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EL NARANJO DE BULNES«

. PENA~SANTAF

POR

F3 E D F-2 O F3 I D A [_ aMarqués de Villaviciosa de Asturias.

"*ì@`ë“`

MAIDRIÍ)RAMQNA vE1.Asco, VIUDA DE P. PÉREZ DE VELASCO

Calle de la Libertad, núm. 31.

1919

EL NARANJO DE BULNESPEÑA-'SANTA

F3E-ZÍDÍ-2%@ FDIDALMaaaaaaaaaaaaaviccccc de Asssssss.

MADRIDMo \/ 'v PE v 0

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1919

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EL NARANJO DE BULNES

Bununs, aldea de pastores y cazadores de robezos,es el pueblecillo de Asturias que más se arrima alco-razón de los Picos de Europa. Se va a él, desde Are-nas de Cabrales, por un valle cerrado, en extremopintoresco, lleno de acantilados y de rocas, por dondefluye el limpio río Cares, lleno de truchas, y como aunas dos horas de marcha por aquel paisaje dantesco,

1 .s.,

se abandona el go, tomando a ` la izquierda porëunsendero, en ziszás, el más escabroso y alarmante quevi en los días de mi vida, `

Bulnes está. encajonado entre murallas›de piedra ysólo al Este se perciben las praderías que dan accesoala canal de Gamburero. Entrad por esa canal en-diablada, sin sendero alguno, y al cahoâde un par dehoras de marcha, os encontrareis .con una peña colo-sal, tallada a pico por sus cuatro costadps. “Esa peña,el más célebre pico de los Picos de Europa, es el NA-namo DE BULNES.

Schoulz, el sabio alemán que tan» cqncienzudamen-

Qu

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te llevó a cabo la topografía de Asturias, le da en suscálculos 2.380 metros de altura, y lo dibuja con laforma exacta de una columna, cilindro o chimeneade esa altura.

Prado le da 2.592, afirmando de él que es el únicopico cerrado al hombre y al robezo. El conde deSaint-Saud y M. Labrouche, en sus notables estudiosorográficos de los Picos de Europa, después de con-signar que el nombre de Naranjo debe venirle de lasestrías anaranjadas de su roca caliza, le atribuyen2.515 metros. E

«Nosotros-dicen--no hemos ensayado escalar estaroca vertical, que nos parece inaccesible con los me-dios actuales. Pasamos por su vertiente occidental el30 de julio de 1892, y M. de Saint-Saud la ha exa-minado por su otra vertiente el 15 de julio de 1893,acompañado de Rafael Concha, dicho el Monja. Estefamoso cazador de Bulnes cree que seria, en rigor,posible intentar la ascensión empleando con anterio-ridad unassemana, por lo menos, enštallar agarrade-ras sobre su panza lisa.»

A pesar de lo que afirma Prado, de lo que dicenSaint-Saud y Labrouche, y de lo que fèfieren delMonja, ¿no seria acaso posible intentar la ascensióncon una buena cuerda, sin necesidad de pasarse unao algunas semanas en tallar la roca? ¿Y no seria po-sible intentarla con@ alguna esperanza de éxito? Queotros habian, fracasado en la empresa, ya lo sabía yo;pero si no da uno más pasos que los que dieron otros,¿dónde está el mérito,'dónde la originalidad, dóndelas in_iciativas?~

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Acaso esos otros, con grandes atrevimientos yaenergías suficientes, no dispusieron de tiempo y me-_dios adecuados para ello; es decir, de una buenacuerda y de un día a propósito. De todos modos, parajuzgar uno por si mismo de la mayor o menor inac-cesibilidad del gigantesco, bizarro 'y formidable mo-nolito, era necesario estudiarlo de cerca, verlo cara acara, palpar sus muros verticales. Por eso el año pa-sado lo examine por sus cuatro costados, y juzguetotalmente inaccesibles las vertientes Sur, Este yOeste. Respecto al lado Norte me quedaron algunasdudas y formé la resolución firme de deshacerlas alverano próximo, dado que los dias eran ya muy cor-tos por aquel entonces, y que no disponiade unacuerda alpina a propósito. Además, tenía variosacompañantes, y por no sostener una disputa conellos, que hubieran juzgado .loco mi intento, consi-deré mejor dejarlo para cuando volviese solo.

