4
HACIA ATRÁS Mi carrera se resolvió un domingo de otoño de 1934, a las nueve de la mañana, con una llamada telefónica. Era Célestin Bouglé, en ese entonces director de la Escuela Normal Superior. Desde hacía algunos años me dispensaba una benevolencia un poco lejana y reticente; en primer lugar, porque yo no era un ex normalista, luego y sobre todo, porque, aun si lo hubiera sido, no pertenecía a su equipo, por el cual él experimentaba sentimientos muy exclusivos. Sin duda no pudo hacer una elección mejor, pues me preguntó bruscamente: «¿Siempre tiene el deseo de practicar etnografía?» «Desde luego.» «Entonces presente su candidatura como profesor de sociología en la Universidad de Sao Paulo. Los suburbios están llenos de indios, y usted les podrá consagrar los fines de semana. Pero es necesario que dé su respuesta definitiva a Georges Dumas antes del mediodía.» El Brasil y América del Sur no significaban demasiado para mí. No obstante, veo aún con gran nitidez las imágenes que inmediatamente evocó esta proposición inesperada. Los países exóticos se me aparecían como lo opuesto a los nuestros; el término de «antípodas» encontraba en mi pensamiento un sentido más rico y más ingenuo que su contenido real. Me hubiera asombrado mucho oír que una especie animal o vegetal podía tener el mismo aspecto en ambos lados del globo. Cada animal, cada árbol, cada brizna de hierba tenía que ser radicalmente distinto; exhibir, al primer vistazo, su naturaleza tropical. El Brasil se esbozaba en mi imaginación como haces de palmeras contorneadas que disimularan arquitecturas extravagantes; bañado en un aroma de sahumador, detalle olfativo introducido subrepticiamente, al parecer, por la homofonía inconscientemente sentida de las palabras «Brésil» y «grésiller»;1 eso explica, mejor que toda experiencia adquirida, que todavía hoy pienso en el Brasil como en un perfume quemado. Estas imágenes, consideradas retrospectivamente, ya no me parecen tan arbitrarias. He visto que la verdad de una situación no se 1. Grésiller: encogerse una piel o cuero al contacto del fuego. (N. de la t.) 52 HOJAS DE RUTA encuentra en su observación diaria, sino en su destilación paciente y fraccionada que el equívoco del perfume me invitaba quizá desde entonces a poner en práctica en la forma de un retruécano espontáneo, vehículo de una lección simbólica que yo no estaba en condiciones de formular claramente. Más que un recorrer, la exploración es un escudriñar; una escena fugitiva, un rincón del paisaje, una reflexión cogida al vuelo, es lo único que permite comprender e interpretar horizontes que de otro modo serían estériles. En ese momento, la extravagante promesa de Bouglé relativa a los indios me planteaba otros problemas. ¿De dónde había sacado que Sao Paulo era una ciudad indígena, aunque sólo fuera en los suburbios? Sin duda, de una confusión con México o Tegucigalpa. Este filósofo, que antaño escribiera una obra sobre el Régimen de la casta

Ensayo "Hacia atras"

Embed Size (px)

DESCRIPTION

Ensayo

Citation preview

HACIA ATRÁSMi carrera se resolvió un domingo de otoño de 1934, a las nuevede la mañana, con una llamada telefónica. Era Célestin Bouglé, enese entonces director de la Escuela Normal Superior. Desde hacíaalgunos años me dispensaba una benevolencia un poco lejana y reticente;en primer lugar, porque yo no era un ex normalista, luego ysobre todo, porque, aun si lo hubiera sido, no pertenecía a su equipo,por el cual él experimentaba sentimientos muy exclusivos. Sin dudano pudo hacer una elección mejor, pues me preguntó bruscamente:«¿Siempre tiene el deseo de practicar etnografía?» «Desde luego.»«Entonces presente su candidatura como profesor de sociología enla Universidad de Sao Paulo. Los suburbios están llenos de indios, yusted les podrá consagrar los fines de semana. Pero es necesario quedé su respuesta definitiva a Georges Dumas antes del mediodía.»El Brasil y América del Sur no significaban demasiado para mí.No obstante, veo aún con gran nitidez las imágenes que inmediatamenteevocó esta proposición inesperada. Los países exóticos se meaparecían como lo opuesto a los nuestros; el término de «antípodas»encontraba en mi pensamiento un sentido más rico y más ingenuoque su contenido real. Me hubiera asombrado mucho oír que unaespecie animal o vegetal podía tener el mismo aspecto en ambos ladosdel globo. Cada animal, cada árbol, cada brizna de hierba tenía que serradicalmente distinto; exhibir, al primer vistazo, su naturaleza tropical.El Brasil se esbozaba en mi imaginación como haces de palmerascontorneadas que disimularan arquitecturas extravagantes; bañado enun aroma de sahumador, detalle olfativo introducido subrepticiamente,al parecer, por la homofonía inconscientemente sentida de las palabras«Brésil» y «grésiller»;1 eso explica, mejor que toda experienciaadquirida, que todavía hoy pienso en el Brasil como en un perfumequemado.Estas imágenes, consideradas retrospectivamente, ya no me parecentan arbitrarias. He visto que la verdad de una situación no se1. Grésiller: encogerse una piel o cuero al contacto del fuego. (N. de la t.)52 HOJAS DE RUTA

