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Escuelas, complicidad y fuentes de violencia Juanita Ross Epp Violencia: fuerza física o acción empleadas para dañar, perjudicar o maltratar (Webster's Dictionary, 1988) 1 . Los sistemas educativos son cómplices de los malos tratos infantiles debido a la "violencia sistémica", y que esta complicidad, y las reacciones de los alumnos ante ella, contribuyen a otras formas de violencia. Se ha definido la violencia sistémica como cualquier práctica o procedimiento institucionales que produzcan un efecto adverso en los individuos o en los grupos al imponerles una carga psicológica, mental, cultural, espiritual, económica o física. Aplicada a la educación, significa prácticas y procedimientos que imposibiliten el aprendizaje de los alumnos, causándoles así un daño (Epp y Watkinson, en prensa). Hablar de "procedimientos educativos perjudiciales" debería ser una contradicción en sus términos. Sin embargo, incluso quienes participan con éxito en el sistema educativo reconocen el potencial de éste para infligir daños de forma sistémica. En la expresión "violencia sistémica" confluyen fragmentos de dudas y de sospechas que nos hacen desconfiar del sistema educativo obligatorio. Nos recuerda incidentes que "sencillamente no eran justos" y situaciones que tenían la apariencia de justas pero que no conseguían pasar el examen de la equidad. Describe las aproximaciones pedagógicas y las prácticas educativas de "sentido común" que se dan por supuestas (Ng, 1993) y que a algunos les llevan al éxito, pero a otros, al fracaso. La violencia sistémica no es el daño intencionado que individuos despiadados infligen a otros desafortunados. Por el contrario, son las consecuencias involuntarias de procedimientos aplicados por autoridades bienintencionadas que creen que las prácticas están al mejor servicio de los alumnos. La violencia sistémica es insidiosa porque quienes están implicados, tanto quienes la ejercen como quienes la padecen, suelen ser inconscientes de su existencia. Los alumnos, acostumbrados a aprender sobre el mundo desde un punto de vista positivista que refleja una "realidad blanca y 1 Violencia: cualidad de violento. Violento: Qué esta fuera de su estado natural estado, situación o modo. Que obra con ímpetu e intensidad extraordinarias. Por extensión, dícese también de las mismas acciones. Dícese de lo que hace uno contra su gusto, por ciertos respectos y consideraciones (entre otras acepciones, DRAE). (N. del T.)

Escuelas complicidad

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Escuelas, complicidad y fuentes de violencia

Juanita Ross Epp

Violencia: fuerza física o acción empleadas para dañar,

perjudicar o maltratar (Webster's Dictionary, 1988)1.

Los sistemas educativos son cómplices de los malos tratos infantiles debido a

la "violencia sistémica", y que esta complicidad, y las reacciones de los alumnos ante

ella, contribuyen a otras formas de violencia. Se ha definido la violencia sistémica

como cualquier práctica o procedimiento institucionales que produzcan un efecto

adverso en los individuos o en los grupos al imponerles una carga psicológica,

mental, cultural, espiritual, económica o física. Aplicada a la educación, significa

prácticas y procedimientos que imposibiliten el aprendizaje de los alumnos,

causándoles así un daño (Epp y Watkinson, en prensa).

Hablar de "procedimientos educativos perjudiciales" debería ser una

contradicción en sus términos. Sin embargo, incluso quienes participan con éxito en

el sistema educativo reconocen el potencial de éste para infligir daños de forma

sistémica. En la expresión "violencia sistémica" confluyen fragmentos de dudas y de

sospechas que nos hacen desconfiar del sistema educativo obligatorio. Nos recuerda

incidentes que "sencillamente no eran justos" y situaciones que tenían la apariencia

de justas pero que no conseguían pasar el examen de la equidad. Describe las

aproximaciones pedagógicas y las prácticas educativas de "sentido común" que se

dan por supuestas (Ng, 1993) y que a algunos les llevan al éxito, pero a otros, al

fracaso.

La violencia sistémica no es el daño intencionado que individuos despiadados

infligen a otros desafortunados. Por el contrario, son las consecuencias involuntarias

de procedimientos aplicados por autoridades bienintencionadas que creen que las

prácticas están al mejor servicio de los alumnos. La violencia sistémica es insidiosa

porque quienes están implicados, tanto quienes la ejercen como quienes la padecen,

suelen ser inconscientes de su existencia. Los alumnos, acostumbrados a aprender

sobre el mundo desde un punto de vista positivista que refleja una "realidad blanca y

1 Violencia: cualidad de violento. Violento: Qué esta fuera de su estado natural estado, situación o

modo. Que obra con ímpetu e intensidad extraordinarias. Por extensión, dícese también de las mismas acciones. Dícese de lo que hace uno contra su gusto, por ciertos respectos y consideraciones (entre otras acepciones, DRAE). (N. del T.)

rica" (Carnoy, 1974, p. 365), no ven su propio "fracaso" desde cualquier otra

perspectiva. Cuando los alumnos no tienen suficiente capacidad o no se amoldan

como corresponde, el fracaso no lo asume la escuela porque no ha conseguido

ofrecer una experiencia educativa positiva: se le echa la culpa al alumno por carecer

de aplicación o de habilidad -o a los padres, por carecer de un medio positivo o por

no saber apoyar las iniciativas de la escuela. Los alumnos más perjudicados por la

violencia sistémica son apartados de la escuela, o ellos mismos se van, y sufren las

desventajas duraderas de un educación incompleta. Aceptan como propios la culpa

personal y los perjuicios económicos que van asociados con el fracaso académico.

Lo curioso es que, cuando los alumnos que son obligados por la ley a asistir a la

escuela sufren el fracaso que el sistema escolar les provoca, aceptan la

responsabilidad de lo que es un fracaso de la institución.

Desde el punto de vista del administrador escolar, cuando los alumnos

abandonan la escuela suele considerarse que es "para mejor". Eran alumnos que

habían adoptado por lo general comportamientos molestos y cuyas notas habían sido

generalmente bajas de manera que se puede considerar que su partida es una

mejora en el entorno para quienes se quedan. Algunas veces los alumnos responden

a la violencia sistémica de forma violenta, y los administradores se ven obligados a

expulsarlos. En estos casos, las autoridades escolares se sienten respaldadas.

Pueden limitar su atención a los actos de los alumnos y justificar la necesidad de su

expulsión porque así se preserva la armonía en el centro escolar. No ven la

necesidad de analizar las circunstancias para determinar si existió o no una violencia

sistémica que provocara las acciones de los alumnos (Lee, 1994). En algunos casos,

cuando los resultados de la violencia sistémica son particularmente obvios o

desastrosos, la administración de la escuela se para a reflexionar sobre el papel que

han desempeñado. El suicidio de un alumno, por ejemplo, provocará que las

autoridades se detengan a considerar su complicidad. En cierto caso, el suicidio de

un alumno de séptimo grado que hacía poco había sido expulsado temporalmente

provocó en los administradores y los profesores de la escuela una pena especial

(Sakiyama, 1996). Su intención al hacer respetar la política de la escuela no había

sido la de provocar ningún perjuicio al niño, y no había forma de que determinaran el

efecto que la puesta en práctica de las normas del centro había producido en la vida

del niño.

Lo que provoca que la violencia sistémica sea "sistémica" es el hecho de que

no exista nadie a quien culpar. Las personas que la aplican sólo forman parte de un

proceso más general. Los administradores y los profesores hacen lo que se espera

de ellos. Cumplen las normas establecidas y mantienen los principios. Hacen lo que

creen que es mejor para los intereses de los alumnos (Miller, 1990b); lo que es

perjudicial algunas veces son las propias normas establecidas.

La complicidad

Tal vez la manera más útil de empezar un análisis de la violencia sistémica

sean aquellos puntos básicos que comparten la pedagogía crítica y la feminista.

Estas pedagogías comparten una creencia en la "capacitación social y de uno

mismo" como elementos de una "transformación social más amplia" (Gore, 1993, p.

7). Una y otra atienden a la experiencia y a la voz del alumno y se cuestionan la

autoridad del profesor (Gore, 1993, p. 7). Estos temas son importantes también para

las personas preocupadas por la violencia sistémica.

El trabajo sobre la violencia sistémica está vinculado también a aquellas ideas

que proponen una educación que integre a los grupos tradicionalmente excluidos -

alumnos con necesidades especiales, alumnos de condición económica humilde,

alumnos pertenecientes a grupos minoritarios, chicas y mujeres, homosexuales y

lesbianas. Ellsworth (1994) indicaba que entre los alumnos menos favorecidos se

pueden incluir todos aquellos estudiantes que no sean "blancos, heterosexuales,

cristianos, sin defectos físicos, inteligentes, delgados, de clase media,

anglohablantes y varones" (p. 321).

Aunque los desfavorecidos tienen más probabilidades de sufrir la violencia

sistémica, también los privilegiados pueden verse afectados por una imagen de sí

mismos dañada por un entorno de aprendizaje en el que prima la competencia, y

tener la experiencia de ver cómo unas aulas opresivas les entumecen su creatividad.

La violencia sistémica afecta a todos los alumnos, pero no causa el mismo daño a

todos por igual.