¡Subir al Naranjo de Bulnesl... ¡Como quien nodijo nada! ¡Qué hazaña de alpinista más grande! Erapara mi algo asi c`ö'mo la toma de Port-Arthur paralos japoneses.

Cada cual tiene su chifladura en este mundo, y yoprefiero denominar así mis caprichos, que denigrarligero los del prójimo, sin duda porque no los com-prendo. Trepar por una roca pelada, con un precipi-cio a la derecha y otro a la izquierda, para sorprenderalgún robezo en alguna revuelta, o contemplar ungrandioso panorama en la cima, o salvar la mismadificultad que a uno y a otro conduce, será un placerde que se reirán muchos; pero el un placer soberano,

que me domina por completo, y ante el cual me con-sidero... chiflado. Pero conste que no soy yo solo elque profesa esas aficiones. Desde que Whymper, elcélebre excursionìsta inglés, el bardo de las monta-ñas, se llenó de gloria inmarcesible al tocar la cumbrevirgen del Monte Cervino, en Zermatt. y de los Gran-des Jurásicos en el Mar de Hielo del Monte Blanco, ydesde que sus libros, relatando sus escaladas, dieronla vuelta al mundo, una pléyade innumerable dehombres jóvenes, de los Estados Unidos, Inglaterra,Francia y Alemania, acuden todos los años a Suiza aprobar las energías de su raza.

¿Qué idea me formaría de mí mismo y de miscompatriotas si un día llegase a mis oídos la noticiade que unos alpinistas extranjeros habían tremoladocon sus personas la bandera de su Patria sobre lacumbre virgen del Naranjo de Bulnes, en España, enAsturias y en mi cazadero favorito de robezos?...

Esa posibilidad habia de borrarla de las contin-gencias delo porvenir, y para ello era de todo puntopreciso llegar al santo, besar su peana y tratar de es-calarlo, llevándose, con la imposibilidad de hacerlouno propio, el juicio seguro de la imposibilidad deque lo efectuaran otros.

Por eso compré en Londres la mejor cuerda de al-pinista queencontré, y me fuí a Chamonix para «en-trenarme», como dirían los franceses, haciendo laascensión de la Aguja del Dru, afilado pico de 3.7 55metros sobre el Mar de Hielo, y una de las más di-ficiles ascensiones.

De vuelta a Asturias, llamé a Gregorio el Cainejo

(habitante de Caín, que es el Bulnes de los Picos deEuropa por el lado de Castilla) para hablarle de mipersistencia en estudiar de cerca el Naranjo, como lehabía dicho el año pasado. a .

Gregorio es el hombre fornido, cazador eterno derobezos, que vive en la peña mientras las nieves nole arrojan al valle; sus pies descalzos agarran comoventosas en las cornisas inclinadas de los acantiladosinfinitos que cuelgan sobre los precipicios de los Pi-cos de Europa; desaloja al robezo de sus más inex-pugnables torres, y lo mismo duerme al pie de unventisquero que corre a cobrar un animal al fondodel abismo. Gregorio era el hombre que me convenía.

El 4 de agosto de 1904 dormimos Gregorio y yo,al par de unas cabras, al acabar la canal de Cambu-rero. Salimos al amanecer con dirección al Naranjo,y a las ocho de la mañana habíamos almorzado yajunto a una fuente que nace en las estribaciones mis-mas del coloso. Habíamos llegado al Pico de Orrie-llos, como también por otro nombre le llaman, porel Norte, y conforme nos ibamos acercando lo fuimosestudiando, con la perfecta claridad que lo permitíannuestros buenos Zaiss prismáticos.

Esta vertiente Norte, única sobre la que nos cabíandudas en cuanto a su inaccesibilidad, era muy senci-lla: un descanso o saliente de la peña en el primertercio inferior de la misma, y dos grietas verticaleshasta la cúspide. Examinadas bien estas grietas conlos anteojos, comprendimos, desde luego, que una deellas, la de la derecha, era absolutamente impractica-ble. ¿Lo sería también la otra? He aquí un juicio que

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no podíamos emitir desde luego; la teniamos dema-siado lejos, dada su altura, y tan sólo podriamos for-marnos uno aproximado desde su arranque, es decir,desde el descanso o saliente del primer tercio inferiorde la torre. Pero, ¿podríamos llegar a él? Había queintentarlo. De este modo la ascensión, si era posible,se componía de dos partes: primera, a la grieta, y se-gunda, por la grieta.

