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EVOLUCIÓN DEL REGIONALISMO EN EUROPA: CARACTERÍSTICAS DE
LA EXPERIENCIA ITALIANA Y ESPAÑOLA
Giancarlo Rolla Ordinario di Diritto costituzionale
Università di Genova
Sumario: 1. Procesos federativos y procesos devolutivos. 2. El afianzamiento de sistemas constitucionales a varios niveles. 3. Los elementos caracterizadores de la autonomía constitucional de las comunidades territoriales: en particular la relevancia del principio participativo. 4. Un primer elemento de comparación: a) la constitucionalización del principio de autonomía como elección de discontinuidad respecto de la historia constitucional italiana y española. 5. Un segundo elemento de comparación: b) incertidumbres acerca del futuro del regionalismo. 6. Un tercer elemento de comparación: el péndulo entre regionalismo homogéneo y diferenciado.
1. Procesos federativos y procesos devolutivos.
La atribución a las comunidades territoriales de más marcados poderes de
decisión y el desarrollo del principio de autonomía representan dos características de los
actuales sistemas constitucionales.
Una confirmación emblemática de esta tendencia la ofrece la organización
constitucional de los Estados adherentes a la Unión europea: si bien en el acto de
institución de las Comunidades económicas europeas tan solo uno de los Estados
“fundadores” poseía una completa estructura de base federal (Alemania) mientras otro
había desde hacía poco tiempo iniciado la experiencia de un regionalismo diferenciado
(Italia); actualmente por el contrario, se asiste a una variada multiplicidad de
experiencias favorables a reconocer la autonomía constitucional de las comunidades
territoriales.
Entre estas, en el seno del ordenamiento comunitario conviven ordenamientos
federales (Alemania, Austria), formas de regionalismo maduro (Italia, España),
procesos de descentralización que han involucrado a ordenamientos tradicionalmente
unitarios (Reino Unido, Francia), casos de regionalización por disociación (Bélgica),
realidades en las que han sido atribuidas formas de autonomía especial para porciones
circunscritas del territorio nacional (Portugal, Finlandia, Dinamarca): sin tampoco
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olvidar el debate que en materia de regionalización está involucrando a los Estados de la
Europa Oriental que, recientemente, han adherido a la Unión Europea.
Sería temerario querer confinar la variedad de recorridos a través de los cuales
los ordenamientos distribuyen territorialmente el poder de dirección política y definen
las relaciones entre soberanía y territorio en el seno de tipificaciones predefinidas. Es
más, incluso el regionalismo –como ocurre también con el federalismo- no expresa una
sola idea, sino más bien una intrincada y variada “network of interrelated ideas and
concepts”.
No obstante, pueden ser presentadas algunas distinciones y clasificaciones.
En primer lugar, los procesos de regionalización en curso se presentan
cualitativamente distintos a las experiencias federales tradicionales.
Históricamente, los Estados federales nacieron para satisfacer una exigencia de
mayor unidad; diversos territorios han renunciado a parte de la propia soberanía
originaria para juntos afrontar mejor problemas comunes. El principio federalista se
mostraba como la solución idónea para asegurar una mayor unificación jurídica, una
mejor amalgama de culturas y tradiciones: pero sobre todo, para favorecer la creación
de un mercado y de relaciones económicas comunes.
En otras palabras, el proceso de federalización resultaba coherente con el
significado ordinario de la palabra “federalismo”, estar juntos.
Hoy, este impulso hacia el federalismo no puede considerarse agotado por
completo: por ejemplo, en la era de la globalización, se manifiesta dando vida a
ordenamientos supranacionales, como en el caso de la Unión Europea, donde los
procesos de integración fueron inicialmente originados por la exigencia de crear un
mercado económico común, y sólo con posterioridad, han dado vida a una comunidad
política. Con todo, el escenario actual parece distinto: a la tendencia centrípeta del
federalismo se contrapone una tendencia de tipo devolutivo, favorable a la transferencia
de competencias, funciones, y poderes de decisión a los entes representativos de las
comunidades territoriales.
En este caso el “motor” de las transformaciones internas en la forma de Estado
está representado por la voluntad de “autonomía”, de diferenciación, de valoración de
las identidades históricas, de superación de la uniformidad (política, institucional,
económica, jurídica).
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¿Por qué los sistemas constitucionales se están hoy organizando sobre la base
del principio de autonomía? Si la tendencia es común, distintas son las motivaciones.
Así como diversas son también las soluciones institucionales en concreto adoptadas.
En primer lugar, se instaura una estrecha relación entre autonomía y
reconocimiento de las diferencias culturales. Desde esta perspectiva, la autonomía
representa un criterio de organización que favorece la creación de una comunidad
nacional fundada sobre el reconocimiento de las diversidades y del pluralismo cultural
(p. e. Bélgica e Irlanda del Norte)
Algunos ordenamientos constitucionales, además, han atribuido a comunidades
territoriales determinadas competencias normativas y políticas para reconocer la
especificidad de ciertos territorios, justificada por razones históricas, económicas o
geográficas.
Piénsese por ejemplo, en la particular posición de autonomía reconocida en
Finlandia a la Provincia de las Aaland, en consideración al hecho de que en tales
territorios vive una población que habla sueco y tiene una cultura no asimilable a la
finlandesa; en el estatuto especial reconocido por la Constitución danesa a los territorios
de las Islas Feroe y a Groenlandia; al reconocimiento constitucional de la autonomía de
las islas Azores y Madeira, las cuales, si bien en el contexto del consolidado carácter
unitario del Estado portugués, gozan de condiciones particulares de autonomía que
constituyen –entre otras cosas- un límite material a la revisión de la Constitución.
Sin movernos de Europa no faltan experiencias en las que el reconocimiento de
la autonomía constitucional de determinadas comunidades territoriales constituye una
especie de reconocimiento de la historia: como en el caso del reino Unido. Así es, los
actos que dieron vida a la devolución del Reino Unido – el Scotland Act, el Northern
Ireland Act, el Government of Wales Act de 1998- pueden ser ligados a la tradición que
considera al Reino Unido no un Estado nación, sino un ordenamiento en cuyo seno
conviven Naciones dotadas de una identidad nacional propia, que determinan la
coexistencia de diversos sistemas jurídicos.
Y el dato histórico fue determinante en la concreta modulación de las
características de cada una de las autonomías, que conserva instituciones propias,
lengua y tradiciones culturales. Por otra parte, no resulta casual que la expresión
devolution hubiese ya sido utilizada para afrontar el problema de la autonomía de las
colonias americanas.
