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El Vuelo Del Aguila

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EL VUELO DEL AGUILA(la leyenda del sueño y el tiempo)

Aureliano Martín Alcón

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Page 5: El Vuelo Del Aguila

Portada: KARPINO

© 2012 Bubok Publishing S.L.

2ª edición

ISBN: 978-84-686-0128-1DL: M-4404-2012

Impreso en España / Printed in Spain

Impreso por Bubok

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A D. Antonio García Borrajo, in memorian

Aunque esta historia está basada en hechos reales, los

personajes y las situaciones narradas son de ficción. Cualquier

parecido con la realidad es pura coincidencia.

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El puerto de Alicante……………………………….9

Los Almendros………………………………………27

La Albatera……………………………………………43

La primera clasificación…………………….. …64

El carnicero de Belchite………………………….89

La organización…………………………………….99

Las sacas……………………………………………..112

La Junta de Resistencia…………………………124

La balsa……………………………………………….137

El capellán…………………………………………...147

Lucila………………………………………………….163

Muertes a mi alrededor………………………….173

Eulalia…………………………………………………186

La leyenda del tiempo…………………………..209

El limonero………………………………………….223

El adiós………………………………………………..233

Behovia……………………………………………...242

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Cuando el carcelero creyó que la esperanza

era la mayor de las torturas, concedió tiempo

al cautivo, para que persiguiera un sueño imposible.

Así nació la leyenda del sueño y el tiempo

I EL PUERTO DE ALICANTE

En los hangares del aeródromo de San Javier observaba mi avión favorito, “el chato”. Me acerqué a él y pasé la mano desde la cola hasta la hélice. Presionaba el dedo índice contra la chapa, como tratando de dibujar algo. Desde la puerta, Nicolás me gritó.

─¡Tenemos que marcharnos! ¡Date prisa!

Aquellas palabras sonaron como una sentencia de muerte.

Me acerqué al aparato y besé el morro. Separé los labios con brusquedad y, sin volver la vista atrás, corrí hacia mi amigo. Al llegar a su altura me paré un momento, me quité la gorra y la apreté con fuerza, me di la vuelta, mire

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por última vez hacia “el chato” y, llevándome la mano a la frente, hice un gesto de saludo militar. Salimos deprisa hacia los camiones donde ya habían subido el resto de compañeros.

─Rápido, que nos vamos –se escuchó una voz autoritaria procedente de la cabina.

Partimos hacia Alicante. Cuando el vehículo arrancó volví la vista atrás, para ver cómo ardía el hangar. Imaginé que los aviones pronto se convertirían en ceniza. De mis ojos salieron unas lágrimas, no tardé en limpiarlas; mientras por mi mente pasaban recuerdos de un pasado que se iba haciendo añicos. Luego miré hacia el horizonte, deseando ver el futuro en él.

Desde la carretera de la costa contemplaba los barcos pesqueros: parecían huir a la desesperada; como si no supieran muy bien hacia dónde ir, como si el miedo los impulsara hacia adelante sin rumbo conocido.

Pasamos por Santa Pola para recoger personal civil. Allí, junto a la ruinas de lo que quedaba de la estación de autobuses, nos esperaban un grupo de personas desesperadas, se alegraron de nuestra llegada. Me fijé en una pequeña mujer embarazada abrazando a otra mayor que ella.

─Tía, vente conmigo. No te quedes sola –le decía la muchacha, casi llorando.

─No te preocupes por mí. Nadie me hará daño —le respondió, separándole los brazos y empujándola para que se fuera hacia el vehículo.

Abandoné el lugar donde me había sentado, la ayudé a subir, y le ofrecí mi sitio, pero su tía corría tras el camión para entregarle una toquilla.

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─Para que arropes al niño cuando nazca en libertad- le dijo, después le dio un pañuelo con algo escondido.

Pensé que sería dinero, unas pocas monedas para tan incierto destino. Cuando su pariente se quedó clavada sin poder seguir, la moza se echó a llorar. Insistí para que se sentara, y ocupó mi lugar. Me quedé a su lado, de pie, como si pretendiera protegerla.

─¿Y el padre? —le pregunté con voz baja tratando de evitar que me escuchara la gente que subió con ella.

Pero la muchacha no quiso responderme. Agachó la cabeza y la recostó sobre los brazos.

─Perdona mi indiscreción.

Metí la mano en el bolsillo de la cazadora, saqué un cigarro arrugado y una caja de cerillas, y lo encendí. Di unas caladas y volví a observarla: tan frágil, tan delicada, llevando en su vientre el incierto porvenir que a todos nos esperaba. Luego cogió la maleta de madera y la apretó contra su cuerpo.

A medida que nos acercábamos a Alicante la carretera se iba poblando de coches, camionetas y carros, transportando a las masas que huían despavoridas. Militares, civiles, mujeres, niños, ancianos, todos tratábamos de llegar a aquella ciudad convertida en nuestra última esperanza. Al contemplar aquel paisaje me pareció ver avanzar el batallón de quienes todo lo habían perdido.

El sol se estaba poniendo por el horizonte, sus rojizos rayos nos despedían para entregarnos a aquella urbe que nos recibía mostrándonos el panorama de la desolación.

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Una multitud desesperada buscaba refugio donde guarecerse hasta que un barco benefactor apareciera para traer la única esperanza que nos quedaba.

Nos dijeron que las autoridades republicanas habían conseguido un acuerdo por el cual los nacionales permitirían la evacuación, en unas embarcaciones que vendrían desde Inglaterra.

Cuando llegamos a los aledaños del puerto, el conductor ordenó bajar a los civiles. Salté del camión, agarré a la joven por la cintura y la dejé en el suelo.

─¡Sube, sube! —me gritó Nicolás al escuchar el ruido del camión arrancando.

─No te preocupes... –dije mirándole a los ojos, y él no

salía de su asombro─. Ya os encontraré.

Nadie me dio una orden en contra, porque no quedaba quien pudiera hacerlo. Cogí la maleta de la mujer y ella se vino conmigo. Le pregunté su nombre y me dijo que se llamaba Victoria. Buscábamos un lugar donde poder pasar la noche, pero sólo había ruinas, mutilados, niños con caras sucias, mujeres buscando a sus maridos, y algunos soldados. Aunque habíamos dejado atrás a sus paisanos, ella me seguía sin decir nada. No tardé mucho tiempo en darme cuenta de que no encontraríamos un rincón decente; por ello decidí adecuar una zona de escombros muy próxima al puerto. Ella no se quedó atrás, y los dos nos pusimos, codo con codo, a apartar hierros, piedras, ladrillos, palos, cemento y todo tipo de materiales provenientes de los destrozos de las bombas. Hasta que logramos acondicionarlo. Cuando nos sentamos un rato a descansar, me contó que tenía un pasaje para el Stanbrook, facilitado por el sindicato local. Al oírla

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rebusqué en mis bolsillos y encontré mi billete, pero era para otro barco y me decepcioné. Pensé que si tropezaba con alguien que me lo quisiera cambiar podría ayudarla en los momentos tan difíciles que se avecinaban.

No tardó en caer la noche y toda la zona se pobló de hogueras. Vi gente corriendo a buscar madera entre las casas derruidas. Me fui tras ellos, y no tardé en regresar con leña suficiente para pasar aquella amarga noche. El fuego alumbraba toda la zona del puerto y sus alrededores y, aunque no hacía mucho frío, creo que a todos nos vino muy bien, porque lograron iluminar nuestras almas.

De repente oímos como unos chavales gritaban que los falangistas nos querían encerrar.

─¿Qué decís? ¿Qué pasa? —preguntó un hombre encendiendo un cigarro con las brasas.

─Están poniendo sacos terreros, para que no salgamos – dijo el mayor de todos.

Abandoné a Victoria un momento y me acerqué a ellos para enterarme bien de lo que estaba pasando

─¿¡Por qué lo harán!? ¿¡Querrán masacrarnos a todos!?─ exclamé muy extrañado.

─Grandes desgracias nos aguardan...—me contestó un hombre sentado junto al fuego, rascándose el muñón de

una pierna─. Nadie se librará de esta tragedia.

Pedí que me acompañaran y unos cuantos se vinieron tras de mí. Llegamos a la zona que querían convertir en perimetral y oímos una discusión entre falangistas y soldados nacionales. Por suerte para todos nosotros, estos

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lograron convencer a sus compañeros de que parasen en su empeño.

Volví junto a Victoria, la vi muy asustada y la tranquilicé. Me senté a su lado, abrí el hatillo donde guardaba las provisiones que me entregaron en la base, saqué una hogaza de pan y un trozo de chorizo, y lo compartí con mi compañera; ella me ofreció unas joyas que guardaba en el pañuelo, pero las rechacé de forma tajante.

─Te hará más falta a ti donde quiera que vayas –le dije.

─¿No vendrás conmigo? –preguntó ella, mirando con cara de pena.

─Si puedo, sí, pero tendré que encontrar alguien que me quiera cambiar el billete —respondí mientras cortaba el pan con una cuchilla y luego el embutido. Le entregué otro trozo a ella.

Por encima del montón de cascotes que nos rodeaban aparecieron unos niños. Las caras sucias, el pelo desaliñado y polvoriento. Se quedaron en lo alto de las ruinas, con rostros tristes miraban a Victoria; ella se acercó a ofrecerles un poco de su comida. La cogieron con vehemencia y salieron corriendo.

─Ahora vendrán más y no tendremos para todos —le reproché.

Después guardé en el hatillo la comida sobrante y la escondí.

─Lo sé, pero... ¿quién es capaz de negarle nada a esas criaturas? —terminó ella con resignación.

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Le pedí que intentase dormir, pero creo que no pegó ojo, yo tampoco; aunque pasamos la noche sin pronunciar palabra. Sólo podía pensar en la suerte incierta que nos aguardaba. Por mi mente pasaban imágenes de compañeros muertos en los últimos años. En algunos momentos llegué a considerar que, tal vez, encontraron mejor fortuna que la que me a mí me esperaba.

Al amanecer me levanté con mucho sigilo. No quería despertarla.

─¿Dónde vas?─me preguntó ella.

─A intentar cambiar el billete.

Me fui rápido. Pude comprobar que ciertas calles de las que subían hacia el centro de la ciudad empezaban a ser tomadas por los nacionales, el cerco se estrechaba. Nuestro espacio se iba reduciendo a la zona del puerto, donde sólo pude ver un edificio que no estuviera totalmente derruido, pensé que debió haber pertenecido a la autoridad portuaria. Mucha gente se congregaba a su alrededor, me acerqué a él. El tejado y la fachada de la primera planta habían sido derribados, sólo quedaba en pie la parte baja. Una cola enorme, pregunté y me contaron que allí daban los pasajes para unos barcos que no eran el que yo buscaba. Un hombre al verme con el uniforme me dijo que a lo mejor me interesaba lo que discutían en otra sala. Me inquietó el gran barullo que se estaba produciendo y me acerqué para ver qué pasaba. Al fondo, detrás de una mesa encima de una tarima, se encontraba el gobernador. Sería la máxima autoridad que quedaba en la ciudad y, tal vez, en la República. Hablaba a un puñado de soldados, milicianos y civiles, a la espera de un poco de luz. Entre todos trataban de encontrar la salida de aquella encrucijada.

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—Yo no me fío de esos fascistas... —dijo un hombre fusil en mano, gorra marinera y zamarra de cuero.

—No confiamos en ellos —le cortó otro sentado en la mesa muy cerca del gobernador—, pero no nos queda otra. Un enfrentamiento sería un suicidio. Tenemos mujeres y niños que defender...

—Por eso mismo —insistió el hombre de la zamarra—. ¿Quién nos puede asegurar que no cometerán una carnicería? Creo que todo es una trampa para que entreguemos las armas. Yo no se la voy a dar a esos falangistas...

—¡No, eso no! —gritó muy enfadado el gobernador, levantándose y apoyando sus manos gruesas sobre la mesa—. Lo que se decida aquí lo acataremos todos, no quiero que cada uno haga la guerra por su cuenta...

—¡Por supuesto...! —exclamó el que estaba a su lado—. Toda resistencia es inútil... ¿Acaso queréis que mueran mujeres y niños?

—Sólo quiero que tengamos posibilidad de defendernos... —reclamó el partidario de la resistencia numantina—. No vendrán los barcos, no los dejarán entrar. Si claudicamos, prepararán una escabechina. Prefiero morir de pie a que nos masacren arrodillados.

—Nadie sabe si vendrán o no —le replicó, levantando la voz, el defensor de la capitulación—. Todo es muy incierto, por eso haremos lo que consideremos más conveniente.

—Compañeros...—dijo el gobernador con una voz un poco más débil que los demás—. No debemos enzarzarnos entre nosotros. Él enemigo está fuera...

—Pues si está fuera vayamos a por él —le cortó otro entre el público.

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—No es hora de actos a la desesperada, ese tiempo pasó —retomó la palabra el gobernador—. Ahora sólo debemos decidir lo mejor para nuestra gente. Esto ya está suficientemente debatido. Votemos y lo que salga lo respetaremos todos.

El hombre situado al lado del gobernador pidió que levantasen la mano los partidarios de la rendición, después lo harían los que estaban en contra. El resultado fue muy ajustado, pero se impuso la alternativa del alto el fuego. Habría que entregar las armas y esperar la llegada de los barcos. Algunos de quienes mantuvieron la postura contraria se marcharon muy enfadados, enarbolando sus fusiles, nadie se atrevió a quitárselos. Me acerqué a la persona que poco antes había propuesto la votación y le pregunté dónde podía cambiar el pasaje. El hombre, al enterarse que pretendía un billete para el Stanbrook, se llevó una mano a la frente y me dijo.

─¡Imposible, imposible! –meneando una y otra vez la cabeza.

Cabizbajo y resignado volví con Victoria. Me contó que los soldados habían dado la orden para que todo el mundo se instalara en el muelle, ya que la ciudad había sido tomada por los italianos de la División Vittorio, al mando del general Gambara, pero nos dejarían embarcar.

Vimos cómo los nacionales comenzaban a construir la barricada que antes quisieron hacer los falangistas. Le pedí a Victoria que me acompañase a otro lugar más recogido. Cogimos nuestras escasas pertenencias y partimos en busca de un buen acomodo. Encontré unos fardos, los bajé y preparé un pequeño habitáculo donde cobijarnos. Luego le pedí que se sentara a descansar. Pero ella se fijó en una niña llorando y corrió a recogerla. No tendría más de seis años, apenas hablaba. Le costó un enorme esfuerzo que le dijera que había perdido a sus

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padres. Descalza, con un vestido hasta las rodillas y que debió de haber sido azul cielo, pero que empezaba a tornarse gris. Victoria la cogió de la mano y se la trajo con nosotros, cuando se calmaran las cosas buscaríamos a su familia.

No paraba de llegar gente buscando acomodo cerca de las reconfortantes hogueras. Comenzaban los empujones por encontrar un hueco, por buscar a alguien que había desaparecido. Me enfrenté a dos jóvenes que querían llevarse los bultos con los que yo había construido mi refugio. Si alguien los iba a usar para hacer fuego, sería yo. Después pude observar la agonía de unas fogatas que poco a poco se extinguían. Cartones, cajas de madera, papeles; todo valía para avivar el fuego.

De repente, entre tanta confusión, escuché un disparo al aire, y a continuación un grito

─¡Camaradas, esto es lo último! Nos van a exterminar como a gallinas... —sonó la voz de la persona que levantaba el fusil acompasando sus palabras—, debemos reconquistar las posiciones que teníamos. No podemos consentir una masacre como la que están preparando. ¿Quién viene conmigo?

─¡Yo voy!

─¡Y yo!

─¡Y yo!

Varios milicianos siguieron a su compañero en busca de una salida. Fueron hacia una parte de la barricada donde no había soldados ni falangistas; pero no tardaron en llegar. Se produjo una escaramuza cuerpo a cuerpo. El

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ruido ensordecedor de los disparos retumbaba por el puerto. Le pedí a Victoria que se escondiera detrás de los fardos. Ella tapó los oídos a la niña, yo no quitaba ojo a la batalla, tan desigual que fueron muy pocos los republicanos capaces de cruzar las líneas, y muchos los que quedaron tendidos cerca de los sacos terreros. Cesó el tiroteo y volvió la tranquilidad. Pero la calma no duró mucho. Miré al cielo y, aunque los nubarrones empezaron a desaparecer y salió el sol, aparecieron cazas alemanes que nada bueno anunciaban. Mal augurio. Pensé que no dejarían entrar ningún barco, ni salir a los que estaban en el puerto: el Stanbrook un viejo carbonero inglés, y el Marítime, del que se rumoreaba que partiría con todo lo que quedaba de gobierno republicano.

Un muchacho, encaramado en lo alto de una antena de la torre del puerto, empezó a gritar: “Un barco, viene otro barco”. Pero era el Vulcano, un buque de la armada franquista que no parecía traer buenas intenciones. No venía solo. Lo acompañaban otros navíos y tomaron posiciones frente a la costa. En aquel momento perdí toda esperanza de salir de aquel lugar, y, por muy extraño que pueda parecer, sentí reposo en mi interior, como si ya no tuviera nada de qué preocuparme. Entonces miré a Victoria y a aquella criatura, la intranquilidad volvió a apoderarse de mí. Para mayor desconsuelo los falangistas dejaron, junto a los sacos terreros, los cadáveres de unos cuantos milicianos, aquellos que poco roto antes habían burlado el cerco escondiéndose entre las ruinas.

En el muelle no quedaban muchos soldados constitucionales. Uno de ellos, con galones de sargento, comenzó a hablar por un altavoz desgastado.

—¡ Atención, atención! Que se acerquen todos los que tengan pasaje para el Stanbrook, procederemos al embarque —gritó con voz seca.

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Antes de que terminara, la multitud comenzó a moverse desesperada. “Yo tengo billete, dejadme pasar, que tengo billete”, era la frase más repetida. Cogí de la mano a Victoria, ella cargó con la niña y, forcejeando entre la gente, nos fuimos acercando hasta las inmediaciones del Stanbrook, donde los soldados republicanos habían formado un cordón, rodeándolo, y no dejaban cruzar a nadie sin pasaje. Quienes no lograron superar la barrera no se marcharon resignados, sino que se quedaron expectantes, como si creyeran que podía haber una oportunidad.

Hasta allí llegó un hombre un tanto fuerte apoyado en sus muletas.

—Dejadme pasar..., estoy mutilado —les suplicó.

El soldado no sabía qué hacer y fue a consultarlo con el sargento; la respuesta fue inequívoca: “¡No se puede dejar subir a quien no tenga el billete correspondiente!” El militar transmitió de inmediato la consigna recibida.

─Lo siento..., debe esperar al siguiente.

─No va a venir ninguno más —respondió el hombre sin vacilar—. Compadeceos de una persona que ha entregado parte de su cuerpo por esta república que se nos hunde en un mar tan inmenso como el que tenemos enfrente. ¡Nos van a acribillar aquí! ¡Los fascistas nos matarán a todos!

─gritaba, casi lloraba.

─Todos hemos perdido algo en esta guerra —concluyó el cabo, mientras, el mutilado se alejaba cabizbajo.

Luego llegó otro, sacó dinero y se lo enseñó al soldado.

—Tomad esto, os puede venir bien.

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—Lo dudo —le interpeló uno de ellos al ver que era dinero de la república.

—Mirad... —les enseñó un anillo de oro, un reloj y otros objetos de valor—, todo para vosotros.

Le pidieron que se marchara o tendrían que encerrarlo. “¿En dónde? ¿En el barco?”, gritó desesperado mientras se alejaba resignado a su suerte. Yo seguía a la expectativa y veía avanzar a otros: maltrechos, sucios, cansados, hambrientos; como los que quedaban atrás. La mayoría, sin pasaje, chocaba contra una muralla inexpugnable. Por eso no albergaba esperanza alguna de que nos dejaran subir a los tres, pero Victoria sí. No hubo la mínima compasión, sólo permitieron pasar a ella. Ni su insistencia, ni la cara de pena de la chiquilla, lograron aplacar el corazón de lo militares. Sola cruzó la línea, a los pocos pasos empezó a gritar.

─¡Antonio, Antonio...! Venid conmigo —exclamó dándose la vuelta y extendiendo las manos.

Un soldado, fusil al hombro, tiró de ella con fuerza y se la llevó hasta la pasarela.

—¡No te preocupes. Iré a buscarte. Nos volveremos a ver...! ¡Te lo prometo! –le grité con rabia.

─¡Cuida de la niña! Busca a sus padres —decía con voz desgarrada.

Se quedó en la cubierta, como si pensara que todavía tendríamos alguna posibilidad. Yo permanecí cerca, anhelando un milagro en el que no creía. Sólo deseaba poder embarcar a la pequeña, aunque me entró pánico al ver tanta gente desesperada, buscando su última oportunidad. Me pareció que nadie confiaba en que otro barco llegara. Por eso un grupo corrió hacia la barrera, la

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rompieron, y detrás de ellos muchos más. Forcejearon contra los militares, algunos cayeron al agua. Creí que con la niña no tendría ninguna oportunidad y me refugié entre los fardos para que la marabunta no nos llevase por delante. Aunque tardaron un poco, al final los soldados tomaron el control de la pasarela y el capitán mandó retirarla, para entonces ya había subido mucha gente sin pasaje. Cuando comenzaron las maniobras para hacerse a la mar, alguien lanzó una maroma por estribor. Otra gran cantidad de personas saltaron y empezaron a escalar por ella. Demasiados, porque no tardó en romperse. Unos cayeron directamente al agua, otros se golpearon contra el barco, que comenzaba a alejarse del puerto.

—¡Mirad, mirad! se va a hundir —gritó una persona entre la muchedumbre.

Agarrado a la niña de la mano observaba el Stanbrook navegando con la línea de flotación sumergida. Demasiada gente en la cubierta, agolpados sobre la barandilla. A duras penas logró salir adelante y desapareció rumbo a Valencia, ante el asombro de muchos de los presentes, que pensábamos que se dirigía a Orán. Pasado un buen rato retomó la senda de Orán.

Alguien gritó que había un barco amarrado en la playa de al lado. Mucha gente corrió hacia allá, pero los falangistas no les permitieron cruzar el perímetro, lo que les obligó a retroceder. Algunos, a la desesperada, se lanzaron al agua, pasaron la escollera y llegaron al Postiguet. No tardaron en regresar al puerto, ya que sólo pudieron ver las tropas italianas que allí acampaban. Otra esperanza frustrada.

Entre la muchedumbre, los soldados abrieron un pasillo por el que pasaron las autoridades que iban a embarcar en el Marítime, a algunos los había visto debatiendo sobre la rendición. Nadie tenía billete para aquel barco que parecía fantasma. Nadie quería subir porque se había oído que llevaba altos cargos republicanos y era objetivo

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de los cazas nazis. Nadie parecía sentir envidia por su suerte. Aunque, cuando todos subieron, de entre la multitud surgió una persona que corrió hacia el barco gritando.

─Prefiero morir, antes que vivir en esta ratonera.

Llegó hasta la pasarela, pero allí lo retuvieron los soldados.

Contemplé con angustia la partida del Marítime, temeroso por su suerte, y suspiré aliviado al verlo desaparecer por el horizonte. Algunos dijeron que eran “casadistas”, nunca llegué a saber la verdad.

Los pocos soldados que quedaron nos indicaron que permaneciésemos atentos a las órdenes del sargento; acababa de convertirse en la máxima autoridad. Yo fui a identificarme y a ponerme a su disposición. Aunque la aviación fuese de poca utilidad en aquel momento, consideré que no estaba de más un nuevo oficial de idéntico rango. Pasado un rato llegó Nicolás para hacer lo mismo. Al verme, su cara se lleno de alegría y nos dimos un abrazo casi interminable.

—Creía que no volveríamos a estar juntos—dijo Nicolás sorprendido.

—Yo también lo pensé —respondí, cogiendo en brazos a la criatura.

—¿Y esta niña?

—Es un encargo de Victoria. Cuidaré de ella hasta que localicemos a sus padres.

—¿Y si no aparecen? —preguntó pertinaz.

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—Entonces nos la quedamos.

Nos dirigimos hacia la zona que antes habían utilizado los militares para el embarque, ahora les servía como cuartel general. Busqué acomodo para la niña. Allí, entre unos fardos, Nicolás me contó que se había negociado con varios cargueros ingleses, pero era muy difícil que llegaran; pensaba que la armada nacional, los cazas nazis y los submarinos italianos podían haberlos asustado.

A la mañana siguiente vi con tristeza un grupo de soldados italianos cruzando la línea marcada por los sacos terreros.

Al llegar ante lo que quedaba de nuestro ejército, los recibió un militar, y los llevó hacia donde se encontraba el sargento. El oficial italiano le soltó a bocajarro lo que ya todo el mundo nos temíamos.

—No aparecerá ningún barco más... Tienen que rendirse sin condiciones, les damos hasta el mediodía para entregar las armas —dijo con voz seca.

Se dio media vuelta y se marchó por donde había venido. Seguí observándolo y me sorprendí al ver cómo recogían del fuego algún documento de los que la noche anterior habíamos pretendido quemar. Después me acerqué al sargento para contárselo, pero me pareció que tenía otras preocupaciones.

—Supongo que conocerás la situación en la que nos

encontramos... ─me dijo.

—Sí —respondí apretando con las manos los hombros de la pequeña.

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—Yo no puedo hacerlo, pero tú deberías tirar la gorra y cambiarte de traje.

—¿Significa que ya nos hemos rendido? —pregunté cogiendo la gorra en la mano.

─Lo hicieron las autoridades que se marcharon en el Marítime...

─Entonces...¿No tenemos ninguna oportunidad?

─Ninguna.

─¿Y cómo puede ser que esta niña esté aquí y subieran tantos hombres al Stanbrook...?

─ Creí que llegarían otros buques.

—Pocos teníamos esa fe tuya —le interrumpí.

─Eso nada importa. Ahora debemos aceptar sus condiciones, al menos espero que las mujeres y los niños corran mejor suerte. Al fin y al cabo, no es mucho el armamento que entregaremos —me dijo mirando a los poquito soldados que quedaban.

Por el muelle corrió la voz de que ya no vendrían más barcos, la desesperación se adueñó de todos nosotros, hombres, mujeres y niños. Cogí a la pequeña en brazos, la apreté con todas mis fuerzas y no paraba de repetirle: “saldremos de aquí, no te preocupes, saldremos”. Justo en aquel momento vi a una pareja dándose un abrazo muy fuerte y besándose. A continuación el hombre sacó una pistola y le pegó un tiro a la mujer, después se disparó en la sien.

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Eran las doce del mediodía y fue el sargento el primero en tirar su fusil; después lo harían los soldados y civiles. Sobre aquel montón algunos dejaban todos los vestigios que pudieran delatarles como soldados republicanos. Le pedí a Nicolás la maleta donde guardaba mi ropa, allí mismo me cambié y quemé el uniforme.

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II LOS ALMENDROS

En las cercanías del puerto los fascistas iban formando dos largas colas: en una apartaban a mujeres y a niños, en la otra colocaban a los hombres. Nosotros deberíamos marchar por la carretera de Valencia, ellas hacia el centro de la ciudad. Yo esperaba con la niña en brazos a que me tocara integrarme en la fila. No tenía prisa ninguna. De vez en cuando llegaban los soldados con más gente, procedentes de todas las partes de la ciudad, y los dejaba pasar delante. Cuando me tocó, quise que la pequeña me acompañara, pero me la arrebataron a la fuerza. Ella no se resignó, mordió a un soldado, corrió hacia mí y, llorando, se aferró a una de mis piernas. Los nacionales la separaron y me amenazaron. ¿¡Cómo decirle a aquella chavalilla que no se preocupase, pues en cuanto tuviese la

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mínima posibilidad volvería a por ella!? Tragué saliva, e intenté contener mi ira.

Enseguida me distraje al ver cómo un falangista le quitaba la gorra a una señora vestida con unos pantalones y un chaquetón de cuero, tratando de pasar por hombre. Su melena quedó suelta y su naturaleza inconfundible. Besó a su marido como si fuese la última vez. Se la llevaron con los más pequeños, cogió a mi chiquilla y la apretó contra su pecho.

Agaché la cabeza y continué avanzando por el camino que otros pasos me iban marcando. Contemplaba la playa del Postiguet y las casetas de madera destrozadas. Nos alejamos cruzando un túnel bajo la sierra de Santa Bárbara para adentrarnos en un pequeño valle que sumado a la ladera podrían tener cerca de tres kilómetros de largo, pero no más de quinientos metros de ancho. Una pendiente irregular con algunas vaguadas y, en lo más alto, la zona de Vistahermosa. Aunque la mayor parte del terreno era tierra labrada por el arado y seca por el sol, había una zona poblada de almendros. Los primeros en llegar se colocaban al cobijo de los árboles, imaginé que se trataba de nuestro destino inmediato.

El perímetro estaba delimitado por los soldados, pero antes de pasar nos obligaban a dejar sobre una mesa todas las pertenencias de valor. Yo no tenía nada, Nicolás lloró al desprenderse del reloj que le había regalado su padre. Pero enseguida corrió a buscar un hueco en aquel pequeño oasis. Al encontrarlo dejó la maleta en el suelo. Le pedí que con ella ocupara mi lugar, porque quería dar una vuelta, estar un momento solo, reflexionar sobre lo que nos estaba pasando, sobre la niña, sobre Victoria.

Subí por la ladera, pero con la cantidad de gente que iba entrando me resultaba muy difícil encontrar un lugar solitario donde poder llorar mi pena. Junto a una pared vi varios cadáveres, luego escuché cómo los soldados

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disparaban a unos prisioneros que se acercaban a los límites, o trataban de huir. Desde allí divisaba la carretera: coches, camiones y autocares, la llenaban sin poder casi avanzar. Al contemplar a lo lejos una columna de mujeres, baje la ladera para ver si la niña iba con ellas. ¡Qué iluso! Aquellas venían de otras poblaciones. Pensé que debía resignarme a no volver a verla.

También me pareció que una de ellas era Victoria, por suerte me equivoqué. Salió de la fila para abrazar a su marido situado en la orilla de la carretera, antes de separarlos él recibiría varios golpes de fusil.

Demasiados vencidos escoltados por sus vencedores. Algunos con sus maletas viejas, petates, mantas; pero la mayoría con las manos vacías, igual que yo. La carretera se llenó de coches que entorpecían el caminar de los presos. Vi cadáveres en los arcenes, pensé que algunos prefirieron arriesgar su vida antes que sufrir el infierno que nos aguardaba a los demás. No quise contemplar más aquel panorama y regresé con Nicolás.

De pie, inquietos, sin saber qué hacer, esperábamos que alguien nos diera alguna instrucción. Así fue. Cuando habían entrado la mayoría de los reclusos, llegaron los soldados italianos, los falangistas y los moros, con alambres de espino, postes de madera y herramientas para instalar una alambrada que fijara el contorno de lo que sería el campo de los Almendros. “Loa al ejército vencedor, que con su benevolencia permite a los perdedores purificarse trabajando en su propia prisión”, pensé. Nos organizamos en varios grupos, y nos distribuimos por distintos puntos.

Al llegar la noche nos fuimos a dormir sin nada que llevarnos a la boca. Por la mañana nos despertaron para volver al trabajo, pero al mediodía nadie ordenó parar a

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comer. Yo observaba a los soldados, intentaba encontrar algún gesto que nos proporcionara alguna esperanza, pero no aparecía. Pasaban las horas y seguíamos colocando postes y alambradas sin parar. Nicolás, que había podido quedarse con una cantimplora, bebió un trago y después me ofreció. Tuve que estrujarla, cual ubres de cabra en el desierto, y logré escurrir las últimas gotas. Cuando oscureció nos dejaron descansar, pero no se encontraba entre sus prioridades la idea de alimentarnos.

Dando un paseo, para intentar distraer mi estómago, observé un grupo de reclusos que me parecieron militares. Cuando les oí hablar, me percate de que estaba en lo cierto.

─Debemos entregarnos. No me avergüenzo de ser soldado republicano. Si voy a morir, quiero hacerlo con la cabeza muy alta –dijo uno de ellos.

─¡No! –le replicó otro─. Si nos tienen que matar, que nos maten..., pero que lo peleen..., no les facilitaremos el trabajo.

Durante un rato estuvieron debatiendo, pero cuando oyeron la ejecución de varios militares y comisarios políticos todos se decantaron por la misma opción. El ruido de los fusiles resonó por todo el campo. Antes se habían escuchado las voces de algunos exigiendo ser tratados como prisioneros de guerra, por lo que no podrían ser fusilados. Nadie les hizo caso.

Regresé con Nicolás y buscamos un lugar donde dormir. Cuando lo encontramos, me miró desconsolado.

─Creo que vamos a tener que alimentarnos con las almendras –me dijo con gesto de amargura.

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─¿Qué estás diciendo...!? ¡Están verdes...! –me lamenté─. Nos provocarán dolor de estómago.

Nicolás saco una manta de su maleta y nos arropamos con ella. La noche pasó muy lentamente, el estomago vacío nos impedía pegar ojo. No hizo falta que al alba nos despertaran los falangistas que iban gritando a todo el mundo para que regresáramos al trabajo.

Afanosos con la alambrada parecía que se nos hubiese pasado el hambre y la sed, pero cuando alguien del grupo ubicado por la parte más alta gritó: “¡agua, agua!”, muchos corrieron hacia allá, ni los avisos de los soldados pudieron pararlos. Habían descubierto un pequeño manantial y, aunque sólo salía un hilo de agua, pocos quisieron perderse la oportunidad de echar un trago.

─Vamos, vamos a beber –me dijo Nicolás.

─No. No nos dejarán estos carceleros.

─Yo voy a llenar la cantimplora –afirmó volteándola hacia abajo para que viera que no tenía ni una gota.

La muchedumbre se apelotonó sin orden alguno, y unos se dedicaron a empujar a los otros. No tardaron en llegar los vigilantes que, a golpe de fusil, apartaron a quienes se encontraban cerca de la fuente y los colocaron en una fila. A partir de ese momento sólo dejaron pasar de uno en uno. Pero poco rato, ya que se dieron cuenta de que muchos abandonaban el trabajo para ponerse en la cola. Entonces clausuraron la fuente.

Nicolás consiguió un poco de agua; al regresar me pasó la cantimplora y la cogí con avidez. Bebí desesperado, me mojé un poco el pelo, pero mi amigo me recordó que no

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debía estropear nada, no sabíamos si nos volverían a dejar acercarnos a aquel manantial.

Al mediodía el sol quemaba con mucha más fuerza que el día anterior, por eso nos dejaron descansar. Sin que nadie la organizara, se preparó una auténtica carrera para llegar a los árboles. No llegamos los primeros, pero, pasado un rato, nuestros compañeros decidieron dejarnos su sitio, después nosotros haríamos lo mismo. Así se crearon turnos para que todos pudiésemos disfrutar de un rato a la sombra.

El tiempo pasaba y los soldados no nos traían un mendrugo que colmara nuestra hambre. Como ya nos habían prohibido el acceso a la fuente, algunos cogieron piedras con las que cortaron trozos de cortezas de los árboles, para refrescarse un poco.

El hambre iba haciendo estragos en todos nosotros. Muchos empezábamos a flaquear. Un hombre muy consumido se acercó a mí para pedirme algo de comida. Entristecido le mostré mis manos vacías, el pedigüeño se desmoronó mareado. Tratamos de reanimarlo, llegaron los moros y se lo llevaron.

Nicolás quiso dar una vuelta para intentar conseguir alguna noticia. Yo lo seguí con la mirada, hasta que vi al sargento que había llevado toda la operación en el puerto, y fui a buscarlo.

─No sé si te acuerdas de mí...–le dije.

Lo noté cansado, abatido; lo rodeaban varios leales. Ninguno vestía uniforme, pero los reconocí

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─Sí, claro que sí, pero creía que eras sargento... Ahora no te veo con edad para ello.

─Lo soy. Me ascendieron rápido. Se necesitaban muchos

pilotos... ¿Qué podemos hacer? ─pregunté con poco convencimiento.

─Lo mejor para ti sería no acercarte a mí. ─me respondió

el sargento Morales─. Nada. No podemos hacer nada.

─¿Nos resignaremos a morir aquí como perros

hambrientos? ─insistí con palabras lastradas por la desesperación.

─Soy el único que lleva uniforme. Intenté hablar con el oficial de mayor graduación y explicarle nuestras necesidades; pero me dijo que no quería saber nada; son los falangistas quienes lo controlan todo...

─Algo tenemos que hacer, algo tenemos que hacer -repetía yo resignado.

─¡Nada...! Perdimos la guerra..., ya no se pude hacer nada.

Cuando regresé a nuestro lugar de acampada, ya había llegado Nicolás, enseguida me contó todo lo que había descubierto.

─Esto es un campo provisional. No sé cuándo, pero no tardaremos en ser trasladados a otro sitio.

─¿Por eso no nos dan ni un pequeño mendrugo? ─le pregunté.

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─Me temo que aquí no.

─¿ Y la alambrada?

─Quieren tenernos entretenidos...

─¿Sabes algo de las mujeres y niños? –insistí muy preocupado.

─Creo que están en la plaza del mercado. Hay mucha gente encerrada por distintos puntos de la ciudad.

─¡Ojalá que mi pobre niña haya tenido mejor suerte que nosotros y pueda alimentarse algo! –concluí con amargura.

Al poco rato se presentaron los guardias chillando: debíamos volver al trabajo.

Pasamos toda la tarde colocando palos, detrás venían otros con los alambres, pero en ningún momento llegaron los soldados para decirnos que era la hora de cenar. Al oscurecer una voz nos gritó que podíamos parar.

A pesar del cansancio, Nicolás no podía dormir. Entrada la noche observó cómo algunos se subían a los almendros.

─Yo no me quedo atrás –dijo golpeándome el brazo y despertándome.

─¿¡Estás loco!? ─le recriminé─. Eso no se podrá comer, te dará dolor de estómago.

─Ya me ha dado algo..., hambre ─respondió mientras se

subía a un árbol─. ¡Qué le vamos a hacer!

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Al bajar me entregó parte del botín. Estuve un poco receloso, pero vi cómo Nicolás tragaba sin ningún temor y me animé.

Cuando amaneció, pudimos comprobar que no quedaban almendras en los árboles, si acaso las más inaccesibles. En el suelo se podía contemplar los restos del festín.

─Y decías que nos daría dolor de estómago –me espetó Nicolás.

Callé y comí, y deseé que aquello fuese lo peor que tuviésemos que tragar.

Yo sujetaba un poste y Nicolás lo golpeaba con una maza. Nos acompañaba otro preso con una camiseta de tirantes que en algún tiempo debió de haber sido blanca. Cuando vio que Nicolás parecía cansado, le pidió la herramienta.

─Mi mujer se quedó allí abajo –decía─. La llevarán a la plaza del mercado, con los niños. Después la pelarán, la raparán al cero.

