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Cuentos de amor Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Emilia Pardo Bazán¡sicos en... · droso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfa-gas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse

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Cuentos de amor

Emilia Pardo Bazán

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Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

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1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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El amor asesinado

Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitióningún medio lícito de zafarse de aquel tunan-tuelo de Amor, que la perseguía sin dejarlepunto de reposo. Empezó poniendo tierra en medio, viajandopara romper el hechizo que sujeta al alma a loslugares donde por primera vez se nos apareceel Amor. Precaución inútil, tiempo perdido;pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del co-che, se agazapó bajo los asientos del tren, másadelante se deslizó en el saquillo de mano, ypor último en los bolsillos de la viajera. En cadapunto donde Eva se detenía, sacaba el Amor sucabecita maliciosa y le decía con sonrisa pica-resca y confidencial: "No me separo de ti. Va-mos juntos." Entonces Eva, que no se dormía, mandó cons-truir altísima torre bien resguardada con cubos,bastiones, fosos y contrafosos, defendida porguardias veteranos, y con rastrillos y macizas

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puertas chapeadas y claveteadas de hierro, ce-rradas día y noche. Pero al abrir la ventana, unanochecer que se asomó agobiada de tedio amirar el campo y a gozar la apacible y melancó-lica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en laestancia; y si bien le expulsó de ella y colocórejas dobles, con agudos pinchos, y se encarcelóvoluntariamente, sólo consiguió Eva que elamor entrase por las hendiduras de la pared,por los canalones del tejado o por el agujero dela llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear losintersticios, creyéndose a salvo de atrevimien-tos y demasías; mas no contaba con lo duchoque es en tretas y picardihuelas el Amor. Elmuy maldito se disolvió en los átomos del aire,y envuelto en ellos se le metió en boca y pul-mones, de modo que Eva se pasó el día respi-rándole, exaltada, loca, con una fiebre muy se-mejante a la que causa la atmósfera sobresatu-rada de oxígeno.

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Ya fuera de tino, desesperando de poder tenera raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensaren la manera de librarse de él definitivamente,a toda costa, sin reparar en medios ni detenerseen escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la luchaera a muerte, y no importaba el cómo se vencía,sino sólo obtener la victoria.

Eva se conocía bien, no porque fuese muyreflexiva, sino porque poseía instinto sagaz ycertero; y conociéndose, sabía que era capaz deengatusar con maulas y zalamerías al mismodiablo, que no al Amor, de suyo inflamable yfácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear alAmor, y desembarazarse de él sobre seguro ytraicioneramente, asesinándole.

Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo enellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajoal Amor haciéndole graciosos guiños y diri-giéndole sonrisas de embriagadora ternura ypalabras entre graves y mimosas, en voz veladapor la emoción, de notas más melodiosas que

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las del agua cuando se destrenza sobre guijas ocae suspirando en morisca fuente. El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz,aturdido y confiado como niño, impetuoso yengreído como mancebo, plácido y sereno co-mo varón vigoroso. Eva le acogió en su regazo; acaricióle con feli-na blandura; sirvióle golosinas; le arrulló paraque se adormeciese tranquilo, y así que le viocalmarse recostando en su pecho la cabeza, sepreparó a estrangularle, apretándole la gargan-ta con rabia y brío. Un sentimiento de pena y lástima la contuvo,sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lin-do, tan divinamente hermoso el condenadoAmor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, pali-decidas por la felicidad, caía una lluvia de rizosde oro, finos como las mismas hebras de la luz;y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre ladoble sarta de piñones mondados de sus dien-tes, salía un soplo aromático, igual y puro. Susazules pupilas, entreabiertas, húmedas, conser-

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vaban la languidez dichosa de los últimos ins-tantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicasproporciones, sus alas color de rosa parecíanpétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar... No había remedio; tenía que asesinarle si que-ría vivir digna, respetada, libre..., no cerrandolos ojos por no ver al muchacho, apretó las ma-nos enérgicamente, largo, largo tiempo, horro-rizada del estertor que oía, del quejido sordo ylúgubre exhalado por el Amor agonizante. Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló...El Amor ni respiraba ni se rebullía; estabamuerto, tan muerto como mi abuela. Al punto mismo que se cercioraba de esto, lacriminal percibió un dolor terrible, extraño,inexplicable, algo como una ola de sangre queascendía a su cerebro, y como un aro de hierroque oprimía gradualmente su pecho, asfixián-dola. Comprendió lo que sucedía... El Amor a quien creía tener en brazos, estabamás adentro, en su mismo corazón, y Eva, alasesinarle, se había suicidado.

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El viajero

Fría, glacial era la noche. El viento silbaba me-droso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfa-gas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tresveces que Marta se había atrevido a acercarse asu ventana por ver si aplacaba la tempestad, ladeslumbró la cárdena luz de un relámpago y lahorrorizó el rimbombar del trueno, tan encimade su cabeza, que parecía echar abajo la casa. Al punto en que con más furia se desencade-naban los elementos, oyó Marta distintamenteque llamaban a su puerta, y percibió un acentoplañidero y apremiante que la instaba a abrir.Sin duda que la prudencia aconsejaba a Martadesoírlo, pues en noche tan espantosa, cuandoningún vecino honrado se atreve a echarse a lacalle, sólo los malhechores y los perdidos liber-tinos son capaces de arrostrar viento y lluvia enbusca de aventuras y presa. Marta debió de

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haber reflexionado que el que posee un hogar,fuego en él, y a su lado una madre, una herma-na, una esposa que le consuele, no sale en elmes de enero y con una tormenta desatada, nillama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidadde las doncellas honestas y recogidas. Mas lareflexión, persona dignísima y muy señora mía,tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por locual sólo sirve para amargar gustos y adobarremordimientos. La reflexión de Marta se habíaquedado zaguera, según costumbre, y el impul-so de la piedad,el primero que salta en el corazón de la mujer,hizo que la doncella, al través del postigo, pre-guntase compadecida: -¿Quién llama? Voz de tenor dulce y vibrante respondió entono persuasivo: -Un viajero. Y la bienaventurada de Marta, sin meterse enmás averiguaciones, quitó la tranca, descorrió

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el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por elencanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.

Entró el viajero, saludando cortésmente; ysacudiendo con gentil desembarazo el cham-bergo, cuyas plumas goteaban, y desembozán-dose la capa, empapada por la lluvia, agradecióla hospitalidad y tomó asiento cerca de la lum-bre, bien encendida por Marta. Esta apenas seatrevía a mirarle, porque en aquel punto la con-sabida tardía reflexión empezaba a hacer de lassuyas, y Marta comprendía que dar asilo alprimero que llama es ligereza notoria. Con to-do, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio desoslayo que su huésped era mozo y de buentalle, descolorido, rubio, cara linda y triste, airede señor, acostumbrado al mando y a ocuparalto puesto. Sintióse Marta encogida y llena deconfusión, aunque el viajero se mostraba reco-nocido y le decía cosas halagüeñas, que por elhechizo de la voz lo parecían más; y a fin dedisimular su turbación, se dio prisa a servir la

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cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de lacasa, donde se recogiese a dormir. Asustada de su propia indiscreta conducta,Marta no pudo conciliar el sueño en toda lanoche, esperando con impaciencia que rayase elalba para que se ausentase el huésped. Y suce-dió que éste, cuando bajó, ya descansado y son-riente, a tomar el desayuno, nada habló demarcharse, ni tampoco a la hora de comer, nimenos por la tarde; y Marta, entretenida y em-belesada con su labia y sus paliques, no tuvovalor para decirle que ella no era mesonera deoficio. Corrieron semanas, pasaron meses, y en casade Marta no había más dueño ni más amo queaquel viajero a quien en una noche tempestuosatuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, yMarta obedecía, sumisa, muda, veloz como elpensamiento. No creáis por eso que Marta era propiamentefeliz. Al contrario, vivía en continua zozobra ypena. He calificado de amo al viajero, y tirano

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debí llamarle, pues sus caprichos despóticos ysu inconstante humor traían a Marta medioloca. Al principio, el viajero parecía obediente,afectuoso, zalamero, humilde; pero fue cre-ciéndose y tomando fueros, hasta no haberquien le soportase. Lo peor de todo era quenunca podía Marta adivinarle el deseo ni pre-caverle la desazón: sin motivo ni causa, cuandomenos debía temerse o esperarse, estaba frené-tico o contentísimo, pasando, en menos que sedice, del enojo al halago y de la risa a la rabia.Padecía arrebatos de furor y berrinches injustose insensatos, que a los dos minutos se convertí-an en transportes de cariño y en placideces an-gelicales; ya se emperraba como un chico, ya sedesesperaba como un hombre; ya hartaba aMarta de improperios, ya le prodigaba losnombres más dulces y las ternezas más rendi-das.

Sus extravagancias eran a veces tan insufri-bles, que Marta, con los nervios de punta, elalma de través y el corazón a dos dedos de la

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boca, maldecía el fatal momento en que dioacogida a su terrible huésped. Lo malo es quecuando justamente Marta, apurada la paciencia,iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sinoque él lo adivinaba, y pedía perdón con unasinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cualMarta no sólo olvidaba instantáneamente susagravios, sino que, por el exquisito goce deperdonar, sufriría tres veces las pasadas desa-zones. ¡Que en olvido las tenía puestas.... cuando elhuésped, a medias palabras y con precaucionesy rodeos, anunció que "ya" había llegado laocasión de su partida! Marta se quedó de már-mol, y las lágrimas lentas que le arrancó la de-sesperación cayeron sobre las manos del viaje-ro, que sonreía tristemente y murmuraba envoz baja frasecitas consoladoras, promesas deescribir, de volver, de recordar. Y como Marta,en su amargura, balbucía reproches, el hués-ped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante,alegó por vía de disculpa:

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-Bien te dije, niña que soy un viajero. Me de-tengo, pero no me estaciono; me poso, no mefijo. Y habéis de saber que sólo al oír esta declara-ción franca, sólo al sentir que se desgarrabanlas fibras más íntimas de su ser, conoció la ino-centona de Marta que aquel fatal viajero era elAmor, y que había abierto la puerta, sin pensar-lo, al dictador cruelísimo del orbe. Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para aten-der a lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastrode pena inextinguible que dejaba en pos de sí,el Amor se fue, embozado en su capa, ladeadoel chambergo -cuyas plumas, secas ya, se riza-ban y flotaban al viento bizarramente- en buscade nuevos horizontes, a llamar a otras puertasmejor trancadas y defendidas. Y Marta quedótranquila, dueña de su hogar, libre de sustos,de temores, de alarmas, y entregada a la com-pañía de la grave y excelente reflexión, que tanbien aconseja, aunque un poquillo tarde. Nosabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos

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noticias ciertas de que las noches de tempestadfuriosa, cuando el viento silba y la lluvia seestrella contra los vidrios, Marta, apoyando lamano sobre su corazón, que le duele a fuerzade latir apresurado, no cesa de prestar oído, porsi llama a la puerta el huésped. "Blanco y Negro", núm. 246, 1896.

El corazón perdido

Yendo una tardecita de paseo por las calles dela ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé:era un sangriento y vivo corazón que recogícuidadosamente. "Debe de habérsele perdido aalguna mujer", pensé al observar la blancura ydelicadeza de la tierna víscera, que, al contactode mis dedos, palpitaba como si estuviese de-ntro del pecho de su dueño. Lo envolví conesmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, loescondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguarquién era la mujer que había perdido el corazón

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en la calle. Para indagar mejor, adquirí unosmaravillosos anteojos que permitían ver, altravés del corpiño, de la ropa interior, de lacarne y de las costillas -como por esos relicariosque son el busto de una santa y tienen en elpecho una ventanita de cristal-, el lugar queocupa el corazón.

Apenas me hube calado mis anteojos mágicos,miré ansiosamente a la primera mujer que pa-saba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón.Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mihallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómohabía encontrado su corazón y lo conservaba asus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer,indignada, juró y perjuró que no había perdidocosa alguna; que su corazón estaba donde solíay que lo sentía perfectamente pulsar, recibir yexpeler la sangre. En vista de la terquedad de lamujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, lin-da, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blancopecho vi la misma oquedad, el mismo agujerorosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tam-

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poco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí res-petuosamente el que yo llevaba guardadito,menos aún lo quiso admitir, alegando que eraofenderla de un modo grave suponer que, o lefaltaba el corazón, o era tan descuidada quehabía podido perderlo así en la vía pública sinque loadvirtiese. Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mo-zas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, me-lancólicas y vivarachas; y a todas les eché losanteojos, y en todas noté que del corazón sólotenían el sitio, pero que el órgano, o no habíaexistido nunca, o se había perdido tiempo atrás.Y todas, todas sin excepción alguna, al quereryo devolverles el corazón de que carecían, ne-gábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo,ya porque sin él se encontraban divinamente,ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta,ya porque no se atrevían a arrostrar el peligrode poseer un corazón. Iba desesperando derestituir a un pecho de mujer el pobre corazón

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abandonado, cuando, por casualidad, con ayu-da de mis prodigiosos lentes, acerté a ver quepasaba por la calle una niña pálida, y en su pe-cho, ¡por fin!, distinguí un corazón, un verda-dero corazón de carne, que saltaba, latía y sen-tía. No sé por qué -pues reconozco que era unabsurdo brindar corazón a quien lo tenía tanvivo y tandespierto- se me ocurrió hacer la prueba depresentarle el que habían desechado todas, y heaquí que la niña, en vez de rechazarme comolas demás, abrió el seno y recibió el corazón queyo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobrelos guijarros. Enriquecida con dos corazones, la niña pálidase puso mucho más pálida aún: las emociones,por insignificantes que fuesen, la estremecíanhasta la médula; los afectos vibraban en ella concruel intensidad; la amistad, la compasión, latristeza, la alegría, el amor, los celos, todo eraen ella profundo y terrible; y la muy necia, envez de resolverse a suprimir uno de sus dos

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corazones, o los dos a un tiempo, diríase que secomplacía en vivir doble vida espiritual, que-riendo, gozando y sufriendo por duplicado,sumando impresiones de esas que bastan paraextinguir la vida. La criatura era como vela en-cendida por los dos cabos, que se consume enbreves instantes. Y, en efecto, se consumió.Tendida en su lecho de muerte, lívida y tandemacrada y delgada que parecía un pajarillo,vinieron los médicos y aseguraron que lo que laarrebataba de este mundo era la rotura de unaneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supoadivinar la verdad: ninguno comprendió que laniña se había muertopor cometer la imprudencia de dar asilo en supecho a un corazón perdido en la calle.

Mi suicidio

A Campoamor

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Muerta "ella"; tendida, inerte, en el horribleataúd de barnizada caoba que aún me parecíaver con sus doradas molduras de antipáticobrillo, ¿qué me restaba en el mundo ya? En ellacifraba yo mi luz, mi regocijo, mi ilusión, midelicia toda..., y desaparecer así, de súbito,arrebatada en la flor de su juventud y de suseductora belleza, era tanto como decirme conmelodiosa voz, la voz mágica, la voz que vibra-ba en mi interior produciendo acordes divinos:"Pues me amas, sígueme." ¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna demi cariño, a la altura de mi dolor, y el remediopara el eterno abandono a que me condenaba laadorada criatura huyendo a lejanas regiones. Seguirla, reunirme con ella, sorprenderla en laotra orilla del río fúnebre... y estrecharla deli-rante, exclamando: "Aquí estoy. ¿Creías queviviría sin ti? Mira cómo he sabido buscarte yencontrarte y evitar que de hoy más nos separepoder alguno de la tierra ni del cielo."

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Determinado a realizar mi propósito, quiseverificarlo en aquel mismo aposento donde sedeslizaron insensiblemente tantas horas de ven-tura, medidas por el suave ritmo de nuestroscorazones... Al entrar olvidé la desgracia, y pa-recióme que "ella", viva y sonriente, acudía co-mo otras veces a mi encuentro, levantando lacortina para verme más pronto, y dejando irra-diar en sus pupilas la bienvenida, y en sus meji-llas el arrebol de la felicidad.

Allí estaba el amplio sofá donde nos sentába-mos tan juntos como si fuese estrechísimo; allíla chimenea hacia cuya llama tendía los piececi-tos, y a la cual yo, envidioso, los disputabaabrigándolos con mis manos, donde cabíanholgadamente; allí la butaca donde se aislaba,en los cortos instantes de enfado pueril queduplicaban el precio de las reconciliaciones; allíla gorgona de irisado vidrio de Salviati, con lasúltimas flores, ya secas y pálidas, que su manohabía dispuesto artísticamente para festejar mipresencia... Y allí, por último, como maravillosa

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resurrección del pasado, inmortalizando suadorable forma, ella, ella misma... es decir, suretrato, su gran retrato de cuerpo entero, obramaestra de célebre artista, que la representabasentada, vistiendo uno de mis trajes preferidos,la sencilla y airosa funda de blanca seda que laenvolvía en una nube de espuma. Y era su acti-tud familiar, y eran sus ojos verdes y lumínicosque me fascinaban, y era su boca

entreabierta, como para exclamar, entre halagoy represión, el "¡qué tarde vienes!" de la impa-ciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos,que se ceñían a mi cuello como la ola al troncodel náufrago, y era, en suma, el fidelísimo tras-unto de los rasgos y colores, al través de loscuales me había cautivado un alma; imagenencantadora que significaba para mí lo mejorde la existencia... Allí, ante todo cuanto mehablaba de ella y me recordaba nuestra unión;allí, al pie del querido retrato, arrodillándomeen el sofá, debía yo apretar el gatillo de la pisto-la inglesa de dos cañones -que lleva en su seno

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el remedio de todos los males y el pasaje paraarribar al puerto donde "ella" me aguardaba...-.Así no se borraría de mis ojos ni un segundo suefigie: los cerraría mirándola, y volvería a abrir-los, viéndola no ya en pintura, sino en espíri-tu... La tarde caía; y como deseaba contemplar a misabor el retrato, al apoyar en la sien el cañón dela pistola, encendí la lámpara y todas las bujíasde los candelabros. Uno de tres brazos habíasobre el secrétaire de palo de rosa con incrusta-ciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se meocurrió que allí dentro estarían mis cartas, miretrato, los recuerdos de nuestra dilatada e ín-tima historia. Un vivaz deseo de releer aquellaspáginas me impulsó a abrir el mueble. Es de advertir que yo no poseía cartas de ella:las que recibía devolvíalas una vez leídas, porprecaución, por respeto, por caballerosidad.Pensé que acaso ella no había tenido valor paradestruirlas, y que de los cajoncitos del secrétai-re volvería a alzarse su voz insinuante y adora-

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da, repitiendo las dulces frases que no habíantenido tiempo de grabarse en mi memoria. Novacilé -¿vacila el que va a morir?- en descerrajarcon violencia el primoroso mueblecillo. Saltó enastillas la cubierta y metí la mano febrilmenteen los cajoncitos, revolviéndolos ansioso. Sólo en uno había cartas. Los demás los llena-ban cintas, joyas, dijecillos, abanicos y pañuelosperfumados. El paquete, envuelto en un trozode rica seda brochada, lo tomé muy despacio,lo palpé como se palpa la cabeza del ser queri-do antes de depositar en ella un beso, y acer-cándome a la luz, me dispuse a leer. Era letrade ella: eran sus queridas cartas. Y mi corazónagradecía a la muerta el delicado refinamientode haberlas guardado allí, como testimonio desu pasión, como codicilo en que me legaba suternura. Desaté, desdoblé, empecé a deletrear... Alpronto creía recordar las candentes frases, lasapasionadas protestas y hasta las alusiones adetalles íntimos, de esos que sólo pueden cono-

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cer dos personas en el mundo. Sin embargo, ala segunda carilla un indefinible malestar, unterror vago, cruzaron por mi imaginación comocruza la bala por el aire antes de herir. Rechacéla idea; la maldije; pero volvió, volvió..., y vol-vió apoyada en los párrafos de la carilla tercera,donde ya hormigueaban rasgos y pormenoresimposibles de referir a mi persona y a la histo-ria de mi amor... A la cuarta carilla, ni sombrade duda pudo quedarme: la carta se había escri-to a otro, y recordaba otros días, otras horas,otros sucesos, para mí desconocidos...

Repasé el resto del paquete; recorrí las cartasuna por una, pues todavía la esperanza tercame convidaba a asirme de un clavo ardiendo...Quizá las demás cartas eran las mías, y sóloaquélla se había deslizado en el grupo, comoaislado memento de una historia vieja y relega-da al olvido... Pero al examinar los papeles, aldescifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquíy otro acullá, hube de convencerme: ningunade las epístolas que contenía el paquete había

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sido dirigida a mí... Las que yo recibí y restituícon religiosidad, probablemente se encontrabanincorporadas a la ceniza de la chimenea; y lasque, como un tesoro, "ella" había conservadosiempre, en el oculto rincón del secrétaire, en elaposento testigo de nuestra ventura..., señala-ban, tan exactamente como la brújula señala alNorte, la dirección verdadera del corazón queyo juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor,más infamia! De los terribles párrafos, de laspáginas surcadas por rengloncitos de una letraque

yo hubiese reconocido entre todas las del mun-do, saqué en limpio que "tal vez".... al "mismotiempo".... o "muy poco antes"... Y una voz iró-nica gritábame al oído: "¡Ahora sí.... ahora síque debes suicidarte, desdichado!"

Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; mecoloqué, según había resuelto, frente al retrato;empuñé la pistola, alcé el cañón... y, apuntandofríamente, sin prisa, sin que me temblase el

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pulso.... con los dos tiros.... reventé los dos ver-des y lumínicos ojos que me fascinaban. "El Imparcial", 12 de marzo 1894.

La última ilusión de Don Juan

Las gentes superficiales, que nunca se hantomado el trabajo de observar al microscopio lacomplicada mecánica del corazón, suponenbuenamente que a Don Juan, el precoz liberti-no, el burlador sempiterno, le bastan para susatisfacción los sentidos y, a lo sumo, la fanta-sía, y que no necesita ni gasta el inútil lujo delsentimiento, ni abre nunca el dorado ajimezdonde se asoma el espíritu para mirar al cielocuando el peso de la tierra le oprime. Y yo osdigo, en verdad, que esas gentes superficialesse equivocan de medio a medio, y son injustascon el pobre Don Juan, a quien sólo hemoscomprendido los poetas, los que tenemos elalma inundada de caridad y somos perspica-

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ces.... cabalmente porque, cándidos en aparien-cia, creemos en muchas cosas. A fin de poner la verdad en su punto, os con-taré la historia de cómo alimentó y sostuvo DonJuan su última ilusión..., y cómo vino a perder-la. Entre la numerosa parentela de Don Juan -que, dicho sea de paso, es hidalgo como el rey-se cuentan unas primitas provincianas muycelebradas de hermosas. La más joven, Estrella,se distinguía de sus hermanas por la dulzuradel carácter, la exaltación de la virtud y el fer-vor de la religiosidad, por lo cual en su casa lallamaban la Beatita. Su rostro angelical no des-mentía las cualidades del alma: parecíase a unaVirgen de Murillo, de las que respiran honesti-dad y pureza (porque algunas, como la morena"de la servilleta", llamada Refitolera, sólo respi-ran juventud y vigor). Siempre que el humorvagabundo de Don Juan le impulsaba a darseuna vuelta por la región donde vivían sus pri-mas, iba a verlas, frecuentaba su trato y pasaba

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con Estrella pláticas interminables. Si me pre-guntáis qué imán atraía al perdido hacia la san-ta, y más aún a la santa hacia el perdido, os diréque era quizás el mismo contraste de sus tem-peramentos.... y después de esta explicaciónnos quedaremostan enterados como antes. Lo cierto es que mientras Don Juan galanteabapor sistema a todas las mujeres, con Estrellahablaba en serio, sin permitirse la más mínimainsinuación atrevida; y que mientras Estrellarehuía el trato de todos los hombres, veníase ala mano de Don Juan como la mansa paloma,confiada, segura de no mancharse el plumajeblanco. Las conversaciones de los primos podíaoírlas el mundo entero; después de horas decharla inofensiva, reposada y dulce, levantá-banse tan dueños de sí mismos, tan tranquilos,tan venturosos, y Estrella volaba a la cocina o ala despensa a preparar con esmero algún platode los que sabía que agradaban a Don Juan.Saboreaba éste, más que las golosinas, el mimo

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con que se las presentaban, y la frescura de susangre y la anestesia de sus sentidos le hacíanbien, como un refrigerante baño al que caminólargo tiempo por abrasados arenales.

