización del Imperio austro-húngaro, por ejemplo, fue financiada por grandes entidades bancarias que mantenían compromisos a largo plazo con las grandes empresas industriales; es decir,

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algo parecido al modelo alemán que tan buenos resultados dio en las décadas previas a la Primera Guerra Mundial. En general, la industrialización de la periferia siguió una secuencia similar a la de Europa noroccidental: inicialmente, la mayor parte de la actividad manufacturera se concentraba en los bienes de consumo (alimentos, textiles) y, posteriormente, la industrialización iba haciéndose más compleja y diversificada, con los bienes de inversión (siderurgia, maquinaria industrial, productos químicos) ganando terreno. La principal excepción a esta regla vino dada por Rusia, en donde el Estado desarrolló una política de fomento de la industrialización inspirada por motivos geoestratégicos y que, por lo tanto, primó a las industrias de bienes de inversión (fundamentales para la modernización del ejército y la actividad militar) sobre las industrias de bienes de consumo.118

¿Economías duales o economías articuladas?

Las economías de la periferia tenían en el siglo XIX ciertos elementos de dualismo. La diferencia de productividad entre la industria (como sector “moderno”) y la agricultura (como sector “tradicional” que aún a comienzos del siglo XX continuaba empleando a la mayor parte de la población activa) era mayor en la periferia que en Europa noroccidental.119 Además, algunos de los nuevos sectores de actividad aparecidos a lo largo del siglo XIX parecían incapaces de generar encadenamientos con el resto de sectores de la economía local. La minería del sur de España funcionó en buena medida como un enclave de los intereses empresariales británicos, sin que su crecimiento se transmitiera de manera apreciable a la economía local. Algo parecido ocurrió con la mayor parte de la industria rusa, cuyos encadenamientos fueron limitados: dado el desproporcionado peso que la industria pesada tenía en relación a la industria productora de bienes de consumo, sus vínculos con otros sectores preexistentes fueron modestos, como también fue modesta su conexión con el consumidor ruso medio. Además, y por otro lado, existían grandes disparidades regionales en los niveles de desarrollo: en Italia y España, disparidades entre las regiones industriales del norte y las mitades meridionales de ambos países; en el Imperio austro-húngaro, entre una región industrial como Bohemia y las regiones agrarias del este del Imperio.120 Había problemas de articulación sectorial, regional y social que, en cierta forma, anticipaban las difíciles situaciones que más adelante encontrarían muchas economías atrasadas cuando iniciaran sus procesos de industrialización.

118 Grossman (1989), Gerschenkron (1968).119 Crafts (1984).120 Zamagni (2001).

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Sin duda, estos problemas de articulación ralentizaban el desarrollo de la periferia. Ahora bien, no llegaron a alcanzar una magnitud suficiente para bloquear el desarrollo (como sí ocurriría más tarde en economías subdesarrolladas de otros continentes). Junto a elementos de dualismo, hubo numerosos elementos de articulación. En las regiones periféricas más industrializadas, había generalmente círculos virtuosos entre sus procesos de cambio industrial, cambio agrario y cambio comercial. Más que enclaves de tecnología extranjera en un mundo de atraso local, las industrias modernas eran focos de crecimiento que, a través de sus vínculos con otros sectores y con el consumidor final, difundían el desarrollo a través del tejido social. El crecimiento de la industria moderna, y el proceso de urbanización asociado a la misma, abrió oportunidades para el crecimiento de otros sectores, desde sectores industriales con un mayor contenido tradicional (como la industria alimentaria) hasta la propia agricultura. Por otro lado, la aparición del ferrocarril, con la consiguiente revolución en los medios de transporte y la integración de los mercados regionales en un único mercado nacional, fue un episodio schumpeteriano rápidamente seguido de reacciones smithianas por parte de agricultores y empresarios industriales y comerciales.

De manera pausada, los países de la periferia europea estaban poniendo las bases de su modernización económica y social. Su atraso con respecto a los países de Europa noroccidental era claro, pero también era clara la distancia que los separaba de la mayor parte de países que, sobre todo en Asia y África, caminaban hacia el subdesarrollo.

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Capítulo 8

ESPAÑA

La historia económica de España durante el periodo previo a 1900 se estructura en torno a dos grandes preguntas. La primera es por qué se convirtió la economía española en una economía atrasada en el contexto europeo. El atraso comenzó a gestarse en el siglo XVII, cuando, mientras Holanda e Inglaterra realizaban su transición a economías orgánicas avanzadas, la economía española se quedaba estancada. De manera sintomática, tras un siglo XVI de crecimiento meramente maltusiano, el siglo XVII fue para España un siglo de retroceso demográfico (además del siglo del declive de la dinastía de los Austrias). A pesar de que el crecimiento maltusiano regresó a lo largo del siglo XVIII (de la mano de la dinastía borbónica), España entró en la era industrial con un rezago de cierta importancia con respecto a Europa noroccidental. La era industrial, por su parte, se saldó con resultados peores que los de Europa noroccidental. La industrialización española comenzó más tarde (a mediados del siglo XIX) y transcurrió de manera más pausada. En consecuencia, a comienzos del siglo XX, el ingreso medio de la población española estaba más lejos de la media de Europa noroccidental de lo que lo había estado en torno a 1800. La economía española continuaba siendo por aquel entonces una economía eminentemente agraria, en la que apenas se había registrado cambio ocupacional. Además, el balance de España no era mucho mejor en términos de salud y educación. La transición demográfica no comenzó hasta llegado el siglo XX, cuando el riesgo de mortalidad comenzó a descender de manera clara y generalizada. Así, a la altura de 1900, la tasa de mortalidad española continuaba siendo bastante similar a la propia de las sociedades preindustriales; era, por lo tanto, una tasa claramente superior a la de Europa noroccidental. El panorama educativo, por su parte, también era decepcionante en comparación con los países europeos noroccidentales. Mientras que, a la altura de 1900, estos habían logrado alfabetizar a la práctica totalidad de sus poblaciones, el

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analfabetismo continuaba afectando a aproximadamente la mitad de la población española. En suma, si comparamos a España con Europa noroccidental, obtenemos que sus resultados de desarrollo durante el periodo previo a 1900 fueron mediocres. ¿Por qué?

Sin embargo, lo que parece mediocridad en comparación con Europa noroccidental toma un aspecto más saludable si tomamos como referente de comparación el mundo al completo. A comienzos del siglo XX, España mostraba unos resultados de desarrollo más positivos que los de la mayor parte de países del mundo, y había evitado deslizarse por la senda del subdesarrollo. Era una economía atrasada, pero mostraba signos de un lento progreso. Durante la primera mitad del siglo XIX, se registró el final del antiguo régimen y la formación de una sociedad de mercado, un cambio institucional que, como en otras partes de Europa, favoreció la aceleración del crecimiento económico (tanto smithiano como schumpeteriano). Más adelante, durante la segunda mitad del siglo XIX, arrancó un proceso de industrialización. Aunque, a la altura de 1900, dicho proceso avanzaba lentamente y se encontraba muy concentrado en unas pocas regiones (básicamente Cataluña y País Vasco), estaban poniéndose las bases de la modernización económica que culminaría a lo largo del siglo XX. Por todo ello, puede considerarse que la España de 1900 era ya, cuando menos, una economía en vías de desarrollo. Es decir, una economía aún no desarrollada (en el sentido en que ya lo estaban las de Europa noroccidental), pero tampoco una economía estancada. Ahí entra nuestra segunda pregunta: ¿por qué fue capaz la economía española, aún con todas sus insuficiencias, de registrar este progreso?

Estas dos preguntas se entrecruzan en cada uno de los dos apartados del presente capítulo: el primero sobre la economía española durante el antiguo régimen, el segundo sobre la economía española durante el siglo XIX.

La economía española durante el antiguo régimen

El atraso económico de la España contemporánea hunde sus raíces en el tramo final del periodo preindustrial, probablemente en el siglo XVII.121 España no fue capaz entonces de convertirse en una economía orgánica avanzada: más bien fue una economía orgánica estancada. Sabemos que las economías orgánicas avanzadas europeas (Holanda e Inglaterra) se basaban

121 Este apartado está basado en Yun (2002A; 2002B) y Llopis (2002A; 2004).

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en la combinación encadenada de modestos progresos en varios sectores: una agricultura que se hacía algo más intensiva, una producción manufacturera que se incrementaba, un comercio marítimo que aportaba importantes beneficios… España contaba, en principio, con unas buenas perspectivas en el último de estos aspectos. De hecho, contó con tales perspectivas en una fecha bastante temprana en relación a Holanda e Inglaterra: a raíz del descubrimiento y posterior colonización de América, España se encontró al frente de un imperio cuyo subsuelo contenía abundantes metales preciosos que, a lo largo del siglo XVI, comenzaron a fluir hacia la metrópoli. Sin embargo, este activo en el plano exterior no se vio complementado por una respuesta consistente por parte de la economía interna del país. Ni la agricultura ni la manufactura mostraron en España un dinamismo comparable al de las economías orgánicas avanzadas de Europa noroccidental.

La agricultura española no vivió un proceso de intensificación similar al liderado a partir del siglo XVII por los agricultores holandeses e ingleses. A lo largo del siglo XVI, la agricultura española creció de manera puramente extensiva: se expandió la superficie de cultivo y creció la población empleada en la agricultura, pero ni los rendimientos de la tierra ni la productividad del trabajo mejoraron. Más adelante, a lo largo del siglo XVII, la agricultura no sería capaz de lograr siquiera de este tipo de crecimiento maltusiano. Y, finalmente, a lo largo del siglo XVIII regresó el crecimiento maltusiano, pero es probable que éste fuera inferior al que podría haberse logrado.

La agricultura española obtuvo resultados peores que las agriculturas holandesa o inglesa por dos motivos. En primer lugar, las condiciones geográficas a que se enfrentaban los agricultores españoles eran más desfavorables. El bajo nivel de precipitaciones, combinado con el carácter montañoso de buena parte del territorio y la gran diferencia de temperatura entre las estaciones del año, impedía reorganizar las explotaciones en el mismo sentido en que lo hicieron los agricultores de Europa noroccidental: introducir nuevas plantas (como las forrajeras) en la rotación de cultivos, disminuir el peso del barbecho y aumentar la cabaña ganadera. Expuestos a condiciones geográficas diferentes, los agricultores españoles continuaron practicando una agricultura extensiva, ampliamente volcada sobre el cultivo cerealista y en la que debían reservarse grandes superficies en barbecho. Sin embargo, junto al motivo geográfico había también un motivo institucional. Por motivos geográficos, el potencial de la agricultura española era inferior al de las agriculturas de Europa noroccidental, pero, por motivos institucionales, la agricultura española se acercó menos a su potencial que las agriculturas holandesa o inglesa. Mientras que, a lo largo

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del siglo XVII, Holanda e Inglaterra culminaron su transición a la sociedad de mercado, España continuaba teniendo un marco institucional típico del “antiguo régimen”. Esto hizo que la estructura española de incentivos fuera menos favorable al cambio agrario. De hecho, cuando la agricultura española volvió a crecer de manera básicamente maltusiana a lo largo del siglo XVIII, es probable que lo hiciera por debajo de su potencial debido a restricciones institucionales. La Mesta, la organización corporativa que defendía los intereses de los grandes ganaderos trashumantes castellanos, se había convertido por aquel entonces ya en un poderoso grupo de presión con gran capacidad para influir sobre la política económica. La Mesta lideró un “frente antirroturador”, compuesto también por algunas elites rurales y cuyo objetivo era impedir que la transformación de las superficies de pasto en superficies de cultivo para la alimentación humana. Esta defensa de los intereses ganaderos a costa de los intereses agrícolas tuvo bastante éxito, ya que se pusieron en cultivo menos superficies de las que se habrían puesto en cultivo en caso de haber funcionado un mercado libre (teniendo en cuenta que la población y, por tanto, la demanda de alimentos crecieron de manera importante a lo largo del siglo XVIII).

Tampoco el sector manufacturero se expandió de manera importante. Aunque España no fue ajena al proceso de protoindustrialización, éste avanzó de manera mucho más modesta que en Europa noroccidental. De hecho, el sector manufacturero español perdió la oportunidad de expandirse a través de la demanda protegida del Imperio en América, dado que, en realidad, la mayor parte de las manufacturas exportadas por los barcos españoles hacia el Imperio se producían en Europa noroccidental, no en España. Los motivos de este escaso avance del sector manufacturero parecen encontrarse, de nuevo, en el marco institucional. El gran poder retenido por los gremios y la fragmentación del mercado español en diversos mercados regionales generaban ineficiencias asignativas y, en el primer caso, tendían a obstaculizar la adopción de comportamientos emprendedores. Además, y ahí está la gran diferencia con otros países, la política económica de los Austrias resultó especialmente perjudicial. La política de expansión territorial por América y Europa hizo que los gastos gubernamentales alcanzaran proporciones desmesuradas. Desmesuradas porque la escalada del gasto público condujo a un aumento de la presión fiscal sobre las actividades productivas (entre ellas, las manufactureras). Y desmesuradas porque, aún así, se generó un gran déficit público que obligó a la monarquía española a endeudarse de manera crónica. De hecho, a lo largo del siglo XVII la corona española se declaró con cierta frecuencia en quiebra, lo cual era tanto como confiscar arbitrariamente los recursos previamente tomados en préstamo a manos de la comunidad financiera europea. El resultado fue uno de los ejemplos más claros de los problemas

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de seguridad jurídica a que los actos arbitrarios de los gobiernos condenaban a los empresarios de la Eurasia preindustrial, con los consiguientes efectos desincentivadores sobre el crecimiento de la economía de mercado. Si a ello añadimos, de manera más general, la persistencia de sanciones religiosas en contra de la investigación científica (con la Inquisición como ejecutora, y en contraste con la actitud, más tolerante, generada por la Reforma protestante en Europa noroccidental), no resulta sorprendente que la economía española no fuera capaz de convertirse en nada parecido a una economía orgánica avanzada.

La economía española durante el siglo XIX

Los progresos

El siglo XIX fue un siglo de importantes cambios para la economía y la sociedad españolas. El más importante de ellos, del que derivaron los demás, fue la formación de una sociedad de mercado. La subida al trono de la dinastía borbónica en sustitución de la dinastía de los Austrias (a comienzos del siglo XVIII) supuso la introducción de diversas reformas institucionales encaminadas a flexibilizar las estructuras de la economía española e introducir un mayor peso para los mecanismos de mercado en la coordinación de las decisiones económicas. Sin embargo, a pesar de que este reformismo borbónico eliminó algunas de las regulaciones que venían impidiendo el funcionamiento de mercados libres, la sociedad española continuaba en torno a 1800 sumida en el antiguo régimen. La formación de una sociedad de mercado fue el resultado de un complejo proceso de reformas liberalizadoras que comenzaron en las Cortes de Cádiz en 1812 y se prolongaron hasta la década de 1860.

La formación de una sociedad de mercado en España no fue el resultado más o menos súbito de una revolución liberal, sino más bien consecuencia de la acumulación de varias oleadas diferentes de reforma liberal.122 El liberalismo de las Cortes de Cádiz o el llamado “trienio liberal” de 1820-1823 se vio inserto en periodos más largos de regreso al absolutismo e intentos de restablecer el antiguo régimen o, cuando menos, frenar el avance de la sociedad de mercado. El punto de inflexión decisivo llegó con la guerra carlista de 1833-1840, una guerra civil que enfrentó a los partidarios del antiguo régimen frente a los partidarios de la sociedad liberal. La victoria de los partidarios de la futura reina Isabel II marcó el

122 Llopis (2002B).

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punto de no retorno: la consolidación definitiva del proyecto liberal en España. Aún así, la culminación del proceso requirió diversas reformas que se sucedieron a lo largo del reinado de Isabel II, desde la reforma del sistema fiscal en 1845 (con objeto de simplificar y modernizar las muy regresivas estructuras fiscales heredadas del antiguo régimen) a la ley de minas de 1868 (que “desamortizaba” el subsuelo), pasando por la ley de desamortización civil de 1855 (que completaba la tarea previamente iniciada con la ley de desamortización eclesiástica: la consolidación de derechos de propiedad privados, individuales y plenos con objeto de garantizar un funcionamiento libre del mercado de la tierra).

La formación de una sociedad de mercado abrió las puertas al crecimiento económico, no sólo por su estímulo al crecimiento smithiano (al mejorar el grado de eficiencia en la asignación de recursos) sino también porque mejoró la capacidad de la economía española para absorber las innovaciones que, durante el siglo XIX largo, revolucionaron al conjunto de la economía europea. La industrialización moderna comenzó a mediados del siglo XIX, y tuvo su primer foco en Cataluña. En realidad, Cataluña venía siendo la región más dinámica de España desde finales del siglo XVII. Desde entonces y hasta comienzos del siglo XIX, Cataluña fue lo más parecido que hubo en España a una economía orgánica avanzada: registró un conjunto de modestos progresos encadenados en agricultura (que se hizo paulatinamente más intensiva y especializada que la castellana), manufactura (sobre la base de una compleja red de empresarios y campesinos coordinados por el sistema de encargos) y comercio marítimo (dado el creciente protagonismo tomado por el puerto de Barcelona no sólo en el comercio con el Mediterráneo, sino también con el Imperio americano). Pese a la práctica ausencia de carbón en el subsuelo catalán, los empresarios del siglo XIX pusieron en marcha un proceso moderno de industrialización: absorbieron las innovaciones tecnológicas que habían revolucionado el sector textil algodonero en Gran Bretaña y dieron el salto al sistema de fábrica. La escasez de carbón fue paliada, al igual que en Francia, por un mayor recurso a la energía hidráulica y por la adopción de convertidores energéticos cada vez más sofisticados de dicha energía. Cataluña se convirtió así en la “fábrica de España”.123

Más adelante, en las décadas finales del siglo XIX, el País Vasco emergió como segundo foco industrial. Así como la industria catalana estaba más orientada hacia los bienes de consumo (especialmente, los textiles), la industria vasca se basó en mayor medida en el otro gran sector schumpeteriano de la revolución industrial: la siderurgia. Los empresarios industriales vascos se apoyaron en la buena dotación de recursos minerales

123 Nadal (1999).

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estratégicos, especialmente hierro. Pero difícilmente habrían conseguido tales resultados si no hubieran contado con una estructura organizativa eficiente, en parte derivada de la importante tradición empresarial que este sector tenía ya en el periodo preindustrial.124

En realidad, el arranque de la industrialización española y la consiguiente aceleración del crecimiento económico no sólo se basaron en las fortalezas endógenas del país: también se apoyaron (y mucho) en el aprovechamiento de las oportunidades traídas por la globalización del siglo XIX. Para la economía española, la globalización supuso, entre otras cosas, la posibilidad de incorporar tecnología industrial más avanzada gracias a la importación de maquinaria extranjera. En caso de haber tenido que depender de la tecnología desarrollada en el propio país, los empresarios industriales catalanes y vascos no habrían tenido unos resultados tan destacados. La globalización también supuso la recepción de inversiones extranjeras encaminadas a desarrollar nuevas iniciativas económicas en nuestro país. Esto fue especialmente significativo en el caso del ferrocarril, cuyos inicios en España vinieron de la mano de la recepción de inversiones extranjeras (especialmente francesas). En caso de haber dependido de su propia tecnología y su propio capital, España habría tardado mucho más de lo que lo hizo en poner las bases de su sistema ferroviario. Una vez puestas dichas bases, el ferrocarril tuvo un efecto muy positivo sobre la economía española: al sustituir a un sistema previo de transportes particularmente débil (dadas las limitaciones de la tecnología preindustrial en un medio geográfico caracterizado por las cadenas montañosas y la ausencia de ríos navegables), el ferrocarril permitió reducir notablemente los costes de transporte e integrar los distintos mercados regionales del país en un único mercado nacional. En consecuencia, España experimentó por esta vía ganancias smithianas, al mejorar la eficiencia en la asignación de recursos y profundizarse en el proceso de especialización regional.125

También la agricultura, finalmente, se incorporó a estas transformaciones positivas vinculadas a la globalización. Tras la independencia de las repúblicas latinoamericanas, el comercio exterior español se orientó cada vez en mayor medida hacia Europa y, en este contexto, las exportaciones del país se centraron en aquellos productos para los que se disponía de ventaja: productos agrarios que, por motivos ambientales y geográficos, sólo podían producirse (o se producían de manera más eficiente) en el sur del continente (vino, aceite, hortalizas,

124 Sobre la historia económica de las distintas regiones españolas, Domínguez (2002) y los trabajos contenidos en Germán et al. (eds.) (2001). Sobre la industrialización española, Nadal (dir.) (2003).