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Además, no faltan supuestos en los que el principio de autonomía ha sido
utilizado por el ordenamiento internacional para enfrentar situaciones políticamente
complejas: como en el caso de Bosnia Herzegovina –que se ha transformado en un
Estado compuesto de dos Entidades (la Federación de Bosnia-Herzegovina y la
República Sprska), identificadas y organizadas sobre la base de las tres comunidades
étnicas que la componen (serbios, croatas y bosnios), de Serbia –cuyo tejido territorial
ha sido permanentemente dañado por disensos étnicos para la que – en el contexto de la
pérdida de Macedonia y Montenegro- se ha previsto para Kosovo una especie de
autonomía especial de dos entidades independientes.
Por último, se afianza incluso una visión funcionalista de la autonomía,
presentada como el criterio de organización de mayor éxito para favorecer el
acercamiento entre los poderes de decisión y los ciudadanos, su capacidad de control y
de participación. Según dicha perspectiva, la autonomía es un principio organizativo
idóneo para poner en práctica el criterio de subsidiariedad, según el cual las decisiones
deben ser tomadas en el nivel institucional más descentralizado posible, siempre que
ello esté justificado y sea compatible con la exigencia de asegurar eficiencia y
efectividad a las acciones de los poderes públicos.
El principio de autonomía, además de haber sido favorecido por exigencias
(políticas e institucionales) diferentes ha sido plasmado utilizando modalidades
diversas, según fuesen las especificidades de los concretos sistemas constitucionales.
Por ejemplo, existen experiencias de regionalización extensa en el seno de un
mismo territorio estatal y de regionalización operando sólo sobre limitadas porciones de
éste. La primera hipótesis se ha confirmado, por ejemplo, en Italia, Alemania, Austria y
España; la segunda atiene a algunos sistemas norteuropeos como Gran Bretaña y
Finlandia.
Puede introducirse otra distinción entre regionalización política o meramente
administrativa (como en Portugal y Polonia); y regionalización sobre una bese territorial
o sobre una base étnica y lingüística –como en el caso de Bélgica-..
Además, vale la pena notar como en ocasiones en el interior de un mismo
ordenamiento conviven diversas tipologías de autonomía territorial, que hacen del
sistema constitucional una especie de puzzle compuesto por piezas de diverso formato.
Es el caso, por ejemplo, de Francia –donde junto a las collectivités se encuentran las
Regiones de ultramar (Guadalupe, Guyana, Martinica, Reunión), las entidades
ultramarinas (Polinesia francesa, Mayotte, San Pedro y Miquelon, Wallis y Futura),
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Nueva Caledonia que goza de una autonomía especial hecha necesaria para poner fin a
los graves desórdenes entre la población indígena y la de origen francés; así como un
territorio dotado de una específica autonomía como Córcega.
Sin embargo, la distinción más significativa parece ser –en mi opinión- aquella
entre regionalización uniforme y diferenciada, al tiempo que –como se verá más
detenidamente a propósito de Italia y España- a algunas comunidades territoriales se les
reconoce un status de autonomía especial que se traduce en el reconocimiento de
mayores competencias legislativas, financieras y administrativas.
2. El afianzamiento de sistemas constitucionales a varios niveles.
Ante la adopción de una tal multiplicidad de soluciones no se puede eludir la
pregunta sobre si el “mosaico” de experiencias puesto en práctica puede ser integrado
en una figura unitaria, capaz de evidenciar los elementos institucionales comunes. La
respuesta a dicho interrogante puede ser positiva, siempre que se acepte que la
distinción tradicional entre Estados unitarios y Estados descentralizados deja su lugar a
la formación de sistemas constitucionales a varios niveles, constituidos de
ordenamientos recíprocamente autónomos pero coordinados entre sí y en comunicación,
mediante un sistema poliédrico, pero integrado, de autonomías.
En el fondo, en las relaciones entre Estado y Regiones se está afianzando un
sistema especular al que disciplina las relaciones entre Unión Europea y los Estados
adherentes, que funciona según las mismas reglas: armonización de la normativa,
colaboración leal en los procesos decisorios, coordinación para asegurar las exigencias
unitarias y subsidiariedad en la distribución de las competencias.
Los sistemas constitucionales a varios niveles se rigen sobre la aceptación de
algunos principios institucionales.
En primer lugar, unidad del sistema y autonomía de las comunidades
territoriales deben considerarse valores complementarios, no antitéticos. De hecho, cada
organización territorial autónoma es siempre parte de un todo; el Estado y las
autonomías territoriales dan vida a ordenamientos distintos (constitucionalmente
autónomos), pero integrados en un mismo sistema de valores y de reglas fijadas por la
Constitución. Como se afirma claramente, por ejemplo por el art. 5 de la Constitución
italiana (la República, una e indivisible, reconoce y promueve las autonomías locales) y
por el art. 2 de la Constitución española (La Constitución se basa en la indisoluble
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unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y
reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y las regiones).
En segundo lugar, el poco éxito político de las teorías que quieren fundar la
autonomía de una comunidad territorial sobre la idea de distinct society –como atestigua
el caso de Québec en Canadá y del País Vasco en España- ponen en evidencia que llevar
a buen puerto los procesos de descentralización se asienta en la capacidad de asegurar
un equilibrio, un balance equitativo entre el derecho constitucional a la autonomía de las
comunidades territoriales y los principios de igualdad y solidaridad.
Como puso de manifiesto el Tribunal Constitucional español, en una de sus
primeras sentencias (STC 4/1981), “en efecto, autonomía no es soberanía –y aún este
poder tiene sus límites- y dado que cada organización territorial dotada de autonomía es
una parte del todo, en ningún caso el principio de autonomía puede oponerse al de
unidad, sino que precisamente dentro de éste es donde alcanza su verdadero sentido,
como expresa el art. 2 C.E”. Por tanto “de una parte el principio de unidad indisoluble
de la Nación española y de la otra el derecho a la autonomía de las nacionalidades y
regiones que la integran, determinan la forma compuesta del Estado en congruencia con
la cual han de interpretarse todos los preceptos constitucionales” (STC 5/82)
En consecuencia, el reconocimiento de las condiciones constitucionales de
autonomía se ve acompañado, normalmente, de la previsión de eficaces poderes que
consienten al Estado intervenir en salvaguardia de la unidad del sistema, así como evitar
que las legítimas diferencias entre las comunidades regionales comprometan el deber de
solidaridad entre los territorios y el principio de igualdad (en el goce de los derecho
sociales y económicos).
Puede tomarse en consideración, por ejemplo, el art. 72 de la Constitución
alemana que autoriza al Estado federal a legislar en materias ordinariamente de
competencia de los Länder, siempre que una regimentación legislativa federal sea
necesaria para crear sobre todo el territorio federal condiciones de vida análogas o bien
para preservar la unidad jurídica y económica en interés general del Estado.