Coarta y dirige muchos de los comportamientos del alumno, pero es

especialmente perjudicial para quienes son demasiado creativos, demasiado

sensibles o tienen una mayor capacidad de discernimiento. Incluso los niños que

están dentro de los límites del "privilegio" se ven castigados por desafiar unas

normas sin sentido o por actos de rebeldía contra un curriculum que no les dice

nada. Todos los alumnos están sometidos al aburrimiento en la forma en que se les

enseña, y a la expectativa de que deberán realizar trabajos que muchas veces no

parecen tener mucho valor para ellos. Los profesores tal vez justifiquen esta realidad

alegando que se trata de una preparación para la vida profesional futura, y esta idea

recibirá el apoyo de los administradores y de los padres (McLaren, 1986, p. 224),

pero la conformidad y la rutina pueden adormecer el espíritu y resulta difícil

considerarlas una experiencia de aprendizaje significativa. La exposición

intencionada al aburrimiento y a la repetición es una parte, pero sólo una pequeña

parte, de todo lo que es sistemáticamente violento en nuestras escuelas.

La violencia sistémica se encuentra en cualquier práctica institucionalizada

que afecte desfavorablemente a los estudiantes. Para ser perjudiciales, no es

necesario que las prácticas produzcan un efecto negativo en todos los alumnos.

Pueden ser beneficiosas para algunos y perjudiciales para otros. Muchas prácticas

que son sistemáticamente violentas se consideran beneficiosas para los alumnos en

general, pero los procesos que algunos alumnos estiman "energéticos y protectores,

y que les proporcionan una sensación de seguridad... [son para otros] un sistema

múltiple de opresión y que declara su ineptitud" (McLaren, 1986, p. 219). Por

ejemplo, un sistema de calificación que ofrezca un refuerzo positivo únicamente a los

buenos estudiantes suele tener un efecto adverso en los otros. Esta práctica, que

pretende animar a los otros, estimularles y despertarles el deseo de "ganar" la

próxima vez, a menudo produce el efecto contrario. Es probable que la respuesta sea

un proyecto amontonado en la basura, una aceptación a regañadientes de la

ineptitud personal (o un desprecio por el alumno ganador) y una determinación a no

intentarlo nunca más. La violencia sistémica se produce cuando el efecto positivo

sobre algunos alumnos sólo es posible mediante el efecto negativo sobre otros.

Los efectos de la violencia sistémica son más graves para los alumnos

desfavorecidos porque sus experiencias en la escuela son bastante distintas de las

de los alumnos privilegiados, a pesar de que pueden sentarse en la misma aula. La

violencia sistémica a veces toma la forma de conocimiento colonizado, es decir, la

aceptación de un conjunto de currículos predeterminados que refleja la historia, los

valores y las expectativas de la sociedad dominante, al mismo tiempo que desprecia

como falsas o carentes de valor las experiencias y el patrimonio de los alumnos

menos favorecidos (Darder, 1991). La jerarquía social diferencia las experiencias de

los alumnos desde el punto de vista de las habilidades tanto cognitivas como

conductuales (Bowles y Gintes, 1976) ya que la interacción que se produce en el

aula favorece resultados diferentes para los diversos alumnos. Los varones de clase

media se ven alentados a ser agresivos y a emplear las habilidades de pensamiento

crítico, mientras que a las chicas y a los alumnos de grupos minoritarios se les

enseña a ser pasivos y "civilizados" (Bowles y Gintes, l976; Sadkery Sadker, 1994).

Aunque la colonización del conocimiento (Darder, 1991, p. 5) es perjudicial

para los alumnos desfavorecidos, no son ellos los únicos que sienten sus efectos

nocivos. El sistema escolar enseña a todos los niños que deben "competir entre ellos

por ocupar los mejores puestos", al tiempo que olvida su potencial como lugar en el

que se puede animar a los niños a que trabajen juntos "por mejorar su condición

colectiva" (Carnoy, 1974, p. 365). Esto prepara a todos los alumnos para la realidad

de la economía actual sin ofrecerles ninguna visión de futuro alternativa. Asimismo,

condiciona a algunos de ellos a aceptar su propio "fracaso" final. Una visión del éxito

como mérito descapacita a los alumnos hasta el extremo de que son pocos los que

sitúan el fallo o el mérito donde corresponde, con un sistema educativo diseñado

para perpetuar la estratificación (Darder, 1991, p. 5), al mismo tiempo que proclama

la igualdad de oportunidades.

La violencia sistémica impulsa a los estudiantes menos favorecidos a

desaparecer del sistema escolar y de la competición por el éxito económico, pero su

efecto sobre los alumnos "de éxito" también es perturbador. El daño que produce a

éstos adquiere la forma de un aislamiento anquilosado en unas actitudes "sexistas,

racistas, elitistas, excluyentes del discapacitado y exclusivamente heterosexuales"

(Ellsworth, 1994, p. 306). Los alumnos privilegiados creen que han alcanzado el éxito

gracias a su capacidad personal y a su inteligencia superior. Alejados de la mayor

parte de la humanidad por su propio desprecio, estos individuos pagan su precio con

la moneda del miedo, la vulnerabilidad y las dudas sobre sí mismos. Incapaces de

comprender sus diferencias, construyen muros para mantener a distancia a los

demás y encierran con temor sus pertenencias. El precio del privilegio puede ser el

aislamiento (Kaufman, 1987).

Muchas veces los que trabajan dentro del sistema escolar ni siquiera

reconocen esta alienación. Los administradores y los profesores que no saben

percibir su propia parcialidad no pueden ver la violencia sistémica que se produce a

su alrededor. La respuesta negativa de los alumnos desfavorecidos a la violencia

sistémica alienta a los privilegiados a suponer que las desigualdades existen por

culpa de aquéllos. De este modo, los alumnos privilegiados siguen siendo incapaces

de reconocer la existencia de un campo de juego desigual, especialmente si se

encuentran en él. Al final los privilegiados aprenden a ver los intentos por conseguir

una igualdad como una violación de sus derechos personales (Thornhill, 1995).

Son tantos los aspectos de la educación, que es difícil fijarse en los detalles

cuando se buscan las fuentes de la violencia sistémica. Ésta puede estar presente de

forma endémica en las actividades educativas de todos los días, pero puede

manifestarse también en incidentes concretos. Muchos de nosotros salimos de

nuestra educación elemental con recuerdos generalmente positivos mezclados con

algunas experiencias dolorosas. Yo imparto clases a futuros profesores que cursan

un programa de posgrado en ciencias de la educación. Cuando les pido a mis

alumnos que recuerden el peor incidente de su experiencia educativa, y que pongan

en común estos incidentes en grupos pequeños, lo más habitual es que se refieran al

poso emocional que este ejercicio les remueve. Les sorprende que algo ocurrido

hace mucho tiempo y medio olvidado pueda seguir afectándoles con tanta fuerza, y

se sienten un poco avergonzados por las lágrimas que a veces les hace brotar este

ejercicio. Cuando las personas rememoran el dolor que les causó una educación,

¿pueden distinguir entre simples errores, daños intencionados y violencia sistémica?

Para centrar la indagación, propongo tres fuentes de la violencia sistémica

fundamentales: la estandarización, la práctica pedagógica y el castigo.

Reservado el derecho de admisión: la estandarización

Muchas de las personas que ocupan puestos de autoridad dentro del sistema

educativo no son personas que hayan padecido en su propia educación el efecto

debilitador de la violencia sistémica. Quienes han sufrido la violencia sistémica no es

probable que quieran tener nada que ver con las escuelas, y menos probable aún

que hayan permanecido en el sistema lo suficiente para disponer de la cualificación

que necesitan para regresar a él como profesionales. De este modo, las instituciones

educativas están pobladas de individuos que han aceptado la ideología positivista es

decir "un método de indagación analítico empírico que incorpora la idea de hechos

objetivos cuantificables y de observación neutral" (Darder, 1991, p. 6). La mayoría de

los profesores y de los directores de centros educativos creen que existe un "nivel"

que se puede aplicar a los estudiantes y a su aprendizaje. Las políticas de

integración, que pretenden que los alumnos "desfavorecidos" tengan mayor acceso a

la educación, se desprecian a menudo porque suponen una rebaja de este "nivel".

Las pruebas estandarizadas

La palabra niveles es el nombre clave de "una amalgama de prejuicios y las

opciones actuales propios de esta cultura particular" (Lessing, 1972, citado en

McLaren, 1986, p. XVII). La idea de nivel parte de la premisa improbable de que los

estudiantes de la misma edad tendrán habilidades y antecedentes similares y de que

estas habilidades se pueden medir. Mis primeros recuerdos de una prueba estándar

tienen la forma de una prueba con dibujos en la que se nos decía que rodeáramos

con un círculo el objeto apropiado cuando el profesor leía la correspondiente palabra.

La palabra era "nevera" (de las antiguas, en las que se empleaba hielo). En mi

experiencia no había ninguna nevera, de modo que contesté mal (por esto lo

recuerdo). Hoy entiendo que las pruebas estandarizadas están "insertas

necesariamente en un marco cultural de referencia" (Samuda, 1995, p. 294). Mucho

más tarde, después de que mi "coeficiente intelectual alto" me consiguiera un puesto

en una universidad, el recelo que me producían los tests de inteligencia se vio

confirmado por algo llamado test de inteligencia Chitling. En este test me hacían

preguntas acerca de la cultura negra americana, y obtuve un resultado nefasto. No

era de extrañar mi fracaso, si se tenía en cuenta mi historia personal, como tampoco

cabía sorprenderse del fracaso de otros en los tests de inteligencia "reales", si se

tenía en cuenta la suya. Pero yo tuve suerte: en mi caso, a diferencia del de los

otros, el test no se empleaba para valorar mis posibilidades como persona dedicada

al estudio. Lo único que nos diferencia es que mis orígenes se encuentran en la

cultura dominante.