encuentra en su observación diaria, sino en su destilación paciente yfraccionada que el equívoco del perfume me invitaba quizá desdeentonces a poner en práctica en la forma de un retruécano espontáneo,vehículo de una lección simbólica que yo no estaba en condicionesde formular claramente. Más que un recorrer, la exploraciónes un escudriñar; una escena fugitiva, un rincón del paisaje, unareflexión cogida al vuelo, es lo único que permite comprender e interpretarhorizontes que de otro modo serían estériles.En ese momento, la extravagante promesa de Bouglé relativa alos indios me planteaba otros problemas. ¿De dónde había sacado queSao Paulo era una ciudad indígena, aunque sólo fuera en los suburbios?Sin duda, de una confusión con México o Tegucigalpa. Estefilósofo, que antaño escribiera una obra sobre el Régimen de la castaen la India sin preguntarse ni por un momento si no hubiera validomás ir antes a ver («en el fluir de los acontecimientos, lo que permaneceson las instituciones», proclamaba con dignidad en su prefaciode 1927), no pensaba que la condición de los indígenas debíatener gran repercusión sobre la investigación etnográfica. Por otraparte, es sabido que él no era el único entre los sociólogos oficialesque daba muestras de esa indiferencia, cuyos ejemplos tenemos a lavista.De cualquier manera, yo era demasiado ignorante para no hacer

caso de ilusiones tan favorables a mis propósitos, tanto más cuantoque Georges Dumas tenía nociones igualmente imprecisas sobre elproblema; había conocido el Brasil meridional en una época en queel exterminio de las poblaciones indígenas aún no había llegado asu término, y, sobre todo, la sociedad de dictadores, de señores feudalesy de mecenas en la que se complacía, no le había ayudadodemasiado a esclarecer el problema.Así, pues, quedé muy asombrado cuando, durante un almuerzo,al cual me llevó Víctor Margueritte, oí de labios del embajador delBrasil en París la campana oficial: «¿Indios? ¡Ay, mi querido señor!Hace años que han desaparecido completamente. ¡Oh! Es una páginamuy triste, muy vergonzosa en la historia de mi país. Pero los colonosportugueses del siglo xvi eran hombres ávidos y brutales. ¿Cómoreprocharles el haber participado de ese carácter general de las costumbres?Se apoderaban de los indios, los ataban a las bocas de loscañones y los despedazaban vivos. Así acabaron con ellos, hasta elúltimo. Como sociólogo, descubrirá cosas apasionantes en el Brasil,¿pero indios?, ni lo piense; no encontrará ni uno...»Cuando hoy evoco esas frases me parecen increíbles, aun en bocade un grao fino de 1934, recordando hasta qué punto la élite brasileña(felizmente ha cambiado desde entonces) tenía horror a todaalusión a los indígenas y, en general, a las condiciones primitivasdel interior; eso sí, siempre que no fuera admitir —y hasta sugerir—que una bisabuela india estaba en el origen de una fisonomía imperMIRADAHACIA ATRÁS 53