125 Prados de la Escosura (2003), Tortella (1995), Gómez Mendoza (1982).

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cítricos). La liberalización del marco institucional permitió a los agricultores españoles gozar de la suficiente flexibilidad para adaptarse a las coyunturas del mercado mundial y proporcionar a la economía española las divisas necesarias para realizar importaciones de maquinaria y tecnología que impulsaran el arranque de la industrialización.126

Las cuentas pendientes

A comienzos del siglo XX, España había iniciado su camino hacia el desarrollo, pero se encontraba atrasada en relación a los países de Europa noroccidental. La industrialización había comenzado, pero transcurría de manera lenta. La economía española tenía básicamente cuatro cuentas pendientes. Cuatro cuentas pendientes que irían saldándose a lo largo del siglo XX, cuando culminara la modernización económica del país.

La primera cuenta pendiente tenía que ver con la agricultura, que, al fin y al cabo, continuaba siendo el principal sector de la economía española a comienzos del siglo XX. (En realidad, a pesar del inicio de la industrialización, el porcentaje de población ocupada en la agricultura no disminuyó a lo largo del siglo XIX.) Los agricultores españoles continuaban encontrándose entre los menos productivos de Europa. Ello se debía en parte a motivos geográficos. Por todas partes en Europa, la agricultura continuaba siendo básicamente una actividad de base orgánica muy dependiente de las condiciones climatológicas y edafológicas. Y, en este sentido, los agricultores españoles se enfrentaban a condiciones más desfavorables que los de otras partes de Europa: escasez de precipitaciones, abundancia de suelos poco productivos o montañosos. Frente a unas pocas regiones especializadas en la exportación de productos mediterráneos (básicamente, el litoral mediterráneo del país), frente a unas pocas regiones cuyas características ambientales sí les permitían dar el salto a un sector agropecuario más intensivo (la cornisa cantábrica), la agricultura de las regiones interiores continuó bastante centrada en la producción extensiva de cereales. Esta agricultura fue capaz de obtener un crecimiento extensivo conforme las desamortizaciones pusieron en el mercado nuevas extensiones de tierra hasta entonces no cultivadas, pero no logró grandes aumentos en su productividad. Así las cosas, la mayor parte de la población española continuaba vinculada a un sector de baja productividad en el contexto europeo.127

126 Pinilla (2004).127 Gallego (2001), Simpson (1997).

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La segunda cuenta pendiente era el lento crecimiento de la industria. La industria española, altamente concentrada en los focos catalán y vasco, no creció con rapidez suficiente para transformar de manera más significativa la estructura de la economía española. En comparación con otros países europeos, hay que tener en cuenta que la industria española operaba bajo una severa restricción energética. El carbón español era escaso y, por lo general, de baja calidad.128 Aún así, los historiadores están de acuerdo en que la industria española del siglo XIX tenía un potencial superior al resultado que efectivamente obtuvo. ¿Por qué no lo aprovechó? Según algunos historiadores, porque la demanda interna del país era demasiado pequeña.129 La mayor parte de la población española estaba vinculada a una agricultura de baja productividad y, además, en muchos casos esta agricultura se caracterizaba por altos niveles de desigualdad. El resultado habría sido una demanda nacional demasiado estática, dado que la mayor parte de la población carecía del suficiente nivel de vida para erigirse en consumidores significativos de productos industriales. (Por ilustrarlo de manera gráfica: la pobreza de los jornaleros andaluces o extremeños era un obstáculo para la expansión de la industria catalana de productos textiles.) Según otros historiadores, el problema de la industria española no fue tanto el escaso dinamismo del mercado interno como la incapacidad de las empresas españolas para abrirse paso en los mercados extranjeros. La gran diferencia entre la industria española y la industria británica o alemana, argumentan estos otros historiadores, era que la industria española no era competitiva a escala internacional y, por ello, no era capaz de crecer sobre la base de las exportaciones a otros países.130 (Por volver al ejemplo anterior: si la industria catalana de productos textiles hubiera sido competitiva y hubiera captado consumidores fuera de España, no habría sido para ella tan grave que los jornaleros andaluces o extremeños fueran pobres.)

Esto nos lleva, a su vez, a la tercera de las cuentas pendientes: el papel del Estado en la economía. ¿Podría haber crecido más la industria española en caso de haberse puesto en práctica políticas económicas diferentes? La política económica española fue, como en otras partes de la periferia, una política que coordinó mal sus diferentes instrumentos. En el plano comercial, se optó por una política claramente proteccionista. Ello probablemente contribuyó a favorecer la aparición de comportamientos acomodaticios entre los empresarios españoles: al tener el mercado interior reservado por la presencia de altos aranceles con respecto al exterior, los empresarios españoles tendieron a desarrollar comportamientos menos

128 Coll y Sudrià (1987).129 Nadal (1999).130 Prados de la Escosura (1991).

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innovadores. Otros países de mayor éxito industrial, como por ejemplo Alemania, también optaron por una política proteccionista, pero en su caso la coordinaron con otras políticas encaminadas a favorecer la competitividad exterior y la generación de innovaciones. Estas otras políticas no fueron implantadas en España o, cuando lo fueron, recibieron un impulso muy modesto. Es el caso, por ejemplo, de la política educativa, tan importante en el caso alemán. A comienzos del siglo XX, buena parte de la población española continuaba siendo analfabeta y los niveles educativos del país eran claramente inferiores a los de Europa noroccidental. Sólo a partir de comienzos del siglo XX asumió el Estado (y de manera no demasiado poderosa) la responsabilidad directa de aumentar los niveles educativos de la población. En general, la fragilidad del sistema fiscal, que tenía serias dificultades para gravar a los grupos sociales más favorecidos y condujo así a continuos déficit y una escalada de la deuda pública, restringía la capacidad del Estado para embarcarse en programas más ambiciosos de inversión pública en salud o educación.131 El bajo nivel de capital humano resultante contribuyó a hacer de la economía española una economía con escasa capacidad de generar innovaciones tecnológicas, problema que en realidad continúa lastrando a la economía española del presente.132

Finalmente, una cuarta cuenta pendiente de la economía española a comienzos del siglo XX eran sus elevados niveles de desigualdad. Las reformas liberales situaron al mercado en el centro de las decisiones económicas, pero no corrigieron las graves disparidades sociales en la dotación de aquellas capacidades y recursos que eran necesarios para manejarse con éxito en una economía de mercado: el capital, la tierra, la educación, los contactos políticos y comerciales… En la medida en que estos recursos y capacidades se encontraban distribuidos de manera muy desigual, el funcionamiento de la economía de mercado devolvió importantes niveles de desigualdad social. En España, como en otros países europeos, los primeros pasos de la industrialización coincidió con un significativo deterioro de las estaturas medias de la población. Más adelante, a partir de finales del siglo XIX, es probable que crecieran los niveles de vida de todos los grupos sociales (también los desfavorecidos), pero la desigualdad continuó siendo la nota dominante de la vida social española. En realidad, esta cuenta pendiente marcaría la historia española en el siglo XX. La dictadura de Primo de Rivera, la proclamación de la Segunda República, la posterior guerra civil que desembocó en el franquismo… Estos hechos decisivos de la historia española durante el siglo XX tuvieron causas complejas y variadas, algunas de ellas no

131 Comín (1996).132 Núñez (1992).

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económicas. Pero algunas de estas causas sí tienen que ver con las tensiones generadas por una economía que estaba modernizándose sobre la base de un modelo generador de importantes desigualdades sociales.

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Capítulo 9

LOS “NUEVOS PAÍSES OCCIDENTALES”

A comienzos del siglo XX, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda se encontraban entre las sociedades más desarrolladas del mundo. Sus poblaciones disfrutaban de los mayores niveles de ingreso, y los indicadores de desarrollo humano también mostraban una evolución positiva. Si el siglo XIX largo comenzó con el liderazgo británico en la revolución industrial, terminó con una economía estadounidense claramente posicionada para acceder a ese liderazgo durante el siglo XX.

Llamamos a estos países “nuevos países occidentales” (en adelante, NPO). Originalmente, estos territorios se encontraban débilmente poblados por tribus indígenas con bajos niveles de complejidad tecnológica e institucional. A raíz del descubrimiento de América y, sobre todo, a partir del siglo XVII, colonos europeos (franceses, holandeses y, sobre todo, británicos) comenzaron a instalarse en la costa este de Norteamérica. Lo mismo ocurrió en Oceanía a partir de finales del siglo XVIII. El resultado del colonialismo europeo no fue la formación de una sociedad mixta, que integrara a la población indígena y a la población europea. Más bien, la población indígena fue combatida y arrinconada, con el resultado de que el colonialismo dio lugar a países “nuevos” cuyas bases sociales eran claramente “occidentales”. De hecho, cuando en 1776 Estados Unidos, por ejemplo, se liberó de su estatus colonial y se convirtió en un país independiente, lo hizo como resultado de una revolución liderada por los colonos británicos frente a sus compatriotas metropolitanos, y no como resultado de algún tipo de revolución liderada por la población indígena en respuesta al colonialismo británico.

¿Cuáles fueron las causas del desarrollo de estos NPO? ¿Cómo fueron capaces de evitar el destino de subdesarrollo que aguardaba a la mayor parte de poblaciones no europeas? Comenzaremos respondiendo

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estas preguntas para el caso más importante, el de Estados Unidos, y posteriormente consideraremos el resto de NPO.

El desarrollo de Estados Unidos

Cuando Cristóbal Colón descubrió América, la mayor parte del continente se encontraba débilmente poblado por grupos indígenas que, durante los siglos previos, habían alcanzado un grado de desarrollo muy bajo.133 Ello era especialmente cierto en el actual territorio de Estados Unidos. El desarrollo de los pueblos indígenas norteamericanos era muy bajo no sólo en comparación con el grado de desarrollo del presente, sino también en comparación con el grado de desarrollo de las sociedades preindustriales de Europa y Asia. Los historiadores discuten sobre si había o no diferencias significativas en el grado de desarrollo de la Europa y la Asia preindustriales, pero todos tienen claro que, aún con todos los límites al desarrollo propios de las sociedades preindustriales, Europa y Asia se encontraban por delante de este tipo de sociedades indígenas de la América precolombina. Los indígenas norteamericanos mostraban un nivel tecnológico muy básico: su economía de base orgánica estaba muy poco evolucionada en comparación con los paulatinos avances que fueron produciéndose en Europa y Asia. Del mismo modo, los indígenas norteamericanos mostraban formas de organización social relativamente simples: las tribus indígenas reflejaban un menor grado de complejidad que los Estados europeos y los imperios asiáticos.

El periodo colonial de la historia estadounidense

Por ello, no resulta difícil de comprender que los colonos europeos no tuvieran grandes problemas en arrinconar a las sociedades indígenas y crear una sociedad “occidental” en la costa este de Norteamérica, la más próxima a Europa. La economía colonial de los futuros Estados Unidos tenía dos elementos bien diferenciados. Por un lado, las colonias del sur albergaban una economía movida por el cultivo del algodón con vistas a su exportación a Europa. El algodón sólo podía cultivarse en ambientes tropicales, por lo que quedaba fuera de las posibilidades de los agricultores europeos pero resultaba una opción muy atractiva para colonos europeos situados en las partes tropicales del mundo. Tal fue el caso de los colonos europeos en las colonias del sur de lo que luego serían los Estados Unidos.

133 Wolf (2005), Dabat (1994).

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El principal problema empresarial que estos colonos debían resolver era el de encontrar mano de obra para cultivar las amplias superficies disponibles. En una zona con tan baja densidad de población (y teniendo en cuenta que, en la época previa a la revolución de los transportes, no podía esperarse la emigración masiva de poblaciones europeas), la solución adoptada por los colonos fue la misma que se estaba imponiendo en otras colonias tropicales: utilizar mano de obra esclava. De esta solución surgió una sociedad colonial muy fragmentada: por un lado, una elite europea propietaria (y/o gestora) de grandes plantaciones de monocultivo algodonero; por el otro, esclavos de origen africano que eran adquiridos por la elite europea a comerciantes de esclavos (también europeos) con objeto de emplearlos en las plantaciones. Como puede imaginarse, había una gran diferencia entre el nivel de bienestar de unos y otros.

En las colonias del norte, sin embargo, prevalecieron opciones diferentes. Las condiciones ambientales se asemejaban más a las europeas, por lo que la producción agraria se orientó en mayor medida hacia mercancías propias de climas templados, como los cereales. Y no sólo se producían mercancías diferentes, sino que también era diferente la organización social de dicha producción: aquí predominaban las explotaciones familiares. Estas explotaciones eran relativamente grandes en comparación con las europeas, ya que en América era mucho mayor la disponibilidad de tierra (consecuencia de la menor densidad de población). Sin embargo, eran pequeñas en comparación con las plantaciones de las colonias del sur. De este modo, en las colonias del norte se formó un modelo de sociedad más equilibrado, en el que las disparidades eran menos acentuadas y el grado de cohesión social era mayor.

En parte por ello, las colonias del norte registraron un cierto dinamismo durante la parte final del periodo preindustrial, especialmente durante el siglo XVIII. El crecimiento agrario, al estar distribuido de manera relativamente equitativa, se transmitió con relativa facilidad a otros sectores de la economía local, como la manufactura de bienes de consumo o el comercio. Del mismo modo, el sector comercial exterior, vinculado a los contactos con la metrópoli británica, también generó diversos encadenamientos sobre la construcción de barcos y la producción industrial. El resultado, una combinación de modestos progresos que se reforzaban unos a otros, recuerda en cierta forma a una economía orgánica avanzada. En las colonias del sur, en cambio, el crecimiento agrario se distribuía de manera tan desigual que generaba escasos efectos sobre el tejido económico local. Había crecimiento como consecuencia de las exportaciones de algodón (y las elites disfrutaban de un nivel destacable de

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consumo de productos de lujo), pero los resultados de desarrollo eran muy pobres para la mayor parte de la población.134

La formación de algo parecido a una economía orgánica avanzada en las colonias del norte alimentó el movimiento político a favor de la independencia con respecto a Gran Bretaña. Para las elites del sur, el colonialismo no era un obstáculo, sino más bien un seguro para la reproducción del modelo económico y social de las plantaciones. Para las elites del norte, en cambio, el estatus colonial en relación a Londres comenzaba a resultar incómodo. Como ocurría en el resto de colonias, había un drenaje de ingresos fiscales hacia la metrópoli y prevalecían reglas comerciales tendentes a garantizar la prevalencia de los intereses metropolitanos. Comenzó a cundir la percepción de que Londres utilizaba estas reglas para frenar el desarrollo de los sectores no agrarios de la economía colonial, como la construcción naval o la siderurgia, con objeto de beneficiar a los empresarios británicos de dichos sectores. En este contexto, un número creciente de colonos británicos en América encontraba beneficioso romper con el estatus colonial y proclamar la independencia.

Las claves del éxito estadounidense

Justo al inicio del siglo XIX largo, el 4 de julio de 1776, los Estados Unidos proclamaban su independencia. En 1913, al final del siglo XIX largo, se habían convertido en una de las economías más desarrolladas del mundo y, probablemente, habían superado a su antigua metrópoli. A diferencia de la mayor parte de sociedades localizadas fuera de Europa, Estados Unidos fue capaz de impulsar un proceso de industrialización. ¿Cuáles fueron las claves de este éxito? Consideraremos sucesivamente cuatro: la dotación de recursos, el marco institucional, la organización empresarial y la gestión de las oportunidades y amenazas asociadas a la globalización.

Estados Unidos contaba con una dotación de recursos muy favorable. Por un lado, contaba en su subsuelo con todos los recursos minerales estratégicos. El carbón y el hierro eran muy abundantes en la parte nororiental del país, que de hecho se convirtió en el principal foco de actividades industriales del país. La abundancia de carbón hizo posible una transición rápida a la economía de base inorgánica, mientras que la abundancia de hierro facilitó el desarrollo de la siderurgia, uno de los sectores más schumpeterianos durante la primera y segunda revolución

134 North (1959).

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industriales (siderurgia del hierro y el acero, respectivamente). Por otro lado, la economía estadounidense también se benefició de la abundancia de tierra cultivable. A lo largo del siglo XIX, los Estados Unidos emprendieron un formidable proceso de expansión territorial que los llevó de ser una estrecha franja situada en la costa este de Norteamérica a ser el enorme país que es hoy día. La “conquista del oeste”, la paulatina expansión de la frontera estadounidense hacia el oeste, incorporó al país amplísimas extensiones de tierra susceptible de ser cultivada. En su mayor parte, se trataba de tierras en las que podía desarrollarse una agricultura de clima templado, similar a la europea. Buena parte de las nuevas regiones del Oeste estadounidense se especializaron así en la producción de alimentos, con los cereales a la cabeza. En general, la disponibilidad de tierra permitió crear explotaciones agrarias grandes, capaces de aprovechar economías de escala y deseosas de incorporar innovaciones ahorradoras de mano de obra (con objeto de evitar los elevados salarios que debían pagarse en una situación de escasez relativa de mano de obra). Los agricultores estadounidenses se colocaron así entre los más productivos del mundo, muy por delante de los europeos.