Las pruebas estandarizadas son parciales también porque deben realizarse en

un tiempo determinado, lo cual constituye un medio para distinguir la inteligencia. El

falso supuesto de que una respuesta rápida es la mejor respuesta (Samuda, 1995, p.

295) hace que las pruebas que se deben realizar en un tiempo determinado sean

parciales en contra del lector no muy avezado, de quien razona despacio y de las

personas que desean reflexionar las respuestas y valorar las alternativas antes de

pasar a la pregunta siguiente. Este tipo de pruebas originan una parcialidad cultural y

entre sexos (Sadker y Sadker, 1994; Samuda, 1995). La primera vez que hice el test

de analogía de Miller no sabía la importancia que tenía la rapidez. Me quedé

sorprendida cuando me dijeron que se había terminado el tiempo, pues sólo había

realizado unas dos terceras partes del examen. Afortunadamente, fue suficiente para

poder realizar los estudios de posgrado. Unos años después, cuando me matriculé

en un programa de doctorado, me aconsejaron que realizara la prueba otra vez para

subir la nota, pero que primero me comprara el correspondiente libro de ejercicios o

que lo estudiara. Así conseguí subir mi nota 15 puntos más. ¿Era un test de

inteligencia? Todo lo que demostró fue que contaba con relaciones suficientes para

encontrar el libro de ejercicios adecuado.

La parcialidad cultural

Las pruebas estandarizadas, como las conocemos hoy, se basan en el Test

mental del ejército, que Cari Campobell Brigham diseñó a principios de este siglo. La

prueba estaba concebida para clasificar a los soldados -para determinar los rangos y

las tareas adecuadas para los nuevos reclutas. Brigham creía en la superioridad

intelectual de los europeos del norte y pensaba que era necesario prevenir "la

continua propagación de rasgos defectuosos" en la población (Sadker y Sadker,

1994, p. 152). No es probable que su test reflejara un componente de clase y de

cultura equilibrado. Hacia 1915, la Universidad de Columbia temió verse inundada

por los hijos de refugiados. Brigham, que por entonces era catedrático de Princeton,

adaptó su Test mental del ejército y lo llamó Test de aptitud académica. Con su uso

se aseguraba que únicamente determinados tipos de personas fueran admitidas en

las Facultades de la Ivy League2 (Sadker y Sadker, 1994, p. 153).

De las pruebas estandarizadas de hoy se dice que son menos racistas,

sexistas y clasistas. Se desarrollan para que reflejen los tipos de conocimientos que

se enseñan en la escuela (Rudman, 1995, p. 307). Lo paradójico de este método es

2 Grupo de ocho universidades prestigiosas de Estados Unidos. (N. del T.)

que quienes elaboran los tests y que para ello revisan libros de texto e incluyen

aquellos conceptos que se articulan en los programas de los cursos reflejan y

perpetúan sin darse cuenta los sesgos que ya están presentes en nuestros sistemas

escolares. Al utilizar las escuelas como base sobre la cual elaborar los tests, quienes

lo hacen agravan los efectos de un curriculum excluyente y de unas prácticas

docentes unidimensionales (Sadker y Sakdker, 1994).

Las distancias que separan los resultados que en las pruebas estandarizadas

obtienen los alumnos blancos de los que obtienen quienes pertenecen a grupos

minoritarios, y los resultados que obtienen varones y mujeres persisten (Sadker y

Sadker, 1994, p. 139). Aunque Samuda (1995) sostiene que las "teorías de la

inferioridad genética, la privación cultural y la deficiencia psicolingüística" han

"perdido su respetabilidad", vencidas por "un bombardeo de lógica fulminante y

devastadora" (p. 226), no han desaparecido. Sabemos que las notas que se obtienen

en los tests estándar no demuestran la inteligencia, sino que indican más bien una

parcialidad del propio test a favor de los conocimientos y de las habilidades para

realizar pruebas de los varones blancos (Sadker y Sadker, 1994, p. 140), sin

embargo siguen siendo la base para decidir la ubicación del alumno -no sólo en la

universidad, sino a lo largo de la educación primaria y secundaria.

La consecuencia natural de una prueba estándar es un agrupamiento por

capacidad o por nivel académico. Una vez que a un alumno o alumna se les ha

asignado un determinado nivel, queda fijado su lugar en el orden social. Los niños

que se remiten a las clases de los "menos capaces" o de los "menos inteligentes" se

ven disminuidos no sólo por el tipo de educación que reciben -que es inferior desde

el punto de vista del "contenido curricular, tipo de instrucción, grado de selección,

frecuencia y tipo de interacción profesor/alumno y recursos educativos disponibles"

(Darder, 1991, pp. 16)- sino también desde el punto de vista de las opciones con que

cuentan al finalizar la educación secundaria. La asignación a un determinado nivel

afecta también a las expectativas que los profesores tienen sobre el éxito de los

alumnos. De los niños de quienes se piensa que son inteligentes (con un coeficiente

intelectual alto) y que saben expresarse bien se espera que tengan éxito y

normalmente van a confirmar esta expectativa. De modo similar, de los alumnos de

quienes se piensa que son torpes y que carecen de motivación se espera, con la

misma seguridad, que acabarán por fracasar (Ryan, 1981).

Los alumnos menos favorecidos lo son mucho más por el hecho de que las

expectativas que los profesores tienen sobre su éxito o su fracaso influyen en ellos

mucho más que en los alumnos privilegiados, que tienen más probabilidades de

verse influidos por las expectativas de sus padres (Darde, 1991, p. 18).Todo esto

contribuye a agravar las desventajas de los alumnos que se colocan en cualquier

sitio que no sean los grupos para alumnos inteligentes.

¿Qué es lo normal?

Mucho de lo que constituye una violencia sistémica se encuentra en las

constantes comparaciones que el personal de la escuela hace entre alumnos de una

edad similar. Nuestras escuelas están organizadas sobre la premisa de que todos los

niños necesitan aprender las mismas cosas y que necesitan aprenderlas en el mismo

momento de su vida. Durante generaciones, se ha obligado a los alumnos, mediante

una legislación que establece la asistencia obligatoria, a presentarse a una edad

determinada arbitrariamente para recibir una educación. Una vez presentados, los

niños son agrupados en lotes de edades parecidas y se les ofrece un curriculum más

o menos estándar.

El carácter obligatorio de la escolarización y el empleo de grupos de alumnos

agrupados por la edad parten de la suposición de que los niños de una misma edad

son capaces de aprender las mismas cosas y de que compartirán unos mismos

intereses y unas mismas capacidades. El uso sistemático de prácticas

homogeneizadoras, el uso de un curriculum común, de tests estándar y de métodos

de instrucción rutinarios facilitan en su conjunto el proceso de clasificación necesario

para asignar a los alumnos a categorías y aulas. Sin embargo, los mismos procesos

conforman al niño para que se convierta en alguien que sea capaz de encajar en

estas clasificaciones. Como señala Ball:

Mediante la vigilancia, la observación y la clasificación normalizamos a los niños,

pero no parece que reconozcamos, ni siquiera que comprendamos, el hecho de

que el niño que se encuentra en fase de desarrollo es un 'objeto' producido

precisamente por esas mismas prácticas (Ball, 1990, p. 12).

La suposición de que existe un ritmo evolutivo "normal" y un método para

medir el desarrollo conduce al empleo de etiquetas para identificar a aquellos

alumnos que no avanzan a ese ritmo. A los niños que no asimilan la información ni

desarrollan habilidades al mismo tiempo que sus compañeros se les apoda "de

desarrollo retrasado". Esta denominación impide que los alumnos sean tratados de

forma individual, y suele desembocar en su separación de las aulas "normales".

Quedan estigmatizados por el uso de unas etiquetas que les colocan aparte

(Monteath y Cooper, en prensa). Todos los niños son diferentes y especiales, pero el

proceso de etiquetaje añade un estigma a esta realidad. En algunos casos, estas

diferencias se consideran desviadas hasta el extremo de que los niños son

separados de sus padres para pasar a la tutela del Estado. El movimiento eugenista

de la primera parte de este siglo empleaba etiquetas para justificar muchas formas

de violencia. Como sostiene Martineau, algunos de estos malos tratos siguen aún

presentes entre nosotros.

Los estudiantes que no son clasificados como "diferentes" y siguen en las

clases como alumnos "normales" no tienen la garantía de que vayan a librarse de

subvaloraciones sistémicas. Si un alumno es incapaz de "rendir" (piénsese en esta

palabra) al mismo nivel que otro alumno de edad similar, es posible que se le

"suspenda". En nuestra cultura existe la tendencia a preguntar a los niños no la edad

que tienen, sino qué curso hacen. Los niños entienden que lo que se quiere saber es

los años que tienen, y responden: "Estoy en séptimo, pero es que me suspendieron

en segundo". Antes que cualquier otra cosa, del niño conocemos su sentimiento de

fracaso.

Así pues, la violencia sistémica de la estandarización afecta a los niños de

varias maneras. Se asienta en los tests y en los procedimientos de valoración que

convencen a los alumnos de que están "por debajo de la media", sin hacerles

conscientes de lo que la media realmente significa. No son conscientes de que la

muestra utilizada para determinar la "media" generalmente la componen sólo

alumnos blancos y de procedencia anglosajona. La mayoría de los estudiantes no

están en la "media", no deberían esperar estar en ella, ni cabría esperar de ellos que

tal ocurriera. Tal vez el aspecto de la estandarización que produce una mayor

violencia sistémica se encuentre en la conformidad que exige a todos los alumnos.

