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PAULA HAWKINS ESCRITO EN EL AGUA Traducción de Aleix Montoto pInternacional

Escrito en el agua Col - PlanetadeLibros · Los hombres vuelven a atarla. Ahora, de otra forma: el pulgar de la mano izquierda al dedo gordo del pie derecho; el de la derecha, al

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PAULA HAWKINS

ESCRITO EN EL AGUA

Traducción de Aleix Montoto

pInternacional

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Era muy joven cuando me partieron en dos.

Hay cosas que uno debería olvidar;otras que no.Las opiniones difieren al respecto.

Emily Berry, The Numbers Game

Ahora sabemos que los recuerdos no están fijos nicongelados, como los tarros de conservas en laalacena que menciona Proust, sino que se transforman, se disgregan, se reensamblan y se recategorizan concada acto de recordar.

Oliver Sacks, Alucinaciones

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El Pozo de las Ahogadas

Libby

—¡Otra vez! ¡Otra vez!Los hombres vuelven a atarla. Ahora, de otra forma: el pulgar de

la mano izquierda al dedo gordo del pie derecho; el de la derecha, al del izquierdo. La cuerda alrededor de la cintura. Esta vez son ellos quienes la meten en el agua.

—¡Por favor! —comienza a suplicar ella, pues no sabe cuánto tiempo más va a poder soportar la negrura y el frío.

Quiere regresar a una casa que ya no existe, a una época en la que ella y su tía se sentaban delante de la chimenea y se contaban historias la una a la otra. Quiere estar en la cama de su casita de campo, quiere volver a ser niña y a disfrutar del olor a leña quemada y de la fragancia de las rosas y la dulce calidez de la piel de su tía.

—¡Por favor!Se hunde. Para cuando la sacan del agua por segunda vez, tiene

los labios morados y su aliento ya se ha extinguido por completo.

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PRIMERA PARTE

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Jules

Querías decirme algo, ¿no? ¿Qué era? Tengo la sensación de que desconecté de esta conversación hace mucho tiempo. Perdí la con-centración, estaba pensando en otras cosas, preocupándome de mis asuntos, dejé de escucharte y perdí el hilo. Bueno, ahora ya tienes mi atención. Pero no puedo dejar de pensar que me perdí algunas de las cuestiones más significativas.

Cuando vinieron a decírmelo, me enfurecí. Al principio me sentí aliviada, pues cuando dos agentes de policía aparecen en la puerta de tu casa justo cuando estás buscando el tiquete de tren para salir a trabajar, temes lo peor. Temí que le hubiera sucedido algo a alguien que me importara: mis amigos, mi ex, la gente con la que trabajo. Pero no tenía nada que ver con ellos, me dijeron, sino contigo. De modo que, por un momento, me sentí aliviada, y lue-go me contaron lo que había pasado, lo que habías hecho, que te habías arrojado al agua, y me sentí furiosa. Furiosa y asustada.

Comencé a pensar en lo que te diría cuando llegara, pues sabía que lo habías hecho para fastidiarme, para molestarme, para asus-tarme, para desestabilizar mi vida. Para llamar mi atención y lle-varme de vuelta allí adonde querías que estuviera. Pues aquí lo tienes, Nel, lo lograste: estoy en el lugar al que nunca quise regresar para ocuparme de tu hija y para tratar de resolver el maldito lío que armaste.

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LUNES, 10 DE AGOSTO

Josh

Algo me despertó. Cuando me levanté de la cama para ir al baño, vi que la puerta de la habitación de mamá y papá estaba abierta y, al mirar adentro, me di cuenta de que mamá no estaba en la cama. Papá estaba roncando como siempre. El despertador indicaba que eran las 4:08. Supuse que mamá debía de haber bajado al primer piso. Le cuesta dormir. Últimamente les cuesta a ambos, pero él toma unas pastillas tan fuertes que uno podría acercarse a su cama y gritarle al oído y no lograría despertarlo.

Fui al primer piso procurando no hacer ruido porque por lo general prende el televisor y se queda dormida viendo esos comer-ciales realmente aburridos sobre máquinas que lo ayudan a uno a perder peso o a limpiar el suelo o a cortar los vegetales de muchas formas distintas. Pero el televisor no estaba prendido y ella no se encontraba en el sofá, de modo que debía de haber salido de casa.

Lo hizo algunas veces. Pocas, que yo sepa, aunque tampoco puedo estar al tanto de dónde se encuentra todo el mundo a cada momento. La primera vez me dijo que sólo había ido a dar un pa-seo para despejar la mente, pero hubo otra mañana en la que me desperté y, al mirar por la ventana, vi que el carro no estaba par-queado donde solía.