Igualmente, el art. 2 de la Constitución española, al reclamar el valor
constitucional de la solidaridad entre Comunidades autónomas; y el art. 138 de la
misma atribuye al Estado la tarea de asegurar la realización efectiva del principio de
solidaridad y de garantizar un equilibrio económico “adecuado y justo” entre las
diversas partes del territorio; mientras el art. 149 atribuye al Estado la competencia
exclusiva en materia de regulación de las condiciones fundamentales que garantizan la
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igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de
los deberes constitucionales.
A su vez, a propósito del sistema constitucional italiano, podemos recordar los
deberes inderogables de solidaridad política, económica y social invocados por el art. 2
de la Constitución, de respetar la igual dignidad social de todos los ciudadanos (art. 3 de
la Const.), o el principio de solidaridad que debe inspirar el reparto de los recursos
financieros entre los diversos niveles institucionales y entre las diversas comunidades
territoriales (art. 119 de la Const.), así como el principio de unidad económica y jurídica
en tanto que límite a las diferenciaciones regionales ; o también la reserva como
competencia exclusiva del Parlamento, de la determinación de los niveles esenciales de
las prestaciones concernientes a los derecho civiles y sociales que deben ser
garantizados en todo el territorio nacional” (art. 120 de la Const.).
Además, el equilibrio entre autonomía y unidad se encuentra asegurado
mediante la atribución al estado de concretas obligaciones de coordinación y de
armonización, así como por el ejercicio de poderes sustitutivos.
La coordinación se propone garantizar la funcionalidad el sistema; integrar las
normativas nacionales y regionales que regulan los diversos sectores materiales, para
evitar contradicciones y hacer armónicos y compatibles los diversos ordenamientos;
impedir la fractura territorial de la actividad administrativa.
Por su parte, la exigencia de armonización – prevista en todos los
ordenamientos a varios niveles- resulta particularmente evidente en un ordenamiento
como el español caracterizado por un principio dispositivo que consiente a la
Comunidades autónomas asumir en los Estatutos competencias potencialmente con
suficiente diversidad entre Región y Región: con la consecuencia de que no siempre es
sencillo identificar con precisión, ya sea el estado de actuación de la normativa estatal
sobre el entero territorio nacional, ya sea la normativa concretamente aplicable en los
supuestos específicos.
Mientras que en Italia, la actividad de coordinación esencialmente se manifiesta
bien sea con la aprobación de las leyes-marco, bien con el ejercicio de la actividad de
dirección y coordinación, por lo que hace al ordenamiento español, podemos referirnos
a los instrumentos previstos por el art. 150.3 (normas estatales de armonización) y el art.
149.3 de la Constitución (prevalencimiento de la normativa estatal y supletoriedad).
En tercer lugar, las relaciones entre los niveles institucionales deben ser
articuladas mediante reglas de comportamiento y procesales inspiradas en la lealtad
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constitucional o federal: en el sentido de que ningún nivel institucional debe poder
realizar comportamientos dirigidos a obstaculizar el correcto y regular funcionamiento
del sistema, o a incrementar la necesaria cohesión que debe subsistir entre las concretas
partes que componen el todo. Un sistema basado sobre el principio de autonomía de las
comunidades territoriales puede funcionar eficazmente sólo si se establece entre los
diversos sujetos una actitud de colaboración.
Además, no puede olvidarse que la plasmación del principio de cooperación no
resulta sencilla. No podemos desatender que las relaciones entre el Estado y las
Regiones se han caracterizado con frecuencia por una óptica competitiva: en España ha
prevalido la tendencia a instaurar relaciones bilaterales y privilegiadas entre las
concretas Comunidades Autónomas y el Estado; en Italia, por su parte, tan sólo en la
fase más madura del regionalismo se ha abandonado un sistema basado más en la
separación que en la integración entre los niveles institucionales a favor de un modelo
de relaciones interinstitucionales fundado sobre el principio de cooperación (orgánica y
funcional).
3. Los elementos caracterizadores de la autonomía constitucional de las
comunidades territoriales: en particular la relevancia del principio participativo.
Las Constituciones, por lo general, no ofrecen una definición de “autonomía”
que consienta aislar directamente sus contenidos. Lo que, por otra parte parece
comprensible toda vez que se considere que la autonomía es un concepto relacional, que
puede precisarse tan sólo sobre la base de la concreta determinación de las funciones y
del reparto de competencias. Ello no excluye, sin embargo, que se deba buscar el
contenido esencial de la noción de autonomía.
Entre los elementos definitorios de la autonomía constitucional se encuentra con
seguridad el principio dispositivo, el cual permite a una comunidad territorial
“autoconfigurarse”, esto es, disponer –en forma más o menos amplia- del propio
territorio, de la forma de gobierno, de los criterios de organización y de las reglas de
funcionamiento, y perseguir los intereses específicos de la comunidad en cuestión.
En segundo lugar, no cabe duda de que la autonomía financiera parece
complementar la autonomía política, desde el momento en que un ente puede
efectivamente decidir cómo satisfacer las necesidades públicas sólo si tiene la capacidad
de disponer autónomamente de los recursos necesarios para el despliegue de los propios
cometidos institucionales.
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Además, la autonomía requiere instrumentos eficaces de tutela, mecanismos de
defensa en el caso de intervenciones lesivas sobre sus propias atribuciones. Y aún, a los
elementos arriba mencionados se le añade uno ulterior, concretado en el principio
participativo: esto es, en el necesario tomar parte de las comunidades territoriales en los
procesos decisorios del Estado.
Si el principio dispositivo, lo adecuado de los recursos y la garantía institucional
se incardinan en la autonomía como prohibición de ingerencia por parte del resto de
niveles institucionales, por el contrario, el principio participativo constituye un requisito
propio de los sistemas constitucionales a varios niveles, que se caracterizan por el paso
de un sistema jerárquico a uno relacional, en red.
En primer lugar, el principio participativo debería involucrar a las comunidades
territoriales en los procesos de revisión de la Constitución, en particular el de aquellas
disposiciones destinadas a definir la forma de Estado –federal, regional, compuesto-.
La participación de las comunidades territoriales en los procedimientos de
revisión constitucional encuentra una justificación histórica y un fundamento teórico
distinto según sea la naturaleza federal o regional del ordenamiento constitucional. En el
primer caso, el nexo entre la modificación de la elección constituyente y participación
de las entidades descentralizadas para su revisión se funda en el hecho de que la
Constitución del Estado federal se rige sobre el pacto instaurado entre las partes que han
dado vida a la Federación, y cuyos contenidos no pueden ser modificados
unilateralmente –esto es, sin la participación de los diversos niveles institucionales-.