Sin embargo, ni la industria ni la agricultura habrían crecido tan deprisa de no haber contado Estados Unidos con un marco institucional favorable. Al fin y al cabo, también otras partes del mundo contaban con una buena dotación de recursos y, sin embargo, fueron pocas las que lograron imitar a Europa e iniciar un proceso de industrialización. (En América central y América del sur, por ejemplo, la tierra también era muy abundante y, sin embargo, los resultados de crecimiento agrario y desarrollo económico fueron bastante peores.135) Desde el mismo momento de su nacimiento como país independiente, los Estados Unidos se dotaron de un marco institucional basado en los principios del liberalismo económico. Mientras que en Europa la formación de la sociedad de mercado fue la consecuencia de un complejo proceso de erosión por parte de Estados y mercados de un antiguo régimen estamental heredado del feudalismo, Estados Unidos partió de una sociedad de mercado. Hay que tener en cuenta que el marco institucional de la economía colonial estadounidense había sido definido por su metrópoli, lo cual quiere decir que, a imagen y semejanza de Inglaterra, las colonias norteamericanas realizaron una precoz transición a la sociedad de mercado durante el tramo final del periodo preindustrial. Sobre esa base, la Declaración de Independencia de 1776 y, sobre todo, la Constitución de 1787 (aún vigente en la actualidad) consolidaron definitivamente los principios del liberalismo económico. Esto resultó fundamental para que los estadounidenses fueran capaces de traducir a desarrollo económico los

135 Bulmer-Thomas (2003).

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formidables recursos naturales del país. En ausencia de inercias institucionales heredadas de un antiguo régimen (inercias que en muchos países europeos habían sido la consecuencia del necesario pacto político entre liberales y conservadores), la sociedad de mercado favoreció una asignación eficiente de recursos y, lo que es más importante, creó los incentivos para la creatividad tecnológica y la generalización de comportamientos emprendedores. En especial a partir de la segunda revolución industrial, Estados Unidos hizo mucho más que replicar el proceso de industrialización de los países líderes europeos: tomó la delantera desde el punto de vista tecnológico.

El ascenso de Estados Unidos al liderazgo tecnológico fue protagonizado por grandes corporaciones.136 Entre finales del siglo XVIII y finales del siglo XIX, el sistema de fábrica se había impuesto al sistema de encargos y los talleres artesanales en las ramas industriales más importantes, lo cual había supuesto un aumento del tamaño medio de los establecimientos industriales. Sin embargo, a partir de finales del siglo XIX el tamaño medio de las empresas industriales aumentó mucho más aún como consecuencia del ascenso de grandes grupos empresariales. Estados Unidos fue, junto con Alemania, el país pionero de esta tendencia. A diferencia de una fábrica inglesa de comienzos del siglo XIX, que realizaba una única tarea del proceso productivo, las grandes empresas estadounidenses de finales de siglo integraban numerosas producciones, llegando en algunos casos a convertirse en auténticos gigantes en los que una gran cantidad de departamentos realizaba una gama muy amplia de tareas. Esto incluía no sólo diversas tareas manufactureras (desde la transformación inicial de las materias primas hasta las partes finales del proceso de acabado del producto), sino también un número creciente de tareas intelectuales relacionadas con la organización de la compleja actividad empresarial. De hecho, la complejidad tecnológica (en el marco de una segunda revolución industrial intensiva en conocimiento) y organizativa (dada la multifuncionalidad) de la actividad empresarial hizo que la mayor parte de grandes empresas pasaran a estar dirigidas por directivos profesionales. Si en la fábrica inglesa el propietario y el director eran la misma persona, en las grandes empresas estadounidenses ambas figuras comenzaban a separarse: por un lado, los accionistas (propietarios que no tomaban decisiones cotidianas sobre el funcionamiento de la empresa) y, por el otro, los directivos (que tomaban dichas decisiones sin ser necesariamente propietarios de la empresa).

136 Los dos párrafos siguientes están basados en Chandler (1988) y Lazonick (1991).

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El ascenso de este tipo de estructura empresarial fue posible gracias a las enormes dimensiones del mercado interior estadounidense, que permitían explotar economías de escala: la producción de grandes tandas permitía repartir los elevados costes fijos entre un gran número de unidades productivas, haciendo posible una paulatina reducción del coste medio de fabricación. Para ello, los empresarios estadounidenses desarrollaron una auténtica revolución organizativa, que los llevó a planificar con mayor detalle las distintas tareas realizadas dentro de la empresa. (El principal estudioso de esta revolución, el historiador Alfred Chandler, ha hablado aquí de una “mano visible” que impulsó el desarrollo estadounidense, en contraste con la imagen smithiana de una mano invisible que regula los mercados libres.) La revolución pasaba por implantar un sistema de fabricación en serie: fabricar grandes tandas homogéneas de componentes estandarizados. Revolucionando la organización empresarial, los empresarios estadounidenses instalaron cadenas de montaje por las que se movían los productos intermedios para recibir sucesivas transformaciones por parte de los trabajadores, cuya posición se mantenía invariable. La revolución organizativa fue más allá, ya que los gigantes empresariales destinaban una fracción sustancial de recursos al fomento de actividades de investigación y desarrollo, con objeto de continuar desplazando la frontera tecnológica. Se crearon así departamentos específicos de investigación, formados por personal altamente cualificado y especializado. En estas condiciones, las empresas grandes tenían todo a su favor para eliminar del mercado a las empresas pequeñas. Y este mundo de competencia imperfecta (en el que unas pocas empresas ocupaban posiciones de monopolio u oligopolio) fue más capaz de generar innovación tecnológica y crecimiento económico que el mundo de competencia perfecta propio del sistema de fábrica (en el que ninguna empresa era tan grande como para ejercer poder de mercado). De hecho, las grandes empresas estadounidenses accedieron, junto con las grandes empresas alemanas, al liderazgo tecnológico mundial a partir de finales del siglo XIX, al mismo tiempo que las estructuras empresariales y sociales de Gran Bretaña, que tanto habían favorecido el desarrollo de la primera revolución industrial, parecían ahora menos propicias.

Finalmente, la cuarta clave del éxito estadounidense fue el manejo que la política económica hizo de las oportunidades y amenazas asociadas a la globalización del siglo XIX.137 Estados Unidos aprovechó las oportunidades y se protegió de las amenazas. Las oportunidades eran básicamente dos. En primer lugar, la posibilidad de mejorar la dotación de factores a través de la recepción de inversiones extranjeras e inmigrantes. En torno a 1800, Estados Unidos tenía una gran disponibilidad de tierra,

137 Chang (2004).

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pero una gran escasez de los otros dos factores productivos: capital y mano de obra. El crecimiento económico del país a lo largo del siglo XIX se vio acelerado por la llegada de capitales y trabajadores de otros países. Las inversiones extranjeras, particularmente británicas, sirvieron para inyectar capital en la industria y los ferrocarriles estadounidenses, permitiendo así un desarrollo más vigoroso de estos sectores de lo que habría sido posible en condiciones de aislamiento. La inmigración, por su parte, permitió que los empresarios no se enfrentaran a una escasez de mano de obra tan acusada y que se pusieran en cultivo tierras (sobre todo en el Oeste) que, de otro modo, habrían permanecido sin explotar.

La otra gran oportunidad que, en términos de crecimiento económico, ofrecía la globalización era la posibilidad de que Estados Unidos se erigiera en un gran exportador de productos agrarios con destino a Europa. En la Europa del siglo XIX, el crecimiento de la población (fruto de la transición demográfica) y los procesos paralelos de industrialización y urbanización aumentaron la demanda de productos agrarios, generando tensiones porque la oferta europea no era suficientemente elástica (dadas sus limitaciones geográficas e institucionales). Conforme la mejora de los medios de transporte a lo largo del siglo XIX permitió conectar de manera relativamente poco costosa a los consumidores europeos con productores agrarios situados en las abundantes tierras templadas de Norteamérica u Oceanía, se creó la posibilidad de grandes exportaciones agrarias de Estados Unidos hacia Europa. Aunque la mayor parte de gobiernos europeos terminaron virando hacia el proteccionismo para evitar los efectos adversos de estas exportaciones sobre los agricultores nacionales, las exportaciones agrarias contribuyeron al crecimiento estadounidense, más si cabe si tenemos en cuenta que el mercado británico (el más importante dentro de Europa, teniendo en cuenta su tamaño y el elevado nivel adquisitivo de la población) permaneció completamente abierto a lo largo de todo el periodo. Además, las exportaciones agrarias estadounidenses también crecieron notablemente a lo largo del siglo XIX como consecuencia de la demanda de algodón que siguió al arranque de los procesos de industrialización europeos. El textil algodonero era uno de los sectores schumpeterianos de la revolución industrial en Europa, pero los empresarios europeos debían importar la materia prima de regiones tropicales adecuadas para su cultivo. Las plantaciones del sur de Estados Unidos cubrieron una parte importante de esta demanda internacional.

Sin embargo, la globalización también ponía sus amenazas sobre la mesa. En particular, se planteaba el mismo problema que en la Alemania de mediados del siglo XIX: ¿podrían las industrias nacientes soportar la competencia de las industrias maduras de países más desarrollados?

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Estados Unidos optó por una política proteccionista, que obstaculizó la entrada de importaciones industriales del extranjero a través del establecimiento de tasas arancelarias elevadas. Como en Alemania, el objetivo era contribuir a la diversificación de la economía del país, de tal modo que en el medio plazo se constituyera una base industrial competitiva a escala internacional. Los costes del proteccionismo fueron muy pequeños en el caso de Estados Unidos, ya que disponía de un amplísimo mercado interior. Desde el punto de vista estático, la expansión e integración de dicho mercado interior, con la ayuda de un eficaz sistema de transportes, fue suficiente para generar una asignación eficiente de los recursos. Y, desde el punto de vista dinámico, el deseo de explotar dicho mercado interior y sus economías de escala fue más que suficiente para incentivar la innovación tecnológica y organizativa por parte de las empresas.

Los costes humanos

El crecimiento de la economía estadounidense durante el siglo XIX largo fue sencillamente espectacular, no sólo por lo mucho que aumentó el PIB per cápita sino también por lo mucho que se transformaron las condiciones tecnológicas y empresariales en que se desarrollaba la actividad económica. En general, la mayor parte de la población estadounidense se benefició de este crecimiento económico. Sin embargo, los resultados de desarrollo fueron algo peores que los resultados de crecimiento porque el éxito del modelo estadounidense fue asociado a importantes costes humanos. Tales costes humanos fueron soportados por grupos sociales no occidentales a los que les fue negado un tratamiento similar al de los ciudadanos occidentales. Aunque la política estadounidense estaba firmemente comprometida con los derechos básicos de los ciudadanos y, en general, con el liberalismo, ese compromiso se limitaba a la población occidental.

La población indígena, por ejemplo, era otra cosa. La población indígena podía ser combatida, marginada y, llegado el caso, exterminada. En particular, la “conquista del Oeste”, con todos sus positivos efectos macroeconómicos derivados de la mayor abundancia de tierra cultivable, se sustentaba en actos de agresión sobre la población indígena. Un segundo grupo social que experimentó los costes humanos del modelo fue la población esclava. Los esclavos eran comprados del África subsahariana y puestos a trabajar en las plantaciones del sur del país con objeto de alimentar el crecimiento de la producción algodonera. Nada de esto cambió con la proclamación de la independencia: a pesar de que el liberalismo en principio reconocía la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley (el carácter no estamental de la sociedad), ello no afectaba a los esclavos de las

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regiones sureñas. La esclavitud sólo fue abolida tras la guerra civil de 1861-1865, que enfrentó a las regiones del norte, partidarias de su abolición y de una política comercial proteccionista (que permitiera el desarrollo de sus industrias nacientes), contra las regiones del sur, partidarias del mantenimiento de la esclavitud y de una política comercial librecambista (que reforzara la orientación exportadora de su agricultura algodonera). Y, aún así, después de la abolición, el nivel de desarrollo humano alcanzado por la población negra continuó siendo claramente inferior al de la población blanca. Su nivel de ingresos era bajo, porque carecía de los recursos (capital) y capacidades (educación, conocimiento de las redes comerciales) necesarios para participar de manera más exitosa en la economía de mercado. Y, aunque su tasa de mortalidad tendió a descender, continuó siendo bastante más elevada que la de la población blanca. Muchos de sus derechos civiles básicos continuaron sin ser respetados en algunos estados sureños, donde la población negra mantuvo un estatus de ciudadanos de segunda clase.

Canadá, Australia y Nueva Zelanda

El desarrollo de los otros NPO tuvo bastantes puntos en común con el de Estados Unidos. Tanto en Canadá como en Australia o Nueva Zelanda, las densidades de población eran muy bajas a finales del siglo XVIII, como consecuencia del escaso grado de desarrollo de las sociedades indígenas y las pequeñas dimensiones de las comunidades de colonos ingleses y franceses. En consecuencia, la tierra era abundante, y los colonos europeos se expandieron sobre ella marginando o exterminando a poblaciones indígenas. Además, y como en Estados Unidos, la influencia institucional de la metrópoli británica era muy grande: las comunidades de colonos se movían en algo bastante más parecido a una sociedad de mercado que a una sociedad estamental (tipo antiguo régimen). Finalmente, en todos los casos la globalización fue decisiva para que esa dotación de recursos y ese marco institucional cristalizaran en la senda de desarrollo conocida por estos países.

De hecho, esta senda ha pasado a ser una especie de estándar para el análisis del desarrollo de economías inicialmente poco desarrolladas. Nos referiremos a este estándar como el “modelo agroexportador” o el “crecimiento impulsado por las exportaciones agrarias”. El modelo consta de dos fases: en la primera, el país se especializa en la exportación de productos agrarios hacia los mercados de países más desarrollados; en la

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segunda, los beneficios derivados de las exportaciones agrarias se transmiten a través de diversos encadenamientos hacia los sectores no exportadores, como por ejemplo la industria nacional.138

El crecimiento de las exportaciones agrarias

A lo largo del siglo XIX, las exportaciones agrarias de Canadá, Australia y Nueva Zelanda experimentaron un gran crecimiento, que fue el punto de partida de su proceso de desarrollo económico.

Tres grandes factores explican el crecimiento de las exportaciones agrarias. En primer lugar, la dotación de recursos era favorable para ello. Como las densidades de población eran bajas, la tierra era muy abundante. Así, aunque una parte de la superficie de estos países era poco productiva en términos agrarios (las zonas árticas de Canadá, los desiertos de Australia), los tres países contenían amplias superficies en las que podía desarrollarse una agricultura de clima templado. De este modo, los agricultores canadienses, australianos y neozelandeses podían dedicarse, por ejemplo, a producir cereales (trigo, cebada) o productos ganaderos (lana, carne).

El segundo factor fue el estímulo de la globalización. La globalización proporcionó, en primer lugar, mercados en los que colocar un volumen creciente de exportaciones agrarias. En países con una población tan reducida, la demanda interna era modesta, y buena parte de la superficie potencialmente cultivable permanecía ociosa. El estímulo debía provenir de la demanda exterior, y eso es lo que ocurrió a lo largo del siglo XIX. La demanda europea de productos agrarios iba en aumento por diferentes motivos. La población estaba creciendo como consecuencia de la transición demográfica y, además, es probable que la demanda per cápita también estuviera creciendo como consecuencia del incremento de la renta asociado al proceso de industrialización y al cambio ocupacional asociado a la urbanización. La tierra era escasa en Europa, y una combinación de obstáculos geográficos e institucionales impedía que la oferta agraria europea se expandiera tan deprisa como la demanda. En otros términos, la ventaja comparativa de Europa (sobre todo, de Europa noroccidental) estaba cada vez más en la producción industrial, y podía explotarse de manera más plena si se importaban productos agrarios baratos procedentes de los NPO, cuyas condiciones ambientales les permitían producir las

138 No en vano, fue un economista canadiense, Harold Innis, el primero en formular este modelo de desarrollo; Innis (1995). El concepto de encadenamiento se desarrolla en Hirschman (1973; 1984).

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mercancías demandas por los europeos. (Este razonamiento fue especialmente claro en el caso británico, la economía con mayor tradición industrial y en la que más había avanzado el cambio ocupacional; la economía que, por lo tanto, menos amenazada podía verse por la conquista de sus mercados agrarios por parte de los NPO.) Para que esta complementariedad teórica entre la Europa más desarrollada y los NPO se hiciera realidad, tan sólo era necesario que el coste del transporte fuera cayendo hasta el punto de hacer rentables las exportaciones a larga distancia de productos agrarios. (Hay que tener en cuenta que estos productos eran bastante pesados en relación a su precio final, por lo que eran relativamente caros de transportar). Cundo sucesivas innovaciones tecnológicas hicieron posible una espectacular reducción de los costes del transporte entre Europa y sus potenciales socios comerciales en Norteamérica y Oceanía, el resultado fue una no menos espectacular expansión de las exportaciones agrarias en estos últimos territorios.

Por otro lado, la globalización no sólo proporcionó mercados en los que colocar exportaciones intensivas en tierra (el factor productivo más abundante en los NPO), sino que también alivió las carencias de estos países en cuanto a capital y mano de obra (sus factores escasos). Como en el caso de Estados Unidos, la recepción de inversiones extranjeras e inmigrantes aceleró considerablemente el desarrollo, ya que permitió poner en valor con mayor rapidez los abundantes recursos naturales disponibles. En caso de haber dependido de sí mismos para hacer crecer su disponibilidad de capital y mano de obra, los NPO habrían tardado mucho más en lograr tal crecimiento de sus exportaciones agrarias.