Me quedé muy pensativo, recordando el cabello de aquella pobre pequeña, tan negro como sucio.

─No quiero que la toquen –prosiguió el recluso, con la

mirada perdida─. Lo hicieron con toda mi familia, nosotros nos escapamos, nos venimos a Alicante.

Y aceleró el ritmo de sus golpes.

─¡Déjalo ya! ─le dije al comprobar que había clavado la estaca a demasiada profundidad.

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Pero no me hizo caso y siguió golpeando, cada vez con más fuerza. El mazo se le escapó de las manos y salió lanzada fuera de una imaginaria línea perimetral. Sin dudarlo un instante cruzó al otro lado, pero no tardaron en llegar dos vigilantes que le conminaron a regresar.

─No, no lo voy a hacer –dijo mientras recogía la maza del suelo.

Me estremecí al ver a los soldados colocarse sus mosquetones sobre el pecho. El hombre con la camiseta de tirantes que una vez debió de haber sido blanca los retó levantando la maza con gesto amenazante.

─Lo siento, pero me voy a buscar a mi mujer –les dijo

dándose la vuelta hacia el camino─. No quiero que le roben ese pelo rojo tan precioso.

─¡Si das un paso más, te abro la cabeza de un tiro! –le gritó uno de los vigilantes.

Yo imploré a los guardias para que me permitieran ir a por él.

Muy pronto recibí la respuesta: el estruendo de varios disparos recorrió todo el campo, el pobre hombre cayó al suelo herido de muerte y los carceleros nos pidieron a Nicolás y a mí que recogiésemos su cadáver.

Pasábamos hambre, con el agua racionada, agrupados alrededor de los árboles, como ganado, sin poder hacer nada por los camaradas que agonizaban al lado.

─¿Para qué trepará ese ? –me preguntó Nicolás extrañado.

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─Para coger almendras –le respondí de inmediato

─Pero si ya no quedan.

Un hombre trataba de conseguir un fruto que estaba demasiado alto, no podía llegar y rompió la rama. Solo quedaba una y le dio más hambre; entonces se puso a comer las hojas. Otros que lo vieron hicieron lo mismo, y los árboles se fueron deshojando. Cuando salió el sol, no quedaba ni una.

─¿No es mañana Viernes Santo? ─pregunté a Nicolás en un momento en que empezaba a perder la noción del tiempo.

─Ni idea ─me respondió con la poca fuerza que le quedaba después de unos días sin comer.

─Ojalá lo fuera y nos crucificarán a todos. Así saldríamos de este infierno –concluí con amargura.

No me equivocaba, al día siguiente lo confirmaron los falangistas: cuando alguien quiso saber por qué repartían sardinas de lata, y un trozo de mendrugo duro.

─Dad gracias al Señor, gracias a él podéis comer hoy

─repetían cada vez que entregaban el excelso banquete.

Eran tan grande el hambre y la desesperación entre todos nosotros, que nadie se quejó de aquel pan tan duro como una piedra.

─¿Y ese por qué no se levanta? ─preguntó a Nicolás un soldado que repartía el rancho.

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─Está dormido, no lo despiertes..., esta noche no ha

podido pegar ojo, tenía un poco de fiebre ─respondió.

Cuando se marchó el guardián, Nicolás cogió la sardina y el trozo de pan del muerto, y se los guardó en el bolsillo.

Todo el mundo se puso a comer, ninguno quería perder un segundo. Sólo Nicolás se atrevió a decir algo.

─¡Alabado sea el Señor que con su muerte nos alimenta!─ gritó a los cuatro vientos para que lo escucharan bien.

Nadie dijo nada, salvo un soldado que no tardó en llegar a su lado y preguntó quién había sido.

─Yo... ─dijo ingenuo─, ¿pasa algo?

El guardián no le contestó, lo golpeó con la culata de su fusil, derribándolo al suelo, lo que le quedaba de pan y de sardina salió volando. Me levanté para lanzarme a por el carcelero, pero me amenazó con el arma y me obligó a sentarme.

─¡Cógelo! ─ordenó el soldado a Nicolás.

─Se ha ensuciado en la tierra, no lo voy a comer ─ respondió Nicolás con más orgullo que hambre.

─¡O lo coges..., o te pego un tiro ahora mismo!

No le hizo caso, ni se amedrentó. El militar colocó el dedo en el gatillo, pero unos cuantos nos pusimos delante de él, el soldado no quiso complicarse la vida y se fue. Después Nicolás se frotó la cara, que se había llenado de polvo. También se limpió un poco de sangre de la comisura de los labios.

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─¡Te arrepentirás! ─le amenazó el soldado mientras se marchaba.

Enseguida llegó un preso que recogió los alimentos, los limpió en el pantalón y se los comió.

A todos nos supo a poco aquel manjar, pero nos ilusionamos al pensar que no volvieríamos a pasar tanto tiempo sin comida.

Al día siguiente no recibimos el rancho. Muchos mirábamos hacia los almendros tratando de encontrar alguna hoja, no quedaba ni una. Parecía que el otoño hubiera llegado en primavera.

Una mañana aparecieron los falangistas muy temprano, y nos despertaron.

─¡Arriba todos. Nos vamos! ─nos gritaban.

A algunos los removían con la intención de levantarlos, más de uno se quedó en su sitio, los había que llevaban demasiado tiempo muertos.

─¿Adónde nos trasladarán? ─pregunté a Nicolás.

─¡Quién sabe!? Seguro que al matadero.

─Vais al tren ─nos dijo un soldado bondadoso.

─¿Y después?

─No lo sé

Tuvimos que atravesar la ciudad camino de la estación.

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No había mucha gente por la calle en aquel día soleado de primeros de Abril. Algunos grupos de soldados españoles, italianos y moros. También falangistas uniformados, pero paisanos apenas se veían.

Luego otras columnas de presos procedentes de distintos lugares de la ciudad y se iban uniendo. Nicolás le preguntó a un oficial.

─¿De dónde vienen?

El militar miró a un lado y a otro antes de responder.

─La mayoría..., de la plaza de toros. Anoche no cabía allí ni un papel de fumar.

Varios kilómetros de presos; desde el campo hasta la estación, una fila interminable. Al llegar a los trenes me asustó la escasez de vagones, no podía explicarme cómo harían para meter a tanta gente. Cuando contemplé la cantidad de hombres que entraron en el primer coche se disiparon todas mis dudas.

─Tranquilo, Nicolás, no te preocupes, saldremos de esta

─le dije, y él se llevó la mano a la cabeza.

─¿Tú crees? ─me respondió rápido─. Es el tren que lleva los corderos al matadero... ¿Acaso piensas que correremos mejor suerte? Por que soy un soldado, si no..., ganas me daban de salir corriendo a ver si me pegaban un tiro.

Subimos sin rechistar y, aunque habíamos perdido peso en los Almendros, no era lo suficiente para encontrar la holgura necesaria. Un calor insoportable hacía que alguno se desvaneciera, pero no tenía sitio ni para llegar al suelo. A un preso le entró claustrofobia

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─¡Dejadme salir, dejadme salir...! ─gritaba─, que me muero.

Vomitó sobre un compañero, nos apretamos un poco más para dejarlo pasar. Los soldados lo volvieron a meter.

─Ahora entiendo por qué nos dieron las sardinas ─me dijo Nicolás.

─¿Piensas que nos han enseñado bien la lección? ─le

pregunté, y yo mismo me respondí─ .Creo que nos quedan muchas que aprender.

Cuando todos subimos al tren, el maquinista inició la marcha, lentamente, hacia el Sur. No podíamos ni sentarnos. Dos horas tardamos en llegar a Elche, donde nos bajaron para realizar el trasbordo. Enseguida Nicolás se dio cuenta de un detalle.

─¿No te parece que el tren al que vamos a subir es todavía

más pequeño? ─me dijo.

Un soldado nos escuchó y sonrió, después nos habló.

─Ha dicho el Caudillo que quien no haya cometido delitos de sangre no debe temer nada; muy pronto quedará en libertad.

Nosotros nos miramos y, cuando se marchó el militar, Nicolás me preguntó.

─¿Los hemos cometido?

─Delitos no. Pero es igual

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─¿Nos llevarán a un campo de exterminio? ─me preguntó temeroso de nuestra suerte.

─No tardaremos en saberlo ─le contesté con voz de amargura y resignación por no atreverme a decir lo que pensaba.

De aquel suelo emanaba un hedor pestilente. Desde Elche partimos hacia el campo de la Albatera, nuestro destino final. Muchos habían quedado en Alicante: en el puerto, en los Almendros. En aquel momento pensé que, tal vez, fueran a quienes mejor suerte les había deparado el destino.

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III LA ALBATERA

Un frenazo brusco y el tren se detuvo, nadie se movió un palmo de su sitio, no había posibilidad para ello. Se abrieron las puertas y los soldados ordenaron bajar con rapidez. Agradecí poder respirar algo distinto a aquel aire contaminado por el estiércol de los borregos. Colocaron una rampa para que descendiésemos y, a continuación, los militares formaron un pasillo hasta la entrada de la Albatera. Cansados, abatidos y con las cabezas gachas, nos dirigíamos hacia un campo no muy alejado de la estación. Una doble alambrada de unos cuatro metros de alto, abierta por su portón, nos daba la bienvenida. Justo allí me paré un segundo para mirar hacia atrás, pero los soldados me obligaron a avanzar.

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Los primeros en llegar se iban colocando junto a los pabellones de maderas, cerrados a cal y canto. A la entrada había un edificio: me pareció que sería de los jefes, ya que, a diferencia de los barracones, era de albañilería. Muy cerca otra construcción de donde salió un hombre orondo, con gorro y mandil blanco, en el que se frotaba las manos. El sol golpeaba con dureza. Agradecimos la sombra de la bandera de España por la que pasábamos gritando: “Arriba España” y “Viva Franco”. El primero que se negó recibió dos culatazos de fusil y sirvió de ejemplo para el resto. Algunos se dieron mucha prisa para acomodarse a la sombra de los barracones. Nosotros, como la mayoría de compañeros, nos sentamos en el suelo del descampado esperando recibir noticias y que el crepúsculo llegara con su manto salvador. Cuando todo el mundo estaba dentro, cerraron el portón y un oficial, que salió del pabellón de la entrada, nos dirigió unas palabras desde el rellano:

─Descansad, dormid y no alborotéis. Por la mañana os hablará el comandante responsable del campo.

Le hicimos caso; aunque sólo en parte, ya que fueron muy pocos los que pudieron conciliar el sueño. Removimos un poco la tierra para acomodar mejor nuestros cuerpos y nos tumbamos en el suelo. Nicolás se mostraba muy inquieto. Me preguntaba sobre nuestro futuro. Yo no tenía muchas ganas de hablar y menos de adivinar la suerte que nos esperaba, pero tuve que consolarlo: habíamos combatido en una guerra, no debíamos venirnos abajo ahora.

Comencé a pensar en todo lo pasado hasta llegar allí, y después en lo que nos quedaba por sufrir. Poco a poco el silencio se adueñó de aquella noche oscura; sólo lo rompió una voz y logró sacarme una sonrisa.

─¿¡Dónde se caga aquí!?

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─¿¡Quién ha sido!? ─preguntó muy enfadado y molesto un guardia corpulento.

Nadie respondió, tampoco insistió el vigilante. El mutismo se apoderó del campo hasta el amanecer.

Nos despertó el ruido de una sirena, procedente de la megafonía instalada sobre el tejado de un pabellón, y nos ordenaba formar. Pasado un rato salió del edificio un militar con uniforme del ejército nacional, alto, delgado, pelo muy moreno. Se acercó a la formación y, sin parar de moverse de un lado a otro, nos lanzó su proclama.

─Buenos días. Soy el comandante Hernández, la máxima autoridad durante el tiempo que permanezcáis aquí. Quienes no hayáis manchado vuestras manos de sangre, pronto saldréis. Todos recibiréis buen trato, pero debéis saber que esta no es la España que vosotros destrozasteis, nada tiene que ver con aquella. No toleraré actos de rebeldía ni de indisciplina, contra ello seré implacable. Y, por supuesto, que a nadie se le ocurra ni siquiera soñar con abandonar este lugar. Obedeced las órdenes de mis soldados, incluidos los moros. Lo principal es que os olvidéis del pasado, de esas ideas que dividen a los hombres y nada aportaron a este país. Se terminaron las disputas que no conducen a ningún lugar. Debemos remar todos en la misma dirección.

Continuó hablándonos durante un rato más, pero ya daba igual. Comprendí lo que nos esperaba.

Para terminar nos indicó que dieran un paso adelante los oficiales del ejército republicano. Solo una persona lo hizo, el sargento Morales. Muy a mi pesar no seguí su ejemplo, entre otros motivos porque él mismo me había ordenando que, bajo ninguna circunstancia, me identificara como

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militar. Llegaron dos soldados, lo cogieron y se lo llevaron junto al comandante. Tras el intercambio de saludos le preguntó.

─¿Has cometido algún delito de sangre?

─Cumplía con mi deber ─respondió Morales mirando al comandante.

─No se debe acatar las órdenes de un ejército rebelde.

─Demasiado tarde para que usted se de cuenta de ello – dijo Morales sin parpadear.

Hernández le dio un guantazo con tanta fuerza que lo tiró al suelo. Después ordenó a los moros que se lo llevaran. No pude mostrar mi rabia, tuve que contenerme. Me había adelantado hasta la primera fila, pero regresé al lado de mi compañero con la cabeza gacha.

No tardamos en escuchar los gritos de Morales, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Yo no podía aguantar aquello, por ello cuando se rompió la formación, pedí a Nicolás que diésemos un paseo lo más lejos posible de allí. Vimos a un camarada de Cartagena, nos acercamos a saludarlo y huyó de nosotros. Me froté el bigote con la mano y Nicolás meneaba la cabeza. Nos dimos la vuelta y regresamos sobre nuestros propios pasos, deseando que hubiesen dejado en paz a nuestro compañero. No fue así, oímos el clamor de desesperación que Morales lanzaba desde el barracón. Miré a Nicolás y se encogió de hombros.

Pasado un rato observamos a dos moros trasladándolo hacia la enfermería. Uno lo agarraba por los hombros y el otro por las piernas.

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─Ha resistido como un valiente ─le dije a Nicolás.

Después llegaron el enfermero y el médico. Decidimos esperar un rato más, hasta que salió el doctor, meneaba la cabeza, parecía contrariado.

No fueron los primeros rayos del sol los que nos despertaron aquella mañana, sino los gritos de los soldados que nos ordenaban formar para contemplar la ejecución del sargento Morales.

Situado en un extremo de la primera fila, junto al pasillo central, pude ver cómo lo sacaban de la enfermería. Lo llevaban entre dos soldados, agarrado a los hombros de estos, arrastrando los pies, la cabeza gacha. En su cara se podía contemplar el mapa del dolor dibujado por sus carceleros. Lo dejaron cerca de la alambrada y el batallón de fusilamiento comenzó sus preparativos. Antes de que saliera bala alguna, Morales cayó al suelo: no podía sostenerse sobre sí mismo.

Lo levantaron algunos de los miembros del piquete de ejecución, pero no había manera de mantenerlo en pie. El alférez ordenó que fueran a por una silla y lo sentaron sobre ella. Tampoco lograron sujetarlo, se caía hacia delante, lo colocaban de nuevo y se ladeaba. Hasta que al oficial se le ocurrió la idea de atarlo con unas cuerdas, por las rodillas, de las manos y del cuello. Una vez que lo tuvieron preparado, el alférez ordenó que avisaran al comandante; no tardó en llegar.

─Se ha negado a colaborar con el ejército ganador –

gritaba Hernández─. ¡Este castigo recibirá todo el que actúe como él.

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Se apartó y, a su orden, el pelotón de fusilamiento acribilló a Morales, no movió un solo músculo. Lo volvieron a coger para llevarlo a uno de los barracones.

─¡Viva el sargento Morales! ─gritó una voz anónima.

─¡Viva! ─respondimos muchos.

Sequé unas lágrimas que corrían por mi mejilla. No pude oír bien las amenazas de nuestros carceleros, pero qué importancia tenía.

─Cuando lo vuelva a preguntar, me identificaré como

oficial del ejército republicano ─le dije a Nicolás─. No entiendo porqué lo hemos dejado solo.

─Hay que aguantar, Antonio, hay que aguantar. Seguro que nos esperan muchas pruebas tan duras como esta. ¿Acaso no te das cuenta de que perdimos la guerra...? A estas alturas ningún acto heroico sirve de nada.

─No digas eso ─le corté levantando la voz─. Es muy importante vivir y morir con dignidad. Él lo hizo. Nosotros no saldremos con vida de aquí, pero no lo haremos con la cabeza alta.

─Ya no tiene remedio... Es demasiado tarde.

─¿Para qué...?

─Para todo

─¿Crees que merece la pena esta mentira?

Antes de contestarme, Nicolás miró hacia los lados.

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─Sí..., la vida merece mucho la pena.

─No pueden tratarnos así. Somos prisioneros de guerra, y como tales nos deben considerar. Lo que le han hecho al sargento Morales no entra en ninguna de las normas conocidas...

─Tienes razón ─me cortó rápido Nicolás─, pero no olvides que no conocemos sus reglas. Esperemos a ver cómo transcurren los acontecimientos para saber a qué atenernos.

Los primeros días en el campo deambulábamos de un lado a otro sin sentido. Miradas furtivas de los unos a los otros, a veces hasta chocábamos, y después bajábamos la cabeza, como si no quisiéramos reconocernos. Enseguida comprendimos las escasas dimensiones del lugar. Solo deseábamos que alguien nos sorprendiera con alimentos y algo de beber Había perdido todas las esperanzas, cuando aparecieron unos camiones que dejaron cajas con alimentos por todo el campo. Luego los soldados comenzaron a repartir una lata de sardinas y un pan para cinco hombres. Quienes quisieran podían ir a otro camión a beber algo.

─¡Vaya mierda, con el hambre que tenemos! –gritó Nicolás escondido entre la multitud.

─¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido...? –repetía un soldado─. Si alguien no quiere, que me lo diga..., pero os advierto que no sé cuándo volveremos con más comida.

Nos miró tratando de obtener alguna repuesta y, como nadie dijo nada, continuó con el reparto. No terminaron hasta el anochecer. Sólo me correspondió una sardina,

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pero lo agradecí más que un milagro somanal. Pensé que, aunque no fuese mucho, bienvenido sería, si lo recibiésemos todos los días. ¡Qué equivocado estaba! Aún pasaría algún tiempo hasta que volvieran los camiones. Cuando regresaron, el hambre ya había terminado con la vida de muchos.

Después de cenar quisimos celebrar el acontecimiento. Nicolás me ofreció un cigarro. Fue a coger otro para él, pero por más que rebuscó no encontró nada. Quise entregarle el mio pero lo rechazó, lo encendí, di una calada y se lo pasé. No nos dejaron disfrutarlo con tranquilidad, ya que antes de terminar vimos algunos presos dirigirse hacia la entrada y me fui tras ellos. Hacia allá corrieron algunos soldados, otros hacia los pabellones para avisar a sus compañeros y a los oficiales. Aunque los militares nos impedían el paso, desde allí pude ver que al otro lado de la alambrada había mucha gente. Era de noche, aún no se habían instalado las farolas del perímetro exterior, pero la luz de algunas antorchas que portaban aquellas personas nos permitía vislumbrar algunos uniformes falangistas. El alférez estaba hablando con ellos, se le notaba muy enfadado, pero mucho más parecían los miembros de la Falange, se podía oír algo.

─¡Tenéis que entregárnoslos a todos! ─le decía al oficial el portavoz de los falangistas, vestido con una camisa azul mahón. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, pero no me vine abajo. Allí me quedé expectante.

─No puedo. Nadie nos ha dado órdenes en ese sentido...

─respondía el alférez─. Ahí llega el comandante.

Los fascistas se habían situado a lo largo de la alambrada. Tenían armas de fuego, otros portaban palos, y algunos garrotas. Yo observaba sus miradas amenazadoras.

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Movían las armas, las apretaban con fuerza en sus manos. Llegó Hernández, y pidió explicaciones. Le costaba creer que sus compañeros estuvieran montando aquel jaleo.

─Todos estos hombres tienen deudas que saldar... –le dijo

el falangista con voz autoritaria─. Nosotros conocemos mejor que nadie la calaña que tenéis dentro. A mí me han matado dos hermanos y ahí están los asesinos...

─¿¡Estás loco!? –le interrumpió el jefe supremo de

nuestros carceleros─. ¿Acaso no sabes que no puedo hacer nada, sólo soy un militar que cumple órdenes?

El falangista se quedó impresionado, no esperaba esa respuesta de un camarada, pero miró a su gente y sacó fuerzas de flaqueza.

─A una voz mía todos mis hombres cruzarán la valla –

replicó el fascista levantando la voz─. Somos muchos más que vosotros.

─Si no os marcháis ahora mismo..., entraréis, pero como prisioneros... –respondió el comandante, a quien no le había impresionado de la bravuconada.

Uno de los nuestros pensó que los soldados no iban a ser capaces de sujetarlos y dijo que deberíamos prepararnos para luchar contra ellos. Comenzamos a organizarnos, vinieron compañeros que se habían quedado más atrás, pero también vi a otros esconderse tras los pabellones donde llorarían su pena, que también era la nuestra.

─¡Matémoslos a todos! –gritó uno de los falangistas.

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─¡Rojos de mierda! –chilló otro más fuerte aún─. Os vais a enterar de quienes somos los buenos patriotas. Pagaréis por todos los que habéis asesinado.

─Vengaremos la muerte de nuestros seres queridos..., ¡y la de José Antonio!

─Ordena a tus hombres que se callen –dijo Hernández al jefe falangista que, contrariado por la actitud del oficial,

no sabía muy bien qué hacer─. Y que se marchen para casa.

─¡Pégale un tiro a ese amigo de los rojos y entremos ya! – reclamó uno escondido entre la masa.

─¡Nadie va a cruzar sin mi permiso...! –sacó la pistola de la cartuchera, miró hacia el campo y pudo ver a sus

hombres fusil en mano, entonces apuntó hacia el grupo─, quien se atreva que dé un paso al frente.

─¡Nos van a matar a todos! –gritó un preso.

──¡Compañeros...!, que nadie se raje. Si tenemos que morir que no nos vean llorar! –chillo más fuerte el que había organizado al grupo.

Eso lo oyeron también los fascistas y consiguió que se enrabietaran

─¡A por ellos! ─gritaban.

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─¡Quietos! –les ordenó su jefe─ , que no se mueva nadie

sin que yo lo diga –y después se dirigió al comandante─. Déjanos sacar a unos cuantos para calmar los ánimos.

─Tengo una obligación que cumplir.

─Yo tengo un deber con mi gente...

─¡Por eso mismo...! –Le cortó gritando─. Tú como buen falangista entenderás bien lo que significa el cumplimiento del deber.

Se produjo un silencio que me hizo percibir un sentimiento de temor. Hernández miró a los suyos, colocados en posición de prevención. Pero tuvimos la enorme suerte de que apareciera una compañía de Regulares acampada en el pueblo. Los falangistas se apartaron de las alambradas. El capitán de los Regulares corrió a hablar con el comandante para preguntarle qué estaba sucediendo y, cuando se lo explicó, le dijo al jefe de la Falange que si movía un dedo se iba a producir una carnicería entre hermanos y los rojos nos reiríamos de ellos.

El falangista se llevó la mano a su cara picada, se frotaba los carrillos, luego miraba a los suyos, pero no tuvo más remedio que acatar la propuesta de los oficiales de su ejército vencedor. No quiso marcharse sin decir una última palabra.

─Hasta que hable con la superioridad para solucionar esto, quiero que un miembro de la Falange permanezca en el campo.

─No entiendo para qué, pero si eso te complace lo acepto – le respondió el comandante.

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Los facciosos comenzaron a retirarse, aunque maldecían a quienes defendían a los enemigos de la patria. Respiré tranquilo, pero me inquieté al ver que algunos falangistas se paraban, se daban la vuelta y nos miraban retadores, como si quisieran volver a por nosotros. No lo hicieron.

Según nos contó un preso que trabajaba en las oficinas, el comandante recibió aquella misma mañana una llamada de la superioridad pidiéndole explicaciones y le informó que un grupo de falangistas se integrarían en el campo. A pesar de la disconformidad de Hernández, llegando a poner su cargo a disposición de su jefe, no pudo detener la orden, ni tampoco fue aceptada su renuncia. El espíritu militar le obligó permanecer en su cargo.

Al poco tiempo llegó un escuadrón de falangistas. Se pusieron a las órdenes del cabo que se quedó el día que quisieron tomar el campo. Ocuparon un barracón distinto a los oficiales y soldados. Muy pronto empezaron a demostrarnos su poder: muy superior a la graduación de su jefe. El comandante, haciendo dejación de sus funciones, les permitía campar a sus anchas. Nos mostraron cuáles eran sus intenciones y se comportaron como lobos hambrientos: sacaban a los presos hacia el palmeral, y nosotros escuchábamos los gritos aterradores que llegaban desde el exterior, pero nunca regresó ninguno de los que se llevaron; otras veces los subían en camiones, no era suficiente su muerte: necesitaban que las gentes a quienes ofendieron los vieran morir en sus pueblos. A veces se los llevaban para liberarlos, algunos familiares habían conseguido los avales y los dejaban en libertad, pero los falangistas no decían nada hasta llegar a la localidad. Les hacía mucha gracia la cara de sufrimiento de los prisioneros a lo largo del recorrido: uno de estos

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presos, ignorante de su prometedor futuro, saltó del camión y lo acribillaron.

Mientras todo esto acontecía el comandante no decía nada. Yo lo observaba paseando en el porche de su pabellón, incluso parecía poner mala cara, pero su cobardía le impidió mover ni un sólo dedo para salvar a aquellos pobres hombres

La primera noche que logré dormir, me despertó un chillido de desesperación que se escuchó por todo el campo.

─¡Queremos las letrinas!

─¡Que nos den una comida decente! ─gritó otro preso.

─No somos animales ─se escuchó a otro, a la desesperada.

Nicolás, temeroso de la reacción de los soldados, suplicó silencio. Pero nadie le hizo caso. Y uno tras otro fuimos lanzando nuestras aflicciones al viento. Los guardias se acercaron y ordenaron callar, o dispararían. Nuestra desesperación superaba al miedo y no pudieron aplacar lo que se estaba convirtiendo en un clamor. El oficial dispuso que todos los soldados se prepararan, por si se producía algún acto de rebeldía. La noche era fresca, pero yo estaba sudando, me limpié con la manga de la camisa

─Compañeros... ─rompió una voz ronca─. No debemos aguantar ni un segundo más en este lugar.

─¿¡Quién ha sido!? ─gritó el brigada.

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─Esto no es un campo de prisioneros ─prosiguió otro

recluso─, es un establo de ganado. Huyamos. Intentemos saltar las alambradas, alguno escapará, mejor morir que aguantar esta vergüenza.

Varios presos le hicieron caso y corrieron sin saber muy bien hacia dónde, como huyendo del infierno.

─¡Matad a esos hijos de puta! ─ordenó el brigada.

Escuchamos unos disparos, uno de los huidos cayó abatido.

Los soldados tomaron posiciones cercanas a las alambradas. Unos cuantos presos, a pesar de haber visto cómo caía su compañero, corrieron en busca de la libertad. No lo consiguieron, las balas interrumpieron su carrera y, más de uno, quedaría tendido en el suelo. Aquello supuso el fin de lo que pudo haber sido un motín, pero sólo consiguió varios muertos y algunos heridos.

Colocaron a los fallecidos en una hilera y nos hicieron formar al lado. No tardó en llegar el comandante: se paseó con avidez entre los cadáveres, parecía muy enfadado. Después ordenó a unos soldados llevarse los cuerpos de los difuntos, habló a todo el campo.

─No volveré a permitir ningún acto de este tipo. Al próximo que se atreva a subvertir mi autoridad lo fusilo. Ustedes no tienen ningún derecho. Están aquí porque

fueron unos asesinos y unos cobardes... ─se escuchaba su rugido, alterado como nunca antes había estado− .Quien vuelva a atreverse sufrirá la misma suerte que los locos que acaban de caer... Y no lo hará sólo el, sino que también pagaran otros presos. Os numeraremos a todos..., y a cada fuga..., a cada intento de fuga... fusilaremos a quienes lleven los números anterior y posterior.

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─¡Queremos una letrina! ─volvió a oírse la fatídica frase.

Entonces el cabo de la Falange cogió a un recluso y lo sacó de la fila. Luego gritó con más rabia que fuerza.

─O sale el gracioso, o a este me lo cargo de un tiro.

Todo el mundo nos quedamos en silencio. Nadie dio un paso al frente. Inmóviles, pero, a la vez, nerviosos, como si esperásemos una señal que nos convirtiera en una estampida capaz de arrollar a aquel falangista. Este sacó su pistola de la cartuchera y la colocó en la sien del prisionero, temblaba aquel cuerpo esquelético.

─¡No dispares!, ¡no dispares! Yo no he hecho nada

─gritaba el hombre muerto de miedo.

El cabo insistió: o aparecía el que se había atrevido a faltar el respeto a un oficial del ejército nacional, o disparaba contra aquel inocente. Ni siquiera el comandante lo tomo en consideración y no le mandó parar, pero entonces el cabo, no sabiendo qué hacer después de tanto repetir, apretó el gatillo y mató a aquel reo. Todos nos quedamos sorprendidos, mirábamos a Hernández esperando una respuesta. Lo vi vacilar durante un segundo, pero enseguida un grupo de falangistas se situaron al lado del cabo. Entonces el jefe supremo de nuestros carceleros nos recordó que eso era lo que podía pasarnos si no olvidábamos viejas querellas y empezábamos a comprender que el enfrentamiento no servía de nada, que sólo mediante el acatamiento del nuevo orden podríamos salvarnos. Sería generoso con los que entendieran lo que acaba de decir, pero inflexible contra quienes no abandonaran las viejas quimeras. Nicolás me miró, y yo a él. Comenzábamos a comprender.

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El cabo se fue muy contento porque su superior no le había recriminado.

Después de rendirle honores a la bandera, Nicolás y yo paseábamos cerca de una caseta situada en un extremo del campo, nos habían dicho que era un horno, pero nunca lo habían visto funcionando.

─Mira como sale humo, seguro que esta noche nos dan pan calentito en el rancho...–dijo Nicolás ilusionado.

─¿Tú crees? No estaría mal... Tantos días recibiendo mendrugos duros..., pero no me huele a pan.

Continuamos nuestro caminar y vimos como, por la parte exterior del campo, circulaba un camión bordeando el perímetro durante un rato hasta llegar a la puerta. Traía una extraña mercancía. Una enorme cuba de madera que podía observarse fácilmente, ya que el vehículo no tenía laterales y su parte trasera estaba al descubierto. Muchos presos corrieron a acercarse, levantaban las manos y tocaban las zonas del tonel por donde, debido a algunas mínimas rendijas, podía salir un poquito de agua. El conductor al verlos hizo sonar el claxon y no tardaron en venir los guardias que los separaron al momento.

Al llegar junto a los depósitos, los soldados trasegaron toda el agua. Algunos reclusos pudieron recoger, en latas de sardinas, el líquido que se caía. Nosotros no detuvimos nuestro paseo.

─¿Qué crees que habrán hecho con los presos que

murieron anoche? ─le pregunté.

─Enterrarlos

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─¿Dónde?

Se quedo muy pensativo antes de responderme.

─¡No me jodas! ─gritó Nicolás─. ¡No me jodas! No puede

ser, no puede ser ─repetía agarrándose la cabeza con las

dos manos y mirándome con incredulidad─. ¡El horno! ¡Esta noche no comeremos pan!

No nos dieron tiempo para pensar, ya que muy pronto nos llamaron para que fuéramos a ducharnos. Lo más rápido posible, unos segundos, para que hubiera tiempo para todos. Al terminar pasamos por el peluquero y nos rapó al cero, aliviándonos de los huéspedes que sin permiso habían tomado posesión de nuestras cabezas.

Volvimos a recibir una sardina. Nicolás se quedó contemplándome, según él me estaba quedando muy delgado, y extendió la mano para ofrecerme parte de su rancho.

─Toma, que esto no es comida para tu naturaleza.

─No. Tampoco lo es para ti, aunque seas más bajo, tienes más corpulencia –le respondí.

─¡Tenía, tenía! Al menos que sobreviva uno de los dos – me insistió Nicolás tratando de meterme el pan con la sardina en el interior de un bolsillo de la chaqueta

─¡No, Nicolás, no! –le repliqué enfadado y apartándole la mano.

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Más tarde pasaron los soldados buscando voluntarios para fregar los platos de la oficialía, nadie quería. Nicolás se levantó y me dijo.

─Perdóname por lo que voy a hacer, pero no permitiré que te mueras de hambre.

A ninguno de los dos nos pareció buena idea, aunque cuando regresó con algo de comida, que había rebañado de las sobras de los gerifaltes, los dos nos alegramos.

─No creas que resultó fácil. Lo conseguí rascando a fondo una perola de paella. La verdad es que no quedaron

mucho ─me decía mientras nos llevábamos las manos llenas a la boca.

Su estancia entre fogones sería de mucha ayuda para los dos.

Aquella misma noche, cuando la mayoría dormía, uno de los reclusos salió corriendo hacia la alambrada.

─¡Quieto o disparo! ─se escuchó el grito de un guardia moro que me despertó.

Rápido se le acercaron unos cuantos soldados moriscos. Al verlo sujetándose los pantalones, se pusieron a reír.

─¿Dónde ibas? ─le preguntó uno, riéndose.

─A cagar.

Si al principio las risas eran contenidas, de repente se desbordaron. Uno de los moros le ordenó que levantara los brazos. Muerto de miedo le hizo caso y se le cayeron

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los pantalones. Otro quiso arrancárselos de cuajo, pero no se dejaba, forcejearon y no había manera de arrebatárselos. Hasta que lo agarraron entre varios y se los quitaron. Eso provoco que nuestras sonrisas se tornaran en amargura. Sin decir nada, con la mirada, nos preguntábamos si deberíamos intervenir, salir todos en ayuda de aquella alma en pena. Pero el resto de los guardias, aquellos que no estaban participando en la felonía, se volvieron contra nosotros, apuntándonos por si a alguno se le ocurría moverse del sitio. Continuaron con su tropelía, hasta que lograron reducirlo. Cansado y abatido lo dejaron desnudo sobre el suelo. Entonces uno pidió a sus compañeros que lo sujetaran mientras le daba por culo, provocando que el preso se pusiera a chillar con todas sus fuerzas. Un grito recorrió, como un trueno ensordecedor, todo el campo. Algunos reclusos corrieron hacia allá. Los soldados dispararon al aire y amenazaron con matar a quien diera un paso adelante. Ninguno se atrevió

─¡Hijos de puta, cabrones. Soltadlo! ─grité yo con la voz rota, amparado en el anonimato que me ofrecía la noche y la multitud.

Un soldado había corrido a avisar al comandante, que se presentó abotonándose la guerrera. Miró a unos y a otros, y pidió que lo soltaran. El hombre se fue muy rápido, tapándose las vergüenzas con los pantalones rotos, a esconderse entre los pabellones. El jefe supremo reprendió a los moros y también al cabo, por haber consentido semejante acción.

Una noche más a muchos nos costó dormir y sobre todo a quienes tuvieron que pelearse con los piojos, que saltando de preso en preso iban tomando posesión de su parcela, y poco a poco no hubo cabeza capaz de salvarse de aquella

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plaga, aunque algunos no tuvieron reparos en probar el manjar

─Las duchas, que abran las duchas –se escuchó la voz de alguien que lo estaba pasando mal con los bichos, y consiguió despertar a Nicolás, que le recriminó sobresaltado.

─¡Cállate, coño! , que nos metes en jaleo.

─No las abren porque no hay agua en los depósitos, así que todo el mundo a dormir...–les respondió un guardia.

Se escucharon algunos siseos pidiendo silencio.

El cabo de la Falange llamó a unos cuantos voluntarios, y les ordenó cavar una zanja junto a la alambrada. Les dijo que allí podríamos cagar. Cuando la terminaron, fuimos muchos quienes acudimos a aquel lugar a bajarnos los pantalones, provocando las risas de soldados, moros y falangistas.

─¡Cago en la puta! –gritaba yo, con amargura─. ¡La madre que me parió...!

─¿Qué te pasa? –me preguntó Nicolás, situado a mi lado y no alcanzaba a comprenderlo.

─Que no me sale. Y siento algo duro dentro, pero no soy capaz de sacarlo, la madre el pavo.

─Es la asquerosidad de comida que nos dan, la poca agua que bebemos y qué sé yo cuántas cosas más. Se te han secado las pelotas dentro.

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─¿Las pelotas? ─le pregunté, asustado.

─Perdón, la mierda. ¡La mierda que nos dan de comer! – gritó Nicolás a los cuatro vientos para que le oyera todo el mundo.

Después sacó fuerzas de flaqueza y, metiéndome los dedos en el recto, intentó extraer las heces, pero no pudo, estaban muy secas y duras.

─Espera un segundo –me dijo ante mi desesperación.

Corrió hacia un barracón y regresó a toda velocidad con un abrelatas que había escondido bajó las tablas del pabellón. Yo seguía en cuclillas y empezó a extraerme las bolas con aquel utensilio.

Trataba de aguantar el dolor, pero no podía, apretaba los dientes, me mordía los labios, cerraba los ojos con fuerza. Cuando terminó todo, rompí a llorar. Quienes lo vieron se llevaron las manos al estómago, otros al trasero, hubo alguno que vomito lo poquito que llevaba encima. Uno no pudo aguantar más y se agarró a la alambrada con intención de cruzarla. Antes de poner el pie al otro lado, escuchó los silbidos de las balas y las voces de los vigilantes gritándole que si se atrevía a cruzar, le dispararían a la cabeza. El hombre se quedó parado con una pierna a un lado de la zanja y la otra pisando el alambre de espino. Llegó un guardia, le golpeó la pierna y cayó al agujero. Se levantó lleno de mierda, pidió que lo dejaran ir a los lavabos, pero estaba prohibido. Se trataba de limpiar con las manos, pero sólo consiguió esparcirla por sus ropas, provocando las hilarantes risas de nuestros carceleros.

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IV LA PRIMERA CLASIFICACIÓN

─¿¡Vamos!?

─¿Adónde, Nicolás, adónde? –pregunté adormecido.

─Llega un tren.

Corrimos a buscar una posición junto a la alambrada, que nos convirtiera en espectadores privilegiados del acontecimiento inesperado de aquel día. La mercancía que bajaba de los trenes era más presos, mucho más famélicos que nosotros, y más numerosos. De los pabellones donde se alojaban los soldados, y también del de los falangistas, empezaron a salir los guardias para colaborar con los compañeros que habían escoltados a los presos desde Alicante.