Cuando Don Juan levantaba el vuelo, yéndosea las grandes ciudades en que la vida es fiebre ylocura, Estrella le escribía difusas cartas, y élcontestaba en pocos renglones, pero siempre.Al retirarse a su casa, al amanecer, tambaleán-dose, aturdido por la bacanal o vibrantes aúnsus nervios de las violentas emociones de laprofana cita; al encerrarse para mascar, entrerisa irónica, la hiel de un desengaño -porquetambién Don Juan los cosecha-; al prepararse allance de honor templando la voluntad paraarrostrar impávido la muerte; al reír; al blasfe-mar, al derrochar su mocedad y su salud cualpródigo insensato de los mejores bienes quenos ofrece el Cielo, Don Juan reservaba y apar-taba, como se aparta el dinero para una ofrendaa Nuestra Señora, diez minutos que dedicar aEstrella. En su ambición de cariño, aquella casta

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consagración de un ser tan delicado y noblerepresentaba el sorbo de agua que se bebe enmedio del combate y restituye al combatientefuerzas para seguirlidiando. Traiciones, falsías, perfidias y vilezasde otras mujeres podían llevarse en paciencia,mientras en un rincón del mundo alentase elleal afecto de Estrella la Beatita. A cada cartaingenua y encantadora que recibía Don Juan,soñaba el mismo sueño; se veía caminando difí-cilmente por entre tinieblas muy densas, muyfrías, casi palpables, que rasgaban por interva-los la luz sulfurosa del relámpago y el culebreodel rayo, pero allá lejos, muy lejos, donde ya elcielo se esclarecía un poco, divisaba Don Juanblanca figura velada, una mujer con los ojosbajos, sosteniendo en la diestra una lamparitaencendida y protegiéndola con la izquierda.Aquella luz no se apagaba jamás. En efecto, corrían años, Don Juan se precipita-ba despeñado, por la pendiente de su delirio, ylas cartas continuaban con regularidad inalte-

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rable, impregnadas de igual ternura latente yserena. Eran tan gratas a Don Juan estas cartas,que había determinado no volver a ver a suprima nunca, temeroso de encontrarla desmejo-rada y cambiada por el tiempo, y no tener lue-go ilusión bastante para sostener la correspon-dencia. A toda costa deseaba eternizar su en-sueño, ver siempre a Estrella con rostro muri-llesco, de santita virgen de veinte años. Lasepístolas de Don Juan, a la verdad, expresabanvivo deseo de hacer a su prima una visita, derenovar la charla sabrosa; pero como nadie leimpedía a Don Juan realizar este propósito, hayque creer, pues no lo realizaba, que la gana nodebía de apretarle mucho.

Eran pasados dos lustros, cuando un día reci-bió Don Juan, en vez del ancho pliego acos-tumbrado, escrito por las cuatro carillas y cru-zado después, una esquelita sin cruzar, grave yreservada en su estilo, y en que hasta la letracarecía del abandono que imprime la efusióndel espíritu guiando la mano y haciéndola aca-

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riciar, por decirlo así, el papel. ¡Oh mujer, ohagua corriente, oh llama fugaz, oh soplo deaire! Estrella pedía a don Juan que ni se sor-prendiese ni se enojase, y le confesaba que iba acasarse muy pronto... Se había presentado unnovio a pedir de boca, un caballero excelente,rico, honrado, a quien el padre de Estrella debíaatenciones sin cuento; y los consejos y exhorta-ciones de "todos" habían decidido a la santita,que esperaba, con la ayuda de Dios, ser dichosaen su nuevo estado y ganar el cielo. Quedó Don Juan absorto breves instantes;luego arrugó el papel y lo lanzó con desprecio ala encendida chimenea. ¡Pensar que si alguienle hubiese dicho dos horas antes que podía ca-sarse Estrella, al tal le hubiese tratado de bella-co calumniador! ¡Y se lo participaba ella misma,sin rubor, como el que cuenta la cosa más natu-ral y lícita del mundo! Desde aquel día, Don Juan, el alegre libertino,ha perdido su última ilusión; su alma va pere-grinando entre sombras, sin ver jamás el res-

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plandorcito de la lámpara suave que una vir-gen protege con la mano; y el que aún teníaalgo de hombre, es sólo fiera, con dientes paramorder y garras para destrozar sin misericor-dia. Su profesión de fe es una carcajada cínica;su amor, un latigazo que quema y arranca lapiel haciendo brotar la sangre. Me diréis que la santita tenía derecho a buscarfelicidades reales y goces siempre más purosque los que libaba sin tregua su desenfrenadoídolo. Y acaso diréis muy bien, según el vulgarsentido común y la enana razoncilla práctica.¡Que esa enteca razón os aproveche! En el sentirde los poetas, menos malo es ser galeote delvicio que desertor del ideal. La santita pecócontra la poesía y contra los sueños divinos delamor irrealizable. Don Juan, creyendo en suabnegación eterna, era, de los dos, el verdaderosoñador. "El Imparcial", 18 de diciembre 1893.

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Desquite

Trifón Liliosa nació raquítico y contrahecho, ytuvo la mala ventura de no morirse en la niñez.Con los años creció más que su cuerpo su feal-dad, y se desarrolló su imaginación combusti-ble, su exaltado amor propio y su nerviosotemperamento de artista y de ambicioso. A losquince, Trifón, huérfano de madre desde lacuna, no había escuchado una palabra cariñosa;en cambio, había aguantado innumerables tor-niscones, sufrido continuas burlas y despreciosy recibido el apodo de Fenómeno; a los diecisie-te se escapaba de su casa y, aprovechando lopoco que sabía de música, se contrataba en unamurga, en una orquesta después. Sus rápidosadelantos le entreabrieron el paraíso: esperóllegar a ser un compositor genial, un Weber, unListz. Adivinaba en toda su plenitud la magni-ficencia de la gloria, y ya se veía festejado,aplaudido, olvidaba su deformidad, disimula-da y cubierta por un haz de balsámicos laure-

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les. La edad viril -¿pueden llamarse así a lostreinta años de un escuerzo?-disipó estas quimeras de la juventud. TrifónLiliosa hubo de convencerse de que era uno delos muchos llamados y no escogidos; de los queven tan cercana la tierra de promisión, pero nollegan nunca a pisar sus floridos valles. La pér-dida de ilusiones tales deja el alma muy negra,muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifónse resignó a no pasar nunca de maestro de mú-sica a domicilio, tuvo un ataque de ictericia tancruel, que la bilis le rebosaba hasta por los ama-rillentos ojos. Lecciones le salían a docenas no sólo porqueera, en realidad, un excelente profesor, sinoporque tranquilizaba a los padres su ridículafacha y su corcova. ¿Qué señorita, ni la másimpresionable, iba a correr peligro con aquelmacaco, cuyo talle era un jarrón; cuyas manos,desproporcionadas, parecían, al vagar sobre lasteclas, arañas pálidas a medio despachurrar? Yse lo espetó en su misma cara, sin reparo algu-

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no, al llamarle para enseñar a su hija canto ypiano, la madre de la linda María Vega. Sólo aun sujeto "así como él" le permitiría acercarse aniña tan candorosa y tan sentimental. ¡Mientrasmayor inocencia en las criaturas, más pruden-cia y precaución en las madres!

Con todo, no era prudente, y menos aún deli-cada y caritativa la franqueza de la señora. Na-die debe ser la gota de agua que hace desbordarel vaso de amargura, y por muy convencidoque esté de su miseria el miserable, recia cosaes arrojársela al rostro. Pensó, sin duda, la in-considerada señora que Trifón, habiéndosemirado al espejo, sabría de sobra que era unmonstruo; y, ciertamente, Trifón, se había mi-rado y conocía su triste catadura; y así y todo,le hirió, como hiere el insulto cobarde, la fraseque le excluía del número de los hombres; yaquella noche misma, revolviéndose en su fríolecho, mordiendo de rabia las sábanas, decidióentre sí: "Ésta pagará por todas; ésta será midesquite. ¡La necia de la madre, que sólo ha

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mirado mi cuerpo, no sabe que con el espírituse puede seducir a las mujeres que tienen espí-ritu también!".

Al día siguiente empezaron las lecciones deMaría, que era, en efecto, una niña celestial, finay lánguida como una rosa blanca, de esas quepara marchitarlas basta un soplo de aire. Acos-tumbrado Trifón a que sus discípulas sofocasenla carcajada cuando le veían por primera vez,notó que María, al contrario, le miraba con lás-tima infinita, y la piedad de la niña, en vez deconmoverle, ahincó su resolución implacable.Bien fácil le fue observar que la nueva discípulaposeía un alma delicada, una exquisita sensibi-lidad y la música producía en ella impresiónprofunda, humedeciéndose sus azules ojos enlas páginas melancólicas, mientras las melodíasapasionadas apresuraban su aliento. La soledady retiro en que vivía hasta que se vistiese delargo y recogiese en abultado moño su hermosamata de pelo de un rubio de miel, la hacían máspropensa a exaltarse y a soñar. Por experiencia

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conocía Trifón esta manera de ser y cuántopredispone a la credulidad y a las aspiracionesnovelescas. Cautivamente, a modo de criminalreflexivo que prepara el atentado, observaba loshábitos de María, las horas a que bajaba al jar-dín, los sitios donde prefería sentarse, los ties-tos que cuidaba ella sola; y prolongando la lec-ción sin extrañeza ni recelo de los padres, eli-giendo la música más perturbadora, cultivabael ensueño enfermizo a que iba a entregarseMaría. Dos o tres meses hacía que la niña estudiabamúsica, cuando una mañana, al pie de ciertamaceta que regaba diariamente, encontró unbilletito doblado. Sorprendida, abrió y leyó.Más que declaración amorosa, era suave prelu-dio de ella, no tenía firma, y el autor anunciabaque no quería ser conocido, ni pedía respuestaalguna: se contentaba con expresar sus senti-mientos, muy apacibles y de una pureza ideal.María, pensativa, rompió el billete; pero al otrodía, al regar la maceta, su corazón quería salirse

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del pecho y temblaba su mano, salpicando demenudas gotas de agua su traje. Corrida unasemana, nuevo billete -tierno, dulce, poético,devoto-; pasada otra más, dos pliegos rendidos,pero ya insinuantes y abrasadores. La niña nose apartaba del jardín, y a cada ruido del vientoen las hojas pensaba ver aparecerse al descono-cido, bizarro galán, diciendo de perlas lo quede oro escribía. Mas el autor de los billetes nose mostraba, y los billetes continuaban, elo-cuentes,

incendiarios, colocados allí por invisible mano,solicitando respuestas y esperanzas. Despuésde no pocas vacilaciones, y con harta vergüen-za, acabó la niña por trazar unos renglones quedepositó en la maceta, besándola; y eran la in-genua confesión de su amor virginal. Varióentonces el tono de las cartas: de respetuosas sehicieron arrogantes y triunfales; parecían unhimno; pero el incógnito no quería presentarse;temía perder lo conquistado. "¿A qué ver laenvoltura física de un alma? ¿Qué importaba el

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barro grosero en que se agitaba un corazón?" YMaría, entregado ya completamente el albedríoa su enamorado misterioso, ansiaba contem-plarle, comerle con los ojos, segura de que seríaun dechado de perfecciones, el ser más bello decuantos pisan la tierra. Ni cabía menos en quiende tan expresiva manera y con tal calor se ex-plicaba, que María, sólo con releer los billetes,se sentía morir de turbación y gozo. Por fin,después de muchas y muy regaladas ternezasque se cruzaronentre el invisible y la reclusa, María recibió unaepístola que decía en sustancia: "Quiero quevengas a mí"; y después de una noche de des-velo, zozobra, llanto y remordimiento, la niñaponía en la maceta la contestación terrible: "Irécuándo y cómo quieras." ¡Oh! ¡Que temblor de alegría maldita asaltó aTrifón, el monstruo, el ridículo Fenómeno, alpunto en que dentro de carruaje sin farolesdonde la esperaba, recibió a María con los bra-zos! La completa oscuridad de la noche -

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escogida, de boca de lobo- no permitía a la po-bre enamorada ni entrever siquiera las faccio-nes del seductor... Pero balbuciente, desfalleci-da, con explosión de cariño sublime, entreaquellas tinieblas, María pronunció bajo, al oí-do del ser deforme y contrahecho, las palabrasque éste no había escuchado nunca, las rotasfrases divinas que arranca a la mujer de lo mássecreto de su pecho la vencedora pasión..., yuna gota de humedad deliciosa, refrigerantecomo el manantial que surte bajo las palmerasy refresca la arena del Sahara, mojó la mejillademacrada del corcovado... El efecto de aque-llas palabras, de aquella sagrada lágrima infan-til, fue que Trifón, sacando la cabeza por la ven-tanilla, dio en voz ronca una orden, y el cocheretrocedió, y pocosminutos después María, atónita, volvía a entraren su domicilio por la misma puerta del jardínque había favorecido la fuga. Gran sorpresa la de los padres de María cuan-do se enteraron de que Trifón no quería dar

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más lecciones en aquella casa; pero mayor laincredulidad de los contados amigos que Trifónposee cuando le oyen decir alguna vez, torvo,suspirando y agachando la cabeza: -También a mí me ha querido, ¡y mucho!, ¡ydesinteresadamente!, una mujer preciosa... "Blanco y Negro", núm. 324, 1897.

El dominó verde

Increíble me pareció que me dejase en pazaquella mujer, que ya no intentase verme, queno me escribiese carta sobre carta, que no ape-lase a todos los medios imaginables para acer-carse a mí. Al romper la cadena de su agobia-dor cariño, respiré cual si me hubiese quitadode encima un odio jurado y mortal. Quien no haya estudiado las complicacionesde nuestro espíritu, tendrá por inverosímil quetanto deseemos desatar lazos que nadie nosobligó a atar, y hasta deplorará que mientras

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las fieras y los animales brutos agradecen a sumodo el apego que se les demuestra, el hombre,más duro e insensible, se irrite porque le hala-gan, y aborrezca, a veces, a la mujer que lebrinda amor. Mas no es culpa nuestra si de estebarro nos amasaron, si el sentimiento que nocompartimos nos molesta y acaso nos repugna,si las señales de la pasión que no halla eco ennosotros nos incitan a la mofa y al desprecio, ysi nos gozamos en pisotear un corazón, por lomismo que sabemos que ha de verter sangrebajo nuestros crueles pies.

Lo cierto es que yo, cuando vi que por finguardaba silencio María, cuando transcurrió unmes sin recibir recados ni epístolas delirantes yhúmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tanalegre, que me lancé al mundo con el ímpetu deun colegial en vacaciones, con ese deseo e ins-tinto de renovación íntima que parece que danuevo y grato sabor a la existencia. Acudí a lospaseos, frecuenté los teatros, admití convites,concurrí a saraos y tertulias, y hasta busqué

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diversiones de vuelo bajo, a manera de ham-briento que no distingue de comidas. En suma;me desaté, movido por un instinto miserable,de humorística venganza, que se tradujo en eldeseo de regalar a cualquier mujer, a la primeraque tropezase casualmente, los momentos defugaz embriaguez que negaba a María -a María,triste y pálida; a María, medio loca por miabandono; a María, enferma, desesperada,herida en lo más íntimo por mi implacable des-dén.

Es la casualidad tan antojadiza, en esto deproporcionar aventuras, que si a veces presentaocasiones en ramillete, otras nos brinda una porun ojo de la cara. En muchos días de disipacióny bureo, de rodar por distintas esferas socialespidiendo guerra, no encontré nada que me ten-tase; y ya mi capricho se exaltaba, cuando eldomingo de Carnestolendas, aburrido y pormatar el tiempo, entré en el insípido baile demáscaras del teatro Real.

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Transcurrida más de una hora, sentí que em-pezaba a hastiarme, y reflexionaba sobre laconveniencia de tomar la puerta y refugiarmeentre sábanas cortando las hojas de un libronuevo de favorito autor, a tiempo que cruzóentre el remolino del abigarrado tropel unamáscara envuelta en amplio dominó de ricaseda verde. Era la máscara de fino porte y tra-zas señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquelbaile, y noté que con singular insistencia clava-ba en mí los ojos como si desease acercarse y nose atreviese, a pesar de las franquicias del anti-faz. La chispa de las pupilas ardientes de lamáscara determinó en mí un repentino interés,una especie de emoción de la cual me reí pordentro, pero que me impulsó a hendir la multi-tud y aproximarme a la encubierta. Al ir consi-guiéndolo, me convencí más y más de que ladel verde dominó era dama, y dama muy prin-cipal, y que sólo la curiosidad, o algún empeñomás hondo, debía de haberla arrastrado a unbaile de tan mal género. "Grande será

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el interés que la trajo aquí -pensé-, y muy visi-ble su posición en la sociedad para que se ven-ga así, sin la compañía de una amiga, sin elbrazo protector de un hombre. A toda costaquiere que se ignore el lance: que nadie la reco-nozca." Y al advertir que seguía mirándome,que sus ojos me buscaban en medio del gentío,ocurrióseme que aquel interés decisivo podíaser yo.

Con tal suposición dio un vuelco mi sangre, yjugando los codos y las rodillas lo mejor quesupe, pugné por alcanzar a la gentil encapu-chada. La multitud, desgraciadamente, searremolinaba compacta y densa, formando vivamuralla que me era imposible romper. De lejosveía asomar la cabeza del dominó y flotar loslazos complicados de la capucha, que disimu-laba la forma, sin duda hechicera, de la testajuvenil; pero insensiblemente deslizábase hastaperderse y el miedo de que se escabullese meespoleaba. Iba yo ganando terreno, más la en-mascarada me llevaba gran ventaja, sin duda, y

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empecé a recelar que huía de mí, y que, des-pués de derramar en mi alma el veneno de susfogosos ojos, ahora me evitaba, se escurría, sevolvía duende para evaporarse como una vi-sión... Este temor que sentí fue ardoroso incen-tivo del deseo de reunirme a la máscara. Consobrehumano esfuerzo rompí la valla que meoprimía, y aprovechando un resquicio me hallépoco distante del dominó verde. Sólo queéste, a su vez, apretó el paso y desapareció poruna de las puertas del salón. Una persecución en toda regla emprendí en-tonces: persecución franca, ardorosa, caza másbien. Anhelante, acongojado, como si realmentela mujer que trataba de evadirse fuese algo queme importase mucho, recorrí velozmente lospasadizos, las escaleras, las galerías, el foyer,buscando dondequiera a la incitante máscara.Sin duda ella había adivinado con sagacidad miviolento antojo, pues parecía complacerse endesesperarme; y si teniéndome lejos se dejabaenvolver por algún grupo de hombres o se pa-

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raba en actitud negligente, apenas comprendíaque me acercaba, levantaba el vuelo con ligere-za de sílfide y me desorientaba por medio deimpensada maniobra. De improviso alegrabaun palco el fresco tono verde del dominó; yome precipitaba, y cuando llegaba jadeante a lapuerta del palco, la desconocida no estaba yaen él, sino en otro de más arriba, para subir alcual había que invertir cinco minutos, tiemposuficiente a que la máscara se enhebrase por unpasillo, saliendo enfrentede mí a buena distancia. Desolado, loco, con laimaginación caldeada y secas las fauces por elafán, me apresuraba, bajaba, subía, ponía entensión todas las fuerzas de mi cuerpo y de miespíritu sin dar alcance a la misteriosa hermo-sura que (ya era evidente) se complacía en bur-larme. La astucia me sirvió mejor que la agilidad eneste caso. Comprendiendo que tan aristocráticodominó no querría permanecer en el baile pa-sadas las primeras horas de la noche y evitaría

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el momento de las cenas y de las cabezas calien-tes; seguro de que sólo había venido allí paramarcarme, y logrado este objeto desaparecería,adiviné que toda su estrategia era batirse enretirada hacia la puerta, y cortándole la salidala atrapaba de fijo. También supuse que saldríapor el punto más solitario, por la puerta menosalumbrada por la calle donde es más fácil saltarfurtivamente dentro de un coche que espera yhuir sin dejar rastro. Mis cálculos resultaronexactísimos. Me situé en acecho, con tal fortu-na, que al cuarto de hora de espera vi asomar ala encapuchada del verde dominó, la cual, mi-rando a uno y otro lado, como recelosa, explo-raba el terreno. Me arrojé a cerrarle el paso, y amis primeras palabras suplicantes y rendidascontestó con el chillón falsete habitual en lasmáscaras, rogándome, por Dios, que la dejase,que no me opusiese a su marcha y que no insis-tiese en acosarla así. La creí sincera; pero cuanto más demostrabaansia de evitarme, más crecía en mí la voluntad

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de detenerla, de que me escuchase de que memirase otra vez, de que me amase sobre todo.La vehemencia de aquel súbito antojo era tal,que si no fuese porque pasaba gente, creo queme dejo caer de rodillas a los pies del dominó.Hasta me sentí elocuente e inspirado, y notéque las frases acudían a mis labios incendiariasy dominadoras, con el acento y la expresiónque presta un sentimiento real, aunque sólodure minutos.

-Si querías huir de mí -dije a la máscara, estre-chándola de cerca-, ¿por qué me miraste conesos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Porqué me clavaste la saeta, dí, si habías de negartea curar mi herida? ¿No estás viendo cómo hasremovido, con esa mirada sola, todo mi ser?¿No oyes mi voz alterada por la emoción, noobservas el trastorno de mis sentidos, no meves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fie-bre? ¿No sabes que yo te presentía, que adivi-naba tu aparición, que vine a este baile en laseguridad de que tu presencia lo llenaría de luz

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y de encanto? ¿Y crees que voy a dejarte esca-par así, que lo consentiré, que no te seguiréhasta el infierno? Si no podrás irte. En tu mira-da se delató el amor y sigue delatándose en tuactitud, en tu agitación, máscara mía. Era verdad. La máscara, como fascinada, sereclinaba en la pared. Su cuerpo se estremecía,su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, yal través de los reducidos agujeros del antifaz,vi temblar sobre el negro terciopelo de sus pu-pilas dos ardientes lágrimas. Con voz que ape-nas se oía, y en la cual también se quebrabanlos sollozos, murmuró lentamente, cual si de-sease grabar sus palabras para siempre en mimemoria. -Es cierto: sólo por acercarme a ti, por gozarde tu vista, he adoptado este disfraz, he come-tido la locura de venir al baile. Y mira que ex-traño caso: queriéndote así, lloro... a causa deque me dices palabras de amor. Por oírlas conla cara descubierta daría mi sangre. Pero tú,que acabas de jurar que me adoras, ahora que

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me ves envuelta en este trapo verde, tú... huirí-as de mí si me presentase sin careta. Me hasperseguido, me has dado caza, sólo porque noveías mi rostro. Y ni soy vieja ni fea... ¡No eseso! ¡Mírame y comprenderás! ¡Mírame y des-pués... ya no tendrás que volver a mirarmenunca! Y alzándose el antifaz, el dominó verde meenseñó la cara de mi abandonada, de mi recha-zada, de mi desdeñada María... Aprovechandomi estupor, corrió, saltó al coche que la aguar-daba, y al quererme precipitar detrás de ella oíel estrépito de las ruedas sobre el empedrado. Desde tan triste episodio carnavalesco sé quelo único que nos transtorna es un trapo verde.La Esperanza, la máscara eterna, la encubiertaque siempre huye, la que todo lo promete...; laque bajo su risueño disfraz oculta el descolori-do rostro del viejo Desengaño. "El Imparcial", 25 febrero 1895.

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La aventura del ángel

Por falta menos grave que la de Luzbel, queno alcanzó proporciones de "caída", un ángelfue condenado a pena de destierro en el mun-do. Tenía que cumplirla por espacio de un año,lo cual supone una inmensa suma de perdidafelicidad; un año de beatitud es un infinito degoces y bienes que no pueden vislumbrar niremotamente nuestros sentidos groseros ynuestra mezquina imaginación. Sin embargo, elángel, sumiso y pesaroso de su yerro, no chistó;bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo pausa-do y seguro descendió a nuestro planeta. Lo primero que sintió al poner en él los piesfue dolorosa impresión de soledad y aislamien-to. A nadie conocía, y nadie le conocía a él tam-poco bajo la forma humana que se había vistoprecisado a adoptar. Y se le hacía pesado e into-lerable, pues los ángeles ni son hoscos ni hura-ños, sino sociables en grado sumo, como querara vez andan solos, y se juntan y acompañan

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y amigan para cantar himnos de gloria a Dios,para agruparse al pie de su trono y hasta pararecorrer las amenidades del Paraíso; ademásestán organizados en milicias y los une la estre-cha solidaridad de los hermanos de armas.