Fortalecidos por el almuerzo, nos pusimos de nue-vo en marcha, no sin haber observado antes la impo-sibilidad en que nos encontrábamos de alcanzar di-rectamente el saliente, descanso o casi comienzo dela grieta por el Oeste, dado que lo teníamos todocompletamente cortado a pico. Atravesamos entoncesla base Norte del Naranjo para alcanzar el principiode las grietas por el Este, y en una hora, próxima-mente, llegamos a un punto en que tuvimos que de-jar los morrales, los anteojos y los palos, todo, me-nos la cuerda, para marchar con el mayor desemba-razo posible. Gregorio se descalzó y yo ajuste denuevo mis sólidas alpargatas.

¿Qué teníamos delante de nosotros?... La serie dellambria-S' y' la llambrialina. y

Llambria, dice el Diccionario de la Lengua, es:«Parte de las peñas, que forma un plano muy incli-nado y difícil de pasar». Llambrialina, llaman losmontañeses a una llambria muy estrecha, muy lisa,muy inclinada y sin agarradero alguno vertiendo so-bre el precipicio. Excuso decir que a mí, a pesar detener alguna experiencia de la roca, todo me parecíanllambrialinas, y que ordene a Gregorio formalmente

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no pasar adelante en cuanto llegasemos al verdaderopeligro, a la temeridad, pues yo guardaba cierto in-terés por mi pellejo, y no lo tenía menor por el demi amigo, noble, leal y, además, como yo, padre defamilia. E

Partió Gregorio solo a explorar el terreno, mien-tras yo permanecía sentado contemplándolo, y lo viagarrarse con los dedos crispados, deslizarse, alejarsepoco a poco, y, por último, perderse de vista detrásde las llambrias. Un cuarto de hora, que me parecióun siglo, tardó en aparecer de nuevo y en gritarmeque lo que veía (aún no era la grieta) «no le parecíatan malo».

Saltó mi corazón de gusto, y echándome la cuerdaa la espalda, la emprendí con todo el seso del mundoa lo largo de las llambrias. Mis alpargatas ajustadasagarraban como pez en aquella roca, y donde engan-chaban mis dedos me parecía estar completamenteseguro. Gregorio presenciaba mis operaciones desdeel otro lado y me indicaba sus pasos. En esto lleguéa la llambrialina, y allí me detuve un poco a consi-derarla de cerca y a familiarizarme con lo que hastaentonces no había visto parecido; pues ni la cornisainclinada ni el precipicio me proporcionaron nuncaese recelo particular que me ocasionaba el pulimentoabsoluto de la roca, que no parecía sino que la ha-bían dado con papel de esmeril y lustre encima. ¡Tales el poder constante de las aguas! El Camejo me gri-taba que me descalzase; pero yo tenía más confianzaen mis alpargatas especiales de la calle de la Salud.

Avanzando un pie para ver cómo cogía la alparga-

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ta, hasta afianzarse, y luego el otro, con exquisitocuidado, y ambas manos sobre la izquierda para dis-minuir el peso, logré pasar los tres o cuatro metrosde llambrialina... Cuando llegué a Gregorio le diuna palmada en el hombro, significándole mi conten-to y mi seguridad, y después de tres o cuatro malospasos llegamos al descanso. C

¡Qué mirada de contento nos echamos en este pri-mer triunfo de nuestro empeño! Cuando, mirandohacia abajo, veíamos el sitio donde habíamos almor-zado, pos sorprendió sobremanera lo alto que nos en-contrábamos en relación a lo bajo que nos parecíaestar el descanso en comparación con lo que faltabatodavía para llegar a la cumbre. Echamos la vista alcielo y sólo vimos una parte de la grieta; la otra, latapaban las nubes. Retroceder en aquel caso hubierasido cobardía manifiesta. «¡Arriba! hasta donde po-damos, Gregorio --le dije-, y no piense en mí, queyo llevo seguridad completa, ¡adelantel››

Sin decir más, nos atamos fuertemente la cuerda ala cintura, cada uno por un extremo, y empezamos lasubida. El Cainejo tomó la delantera, lo más difícil,y yo seguí de cerca, .poniendo los pies y las manos.donde él había puesto los suyos, y así fuimos trepan-do un buen pedazo.