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Los vigilantes formaron un pasillo humano, desde el tren hasta el campo, por el que transitaban los reclusos, que eran azotados mientras bajaban. Uno cayó al suelo, no se levantaba, como si quisiera descansar. El guardia más cercano le dio un latigazo, pero el hombre no obedecía.

─¡Levanta, hijo de la gran puta!

─¡Arriba, cabrón! ─gritaba un falangista mientras se le aproximaba.

Recibió varias patadas por todo el cuerpo y más latigazos, pero seguía sin inmutarse. Al darle la vuelta comprobaron que estaba muerto. El oficial ordenó que se lo llevaran.

─¡Qué poco aguante tienen estos rebeldes! –dijo, provocando la risa de sus acólitos.

Entre dos soldados lo transportaron hacia el cementerio, que no estaba muy alejado, y lo dejaron junto a la tapia.

Cuando alguien, tratando de ayudar a otro más debilitado, lo cogió de los hombros, se acercaron los falangistas para golpear a los dos. A duras penas lograron cruzar la entrada.

Viendo pasar aquella riada humana, nos dimos cuenta de que eran muchos, demasiados. Si en algún momento habíamos albergado alguna esperanza de alojarnos en los barracones, la perdimos en aquel instante.

El cabo falangista, desde el rellano de su pabellón, alargaba el cuello tratando de encontrar algo entre aquella multitud, parecía querer separar el polvo de la paja, pero meneaba la cabeza contrariado. Cuando entró el último, ordenó a uno de sus camaradas que le trajera el megáfono, con él gritó que todos los presos formásemos de cien en cien, tanto quienes llevábamos tiempo en el

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campo como aquellos que acababan de llegar. Después pidió, con voz ronca, voluntarios para hacerse cargo de cada centuria.

─¿Por qué no elegimos nosotros a nuestros representantes? –se escuchó una voz entre la masa.

─¿¡Qué!?...¿Quién se ha atrevido a decir semejante

majadería...? ─gritó con todas sus fuerzas el cabo─, que salga ahora mismo.

Apareció un tipo mayor, regordete, con cara de buena persona.

─He sido yo...Me parece más justo –dijo muy tranquilo─. Serán quienes nos representen ante ustedes...

─¿De dónde ha salido este listillo? –preguntó mirando a los falangistas- Acercádmelo que se va a enterar.

Varios fascistas fueron a por aquel hombre, que se resistió, pero le golpearon con la culata del mosquetón y lo llevaron a rastras hasta donde se encontraba el cabo. Lo soltaron y cayó tendido en el suelo. El suboficial le pidió que se levantase y cuando lo hizo, comenzó a dispararle cerca de los pies para que brincase.

─Bota, bota. ¿No es eso lo que os gusta?... ¿Conoces a alguien de aquí?

El hombre se lo pensó un momento y respondió que no.

─¿Alguien de tu familia? –insistía el cabo, a lo que el preso

respondió negando con la cabeza─. ¿Algún compañero de trabajo?

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─Tampoco –dijo sin dejar de saltar.

─¿Entonces qué coño quieres...? –dejó el cabo de disparar y se acercó al reo, lo cogió de la camisa y lo tiró al suelo, a la altura de sus botas y frotó su cabeza para que se las

limpiara─ . ¿Elegir a quien más mentiras te cuente...? Así os fue, que si no intercedemos os cargáis la patria.

Le pegó una patada en la boca y ordenó a unos soldados que se hicieran cargo de él, lo cogieron y se dirigieron hacia el palmeral. Jamás volvimos a verlo.

─Dejémonos de tonterías y quienes quieran convertirse en jefes de centurias que den un paso adelante... Algún privilegio tendrán.

Tras unas primeras dudas comenzaron a salir voluntarios. Demasiados me parecieron a mí.

─Muy bien ─dijo el cabo─ problema resuelto. Ahora que den un paso adelante los miembros del ejército rebelde... ¡Deben salir muchos más que jefes de centurias!

Solo lo hicieron quienes tenían uniforme. Muy pocos para los deseos del suboficial, por lo que se puso a gritar.

─¡No puede ser. Había muchos más en el puerto. Los vi allí, a algunos los reconoceré y lo van a pasar muy mal...!

─se paraba un poco, se secaba el sudor con un pañuelo y

luego continuaba─.Sois una panda de cobardes. ¡Rojos de

mierda...! ─se le hinchaban las venas del cuello─. No me extraña que perdieseis la guerra. ¡No tenéis huevos!, ni siquiera para morir con dignidad −se limpiaba los espumarajos de la comisura de los labios...

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La situación me estaba superando, y sólo Nicolás podía contenerme.

─Tranquilo, Antonio, tranquilo. ¿No te das cuenta de que pretende provocarnos?

─Lo está consiguiendo. Creo que tarde o temprano voy a estallar..., no sé si merecerá la pena aguantar tanto.

Llegó el comandante y se enfadó mucho al ver que el grupo de soldados republicanos era insignificante.

─¿Esos son los jefes de centuria? ─preguntó al cabo señalándolos.

─Sí, esos son.

─¡A ver, comenzad a ganaros vuestros privilegios ─les chilló el jefe supremo de los carceleros.

Estos agacharon la cabeza, como si les pareciera muy pronto para empezar sus funciones.

Entonces el comandante ordenó al cabo realizar la filiación de todos los reclusos y dijo que en ese proceso sería muy importante redoblar esfuerzos para detectar a todos aquellos afectos al antiguo régimen que, protegiéndose en la masa para ocultarse, no dudarían en socavar los cimientos del nuevo amanecer. También le comunicó que nos advirtiera que mentir en los datos estaba castigado con la pena de muerte. Se marchó, y el cabo mandó que se llevaran a los militares republicanos, y dio las instrucciones pertinentes para proceder a la inscripción de todos los presos.

Al poco rato, los guardias sacaron mesas que repartieron por distintas partes del campo. En cada una ellas se

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sentaban un representante de falange, al lado los soldados y los jefes de centurias, a quienes le pidieron que cuando conocieran algún sospechoso, o algún mentiroso, avisaran. Fuimos desfilando: algunos poseían documentación y eran trasladados a un barracón, a la espera de confirmar una identidad sin responsabilidades pendientes. Los falangistas descubrieron a muchos con papeles falsos, y a otros que dieron un nombre distinto al suyo; a todos estos los llevaron a una caseta de aislamiento. Nosotros también lo pasamos muy mal

─¿Cómo te llamas? ─preguntaron a Nicolás.

─Jaime López García ─le respondió de inmediato.

─¿De dónde eres?

─De Alicante, del barrio de San Blas ─mintió Nicolás.

─¡La documentación!

─Me la quitaron en el puerto la noche anterior a la rendición.

─¿Podrías reconocer a quién lo hizo?

─Si lo encuentro, no se preocupe..., no olvidé aquella cara.

─Tu numero será el setecientos ochenta y cinco

Nicolás se apartó a un lado y se esperó un poco a que terminara yo.

─¡Nombre y apellidos!

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Me demoré un poco, dudé, miré a Nicolás, quien apretaba los dientes y retorcía el hocico.

─¿No sabes cómo te llamas? ─me insistió el carcelero.

─Manuel Sierra Rodríguez ─terminé por claudicar, mientras mi amigo resoplaba.

Continúe respondiendo de manera similar a cómo lo había hecho mi compañero, al que se le puso cara de felicidad.

─Uff, creí que no nos salvábamos...–dijo Nicolás aliviado

cuando llegó a mi lado─ .¡Menuda suerte hemos tenido!

─¿¡Eso crees!?... A mi me parece... –le dije llevándome las manos a la cabeza y frotándome el pelo –que mejor hubiese sido decir la verdad. ¿No piensas que albergar alguna esperanza en este maldito lugar..., es lo peor que nos puede pasar? –concluí con rabia y pena.

Nicolás no dijo nada, dio la callada por respuesta, y me hizo sentirme mal. Pensé que algunas cosas debería guardármelas para mí.

Pasaron varios días hasta que lograron realizar una primera identificación y numeración de todos los presos. Esa primera clasificación fue muy simple: por un lado los que poseían papeles y no habían tenido ningún compromiso con la República, sólo tenían que esperar a que unos avalistas probaran su identidad; por otro los que no disponían de documentación, entre ellos nosotros: nuestra única esperanza era no ser reconocidos; por último, los militares de la República y todos los colaboradores con el régimen anterior: muchos murieron,

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en el palmeral, a manos de los falangistas, otros fueron a dar con sus huesos a la caseta de aislamiento.

Un día, mientras paseábamos, Nicolás me pidió que nos acercásemos al barracón donde se encontraban los reclusos con documentación, a la espera de que alguien confirmara que no tuvieron ninguna responsabilidad en el orden republicano.

─¡Que envidia me dan...!

─Envidia ninguna –le reproché─. Se marcharán sin preocuparle lo que nos pase al resto. Mira, ahí va uno.

Y contemplamos cómo salía uno de los presos del pabellón. Iba vestido de paisano, acompañado de dos personas que serían sus avalistas. Se dirigieron hacia a la puerta de entrada. Lo seguimos. Cuando estaba muy cerca de la salida, tuvo que escuchar los insultos de otros reos que, como nosotros, se acercaron a contemplar aquella felonía

─¡Traidor!

─¡Chivato!

Uno que se encontraba muy cerca de mí le lanzó una piedra, le dio en la cabeza y logró hacerle sangrar. Sacó un pañuelo blanco del bolsillo y se limpió la herida, después continuó hacia la libertad. Los vigilantes corrieron hacia nosotros.

─¡Hijos de putas! ¿Quién ha sido? –preguntaron, y nosotros paralizados sin poder articular palabra.

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─Ha sido este –dijo uno de los soldados , y después le

gritó─. ¡Ven, acompáñanos!

Lo cogieron entre dos guardias pero se resistió. Uno lo agarró de los brazos y el otro le golpeó en el estómago. Se lo llevaron a rastras. Nos pusimos delante, cortándoles el camino. Pararon y uno fue a buscar ayuda. En seguida llegó un grupo de falangistas que nos pidió, con la educación acostumbrada, que nos apartásemos. No tardamos en claudicar, dejamos un pasillo que se iba abriendo a medida que avanzaban hasta el poste de la bandera nacional, donde ataron al reo. Trató de ofrecer resistencia, pero le golpearon en el estómago. Con la poca fuerza que le quedaba escupió a uno de ellos: con la culata del fusil le sacudió en la cabeza y lo dejó inconsciente.

─Te vas a arrepentir ─le decía sin darse cuenta de que no

podía escucharlo─. Me rogarás para que te mate.

Nos ordenaron que nos alejásemos. Y nos fuimos sin perder la mirada, con rabia, impotentes, preocupados por la suerte de nuestro compañero. Entonces le pregunté a Nicolás.

─¿De esto es de lo que sentías envidia?

─No. De el que acaba de abandonar este penal.

Apoyado en las maderas de un barracón, fumaba cadencioso, con el humo formaba círculos en el aire. Llegó Nicolás acompañado del cocinero, quería que lo conociera.

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─Es Manuel..., el amigo de quien te hablé –le dijo Nicolás

a Demetrio mientras este me estrechaba la mano─. Era vecino mío de Alicante.

Me quedé un tanto extrañado, lo miraba con cara de preocupación y, sobre todo, no sabía qué decir, no quería meter la pata, así que dejé que hablara él.

─¿Sabes?...─continuó Nicolás─. Es jefe de centuria de los documentados. Conoce a dos fascistas que van a venir a avalarlo, dice que tal vez podrá hacer algo por nosotros

─¿Qué? ─pregunté muy escéptico.

─Tu amigo me ha pedido... ─continuó Demetrio─ ,que os ayude

─¿Cómo? –insistí.

─Convenciendo a mis conocidos para que intervengan a favor vuestro –respondió Demetrio mientras sacaba un paquete de cigarros. Nicolás lo cogió de inmediato, pero

yo me negué─ ¿No te gustan los “Espadas Real”? ¿No serás un republicano?

Me quedé pensativo; Nicolás no tardó en responderle.

─Le gustan más los “Ideales”, pero en un sitio como este no le importará fumar otra cosa.

No tuve más remedio que cogerlo y cuando lo terminé lo lancé lo más lejos que pude. Demetrio nos dijo que se marchaba a su barracón. Cuando se fue, Nicolás trató de convencerme de las ventajas que nos reportaría aquella amistad, pero no le hice mucho caso.

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─Es jefe de centuria de los documentados, y además

cocinero –me apuntó Nicolás─. Puede conseguir lo que quiera.

Un alarido de terror me despertó

─¿Qué es eso? –pregunté a Nicolás.

─Ven conmigo, te lo enseñaré.

Nos levantamos con mucho sigilo y atravesamos entre nuestros compañeros, que dormían o lo intentaban. Llegamos a las traseras de un barracón. A través de una tabla rota pudimos ver a quienes no quisieron desprenderse de su uniforme republicano, y los presos señalados como colaboradores. Al contemplar aquella sala todo mi cuerpo estremeció. Los más cercanos estaban en el suelo, ojos abiertos pero la mirada robada, despojos humanos. Otros atados de una viga que colgaba en el techo, sus muñecas empezaban a desgajarse por la presión de los grilletes. Alguno boca abajo, encadenados por los pies. Sólo unos pantalones cubrían aquellos cuerpos amoratados por los golpes de astiles, y descuartizados por los latigazos. También había algunos sentados en sillas, recibiendo guantazos, martillazos, la cara ensangrentada. Un recluso cayó al suelo al romperse la soga que lo sujetaba. Empezó a sangrar por la nariz y la boca. El carcelero, que poco antes le había roto un palo en la espalda, se acercó para tomarle el pulso. Con un ligero movimiento de cabeza indicó que estaba muerto. Rebuscó en los bolsillos y no encontró nada. Le miró los dientes y ninguno era de oro, entonces lo golpeo con rabia.

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─¿Ves? Eso es lo que nos espera si no ponemos algún

remedio ─me dijo Nicolás.

─¿Fugarnos? ¿Cómo?

─Sabes bien a qué me refiero.

─Nunca me haré pasar por un documentado

No le sentó muy bien mi respuesta

─Mira, ahí llega un oficial del ejército –dijo queriendo dar por terminada la anterior conversación.

El brigada entró en el pabellón, al verlo los falangistas bajaron los brazos. El cabo se acercó hacia el oficial.

─¿Qué estáis haciendo? –preguntó el brigada con voz enérgica.

─Tratamos de sacarle información, pero son muy cabezotas –respondió el cabo.

─¿Tenéis autorización del comandante?

─No la necesito –contestó─ . Estos presos son de mi competencia.

─No lo cree así el comandante que, al enterarse de lo que hacías, me ha enviado aquí.

─¿Por qué no ha venido él? ─replicó el cabo mirándolo de forma retadora.

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─Estoy en su nombre..., pero si quieres que venga él...

─No, no hace falta. ¡Marchémonos de aquí! –gritó el cabo

con fuerza, para que lo oyeran bien sus hombres─. No nos quieren.

Salieron dando un portazo. El brigada pidió a sus soldados bajar a quienes colgaban.

Nos dimos media vuelta y partimos hacia el lugar donde solíamos dormir

─Parece que los soldados no son tan malos –me dijo Nicolás

─Claro, pero siempre llegan tarde, tal vez a propósito. ¿No viste cadáveres en el suelo?

─Seguro que ya no habrá más.

─Seguro. Y seguro que se compadecerán de nosotros si le confesamos que también somos militares –concluí.

Nos marchamos desconsolados por la suerte de nuestros compañeros. Yo pensaba en quienes se habían salvado: no tardarían en morir; lo único que habían logrado era prolongar su sufrimiento.

Buscábamos un lugar para dormir. Me pareció que Nicolás estaba un poco raro.

─¿En qué estás pensando? ─le pregunté preocupado.

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Nicolás se llevó la mano a la cara, se frotaba el carrillo, el mentón, la boca. Tardó un poquito en decidirse a hablar.

─Demetrio insiste que vayamos al pabellón de los documentados.

─¿Le habrás dicho que no?

Nicolás me dio otro cigarro de un paquete que le había entregado su compañero Demetrio, muy considerado entre toda la oficialía, a quien solían agasajar en recompensa por sus excelentes guisos.

─Allí duermen todos los días sobre literas, comen caliente y de cuando en cuando pueden lavarse...

─Nosotros no tenemos papeles... –di una profunda calada

y luego lancé el humo al aire─. Quítatelo de la cabeza.

Entonces Nicolás me hizo un gesto para que mirara hacia donde se encontraban sentados un padre con su hijo. La luna llena nos permitió apreciar un detalle: cómo aquel hombre, al que tantas veces habían visto entregar la sardina a su niño, se comía los piojos que le cogía del pelo.

─Si no lo hacemos, se dará cuenta de quiénes somos y nos llevarán al pabellón de la tortura.

─¡Me da igual, Nicolás, me da igual! –le dije con rabia, levantando la voz, pero tratando de evitar que nos oyeran-. No voy a ir, no, no lo haré.

─Yo no quiero dejarte sólo. Pero no sé si podré evitarlo...

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─No te preocupes por mí –dije con tono más suave─.Haz lo que consideres más conveniente.

Nos sentamos en el suelo de la explanada, nos dejamos caer e intentamos dormir.

A la mañana siguiente un grupo de reclusos, escoltados por los soldados, llevaban los muertos hacia la tapia del camposanto. Cuando ya estaban cerca, uno de los presos soltó las piernas del cadáver y salió corriendo. Al guardia moro, al apoyar su rodilla contra el suelo, se le cayó el turbante y no acertó ni un disparo. El reo corría como si los días de penurias pasados en aquel desconsolado lugar no hubieran hecho mella en él, como si la vida solo tuviera sentido más adelante, lo más lejos posible de aquel sitio. Sin que ninguna bala lo alcanzara, pudo llegar hasta el palmeral donde encontró protección. El vigilante dejó de disparar.

Observábamos desde la alambrada. Cuando nos dimos cuenta de que el soldado había perdido las esperanzas, rompimos en aplausos.

─Esa es nuestra salida ─murmuré a Nicolás─. No hay otra...Si caemos..., nos liberaremos de este infierno.

Vimos salir a los falangistas de sus barracones, subieron a un camión y los seguimos hasta la comandancia, donde pararon. Con muy malos humos bajó el cabo para hablar con su superior.

─Llévate unos cuantos moros –le ordenó el comandante.

─¡No, por favor! Ellos lo dejaron escapar –le replicó el

cabo─. Muchas gracias por su ayuda durante la guerra,

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pero la “Nueva España” la tenemos que levantar los españoles. Que los devuelva Franco a su país.

─¡Qué te los lleves! –le gritó el comandante─. No vuelvas a rechistarme, y sobre las verdaderas intenciones de tus palabras..., ya hablaremos.

─¡A sus órdenes! –dijo el cabo levantando el brazo para realizar el saludo fascista.

Subieron los moros al camión y partió a toda velocidad en busca del fugado. Regresamos hacia la explanada con la esperanza de que nuestro compañero no regresara nunca. Quienes no volvieron a aparecer fueron los soldados africanos, las quejas del cabo llegaron hasta las altas instancias logrando que abandonaran el campo y se incorporaran al batallón de Regulares.

Solía pasear con Nicolás por la zona cercana a la puerta de entrada, donde había un poco más de holgura. Unos gritos desesperados interrumpieron nuestras elucubraciones y corrimos hacia la pequeña caseta de donde procedían.

─¡Sáquennos de aquí! ─bramaban a la desesperada.

─¡Por humanidad, por humanidad, no nos dejen aquí más tiempo! –suplicaba otro con la voz apagada.

─Quiero una sardina.

─Agua, agua.

Enseguida deduje que eran los pobres reclusos que salvara el brigada la noche anterior. También se acercaron

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otros presos. Los guardias que custodiaban la entrada, al vernos llegar, nos dieron el alto amenazándonos con sus fusiles, a la vez que ordenaron a quienes chillaban que se callasen. Nadie se atrevía a decir nada y nos retiraron, pero uno de nosotros de mediana estatura, tez morena y cabello negro; rompió el silencio.

─Tenemos que hacer algo. Esto no puede seguir así ─decía

exasperado─. No debemos consentirlo. Es necesario empezar a plantarles cara, o terminaremos como bestias salvajes.

El resto nos arremolinamos a su alrededor y yo quise intervenir.

─¿Qué podemos hacer?

─Vayamos en grupo a hablar con el comandante. Lo que está ocurriendo no se puede tolerar. ¿Quién viene conmigo?

Al momento salieron varios voluntarios, quise dar un paso a adelante, pero Nicolás me lo impidió, cogiéndome de la mano y diciéndome algo al oído.

─No lo hagas. Es muy arriesgado

─Déjame, Nicolás. Algún día tendré que hacer algo. Esto no se puede permitir.

Cuando nos dimos cuenta, nuestros compañeros habían partido hacia la residencia de la oficialía. Se lo reproché a Nicolás, aunque me quedé parado; no perdía detalle de lo que ocurría. Un poco antes de llegar, los falangistas les dieron el alto y de inmediato uno de los guardias fue a avisar al cabo, quien llegó rápido.

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─¿Qué desean ustedes? –les preguntó con voz agria.

─Hablar con el comandante... ─contestó rápido Ricardo, el

que se había erigido como portavoz─. Queremos exponerles nuestras reivindicaciones.

─¡Contadme a mí vuestros problemas..., seguro que yo os

los resuelvo ─el cabo se puso a reír, a carcajadas, provocando que sus fieles hicieran lo mismo.

─Queremos que saquen a nuestros compañeros de la caseta, queremos unas condiciones dignas para todos, comida, más agua, más limpieza, queremos ser tratados como prisioneros de guerra.

─¿Eres soldado? ─le preguntó el cabo de forma sibilina.

─No, no lo soy, pero todos merecemos un trato digno.

─¿Ah, si? ¿Pero dónde os habéis creído que estáis?

Y el cabo les respondió de la mejor manera que conocía, con sus refinados modales. Ordenó llevarlos a la pequeña caseta. Trataron de ofrecer resistencia, por lo que los guardias utilizaron la fuerza, pero enseguida los redujeron.

─Vamos, no se puede hacer nada... ─me dijo Nicolás

tratando de calmarme─ . Solo nos queda aguantar todo lo que quieran hacer.

Nos fuimos a descansar un rato junto a los pabellones. Nos sentamos a la sombra y no nos levantamos en toda la tarde. Vimos cómo el sol se escondía entre las montañas

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de poniente, y nos comimos la sardina que nos entregaron al oscurecer.

Otra noche más en la que dormir se convertía en un trabajo difícil. Protegido por la oscuridad, lancé una voz a los cuatro vientos.

─¡ Que suelten a los incomunicados!

─¿¡ Quién ha sido!? ─preguntó un guardia, chillando más de lo que yo lo había hecho.

Nadie respondió, pero aquel grito se repitió por todo el campo “¡que los suelten, que los suelten!”. Los soldados se pusieron en guardia, atentos y amenazadores, por si alguien intentaba levantarse. Ninguno se atrevió y el rugido de rebeldía terminó apagándose por sí mismo.

─Mira ese camión de provisiones. Viene cargado de zagales.

Pese a que a Nicolás le extrañara, no era la primera vez. Después, cuando llegaron al almacén, los niños ayudaron a bajar las mercancías; al terminar les regalaron algunas viandas.

El camión se marchaba y los pequeños montados sobre la caja, menos uno que se había despistado y corrió todo lo que pudo para subirse, pero al saltar no alcanzó la chapa, se cayó al suelo y el pedazo de queso que le había tocado en suerte salió volando por los aires.

Rápidamente unos cuantos presos se abalanzaron para arrebatarle el manjar, con tan mala fortuna que fueron a parar sobre la pobre criatura. Tuvieron que acudir los guardias para levantarlos. El pequeño había quedado

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conmocionado y se lo llevaron a la enfermería. Un reo continuaba acurrucado en el suelo, apretando el queso entre sus manos. El guardia le obligó a levantarse y le pidió la comida, pero no se la entregó. Entonces recibió un golpe de mosquetón en la cara: salieron volando varios dientes, y el queso al suelo. El oficial pisó el manjar con saña, hasta enterrarlo. Al hombre se lo llevaron al sanatorio.

Nicolás estaba en la cocina, al lado de un barreño lleno de platos que fregaba. Demetrio le interrumpió.

─Supongo que ya te habrás decidido

No sabía qué contestarle, se quedó asustado, temblaba

─La verdad es que me da un poco de miedo. Me fusilarán si se enteran.

─No te preocupes. Ya sabes que a estos me los he ganado por el estómago. Los tengo a mis pies.

Demetrio cogió el cuchillo, partió un trozo de chorizo y le dio a Nicolás, después se comió otro poco.

─¿No serás un republicano de esos? ─preguntó muy extrañado por no haber recibido una respuesta positiva.

─Para nada. Yo apolítico total.

─Pues eso tampoco es bueno. Ahora hay que abrazar las nuevas ideas..., si queremos que las cosas nos vayan bien. ¿Y tu amigo...? A lo mejor él tiene más ganas que tú... Necesito alguien de confianza.

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─Qué va. Es un poco tontorrón, y no me fío mucho de él...

─¿No será rojo?

Nicolás se ruborizó, acababa de darse cuenta de que había metido la pata y ahora no sabía cómo continuar, pero al momento vio un poco de luz.

─Para nada. Todo lo contrario. Es un ricachón, procede de una familia acomodada. De esas que no quieren recibir favores de nadie. Yo estoy siempre ayudándole y todavía no me ha agradecido nada.

─¿Y cómo está aquí...? ¿Qué hacía en el puerto?

─Por una mujer. Luego le robaron sus documentos.

─Entonces el ladrón estará entre los documentados de mi centuria.

─Mejor no muevas nada... Nos podría perjudicar.

─Vale, vale..., pero ¿cuento contigo?

Nicolás seguía fregando con avidez. No sabía muy bien qué hacer. Paró un momento, se secó las manos, encendió un pitillo y le respondió.

─De acuerdo. Espero que no me descubran.

Demetrio se quedó mirando por la ventana. Después salió de la cocina hacia la entrada. Nicolás lo siguió pero se paró a la puerta. Vio como en una camioneta traían a algunos de quienes habían estado en el pabellón de los documentados, corrió hacia el camión, se subió en el

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estribo y habló con el conductor. En seguida regresó donde Nicolás.

─Tenían documentos falsos, los habían robados –le dijo

Demetrio─. Iban a que los avalaran en los pueblos de quienes los suplantaron. Saltaron en el camino, trataron de huir pero los cogieron. Los fusilarán a todos.

─¿Me pasará eso a mí?

─No te preocupes. Respondo de tus avalistas...

─Pero al llegar al pueblo...

─Te irás a Madrid, o más lejos.

Nicolás llegó a mi lado, venía acedando. Paró un momento y me entregó un trozo de periódico.

─Estaba en el comedor de los oficiales –dijo.

Lo miré con mucha atención. Era la noticia del hundimiento del Acorazado España por la aviación republicana. En una esquina una foto mía.

─No me reconozco. Como si hubieran pasado siglos.

─Creo que alguien te está buscando. Por eso debes venir conmigo, yo ya he aceptado

Nicolás sacó un paquete de tabaco y me dio un cigarro. Lo cogí con avidez y lo encendí.

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─No insistas más..., yo ya he decidido que no...

─Tienes que venir conmigo. No puedes quedarte aquí... Morirás.

─No me importa. Vete. Quiero que estés bien

Nicolás se quedó muy serio. Me miraba. No sabía qué hacer. Inmóvil, tampoco podía articular palabra. Hasta que, lleno de amargura, se atrevió a decirme algo

─Vendré por aquí. Te ayudaré todo lo que pueda. Estaré al tanto de quién se interesa por ti.

─Mejor no, Nicolás. No quiero que tengas problemas por mí.

─Deja que siga ayudándote.

─¡No! No voy a perjudicarte. Bastante que he comido de la cocina de los oficiales. ¡No volveré a hacerlo!

Nicolás se marchó, se paró, dio media vuelta y me miró, pero continuó hacia el pabellón de los documentados. Yo me fui hacia la caseta de los incomunicados, a esperar la salida de Ricardo y sus compañeros. Cuando lo hicieron ya se ocultaba el sol por poniente. Al verlos corrí hacia ellos.

─¿Y los otros...? ─le pregunté─ . Los que chillaban

─Aquellos son políticos: comisario, cargos públicos –

respondió Ricardo─. A nosotros nos han tomado por críos, aunque nos han fichado, por si volvemos.

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Se marcharon los acompañantes de Ricardo, sólo quedó uno que mediría cerca de dos metros, anchas espaldas y manos grandes, podría pesar más de doce arrobas.

─Quiero decirte que mi nombre es Antonio García ─le

espeté mientras le daba un abrazo─. ¿Te suena?

─No...¿Debería?

─Soy el que hundió el Acorazado España.

─Ah, claro, entonces serás... García Zambundio ─dijo Ricardo.

─No, qué va. López Zambundio llegó después. Algunos se lo atribuyeron a él, pero fui yo.

─Vale, vale...Bueno, veo que confías en mí. La verdad es que no debes preocuparte. Si me torturan moriré con la cabeza bien alta. Te presento a mi amigo Mauricio.

─Encantado... ─dije.

─Yo soy de Galicia ─me cortó Mauricio─. He venido recorriendo todo el país hasta llegar a este infierno. En cuanto pueda me largo hacia Portugal.

─Desde aquí queda mucho más lejos que desde tu Galicia... Seguro que encuentra algo más cerca – le dijo Ricardo.

─¿Adónde? ¿Al mar? –preguntó Mauricio.

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Los tres reímos y nos fuimos en busca de un lugar cerca de los pabellones.

─¿No tenías un amigo?

─Sí. Parece que pronto saldrá de aquí. Me ayudó mucho, le deseo toda la suerte del mundo.

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V EL CARNICERO DE BELCHITE

La primera clasificación se llevó por delante más gente de la que yo pensaba. Entre los soldados, falangistas y jefes de centurias, descubrieron a muchos leales a la causa republicana. Hubo quienes no fueron capaces de envolver su mentira, otros eran demasiado conocidos como para intentarlo. Algunos compañeros abandonaron el campo en camiones con destinos desconocidos, otros, ya cadáveres, rumbo al cementerio. Y una gran multitud a la caseta de aislamiento, donde ni sacando a quienes morían lograron encontrar un espacio para sentarse.

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El comandante nos reunió para decirnos que todo había terminado, que los responsables de que nos encontrásemos en aquella situación habían sido localizados y pagarían sus culpas. Se acabaron las dos España, ya no había vencedores ni vencidos, sólo españoles que lucharían juntos por su destino. En cuanto se solucionaran unos trámites sin importancia, todos nos marcharíamos para nuestras casas.

A pesar de aquel discurso, yo mantenía que lo peor estaba aún por llegar; tanta víctima inocente no sería suficiente para nuestro enemigo. Con todas mis fuerzas deseaba equivocarme, pero en lo más profundo de mi alma abrigaba el temor a tener razón, y las calamidades pasadas se quedarían pequeñas. Era consciente de que mucha gente había muerto: unos fusilados, otros torturados por unos carceleros impiadosos, algunos fueron trasladados y ejecutados en sus pueblos, muchos de hambre, de enfermedad, los hubo que por el mismo miedo a morir.

A pesar de todo, tenía tiempo para pensar en mi familia, en mi hermana, el único pariente que me quedaba. No deseaba que se acercara por el campo, sólo me podía traer problemas.

Mientras paseaba, oí el claxon de un coche negro que interrumpió la tranquilidad del campo, se me estremeció el alma. El chofer preguntó a uno de los guardias de la puerta principal, y este ordenó a otro vigilante acompañarlos hasta las dependencias del comandante. Cuando llegaron, un oficial con guerrera de sargento bajó del vehículo, subieron los escalones hasta el rellano y se adentraron hacia las oficinas.

Un preso lo reconoció y nos transmitió la noticia. “¡Es el carnicero de Belchite!”, chilló. Ese grito desesperado corrió veloz por todo el campo y, quienes lo conocían o

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habían oído hablar de él, no pudieron disimular sus gestos de amargura. Y más cuando nos enteramos de que lo habían enviado para presidir la Comisión de Clasificación de Penados. Aún resonaban en nuestros oídos las palabras del comandante hablando de la hermandad entre vencedores y vencidos, y ya le comunicaban que eran muy pocos los rebeldes muertos, que en otros campos las estadísticas daban mejores resultados. Imagino cómo debió sentirse aquel hombre, pero mucho más me preocupaba lo que nos pudiera ocurrir a nosotros. El primer fichaje que hizo el sargento fue el del cabo. A nadie se le escapaba lo que aquello significaba.

Muy pronto tuve noticias de sus formas de actuar. Aquella sociedad quiso empezar pegando fuerte, muy fuerte.

“El carnicero”, acompañado del cabo, se presentó en la cocina y dijo a Demetrio que, a partir de aquel momento, nadie saldría por el mero hecho de que vinieran unos paisanos a interceder por él. Antes habría que prestar los servicios a la patria en forma de delación de dos prisioneros de entre quienes no poseíamos documentación.

Según me contó Nicolás, cuando Demetrio se lo comunicó al resto de compañeros, se produjo una gran conmoción. Muchos ya tenían los avales, y contaban los días que les quedaban para lograr la libertad. La desesperación llevó a uno de ellos a abandonar el pabellón y salir corriendo hasta llegar a la puerta de entrada. Los vigilantes le dieron el alto. Se agarró a los alambres del portón y comenzó a moverlos como un poseso, los soldados le respondieron con unas ráfagas de ametralladoras. Por mucho que Demetrio reclamara que lo dejasen, que era de los documentados, no pudo evitar su muerte.

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Aquel suceso no ablandó el corazón del sargento, y les advirtió que si se producía un nuevo incidente regresarían a la explanada o al palmeral.

Dicha amenaza dejó a Demetrio y a los suyos con pocas alternativas. Decidieron que todo el mundo que conociese a algún militar o político republicano lo delatara. Y así lo hicieron. Nicolás fue el encargado de apuntar los nombres o las indicaciones. Cuando terminó no salían las cuentas: necesitaban más. De nuevo volvió la desesperación a aquellos hombres que poco tiempo atrás soñaban con la libertad. Hubo quien se puso a rezar. Todos callaron cuando escucharon algo que removió las entrañas de Nicolás, y seguro que de alguno más.

─Nos inventamos los que nos faltan. Esos sin papeles...,la mayoría son rojos... No saldrán vivos de aquí...¡que hagan algo por nosotros!

Durante unos segundos, no se escuchó ni media palabra. Se miraban los unos a los otros. Imagino que ninguno daría crédito a lo que les estaba ocurriendo. Esperaban que quien estaba a su lado pudiera encontrar la alternativa a aquella barbarie, pero nadie lo hizo. Ni siquiera Nicolás, preocupado por la suerte que yo pudiera correr.

─¡Tienes razón...! ¡No podemos hacer otra cosa! –gritó

Demetrio─. Salgamos a la calle...Elijamos dos víctimas..., tanto si conocemos, como si no.

─El señor nos perdonará ─dijo otro.

Y salieron del barracón en busca de sus presas.

Aquella tarde yo paseaba con Ricardo y Mauricio. Nicolás vino rápido hacia donde nos encontrábamos. Aunque

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Ricardo me hablaba, dejé de prestarle atención al ver a mi amigo. De repente Nicolás se quedó parado como si algo le impidiera acercarse a mí. No podía entender qué pretendía, pero creí conveniente que tampoco debía ir hacia él.

─Algo raro está ocurriendo ─le dije a Ricardo.

─¿A qué te refieres?

─Aquel que nos está mirando es mi amigo.

─ Es un documentado.

─Están por todo el campo. Parece como si buscasen algo o a alguien...

Observé a Nicolás. No se atrevía a llegar hasta mí, pero tampoco me perdía de vista. Cuando alguno de los documentados pasaba a mi lado, se ponía nervioso

─Me parece que esto está muy claro –le dije a Ricardo.

─Sí. Esperemos que no nos elijan.

Cerca de una hora se estuvo repitiendo el proceso. A la orden de Demetrio todos fueron hacia el pabellón.

Tardaron poco en regresar con el cabo, soldados y falangistas. El suboficial ordenó a sus hombres que formasen a todos los presos. Luego colocaron en una fila a los documentados, escoltados por los falangistas, y nos obligaron a los demás a pasar al lado de ellos.

Comenzó el desfile de unos hombres desfallecidos, famélicos, cabizbajos, descorazonados. Cuando algún documentado decidía que alguien era republicano lo

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situaba detrás, hasta conseguir dos. Los había que aceptaban su suerte con resignación, pero muchos exclamaban con toda la fuerza que podían su inocencia, y sus gritos de terror llegaban hasta el pueblo.

Uno de ellos, al ser delatado, se resistió y forcejeó con sus verdugos, logrando arrebatarles un fusil. Salió corriendo. Dos guardias lo persiguieron, jugueteando con él, fallando sus disparos, asustándolo. Llegó hasta la bandera, en cuyo mástil aún continuaba atado el reo que días atrás fue castigado por querer golpear a un delator. Desde entonces no había vuelto a comer; recibía el agua justa para no morir; su piel pelada por el sol. El que había robado el arma se quedó inmóvil ante él: lo miraba, temblaba, volvía la vista hacia los guardias que le apuntaban, su compañero bajó la cabeza y cerró los ojos.

-Mátame! –le suplicó con un hilo de voz que le quedaba.

Le pegó un tiro lo más cerca que pudo del corazón. Los soldados dejaron de jugar y dispararon a matar, cayó sobre su camarada. Se llevaron a los dos a la fosa común.

Y el desfile continuó. Vi a Nicolás en la fila que yo tendría que atravesar, para que uno tras otro me mirase a ver si me descubrían como un republicano, rebelde, o, como decían ellos, un traidor a la patria. Mientras pasaba al lado de aquellos hombres, sentí que lo mejor sería que alguien me delatara, y acabar de una vez con aquella incertidumbre. A la vez observaba a Nicolás y notaba su nerviosismo, parecía que su temor era mucho mayor que el mío. Tuve la impresión de que se estaba alterando. Al pasar a su lado vi su cara enrojecida, sudaba y se agarraba la mano como si algo raro le ocurriera. De repente cayó mareado al suelo. A mi me dijeron que espabilara, y continué mi camino, mientras, se lo llevaron.

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Despertó en la enfermería. Se levantó de la cama. Vio a los demás enfermos, uno le agarró la mano y le pidió de beber. Otro, que apenas podía hablar, le rogó que le diera un tiro. No sabía dónde estaba el agua, no encontró ninguna pistola. Observaba aquellos rostros quebrados y los cuerpos esqueléticos. Caminó hasta la puerta de entrada y allí encontró al doctor que hablaba con el brigada.

─Esto no puede seguir así –decía el médico─.Ya te enfrentaste a los falangistas, hazlo de nuevo.

─Tengo las manos atadas. Las cosas han cambiado. Los métodos de “el carnicero” están dando resultado. El comandante no puede decirle nada.

─Yo no puedo aguantar más. Lo único que hago es certificar sus muertes...