Aburrido de ver pasar caras desconocidas ygente indiferente, el ángel, la tarde del primerdía de su castigo, salió de una gran ciudad, sesentó a la orilla del camino, sobre una piedramiliaria, y alzó los ojos hacia el firmamento quele ocultaba su patria, y que estaba a la sazónteñido de un verde luminoso, ligeramente fran-jeado de naranja a la parte del Poniente. El des-terrado gimió, pensando cómo podría volver ala deleitosa morada de sus hermanos; pero sa-bía que una orden divina no se revoca fácil-mente, y entre la melancolía del crepúsculoapoyó en las manos la cabeza, y lloró hermosaslágrimas de contrición, pues aparte del dolordel castigo, pesábale de haber ofendido a Diospor ser quien es, y por lo mucho que le amaba.

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Ya he cuidado de advertir que, a pesar de sudesliz, este ángel era un ángel bastante bueno. Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirarhacia el suelo, y vio que donde habían caídogotas de su llanto, nacían y crecían y abrían suscálices con increíble celeridad muchas floresblancas, de las que llaman margaritas, pero quetenían los pétalos de finas perlas y el corazonci-to de oro. El ángel se inclinó, recogió una poruna las maravillosas flores y las guardó cuida-dosamente en un pliegue de su manto. Al ba-jarse para la recolección distinguió en el sueloun objeto blanco -Un pedazo de papel, un trozode periódico-. Lo tomó también y empezó aleerlo, porque el ángel de mi cuento no era nin-gún ignorante a quien le estorbase lo negrosobre lo blanco; y con gozo profundo vio queocupaban una columna del periódico ciertosdesiguales renglones, bajo este epígrafe: A unángel. ¡A un ángel! ¡Qué coincidencia! Leyó afano-samente, y, por el contexto de la poesía, dedujo

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que el ángel vivía en la Tierra y habitaba unacasa en la ciudad, cuyas señas daba minucio-samente el poeta, describiendo la reja de la ven-tana tapizada de jazmín, la tapia del jardín dedonde se desbordaban las enredaderas y losrosales, y hasta el recodo de la calle, con la torrede la iglesia a la vuelta. "Alguno de mis herma-nos -pensó el desterrado- ha cometido, sin du-da, otro delito igual al mío y le han aplicado lamisma pena que a mí. ¡Qué consuelo tan gran-de recibirá su alma cuando me vea!¡Qué felici-dad la suya, y también la mía, al encontrar uncompañero! Y no puedo dudar que lo es. Lapoesía lo dice bien claro; que ha bajado del cie-lo, que está aquí en el mundo, por casualidad, yteme el poeta que se vuelva el día menos pen-sado a su patria... ¡Oh ventura! A buscarle in-mediatamente".

Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciu-dad. No sabía en qué barrio podría vivir suhermano; pero estaba seguro de acertar pronto.Hasta suponía que de la casa habitada por el

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ángel se exhalaría un perfume peculiar quedelatase su celestial presencia. Empezó, pues, arecorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y asu luz clarísima el ángel podía examinar lasrejas y las tapias, y ver por cual de ellas se en-ramaba el jazmín y se desbordaban las rosas. Al fin, en una calle muy solitaria, un aromaque traía la brisa hizo latir fuertemente el cora-zón del ángel; no olía a gloria, pero sí olía ajazmín; y el perfume era embriagador y sutil,como un pensamiento amoroso. A la vez quepercibía el perfume, divisó tras los hierros deuna reja una cara muy bonita, muy bonita, ro-deada de una aureola de pelo oscuro... No cabíaduda: aquel era el otro ángel desterrado, el quedebía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó ala reja trémulo de emoción. No archivan las historias el traslado fiel de loque platicaron al través de los hierros el ángelverdadero y el supuesto ángel, que escondía sufaz entre el follaje menudo y las pálidas floresdel fragante jazmín. Sin duda desde el primer

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momento, sin más explicaciones, se convino enque, efectivamente, era un ángel la criaturaresguardada por la reja; habituada a oírselollamar en verso, no extrañó que una vez más sele atribuyese en prosa naturaleza angélica. Asíes como los ripios falsean el juicio, y los poetaschirles hacen más daño que la langosta. Lo que también comprendió el ángel deste-rrado fue que el otro ángel era doblementedesdichado que él, pues se quejaba de no podersalir de allí, de que le guardaban y vigilabanmucho, de que le tenían sujeto entre cuatro pa-redes y de que su único desahogo era asomarsea aquella reja a respirar el aire nocturno y aechar un ratito de parrafeo. El desterrado pro-metió acudir fielmente todas las noches a dareste consuelo al recluso, y tan a gusto cumpliósu promesa que desde entonces lo único que lepareció largo fue el día, mientras no llegaba lagrata hora del coloquio. Cada noche se prolongaba más, y, por último,sólo cuando blanqueaba el alba y se apagaban

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las dulces estrellas se retiraba de la reja el ángel,tan dichoso y anegado en bienestar sin límites,como si nadase todavía en la luz del empíreo yle asistiese la perfecta bienaventuranza. Sinembargo, el recluso iba mostrándose descon-tento y exigente. Sacando los dedos por la reja ycogiendo los de su amigo, preguntábale, conasomos de mal humor, cuándo pensaba liber-tarle de aquel cautiverio.

El ángel, para entretenerle, fue regalándole lasmargaritas de corazón de oro y pétalos de per-las; hasta que, muy estrechado ya, hubo de de-cir que sin duda el encierro era disposición deDios, y que no se debían contrariar sus decretossantos. Una carcajada burlona fue la respuestadel encerrado, y a la otra noche, al acudir a lareja, el ángel vio con sorpresa que por la puer-tecilla del jardín salía una figura velada y tapa-da, que un brazo se cogía de su brazo y una vozdulce, apasionada y melodiosa le decía al oí-do... "Ya somos libres... Llévame contigo..., es-

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capemos pronto, no sea que me echen de me-nos". El ángel, sobrecogido, no acertó a responder:apretó el paso y huyeron, no sólo de la calle,sino de la ciudad, refugiándose en el monte. Lanoche era deliciosa, del mes de mayo; acogié-ronse al pie de un árbol frondoso; él, saborean-do plácidamente, como ángel que era, la dichade estar juntos; ella -porque ya habrán sospe-chado los lectores que se trataba de una mujer-,nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas yhaciendo desplantes. No podía explicarse -ahora que ya no se inter-ponía entre ellos la reja -cómo su compañero deescapatoria no se mostraba más vehemente,cómo no formaba planes de vida, cómo nohablaba de matrimonio y otros temas de indis-cutible actualidad. Nada: allí se mantenía tansereno, tan contento al parecer, extasiado, son-riendo, abrigándola con su manto de anchospliegues y mirando al cielo, lo mismo que si dela luna fuese a caerle en la boca algún bollo. La

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mujer, que empezó por extrañarse, acabó porindignarse y enfurecerse; alejóse algunos pasos,y como el ángel preguntase afectuosamente lacausa del desvío, alzó la mano de súbito y des-cargó en la hermosa mejilla angélica solemne yestruendoso bofetón.... después de lo cual rom-pió a correr en dirección de la ciudad como unaloca. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni laafrenta, murmuraba tristemente: -¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era unángel! Al decir esto vio abrirse las nubes y bajar unalegión de ángeles, pero de ángeles reales y efec-tivos, que le rodearon gozosos. Estaba perdo-nado, había vencido la mayor tentación, que esla de la mujer, y Dios le alzaba el destierro.Mezclándose al coro luminoso, ascendió el án-gel al cielo entre resplandores de gloria; pero alascender, volvía la cabeza atrás para mirar a laTierra a hurtadillas, y un suspiro hinchaba yoprimía su corazón. Allí se le quedaba un sue-ño... ¡Y olía tan bien el jazmín de la reja!

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"El Liberal", 21 de enero 1897.

El fantasma

Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid,todos los jueves comía en casa de mis parienteslejanos los señores de Cardona, que desde elprimer día me acogieron y trataron con afectosumo. Marido y mujer formaban marcadísimocontraste: él era robusto, sanguíneo, franco,alegre, partidario de las soluciones prácticas;ella, pálida, nerviosa, romántica, perseguidoradel ideal. El se llamaba Ramón; ella llevaba elanticuado nombre de Leonor. Para mi imagina-ción juvenil, representaban aquellos dos seresla prosa y la poesía. Esmerábase Leonor en presentarme los platosque me agradaban, mis golosinas predilectas, ycon sus propias manos me preparaba, en bru-ñida cafetera rusa, el café más fuerte y aromáti-co que un aficionado puede apetecer. Sus dedos

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largos y finos me ofrecían la taza de porcelana"cáscara de huevo", y mientras yo paladeaba ladeliciosa infusión, los ojos de Leonor, del mis-mo tono oscuro y caliente a la vez que el café,se fijaban en mí de un modo magnético. Parecíaque deseaban ponerse en estrecho contacto conmi alma. Los señores de Cardona eran ricos y estima-dos. Nada les faltaba de cuanto contribuye aproporcionar la suma de ventura posible eneste mundo. Sin embargo, yo di en cavilar queaquel matrimonio entre personas de tan distin-ta complexión moral y física no podía ser di-choso. Aunque todos afirmaban que a don RamónCardona le rebosaba la bondad y a su mujer eldecoro, para mí existía en su hogar un misterio.¿Me lo revelarían las pupilas color café?. Poco a poco, jueves tras jueves, fui tomándo-me un interés egoísta en la solución del pro-blema. No es fácil a los veinte años permanecerinsensible ante ojos tan expresivos, y ya mi

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tranquilidad empezaba a turbarse y a flaquearmi voluntad. Después de la comida, el señor deCardona salía; iba al Casino o a alguna tertulia,pues era sociable, y nos quedábamos Leonor yyo de sobremesa, tocando el piano, comentan-do lecturas, jugando al ajedrez o conversando.A veces las vecinas del segundo bajaban a pa-sar un ratito; otras estábamos solos hasta lasonce, hora en que acostumbraba a retirarme,antes de que cerrasen la puerta. Y, con fatuidadde muchacho, pensaba que era bien singularque no tuviese don Ramón Cardona celos demí.

Una de las noches en que no bajaron las veci-nas -noche de mayo, tibia y estrellada-, estandoel balcón abierto, y entrando el perfume de lasacacias a embriagarme el corazón, me tentó eldiablo más fuerte, y resolví declararme. Ya bal-bucía entrecortadas las palabras, no precisa-mente de pasión, pero de adhesión, rendimien-to y ternura, cuando Leonor me atajó dicién-dome que estaba tan cierta de mi leal amistad,

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que deseaba confiarme algo muy grave, el te-rrible secreto de su vida. Suspendí mis confe-siones para oír las de la dama, y me fue pocograto escuchar de sus labios, trémulos de ver-güenza, la narración de un episodio amoroso. -Mi único remordimiento, mi único yerro -murmuró acongojada doña Leonor- se llama elmarqués de Cazalla. Es, como todos saben, unperdido y un espadachín. Tiene en su podermis cartas, escritas en momentos de delirio. Porrecogerlas, no sé qué daría. Y vi, a la luz de los brilladores astros, que sedeslizaba de las pupilas oscuras una lágrimalenta... Al separarme de Leonor, llevaba formadopropósito de ver al marqués de Cazalla al díasiguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba talresolución. El marqués, a quien hice pasar mitarjeta, me recibió al punto en artístico fumoir ya las primeras palabras relativas al asunto quemotivaba mi visita, se encogió de hombros ypronunció afablemente:

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-No me sorprende el paso que usted da; perole ruego que me crea, y le empeño palabra dehonor de que es la pura verdad cuanto voy adecirle. Considero el caso de la señora de Car-dona el más raro que en mi vida me ha sucedi-do. No sólo no poseo ni he poseído jamás losdocumentos a que esa señora se refiere, sinoque no he tenido nunca el gusto..., porque gus-to sería, de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajopalabra de honor! Era tan inverosímil la respuesta, que no obs-tante el tono de sinceridad absoluta del mar-qués, yo puse cara escéptica, quizá hasta inso-lente. -Veo que no me cree usted -añadió el marquésentonces-. No me doy por ofendido. Lo descon-taba. Podrá usted dudar de mi palabra; pero niusted ni nadie tiene derecho a suponer que soyhombre que rehuye, por medio de subterfugios,un lance personal. Si lo que busca usted espendencia, me tiene a su disposición. Sólo lesuplico que antes de resolver esta cuestión de

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un modo o de otro consulte... al señor Cardona.He dicho "al señor". No me mire usted con esosojos espantados... Oígame hasta que termine.Doña Leonor Cardona, que según opinión ge-neral es una señora honradísima, ha debido depadecer una pesadilla y soñar que teníamosrelaciones, que nos veíamos, que me había es-crito, etcétera. Bajo el influjo de ilusorios re-mordimientos le ha contado a su marido "to-do".... es decir, "nada"...; pero "todo" para ella; yel marido ha venido aquí como usted, sólo quemás enojado, naturalmente, a pedirme cuentas,a querer beber mi sangre. Si yo no la tuviesebastante fría, a estas

horas pesa sobre mi conciencia el asesinato deCardona... o él me habría matado a mí (no digoque no pudiese suceder). Por fortuna no meaturdí, y preguntando a Cardona las épocas enque su esposa afirmaba que habían tenido lugarnuestras entrevistas criminales, pude demos-trarle de un modo fehaciente que a la sazón meencontraba yo en París, en Sevilla o en Londres.

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Con igual facilidad, probé la inexactitud deotros datos aducidos por doña Leonor. Así esque el señor Cardona, muy confuso y asombra-do, tuvo que retirarse pidiéndome excusas. Siusted me pregunta cómo me explico suceso tanextraordinario, le diré que creo que esta señora,a quien después he procurado conocer (¡por lamemoria de mi madre le juro a usted que antes,ni de vista!... ), sufre alguna enfermedad mo-ral.... y ha tenido una visión...; vamos, que se leha aparecido un espectro de amor..., y ese es-pectro, ¡vaya usted a saber por qué!, ha tomadomi forma. Y no hay más... No se admire ustedtanto. Dentro dediez años, si trata usted algunas mujeres, sehabituará a no admirarse de casi nada. Salí de casa del marqués en un estado de áni-mo indefinible. No había medio de desmentirle,y al mismo tiempo la incredulidad persistía.Impresionado, no obstante, por las firmes ycategóricas declaraciones del dandi, me dedi-qué desde aquel punto, no a cortejar a Leonor,

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sino a observar a Cardona. Procuré hablarlemucho, hacerle espontanearse, y fui sacando,hilo a hilo, conversaciones referentes a la fide-lidad conyugal, a los lances que puede originarun error, a las alucinaciones que a veces sufri-mos, a los estragos que causa la fantasía... Porfin, un día, como al descuido, dejé deslizar en eldiálogo el nombre del marqués de Cazalla yuna alusión a sus conquistas... Y entonces Car-dona, mirándome cara a cara, con gesto entreburlón y grave, preguntó: -¿Qué? ¿Ya te han enviado allá a ti también?¡Pobrecilla Leonor, está visto que no tiene cura! No necesité más para confesar de plano misgestiones, y Cardona, sonriendo, aunque algoalterada su sonora voz, me dijo: -Has de saber que cuando fui a casa del mar-qués de Cazalla, ya llevaba yo ciertos barruntosy sospechas de la alucinación de Leonor, de lacual me convencí plenamente después. Si bienno parezco celoso, y hasta se diría que me pier-do por confiado, he vigilado a Leonor siempre,

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porque la quiero mucho, y en ninguna épocahubiese podido ella cometer, sin que yo meenterase, los delitos de que se acusaba. Com-prendí que se trataba de una fantasmagoría, deun sueño, y me resigné a la hipótesis de unafalta imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasmade pasión y arrepentimiento le sirve de escudocontra la realidad! Lo que te aseguro es queLeonor, viviendo yo, nunca saldrá de la regiónde los fantasmas... ¡Y no volvamos a hablar deesto en la vida! Aproveché el aviso, y de allí en adelante evitéquedarme a solas con Leonor, y hasta fijar lamirada en sus oscuros ojos, nublados por laquimera. "Blanco y Negro", núm. 30, 1897.

La perla rosa

Sólo el hombre que de día se encierra y velamuchas horas de la noche para ganar con qué

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satisfacer los caprichos de una mujer querida -díjome en quebrantada voz mi infeliz amigo-,comprenderá el placer de juntar a escondidasuna regular suma, y así que la redondea, salir ainvertirla en el más quimérico, en el más extra-vagante e inútil de los antojos de esa mujer. Loque ella contempló a distancia como irrealiza-ble sueño, lo que apenas hirió su imaginacióncon la punzada de un deseo loco, es lo que miiniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van adarle dentro de un instante... Y ya creo ver laadmiración en sus ojos y ya me parece que sien-to sus brazos ceñidos a mi cuello para estre-charme con delirio de gratitud.

Mi único temor, al echarme a la calle con lacartera bien lastrada y el alma inundada dejúbilo, era que el joyero hubiese despachado yalas dos encantadoras perlas color de rosa quetanto entusiasmaron a Lucila la tarde que sedetuvo, colgada de mi brazo, a golosinear conlos ojos el escaparate. Es tan difícil reunir dosperlas de ese raro y peregrino matiz, de ese

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hermoso oriente, de esa perfecta forma globu-losa, de esa igualdad absoluta, que juzgué im-posible que alguna señora antojadiza como mimujer, y más rica, no la encerrase ya en suguardajoyas. Y me dolería tanto que así hubiesesucedido, que hasta me latió el corazón cuandovi sobre el limpio cristal, entre un collar magní-fico y una cascada de brazaletes de oro, el finoestuche de terciopelo blanco donde lucían mis-teriosamente las dos perlas rosa orladas de bri-llantes.

Aunque iba preparado a que me hiciesen pa-gar el capricho, me desconcertó el alto precio enque el joyero tasaba las perlas. Todas mis eco-nomías, y un pico, iban a invertirse en aquelpar de botoncitos, no más gruesos que un gar-banzo chiquitín. Me asaltó la duda -¡soy tanpoco experto en compras de lujo!- de si el joye-ro pretendería explotar mi ignorancia pidién-dome, sólo por pedir, un disparate, creyendotal vez que mi pelaje no era el de un hombrecapaz de adquirir dos perlas rosa. A tiempo

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que pensaba así, observé, al través del alto ydiáfano vidrio de la tienda, que pasaba por laacera mi antiguo condiscípulo y mejor amigoGonzaga Llorente. Ver su apuesta figura y salira llamarle fue todo uno. ¿Quién mejor parailustrarme y aconsejarme que el elegante Gon-zaga, tan al corriente de la moda, tan lanzado almundo, tan bien relacionado, que cada visitaque hacía a nuestra modesta y burguesa casa -yhacía bastantes desde algún tiempo acá- yo laestimaba como especialísimaprueba de afecto? Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga sevolvió y entró conmigo en la joyería, enterán-dose del asunto. Inmediatamente se declaróadmirador de las perlas rosa, y añadió que sa-bía que andaban bebiendo los vientos por ad-quirirlas ciertas empingorotadas señoras, entrelas cuales citó a dos o tres de altisonantes títu-los. En un discreto aparte me aseguró que elprecio que exigía el joyero no tenía nada deexcesivo, en atención a la singularidad de las

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perlas. Y, como yo recelase aún, molestado porel piquillo que en aquel momento no me eraposible abonar, Gonzaga, con su simpáticafranqueza, abrió la cartera y me entregó variosbilletes bromeando y jurando que si yo no ad-mitiese tan pequeño servicio, en todos los díasde su vida volvería a mirarme a la cara. ¡Quémiserables somos! No debí aceptar el préstamo;no debí llevar a mi casa sino lo que pudiesepagar al contado... Pero la pasión me dominabay hubiese besado de rodillas la mano que meofrecía medio de satisfacerla.Convinimos en que Gonzaga almorzaría connosotros al día siguiente, en celebración delestreno de las perlas rosa, y con el estuche en elbolsillo me dirigí a mi casa disparado; quisieratener alas. Lucila trasteaba cuando yo entré, y al vermeplantado delante de ella, diciéndole con cara debeatitud: "Regístrame", comprendió y murmu-ró: "Regalo tenemos". Viva y traviesa (¡su ma-nera de ser!) revolvió mis bolsillos haciéndome

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cosquillas deliciosas, hasta acertar con el estu-che. El grito que exhaló al ver las perlas fue deesos que no se olvidan jamás. En la efusión desu agradecimiento, me sobó la cara y hasta mebesó... ¡Puede que en aquel instante me quisieseun poco! No acertaba a creer que joya tan codi-ciada y espléndida le perteneciese; no podíaconvencerse de que iba a ostentarla. Y yo mis-mo, desabrochando los sencillos aretes de oroque Lucila llevaba puestos, enganché las perlasrosa en las orejitas pequeñas, encendidas deplacer. Me hace mucho daño acordarme deestas tonterías, pero me acuerdo siempre.

Al otro día, que era domingo, almorzó en casaGonzaga, y estuvimos todos bulliciosos y deci-dores. Lucila se había puesto el vestido de sedagris, que le sentaba muy bien, y una rosa en elpecho -una rosa del mismo color de las perlas-.Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó aApolo, a una función alegre, en que sin treguanos reímos. A la mañana siguiente volví conafán a mis quehaceres, pues deseaba saldar

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cuanto antes el pico, resto de las perlas. Regreséa mi casa a la hora de costumbre, y al sentarmea la mesa, mi primera mirada fue para las orejasde Lucila. Di un salto y lancé una interjección alver que faltaba del diminuto cerco de brillantesuna de las perlas rosa. -¡Has perdido una perla! -exclamé. -¿Cómo una perla? -tartamudeó mi mujerechando mano a sus orejas y palpando los are-tes. Al ver que era cierto, quedóse tan aterradaque me alarmé, no ya por la perla, sino por elsusto de Lucila. -Calma -le dije-. Busquemos, que aparecerá. Excuso decir que empezamos a mirar y a re-gistrar por todas partes, recorriendo la alfom-bra, sacudiendo las cortinas, alzando los mue-bles, escudriñando hasta cajones que Lucilaafirmaba no haber abierto desde un mes antes.A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila searrasaban de lágrimas. Mientras resolvíamos,se me ocurrió preguntarle: -¿Has salido esta tarde?