A veces mi compañero no alcanzaba el saliente aque -agarrarse y entonces, mi cabeza primero y mipuño cerrado después, eran a modo de escabeles deun encumbramiento que no tenía nada de retórico.Una vez en firme, sus buenos puños, tirando de lacuerda, contrarrestaban el efecto de la gravedad en

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mi persona. Y así subíamos y subíamos sin cesar,sin pronunciar más palabras que aquellas de «muybien», «al pelo», «adelante›, con que yo iba animan-do todo el tiempo al bravo amigo que tenía sin cesarpor encima de mi cabeza.

Cuando la grieta se cerraba demasiado, poníamosla espalda a un lado y los dos pies al otro, empujan-do yo siempre al de arriba, tirando éste por mi a cadamomento. No mirábamosabajo por no impresionar-nos, por no distraernos del único objetivo y porquelos cinco sentidos nos eran sumamente precisos. Perocuando, a hurtadillas, lancé una vez la vista por de-bajo de mí... no vi nada, estábamos en plena niebla,en la nube.

Feliz casualidad, que nos borraba el peligro, si node la realidad, al menos de su visión, un tanto incó-moda. Apenas habíamos subido algunos metros,cuando los gritos de Gregorio y unos cuantos golpesen la peña llamaron mi atención sobre la inminenciade algún peligro, y me dejaron inmóvil, con la cabe-za pegada a la roca. Una piedra más que regular,arrancada por la tirantez de la cuerda, pasaba ron-cando a algunos centímetros de mi oído. La oí des-prenderse por' encima de mí y la sentí pasar a milado; después... ¡nada...! Ni volvió a tropezar con laroca, ni la oí llegar a ninguna parte. Así, aunque lavista no nos decia gran cosa, el oído nos hacíarconi-prender una porción de ellas alarmantes. Cuando sedesprendía alguna otra, pegaba de nuevo la cabeza ala peña y tarareaba cualquier cosa, ya que me eraimposible taparme los oidos.

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De este modo fuimos subiendo por aquel canalizoestrecho e interminable, hasta que oí decir al Cainejo:«De aquí no pasamos, Don Pedro». ¿Qué había allí?¿Qué clase de obstáculos se oponían a nuestro paso?¿Era la pared vertical, el ángulo hacia afuera, la rocalisa? Nada de eso; era una saliente de roca, a modode panza de burra, que obstruía la grieta, la chime-nea, el paso por donde nos escurríamos, avanzandosobre el precipicio por encima de la cabeza de Gre-gorio.

Este tanteaba a derecha e izquierda, por ver si en-contraba asidero alguno; pero todo era inútil. Yosubí hasta llegar junto a él, y, por mi parte, tambiénescudriñé lo que pude, pero con igual resultado. Ha-bíamos llegado a lo verdaderamente impracticable, alo inaccesible. Tenía yo mi cabeza a la altura de lacintura del Cainejo, y estábamos ambos quietos, sindecirnos nada, presintiendo la honda tristeza que ibaa apoderarse de nosotros al comparar las penalidadessufridas con el poco fruto de tanto esfuerzo.

No sabíamos a que altura estábamos; pero presu-míamos que no debería faltar mucho para llegar a lacumbre. La nube había empezado á clarearse por en-cima de nosotros, y era algo así como anuncio de unParaíso perdido para los que iban ya teniendo la con-ciencia de no poder alcanzarlo. ¡Qué habrá allá arri-ba, en aquella cima inmaculada, adonde nunca lle-garon los hombres! Así estábamos los dos, mudos,esperando sin duda que alguna inspiración divinanos determinase algo, cuando, para cambiar de pos-tura, tropezó mi mano izquierda con una grieta ocul-

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bamboleándose en el espacio; es de pita, y quizá tar-de algunos años en pudrirse.

Los pasos que siguieron a éste, dificilísimo, no leaventajaron mucho en comodidad, y a cada instantetemía por mi buen compañero.