Nicolás atravesó la puerta y los interrumpió.

─¡Agua! –les reclamó y cayó al suelo.

Estuvo un tiempo en la enfermería. Viendo cómo llegaban quienes lograban superar la tortura, aunque ninguno conseguiría abandonar el hospital por su propio pie.

Un día le despertaron los gritos de un enfermo que estaba en la otra punta de la sala, parecía que se hubiese vuelto loco.

─¡Son nuestros hermanos, los hemos traicionado, no merecemos vivir! ¡Debemos salvarlos, o no podremos ser considerados hombres! ¡Los matarán a todos! ¡Seremos cómplices!

Nicolás lo cogió por la pechera y lo levantó con suavidad.

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─¿¡Qué estás diciendo!?

─Somos tan asesinos como los torturadores. No se va a salvar ni uno. Morirán muchos inocentes. La culpa es

nuestra...─Nicolás lo reconoció. Lo había visto en su

pabellón, con los documentados─. Muchos inocentes desfilaron hacia el matadero.

─¿Iba un hombre alto, delgado, cara escurrida, los pantalones que se le caían...? ¿Qué más? Dios... ¿Qué más...?

Aquel enfermo era de los pocos que podían hablar, y se murió en los brazos de Nicolás.

Cuando terminó su hospitalización, se dirigió al barracón de los documentados. Estaba cerrado, no quedaba nadie. El resto de los presos habíamos pretendido vengar su felonía y por la noche atacamos su pabellón. Lograron contenernos, pero tuvieron que liberarlos para prevenir males mayores.

Después se fue a la cocina, donde el nuevo cocinero le manifestó que tenía su propio personal y no necesitaba a nadie más. Se marchó corriendo, casi se tropieza con un camión que se dirigía hacia la salida. Iba hasta arriba de cadáveres, parecía que fuesen a romperse los laterales de maderas. Al frenar junto a la puerta cayó un cuerpo, enseguida los soldados fueron a por una escalera para subirlo. Nicolás se quedó paralizado, horrorizado.

Se estaba haciendo de noche, unas nubes negras, que habían estado rondando toda la tarde por el campo,

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empezaron a descargar. Corrimos hacia los pabellones para guarecernos. Solo unos pocos pudimos cobijarnos bajo el saliente del tejado. Nos apretábamos, nos tapábamos con mantas, pero era imposible evitar que el agua penetrase en nuestros huesos. Gracias que pasó con rapidez y salimos a movernos un poco para secar las ropas mojadas. En ese momento Nicolás me encontró al lado de Ricardo y Mauricio, que fue el primero en verlo.

─ ¿¡No es ese Nicolás!?─ dijo Mauricio.

Permanecí unos segundos sin saber qué hacer. De nuevo Nicolás se quedaba parado, con miedo a acercarse a mí.

─¿¡Qué hago!? ─pregunté a Ricardo.

─Nada. Está condenado. ¿Por qué no la habrán dejado marchar?

Aquellas palabras de Ricardo me dolieron mucho. Yo le ayudaría para que nadie le hiciera daño. Le explicaría a todo el que quisiera oírme que no era ningún traidor, que era un gran camarada.

─No..., él no ha hecho nada...Tengo que hablarle. No puedo dejarlo solo.

─¿Y todo lo que ha ocurrido? Todos los inocentes que han

muerto...─se le hinchaban las venas del cuello a Ricardo.

─Él no ha delatado a nadie.

─Porque se mareó..., pero es tan culpable como los demás. Y nadie lo va perdonar. Sólo se salvará si no lo reconocen.

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Yo miraba a Ricardo. Luego volvía la vista hacia Nicolás, lo veía solo, con la cabeza gacha, sin que nadie se le acercara. Pensaba que tal vez lo hubieran reconocido, deseaba que no fuese así. Saqué un cigarro, uno que me había dado Nicolás tiempo atrás y reservaba para un momento de necesidad.

─¡No puedo Ricardo, no puedo dejarlo tirado...! Es mi amigo, me ayudó mucho.

─Tenemos planes. Tenemos que hacer cosas. No cuento con él. Si alguien lo reconoce y te ve a su lado desconfiará de ti.

─Yo tampoco estoy de acuerdo con lo que hizo ─ dije

elevando el tono de voz─, pero es mi amigo, lo conozco desde niño, desde que jugábamos en la calle Toledo, y no lo voy a abandonar

Nicolás me miraba; y yo a él. Se mordía los labios, se frotaba la cara, el mentón.

─Lo siento... ─le dije a Ricardo─ .No lo voy a dejar tirado.

Me di la vuelta para ir hacia Nicolás, pero ya se había marchado.

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VI LA ORGANIZACIÓN

─¿¡Quiénes son los responsables de la llamada Junta de Resistencia!? –gritaba, megáfono en mano, el sargento.

Se encontraba al lado del poste de la bandera nacional, era primera hora de la mañana. Todos los reclusos formábamos frente a él. Columnas de a cien, encabezadas por los correspondientes jefes de centurias, la separación entre un reo y otro era la que marcaba el brazo, previamente colocado sobre el hombro del compañero que estaba por delante. Diez columnas de cien. Un hueco y otras diez, hasta conseguir llenar la explanada. Los falangistas muy atentos, en posición de prevención, dispuestos a disparar llegado el caso. Nadie se movía, nadie decía nada, nadie se separaba de la fila. Empezó a

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caer una tromba de agua impropia del mes de abril, se escuchaba al golpear sobre los débiles cuerpos. “El carnicero” se fue hacia un pabellón donde se guareció del chaparrón, le acompañó el cabo, los falangistas se refugiaron en los porches de los barracones, al lado de la explanada. Cuando pasó la nube todos regresaron, menos el cabo.

─¿Acaso pretendéis que vuelva a tomar las medidas que

utilicé contra vuestros compañeros? ─gritó el sargento─. No me sobrevivió ninguno. Yo creía haber terminado con todos los colaboradores, con todos los que tanto daño hicieron a nuestra patria, pero no. Ahora veo que algunos lograron engañarme. Lo van a pagar muy caro; lo mismo os ocurrirá a todos quienes no cumplís vuestras obligaciones.

Se distrajo al ver aparecer al cabo con la bandera de la falange. Había convencido al comandante para colgarla junto a la enseña nacional. Procedieron al izado, y cuando terminaron nos reclamaron un grito unánime: “¡Arriba España!”, “Viva la Falange”.

Pero “el carnicero” no se había olvidado de cuál era su objetivo.

─¿Quiénes son los cabecillas que se atreven a pasar mensajes por el campo, tratando de burlar el control de los falangistas y los jefes de centurias?

Nadie decía nada, algunos bajaban la cabeza, otros la levantaban para mirar a los soldados que nos rodeaban. El sargento se movía de una punta a otra de la formación. Después se puso a hablar en voz baja con el cabo, que, de inmediato, fue a dar instrucciones a los guardias. De repente, “el carnicero” se adentró entre las filas, como quien entra en casa ajena, con gesto iracundo, escoltado

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por dos falangistas y el jefe de centuria correspondiente, un silencio mortuorio cortaba el aire. El resto de los vigilantes se habían colocado en posición de prevención, atentos a cualquier movimiento que pudiésemos hacer. Yo con la cabeza rígida, moviendo sólo los ojos, miraba a Ricardo y a Mauricio, y me transmitían tranquilidad. Luego observaba a los otros presos, escuchaba sus murmullos, la mayoría de aquellos cuerpos esqueléticos temblaban cuando aquel hombre se les acercaba con una mirada que no reflejaba ni un mínimo sentimiento de compasión. Estuve a punto de venirme abajo, de desfallecer, de caer allí tendido, pero aguanté con las pocas fuerzas que me quedaban. Hasta que eligió a uno, sacó su revólver de la cartuchera y lo encañonó, obligándole a acompañarlo fuera de la formación. El preso se resistió y tuvieron que llevarlo arrastrando por el barro. Contemplaba a aquel pobre desgraciado, preguntándome qué suerte correría. Poco a poco el miedo se me iba pasando. Cuando salieron de la formación, el sargento gritó todo lo fuerte que pudo.

─¡Cuento diez...Si no aparecen los responsables, lo mato aquí mismo!

Empezó la cuenta atrás. Los falangistas, mosquetón al pecho, nos apuntaban amenazantes.

─Cinco, cuatro, tres...

El pobre preso de cara estirada y sucia, frente surcada, cuerpo esquelético y unas ropas que tenía que sujetar con las manos para que no se le cayeran, no dejaba de temblar. Parecía como si fuese el único que creyera en las palabras del sargento.

─Dos, uno...

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Aquel disparo seco sonó más fuerte que los truenos que poco antes habían retumbado por todo el campo. El hombre cayó al suelo, sus ropas se llenaron de agua y barro que al mezclarse con la sangre dibujaron un cuadro abstracto. Ni un recluso se movió, pero los falangistas dieron un paso hacia adelante para intimidarnos más. “El carnicero” volvió a adentrarse en la formación, con mayor rabia que antes, resoplando, casi echaba los bofes por la boca. Yo estaba impávido, como si ya no tuviera miedo a nada. Cogió a otro compañero que ni siquiera ofreció resistencia, pero cuando iba a comenzar su macabra cuenta atrás llegó el brigada con la orden del comandante para cesara en sus pretensiones, ya hablarían de los métodos necesarios para descubrir a la supuesta Junta de Resistencia.

Nos fuimos hacia los barracones, abatidos, apenados, sin saber qué decir. Comenté con Ricardo que, tal vez, no hubiese sido buena idea pasar mensajes en nombre de la Junta de Resistencia, pero Ricardo no opinaba igual. Según él, había que luchar y denunciar la barbarie que, una vez tras otra, cometían nuestros carceleros.

Los abandoné y fui a buscar un lugar solitario para sentarme. No podía quitarme de la cabeza la cara de aquel pobre hombre, no podía dejar de pensar en la parte de culpa que me correspondía.

Estuve unos días muy preocupado, reflexionando sobre si merecía la pena luchar contra aquel muro infranqueable. Tal vez lo mejor fuese resignarse y afrontar con dignidad el destino fatal que nos esperaba. Al menos no nos haríamos daño entre nosotros, lo único que hasta el momento habíamos conseguido

Unos días después, por el campo corrió una noticia: el comandante había reprendido al sargento por la muerte de aquel preso. Algunos aseguraban que las promesas realizadas en su día podrían empezar a hacerse realidad.

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No di crédito a aquellos rumores, y, por otra parte, no confiaba nada en las palabras del jefe supremo de nuestros carceleros.

Hubo un tiempo en el que no hablaba con Ricardo, me cruzaba con él y simplemente lo saludaba. Poco a poco iba asumiendo lo ocurrido aquel día nefando. Poco a poco la imagen del rostro de aquel pobre hombre desaparecía de mi mente. Poco a poco la muerte me parecía menos terrible y pensaba que podía haber otras cosas peores.

Cuando recibí el mensaje de que la Junta de Resistencia seguía en la lucha, miré hacia atrás y vi a Ricardo, le sonreí y, sin decirle nada, corrí hacia otro compañero a quien le transmití la orden, pero éste se encaró conmigo porque, según él, perjudicaría a un amigo encerrado en la caseta de aislamiento.

Por la noche, cuando le conté a Ricardo lo de aquel preso, me animó. A él también le había pasado alguna vez: esa era una más de las duras pruebas que deberíamos pasar si queríamos hacer algo, pero por muchos obstáculos que nos encontrásemos, nada debería alejarnos de nuestros propósitos.

A pesar de mis vacilaciones seguía al lado de Ricardo. Durante ese tiempo no vi a Nicolás, parecía como si se lo hubiese tragado la tierra y eso me preocupó mucho. Temí que le hubiera pasado lo peor, porque ¿dónde podría haberse escondido?

Una noche, cuando todos los presos estaban dormidos, nosotros tres fuimos hacia el barracón donde se encontraban los oficiales. Envolvimos en una piedra un papel con una nota: “Somos de la Junta de Resistencia.

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Habéis enviado al pabellón de la tortura a inocentes. Queremos negociar”. Y la lanzamos hacia la ventana. Salimos corriendo sin que los vigilantes pudieran percatarse de nuestra presencia y volvimos a la explanada.

Por la mañana hacía un frió que pelaba, pero eso nunca fue un impedimento para cantar el “cara el sol” seguido de los gritos de “¡Arriba España!”, “¡Viva la Falange!” y “Viva Franco”. Después llegó el comandante, acompañado del alférez y el brigada, muy enfadado por lo ocurrido la noche anterior. Empezó hablando con rodeos, con un cierto tono de misterio, por ello la mayoría de los presos estuvo mucho tiempo sin saber a qué se refería. Hasta que gritó que no tendría compasión para los hijos de puta que la noche anterior osaron lanzar un papel contra el barracón de oficiales.

Mientras vociferaba aquel hombre enfadado, yo escrutaba a mis compañeros y pude ver caras de temor al oírle que si nos comportábamos como presos políticos endurecería nuestras condiciones de vida, precisamente cuando pensaba que ya no quedaban rebeldes, sino que todos éramos reclusos comunes a la espera de una identificación. Y, por último, nos pidió delatar a los cobardes, incapaces de dar la cara, poniendo en peligro la buena convivencia en el campo. Las palabras de aquel hombre, ya no me decían nada.

Prueba de ello fue que, cuando todos se durmieron volví, junto a mis dos compañeros, hacia el pabellón de la oficialía. Esta vez con más precauciones que el día anterior. Paramos a cierta distancia, esperamos y, como la guardia no había sido reforzada, continuamos la marcha. Hasta llegar a una zona poco iluminada a pocos metros del edificio. Lanzamos otra piedra con el mensaje y salimos corriendo a toda velocidad.

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Los soldados dispararon al aire y nos persiguieron, pero nosotros nos escondimos entre los barracones. Cuando los vigilantes llegaron a la explana, despertaron a todo el mundo pero nadie les dijo nada. Pasado un rato, abandonamos nuestro escondite y buscamos acomodo entre el resto de los reclusos. Creo que nadie nos escuchó al llegar.

Por la mañana, en la formación, fue el sargento el encargado de amenazarnos. Nos dijo que habían recibido una nota de la Junta de Resistencia comunicando el cese de sus actividades, pero eso no le valía, quería que los responsables se entregaran. Al oírlo, Ricardo transmitió el siguiente mensaje para pasarlo de unos a otros entre todos los reclusos. “La junta de resistencia no se rinde, vuelve a la lucha; cuando un preso grite algo, los demás le secundaremos”. Todos repetimos su frase: al de delante, al de atrás, a los de los lados. En poco rato se transmitiió por todo el campo. El sargento seguía hablando, pero el murmullo nos impedía escucharlo. De lo que sí nos enteramos fue del bramido que Ricardo lanzó a pleno pulmón: “Abajo la tiranía” y todos lo repetimos sin que nadie adivinara de dónde procedía el grito inicial. Los jefes de centurias, muy atentos, trataban de adivinar quién podría ser el provocador. Él continuó: “que nadie delate a nadie, no sirve de nada”, y una gran multitud de voces lo gritamos al unísono.

El sargento se disgustó mucho. Los falangistas inquietos, tratando de adivinar a quién disparar. Lo hicieron al aire. El enfado de “el carnicero” fue tan grande que ordenó a los soldados elegir al azar a cincuenta presos, y llevarlos a la caseta de aislamiento. Hubo resistencia y decidimos enfrentarnos a nuestros carceleros. Necesitaron refuerzos. Cuando quise darme cuenta, estaba tumbado en el suelo de la explanada y los soldados habían desaparecido. Ricardo me informó que nuestro acto heroico no dio

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ningún resultado, y algunos reclusos habían dejado la vida en el empeño.

Nicolás entró en la cocina. No había nadie. Vio abierta la puerta que comunicaba con el comedor de oficiales y se atrevió a cruzarla. Estaba muy oscuro, apenas unos rayos de luz penetraban por el techo, alguna gotera en el tejado. Escuchó algo, era como un lamento, un sollozo. Esperó un poco y pudo descubrir al cocinero sentado junto a la mesa de los oficiales, en el extremo más alejado de la cocina, en la silla central, la que habitualmente ocupaba el comandante.

─¿Qué haces aquí? –preguntó el cocinero con voz melancólica.

─Quiero el puesto de tu pinche.

El cocinero se levantó, se fue hacia Nicolás y, cogiéndolo de la camisa, lo llevó hacia la pared donde le golpeó la cabeza.

─¡Serás hijo de la gran puta! ─le chilló elevando la voz

todo lo que pudo─. Aún está caliente su cuerpo y te atreves a venir. ¡Márchate y contento que no te mate!

─El muerto al hoyo y el vivo al bollo... ─replicó Nicolás sin

alterarse y apartándole la mano─. Necesito este trabajo... Soy un delator.

─Tú serás el que se quedó por ahí perdido, vagando como un fantasma.

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Se dio la media vuelta y se dirigió hacia la cocina. Nicolás lo cogió de la mano y se arrodilló ante él.

─Sí. No delaté a nadie, por eso no me dejan salir, pero en el campo me consideran uno de quienes lo hicieron. O me ayudas o no tardaré en acompañar a tu amigo.

─Aún veo su cara.

─¡Mira la mía!

Nicolás se tiró al suelo. Lo agarró por la patera y le suplicaba una y otra vez compasión, hasta que el cocinero se apiadó de él y accedió a su petición.

─¡Levántate! No te arrastres de esa forma. No tienes ni la mitad de huevos que él..., pero el puesto es tuyo, ¡qué más me da uno que otro! Cualquiera de nosotros puede morir mañana.

Nicolás corrió hacia el fregadero y, sin que nadie le pidiera nada, se puso a lavar como poseído por el demonio. El cocinero lo miró, meneó la cabeza y salió a dar un paseo.

De repente me encontraba en la cocina, postrado a los pies de Nicolás, rogándole un trozo de pan.

─¡No, no te lo daré! No lo mereces. Me abandonaste. Ni siquiera quisiste saber si estaba vivo o muerto, no te importaba. Ahora vienes a pedirme ayuda. Levanta, no quiero verte así. Márchate con tus nuevos amigos y no vuelvas a mi lado. Considerame muerto.

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─Por favor te lo pido –le decía, casi llorando─. Perdóname. Eres mi mejor amigo. No sé qué me sucedió no sé porqué lo hice..., no volverá a ocurrir. Nunca más te abandonaré.

─No puedo perdonarte...

─¿¡Qué te pasa!? ¿Antonio, qué te pasa? –me preguntó Ricardo muy preocupado.

Me desperté, me restregué los ojos húmedos y contemplé cómo el día comenzaba a desperezarse. Sin responder a Ricardo salí corriendo hacia la cocina. Estaba cerrada y me senté a esperar, pero me quedé dormido, apoyado sobre la puerta. Al poco rato alguien la abrió y me despertó.

─¡Márchese! ¿¡Qué hace ahí!? ─vociferaba Nicolás.

─Soy yo, soy yo –le dije mientras me levantaba─. ¿No me reconoces?

Se quedó quieto un momento, me miró de arriba abajo, me tocó la cara, la barba de días sin afeitar, observaba mi sucia vestimenta, mis zapatos gastados.

─Eres... Antonio... ¿Qué haces aquí? Pasa para adentro – me dijo agarrándome de la mano y metiéndome hacia la

cocina─. ¡Cuánto tiempo...!

─Tuve un presentimiento...─le dije. Él me abrazó, unas

lágrimas corrieron por sus mejillas─, algo me dijo que estabas aquí, y vine corriendo a verte.

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Rebuscó por toda los rincones, encontró un trozo de pan y me lo dio. Luego cogió unas migajas de tocino sobrantes de la noche anterior y también me las entregó.

─Come, come un poco. Estás muy delgado. Se nota que llevas tiempo sin comer bien.

─A ti te veo muy pálido. –le dije con la boca llena─. Pensé lo peor, pensé que jamás volvería a verte

Buscó en un cajón de la mesa y sacó un paquete de cigarro. Me ofreció, lo cogí con avidez y rápidamente lo encendí.

─No he querido salir por miedo. Por eso tengo esta cara que parezco un vampiro.

Aquel pitillo me supo a gloria, tal vez porque me había terminado rápido todas las migajas.

─Ahora que hemos vuelto a encontrarnos, tienes que venir conmigo.

─No, yo no me muevo de aquí –decía Nicolás meneando

la cabeza y encogiendo el cuerpo─. ¡Yo tenía que haberme marchado cuando se fueron todos los del barracón...! – insistió.

─Para ello deberías haber delatado a alguien─ le corté.

Se quedó parado un momento, pero no me respondió. Volvió a meter sus manos en los calderos y me entregó más comida. Yo no hacía ascos a nada.

─Vente conmigo, por favor...

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─No, Antonio, no. Perdóname, pero me quedaré... ¿Sabes? Desde el día que conseguí este puesto, no he vuelto a salir. Duermo aquí, en el suelo. Nadie lo sabe, bueno sí, el cocinero, pero nadie más. Yo debí haberme marchado cuando se fueron los otros. Es una injusticia que me hayan dejado aquí solo.

Lo vi nervioso, me percaté de que mi presencia se había alargado más de la cuenta y él nunca se atrevería a decírmelo. Entonces decidí marcharme. Cuando me iba, introdujo en mi bolsillo restos de la cena de la noche anterior y un poco de pan.

─Guárdalo y que nadie se entere.

Al salir me quedé contemplando un camión de provisiones que entraba en el campo. Detrás corría un perro, parecía rabioso, iba dando saltos como si quisiera cazar las moscas al vuelo, sobresalía el costillar bajo su pellejo, y tendría más carne en las pulgas que bajo aquella piel reseca por el sol y las llagas. Varios presos acompañaban el convoy, por si se caía algo, pensé. Los soldados al ver aquellas caras, levantaron sus fusiles y permanecieron atentos. Cuando estaban a punto de llegar al almacén, algunos reclusos se lanzaron a por el perro. Lo cogieron, uno por una pata, otro por la otra, otro de la cabeza, otro de las manos, hasta del rabo uno. Empezaron a tirar de él hasta hacerlo trizas, cada uno se quedó con un pedazo del pobre animal y se lo comió. Los guardias permanecieron inmóviles, mirándolos, como si no pudieran dar crédito a lo que estaban viendo. Yo tampoco podía creerlo. Los condenados se marcharon sin ningún remordimiento.

Aunque no estaba muy convencido de ello, le conté a Ricardo que había visto a Nicolás en la cocina, por si en

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algún momento lo necesitábamos. Ricardo meneaba la cabeza, pero cuando me iba a decir algo, nos interrumpió un murmullo. Observamos cómo nuestros compañeros miraban hacia un punto. No tardaron en aparecer los reclusos que, elegidos al azar, habían sido llevados al pabellón de la tortura el día que “el carnicero” se enfado porque nadie quiso delatar a la Junta de Resistencia. Ahora salían en libertad, los habían duchado, afeitado. Les habían dado ropa limpia, pero algo no encajaba. En sus pálidos rostros, en sus miradas perdidas aprecié que algo les faltaba, como si les hubiesen robado algo y no lograba adivinar qué. No se acercaron a nosotros, fueron buscando un lugar solitario, pero sus amigos sí corrieron a su lado para darles un abrazo. Se dejaban, pero de una forma autómata, inmóviles, sin responder al afecto profesado por los demás Les preguntaban y no contestaban. Ricardo reconoció a un amigo y corrimos a su encuentro.

Le dio un abrazo, comenzaron a hablar. Yo seguía pensando que algo no me encajaba. Nos extrañó mucho cuando contó que ninguno de ellos había fallecido: un médico se encargaba de controlar que nadie muriera en la tortura.

Cuando Ricardo le ofreció un cigarro, Manuel lo rechazó. Vio como los demás regresaban hacia los barracones y, sin decir palabra, se fue tras ellos.

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VII LAS SACAS

Me encontraba cerca de la entrada cuando vi aparecer a un hombre a caballo aproximándose a las puertas del campo, con doble papada y manos sebosas, gorra y traje de pana. Lo acompañaba su hijo: seco y alto, con una zancada como la de un alcaraván. Al bajar hablaron con los guardias, a quienes les enseñaron unos papeles. Luego los condujeron al despacho del comandante, al poco rato salieron con el sargento, quien dio órdenes al cabo, y este corrió rápido hacia la explanada, donde pidió que todos los presos de Alcoy se acercaran a él. Los falangistas fueron transmitiendo la orden por todo el campo y advirtiendo a todo el mundo que estaban fichados, que nadie se pasara de listo. Cuando llegó el sargento con los visitantes, ya estaban formados todos los alcoyanos.

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Los cuatro fueron pasando al lado de unos hombres famélicos, con las ropas y el cuerpo sucio. Muy pronto nos dimos cuenta de sus intenciones, y no parecían llevar el perdón entre sus pensamientos.

Revisaban, uno a uno, a cada preso alineado. El padre se fijaba en las caras, ante alguno de ellos se detenía, se frotaba el mentón y miraba al hijo, quien, cuando no conocía a alguien, se encogía de hombros. Fueron sacando a los republicanos de Alcoy, a otros que habían participado en la toma de la finca del terrateniente, a quienes habían aconsejado a los peones pedir más dinero, en definitiva, a todos aquellos que se habían enfrentado a ellos en aquellos días en que algunos creyeron que había llegado la hora de la justicia. Cuando ya se marchaban, el hijo regresó a la formación. Había visto una cara que le resultaba muy conocida. Cruzó entre los presos buscando a alguien en concreto; al encontrarlo, le dijo.

—¡Tú eres el hijo de puta que me robó la novia!

─No te conozco de nada –le respondió sin inmutarse.

─¡Si! Eres tú. ¡Cobarde!, da la cara –le gritó.

Lo sacaron los guardias y, mientras se lo llevaban, el recluso quiso decir su última palabra.

—Sólo me la follé porque tú no te comportabas como debe hacerlo un hombre.

El muchacho no pudo aguantar la insolencia de un rojo perdedor. Le golpeó en el estómago y el presidiario cayó de rodillas, después le dio otra patada y lo tiró al suelo. Lo cogió de los pelos, sacó la pistola que llevaba escondida bajo los pantalones y le gritó.

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─¿¡Que has dicho, cabrón!?... ¡Repítelo si tienes huevos!,

¡comunista de mierda...! ─le temblaba la mano─ ,¡hijo de la gran puta! ¡Me cago en tus muertos!

El cautivo no dijo nada, pero su paisano seguía golpeándole. Los guardias los separaron y arrastraron al recluso hacia la puerta. Iba limpiándose la sangre que le brotaba de la comisura de los labios.

Nosotros no los perdíamos de vista. Contemplábamos aquellas caras de temor contenido. Como si no pudieran evitar el miedo a ser llevados a un lugar aun peor que nuestro paraíso; pero, por otro lado, no querían que sus verdugos los viesen temblar. Ricardo apretaba los dientes y me miraba, me decía que algo deberíamos hacer. Pasó un mensaje y varios reclusos se acercaron. Cuando iban a sacar del campo a los compañeros alcoyanos, nos pusimos delante de la puerta, pero sólo un momento, lo que tardaron en llegar los falangistas, quienes con su sola presencia nos atemorizaron y nos apartamos con disimulo, como si nunca hubiésemos pretendido nada. Varios de aquellos vigilantes acompañaron a los presos cuando abandonaron el campo. El padre y el hijo volvieron a montar en sus caballos y se fueron delante de ellos.

No fue aquella la última vez que los caciques de los pueblos de alrededor se acercaron por la Albatera para señalar con su dedo acusador a quienes cometieron el pecado de ponerse del lado equivocado, aquellos que un día pensaron que sus ideas podrían cambiar la humanidad y el hombre dejaría ser el enemigo del hombre. Los dueños y señores se habían hecho poderosos en sus respectivas localidades, y atemorizaban a la población actuando sobre los reclusos, para que sus familiares se doblegaran a sus pies. Quienes no siguieran sus dictados

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lo pagaría en las carnes de algún pariente en prisión. No solo se produjeron sacas por los enfrentamiento políticos de la guerra o de la época de la República, las rencillas llegaban a todos los ámbitos, parecía como si los del bando ganador hubieran encontrado la forma de resolver todos sus problemas y fueron apareciendo las envidias, las venganzas por motivos personales, los celos de todo tipo, los problemas por lindes, propiedades y demás. Los señoritos se vengaban de los jóvenes que no les dejaron tontear con sus hermanas, de quienes en algún momento habían levantado la voz contra ellos en la taberna, de tantas y tantas cosas que los pobres de la huerta se atrevieron a realizar cuando creyeron que había llegado la hora de la justicia y la igualdad para todos.

El campo cada vez iba quedando más diezmado. Ya no venían nuevos prisioneros, ya solo se producían salidas: las sacas. Ricardo me comentaba la impotencia que sentía, pero no encontraba ninguna fórmula para combatir aquella ignominia.

Apoyados en la pared de un barracón nos fumábamos un cigarrillo. Unas tablas rotas cedieron y Mauricio preparó un boquete. Miró en el interior y nos pidió que entrásemos a inspeccionar. Aquello era un lujo. Había lavabos, duchas, pero, sobre todo, retretes. Y nosotros cagando en la zanja junto a la alambrada, pensé entonces. Enseguida escuchamos un ruido y nos salimos rápidos por donde habíamos entrado.

Durante unos días se estuvo comentando por el campo el descubrimiento. La mayoría de la gente, cuando iba a realizar sus necesidades se acordaba de aquel rumor, pero por el pueblo había corrido otro: los prisioneros de la Albatera pasaban tanta hambre que un día hasta habían llegado a comerse a un perro. Tal vez por eso, una mañana aparecieron entre las dos alambradas unos

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ramilletes de hojas de palmeras con dátiles. El primer preso que lo vio, salió corriendo y cogió uno. Empezó a comer, con tantas ganas y tal ansias, que llamó nuestra atención, y nos acercamos hacia él.

Contemplábamos con mucho interés los acontecimientos. Los primeros en llegar cogían las ramas cargadas del preciado manjar. Los últimos, al ver que no quedaba nada, se enfrentaron a sus compañeros; trataban de conseguir lo que para ellos era el mayor de los tesoros. Los guardias atentos a todo se reían a carcajadas y celebraban con un cigarro en la mano la idea de las gentes del lugar. Al oírlos, se asomó el sargento y también esbozó una ligera sonrisa que animó a los vigilantes a continuar con sus chácharas. Al ver aquel panorama Ricardo nos dijo a Mauricio y a mí.

─Debemos tomar alguna medida, no podemos permitir semejante trato.

Mauricio pegó cuatro voces a quienes se peleaban, pero no se asustaron. Se habían roto varios racimos y los frutos caían, los pisoteaban y se hundían en la tierra.

─¡Parad de una puta vez...! ¡Me cago en la puta! ─les volvió a gritar muy enfadado y con más fuerza.

Esta vez sí le hicieron caso. Al calmarse pudieron comprobar que gran parte de la comida se había estropeado en la quimera. Algunos regresaron al puesto que solían ocupar en el campo, otros recogieron lo que había quedado en el suelo, hubo quien tuvo suerte de rescatar algo en condiciones y decidió compartir. Un preso miraba un racimo situado entre las dos alambradas, pisó con un pie el alambre de espino, levantó un poco y cruzó. Un jefe de centuria avisó a un vigilante, quien disparó sobre el osado. Regresó sin coger los dátiles.

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Ricardo nos reclamó alguna solución para que el próximo día no se repitiera la situación. No debíamos permitir que los guardias volvieran a reírse de aquella forma. Entonces, Ricardo pasó una consigna: “La Junta de Resistencia ordena que todos los alimentos que se recojan junto a la valla sean llevados cerca del poste de la bandera, donde se procederá a un reparto justo”.

A la mañana siguiente, tras cantar el “cara al sol” y lanzado los “arribas” y “vivas” correspondientes, la mayoría de los presos se dirigieron hacia la zona en la que el día anterior nos habían lanzados los alimentos. Nosotros fuimos tras ellos, expectantes, deseosos de recibir respuesta al órdago lanzado el día anterior por Ricardo. Nos preocupamos cuando algunos de los reclusos corrieron rápidos y empezaron a recoger los frutos. Pero nos quedamos sobrecogidos cuando, entre el resto de compañeros, se escuchó una voz:

─Todos los alimentos deben ir al lugar común, tal y como nos indicaron los responsables de la Junta de Resistencia.

Ricardo me miró, apretó el puño, los dientes, y luego volvió la vista hacia quienes ya habían cogido dátiles. Se quedaron inmóviles, como si no entendieran nada. No querían entregar los alimentos, se miraban unos a otros tratando de buscar una respuesta. Otros reclusos les ordenaron seguirlos y marcharon hacia la explanada, pararon junto al poste donde colgaban las banderas, pidieron a los poseedores de los frutos que los dejaran en el suelo. Les hicieron caso. De repente apareció un preso, se identificó como médico y nos dijo que había gente a punto de fallecer si no recibían algún aporte mayor de alimentos. Nos pidió consideración con ellos y nuestra confianza.

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Los guardias observaban perplejos aquel acontecimiento. La sonrisa que el día anterior había dibujado sus áridas caras, se tornó en sorpresa general. No comprendían qué estaba pasando. El galeno nos indicó que formásemos todos para revisarnos, uno a uno. A mí no me tocó nada, ya me había alimentado Nicolás. Apartaba a quienes consideraba que no podían ni con su alma. Por muy increíble que pueda parecer, nadie se opuso a la decisión del doctor. Todos consideramos que había elegido a los más necesitados. Unos cuantos se habían autoproclamados como guardianes, y vigilaban que nadie quisiera coger lo que no le pertenecía. Apenas tuvieron que actuar.

Aunque a ninguno de nosotros cuatro nos correspondió ni tan siquiera un solo dátil, aquel suceso me produjo una alegría inmensa. Parecía como si, por primera vez, las cosas empezaran a salirnos bien. Miré la cara de Ricardo y pude ver una pequeña sonrisa. Observé a Mauricio, ciento cuarenta kilos de ternura, limpiándose con manos sucias unos ojos que dejaban resbalar unas lágrimas por aquellos mofletes un tanto ajados. Parecía como si quisiera decir algo, pero no era capaz de articular palabra entre sus sollozos. Entonces pensé que aquello no podría durar mucho. Me hubiese gustado atrapar aquel instante entre mis manos, creo que por eso las apretaba con fuerza, pero aquel soplo de felicidad se me escurrió entre los dedos. Sólo quedó en mi mente, fue entonces cuando me di cuenta de que nunca hay que perder la memoria.

Los falangistas corrieron a contárselo al cabo, y este al sargento, pero el alférez avisó al comandante. Al rato llegaron todos ellos muy enfadados. Se escuchaba la voz de “el carnicero” diciéndole a su superior que no debían consentirse unos actos contrarios a los principios de jerarquía y autoridad. Fue este el encargado de hablarnos.

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─Estoy tratando que todos vosotros abracéis nuestras ideas, y comprendáis la moral del nuevo orden. Por ello no voy a admitir actos que, disfrazados de caridad cristiana, no son más que mero ejercicio de colectivización. Es cierto que estáis pasando penuria y hambre, soy consciente de ello, pero también sufren los españoles de buena fe que, a diferencia de vosotros, no tienen culpa alguna de lo que sucedió. Vosotros debéis hacer un esfuerzo superior: purificar vuestro cuerpo, para así purificar vuestra alma. Entonces recibiréis lo que merecéis y os daréis cuenta de que la Nueva España sabe tratar al hombre que olvida su pasado...

Todos en silencio escuchando cada una de las palabras del jefe supremo de nuestros carceleros, y cada vez más me parecía que aquel hombre se estaba volviendo loco. Se marchó, pero nadie nos ordenó romper filas, aún teníamos que oír más.

“El carnicero” se movía nervioso, se frotaba su cicatriz con la mano. Después llegó un falangista y le comunicó que, según le había informado un jefe de centuria, todo había sido organizado por la Junta de Resistencia. El sargento miró hacia su superior y encontró la autorización para dirigirse a nosotros.

─No voy a consentir que forméis ningún tipo de institución clandestina en el campo. No sé qué pretenden con esas actuaciones, pero ya han conseguido algo: se prohíbe a los paisanos lanzar alimentos desde el exterior.

Nicolás dormía en la cocina, en el suelo, sobre un saco de patatas vacío, entre la mesa del centro y el fregadero que se alineaba con la pared, al lado de los fogones, cerca de la ventana. Sólo el cocinero estaba al tanto de su situación, si otro alguien se hubiese enterado, muy probablemente, no

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le habría dejado. Le despertó una conversación en el comedor de los oficiales, se levantó y escuchó la voz del comandante.

─Tienes que colaborar conmigo. Lo he intentado con los jefes de centurias, pero esos no se enteran de nada...Si me ayudas, seré generoso contigo.

─¿Qué puedo hacer por usted?

─Quiero que me encuentres al piloto que hundió el acorazado España...

─Eso es imposible..., es como buscar una aguja en un pajar...

─Lo sé, y como no va a salir de aquí sin que yo me entere..., te propongo otro trabajo, algo más fácil..., pero no te olvides de él...

─¿Cuál?

─Descubrir la Junta de Resistencia

─Nadie sabe nada ─respondió el recluso─ Creo que no hay

organización... ─descansó un momento─ . Me parece que es algo espontáneo. Nos pasan un mensaje y no sabemos

de quién procede ─dijo el preso resignado.

─Eso es muy interesante. Pero por algún sitio debe

comenzar... ─el comandante se agarraba una mano con la otra, con los codos sobre la mesa, y se las frotaba, casi

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tocándose la boca─. Si me ayudas, te daré la libertad..., a ti y a otras diez personas que elijas.

Cuando vinieron los caciques de Novelda, y los soldados ordenaron formar a sus vecinos prisioneros en la Albatera, el resto de los reclusos nos quedamos un tanto indiferentes, ya sabíamos lo que iba a pasar. Bueno, no todo el mundo estaba tan tranquilo, Ricardo corrió a mi lado y, como siempre que venían a las sacas, volvió a pedirme que hiciésemos algo. Estoy convencido de que esperaba alguna respuesta por mi parte, pero no la tenía. Ni para eso, ni para tantas otras preguntas que también me atormentaban.

Observaba a los paisanos cómo escrutaban a todos los presos de Novelda. No apartaba la vista de ellos. No podía entender que hubiera gente con tanta sed de venganza y quisieran saciarla de aquella manera. Quienes eran seleccionados regresarían al pueblo para morir en la plaza pública, a manos de un pelotón de afectos al régimen.

Pero aquel día no ocurrió lo esperado, ya que cuando se los llevaban, un grupo nos fuimos tras ellos. Yo marchaba ensimismado, pero con lágrimas en los ojos, como queriendo ser solidario con su suerte. Entre nosotros se encontraba un hombre de mediana estatura, pelo rubio y bastante corpulento que, de repente, nos reclamó que nos colocásemos junto a la puerta para tratar de evitar que los sacaran. Le hicimos caso sin pensar en las consecuencias. Los falangistas y los soldados, junto a los guardias civiles llegados desde el pueblo, se situaron en posición de prevención. Me pasé la mano por la frente para quitarme el sudor. El cabo gritó que nos apartásemos o mandaba abrir fuego. Desde su pabellón, el comandante le gritó que intentara reducirnos de forma pacífica.