Finalmente hubo un tercer factor clave en el crecimiento de las exportaciones agrarias: el marco institucional. Canadá, Australia y Nueva Zelanda disponían de potencial para convertirse en grandes exportadores agrarios, y la globalización abría la puerta a que tal potencial se hiciera realidad. Pero, sin un marco institucional favorable, es probable que las exportaciones agrarias no hubieran crecido tan deprisa como lo hicieron. (De hecho, el caso de América Latina, en el que la tierra también era abundante pero las exportaciones agrarias crecieron bastante más lentamente, así lo sugiere.) El marco institucional de estos NPO estaba, como el de Estados Unidos, ampliamente influido por el marco institucional de su metrópoli británica. De hecho, estos tres países, aunque ganaron una progresiva autonomía política durante el siglo XIX largo, continuaron perteneciendo al Imperio británico en condición de dominios dependientes.

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La industrialización

Tras Estados Unidos, el caso más claro de industrialización fue el de Canadá. En Canadá, el crecimiento de las exportaciones agrarias (básicamente cereales, aunque también madera) se transmitió de manera fluida hacia otros sectores. A comienzos del siglo XX, Canadá contaba con una base industrial relativamente diversificada, que incluía desde bienes de consumo (como los alimentos y los textiles) hasta bienes de inversión (como la maquinaria agraria). La transmisión del crecimiento desde las exportaciones agrarias hacia el sector industrial tuvo lugar a través de encadenamientos hacia delante, hacia atrás y por el lado del consumo. Hacia delante, el crecimiento de la oferta agraria estimuló el desarrollo de las industrias agroalimentarias, que transformaban las materias primas en productos alimenticios para la población local. Hacia atrás, el crecimiento agrario condujo al crecimiento de los sectores que fabricaban maquinaria y fertilizantes químicos para los agricultores. Por el lado del consumo, la creciente renta de los exportadores agrarios estimuló el surgimiento de diversas industrias encaminadas a satisfacer una creciente demanda local de productos básicos.

Todos estos encadenamientos fueron posibles gracias a dos factores. En primer lugar, los beneficios derivados de las exportaciones agrarias estaban distribuidos de manera bastante equitativa, ya que la propiedad de la tierra estaba distribuida de manera también bastante equitativa. En caso de que los beneficios derivados de la exportación hubieran estado concentrados en una reducida elite de terratenientes, los encadenamientos del crecimiento exportador con el resto de sectores de la economía local habrían sido mucho más débiles, ya que la demanda de nuevos productos industriales (para el consumo o para su utilización en el propio sector agrario) habría estado circunscrita a una fracción mucho menor de la población. En cambio, la existencia de una estructura social relativamente equitativa favoreció la transmisión del crecimiento del sector exportador a otros sectores de la economía local.139

Y, en segundo lugar, esta transmisión también se vio favorecida por la política proteccionista adoptada por el gobierno canadiense. Como en Estados Unidos, se trataba de proteger a las industrias nacientes con objeto de favorecer la diversificación de la base económica del país y evitar que la economía se quedara atrapada en su situación inicial de economía agroexportadora. Al igual que en Estados Unidos, los costes de esta política comercial fueron reducidos porque el mercado interno era suficientemente amplio; además, el progresivo estrechamiento de relaciones económicas

139 Schedvin (1990).

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entre los empresarios de Canadá y Estados Unidos contribuyó a facilitar la difusión tecnológica y evitar así uno de los peligros de las políticas proteccionistas: la generación de estructuras productivas ineficientes y poco competitivas a escala internacional.

Las economías de Australia y Nueva Zelanda no se industrializaron tanto. En su caso, y dado su gran alejamiento físico de Europa, el principal producto de exportación era la lana, un producto con un precio algo superior en relación a su peso (y que, por tanto, podía soportar unos costes de transporte algo mayores). Las crecientes exportaciones de lana generaron algunos encadenamientos, sobre todo encadenamientos hacia atrás con el sector financiero y comercial de las ciudades portuarias (las compañías aseguradoras y comerciales). Sin embargo, los encadenamientos no fueron tan significativos como en Canadá, quizá por las propias características del principal producto de exportación. El margen para los encadenamientos hacia atrás, por ejemplo, era más pequeño si tenemos en cuenta que el proceso productivo de la lana era más sencillo que el proceso productivo del trigo. Difícilmente podía surgir en Australia una industria de maquinaria agraria en torno a la lana de la misma magnitud que la industria de maquinaria agraria creada por los empresarios canadienses en torno al trigo.140 Mientras tanto, Nueva Zelanda apenas registró cambio estructural durante el siglo XIX y continuó siendo una economía agroexportadora carente de base industrial.

¿Cómo de grave fue para el desarrollo de Australia y Nueva Zelanda este menor grado de diversificación? El principal problema consistía en que las condiciones para un crecimiento impulsado por las exportaciones agrarias comenzaron a desvanecerse después de la Primera Guerra Mundial, durante el periodo de entreguerras. En ese momento, en el marco de unas políticas comerciales mucho más proteccionistas y una gran inestabilidad en los mercados globales, contar con una base económica diversificada (como Canadá) era mejor que depender de las exportaciones de unos pocos productos agrarios (como Nueva Zelanda). En cualquier caso, no cabe duda de que, en perspectiva de largo plazo, también Australia y Nueva Zelanda (y no sólo Canadá) estaban poniendo las bases de su desarrollo económico: su nivel de ingreso medio era probablemente el más elevado del mundo en 1913, y contaban con unas bases institucionales que a lo largo del siglo XX les permitirían superar importantes obstáculos y continuar progresando desde el punto de vista económico y social.

140 Schedvin (1990).

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Capítulo 10

AMÉRICA LATINA

A comienzos del siglo XX, el PIB per cápita de América Latina era aproximadamente similar al de la periferia europea. Esto quiere decir que América Latina estaba por aquel entonces más desarrollada que Asia o África, las dos regiones que estaban deslizándose con claridad hacia el subdesarrollo. Sin embargo, también quiere decir que América Latina estaba bastante menos desarrollada que Europa noroccidental o los nuevos países occidentales. Esta última comparación, entre América Latina y los NPO, es particularmente instructiva. En principio, la dotación de recursos de América Latina guardaba bastantes similitudes con la de los NPO: la densidad de población era baja, por lo que la tierra era abundante y se reunían las condiciones para buscar un desarrollo impulsado por las exportaciones agrarias en el marco de la globalización del siglo XIX. Pero las economías latinoamericanas no lograron tan buenos resultados. De hecho, es probable que sus resultados de desarrollo fueran peores que sus resultados en términos de crecimiento del PIB per cápita, ya que la distribución de la renta era muy desigual y amplias capas de la población tenían niveles bajos de ingreso.

¿Por qué comenzó América Latina a perder el tren del desarrollo, un tren al que aún hoy día no ha podido subirse plenamente? En este capítulo respondemos esta pregunta en dos pasos. En primer lugar, nos preguntamos por el impacto que su estatus colonial entre finales del siglo XV y comienzos del siglo XIX tuvo sobre el desarrollo de América Latina. Y, a continuación, nos preguntamos por qué las repúblicas latinoamericanas independientes no consiguieron durante el siglo XIX unos resultados de crecimiento más positivos y acordes con su potencial.

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¿Cuál fue el impacto del colonialismo sobre América Latina?

El impacto inicial del colonialismo sobre el desarrollo latinoamericano fue muy negativo. No es que antes de 1492 hubiera un gran nivel de desarrollo. De hecho, la mayor parte de América Latina estaba poblada por sociedades indígenas de escasa complejidad tecnológica y organizativa, un poco al estilo de los pueblos indígenas del norte del continente. Tan sólo en América central se habían formado algunas civilizaciones más complejas: los imperios maya e inca, cuyas densidades de población eran mayores y cuya compleja organización era sostenida por los excedentes de una agricultura relativamente intensiva. Sin embargo, a la altura de 1492 estas civilizaciones mostraban un nivel de desarrollo claramente inferior al de las civilizaciones de Europa y Asia. Su tecnología estaba relativamente avanzada para algunas cosas (como los sistemas de gestión del agua para regadío), pero muy atrasada para otras (como las herramientas agrarias, el manejo del ganado, los sistemas de transporte o la propia escritura). Es decir, la América precolombina no sólo era la típica economía preindustrial con malos resultados de desarrollo, sino que se encontraba menos evolucionada que otras sociedades preindustriales.

Pues bien, el impacto inicial del colonialismo sobre este tipo de sociedades fue muy negativo porque, a lo largo del siglo XVI, se produjo un claro aumento del riesgo de mortalidad de la población indígena. De hecho, algunas estimaciones sugieren que los 50-60 millones de indígenas que poblaban el continente en 1492 se habían convertido en apenas 10 millones a mediados del siglo XVII.141 Uno de los episodios más espectaculares de hundimiento demográfico que se conocen en la historia de la humanidad. Las causas fueron dos, ambas relacionadas con el colonialismo. En primer lugar, el colonialismo español y portugués se basó en la aplicación de violencia contra los pueblos indígenas. Las guerras y batallas diezmaron a la población local, cuyo nivel de desarrollo tecnológico era insuficiente para plantar cara a los invasores europeos. Pero, por otro lado, y en segundo lugar, el contacto entre europeos y americanos también tenía lugar a través de los virus y microbios. Cada una de las dos poblaciones arrastraba largos siglos de adaptación biológica a las condiciones y desafíos de su entorno. Cuando ambas poblaciones pasaron a ocupar el mismo espacio, cada una de ellas portaba virus y microbios que, siendo totalmente inofensivos para sí misma, podían ser letales para la otra población, cuyas defensas no estaban preparadas. En este caso, el intercambio de microbios fue claramente desfavorable para la población americana, cuyo riesgo de mortalidad se disparó como consecuencia de su

141 Bairoch (1997).

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carencia de defensas inmunológicas contra enfermedades que resultaban mucho menos lesivas para la población europea. Esta segunda causa de mortalidad fue, desde un punto de vista cuantitativo, mucho más importante que la mortalidad relacionada con las atrocidades cometidas por los conquistadores españoles y portugueses.142

Sobre estas bases, españoles y portugueses construyeron economías coloniales en América Latina.143 El colonialismo español fue eminentemente extractivo, y se centró en organizar la explotación de los ricos yacimientos de metales preciosos que se encontraban en el subsuelo latinoamericano. Hay que tener en cuenta que, en aquel momento, los metales preciosos eran el medio de pago más común para las transacciones de comercio internacional, por lo que España pasaba a controlar un elemento estratégico en la evolución de la economía mundial. Los colonos españoles organizaron la explotación del oro y la plata latinoamericanos sobre la base de estructuras institucionales más próximas al antiguo régimen (al fin y al cabo, el tipo de marco institucional prevaleciente en España en aquel momento) que a la sociedad de mercado (el tipo de marco institucional que, a partir del siglo XVII, comenzarían a transmitir los colonos ingleses en los futuros “nuevos países occidentales). El mejor ejemplo de ello fue la solución dada por los españoles al principal problema organizativo con que se encontraron en América: la escasez de mano de obra, en una época en la que la población indígena descendía por momentos y no podían esperarse migraciones masivas (como las que terminaría habiendo en el siglo XIX) por parte de europeos. La solución escogida se basó más en regulaciones de estilo feudal que en la formación de un mercado laboral. En este último caso, habría sido preciso ofertar salarios elevados con objeto de atraer a las minas a la escasa mano de obra disponible. Los colonos españoles optaron en cambio por apoyarse sobre las instituciones comunitarias locales para, a través de estas, abastecerse de trabajo forzado por parte de la población indígena. Esto, además de ser negativo de manera directa para el desarrollo de la población local (dada la pérdida de libertad implicada en esta especie de servidumbre), terminó siendo doblemente negativo si tenemos en cuenta que las condiciones de trabajo en las minas eran lamentables.

El colonialismo portugués, desarrollado en la parte oriental de América Latina (básicamente, en el territorio actual de Brasil), fue un colonialismo de plantaciones. Al igual que otras potencias europeas que colonizaron zonas tropicales, Portugal buscó convertir sus posesiones latinoamericanas en economías exportadoras de azúcar, café, cacao,

142 Crosby (1988).143 El resto de este apartado está basado en Dabat (1994).

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algodón o tabaco, mercancías que no era posible producir bajo las templadas condiciones climatológicas de Europa. El principal problema organizativo era, también, el reclutamiento de mano de obra en un continente con tan bajas densidades de población. Y la solución fue similar a la que se desarrolló en las zonas tropicales del norte del continente (en las regiones sureñas de los futuros Estados Unidos): utilizar mano de obra esclava importada del continente africano. También los colonos ingleses, franceses y holandeses localizados en el Caribe y puntos aislados de América Latina optaron por esta solución. Sin embargo, y al igual que ocurría con el trabajo indígena forzado que movilizaban los españoles, el trabajo esclavo planteaba un formidable obstáculo al desarrollo por tres motivos. Primero, suponía una evidente privación de libertad para los esclavos, que eran vendidos por elites locales africanas a comerciantes europeos que los embarcaban para posteriormente vendérselos a los dueños de las plantaciones. Segundo, el nivel de vida de los esclavos era muy bajo, ya que los dueños de las plantaciones carecían de incentivos para establecer remuneraciones relativamente elevadas. (Si hubieran tenido que recurrir a un mercado libre de mano de obra, la relativa escasez de trabajadores sí les habría conducido a tener que ofertar remuneraciones más dignas.) Y, tercero, el elevado grado de desigualdad social imperante bloqueaba la transmisión del crecimiento de las exportaciones agrarias hacia otros sectores de la economía local. Así, y al igual que en la sociedad esclavista del sur de Estados Unidos (y al contrario que en la más cohesionada sociedad del norte), se generaron escasos encadenamientos con los otros sectores y la base económica se mantuvo poco diversificada.

No sabemos qué habría ocurrido con las poblaciones indígenas en caso de que Colón no las hubiera descubierto. Todo apunta a que no habrían logrado grandes niveles de desarrollo, dado que tampoco lo consiguieron durante los largos siglos anteriores a 1492. De hecho, la economía colonial sí registró un cierto crecimiento, aunque fuera más un subproducto de la estrategia metropolitana que el resultado de dinámicas internas conducentes al desarrollo. Y este crecimiento favoreció, como ocurría paralelamente en los futuros Estados Unidos, el fortalecimiento de una clase empresarial autóctona que, a lo largo del siglo XVIII, comenzó a cuestionar el estatus colonial de la región. Ello, unido a los acontecimientos europeos (en el turbulento contexto de las guerras napoleónicas), condujo a la proclamación de la independencia por parte de diferentes repúblicas latinoamericanas entre aproximadamente 1810 y 1824. Para entonces, la economía latinoamericana, aún siendo una economía preindustrial poco desarrollada, estaba más evolucionada que la economía africana o que la propia economía latinoamericana a la altura de 1492. Sin embargo, esta evolución se había realizado sobre la base de estructuras sociales muy

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desequilibradas, lo cual era un problema no sólo por los bajos niveles de bienestar de que disfrutaban las amplias capas sociales menos favorecidas, sino también porque suponía una mala herencia para las nuevas repúblicas independientes. De hecho, existe consenso entre los investigadores al respecto de que el crecimiento económico de América Latina durante el siglo XIX se vio obstaculizado por las inercias institucionales heredadas del periodo colonial.

¿Por qué no crecieron más deprisa las economías latinoamericanas durante el siglo XIX?

Durante el siglo XIX se daban las condiciones para que el desarrollo de América Latina se viera sustancialmente acelerado como consecuencia de la implantación de un modelo agroexportador.144 De acuerdo con este modelo, los países con una buena dotación de recursos naturales, en particular abundancia de tierra, podrían iniciar su desarrollo moderno explotando su ventaja comparativa para la producción de mercancías agrarias: convirtiéndose en grandes exportadores de productos primarios hacia los mercados de países más desarrollados. El desarrollo continuaría en una segunda fase, conforme el crecimiento de las exportaciones agrarias se transmitiera a los sectores no exportadores de la economía local a través de una serie de encadenamientos (hacia delante, hacia detrás, por el lado del consumo).

En busca de un crecimiento impulsado por las exportaciones

En el caso de América Latina, las condiciones para este tipo de crecimiento impulsado por las exportaciones se reunieron a lo largo del siglo XIX, y particularmente durante la segunda mitad del mismo y hasta la Primera Guerra Mundial. En primer lugar, la tierra era abundante, ya que la densidad de población era baja. En segundo lugar, la demanda europea de productos agrarios estaba creciendo, teniendo en cuenta el crecimiento de la población (consecuencia de la transición demográfica), el crecimiento de su nivel adquisitivo medio (consecuencia del desarrollo económico) y el paulatino desplazamiento de la ventaja comparativa europea hacia la producción industrial. Tan sólo hacía falta que se diera una tercera condición: que el coste del transporte entre América Latina y Europa se redujera lo suficiente para que las exportaciones latinoamericanas pudieran

144 Este apartado se basa en Bulmer-Thomas (2003).

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ser competitivas en los mercados europeos. Esta tercera condición pasó a cumplirse a partir de mediado el siglo XIX a raíz de la revolución de los transportes y las comunicaciones. Como ya ocurriera con Norteamérica u Oceanía, América Latina se benefició del modo en que dicha revolución tecnológica contribuyó a estimular la recepción de inmigrantes e inversiones extranjeras. Como en los NPO, la inmigración y la recepción de inversiones extranjeras mejoraron la dotación latinoamericana de sus dos factores productivos escasos: la mano de obra y el capital.

Sobre estas bases, prácticamente todos los gobiernos latinoamericanos apostaron en mayor o menor medida por un modelo de crecimiento impulsado por las exportaciones primarias. Los resultados fueron, sin embargo, modestos. Las exportaciones primarias crecieron más lentamente que en los NPO, por lo que el impulso inicial al desarrollo fue más débil. Además, este impulso generó menores encadenamientos con el sector no exportador.

¿Por qué no crecieron más deprisa las exportaciones primarias?

Las exportaciones de productos primarios crecieron por todas partes en América Latina. Se trataba sobre todo de productos agrarios: productos tropicales, como el café, el caucho, el cacao, los plátanos o el azúcar, que se exportaban desde América central y el Caribe; y productos de clima templado, como cereales, carne y lana, que se exportaban desde el Cono Sur formado por Argentina, Chile y Uruguay. También cabría incluir aquí las exportaciones de productos minerales como el cobre, el estaño y el nitrato, de gran importancia en países concretos. Estas exportaciones primarias se destinaban en su mayor parte a un grupo muy reducido de cuatro países importadores: Gran Bretaña (inicialmente el más importante), Estados Unidos (el más importante ya a la altura de 1913), Francia y Alemania.

Sin embargo, las exportaciones primarias crecieron bastante menos que en los NPO. Tan sólo Argentina, Chile y Cuba (tres países sobre un total de 21) lograron un crecimiento de las exportaciones no muy inferior al de los NPO. La mayor parte de países, sin embargo, se quedó bastante atrás. ¿Por qué? Los especialistas señalan primordialmente tres motivos.