La necesidad de ser como los demás no sólo perjudica la psique de cada uno de los

alumnos, sino que desalienta el proceso creativo colectivo. Gran parte del daño no lo

infligen los tests y la asignación de grados y de etiquetas, sino la "ritualización"

(McLaren, 1986) cotidiana de la adquisición del conocimiento.

La búsqueda del "yo" significativo: la pedagogía

A medida que la sociedad se hace cada vez más incapaz de cuantificar, y no

digamos de asimilar, el conocimiento en la edad de la informática, resulta cada vez

más difícil defender un curriculum estándar. Y sin embargo, el sistema de educación

"bancario" que describía Freiré (1970) a principios de la década de 1970 sigue

siendo la forma más habitual que nuestras escuelas tienen de abordar la educación.

Los profesores continúan "hablando sobre la realidad como si fuera inmóvil, estática,

compartimentada y predecible" (Freiré, 1970, p. 57); persisten en sus análisis de

temas "completamente ajenos a la experiencia existencial de los alumnos" (Freiré,

1970, p. 57); y las prácticas pedagógicas son a menudo unas prácticas "de gestión

más que educativas" (McLaren, 1986, p. 220). El sistema "bancario" está vinculado

estrechamente a la idea positivista de que el conocimiento está separado del

individuo, que el aprendizaje es impersonal y que los resultados del aprendizaje son

reproducibles de forma similar en grupos grandes de niños. La estandarización del

curriculum y las formas rituales de transmisión de la enseñanza siguen alienando y

perjudicando a los estudiantes.

Las cuestiones pedagógicas eran sin duda importantes para un grupo de

alumnos de educación secundaria obligatoria a los que se les pidió, como parte de

un estudio, que identificaran aquellas cosas de la escuela que les hacían sentir

enojados (Johnson, 1996). Los alumnos enumeraron cientos de cosas que les

producían enojo, pero todas ellas estaban relacionadas con una de estas cuatro

categorías: las prácticas docentes, los sistemas de evaluación, las relaciones de

poder y las cuestiones de equidad (Johnson, 1996, p. 120). Como indicaba Johnson,

todas ellas se relacionan entre sí. Las malas prácticas docentes se traducían en

procedimientos de evaluación injustos y todo ello se basaba en relaciones de poder y

en cuestiones de equidad.

El abandono de lo afectivo

Si hacemos una nueva evaluación de la jerarquía de necesidades básicas de

Maslow (1968), para cuyo desarrollo se utilizó una muestra mayoritariamente de

varones blancos, tal vez nos sintamos empujados a dedicar más tiempo al

"pertenecer" y menos a la "autorrealización". En la base de nuestros sistemas

educativos actuales está el supuesto de que los alumnos pueden centrar la mente en

el material que se debe aprender, sin tener que emplear en ello las partes afectivas

del cerebro. La separación de lo cognitivo y lo afectivo es agraviante en tres sentidos.

Primero, presume el mismo grado de estabilidad afectiva en todos los alumnos y una

misma capacidad para suspender lo afectivo en favor de lo cognitivo. Segundo,

supone más valor en lo cognitivo que en lo afectivo; es decir, aquellos elementos del

aprendizaje que se asocian con lo personal merecen un menor desarrollo que los

elementos cognitivos. Tercero, al ignorar lo afectivo, los educadores aprueban

tácitamente los abusos y las desigualdades en las experiencias de los estudiantes.

Estas tres asunciones producen efectos nocivos graves, de carácter diverso según la

historia personal de cada alumno.

El rechazo de lo afectivo otorga un valor incomparable a la objetividad y a la

razón. El efecto que el abandono de lo afectivo produce en los niños con un historial

de malos tratos es que se les disuade de que consideren sus sentimientos. Aprenden

a despreciar y a temer las emociones cuando otros las manifiestan. Este cultivo del

cinismo, aunque se pretende que tiene su valor para los negocios, no produce unos

individuos equilibrados, capaces de sacar provecho de sus relaciones con los demás.

A los chicos en especial se les alienta para que olviden sus posibilidades

afectivas y se centren en las capacidades cognitivas más valiosas y negociables. Es

en los alumnos varones en quienes el retraso afectivo es más frecuente, pues son

ellos quienes tienen más posibilidades de subvertir el afecto lo suficiente para

concentrarse en lo cognitivo. Sacan buenas notas, pero al precio del conocimiento de

sí mismos. La expectativa de que serán dominantes es una promesa de patriarcado

incumplida (Orr, 1993) y muchos jóvenes arrastran traumas infantiles no superados

asociados con el poder y el control. Un curriculum que se centre en el aprendizaje

cognitivo no proporciona ningún cauce para la comprensión de uno mismo.

Los niños que han sufrido malos tratos, sea en la escuela o en otros ámbitos

de su vida, son más vulnerables aún al perjuicio que conlleva la separación de lo

cognitivo, como algo valorado, y lo afectivo, devaluado. Para ellos, esta separación

es menos posible. Muchas veces son incapaces de centrarse en lo cognitivo porque

están abrumados por lo afectivo, por eso no les va bien en la escuela. Además,

aceptan la culpa de su incapacidad para el trabajo cognitivo. Piensan que tienen algo

malo: interiorizan la responsabilidad tanto de los malos tratos como de su

incapacidad para afrontarlos. La desatención de lo afectivo en nuestras escuelas

enseña a los niños a enmascarar sus sentimientos y a renegar de sus emociones:

No se me había enseñado a criticar el mundo tal como yo lo veía. Por el contrario,

los muchos años de aprendizaje acrítico y memorístico me enseñaron la forma de

no saber (Brookes, 1992, p. 2).

El olvido del aspecto afectivo agrava también de otras maneras los problemas

de malos tratos. Los niños buscan ayuda y protección en los adultos. Desde el

momento en que lo afectivo se rechaza en la escuela, los profesores no tiene acceso

a la información sobre los malos tratos que el niño está sufriendo. Como Tite

descubrió, la mayoría de los profesores prefieren no saber. Muchos de ellos creen

que su responsabilidad con el niño termina con el desarrollo de los aspectos

cognitivos. Al ignorar lo afectivo, y al no proporcionar un cauce para el análisis de las

respuestas afectivas, los profesionales de la escuela convencen sin querer a sus

alumnos de que las desigualdades y los malos tratos que sufren son normales y

aceptables, ya que, si no lo fueran, ¿no los condenarían y los corregirían quienes

tienen autoridad sobre ellos? (Brookes, 1992).

Resulta paradójico que un curriculum adaptado para que incluyera lo afectivo

probablemente aumentaría los conocimientos cognitivos. Profesores y alumnos se

darían cuenta de los beneficios de las capacidades cognitivas si los alumnos

supieran relacionar la información con su vida personal y emplearla de forma

significativa. La atención a lo afectivo también animaría a los alumnos y a sus

profesores a reconocer aquellas prácticas abusivas y aquellos actos que constituyen

un abuso de poder. Si a los niños se les enseñara a reconocer los malos tratos que

sufren en su propia vida, podrían comprender que no son responsables de las

acciones abusivas de los demás. Profesores y alumnos "buscando juntos la realidad"

(Freiré, 1970) podrían también analizar las estructuras de dominio y sumisión en

otros aspectos de la sociedad.

El olvido voluntario de lo personal está alimentado por una sociedad

deshumanizada y contribuye a su vez a esta deshumanización. Mientras los hechos,

las palabras y los números constituyan un tesoro y se menoscaben y desalienten los

sentimientos personales, los niños seguirán convirtiéndose en personas adultas que

creen que los hechos, las palabras y los números constituyen los aspectos más

importantes de la vida. Hace ya mucho que la pedagogía está dirigida a lo que Perry

(1970) denominó un aprendiz de Tipo 2 -alguien que asume que todo conocimiento

es conocido o se puede conocer, y que siempre existe una respuesta correcta o

errónea. La idea de aprendizaje como maestría o dominio es ideal para la

transmisión de los valores culturales dominantes, pero es nociva para los alumnos

con una historia distinta o para aquellos que reconocen las limitaciones de este

modelo. Un aprendiz de Tipo 4 (Perry, 1970) muestra una idea de conocimiento

alternativa, y reconoce el aprendizaje como una habilidad vital que se debe aplicar a

la resolución de problemas personales y profesionales. Los niños que rehúsan

memorizar, que cuestionan las prácticas docentes e insisten en interpretaciones del

texto alternativas pueden sufrir la frustración dentro del sistema escolar, y ser causa

de frustración para sus profesores. Estos alumnos carecen del componente de la

obediencia de la pedagogía.

Una cuestión de obediencia

Una vez que somos conscientes del daño que el abuso de autoridad puede

causar a una persona joven, debemos volver a pensar en la inmunidad automática

que tradicional-mente se ha otorgado a quienes ostentan la autoridad. La única forma

de proteger a los niños del abuso de las autoridades es enseñarles a cuestionar las

acciones autoritarias y a comprender la dinámica de las relaciones que se basan en

el poder. Los padres y los profesores preocupados animan a los niños a que evalúen

a las personas que ostentan alguna autoridad, y a que cumplan sólo aquellas

exigencias que sean razonables y estén razonadas. Este tipo de formación tiene sus

inconvenientes porque muchos profesores no están habituados a la rebeldía

razonada, y lo más probable es que un "pensador crítico" en edad escolar resulte

sospechoso.

A medida que cada vez son más los alumnos que llegan a comprender la

posibilidad del abuso, progresivamente van sintiendo un mayor recelo hacia la

autoridad. Esto puede conducir a una serie de refriegas en torno a temas de poca

importancia y acabar en un clima de enfrentamiento en un aula en la que todos los

días se libran batallas por el poder. Alumnos y profesores pueden encontrar motivos

de confrontación inacables. Que se lleven gorras, las palabrotas, el tamaño de los

carteles, el proceso de recoger los trabajos, el ritual de comprobar los deberes -

cualquiera de estas cosas se puede convertir en un problema de disciplina grave.