En los ordenamientos regionales –por el contrario- considerar la Constitución un
pacto entre las entidades territoriales sería una mera ficción. En estos casos no se trata, a
nuestro parecer, de encontrar una imposible simetría entre momento genético de la
Constitución y amending power; sino de considerar que el principio participativo es un
elemento de la garantía institucional de la autonomía.
Dicha garantía, precisamente, se compone de dos partes: por un lado, la
prohibición de erosionar el contenido esencial en sede de disciplina legislativa de las
autonomías y de regulación de las relaciones interinstitucionales; por el otro, la
exigencia de que tal actividad de configuración de desarrolle en el respeto de las reglas
de conducta inspiradas –como se ha dicho- en el principio de lealtad.
Las soluciones seleccionadas por los ordenamientos constitucionales son
múltiples, pero pueden reconducirse –básicamente- a una alternativa entre optar por una
participación directa (por ejemplo, en forma de ratificación) o indirecta (en virtud de la
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estructura específica de la Segunda Cámara). Asimismo, también resulta bastante
diferente la intensidad del procedimiento participativo: que va desde los ordenamientos
que prevén la participación de las Regiones sólo en la fase de iniciativa, hasta aquellos
que solicitan su intervención necesaria en la fase deliberativa, o en sede de ratificación.
A este respecto, debe señalarse de modo crítico tanto la ausencia de un papel
para las Comunidades autónomas españolas en la revisión constitucional, como la débil
participación prevista para las Regiones en Italia, donde el art. 138 de la Const. reserva
a las Regiones sólo la competencia de promover una solicitud de referéndum cuando la
ley de revisión constitucional ya ha sido aprobada con una mayoría inferior a dos tercios
de los componentes de la Cámara y el Senado.
Además, el principio participativo debería inspirar también la producción de
normas legislativas que inciden sobre la autonomía de las comunidades territoriales.
Puede darse apoyo a dicha convicción a través de diversos argumentos.
En primer lugar, desde un punto de vista genérico, debe considerarse que en el
procedimiento legislativo se “reflejan” los rasgos de la forma de Estado: la soberanía
popular, el carácter democrático y el pluralismo. Si los dos primeros elementos
participan en el refuerzo del rol de representación política en la determinación de la
voluntad nacional, el otro induce a considerar que, en los sistemas articulados sobre
varios niveles institucionales, el pluralismo no se plasma sólo a través de la dialéctica
entre mayoría y oposición, sino también abriendo el ordenamiento estatal a la
participación y a la concurrencia de las autonomías.
No debe olvidarse, tampoco, que en los ordenamientos constitucionales
articulados sobre varios niveles institucionales también las fuentes primarias acusan los
efectos del principio de autonomía, de modo que existen –más allá, obviamente de las
leyes nacionales y locales- actos legislativos dotados de específica fuerza jurídica (como
los Estatutos), leyes cuyas normas poseen una estructura particular (como las leyes de
principio, las leyes generales o leyes de bases) o leyes que a la luz de los intereses y de
los sujetos involucrados necesitan un procedimiento específico.
Por último, el reconocimiento de procedimientos que en determinados casos
aseguran una participación efectiva de las comunidades territoriales en el iter legis
pueden considerarse una especificación del criterio, más general, de colaboración leal.
En concreto, el principio de participación de las Regiones en el procedimiento
legislativo estatal debería estar previsto con relación a específicos tipos de fuentes
legislativas, susceptibles de incidir sobre la sustancia o sobre el carácter de la autonomía
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de las comunidades territoriales. Me refiero, por ejemplo: a las fuentes que participan en
la formación del llamado “bloque de constitucionalidad”, a los decretos de transferencia
de funciones del Estado a las Regiones, a la legislación del Estado a la que compete
determinar los principios de la materia.
Sin duda, en la experiencia comparada, el principio participativo aplicado a la
función legislativa trae a la mente la institución del Parlamento bicameral imperfecto,
en el que una de la Asambleas se cualifica como representativa de las comunidades
territoriales.
No obstante, si se pasa del análisis de un modelo teórico al examen de la
experiencia constitucional y de su evolución, la perspectiva se modifica: por un lado, no
en todos los ordenamientos federales se encuentra presente un Senado representativo de
las comunidades territoriales (Canadá, Austria, Sudáfrica); por el otro, en otros países se
pone de manifiesto una crisis tanto de representatividad efectiva de tales órganos, como
de legitimación, en cuanto se consideran no adecuados respecto de las actuales
dinámicas de relaciones interinstitucionales que parecen privilegiar mecanismos con
cabida en la técnica de las relaciones interinstitucionales (Argentina, Australia).
Por otro lado, no parece falto de sentido el dato según el cual en los
ordenamientos regionales no está presente, por lo general, una Cámara representativa de
las autonomías territoriales: con la excepción, tal vez, de Bélgica donde el Senado, si
bien representa a la Nación, tiene una composición mixta porque los senadores son en
parte elegidos directamente por el cuerpo electoral en colegios representativos de los
grupos lingüísticos, en parte elegidos en el Parlamento de las comunidades, y en parte
cooptados a inicio de cada legislatura.
Mientras las propuestas de modificación de la estructura del Parlamento, incluso
allí donde se considera prioritarias, no parecen encontrar las condiciones políticas para
realizarse: como bien lo atestigua el debate recurrente sobre las reformas
constitucionales en Italia y en España.
En definitiva, por tanto, la experiencia de derecho comparado nos presenta un
panorama aparentemente contradictorio, en el sentido de que, mientras por un lado se
hace hincapié en la importancia de las reformas constitucionales dirigidas a diferenciar
la composición de los parlamentos bicamerales; por el otro, en los sistemas con una
consolidada tradición federal, se recuperan actitudes que desacreditan la real eficacia de
un bicameralismo diferenciado, apostando –sobre todo por razón de mayor eficiencia y
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rapidez decisoria- por la revalorización de los organismos mixtos de representación de
los gobiernos nacionales y locales.
A propósito de esta última tendencia –definida como interstate federalim- se
percibe una diferencia entre la realidad italiana y española. La doctrina española parece
de acuerdo en manifestar que el actual sistema de relaciones entre Estado y
Comunidades autónomas es inadecuado, precisamente porque ha privilegiado, por un
lado, los convenios bilaterales respecto de los organismos de cooperación interregional
y, por otro lado, las Conferencias sectoriales respecto a aquellas de naturaleza general.
Tal elección resulta coherente con una lógica de diferenciación regional,
favorable a valorizar los “hechos diferenciales”; no obstante –a nuestro parecer- se
muestra inadecuada para asegurar la total funcionalidad de los sistemas inspirados en un
regionalismo cooperativo, los cuales más bien requieren la existencia de órganos mixtos
de cooperación multilateral, de competencia general.
4. Un primer elemento de comparación: a) la constitucionalización del
principio de autonomía como elección de discontinuidad respecto de la historia
constitucional italiana y española.