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Llegaron muchos más falangistas y avanzaron hacia nosotros. Cogieron el mosquetón por el cañón y nos golpearon sin piedad con las culatas. Caí al suelo mareado por el porrazo que recibí en la cara. Cuando me desperté me encontraba en la caseta de aislamiento y vi malheridos a mis compañeros de osadía. Me limpié la boca, manchada de barro. Al poco rato llegó el comandante con el médico, escoltados por varios soldados. Aunque nuestra sangre había convertido el suelo en un barrizal, el doctor consideró innecesario llevarnos a la enfermería, ni siquiera algunas heridas muy aparatosas le hicieron cambiar de opinión. Según él, nadie moriría en aquella batalla. Cuando se marchó, el comandante quiso dirigirnos unas palabras.

─A mí tampoco me gusta que vengan a por los prisioneros... pero, aunque había llegado a un acuerdo con mis superiores para evitarlo, a veces tengo que

colaborar...–el sargento miró extrañado al cabo─. También pienso que quienes os atrevisteis a realizar esta acción, no lo habéis hecho porque seáis unos rebeldes, sino porque no os pareció bien que se llevasen a vuestros compañeros. Yo espero y deseo que sea la última vez. Para mí ya no quedan más rebeldes... Si alguno lo fue, que se olvide y acepte los nuevos tiempos, donde no caben las quimeras... Todos quienes aquí os encontráis, formáis parte de la Nueva España..., que es una, grande y libre, y no quiere rencillas entre sus gentes. Por eso, a partir de ahora, vais a observar mejoras en este campo y la primera de ella será que abandonaréis esta caseta sin sufrir castigo por esa irresponsabilidad producida por el desconocimiento de lo que está pasando en este país, de la magnificencia del caudillo y de todos quienes estamos con él. Pero a la vez os digo, que esta nueva política supone que no tolerar ningún acto en contra de los principios del nuevo régimen.

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Nos marchamos desconcertados, lamiéndonos las heridas, que parecían empezar a sanar. Nadie decía nada, porque nadie sabía qué decir, porque cosas que se venían escuchando por el campo a lo largo de los últimos días parecían tomar sentido. Habría que esperar a ver qué sucedía.

Antes de que llegásemos a la explanada, los guardias vinieron a por el hombre que había iniciado la acción. Los acompaño hacia las oficinas; no tardó en regresar. Nos dijo que había reclamado al comandante que los reclusos de Novelda se quedasen en el campo. Después salió corriendo en busca de uno de los jefes de centurias. Lo cogió y se lo llevó lejos de los demás, a una de las callejas que separaba un pabellón de otro.

─Tú te chivaste...¡Sí vuelves a hacerlo, te mato!

─Sólo cumplo con mi deber. Ellos sí me matarán si no les

hago caso ─le respondió aquel hombre bajito, la cara un tanto pálida y afeitada, mofletes rosados y manos gruesas.

─Ni se te vuelva a ocurrir.

Leopoldo lo soltó, se marchó y nosotros le seguimos, pero Ricardo me comentó que, aunque deberíamos tener unas palabritas con él, necesitaríamos dejar pasar algo de tiempo.

Cuando nos enteramos de que los reclusos de la saca de Novelda se quedaron en el campo, porque el comandante se había enfrentado con sus superiores. Creímos que había llegado el momento de hablar con él, con la cautela necesaria, pero sin miedo.

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VIII LA JUNTA DE RESISTENCIA

Paseábamos, como de costumbre, y encontramos al líder de la revuelta apoyado en la pared de madera de uno de los barracones próximos a la explanada. Había presos charlando con él. Cuando lo dejaron solo, quisimos conocerlo mejor

─Eres de la Junta de Resistencia –le preguntó Ricardo sin mediar más palabras.

─No, lo mío ha sido una cosa espontánea –dijo llevándose

las manos al mentón y acariciándolo─. Se me removían las entrañas al ver que se los llevaban y nadie decía nada..., nadie hacía nada..., nadie actuaba.

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Yo lo observaba, trataba de escrutar cada palabra, cada gesto. Intentaba leer su alma. Demasiadas cosas nos habían ocurrido, no me fiaba de nadie, por eso no dije ni media palabra. Sólo escuchaba, con mucha atención.

Ricardo se quedó un momento pensativo y después respondió.

─A mí también se me removieron... Creo que no debemos permitir cosas como esas, no somos bestias...

─Estoy de acuerdo contigo. Conozco mucha gente como tú con ganas de hacer algo.

Después, a lo largo de un buen rato, nos estuvo contando su vida, su lucha por la República y muchas más cosas. Se llamaba Leopoldo y era de Castellón, allí estuvo organizando a mucha gente durante la guerra. Nadie lo había reconocido o nadie había querido delatarlo

Al marcharnos, Ricardo me comentó que le parecía muy sincero, pero yo le respondí que ciertas cartas tendríamos que guardárnoslas en la manga, en aquel lugar cualquier precaución era poca.

Llevaba tiempo sin saber de Nicolás, pensé que era buen momento para hacerle una visita. Se lo conté a Ricardo, y me mostró su desacuerdo, pero no me importó.

Entré con mucho disimulo, para evitar que los guardias me detuvieran.

─¿Te ha visto alguien? ─me dijo con voz baja.

─No, he tenido cuidado.

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Rápido se dirigió hacia un caldero. Aún quedaban sobras de un jabalí, regalo de alguien del pueblo. Creo que comí como si nunca en la vida hubiera probado algo igual. Ni siquiera pensaba en mis compañeros que desfallecían y en algún momento caerían abatidos por la hambruna. De repente olfateé algo que hacía tiempo no olía, era el aroma del café. Nicolás, leyendo mis pensamientos, cogió un cazo y lo metió en una pota. ¡Qué rico estaba!, me sentía en el paraíso, en un oasis en medio del desierto.

No había terminado cuando Nicolás, llevándose los dedos a los labios, me pedía silencio. Acaba de llegar gente al comedor. Me escondí bajo la mesa del centro de la cocina. Entró el cabo, cogió una botella de aguardiente y regresó donde su compañero. Me acerqué a la puerta, que había dejado entreabierta, y lo escuché hablar con el sargento.

─¡Estoy hasta los huevos!─decía el oficial fumando un

puro─. Este mamón me tiene hasta los cojones...

─Ya caerá de la burra, ya caerá...–echaba el cabo aguardiente en los pequeños vasos de cristal.

─Si no cae, habrá que tirarlo... –apuraba el sargento y después alargaba el brazo para que el suboficial le sirviera

otro poco─. Siempre fue un rajado. ¿Por qué te crees que está en este lugar de mala muerte? Todos los de su graduación ocupan importantes puestos en el nuevo régimen, y él aquí con cuatro mataos..., y encima me tienen que mandar a mí para enderezarlo...

─“No hay que usar la violencia, sólo la inteligencia” –dijo el cabo tratando de imitar al comandante con unos gestos ridículos.

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El sargento bajó los pies que apoyaba sobre la mesa y se incorporó. Se acercó a la pared donde colgaban las fotos de Franco y José Antonio, levanto su vaso y brindó.

─¡A tú salud, camarada...! –dijo señalando la foto de José

Antonio─. Sólo espero que este que está a tu lado..., tenga la mitad de huevos que tú, lo necesitamos.

El cabo notó que el aguardiente se estaba terminando. Insistió tratando de escurrir la botella y no salía ni una gota. Gritó.

─¡Cocinero!

Nicolás corrió a fregar y yo me escondí debajo de la mesa. Enseguida apareció el suboficial.

─¿¡Eres gilipollas o qué!? ─le dijo con la voz un poco

gangosa─ ¿No me has oído?

─¿¡Cómo!? ─preguntó Nicolás haciéndose el tonto.

─¡Llevo media hora llamándote y no me haces caso!

─Es que... ─balbuceaba Nicolás─. Es que estaba liado con los platos y no escuché nada.

─Vale, vale. Dame una botella de aguardiente y déjate de pamplinas, rojo de mierda.

Nicolás rebuscó en el aparador y comprobó que ya no quedaban más

─Tendré que bajar a la bodega, se ha acabado.

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─¡No sé a qué estas esperando! ¡Baja de una puta vez, tonto los cojones!

Oculto tras el mantel me sentía seguro. Aunque me molestaba mucho cómo le hablaba a mi amigo, no me moví ni un milímetro. Regresó al comedor, entonces salí y me acerqué a la puerta que separaba la cocina. La había cerrado, pero me atreví a abrirla un poquito.

No tardó en subir Nicolás con otra botella de aguardiente. La limpiaba con el mandil. Me aparté para dejarlo pasar y, al llegar donde estaban los oficiales, les sirvió. Se lo bebieron de un trago y volvió a echarles.

─Yo no soy el cocinero... Sólo soy el pinche ─dijo Nicolás

tratando de ser amable─ . No sé si hice bien en bajar a por otra botella...

El oficial lo miraba de soslayo, parecía como si fuera a fusilarlo, hasta yo me asusté.

─¡Ni eso vas a ser! –le gritó “el carnicero”─. ¡Volverás al patio con tus compañeros, a pasar hambre, en lugar de estar comiendo la sopa boba aquí!

─Ha sido sin darme cuenta. No, por favor, no –dijo Nicolás arrodillado a los pies del sargento, agarrándole los pantalones, casi besándole las botas.

─Suéltame, rojo de mierda. Perro sarnoso... Al menos eres listo. ¡Cómo sabes que fuera te morirías de hambre!

─No soy rojo – balbuceó Nicolás.

Lo cogió del pelo y, con todas sus fuerzas, golpeó su cabeza contra la mesa, una y otra vez. Yo no sabía qué

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hacer. Mi corazón me pedía lanzarme hacia aquel hombre que estaba masacrando a mi amigo. Me tapé los ojos. Hubiese preferido no haber visto aquello nunca, pero en el “hotel” en el que nos encontrábamos las vistas las elegían por ti.

─No tienes respeto –insistió el sargento, que ya había

dejado de golpear a Nicolás, y este empezaba a sangrar─. ¡Mira que tomarme por menos que un cocinero...!

─¡Perdóneme, perdóneme! –repetía Nicolás con las palmas de las manos juntas y sin levantarse del suelo.

─¡Que te calles, insolente! ─Volvió a golpearlo contra la

mesa─ . Tienes esa desfachatez de los rojos que se creen todos iguales. Grita conmigo: ¡Viva José Antonio!

─¡Viva! ─gritó con voz arrastrada, casi no podía hablar.

─¡Viva la falange! ¡Arriba España!

─¡Arriba España!

─¡Lárgate, cobarde, que no eres más que un puto cobarde! Me lo niegas, pero seguro que eres un rojo de mierda.

Lo empujó hacia fuera y lo dejó marchar. Nicolás se acercó a la pila, donde se lavó la sangre de la cara. Después me hizo un gesto con la mano, para que me retirara de la puerta. Le hice caso, sobre todo, porque quería ver cómo se encontraba. Se llevó los dedos a la boca pidiéndome silencio y, muy bajito, me dijo que no era nada; pronto se le pasaría. Retorné a mi posición a escuchar un poco más, y de repente se me heló el alma.

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─¿No era el brigada el que estaba tan interesado en aquel aviador del periódico? – escuché preguntarle el cabo al sargento.

─¡Qué va, qué va! Aquello era cosa del comandante...

─¡Antonio, Antonio! –me interrumpido Nicolás

agarrándome del hombro y con la voz bajita─, que viene el cocinero. Escóndete.

Me oculté en la escalera que conducía a la bodega. Entró y se puso a charlar con mi amigo, aproveché el momento para salir sin hacer ningún ruido y me volví a la explanada.

Leopoldo quería hablar con quienes le secundaron el día de la fallida saca de los de Novelda, y con todos aquellos que se habían dirigido a él posteriormente. Para ello celebró una reunión, junto a los barracones, a la que nosotros también asistimos. La propuesta de Leopoldo era la de crear una Junta de Resistencia, pero muy diferente a la que ya existía. Pensaba que era el momento de dar la cara, de no esconderse y de empezar a negociar de igual a igual, ya que el comandante había demostrado tan buena disposición. Algunos de los compañeros plantearon serias dudas sobre la conveniencia de salir a la luz. Leopoldo dio una respuesta.

─Si se atreven a hacernos algo, le pagaremos con los jefes de centurias.

Como no convenció a nadie, decidimos posponer la reunión al día siguiente, para que los pensásemos bien.

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Aunque al principio Ricardo se animó a abandonar la clandestinidad en la que realizábamos nuestras tareas, poco a poco le fui persuadiendo de que lo mejor sería esperar a ver cómo iban transcurriendo los acontecimientos. No me pareció muy conveniente fiarnos tan pronto de un comandante fascista, que lo único que había demostrado hasta el momento eran buenas palabras y menos maldad que el sargento falangista, pero eso para mí no valía de mucho. Ricardo dudaba entre la lógica que yo le mostraba y su deseo de salir a la luz. Como si aquella situación de secretismo, en la que nos veníamos desenvolviendo, le pareciera algo cercano a la cobardía, algo que sólo podía admitir como provisional, pero en cuanto aparecía una propuesta como la de Leopoldo empezaba a menospreciar nuestra actitud.

─Le estoy dando muchas vueltas y creo que tienes razón...

─me sorprendió Ricardo─. Deberíamos permanecer ocultos... El problema que yo veo es..., como os lo explicaría yo..., me parece que mañana tendríamos que dar la cara..., y decir a todo el mundo que esa organización no es posible.

Me pareció tan raro que Ricardo pasase de una posición de querer colaborar con Ricardo a tratar de boicotearlo.

─No es necesario... ─le corté de inmediato─ Sólo conseguiríamos delatarnos... Nos podrían tomar por miembros de la Junta de Resistencia. No, eso no nos conviene...

─Pero algo debemos hacer...

─Pasemos un mensaje entre los presos advirtiendo lo arriesgado que es crear una organización legal.

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─¿Y si no nos hacen caso?

─Se integrará uno de nosotros..., para controlarlos.

A la puesta del sol vimos llegar algunos reclusos. Nosotros nos habíamos quedado más atrás. Me sentía intranquilo, nervioso, ansioso por saber si nuestra consigna había llegado a la gente o no. Me inquietaba cada vez que se acercaba un grupo. Al final no fueron muchos los que se presentaron, pero sí más de los que nosotros habíamos previsto. Cuando consideramos que ya no vendría nadie más, nos arrimamos. Entonces, Leopoldo pidió voluntarios para formar parte de la nueva Junta de Resistencia, a la vez advirtió que la clandestina dejaría de existir desde aquel mismo momento. Nosotros tres nos pusimos de acuerdo para que Ricardo nos representase. Cuando tuvo la lista de todos los miembros, Leopoldo nos dijo:

─Quiero que el comandante nos reconozca y podamos hablar con él de las condiciones del campo, debemos ser considerados como personas humanas, que nos concedan los derechos que nos pertenecen como prisioneros... Llevamos el suficiente tiempo aquí para que se acabe esta provisionalidad, este trato injusto. Sé que seguiremos pasando calamidades, pero debemos exigir un poco de dignidad...

Todos le mirábamos con una incierta expectación, como si nos negásemos a creer que en aquel lugar y en aquel momento pudiera decir aquellas palabras, alguien le replicó.

─El comandante no va aceptar esta organización.

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─Yo no quiero hacer política, lo único que pretendo es mejorar las condiciones de vida de los presos. Quien destacara en el régimen anterior deberá comunicarlo, y nosotros determinemos cómo actuar en cada caso.

Aquella última frase me preocupó mucho, creo que se me quedó cara de idiota. Nosotros mismos estábamos poniendo condiciones a quienes defendieron la República. ¿No habían sido suficientes las presiones recibidas por los fascistas? ¿A qué obedecía aquello? ¿Acaso la nueva Junta asumía las propuestas del comandante? Me arrepentí de haber aceptado que uno de nosotros formara parte de aquella cosa que se estaba fraguando.

Leopoldo concluyó anunciado que al día siguiente irían a visitar al jefe supremo, para mostrarle nuestras credenciales.

Fue en ese momento cuando escuchamos la voz de unos presos que se habían quedado vigilando, nos avisaban que se acercaban los soldados, por lo que nos dispersamos buscando cada uno el lugar que se nos antojó más disimulado.

Ricardo y Mauricio se fueron por el exterior de los pabellones situados en la parte derecha, yo me dirigí hacia la izquierda y llegué al barracón donde se encontraban los baños, al inicio de la hilera de casetas. Llegaron, corriendo como una estampida, gran cantidad de falangistas. Entre ellos me pareció ver uno de los cincuenta presos seleccionados al azar por el sargento y que fueron a dar con sus huesos a la caseta de aislamiento. Ahora los llamábamos caras pálidas, por su tez blanquecina. Desapareció tan de repente que me dejó la duda de si en realidad lo había visto. A las puertas del pabellón había varios guardias esperando al resto, mientras apuntaban a dos reclusos, parecían muy

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asustados. El primero en llegar fue el cabo. Yo me quedé observando todo lo que ocurría.

─¿¡Qué ha pasado aquí!? –preguntó con gesto iracundo.

─Estos maricones se estaban dando por culo – respondió uno de los soldados.

Sacaron a los dos presos, los tiraron escaleras abajo y llegaron a los pies del cabo. Este agarró a uno de ellos por los pelos, cogió la pistola de la cartuchera y le puso la bocacha del cañón en la sien. Lo miró a los ojos, lleno de ira. La cara escuálida de aquel hombre se volvió pálida. Se escuchaban los murmullos de muchos presos que habían acudido al oír tanto jaleo. Los falangistas se dispusieron en estado de prevención, apuntando con sus fusiles hacia la masa aterrada, impávida, sin saber qué hacer.

─¡Vosotros sois rojos! Os habéis delatado –dijo el cabo mirando hacia sus camaradas, algunos de los cuales le rieron la gracia–. Dadles su merecido –gritó dirigiéndose a sus hombres.

Les quitaron la ropa, los ataron con una cuerda a la cintura, y comenzaron a pasear aquellos cuerpos desnudos y esqueléticos por el campo. Un fascista se acercó a uno de ellos, lo agarró por la cintura e hizo el gesto de darle por culo, provocando las risas de sus compañeros.

Comenzó a llover. Me refugié cerca de los pabellones, pero aquellos pobrecitos seguían sufriendo. Los tiraban al suelo, los pisoteaban sobre el barro, con lo que, sin pretenderlo, tapaban un poco sus vergüenzas.

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─¡Maricones...! ¡Sois todos unos maricones de mierda! –

gritaba el cabo─. Estos eran republicanos. No hay duda de que lo eran.

La gente los miraba temblando, pero nadie se atrevía a defenderlos. Entonces observé a Ricardo moviéndose con avidez entre la masa, como buscando a alguien. Me fui tras él. No paró hasta llegar donde Leopoldo.

─Hay que hacer algo. Debes hacer algo o, si no, esa organización que estas intentando crear no tiene ningún

sentido. ─le dijo agarrándole del brazo, tirando de él hacia donde estaban los presos que eran humillados.

─No se puede hacer nada. Con esos no se puede hacer nada. Es una causa perdida. Suéltame.

─Vamos a verlos.

Llegaron a la primera posición. Los falangistas rodeaban a los dos hombres que, con las cabezas gachas, no ofrecían ninguna resistencia. Escuchaban las burlas de sus carceleros y las soflamas del cabo gritando que ese era el camino que había tomado la España rebelde.

─Para eso tuvimos que llegar nosotros, para salvar a la patria de estos pecados y otros parecidos. ¡Con lo buenas que están las mujeres...!, y estos maricones republicanos nos querían privar de esos placeres.

Los interrumpió el brigada, y ordenó trasladarlos a la caseta de aislamiento. Cuando se los llevaban, el cabo no pudo contenerse.

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─¡De eso nos hemos librado!... ¡De una España de maricones!... ¡Arriba España! ¡Una, grande y libre!

Y todos sus compañeros lo repitieron como un eco.

Al día siguiente Leopoldo, acompañado de una representación de la Junta, fue a visitar al comandante. Los recibió con mucha amabilidad y les prometió estudiar sus propuestas, pero antes de darles una respuesta comprobaría, clara y meridianamente, que ningún preso abrazaba los ideales de la vieja España, o, al menos, no lo demostraba. Respecto a la liberación de los dos detenidos del día anterior, le respondió que no podía dejar suelto a unos maricones, pero no los trataría mal.

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IX LA BALSA

Nicolás estaba en la cocina fregando la loza. Cuando escuchó que alguien llamaba a la puerta, corrió a abrir.

─¿Puedo pasar? –le preguntó un recluso.

─No. No puede entrar nadie –le respondió Nicolás, a quien no le hacía ninguna gracia que un desconocido viniera a visitarlo.

─He visto salir presos de aquí. Y parecen muy contentos.

─Sólo viene un gran amigo, nadie más.

─Yo soy Alejando. ¿No sé si me recuerdas...? –decía el

hombre apoyado en el marco de la puerta─. Cuando

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estuviste en Valencia con tu escuadrilla, haciendo prácticas...Yo era comisario político.

─No, yo no soy ese. Yo era un civil.

─Vale. No te preocupes. No voy a delatarte. Hace tiempo que te vi y no he querido pedirte nada, pero tengo un hijo aquí. Sólo tiene dieciocho años, lo está pasando muy mal, quiero que me des algo de comida.

Nicolás buscó en la panera, y luego rebañó un caldero sacando unos granos de arroz.

─Toma, también hay para ti...

─Gracias.

─De nada, pero nunca vuelvas por aquí, ni tampoco se te ocurra decir a nadie que soy quien dices..., yo no soy ese.

Se marchó sin mirar atrás, muy contento.

Nicolás llegó corriendo, exhausto. Me había buscado por todas partes y me encontró sentado junto a un pabellón, al lado de mis compañeros.

─Tengo noticias... ─decía casi sin resuello.

─Tranquilo, amigo, tranquilo –le dije tocando su espalda que había agachado para coger aire, mientras apoyaba sus

manos sobre las rodillas─. Cuéntame qué pasa.

─Os van a dejar salir a una balsa muy cerca de aquí, para que os lavéis y refresquéis un poco. ¡Estoy tan contento!

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Te vendrá tan bien ─Me fijé en Ricardo, estaba hablando con Mauricio, aunque creo que también escuchaba

nuestra conversación─. Me tengo que ir.

Y se fue tan rápido como había llegado. Entonces le pregunté a Ricardo si aún dudaba de él y me contestó que podía ser una trampa.

El comandante no había vuelto a permitir tirar comida al campo, no asumió aquel reparto organizado por los presos. Pero los vecinos encontraron una zona poca vigilada. Se trataba de una pequeña charca que cruzaba las alambradas. La utilizábamos para lavar la ropa y a nosotros mismos. Sus dimensiones eran tan mínimas que, en la parte que quedaba dentro del campo, no podían estar a la vez más de tres personas, con lo que los turnos se eternizaban y muchos reclusos desistieron de utilizarla. Los paisanos colocaban alimentos en una lámina de corcho que atravesaba la valla. A veces se caía al agua, si lo hacía en el interior, la recogíamos. Creo que el comandante se enteró de lo que estaba pasando, pero como había hablado de mejorar nuestra situación, no quiso prohibirlo.

La Junta de Resistencia presidida por Leopoldo ordenó que un grupo se encargara todos los días de recoger aquella comida. Después la ponían a disposición de los médicos y estos se la llevaban a los más necesitados. Pero la ayuda procedente del pueblo era muy insuficiente. En la mayoría de los casos sólo conseguía alargar el dolor y la pena de quienes, inexorablemente, más tarde nos abandonaban en la carreta que conducía a los hombres al cementerio.

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Un día, mientras paseábamos, vimos una escena que jamás hubiésemos querido presenciar.

─¡Yo no aguanto más aquí! —gritó un preso grandote, que parecía haber perdido mucho peso.

Corrió hacia la alambrada, la cruzó con facilidad ante el asombro del resto de los compañeros, pero cuando salió del campo empezaron a dispararle desde un puesto de ametralladoras escondido entre las palmeras de alrededor. Los guardias llamaron a unos cuantos prisioneros para recoger su cadáver. Observábamos con expectación y asombro. Se lo llevaron cerca del cementerio, donde jugaban unos niños a la rayuela. Sin quererlo pisaban los lugares donde habían sido enterrados otros que murieron antes. Al ver venir a los guardias se marcharon corriendo.

─Ya sabemos dónde hay un puesto de ametralladoras —me dijo Ricardo.

─Ahora entiendo porqué los guardias relajan tanto su vigilancia –le respondí.

─Si hubiera varios intentos conoceríamos la situación de los distintos nidos...—pensó en voz alta Ricardo, que se calló de repente, dándose cuenta de lo que acababa de

decir, pero continuó─. Se lo comentaré a Leopoldo, por si se le ocurre algo.

Tal y como me había dicho Nicolás, llegó el día de la esperada excursión. No iba a ser muy lejos, como mucho a unos cuatrocientos metros. Se comentaba que era una balsa bastante grande, lo suficiente para lavar aquellos

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cuerpos sucios que durante algún tiempo se habían conformado con tan poquita cosa.

Por eso en la mayoría de nosotros se notaba una enorme alegría. Los rumores decían que podríamos bañarnos y, si nos organizábamos bien, hasta nadar. Pero nada más llegar, los que más corrieron se lanzaron al agua sin esperar a que nadie ordenara nada, sin quitarse las ropas, alguno ni los zapatos. Enseguida aquello se llenó y apenas podíamos movernos. Los guardias no decían nada, el sargento sonreía y el cabo dio una voz que más que querer alentarnos, pretendió mofarse de nosotros.

─No tenéis que bañaros todos a la vez. Tenemos tiempo suficiente para que podáis hacer turnos.

Poco después uno de los presos salió de la balsa y se puso a correr en dirección al pueblo, en busca de la libertad. El sargento ordenó a sus hombres que no disparasen. Me extrañó, pero luego cogió su fusil, se tomó un tiempo y le dio en una pierna. Mandó a uno de sus escoltas acercarse a la cocina a por un saco de patatas vacío, y que trajera un gato que solía merodear por el comedor de oficiales. A otros soldados les ordenó recoger al herido. Nos pidió a todos que saliésemos del agua: aquella osadía la íbamos a pagar cara.

─Pero él más que nadie ─dijo con un cierto tono de misterio.

No tenía ni idea de a qué se refería, no sabía que estaba preparando, pero no tardé en enterarme. Cuando regresó el falangista con el encargo, el sargento metió el gato y al preso en el saco, lo ató y lo tiró al agua. Enseguida me di cuenta de lo que estaba ocurriendo, y en mi mente se dibujó la espeluznante escena del felino haciendo lo imposible para escapar y abandonar el agua. Nunca había oído unos gritos de terror semejante, unidos a los

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maullidos de aquel animal me produjeron pánico. Espero no volverlos a oír en lo que me queda de vida. Nunca escuché a nadie implorar la muerte con más convicción. Tuve la intención de dirigirme hacia “el carnicero” y machacarle la cabeza con una piedra, pero hacía tiempo que había aprendido que no se podía sobrevivir en aquel lugar a base de impulsos. No fue mucho lo que duró aquello, porque en cuanto apareció el brigada, le pegó un tiro y el preso murió en el acto. Entregó el fusil a un soldado, corrió hacia el sargento y le golpeó. Éste no se quedó inmóvil y comenzaron a pelear. Yo me había alejado un poco de la charca, estaba entre la plantación de alcauciles, pero rápidamente me acerqué a verlos, no me lo quería perder. Algunos de mis compañeros habían tomado partido por el brigada, caía mejor, pero ninguno de los dos gozaba de mis simpatías, al falangista se le veía venir, el oficial me parecía lo mismo pero tratando de disimularlo. Los soldados se mezclaron con nosotros y todos dejamos un espacio para que pudieran pelear libremente. Nos movíamos al compás de los contendientes. Llegaron cerca de la charca, el brigada empujó a su rival y después se fue tras él. En ese momento apareció el comandante; les ordenó que salieran rápidos y le acompañaran.

Por el campo se estuvo hablando durante mucho tiempo de la famosa pelea. A ninguno de los dos los vimos durante una temporada. Se comentaba que los habían encarcelados juntos en la caseta de aislamiento, que los habían expulsados del ejército, que a cada uno los habían mandado a campos distintos, y muchas cosas más. A pesar de aquellos terribles sucesos, el comandante no prohibió nuestro paseo a la balsa. Creímos que fue debido a la protesta de Leopoldo por la muerte tan indigna de aquel compañero. Nunca alcancé a conocer los motivos, pero volvimos a la charca, más organizados y nadie volvió

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a intentar una fuga. A mí me parecía estupendo, sobre todo, porque un día encontré encima de una piedra, en la plantación de alcauciles, un trozo de pan y un poco de queso que me pareció un milagro somanal. No se lo conté a nadie. Los días siguientes volvieron a aparecer alimentos en el mismo lugar. En una ocasión, vi a lo lejos una muchacha mirándome mientras lo recogía. Imaginé que era ella la que mantenía mi ilusión. Seguro que se encontraba entre las mujeres que lavaban la ropa un poco antes de nuestros baños.

Pero la alegría más grande me la llevé cuando vi aparecer a Nicolás en la fila en dirección a la charca. Después me contó que ya no le dejaban utilizar las duchas de los oficiales.

─Yo no quería venir ─me dijo─. Me hubiera quedado sin bañarme, pero me obligó el cocinero.

La costumbre iniciada por un preso de buscar su libertad por la vía rápida, volvió a repetirse. Más de uno la consideró como su única posibilidad y apostó por ella. Ricardo propuso en una reunión de la Junta que se pasara un mensaje, para que quien eligiera ese camino se pusiera a disposición de la Resistencia. Su idea era que esta se encargara de buscarle el lugar y el momento de salida, así se localizaría dónde se encontraban los nidos de ametralladoras, y lo utilizaríamos como información en posibles fugas organizadas.

─No servirá de nada ─le replicó Leopoldo─. Los jefes de centuria se chivarían y los cambiarían.

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Una noche un grupo de diez presos intentaron la fuga por la pequeña charca donde los paisanos pasaban la comida. Aquel lugar que había servido antes para el lavado, tanto de cuerpos como de ropa. Cerca se encontraba un cañaveral y más de uno pensábamos que era el lugar más apropiado. Unos cuantos se atrevieron a cruzarlo, pero las ametralladoras terminaron con la vida de seis. Otros cuatro lograron escapar.

El comandante se enfadó tanto que cumplió su amenaza de matar a quienes llevaran los números anterior y posterior. No le pareció correcto que él tratara de ser generoso y nosotros se lo pagáramos de aquella manera. Por ello, también decidió quemar el cañaveral y soterrar aquel pequeño manantial.

Los guardias salieron del campo con antorchas, se acercaron a la espesura y le prendieron fuego. Después entregaron pico y pala a varios presos, a quienes ordenaron enterrar la charca. Uno quiso impedirlo y pretendió que los demás continuásemos su ejemplo; pero nadie consideró aquella como una batalla digna de malgastar las fuerzas mermadas. Las llamas iluminaban la noche, caían pavesas sobre algunos cuerpos desnudos por el calor sofocante, el agua se fue llenando de cenizas, quienes realizaban el trabajo se limpiaban el sudor con las manos tiznándose sus caras. Yo contemplaba con mucha tristeza cómo iba desapareciendo aquel oasis y temí que pudieran prohibirnos la salida a la otra balsa. Tenía curiosidad por ver más de cerca el rostro de aquella mujer que todos los días me dejaba alimentos.

Leopoldo le dio la razón al comandante, y también se enfadó con nosotros, pero consiguió arrancarle la promesa de que seguiríamos yendo a bañarnos. Mis males se terminaron. Aunque no del todo, porque no pudo impedir que algunos tuviéramos que partir con pico y pala a una cantera cerca del campo. Era una pequeña loma que en poco rato se llenó de hombres, carretillas y

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herramientas movidas por individuos sin fuerzas. Para algunos, aquel exceso, supuso el pequeño empujoncito que necesitaban para abandonarnos. Yo los contemplaba con indiferencia, como si ya todo me diera igual. Luego llegaban los camiones y cargaban la tierra y las rocas que llevarían a algún camino, sobre ellas los cuerpos de quienes no resistieron.

Aquel trabajo conseguía que durmiera como un lirón. Otras veces el estómago vacío me lo había impedido. Ahora la comida escaseaba más que nunca, la charca se había secado, y el maná que llegaba a través de ella desaparecido como por arte de magia, pero yo tenía a Nicolás

Pocos días después pude comprobar como la evasión de aquella noche había sido en vano. Llegaron los cuatro fugados y también otras personas que se habían escapado de lugares cercanos, incluso lejanos. A unos cuantos los llevaron a la caseta de aislamiento, al resto los dejaron en la explanada.

Mi curiosidad me llevó a acercarme a uno de ellos con la intención de charlar con él, e informarme de lo que ocurría en el exterior. Se llamaba Marcos. Se había fugado del campo de concentración de Castuera, en la provincia de Badajoz.

─Por las noches..., encerrados en nuestros barracones..., llegaba un alférez con una lista. Se nos encogía el alma cada vez que veíamos a aquel oficial. Miraba a un lado y a otro, después se ponía a leer los nombres que figuraban en un papel arrugado. Entre gritos de pánico, los soldados sacaban a rastras a los presos que nombraban. Un suspiro de alivio cuando se marchaba, pero al poco pensábamos en los compañeros que se habían llevado, y más de uno se tiraban sobre el camastro a llorar. Los conducían a las bocaminas que había cerca del campo, ataban a varios

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con una cuerda, empujaban al primero y este arrastraba a los demás. Cuando todos habían caído, les lanzaban bombas de mano, por si alguno había logrado sobrevivir. Nosotros oíamos las explosiones desde el campo. Sentíamos cómo vibraba el terreno, unos ruidos que nos hacían estremecer, aunque..., a veces, tratábamos de engañarnos pensando que eran los nuestros que venían a liberarnos...

Hacía tiempo que había dejado de impresionarme, pero se me encogió el corazón. Aquel relato me estaba llegando hasta lo más profundo del alma. No podía creerlo, había campos donde los carceleros eran más terroríficos que en el nuestro.

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X EL CAPELLÁN

El jaleo de aquella mañana me llevó hasta las alambradas para contemplar el espectáculo, Ricardo y Mauricio me siguieron. Los soldados y los falangistas, todos ellos envueltos en sus mejores trajes, se dirigieron hacia las vías del tren. Nosotros observábamos curiosos por adivinar cuál sería aquel acontecimiento que tanto preocupaba a nuestros verdugos. El comandante con uniforme militar de gala; nunca antes lo habíamos visto tan emperifollado. También estaba el sargento, que reaparecía tras la pelea en la balsa, llevaba una guerrera de color blanco. Pero, por mucho que los buscamos, no vimos aparecer por ningún lado al brigada. Cuando paró el tren, bajó un oficial a quien todos saludaron y, a la postre, resultaría ser el capellán castrense que venía a instalarse entre nosotros.

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En aquellos tiempos, si un campo pretendía acceder a los servicios religiosos debía reunir ciertas condiciones. Estas eran alcanzadas cuando se había conseguido erradicar a todos los rebeldes o, al menos, no quedaba constancia de que estos existieran. La presencia del sacerdote en el campo concedía un estatus al que todos los gerifaltes deseaban acceder. Por eso, aquella clara mañana, se podía apreciar la cara de felicidad del comandante, no tanto la de “el carnicero” que, a pesar de llevar impecable vestimenta, se le notaba más forzado. Pero todos abrazaron al capellán con muestras de afecto y cariño. Nadie entre los militares deseaba quedarse atrás a la hora de agasajar a aquel ilustre personaje que llegaba con la intención de quedarse.

Tal vez fuese por ello por lo que cuando, unos días más tarde, el cura solicitó al comandante la construcción de una pequeña capilla en la explanada, cerca del mástil de las banderas, éste no pudo negarse y le ofreció todos sus hombres y los materiales necesarios, los que se pudieran adquirir en la “cabeza del pezón”, que tan amablemente serían provistos por los reclusos, a costa de unas fuerzas que habían empezado a escasear. Pero a cambio, y por el firme compromiso adquirido de que nadie se volvería a sentir rebelde, aumentarían un poco la ración, y la lata de sardina compartida se convertiría, de cuando en cuando, en un guiso de lentejas que proporcionarían la energía necesaria. Además permitiría a los vecinos de la localidad traernos alimentos. Podrían entrar a la zona comprendida entre las dos alambradas y allí entregárselo directamente al recluso que eligieran. Eso sí, con una condición: que no se repartiera entre los presos y sólo lo consumiera quien lo recibiera. Ya se encargaría el ejército nacional de asistir a los desvalidos, a los que estuvieran cercanos a la muerte, pero, eso del reparto, no podía permitirse en aquel lugar, en aquel momento: caridad sí, pero la solidaridad eran palabras mayores. Nadie en el campo moriría de hambre, así lo había decretado el capellán, algo que nos tranquilizó

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a todos, porque ya habíamos visto desaparecer a demasiada gente. Me alegré mucho cuando la muchacha que dejaba los alimentos en aquella piedra entre los alcauciles, al enterarse de la noticia, se acercó para entregármelos.

Mientras me encontraba paseando escuché una voz que me llamaba: “señor, señor”, le pregunté si era a mí y me contestó que sí. No tenía ni idea quién podía ser, ni me lo imaginé. Al llegar a la alambrada vi aquella mujer con el pelo castaño, los ojos de color miel y una sonrisa capaz de ilusionar al más desesperado del mundo. Enseguida me sacó de mi asombro

─Soy la que te deja la comida ─me dijo con voz tan dulce

como sus ojos─ . ¿No me reconoces?

Me avergoncé y no supe qué decirle. No hizo falta que le respondiera, porque ella empezó a hablarme, me contó que se llamaba Eulalia y que me había visto muchas veces bañándome en la balsa y, si yo quería, me traería de comer todos los días que se lo permitieran.

No me negué a tal bondad, pero de repente me vino a la mente Victoria y el tiempo que llevaba sin recordarla. ¿Qué habría sido de ella? ¿Habría llegado a Orán? ¿Y la niña? ¿Qué habría sido de la niña?

Pero la vida seguía y ahora me brindaba una gran oportunidad que no podía despreciar. Me gustó aquella muchachita y, cuando se tuvo que marchar, le pregunté si me permitía darle un beso en la mejilla, en reconocimiento a su magnanimidad. Me lo consintió y sus mofletes se volvieron rosados.

Después de que se fuera, quise ofrecer una parte de mi ración de pan y chorizo a mis amigos, pero un guardia me recordó que estaba prohibido y me advirtió que si volvía a

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hacerlo podría despedirme de aquella tonta. Razones que aplastan, pensé.