Cuando los alumnos "se pasan de la raya", las autoridades de la escuela creen que

deben atajar la rebeldía desde el principio -antes de que se convierta en un

problema. Se atrincheran en su razón, del mismo modo que los alumnos lo hacen en

la suya. En esta lucha por el poder los estudiantes rara vez salen vencedores, ya que

la desobediencia les puede costar el derecho de asistencia a la escuela -y todos los

otros derechos que éste conlleva. Los intentos por mantener el control suponen

muchas veces un mal uso y un abuso del poder del profesor como guardián de la

puerta que da acceso al éxito.

Un problema importante que a los responsables de una escuela les plantean

los niños desobedientes es el modo de relacionarse con aquellos padres que no han

conseguido proporcionar la educación inicial en la obediencia o, lo que es peor, han

alentado la disconformidad razonada. Las autoridades escolares suponen a menudo

que los padres desean conformidad y disciplina férrea porque, en las estructuras

escolares actuales, esto se traduce en buenas notas. Se espera que los padres

estimulen a los alumnos para que cumplan las exigencias de la escuela con el fin de

alcanzar los honores, tales como la autoestima o el acceso a la universidad, que a la

escuela corresponde conceder. Aquellos padres cuya actitud ante la autoridad difiere

de la de quienes trabajan en la escuela pueden ser considerados por las autoridades

escolares, en el mejor de los casos, ignorantes o no colaboradores, y en el peor,

unos padres ineptos. La autoridad de la escuela como sede en la que se dispensan

las normas que rigen en la sociedad sirve para acallar las objeciones de las familias

individuales. Así es sobre todo cuando la familia no es de origen blanco y de clase

media.

En cuestiones de obediencia, el tema del racismo no suele estar ausente. Los

padres que están marginados del sistema escolar no están en situación de proteger

a sus hijos de la violencia sistémica. Tal vez se trate de un niño dotado pero

reticente, o de un niño autista mal diagnosticado, pero el caso es que muchos niños

no cuentan con la protección que supone la amenaza de la intervención de los

padres. Cuando las víctimas de la violencia sistémica son estos niños, no tienen

quien les defienda de sus daños.

Los actos que exigen una conformidad irracional hacen que los alumnos

desarrollen una profunda conciencia de las posibilidades de abuso que tienen

quienes ostentan el poder. Muchos lo aceptan porque así es como funciona el

mundo, pero otros desafían a la autoridad cuando ésta se utiliza sin respeto ni

sensibilidad. Una vez que los alumnos han aprendido que no siempre se puede

confiar en que las personas que ocupan puestos de autoridad vayan a hacer lo que

se les ha confiado, la relación entre alumno y profesor cambia. Algunas prácticas

escolares son indefendibles, sin embargo el poder legal está en la escuela. Los niños

que han sido educados para que piensen de forma crítica no entienden estos

arreglos. Lamentablemente, no es probable que este tipo de niños ganen sus

causas. Se encuentran excluidos de la escuela sin que sus quejas hayan sido

atendidas. Cuando estos alumnos quedan expulsados del sistema educativo sufren,

ellos y la sociedad, ya que la carencia de una educación afecta a su posible

contribución al futuro.

Por tu propio bien: el castigo

La educación obligatoria, que funciona mediante grados que se basan en

grupos de edad, exige que los profesores atiendan las necesidades de un gran

número de niños que se encuentran aproximadamente en el mismo nivel de

desarrollo. En la guardería, esto supone atar 30 pares de zapatos y encontrar 30

pares de mitones. En la escuela primaría, los maestros deben ocuparse de 30

alumnos que compiten por los mismos recursos-columpios, balones de baloncesto,

cajas de pinturas u ordenadores-todos al mismo tiempo. Cuando el grupo ha llegado

al ciclo medio de primaria, se espera del maestro que eduque a 30 personas para

que superen los cambios que experimentan en sus vidas y la mayor presión que

reciben de sus semejantes. No cabe extrañarse que persistan en las aulas los

métodos de control draconianos. Muchos de los castigos pretenden imponer la

obediencia; en el niño, por medio del castigo que se le impone; en los demás,

mediante el ejemplo. Tal vez los maestros no aprueben en su fuero interno el castigo,

pero es posible que estén obligados a aplicar unas medidas de control porque no

existe otra alternativa. Es obligación de los maestros preservar un entorno de

aprendizaje seguro, y esto suele significar que el conflicto entre profesor y alumno se

resuelva mediante el castigo y otros instrumentos de control auspiciados por la

administración. Si a ello se le añade el aburrimiento y la repetición del aprendizaje

memorístico y rutinario, no hay que sorprenderse de que existan desacuerdos entre

profesores y alumnos. La imagen física del aula y de su contexto exige que se

mantenga el orden por la fuerza.

El control

Cuando se juntan los alumnos en el aula, surge una necesidad evidente de

algún sistema de control, y la autoridad del personal de la escuela para poder

castigar a los alumnos es refrendada por la ley. Las autoridades escolares tienen

derecho a "corregir" a los alumnos -aunque esa corrección suponga una violencia

física. En Canadá, todo esto se halla escrito en el Código Penal. El artículo 43

dispone que:

Cualquier maestro, padre o madre o persona que le sustituya, tiene derecho a

emplear la fuerza para corregir a un alumno o a un hijo, según el caso, que esté a

su cuidado (en la redacción original,'su' tiene significado exclusivamente

masculino), si la fuerza no excede a lo que sea razonable en las circunstancias

dadas (Martins Annual Criminal Code, 1996, p. 86).

Directores y profesores tienen el derecho legal de obligar a los alumnos a que

cumplan deberes incluso carentes de sentido, si creen que son "por el propio bien"

de los alumnos (Miller, 1990b). Aunque se reconoce el derecho del profesor a pegar

al alumno, los consejos escolares de muchas escuelas han prohibido esta práctica

mediante disposiciones de los consejos locales. Pero el castigo, sea físico o de

cualquier otro carácter, sigue siendo un aspecto importante de la educación.

El análisis que Alice Miller (1990a, 1990b, 1990c) realizó del castigo como una

forma de maltrato infantil, deconstruyó los procesos que empleamos para controlar a

los niños, a la vez que examinó los motivos personales que nos mueven a seguir

utilizando el castigo. Miller (1990b) indicó que aquellos que creen en el castigo de los

niños porque es "para su propio bien", asientan sus actos en una forma mucho más

equivocada de entender aquello que les ocurrió cuando ellos eran niños. Para Miller,

la aceptación de métodos autoritarios de castigo por parte de la sociedad forma parte

de un ciclo de malos tratos.

El ciclo se inicia cuando unos padres bienintencionados, que fueron

castigados por sus propios padres, castigan a sus hijos. El castigo es incongruente

con otras creencias que los padres han defendido previamente y, por consiguiente es

incomprensible para los niños. El castigo y los valores de los padres se contradicen.

Por un lado, los padres proclaman que aman a sus hijos y que quieren para ellos lo

mejor. Han determinado que las normas de la justicia establecen que los grandes no

hieren a los pequeños. Pero, por otro lado, muchas veces de forma bastante literal,

los padres incumplen sus propias reglas. Los hijos responden al castigo evitando

razonar la iniquidad y las contradicciones de la situación. Asumen que merecían el

castigo, que era de justicia, y que las personas mayores deben obrar así con los

niños porque les quieren y desean evitar que se conviertan en unas malas personas.

El enfado y el dolor momentáneos se subliman con estos argumentos más nobles.

Años después, cuando estos niños se encuentran en una situación de autoridad

sobre otros niños, les queda un rescoldo de enojo, resentimiento y de razón propia

que desean repartir entre la nueva generación. Así se perpetúa el ciclo. El derecho a

castigar se transmite a la siguiente generación sin pensar en la justicia del proceso ni

considerar otras formas de abordar las faltas menores.

El uso del "poder del profesor" (Gordon, 1974), con el que los profesores

emplean métodos autoritarios para controlar a los alumnos, a menudo se traduce en

un ciclo negativo que en última instancia perjudica al alumno, pero que también es

nocivo para el profesor. Con el castigo se puede conseguir la docilidad de algunos

alumnos, pero sus consecuencias son actos de agresión por parte de los demás. La

espiral de luchas por el poder hace perder tiempo y malgasta energías. Los alumnos

inmersos en esta espiral aprenden a utilizar el poder: "Es probable que se conviertan

en tiranos y que, en su despotismo, desprecien los sentimientos, las necesidades y la

propiedad de los demás" (Gordon, 1974, p. 212).

Las experiencias negativas de relaciones de poder producen en los varones

unos efectos distintos de los que producen en las mujeres. Los muchachos que están

sujetos a unas relaciones de poder con los adultos desiguales intentan restablecer su

propio dominio mediante la violencia con los demás. En el caso de las muchachas,

es más probable que dirijan esa violencia hacia ellas mismas por medio de diversas

conductas autodestructivas (Steinem, 1992). Pero en unos y en otras, la delincuencia

puede ser el efecto retardado de la agresión infantil reprimida.

Las biografías de los delincuentes [...] nos proporcionan gran cantidad de

información sobre el origen de la conducta criminal [...]. Si los padres no

consiguen respetar y satisfacer las necesidades de sus hijos, éstos trasladarán

más tarde sus exigencias a otras personas y a otras instituciones. Con la violencia

o la manipulación tratarán de forzar que el mundo en general respete y satisfaga

sus necesidades, cuando éstas estarán ya pervertidas (Stettbacher, 1991, pp.