La organización territorial del Estado español presenta rasgos de indudable
originalidad que lo diferencian del regionalismo italiano. Sin embargo, me parece que
ambas experiencias muestran dinámicas que hacen evolucionar los respectivos sistemas
según características suficientemente homogéneas.
No puede tampoco olvidarse la influencia recíproca que las experiencias de los
dos ordenamientos han ejercitado sobre los respectivos procesos constituyentes. Los
constituyentes italianos tuvieron presente con seguridad la experiencia de la Segunda
República, la cual fue objeto de consideración por parte de autorizados estudiosos
(Ambrosini, Giannini e Pierandrei); además parece indudable la influencia ejercida por
el texto de la Constitución Italiana en sede de elaboración de la Constitución española.
Se puede, con este propósito, señalar no sólo la similitud –también lingüística- entre el
art. 114 Const. Italiana (La Repubblica si riparte in Regioni, Province e Comuni) el art.
137 de la Const. española (El Estado se organiza en municipios, en provincias y en las
Comunidades Autónomas que se constituyan); sino también la elección de naturaleza
sistemática, por un lado, de hacer preceder la disciplina de las Comunidades Autónomas
de la afirmación de un principio general de autonomía incluido entre los principios
fundamentales de la Constitución, por el otro, de codificar la necesidad de unir
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conjuntamente el reconocimiento de la autotomía constitucional de las comunidades
territoriales y la naturaleza unitaria del Estado.
La experiencia regional italiana y española se presentan, además, equiparadas
por el hecho de que, en ambos ordenamientos, la elección de incluir el principio de
autonomía entre los elementos definitorios de la forma de Estado ha representado no
tanto el fruto de una evolución natural, sino la consecuencia de una ruptura en la
continuidad de la historia constitucional.
En Italia, el Estado unitario liberal vio en el centralismo un remedio contra el
riesgo de tendencias centrífugas favorecidas por el débil proceso de unificación nacional
y por la falta de una conciencia nacional difusa. La tímidas propuestas de
descentralización territorial operadas bajo la vigencia del Estatuto albertino no
consiguieron resultados concretos a causa del extendido convencimiento de que la
promoción de formas de autonomía habría sido peligrosa para la consolidación de la
unificación –política y económica- del país. Tan sólo los constituyentes republicanos
tuvieron consciencia de que la autonomía no era incompatible con el carácter unitario
del Estado, es más, advirtieron que la perdurabilidad de la condición de rígido
centralismo habría constituido un factor de desunión entre las instituciones y la
sociedad.
A su vez, el ordenamiento constitucional español –a partir de la Constitución de
Cádiz en 1812- se había caracterizado por un fuerte centralismo: como ha sido puesto de
manifiesto competentemente “el autoritarísmo y el centralismo han sido caracteres
constantes del Estado contemporáneo hasta la Constitución actual” (Aja).
Por lo tanto, tan sólo en algunas fases de la historia, marcadas por la ruptura
respecto de la tradición o por fuertes reivindicaciones democráticas, tomaron forma las
propuestas de descentralización política. Si bien no existe ninguna relación automática
entre la forma de Estado y la forma de gobierno, no parece casual que –con anterioridad
a la Constitución de 1978- el principio de autonomía de las comunidades territoriales
haya tenido reconocimiento institucional sólo en la experiencia republicana vivida por
España.
En la breve experiencia política de la Primera República, en 1873, se elaboró un
proyecto de Constitución federal que preveía 17 Estados miembros (las antiguas
regiones históricas más Cuba y Puerto Rico) e ideaba –además- un Senado compuesto
de cuatro representantes por cada Estado miembro y un Presidente de la República al
que se le asignaba la tarea de garantizar el equilibrio entre los Estados. Sin embargo, el
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único precedente efectivo se encuentra en la Constitución de la Segunda República, la
cual no sólo favoreció la institución de la primera autonomía regional en Cataluña y
País Vasco, sino que incorporó algunas teorías –como la del Estado integral de Jiménez
de Asúa- que pueden considerarse con pleno derecho anticipaciones de las actuales
reflexiones sobre la noción de Estado compuesto.
No obstante, junto a este elemento común el proceso de regionalización español
se diferencia del italiano tanto por las características generales del proceso
constituyente, como por el influjo ejercido por la experiencia de la Segunda República
sobre las decisiones constituyentes de 1978.
La Constitución italiana se caracteriza por la neta ruptura que opera frente al
pasado; por el contrario, la Constitución española de 1978 se cuenta entre los ejemplos
más significativos de Constitución “pactada”, esto es, surgida de una transición pacífica
hacia la democracia y el Estado constitucional de derecho: una transición que algunos
autores han definido “el discreto encanto de la democracia” (De Esteban, López
Guerra).
Según la doctrina se produce una “transición constitucional” cuando se dan
ciertas condiciones esenciales: en primer lugar, la transición debe configurarse como
unidireccional, en el sentido de que se determina un acercamiento entre sistemas
autoritarios y democráticos; en segundo lugar, el paso debe producirse en modo
pacífico, gradual, convenido y –como norma- con la participación activa de los
exponentes políticos del régimen anterior; en tercer lugar, la transición debe concluirse
con la adhesión a los principios y a los valores propios del constitucionalismo
democrático y liberal. Como es bien sabido, el conjunto de estos elementos se encuentra
claramente presente en el proceso constituyente que, tras la muerte del general Franco,
llevó a la aprobación de la Constitución de 1978.
Por otra parte, uno de los principales objetivos perseguidos en el curso del
proceso constituyente consistió en la voluntad de instaurar un clima antitético al que
caracterizó el periodo de la Guerra Civil (1936-1939) y de conseguir un efectivo “marco
de convivencia”: elementos sintomáticos de esta actitud pueden reconocerse, por un
lado, en la elección de asegurar a la comisión competente para elaborar el Anteproyecto
de Constitución, una composición que fuese representativa de los principales
componentes políticos, comprendidos los nacionalistas; por otro lado, en la presencia en
el art. 2 CE de una referencia a las nacionalidades, en la convicción de que un texto
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constitucional que naciese sin el consenso de los catalanes y de los vascos habría
resultado viciado en origen.
Así pues, los constituyentes italianos, en el acto de introducir un signo de
discontinuidad respecto del pasado, se encontraron frente a una especia de página en
blanco, en el sentido de que no encontraron condicionantes significativos provenientes
de la historia constitucional.