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-Sí..., creo que sí... -respondió titubeando. -¿A dónde? -A varios sitios... Es decir... Fui.... por ahí.... acompras... -Pero... ¿a qué tiendas? -¡Qué sé yo! A la calle de Postas..., a la plazue-la del Ángel..., a la Carrera... -¿A pie o en coche? -A pie... Luego tomé un cochecillo. -¿No recuerdas el punto... el número? -¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡VálgameDios! Si era un coche que pasaba -objetó ner-viosamente Lucila, que rompió a sollozar conamargura. -Pero las tiendas sí las recordarás... Dímelas,que iré una por una, a ver si en el suelo o en elmostrador... Pondremos anuncios... -¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz! -exclamó tan afligida que no me atreví a insistir,y preferí aguardar a que se calmase. Pasamos una noche de inquietud y desvelo. Oía Lucila suspirar y dar vueltas en la cama como

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si no consiguiese dormir. Yo, entre tanto, discu-rría modos de recuperar la perla rosa. Levan-téme temprano, me vestí, y a las ocho llamaba ala puerta de Gonzaga Llorente. Había oído de-cir que la Policía, en casos especiales, averiguafácilmente el paradero de los objetos perdidos orobados, y esperaba que Gonzaga, con su in-fluencia y sus altas relaciones, me ayudaría aemplear este supremo recurso. -El señorito está durmiendo; pero pase ustedal gabinete, que dentro de diez minutos le en-traré el chocolate y preguntaré si puede ustedverle -dijo el criado, al notar mi insistencia y mipremura. Me avine a esperar. El criado abrió las made-ras del gabinete, en cuyo ambiente flotabanesencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lodistinta que sería mi suerte si aquel criado mehace pasar inmediatamente a la alcoba...! Lo cierto es... que al primer alegre rayo de solque cruzó las vidrieras, y antes de que el criadome dijese "tome usted asiento", ya había visto

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brillar sobre el ribete de paño azul de la piel deoso blanco, tendida al pie del muelle diván tur-co, ¡la perla, la perla rosa! Si esto que me sucedió le sucede a usted, yusted me pregunta qué debe hacerse en talescircunstancias, yo respondo de seguro con granenergía: "Coger una espada de la panoplia quesupera el diván y atravesársela por el pecho alque duerme ahí al lado, para que nunca másdespierte". ¿Sabe usted lo que hice? me bajé,recogí la perla, la guardé en el bolsillo, salí deaquella casa, subí a la mía, encontré a mi mujerlevantada y muy desencajada; la miré y no laahogué. Con voz tranquila le ordené que sepusiese los pendientes. Saqué la perla del bolsi-llo.... y cogiéndola entre los dedos, le dije: -Aquí está lo que perdiste. ¿Qué tal, lo encon-tré pronto? Es cierto que al acabar me dio no sé qué arre-chucho o qué vértigo de locura. Eché mano aaquellas orejas diminutas, arranqué de ellas lospendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude

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dominarme en el acto.... y bajar la escalera yrefugiarme en el café más próximo, donde pedícoñac... ¿Que si he vuelto a ver a Lucila?... Una vez....iba del brazo de "otro", que ya no era Gonzaga.Por cierto que me fijé en que el lóbulo de laoreja izquierda lo tiene partido. Sin duda se lorasgué yo involuntariamente. "El Imparcial", 25 de marzo

Un parecido

No hay discusión más baldía que la de la her-mosura. Mil veces la entablamos en aquellaespecie de senadillo de gentes al par desenga-ñadas y curiosas, donde se agitaban tantos pro-blemas a un tiempo atractivos e insolubles; ysiempre -aunque no escaseaban las disertacio-nes- quedábamos en mayor confusión. Unosostenía que la belleza era la corrección de lí-neas; otro, que la armonía del color; éste, que la

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fusión de ambos elementos; aquél, que la juven-tud; el de más allá, que la salud y robustez, o eldonaire, chiste y garabato, o el arte del tocador,o la melodía de la voz, y hasta hubo alguno queidentificó la belleza con la bondad y con la inte-ligencia... Y el original de Donato Abréu, quesolía escuchar callando, al fin se descolgó con lasentencia siguiente: -La belleza no es nada. Acostumbrados a sus salidas, callamos paraver cómo se desenredaba, y fue así: -No es nada, nada absolutamente. Si nos atacaa los presentes una oftalmía, se acabaron líneas,colores, aire de salud, juventud, adorno... Todoeso estaba en nuestra retina..., y en ningunaparte más. -¡Vaya una gracia! -exclamamos-. Si empiezausted por dejarnos ciegos... -Es que lo están ustedes ya cuando tienen porrealidad lo que no existe fuera de nosotros. ¡Dé-jenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante

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todo, ¿supongo que se trata de la belleza feme-nil? -¡Ah pícaro! -protestó el escultor-. ¡Se refugiausted ahí..., porque es donde menor refutacióntienen sus herejías! A los escultores no valecegarnos. Acuérdese usted de aquel que, pri-vado de la vista, admiraba con las yemas de losdedos el torso de una estatua griega... -¡Bah! Tampoco ustedes reconocen ley fija,tipo inalterable... La Venus dormida en su con-cha, que presentó usted hace dos años y se lle-vó la medalla, no se asemeja a la Venus clásica,y no por eso deja de ser hermosa..., es decir, deparecerlo... Pero no nos salgamos del terrenogeneral, porque el arte es patrimonio de pocos.¿Hablábamos de mujeres, sí o no? -¿De mujeres? ¡Siempre! -afirmó el vizcondede Tresmes, el cual, según malas lenguas, teníaun pasado asaz borrascoso-. ¿Qué otra cosamerece la pena de discutirse en este mundo? -Entonces, pleito ganado -insistió Donato re-calcándose en la butaca-. ¿Sostienen ustedes

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que la hermosura de determinada mujer es lacausa de los sentimientos especiales que esamujer nos inspira? -¿Pues qué había de ser? -repuso Tresmes-.¿Su fealdad? O es hermosa, o hermosa la cree-mos, y de esa belleza nos enamoramos..., más omenos... ¡Que en eso cabe una escala infinita degrados y matices! -Oigan -suplicó Donato- no mis razones, sinola historia muy verdadera de un amigo mío quese ha muerto en el extranjero, porque no lo-grando aliviarse de un delito amoroso, se dedi-có a viajar, y en Roma una fiebre palúdica, loque allí conocen por malaria, le curó la enfer-medad de vivir. Mi amigo era el hijo de segundas nupcias deun señor bastante rico. Los otros, fruto del pri-mer tálamo, le adoraban y le ampararon comopadre cuando todos quedaron huérfanos. Casó-se el mayor de sus hermanos con una señoritallamada Jacinta, y mi amigo Marcelo le dire-mos, por no divulgar su verdadero nombre, fue

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a vivir a Madrid con el nuevo matrimonio, paraterminar la carrera de arquitecto. Era "muy be-lla" la cuñadita Jacinta -ya ven ustedes que mesirvo de lenguaje usual-, y Marcelo, un día trasotro, confianza va y halago viene, se prendó deJacinta con la pasión más tirana. Cuando com-prendió su estado, cuando interpretó su afán,se horrorizó de una inclinación tan culpable yse propuso esconderla, como se esconde lamancha y la vergüenza, y no dejar asomar porningún resquicio ni reflejos de la hoguera quele consumía la médula de los huesos. Y hubiesecumplido su propósito, a no suceder cosa másterrible aún: que la señora, objeto de tan repro-bable afición, o porque la

adivinó o porque se contagió con ella sin adivi-narla, al cabo dio en padecer del mismo acha-que, y menos cauta, lo descubrió con indiciostan claros, que Marcelo, sintiéndose débil yvencido antes de pelear, apeló a poner tierra enmedio... Dijo a su hermano que se encontrabaenfermo, y esto no era sino relativa mentira, y

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que necesitaba respirar, por receta del médico,aires puros, aires de campo; y el hermano, solí-cito y compadecido, le envió a un cortijo quehabía heredado de su suegro, y que por encon-trarse en lo más florido y frondoso de la serra-nía de Córdoba y ser entonces el mes de abril,debía de estar convertido en vergel delicioso. -Habrá comodidad suficiente para ti -advirtió-, porque el padre de mi Jacinta tenía cariño aese sitio y lo visitaba de vez en cuando, aunqueJacinta nunca ha puesto allí los pies, ni yo tam-poco. He oído susurrar no sé qué de la mujerdel capataz...; pero ¡si se creyese cuanto se oye!En fin, lo esencial es que no te faltarán ropas nimuebles... Y si algo te falta, pídelo en seguida. Marchó Marcelo asaz desesperado a su Tebai-da, y el capataz le recibió con agasajo, encar-gando a su hija, mocita como de veinte años deedad, que sirviese y atendiese al forastero.¡Imagínense la conmoción que sufriría éstecuando, al fijar los ojos en el rostro de la hija delcapataz, vio en él una copia perfectísima, un

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acabado trasunto del de Jacinta! Era semejanza,no sólo de facciones, sino de expresión, moda-les y gesto, y, lo que más turbó a Marcelo, hastade metal de voz, con un ceceo andaluz quehacía encantador el de Manuelita la cortijera!Reconoció el enamorado los negros ojos quellevaba clavados en el corazón, el talle cuyasondulaciones le causaban vértigo, el color que-brado de la suave tez que le enloquecía, y acor-dándose de las indicaciones de su hermanoacerca de la mujer del capataz, no se asombróde encontrar una nueva Jacinta en la sierra. Alpasar días fue notando que la serrana poseíamil cualidades preciosas: limpia, fina a su mo-do, viva y lista como

nadie; ya alegre, ya melancólica; oportuna enreplicar, aguda en comprender, sensible a ratosy arisca a tiempo, sabía, además, rasguear laguitarra y entonar el polo con un salero quequitaba el sentido. Marcelo, embelesado, pensóque la misma Providencia le deparaba tan sa-broso remedio a sus enfermedades morales, y

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se dedicó a la serrana, galanteándola y persi-guiéndola sin tregua, a favor de aquella liber-tad que da el campo y de las rodadas ocasionesque brinda el vivir bajo un techo mismo. Ma-nuelita se defendió; pero al cabo fue ablandán-dose, y consintió en acudir a una reja baja,donde sin peligro para su recato podía conver-sar largamente con Marcelo. Mas lo que suelecostar trabajo en estas lides es el primer triunfo,que los restantes vienen fatalmente a su hora, yManuelita, aunque se hizo muy de rogar, acabópor conceder a Marcelo que una noche, en vezde hablarse por la reja, se hablasen dentro delaposento que la reja defendía... El narrador se detuvo un instante, como pre-parando el efecto de lo que le faltaba por con-tar. -Marcelo entró en aquel cuarto temblando degozo, paladeando con la imaginación el bienque esperaba. No se había atrevido Manuelita aencender luz; pero la de la luna entraba a olea-das por la reja, en la cual se apoyaba la mucha-

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cha ruborizada y acaso medio arrepentida ya, yalumbraba de lleno su rostro, haciéndole pare-cer más descolorido, del tono de los jazminesque lucía apiñados en el negro rodete. Marcelose adelantó como el que camina en sueños, y alaproximarse a Manuelita, al rodear con los bra-zos el talle curvo que se doblegaba, al respirarcon los labios el perfume de las blancas florestan próximas a la mejilla fresca y a la gargantatornátil, su boca exhaló entre hondo suspiro, unnombre... ¡el nombre de "Jacinta"! Y al oírse, alrepetir involuntariamente tal nombre, espanta-do, como si viese a una sierpe, se desprendió,retrocedió, se tambaleó y, al fin, huyó, subiendola escalera a tientas y encerrándose en su dor-mitorio.... donde pasó la noche entreremordimientos y lágrimas para salir a la ma-drugada camino de Córdoba, y desde Córdobaa París... ¿Comprenden ustedes el motivo de laconducta de Marcelo? -Que para él sólo existía Jacinta. Manuelita nohabía existido nunca, sino por la pasajera reali-

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dad que le comunicó su parecido con "la otra" -respondimos algo impresionados, reflexionan-do a pesar nuestro. -Exactamente... Veo que son ustedes perspica-ces... Al pensar Marcelo que se libertaba de sucriminal pasión, lo que hacía era recaer en ellade plano, satisfacerla, entregarse... ¿Y la belle-za? Tan guapa era Manuela la cortijerita comoJacinta la dama. ¡Acaso más! -Marcelo se me figura demasiado idealista -indicó Tresmes en tono desdeñoso. -Todos lo somos... -declaró Donato-. Y la be-lleza, una idea, unas gotas de ilusión, para "usointerno"... "El Liberal", 7 noviembre 1897.

Memento

El recuerdo más vivaz de mis tiempos estu-diantiles -dijo el doctor sonriendo a la evoca-ción- no es el de varios amorcillos y lances pa-

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recidos a los que puede contar todo el mundo,ni el de ciertas mejillas bonitas cuyas rosas em-balsamaron mis sueños. Lo que no olvido, loque a cada paso veo con mayor relieve, es... latertulia de mi tía Gabriela, doncella machucha,a quien acompañaban todas las tardes otras tresviejas apolilladas, igualmente aspirantes a lapalma sobre el ataúd.

Reuníanse las cuatro, según he dicho, por latarde, pues de noche las cohibían miedos,achaques y devociones, en el gabinetito, desdecuyas ventanas se divisaban los ricos ajimecesgóticos y los altos muros de la catedral; y yosolía abandonar el paseo, a tal hora lleno demuchachas deseosas de escuchar piropos, paraencerrarme entre aquellas cuatro paredes ves-tidas de un papel rameado que fue verde y yaera blancuzco, sentarme en la butaca de fatiga-dos muelles, anchota y blandufa, al cabo tam-bién anciana, y recibir de una mano diminuta,seca, cubierta por la rejilla de un mitón negro,

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palmadita suave en el hombro, mientras unacascada voz murmuraba: -Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muerede gozo Candidita. De las solteronas, Candidita era la más joven,pues no había cumplido los sesenta y tres. Se-gún las crónicas de los remotos días en queCandidita lozaneaba, jamás descolló por subelleza. Siempre tuvo el ojo izquierdo algo caído y lasespaldas encorvadas en demasía. Lo que en ellapudo agradar fue su seráfica condición. PoseíaCandidita en relación con su nombre de pila,alta dosis de credulidad y buena fe. Cuantapaparrucha inverosímil se me antojase inven-tar, la tragaba Candidita sin esfuerzo; en cam-bio, no había quién la convenciese de la reali-dad de picardía ninguna. Su alma rechazaba lamaledicencia como se rechaza un elementoextraño, de imposible asimilación. Yo me diver-tía infinito disputando con Candidita cuando senegaba a dar crédito a maldades notorias.... y al

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hacerlo sentía germinar en mi corazón una es-pecie de ternura, un misterioso respeto por lainocente, que sin quitarse su traje de merinonegro y sus zapatos de oreja, subiría al cielo almomento menos pensado. Mi tía Gabriela, en cambio, era sagaz, listacomo una pimienta. Su vida retirada, en unasoñolienta ciudad de provincia le impedía co-nocer a fondo el mundo, y acaso exageraba lastrastadas y gatuperios que en él se cometen,pero acercándose a la realidad y juzgando milveces con maligno acierto. Preciada de su linaje,con pergaminos y sin talegas, la tía Gabriela erauna señora a la vez modesta e imponente, cha-pada a la antigua, de alma más enhiesta que unlanzón; las otras tres solteronas parecían susdamas de honor antes que sus amigas. Doña Aparición era la curiosidad de aquelmuseo arqueológico. Hermosa y mundana ensus verdores, conservaba, a los setenta y seis,golpes de coquetería y manías de adorno quehacían fruncir los labios a mi tía Gabriela, tan

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majestuosa con su liso hábito del Carmen. Elpeluquín de doña Aparición, con bucles y sorti-jillas de un rubio angelical; su calzado estrecho;sus guantes claros de ocho botones; sus trajesde seda a rayas verde y rosa; sus abanicos degasa azul y el grupo de flores artificiales queprendía graciosamente su mantilla, nos dabanharto que reír. Como estaba semiciega y casi sorda, y la vestíasu fámula, a lo mejor traía la peluca del revés, oen la nariz el toque de carmín de las mejillas olos guantes uno lila y otro pajizo; y como pade-cía de gota, el cepo de las botitas prietas llegabaa mortificarla tanto, que mi tía le prestaba unasholgadas pantuflas. En caso tal exclamaba infa-liblemente doña Aparición: ¡"Jesús! Nunca mepasó cosa igual. Un pliegue de la media medesolló el talón... Es un fastidio tener tan fino elcutis." No sería doña Peregrina, la cuarta solterona, laque se impusiese torturas para presumir de pie.Al contrario: se declaraba sans façon. Reducida

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a mezquina orfandad, compraba en los ropave-jeros sus manteletas color de ala de mosca. Porlo demás, era mujer de empuje y brío, alta,gruesa, de una frescura rancia -si es lícito ex-presarse así-, viva de ojos y arrebatada de color,amiga de la broma, pero gazmoña a ratos,siempre dentro de la nota del buen humor y lamarcialidad.

¡Cómo me festejaban esas cuatro señoras! Haysitios adonde vamos atraídos, no por nuestrogusto, sino por el que damos a los demás. Diezaños haría tal vez que las solteronas no veíande cerca un semblante juvenil. Mi presencia ymi asiduidad eran un rasgo de galantería deincalculable precio, que halagaba la nunca ex-tinguida vanidad sentimental de la mujer. Elmozo que quiera ganar buen nombre, sea ama-ble con las viejecitas, con las desechadas, conlas retiradas del juego. Las muchachas nadaagradecen. Aquellas cuatro inválidas, con sumanso charloteo, me crearon una reputaciónfabulosa de discreto, de galán, de simpático, de

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estudioso. A su manera, me allanaban el cami-no de una lúcida posición y de una boda bri-llante. En los exámenes yo podía contestar malo bien, que segura tenía la nota: tal labor subte-rránea hacían mis solteronas con los catedráti-cos. En mi salud no cesaban de pensar "Vienesdescolorido, Gabriel... ¿Qué tienes? ¡Ojo con lasbribonas!" Y me enviabanremedios caseros, y piperetes y vinos cordiales,y reliquias milagrosas, y hasta sábanas, por silas de la posada no eran "de confianza" y "bienlavaditas". A fin de animar la tertulia, se me ocurrió leeren alto versos y novelas románticas. Auditoriosemejante no lo ha soñado ningún lector. Diría-se que, para escuchar, hasta la respiración sus-pendían. Según avanzaba la lectura, crecía elinterés. Una indignación, cómica a fuerza de seringenua, contra los traidores; un terror vivísi-mo cuando los buenos iban a caer en las em-boscadas de los malos; un gozo pueril cuandola virtud salía triunfante... Las exclamaciones

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me interrumpían. "Ese pillo ¿se equivoca y to-ma el veneno? ¡Castigo de Dios!" "¡Ay, que siGontrán entra en el bosque, encuentra al otrocon el puñal! ¡Que no entre, que no entre!" "Je-sús; al fin le da la puñalada!" "¡Infame!" "¿Veusted cómo el niño que robó el titiritero era hijode una princesa?" etcétera. En los episodiosvehementes, cuando los amantes se dicen ter-nezas al claror de la luna, las solteronas se des-hacían. Un leve sonrosado animaba las mejillasamarillentas; se humedecían los áridos ojos; losencogidos pechos anhelaban; aparecíase el bellofantasma de la lejana juventud, y un aura dulcey tibia agitaba un momento aquellos espíritusresignados, como el aire primaveral agita elpolvo de una tierra seca y estéril. Llegó el plazo en que yo tenía que emprendermi viaje a la corte, para cursar el doctorado. Dila noticia a mis solteronas, y aunque no podíasorprenderlas, no fue menor el efecto que pro-dujo. Mi tía Gabriela, sin perder el compás de ladignidad, se puso temblona y me advirtió, en

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frases que revelaban verdadera ternura, que erapreciso excusar a los viejos si se afectaban enlas despedidas, porque no estaban seguros devolver a ver a los que partían. Doña Peregrinamanoteó, protestó, bufó, me insultó y, al fin seechó a llorar como una fuente. Doña Apariciónsuspiró, alzó la vista al cielo y dijo, haciendomonerías: "Un joven de estas prendas..., natu-ralmente, ¡va a lucir en la corte! Mañana recibi-rá usted un alfiler de esmeraldas..., que fue demi papá." Por su parte, Candidita, guardó si-lencio, y a poco se levantó asegurando que te-nía que hacer una visita urgente. Aproveché elpretexto para abreviar la escena; salí con ella, laayudé a ponerse el mantón y le ofrecí elbrazo por la escalera de peldaños carcomidos. De repente, en el primer descanso, escuché unahogado sollozo; unos brazos endebles me ro-dearon el cuello y una cara fría como la nieve sepegó a mis barbas. Comprendí de súbito.... y,créanlo ustedes, ¡me quedé más volado y máscompadecido que si viese a mi propia madre de

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rodillas ante mí! Noté que Candidita pesabacomo pesan los cuerpos inertes; la supuse des-mayada y la arrimé al balaustre, tartamudean-do lleno de piedad: "Adiós, adiós; ya sabe quese la quiere." Mas como no me soltaba, me en-contré ridículo y la rechacé... Al hacerlo, mepareció que estaba degollando a una ovejuelaenferma, y la lástima me obligó a volver atrás ycorresponder al abrazo de Candidita con unacaricia rápida y violenta, amorosa en el aspecto,filial y santa en la intención. Después eché acorrer, y salí a la calle resuelto a no volver porla tertulia... ¡Ah, eso sí! La caridad tiene suslímites... Y ahora, que también soy viejo yo, suelo acor-darme de Candidita... ¡Pobre mujer! "El Imparcial", 20 abril 1896.

La caja de oro

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Siempre la había visto sobre su mesa, al alcan-ce de su mano bonita, que a veces se entreteníaen acariciar la tapa suavemente; pero no me eraposible averiguar lo que encerraba aquella cajade filigrana de oro con esmaltes finísimos, por-que apenas intentaba apoderarme del juguete,su dueña lo escondía precipitada y nerviosa-mente en los bolsillos de la bata, o en lugarestodavía más recónditos, dentro del seno,haciéndola así inaccesible.

Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor erami afán por enterarme de lo que la caja conte-nía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guar-daba el artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Pol-vos de arroz? ¿Esencias? Si encerraba alguna deestas cosas tan inofensivas, ¿a qué venía la ocul-tación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pe-lo? Imposible: tales prendas, o se llevan muchomás cerca, o se custodian mucho más lejos: odescansan sobre el corazón o se archivan en unsecrétaire bien cerrado, bien seguro... No erandespojos de amorosa historia los que dormían

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en la cajita de oro, esmaltada de azules quime-ras, fantásticas rosas y volutas de verde ojiacan-to. Califiquen como gusten mi conducta los inca-paces de seguir la pista a una historia, tal vez auna novela. Llámenme enhorabuena indiscreto,antojadizo y, por contera, entremetido y fisgónimpertinente. Lo cierto es que la cajita me vol-vía tarumba, y agotados los medios legales,puse en juego los ilícitos, y heroicos... Mostré-me perdidamente enamorado de la dueña,cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejéen apariencia a una mujer, cuando sólo corteja-ba a un secreto; hice como si persiguiese la di-cha... cuando sólo perseguía la satisfacción dela curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaríala victoria si la victoria realmente me importa-se, me la concedió..., por lo mismo que al con-cedérmela me echaba encima un remordimien-to. No obstante, después de mi triunfo, la que yame entregaba cuanto entrega la voluntad ren-

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dida, defendía aún, con invencible obstinación,el misterio de la cajita de oro. Desplegando za-lameras coqueterías o repentinas y melancóli-cas reservas; discutiendo o bromeando, apu-rando los ardides de la ternura o las amenazasdel desamor, suplicante o enojado, nada obtu-ve; la dueña de la caja persistió en negarse aque me enterase de su contenido, como si de-ntro del lindo objeto existiese la prueba de al-gún crimen.

Repugnábame emplear la fuerza y procedercomo procedería un patán, y además, exaltadoya mi amor propio (a falta de otra exaltaciónmás dulce y profunda), quise deber al cariño ysólo al cariño de la hermosa la clave del enig-ma. Insistí, me sobrepujé a mí mismo, desple-gué todos los recursos, y como el artista quecultiva por medio de las reglas la inspiración,llegué a tal grado de maestría en la comedia delsentimiento, que logré arrebatar al auditorio.Un día en que algunas fingidas lágrimas acredi-taron mis celos, mi persuasión de que la cajita

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encerraba la imagen de un rival, de alguien queaún me disputaba el alma de aquella mujer, lavi demudarse, temblar, palidecer, echarme alcuello los brazos y exclamar, por fin, con since-ridad que me avergonzó: -¡Qué no haría yo por ti! Lo has querido....pues sea. Ahora mismo, verás lo que hay en lacaja. Apretó un resorte; la tapa de la caja se alzó ydivisé en el fondo unas cuantas bolitas tamañascomo guisantes, blanquecinas, secas. Miré sincomprender, y ella, reprimiendo un gemido,dijo solemnemente: -Esas píldoras me las vendió un curanderoque realizaba curas casi milagrosas en la gentede mi aldea. Se las pagué muy caras, y me ase-guró que, tomando una al sentirme enferma,tengo asegurada la vida. Sólo me advirtió quesi las apartaba de mí o las enseñaba a alguien,perdían su virtud. Será superstición o lo quequieras: lo cierto es que he seguido la prescrip-ción del curandero, y no sólo se me quitaron

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achaques que padecía (pues soy muy débil),sino que he gozado salud envidiable. Te empe-ñaste en averiguar... Lo conseguiste... Para mívales tú más que la salud y que la vida. Ya notengo panacea; ya mi remedio ha perdido sueficacia; sírveme de remedio tú; quiéreme mu-cho, y viviré. Quedéme frío. Logrado mi empeño, no encon-traba dentro de la cajita sino el desencanto deuna superchería y el cargo de conciencia deldaño causado a la persona que, al fin, me ama-ba. Mi curiosidad, como todas las curiosidades,desde la fatal del Paraíso hasta la no menosfunesta de la ciencia contemporánea, llevaba ensí misma su castigo y su maldición. Daría en-tonces algo bueno por no haber puesto en lacajita los ojos. Y tan arrepentido que me creíenamorado; cayendo de rodillas a los pies de lamujer que sollozaba, tartamudeé: -No tengas miedo... Todo eso es una farsa, unindigno embuste... El curandero mintió... Vivi-rás, vivirás mil años... Y aunque hubiesen per-

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dido su virtud las píldoras, ¿qué? Nos vamos ala aldea, y compramos otras... Todo mi capitalle doy al curandero por ellas. Me estrechó, y sonriendo en medio de su an-gustia, balbuceó a mi oído: -El curandero ha muerto. Desde entonces, la dueña de la cajita -que yano la ocultaba ni la miraba siquiera, dejándolacubrirse de polvo en un rincón de la estanteríaforrada de felpa azul- empezó a decaer, a con-sumirse, presentando todos los síntomas deuna enfermedad de languidez, refractaria a losremedios. Cualquiera que no me tenga por unmonstruo supondrá que me instalé a su cabece-ra y la cuidé con caridad y abnegación. Caridady abnegación digo, porque otra cosa no habíaen mí para aquella criatura de quien había sidoverdugo involuntario. Ella se moría, quizá depasión de ánimo, quizá de aprensión, pero pormi culpa; y yo no podía ofrecerle, en desquitede la vida que le había robado, lo que todo locompensa: el don de mí mismo, incondicional,

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absoluto. Intenté engañarla santamente parahacerla dichosa, y ella, con tardía lucidez, adi-vinó mi indiferencia y mi disimulado tedio, ycada vez se inclinó más hacia el sepulcro. Y al fin cayó en él, sin que ni los recursos de laciencia ni mis cuidados consiguiesen salvarla.De cuantas memorias quiso legarme su afecto,sólo recogí la caja de oro. Aún contenía las fa-mosas píldoras, y cierto día se me ocurrió quelas analizase un químico amigo mío, pues to-davía no se daba por satisfecha mi maldita cu-riosidad. Al preguntar el resultado del análisis,el químico se echó a reír. -Ya podía usted figurarse -dijo- que las píldo-ras eran de miga de pan. El curandero (¡si seríalisto!) mandó que no las viese nadie..., para quea nadie se le ocurriese analizarlas. ¡El malditoanálisis lo seca todo! "El Liberal", 26 de marzo, 1894. Arco Iris.