La panza maldita la bajamos por el procedimientode la subida, y no hacía mucho que la habíamosabandonado, cuando una nueva imposibilidad de des-censo para el Cainejo se nos presentó delante: ¿Quéharíamos? ¿Cortar la cuerda de nuevo? Eso sería ex-ponernos a quedarnos sin ninguna, o poco menos, y,para lo que aun nos faltaba, era completamente in-dispensable. Una nueva reflexión me sugirió unanueva idea: --¿No habrá por ahí algún saliente firmede peña?-le pregunté-Aquí hay uno-me dijo-.Pues desatémonos los dos y echemos la cuerda porencima; yo tendré aquí fuertemente los dos cabos yusted se descolgará por dos cuerdas, en vez de hacer-lo por una; al llegar a mí, tirando de un extremo, nosquedaremos con ella.

Porfiaba el Cainejo que la cuerda no daría paratanto; yo le aseguraba que sí, y, por fin, los hechosme dieron la razón. Gregorio llegó a mis hombrossano y salvo, y tirando por un extremo... la cuerdanovenía; se había enganchado arriba... Tiramos porel otro extremo, aflojamos el contrario, tiramos denuevo; nada. Entonces, haciendo un supremo esfuer-zo, me subí lo que pude, imprimí un fuerte movi-miento ascensional en S, ala cuerda, y, dando unbuen tirón, nos quedamos con ella.

Cerca ya del primer gran saliente, descanso o sille-

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ta del Naranjo, adonde habíamos llegado' por lasllambrias y la llambrialina, se empeñó Gregorio enque, torciendo un poco a la derecha, es decir, haciaellas, tendríamos mejor medio de bajar. Enemigo yode toda_..innovación en estos casos, y ac-ordándome

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que más vale malo conocido que bueno por conocer,le declaré mi parecer contrario, salvando en absolu-to mi responsabilidad si se decidía a ello; pues yo noquería contrariarle, dado que él iba siempre en lopeor y que tenía una memoria cien veces superior ala mía en cuanto aq recordar las sinuosidades de lapeña por donde habíamos pasado.

Admiraba su memoria; tenia cierta fe en sus segu-ridades, y me abandonó a sus propósitos. «Crea us-ted-le dije-que yo, en su lugar, me perderíacien veces››; porque no hay que olvidar que la nieblanos envolvía por completo; lo que sí era cómodo enuna grieta donde no cabía perderse, era sumamentepeligroso allí donde la grieta, ramificándose en lasllambrias, desaparecía. Por eso mis temores eran desobra fundados, siendo tanto así, que a las siete de latarde ya no sabíamos dónde estábamos... «Lo ve us-ted», fué todo lo que le dije. i

Aguardamos un poco a ver si alguna brisa desco-rría la nube, a ver si se hacia algún claro. Este apa-reció, y tan sólo divisamos una pared, cortada a pico,a nuestra cabeza, y otra, cortada a pico también, anuestros pies... Volvimos hacia atrás, a duras penas,escudriñando con ojo avizbr cuanto pudimos por lasllambrias, cambiando pareceres por el sitio hacia don-de caería la llambrialina. Nos desatamos; Gregorio,

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no.sé cómo, se perdió en la nube; yo me quedé conla cuerda, pensando en la noche de muerte que íba-mos a tener que pasar atados a las rocas, y ante pers-pectiva tan poco seductora, redupliqué mis esfuerzosindagatorios, metiéndome por sitios de donde luegocon gran dificultad salía. si

Eran las siete y media; empezaba a oscurecer, y yoa pasar un mal rato, cuando resonó la voz de Grego-rio: «¡Don Pedro, ya pareció la l1ambrialina!››... Sehabia orientado por el estiércol de un vencejo demontaña que vió a la subida. ¡Qué hombre!

Y aquí puede decirse que terminaron nuestras :pe-nas. La llambrialina, después de lo pasado, y atados,la atravesamos como si tal cosa. No lejos, estaban losmorrales. Cuando llegamos a ellos, un chorizo, cogi-do a escape y comido andando, nos llevó a la fuentede la mañana, que medio agotamos. La noche cerra-da nos cogió a la entrada de la canal de Camburero.Nos perdimos de nuevo; dimos voces a los pastores,y tan sólo contestaron las piedras que desprendían losrobezos, a quienes habíamos despertado. Comprendi-mos que estábamos aún muy altos, y bajamos más ymás por entre infames peñascales. Una voz honda ylejana respondió por fin a las nuestras. Los pastoresnos habian oído. A las once de la noche entramospor sus cabañas. Era el 5 de agosto de 1904.