Pero en el caso de España, por el contrario, la búsqueda de consenso hizo más
trabajosa la elaboración del Título de la Constitución dedicado a las Comunidades
autónomas, no sólo por las divergencias entre partidos políticos y la diferente voluntad
de autonomía presente en los territorios, sino también por la imposibilidad de rescindir
algunos ligámenes con su propia historia: algunas disposiciones transitorias y
adicionales son de difícil interpretación sin un enlace con el origen histórico de algunos
regímenes [no estoy segura] o a la experiencia de la Segunda República; el eco de la
historia emerge, además, en la formulación del art. 2 CE, donde se reconoce el derecho
de autonomía tanto de las Regiones como de las nacionalidades.
Probablemente los constituyentes, refiriéndose tanto a nacionalidades como a
regiones, pretendiesen distinguir entre los territorios en los que el impulso hacia la
autonomía provenía de movimientos nacionalistas manifestados extensamente en el
tiempo y territorios que, a la luz de la elección constituyente, podían acceder ex novo a
la autonomía, constituyéndose en Comunidades autónomas; o ponían en marcha un
intento claramente político, en el sentido de dar por concluidas antiguas disputas e
integrar a aquellas Comunidades en el seno del Estado español.
Con todo, la excesiva indeterminación de la disposición y la inexistente
identificación de las nacionalidades han constituido una fuente de ambigüedad y de
incertidumbre que parece presente hasta la fecha. Tal ambigüedad, probablemente, ha
influido incluso sobre la elección general de dejar el “modelo abierto” lo
suficientemente indefinido como para consentir un proceso de descentralización política
del Estado abierto con éxitos diferentes, dejando a cada comunidad o territorio la
decisión libre sobre su naturaleza y la amplitud de las competencias que estima debe
asumir en el sistema delineado por la Constitución. (Aja).
5. Un segundo elemento de comparación: b) incertidumbres acerca del
futuro del regionalismo.
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Puede resultar interesante comparar las experiencias de los dos países también
en relación al modelo de distribución territorial del poder adoptado en la Constitución y
a sus prospectivas futuras. Si bien, sin salir de la intención común de identificar en el
principio de autonomía un rasgo determinante de la forma de Estado, el sistema
constitucional italiano y el español han seguido recorridos distintos tanto en el proceso
de institución como en la evolución del regionalismo.
A) En Italia, el regionalismo inicialmente regulado por la Constitución se
caracterizaba por la presencia de tres elementos: la atribución al legislador estatal de un
importante papel en conformar los rasgos de la autonomía, una fuerte atención por las
exigencias unitarias del ordenamiento, y una visión estática de las relaciones entre los
niveles institucionales.
Sin embargo, el sistema, a pesar de las previsiones originales, ha evolucionado
siguiendo un camino diferente, causado en parte por el notable retraso con el que las
Regiones han sido instituidas (22 años tras la entrada en vigor de la Constitución): no se
debe minusvalorar la relevancia que reviste en el derecho constitucional el “factor
tiempo”, en el sentido de que un retraso en la actuación de la Constitución no determina
sólo una omisión, sino también una desviación respecto de las elecciones originarias.
Por ejemplo, el sistema de las relaciones interinstitucionales se modifica,
pasando gradualmente de un regionalismo de tipo garantista a uno de naturaleza
colaborativa: aquí favorecido también por el refuerzo de la integración comunitaria que
obligó a afrontar problemáticas inicialmente no previstas (como por ejemplo, el
procedimiento de actuación de la normativa comunitaria, o los poderes estatales de
intervención en el caso de incumplimiento de las obligaciones comunitarias por parte de
las Regiones).
Además, la idea originaria de Regiones –en tanto que sujeto político e
instrumento de reforma en el sentido pluralista y democrático del Estado- vino
modificada por el afianzamiento de una “estación” política que, por una parte,
criticando la ineficiencia de la Administración Pública, las consideraba un freno a la
potencialidad de desarrollo económico; por la otra, tras los devastadores procesos contra
la corrupción política y la consecutiva crisis de legitimación de los partidos políticos, se
mostraba netamente favorable a la introducción de formas de “democracia inmediata”
(como la elección directa de los alcaldes y de los presidentes de la Regiones).
Por último, se fueron reforzando progresivamente los impulsos favorables a
apuntalar la homogeneidad del equipamiento institucional: ya sea a causa de la
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atribución al legislador nacional de la capacidad de conformar –con normas generales-
el status de autonomía de las Regiones y de los entes locales; ya sea por las
características del sistema político italiano el cual –caracterizado por la fuerte presencia
de partidos de masas, nacionales y centralizados- transformaba las problemáticas
“periféricas” en una reproducción de las estatales, o en un terreno de experimentación o
de anticipación de soluciones institucionales adoptadas a nivel estatal.
Otro importante factor de homogeneización del sistema vino representado por la
jurisprudencia de la Corte constitucional, rígida en la fijación de los límites cualitativos
de la autonomía y en la salvaguarda del contexto unitario en el que la regionalización
debía operar: se debe, así, a la Corte constitucional la elaboración de algunas nociones
clave como la relativa al interés nacional, a la actividad estatal de dirección y de
coordinación, al reparto de competencias sobre la base de la dimensión de los intereses,
a la limitación de las competencias regionales para la salvaguarda de la unidad jurídica
del ordenamiento, y a los sustanciales poderes del Estado en materia de actividad
internacional de las Regiones.
Como culminación de dicho proceso evolutivo, el Parlamento ha aprobado una
amplia revisión constitucional de las disposiciones en materia de ordenamiento regional
(leyes constitucionales n. 1 de 1999 y n. 3 de 2001), las cuales no permiten discernir qué
ruta ha tomado el regionalismo: si nos encontramos en presencia de una nueva fase de
regionalismo, de un seguimiento de las precedentes, o bien de un ruptura de la tradición
en dirección hacia una nueva forma de Estado. En general –al margen de algunos
exegetas entusiastas del primer momento- se advierte una profunda incertidumbre
acerca del proyecto, atestiguada por la “babel” lingüística y conceptual por la que se
habla indistintamente de federalismo, neoregionalismo, o federalismo administrativo.
La reforma constitucional, por tanto, en lugar de clarificar el itinerario futuro del
regionalismo italiano, ha generado un rápido sucederse de dilemas: si dar actuación a las
nuevas reformas o proceder a su revisión ulterior; si elegir un recorrido institucional
caracterizado por la existencia de acuerdos interinstitucionales o solicitar la solución de
los numerosos conflictos interpretativos al juez constitucional; o si encargar la
evolución del sistema al pluralismo regional o volver a transitar la vía de una
descentralización guiada desde el centro, por el sistema político nacional.
El carácter lineal del proceso institucional se ha visto comprometido no sólo por
le rápido sucederse (del 2001 hasta la fecha) de diversas mayorías políticas, sino
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también por los comportamiento “tímidos” de los diversos sujetos institucionales
involucrados (Parlamento, Gobierno, Regiones, Corte Constitucional).