107-108).

En vez de colaborar en el ciclo de la violencia sistémica, las escuelas podrían

servir como instrumentos para ayudar a los niños a afrontar su enojo y sus

sentimientos no resueltos. Esto posibilitaría que surgieran "sentimientos positivos,

que no se basan en la negación ni en el sentido de obligación o de culpa" (Miller,

1990c, p. 23).

Reflexiones sobre el castigo en la escuela

Miller (1990a) sostiene que, para interrumpir el ciclo del castigo, las personas

mayores deben analizar su propio pasado con el fin de comprender lo que vivieron

durante su infancia y evaluar sus interacciones con los niños. Como lo describe

Miller: "Sólo aquellos que son víctimas de este tipo de actos y permiten que sigan

produciéndose de forma impune corren el peligro, como consecuencia de ello de

destruir las vidas de otras personas" (1990a, p. 191). Brookes (1992) también

recalcaba que la educación debería facilitar la interpretación personalizada de las

experiencias vitales, para que los alumnos pudieran reconocer y afrontar los malos

tratos, la injusticia y la desigualdad. Sólo cuando los alumnos hayan resuelto todos

estos temas estarán preparados para abordar el conocimiento cognitivo.

Si quienes se inician en el ejercicio de la docencia deben concienciarse de los

posibles peligros que se derivan de un pasado no analizado es necesario un proceso

por el que puedan reflexionar sobre sus propias experiencias educativas. En mi

clase, los alumnos de ciencias de la educación tienen la oportunidad de exponer

incidentes ocurridos en su propia vida escolar y que tuvieron una importancia

fundamental, y reflexionan en grupos pequeños sobre las emociones, los motivos y

las cuestiones que esos hechos suscitan. El propósito inicial de este proceso era

ejercitar la capacidad de relacionar los recuerdos personales de la escuela con la

práctica docente actual. No se trataba de hacer un análisis sobre el poder y el

castigo. Sin embargo, sorprende cuan omnipresentes son estos temas en los relatos

que los alumnos hacen de su vida escolar. He reunido sus historias como una serie

de incidentes, y de momento no han sido publicadas, pero me referiré aquí a ellas

empleando un número para cada una.

Es habitual que a los alumnos les asombre la intensidad de la emoción que les

produce el recuerdo de esos incidentes. Como decía un alumno: "Al recordar hoy

este suceso que ocurrió hace más de 14 años, todavía se me hace un nudo en el

estómago" (Incidente 55). A otros les sorprendía pensar que lo que les había ocurrido

podía ser algo abusivo. Los alumnos que habían suspendido y que habían tenido que

repetir algún curso insistían de forma especial en el poder que habían recuperado al

recordar la experiencia mediante este ejercicio. Muchos estudiantes nunca habían

puesto en entredicho los actos de los adultos implicados en los incidentes y habían

asumido la culpa de su fracaso. Algunos hablaban del poder "redentor" que tiene

hablar sobre estas experiencias desde la seguridad de la madurez:

Era muy emocionante tanto leer las peores experiencias escolares propias

como escuchar las de los demás. Podía identificarme con el dolor y la vergüenza que

otros sufrían, y en cierto modo te das cuenta de que no estás solo. Sin embargo, en

general es algo que asusta, debido a los efectos evidentes que estas experiencias

han producido en toda nuestra vida: los complejos que hemos desarrollado y la

intensidad del sentimiento permanecen (Incidente 73).

Elementos del castigo

Probablemente no haya que sorprenderse de que muchas de las "peores

experiencias escolares" tuvieran algo que ver con el castigo. El aspecto físico del

castigo era evidente; había azotes, tirones de oreja, pellizcos en la mejilla y

palmadas en el trasero. Había también incidentes en los que los profesores

despreciaban la intimidad y los espacios privados de los alumnos, y empleaban otros

métodos de control que podían haber sido igualmente perniciosos. Los estudiantes

hablaban de que les habían humillado, aislado, avergonzado y marginado.

En algunos casos, lo que molestaba era la forma en que se había

administrado el castigo. Una alumna describía un castigo del que había sido testigo:

La maestra y el alumno estaban de pie enfrente de la clase y ella empleaba toda

su fuerza al golpearle las palmas de las manos al chico... éste tenía los ojos

inundados de lágrimas. Tan humillado estaba; y la maestra seguía pegándole

(Incidente 47).

Muchas veces los estudiantes se quejaban del carácter público del castigo,

más que del propio castigo. A una chica de quinto grado le golpearon con un palo en

las nalgas delante de la clase (Incidente 64). Otra decía:"Me sentí avergonzada y

herida porque me lo hizo delante de todas mis compañeras" (Incidente 58).

La parte más desconcertante de los episodios que relataban los alumnos era

la variedad de infracciones menores que habían sido motivo de castigo. Un alumno

había recibido unos azotes porque durante varios días no había terminado los

deberes (Incidente 47). A otro no le habían dejado entrar en clase por la misma razón

(Incidente 53). A unos alumnos les habían pegado por no cantar (Incidente 60) o por

no hablar (Incidente 62) lo suficientemente alto, por no entender los deberes de

matemáticas (Incidente 63), y por no tomarse el zumo (Incidente 54). A dos alumnos

les habían dado unas palmadas en el trasero delante de la clase porque estaban

riéndose después de terminar el trabajo que les habían puesto (Incidente 57). A los

alumnos de una clase les habían "aplastado los dedos en el pupitre" por no coger

bien el lápiz (Incidente 61). Los recuerdos de estos recién licenciados contenían una

buena dosis de imágenes de adultos pegando a niños por faltas más bien triviales.

Algunas veces a los alumnos se les había castigado por error, por cosas que

no habían hecho. A una alumna la sacaron de la fila y la mandaron al despacho de la

directora por hablar. La culpable había sido la chica que estaba detrás de ella, y lo

reconoció. La primera alumna descubrió que la otra lo había confesado, pero ni la

maestra ni la directora se disculparon (Incidente 12). En otros incidentes se acusaba

falsamente a los niños de decir palabrotas (Incidente 36), de fingir heridas (Incidente

27), de decir motes (Incidentes 4 y 102) y de pegar a los compañeros de clase

(Incidente 93).

El castigo se agravaba cuando los alumnos no estaban seguros de por qué se

les castigaba (Incidente 58), o no sabían cómo corregir sus faltas. Una alumna a la

que no se le permitió entrar en clase hasta que hiciera de nuevo sus deberes,

explicaba así su contrariedad:

Sabía que se suponía que debía hacer el trabajo de nuevo, sólo que ahora lo

debía hacer bien. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Yo creía que lo que había hecho la

primera vez estaba bien. ¿Qué había hecho mal? Al menos que me lo hubieran

dicho (Incidente 53).

Las luchas de poder solían acabar en amenazas de expulsión de clase al

alumno. Un profesor bajó de 82 a 49 la nota de biología de una alumna porque no

había copiado la pregunta y en la respuesta no empleaba frases completas. Cuando

la alumna se le acercó, el profesor le dijo que esperaba que para Navidad la mitad

del grupo abandonaría la clase, y que si "persistía en este talante de

irresponsabilidad, sería una de ellas" (Incidente 49). Otra alumna pidió ayuda al

suspender el primer examen de matemáticas. Le dijeron que "nunca llegaría a nada

en sus estudios ni haría nada de bueno de sí misma", de modo que bien podía

abandonar ya las matemáticas.

Para muchos estudiantes las dolorosas experiencias eran el resultado de las

separaciones a que les obligaban por sus "necesidades especiales". A un alumno,

diagnosticado como hiperactivo "(le) castigaron a permanecer en el rincón del aula y

arrastraron una estantería para colocarla como muro de separación entre la clase (y

él)" (Incidente 52). En algunos recuerdos de los estudiantes aparecían castigos por

hacerlo demasiado bien. En una historia increíble, a una alumna de quinto grado le

dieron una unidad de estudio independiente para que la trabajara. La terminó pronto

y trató de entregársela al profesor, pero éste se negó a aceptarla. Mandó a la alumna

al despacho del director, la reprendieron por ir adelantada y se le dijo que hiciera otro

trabajo, pero que fuera al ritmo de la clase.

Las respuestas de los estudiantes a todos estos incidentes eran unos

sentimientos vehementes de enojo dirigido a cada uno de los profesores y al propio

sistema educativo. Algunos respondían con el autoodio o el aborrecimiento del

aprendizaje. Otros hablaban del deseo de escapar. Por ejemplo, el niño que azotaron

delante de toda la clase por no haber terminado sus deberes se sentó tranquilo

durante unos pocos minutos y salió corriendo del aula después de proferir unas

cuantas blasfemias. Como lo describían sus compañeros de clase: "El profesor se

quedó estupefacto ante la reacción del chico" (Incidente 47). Normalmente los

alumnos se limitaban a reservarse las emociones para "odiar al profesor desde ese

día en adelante" (Incidente 59). Algunas veces el resultado del castigo era la burla y

el ridículo por parte de los compañeros de la clase, lo cual hacía que los alumnos

odiaran tanto al profesor como a los compañeros (Incidente 52).

Los casos más trágicos son los que Alice Miller (1990b) presentaba como

ejemplo de interiorización de la culpa. Tanto si el castigo era merecido como si no,

los niños aprendían a despreciar. Se sentían "inseguros y estupidos" (Incidente 69):

Todo lo que se me ocurría era que yo debía ser estúpido o malo. ¿Por qué, si no,

iba a castigarme de este modo? O no le gustaba o es que yo era tonto. Pero

pensaba honradamente que le gustaba. Debía ser tonto (Incidente 53).