PEÑA-SANTA g Muy altos son los Urrieles:

al vi la'tos que ya mara 1 ,,pues más alta es Peña-Santa.,`qne se ve toda Castilla.

Castilla parece que se iba ensanchando delante delcaballo del Cid; pero Castilla parece que no puedeensancharse más desde el alto de Peña-Santa. ¡Peña-Santa! Es el avance de los Picos de Europa sobre Cas-tilla y sobre Asturias. A sus pies está Covadonga, ya su espalda Caín: las tierras benditas y las tierrasmalditas, respectivamente. La componen dos peñas:Peña-Santa de Castilla, y Peña-,Santa de Asturias.Sobre la cumbre de esta última se divisa casi en sutotalidad el Principado. ¡Cuántos años hacía que nohabía visto a mi peña querida! ¡Cuántos años que nohabía dormido al pie de tus nieves, ni cazado el re-beco en tus laderas! ¡Cuántos años que tus aristascolgantes no me habian despertado al mundo de lasemociones, del escalamiento y de los precipicios!

On y revíent toujours ci ces anciennes amours, dice elrefrán, y no hay nada más cierto. "

Aun recuerdo el febril anhelo y las ansias y el ar-

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dor infinito con que yo subía, y subía sin cesar, des-de Covadonga, cargado con mi rifle por la ásperapendiente y las pintorescas majadas que dan accesoal lago de Enol, para desde allí alcanzar las últimaschozas, habitables por el verano, de la Rondiella.

Más arriba, empieza la región de los precipicios, delos rebecos y de las nieves, y ya allí, en plena sole-dad, en plena montaña, en pleno cazadero, me sentíayo en pleno paraíso, rodeado de mñsgos, de liquenesy de rododendros, expuesto al riesgo de sorprenderun robezo a cada asomada, de verlo coronar algúnpico, de descubrir un nuevo valle, de tropezar algunagruta, de tener que salvar un mal paso.

Todo eran emociones, y yo, en medio de aquellasrocas, me creía el superhombre, porque luchabacuerpo a cuerpo con la Naturaleza, como pudiera ha-cerlo cualquier antepasado de la Edad de Piedra...

Así es que, al llegar a dar vista al Requechón, enlas faldas de Peña-Santa, con su Forcadona y su For-cadina, por donde se escapan los rebecos, se redobla-ba mi entusiasmo, y «¡Arriba!››, «¡Arriba!», parecíagritarme una voz interior, que me arrojaba a lo alto,al azul del firmamento, cortado por la caliza clara dela peña esbelta, en cuya falda dormían glaciares denieve inmaculada... « ¡Arriba!», «¡Arriba!››, parecíandecirnos los puntos apenas perceptibles en que nues-tros gemelos veían las gamuzas. .. « ¡Arriba! ››, a ¡Arri-ba! › , decían las águilas y los buitres que se cerníanmajestuosamente en el espacio...

Siete anos hacía que no había yo estado en Peña-Santa, en el grupo occidental de los Picos de Europa;

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pues el grupo central, el de los Urrieles, el Naranjode Bulnes, Peña Vieja y Cerredo, el de los Tiros delRey, me había robado la atención por completo.Vuelto a mis antiguos amores, salí de Covadonga conmis hermanos entonando cánticos a la dicha supremaque renovaba las emociones puras de la edad sencilla,y mientras la catedral y la cueva se iban quedandoallá abajo, nuevas cimas surgían de todos los puntosdel horizonte. Al dar vista a la pintoresca Vega deComeya, un ¡hurra!, con el sombrero en la mano,desde nuestros caballos, fué el saludo entusiasta a lasúbita, aunque lejana, aparición de los Urrieles,.

Al final de la Vega de Comeya, una cuesta, un ca-ble, unas torres y unos calderos de la The AsturianaMines Limited. Todo un transporte aéreo. ¿Quién dijomiedo? ¡Al caldero!

Dejamos nuestros caballos, nos metimos cada unoen un cajón de hierro, y mucho peor que si fuésemosen globo, pues el ruido del cable en que íbamos col-gados no tenía nada de halagüeño, salvamos unoscuantos precipicios y llegamos arriba, a la Picota, ala casa-gerencia de las minas de manganeso de losingleses, donde Mr. Mackenzie, el simpático ingenierogerente, pretende tener el mejor balcón del mundo.Este balcón enfoca directamente a Peña-Santa.