Seguramente va a pasear a la orilla del río o a visitar la tumba de Katie. Yo lo hago de vez en cuando, aunque no en mitad de la no-che. Me daría miedo hacerlo en la oscuridad y, además, me sentiría raro, pues eso es lo que hizo la propia Katie: se levantó en mitad de

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la noche y fue al río y ya no volvió. Aun así, comprendo por qué lo hace mamá: es lo más cerca de ella que puede estar en la actuali-dad, aparte de, tal vez, sentarse en su habitación, otra cosa que sé que en ocasiones hace. La habitación de Katie está al lado de la mía y a veces puedo oír llorar a mamá.

Me senté en el sofá para esperarla, pero debo de haberme que-dado dormido porque cuando oí la puerta ya había luz y, al mirar el reloj de la repisa de la chimenea, vi que eran las siete y cuarto. Oí cómo mamá cerraba la puerta tras de sí y luego subía corriendo la escalera.

La seguí al piso de arriba y me paré delante de su habita-ción, mirando a través de la puerta entreabierta. Ella estaba de rodillas junto a la cama, en el lado de papá, y tenía el rostro enroje-cido como si hubiera estado corriendo. Con la respiración jadean-te y sin dejar de sacudirle el hombro, dijo:

—Alec, despierta. Despierta ya. Nel Abbott está muerta. La en-contraron en el agua. Se arrojó.

No recuerdo haber dicho nada, pero debo de haber hecho al-gún ruido, porque ella se volvió hacia mí y se puso de pie.

—¡Oh, Josh! —exclamó acercándose—. Oh, Josh... —Las lá-grimas comenzaron a caer por su rostro y me abrazó con fuerza. Cuando me aparté de ella todavía estaba llorando, pero también sonreía—. Oh, cariño —dijo.

Papá se incorporó en la cama, frotándose los ojos. Le cuesta horrores despertarse del todo.

—No lo entiendo. ¿Cuándo...? ¿Quieres decir anoche? ¿Cómo lo sabes?

—Salí a comprar leche —respondió ella—. Todo el mundo es-taba comentándolo... en la tienda. La encontraron esta mañana. —Se sentó en la cama y empezó a llorar otra vez.

Papá le dio un abrazo, pero ella estaba mirándome a mí, y él tenía una extraña expresión en el rostro.

—¿Adónde fuiste? —le pregunté—. ¿Dónde estabas?

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—A comprar, Josh. Acabo de decirlo.«Estás mintiendo —Quise contestarle—. Estuviste afuera va-

rias horas. No fuiste a comprar leche». Quise decirle eso pero no pude, porque mis padres estaban sentados en la cama mirándose entre sí, y parecían felices.

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MARTES, 11 DE AGOSTO

Jules

Lo recuerdo. Cojines apilados en el centro del asiento trasero de la casa rodante para delimitar la frontera entre tu territorio y el mío, de camino a Beckford para pasar el verano, tú nerviosa y excitada —te morías de ganas por llegar—, y yo con el rostro verde a causa del mareo e intentando no vomitar.

No es sólo que lo haya recordado, es que además lo sentí. Esta tarde sentí ese mismo mareo mientras iba encorvada sobre el ti-món como una anciana, conduciendo rápido y mal, desplazándo-me al centro de la carretera al tomar las curvas, frenando con excesiva brusquedad, corrigiendo el rumbo cada vez que veía un carro en dirección contraria. Noté esa cosa, esa sensación que ten-go cuando veo una camioneta blanca viniendo en sentido contra-rio por una de esas estrechas carreteras y pienso: «Voy a girar el timón, voy a hacerlo, voy a invadir su carril. No porque quiera, sino porque debo hacerlo», como si en el último momento perdie-ra la voluntad. Es como esa sensación que uno tiene cuando se acerca al borde de un precipicio o del andén de una vía de tren y siente que lo empuja una mano invisible. ¿Y si...? ¿Y si diera un paso adelante? ¿Y si girara el timón?

(Al fin y al cabo, tú y yo no somos tan distintas.)Lo que me sorprendió es lo bien que lo recordé. Demasiado

bien. ¿Cómo es que puedo recordar con semejante perfección las cosas que me sucedieron cuando tenía ocho años y, en cambio, me resulta imposible recordar si he hablado o no con mis colegas so-

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bre el cambio de fecha de la evaluación de un cliente? Las cosas que quiero recordar se me olvidan, y las que intento olvidar no dejan de llegar a mi mente. Cuanto más me acercaba a Beckford, más incontestable se volvió eso, y el pasado, sorprendente e ineludible, salió disparado hacia mí como los gorriones de un seto.