La sirena

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No es posible pintar el cuidado y desvelo conque la ratona madre atendió a su camada deratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres yvivarachos, y con un pelaje ceniciento tan bri-llante que daba gozo; y no queriendo dejar lodivino por lo humano, prodigó a sus vástagosavisos morales, sabios y rectos, y los puso enguardia contra las asechanzas y peligros delpícaro mundo. "Serán unos ratones de seso ybuen juicio", decía para sí la ratona, al ver cuanatentamente la oían y cómo fruncían plácida-mente el hociquillo en señal de gustosa aproba-ción.

Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, quelos ratoncillos se mostraban tan formales por-que aún no habían asomado la cabeza fuera delagujero donde los agasajaba su mamá. Practi-cada en el tronco de un árbol la madriguera, loscobijaba a maravilla, y era abrigada en inviernoy fresca en verano, mullida siempre, y tan ocul-

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ta, que los chiquillos de la escuela ni sospecha-ban que allí habitase una familia ratonil. Sin embargo, de los tres de la nidada, uno yaempezaba a desear sacar el hocico, a soñar conretozos, deportes y correteos por el verde pradoque al pie del árbol se extendía alegre e incitan-te, esmaltado de varias flores y bullente de in-sectos, mariposas y reptiles. "Me gustaría porlos gustares bajar ahí", pensaba el joven ratón,sin atreverse a decirlo en voz alta, de puro mie-do, a su madre. Un día que se le escapó algunaseñal de su deseo, la madre exclamó trémula deespanto: "Ni en broma lo digas, criatura. Si noquieres que me disguste mucho, no vuelvas ahablar de salir al prado". ¿Creeréis que la prohibición le quitó al raton-cillo las ganas? ¡Bah! Ya sabéis que las prohibi-ciones son espuela del antojo. No atreviéndosea bajar aún el antojadizo, se pasaba las horasmuertas mirando al prado deleitable. ¡Québueno sería trotar por entre aquella hierba sua-ve y perfumada! ¡Qué simpático remojarse en el

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limpio arroyuelo que bañaba de aljófar las raí-ces de sauces y mimbreras! ¡Qué divertido darcaza a los viboreznos y lagartijas que se desli-zaban estremeciendo el follaje y haciendo re-lumbrar al sol los tonos metálicos de su elegan-te cuerpo! ¿Por qué, vamos a ver, por quéprohibía tan inocentes recreos la madre ratona? Un día que la mamá había salido, según cos-tumbre, en busca de sustento para su prole, elhijo se asomó al agujero, echando más de lamitad del tronco fuera. De pronto sintió comoun choque eléctrico y vio que cruzaba por elprado un ser encantador. Era ni más ni menosque una gatita blanca como la nieve, que fijabaen el ratoncillo sus anchas pupilas de esmeral-da. Quedóse el ratón fascinado, absorto. Nuncahabía visto cosa más linda que la tal gata blan-ca. ¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos,qué soltura en su flexible andar, qué moneríaen su cara picaresca, y qué virginal candor ensu ropaje de armiño! ¡Y qué decir de aquellos

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ojos verdes con reflejos áureos, aquellos ojoscuyo mirar derretía, incendiaba el corazón!

A no estar tan próxima la hora en que solíaregresar a la guarida la madre, el ratón sehubiese arrojado sin vacilar de su nido paraacercarse a la preciosa gata. Le contuvieron eltemor y el hábito de obedecer, que siemprereprime un tanto, al principio, los ímpetus re-beldes; pero lo que no acertó a sujetar fue sulengua, y loco de entusiasmo refirió a la mamácómo le tenía fuera de sí la aparición de la gataceleste.

-Qué, ¿has visto a ese monstruo? -exclamó lamadre.

-¡Monstruo una criatura tan encantadora! -suspiró el ratoncillo.

-Monstruo horrible, el más funesto, el mássanguinario, el más atroz que, por tu negrasuerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío,como del fuego; mira que en huir te va la vida;mira que tu padre pereció en las garras de esa

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maldita fiera, y que todas mis lágrimas sonobra suya. -Madre -repuso atónito el ratoncillo-, apenaspuedo creer lo que me aseguras. El agua quecorre limpia y clara entre las flores del prado notiene los matices de aquellos ojos cándidos, yaverdes, ya azulados, siempre dulces, dondesiempre juega misteriosamente la luz. Los péta-los de las azucenas y de los lirios del valle ce-den en blancura a su nevada piel, que debe deser más suave que el terciopelo y más flexibleque la seda. ¿Cómo quieres que vea un mons-truo sanguinario y horrible en la gata? ¡Ay,madre!, desde que la contemplé, sólo en ellapienso. Cuanto no es ella, me parece indigno deexistir. Antes me gustaban el prado, y el cielo, ylos árboles. Ahora todo me cansa y todo lo des-precio. Madre, cúrame de este mal, porque mesiento tan triste que creo que se me va a acabarla vida. Ya supondréis que la pobre ratona haría cuan-to cabe para distraer y aliviar a su retoño. A fin

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de cambiar sus pensamientos en otros más líci-tos, llevóle al agujero de unas ratas algo parien-tas suyas, jóvenes, ricas y honradas, que vivíanroyendo el trigo del repleto granero; pero elratón se aburría de muerte entre los montonesde grano, en la oscuridad de la troj, y echaba demenos el prado, que iluminaba, antes que elsol, la presencia de la gata blanca. Porque yavarias veces la había visto pasar juguetona yligera, fijando sus radiantes pupilas en las inac-cesibles alturas del árbol, y siempre que la gataaparecía, el ratón sentía ensanchársele la vida yescapársele el alma -sí, el alma, porque el amorhasta en las bestias la infunde- detrás de aque-lla maga de los verdes ojos.

No hubiese querido la ratona en tan críticascircunstancias separarse un minuto de su hijo;pero era forzoso salir a cazar, a procurar subsis-tencia para la familia, y llegó una mañana enque habiendo madrugado la ratona a dejar elnido antes de que amaneciese, el joven ratón,pensativo y melancólico, se asomó al agujero

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para ver nacer el día. Recta faja dorada franjeóel horizonte; poco a poco la bruma se rasgó yfue absorbiéndose en la clara pureza del cielo,por donde el sol ascendía como una rosa de oropálido; los pajaritos saludaron su gloriosa luzcon un himno de alegría alborozada y triunfal,y sobre la hierba, aljofarada aún de rocío, comosobre una red de diamantes, mostróse pasandocon aristocrática delicadeza y remilgada pre-caución la hermosa gata blanca. Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata lemiraba, parecía llamarle, invitarle a que des-cendiese. "¿Quieres jugar conmigo?", preguntó-le él, sin reflexionar, sin acordarse para nada delas maternales advertencias. "Baja", pareciócontestar con sus ojos misteriosos la gatita. Y el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de feli-cidad, y el juego dio principio, con muchos sal-tos y carreras. Fingía huir la gata, escondíaseentre sauces y mimbres, y cuando el ratón secansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobrela muelle alfombra del prado, y, escondiendo

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las uñas, recibía con las patitas de terciopelo alratón, y ya le despedía, en broma, ya le estre-chaba, retozando, en deleitosa mezcla e indesci-frable confusión de tratamiento ásperos y dul-ces. Nunca sabía el ratón, en aquel juego de velei-dades, si iba a ser acogido con demostracióntierna y mimosa o con fiero y desdeñoso zarpa-zo; y en los amados ojos de la esfinge tan pron-to veía piélagos de voluptuosidad y relámpa-gos de risa, como destellos de ferocidad y chis-pazos sombríos y crueles. Más de una vez creyónotar que las patitas blandas y muertas se cris-paban de súbito, y que bajo lo afelpado de lapiel surgían uñas de acero. ¡Y cosa rara! Nobien pensaba advertir síntomas tan alarmantes,el ratón cerraba los párpados y volvía gozoso ytembloroso a solazarse con la gata blanca. Duraba aún el juego, cuando, por la tarde,regresó la ratona y vio de lejos la escena y a suhijo mano a mano con el monstruo. Llorando ydesesperada, gritóle desde lejos: "¡Hijo mío, que

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te pierdes!" El ratón, por supuesto, no le hizomaldito caso. ¡Sí, para oír consejos estaba él!Subido al quinto cielo, nunca el juego le habíaencantado más. La gata, por el contrario, empe-zaba a fatigarse y a sospechar que había perdi-do bastante tiempo con un ratoncillo de malamuerte; y al notar que iba a ponerse el sol, quese hacía tarde, sin modificar apenas su actitud,siempre graciosa y juguetona, como el que nohace nada, torció la cabeza, aseguró con la bocaal ratoncillo, hincó los agudos dientes..., y lolanzó al aire palpitante y moribundo, para reci-birlo en las uñas, tendidas con violencia feroz... A punto que una nube de sangre cubría ya losojos del desdichado, y el delirio de la agoníaofuscaba sus sentidos, todavía pudo oírse comomurmuraba débilmente: "¿Quieres jugar con-migo, gatita blanca?" Por eso su madre hizo mal en llorar amarga-mente al incauto ratón. ¡El expiró tan satisfe-cho, tan a gusto! "El Imparcial", 18 de marzo, 1895.

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Así y todo...

-La sanción penal para la mujer -dijo en vozincisiva Carmona, aficionado a referir casos deesos que dan escalofríos- es no encontrar hom-bre dispuesto a ofrecerle mano de esposo. Unaimperceptible sombra, un pecadillo de coquete-ría o de ligereza, cualquier genialidad, la másleve impremeditación, bastan para empañar elbuen nombre de una doncella, que podrá serhonestísima, pero que, cargada con el sambeni-to, ya se queda soltera hasta la consumación delos siglos, sin remedio humano. Sucediendo así,¿cómo se explica que infinitas mujeres noto-riamente infames y con razón difamadas, sicien veces enviudan, otras ciento hallan quienlas lleve al altar? Para probarles este curiosofenómeno, les contaré un suceso presenciadoallá en mis mocedades, que me produjo impre-sión tan indeleble, que jamás en toda mi vida

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me ocurrió la idea de casarme. Sí; por culpa deaquella historia moriré soltero, y no me pesa,bien lo sabe Dios.

El lance pasó en M***, donde estaba de guar-nición uno de los regimientos más lucidos delEjército español, que por su arrojo y decisión enatacar había merecido el glorioso sobrenombrede el adelantado. Era yo entrañable amigo delteniente Ramiro Quesada, mozo de arrogantefigura y ardorosa cabeza, uno de esos atolon-drados simpáticos, a quienes queremos como sequiere a los niños. No salía Ramiro sin mí; jun-tos ibamos al teatro, a los saraos, a las juergas -que ya existían entonces, aunque las llamáse-mos de otro modo-; juntos dábamos largos pa-seos a caballo, y juntos hacíamos corvetear anuestras monturas ante las floridas rejas. Nosconfiábamos nuestros amoríos, nuestros apuri-llos de dinero, nuestras ganancias al juego,nuestros sueños y nuestras esperanzas de losveinticinco años. No éramos él ni yo precisa-

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mente unos anacoretas, pero tampoco unosperdidos; muchachos alegres, y nada más.

De repente noté que Ramiro se volvía huraño,y retrayéndose de mi trato y compañía se dabaa andar solo, como si tuviese algo que le impor-tase encubrir. Vano intento, porque en M*** nocaben tapujos. Poco tardamos en averiguar larazón del cambio de carácter del teniente. Laclave del enigma no era sino la esposa del capi-tán Ortiz, una de esas hembras que no calificaréde muy hermosa, pero peores que si lo fuesen:morena, menuda, salerosa al andar, descolori-da, de ojos que parecían candelas del infierno yuna cintura redonda de las que se pueden ro-dear con una liga. Ortiz, al parecer (y con moti-vo, pero sin fruto) era extremadamente celoso,y Ramiro, para avistarse con su tormento, nece-sitaba emplear ardides de prisionero o de salva-je. El día en que se le frustraba una cita o se lemalograba furtivo coloquio en la reja que abríasobre una callejuela oscura y solitaria, estaba elpobre muchacho como demente; ni contestaba

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si le hablábamos. Aunque yo no alardease demoralista,

ni tuviese autoridad para aconsejar, y menos entales materias, declaro que las relaciones ilícitasde mi amigo me desazonaban mucho, y un pre-sentimiento -lo llamo así porque no sé cómodefinir el disgusto y la inquietud que sentía- meanunciaba que algo grave, algo penoso debíaacarrearle a Ramiro aquellos malos pasos. Contodo, lejos estaba -a mil leguas- de suponer latragedia que aconteció.

Cierta mañana esparcióse por M*** la nuevade que el capitán Ortiz había sido encontradomuerto, con un balazo en el pecho y otro en lacabeza, casi a las puertas de su domicilio, cercade la esquina donde se abría la callejuela lóbre-ga. En los primeros momentos no me asaltó laterrible sospecha; creía a Ramiro noble y leal, ysólo cuando el rumor público le señaló, com-prendí que únicamente él, poseído del demo-nio, podía haber realizado la obra de tinieblas...

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A las pocas horas de descubrirse el cadáver,Ramiro fue preso. Reunióse el Consejo de gue-rra, y la causa marchó con la fulminante rapi-dez que caracteriza a la Justicia militar, estimu-lada por la voluntad expresa del capitán gene-ral, que deseaba se cumpliesen a rajatabla lasprescripciones legales y se enterrasen a la vez ala víctima y al asesino. Al pronto Ramiro inten-tó negar; pero dos o tres frases de indignacióndel fiscal provocaron en él un arranque de alti-va franqueza, y confesó de plano que a traiciónhabía disparado dos pistoletazos, la noche an-terior, al capitán Ortiz. En cuanto a los móvilesdel crimen, juró y perjuró que no eran otrossino ofensas de jefe a subalterno, rencores porcuestiones de servicio. Llamada a declarar laesposa de Ortiz, compareció de negro, impávi-da, y aseguró que apenas conocía al asesino devista. Este, sin pestañear, confirmó la declara-ción de la señora; y hallándose el reo convicto yconfeso, y no habiendo tiempo ni necesidad demás

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averiguaciones, se pronunció la sentencia demuerte, y Ramiro entró en capilla a las tres dela tarde, para ser arcabuceado al rayar el si-guiente día, a las treinta horas del crimen...

No necesito decir que en la capilla me consti-tuí al lado de mi amigo, que demostraba estoicaentereza. Sabiendo cuánto alivia una confiden-cia, un desahogo, le dirigí preguntas afectuosas,llenas de interés; pero el reo se encerró en unsilencio sombrío y noté que tenía los ojos te-nazmente fijos en la puerta de la capilla, comoen espera de que diese paso a alguien... ¡Lo queesperaba él sin ventura -no necesité para adivi-narlo gran perspicacia era la llegada de la mujerpor quien iba a beber el amargo trago! Sin dudaque ella no podía faltar; no podía negarle elsupremo consuelo de la despedida, sin duda, elsordo ruido de pasos que resonaba en la ante-cámara era el de los suyos, que hacían vacilan-tes el miedo y el dolor... Pero corrió la tarde,empezaron a transcurrir lentas y solemnes lashoras de la última noche, y la esperanza aban-

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donó al sentenciado. El sacerdote que le exhor-taba y había de absolverle y darle la sagradaComunión antes que el sol asomase en el hori-zontese retiró un momento a descansar, y sólo yo conRamiro, comprendí que por fin se abrían suslívidos labios. -Hace un momento sentía que "ella" no viniese-murmuró, cogiéndome las manos entre lassuyas abrasadoras-; ahora me alegro. Ya queme cuesta la vida, que no me cueste también elalma. ¿Que cómo hice la atrocidad, el cobardeasesinato de Ortiz? Mira, casi no lo sé. Me pare-ce que quien cometió esa acción villana no fueRamiro Quesada, sino otra persona, un hombredistinto de mí, que se me entró en el cuerpo.¿Te acuerdas de lo alegre de lo franco que erayo? Desde que me acerqué a... esa mujer.... mevolví otro. Estaba embrujado... Su marido, aquien ofendíamos, me parecía mi enemigo per-sonal, el obstáculo a nuestra felicidad; le odia-ba.... creo que más de lo que la amaba a ella.

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Así que ella lo notó..., ¡guárdame siempre elsecreto!, ¡no lo digas ni a tu madre!, empezó ainsinuarme, con medias palabras, la posibilidaddel crimen. No hablábamos claro de ese asunto,pero nos entendíamos perfectamente; formá-bamos planes de retirarnos al campo después, yhasta (mira qué detalle)ella se compró un traje negro nuevo, diciendoque "eso siempre sirve". Como un tornillo sefijó en mi cerebro el propósito del crimen. Y asíque ella me vio resuelto, se franqueó, me exaltómás, me ofreció que compartiría mi destino,fuese el que fuese... Aquí se detuvo Ramiro, y vi que se alterabamás profundamente su rostro. Con voz húme-da, murmuró: -Yo no quería tanto... ¡Compartir mi destino!Ya ves que ante el Consejo he logrado salvarla...Prefiero morir solo... Pero verla aquí, un mo-mento.... antes de... Al fin, si fui asesino, lo se-crétaire por ella, sólo por ella... ¡ Maldita sea misuerte! Si no conozco a esa mujer, soy siempre

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honrado, y tal vez me matan defendiendo a laPatria. ¡El sino del hombre!

-¿Y le fusilaron? -preguntamos ansiosos. -¡Pues no! Según deseaba el general, a untiempo se cavó la hoya del marido y la delamante. Yo, después del horrible día, me mar-ché de M*** donde me consumía el tedio. Alvolver, pasados cinco años, tuve curiosidad desaber qué había sido de la esposa del capitánOrtiz..., y aquí de lo que decíamos; supe quevivía tranquila, casada en segundas nupciascon un acaudalado caballero. Sin embargo, enM*** era pública la causa del triste fin de Rami-ro... Acabó así su relato Carmona, y vimos queinclinaba la cabeza, abrumado por memoriascrueles.

La cabellera de Laura

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Madre e hija vivían, si vivir se llama aquello,en húmedo zaquizamí, al cual se bajaba por losraídos peldaños de una escalera abierta en latierra misma: la claridad entraba a duras penas,macilenta y recelosa, al través de un ventanilloenrejado; y la única habitación les servía decocina, dormitorio y cámara. Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajan-do afanosamente en sus randas y picos de enca-je, sin salir nunca ni ver la luz del sol, cuidandoa su madre achacosa y consolándola siempreque renegaba de la adversa fortuna. ¡Hallarsereducidas a tal extremidad dos damas de rancioabolengo, antaño poseedoras de haciendas,dehesas y joyas a porrillo! ¡Acostarse a la luz deun candil ellas, a quienes habían alumbradopajes con velas de cera en candelabros de plata!No lo podía sufrir la hoy menesterosa señora, ycuando su hija, con el acento tranquilo de laresignación, le aconsejaba someterse a la divinavoluntad, sus labios exhalaban murmullos deimpaciencia y coléricas maldiciones.

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Como siempre los males pueden crecer, llegóun invierno de los más rigurosos, y faltó a Lau-ra el trabajo con que ganaba el sustento. A ladecente pobreza sustituyó la negra miseria; a laescasez, el hambre de cóncavas mejillas y dien-tes amarillos y largos.

Entonces, con acerba ironía, la madre se mofóde Laura, que pensaba, la muy ñoña y la muynecia, asegurar el pan por medio de labor ince-sante y constantes vigilias. ¡Valiente pan come-ría así que se quedase ciega! Saldría con unperrito a pedir limosna... ¡Ah, si no fuese tanboba y tan mala hija -teniendo aquel talle, aquelrostro y aquella mata de pelo como oro cendra-do, que llegaba hasta los pies-, no dejaría quesu madre se desmayase por falta de alimento!Al oír estas insinuaciones, Laura se estremecióde vergüenza y quiso responder enojada; perorecordando que su madre estaba en ayunasdesde hacía muchas horas, se cubrió el rostrocon las manos y rompió a sollozar. De pronto,como quien adopta una resolución súbita y

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firme, púsose en pie, se envolvió en un anchocapuchón de lana oscura y salió a la calle, queraras veces pisaba, convencida de que el retiroes la salvaguardia del recato. Sin titubear fue endirección de un tenducho que había entrevistoy donde creíapoder feriar el solo tesoro de que estaba secre-tamente envanecida y orgullosa. Era dueña delbaratillo la astuta vieja Brasilda -gran compo-nedora de voluntades con ribetes de hechicera-,y muy encubierto el rostro, entró Laura en laequívoca mansión. Como Brasilda preguntase maliciosamentequé traía a vender la tapada y gallarda moza,Laura, sin dejar de esconder el semblante en unpliegue del manto, bajo el capuz, se volvió deespaldas y mostró tendida la espléndida cabe-llera rubia, brillante y suave más que la seda, yque, con magnífico alarde, rebosando de la orlade la saya, barría el suelo. -Esto vendo en diez escudos -exclamó-, y cór-tese ahora mismo.

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Convenía la proposición a la vieja, porque lamata de pelo daba para muchas pelucas y pos-tizos, y, asiendo unas tijeras segó la copiosamelena. Al observar que la moza seguía encu-briendo el rostro, y creyendo advertir que llo-raba muy bajo, silvó a su oído: -Si eres doncella y tan hermosa como prometetu cabello, aquí te esperan, no diez escudos,sino cien o doscientos, cuando te venga en vo-luntad. Recogió Laura el dinero y alejóse sin respon-der palabra; en la puerta se cruzó con un caba-llero de buen talle y porte, que no reparó enella; Laura sí le miró a hurtadillas, y, sin querer,le encontró galán. El caballero que penetraba enla mansión de la bruja era don Luis de Mene-ses, el mozo más rico, libre y desenfrenado detoda la ciudad, el cual no visitaba a humo depajas a la madre Brasilda, sino que acudía allícomo el cazador, a que le señalen do está lacaza, y se la ojeen y acorralen para asegurarla ymatarla a gusto.

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Después de un rato de conversación, don Luisdivisó la soberana cabellera rubia que sobre unpaño blanco había extendido la vieja, y en lacual los destellos del velón, siempre encendidoen las oscuridades del tenducho, rielaban comoen lago de oro. -¿De qué mujer es ese pelo? -preguntó, sor-prendido, el galán. -A fe que no lo sé, hijo -contestó la vieja-. Unamoza acaba de estar aquí, muy airosa de cuer-po, pero tapadísima de cara, que no logré vér-sela; vendióme esa mata, cobró, y con extrañomisterio se fue un minuto antes que entrases... -¿Por que no la seguiste, buena pieza?... -Porque sin duda ella está más pobre que lasarañas, y volverá a ganar los cien escudos quele ofrecí... -¡Bruja condenada! Ese pelo es mío, y la mujertambién, si aparece. Y don Luis aflojó la bolsa, cogió delicadamen-te el paño y el tesoro que contenía y, ocultándo-lo bajo el capotillo, se volvió a su casa.

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Desde aquel día realizóse en don Luis uncambio sorprendente. Renunciando a sus ga-lanteos y aventuras, olvidando el juego, lasburlas y los desafíos, pareció otro hombre. Se leveía, eso sí, en la calle, en el paseo, en las igle-sias; sus ojos ávidos registraban y escudriñabansin cesar, buscando algo que le importaba mu-cho; pero al anochecer se recogía, y en vidahonesta y arreglada no tenían que reprenderlelos devotos viejos, de grave apostura y rosariogordo. No faltó quien dijese que el mozo, toca-do de la gracia, andaba en meterse capuchino; yes que ni sabían, ni podían sospechar, que donLuis estaba enamorado, ciegamente enamora-do, de la cabellera rubia.