De esta casa partió el año pasado un notable geó-grafo francés, el conde de Saint-Sand, que hizo la to-pografía de aquellos lugares. Este año, un alemán,M. Schoulze, estudia la geología con toda la calma yseriedad. propia de su raza. Es un joven muy simpá-tico, alpinista distinguido, y uno de los siete funã-

dores de los alpinistas de la Academia, tan extendi-dos hoy por toda Alemania. Se prepara para entrarde profesor en la Universidad, y sus oposiciones con-sisten eu un trabajo geológico sobre los Picos deEuropa. t

De esta casa partimos al día siguiente todos, encompañía del alemán, después de haber dado graciasa los ingleses por su amable hospitalidad, y nos diri-gimos a los Picos.

No hacía mucho tiempo que habíamos dejado ellago de Larcina, cuando el alemán, rompiendo conel martillo que llevaba una piedra, gritó:-¡Oh, esto ser muy interesante! Yo decírselo a

los ingleses: ¡el manganeso viene de arriba!Al poco rato mis hermanos gritaban:--¡Los rebecos, los rebecos!El alemán me coge por el brazo, y me dice:-¡Allí va, allí va!-¿Quién?-le pregunté-, ¿el rebeco?--No: ei-filón. ELos unos, corrieron por la derecha; el otro, tomó

por la izquierda, y yo, que ya venia encandilado conPeña-Santa, tomé de frente: la majestad de sus for-mas, la blancura de su nieve y el azul del cielo meatraían sobremanera. Cuando la miré con el anteojo,los rebecos estaban sobre la cumbre.

Por todas partes se había subido a Peña-Santa,menos por el Este. Poreste lado había que subir, ysubí tan sigilosamente como pude, a fin de sorpren-der alos rebecos. Sólo tuve dos malos pasos: uno norfe atreví a pasarlo, porque el Mauser en la espalda

--27--r vme impedía escurrirme en mi emparedamiento porla grieta, y tuve que bajar unos veinte metros; otrolo pasé a modo de serpiente; esto es, arrastrando elbusto sobre un lomo cubierto de hierba,-de mediometro de ancho por dos de largo, con pared lisa a laderecha y precipicio más que regular a la izquierda.Estaba cerca de la cumbre, y al pasarlo así sentí muycerca de mí hendir el aire: el buitre o el águila quepasó hubiera muy bien podido despeñarme.

Una vez arriba, los robezos habían desaparecido.¿Por dónde? No lo sé. Acaso estuvieran debajo de mí;pero no era cosa de indagar mucho, echando el cuer-po fuera, a' aquellas alturas. Me senté a contemplarel paisaje, pues tenía a mis pies media Asturias: des-de Peña Obiña y la Cigalia y el Aramo, hasta mí,veía todos los montes, y la mar de pueblos sepulta-dos en lo más profundo de los valles: los de Pajares,Aller, Caso, Ponga y Amieva; veintitantos términosy cincuenta y tantos valles al Oeste. Por el Norte, su-bía el mar tanto como yo, y desaparecían, minúscu-los, el Sueve y la cordillera de Cuera. Al Este, se le-vantaba la formidable barrera de los picos centrales:Llambrión, Urrieles, Cerredo, Cabrones, Neverón yel Trave. Y al Sur, los montes de León y Peña-San-ta de Castilla. Los primeros términos eran verdes,los segundos azules y los últimos rojos. No sabía se-pararme de allí, y debía hacerlo; pues llevaba cercade dos horas sobre la cumbre y el sol no estaba lejosde llegar a su ocaso.

¿Por dónde debo bajar?, me pregunté. Por el Nor-te: primero, porque es la bajada más corta; seguñão,

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porque es la dirección hacia donde deben estar lastiendas de campaña, ty tercero, porque si me deslizopor el enorme ventisquero de cemba vieya (glaciar vie-jo), vuelo al pie de la peña.

En Gavarnie, debajo de la Brecha de Roldán,acostado sobre la nieve y sujetando poderosamente elrifle con las manos, me escurrí por un gran vestique-ro, frenando mi caída la culata de mi escopeta, quebajaba mordiendo la nieve. Así llegué al pueblo unahora antes que el guía. ¿Por qué no había de inten-tar ahora lo mismo?