Toda esa exuberancia, ese increíble verde, el reluciente e inten-so amarillo de la aulaga de la colina, penetró en mi cerebro y trajo consigo un torrente de recuerdos: papá llevándome al agua cuan-do yo tenía cuatro o cinco años; tú saltando de las rocas al río, cada vez desde más y más altura; pícnics en la arenosa ribera del pozo; el sabor del protector solar en la lengua; ese gordo pez café que pes-camos en las lentas y cenagosas aguas que hay río abajo, más allá del Molino; tú regresando a casa con un hilo de sangre en una pier-na tras haber calculado mal uno de esos saltos y, después, mor-diendo un trapo mientras papá te limpiaba la cortada porque no ibas a llorar, no delante de mí; mamá ataviada con un vestido vera-niego de color azul celeste, descalza en la cocina, preparando avena para el desayuno, con las plantas de los pies de un café oscuro y herrumbroso. Papá sentado en la ribera del río, dibujando. O, más adelante, cuando éramos algo mayores, tú vestida con unos shorts de jean y la parte de arriba de un bikini bajo la camiseta, escapán-dote de noche para ver a un chico. No uno cualquiera, sino el chi-co. Mamá, más delgada y frágil, durmiendo en el sillón de la sala, papá desapareciendo para dar largos paseos con la esposa del pas-tor, rolliza, pálida y siempre de sombrero. Recuerdo también un partido de fútbol. Los calientes rayos del sol sobre el agua, todas las miradas sobre mí y yo parpadeando para contener las lágrimas, con sangre en los muslos y las risas de los demás resonando en mis oídos. Todavía puedo oírlas. Y, por debajo de todo eso, el rumor de la corriente.

Estaba tan profundamente absorta en esas aguas que no me di cuenta de que había llegado. Ahí estaba, en el corazón del pueblo. Sucedió tan de repente como si hubiera cerrado los ojos y me hu-

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bieran trasladado por arte de magia y, cuando quise darme cuenta, estaba recorriendo despacio sus estrechas calles repletas de camio-netas cuatro por cuatro y viendo con el rabillo del ojo las fachadas de piedra y los rosales, avanzando en dirección a la iglesia, en di-rección al viejo puente, con cuidado ahora. Mantuve los ojos pues-tos en el asfalto e intenté no mirar los árboles ni el río. Intenté no hacerlo, pero no pude evitarlo.

Tras parquear a un lado de la carretera y apagar el carro, levanté la mirada. Ahí estaban los árboles y los escalones de piedra, cubiertos de musgo verde y resbaladizos a causa de la lluvia. Se me erizó la piel. Y recordé esto: la lluvia glacial cayendo sobre el asfalto, unas centellean-tes luces azules compitiendo con los relámpagos para iluminar el río y el cielo, nubes de aliento formándose delante de unos rostros asus-tados y un niño pequeño, pálido como un fantasma y que no dejaba de temblar, subiendo los escalones en dirección a la carretera de la mano de una agente de policía que tenía los ojos abiertos como platos y volvía la cabeza a un lado y a otro mientras llamaba a alguien a gri-tos. Todavía puedo sentir lo que sentí esa noche, el terror y la fascina-ción. Todavía puedo oír tus palabras en mi cabeza: «¿Qué debe de sentirse al ver morir a tu propia madre? ¿Puedes imaginártelo?».

Aparté la mirada y, tras prender de nuevo el carro, volví a la ca-rretera y crucé el puente donde el carril da la vuelta. Esperé la llegada de la curva. ¿La primera a la izquierda? No, esa no, la segunda. Ahí estaba, esa vieja mole de piedra, la Casa del Mo lino. Sintiendo una picazón en la fría y húmeda piel y con el corazón latiéndome peligro-samente rápido, crucé la reja abierta y enfilé el camino de entrada.

Había un hombre mirando su celular. Un policía uniformado. Se acercó al carro y yo bajé la ventana.

—Soy Jules —dije—. Jules Abbott. Soy... su hermana. —¡Oh! —Parecía incómodo—. Sí, claro. Por supuesto. Mire,

ahora mismo no hay nadie en la casa —dijo volviéndose hacia esta—. La chica..., su sobrina... salió. No estoy seguro de dónde... —Cogió el radio de su cinturón.

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Yo abrí la puerta del carro y me bajé. —¿Le importa que entre en la casa? —pregunté con la mirada

puesta en la ventana abierta de la que solía ser tu antigua habita-ción. Todavía podía verte ahí, sentada en el alféizar con los pies colgando. Daba vértigo.

El policía se mostró indeciso. Se apartó un momento y dijo algo en voz baja a través de su radio. Luego se volvió otra vez hacia mí.

—Sí, está bien. Puede entrar. La oscuridad me impedía ver la escalera, pero podía oír el agua

y oler la tierra que quedaba a la sombra de la casa y debajo de los árboles, de los lugares a los que no llegaba la luz del sol, así como el hedor acre de las hojas pudriéndose, unos olores que me transpor-taban a otra época.