En primer lugar, la agricultura latinoamericana no experimentó un proceso de modernización tecnológica comparable al de los NPO. En los NPO, la escasez relativa de mano de obra hizo que los salarios agrarios fueran bastante elevados y, en respuesta a ello, los agricultores se vieron

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incentivados para adoptar innovaciones ahorradoras de mano de obra que, como las segadoras, cosechadoras y trilladoras, incrementaron grandemente la capacidad productiva de las explotaciones. Sin embargo, en América Latina la escasez relativa de mano de obra no generó estos efectos: los salarios agrarios eran relativamente bajos y mostraron una escasa tendencia al crecimiento a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Para comprender esta paradoja, hay que comprender la organización social de la agricultura latinoamericana. Las estructuras agrarias latinoamericanas no experimentaron grandes transformaciones a raíz de la independencia. Al deshacerse del estatus colonial, los nuevos gobiernos latinoamericanos se encontraron con un mayor margen de maniobra para organizar su comercio exterior y para recibir inversiones extranjeras, pero no hicieron gran cosa por alterar la organización de la agricultura. La mayor parte de la tierra continuó concentrada en las grandes haciendas propiedad de una reducida elite de terratenientes, mientras que la mayor parte de la población agraria estaba compuesta por campesinos pobres que trabajaban como jornaleros en las haciendas y buscaban completar sus ingresos con pequeñas explotaciones familiares y el desempeño de modestas actividades complementarias (como el transporte terrestre). Esta desigual distribución de la propiedad de la tierra, al privar de oportunidades de ascenso social a buena parte de la población, permitió a los terratenientes disponer de abundante mano de obra y remunerarla con salarios bajos. Diversas regulaciones laborales contribuyeron a ello, como por ejemplo aquellas que fijaron salarios agrarios máximos en niveles inferiores al nivel salarial de equilibrio. Esto, además de impedir un mayor desarrollo humano de buena parte de la población campesina, actuó en contra de la modernización tecnológica de la agricultura latinoamericana: los terratenientes latinoamericanos tenían menos incentivos que sus colegas de los NPO para introducir innovaciones ahorradoras de mano de obra.

En segundo lugar, las exportaciones latinoamericanas no crecieron más deprisa porque la mayor parte de países contaba con una base exportadora muy poco diversificada. A la altura de 1913, en la mayor parte de países, el principal producto de exportación representaba más del 50 por ciento de las exportaciones totales. Si bien algún país aislado logró diversificar su base exportadora (como Argentina, con su trigo, centeno, cebada, maíz, carne, lana, cuero…), la mayor parte de países dependían excesivamente de uno o dos productos de exportación. La incapacidad mostrada por la mayor parte de países para diversificar su base exportadora limitó de manera sensible el potencial de crecimiento de sus exportaciones. Una de las explicaciones que manejan los especialistas para explicar este escaso grado de diversificación exportadora tiene que ver con las características del sistema financiero latinoamericano. El sistema financiero

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estaba relativamente poco desarrollado, y tenía escasa capacidad para transferir recursos hacia actividades empresariales innovadoras y arriesgadas, entre ellas el intento de probar suerte con nuevos productos de exportación.

Finalmente, en tercer lugar, la política macroeconómica puesta en práctica por los gobiernos latinoamericanos también perjudicó el crecimiento de las exportaciones. A lo largo de todo el siglo XIX, los países latinoamericanos vivieron episodios inestabilidad monetaria que afectaron a la trayectoria de sus respectivos sectores exportadores. Por un lado, la mayor parte de gobiernos deseaba estabilizar la moneda del país con objeto de incorporarse al sistema monetario del patrón oro y permitir así un aprovechamiento más intenso de algunas de las oportunidades abiertas por la globalización (comercio internacional, recepción de inversiones extranjeras). Sin embargo, por el otro lado, era muy difícil conseguir esa estabilidad porque la mayor parte de gobiernos estaban endeudados de manera crónica y con frecuencia pagaban sus deudas emitiendo moneda, lo cual tendía a favorecer una devaluación de dicha moneda. A su vez, si la mayor parte de gobiernos estaban endeudados, era debido a su incapacidad para establecer un sistema fiscal sólido. Los gobiernos carecían de la suficiente fuerza política para establecer un sistema impositivo en el que la mayor parte de la carga fiscal fuera soportada por los grupos sociales de mayores ingresos, en particular los terratenientes. Así, y dado que los bajos niveles de vida también impedían extraer demasiados recursos del resto de grupos sociales, la mayor parte de gobiernos pasó a depender desproporcionadamente de los ingresos por aranceles, y esto apenas bastaba para cubrir apenas una parte de los gastos públicos. En caso de haber tenido la fuerza política suficiente para establecer un sistema impositivo sólido, es probable que los gobiernos latinoamericanos no hubieran tenido tantos problemas para estabilizar sus monedas y, por esa vía, es probable que las exportaciones primarias latinoamericanas hubieran podido crecer más intensamente en un entorno macroeconómico saneado y estable.

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¿Por qué no se generaron más encadenamientos con los sectores no exportadores?

Los sectores no exportadores eran básicamente dos: la agricultura orientada hacia el mercado doméstico (en su mayor parte, agricultura para el consumo humano) y la industria. En principio, el crecimiento de las exportaciones primarias podía generar diversos encadenamientos con estos dos sectores. Hacia atrás, podía promover inversiones en ferrocarriles (que a su vez también podían promover encadenamientos hacia atrás con la industria siderúrgica) e infraestructuras portuarias (con sus efectos sobre el sector de la construcción), y también podía difundir mejoras técnicas utilizables por la agricultura orientada al mercado doméstico. Hacia delante, el crecimiento agroexportador podía estimular el crecimiento de la agroindustria. Y, por el lado del consumo, el creciente poder de compra de los grupos sociales vinculados a la exportación podía suponer un estímulo para las industrias productoras de bienes de consumo. Sin embargo, en la América Latina del siglo XIX (a diferencia de lo que ocurrió por aquel entonces en los NPO), estos encadenamientos fueron de una magnitud modesta. En consecuencia, la transmisión del crecimiento del sector exportador al resto de sectores fue débil.

La industria latinoamericana creció lentamente a lo largo del siglo XIX y apenas registró cambios estructurales significativos. Aún en 1913, continuaba siendo un sector dominado por empresas de pequeñas dimensiones que utilizaban tecnologías bastante intensivas en mano de obra. De hecho, en la mayor parte de países (excepción hecha del Cono Sur), la industria tradicional (doméstica y/o artesanal) continuaba siendo más importante que la industria moderna a gran escala.

La transmisión del crecimiento exportador al sector industrial se vio obstaculizada por diversos factores. En primer lugar, hay que tener en cuenta que la economía latinoamericana operaba bajo una importante restricción energética: la escasa presencia de yacimientos de carbón. Hasta las décadas finales del siglo XIX, con la aparición de la electricidad, esta restricción energética fue un escollo importante para la industrialización. En segundo lugar, había un problema de demanda: el nivel medio de renta era bajo y, además, la distribución de esa renta era muy desigual, con lo que la demanda interna de productos manufacturados creció de manera muy lenta. En Brasil, por ejemplo, casi el 70 por ciento de la población estaba empleada en el sector agrario (donde la renta se distribuía de manera especialmente desigual) y era demasiado pobre para comprar algo más que algunos artículos fundamentales de alimentación y vestido. Buena prueba del lento crecimiento de la demanda interna es que una parte sustancial el

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crecimiento industrial latinoamericano se concentró en sectores de primera transformación de materias primas con vistas a su exportación (como el azúcar en Brasil o Cuba, como la carne en Argentina), y no tanto en sectores productores de bienes de consumo para la población local. Y, en tercer lugar, también se ha sugerido que el escaso desarrollo del sector financiero (unido a las regulaciones que le impedían realizar préstamos a largo plazo al estilo alemán) dificultó la movilización de un volumen suficiente de recursos hacia la puesta en pie de establecimientos industriales modernos de grandes dimensiones.

El otro sector no exportador, la agricultura orientada al mercado doméstico, tampoco se vio demasiado impulsado por el crecimiento de la agricultura orientada hacia la exportación. Este era un sector verdaderamente clave a la hora de determinar el nivel de vida de la población latinoamericana. La mayor parte de la población activa trabajaba en este sector, pero su productividad era mucho más baja que la de la población empleada en el resto de sectores. Nada de esto cambió demasiado a lo largo del siglo XIX: en países como Brasil y México, en torno a 1914, más del 60 por ciento de la población activa estaba empleada en este sector, pero apenas aportaba un 25 por ciento del PIB total.

Hubo dos causas por las que el crecimiento agroexportador no se transmitió a la agricultura doméstica. En primer lugar, hubo poca difusión tecnológica desde la agricultura de exportación a la agricultura doméstica. En la mayor parte de países, la agricultura de exportación y la agricultura doméstica producían mercancías muy diferentes entre sí y, por tanto, las innovaciones tecnológicas vinculadas a las producciones para la exportación eran de escasa utilidad para las producciones orientadas al consumo doméstico. El Cono Sur fue una excepción, ya que su agricultura de exportación consistía en productos de clima templado que, como los cereales o la carne, también constituían la base de la dieta de la población local. En este caso, sí podían darse procesos espontáneos de difusión tecnológica desde la agricultura de exportación hacia la agricultura doméstica. (Por ejemplo, mejoras técnicas en la cría del ganado podían repercutir sobre todo el sector ganadero, con independencia de que su producción estuviera destinada a la exportación o al consumo interno.) Fuera del Cono Sur, sin embargo, la agricultura de exportación consistía en productos tropicales que no tenían demasiado que ver con los cereales y el resto de productos básicos que se producían para la alimentación de la población local.

El segundo obstáculo para la transmisión del crecimiento agroexportador a la agricultura doméstica fue la precariedad del sistema de

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transportes. En una región con tan bajas densidades de población y en la que el capital era un factor relativamente escaso, los costes del transporte interno se mantuvieron elevados. Las inversiones en infraestructuras de transporte se orientaron de manera primordial al funcionamiento de la economía agroexportadora (puertos, ferrocarriles que conectaran las zonas de agricultura exportadora con dichos puertos), y en menor medida fueron capaces de articular internamente el territorio latinoamericano. En consecuencia, el crecimiento del sector exportador generó pocos encadenamientos de consumo sobre la agricultura doméstica. En casos excepcionales, como el de las regiones mineras de Chile, el aumento de ingresos de la población vinculada al sector exportador (la minería) estimuló la transformación de la agricultura doméstica. Pero, en la mayor parte de América Latina, los agricultores orientados hacia el mercado interior estaban demasiado mal comunicados con las ciudades portuarias (el foco en que se concentraban los beneficios de las actividades exportadoras) como para que el aumento de la demanda indujera transformaciones positivas en sus prácticas agrarias. Comenzaba a vislumbrarse aquí un problema que marcaría la historia económica de América Latina en el futuro: el dualismo entre sector moderno (en este caso, la agricultura de exportación) y sector tradicional (que incluía la agricultura orientada al mercado doméstico).

Dada la ausencia de difusión tecnológica y los elevados costes de transporte, los resultados de la agricultura doméstica continuaron dependiendo en buena medida de su inercia. Y se trataba de una inercia poco favorable: la concentración de la propiedad de la tierra y la formación de sociedades agrarias muy desequilibradas no sólo retardaban el desarrollo humano de buena parte de la población, sino que también (y esto es más importante para el análisis a largo plazo) contribuían poco a la adopción de innovaciones tecnológicas por parte de la elite terrateniente. Se trataba de un marco institucional que distorsionaba el mercado laboral agrario (al establecer salarios máximos inferiores a los salarios de equilibrio de mercado) en lugar de dejarlo funcionar en libertad. Un marco institucional que aseguraba los intereses de una elite a costa de retardar el desarrollo económico a largo plazo del conjunto de la sociedad.

La ocasión perdida

A comienzos del siglo XX, las economías latinoamericanas estaban mejor que nunca. Su PIB per cápita era mayor que nunca antes, y el crecimiento del mismo durante las décadas previas había sido más intenso que en cualquier periodo de la historia latinoamericana.

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Sin embargo, había varios problemas. En primer lugar, este PIB per cápita era claramente inferior al de Europa occidental o los NPO. Es decir, la economía latinoamericana era una economía atrasada, incluso aunque su atraso no fuera tan grave como el de las economías asiática y africana. En segundo lugar, había un elevado nivel de desigualdad, con lo que los resultados de desarrollo de América Latina eran bastante más mediocres que sus resultados de crecimiento económico. En tercer lugar, el desarrollo había avanzado bastante más en el Cono Sur que en el resto de América Latina. En el Cono Sur, las exportaciones primarias crecieron más deprisa que en el resto de países y, además, sus efectos de encadenamiento con otros sectores de la economía local fueron más importantes. Fuera del Cono Sur, sin embargo, las exportaciones crecieron despacio y no generaron estímulos significativos en los sectores no exportadores. En general, el modelo de crecimiento impulsado por las exportaciones primarias, que tanto éxito había tenido en Norteamérica y Oceanía, generó unos resultados más modestos en América Latina.

Había un problema adicional. Tras la Primera Guerra Mundial, comenzaría a cerrarse esta “ventana de oportunidad” para el crecimiento impulsado por las exportaciones primarias. Durante el periodo de entreguerras, el ambiente político internacional se enrarecería y se haría cada vez más inestable. Un número creciente de países giraría hacia el proteccionismo y las políticas económicas anti-globalización. Mientras tanto, además, los mercados mundiales de productos agrarios comenzarían a mostrar señales de saturación (en razón del exceso de oferta), lo cual tendería a deprimir los precios percibidos por los exportadores agrarios y a sumir a estos en un clima de incertidumbre y volatilidad. En suma, el siglo XIX abrió una ventana de oportunidad para un desarrollo basado en las exportaciones primarias y América Latina no fue capaz de aprovechar plenamente esa oportunidad. Por ello, su economía sufriría duramente durante el periodo de entreguerras, deslizándose hacia lo que más adelante se llamaría “Tercer Mundo”.

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Capítulo 11

ASIA

A lo largo del siglo XIX, la diferencia económica entre Asia y Europa alcanzó proporciones nunca vistas hasta entonces. A comienzos del siglo XX, la población asiática disfrutaba de un nivel de ingreso del orden de cinco o seis veces inferior al de Europa occidental. China, la India y el Imperio otomano, tres de las mayores unidades políticas de todo el mundo, continuaban siendo economías agrarias con muy bajos niveles de ingreso. En China y en la India, además, la esperanza de vida no superaba los 25 años de edad, lo cual es tanto como decir que, durante el siglo XIX, no se registró ningún progreso significativo (a diferencia de lo ocurrido en Occidente). Tan sólo Japón había escapado a este destino: había sido capaz de iniciar un proceso de industrialización, con sus consiguientes cambios estructurales (descenso del porcentaje de población agraria, aumento de la tasa de urbanización). También había experimentado un progreso sustancial en la lucha contra el riesgo de mortalidad, y la esperanza de vida media de la población superaba los 40 años y era bastante similar a la occidental.

La historia económica de Asia en el periodo previo a la Primera Guerra Mundial encierra tres grandes enigmas, que son los que intentaremos resolver en este capítulo. En primer lugar, ¿por qué se estancó la economía preindustrial asiática? Durante buena parte del periodo preindustrial, Asia estuvo por delante de Europa desde el punto de vista tecnológico y económico. Sin embargo, a partir de un determinado momento, se quedó estancada e inició así su camino hacia el subdesarrollo. En segundo lugar, ya que Asia no lideró la industrialización y el camino hacia el desarrollo moderno, ¿por qué no fue capaz al menos de imitar a Europa durante el siglo XIX largo? Hemos visto que, con mayor o menor dificultad, la industrialización se difundió desde su origen británico hacia el resto de países de la esfera occidental. ¿Por qué no se subieron las economías asiáticas a este carro? Finalmente, y en tercer lugar, hay que plantearse por qué Japón fue diferente: por qué, durante el siglo XIX largo,

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fue el único país asiático (en realidad, el único país no occidental) que inició un proceso de industrialización y mejoró significativamente sus resultados de desarrollo.

¿Por qué se estancó la economía preindustrial asiática?

Durante buena parte del periodo preindustrial, Asia estuvo por delante de Europa. Ya el primer foco de la revolución neolítica, en lo que hoy llamamos Oriente Medio (u Oriente Próximo), fue asiático. Más adelante, las sociedades asiáticas alcanzaron pronto niveles de complejidad organizativa superiores a las sociedades europeas. Tras la caída del Imperio romano, por ejemplo, mientras Europa transitaba hacia el feudalismo y se partía en un sinfín de unidades económico-jurídicas, Asia contaba con civilizaciones imperiales. La tasa de urbanización de Asia, siendo aún muy baja (como en todas las sociedades del periodo preindustrial), era al menos algo superior a la europea. También estuvo Asia por delante en materia tecnológica: buena parte de las innovaciones tecnológicas del periodo preindustrial se originaron allí. La pólvora o la rueda, por poner dos ejemplos muy ilustrativos, fueron innovaciones chinas, mientras que el progreso de las técnicas de navegación (cartografía, sistemas de orientación a través de las estrellas, instrumentos como el astrolabio) fue hasta el siglo XV cosa de las civilizaciones del Índico. Las sociedades europeas resultaban tan atrasadas desde la perspectiva asiática que la balanza comercial asiática presentaba de manera persistente superávit con respecto a Europa: mientras las sofisticadas producciones asiáticas tenían éxito entre las elites europeas, las elites asiáticas preferían las producciones locales.

Los logros de la economía preindustrial china

Cuando Marco Polo, un comerciante europeo del siglo XIII, hizo un viaje por el Lejano Oriente, se quedó maravillado por las producciones y la tecnología de la región. Para él no cabía duda de la superioridad asiática, en especial de la superioridad de China, cuyo nivel tecnológico y organizativo estaba algo por delante del de la civilización islámica de Oriente Medio o la India. Aunque carecemos de datos plenamente fiables, las estimaciones de algunos historiadores económicos sugieren que, en torno al año 1000, el PIB per cápita chino era superior al europeo, quizá incluso en un 30 por ciento.145 Así las cosas, si un extraterrestre hubiera aterrizado en nuestro

145 Van Zanden (2005), Maddison (2002).

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planeta en torno al año 1000 y hubiera tenido que apostar por una zona como futura cuna del desarrollo moderno, probablemente habría apostado por China.