Veinte minutos debí tardar en bajar desde la cum-bre de la peña a la parte superior del ventisquero. Lanieve tenía unos cuatro o cinco metros de espesor ode altura, y metro y medio escaso la separarían dela roca por donde yo bajaba. Se me ocurrió dar unsalto, pero lo juzgué excesivamente temerario. Cuan-do, una vez abajo, empecé a subir los cuatro o cincometros de espesor, comprendí cuál hubiera sido milocura. ¡La nieve estaba helada! A fuerza de golpesde culata de Mauser hice una hendidura para mis al-pargatas, hasta cabalgar sobre el vertice del gran ne-vero helado.

Una vez arriba, empezó a helárseme la sangre,pues falto de botas con clavos, y de piolet con quetallar los pasos, ni siquiera tenía, como en Gavarnie,un rifle muy pesado, con placa de hierro en la culata.Así es que estaba enfrente de un dilema: dar vueltaatrás yí desandar lo andado, o ensayar una gtissadeo resbalamiento sobre la nieve, que no estaba lisa yaparecía llena de ondulaciones o achailanamientos.

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Quise, echándome de la parte de afuera, ensayarun poco si agarraría la punta de la culata del Mau-ser, y para ello di dos o tres vueltas al portafusil enel brazo izquierdo y dos o tres golpes sobre la nieve.Resbalé y... ya no había dilema: salí como una fle-cha, procurando moderar la velocidad con el arma.Aquello no fué deslizamiento; aquello fué una seriede golpes en la culata del fusil, debidos al åchaflana-miento u ondulaciones de la nieve, y cada vez mayo-res, a medida que la velocidad de mi caída aumen-taba.

Cada golpe era más fuerte que el anterior; cada sa-cudida más hrusca; el Mauser se me rompió en dospedazos, chocando contra mi cabeza, y en vano pro-curé retenerlos: nuevos golpes me los arrancaron delas manos, y entonces, solo, abandonado, sin medios,sentí que volaba, que mi cuerpo inerte se sacudíabrutalmente contra la dureza del suelo, y que dentrode unos segundos sería una masa inerte e incons-ciente. «Yo lo quise-pensé-: me estoy despeñan-do, y al primer embite contra la peña me voy al otromundo sin darme cuenta de ello». Porque la peñame rodeaba por todas partes: peña a la derecha, peñaa la izquierda, peñas en medio y peñas abajo para re-cibirme. Me di por muerto. Veía de un momento aotro el choque fatal, terrible, que me desvencijara porcompleto, que rompiese mis huesos y aventase missesos, si esque me quedaba; alguno por haberme me-tido en trance semejante, y a pesar de tales segurida-des fúnebres de mi espíritu, el instinto trabajaba siem-pre por mi hasta el último momento, impidiendovvque

bajase de cabeza y convirtiendo mis extremidadeshe-ladas en verdaderas garras de felino... .

¿Cómo fué? Yo no lo sé; lo cierto es que, con an-sias supremas de muerte y crispadura de dedos, logrédetenerme sobre la nieve, cuando no faltarían quincemetros parallegar abajo... Febo, sin duda, había la-mido a su paso la parte inferior del ventisquero y ha-bía ablaiìdado la nieve. Inmóvil, incrustado en lapared blanca, sentía caer la sangre de mi cara. No sécómo, me puse de espaldas, y una vez así, bajé losquince metros a fuerza de taconazos y de codos.

'Cuando me puse de pie sobre la peña, y me cer-cioré que no había más roturas que las de la piel, meencontré con los pantalones en la cintura y con elchaleco y la chaqueta en los sobacos. El rifle, el som-brero y el reloj habían desaparecido. Al ir en buscade mis compañeros me encontré con el alemán, que,alma buena y caritativa, con botas con clavos y conpiolet, volvió al cabo de dos horas alcampamento conmis objetos recuperados.

-«Rodar usted doscientos cincuenta metros--medijo-. ¡Usted querer matarse!» c

Le di un abrazo, las primicias de nuestras conser-vasy mi cama. Yo dormí al sereno, sobre el santosuelo, metido en un saco de piel de oveja y contem-plando las estrellas.

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4 Octubre 1907.

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