Al abrir la puerta casi esperaba oír la voz de mamá llamándome desde la cocina. Sin siquiera pensarlo, supe que tenía que terminar de abrirla con la cadera porque rozaba con el suelo y se atascaba. Entré en el vestíbulo y cerré tras de mí al tiempo que mis ojos tra-taban de acostumbrarse a la oscuridad y tiritaba a causa del repen-tino frío.

En la cocina había una mesa de roble bajo la ventana. ¿Era la misma? Parecía, pero no podía ser, el lugar ha cambiado de manos muchas veces desde entonces. Podría haberlo averiguado si me hubiera metido debajo y hubiera buscado las marcas que tú y yo dejamos ahí, pero la sola idea hizo que se me acelerara el pulso.

Recuerdo el modo en que los rayos del sol la iluminaban por las mañanas, y que tú te sentabas en el lado izquierdo, de cara a la coci-na Aga, desde donde podías ver el viejo puente perfectamente en-marcado por la ventana. «Qué bonita», decía todo el mundo sobre la vista, aunque no llegaban a ver nada. Nunca abrían la ventana y se asomaban, nunca bajaban los ojos a la rueda, pudriéndose en su si-tio, nunca miraban más allá de los dibujos que trazaban los rayos del sol en la superficie del agua, nunca veían lo que en realidad era esta, con su color negro verdoso y llena de seres vivos y cosas muertas.

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Salí de la cocina y, enfilando el corredor, pasé junto a la escalera y me interné en la casa. Me topé con ellas tan repentinamente que me sobresalté: las enormes ventanas que daban al río y casi pare-cían meterse en él. Era como si, al abrirlas, el agua fuera a entrar y a derramarse sobre el amplio asiento de madera que había debajo.

Recuerdo. Todos esos veranos, mamá y yo sentadas en ese asiento, recostadas en pilas de cojines con los pies en alto y los de-dos gordos casi tocándose, un libro en las rodillas y un plato con aperitivos cerca, aunque ella nunca los tocaba.

No pude mirarlo; verlo otra vez así me hizo sentir desconsolada y desesperada.

El yeso de las paredes había sido retirado para dejar a la vista el ladrillo desnudo que había debajo, y la decoración era típica de ti: tapetes orientales en el suelo, pesados muebles de ébano, grandes sofás y sillones de piel y demasiadas velas. También, por todas par-tes, las pruebas de tus obsesiones: enormes reproducciones enmar-cadas de la Ofelia de Millais, hermosa y serena, con los ojos y la boca abiertos y flores en la mano, la Hécate de Blake, El aquelarre de Goya, o el Perro semihundido de ese mismo pintor. Esta repro-ducción es la que más odio de todas, con ese pobre animal esfor-zándose en mantener la cabeza por encima de la marea.

Comenzó a sonar un teléfono. Los timbrazos parecían proce-der de debajo de la casa. Siguiendo su sonido, crucé la sala y des-cendí unos escalones; creo que antes ahí había un depósito lleno de cachivaches. Un año se inundó y todo quedó cubierto de lodo, como si la casa hubiera pasado a formar parte del lecho del río.

Entré en lo que habías convertido en tu estudio. Estaba lleno de cosas: equipo fotográfico, pantallas, lámparas y cajas difusoras, una impresora. En el suelo se apilaban papeles, libros y carpetas, y contra la pared había una hilera de archivadores. Y fotografías, cla-ro está. Tus fotografías cubrían cada centímetro de yeso. A un ojo inexperto podría parecerle que estabas obsesionada con los puentes: el Golden Gate, el puente de Nankín sobre el río Yangtsé, el via-

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ducto Prince Edward... Pero si uno miraba con atención, podía ver que lo importante no eran los puentes, y que las fotos no mostra-ban ninguna fijación por esas obras maestras de la ingeniería. Si uno miraba bien podía ver que, además de puentes, también había imágenes del cabo Beachy, el bosque de Aokigahara, Preikestolen... Lugares a los que personas sin esperanza iban a poner fin a sus vi-das. Catedrales de la desesperación.

Frente a la entrada, imágenes del Pozo de las Ahogadas. Una tras otra, desde todos los ángulos y todas las perspectivas posibles: pálido y cubierto de hielo en invierno, con el acantilado negro y se-vero; o centelleante en verano, convertido en un oasis exuberante y verde; o apagado y silíceo, con nubes grises de tormenta en el cielo. Montones de imágenes que terminaban fundiéndose en una sola y que suponían un mareante asalto a los ojos. Me sentí como si estu-viera ahí, en ese lugar, como si me encontrara mirando al agua des-de lo alto del acantilado, percibiendo ese terrible estremecimiento, la tentación del olvido.

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