Cada una de las personas que traía víveres había elegido un preso para alimentar. Muchos lo hicieron al azar, aunque no fuera ese mi caso. Al principio hubo quien escogió a los que veía en un estado más deplorable, y alternaba para ir salvando a unos y a otros, por ello los penados se colocaban en la alambrada ofreciendo su cara más lastimosa. Esto no le gustó nada al comandante y ordenó que se decantaran por uno para siempre; esto obligó, a quienes habían optado por aquel sistema tan humanitario, a tomar una difícil decisión.

También traían alimentos los familiares de los reclusos. Llegaban desde pueblos cercanos o lejanos. Entre ellos estaban las esposas que habían abandonado su hogar y ahora vivían en una tierra extraña. Se ganaban el pan trabajando de criadas con las familias que les daban cobijo. Las mujeres al lado de sus maridos, las madres con sus hijos, abuelos junto a nietos que se habían quedado sin padres. Pero nadie se identificaba, ya que no querían delatar a sus seres queridos. Todo ello lo sabía el jefe supremo de nuestros carceleros, pero seguía con su política de “ojos que no ven corazón que no siente”, y con su firme creencia de que lograría que todos abrazásemos la nueva fe, para ello contaría con la impagable ayuda del capellán, a quien todo aquello le iba a resultar como un juego de niño, tan acostumbrado a socorrer almas descarriadas.

Yo seguía viendo a Eulalia. Me contó que se había fijado en mí porque me parecía a un hermano suyo que se llevaron los falangistas y no sabía dónde se encontraba, ni siquiera si estaba vivo o muerto.

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El sacerdote se sentía muy contento, la capilla se construía a marchas forzadas. Como la cantera se encontraba tan cerca, en ningún momento se produjo desabastecimiento de materiales, algo que era muy habitual en otras obras. Yo había cambiado el trabajo en “la cabeza del pezón” por el de la ermita que, aunque no me interesaban mucho los asuntos del clero, era una tarea mucho más llevadera. Ricardo y Mauricio no tuvieron la misma suerte que yo, y por las noches escuchaba sus quejas. Ricardo se lamentaba y decía que la mejora en la ración, de la que tanto se vanagloriaba el comandante, era insuficiente para el esfuerzo tan grande que les exigía. Contemplando su cara me daba cuenta de cuánta razón tenía. Se lo propuso a Leopoldo para que reclamara ante las autoridades, pero la respuesta fue instantánea

─Ya hago todo lo que puedo. Estoy tomando medidas para mejorar la situación de los presos. Pero si encima no estáis contento y me pedís cosas imposibles..., me lo tendré que pensar.

Nicolás vino a contarme que habías visto al sargento en el comedor hablando con un recluso de forma muy efusiva. No pudo oír bien la conversación, pero le pareció que el oficial le pedía ayuda.

─¿Lo reconocerías en el campo? –le pregunté.

─Lo que me faltaba..., ir buscando por ahí a alguien.

─Perdóname, Nicolás, perdóname.

Se marchó corriendo. Mi estupidez le asustaría. No sabía qué podía significar, creía que yo sería capaz de

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descifrarlo, pero no tenía ni idea, ni tampoco Ricardo, quien me dijo que lo hablaría en la reunión de la Junta, pero yo seguía en mi estrategia de desconfianza, y le pedí que no lo hiciera.

Mientras paseábamos vimos un grupo hablando con Leopoldo. Parecían muy nerviosos, como asustados. Lo que provocó mi curiosidad y le sugerí a Ricardo que se acercara a ellos. Al terminar la charla, Leopoldo se fue a visitar al comandante, y Ricardo vino a contármelo todo: La noche anterior habían desaparecido dos presos del campo. Nadie sabía muy bien porqué.

─Tenían antecedentes políticos... ─me dijo Ricardo con

voz de gran preocupación─. Al parecer eso tiene algo que ver.

El hecho de tratarse de partidarios del anterior régimen, como yo, no me preocupó más de la cuenta. Ya tenía asumido que en cualquier momento nos podía llegar la muerte. No me había creído nunca nada acerca de las buenas intenciones del comandante y, por otro lado, sabía muy bien que no debía renunciar a lo que era. Una cosa era presentarme voluntario para un pelotón de fusilamiento, y otra, muy distinta, renegar de lo que fui y siempre seré.

No tardó en llegar Leopoldo, Ricardo corrió a enterarse y nos pidió acompañarlo. También acudieron los que habían denunciado los hechos.

─El comandante me ha respondido que no sabe nada, que se habrán fugado –dijo Leopoldo enfadado con los compañeros.

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─Imposible, nos habríamos enterado.

Leopoldo les exigió que, antes de pedirle algo como aquello, se lo pensaran muy bien: las quejas lo único que habían provocado era crear sospechas. Pero los reclusos no daban por buenas sus explicaciones.

Mientras nos alejábamos, Leopoldo seguía reprochándoles su comportamiento y les pidió que se enterasen de lo ocurrido. Cuando estuvimos lejos, le comenté a Ricardo que aquellos hombres no parecían muy convencidos, probablemente lo que Nicolás me había comentado acerca de la charla del sargento tenía algo que ver. Deberíamos estar muy atentos porque, a mi entender, algo muy importante se estaba fraguando en el campo. A partir de aquel día, uno de nosotros no dormiría, se quedaría vigilando.

Mauricio nos despertó con mucho sigilo y nos pidió que le siguiéramos. Vimos un recluso merodeando por la explanada, se fijaba en otros presos y luego continuaba una especie de búsqueda que no entendíamos bien. Apareció otro, que hizo correr al primero, lo siguió, lo atrapó, pelearon. Este último sacó una navaja, le tapó la boca para que no gritara y le clavó la cuchilla, al momento lo dejó caer muerto sobre el suelo. De inmediato unos presos se le acercaron, y le dieron las gracias. Luego, entre todos, cogieron el cadáver y lo escondieron entre los barracones. Se fueron a dormir y nosotros hicimos lo mismo, regresando al trozo de parcela que la costumbre nos había asignado.

A primera hora de la mañana siguiente le pedí a Ricardo que me acompañara cerca de la zona por donde paraba Leopoldo. Esperamos durante un rato, y aparecieron

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unos presos que habían visto un cadáver junto a los pabellones. Los seguimos, pero cuando llegamos al lugar indicado no había nada. Buscamos en los alrededores, pero no obtuvimos resultado alguno. Leopoldo les explicó lo ocurrido el día anterior y luego reflexionó en voz alta.

─Trataré de informarme. Pero no deben enterarse los falangistas. Sólo conseguiríamos que endurecieran las condiciones... Si algo ha sucedido, que lo dudo mucho, se tratará de rencillas personales.

No me convencieron las explicaciones de Leopoldo, para mí lo que en aquel lugar ocurría no era nada personal. Enseguida llegaron los soldados para enviarnos a unos hacia la capilla y a otros a la cantera.

La construcción que pretendían realizar era tan pequeña que ni siquiera podríamos entrar dentro a oír misa, serviría para guardar los utensilios de la celebración y otros enseres del cura, pero, según me habían contado, la cruz sería muy alta y muy grande. Por aquella época yo no creía en nada de los curas, en realidad lo hice poco después de cumplir los ocho años: un día pensé que en un momento de la eternidad a Dios se le ocurría decir “hasta aquí hemos llegado”, y entonces todo se acababa. Desde aquel instante en que la religión dejó de servirme, comencé a alejarme de ella. A pesar de mis creencias adversas, aquel trabajo era mucho mejor que el de mis compañeros: muchos de los que partieron por la mañana hacia las canteras, nunca regresaron al atardecer.

Algunos de quienes se presentaron voluntarios para albañiles no tenían ni idea de construcción, por eso al principio se cayeron los muros más de una vez. Pero, poco a poco, fueron aprendiendo, puede que sólo a base de empeño. Ellos pensaron que les darían una ración mayor y no dudaron en hacerse pasar por lo que fuera necesario

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con tal de conseguir algo que llevarse a un estómago en plena descomposición.

Yo trabajaba de peón, no tuve el valor de los “oficiales de albañilería”. Mientras amasaba, vi llegar al capellán con el comandante. Les presté gran atención, por si me despejaban alguna incógnita de lo ocurrido la noche anterior.

─Al principio pensé que este experimento no saldría

adelante...– dijo el jefe supremo de nuestros carceleros─. Pero han mejorado una barbaridad. No pueden ser rojos...

─Tu mano bendita –le cortó el sacerdote─. La gran obra que has realizado aquí, eso sí que no tiene nombre. Un poquito más de comida echo en falta... – le reprochó el cura.

─Poco a poco, no debemos enseñarlos mal.

No dijeron nada que me interesara, así que continué con mi tarea.

Por la noche me tocó vigilar. Estaba muy nervioso, al menor movimiento lo tomaba como algo sospechoso. Deseaba encontrar las respuestas a todas mis preguntas. Aunque el día anterior había dormido poco y estaba muy cansado, no pensaba desfallecer y era precisamente esa responsabilidad la que contribuiría a no perderme ni un detalle. Cuando escuché un pequeño ruido, miré y distinguí a varios falangistas moviéndose por la llanura. No quise despertar a mis amigos, a quienes el trabajo en la cantera les agotaba mucho más que el mío. Iban con mucho cuidado, creo que nadie pudo escucharlos.

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Cogieron a un preso, le taparon la boca con un pañuelo y se lo llevaron. Después harían lo mismo con otros dos más. Dieron la vuelta por la parte norte de los pabellones para no despertar a los reclusos. Yo los seguí y llegaron al barracón de la tortura; me acerqué a la parte de atrás a buscar aquel roto que nadie había arreglado aún. Dentro estaban “el carnicero”, a quien desde el día de la pelea con el brigada se le veía poco, y el cabo, que agarró a uno de los presos, lo golpeó, lo tiró al suelo, le pisó la cabeza, le dio patadas por todo el cuerpo y al terminar, sin quitarle el pañuelo, le cortó el cuello. Al poco rato caí en la cuenta de que el condenado que acababa de fallecer era uno de los de la saca Novelda, aquellos a quienes el comandante había conseguido salvar. A los otros dos los ataron de una cuerda sujeta a una viga y los elevaron un poco, les quitaron la camisa y comenzaron a golpearlos en el estómago, en las espaldas, en las rodillas, incluso en la cara.

─¿Quién os ordenó matar al preso de anoche? ¿Qué pretendéis con ello? –les decía el cabo después de ordenar

a los falangistas que parasen un momento─. Habéis matado a uno, pero tenemos más gente que nos apoya...No acabaréis con ellos en lo que os queda de vida... Decidme el nombre de todos los que os ayudan.

Les quitó el pañuelo de la boca y esperó una respuesta, pero ninguno dijo media palabra. Yo estaba tiritando, sólo mis ansias por saberlo todo me mantenían en pie. La respuesta del cabo al silencio de los penados, fue golpearles la cabeza con el palo. El primero que lo recibió perdió el conocimiento; el otro tuvo más suerte, el impacto fue más suave. De repente llegó el alférez con varios soldados; pensé que pondría fin a mi angustia, pero me confundí y, en aquel momento, no pude comprender por qué cogió el fusil y después de dedicarle unas palabras recriminatorias al sargento: “¿Acaso no sabes que el

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comandante ha prohibido la tortura”, les pegó dos tiros a los pobres presos que murieron en el acto.

─¿Por qué lo has hecho? –preguntó “el carnicero” decepcionado.

─Para que no sufrieran... Ya los habíais matado vosotros...

─Que humanitario te has vuelto de repente –le cortó el

sargento malhumorado─. ¿No será que tenías miedo a que delatara a sus compañeros y trastocáramos los planes de ese gerifalte inepto

─No habléis así de vuestro superior...

─Nosotros queremos descubrir a todos los que lucharon

contra la patria ─le interpeló “el carnicero”─. ¡No debe quedar ni uno...! No vale taparse los ojos y decir que todo el mundo es bueno. Estos no cambiarán nunca. Que se meta eso en la cabeza tu querido jefe...

─Yo lo único que hago es cumplir órdenes...

─Nosotros cumplimos órdenes superiores..., las que nos dictan el mártir José Antonio, y nuestro caudillo...

─Aquí es el comandante quien dice cuáles son sus dictados –dijo con energía el alférez.

─Únete a nosotros..., contigo lograremos destituir a ese cobarde...Hasta los presos no los agradecerán... Si al final van morir todos, mejor será que lo hagan de forma honrosa...

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─Si seguís con vuestras batallas, algún día vais a estar en su lugar... Nunca iré contra el poder constituido –

concluyó el alférez─. Tened mucho cuidado, puedo llevaros ante un consejo de guerra.

El sargento y el cabo dieron su batalla por perdida, como si esa fuera la única actuación posible por parte del alférez, y se marcharon hacia su barracón a dormir. Los soldados cogieron los cuerpos de los tres muertos y se los llevaron, pero no hacia el cementerio, sino que fueron por el mismo camino que habían recorrido los falangistas. Yo los seguí hasta que llegaron al horno, donde los tiraron. Entonces regresé a mi puesto. Ricardo y Mauricio seguían durmiendo y no quise despertarlos.

No conté nada a mis compañeros, creo que tenía miedo a que Leopoldo se enterase, o a que Ricardo me tomase por tonto, o a las dos cosas a la vez. Todo aquello se escapaba de mi entendimiento y prefería aclarar algo antes de decir nada. Por la mañana en la obra le pregunté a un preso si no olía algo raro y me respondió que no. Cuando otro trabajador me dio idéntica respuesta, le hable de lo rápido que marchaba todo y de que muy pronto terminaríamos.

Mi cabeza no paraba de dar vueltas, trataba de encajar todas las piezas de aquel puzzle: Uno de los de Novelda había matado a un preso, el cabo a uno de Novelda. ¿Sería el asesino de la noche anterior? El alférez a dos presos para que no fuesen torturados, o para que no hablasen. A pesar de que debido a mi carrera como piloto de aviación había conseguido desarrollar en mi inteligencia la capacidad que me habilitaba para mover objetos en el espacio, aquel rompecabezas se me antojaba muy difícil, pero algunas piezas empezaban a encajar. Tal vez en el pueblo se supiera algo, esperaría al atardecer a que

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Eulalia viniera con mi comida y me contara, pero creo que solo fue una excusa para dejar de atormentarme.

Ya tenía gran confianza con Eulalia, la suficiente para preguntarle si había escuchado algo raro, pero no sabía nada. Ella también se animó a que le aclarara algunas cosas que había ido dejando para más adelante. No se creyó que fuera del barrio de San Blas de Alicante.

─¡Anda ya! ¿¡Me tomas el pelo!? Yo quiero irme muy lejos, olvidarme de esta tierra. Me gustaría que me llevaras contigo cuando salgas de aquí.

Y ese “cuando salgas de aquí” resonó en mi corazón, como una vieja profecía de esos profetas que no aciertan nada. Yo nunca había pensado en llevarme conmigo a nadie de aquel lugar, bueno, sí, a Nicolás, pero este no era de allí, como tampoco lo era yo. Pero la petición de aquella moza no me inquietó. No iba a decirle nada en aquel momento, y si algún día aquel vaticinio se cumplía, ya veríamos.

Cuando Ricardo iba a realizar la guardia nocturna, no pude aguantar y se lo conté todo. Tampoco dormí esa noche, y ya iban tres. Creía que algo sorprendente ocurriría y que Ricardo no me lo diría por no despertarme. Pero no sucedió nada extraño, ni tampoco a la noche siguiente en la que Mauricio estuvo de guardia, ni en la que me tocó a mí. Así que decidimos dar por terminada la misión. Ricardo concluyó diciendo que lo ocurrido se debía a circunstancias normales del lugar que nos tocaba sufrir. Yo no estaba tan convencido de ello.

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La capilla había sido terminada y para festejarlo se celebró una misa de inauguración. El día anterior nos habían obligados a todos a bañarnos en la balsa y a lavar nuestras ropas. Por la mañana a las once, los guardias se pusieron sus mejores uniformes y nosotros nos dirigimos a la formación bien aseados. Al lado de la puerta de la ermita estaba instalado un altar, cerca del mástil con las banderas. Antes de escuchar el sermón, no obligaron a cantar el “cara al sol” que en aquel instante debería constituirse en un acto de fe. Al comandante se le caían las lágrimas por haber logrado su sueño, pero algo dio al traste con tanta paz y armonía. Cuando el capellán gritó con todas sus fuerzas para que lo oyera hasta el último preso de la formación

─¡El Cuerpo de Cristo...!

Hubo quien le respondió

─¡Yo nunca lo he visto!

Al principio me estremecí, sentí un cierto temor por lo que pudiera pasar, pero al poco rato dejé escapar una ligera sonrisa. El cura se quedó pálido, no sabía cómo seguir. Observé al jefe supremo de nuestros carceleros, que lo estaba pasando peor, y sacaba un pañuelo del bolsillo para limpiarse el sudor de la frente. Luego hizo un gesto con la mano y el alférez pidió a la tropa que se desplegara en el interior de la formación. Miré a Ricardo, y se estaba riendo, como yo. Después el comandante volvió a repetirnos aquella cantinela a la que nos había acostumbrado y que ya empezaba a aburrirnos: “No ha sido un rebelde quien ha hecho esa bobada, ha sido un tontaina”. Esbozó una sonrisa para disimular el mal trago y mandó al sacerdote continuar con su homilía. Este volvió a repetir la frase de marras.

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─¡El cuerpo de Cristo...!

─¡Igualito que el de mi tío Evaristo! ─se escuchó una voz mucho más rota y más fuerte que la anterior.

Aunque me encontraba bastante alejado, escuche a la persona que tuvo el atrevimiento, lo miré y vi a los soldados correr hacia él, pero no acertaron. Cogieron a uno que estaba muy cerca

─¡Que yo no he sido soltadme, que yo no he sido! ─ gritaba

aquel hombre tratando de zafarse de los carceleros─ . ¡Soltadme, soltadme!

Los presos más próximos a aquel pobre inocente se rebelaron forcejeando contra los guardias, se montó un tumulto en todo el campo. La homilía se suspendió. El sacerdote recogió todos sus enseres y los metió rápido en la capilla. No tardaron los militares en hacerse con la situación, y unos cuantos de quienes pelearon fueron llevados a la caseta de aislamiento.

El oficio de aquel día terminó. El comandante se fue muy enfadado, en cambio el sargento no parecía estarlo tanto. Mi mayor preocupación eran las represalias que podría acarrear aquel buen rato. Estábamos preparados para recibir la peor de las noticias. Leopoldo pasó a nuestro lado y nos dijo algo.

─De verdad que no lo entiendo. Yo pretendo que las autoridades se esfuercen por hacernos la vida más llevadera y algunos gamberros tienen que joderlo todo. No sé para qué luchó yo, lo que se consigue en días de trabajo, hay gente que te lo derrumba en segundos.

No le respondimos, dejamos que pasara de largo y que fuera a contárselo a otros.

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Supe de los esfuerzos del jefe supremo para convencer al capellán de que no abandonara el campo, para ello le prometió que, costase lo que costase, conseguiría ofrecerle la garantía de una misa en condiciones. Por ello suspendió durante un tiempo los beneficios concedidos a cambio de aquella paz tan deseada por él: suprimió el paseo a la balsa, las visitas de los vecinos del pueblo y nos recortó la ración, volviendo a recibir la sardina y el trozo de pan. Me decepcioné mucho, al principio le di la razón a Leopoldo, pero cuando me enteré de que esas medidas iban a ser provisionales y que volveríamos a la charca y a recibir alimentos, me puse tan contento que olvidé todo lo demás.

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XI LUCILA

Durante los días que duró el castigo por los acontecimientos de la inauguración de la capilla, el racionamiento feroz produjo graves estragos. Quise visitar a Nicolás, pero el cocinero, que cada vez se iba quedando más sordo, prohibió que nos acercásemos por allí.

Aquella situación de retorno al pasado comenzó a socavar la moral de quienes creyeron que las mejoras emprendidas por el comandante jamás darían un paso atrás. Para algunos fue la gota que hizo rebosar el vaso, y decidieron abandonar el campo de la única forma posible: jugándosela a todo o nada. Tuvimos suerte de que la

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noticia llegara a nuestros oídos y nos pusimos en contacto con ellos. Ricardo me encomendó a mí, “Tú fuiste piloto, ¿no?”, que buscara los lugares más seguros para ejecutar aquella acción. Pero esa seguridad no debería consistir solo en encontrar la zona más adecuada para que lograran escapar, sino que, en el caso de que nuestros compañeros perecieran en el empeño, nos debería proporcionar la mayor información posible para otras fugas. Esta última indicación me despejó el camino, consiguiendo que todo me resultara mucho más fácil. Alrededores del campo iluminados y nidos de ametralladoras camuflados, convertían la huida en una misión casi imposible, pero el sitio más interesante era el palmeral, la única forma de escapar, ya que no se encontraba muy alejado de las alambradas y si se tenía la suerte de llegar hasta él sin ser acribillado, podría salvarse. No se prestaron muchos presos para aquel experimento macabra, sólo cinco, pero tuve el suficiente margen para localizar las ametralladoras. Ninguno de ellos sobrevivió, ni los diez desgraciados con el número anterior y posterior, pero yo pude dibujar en mi mente una pequeña ruta, un punto muerto de muy pocos metros que, aunque muy arriesgado, podría servir en un momento de desesperación, pero sólo en el caso de mucha desesperación.

─¡No puede ser! Olvidémonos de ello –le dije a Ricardo─. Busquemos otras fórmulas.

Me enteré de que el castigo había terminado cuando vi salir de la caseta de aislamiento a los compañeros que habían protagonizado aquel intento de motín no organizado el día de la inauguración de la capilla.

Aquella misma tarde nos permitieron ir a la balsa. Pero estuve buscando por la fila y no logré encontrar por

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ningún lado a Nicolás, pensé que algo malo le habría pasado, y no me lo quité de la cabeza en toda la tarde. Ya utilizábamos aquel lugar con mayor disciplina, por turnos. Unos se bañaban, otros secaban su ropa, en algún momento hasta nadábamos.

Al salir del agua vi a lo lejos a Eulalia. Ella no se atrevía a acercarse, supongo que no deseaba ver hombres en pelotas secando la ropa, es más, la mayoría se bañaban como dios los trajo al mundo. Le señalé un punto, no muy alejado, donde podríamos encontrarnos sin problema para ninguno de los dos y corrimos hacia allá. Se reprimió de darme un abrazo, creo que no se atrevió por lo impávido que me encontró, mi cabeza seguía tratando de adivinar qué le podía haber pasado a mi amigo. Me entregó un poco de pan y algo de chorizo. Me lo comí sin esperar a darle las gracias.

─Me tenías tan preocupada –me dijo─ . Cada vez que pensaba que podía haberte pasado algo...

Se llevó las manos a los ojos y se secó unas lágrimas que amenazaban con recorrer su mejilla. Entonces yo paré de comer. Creo que me inquietó esa preocupación por mí. No sabía qué decirle, no tenía respuesta para ella, e inventé que tenía que marcharme antes de que los soldados se percataran de mi ausencia.

─¿Nos veremos en la alambrada? –me preguntó.

─Claro que sí.

Cuando regresé al campo, corrí hacia la cocina. Me costó hablar con el jefe de mi amigo, porque cada vez oía menos, pero logré enterarme de que el pobre Nicolás había sido desahuciado. Me contó que el sargento le había pedido un

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favor y no quiso complacerle. Salí corriendo hacia el barracón de la tortura, por la parte de atrás, por donde las tablas rotas. Tuve que aguzar al máximo la vista, no veía a nadie. Entonces me asusté, me temí lo peor. Volví donde el cocinero y me dijo que no me preocupara, seguramente estaría en el barracón del reposo, a donde llevaban a quienes habían sido torturados.

─Últimamente no dejan que nadie se les muera – concluyó.

Me acerqué al barracón del reposo y me alegré mucho al ver a un guardia vigilando, “seguro que está ahí”, pensé.

Durante varios días estuve rondando aquel lugar, esperando a que saliera. Cuando bajó los escalones acompañado de dos guardias, no me preocupó nada más. Sus escoltas, al ver que lo observaba con tanta piedad, me preguntaron si lo conocía, después me lo entregaron. Casi no podía andar.

─Ahora no te negarás a acompañarme a la explanada – le dije tratando de saber cómo se encontraba de ánimo.

─No... ─respondió moviendo la cabeza y con un hilo de

voz─. Si alguien desconfía de mí... Entonces..., entonces es que..., son como ese carnicero.

Le costaba gran esfuerzo hablar, por lo que le pedí que se callara, ya tendría tiempo para contármelo todo. Llegamos a la zona de la llanura donde se encontraban mis compañeros. Nos sentamos a su lado y, con mucho cuidado, deposité a Nicolás sobre el suelo. Ricardo lo miraba compadeciéndose de él y mostrando un cierto arrepentimiento. Nicolás me hizo un gesto para que lo descalzara. Cuando vi sus pies enrollados con una venda

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llena de sangre, intenté quitársela, pero Nicolás me apartó la mano.

─¿¡Qué te han hecho, qué te han hecho!? —le pregunté, aunque más que una contestación trataba de sacar el dolor que tenía en mi pecho.

Pero él no era capaz de dejarme sin respuesta.

─Nada, camarada, nada... —respondió Nicolás tratando de incorporarse y esforzándose para contestar—. Lo que más

me duele es que... ─y volvió a detenerse. Yo observaba el trabajo que le costaba y me apuraba, pero él quería

terminar─ , se nos acabó el chollo de la cocina.

Se me escapó una sonrisa agridulce. No dejaba de sorprenderme aquel Nicolás de todos los demonios que hasta en los momentos más difíciles se preocupaba por mí. Lo notaba tan delgado, tan decaído que empecé a pensar en qué hacer para recuperarlo, y en aquel instante se me ocurrió que en cuanto viera a Eulalia le iba a preguntar si conocía alguna amiga para mi pobre Nicolás.

─Me arrancaron las uñas... con unos alicates... —dijo sin que le preguntara nada—. No volveremos a comer las sobras.

─No te preocupes, nos las apañaremos.

Entonces lo cogí entre mis brazos y lo apreté como una madre hace con un niño que se cree culpable de haber cometido algún pecado venial. Le rogué que se callara y se durmiera un poco. Pero aún había algo que no podía esperar.

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─Fue el sargento..., el falangista..., “el carnicero...”, me pidió que vigilase al comandante...

─¡Déjalo, Nicolás, ya me contarás

Entonces vi una nueva pieza de mi rompecabezas, pero en aquellos momentos sólo me importaba mi amigo.

Durante unos días estuve cuidándolo con todo el mimo que podía darle en aquel lugar. Compartía la comida que Eulalia me entregaba, sin temer a los castigos que pudieran ocurrirme. La mayoría de las veces le entregaba todo el caldo de lentejas de mi menú.

Pasado un poco de tiempo, cuando se encontraba casi recuperado, me contó que nunca hubiera imaginado que “el carnicero” fuera a reaccionar de aquella manera tan inhumana. Le quitaron las uñas de los pies con unos alicates que después utilizarían para arrancarle las muelas más sanas, sin anestesia. Le tuve que pedir que se callara, porque el alma se le estaba cayendo a pedazos.

Eulalia había encontrado una vecina que podría ayudar a Nicolás. Cuando fuimos a verla, la cojera de mi amigo le frenaba el ímpetu por conocerla. Pasamos cerca de la puerta. Había varias mujeres cargadas con capachos. Los entregaban a los guardias; estos comprobaban las existencias y luego se quedaban con la correspondiente comisión. Era una medida nueva, tal vez provocada por el enfado del comandante. No me importaba mucho, yo sólo deseaba que aparecieran nuestras benefactoras, pues estaban tardando más de lo habitual. Me entretuve escuchando al preso de al lado. Su mujer, aunque vivía en Cuenca, se había instalado en el pueblo, por donde durante un tiempo estuvo buscando una casa donde trabajar para poder vivir y obtener alimentos para él. Al

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principio nadie quiso ayudarla porque decían que su marido era rojo. Hasta que tuvo la suerte de toparse con una joven a quien le dio tanta pena que intercedió por ella. Logró convencer a sus padres contándoles que la conoció en la iglesia, rezando desconsolada.

Nicolás los observaba con admiración. Enseguida llegó Eulalia acompañada de su amiga, bajita, regordeta y con muchas pecas en la cara. No es que fuera muy atractiva, pero en aquellos días quién pensaba en esas cosas. Eulalia me dio un beso en la mejilla, y otro a Nicolás. Después nos presentó a Lucila que de inmediato se puso a charlar muy afable con mi amigo. Le entregó un trozo de pan y queso. Hablamos hasta que pasaron los guardias indicándonos que la hora de visita se había terminado. Nos retiramos rápido, obedientes y sumisos.

Unos días más tardes, en una de esas visitas, Eulalia me dijo:

─¿No te gusto un poquito?

─Claro que sí. Mucho. Pero ese no es el problema. Si salgo de este maldito infierno, no quiero llevarme ni un puto recuerdo.

Aún no me explico por qué le dije aquello, pero recuerdo muy bien que lo hice. Ella salió corriendo, llorando, sin mirar hacia atrás.

─¡Espera! ¡Espera! No pretendía...

Se fue sin decirle nada a su amiga, que parecía muy ilusionada con Nicolás. Contemplé cómo se alejaba, pero no era capaz de moverme. Miré a mi compañero, tan feliz lo veía que sin quererlo escuché su conversación.

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─He pensado en sacarte de este sitio – le dijo Lucila

Nicolás se quedó sin palabras. La miró, quiso cogerla de la mano, pero vio acercarse un guardia y se contuvo.

─¿¡Qué estás diciendo!?

─He hablado con mis padres. Podrías trabajar en nuestra finca. No te faltaría de comer...

─¿¡Pero cómo vas a conseguir que me libre de este maldito lugar? —se inquietaba Nicolás.

─Mis primos, ellos te liberarán. Son los jefes de la Falange del pueblo, te ayudarían.

De repente la muchacha se calló, venía la patrulla avisando a todo el mundo, la hora se había cumplido y cada uno debía volver a su puesto. Lucila se despidió cruzando con su mano la alambrada y tocando la camisa sucia y con jirones de Nicolás, él la acarició muy suavemente. Mientras regresamos hacia la llanura, se interesó por lo ocurrido con Eulalia, le dije que no tenía importancia.

─Nunca te dejaré aquí solo ─me respondió echándome una mano al hombro.

Durante unos días Eulalia no se presentó a la cita, pero Nicolás se arriesgaba y me entregaba parte de lo suyo. Le estaba dando largas a Lucila, aunque todos sabíamos que aquello no podía durar mucho; tarde o temprano debería decidir entre romperle el corazón y quedarse a mi lado, o

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buscar acomodo en aquella muchacha que por aquel entonces ya se había enamorado de él.

Aunque a mí no me gustara nada, fue el argumento que utilizó: Le dijo a Lucila que esperase un poco hasta que las cosas fueran mejor en el campo, hasta que yo saliera de un embrollo en el que andaba metido. A pesar de todo, la moza seguía viniendo, confiaba en que no pasaría mucho tiempo antes de que aquel infierno hiciera claudicar al bueno de Nicolás. Uno de esos días, Nicolás vino corriendo a avisarme. Eulalia había vuelto.

─Perdóname, perdóname... –le dije en un tono tan

patético que no le dejaba opción─. Es este maldito lugar, hacemos y decimos cosas que... Tú eres lo mejor que me ha pasado, pero odio tanto este sitio... que...

─Te comprendo. Perdóname tú a mí. No debo exigirte

nada. Solo debo comprenderte ─decía con los ojos

vidriosos─. Todo lo que te dé será sin pedirte nada a cambio... Pero yo también lo estoy pasando mal. En el pueblo la gente no me mira bien.

Estuvo a punto de echarse a llorar. Luego me rogó que no hablásemos más del tema, pero antes me prometió que no volvería a abandonarme, pasase lo que pasase. Entonces le dije que estaba convencido de que, cuando todo terminara, veríamos las cosas de una forma muy distinta y, para mí, ella nunca formaría parte del infierno, si acaso de un trozo de cielo.

─También sé que tienes que cuidar de tu amigo

─concluyó─, que vuestra amistad va mucho más allá de lo que nosotras podamos entender.

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Aunque Ricardo había dado por concluido los misteriosos incidentes que tiempo atrás trastocaron la paz nocturna del campo, yo seguía con la incertidumbre. Pensaba que las informaciones de Nicolás sobre extrañas conversaciones entre el comandante con un recluso, y el sargento con otro, algo tenían que ver.

─Me gustaría que reconocieras a los tipos que hablaban con los oficiales.

─Ahora que voy a estar por aquí más tiempo, podré hacerlo –Nicolás sacó un paquete de cigarro y me di uno, cogió otro para él y lo encendió.

─También tendrás tiempo para decidirte sobre Lucila. Me

tienes desconcertado –le dije saboreando aquel pitillo─ .Si la quieres, vete con ella, por mí no te quedes; pero si no te gusta, déjala.

─No es eso, Antonio. Lo que más me jode es toda la familia facha que hay a su lado.

─Pero algún día tendrás que decidirte.

─Mientras pueda aguantar..., no voy a renunciar al mendrugo

Lo dejamos en ese extremo. Yo seguía pensando que lo hacía por mí; pero, por otro lado, habíamos estado mucho tiempo separado, no tuvo ningún reparo en quedarse en la cocina. Era todo tan complicado que me pareció que nadie tenía derecho a decirle a nadie qué debería hacer con su vida.

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XII MUERTES A MI ALREDEDOR

Escuché un ruido que me despertó. Miré hacia un lado y vi a uno de los caras pálidas, llamaba a Ricardo. Lo reconocí rápidamente: era el amigo con quien habló cuando los dejaron salir por primera vez de la caseta de aislamiento. Le pidió que lo siguiera y yo también me fui tras ellos, pero guardando una cierta distancia. Llegaron cerca del pabellón de la tortura, allí los esperaba el sargento con el cabo. Estos les indicaron que los acompañaran dentro. Noté la desaprobación de Ricardo, pero le aseguraron que no le harían ningún daño. Entonces, yo me acerqué a la parte trasera, donde tenía aquel mirador privilegiado que más de una vez me había permitido ver el lúgubre espectáculo. Deseaba, como nunca, que no ocurriera nada de lo que aquel lugar ya me había acostumbrado.

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─Alguien nos ha dicho que eres un político y que podrías

colaborar con nosotros para descubrir a otros ─le dijo “el carnicero” a Ricardo, que miró a su amigo como si quisiera condenarlo a pena de muerte.

─No queda nadie. Todos murieron –respondió con voz muy triste.

─Le he prometido a tu compañero que no te haré daño Pero necesito diez nombres.

Observé cómo Ricardo se llevaba las manos a la cara, se apretaba los ojos con las palmas. Yo temía que no pudiera aguantarlo, y nos delatara.

─¿¡Diez!? –repitió Ricardo─. ¡Los habéis matados a todos, no queda nadie! Haced conmigo lo que queráis, pero no me pidáis cosas imposibles.

El cabo cogió el mango de un pico y golpeó a Ricardo en la espalda. Escuché su grito de dolor, que también llevaba algo de rabia contenida. Cayó de rodillas, el fascista le ató un pañuelo en la boca antes de volver a aporrearlo. El cara pálida se acercó como diciéndole que eso no era lo convenido, pero el falangista no quiso retenerse y le dio más fuerte. Tuvo que ser el sargento quien lo parara. Para entonces Ricardo ya estaba tendido en el suelo y “el carnicero” trató de levantarlo.

─No tienes salida. Con esa paliza que llevas, si no te mato yo, lo hará el comandante.

─Me da igual quien lo haga –dijo Ricardo con una ironía impropia del momento.

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El cabo, que estaba encendido, no lo pudo remediar. Se puso a golpearlo sin que nadie lo recondujera. Hubiera deseado no ver nunca aquello. Le daban patadas para que se moviera, pero ya había muerto. Mi amigo, el jefe de la Resistencia, acababa de convertirse en despojo humano. Y yo allí contemplándolo, sin poder hacer nada. Los falangistas discutían dónde trasladarlo. Decidieron llevárselo al crematorio. Tratando de contener mi sufrimiento, fui tras ellos, y vi cómo lo tiraron al horno.

Su amigo, un cara pálida, lo había entregado al sargento. Pensé que también lo sería aquel que mataron los de Novelda. Las cosas empezaban a aclararse, pero ¿por qué estaba ocurriendo todo aquello? ¿Se habría vuelto loco el comandante, y llevaba hasta límites insospechados su obsesión porque todos abrazásemos la nueva doctrina?

─¿Dónde estuviste? –me preguntó Nicolás cuando regresé a su lado.

─Mataron a Ricardo.

Se llevó la mano a la cara y me dio la espalda. Intentamos dormir. No le dije nada a Mauricio. Pensé que sería mejor esperar hasta el día siguiente. No podía conciliar el sueño, cada nueva pieza golpeaba sin piedad en mi mente y en mi corazón.

Al amanecer se lo conté a Mauricio; se volvió loco. Quería ir al horno para tratar de encontrarlo. A duras penas pudimos sujetarlo. Mientras le hablaba tratando de calmarlo, me pidió que le señalara al culpable. Yo quise ganar tiempo y se me ocurrió ir a contárselo a Leopoldo. Cuando nos encontrábamos muy cerca de él, a Nicolás empezó a cambiarle la cara.

─¿Ese de ahí es Leopoldo? ─me preguntó y se paró un momento.

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─Sí – le respondí sorprendido.

─No puede ser –dijo compungido─,¡la hostia!, no puede ser.

─¿Qué te pasa Nicolás?

─Es el hombre que vi hablando con el comandante. Al que éste le pidió que acabara con la Junta de Resistencia... No puede ser –concluyó llevándose las manos a la cabeza.

Mauricio, que lo escucho, no esperó un segundo, se marchó corriendo a por Leopoldo. A empujones lo obligó a que le acompañara hacia la calle de los barracones. Fuimos tras ellos. Allí empezó a golpearlo con fuerza, con una brutalidad semejante a la utilizada por el cabo la noche anterior. Leopoldo salió corriendo, se tambaleaba, pero pudo llegar hasta el lugar donde solía darnos sus discursos. Cuando los alcanzamos, lo tenía en el suelo, lo había golpeado, pateado, la bota en la cabeza.

─¡Déjalo! ─le grité─. No sabemos quién es... Esperemos a que nos cuente todo lo que sabe.

Pero Mauricio no atendía a razones

─¡Tú lo mataste! ¡Hijo de puta! No te van a librar ni tus amigos los guardias.

─No lo maté..., yo no he sido.

Lo agarró del cuello y le apretó con todas sus fuerzas. Le salía sangre de la boca y apenas podía respirar. Miré a Nicolás, como si fuera mi última esperanza. Lo hubiera dado todo porque me dijera que lo había confundido con otro, pero no fue así. Y aquel hombretón, que no hacía

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mucho había estado llorando la pérdida de su mejor amigo, no paraba de golpear la cabeza contra el suelo a quien hasta aquel mismo momento había sido nuestro líder.