Era evidente que en los recuerdos de estos incidentes no existía por parte de

los estudiantes tanta repulsa hacia ellos que les hiciera aborrecer el aprendizaje o

abandonar los estudios. Lograron sobrevivir lo suficiente para conseguir licenciarse y

comprometerse con la educación hasta el punto de planteársela como profesión. Sin

embargo, incluso en estas personas, los recuerdos de los castigos han afectado a

sus carreras:

El sistema escolar ha servido para erradicar el amor que sentía por el aprendizaje

y el orgullo por mi trabajo y por mí mismo. Poco a poco me ha convertido en una

máquina cuyo espíritu se ha perdido en la batalla por ser el mejor.

Las fuentes de la violencia

Las políticas y las prácticas que van asociadas con la estandarización, la

pedagogía excluyente y el castigo impiden el aprendizaje y también pueden

favorecer un clima de violencia. Esas mismas prácticas contribuyen a la

deshumanización, la estratificación y los malos tratos, que son sistemáticamente

violentos y hacen que los alumnos respondan de forma violenta. Algunas veces el

objetivo de la violencia son los profesores y los administradores, pero con más

frecuencia se dirige contra los compañeros y contra uno mismo.

La deshumanización

La violencia sistémica empieza con la expectativa de que todos los alumnos

de una edad similar deben y pueden aprender las mismas cosas. Se les sitúa en

grupos numerosos con compañeros de su misma edad y a los profesores se les

obliga a adoptar unos sistemas de control y unas costumbres que mejor sería

reservarlos para el ejército, el mundo del trabajo o las instituciones penitenciarias. El

propio número de alumnos por grupo ya contribuye al alejamiento del profesor y del

administrador, pero la deshumanización está asegurada además por la convicción,

por parte del personal de la escuela, de que su trabajo consiste en contribuir al

desarrollo cognitivo de los alumnos, y de que el desarrollo de lo afectivo está en

mejores manos si se reserva para la familia, la comunidad o la iglesia. La realidad es

que para muchos niños estas instituciones han dejado de existir.

La organización de la escuela se basa a menudo en unas orientaciones

militares con las que se pretende controlar unos grupos numerosos de alumnos de

parecidas capacidades. Influidas tanto por los usos militares como por los

empresariales, las escuelas adoptan unas estructuras burocráticas opresoras

(Watkinson, 1993). Poco es lo que pueden hacer los profesores para cambiar esta

realidad; asumen su trabajo, con la confianza de actuar in loco parentis, y se

encuentran actuando como lo haría el guardia de una prisión. En la búsqueda de la

conformidad, se controlan las idas y venidas de los alumnos se les exige que lleven

los pases para entrar en la escuela y que pidan permiso para salir del aula. Se les

dirigen las actividades, que deben completar en un tiempo determinado, y se les

programa el aprendizaje en periodos de trabajo seguidos de breves descansos. Esta

reglamentación precisa de normas y castigos, y de modelos administrativos que se

asientan en unas relaciones de poder diferenciado. Los directores y los profesores

son los sustitutos en la escuela de los gestores y los supervisores, y los alumnos

asumen el papel de trabajadores que cumplen los antojos de sus capataces o que

sufren sus consecuencias (Watkinson, 1993).

Cuando se imparte la educación de forma rutinaria, se ritualiza la desatención

de las necesidades individuales. La aplicación de un curriculum eurocéntrico, de un

grado a otro, de un grupo estándar a otro grupo estándar, poco sirve para reconocer

la individualidad. La deshumanización de la escuela burocrática se pone de

manifiesto en un entorno envenenado en el que no sólo no existe preocupación por

el individuo, sino que se alienta la marginación y la hostilidad. El resultado es la

violencia del "sentido común", la violencia que se acepta porque se esconde detrás

de la "trivialidad de las acciones y las prácticas normales y ordinarias que (la) hacen

invisible" (Watkinson, 1993, p. 17). A pesar de la disciplina estricta y de los intentos

de control, la hostilidad entre los alumnos se hace endémica, en parte debido a que

los funcionarios de la administración no están dispuestos a intervenir (Larkin, 1994),

y en parte porque las actividades se aceptan como "normales". Muchas de las

actividades que incomodan a los alumnos, y que éstos rechazan porque les intimidan

personalmente, sus profesores las llaman actividades "normales" porque se realizan

muy a menudo. Cuando en cierta ocasión me quejé, como madre de la "pantalonada"

(la costumbre que tienen los niños de agarrar los pantalones de otro niño y

bajárselos en público), me dijeron que era algo "normal" porque todos lo hacían.

"Normal" no equivale a "correcto".

La deshumanización se encuentra también en la separación entre el desarrollo

cognitivo y el afectivo, y en las estructuras burocráticas con las que se pretende

mantener a los estudiantes "en su sitio". Se fomenta que los profesores traten a los

alumnos como entes sin rostro y sin voz, cuyas diferencias y dificultades individuales

no importan en la aplicación de las normas y las reglas. Los individuos pierden su

importancia como tales y, en este proceso, se niega también la importancia de las

personas en general.

La estratificación

La deshumanización afecta a todos los niños que están dentro del sistema

escolar, pero es más perjudicial aún para aquellos que son los "otros". Cuando los

niños descubren que unas personas son las privilegiadas y otras son los "otros",

aprenden que el sexismo y racismo son algo normal. Para que los alumnos

aprendieran el equilibrio que constituye la base de la distribución de los recursos,

sería necesario un examen crítico de todos los aspectos de la vida -los procesos, las

situaciones y las circunstancias en las que uno se encuentra diariamente. Esto

exigiría la deconstrucción de mucho de lo que se considera "normal" en nuestros

sistemas escolares. La definición de "normal" ofrece una imagen distorsionada del

ser humano en sus primeros años, en la que se incluyen los aspectos de una

sociedad que es relevante únicamente para una porción masculina, pequeña y

eurocéntrica de la población. Este criterio sirve para clasificar y descartar a la

mayoría de la población, y llega incluso a estigmatizar a muchos varones blancos.

Un proceso de diagnóstico supone que los alumnos que reúnen las

condiciones para estas clasificaciones se parecen más entre sí que al resto de los

niños, y sirve para estigmatizarles de tal forma que les impide aprender (Monteath y

Cooper en prensa). A ello se unen valores económicos: los alumnos que entran en la

clasificación disponen de más fondos del gobierno y tienen un acceso más fácil a los

recursos públicos. Los sistemas educativos confían en las clasificaciones y en los

procesos que están asociados con ellas para proporcionar unos programas

especiales y asegurarse el derecho a la financiación. Todo ello puede servir o no a

los mejores intereses de los niños implicados.

Las clasificaciones o etiquetas oficiales no son las únicas que se emplean en

nuestras escuelas. A un individuo se le denomina "un poco lento" o "indisciplinado".

Los profesores aceptan los estereotipos que se relacionan con las etiquetas de "buen

alumno" y "alumno con futuro". Esta clasificación más informal también es peligrosa

porque posibilita que la estratificación se extienda a ámbitos sexistas, racistas y

heterosexistas.

El privilegio de unos alumnos significa la privación de recursos para otros. La

distribución desigual de recursos se ha aceptado como algo de "sentido común" (Ng,

1993) durante tanto tiempo, que muchas veces pasa desapercibida y no se

cuestiona. Las actividades deportivas masculinas emplean una cantidad

desproporcionada de los recursos de la escuela. Los programas de ciencias,

matemáticas y tecnología siguen creciendo mientras se recortan los de música, arte

y ciencias del hogar. El privilegio puede reflejarse también en las costumbres, los

rituales y las relaciones que están presentes en nuestras aulas. El tiempo y la

atención del profesor, la oportunidad de hablar y el acceso a un refuerzo positivo

constituyen recursos que se pueden distribuir de forma injusta. La asignación

desigual de recursos, sean éstos físicos o algo efímero, supone que algunos

alumnos se vean privados de las oportunidades de aprendizaje que otros disfrutan.

Estas prácticas se manifiestan en pequeños incidentes cotidianos que

pretenden favorecer el aprendizaje, más que frenarlo. El efecto, intencionado o no,

es sistemáticamente violento. Mientras los profesores no estén dispuestos a

intervenir en las prácticas "normales" que separan a los niños y los reducen a sus

guetos, nunca cambiarán el racismo ni el sexismo de sentido común de nuestras

vidas.

La separación que delimita el privilegio es muchas veces un proceso

involuntario muy sutil. Por ejemplo, muchos profesores se muestran incrédulos

cuando se les presenta por primera vez la premisa de Sadker y Sadker (1994) de

que las chicas reciben un trato injusto en las escuelas. Los Sadker pueden demostrar

la existencia de parcialidad y lo hacen cuando tienen ocasión, pero la parcialidad es

tan sutil, tan de "sentido común" (Ng, 1993), que muchas personas no se dan cuenta

de ella. De los profesores que son inconscientes de su propia parcialidad no se

puede esperar que observen tratos de favor similares en los alumnos a los que

enseñan. De hecho, cuando los profesores tratan de "eliminar el patriarcado" (Lewis,

1993) y buscan en sus clases tendencias al favor androcéntrico, analizan con sus

alumnos las implicaciones del patriarcado y emplean prácticas integradoras se les

acusa a menudo de favorecer al elemento femenino (Lewis, 1993). Es difícil aplicar

las estrategias de una educación crítica en un contexto en el que la mayoría de los

profesores no se dan cuenta de la parcialidad existente o la aceptan.