Habiéndola colocado respetuosamente, atadacon lazo de seda, en un cojín de tisú de plata, sepasaba ante ella las horas muertas, ya besándo-la en ideal éxtasis de devoción, como a venera-da reliquia, ya estrujándola con frenesí deamante que quisiera despedazar y morder lomismo que adora. Exaltada la imaginación de

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don Luis por la vista de aquella cascada de oro,de aquella crin en que Febo parecía haber deja-do presos sus rayos juguetones, y de la cual sedesprendía un aroma vivo, un olor de juventudy de pureza, fantaseaba el tronco a que tal folla-je correspondía y adivinaba la mata larguísima,caudalosa, perfumada, cayendo en crenchas yvedijas sobre unas espaldas de nieve, sobreunas formas virginales de rosa y nácar, o ro-deando, como nimbo de santa imagen, un ros-tro de angelical expresión, en que, se abrían lasflores azules de los luminosos ojos. Había ideasy recelos que enloquecían al soñador amante.¿Quién sabe si la infeliz hermosa, después devender su cabello porconservar la honestidad, había tenido que per-der la honestidad por conservar la vida? Con la fatiga de tal pensamiento, don Luisaborrecía el comer, se consumía de rabia y seabrasaba en extraños celos. Hecho un azotaca-lles, no cesaba de inquirir, pretendiendo ver altravés de todos los postigos y calar todas las

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rejas y celosías. ¡Trabajo perdido! Ninguna ca-beza juvenil cubierta de sortijas doradas y cor-tas de aquel matiz único, incomparable, se ofre-cía a sus ojos. Don Luis adelgazaba, se desme-joraba, estaba a pique de desvariar cada vezque la vieja hechicera Brasilda, aturdida y des-consolada, repetía lazando las manos secas: -Bruja será también la del cabello de oro, yhabráse untado y volado por la chimenea... Noparece, hijo, no parece por más que me descua-jo buscándola... Perdido ya de amores don Luis, como hombrea quien le han dado extraño bebedizo, llegó alcaso de temer morirse de pasión y furia celosa,y apretando al corazón la cabellera, cuyas ros-cas le acariciaban las manos febriles, hizo unvoto: "Que encuentre a tu dueña, y sea rica opobre, buena o mala, noble o de plebeya estir-pe, con ella me casaré. Pongo por testigo a esteCrucifijo que me escucha". Después del voto,lleno de esperanza y de ilusión, salió don Luis ala calle, y, al oscurecer, como fuese muy embo-

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zado, le paró cerca de su puerta una pobre,envuelta y cubierta con un viejísimo capuz delana. -Señor caballero -decía en voz lastimera yhumilde-, ¿necesitan por casa de su merced unalabrandera buena y diligente? No hay dondetrabajar, y mi madre no tiene qué comer. -Esa es mi casa -respondió distraídamente donLuis, que pensaba en sus fantásticos amores-;ven mañana que tendrás harta labor... Toma acuenta -y deja en la mano tendida un escudo. Al otro día, Laura, sentada en el hueco de unareja de la casa de don Luis, con una canastillade ropa blanca delante, cosía en silencio, sintomar parte en la charla de las dueñas; sufría aldejar su morada, su enferma, su retiro; la fatigaencendía sus mejillas antes pálidas. Entrabanpor la reja los dardos del sol, y se prendían enlos anillos, cortos y sedosos como plumón depajarito nuevo, de la cabeza descubierta, que novelaba el capuz. Y, casualmente, pasó don Luistan absorto que ni miró a la joven labrandera.

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Pero ella, reconociendo en don Luis al caballerogalán de quien no había cesado de acordarse -elque vio cuando salía de vender su cabellera encasa de la bruja-, exhaló un grito involuntario...Al oírlo, volvióse don Luis, y, cruzando las ma-nos, creyó que alguna aparición del cielo le visi-taba, pues reconoció el matiz único de la mele-na rubia en la ensortijada testa que bañaba elsol... Y dirigiéndose a las dueñas y a las mozasde servicio, con imperio yufanía, dijo solemnemente: -No labréis más;hoy es día de fiesta: saludad a vuestra señora... "El Imparcial", 17 enero 1898.

Delincuente honrado

-De todos los reos de muerte que he asistidoen sus últimos instantes -nos dijo el padre Té-llez, que aquel día estaba animado y verboso-,el que me infundió mayor lástima fue un zapa-tero de viejo, asesino de su hija única. El crimen

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era horrible. El tal zapatero, después de habertenido a la pobre muchacha rigurosamente en-cerrada entre cuatro paredes; después de re-prenderla por asomarse a la ventana; despuésde maltratarla, pegándole por leves descuidos,acabó llegándose una noche en su cama y cla-vándole en la garganta el cuchillo de cortarsuela. La pobrecilla parece que no tuvo tiemponi de dar un grito, porque el golpe segó la caró-tida. Esos cuchillos son un arma atroz, y al pa-dre no le tembló la mano; de modo que la mu-chacha pasó, sin transición, del sueño a la eter-nidad.

La indignación de las comadres del barrio y decuantos vieron el cadáver de una criatura pre-ciosa de diecisiete años, tan alevosamente sacri-ficada, pesó sobre el Jurado; y como el asesinono se defendía y parecía medio estúpido, lecondenaron a la última pena. Cuando tuve queejercer con él mi sagrado ministerio, a la ver-dad, temí encontrar detrás de un rostro de fiera,un corazón de corcho o unos sentimientos

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monstruosos y salvajes. Lo que vi fue un ancia-no de blanquísimos cabellos, cara demacrada yojos enrojecidos, merced al continuo fluir de laslágrimas, que poco a poco se deslizaban por lasmejillas consumidas, y a veces paraban en loslabios temblones, donde el criminal, sin querer,las bebía y saboreaba su amargor. Lejos de hallarle rebelde a la divina palabra,apenas entré en su celda se abrazó a mis rodi-llas y me pidió que le escuchase en confesión,rogándome también que, después de cumplir elfallo de la Justicia, hiciese públicas sus revela-ciones en los periódicos, para que rehabilitasensu memoria y quedase su decoro como corres-pondía. No juzgué procedentes acceder en esteparticular a sus deseos; pero hoy los invoco, yme autorizan para contarles a ustedes la histo-ria. Procuraré recordar el mismo lenguaje deque él se sirvió, y no omitiré las repeticiones,que prueban el trastorno de su mísera cabeza: -Padre confesor -empezó por decir-, ante todosepa usted que yo soy un hombre decente, todo

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un caballero. Esa niña... que maté... nació al añode haberme casado. Era bonita, y su madretambién.... ¡ya lo creo!, preciosa, que daba glo-ria el mirarla. Yo tenía ya algunos añitos..., yella, una moza de rumbo, más fresca que lasmismas rosas. Digo la madre, señor; digo sumadre, porque por la madre tenemos que prin-cipiar. Los hijos, así como heredan los dinerosdel que los tiene.... heredan otras cosas... Usted,que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada,pero..., ¡a caballero no me ha ganado nadie!

La madre..., yo me miraba en sus ojos, porquela quería de alma, según corresponde a un ma-rido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día ynoche para que tuviese su ropa maja y su man-tón y sus aretes, y sobre todo.... ¡porque eso esantes!, a diario su puchero sano, y cuando pa-rió, su cuartillo de vino y su gallina... No meremuerde la conciencia de haberle escatimadoun real. Ella era alegre y cantaba como una ca-landria, y a mí se me quitaban las penas de oír-la. Lo malo fue que como le celebraron la voz y

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las coplas, y empezaron a arremolinarse paraescucharla, y el uno que llega y el otro que sepega, y éste que encaja una pulla, y aquél quesuelta un requiebro.... en fin, vi que se poníaaquello muy mal, y le dije lo que venía al caso.¿Sabe usted lo que me contestó? Que no lo po-día remediar, que le gustaba el gentío, y oírcómo la jaleaban, que cada cual es según sunatural, y que no le rompiese la cabeza consermones... De allí a un mes (no se me olvida lafecha, el día dela Candelaria) desapareció de casa, sin dar si-quiera un beso a la niña..., que tenía sus cincoañitos y era como un sol. -Aquí -intercaló el padre Téllez- tuvo una cri-sis de sollozos, y por poco me enternezco yotambién, a pesar de que la costumbre de asistira los reos endurece y curte. Le consolé cuantoera posible, le di a beber un trago de anís, y eldesdichado prosiguió: -Supe luego que andaba por los coros de losteatros, y sabe Dios cómo... Y lo que más me

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barajaba los sesos, ¡por qué la honra trabajamucho!, era que me decían los amigos, al pasardelante de mi obrador: "No tienes vergüenza...Yo que tú, la mato". De tanto oírlo, se me pegóel estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan,catán!, repetía en alto: "No tengo vergüenza...¡Había que matarla!" Sólo que ni la encontré enjamás, ni tuve ánimos para echarme en su bus-ca. Y así que pasaron tres años, nadie me veníacon que la matase, porque ella rodaba por An-dalucía, hasta que se la llevaron a América...,¡qué sé yo adonde! ¡Si vive y lee los diarios y vecómo murió su hija...! El reo tuvo un ataque de risa convulsiva, y lesosegué otra vez a fuerza de exhortaciones yconsejos. -Así que se me quitó de la imaginación la ma-dre, empecé a cuidar de la niña. No tenía otracosa para qué mirar en el mundo. Me propuseque no había de perderse, ni arrimarme otrotiznón, y no la dejé salir ni al portal. Aunqueme dijese, es un verbigracia: "Padre, tengo ga-

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nas de correr", o "Padre, me pide el cuerpo ir ala plazuela", nada, yo sujetándola, que se divir-tiese con su canario, o con los pliegos de alelu-yas, o con la maceta de albahaca, pero ¡sin sacarun dedo fuera! Y así que fue espigando, y mehice cargo de que era muy bonita, tan bonitacomo su madre, y parecida a ella como unagota a otra gota.... y con una voz de ángel tam-bién, se me abrieron los ojos de a cuarta, y dije:"No, lo que es tú.... no has de echarme el bo-rrón". Y me convertí en espía, y la velé hasta el sue-ño, y no contento con guardarla dentro de casa,me paseaba por la callejuela debajo de su ven-tana, a ver si andaba por allí algún zángano;tanto, que la castañera de la esquina me dijoasí: "Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se leocurre rondar a su propia hija? ¡Qué viejos másescamones!" Pero no lo podía remediar. Toda cuanta can-didez y buena fe había tenido con la madre,ahora se me volvía desconfianza. Se me había

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clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se per-dería, que era infalible que se perdiese, sobretodo si daba en cantar. Y me eché de rodillasdelante de ella, y la obligué a que me jurase queno cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Yme lo juró. Solo que, como ya no era yo aquelde antes, de allí a pocas mañanas, acechandodesde la esquina, la veo que abre la ventana,que se pone a regar las macetas, y que al mismotiempo, a competencia con el canario, rompe acantar... Me dio la sangre una vuelta redonda yse me quedaron las manos frías. Volví a casa,entré en el cuarto de la muchacha, la cogí por elpelo y debí de pegarle bastante, porque gritó yestuvo más de una semana con una venda. ¿Creerá usted, padre, que se enmendó? A losquince días vuelvo a rondar y vuelve a asomar-se, y otra vez el canticio, y enfrente un grupo demozalbetes que se para y le dice muchos olés... Callé; no entré a castigarla. Y por la tarde,mientras batía mi suela, me parecía que unavoz rara, como de algún chulo que se reía de

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mí, me decía lo mismo que doce años antes:"No tienes vergüenza... Había que matarla." Cené muy triste, y después que me acosté, lamisma voz, erre que erre: "Matarla, matarla..." Entonces me levanté despacio, cogí la herra-mienta, : en puntillas, me acerqué a la cama, yde un solo golpe... Ahora hagan de mí lo quequieran, que ya tengo mi honra desempeñada. -¿Creerán ustedes -añadió el padre Téllez- queno le pude quitar el tema de la honra? Se arre-pentía.... pero a los dos minutos volvía a porfiarque era un caballero, y su conducta, más queculpable, ejemplar... En este terreno casi murióimpenitente... -Estaría loco -dijimos, a fin de consolar al sa-cerdote, que se había quedado muy abatido alterminar su relato. "El Imparcial", 12 abril 1897.

Primer amor

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¿Qué edad contaría yo a la sazón? ¿Once odoce años? Más bien serían trece, porque anteses demasiado temprano para enamorarse tande veras; pero no me atrevo a asegurar nada,considerando que en los países meridionalesmadruga mucho el corazón, dado que esta vís-cera tenga la culpa de semejantes trastornos. Si no recuerdo bien el "cuándo", por lo menospuedo decir con completa exactitud el "cómo"empezó mi pasión a revelarse. Gustábame mucho -después de que mi tía selargaba a la iglesia a hacer sus devociones ves-pertinas- colarme en su dormitorio y revolverlelos cajones de la cómoda, que los tenía en unorden admirable. Aquellos cajones eran para míun museo. Siempre tropezaba en ellos con al-guna cosa rara, antigua, que exhalaba un olorci-llo arcaico y discreto: el aroma de los abanicosde sándalo que andaban por allí perfumando laropa blanca. Acericos de raso descolorido ya;mitones de malla, muy doblados entre papel deseda; estampitas de santos; enseres de costura;

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un "ridículo" de terciopelo azul bordado decanutillo: un rosario de ámbar y plata, fueronapareciendo por los rincones. Yo los curioseabay los volvía a su sitio. Pero un día -me acuerdolo mismo que si fuese hoy- en la esquina delcajón superior y al través de unos cuellos derancio encaje, vi brillar un objeto dorado... Metílas manos, arrugué sin querer las puntillas, ysaqué un retrato, una miniatura sobre marfil,que mediríatres pulgadas de alto, con marco de oro. Me quedé como embelesado al mirarla. Unrayo de sol se filtraba por la vidriera y hería laseductora imagen, que parecía querer despren-derse del fondo oscuro y venir hacia mí. Erauna criatura hermosísima, como yo no la habíavisto jamás sino en mis sueños de adolescente,cuando los primeros estremecimientos de lapubertad me causaban, al caer la tarde, vagastristezas y anhelos indefinibles. Podría la damadel retrato frisar en los veinte y pico; no era unavirgencita cándida, capullo a medio abrir, sino

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una mujer en quien ya resplandecía todo elfulgor de la belleza. Tenía la cara oval, pero nomuy prolongada; los labios carnosos, entre-abiertos y risueños; los ojos lánguidamenteentornados, y un hoyuelo en la barba, que pa-recía abierto por la yema del dedo juguetón deCupido. Su peinado era extraño y gracioso: ungrupo compacto a manera de piña de bucles allado de las sienes, y un cesto de trenzas en loalto de la cabeza. Este peinado antiguo, quearremangaba en la nuca,descubría toda la morbidez de la fresca gargan-ta, donde el hoyo de la barbilla se repetía másdelicado y suave. En cuanto al vestido... Yo no acierto a resolver si nuestras abuelaseran de suyo menos recatadas de lo que sonnuestras esposas, o si los confesores de antañogastaban manga más ancha que los de hogaño.Y me inclino a creer esto último, porque haráunos sesenta años las hembras se preciaban decristianas y devotas, y no desobedecían a sudirector de conciencia en cosa tan grave y pa-

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tente. Lo indudable es que si en el día se pre-senta alguna señora con el traje de la dama delretrato, ocasiona un motín, pues desde el talle(que nacía casi en el sobaco) solo la velabanleves ondas de gasa diáfana, señalando, mejorque cubriendo, dos escándalos de nieve, porentre los cuales serpeaba un hilo de perlas, nosin descansar antes en la tersa superficie delsatinado escote. Con el propio impudor se os-tentaban los brazos redondos, dignos de Juno,rematados por manos esculturales... Al decir"manos" no soy exacto, porque, en rigor, solouna mano se veía, y ésa apretaba un pañuelorico.

Aún hoy me asombro del fulminante efectoque la contemplación de aquella miniatura meprodujo, y de cómo me quedé arrobado, sus-pensa la respiración, comiéndome el retrato conlos ojos. Ya había yo visto aquí y acullá estam-pas que representaban mujeres bellas. Frecuen-temente, en las Ilustraciones, en los grabadosmitológicos del comedor, en los escaparates de

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las tiendas, sucedía que una línea gallarda, uncontorno armonioso y elegante, cautivaba mismiradas precozmente artísticas; pero la minia-tura encontrada en el cajón de mi tía, aparte desu gran gentileza, se me figuraba como anima-da de sutil aura vital; advertíase en ella que noera el capricho de un pintor, sino imagen depersona real, efectiva, de carne y hueso. El ricoy jugoso tono del empaste hacía adivinar, bajola nacarada epidermis, la sangre tibia; los labiosse desviaban para lucir el esmalte de los dien-tes; y, completando la ilusión, corría alrededordel marco una orla de cabellos naturales casta-ños, ondeados

y sedosos, que habían crecido en las sienes deloriginal. Lo dicho: aquello, más que copia, erareflejo de persona viva, de la cual sólo me sepa-raba un muro de vidrio... Puse la mano en él, localenté con mi aliento, y se me ocurrió que elcalor de la misteriosa deidad se comunicaba amis labios y circulaba por mis venas.

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Estando en esto, sentí pisadas en el corredor.Era mi tía que regresaba de sus rezos. Oí su tosasmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tu-ve tiempo no más que de dejar la miniatura enel cajón, cerrarlo, y arrimarme a la vidriera,adoptando una actitud indiferente y nada sos-pechosa. Entró mi tía sonándose recio, porque el frío dela iglesia le había recrudecido el catarro, yacrónico. Al verme se animaron sus ribeteadosojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito conla seca palma, me preguntó si le había revueltolos cajones, según costumbre. Después, sonriéndose con picardía: -Aguarda, aguarda -añadió-, voy a darte al-go... que te chuparás los dedos. Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, ydel cucurucho, tres o cuatro bolitas de gomaadheridas, como aplastadas, que me infundie-ron asco. La estampa de mi tía no convidaba a que unoabriese la boca y se zampase el confite: muchos

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años, la dentadura traspillada, los ojos enterne-cidos más de los justo, unos asomos de bigote ocerdas sobre la hundida boca, la raya de tresdedos de ancho, unas canas sucias revolotean-do sobre las sienes amarillas, un pescuezo flá-cido y lívido como el moco del pavo cuandoestá de buen humor... Vamos que yo no tomabalas bolitas, ¡ea! Un sentimiento de indignación,una protesta varonil se alzó en mí, y declarécon energía: -No quiero, no quiero. -¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres másgoloso que la gata! -Ya no soy ningún chiquillo -exclamé crecién-dome, empinándome en la punta de los pies- yno me gustan las golosinas. La tía me miró entre bondadosa e irónica, y alfin, cediendo a la gracia que le hice, soltó eltrapo, con lo cual se desfiguró y puso patente laespantable anatomía de sus quijadas. Reíase detan buena gana, que se besaban barba y nariz,ocultando los labios, y se le señalaban dos

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arrugas, o mejor, dos zanjas hondas, y más deuna docena de pliegues en mejillas y párpados.Al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se lecolumpiaban con las sacudidas de la risa, hastaque al fin vino la tos a interrumpir las carcaja-das, y entre risas y tos, involuntariamente, lavieja me regó la cara con un rocío de saliva...Humillado y lleno de repugnancia, huí a escapey no paré hasta el cuarto de mi madre, dondeme lavé con agua y jabón, y me di a pensar enla dama del retrato.

Y desde aquel punto y hora ya no acerté a se-parar mi pensamiento de ella. Salir la tía y es-currirme yo hacia su aposento, entreabrir elcajón, sacar la miniatura y embobarme contem-plándola, todo era uno. A fuerza de mirarla,figurábaseme que sus ojos entornados, al travésde la voluptuosa penumbra de las pestañas, sefijaban en los míos, y que su blanco pecho res-piraba afanosamente. Me llegó a dar vergüenzabesarla, imaginando que se enojaba de mi osa-día, y solo la apretaba contra el corazón o arri-

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maba a ella el rostro. Todas mis acciones y pen-samientos se referían a la dama; tenía con ellaextraños refinamientos y delicadezas nimias.Antes de entrar en el cuarto de mi tía y abrir elcodiciado cajón, me lavaba, me peinaba, mecomponía, como vi después que suele hacersepara acudir a las citas amorosas. Me sucedía a menudo encontrar en la calle aotros niños de mi edad, muy armados ya de sucacho de novia, que ufanos me enseñaban carti-tas, retratos y flores, preguntándome si yo noescogería también "mi niña" con quien cartear-me. Un sentimiento de pudor inexplicable meataba la lengua, y solo les contestaba con enig-mática y orgullosa sonrisa. Cuando me pedíanparecer acerca de la belleza de sus damiselillas,me encogía de hombros y las calificaba desde-ñosamente de feas y fachas. Ocurrió cierto domingo que fui a jugar a casade unas primitas mías, muy graciosas en ver-dad, y que la mayor no llegaba a los quince.Estábamos muy entretenidos en ver un este-

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reóscopo, y de pronto una de las chiquillas, lamenor, doce primaveras a lo sumo, disimula-damente me cogió la mano, y, conmovidísima,colorada como una fresa, me dijo al oído: -Toma. Al propio tiempo sentí en la palma de la manouna cosa blanda y fresca, y vi que era un capu-llo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla seapartaba sonriendo y echándome una miradade soslayo; pero yo, con un puritanismo dignodel casto José, grité a mi vez: -¡Toma! Y le arrojé el capullo a la nariz, desaire que latuvo toda la tarde llorosa y de morros conmigo,y que aún a estas fechas, que se ha casado ytiene tres hijos, probablemente no me ha per-donado. Siéndome cortas para admirar el mágico retra-to las dos o tres horas que entre mañana y tardese pasaba mi tía en la iglesia, me resolví, porfin, a guardarme la miniatura en el bolsillo, y

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anduve todo el día escondiéndome de la gentelo mismo que si hubiese cometido un crimen.

Se me antojaba que el retrato, desde el fondode su cárcel de tela, veía todas mis acciones, yllegué al ridículo extremo de que si quería ras-carme una pulga, atarme un calcetín o cual-quier otra cosa menos conforme con el idealis-mo de mi amor purísimo, sacaba primero laminiatura, la depositaba en sitio seguro y des-pués me juzgaba libre de hacer lo que más meconviniese.

En fin, desde que hube consumado el robo, nocabía en mí; de noche lo escondía bajo la almo-hada y me dormía en actitud de defenderlo; elretrato quedaba vuelto hacia la pared, yo haciala parte de afuera, y despertaba mil veces contemor de que viniesen a arrebatarme mi tesoro.Por fin lo saqué de debajo de la almohada y lodeslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetillaizquierda, donde al día siguiente se podían verimpresos los cincelados adornos del marco.

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El contacto de la cara miniatura me produjosueños deliciosos. La dama del retrato, no enefigie, sino en su natural tamaño y proporcio-nes, viva, airosa, afable, gallarda, venía haciamí para conducirme a su palacio, en un carrua-je de blandos almohadones. Con dulce autori-dad me hacía sentar a sus pies en un cojín y mepasaba la torneada mano por la cabeza, acari-ciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo.Yo le leía en un gran misal, o tocaba el laúd, yella se dignaba sonreírse agradeciéndome elplacer que le causaban mis canciones y lecturas.En fin: las reminiscencias románticas me bullí-an en el cerebro, y ya era paje, ya trovador.

Con todas estas imaginaciones, el caso es que :adelgazando de un modo notable, y lo observa-ron con gran inquietud mis padres y mi tía.