─¡Yo no fui...! –gritó Leopoldo─. Yo debía conseguir...

Intenté separarlos, pero Mauricio me dio un empujón y me envió al otro lado de la calle.

─Que... la Junta de Resistencia... ─decía con un hilo de

voz como si la vida se le estuviera marchando─, la clandestina... desapareciera...Es lo único que le interesa al comandante..., son otros los que mataron a vuestro compañero.

Me acerqué a ellos.

─¡Déjalo, Mauricio, déjalo...! Fueron el sargento y el cabo quienes lo mataron

Pero aquel hombre de casi dos metros de alto, con los ojos desencajados, fuera de su órbita, seguía apretando el cuello de Leopoldo.

Nicolás vio acercarse un grupo de soldados y me pidió que nos marchásemos. Le grité a Mauricio para que se viniera con nosotros, pero ni se inmutó. Nosotros nos escondimos entre los barracones.

─¡Suéltalo o disparamos!

Necesitaron varios tiros para quitarle la vida a Mauricio, que cayó sobre su víctima. Lo apartaron, trataron de reanimar a Leopoldo, pero ya estaba muerto. Nos persiguieron, pero logramos llegar a la explanada y camuflarnos entre la gente.

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Al día siguiente el cadáver de Leopoldo, dentro de una caja de madera, subió al tren que lo llevaría a su destino. El cuerpo de Mauricio fue arrojado a la fosa situada junto al cementerio.

Eulalia llegó muy preocupada. Por el pueblo corrían rumores de muertes en el campo. Había oído que cayó uno de los presos “principales”, y pensó que pudiera ser yo. Supongo que para ella era el más importante. No le conté que eran amigos míos, que los conocía bien, que cada vez aquel lugar era más infierno, que las palabras del comandante de paz y felicidad para los hombres de buena voluntad sólo eran promesas vanas que nos llevaban, de mal en peor, hacia el precipicio por el camino de la desesperación. Como no vi a Lucila le pregunté por ella.

─No va a venir más ─me respondió muy seria─. Se ha cansado de esperar..., y su familia también. Le han buscado un mozo del pueblo..., se casará pronto.

─Me alegro por ella ─dije tragando un poco de saliva.

El novio resultó ser un solterón que jamás había tenido pretensiones de matrimonio, ni con Lucila ni con nadie, pero, al parecer, los familiares se pusieron muy cabezones para que dejara de venir al campo, ya que las cosas no estaban tan claras como el comandante les había contado.

A partir de aquel momento fui yo quien tuvo que compartir la comida con Nicolás, a escondidas como era preceptivo, pero ya conocíamos bien esa cantinela y, sobre todo, la forma de burlar a los guardias, a los falangistas y a quien hiciera falta.

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Me hice cargo de la organización clandestina. De inmediato disolví la oficial: “La Junta de Resistencia fue creada por nuestros carceleros para cogernos a todos como a conejos. Leopoldo era un espía”, fue el mensaje que esparcí por el campo. Seguido de un: “Regresa con más fuerza que nunca la Clandestina” y me animé a un tercero “Se van a enterar. Tendrán que concedernos todo aquello a lo que se han negado, dormiremos en los barracones”. Esta última idea la consideré como un buen gancho para ganarme el apoyo de la gente, por lo que decidí convertirla en una obsesión, tanto para mí como para el comandante. Y después de mis bravatas quise enviar una información para que todo el mundo estuviera atento. “los caras pálidas son unos traidores, cuidaos de ellos”. Mis consignas no cayeron en saco roto. Aquella misma noche varios presos se fueron hacia el barracón de los caras pálidas para insultarlos y amenazarlos. Hubo quien se atrevió a lanzarles piedras y bolas hechas con tierra y agua. Tuvieron que llegar los soldados para terminar con aquella pequeña insumisión.

Tras aquellos incidentes tomé la decisión de enviar de nuevo a Nicolás a la cocina para que aceptara la proposición del sargento de espiar al comandante, no para el falangista, sino para mí. No le gustó mucho la idea, pero al final accedió porque creyó que era necesario para la importante batalla que ambos comenzábamos a librar.

Nicolás suplicó al “carnicero” que le permitiera volver a la cocina, y, a cambio, sería su confidente. La respuesta fue negativa: no había olvidado el plantón anterior; Nicolás tampoco. Pero tuvimos la gran suerte de que en aquel instante apareciera el sustituto de Nicolás, muy enfadado porque lo habían descubierto. Entonces, aquel militar con un corazón de piedra no tuvo más remedio que darle una segunda oportunidad a mi amigo. Nicolás sabía que lo ocurrido con su antecesor supondría una dificultad

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para él, pero tenía muchos recursos, para eso y para mucho más.

─El sargento me echó de la cocina porque me negué a espiarle a usted, quiero que me reponga.

Fue lo primero que se le ocurrió al bueno de Nicolás, y el comandante cayó en la trampa.

─Ahora lo espiarás a él para mí –le propuso.

Nicolás encantado. Vigilaría a los dos, pero para mí, como siempre había hecho.

Pasado un tiempo escuchó cómo un cara pálida, el preso de Cartagena, el que en su día nada quiso saber de nosotros, le decía al comandante que había oído a unos de sus compañeros hablar acerca de su interés por el piloto que hundió el acorazado España, y él lo había visto por el campo. Si me encontraba, recibiría la libertad como premio.

Aquella noche no dormí. Cuando vi a los lejos que se acercaba alguien, corrí a esconderme entre los pabellones. Desde allí lo observaba dando vueltas entre la gente dormida. De vez en cuando se quedaba parado delante de algún recluso, pero luego meneaba la cabeza y continuaba su marcha. De pronto dos presos, que parecían de la saca de Novelda, lo cogieron y se lo llevaron hacia los pabellones, muy cerquita de donde yo estaba escondido. Lo golpearon con saña hasta matarlo.

Nicolás seguía con su trabajo. Le contaba cosas al comandante del sargento y a éste de su superior. Informaciones sin trascendencia. Nada que no supieran

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ellos. Yo le pedí que se enterase de qué estaba pasando, y cómo pudo ocurrir que los Novelda matasen al de Cartagena, si los dos estaban trabajando para el mismo jefe.

Al fin me trajo una buena noticia, pero me quedé de piedra: el comandante había accedido a mi petición, nos dejaría ocupar los barracones. Sólo ponía una condición: la disolución de la Junta de Resistencia.

La vuelta a la cocina, aquel trabajo, intenso pero de poco esfuerzo y su labor como espía, lograron que Nicolás olvidara muy pronto lo ocurrido con Lucila. Pero cuando lo vi escoltado por los guardias trasladándolo hacia la puerta de entrada, no imaginé que ocurriera lo que estaba a punto de suceder. Me acerqué para saber qué pasaba. Le entregaron un papel y le obligaron a leerlo en voz alta.

─Querido Nicolás –gritaba mi amigo─. Quiero pedirte perdón por lo que he hecho... La verdad es que no me atreví..., no fui capaz de contártelo –a cada frase que

pasaba le costaba más─. Porque nada de lo que ha ocurrido ha sido culpa mía. Mis padres, mi familia, mis hermanos, me obligaron a actuar de esa forma –se paró y un guardia se le acercó fusil en mano y poniéndole la bocana en la cabeza le pidió que se arrodillara y continuara- Si por mí hubiera sido te habría esperado siempre... – bajaba la voz el pobre de Nicolás, entonces le

amenazaron para que hablara más alto─ , pero yo tengo otras ataduras... Por otro lado, tú no me dabas ninguna señal que pudiera ayudarme a resistir todas las presiones. Si me hubieras dicho que, tardase lo que tardase, vendrías conmigo, yo no hubiera aceptado a nadie más que a ti...

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Ya no quería continuar. El soldado que le apuntaba con el fusil llevó el dedo al gatillo, pero el jefe de la guardia le pidió que lo dejara y que continuara él. Nicolás cayó al suelo y se puso a llorar.

─Porque sólo te quiero a ti –decía el carcelero moviendo

la cabeza y las manos de una forma ridícula─. Un beso muy fuerte y perdóname, me gustaría seguir llevándote la comidita, pero no me lo permite mi familia, dicen que sería deshonrar a mi nuevo hacedor.

Terminó y los soldados rompieron a reír. Los presos que habían acudido a presenciarlo se marcharon cabizbajos, yo me quedé para consolar a mi amigo, pero todavía faltaba más.

─¿Sabéis quién es? –preguntó un guardia a sus compañeros.

─¿Quién? Dínoslo –le respondieron algunos.

─La rechoncha de las pecas.

Entonces la juerga fue mayor. Todos conocían a Lucila y, al parecer, le tenían muy poquito respeto.

─Esa no se la ha tirado nadie –dijo uno─ . Nadie la quería.

Nicolás se levantó del suelo, pretendía correr hacia aquel imbécil a partirle la cara, pero yo lo sujeté con todas mis fuerzas.

─Piensan que soy un espía del sargento –me dijo cuando se resignó, y dejó de forcejear.

─¿Y por qué el comandante no los saca de su error?

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─Porque no le interesa.

Quise que me acompañara hacia la explanada, pero no aceptó. Debía preparar la comida para los oficiales. Y se fue hacia la cocina.

Durante unos días estuve muy preocupado por lo sucedido a Nicolás, y no sólo por el trato vejatorio que le infringieron, sino por algo que les escuché y jamás hubiese deseado oír.

No tenía ganas de ver a Eulalia. Deseé que el martes no llegara nunca, pero, cuando se acercaba, la esperé con más nerviosismo de lo habitual. Acudió puntual. Mientras sonreía empezó a sacar alimentos de una cesta. Ella hablaba sin parar; yo no la escuchaba, hasta que no pude contenerme.

─¿Te has acostado con alguno de mis carceleros?

La canasta se le cayó, y todos los víveres se esparcieron por el suelo. Se puso a recogerlos y no me contestaba. Tuve que insistirle, ahora con un tono más agresivo.

─¿¡Te acostaste con mis carceleros para traerme la comida!?

─¿¡Cómo puedes preguntarme esas cosas!? –me respondió enfadada.

─¡Dime la verdad, por favor! ─ le dije nervioso.

La miré a los ojos y ella a mí, pero sólo pudo aguantar unos segundos, enseguida bajó la mirada.

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─No sé por qué te pones así –me respondió recogiendo las viandas y limpiándolas-. ¿Acaso hay algo entre nosotros? Si lo hay, dímelo, porque yo no he visto ni la más mínima muestra de cariño por tu parte.

Al oír aquello fui yo quien se quedó sin respuestas. Ella me ofreció un trozo de la tortilla que acababa de limpiar.

─No sé si querrás

No me apetecía. Ni ninguna otra cosa de las que me trajo. Deseaba morirme en aquel momento

─No deberías sacrificarte por un desconocido.

─A un desconocido...─dijo mientras tragaba saliva─, no debe importarle lo que yo haga. Ni tampoco tiene derecho a reprocharme mi humanidad.

Terminó la frase y se marchó enfadada, muy pronto, mucho antes de lo que solía ser habitual. La observé hasta que la perdí de vista, hasta que desapareció tras la primera esquina del pueblo. Después se me cayeron algunas lágrimas de las que había estado controlando. Corrí hacia los pabellones y me escondí. No deseaba que nadie me viera y me puse a llorar, pero Nicolás no tardó en llegar.

─¿¡Qué te pasa!?

─Nada. No aguanto más este infierno. Esta noche lo probaré... utilizando esa pequeña posibilidad que descubrí cuando las fugas. Prefiero morir a quedarme más tiempo... - mi rabia subió hasta el punto de obligarme a decir algo que nunca antes se me había ocurrido-. Prefiero al hijo puta del sargento antes que a ese comandante que nos engaña con falsas esperanzas.

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Nicolás no podía creérselo. No me reconocía.

─¿Es por Eulalia?... Pensaba que no te importaba. Tú me lo decías muchas veces..., aquí no podemos tener esas debilidades y menos hacia una mujer.

─Lo sé. No debo caer en esos errores, pero a veces pasan cosas que no puedes controlar.

─Olvídate de ella –me interrumpió─. Ponle buena cara, que no deje de venir, pero nada más.

─Tienes toda la razón...No sé qué me pasó. Me volví loco... Algo que oí el día que te humillaron.

─¿¡El día que me humillaron!? –me dijo sorprendido─. ¿¡Dónde te crees que estás!?

─En el Palace –le dije con una sonrisa irónica y nos dimos un fuerte abrazo.

Regresamos hacia la llanura donde pasaba la mayor parte de mi tiempo. Ahora que la iglesia estaba terminada y me había librado de salir a la “cabeza del pezón”, tenía mucho rato para pensar.

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XIII EULALIA

Fui a llevarle la comida al comandante, pero oí algo que me detuvo, y me quedé detrás de la puerta.

─¿Por qué matasteis al cara pálida? Hace tiempo os dije que todo había terminado...?

─Lo vieron por allí..., y pensaron que volvían a las andadas.

─Trabajaba para mí... Era el único que podía localizar al aviador?

─¡Qué sabíamos nosotros...!

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─Tampoco habéis sido capaces de localizar esa maldita Junta de Resistencia.

─¿Y cuánto cree usted que tardarán ellos en descubrirnos a nosotros? Dice mi gente que hay sospechas al respecto..., que muy pronto no sabrán donde esconderse...

El comandante paseaba por la habitación que, a través de la ventana, era iluminada por el sol del levante. Se encendió un puro y se sentó.

─Encima queréis que os deje marchar...

─Hemos hecho todo cuanto hemos podido... Hemos abortado la misión de los caras pálidas..., pero lo de la Junta es más difícil...Eso no nos lo van a perdonar. No nos puede exigir más..., después de todo lo que le hemos ayudado...

─Sólo os pido un último servicio. La cabeza del máximo responsable de la Junta..., y os alisto en la legión.

Acababa de colocar la última pieza de aquel rompecabezas. Todo encajaba: los caras pálidas se habían convertidos en unos chivatos del sargento que los obligaba a delatar a los políticos. Los de la saca de Novelda, a las órdenes del jefe supremo de nuestros carceleros, trataban de impedirlo para aparentar una normalidad que no existía, y en el medio de ese juego: nosotros, aguantando la ira de unos y otros.

─¿Sólo...? ¿Y el aviador?- le preguntó el ordenanza.

─Está aquí, y no saldrá nunca..., tengo mucho tiempo para él. Además, ya he encontrado una persona mucho más

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competente que vosotros... No os preocupéis– temblé al oírle aquellas palabras.

─Ya..., qué generoso – concluyó con amargura.

Me intrigó saber quién sería aquella persona tan competente, pero tenía muy claro que no me iba a encontrar, ni él ni nadie. Ya lo intentó el compañero de Cartagena. El más peligroso de todos, el único que podría conseguirlo, pero no lo logró. Ahora era yo el que deseaba conocer por qué estaba tan interesado en mí, ¿por qué le preocupaba tanto? ¿Tal vez mi acción supuso un duro golpe para las aspiraciones franquistas?

Quería ejercer como jefe de la Resistencia, que esas tareas me distrajeran de lo que realmente me estaba atormentando el alma. Entonces me pasaron un mensaje: “Que los políticos se dejen de juegos absurdos, y no nos impidan entrar en los barracones”.

Aquello debió conmover a nuestro carcelero mayor, ya que ordenó que nos dejasen dormir en los pabellones, así la gente no tendría duda de quién era el bueno.

Ni con esas me olvidaba. “A esa nadie quiso tirársela”, aquellas palabras martilleaban una y otra vez mi mente. A Nicolás ya se le había pasado, a mí no, no tenía la más mínima idea de cuándo lo superaría. ¿Cómo pudo afectarme tanto? En aquellos momentos terribles no sabía bien si sentía algo por ella, o sólo me dejaba querer para recibir sus cuidados. En verdad, lo único que tenía claro era que no debía enamorarme, no podía atarme a aquel tiempo que sólo pretendía superar, pero a veces uno no es dueño de sí mismo y, aunque me repitiera una y otra vez que no debía comprometerme a nada, no alcanzaba a comprender por qué me habían afectado tanto las palabras de un estúpido carcelero. No deseaba que Eulalia sufriera, pero tampoco debía hacerme daño a mí. Entonces, ¿por qué me arañaron aquellas palabras?, y

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¿por qué no fui capaz de acercarme a ella el martes siguiente? Algo de lo que me arrepentiría muy pronto, ya que la posibilidad de no verla más me dio grandes quebraderos de cabeza. Por eso me alegré cuando al salir de la balsa donde nos bañábamos los domingos, la vi a lo lejos, acercándose a nosotros. Me fui hacia ella para evitarle un mal trago. Al encontrarnos me dio un beso en la mejilla y me miró con carita de pena.

─¿¡Que haces por aquí!? –le pregunté.

─Quiero saber si el martes debo llevarte comida o no ─ me

respondió con vehemencia─, si no vas a presentarte, dímelo y tampoco iré yo.

─No dejó lugar a dudas de lo enfadada que estaba, y me sentí avergonzado por comportarme de forma tan mezquina con la persona que tanto me estaba ayudando. Entonces me prometí que jamás volvería a tratarla mal.

─Perdóname ─le dije cogiéndola de la mano─. Sé que no tengo ningún derecho..., pero como no quisiste responderme...

De inmediato se percató de a qué me refería, y creo que le molestó que todavía lo tuviera presente.

─¿No te das cuenta de que la respuesta no está en mí, sino en ti...? ¿No comprendes que te diga lo que te diga, no resolveremos ningún problema...? Además, a un desconocido no debe preocuparle lo que me pase.

Logró sacarme una sonrisa

─No sé por qué lo dije, pero los dos sabemos que no somos unos desconocidos...

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─¿Entonces qué somos? ─me preguntó con rapidez.

Me pareció como si me hubiera estado llevando toda la conversación hacia esa frase a la que yo no deseaba responder, y tuve que escaparme por donde pude.

─Lo que nosotros queramos.

Ella no tenía las dudas que a mí me invadían.

─Quizá los dos no deseemos lo mismo.

Hacía tan poco que me había prometido comportarme bien con ella, pero no tenía nada que ofrecerle. Busqué un punto intermedio, un asidero al que los dos pudiéramos agarrarnos sin quemarnos.

─El tiempo nos dará la respuesta. Y no creo que tarde mucho. Ahora debo irme, el guardia no para de mirarme. Cuando regresé, el vigilante me sonrió.

Nicolás llevaba unos días muy raro. Quise saber qué le preocupaba, vaciló un poquito antes de darme una respuesta.

─El comandante me ofreció la libertad...

─No lo dudes..., ya me las arreglaré sin ti...

─A cambio quería la cabeza del aviador que hundió el Acorazado España...

─Se acabaron los problemas ─le dije─. Termino mi sufrimiento entregándome, y tú te vas para casa.

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─No me digas eso ni en broma –y se marchó muy enfadado.

Me asombré al ver llegar a unos niños subidos en un camión de provisiones, pero más me sorprendí cuando varios presos cogieron unos fardos y se los llevaron para esconderlos bajo los barracones. Todos eran de Novelda. Al marcharse registré su pequeño almacén y comprobé que aquellos paquetes contenían uniformes de la falange. También encontré provisiones. Entendí que la fuga estaba muy próxima y me decidí a presentarles mis credenciales para poder abandonar aquel lugar de su mano. No dejé pasar la primera ocasión que tuve.

─Conozco vuestro secreto – les interpelé al pasar a su lado en la llanura del campo-. No temáis, nadie sabrá nada por mí.

Me cogieron entre dos y me llevaron hacia los barracones. El resto se puso alrededor tratando de ocultarme.

─¿¡Qué sabes!? ─me preguntó uno que me agarraba por el cuello.

─Sabemos –le dije silabeando. Después los miré a los

ojos─.Tengo un amigo que está en el ajo...Si me ocurre algo, le contará todo a la Junta de Resistencia...Ya visteis lo que le pasó a los caras pálidas...

─¿Conoces a los responsables de la Junta de Resistencia

─No..., pero los mensajes vuelan...

─¡Di de una puta vez lo que sabes!

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─Que vais a fugaros... Quiero irme con vosotros.

─¿¡Y qué más!?

─¿Más?

─Sí, ¿qué más? –exclamó agarrándome del cuello el que llevaba la voz cantante.

─Que trabajáis para el comandante.

─Solo tratábamos de protegeros de los caras pálidas, para que no os delataran ante el sargento.

─Colaborando en el juego del enemigo. Pero no hacéis sólo eso, con Leopoldo pretendisteis acabar con la Junta de Resistencia..., montando aquel paripé. ¿Qué os ofrecieron..., la libertad?

─Sí... ¿Te parece poco?

─Poquísimo por una traición.

─Pero tú pretendes venirte con nosotros.

─Puede que no sea mejor que vosotros, pero yo no he ayudado a nuestro carcelero a crear esa fantasía que quiere hacer pasar por bondad...No sé qué será peor..., morir o perder la dignidad.

─Deja de recordarnos aquello que no nos deja dormir... Vendrás con nosotros.

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Se miraron unos a otros y me soltaron. Después se dispersaron por la explanada, como si fueran de los nuestros.

El martes le hablé a Eulalia de mis pretensiones, le dije que a la mínima posibilidad me escaparía. No quise contarle toda la verdad, mi precaución me llevaba a temer que la obligaran a confesar.

─No podrás salir de aquí – me dijo casi llorando.

Aquella sonrisa agridulce que siempre mostraba se volvió amarga, y yo eché más leña al fuego.

─Si oyes doblar las campanas, piensa que puede ser por mí.

─Nunca doblan las campanas por vosotros. Pero si lograras lo imposible..., me gustaría que vinieras algún día a verme...Vivo en la calle Paz Española, número quince. Por si...

─Tranquila. Volveremos a vernos. Y aquí. No me iré mañana, ni pasado.

Según me confesó tiempo después, desde aquel día siempre que venía a visitarme sufría mucho, no dormía en toda la noche por la angustia de saber si me vería o no. Yo tampoco lograba conciliar el sueño. Ella seguía acudiendo todos los martes, cada vez más sonriente, como si cada día fuese una batalla ganada. En el pueblo se comentaba que las cosas iban mejorando, que ya apenas quedaban rojos y que no tardarían en liberarnos a todos. Por eso no entendía que quisiera arriesgarme en una absurda fuga y

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trataba de convencerme para que no lo intentara. Me decía que a mí también se me notaba mucha mejoría. Ella albergaba la esperanza de que no cometiera ninguna locura para que, cuando todo aquello terminara, nos diésemos una oportunidad y pudiéramos hablar de un futuro juntos. Aunque no deseaba preocuparla, yo ya había decidido que nada podía esperar de aquel infierno y, a la mínima oportunidad, lo abandonaría. Me contaba que algunos domingos, mientras nos bañábamos en la balsa, se escondía en el limonar cercano a la plantación de alcauciles y desde allí me observaba. Me entristeció mucho cuando me dijo que el novio de Lucila, al enterarse de la carta, le pegó una paliza y tuvieron que llevarla al hospital de Alicante. Sus hermanos lo perdonaron a cambio de que la aceptara de nuevo. Cuando se recuperó Lucila, dispusieron todos los preparativos para la boda. A partir de ese momento nunca más podría acercarse a Nicolás. No quise contarle que mi amigo ya lo había superado, porque tendría que haberle dicho que el viejo cocinero, el que poco a poco se había ido quedando sordo, terminó por morirse y lo había sustituido Nicolás, quien me pidió a mí que ocupara su lugar, el de pinche. Tampoco deseaba que Eulalia se enterase de esto, no fuese a ser que en uno de esos arrebatos míos se enfadara y, viéndose liberada de sus obligaciones alimenticias, dejara de visitarme. Temblé al pensar que todavía me preocupara, teniendo resuelto ya el problema de mi sustento. Y volvía a mi mente aquel vaivén. Un día me consideraba que era un canalla por no contarle mis pensamientos y otro consideraba que poco a poco me iba enamorando, que no la engañaba a ella, sino a mí.

─Tiene que sacarnos de aquí. No podemos aguantar más... –dijo el ordenanza al comandante, mientras le quitaba la chaqueta para que almorzara la comida que yo

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había dejado─. Por nuestra parte esta todo preparado..., ya solo falta usted.

Aunque nunca lo había visto en el grupo de los de la saca de Novelda, ya sabía que era uno de ellos, comprendí que la fuga no estaba tan cercana como yo pensaba. Dudé si debía ponerme en contacto con él, pero decidí no hacerlo; se encontraba demasiado cerca del comandante, ¡cómo para fiarme de él!

─No habéis localizado la Junta de Resistencia...

─Nadie puede..., es un fantasma..., no existe...

─Intentadlo, un poquito más...

─Ese poquito más supondría delatarnos...

─Haced algo.

─Estamos muy cerquita de ser descubiertos...

─No os voy a dejar tirados. Pero ya sabes que el cabrón del sargento me está acosando... Si os dejo marchar por la buenas, tendré que hacer lo mismo con los suyos..., y eso no lo voy a permitir. Pero tranquilo que algo se me ocurrirá, yo no dejo tirada a mi gente.

Llegué pronto a la cita con Eulalia, a lo lejos hablaba con un guardia. Como podría ser la última vez que nos viéramos, decidí hablarle con claridad.

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─Tal vez el martes cuando vengas no me encuentres

aquí...─me temblaba la voz, creo que me sonroje─. Me gustaría haberte conocido en otro lugar... –lo estaba

intentando, pero cómo me costaba─. No tienes ni idea de lo que está ocurriendo, no te conté nada por si te interrogaban. He tratado de no enamorarme, sabía que este día tendría que llegar. Ahora sé que en otras

circunstancias... ─y no pude terminar.

Me parecía que no tenía derecho a decirle lo que pretendía. Creo que ella se dio cuenta de por qué lo hice y no me insistió para que finalizara la frase. Entristeció, se agarraba a las alambradas hasta el punto de sangrar sin darse cuenta. Cogió un pañuelo y, mientras se limpiaba, me confesó que me quería

─No te vayas, ¡por favor!, no te vayas –me decía llorando

bajando la voz para que nadie la oyera─. Hablé con mi padre, le conté que he conocido una persona aquí, que cuando todo termine vendrá con nosotros...

─Pero..., si yo no puedo quedarme...

─Sí... Sí que puedes –Eulalia no quería rendirse. Parecía que para ella también fuese la última vez, la última

oportunidad─. Vi a Lucila, ya está mejor, ya está recuperada. Conseguí que me prometiera que cuando salgas de aquí, que va a ser muy pronto..., su familia te ayudará.

─No me conoces, Eulalia. No sabes quién soy... No quiero que por mi culpa sufráis todos: tú, tu padre, Lucila..., y yo.

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─Nadie sufrirá... Sé que eres buena persona, que nos ayudarás en la huerta... Al principio, tuvo miedo de que lo dejará solo, pero cuando le dije que los dos nos quedaríamos con él.., se puso muy contento. ¡Dime que no te marcharás!... Y si lo haces me llevarás contigo.

Una parte de su cuerpo atravesó la alambrada y me dio un fuerte abrazo. No tenía más remedio, aquella cara, aquella mujer llorando, aquel abrazo. Yo también tenía sentimientos. Ya sé que para un preso lo único que importa es la fuga, pero no creo que nadie que se encontrara en la situación en la que yo estaba hubiese actuado de otra manera.

─Sí, si me voy, te encontraré.

─No arriesgues tu vida... Espera a que todo termine y nos iremos donde tú quieras.

─¿Y tu padre?

Se quedó pensativa, entristeció, pero lo tenía tan claro.

─Yo sí haré ese sacrificio por ti.

La miré fijamente, pero no le di ninguna respuesta. Encendí un cigarrillo y dejé que el tiempo pasara. Al llegar el momento de la despedida le di un beso. Me fui rápido. No quería ni mirar atrás, pero me detuve y, al volver la vista, la vi hablando con uno de los guardias, no me gustó nada, pero, ¿qué podía hacer?

─¡Esta noche nos vamos...! Prepara todo lo necesario – le dije a Nicolás.

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─Calla...–me cortó llevándose el dedo índice a la boca-, puede haber alguien.

Fue a mirar en el comedor y estaba vacío. Después apretó los puños, corrió hacia mí gritando y me dio un fuerte abrazo.

─¿¡ Qué coño me estás contando!? –preguntó sorprendido.

─Los de Novelda me han dicho que nos fugamos hoy. Ya está todo preparado...A las doce en el lugar donde guardan sus paquetes. Nos vestiremos de falangistas y saldremos justo en el cambio de guardia.

─¿No lo ves peligroso...? –me dijo intranquilo, llevándose

la mano al pelo y frotándose la cabeza con fuerza─. Esto se acaba. No queda mucho.

Lo miré fijamente y le contesté.

─¿¡Qué no queda mucho...!? Mucho más de lo que podamos imaginar... ¿Qué crees que será de nosotros el día que cierren este “paraíso”, si es que lo hacen... Pero si quieres..., quédate...

─No, no... Si te vas, me voy contigo.

─Pues prepara lo que necesites...,esta noche nos vamos.

─¡Sí, nos vamos...!, que le den por culo a todo, no aguanto ni un segundo más. ¡Que les prepare la comida su puta madre!

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Buscó en el aparador y encontró una botella de vino guardada para los oficiales, para las grandes ocasiones, y me sirvió. Brindamos por nuestra libertad.

─¿Y Eulalia? – dijo echando otro vaso de vino.

Me quedé pensando un segundo, sólo un segundo.

─No es problema, está todo controlado. Ahora voy a dar

un paseo... ─fui hacia la puerta, pero antes de salir paré un

momento, me di media vuelta y le dije─. Aunque debo confesarte que alguna duda me queda.

─¿Eulalia?

─Es todo tan complicado

─Me parece que no lo tienes tan claro como creías.

─No sé, no sé –le dije mordiéndome los labios–. Tal vez tengas razón... Pero sé que en estos tiempos uno no debe hacer caso al corazón. Esperemos que llegue ese día en el que podamos elegir..., sin ningún miedo..., sin temor alguno...

Estaba a punto de cruzar la puerta de salida, cuando Nicolás se acercó a mí, me cogió de la mano y me llevó hacia adentro. Luego me habló bajito.

─No sé si lo que te voy a decir te vendrá bien o mal, pero he oído por el campo que algunos carceleros se acuestan con las mujeres que traen la comida...

Me dolió mucho más de lo que intentaba aparentar. Aunque se trataba de mi mejor amigo, no me había

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gustado nada lo que me dijo, pero lo último que haría sería discutir con Nicolás.

─Entiendo que no lo haces por maldad –le dije con voz

suave─. No sé por qué, pero me hace daño... Espero que no me ocurra lo que he tratado de evitar todo el tiempo..., pero hay veces que he pensado en que si nos escapamos..., podríamos quedarnos por aquí cerca escondidos... y luego, cuando pudiera, ir a verla... saber si siento algo por ella.

No le gustó mucho mi idea a Nicolás. Me miró como si me hubiese vuelto loco

─Para eso mejor que no intentemos nada... –me replicó

descontento─. Esperamos a que cierren y te vas con ella.

─Yo lo tengo decidido. Voy a dar un paseo. Si no quieres venir conmigo, me lo dices y tan amigos.

Pasé toda la tarde preocupado. Habíamos quedado a las once y media de la noche. Cuando oscureció me fui hacia el barracón. Me tumbé sobre la cama y me puse a pensar en Eulalia. Luego llegó Nicolás, y poco a poco el resto de reclusos.

Todos dormían cuando sonó un silbido que anunciaba nuestra marcha. Fuimos a encontrarnos con los de Novelda. Mientras esperábamos al lacayo del comandante los nervios y el frío me hacían tiritar. Al vernos allí se sorprendió.

─¿¡Qué hacen aquí estos dos cabrones!? –dijo el ordenanza muy enfadado.

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─Este es el preso del que te hablé... – indicó uno de

Novelda señalándome─. Y este otro es su amigo.

Se quedó inmóvil, como si hubiera visto a dos fantasmas. Nos miró de arriba abajo. De repente vi en el rostro de aquel hombre la ira y la desesperación.

─Pero si son los chivatos del sargento... ─dijo encolerizado

y con voz vibrante─. ¿No pretenderéis que vengan con nosotros?

─¿Qué quieres que hagamos?

─¡Detenedlos!

No les dimos tiempo a ello. Antes de que recibieran la orden, nosotros habíamos emprendido la huida. Dos de los presos de Novelda corrieron detrás de nosotros. No había nadie en el mundo capaz de cogernos aquella noche: ellos menos. Muy pronto pararon, se dieron la vuelta, ya que se aproximaba la hora del cambio de guardia. Nosotros nos quedamos a ver qué ocurría

─No saldremos vivos de aquí –dijo uno de los presos al

ordenanza─. Lo van a contar todo.

─No temáis nada. La puerta está vigilada por gente del comandante.

Saludaron ocultando su rostro y salieron: “Tenemos que ir al pueblo”, dijeron a los guardias que ni repararon en ellos. Me pareció que al pasar junto a la casa del comandante también saludaron, ¿sería él? Regresamos a nuestros aposentos. Nadie se había percatado de nuestra ausencia.

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Por la mañana se comentaba en el campo la fuga de seis presos mientras los guardias realizaban el relevo. Tal vez nadie tuviera la información que Nicolás y yo barajábamos. Por eso cuando el comandante mandó formar junto a las banderas para imponer el castigo, consistente en una farsa cada vez más patética. A nosotros, pese a las dramáticas circunstancias, se nos escapó una sonrisa.

─¡Os quedaréis así hasta que me digáis quiénes son los colaboradores –gritó el alférez con más rabia que fuerza.

Nosotros tuvimos suerte, muchísima suerte, ya que Nicolás tendría que preparar la comida de los oficiales y yo le ayudaría. Desde la cocina contemplábamos la tragicomedia que el comandante quería representar. No les daban de comer, sólo les permitían beber un poco. Como las fuerzas ya estaban muy mermadas, empezaron a caer presos desmayados.

En cuanto se enteraron los paisanos, se acercaron al campo y observaban aterrados aquel acontecimiento. Entre ellos se encontraba Eulalia, parecía como si me estuviera buscando entre los reclusos. Sólo podía ver un montón de huesos recubiertos de piel seca, caras sucias, trajes desarrapados, camisetas de tirantes con jirones, pantalones de panas desgastados y deshilachados. Yo preocupado porque Eulalia estaba demasiado lejos y los guardias se interponían entre los dos, me impedían gritarle para que me localizara. Desde la alambrada Eulalia escrutaba la formación, como queriendo reconocer a todos los reclusos. Yo la miraba, y no encontraba la forma de quitarle su preocupación.

Mientras, en el comedor de oficiales se celebraba un banquete. El comandante abandonó la mesa y salió a la calle. Contemplaba a los reclusos formados en el patio, aguantando el sol. Miraba al cielo y amenazaba lluvia:

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nada bueno podría traer a aquellos cuerpos desvalidos, indefensos, desamparados ¿Cuál sería el primero en caer? La tormenta empezó a descargar, pero él seguía sin moverse. La gente del pueblo corrió a refugiarse en la estación del tren, no toda; Eulalia se quedó allí aguantando el chaparrón. El alférez llegó con un abrigo y un paraguas para tapar a su superior, y le pidió que le acompañara dentro, cuánto me hubiese gustado poder hacer lo mismo por Eulalia. Los dos seguían mirando hacia la explanada, El jefe supremo de nuestros carceleros observando su última obra maestra, Eulalia buscando algo que a aquellas alturas ya se le antojaba casi imposible. Algunos presos trataban de sujetarse sobre sus propias rodillas, otros caían al suelo y no volvían a levantarse, Eulalia se tapaba la cara. Pasó la tormenta, corta pero intensa. Hernández se volvió al comedor y dio orden al alférez de que recogieran a los caídos y levantara el castigo, ya estaba bien. Eulalia se marchó, empapada hasta los huesos, desconsolada, y yo sin poder hacer nada.

A la mañana siguiente llegó al campo la noticia de que los seis fugados habían sido capturados, ninguno logró escapar, todos murieron en el intento.

Terminé de comprender la piedad de aquel hombre que había pedido ayuda a los de Novelda frente a las tropelías del sargento, y luego los sacrificaba, no fuesen a delatarlo. Enfurecí y la rabia se apoderó de mí, la rabia era mi única salvación en momentos como aquel.

─Los ha matado el hijo de puta del comandante ─le dije a Nicolás.

─No lo sabemos –respondió tratando de consolarme─. Tú le tienes mucha inquina, no creo que sea culpable de todo.

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─Ha sido el comandante. Ellos le ayudaron contra los caras pálidas y así se lo paga.

Sin que yo lo pretendiera, alguien me escuchó. Lo tomó como un mensaje y lo pasó al resto de presos. Pero como no lo hice intencionadamente, la transmisión sufrió defectos: “Han sido el comandante y los caras pálidas”, fue la noticia que recorrió el campo. Y los de Novelda, que habían sido colaboradores del comandante, se convirtieron en unos héroes. Pero los caras pálidas no corrieron la misma suerte. Ya que muchos presos se acercaron hasta su pabellón con la intención de vengar a los compañeros. Sólo la protección de los soldados los salvó de una auténtica tragedia.

Tras aquellos acontecimientos, algunos de ellos se acercaron a nuestro barracón para pedir perdón y ponerse a nuestra disposición. Por nuestra parte no hubo la menor muestra de clemencia. Al marcharse no regresaron con sus antiguos compañeros, se fueron hacia la explanada, a un terreno de nadie.

El comandante se dio cuenta de que los ánimos en el campo estaban caldeados, por lo que quiso justificar su infamia. Nos hizo formar para comunicarnos que los seis fugados no eran unos reclusos comunes, constituían el alto mando de la Resistencia.

Creo que nadie dio crédito a sus palabras, pero eso ya no tenía la menor importancia.

Me extrañó tanto no ver a Eulalia entre quienes nos traían la comida, que pregunté por ella. Tardé en encontrar a una persona que me diera una respuesta, porque había gente llegada de lejos que no querían identificarse, y los del pueblo no se atrevían a decirme nada. Hasta que localicé a alguien y mejor no lo hubiera

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hecho. Me contaron que Eulalia, al enterarse de la muerte de su hermano, había intentado suicidarse. Me marché desconsolado.

Durante varios días estuve muy triste, no salía de la cocina más que para irme a acostar, no merodeaba por el campo, no vigilaba al comandante ni al sargento, no me importaba nada. Sólo Eulalia, aquella mujer que varias veces me rogara, incluso suplicara, que me quedase, y yo me había negado.

Pasadas unas semanas vino a visitarme. Le habían contado que alguien había preguntado por ella, no imaginaba que fuese yo. Al verme en la alambrada quiso abrazarme, como si no hubiera nada en medio, yo también lo hice.

─¡Siento tanto lo que te ha pasado! –le dije.

─Gracias, pero... ¿¡Qué haces tú aquí!?... Te creía

muerto... ─me dijo incrédula, con voz baja, casi

sollozando─, no lo pude resistir, fue por ti.... A él hace tiempo que lo perdí.