ceptiblemente exótica, y no esas pocas gotas —o litros— de sangrenegra que ya iba siendo de buen tono olvidar (a la inversa de losantepasados de la época imperial). Sin embargo, en Luis de SouzaDantas la ascendencia india no era dudosa y él hubiera podido vanagloriarsede ello tranquilamente. Pero, como brasileño de exportación,que había adoptado a Francia desde su adolescencia, habíaperdido hasta el conocimiento del estado real de su país. En su memorialo había reemplazado por una especie de barniz oficial y distinguido.En la medida en que también conservaba ciertos recuerdos,supongo que prefería mancillar a los brasileños del siglo xvi paradesviar la atención del pasatiempo favorito de la generación de suspadres y aun de los tiempos de su juventud, a saber: recoger en loshospitales las ropas infectadas de las víctimas de la viruela para agregarlasa otros presentes que colocaban a lo largo de los senderos frecuentadosaún por las tribus. Gracias a ello se obtuvo este brillanteresultado: cuando yo llegué en 1935, el Estado de Sao Paulo, tangrande como Francia, y que los mapas de 1918 indicaban como «territorioen sus dos tercios desconocido, habitado solamente por indios»,ya no contaba con un solo indígena, salvo un grupo de pocas familiaslocalizadas en la costa, que los domingos venían hasta las playas deSantos para vender pretendidas curiosidades. Felizmente, a 3000 kilómetroshacia el interior, desde Sao Paulo, ya que no en los suburbios,los indios estaban aún.Me resulta imposible pasar ahora sobre este período sin detenermi amistosa mirada en otro mundo, mundo que Víctor Margueritte(mi introductor en la embajada del Brasil) me hizo entrever porprimera vez. Después de una breve temporada a su servicio, comosecretario, durante mis últimos años de estudiante, Margueritte siguióconcediéndome su amistad. Mi misión consistía en asegurar la salidade uno de sus libros —La Patrie humaine— mediante visitas a unascien personalidades parisiense», a quienes yo presentaba el ejemplarque el Maestro —él daba mucha importancia a este apelativo— les

había dedicado. También debía redactar noticias y supuestos ecospara sugerir a la crítica los comentarios apropiados. Víctor Marguerittepermanece en mi recuerdo no sólo por la delicadeza de todassus actitudes respecto de mí, sino también (como ocurre con todoaquello que me conmueve de manera duradera) por la contradicciónentre el personaje y la obra. Tanto como ésta pueda parecer simplistao áspera, no obstante su generosidad, la memoria del hombremerecería subsistir. Su rostro tenía la gracia y la finura un pocofemeninas de un ángel gótico, y todas sus maneras trasuntaban unanobleza tan natural, que sus defectos —de los cuales la vanidad no erael menor— no llegaban a chocar o irritar, pues parecían el índicesuplementario de un privilegio de sangre o de espíritu.Ya casi ciego, vivía en el XVII arrondissement,2 en un gran depar-2. Distrito elegante de París. (N. de la t.)54 HOJAS DE RUTA

tamento burgués y anticuado. Allí le rodeaba de una activa solicitudsu mujer, ya en una edad que excluía la confusión —sólo posibleen la juventud— entre las características físicas y morales, edad quehabía diferenciado en fealdad por un lado y vivacidad por otro, loque antaño, sin duda, había admirado como excitante. Recibía muypoco, no sólo porque se consideraba olvidado por las jóvenes generacionesy porque los medios oficiales lo habían repudiado, sino especialmenteporque se había instalado en un pedestal tan alto que leresultaba difícil procurarse interlocutores que valieran la pena. Demanera espontánea o premeditada —nunca pude saberlo— había contribuidocon algunos otros a establecer una cofradía internacional desuperhombres, integrada por cinco o seis: él mismo, Keyserling, LadislasReymond, Romain Rolland y, creo que por un tiempo, tambiénEinstein. La base del sistema consistía en que cada vez que uno de losmiembros publicaba un libro, los otros, dispersos a través del mundo,se apresuraban a saludarlo como una de las más altas manifestacionesdel genio humano.Pero lo que más conmovía en Víctor Margueritte era la simplicidadcon que quería asumir en su persona toda la historia de laliteratura francesa. Esto le resultaba tanto más fácil cuanto que habíanacido en un medio literario: su madre era prima hermana deMallarmé; las anécdotas, los recuerdos, afianzaban su afectación. Así,en su casa se hablaba familiarmente de Zola, de los Goncourt, deBalzac, de Hugo, como de tíos o abuelos que le hubieran legado lamisión de administrar su patrimonio. Cuando exclamaba con impaciencia:«¡Dicen que escribo sin estilo! ¿Acaso Balzac tenía estilo?»uno creía estar frente a un descendiente de reyes que explicaba unade sus extravagancias por el temperamento ardiente de algún antepasado;temperamento célebre que casi todos evocan no como unrasgo personal, sino como la explicación oficialmente reconocida deun gran trastorno en la historia contemporánea, y se estremecende satisfacción cuando lo encuentran encarnado. Otros escritoreshabrán tenido quizá más talento, pero pocos, sin duda, han sabido formarsecon tanta gracia una concepción tan aristocrática de su oficio.