La economía preindustrial china tenía varios puntos fuertes.146 Como en todas las economías preindustriales, la agricultura era el sector principal, pero se trataba de una agricultura relativamente intensiva. Una parte sustancial de la superficie agraria del país se beneficiaba de grandes obras hidráulicas encaminadas a favorecer la difusión del regadío. De este modo, la producción por hectárea era más elevada en la agricultura china que en la agricultura europea. Los sectores no agrarios, por su parte, también destacaban en comparación con los de otras sociedades preindustriales. Algunas manufacturas chinas, como la porcelana o los textiles de seda, destacaban por su finura y sofisticación. Y, con el paso de los siglos, la economía preindustrial china fue contando con un importante sector comercial, apoyado en una tecnología marítima avanzada. Una prueba de ello son las grandes expediciones que China comenzó a emprender en el entorno del Océano Índico durante la parte final del siglo XIV. (¿Podría China haber “descubierto” América o colonizado Europa si estas expediciones se hubieran extendido al ámbito del océano Atlántico? Nunca lo sabremos, pero desde luego la historia del mundo se escribiría hoy de manera muy diferente.)

Es cierto que, como en toda economía preindustrial, se trataba de logros modestos acumulados a lo largo de siglos. Desde la óptica de un observador moderno, la tasa de crecimiento era baja, apenas había cambio estructural (la tasa de urbanización, por ejemplo, no superaba el 5 por ciento) y los resultados de desarrollo humano eran malos y apenas mejoraban (la esperanza de vida, por ejemplo, no debió de ser nunca superior a 25 años). Sin embargo, el encadenamiento de estos modestos progresos desembocó en la formación de algo parecido a una economía orgánica avanzada en una región china. China en su conjunto no fue nunca una economía orgánica avanzada, pero la región del Bajo Yangzi, cuyo centro económico era la ciudad de Shanghai, sí registró un dinamismo de tales características. Dentro de los límites propios del periodo preindustrial, el Bajo Yangzi experimentaba un dinamismo apreciable: el amplio caudal del río Yangzi y las obras hidráulicas permitían a los agricultores obtener rendimientos muy superiores a los europeos, mientras un creciente sector manufacturero y comercial se localizaba en la desembocadura del río en Shanghai. Los modestos progresos de estos sectores, además, se reforzaban entre sí. (El crecimiento económico de la ciudad de Shanghai, por ejemplo,

146 Los siguientes párrafos están basados en Pomeranz (2000).

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estimulaba el progreso de las comarcas agrarias de su entorno a través de sus encadenamientos de consumo.)

¿Por qué se estancó la economía preindustrial china?

De acuerdo: en la parte final del periodo preindustrial no sólo se formaron economías orgánicas avanzadas en Europa (Holanda e Inglaterra), sino también en China (la región del Bajo Yanzgi, cuyo tamaño demográfico era mayor que el de cualquiera de estos dos países europeos). Pero, ¿por qué fue una de las economías orgánicas avanzadas de Europa (Inglaterra) la que lideró el camino hacia el desarrollo moderno, mientras que China tendió a quedarse estancada? En realidad, todas las estimaciones disponibles muestran que, a pesar de la formación de una economía orgánica avanzada en el Bajo Yangzi, el PIB per cápita del conjunto de China se mantuvo estancado entre 1500 y 1800. ¿Por qué se quedó China estancada, en lugar de dar el salto hacia algo parecido a una revolución industrial?

El problema básico de la economía china es que se aproximó mucho al techo productivo de las economías preindustriales y se vio incapaz de superarlo. No pudo superarlo, en primer lugar, por un problema de dotación de recursos. En general, la dotación de recursos de la economía china era favorable, sobre todo porque la presencia de grandes valles fluviales hacía posible la práctica de una agricultura intensiva. Esto incluso había contribuido a la formación de una economía orgánica avanzada a escala regional. Ahora bien, el problema consistía en ir más allá y generar algo parecido a una revolución industrial. En Europa, el azar había dictado que una de las economías orgánicas avanzadas, Inglaterra, contara con amplias reservas de carbón en su subsuelo. Ello había permitido que, conforme la economía orgánica se aproximaba a su techo y planteaba el desafío del estancamiento, el país contara con las estructuras empresariales adecuadas y el “saber hacer” preciso para realizar la transición hacia una economía inorgánica con mucho mayor potencial de crecimiento. En China, por el contrario, el Bajo Yangzi no disponía de carbón. El carbón chino era abundante, pero se localizaba muy lejos, en las regiones meridionales del país. Y, dados los elevados costes de transporte del periodo preindustrial, no resultaba rentable el comercio a gran escala de dicho carbón.147

Junto a este problema de dotación de recursos, China tenía un problema más general de naturaleza institucional. En Europa, durante el tramo final del periodo preindustrial se pusieron las bases para la formación de sociedades de mercado. Desde aproximadamente el siglo XI, los Estados

147 Pomeranz (2000).

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y los mercados habían ascendido de manera paralela para debilitar las estructuras feudales. Ello tendió a mejorar el grado de eficiencia en la asignación de recursos, ya que el peso del mercado como mecanismo de coordinación económica tendió a aumentar. Además, los Estados garantizaron una mayor seguridad jurídica a los participantes en la economía de mercado, con lo que favorecieron la innovación tecnológica y el comportamiento empresarial emprendedor. Finalmente, la rivalidad geopolítica entre los Estados europeos, aunque fue muy negativa si tenemos en cuenta las constantes guerras que mantuvieron entre sí, paradójicamente favoreció la difusión de las innovaciones tecnológicas e institucionales entre unos Estados y otros, ya que los gobernantes no querían quedarse por detrás de sus vecinos y rivales.

Nada de esto ocurrió en China durante los siglos finales del periodo preindustrial. El mercado no se abrió demasiado paso como mecanismo de coordinación de las decisiones económicas. Los gobernantes europeos estaban utilizando a los mercados para debilitar el poder feudal y fortalecer así su propia posición política. Los emperadores chinos no tenían motivos para hacer nada parecido, porque su posición política ya era suficientemente fuerte. Se encontraban en la cúspide social y política de una economía en la que numerosas regulaciones aseguraban la circulación de excedentes productivos desde las masas campesinas hacia la corte imperial y su aparato burocrático (los mandarines). ¿Para qué querían más? La economía de mercado tuvo así un espacio reducido, con lo que la asignación de recursos era ineficiente y las perspectivas de crecimiento smithiano eran pequeñas. Además, fueron frecuentes los actos arbitrarios de confiscación sufridos por los empresarios del sector comercial, por lo que las perspectivas de crecimiento schumpeteriano terminaron siendo aún menores. En realidad, los emperadores chinos no sólo no encontraron incentivos para expandir la esfera de actuación de los mercados, sino que, de hecho, los encontraron para reducirla, en particular en lo referente a los contactos de China con el exterior. El contacto comercial con el exterior fue percibido como peligroso porque desestabilizaría la economía y sociedad tradicionales y, sobre todo, porque podía servir para que los enemigos políticos de la familia imperial importaran armas y tecnología militar occidentales. Así, a partir del siglo XV, la dinastía Ming (1368-1644) decidió reducir al mínimo dichos contactos. Entre 1644 y finales del siglo XIX, la dinastía Qing o manchú (1644-1912) mantuvo la misma política. (Y, de hecho, terminaría renunciando a la misma por la presión militar de los europeos, y no por iniciativa propia.) Los costes económicos de esta política aislacionista pudieron ser importantes, ya que, mientras el nivel tecnológico europeo se beneficiaba del contacto con otras civilizaciones, el aislacionismo chino trabajaba a favor del estancamiento

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tecnológico.148 Además, el hecho de que China renunciara a formar su propio sistema colonial durante los siglos finales del periodo preindustrial le impidió obtener los beneficios indirectos conseguidos por los europeos, en particular un mayor saber hacer empresarial y un abastecimiento regular de productos estratégicos.149

El viaje a ninguna parte: la India mogola

Problemas institucionales similares surgieron de manera incluso más acentuada para atenazar también a otras economías preindustriales asiáticas, como la India o el Imperio otomano. En la India, los siglos finales del periodo preindustrial (entre el siglo XIII y finales del siglo XVIII) constituyeron la época de otro gran imperio, el Imperio mogol, cuyos resultados de desarrollo fueron mediocres.150 El Imperio mogol era una economía básicamente agraria en la que el mercado tenía escaso protagonismo como mecanismo de coordinación. Para empezar, numerosas regulaciones aseguraban la construcción de una compleja cadena de transferencia de excedentes productivos desde las masas campesinas hindúes hacia las elites musulmanas compuestas por el emperador, su corte y la aristocracia. Además, la organización de la producción agraria estaba sujeta a regulaciones establecidas a nivel de cada aldea. El conjunto de regulaciones aldeanas más importante era el que tenía que ver con el sistema de castas, que fijaba a la población en estratos sociales y ocupacionales hereditarios. (Originalmente había cinco grandes castas: sacerdotes, guerreros, comerciantes, agricultores e intocables o parias; pero en realidad había no menos de 200 castas subdivididas en 10 subcastas cada una.) Esto no sólo institucionalizaba la desigualdad dentro de la comunidad rural, sino que además era poco eficiente en términos económicos: generaba un mercado laboral rígido e ineficiente, en el que la cuna pesaba más que las aptitudes a la hora de colocar a la población en sus respectivas ocupaciones. En general, el marco institucional de la India mogola, en el que la regulación superaba con mucho al mercado como mecanismo principal de asignación de recursos, generaba una asignación ineficiente de recursos.

Pero, además, este marco institucional también era negativo en el sentido de que ofrecía escasos incentivos para la adopción de comportamientos emprendedores e innovadores. Para empezar, los

148 Jones (1994), Mokyr (1993), Landes (2003).149 Pomeranz (2000).150 Esta sección está basada en Jones (1994), Wink (2003) y, sobre todo,

Maddison (1974).

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aristócratas mogoles eran más unos intermediarios fiscales entre el emperador y las aldeas que unos señores feudales terratenientes: no poseían la tierra, sino que basaban sus ingresos en la concesión estatal del derecho a recaudar los impuestos agrarios en una determinada región. Por ello, y porque esta concesión no siempre era hereditaria y porque los aristócratas carecían de garantías de recibir dicha concesión siempre para la misma región, carecían igualmente de incentivos para realizar inversiones que mejoraran los rendimientos agrarios. Su comportamiento más racional consistía más bien en absorber prácticamente todo el excedente producido en la economía rural, transfiriendo una parte hacia el emperador y su corte y quedándose otra parte para su propio consumo suntuario. Tampoco los emperadores encontraban interesante la posibilidad de aumentar las inversiones públicas en obras de regadío, como sí hicieron los emperadores chinos. A su vez, el comportamiento depredador de las elites hacía que los campesinos tampoco contaran con demasiados incentivos para intensificar su esfuerzo laboral y desarrollar iniciativas innovadoras. (¿Para qué, si los beneficios adicionales de ello serían absorbidos por la aristocracia?) Por su parte, el sistema de castas, al impedir la movilidad social ascendente, también restaba incentivos a una intensificación del esfuerzo por parte de buena parte del campesinado. Fuera de la economía rural, por otro lado, los comerciantes y artesanos vivían en un mundo marcado por la inseguridad jurídica y la comisión de actos arbitrarios por parte de los gobernantes. De hecho, la inseguridad de los empresarios mogoles era tal que, en la parte final del siglo XVIII, muchos de ellos decidieron financiar la causa militar que de manera más creíble prometía respetar sus intereses: la causa que la Compañía Británica de las Indias Orientales libraba por hacerse con el control de la provincia de Bengala, que más tarde pasó a ser la causa de la incorporación del conjunto de la India al Imperio británico.151

151 Wolf (2005). Sobre problemas institucionales similares en el caso del Imperio otomano, otra de las grandes unidades políticas de Asia, véase Jones (1994).

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Los obstáculos al desarrollo asiático en el siglo XIX

Panorámica general

En aquellos países asiáticos que retuvieron su independencia política, las causas del atraso económico a lo largo del siglo XIX fueron claramente endógenas. Las mismas inercias negativas que condujeron al estancamiento durante el tramo final del periodo preindustrial continuaron obstaculizando el desarrollo de estas economías a lo largo del siglo XIX, mientras los países occidentales se embarcaban en sus procesos de industrialización.

El Imperio otomano, por ejemplo, continuó siendo un gigante con pies de barro durante este siglo. Su economía preindustrial venía de estar estancada, e incluso los días de mayor gloria militar habían pasado ya. Durante el siglo XIX largo, la población otomana continuó disfrutando de bajos niveles de vida en el contexto de una economía básicamente agraria y de un marco institucional que servía mucho más para distribuir (muy desigualmente) el ingreso de una economía estática que para promover crecimiento y desarrollo. Tras su derrota en la Primera Guerra Mundial, el Imperio otomano terminaría descomponiéndose.

Tampoco China fue capaz de vencer las inercias que condujeron al estancamiento de su economía preindustrial. Conforme fue avanzando el siglo XIX, fue quedando claro que el problema principal de China no era la dotación de recursos, sino el marco institucional. La mala localización del carbón chino puede contribuir a explicar por qué el Bajo Yangzi no se convirtió en la cuna del primer proceso de industrialización del mundo, pero nos dice poco acerca de los motivos por los que la economía china obtuvo unos resultados tan pobres a lo largo del siglo XIX. Al fin y al cabo, algunas economías occidentales con malas dotaciones de carbón estaban siendo capaces de impulsar procesos de industrialización. ¿Por qué China no? Las inercias institucionales persistieron durante la primera mitad del siglo XIX: en ausencia de rivalidad política dentro del país (a diferencia de la rivalidad desatada entre los Estados europeos), China continuaba sin ser una sociedad de mercado. Además, continuaba optando por una política aislacionista que limitara sus contactos con el resto del mundo (especialmente, con las potencias europeas que venían expandiéndose por el continente asiático).

Estas opciones no sólo perjudicaban el desarrollo humano de la población china, sino que también disminuían la capacidad del país para mantener su independencia política en un momento en que el poderío

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militar de los países dependía cada vez más de su grado de industrialización. Las guerras del opio fueron el mejor ejemplo. Los británicos encontraron en el opio (cultivado en sus colonias de la India) un producto de exportación para el mercado chino, lo cual era todo un logro después de siglos en los que los consumidores chinos apenas habían mostrado interés por los productos ofrecidos por los europeos. Ante el aislacionismo chino, los británicos optaron por el contrabando; y, ante la dureza con que China respondió al contrabando, los británicos respondieron con mayor dureza aún. La derrota china en estas guerras del opio fue percibida como una humillación nacional. Durante la segunda mitad del siglo XIX, los europeos intensificaron su presión para que China se abriera al comercio internacional, y un debilitado imperio aceptó que las principales ciudades del país se convirtieran en algo bastante parecido a colonias europeas. El estancamiento económico de China había terminado conduciendo al país a un estatus semi-colonial.

El Imperio otomano y China mantuvieron total o parcialmente su independencia política. El resto del continente asiático, sin embargo, se vio incorporado a los sistemas coloniales de las potencias europeas. ¿Fue perjudicial el colonialismo para el desarrollo de las economías asiáticas? Desde luego, el colonialismo hizo poco por promover el desarrollo de las colonias. El colonialismo buscaba convertir a las colonias en piezas complementarias de la economía metropolitana. De las colonias se esperaba, por ejemplo, un flujo de exportaciones de productos agrarios y materias primas (generalmente tropicales) que, dadas las condiciones de restricción de la competencia en que se desarrollaba la actividad colonial, garantizaran beneficios extraordinarios (superiores a los de competencia perfecta) y que, además, permitieran a la metrópoli abastecerse de productos estratégicos. Promover el desarrollo humano de las poblaciones colonizadas no formaba parte del plan. Ahora bien, para apreciar nítidamente el efecto del colonialismo sobre el desarrollo asiático, hay que percibir que estas economías tampoco estaban yendo hacia ninguna parte antes de que llegaran los europeos. En realidad, ninguno de estos países contaba originalmente con un marco institucional que promoviera el crecimiento económico o el desarrollo humano de la población. Esto quiere decir que el problema del colonialismo no fue la destrucción de un modelo de desarrollo previo que estuviera funcionando satisfactoriamente. El problema fue, más bien, que el colonialismo del siglo XIX se mostró casi tan incapaz de generar desarrollo humano como las formas de organización local previas al mismo.

La India proporciona el mejor ejemplo de ello. La economía de la India mogola no iba hacia ninguna parte, como hemos visto en el apartado

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anterior. Su crecimiento económico era prácticamente nulo, su nivel de desigualdad era muy elevado, y sus resultados de desarrollo humano eran malos incluso en comparación con otras sociedades preindustriales de Eurasia. A continuación llegó el colonialismo británico: a finales del siglo XVIII, la Compañía Británica de las Indias Orientales (la empresa británica que tenía concedido el monopolio de la explotación del comercio con esta región del mundo) aprovechó la inestabilidad del Imperio mogol para ocupar la provincia de Bengala. En 1857, la expansión británica había tocado a la mayor parte del resto de regiones de la India. La India se convirtió así en la colonia más grande del imperio colonial más grande del mundo.

El modelo de crecimiento de la India colonial

El plan de los británicos consistía en convertir a la India en una economía subordinada a los intereses británicos: movilizar la tierra, la mano de obra y el capital indios para impulsar (junto con el capital británico) las exportaciones de productos para los que la India disfrutara de ventaja comparativa: opio, algodón, azúcar, yute, granos, té...152 Lo que Gran Bretaña esperaba de estas exportaciones era, en primer lugar, un flujo de beneficios extraordinarios (en el sentido de superiores a los que se habrían derivado de un comercio en régimen de competencia perfecta entre países independientes) y, en segundo lugar, un elemento estratégico dentro de sus relaciones económicas con otros países (por ejemplo, con China, cuyo mercado resultó particularmente difícil de conquistar hasta que el opio indio hizo su entrada en él de la mano de los empresarios británicos).