-En esa difícil y crítica edad del desarrollo,todo es alarmante -dijo mi padre, que solía leerlibros de Medicina y estudiaba con recelo lasojeras oscuras, los ojos apagados, la boca con-

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traída y pálida, y, sobre todo, la completa faltade apetito que se apoderaba de mí. -Juega, chiquillo; come, chiquillo -solían de-cirme. Y yo les contestaba con abatimiento: -No tengo ganas. Empezaron a discurrirme distracciones. Meofrecieron llevarme al teatro; me suspendieronlos estudios y diéronme a beber leche reciénordeñada y espumosa. Después me echaronpor el cogote y la espalda duchas de agua fría,para fortificar mis nervios; y noté que mi padre,en la mesa, o por las mañanas cuando iba a sualcoba a darle los buenos días, me miraba fija-mente un rato y a veces sus manos se escurríanpor mi espinazo abajo, palpando y tentandomis vértebras. Yo bajaba hipócritamente losojos, resuelto a dejarme morir antes que confe-sar el delito. En librándome de la cariñosa fisca-lización de la familia, ya estaba con mi damadel retrato. Por fin, para mejor acercarme a ellaacordé suprimir el frío cristal: vacilé al ir a po-

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nerlo en obra. Al cabo pudo más el amor que elvago miedo que semejante profanación me ins-piraba, y con gran destreza logré arrancar elvidrio y dejar patente la plancha de marfil. Alapoyar en la pintura mis labios y percibir latenue fragancia dela orla de cabellos, se me figuró con más evi-dencia que era persona viviente la que estre-chaban mis manos trémulas. Un desvaneci-miento se apoderó de mí, y quedé en el sofácomo privado de sentido, apretando la minia-tura. Cuando recobré el conocimiento vi a mi pa-dre, a mi madre, a mi tía, todos inclinados haciamí con sumo interés. Leí en sus caras el asom-bro y el susto. Mi padre me pulsaba, meneabala cabeza y murmuraba: -Este pulso parece un hilito, una cosa que seva. Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzabaen quitarme el retrato, y yo, maquinalmente, loescondía y aseguraba mejor.

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-Pero, chiquillo.... ¡suelta, que lo echas a per-der! -exclamaba ella-. ¿No ves que lo estás bo-rrando? Si no te riño, hombre... Yo te lo enseña-ré cuantas veces quieras; pero no lo estropees.Suelta, que le haces daño. -Dejáselo -suplicaba mi madre-, el niño estámalito. -¡Pues no faltaba más!-contestó la solterona-.¡Dejarlo! ¿Y quién hace otro como ese... ni quiénme vuelve a mí los tiempos aquellos? ¡Hoy endía nadie pinta miniaturas!... Eso se acabó... Yyo también me acabé y no soy lo que ahí apare-ce! Mis ojos se dilataban de horror; mis manosaflojaban la pintura. No sé cómo pude articular: -Usted... El retrato.... es usted... -¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah!Veintiséis años son más bonitos que..., que....que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta;nadie ha de robármelos. Doblé la cabeza, y aca-so me desmayaría otra vez. Lo cierto es que mi

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padre me llevó en brazos a la cama y me hizotragar unas cucharadas de oporto. Convalecí presto y no quise entrar más en elcuarto de mi tía. "La Revista Ibérica", núm. 14, 1883.

La inspiración

Temporada fatal estaba pasando el ilustreFausto, el gran poeta. Por una serie de circuns-tancias engranadas con persistencia increíble,todo le salía mal, todo fallido, raquítico, comosi en torno suyo se secasen los gérmenes y latierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo,envejecía rápidamente su alma, deshojándoseen triste otoñada sus amarillentas ilusiones. Loque le abrumaba no era dolor, sino atonía de suardorosa sensibilidad y de su imaginación fe-cunda. Acababa de romper relaciones con una mujera quien no amaba: aquello principió por una

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comedia sentimental, y duró entre una eterni-dad de tedio, el cansancio insufrible del actorque representa un papel antipático, que ya vaolvidando, de puro sabido, en un drama sininterés y sin literatura. Y, no obstante, cuandola mujer mirada con tanta indiferencia le su-plantó descaradamente y le hizo blanco deacerbas pullas que se repetían en los salones,Fausto sintió una de esas amarguras secas, irri-tantes, que ulceran el alma, y quedó, sin que-rérselo confesar, descontento de sí, rebajado asus propios ojos, saturado de un escepticismovulgar y prosaico, embebido de la ingrata grataconvicción de que su mente ya no volvería acrear obra de arte, ni su corazón a destilar sen-timiento. Sí: Fausto se imaginaba que no era poeta ya.Así como los místicos tienen horas en que lafrialdad que advierten los induce a dudar de supropia fe, los artistas desfallecen en momentosdados, creyéndose impotentes, paralíticos,muertos.

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Recluido en su gabinete, Fausto llamaba a lamusa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía lachimenea, exhalaban perfume los jacintos y lasvioletas, susurraba la seda del cortinaje: la infielno acudía a la cita, y Fausto, con la frente calen-turienta apoyada en la palma de la mano -actitud familiar para todos los que han luchadoa solas con el ángel rebelde-, no sentía fluir niuna gota del manantial delicioso; sólo veía ro-sas negras, áridos arenales caldeados por el soldel desierto. En aquellos momentos de agonía, su concien-cia le acusaba diciéndole que la decadencia delartista procedía del indiferentismo del hombre;que la poesía no acude a los páramos, sino a losoasis, y que si no podía volver a animar, tam-poco podría volver a aparear versos, comoquien unce parejas de corzas blancas al mismocarro de oro. Las mujeres que le habían burlado y abando-nado eran, sin duda indignas de su amor; perotampoco él, Fausto, el poeta, el soñador, el ave,

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se había tomado el trabajo de quererlo inspirar,ni menos de sentirlo. El desierto no era el almaajena, era su alma. Quien sólo ofrece llanurascandentes y peñascales yermos, no extrañe queel viajero cansado no se siente a reposar, niquiera dormir larga y dulce siesta, como la quese duerme a la sombra de las palmeras verdes,al lado del fresco pozo...

Paseábase Fausto una tarde de septiembre, apie y sin objeto, por una de las solitarias rondasmadrileñas, y al borde de un solar cercado detablas divisó grupos de gente que examinaba,con muestras de vivísimo interés, algo caído enel suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corrosalían exclamaciones de lástima y admiración.Fausto iba a pasar sin hacer caso; pero una sen-sación indefinible de curiosidad cruel le empu-jó al remolino. Pensó que la realidad es madrede la poesía, y que a veces del incidente másvulgar salta la chispa generadora. No sin algúntrabajo consiguió abrirse camino, y ya en pri-

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mera fila, pudo ver lo que causaba el asombrode aquel gentío humilde.

Sobre la hiedra enteca y mísera que a duraspenas brotaba del terreno arcilloso, yacía ten-dida una mujer joven, de sorprendente belleza.La palidez de la muerte, y esa especie de miste-riosa dignidad y calma que imprime a las fac-ciones, la hacían semejante a perfectísimo bustode mármol, y el ligero vidriado de los árabesojos no amenguaba su dulzura. El pelo, suelto,rodeaba como un cojín de terciopelo mate lafaz, y la boca, entreabierta, dejaba ver los dien-tes de nácar entre los descoloridos y puros la-bios. No se distinguía herida alguna en el cuer-po de la joven, y sus ropas conservaban decentecompostura. Estaba echada de lado. Una faja delana unía su cintura a la de un mocetón feo ytosco, muerto también, de un balazo que, en-trando por el oído, había roto el cráneo. Sinduda, en la agonía de los dos enamorados lafaja debió de aflojarse, pues la mujer aparecíaalgo vuelta hacia la derecha, y el mozo a la iz-

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quierda, como desviándose de su compañeraen el morir. Con mezcla de piedad y de enojo, los albañi-les, las lavanderas y los guardias de Orden Pú-blico comentaban el trágico suceso. Tratábasede un doble suicidio, concertado de antemano,y hasta anunciado por el bruto del mozo en unataberna la noche anterior. La oposición de los padres de ella, las malascostumbres de él y el haber caído soldado, eranla causa. Ella no podía resignarse a la separa-ción. Ella misma, la mujer apasionada, habíalanzado la terrible idea, acogida con fruiciónestúpida por el hombre celoso y feroz. Morir,irse abrazados a donde Dios dispusiese; noapartarse ya nunca; pese a quien pese, despo-sarse en el ataúd... Sin dilación adquirió el revólver, y después deuna mañana que pasaron juntos almorzando enun ventorro, los dos amantes se habían recogi-do al extraviado solar, donde, arrollando pri-mero la faja del mozo alrededor de ambas cin-

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turas, ella había tendido con sublime confianzael seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre elcorazón el cañón del arma, se borrase de suslabios aquella sonrisa que aún conservaba fijaen la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientesde nácar entre los descoloridos y puros labios!

Por la noche, al retirarse Fausto a su casa, per-cibió una fiebre singular que conocía de ante-mano, pues solía experimentarla cada vez quese renovaba su ser con afectos nunca sentidos.Semejante excitación nerviosa, señalaba, comola manecilla del reloj, las etapas sucesivas de suvida moral. La alegría extremada, la pena ve-hemente e inconsolable se anunciaban igual-mente para Fausto con un desasosiego raro,una turbación del corazón, que ya acelera suslatidos, ya se aquieta y desmaya hasta el sínco-pe. Las horas nocturnas las contó desvelado enla cama; no podía apartar del pensamiento laimagen de la muchacha muerta; y mientrasvolvía a ver el solar, el corro de curiosos, elgrupo trágico de los amantes que, abrazados,

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emprenden el viaje sin regreso, un bullir confu-so de rimas, un surgir de estrofas incompletas,un rodar oceánico de versos sonoros, ascendíade su corazón palpitante a su cerebro, y bajabadespués, a manera de corriente impetuosa, a sumano, impaciente ya de

asir la pluma...

Lo más raro de todo era que Fausto, con lafantasía, enmendaba la plana al ciego Destino.La hermosa niña que había recibido en el senoizquierdo la bala, no estaba enamorada delbárbaro y plebeyo borrachín, del perdulariosoez que descansaba a su lado, y que la amarrócon la faja antes de darle muerte. No; el predi-lecto de aquella mujer que sabía querer y morir;el que antes de asesinarla había aspirado elaliento de su boca de virgen, era Fausto, el poe-ta; Fausto, que por fin encontraba su ideal, yque al encontrarlo prefería dejar la Tierra, se-llando con el sello de lo irreparable tan magní-fica pasión.

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¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de com-prender el valor de la acción sublime, merecíahaberla inspirado? Corrigiendo la inercia de loshechos, despreciando la vana apariencia de loreal, Fausto recogía para sí la ardiente flor amo-rosa, la flor de sangre sembrada en el erial de laronda madrileña. El era el compañero de aque-lla muerta que sonreía; él era quien había apo-yado el revólver sobre el impávido seno de laheroína, no sólo tranquila ante la muerte, sinoprendada de la muerte que une eternamente,sin separación posible, a los que quisieron condelirio... Y la sugestión apretó tanto, que Faustoarrojó las sábanas, encendió luz y empezó aemborronar papel...

Tal fue el origen del poema Juntos, el mejortimbre de gloria de Fausto, lo que consagraráante la posteridad su nombre, porque Juntos es(lo afirma la crítica) una maravilla de senti-miento verdadero, y se comprende que estáescrito con lágrimas vivas del poeta, que co-

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rresponde a penas y goces no fingidos, a algoque no se inventa, porque no puede inventarse. "El Imparcial", 12 febrero 1894.

Champagne

Al destaparse la botella de dorado casco, seoscurecieron los ojos de la compañera momen-tánea de Raimundo Valdés, y aquella sombrade dolor o de recuerdo despertó la curiosidaddel joven, que se propuso inquirir por qué unahembra que hacía profesión de jovialidad sepermitía mostrar sentimientos tristes, lujo re-servado solamente a las mujeres honradas,dueñas y señoras de su espíritu y su corazón. Solicitó una confidencia y, sin duda, "la próji-ma" se encontraba en uno de esos instantes enque se necesita expansión, y se le dice al prime-ro que llega lo que más hondamente puedeafectarnos, pues sin dificultades ni remilgoscontestó, pasándose las manos por los ojos:

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-Me conmueve siempre ver abrir una botellade champagne, porque ese vino me costó muycaro... el día de mi boda. -Pero ¿tú te has casado alguna vez... ante uncura? -preguntó Raimundo con festiva insolen-cia. -Ojalá no -repuso ella con el acento de la ver-dad, con franqueza impetuosa-. Por habermecasado, ando como me ves. -Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, al-gún pillo? -Nada de eso. Administra muy bien lo quetiene y posee miles de duros... Miles, sí, o cien-tos de miles. -Chica, ¡cuántos duros! En ese caso... ¿Te dabamala vida? ¿Tenía líos? ¿Te pegaba? -Ni me dio mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos,que yo sepa... ¡Después sí que me han pegado!Lo que hay es que le faltó tiempo para darmevida mala ni buena, porque estuvimos juntos,ya casados, un par de horas nada más.

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-¡Ah! -murmuró Valdés, presintiendo unaaventura interesante.

-Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueronpersonas muy regulares pero sin un céntimo.Papá tenía un empleíllo, y con el angustiadosueldo se las arreglaban. Murió mi madre; a mipadre le quitaron el destino...; y como no podíamantenernos el pico a mi hermano y a mí, y erabastante guapo, se dejó camelar por una jamo-na muy rica y se casó con ella en segundas. Alprincipio, mi madrastra se portó..., vamos, bien;no nos miraba a los hijastros con malos ojos.Pero así que yo fui creciendo y haciéndomemujer, y que los hombres dieron en decirmecosas en la calle, comprendí que en casa mecobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía era malhecho, y tenía siempre detrás al juez y al es-pía...: la madrastra. Mi padre se puso muy pen-sativo, y comprendí que le llegaba al alma quese me tratase mal. Y lo que resultó de estas tri-fulcas fue que se echaron a buscarme maridopara zafarse de mí. Por casualidad lo encontra-

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ron pronto. Sujeto acomodado, cuarentón, for-mal, recomendable,seriote... En fin; mi mismo padre se dio porcontento y convino en que era una excelenteproporción la que se me presentaba. Así es queellos en confianza trataron y arreglaron la boda,y un día, encontrándome yo bien descuidada...,¡a casarse!, y no vale replicar. -¿Y qué efecto te hizo la noticia? Malo, ¿eh? -Detestable.... porque yo tenía la tontuna deestar enamorada hasta los tuétanos, como seenamora una chiquilla, pero chiquilla forradade mujer..., de "uno" de Infantería, un tenientepobre como las ratas.... y se me había metido enla cabeza que aquel había de ser mi maridoapenas saliese a capitán. Las súplicas de mipadre; los consejos de las amigas; las órdenes yhasta los pescozones de mi madrastra, que nome dejaba respirar, me aturdieron de tal mane-ra, que no me atreví a resistir. Y vengan rega-los, y desclávense cajones de vestidos enviadosde Madrid, y cuélguese usted los faralaes blan-

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cos, y préndase el embelequito de la corona deazahar, y a la iglesia, y ahí te suelto la bendi-ción, y en seguida gran comilona, los amigos dela familia y la parentela del novio que brindany me ponen la cabeza como un bombo, a mí,que más ganas tenía de lloriquear que de pro-bar bocado...

-Hija, por ahora no encuentro mucho de parti-cular en tu historia. Casarse así, rabiando y pormáquina, es bastante frecuente.

-Aguarda, aguarda -advirtió amenazándomecon la mano-. Ahora entra lo ridículo, la peripe-cia... Pues, señor, yo en mi vida había probadoel tal champagne... Me sirvieron la primera co-pa para que contestase a los brindis, y despuésde vaciarla, me pareció que me sentía con másánimo, que se me aliviaba el malestar y la negratristeza. Bebí la segunda, y el buen efecto au-mentó. La alegría se me derramaba por el cuer-po... Entonces me deslicé a tomar tres, cuatro,cinco, quizá media docena...

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Los convidados bromeaban celebrando la gra-cia de que bebiese así, y yo bebía buscando enla especie de vértigo que causa el champagneun olvido completo de lo que había de sucedery de lo que me estaba sucediendo ya. Sin em-bargo, me contuve antes de llegar a transtor-narme por completo, y sólo podían notar en lamesa que reía muy alto, que me relucían losojos y que estaba sofocadísima.

Nos esperaba un coche, a mi marido y a mí,coche que nos había de llevar a una casa decampo de él, a pasar la primera semana des-pués de la boda. Chiquillo, no sé si fue el mo-vimiento del coche o si fue el aire libre, o bue-namente que estaba yo como una uva, pero locierto es que apenas me vi sola con el tal señory él pretendió hacerme garatusas cariñosas, seme desató la lengua, se me arrebató la sangre, yle solté de pe a pa lo del teniente, y que sólo alteniente quería, y teniente va y teniente viene, ydale con que si me han casado contra mi gusto,y toma con que ya me desquitaría y le mataría a

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palos... Barbaridades, cosas que inspira el vinoa los que no acostumbran... Y mi esposo, máspálido que un muerto, mandó que volvieseatrás el coche, y en el acto me devolvió a micasa. Es decir, esto me lo dijeron luego, porqueyo, de puro borrachita, ¿sabes?..., de nada meenteré. -¿Y nunca más te quiso recibir tu marido? -Nunca más. Parece que le espeté atrocidadestremendas. Ya ves: quien hablaba por mi bocaera el maldito espumoso... -¿Y... en tu casa? ¿Te admitieron contentos? -¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemen-te, y mi padre lloraba por los rincones... Preferítomar la puerta, ¡qué caramba! -¿Y... el teniente? -¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se habíaechado otra novia, y se casó con ella poco des-pués. -¿Sabes que has tenido mala sombra? -Mala por cierto... Pero creo que si todas lasmujeres hablasen lo que piensan, como hice yo

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por culpa del champagne, más de cuatro y másde ocho se verían peor que esta individua. -¿Y no te da tu marido alimento? La ley leobliga. ¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito "quetuve"... ¡El diablo que se meta a pleitear! ¿Voy apedirle que me mantenga a ese, después deldesengaño que le costé? Anda, ponme máschampaña... Ahora ya puedo beber lo que quie-ra. No se me escapará ningún secreto.

Sor Aparición

En el convento de las Clarisas de S***, al travésde la doble reja baja, vi a una monja postrada,adorando. Estaba de frente al altar mayor, perotenía el rostro pegado al suelo, los brazos ex-tendidos en cruz y guardaba inmovilidad abso-luta. No parecía más viva que los yacentes bul-tos de una reina y una infanta, cuyos mauso-leos de alabastro adornaban el coro. De pronto,

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la monja prosternada se incorporó, sin dudapara respirar, y pude distinguir sus facciones.Se notaba que había debido de ser muy hermo-sa en sus juventudes, como se conoce que unosparedones derruidos fueron palacios espléndi-dos. Lo mismo podría contar la monja ochentaaños que noventa. Su cara, de una amarillezsepulcral, su temblorosa cabeza, su boca con-sumida, sus cejas blancas, revelaban ese gradosumo de la senectud en que hasta es insensibleel paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que yapertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desa-fiando a la edad, conservaban, por caso extra-ño, su fuego, su intenso negror, y una violentaexpresión apasionada y dramática. La miradade tales ojos no podía olvidarse nunca. Seme-jantes ojos volcánicos serían inexplicables enmonja que hubiese ingresado en el claustroofreciendo a Dios un corazón inocente; delata-ban un pasado borrascoso; despedían la luzsiniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ar-

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diente curiosidad, sin esperar que la suerte medeparase a alguien conocedor del secreto de lareligiosa. Sirvióme la casualidad a medida del deseo. Lamisma noche, en la mesa redonda de la posada,trabé conversación con un caballero machucho,muy comunicativo y más que medianamenteperspicaz, de esos que gozan cuando enteran aun forastero. Halagado por mi interés, me abrióde par en par el archivo de su feliz memoria.Apenas nombré el convento de las Claras e in-diqué la especial impresión que me causaba elmirar de la monja, mi guía exclamó: -¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo...Tiene un "no sé qué" en los ojos... Lleva escritaallí su historia. Donde usted la ve, los dos sur-cos de las mejillas que de cerca parecen canales,se los han abierto las lágrimas. ¡Llorar más decuarenta años! Ya corre agua salada en tantosdías... El caso es que el agua no le ha apagadolas brasas de la mirada... ¡Pobre sor Aparición!Le puedo descubrir a usted el quid de su vida

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mejor que nadie, porque mi padre la conociómoza y hasta creo que le hizo unas miajas elamor... ¡Es que era una deidad! Sor Aparición se llamó en el siglo Irene. Suspadres eran gente hidalga, ricachos de pueblo;tuvieron varios retoños, pero los perdieron, yconcentraron en Irene el cariño y el mimo dehija única. El pueblo donde nació se llama A***.Y el Destino, que con las sábanas de la cunaempieza a tejer la cuerda que ha de ahorcarnos,hizo que en ese mismo pueblo viese la luz, al-gunos años antes que Irene, el famoso poeta... Lancé una exclamación y pronuncié, adelan-tándome al narrador, el glorioso nombre delautor del Arcángel maldito, tal vez el más ge-nuino representante de la fiebre romántica;nombre que lleva en sus sílabas un eco de arro-gancia desdeñosa, de mofador desdén, de acer-ba ironía y de nostalgia desesperada y blasfe-madora. Aquel nombre y el mirar de la religio-sa se confundieron en mi imaginación, sin quetodavía el uno me diese la clave del otro, pero

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anunciando ya, al aparecer unidos, un dramadel corazón de esos que chorrean viva sangre. -El mismo -repitió mi interlocutor-, el ilustreJuan de Camargo orgullo del pueblecito deA***, que ni tiene aguas minerales, ni santomilagroso, ni catedral, ni lápidas romanas, ninada notable que enseñar a los que lo visitan,pero repite, envanecido: "En esta casa de la pla-za nació Camargo." -Vamos- interrumpí, ya comprendo; sor Apa-rición.... digo, Irene, se enamoró de Camargo, élla desdeñó, y ella, para olvidar, entró en elclaustro... -¡Chis!- exclamó el narrador, sonriendo-. ¡Es-pere usted, espere usted, que si no fuese más...!De eso se ve todos los días; ni valdría la penade contarlo. No; el caso de sor Aparición tienemiga. Paciencia, que ya llegaremos al fin. De niña, Irene había visto mil veces a JuanCamargo, sin hablarle nunca, porque él era yamozo y muy huraño y retraído: ni con los de-más chicos del pueblo se juntaba. Al romper

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Irene su capullo, Camargo, huérfano, ya estu-diaba leyes en Salamanca, y sólo venía a casade su tutor durante las vacaciones. Un verano,al entrar en A***, el estudiante levantó por ca-sualidad los ojos hacia la ventana de Irene yreparó en la muchacha, que fijaba en él los su-yos.... unos ojos de date preso, dos soles negros,porque ya ve usted lo que son todavía ahora.Refrenó Camargo el caballejo de alquiler pararecrearse en aquella soberana hermosura; Ireneera un asombro de guapa. Pero la muchacha,encendida como una amapola, se quitó de laventana, cerrándola de golpe. Aquella mismanoche, Camargo, que ya empezaba a publicarversos en periodiquillos, escribió unos, precio-sos, pintando el efecto que le había producidola vista de Irene en el momento de llegar a supueblo... Y envolviendo en los

versos una piedra, al anochecer la disparo co-ntra la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, yla muchacha "recogió el papel y leyó los versos,no una vez, ciento, mil; los bebió, se empapó en

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ellos. Sin embargo, aquellos versos, que no fi-guran en la colección de las poesías de Camar-go, no eran declaraciones amorosas, sino algoraro, mezcla de queja e imprecación. El poeta sedolía de que la pureza y la hermosura de laniña de la ventana no se hubiesen hecho paraél, que era un réprobo. Si él se acercase, marchi-taría aquella azucena... Después del episodio delos versos, Camargo no dio señales de acordar-se de que existía Irene en el mundo, y en octu-bre se dirigió a Madrid. Empezaba el períodoagitado de su vida, las aventuras políticas y laactividad literaria. Desde que Camargo se marchó, Irene se pusotriste, llegando a enfermar de pasión de ánimo.Sus padres intentaron distraerla; la llevaronalgún tiempo a Badajoz, le hicieron conocerjóvenes, asistir a bailes; tuvo adoradores, oyólisonjas...; pero no mejoró de humor ni de sa-lud. No podía pensar sino en Camargo, a quien eraaplicable lo que dice Byron de Larra: que los

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que le veían no le veían en vano; que su re-cuerdo acudía siempre a la memoria; pueshombres tales lanzan un reto al desdén y alolvido. No creía la misma Irene hallarse ena-morada, juzgábase solo víctima de un malefi-cio, emanado de aquellos versos tan sombríos,tan extraños. Lo cierto es que Irene tenía esoque ahora llaman obsesión, y a todas horas veía"aparecerse" a Camargo, pálido, serio, el rizadopelo sombreando la pensativa frente... Los pa-dres de Irene, al observar que su hija se moríaminada por un padecimiento misterioso, deci-dieron llevarla a la corte, donde hay grandesmédicos para consultar y también grandes dis-tracciones.