Las Regiones son reticentes a ejercer con incisividad las nuevas competencias
legislativas; así como asombra la utilización limitada de la potestad estatutaria prevista
por el art. 123 CI con objeto de determinar la propia forma de gobierno. El Estado, por
su parte, está proveyendo con lentitud notable la aprobación de las leyes ordinarias de
actuación del dictado constitucional: hasta el punto de que se encuentran por el
momento desatendidas algunas previsiones constitucionales (del federalismo fiscal del
art. 119 CI, a la revisión del Texto Único sobre el ordenamiento de los Ayuntamientos y
Provincias, de la integración de la Comisión bicameral para la cuestión regional con
representantes de las regiones del sistema de las autonomías al nuevo reparto de las
competencias administrativas codificadas en el art. 118 CI).
Por lo que hace a la Corte constitucional, ésta parece moverse con particular
circunspección: se muestra preocupada en asegurar coherencia al sistema normativo y
temerosa de los efectos que una interpretación extensiva de las disposiciones
constitucionales –en realidad bastante indeterminadas- podría generar sobre el
funcionamiento del sistema constitucional en su conjunto.
B) En España, por su parte, la Constitución no ha codificado directamente las
características de la organización del Estado: por tanto, el sistema político español –a
diferencia del italiano- no se ha encontrado frente a un modelo que poner en marcha,
sino más bien ante un proceso que construir.
Las disposiciones constitucionales han trazado el punto de partida del sistema
admitiendo que éste se pueda desarrollar con flexibilidad, sobre la base de múltiples
opciones ofrecidas por la Constitución: en otros términos, han iniciado un “proceso de
transformación del Estado que se sabe perfectamente donde comienza pero que, al
menos nuestro hombre, no sabría decir dónde termina” (Cruz Villalon). La puesta en
práctica de un modelo “abierto”, en nuestra opinión, puede conseguir resultados
positivos a condición de que el proceso de ejecución sea preparado y guiado con
atención, y que se establezca –hasta cierto punto- el momento en que tal proceso puede
considerarse agotado.
Las primeras dos condiciones han sido satisfechas ampliamente: el recorrido de
regionalización ha sido preparado a través de la experiencia de las preautonomías; así
como ha sido orientado mediante los Pactos Autonómicos, esto es, mediante auténticas
convenciones constitucionales entre Gobierno y las principales fuerzas políticas
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nacionales y cuyo contenido se tradujo en normas mediante la aprobación de numerosas
leyes orgánicas. Se dio vida, por tanto, a un regionalismo pactado y compartido, si bien
los intereses políticos nacionales han alimentado, por un lado, una visión más política
que institucional de las relaciones entre los diversos niveles institucionales y favorecido,
por otro lado, la propensión a buscar entendimientos y formas de colaboración de
naturaleza bilateral.
Si –como se ha dicho- las dos primeras condiciones han sido atendidas con
éxitos satisfactorios en su conjunto, la última, sin embargo, (la llamada clausura del
sistema) no se ha verificado: alimentando incertidumbres acerca del futuro de la forma
de Estado compuesto, así como sobre los instrumentos que pueden utilizarse para evitar
que el proceso delineado por los constituyentes se prolongue en modo indefinido, es
decir, permanezca siempre “abierto”.
En estos últimos años la capacidad de decisión política del proceso parece
estancarse y se manifiestan orientaciones distintas sobre la futura prospectiva. No sólo
porque las Comunidades autónomas que originalmente habían adquirido un conjunto de
competencias mayores respecto al resto de territorios han intentado con determinación
hacer oscilar el péndulo hacia una nueva diferenciación; sino también porque en
absoluto parece resuelta la alternativa entre revisión de la Constitución de 1978 y dar
vida a una tercera fase de reforma de los Estatutos de autonomía.
Este último camino corre el riesgo de alimentar el contencioso sobre la
interpretación del art. 2 CE, sobre la distinción entre diferenciación y asimetría regional,
sobre la intrínseca especialidad de algunas comunidades territoriales históricas; la
primera –a su vez- mientras se propone “poner en orden” una realidad –la de las
Comunidades autónomas y su relación con el Estado- que se presenta en buena parte
como accidental, habiendo sido fruto de un proceso de éxitos no del todo programados
(Cruz Villalón), parece encontrarse frente a la nada fácil perspectiva de conciliar
exigencias contrapuestas entre la “voluntad” de especificidad de algunas Comunidades
y la petición de “igualdad entre los territorios” proveniente de las otras Comunidades.
6. Un tercer elemento de comparación: el péndulo entre regionalismo
homogéneo y diferenciado.
En los ordenamientos regionales puede introducirse una distinción de principio
entre regionalismo homogéneo y diferenciado. En el primer caso, nos encontramos en
presencia de un “modelo” común –identificado por la Constitución- que plasma
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homogéneamente la organización de las diversas comunidades territoriales; en el
segundo caso, por el contrario, las comunidades territoriales se distinguen por
competencias, poderes status constitucional o soluciones organizativas.
No obstante, el regionalismo diferenciado comprende en su seno realidades
bastante diversas que no parece correcto homologar.
En algunos casos, la especialidad reconocida a una o más comunidades
territoriales no se limita tan sólo al reconocimiento de poderes y de competencias
mayores respecto a aquellas ordinariamente atinentes a las otras Regiones, sino que
consiente también dar vida a sistemas judiciales derogatorios respecto a aquellos válidos
para el resto de territorios del Estado.
A este respecto, se puede mencionar el ejemplo de Canadá, cuya Constitution
Act, 1982, por un lado, como tutela de las identidades de las poblaciones autóctonas,
reconoce a los territorios habitados por poblaciones indígenas poderes sustanciales de
autogobierno con el objeto de ejercer “derechos ancestrales” en materias relevantes de
naturaleza económica, de derecho privado o penal; por otro lado, como garantía de la
especialidad de algunas Provincias, se admite la dilatación temporal , por un periodo no
superior a cinco años, la aplicación en el territorio de una determinada Provincia de
disposiciones constitucionales relativas a algunos derechos importantes garantizados en
la Carta de los derechos y de las libertades.
Pero probablemente, la derogación constitucional más relevante sea la
reconocida en la Constitución china a las Regiones especiales de Hong Kong y Macao,
que consistente a tales territorios, en el respecto de su diversidad histórica, jurídica y
cultural (el llamado life style), la conservación del precedente sistema económico y
jurídico, antagónico respecto del de la nueva madre patria.
En otros supuestos, la diferenciación entre Regiones desde el punto de vista de
las competencias y de la organización no es más que la consecuencia del ejercicio del
principio dispositivo, inscrito en la propia noción de autonomía. Es el caso, por ejemplo,
por lo que hace a Italia, de la previsión contenido del art. 116.3 CI, según la cual las
Regiones ordinarias (que lo soliciten a través del procedimiento directamente
reglamentado por la Constitución) pueden ejercer funciones normativas o
administrativas ulteriores respecto a las que normalmente competen al resto de
Regiones.