El crecimiento de las exportaciones indias no iba a tener lugar de manera espontánea: dadas las características institucionales de la India mogola, eran precisas reformas estructurales que favorecieran la formación de una sociedad de mercado. Era preciso redefinir los derechos de propiedad mogoles (que se encontraban, al estilo del antiguo régimen europeo, complejamente superpuestos a otros derechos, como el derecho a recaudar impuestos en un territorio, el derecho a cultivar una superficie o los derechos comunitarios) y convertirlos en derechos de propiedad privados, individuales y plenos. Las reformas británicas buscaron convertir a los antiguos aristócratas mogoles en terratenientes capitalistas, con mayores incentivos para impulsar la inversión e involucrarse en el proceso productivo. Otras reformas británicas encaminadas a favorecer el avance de la sociedad de mercado fueron la tendencia hacia la homologación de los

152 Esta sección se basa en Tomlinson (1993), Maddison (1974), Roy (2005), Prakash (2003) y Pipitone (1994).

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sistemas regionales de pesos y medidas, la unificación monetaria del país, y la reforma del sistema judicial con objeto de aumentar las garantías jurídicas de quienes participaran en la economía de mercado y adoptaran comportamientos emprendedores. Finalmente, el gobierno colonial también impulsó el funcionamiento de una economía de mercado a través de la construcción o promoción de numerosas líneas férreas y la puesta al día en materia de comunicaciones (por ejemplo, telégrafo).

El resultado fue que, efectivamente, durante las décadas previas a la Primera Guerra Mundial y con la ayuda de la reducción de costes asociada a la revolución de los transportes, crecieron las exportaciones indias de productos agrarios. El crecimiento económico de la India se aceleró, con lo que terminaba el estancamiento secular que había caracterizado a la época mogola. Se trataba de un crecimiento smithiano: el nuevo marco institucional había propiciado una asignación más eficiente de recursos y había impulsado la inserción en la economía global de acuerdo con la ventaja comparativa de la India (derivada de su abundancia de tierra y, sobre todo, mano de obra).

La India colonial: más crecimiento económico que desarrollo humano

La transformación de este crecimiento económico en desarrollo humano era, sin embargo, muy difícil, ya que las estructuras sociales coloniales favorecían la persistencia de una gran desigualdad en la distribución del ingreso. Los británicos crearon una sociedad de mercado que, por primera vez en la historia india, podía tender hacia el crecimiento económico, pero hicieron poco por favorecer la igualdad de oportunidades necesaria para que los beneficios de ese crecimiento se filtraran hacia el conjunto de la población. La mayor parte de los beneficios derivados de la exportación eran absorbidos por los empresarios británicos que se encargaban de exportar las mercancías a la metrópoli y por las elites indias (empresarios comerciales, terratenientes rurales) que se encargaban de organizar el proceso de producción de las mercancías para luego vendérselas a los británicos. Estos grupos contaban con los recursos (el capital, la tierra) y capacidades (conocimiento de las redes comerciales, conexiones políticas) necesarios para beneficiarse de la economía de mercado, mientras que la mayor parte de la población india, campesinos carentes de dichos recursos y capacidades, continuaron disfrutando de niveles muy bajos de bienestar. Quizá la mejor ilustración de lo poco que habían cambiado realmente las cosas para la mayor parte de la población sea la persistencia de los episodios de hambruna (episodios muy comunes en la India mogola) durante la segunda mitad del siglo XIX.

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Incluso con una distribución muy desigual, el crecimiento colonial aún podría haber aspirado a impulsar el desarrollo económico del país a través de sus encadenamientos sobre el resto de sectores. Es cierto que el estatus colonial de la India implicaba la fuga hacia el exterior de una fracción (quizá una cuarta parte) del excedente generado en el país, como consecuencia de las remesas enviadas a Londres en concepto de “cargas domésticas” (servicio de la deuda, pensiones, gastos administrativos, compras militares realizadas por el gobierno colonial) y de las transferencias de capital realizadas por los expatriados británicos. Aún así, había una parte aún mayor del excedente que se quedaba en la India. Sin embargo, las exportaciones coloniales no irradiaron su crecimiento hacia otros sectores.

Para empezar, el sector más importante de la economía india, la agricultura orientada al mercado doméstico (cuyo tamaño económico era, con mucho, superior al de la agricultura de exportación), continuó viviendo en la inercia de periodos anteriores. Al igual que en la mayor parte de América Latina (pero a diferencia de los NPO), los productos de la agricultura de exportación eran diferentes a los productos de la agricultura doméstica (básicamente cereales, con el arroz en primer lugar), así que hubo escasa difusión tecnológica. Además, la gran desigualdad en la distribución del ingreso limitó la capacidad de la demanda urbana para estimular transformaciones agrícolas en las regiones circundantes.

Por otro lado, el crecimiento liderado por las exportaciones agrarias tampoco fue capaz de impulsar el desarrollo de la industria india, ni en su versión tradicional (tipo industria doméstica y/o artesanal) ni en una versión moderna (tipo revolución industrial). La industria tradicional india atravesó grandes dificultades durante la primera etapa de la dominación británica, ya que buena parte de ella se vio incapaz de competir con las importaciones de mercancías británicas producidas con las técnicas mecanizadas de la revolución industrial y que, además, contaban con el favor de las elites consumidoras británicas. La industria moderna, por su parte, tampoco surgió con fuerza. Es cierto que, durante las décadas previas a la Primera Guerra Mundial, se multiplicaron las iniciativas en este sentido. Empresarios ingleses pusieron en pie una industria moderna de productos fabricados con yute (un encadenamiento hacia delante de las exportaciones agrarias), mientras empresarios indios crearon las bases de una industria textil moderna y una industria siderúrgica moderna. (A lo largo del siglo XX, una de estas empresas siderúrgicas, la Tata Iron & Steel Company, se convertiría en la empresa más importante del país.) Sin embargo, estos brotes de crecimiento industrial moderno nunca llegaron a

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transformar la estructura de la economía india. La pobreza rural estaba tan extendida que la demanda de productos industriales creció de manera extremadamente lenta. Esto, además, dificultaba que los empresarios indios pudieran reducir sus costes medios por la vía de las economías de escala, lo cual les hacía relativamente poco competitivos en los mercados internacionales. En realidad, la India nunca dejó de ser en este periodo una economía básicamente agraria.

En suma, el modelo económico implantado por Gran Bretaña a lo largo del siglo XIX generó unos resultados de desarrollo bastante pobres como consecuencia de la desigual distribución de los beneficios exportadores y la escasa capacidad de las exportaciones para generar encadenamientos con otros sectores. En cierta forma, los británicos fueron demasiado selectivos en sus reformas económicas: se centraron en aquellas necesarias para expandir las exportaciones (que es lo que al fin y al cabo buscaban en la India) y se olvidaron de aquellas que podrían haber favorecido el desarrollo de la India en el largo plazo. La definición de derechos de propiedad privados, individuales y plenos no podía esperar; sí podía esperar una reforma de las estructuras sociales rurales (comenzando por el sistema de castas), a pesar de que dichas estructuras impedían la filtración de los beneficios del crecimiento hacia la mayor parte de la población. El ferrocarril no podía esperar, pero sí podían hacerlo los languidecientes sectores sanitario y educativo. Lo que estas elecciones políticas muestran es que el desarrollo de la India no era una prioridad para los británicos, como tampoco lo había sido previamente para los gobernantes mogoles.

¿Por qué fue Japón diferente?

Japón fue el único país asiático (en realidad, el único país no occidental) capaz de poner en marcha un proceso de industrialización durante el siglo XIX largo. También fue el único país cuya población registró una mejora sustancial de su bienestar durante dicho periodo. En suma, fue el único país asiático que salió de la senda que conducía al subdesarrollo con respecto a los países occidentales. ¿Por qué? ¿Qué tenía Japón de especial? En comparación con otros países asiáticos, lo más llamativo de Japón fueron probablemente los cambios institucionales producidos por la restauración Meiji en 1868: la consolidación de una sociedad de mercado y la puesta en práctica de políticas económicas encaminadas a promocionar la industrialización del país. Antes de eso, sin embargo, el periodo Tokugawa

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(1600-1868) ya había registrado cierto dinamismo, aunque fuera dentro de los estrechos márgenes propios del periodo preindustrial. Es probable que este dinamismo preindustrial fuera un valioso legado para el posterior desarrollo de la industrialización japonesa. Comenzaremos revisando esa historia y más adelante trataremos los cambios registrados a partir de 1868.

El legado Tokugawa

La clave del progreso del Japón preindustrial fue el encadenamiento de pequeños progresos en distintos sectores de la economía.153 En primer lugar, pequeños progresos en la agricultura, el sector más importante en términos de producción y empleo en todas las economías preindustriales. La agricultura japonesa estaba organizada de tal modo que, al igual que en otras partes de Eurasia, una parte sustancial de los excedentes producidos por las familias campesinas era absorbida por elites. A diferencia de China, pero de manera similar a Europa, estas elites eran básicamente locales: daymio (una especie de señores feudales que, sin embargo, tenían una vinculación menos fija con sus dominios territoriales que sus homólogos europeos) y samurai (una especie de clase guerrera, especializada en la provisión de protección, y que paulatinamente fue reorientándose hacia tareas administrativas y gestoras). Por debajo de ellos, una amplia masa de explotaciones familiares campesinas organizaba el proceso productivo de manera bastante autónoma. La agricultura japonesa creció durante este periodo sobre la base de innovaciones biológicas, como la introducción de mejores variedades de arroz, y una organización más eficiente de las explotaciones (que hizo posible, por ejemplo, la transición por parte de muchas familias campesinas a un sistema de dos cosechas por año, en lugar de una sola). Esta senda de cambio agrario permitía aumentar los rendimientos de la tierra (un factor escaso, dadas las condiciones orográficas del país y su elevada densidad de población) sobre la base de una intensificación del trabajo (el factor abundante, por idéntico motivo).

Paralelamente, la economía de las familias campesinas tendió a diversificarse, en la medida en que una parte del esfuerzo laboral de sus componentes era absorbida por actividades no agrarias, como la manufactura doméstica (por ejemplo, de productos textiles). La manufactura doméstica se organizaba a través de un sistema de encargos básicamente similar al de la protoindustria europea: un grupo de empresarios distribuía las materias primas entre los hogares campesinos y estos trabajan autónomamente en la transformación de productos que posteriormente eran comercializados por los empresarios.

153 Esta sección está basada en Hanley (2003), Francks (2006) y Mosk (2007).

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El crecimiento agrario y el crecimiento manufacturero fueron acompañados por la paulatina integración del mercado interno, que abrió posibilidades de especialización regional y, por tanto, de obtención de mayores niveles de eficiencia en el conjunto de la economía. Al ser Japón un archipiélago, la integración del mercado nacional podía basarse ampliamente en el uso de transporte marítimo (el medio de transporte más barato y eficaz en el mundo previo al ferrocarril), y en las principales ciudades portuarias crecieron las empresas comerciales, que, como sus homólogas europeas, realizaban importantes inversiones de capital fijo (almacenes, barcos…). Además, la integración del mercado nacional se vio impulsada de manera decisiva por la institución del sankin kotai, de acuerdo con la cual los daymio debían residir durante al menos medio año en la capital del país (Edo, la actual Tokio) y sólo podían regresar a sus dominios dejando en la capital a su esposa e hijos. Aunque la motivación subyacente a esta institución no era económica, sino política (se trataba, por parte del emperador, residente en Edo, de asegurar la fidelidad de los daymio, limitando las estancias en sus dominios y convirtiendo a su familia en rehén virtual durante tales estancias), sus efectos económicos fueron importantes: generó un trasiego continuo de personas e información a lo largo del territorio japonés (de ahí su contribución a la integración del mercado interno) y, además, estimuló el crecimiento de Edo y su sector no agrario (al concentrar allí una parte sustancial de la demanda efectiva de las elites que absorbían el excedente agrario).

No es que la economía del Japón Tokugawa no careciera de sus puntos débiles. Siguiendo el ejemplo de la China Ming, el Japón Tokugawa se cerró al exterior. Y, como en el caso chino, los motivos no eran económicos (no se trataba de una estrategia de protección a la industria naciente, ni nada parecido), sino básicamente de política interna (se trataba de evitar que, a través del contacto con los europeos, uno o varios daymios pudieran acceder a tecnología armamentística más avanzada y subvirtieran el orden interno). Los efectos económicos de esta política autárquica fueron a buen seguro negativos, ya que Japón perdió la oportunidad de beneficiarse de la difusión de tecnologías europeas más avanzadas. Sin embargo, los efectos negativos del aislacionismo no fueron tan grandes como en China porque Japón se caracterizaba por un grado superior de rivalidad económica y política. Los dominios de los daymios competían entre sí, lo cual creó incentivos para que, al igual que estaban haciendo por aquel entonces los Estados europeos, cada dominio intentara poner a la economía de mercado de su parte, fomentando el desarrollo de actividades vinculadas al mercado (por ejemplo, protoindustrias y comercio regional) y aplicando políticas mercantilistas con respecto a otros dominios

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(promocionando sectores estratégicos y estableciendo concesiones monopolísticas para algunos de ellos). El resultado fue el paulatino ascenso del mercado como mecanismo de coordinación económica. Como en Europa occidental durante este mismo periodo, una economía de mercado estaba naciendo bajo la costra de una sociedad no de mercado.154

En esta incipiente economía de mercado, los pequeños progresos realizados por la agricultura, la manufactura y el comercio se reforzaron los unos con los otros, y alimentaron el crecimiento de Japón durante el final del periodo preindustrial e, incluso, durante las primeras décadas del periodo Meiji (hasta aproximadamente 1890). Algunos especialistas ven aquí algo parecido a la “revolución industriosa” europea o a la formación de una economía orgánica avanzada (si bien no tan avanzada como las europeas).155 No hubo un gran desplazamiento de la frontera de posibilidades de producción: había serias limitaciones tecnológicas (en especial, por el carácter orgánico de la base energética) y no menos serias barreras institucionales (básicamente, una sociedad estamental que constituía la versión japonesa del antiguo régimen). Pero sí hubo un significativo acercamiento a dicha frontera de posibilidades de producción. El resultado fue un aumento generalizado de los niveles de vida, como muestran los indicadores de salarios reales, condiciones de las viviendas o niveles de educación y salud. Como todas las economías preindustriales, seguía tratándose de un mundo atroz a los ojos modernos, con recurrentes hambrunas masivas (en especial, entre 1730 y 1840) y con el infanticidio como práctica generalizada de regulación demográfica. Dentro de tal atrocidad, sin embargo, no está claro que, a mediados del siglo XIX, cuando la era Tokugawa llegaba a su fin, el nivel de vida del japonés medio fuera claramente inferior al de un europeo medio.

Cuando en 1868 triunfó la restauración Meiji y el antiguo régimen se vino abajo, la economía japonesa no era una economía estancada, sino que venía experimentando un modesto crecimiento. Tal crecimiento, además, había dejado como herencia algunos elementos positivos: “saber hacer” empresarial, alfabetización de una parte sustancial de la población, infraestructuras técnicas y organizativas en el sector agrario… La economía japonesa se encontraba así en una buena posición para encarar el reto de la industrialización y la convergencia con las economías occidentales. Ello no quiere decir, sin embargo, que no tuviera delante de sí precisamente eso: un reto.

154 Jones (1997).155 Francks (2006), Mosk (2007).

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La industrialización como reto nacional

El reto de industrializar Japón fue percibido por las nuevas elites políticas del país como un imperativo geopolítico.156 China había perdido las guerras del opio como consecuencia de la superioridad industrial-militar de Gran Bretaña, y el resultado había sido la caída del país a un estatus semi-colonial. La misma amenaza se cernía sobre Japón, que durante la primera parte del siglo XIX sufrió una presión creciente por parte de las potencias occidentales para abrir su economía al contacto con el exterior. ¿Cómo hacer frente a esta amenaza? ¿Con una versión japonesa de las guerras del opio: un vano intento por oponer fanatismo nacionalista a una tecnología occidental más avanzada? ¿O, mejor, fomentar un proceso de industrialización que, con el tiempo, permitiera a Japón convertirse en un primer actor en la escena internacional? El nuevo lema del país mostraba a las claras la opción por la segunda de estas posibilidades: “enriquecer el país, fortalecer el ejército”. Para ello, la política económica de la restauración Meiji implantó grandes reformas en cuatro grandes áreas: marco institucional, promoción industrial, sector agrario y sistema fiscal.

Lo primero era abolir el marco institucional de la era Tokugawa y crear definitivamente una sociedad de mercado. A pesar de que, a lo largo de la era Tokugawa, los mercados habían ido ganando peso como mecanismo de coordinación económica, persistían numerosas restricciones al funcionamiento libre de los mismos. Los gobernantes Meiji impulsaron un proceso de liberalización a gran escala, tanto en el mercado de productos como en el mercado de factores. En consecuencia, trabajadores, empresarios y terratenientes gozaron de un mayor grado de libertad para decidir sobre los usos de sus respectivos factores productivos (trabajo, capital y tierra). Dos buenos ejemplos de este proceso de liberalización fueron el establecimiento de la plena libertad de ocupación y residencia y la abolición de los gremios.

Este nuevo marco institucional se consideraba adecuado para fomentar el desarrollo económico y, muy especialmente, para impulsar el proceso de industrialización del que tanto dependía la suerte geopolítica del país. La política Meiji de promoción industrial fue inicialmente una política de promoción directa: creación de empresas públicas en sectores considerados estratégicos, como la construcción naval, la minería o la industria textil. Pero, a pesar del esfuerzo realizado por los gobernantes Meiji para que funcionaran con la tecnología más avanzada, estas empresas resultaron un fiasco, en parte (y como en otros casos históricos de promoción industrial directa) debido a que sus costes de gestión resultaron

156 Esta sección está basada en Macpherson (1995) y Pipitone (1994).

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ser muy elevados y su orientación productiva no estaba demasiado ajustada al tipo de bienes demandados por los consumidores. En la década de 1880, casi veinte años después de la restauración Meiji, la economía japonesa seguía creciendo básicamente gracias a la misma revolución industriosa (la combinación de los mismos progresos modestos) que venía alimentando su crecimiento desde comienzos de siglo. ¿Había fracasado el intento de impulsar una revolución industrial?

Se abrió entonces una segunda etapa, mucho más fructífera, de promoción industrial indirecta. El asunto clave era conseguir que la tecnología occidental, más avanzada, pudiera servir de base para un proceso de industrialización liderado por empresas japonesas. Para ello era preciso formar un tejido empresarial capaz de enfrentarse al desafío. En la década de 1880, el gobierno comenzó a vender a precio de saldo la mayor parte de sus empresas públicas, y de aquí surgieron algunos de los grandes conglomerados industriales que en lo sucesivo (y hasta el día de hoy) marcarían la historia económica japonesa. A continuación se optó por una política comercial proteccionista con objeto de evitar que las industrias nacientes fueran eliminadas por la competencia de países con mayor grado de competitividad industrial. Y, finalmente y como en el caso de Alemania por esas mismas fechas, este proteccionismo comercial se coordinaba con otras políticas complementarias.157 Como en el caso alemán, una de las políticas más importantes en este sentido fue la educativa: obligatoriedad de la educación primaria, aumento de la inversión en niveles educativos más avanzados, financiación de estancias temporales de los mejores estudiantes en países occidentales avanzados... Todo ello con objeto de evitar que la falta de formación se convirtiera en un cuello de botella que obstaculizara la asimilación de tecnología occidental. Otra importante política ofrecía, como en Alemania, incentivos para la exportación (con objeto de evitar que los empresarios adoptaran comportamientos pasivos al ver protegido el mercado nacional).