La violencia sistémica está presente de forma particular en los alumnos que

aceptan una sexualidad que nuestra sociedad no acepta de forma incondicional. Los

niños que tienen tendencias homosexuales quedan marcados seriamente por la

forma en que se les trata en la escuela y por la forma en que se alienta la homofobia

(Harris, 1993). Esto daña a los niños hasta el extremo de que muchos jóvenes que

creen ser homosexuales pueden intentar suicidarse porque temen el rechazo de la

familia, los compañeros y los profesores.

Los malos tratos

La complicidad de la escuela permite que la violencia sistémica de la

deshumanización y la estratificación continúe. Los procesos que mantienen estos

aspectos de la violencia son factores que subyacen en la aceptación continuada de

los malos tratos físicos, emocionales, psicológicos y sexuales que los niños reciben

tanto en la escuela como en la sociedad. Las autoridades educativas son

responsables de los malos tratos infantiles en dos sentidos.

Por un lado, las escuelas son responsables de los malos tratos a los niños

porque ignoran, y por consiguiente aprueban, los abusos que sufren los niños fuera

del horario escolar. Ignoran los malos tratos cuando denuncian únicamente aquellos

casos que deben denunciarse, aquellos que son tan flagrantes, que no se pueden

ignorar. Los aprueban cuando no hablan de ellos en la escuela, cuando elaboran un

curriculum tan lleno de otras cosas, que no hay tiempo para el conocimiento personal

de los malos tratos. Cuando no consiguen ofrecer un entorno en el que los niños

maltratados pueden descubrir en qué consiste el maltrato y por qué se produce, las

escuelas imposibilitan que los alumnos reconozcan el abuso cuando ocurre de

verdad. El peligro de los malos tratos no está únicamente en ellos mismos, sino en la

interiorización de la culpa, el miedo, la autoaversión y la indefensión que los

acompañan. Si no se permite que los niños hablen de los malos tratos, de lo que son,

de sus culpables y de cómo se siguen produciendo, guardarán el odio y el enojo

hasta que se produzca su erupción de forma destructiva.

Por otro lado, las prácticas y los procedimientos aceptados que se siguen en

las escuelas son en sí mismos abusivos. Por tradición y según la ley, los profesores y

las otras autoridades escolares tienen derecho a emplear la violencia física para

mantener su autoridad. El poder de castigar físicamente a los niños ha disminuido a

medida que las diferentes jurisdicciones escolares han adoptado políticas en su

contra. Sin embargo, permanece el derecho a castigar, y los niños siguen siendo

castigados públicamente y estando sujetos a otras formas de humillación. El carácter

sistémico de los malos tratos es algo más que el uso físico y psicológico del poder

para controlar a los niños. La violencia sistémica conlleva también el uso de un

sistema de calificaciones que alienta la competencia, y de una pedagogía excluyente

para reducir en los niños el sentido del yo y degradar por omisión las culturas y las

tradiciones de aquellos que son los "otros".

La violencia sistémica es sutil. Los estudiantes se quejan de sus aspectos,

pero la educación autoritaria de los niños está tan incrustada en nuestra cultura que

muy pocos de nosotros, ni siquiera los niños que la padecen, estamos dispuestos a

condenarla. Ha "funcionado" durante cientos de años. Ha ayudado a estratificar,

controlar y organizar nuestra sociedad durante generaciones. Se ha hecho tan

endémica en nuestra idea de educación del niño, que quienes más afectados están

por ella la abrazan como la forma correcta de tratar a los niños y reclaman el derecho

de repetir los malos tratos en sus propios hijos. Los estudiantes a los que se les ha

enseñado a aceptar la autoridad, incluso por encima de la fuerza de la razón y el

respeto, están listos para malos tratos. Todos sienten los efectos de éstos. El daño

que se inflige al niño no acaba ahí, sino que queda justificado para todos aquellos

que se encuentren con ese niño en el futuro.

Cuando respondemos a la violencia de las escuelas, si es que respondemos,

lo hacemos a los niños que son violentos. Cuando un niño obliga a otro o a otra a

que se someta a sus antojos, lo llamamos extorsión; cuando un adulto hace lo mismo

con un niño, se llama corrección. Cuando un alumno pega a otro alumno, se trata de

una agresión; cuando un profesor pega a un alumno, lo hace por el "propio bien" del

niño. Cuando un alumno avergüenza, ridiculiza o desprecia a otro, es un acto de

hostilidad de acoso o de burla. Cuando lo hace un profesor, es una sana práctica

pedagógica.

Últimamente, muchos consejos escolares han adoptado unas políticas para

afrontar la violencia en las que se explicitan las consecuencias que deberán asumir

los alumnos que cometan actos violentos. La mayoría pertenecen a la norma de

"tolerancia cero", que establece que cualquier acto de violencia significará la

expulsión del centro. La escuela no admite a los alumnos que contravienen las

normas. Los hechos y las actividades que conducen al acto de violencia no son

importantes; en muchos casos ni siquiera se tienen en consideración. Lo que importa

es la reacción. El niño que responde de forma violenta a las provocaciones racistas

tiene más probabilidades de que le expulsen que el niño responsable de las

difamaciones. El niño al que acorralan en un rincón y responde con ira es

considerado tan violento como el alumno que acosa e intimida constantemente a sus

compañeros. La tolerancia cero prescinde de todos ellos (Lee, 1994).

Las reacciones de los alumnos a la violencia sistémica pocas veces se

manifiestan de forma física e inmediata. Por eso es difícil establecer una relación de

causa y efecto entre la violencia sistémica y el tipo de violencia que tiene lugar en la

escuela. Las respuestas a la violencia sistémica pueden manifestarse en forma de

rebeldía, abandono de obligaciones, retraimiento o adicción. Es posible que los

alumnos adopten comportamientos autodestructivos, que busquen el peligro, que se

cierren puertas y renuncien a oportunidades. La violencia contra los demás es más

evidente, y es más probable que se relacione con las acciones del profesor. En este

caso, la respuesta de los alumnos puede ser la hostilidad contra los profesores o los

compañeros. Pueden atentar contra la propiedad, o hacer pintadas en las paredes de

la escuela. Algunos de ellos quizá respondan con ataques verbales y físicos a los

profesores y a los administradores. Estos niños son apartados enseguida del sistema

escolar, antes de que puedan causar más daños.

Las lecciones de marginación y privilegio que los estudiantes aprenden en la

escuela, y la aptitud que se les asigna para darles un determinado puesto en la

jerarquía de la inteligencia tendrán repercusiones no sólo para esos niños, sino para

nuestra sociedad. El grado de aptitud que la escuela reconoce al alumno y su

historial académico desempeñan un papel de extrema importancia en las

oportunidades que las personas tendrán en la vida. Los alumnos que no han logrado

terminar la educación secundaria son muchas veces los maltratados o los

desobedientes que han preferido correr el riesgo de enfrentarse con la pobreza a que

les manejen. Desgraciadamente, este enfrentamiento con la pobreza es una apuesta

muy arriesgada, y suele ser ésta quien sale ganando.

La justicia sistémica

La violencia sistémica se lleva a cabo mediante una progresión de supuestos

que empiezan con la creencia de que es posible estandarizar a los alumnos, sus

capacidades y sus expectativas. Esta creencia permite que los responsables de la

escuela estratifiquen a sus alumnos, ignoren las diferencias individuales y dispensen

un trato homogéneo. Todo esto se hace con el convencimiento de que los alumnos

se beneficiarán, que aprenderán las lecciones valiosas, a pesar de las luchas por el

poder que se necesitan para imponer esta estandarización. Este sistema no sólo

retrasa el desarrollo personal y de todo el potencial propio, sino que perjudica

también a la sociedad. Los niños a quienes se les ha detenido el desarrollo mediante

prácticas perniciosas del sistema escolar no contribuyen a la sociedad en la forma en

que podrían haberlo hecho si el sistema educativo hubiera estado a la altura de las

expectativas. Si las escuelas tienen que desarrollar todo su potencial como

catalizadores en la creación de una sociedad más igual, hay que abordar el problema

de la violencia educativa sistémica.

En este libro abogamos por la justicia sistémica. Queremos un sistema en el

que todos los alumnos sean tratados honestamente y con justicia, y en el que todos

puedan alcanzar una madurez positiva y se sientan realizados en ella. Para abordar

la violencia sistémica en el nivel del sistema se requeriría un análisis crítico de los

valores y de las interpretaciones de todo lo que ocurre en las escuelas: un análisis de

lo que enseñamos, de la forma en que lo enseñamos y de cómo evaluamos la

enseñanza. Nos obligaría a considerar quién está incluido y quién está excluido, y los

procesos de la exclusión. Se necesitaría una reflexión completamente nueva sobre

qué es la educación, los objetivos de nuestros sistemas escolares, los procesos que

se emplean para alcanzar estos objetivos, y las consecuencias que se asocian con

estos procesos. Con el fin de hacer una completa valoración "problemática" (Carr y

Kemmis, 1986) de nuestros sistemas educativos, debemos empezar por otorgar a los

alumnos el privilegio de la pedagogía crítica.

La justicia sistémica exigiría unos cambios de actitud en todos los ámbitos de

la educación y un compromiso por parte de los profesionales de la escuela. El

proceso de pensar de nuevo las estructuras de la escuela debería ser,

necesariamente, un proceso colectivo. Como individuos, podemos empezar por la

esperanza de que al final se nos unirá toda la masa crítica que se necesita para que

se produzca el cambio. Nuestros hijos se lo merecen.