Igualmente, en España, buena parte de las diferencias existentes entre las
Comunidades autónomas pueden ser reconducidas a la amplia utilización del principio
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dispositivo previsto por la Constitución: la cual, por un lado, ha considerado la diversa
propensión a la autonomía de las comunidades territoriales, pidiendo a los Estatutos de
Autonomía la identificación concreta de las materias en las que se pretende ejercer el
“autogobierno” referido en el art. 143 CE. Por otro lado, ha atribuido dinamismo a la
transferencia de competencias del Estado a las Comunidades autónomas, previendo que
se pueda realizar en varias fases sobre la base de la específica voluntad de las concretas
comunidades territoriales.
Por último, también diferente es el caso en el que la diferenciación no es tanto
una consecuencia del principio dispositivo cuando de la elección constituyente de
prever para las Regiones ordenamientos especiales, dotados de un high degree of
autonomy.
Por lo general, un tal status de especialidad encuentra justificación en la historia
y en la tradición de aquellos territorios; puede reconducirse a un conjunto de factores de
naturaleza cultural, jurídica y política que tienen una base en la historia, que
permanecen en la actualidad a causa de su vitalidad y se proyectan hacia el futuro.
Con todo, estos elementos diferenciadores –esta “realidad natural”- deben ser
identificados por las Constituciones, a las que compete la delicada tarea o bien de
indicar las razones que justifican la peculiar identidad de una comunidad territorial, o
bien de establecer las competencias añadidas que se les atribuyen. En otras palabras, es
la Constitución la que elige entre las diferencias existentes históricamente cuáles son
merecedoras de un reconocimiento particular y atribuye, en consecuencia, a algunas
comunidades territoriales una específica tutela institucional.
Sobre este particular, puede notarse una significativa diferencia entre el
ordenamiento constitucional italiano y español.
En España –no habiendo el constituyente extraído consecuencias institucionales
de la diferenciación entre nacionalidades y regiones introducida por el art. 2 CE- la
especialidad no se traduce en la atribución a determinadas comunidades autónomas de
una personalidad jurídica diferenciada, sino en el reconocimiento a éstas de algunos
“hechos diferenciales” que justifican la presencia en los Estatutos de competencias
singulares o de ordenamientos específicos: como el dato lingüístico, los derechos
históricos, el derecho foral, el régimen fiscal y económico, la organización
administrativa de los archipiélagos.
En Italia, por el contrario, la Constitución ha seguido una orientación distinta,
atribuyendo directamente a cinco territorios un específico status constitucional. Una
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elección justificada por la diversa condición económica (Sardegna), por la voluntad de
valorizar las identidades étnicas y lingüísticas de partes específicas del territorio
nacional (Valle d’Aosta, Trentino Alto Adige), por la historia o por las vivencias
políticas de un determinado territorio (Sicilia, Friuli Venezia Giulia) .
En particular la especialidad constitucional de tales regiones –que está regulada
por una expresa fuente de rango constitucional- se traduce: en la atribución de
competencias legislativas y administrativas en un amplio abanico de materias; en la
previsión de relaciones de naturaleza bilateral con el Estado; en la especificidad del
sistema financiero; en la incorporación de formas de participación más incisivas para las
Regiones en la actividad del Estado; en la atribución a los órganos de gobierno de una
gama -heterogénea pero relevante- de poderes extra ordinem.
Sin embargo, si las soluciones adoptadas por ambos ordenamientos en lo
referente a la diferenciación entre Regiones parecen distintas, puede identificarse una
orientación común en la continua alternancia entre tendencias hacia la homogenización
e impulsos a la diferenciación: como si el péndulo no pudiese más que oscilar sin
encontrar un punto de equilibrio.
En España, la Constitución dejaba ver una propensión al establecimiento de
diferencias entre los territorios, alimentadas por la historia y por el principio dispositivo.
No obstante, el sistema abierto, de naturaleza procesal, introducido por la Constitución
ha iniciado una dinámica de “emulación” entre los territorios: si bien en los hilvanes
iniciales, de entre las Comunidades autónomas podían distinguirse las “liebres” de las
“tortugas”, con el tejido del proceso también las “tortugas” han podido acercarse a las
“liebres”. Pero la oscilación del péndulo ha hecho que ese impulso hacia la
homogeneidad fuese contrarestado por las reacciones de las Comunidades históricas y
los partidos nacionalistas.
En Italia, por su parte, la atribución a algunas Regiones de una autonomía
especial no ha impedido el afianzamiento de un impulso hacia un regionalismo
homogéneo: tanto desde la óptica de las competencias cuanto por lo que hace a la forma
de gobierno. Dicho resultado se ha visto determinado por elementos diversos, si bien
concomitantes: como son, la incapacidad de las mismas Regiones con autonomía
especial para confirmar una identidad propia, la función fuertemente homogeneizadora
desplegada por la Corte Constitucional. Además, las Regiones especiales no han tenido
en cuenta el mayor dinamismo manifestado por el sistema de las Regiones ordinarias,
no sólo porque está dotado de mayor fuerza contractual, a causa de su capacidad de
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“hacer frente común” en las relaciones con el Estado, sino también en cuanto ha pesado
negativamente la elección de trazar para Regiones ordinarias y especiales dos canales
procesales autónomos, no comunicantes: de hecho, frente a la capacidad de las primeras
de dotarse de mayores transferencias y más rápidas innovaciones en la forma de
gobierno y en las reglas de organización y de funcionamiento, las segundas se han
encontrado en la necesidad no tanto de cualificar los rasgos de la propia autonomía,
como de reivindicar el ejercicio de competencias administrativas y normativas ya
competencia de las Regiones ordinarias.
Paradójicamente, también las reformas constitucionales han contribuido a
homologar los dos tipos de regionalismo: por un lado, la ley constitucional n.2/2001, ha
extendido a las Regiones especiales los mismos caracteres de la forma de Gobierno
propia de las Regiones ordinarias (en particular, la elección directa del Presidente de la
Giunta [Junta] regional); por otro lado, el art. 10 de la ley constitucional n.3/2001 ha
previsto que las normas constitucionales relativas a las Regiones ordinarias se apliquen
también a las Regiones especiales, siempre que prevean formas de autonomía más
amplia respecto de las ya atribuidas. Esta previsión, en concreto, ha sido criticada por la
doctrina, en cuanto se ha visto en ella la posibilidad de un “suicidio” de la especialidad
regional en la medida en que empujaba a las Regiones especiales a auto-homologarse
con las ordinarias.