Sobre estas bases, los zaibatsu desempeñaron el papel crucial de asimilar la tecnología occidental e impulsar las exportaciones japonesas de productos industriales. Su ventaja competitiva estaba inicialmente en los menores niveles salariales de Japón en relación a Europa occidental o Estados Unidos. Así, a comienzos del siglo XX, Japón ya había dejado de ser un exportador de productos primarios (como la seda) y había comenzado a exportar una cantidad creciente de productos industriales. Conforme los conglomerados industriales fueron ganando posiciones en los mercados internacionales, encontraron una segunda fuente de ventaja competitiva: al producir para mercados cada vez más grandes, podían

157 Chang (2004).

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explotar las economías de escala en mayor medida y, por tanto, reducir sus costes medios de fabricación. Los conglomerados actuaron como líderes del proceso de industrialización, y consigo arrastraron a un denso tejido de pequeñas y medianas empresas industriales que, si bien operaban con tecnología menos puntera y se caracterizaban por niveles de productividad inferiores, estaban íntimamente conectadas a los conglomerados a través de redes de subcontratación bastante estables en el tiempo.

Los otros dos grandes campos de reforma económica, el sistema fiscal y el sector agrario, estaban muy vinculados entre sí. Teniendo en cuenta que, a la altura de 1868, el sector agrario era el sector más grande de la economía japonesa, no resulta extraño que los gobernantes Meiji buscaran extraer de él la mayor parte de los ingresos fiscales necesarios para financiar las diversas medidas de promoción industrial. De hecho, los gobernantes fueron un paso más allá e implantaron un sistema fiscal discriminatorio en contra del sector agrario: a comienzos del siglo XX, la presión fiscal (el porcentaje que representa la recaudación fiscal sobre el valor de la producción) era de casi el 30 por ciento para un campesino medio, frente a apenas un 14 por ciento para un empresario industrial. De este modo, el sistema fiscal era un mecanismo encubierto de transferencia de recursos desde la agricultura hacia la industria moderna.

Pero, así como el proteccionismo comercial podría haber tenido efectos negativos en ausencia de otras políticas complementarias, también este tipo de sistema fiscal habría generado problemas en caso de no haberse coordinado con medidas paralelas de apoyo a la agricultura. Consciente de que el progreso agrario era decisivo para sostener la incipiente urbanización del país y (dado el alto porcentaje de población agraria) fortalecer la cohesión social, la política económica Meiji potenció la senda de crecimiento agrario que venía recorriéndose ya durante el tramo final de la era preindustrial: un tipo de crecimiento que hacía uso intensivo del factor abundante (la mano de obra) y buscaba elevar al máximo los rendimientos del factor escaso y, por tanto, susceptible de generar eventuales cuellos de botella (la tierra). No se trataba de un crecimiento basado en la introducción de maquinaria y tecnologías ahorradoras de mano de obra (como comenzaba a ocurrir, por ejemplo, en Estados Unidos, donde, al revés que en Japón, la mano de obra era escasa), sino un crecimiento basado en la introducción de mejoras biológicas (variedades más productivas de semillas, por ejemplo) y la extensión de los sistemas de regadío, al compás de la creciente comercialización impulsada por la demanda urbana.158 No se trataba de un crecimiento basado en la formación de grandes explotaciones (al estilo estadounidense), sino un crecimiento

158 Hayami y Ruttan (1989).

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basado en la consolidación de pequeñas y medianas explotaciones familiares. La política económica buscó además sortear los problemas asociados a la pequeña escala de las explotaciones mediante el fomento del cooperativismo y asociacionismo locales. Si a ello añadimos el esfuerzo público en materia de educación rural, tenemos una senda de cambio agrario que fue capaz de hacer compatible el dinamismo productivo con la cohesión social.159

A lo largo del siglo XX, el desarrollo continuaría hasta convertir a Japón en una de las grandes potencias de la economía mundial. Las bases para tal éxito se pusieron ya durante las décadas previas a la Primera Guerra Mundial. A la altura de 1913, estaba claro que Japón caminaba ya por una senda diferente a (y mejor que) la de China, India o cualquier otra economía no occidental.

159 Francks (2006).

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Capítulo 12

ÁFRICA

Hoy en día, África es la región menos desarrollada del mundo. Las poblaciones africanas del presente tienen la esperanza de vida más corta del mundo, disfrutan del ingreso medio más reducido y muestran los peores niveles educativos. Se ha hecho frecuente que tanto economistas como otros observadores se refieran al caso africano en términos de tragedia.

La tragedia africana tiene raíces históricas profundas. Sin duda, la historia de la economía africana durante el siglo XX contiene muchas de las claves. Ahora bien, no deberíamos perder de vista que, a finales del siglo XIX largo, África ya había perdido el tren. Como en otras economías no occidentales, la esperanza de vida se mantenía inmóvil en registros preindustriales (en torno a los 25 años de media) y el PIB per cápita crecía tan despacio que la brecha entre África y los países desarrollados alcanzaba ya grandes proporciones. Un ciudadano africano medio contaba en 1913 con un ingreso que era en torno a seis veces inferior al del ciudadano europeo occidental medio (y del orden de ocho o nueve veces inferior al del ciudadano medio de uno de los “nuevos países occidentales”). Por si ello fuera poco, prácticamente toda la población africana vivía por aquel entonces bajo regímenes coloniales de alguna potencia europea.

¿Por qué estaba ya claramente atrasada la economía africana a comienzos del siglo XX? Nuestra respuesta tiene dos partes.160 En primer lugar, la economía africana ya estaba en cierto modo atrasada antes del colonialismo europeo. Necesitamos comprender los motivos de ese escaso dinamismo. Y, a continuación, en segundo lugar, la economía y sociedad africanas se vieron crecientemente transformadas a partir del siglo XVI por el impacto del colonialismo europeo. Como en otras partes del mundo no

160 Este capítulo se basa en Wolf (2005), Bairoch (1997) y Dabat (1994).

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occidental, el periodo colonial se saldó con unos pobres resultados en términos de desarrollo. El segundo apartado revisa las causas.

África antes de 1500

Antes del colonialismo europeo, los resultados de desarrollo de África habían sido extremadamente pobres. Cierto: ninguna economía preindustrial había conseguido grandes resultados hasta entonces. Pero había una gran diferencia cualitativa entre las civilizaciones eurasiáticas y los pueblos africanos. En Eurasia habían ido consolidándose sociedades con cierto grado de complejidad tecnológica y organizativa, ya se tratara de Estados o imperios. La África de 1500, sin embargo, se parecía más a América que a Eurasia. Prevalecían sociedades tribales u organizadas de acuerdo con el parentesco, y no en todas partes se había abandonado la economía pre-neolítica basada en la caza y la recolección. Las densidades de población eran muy bajas: el continente estaba constituido por enormes superficies de territorio muy débilmente pobladas por sociedades con niveles tecnológicos muy básicos. Por supuesto, el marco institucional en que operaban estas economías estaba enormemente alejado de la sociedad de mercado. Los intercambios eran escasos y, cuando tenían lugar, lo hacían en un contexto muy regulado: los intercambios tenían un carácter más tribal que personal y venían regulados por una mezcla de tradiciones e imposiciones tributarias de las tribus fuertes sobre las tribus débiles.

Es verdad que, junto a esta realidad básica, había algunos focos en los que se alcanzaban mayores niveles de complejidad tecnológica y organizativa. La civilización egipcia, aprovechando las perspectivas que el valle fluvial del Nilo creaba para la puesta en práctica de una agricultura relativamente intensiva (y, por tanto, susceptible de generar excedentes con los que sostener cierta complejidad organizativa) había sido un ejemplo muy precoz de ello. En general, la parte más septentrional del continente, en parte debido a su proximidad a Europa, contaba desde siglos atrás con una economía algo más orientada hacia el mercado que la del África subsahariana. Así había sido en tiempos del Imperio romano, que incluyó a esta región en su red comercial, y así era también en 1500, cuando la región contaba con un cierto nivel de desarrollo comercial como consecuencia de la organización de rutas de caravanas. Tampoco faltaban emergentes núcleos de civilización en lugares aislados del África subsahariana, como Benin y Guinea.

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Sin embargo, no cabe duda de que, en torno a 1500, las sociedades africanas estaban menos evolucionadas que las europeas o asiáticas. Los historiadores discuten apasionadamente sobre por qué se forjó la gran divergencia entre Europa y Asia, por qué no fue por ejemplo China el país que lideró la transición hacia el desarrollo moderno. Pero nadie ha planteado una pregunta similar para África porque es evidente para todo el mundo que, a lo largo del periodo comprendido entre la revolución neolítica y 1500, las sociedades africanas se habían quedado ya claramente por detrás. No muy por detrás en términos de esperanza de vida (que era igual de baja en todas partes) o en términos de PIB per cápita (que aún estaba muy próximo al nivel de subsistencia en casi todas partes). Pero sí muy por detrás en términos de evolución social y complejidad organizativa. De ahí no sólo no podía salir una revolución industrial: ni siquiera podía salir una economía orgánica avanzada. Los obstáculos típicamente preindustriales al desarrollo se encontraban muy presentes en la África de 1500: un régimen demográfico de alta presión, una tecnología muy rudimentaria dependiente de energías orgánicas y, sobre todo, un marco institucional muy poco favorecedor. El feudalismo europeo o los imperios asiáticos tampoco favorecían el desarrollo, pero al menos albergaron la formación de sociedades medianamente complejas que, por tanto, podían ser susceptibles de dar algún día el salto a economías orgánicas avanzadas o economías industriales. No se puede decir lo mismo de los primarios sistemas de organización social prevalecientes en África.

El impacto del colonialismo europeo sobre África

El colonialismo europeo se expandió por África en dos oleadas. La primera oleada fue desde mediados del siglo XV, cuando Portugal comenzó a establecer algunos asentamientos costeros en África para facilitar la realización de su nueva ruta marítima hacia el océano Índico, hasta finales del siglo XIX. La segunda oleada se desarrolló durante las cinco décadas previas a la Primera Guerra Mundial y, aunque fue mucho más corta, también fue mucho más intensa. Hasta aproximadamente 1870, el colonialismo europeo apenas pasó de los asentamientos costeros. Las condiciones ambientales del interior de África resultaban muy nocivas para la población europea, cuyos sistemas inmunológicos carecían de defensas para las enfermedades propias de la región. Además, los beneficios económicos de explotar más intensamente el territorio africano eran inciertos y prevalecían importantes costes de transporte. Por ello, el colonialismo europeo previo a 1870 consistía básicamente en tratos que los

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comerciantes europeos realizaban con las elites locales en los asentamientos costeros. A partir de 1870, sin embargo, el colonialismo europeo tomó un cariz mucho más territorial: las potencias europeas terminaron incorporando la práctica totalidad del territorio africano a sus respectivos sistemas coloniales. La Conferencia de Berlín de 1885 fue, de hecho, un intento de poner orden a la carrera imperialista que los principales países europeos estaban desarrollando en África. El resultado fue un auténtico reparto del continente africano por parte de las potencias europeas, con Inglaterra y Francia a la cabeza.

Hasta 1870

Antes de 1870, el principal impacto del colonialismo europeo sobre la economía africana fue la intensificación del tráfico de esclavos. Los europeos no inventaron la esclavitud: ya desde el siglo VII, la expansiva civilización islámica de Oriente Próximo se dotó de una importante red comercial con objeto de abastecerse de esclavos africanos. Lo que hicieron los europeos fue tomar la idea y desarrollarla con más fuerza: se calcula que, si el tráfico de esclavos con destino a Oriente Medio movilizó a unos 15 millones de africanos entre el siglo VII y finales del siglo XIX, el tráfico europeo movilizó a unos 12 millones de africanos en un periodo mucho más corto de tiempo, entre aproximadamente 1500 y 1870.

El negocio se organizaba del siguiente modo. Las elites locales se abastecían de esclavos por diversos medios, que iban desde la captura en guerra contra otras tribus o la penalización para los transgresores de reglas sociales hasta la simple adquisición de personas a familiares que debían costear deudas impagadas o afrontar situaciones de hambruna. Estos esclavos eran comprados a las elites locales por parte de los comerciantes europeos. (Con frecuencia, las elites locales conseguían a cambio abastecerse de armas de fuego occidentales, lo cual aumentaba su poder interno y, por tanto, su capacidad para conseguir nuevos esclavos en el futuro.) Los comerciantes europeos llenaban barcos de esclavos africanos y se dirigían hacia las colonias europeas en las que se desarrollaba una agricultura de plantación: las colonias europeas en el Caribe, Brasil, América Central y la región sureña de los actuales Estados Unidos. África fue incorporada de este modo a una red triangular de comercio, en la que circulaban las manufacturas y servicios comerciales europeos, los productos tropicales americanos y los esclavos africanos. Conforme se expandieran las plantaciones coloniales en zonas tropicales de América, otro tanto se expandirían las necesidades de mano de obra de los dueños de las plantaciones y, por lo tanto, otro tanto aumentarían las oportunidades de

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negocio para los traficantes de esclavos. Tal cosa ocurrió sobre todo a partir del siglo XVII.

Lógicamente, nada de esto contribuyó al desarrollo de la ya de por sí débil economía africana. El hecho de que la trata de esclavos se convirtiera en el sector más lucrativo de la economía africana creó un clima social tremendamente desfavorable para el desarrollo: los odios entre tribus y etnias se intensificaron, y la guerra y el rapto pasaron a convertirse en tristes instrumentos de progreso social para el sector más favorecido de la sociedad africana. Además, y desde un punto de vista estrictamente económico, los esclavos generaban, como producto de exportación, pocos encadenamientos. Al tratarse de seres humanos, no existían los encadenamientos hacia atrás (no había nada parecido a un sector productor de inputs para la “fabricación” de seres humanos), ni tampoco hacia delante (los esclavos se embarcaban hacia América sin ser objeto de ningún tipo de transformación “industrial”). Los encadenamientos de consumo, por su parte, eran muy débiles, ya que los beneficios de las exportaciones se concentraban en elites minoritarias cuyo patrón de consumo estaba sesgado hacia las importaciones de productos de lujo y armas procedentes de Europa.

Después de 1870

El tráfico de esclavos comenzó a declinar conforme fue avanzando el siglo XIX. Entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, la mayor parte de países europeos comenzaron a aprobar leyes que prohibían el tráfico de esclavos. El golpe de gracia llegó cuando, entre la década de 1830 y la década de 1870, la esclavitud fue abolida en la práctica totalidad de zonas afectadas; de manera especialmente significativa, la victoria de las regiones del norte en la guerra civil estadounidense de 1861-65 condujo a la abolición de la esclavitud y a una forzosa reconversión de la economía sureña. Esto no implicó, sin embargo, el fin del colonialismo europeo en África. Los avances de la ciencia médica en el estudio de las enfermedades tropicales comenzaban a hacer a los europeos algo más resistentes a las condiciones del África interior. El progreso de los transportes terrestres y marítimos reducía los costes económicos de las expediciones coloniales. Todo ello, unido a la formación de una economía global a lo largo del siglo XIX aumentó los incentivos para que las potencias europeas se adentraran en África en busca de posesiones coloniales que les proporcionaran recursos estratégicos y los consabidos beneficios extraordinarios (propios de la ausencia de competencia perfecta).

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Esto convirtió a las economías africanas en economías organizadas en función de los intereses de la metrópoli correspondiente. Un caso ilustrativo es el de Egipto. Durante la primera mitad del siglo XIX, Mohamed Ali consiguió una autonomía casi total con respecto al Imperio otomano y puso en marcha una política de industrialización. No se trataba de una política motivada por el deseo de impulsar el desarrollo humano en el país, sino por el deseo de aumentar su potencial militar. Cuando diversas presiones internas y externas desembocaron en el cambio de régimen, Egipto cayó cada vez en mayor medida en la órbita de los intereses económicos europeos. En las tres décadas previas a la Primera Guerra Mundial, Egipto tenía un estatus semi-colonial con respecto a Gran Bretaña. El resultado fue la conversión de Egipto en una economía complementaria de la británica: las condiciones climatológicas incentivaban particularmente la conversión de la zona en una región abastecedora de algodón, materia prima fundamental para la industria británica y cuyas fuentes de suministro tradicionales habían mostrado ciertas inestabilidades (por ejemplo, las exportaciones de algodón de la región sureña de Estados Unidos se habían venido abajo durante la guerra civil).

Por todas partes encontramos un modelo similar. A la altura de 1913, África era la región del mundo en la que mayor proporción representaban las exportaciones sobre el PIB. Es decir, el colonialismo aumentó de manera espectacular el grado de apertura de las economías africanas, al implantar un modelo económico orientado hacia la exportación de productos agrarios y materias primas hacia la metrópoli. Como en otros casos de colonialismo, el crecimiento exportador iba unido a la capacidad de los empresarios europeos para movilizar el capital y la mano de obra locales a través de acuerdos comerciales con empresarios y elites locales.

El crecimiento de las exportaciones no fue suficiente, sin embargo, para impulsar el desarrollo. Dado el estatus colonial de las economías africanas, el crecimiento exportador generó escasos encadenamientos, la mayor parte de los cuales se establecieron además con empresas metropolitanas (y no africanas). No todas las metrópolis ni todas las colonias eran iguales, y en algunos casos (especialmente en algunas colonias inglesas y francesas) el colonialismo generó al menos una mínima red de infraestructuras y servicios públicos. Pero, incluso aún así, parece claro que la carrera imperialista desarrollada por los países europeos en la África de las décadas previas a la Primera Guerra Mundial hizo poco por favorecer el desarrollo. No sabemos adónde se habría dirigido la economía africana en caso de no haber sufrido el impacto del colonialismo europeo. Probablemente no habría llegado muy lejos, teniendo en cuenta los escasos

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logros que tenía en su haber a mediados del siglo XV. Pero el colonialismo estuvo lejos de solucionar el problema: obtuvo unos resultados de desarrollo mediocres y, además, legó una estructura social desequilibrada que se erigiría en un importante obstáculo para el posterior desarrollo a lo largo del siglo XX. La tragedia africana, aún vigente hoy día, había comenzado a tomar forma.

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