Cuando Irene llegó a Madrid, era célebre Ca-margo. Sus versos, fogosos, altaneros, de sen-timiento fuerte y nervioso, hacían escuela; susaventuras y genialidades se comentaban. Aso-ciada con él una pandilla de perdidos, de bo-hemios desenfadados e ingeniosos, cada nocheinventaban nuevas diabluras, ya turbaban el

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sueño de los honrados vecinos, ya realizabanlas orgiásticas proezas a que aluden ciertaspoesías blasfemas y obscenas, que algunos crí-ticos aseguran que no son de Camargo en rea-lidad. Con las borracheras y el libertinaje alter-naban las sesiones en las logias masónicas y enlos comités; Camargo se preparaba ya la sendade la emigración. No estaba enterada de todoesto la provinciana y cándida familia de Irene;y como se encontrasen en la calle al poeta, lesaludaron alegres, que al fin era "de allá". Camargo, sorprendido otra vez de la hermo-sura de la joven, notando que al verle se teñíande púrpura las descoloridas mejillas de unaniña tan preciosa, los acompañó, y prometióvisitar a sus convecinos. Quedaron lisonjeadoslos pobres lugareños, y creció su satisfacción alnotar que de allí a pocos días, habiendo cum-plido Camargo su promesa, Irene revivía. Des-conocedores de la crónica, les parecía Camargoun yerno posible, y consintieron que menudea-sen las visitas.

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Veo en su cara de usted que cree adivinar eldesenlace... ¡No lo adivina! Irene, fascinada,trastornada, como si hubiese bebido zumo dehierbas, tardó, sin embargo, seis meses en acce-der a una entrevista a solas, en la misma casade Camargo. La honesta resistencia de la niñafue causa de que los perdidos amigotes del poe-ta se burlasen de él, y el orgullo, que es la raízvenenosa de ciertos romanticismos, como el deByron y el de Camargo, inspiró a éste unaapuesta, un desquite satánico, infernal. Pidió,rogó, se alejó, volvió, dio celos, fingió planes desuicidio, e hizo tanto, que Irene, atropellandopor todo, consintió en acudir a la peligrosa cita.Gracias a un milagro de valor y de decoro salióde ella pura y sin mancha, y Camargo sufrióuna chacota que le enloqueció de despecho.

A la segunda cita se agotaron las fuerzas deIrene; se oscureció su razón y fue vencida. Ycuando confusa y trémula, yacía, cerrando lospárpados, en brazos del infame, éste exhaló unaestrepitosa carcajada, descorrió unas cortinas, e

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Irene vio que la devoraban los impuros ojos deocho o diez hombres jóvenes, que también reí-an y palmoteaban irónicamente. Irene se incorporó, dio un salto, y sin cubrirse,con el pelo suelto y los hombros desnudos, selanzó a la escalera y a la calle. Llegó a su mora-da seguida de una turba de pilluelos que learrojaban barro y piedras. Jamás consintió decirde dónde venía ni qué le había sucedido. Mipadre lo averiguó porque casualmente era ami-go de uno de los de la apuesta de Camargo.Irene sufrió una fiebre de septenarios en queestuvo desahuciada; así que convaleció, entróen este convento, lo más lejos posible de A***.Su penitencia ha espantado a las monjas: ayu-nos increíbles, mezclar el pan con ceniza, pasar-se tres días sin beber; las noches de invierno,descalza y de rodillas, en oración; disciplinarse,llevar una argolla al cuello, una corona de espi-nas bajo la toca, un rallo a la cintura... Lo que más edificó a sus compañeras que latienen por santa fue el continuo llorar. Cuentan

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-pero serán consejas- que una vez llenó de llan-to la escudilla del agua. ¡Y quién le dice a ustedque de repente se le quedan los ojos secos, sinuna lágrima, y brillando de ese modo que hanotado usted! Esto aconteció más de veinteaños hace; las gentes piadosas creen que fue laseñal del perdón de Dios. No obstante, sorAparición, sin duda, no se cree perdonada,porque, hecha una momia, sigue ayunando ypostrándose y usando el cilicio de cerda... -Es que hará penitencia por dos -respondí,admirada de que en este punto fallase la pene-tración de mi cronista-. ¿Piensa usted que sorAparición no se acuerda del alma infeliz deCamargo? "El Imparcial", 14 septiembre 1896.

¿Justicia?

Sin ser filósofo ni sabio, con sólo la viveza delnatural discurso, Pablo Roldán había llegado a

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formarse en muchas cuestiones un criterio ex-traño e independiente; no digo que superior,porque no pienso que lo sea, pero al menosdistinto del de la generalidad de los mortales.En todo tiempo habían existido estas divergen-cias entre el modo de pensar colectivo y el dealgunos individuos innovadores o retrógradoscon exceso, pues tanto nos separamos de nues-tra época por adelantarnos como por rezagar-nos.

Uno de los problemas que Pablo Roldán con-sideraba de modo original y hasta chocante, erael de la infidelidad de la esposa. Es de advertirque Pablo Roldán estaba casado, y con damatan principal, moza, hermosa y elegante, que sellevaba los ojos y quizá el corazón de cuantos laveían. Un tesoro así debiera hacer vigilante a suguardador; pero Pablo Roldán, no sólo alar-deaba de confianza ciega, rayana en descuido,sino que declaraba que la vigilancia le parecíainútil, porque, no juzgándose "propietario" desu bella mitad, no se creía en el caso de guar-

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darla como se guarda una viña, un huerto ouna caja de valores. "Una mujer -decía, son-riendo, Pablo- se diferencia de una fruta y deun rollo de billetes de Banco en que tiene con-ciencia y lengua. A nadie se le ha ocurridohacer responsable a la pavía si un ratero la hur-ta y se la come. La mujer es capaz y responsa-ble, y vean cómo realmente, pareciendo tanbonachón, soy más rígido que ustedes, los celo-sos extremeños. La mujer

es responsable, culpable.., entendámonos:cuando engaña. Claro que la mía, moralmente,no conseguirá nunca engañarme, porque yosería la flor de los imbéciles si, al acercarme aella, no comprendiese la impresión que le pro-duzco, si me ama, o le soy indiferente, o no mepuede sufrir. Del estado de su alma no necesi-tará mi esposa darme cuenta: yo adivinaré...¡No faltaría más! Y al adivinar, tan cierto comoque me llamo Pablo Roldán y me tengo porhombre de honor-, consideraré roto el lazo quela sujeta a mí, y no haré al Creador de las almas

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la ofensa de violentar un alma esencialmenteigual a la mía... Desde el día en que no me quie-ra, mi mujer será "interiormente" libre como elaire. Sin embargo (pues el nudo legal es indiso-luble y la equivocación mutua), le advertiré quequeda obligada a salvar las apariencias, a tenermuy en cuenta la exterioridad, a no hacermeblanco de la burla; y yo, por mi parte, me creeréen el deber de seguir amparándola, de escudar-la contra elmenosprecio. ¡Bah! Amigo mío, esto es hablarpor hablar; Felicia parece que aún no me haperdido el cariño... Son teorías, y ya sabe ustedque, llegado el caso práctico, raro es el hombreque las aplica rigurosamente." No platicaba así Roldán sino con los pocos quetenía por verdaderos amigos y hombres de co-razón y de entendimiento; con los demás, creíaél que no se debían conferir puntos tan delica-dos. Al parecer, el sistema amplio y generosode Pablo daba resultados excelentes: el matri-monio vivía unido, respetado, contento. No

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obstante, yo, que lo observaba sin cesar, atraídopor aquel experimento curioso, empecé a notar,transcurridos algunos años -poco después deque la mujer de Pablo entró en el período deesplendor de la belleza femenina, los treinta-,ciertos síntomas que me inquietaron un poco.Pablo andaba a veces triste y meditabundo;tenía días de murria, momentos de distraccióny ausencia, aunque se rehacía luego y volvía asu acostumbrada ecuanimidad. En cambio, sumujer demostraba una alegría y animaciónexageradas y febriles, y se entregaba más quenunca al mundo y a las fiestas. Seguían yendosiempre juntos; las buenas costumbres conyu-gales no se habían alterado en lo másmínimo; pero yo, que tampoco soy la flor de losimbéciles, no podía dudar que existía en aque-lla pareja, antes venturosa, algún desajuste,alguna grieta oculta, algo que alteraba su con-textura íntima. Para la gente, el matrimonioRoldán se mantenía inalterable; para mí el ma-trimonio Roldán se había disuelto.

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Por aquel entonces se anunció la boda de cier-ta opulenta señorita, y los padres convidaron asus relaciones a examinar las "vistas" y ricosregalos que formaban la canastilla de la novia.Encontrábame entretenido en admirar un largohilo de perlas, obsequio del novio, cuando vientrar a Pablo Roldán y a su mujer. Acercáron-se a la mesa cargada de preseas magníficas, y lagente, agolpada, les abrió paso difícilmente. Laseñora de Roldán se extasió con el hilo de per-las: ¡qué iguales!, ¡qué gruesas!, ¡qué oriente tannacarado y tan puro! Mientras expresaba suadmiración hacia la joya, noté... -¿quién expli-caría por qué me fijaba ansiosamente en losmovimientos de la mujer de Pablo?-, noté, digo,que se deslizaba hacia ella, como para compar-tir su admiración, Dámaso Vargas Padilla, mo-zo más conocido por calaveradas y despilfarrosque por obras de caridad, y hube de ver quesobre el color avellana del guante de Suecia dela dama relucía un objetito blanco, inmediata-mente

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trasladado a los dominios de un guante rojizodel Tirol... Y sentí el mismo estremecimientoque si de cosa propia se tratase, al cerciorarmede que Pablo Roldán, demudado y con el rostrocolor de muerto, había visto como yo, y sor-prendido, como yo, el paso del billete de manosde su mujer a manos de Vargas.

Temí que se arrojase sobre los que así le escar-necían en público. No se arrojó; no dio la másleve muestra de cólera o pesadumbre, al con-trario, siguió curioseando y alabando las galasbonitas, revolviendo y mezclando los objetoscolocados más cerca, deteniéndose y obligandoa su mujer a que se detuviese y reparase el mé-rito de cada uno. Tan despacio procedió a esteexamen, que la gente fue retirándose poco apoco, y ya no quedamos en el gabinete sinomedia docena de personas. Y cuando me dis-ponía a cruzar la puerta, en una ojeada quelancé al descuido, volví a ver algo que me hizoel efecto de la espantable cabeza de Medusa,paralizándome de horror, dejándome sin voz,

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sin discurso, sin aliento... Pablo Roldán habíadeslizado rápidamente en el bolsillo de su cha-leco el hilo de perlas, y salía tranquilo, alta lafrente bromeando con su esposa, elogiando uncuadro en el cual logró concentrar toda la aten-ción de los circunstantes.

Desde el día siguiente empezó a murmurarsesobre el tema del robo: primero, en voz baja;después, con escandalosa publicidad. Huboperiódicos que lo insinuaron: el "tole tole" fuehorrible. Las muchas personas distinguidas quehabían admirado las galas de la novia clama-ban al Cielo y mostraban, naturalmente, deseofurioso de que se descubriese al ladrón. Se ca-lumnió a varios inocentes, y el rencor buscómedios de herir, devolviendo la flecha. Todosrespiraron, por fin, al saber que el juez -avisadopor una delación anónima- acababa de registrarla casa de Pablo, encontrando el hilo de perlasen un armario del tocador de la señora de Rol-dán.

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Sólo yo comprendía la tremenda venganza.Sólo yo logré penetrar el siniestro enigma, sinclave para la propia señora, que no anda lejosde expiar con años de presidio el delito que nocometió. Y un día que encontré a Pablo y le abrími alma y le confesé mis perplejidades, misdudas respecto a si debía o no revelar la ver-dad, puesto que la conocía, Pablo me respon-dió, con lágrimas de rabia al borde de los la-grimales:

-No intervengas. ¡Paso a la justicia, paso!...Dejó de amarme, y no me creí con derecho ni ala queja; quiso a otro, y únicamente le roguéque no me entregase a la risa del mundo... ¡Yasabes cómo atendió a mi ruego... ya lo sabes!Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé.¡Los medios fueron malos, pero... se lo teníaadvertido! Si tú eres de los que creen que lavenganza pertenece a Dios, apártate de mí,porque no nos entendemos. Amor, odio, y ven-ganza.... ¿dónde habrá nada más humano?

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Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volvera verle. No sé juzgarle; tan pronto le compa-dezco como me inspira horror. "El Imparcial", 23 abril 1894.

Más allá

Era un balneario elegante, pero no de esos enque la gente rica, antojadiza y maniática, cuidaimaginarias dolencias, sino de los que recibentodos los años, desde principios de junio, reta-hílas de verdaderos enfermos pálidos y débiles,y donde, a la hora de la consulta, se ven a lapuerta del consultorio gestos ansiosos, enroje-cidos párpados y señoras de pelo gris, que danel brazo y sostienen a señoritas demacradas, detrabajoso andar. Para decirlo pronto: aquellasaguas convenían a los tísicos. Pared por medio estaban los dos. "Ella", laniña apasionada y romántica, la interesanteenfermita que, indiferente a la muerte como

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aniquilamiento del ser físico, no la aceptabacomo abdicación de la gracia y la belleza; que asu paso por los salones, cuando los cruzaba conporte airoso de ninfa joven, solía levantar unrumor halagüeño, un murmurio pérfido de marque acaricia y devora; y defendiendo hasta elúltimo instante su corona de encantos, que ibaa marchitarse en el sepulcro, se rodeaba de flo-res y perfumes, sonreía dulcemente, envolvíasu cuerpo enflaquecido en finos crespones deChina y delicados encajes, y calzaba su pie me-nudo de blanco tafilete, con igual coqueteríaque si fuese a dirigir alegre y raudo cotillón."El", el mozo galán, que había derrochado susfuerzas vitales con prodigalidad regia, despre-ciando las advertencias de la tierna e inquietamadre y la indicación hereditaria de los dos tíosmaternos, arrebatados en lo mejor de la edad,hasta que un día

sintió a su vez el golpe sordo que le hería elpecho y le disolvía lentamente el pulmón, avi-

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vando, en vez de extinguirlo, el incendio quesiempre había consumido su alma.

Pared por medio estaban los dos sin conocerseni saber que existían, y, sin embargo, el mal quelos llevaba a la tumba tenía idéntico origen; elmismo anhelo insaciable había atacado en elloslas fuentes de la vida. Ella y él, fascinados porel propio sueño, hicieron de la pasión el únicoideal de la existencia y aspiraron a un amorgrande, profundamente estético, ardiente yresuelto como si fuese criminal; noble y altivocomo si fuese legítimo; puro a fuerza de inten-sidad, abrasador a fuerza de pureza. Y comoquien busca ave fénix o talismán poderoso,habían buscado ambos la encantada isla de susensueños: ella, entre los sosos incidentes deldiario flirt; él entre los episodios no menos vul-gares de la calvatronería orgiástica; hasta queuna serie de decepciones tristes, cómicas o in-dignas, les arruinó la salud, dejando intacto eltesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satis-fechas, la sed de amar inextinta, más bien exa-

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cerbada por la calentura y la alta tensión ner-viosa,fruto del padecimiento. ¡Quién les dijera que allí, detrás del tabique encuyo papel de caprichosos dibujos hallabanmaquinal entretenimiento los aburridos ojos, seencontraba lo que habían buscado en baldetanto tiempo, lo que necesitaban para asirseotra vez a la existencia! Porque ya ni él ni ella podían salir del cuarto,ni bajar las escaleras, ni comer en el comedor.Postrados y exánimes, les traían el agua mine-ral en un vaso puesto boca abajo sobre un plati-llo; últimamente, hasta no se atrevieron a beber,y el médico, presintiendo fatal desenlace, advir-tió que convendría atender al alma, señal casisiempre funestísima para el pobre del cuerpo. El y ella se prepararon a recibir a Jesucristocon todo el agasajo que tal visita merece. Nohubo fuerzas humanas que les impidiesen ves-tirse y engalanarse como para un sarao. Ella selavó con esencias fragantes y jabones exquisi-

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tos, hizo peinar esmeradamente la negra matade pelo, se puso traje de blanco gro, y con son-riente coquetería prendió en la mantilla susagujas de turquesa; él atusó la bien recortadabarba, eligió la camisa más bruñida y tersa, elchaleco de mejor caída, y de frac y corbatablanca esperó a su Dios. Y él y ella, al sentir enlos labios la sagrada partícula, gozaron unmomento de emoción deliciosa; les pareció quela efusión esperada en vano, el supremo arro-bamiento del éxtasis vendría después de despo-jada la vestidura carnal, cuando el alma, libre ydichosa, volase al seno de su Criador... Así fue que tuvieron unas últimas horas edifi-cantes, ejemplares, de un ardor místico sublimeque hacía derramar lágrimas a los que rodea-ban el lecho. Sus palabras de esperanza sona-ban conmovedoras y misteriosas, dichas desdeel borde de la huesa. Hablaban del Cielo, y di-ríase que al nombrarlo lo veían ya; de tal suertese iluminaban sus ojos y resplandecía en susrostros la beatitud y la fe que transfigura.

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A la misma hora fallecieron, y sus espíritus seencontraron en el camino del otro mundo, antesde tomar rumbos distintos, pues él se encami-naba al Purgatorio en forma de llama rojiza, yella al Cielo, convertida en ligero fueguecilloazul. Entonces se vieron por primera vez, y,sorprendidos, detuviéronse a contemplarse.Como a aquellas alturas todo se adivinaba, in-mediatamente adivinaron de qué habían muer-to y la semejanza de sus destinos durante lavida terrenal. Y así como comprendieron cla-ramente que los dos habían muerto de plétorade pasión no satisfecha ni entendida, advirtie-ron también con asombro que él era el almanacida para ella, y ella el corazón capaz de en-cerrar aquel amor infinito de que él se sentíaminado y consumido, como el árbol que todose derrite en gomas. Y lo mismo fue advertirloque juntarse impetuosamente los dos espíritus,mezclándose la llama rojiza con el fueguecilloazul, tan estrechamente, que se hicieron una luzsola.

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Y sucedió que, unidos ya, él no pudo entrar enel Purgatorio por la parte que llevaba de Cielo,y ella tampoco pudo ingresar en el Cielo por laparte que llevaba de Purgatorio. Él, generoso, lepropuso que se apartasen, yéndose ella a dis-frutar las dichas del Empíreo; mas ella prefirióseguir unida a él, aun a costa de la eterna bien-andanza; y desde entonces la luz anda errante,y los dos espíritus no hallan otro nido para susamores póstumos sino la extremidad del palode algún buque, donde los marinos los confun-den con el fuego de Santelmo. "El Imparcial", 21 agosto 1893.

La culpable

Elisa fue una mujer desgraciadísima durantetoda su vida conyugal, y murió joven aún, mi-nada por las penas. Es verdad que había come-tido una falta muy grave, tan grave que paraella no hay perdón: escaparse con su marido

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antes de que éste lo fuese y pasar en su compa-ñía veinticuatro horas de tren... Después suce-dió lo de costumbre: la recogió la autoridad, ladepositaron en un convento, y a los quince díasse casó, sin que sus padres asistiesen a la boda;actitud muy digna, en opinión de las personassensatas.

Ellos no se habían opuesto de frente a las rela-ciones de Elisa con Adolfo; mas como quieraque no les agradaba pizca el aspirante, y creíanconocerle y presentían su condición moral, sus-citaron mil dificultades menudas y consiguie-ron dar largas al asunto y entretenerlos porespacio de cinco años. Consintieron, eso sí, queAdolfo entrase en casa, porque tenía poco deseductor y era hasta antipático, y esperaron queElisa perdiese toda ilusión al verle de cerca.Sucedió lo contrario; en los interminables colo-quios junto a la chimenea, en el diario tortoleo,el amante corazón de Elisa se dejó cautivar parasiempre, y Adolfo aseguró la presa de la acau-dalada muchacha. Después de meditadas y

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estratégicas maniobras por parte del novio,llegó el instante de la fuga, preliminar del ca-samiento.

La familia de Elisa tomó muy a pecho el es-cándalo, por lo mismo que eran gente conocida,bien relacionada, preciada y correcta, intransi-gente en cuestiones de moralidad exterior.Hubo en la casa uno de esos períodos de dis-gusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta loscriados andan mohínos; períodos que a las per-sonas entradas en edad les cavan una cuarta desepultura. Las dos hermanas de la fugitiva seavergonzaron y corrieron de suerte que en mu-chos meses no se atrevieron a salir a la calle.Una, en especial, se afectó tanto, que fue preci-so sacarla de Madrid para que no se alterase susalud. La madre jamás pronunció el nombre deElisa sin suspirar, como cuando se nombra a losque fallecieron. El padre extremó el procedi-miento: cerróse a la banda y no nombró a Elisaya nunca. Si le preguntaban cuántas hijas tenía,

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contestaba que dos. "La otra la perdí", añadía,crispando los labios. Unida ya Elisa con el que había elegido sepropuso ser intachable y perfecta en todo pararescatar la falta. No hubo esposa más tierna ysolícita que Elisa, ni casa mejor gobernada quela suya, ni señora que con mayor abnegaciónprescindiese de sí propia y se eclipsase másmodestamente en la sombra del hogar. Como alfin tenía pocos años y a veces la sangre hervíaen sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía aotras casadas adornarse, cubrirse de joyas, ir abailes y fiestas y sonreír al espejo, y ella se que-daba recluida y en bata casera, decía para sí:"Bueno pero esas no se escaparon con su mari-do antes de la boda." Y aunque supiese que seescapaban después..., o cosa análoga..., conotros, siempre persistía en tenerlas por de me-jor condición. Hasta tal punto se consideró obligada a pres-tar fianza de su conducta, que nunca salió solani consintió recibir una visita estando ausente

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su marido. A los hombres, fuesen jóvenes oviejos, les hablaba fría y desabridamente, cor-tando en seguida la conversación. Su traje eraoscuro, subido hasta las orejas, y su peinado,estudiadamente sencillo y sin coquetería. Afi-cionada a las esencias y aguas de tocador, lassuprimió por completo desde que oyó decirque "la mujer de bien, ni ha de oler mal ni ha deoler bien". Ser tenida en concepto de mujer debien fue su ambición y su sueño; pero descon-fiaba de conseguirlo nunca por aquello de laescapatoria... Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzóa distraerse, y so color de política, se acostum-bró a retirarse tarde, a pasarse los días fuera,sin venir ni a comer. Elisa lloró en silencio: llorómucho, porque le quería, le quería con toda sualma, y no podía vivir dichosa sino con él y porél, a quien todo lo había sacrificado. Un día, registrando el ropero de su maridopara limpiar o arreglar la ropa, encontró tras-papelada en un chaqué de verano una carta

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inequívoca... El dolor fue tan agudo, que Elisase metió en la cama y estuvo varios días sinquerer comer y con gran deseo de morirse. Asíque cobró algún ánimo, se levantó y siguió vi-viendo. No profirió una queja: ¿con qué dere-cho? ¡Le podían tapar la boca a las primeraspalabras! ¡Y si salía a relucir lo de la fuga! Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa,que sufrió todo el peso de la crianza, no inter-vino en la educación, ni ejerció jamás esa auto-ridad de la madre digna y altiva que lleva lamaternidad como una corona. Sus hijos se habi-tuaron a que "no mandaba mamá". En cuanto a la hacienda, ya se infiere que laregía única y exclusivamente Adolfo, y Elisa nose hubiese arrojado a gastar cincuenta pesetasen nada extraordinario sin la venia necesaria.Muerto el padre de Elisa recogida la legítima,todavía pingüe, aunque mermada por el enojopaternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicóla mayor parte a sus goces, no sin que muchasveces oyese Elisa reconvenciones duras y alu-

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siones amargas, fundadas en que su padre lahabía desheredado o punto menos. La salud de Elisa se resintió: los médicoshablaron de lesiones al corazón, que degenera-ban en hidropesía. Como la enferma se agrava-se, pidió confesor, y por centésima vez se acusóde su delito: la escapatoria fatal. El confesor lemandó que se acusase de pecados de la vidapresente, porque Dios no acostumbra recontarlos ya perdonados y absueltos. Mas la absolu-ción del Cielo no bastaba a Elisa: ya se sabe queDios es muy bueno; pero, en cambio, los hom-bres jamás olvidan ciertas cosas, y la mancha devergüenza allí está, sobre la frente, hasta la úl-tima hora del vivir. Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidióque viniese Adolfo, y así que le vio a su cabece-ra, echándole los brazos al cuello murmuró a suoído: "Alma mía, mi bien: ya sé que no tengoderecho ninguno a pedirte que... que no tevuelvas a casar..., ¡pero al menos.... mira, enesta hora solemne..., perdóname de veras aque-

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llo.... y no me olvides así..., tan pronto.... tanpronto.

Adolfo no contestó; no obstante, le pareciónatural inclinarse y besarla... Y la culpable, de-jando caer la cabeza sobre la almohada, expirócontenta.