Estaba tan alicaída, tan triste, tan apenada. Se había quedado tan delgada, su mirada apagada, su carita pálida

─¿Creíste que era uno de los fugados? ─le pregunté llevándome las manos a la frente y mirándola casi a hurtadillas.

─Sí, y se me partió el alma.

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─Iba con ellos, pero en el último instante decidí quedarme...

Me miró fijamente y sus ojos brillaron a la vez que soltaban unas lágrimas.

─Dime que lo hiciste por mí, y me harás la mujer más feliz del mundo.

¿Y que podía responder yo a aquellas palabras?

─No, no quiero mentirte. No me dejaron ir...

─¿Entonces...?, ¿por qué me lo contaste?

─Porque ahora sé que te amo.

─Si es verdad..., quiero que me prometas que nunca más lo intentarás. –me dijo con mucho aplomo.

─Perdóname. Mi única obligación aquí es fugarme. No puedes pedirme eso..., no puedes...

─Dime entonces que no me quieres y no volveremos a vernos – dijo con voz tierna y compasiva.

─Te amo.

No sé muy bien por qué pronuncié aquellas palabras, pero fue lo que se me ocurrió en aquel instante.

─Eso no me vale. Es muy fácil decir te amo sin entregar nada a cambio. Sólo te pido algo que será bueno para ti..., y ni eso me puedes conceder.

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─Volveré a por ti..., cuando todo esto se termine, te buscaré.

Renunciar a abandonar aquel infierno era algo que escapaba a mi comprensión. De nuevo tuve que callar, dejar que el tiempo se hiciera cargo de mi situación, no dar un paso adelante. Fue ella la que tuvo que terminar.

─Nunca podré hacerme ilusiones contigo, no sé por qué hago todo esto. Supongo que la respuesta está en este tiempo..., este tiempo que no cuenta..., que sólo es provisional...

─Te prometo que cuando todo esto se acabe...

─¡Calla! –dijo poniendo su mano en mi boca─. No prometas lo que no sientas...

─Volveré a por ti

─Nunca volverás..., esto no terminará nunca para ti...

─Por una vez..., confía en mí

─Vale, me agarraré a ello..., de todas formas..., no me queda otra. Pero, por favor, no cometas ninguna locura.

Metió la mano en la faltriquera y me entregó un papel, lo único que tenía su hermano el día que fueron a enterrarlo. Leí con lágrimas en los ojos.

“El sueño va sobre el viento

flotando como un velero.

Nadie puede abrir semillas

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en el corazón del sueño.”

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XIV LA LEYENDA DEL TIEMPO

Nicolás me previno: el comandante le había pedido resultados en la búsqueda del piloto, si en una semana no conseguía nada, se lo encargaría a otro, y le obligaría a abandonar la cocina

─No te preocupes, amigo ─le dije─ si no se te ocurre algo..., realizo una fuga suicida. Si muero, le dices quién era; si me escapo, también...

─No me digas esas cosas...

Continué fregando. Él con sus calderos. De pronto vio algo que le llamó la atención

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─Ven un momento –me dijo Nicolás desde la puerta de la cocina, mientras observaba a los caras pálidas.

Dejé los platos, me limpié las manos y fui hacia él. Me paré un momento a contemplarlos. Parecían poseídos por el demonio. Buscando por todas partes al sargento. Llegaban a la esquina y después, como asustados, se asomaban al comedor de oficiales. Las miradas perdidas, ausentes, como el ganado que prevé la tormenta.

Vimos cómo se acercaban al comedor. A mí me llamó “el carnicero” para que le llevara una botella de vino. Hablaba con el cabo y le pedía una solución, este respondió que deberían exigírsela al comandante.

─Recuerda lo que hizo con los de Novelda.

─Puede que no fuese mala idea – concluyó el cabo.

Uno de los caras pálidas los escuchó y llamó a los otros para que entraran. Serían ocho o nueve, no más, pero aparecieron como una estampida, gritando, reclamándoles una salida. El sargento les dijo que utilizaran toda esa energía ante el máximo responsable.

─Tú nos metiste en este atolladero, tú debes sacarnos de él

–le chilló uno de ellos─. No podemos estar así... Todas las noches nos están molestando, no nos van a dejar nunca en paz, algún día va a ocurrir algo

─Es el comandante –replicó con fuerza “el carnicero”─. Corred a pedírselo a él y dejadnos en paz.

Un cara pálida rompió una ventana, cogió un cristal a modo de cuchillo y se lanzó a por el cabo, quien le respondió con un tiro mortal. Los demás reclusos se

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abalanzaron sobre el falangista, que chillaba como un cerdo tratando de quitárselos de encima. El sargento acudió en su auxilio disparando a los presos: mató a varios, pero el resto tiraron unas mesas al suelo y se parapetaron tras ella, a modo de escudo. Ni siquiera les dio tiempo a ver cómo varios guardias llegaron por detrás, los acribillaron. No quedó ni uno vivo.

No hubo misa para ellos, ni enterramiento en el campo santo, fueron a parar a la fosa común.

El capellán abandonó el campo sin importarle para nada la desolación del comandante. Aquella noche nos despertamos con el decrepitar de una gran hoguera, salimos a la calle y vimos arder la ermita. No imaginaba quién seria el responsable. Ni los soldados, ni los falangistas, movieron un solo dedo para apagarla. Argumentaron que ya era demasiado tarde y no se podía hacer nada, pero el destino quiso que lo lamentaran y aquella gran cruz que coronaba la capilla cayó sobre el mástil de las banderas y lo derribó. No tardarían mucho tiempo en repararlo, pero de la ermita ni si quiera retiraron los escombros.

Encontré un nuevo entretenimiento. Aunque a Nicolás le parecía un riesgo innecesario, para mí suponía un juego divertido que me ayudaba a palpar el ambiente en el campo. Por las noches mientras la gente trataba de conseguir sus sueños, o, al menos, lo intentaba; yo lanzaba mis coplas al viento.

“Nadie puede abrir semillas

en el corazón del sueño.”

Alguien gritaba.

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─ ¡Que se calle ese payaso!

Nicolás me llamaba la atención

─ Que nos van a meter un paquete.

Me llevé una gran sorpresa cuando al terminar la estrofa, un preso la repitió con aire aflamencado, encantando a todo el pabellón hasta el punto de convertirse en un coro. Yo también me uní a esa fiesta, un poco avergonzado porque me acababa de dar cuenta de mis pocas dotes para las artes, y mucho menos para la canción española.

Aquel artista se atrevió a cantarlo en la explanada, tras nuestro tributo a bandera, después del “cara el sol”, cuando rompíamos filas. La mayoría de los reclusos le seguimos.

Visto el éxito de mi atrevimiento, lo repetí de nuevo. A la hora de dormir lancé nuevos versos.

“El tiempo va sobre el sueño

hundido hasta los cabellos.

Ayer y mañana comen

oscuras flores de duelo.”

Cuando el cantaor le dio su toque especial, me emocioné tanto que me sentí en otro lugar, muy lejos de allí. A diferencia de otros días, llegaron los guardias y nos mandaron callar, no dejábamos dormir a nuestros compañeros.

Eulalia llegó muy triste. Me contó que, el domingo por la noche, unos desalmados del pueblo habían entrado en la

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huerta de su padre para llevarse parte de la cosecha y destrozar otro tanto. Además, sacrificaron algunos animales y dejaron escapar el resto. Los llamaron “rojos de mierda”, y gritaron muy fuerte que era una injusticia que los traidores nadaran en la abundancia mientras había buenos españoles muriendo de hambre.

─Lo que más pena me da es que ya no podré traerte la comida... –musitó con voz sorda, apenas audible.

─Eso es lo que menos debe preocuparte...─traté de

consolarla─. No tengo problemas para alimentarme... soy

el pinche del cocinero –me miró enfadada─. No quise decírtelo porque..., deseaba que siguieras viniendo.

Su tristeza se tornó alegría y sus ojos llorosos empezaron a iluminarse.

─Si me hubieras dicho esto antes..., cuanto sufrimiento me hubieras ahorrado.

─Ahora me preocuparé yo de ti... Ahora vendrás a verme y a por alimentos... Espérame, que no tardo.

Corrí hacia la cocina y lo primero que encontré lo metí en una talega: pan y embutidos. Vi en el caldero las sobras del mediodía, me detuve un segundo pero decidí que eso no se lo llevaría. A la vuelta se lo entregué con mucho disimulo para escabullirme de los guardias. Me lo agradeció con un beso en la mejilla y una sonrisa de las que hacía tiempo no me regalaba.

─Además de todo lo que me gustaba de ti, ahora sé que eres como un pan, como un pedacito de pan... –me dijo sonriente.

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─Es lo mínimo que podía hacer..., con todo lo que tú me has ayudado.

─Lucila está muy preocupada –me contó mientras metía

las viandas en su bolso─. Querría ver a Nicolás. Explicarle algunas cosas...

─Que lo olvide. Mejor no volver a empezar.

Al despedirme encontré a Eulalia más alegre que nunca. La nueva situación, en la que yo la iba a ayudar, le resultaría muy interesante. Tal vez hasta llegase a creer que se trataba del último argumento para mi permanencia.

Llegué a la cocina y Nicolás se encontraba junto a la puerta del comedor, me llamó y acudí a su lado.

─¿Has perdido algo? –me espetó.

─Todos hemos perdido algo─respondí.

─Escucha al sargento.

En el comedor “el carnicero”, sentado sobre la mesa, con los pies en la silla, leía un papel.

“Sobre la misma columna,

abrazados sueño y tiempo,

cruza el gemido del niño,

la lengua rota del viejo.”

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Me llevé la mano al bolsillo, rebusqué y no lo encontré, era el mío.

─¡Hostias!

─Parece que no se lo ha tomado muy mal –me tranquilizó

Nicolás─, está leyendo sin darle la menor importancia.

─¿Por qué se lo iba a tomar mal? Por el campo suena a todas horas

Volvimos a los fogones a preparar la cena, a mí aún me quedaban muchos platos que fregar. Al poco rato, cuando escuché la voz del jefe supremo, quise saber qué opinaba. ¿Vería las cosas de la misma forma que el sargento?

─Estoy muy contento –le dijo el comandante a su fiel

escudero, el alférez─. Llevamos unos cuantos días que “mis niños” –silabeó con una cierta sorna estas dos

palabras─ no me dan ningún disgusto, me parece que va a ser definitivo..., que todo esta controlado..., al final lo hemos conseguido.

“El carnicero” desde la otra punta de la mesa le cortó de inmediato.

─Yo no estaría tan seguro... No es la primera vez, incluso en ocasiones anteriores estuvieron más tiempo sin liarla...

Dejé de escucharlos cuando Nicolás me llamó para pelar unas patatas, pero enseguida me asustaron unos gritos.

─¡La madre que los parió!

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Corrí hacia la puerta y vi al jefe supremo de nuestros carceleros leyendo.

─¡Serán cabrones! –gritaba encolerizado, lleno de ira─. “El tiempo va sobre el sueño... hundido hasta los cabellos... Ayer mañana comen... oscuras flores de duelo...” ¡Hijos de puta! Me las vais a pagar. ¿¡Quién ha sido!?... ¿¡Quién coño ha sido!?...

─No tengo ni idea ─dijo el sargento─, pero esa coplilla la viene repitiendo todo el campo desde hace unos días.

─¿Y lo has permitido?

─¿Por qué no? No le veo nada de malo.

El comandante lo miró con rabia y le chilló.

─Serás tonto de los cojones..., no me extraña que hayamos estado enfrentados tanto tiempo.

─¡Sin faltar!, eh. Me voy de aquí... Me tiene muy harto y no tardaré en abandonar, porque usted no tiene remedio.

“El carnicero” se marchó seguido por el cabo. Al salir dieron un fuerte portazo, algo que no impresionó a los oficiales.

─¡Cocinero! Tráeme al puto cocinero –le dijo al alférez.

Rápidamente me volví al fregadero y me puse a lavar platos. Nicolás ni se movió. Esperaba a que vinieran a por él, cómo si no hubiera oído nada.

─¡Acompáñame! El jefe quiere verte. ¿No lo has escuchado?

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No. Aquí entre fogones..., cada vez se vuelve uno más sordo..., y no se entera de nada...–respondió Nicolás meneando la cabeza.

─Ahora te vas a enterar –le cortó el alférez con frialdad

Me fui tras ellos, pero sólo hasta la puerta.

─¿¡Qué sabes de esto!? –le preguntó el comandante muy enfadado, enseñándole el papelito.

─No sé a qué se refiere.

─A alguien se le ha caído este maldito papel..., no creo que sea de ninguno de la falange..., o a ti, o a tu amigo.

─Sí, es mío –mintió Nicolás sin inmutarse.

─¿¡Qué significa!? –le chilló colérico, volvía la vista hacia la cuartilla y la releía

─Nada. Me lo entregó hace tiempo la muchacha que me traía la comida, lo guardaba en el bolsillo y se me cayó.

─Es de un poeta subversivo. ¿Tú has sido quién lo ha ido propagando por el campo incitando a la rebelión?.... No esperaba eso de ti.

─Creía que era un poema de amor.

─¿¡Encima pretendes burlarte de mí!?... –se levantó de la mesa, se acercó a Nicolás y le dio un bofetón en la cara,

con tanta fuerza que empezó a sangrar por la nariz─. He confiado en ti. Ahora entiendo por qué no me traías

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noticias del puto piloto: ¡seguro que eres tú. Lo pagarás caro – Nicolás se limpió la sangre con el envés de la

mano─. ¡Alférez, llévatelo a la caseta de aislamiento!

Decidí salir de mi escondite. Lo había escuchado todo. Había visto la angustia de Nicolás y pensé que ya estaba bien, que no debería ocultarme ni un segundo más.

─¡Suéltelo, he sido yo! –le grité antes de que se llevaran a Nicolás.

─¡Hombre, el pinche...! –reaccionó de inmediato el

comandante─. Esto debe ser vuestra solidaridad internacionalista...

─No le haga caso... ─interrumpió Nicolás, que apenas

podía articular palabra─. Sólo pretende agradecerme que lo trajera a la cocina y lo salvara del infierno.

─¿¡Qué infierno!!?... Serás insolente... Llévatelo... Está claro que es él.

El alférez le dio otro sopapo a Nicolás y le pidió que le acompañara.

─No... Suéltelo. Soy yo, el jefe de la Resistencia

─¿¡Qué estás diciendo!? –me preguntó sin salir de su asombro.

─¿Lo soltarás?

─Si realmente eres el jefe de la Resistencia..., sí...

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─¿Y si además fuese Antonio García, el piloto que hundió el acorazado España...

El jefe supremo, el carcelero mayor, el responsable de todos nuestros males, se quedó inmóvil. Mandó a Nicolás a por el vino que guardaban para las grandes ocasiones y un cigarro puro.

─Si me das alguna prueba de que eso es verdad, a tu amigo no le pasará nada.

Llegó Nicolás con el encargo. Sirvió a los oficiales, le encendió el puro y dejó sobre la mesa la botella y un cenicero. Entonces me puse a relatar el artículo del periódico: me lo sabía de memoria.

─En la costa de Santander, cerca de la playa del Sardinero, se encontraban el Acorazado “España” y el Cañonero “Velasco”. Su cometido consistía en interceptar los barcos que transportaban suministros para la República Española. A las siete de la mañana, los dos navíos perseguían al carguero inglés Kristley, tratando de impedirle la entrada al puerto...

El comandante no daba crédito a lo que estaba oyendo. Se metió la mano en el bolsillo de la guerrera y sacó la hoja del diario que tiempo atrás se me había caído. Ordenó soltar a Nicolás, pero este se quedó allí, a nadie le importaba. Yo seguía recitando, mientras la máxima autoridad del campo me seguía, periódico en mano, comprobando que no me apartaba ni una letra del escrito.

─...Pero cuando lograron alcanzarlo les sorprendieron los aviones republicanos que con sus cazas Gordón y Brevet realizarían cinco ataques. Acorralado, “el España” fue a chocar de popa contra una de las minas lanzadas por el

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Velasco, produciéndose una fuerte explosión seguida de la elevación de una cortina de agua propia del estallido...

Nicolás no paraba de frotarse las manos con mucha fuerza. Después me miraba como suplicándome que me callara. No se resignaba a que yo cargara con todo el peso de lo que se avecinaba. Por eso decidió ser él quien continuara leyendo.

─El estruendo sonó bronco, como un bramido. Se abrió un gran boquete junto a la quilla, una enorme vía de agua. El segundo de abordo estaba en el puente de mando y bajó rápido por la escala, hasta las entrañas del barco, y comprobó que el agua estaba llegando a las turbinas de babor y estribor...

No pudo seguir, no sabía más, pero yo sí, y quise dejar claro ante todos quien era, con uno que sufriera era suficiente.

─Déjalo, Nicolás. Demasiado has hecho ya por mí

─Si queréis os fusilo a los dos –dijo el comandante soltando un bocanada de humo.

Entonces entendí que sólo yo debería recibir aquel castigo; por una vez Nicolás debería dejarme solo.

─...Al entrar en la sala de máquinas...─proseguí─, contempló el espectáculo que jamás hubiera deseado ver: El compartimiento se estaba inundando, los cadáveres de un maquinista y dos fogoneros flotaban en el agua, multitud de heridos gritaban por el dolor. Corrió al puente a contárselo a su capitán, que al ver acercarse al Velasco pidió a sus oficiales más leales que buscaran a los marineros más capaces para ser los últimos en abandonar. Primero llevaron a los muertos, después a los heridos, en

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camillas improvisadas. Cuando todos abandonaron, Hernández, el segundo, se volvió con intención de ver si quedaba alguien...No regresó...

─Hernández era mi hermano... –dijo el comandante apartando una mano de la hoja del periódico, y se la llevó

a los ojos para restregarse ─, cinco años menor que yo...

─Lo siento mucho ─ le dije sin sentirlo.

─No ha terminado usted, continúe.

Me pareció que ya era suficiente, pero no al comandante.

─...El responsable de la acción fue el piloto Antonio García Bordillo, un joven de diecinueve años, nacido en el Madrid de los Austria, en el seno de una familia acomodada. sargento de aviación y piloto civil desde mil novecientos treinta y cinco, estudiante de cuarto de derecho.

─¡Sí...! Ese es mi auténtico nombre– dije sacando pecho-, mi autentica vida, y no ésta a la que me habéis obligado.

Hernández bebió un largo trago, dio una fuerte calada y después me dijo.

─El jefe de la Resistencia y todos sus lugartenientes

cayeron en la fuga –sonreí─. Nadie creería que se reorganizaron tan rápido. Esta noche te dejaré escapar, pediré a los guardias que se relajen a eso de las doces cuando todo el mundo duerma... ¿Entiendes lo que quiero decir?

─Sí –le contesté secamente.

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Sabía muy bien a qué se refería: La ley de fugas. Tal vez lo mejor que podía ocurrirme. Demasiado tiempo llevaba en aquel infierno como para no darme cuenta de ello. Había sufrido viendo el tormento de mis compañeros en la sala del martirio, pero entendí que la mayor tortura fue que nos dejasen vivir con la falsa esperanza de que un día saldríamos de allí. Aunque me ofrecía jugarme la vida, agradecí a aquel hijo de puta que me diese la oportunidad de poder hacerlo con dignidad. Ya no deseaba ir muriendo poco a poco, día tras día. Quería jugármelo todo a una partida. Y fue en aquel momento cuando comprendí que hay cosas peores que la muerte.

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XV EL LIMONERO

─No tienes por qué venir conmigo ─le dije a Nicolás, los dos sentados en la mesa de la cocina con una botella de vino y comiendo unos filetes de los que solíamos cocinar para los oficiales.

─¡Sí, me voy!

─Es muy arriesgado. Uno solo tiene el cincuenta por ciento de posibilidades. Si vamos los dos..., uno de nosotros morirá.

─En ese caso, espero ser yo.

Nicolás se levantó y se dirigió hacia una alacena donde encontró un poco de mojama, la puso encima de la mesa,

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cortó varios trozos y, con el cuchillo, acercó un poco para mí.

─Ya que nos vamos a marchar... ─dijo encogiéndose de hombros.

─Los dos sabemos que es una trampa, pero espero que tengamos nuestra oportunidad. ¿Recuerdas aquel lugar por donde había una pequeña posibilidad de escapar...,debido a un ángulo muerto? Lo utilizaremos... – del bolsillo sacó unos cigarrillos, me dio uno y encendió otro para él. Apretaba fuerte el cigarro entre los dedos.

Después de dos o tres caladas lo tiró al suelo─. Si el comandante pone un poco de su parte..., si nos da algún segundo de ventaja..., lo conseguiremos. Según mis cálculos..., una vez que crucemos la alambrada dispondremos de unos cincuenta metros, más o menos, donde no llegan los disparos de ninguna de las ametralladoras... Cuando alcancemos dicho punto, correremos cada uno hacia su lado y, con un poco de suerte, alcanzaremos el palmeral.

─Está muy claro que sólo uno tiene posibilidades, pero los dos..., ni borrachos... Si se pudiera hacer algo para que me disparen a mí –dijo Nicolás echándose otro vaso de vino y partiendo más mojama.

─No... No quiero que hagas nada raro, lo único que conseguiría sería perjudicarnos. Me das miedo... Creo que lo mejor es que te quedes... –me paré un momento a

pensar cómo decirle lo que quería─. Te voy a ser sincero, Nicolás. Esto es un asunto entre ese comandante fascista y yo...

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─Para nada... –me interrumpió y sacó otra vez el paquete,

se cogió un pitillo para él, pero yo seguía con el anterior─. Yo también estuve en Santander.

─Si logro escaparme, necesitaré tu ayuda..., cuando todo esto termine. No tiene ningún sentido que vengas conmigo, no quiero que te arriesgues.

─No me quedaré solo. No tengo a nadie más que a ti... – se

puso a llorar como un niño─. No me dejes solo.

─Vale, vale. Tranquilízate... ─Cogió un trapo de la cocina y

se secó las lágrimas─. Yo te despertaré.

Ya no bebí más. Deseaba estar sobrio para cuando llegase el momento. Le pedí a mi amigo que siguiera mi ejemplo, pero no me hizo caso, parecía como si quisiera anestesiarse, como si no creyera que al fin escaparíamos, como si lo único que le preocupara fuese buscar la forma de salvarme, yo lo sabía.

A las diez nos metimos en el barracón, pero no dormí ni un segundo. Por primera vez tuve la impresión de que la vida se me escurría entre los dedos y que de aquella no saldría vivo. Recordé mi infancia en Madrid, todas las vueltas que había dado este país en poco tiempo, y yo con él. Entré tan pronto en el ejército que apenas pude darme cuenta de lo que significa la juventud, como si alguien se la hubiese llevado, y también mi infancia. No sé si fue por consolarme, pero de repente me dije a mí mismo que la vida no vale nada si no es para pelearla, y me sentí orgulloso de tener la oportunidad de morir por lo que siempre luché. Sin quererlo vino a mi mente la imagen de Eulalia. ¿Si salgo con vida, qué haré con ella? Mejor no

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pensar nada. La verdad es que no confiaba mucho en mis posibilidades.

Miré el reloj y marcaba las doce. Nicolás dormía como un niño, había bebido más vino de la cuenta y decidí no despertarlo, pero cuando estaba a punto de llegar a la puerta del barracón me asustó una mano sobre mi hombro, me volví y era mi amigo. Iba en calzoncillos y, con voz muy baja, me pidió que regresáramos para vestirse y recoger algunas cosas. Se puso un traje nuevo y cogió un hatillo con provisiones. Me hizo una señal, golpeando las palmas de las manos: ya podíamos irnos. La puerta del pabellón no se cerraba nunca por la noche (no había retretes y si alguien tenía alguna emergencia iba a las letrinas). La vigilancia se basaba en los guardias que patrullaban por entre las dos alambradas, los nidos de ametralladoras que rodeaban el campo y las torres de vigilancia. En una de ellas me pareció ver al comandante aquella noche. Dos soldados hablaban junto a la entrada, pero estaban muy tranquilos y no hacían la ronda. Nos dirigimos hacia el lugar por donde pensábamos fugarnos. La noche era muy oscura, la iluminación se encontraba en el perímetro exterior del campo. No eran muchos los metros que separaban nuestro barracón de la alambrada, pero me pareció una inmensidad. Los latidos de mi corazón empezaron a descontrolarse. La noche era fresca y había mucha humedad en el ambiente, el sudor hizo que mi camiseta se pegara a mi cuerpo como si de una segunda piel se tratase. Las piernas me empezaron a temblar y las manos se entumecieron, parecía como si un calambre recorriera mi brazo inmovilizándolo. Nos acercábamos a la alambrada y se empezaba a notar, aunque débilmente aún, la iluminación de las farolas situadas en el exterior. Veía el palmeral y me parecía todo un mundo el que nos separaba de aquel bosque que era nuestra única tabla de salvación. Entonces me percaté de un pequeño detalle: habían acercado las ametralladoras. Acababa de descubrir la trampa del comandante, y,

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aunque no la consideré mortal, desaparecieron parte de mis esperanzas, aquellos metros donde no alcanzaban los disparos ya no existían. Las posibilidades eran mínimas. Sólo quedaba una oportunidad: el margen que nos dieran antes de comenzar la descarga. Miré hacia la puerta de entrada y allí seguían tanto el guardia que la vigilaba, como el que debía pasear por entre las dos alambradas. Muy entretenidos, fumando un cigarro, con la culata de los fusiles apoyadas en el suelo. Una buena ayuda. A medida que avanzábamos, más me costaba mover mis piernas, más se aceleraba mi corazón, mayor iluminación, y más desprotegidos nos encontrábamos. Fue cuando decidí continuar solo. Me paré y le di un abrazo de despedida a mi amigo.

─Sigo pensando que no deberías acompañarme ─le dije achuchándolo contra mí, y a continuación le aticé un puñetazo, con tanta fuerza que lo dejé tendido en el suelo.

Se apretaba el estómago, se mordía los labios, pero ni un quejido salió de su garganta. Intentó levantarse y lo empujé con el pie, el me cogió de la pierna y me tiró al suelo, forcejeamos. Trataba de paralizarlo.

─Nicolás, por favor... –le decía casi llorando─ .No quiero hacerte daño – Intentaba zafarse con tanto empeño que no me dejó alternativa: le golpeé tan fuerte que lo dejé inmóvil.

Lo aparté de mí con cuidado y aproveché para escaparme hacia la valla. Pisé el alambre de espino, levanté el de arriba y pasé. Cuando iba a hacer lo mismo para atravesar la segunda alambrada, noté algo tirando de mis pantalones. Era Nicolás que con una mano se agarraba la barriga y con la otra se aferraba a mí.

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─Déjame. Que nos van a ver... –le susurré para que sólo me escuchara él. El guardia de la puerta dejó de hablar a su compañero y miró hacia los lados como buscando algo, yo me agaché y Nicolás aprovechó para cogerme del cuello.

─¿¡Ves donde han colocado las ametralladoras...!? –le dije

con rabia─. No tenemos ninguna posibilidad..., vive tú.

─¡No! ¡Vivirás tú!

¿Qué podía hacer yo? Era más fácil que alguno salvara la vida que convencer a aquel tozudo. Nicolás pisó la segunda alambrada para que yo pasara, después hice igual para que la cruzara él. Miré hacia la ametralladora, cara a cara frente a la muerte. Me estremecí, una punzada en mi corazón: parecía que quisiera salirse del pecho. Caminábamos despacio, como tratando de adivinar el momento en que empezarían a disparar. Enseguida Nicolás se colocó delante de mí y cuando escuchó la voz de fuego, gritó con rabia.

─¡Cabrones, hijos de puta!

Sacó de su bolsillo unas piedras y las lanzó contra el soldado que nos disparaba. Le dio y, mientras este se llevaba la mano a la frente para taparse la herida, Nicolás corrió hacia él, rápido y veloz, pero no lo suficiente, ya que otro compañero se había puesto al frente de la ametralladora. Recibió toda la artillería, pero logró abalanzarse sobre ellos. Aquella acción fue decisiva para que yo pudiera llegar al palmeral sin recibir ningún impacto. Pensé en esconderme en el limonar. Mientras corría pude oír la alarma sonando por el campo. Soldados y falangistas se levantaron rápidos y en mi huida escuché la voz del cabo.

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─¡Cabrones, cabrones!... Menudos cabrones. En cuanto te descuidas te la juegan.

No tardé en llegar a la plantación que estaba cerca de la charca, aquella desde la que Eulalia me veía algunas veces mientras me bañaba. Habría miles de limoneros que llevarían años sin podar Enseguida comprendí que era el sitio más seguro de la zona y me subí a un árbol tratando de no dejar ninguna huella. Pronto escuché voces de los soldados.

─Ha entrado por aquí. No debe estar muy lejos – dijo uno de ellos.

─¡Se va enterar ese hijo de puta!... Nos ha jodido el sueño.

─Le vamos a dar la misma medicina que a su amigo. Mañana irán juntos al paredón —gritaba otro para que lo escuchara.

De pronto llegó el cabo, muy enfadado. Les ordenó que unos cuantos vigilaran la zona perimetral de la finca, y el resto regresaran al campo para que, al día siguiente, cuando saliera el sol, iniciaran la caza y captura.

Me aferré a aquel árbol con tanta fuerza que aunque me hubiesen encontrado, nadie habría sido capaz de apartarme de él. No pude dormir en toda la noche. Pensaba en la suerte que pudiera haber corrido Nicolás. Con las primeras luces del día bajé y observé mis huellas en el árbol, por lo que me subí a otro: un pie sin zapatillas sobre el tronco, luego el otro. Lo escalé con cuidado para no estropear ninguna rama. Allí me encaramé y decidí no moverme hasta tener una clara posibilidad de huida.

No tardaron en llegar los soldados. Repararon en el limonero donde había quedado mis pisadas la noche

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anterior, y empezaron a disparar como unos auténticos poseídos. Cuando habían realizado suficientes descargas, el cabo ordenó a uno que subiera a recoger el cadáver.

─¡Aquí no hay nadie! —decía uno remeciendo las ramas con el fusil.

─No puede ser —le reprendía el cabo—. Tiene que estar ahí... A no ser que ese hijo de puta nos haya engañado.

─Pues sí, mi cabo. Nos ha tomado el pelo —concluía el soldado desde la copa del árbol.

Se bajó y siguió buscando con el resto de sus compañeros. Todos con el mosquetón en las manos apuntando al aire como si fueran de caza. Cuando una rama se movía, precisamente porque alguna ave salía de su escondrijo, los soldados disparaban y luego se enfadaban mucho al darse cuenta de que el pájaro que buscaban les estaba jugando una mala pasada.

─¡Da la cara, cabrón! —gritaba el cabo—. Sé valiente...─yo no estaba muy lejos y lo oía perfectamente — Da la cara.

Aún los tenía cerca y continuaban con su provocación.

─Comunista, masón de mierda...No tienes cojones...

Les interrumpió un ruido muy sospechoso y corrieron hacia donde sonaba, pero de nuevo se trataba de una falsa alarma.

─A quien encuentre a ese hijo de la gran puta le doy un mes de permiso —dijo el cabo.

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Alguno subía a los árboles, pero había tantos... Otros disparaban, con tan poca fortuna que sólo conseguían espantar los pájaros

─¡Este no está aquí! —sospechaba alguno—. Se marchó anoche y nos tiene haciendo el tonto.

Cuando se puso el sol, regresaron al campo. Aquella noche no me dejaron dormir las visiones que poco a poco merodeaban por mi memoria. La más recurrente, la de Nicolás. Aquel hombre de aspecto pequeñito, pero de corazón gigante. Mi amigo del alma que arriesgó su vida por salvar la mía. También me acompañó la imagen de Eulalia.

Así pasé un tiempo, resistiendo, sin moverme. No bajaba ni a hacer mis necesidades. Sólo me alimentaba de limones, comí más que un pastelero pueda ver en toda su vida. Al principio no les quitaba la cáscara, porque no sabía ni dónde tirarla. Después sólo chupaba su jugo y clavaba la corteza en los pinchos de las ramas.

Los soldados realizaban un rastreo todos los días, el cabo les había prohibido que dispararan a voleo, no era digno de un miembro de la Nueva España.

Había perdido el miedo, sólo tenía que esperar. Si lograba escapar haría todo lo posible por volver a la lucha, en honor a todas aquellas imágenes que me acompañaron aquellos días. Tendría que pasar a ver a Eulalia.

─Algo me huele mal —escuché un día a un soldado

─A limones, que apesta esto ya de tantos días dando vueltas por aquí —le respondió otro.

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A medida que el tiempo transcurría, mis perseguidores se sentían más desanimados, pasaban de forma rutinaria, como si no confiaran en encontrarme.

─Ese ya está muerto —dijo uno.

─Sí, sólo debemos esperar a que caiga del árbol como fruta madura y nos marchamos un mes de permiso —continuó otro, y provocó la sonrisa de sus compañeros.

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XVI EL ADIÓS

Ni siquiera me moví cuando escuché que habían fusilado a mi amigo. Consideré que trataban de torturarme para sacarme de mis casillas. Me tragué mi dolor y resistí. Incluso cuando dijeron que daban por terminada la búsqueda, decidí esperar un poco más, no me fiaba de ellos. Pasados unos días comprendí que me habían dado por muerto. Bajé del limonero al que me había aferrado como una enredadera. Sin pensarlo dos veces, me fui a buscar a Eulalia, a pedirle que se viniera conmigo. Aún recordaba su calle y el número de la casa. Toda la noche buscándola. Al encontrarla empujé fuerte la puerta, pero estaba cerrada. No me quedaba más remedio que esconderme hasta el alba. Salté la tapia del

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corral y me subí al pajar, donde caí abatido y me dormí al instante.

Cuando me desperté, ya estaba el sol en la calle. Me sentía un poco nervioso, con dudas, pero no había vuelta atrás, me acerqué a su vivienda y la llamé. Al momento escuché la voz de Eulalia preguntando quién era.

─Pasen, soldaditos, pasen... Están en su casa –le oí decir con un tono entre irónico y amargo.

Me asusté y me escondí tras la cortina. No tardó en aparecer ella, con un vestido de flores y una toquilla al hombro

─¿A hacer la rondita? –preguntó adormecida, sin verme aún. Salí de mi escondite

─Soy yo.

─¿Quién eres tú?

─Antonio.

─¡Corre, corre, que no te vea nadie! –decía agarrándome fuerte de los brazos para llevarme hacia el comedor.

Me abrazó con todas sus fuerzas y me besó con ternura. Sin dejarme reaccionar se metió en la cocina y no tardó en aparecer con pan y unas viandas, a las que rápidamente hinqué el diente sin pensar en nada más. Mientras, me contaba que su padre ya había salido a la huerta. Después me advirtió que los militares vigilaban la casa; en cualquier momento podrían aparecer mis perseguidores, y me enseñó el hueco de la pared donde pasó un tiempo su hermano.

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─Si vienen los soldados te metes ahí...

─No estoy aquí para esconderme en un agujero más pequeño que el que tenía. He venido para llevarte conmigo– le reclamé.

Se tapó la boca con las palmas y después me habló.

─¿Y dejar a mi padre solo?

─Siempre hablabas de que nada te importaría si pudiéramos estar juntos –le dije con tono retador y con la boca llena.

Se frotó la cara con las manos y me respondió.

─¿Quieres que sea una carga para ti?

La cogí por la cintura, la levanté de la silla y la senté en mis rodillas.

─No lo eres. Creí que me acompañarías cuando todo terminara. Por eso he venido a buscarte... Por eso estoy arriesgando mi vida.

─No me pidas eso, cariño... –me dijo mirándome a los ojos

y dejando caer una lágrima─, esto no ha terminado... Desde que te fugaste no he tenido un momento de paz.

─¿Me culpas de cumplir con mi deber? –le pregunté enrabietado.

─Lo siento, perdóname, no quería decir eso.

─Vente conmigo. Olvidémoslo todo.

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─Sálvate tú. Si te acompaño, mi padre lo pagaría muy caro... Si se presentan aquí los soldados a buscarte y ven

que no estoy, me lo matan... ─lloraba Eulalia, se le partía el alma y a mí también.

─Pensé que yo era lo único que te importaba.

Entonces sonó la puerta. Miró por la rendija de la llavera y corrió hacia mí. Acercándose el dedo a los labios me reclamó silencio.

─Ahora voy, esperen un momento..., me estoy poniendo la ropa – les decía a los guardias.

Movió la mesa del comedor y después quitó un trozo falso de la pared. Me pidió que me metiera dentro, no tuve más remedio, aunque aquel lugar era más pequeño de lo que pensaba. Me acomodé de la mejor forma que pude y entendí que el hermano hubiera querido salir de allí, lo mismo haría yo en cuanto se marcharan mis perseguidores. Tenía un pequeño respiradero para que no me asfixiara. A través de él pude ver y escuchar a los fascistas, y le preguntaban si había aparecido el “rojo cabrón”. Después uno dijo que iba al piso de arriba.

─Algún día vendrá ese pajarraco, y no lo dejaremos volar.

─Seguro que ya está en Francia –le dijo ella.

─Como le ayudes te voy a estropear esa carita tan bonita que tienes –le amenazó el oficial mientras se acercaba para pasar sus manos por las mejillas.

Ella se enfadó y se apartó, pero entonces el soldado se acercó más. Subió sus manos por las piernas y le arremangó el vestido. Eulalia forcejeaba tratando de

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escabullirse, pero él la sujetó con tanta fuerza que no permitía que se escapara. No lo pude resistir y salí a defenderla. No se dieron cuenta hasta que estuve a su lado. Lo agarré con rabia de la guerrera, le di media vuelta y de un puñetazo lo tumbé contra un arcón, donde quedó inconsciente. Enseguida apareció el otro por las escaleras. Al verme levantó el fusil, pero yo cogí rápido el arma de su compañero y le disparé. Cayó fulminado.

─Ahora no puedes quedarte... –le dije a Eulalia

─Ahora no tengo más remedio que quedarme –me respondió con mucho aplomo y más tristeza

El otro se frotaba la cabeza, le apunté, pero Eulalia le golpeó con un botijo y volvió a marearse.

─No puedo entretenerme más, no tardarán en llegar.

─Inventaré una historia, no te preocupes. Cuando todo

esto termine, ven a buscarme ─me dijo incrédula.

─Lo haré..., pero..., ¿cuándo acabará esto?

Nos abrazamos, nos besamos, se nos cayeron unas lágrimas. Al llegar al umbral me paré y la miré como rogándole por última vez, pero ella bajó la cabeza. Salí corriendo, pensando que no volvería a verla.

Llevaba dos días sin parar de andar. No había comido nada. Muerto de hambre me pareció un milagro encontrarme aquella casa de campo. Me daba igual que estuviera ocupada o no. Llamé a la puerta y una mujer se asomó a la puerta. Le pedí ayuda; le dije que formaba parte de un grupo de cazadores y me había perdido sin

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saber ni dónde estaba. Dudó, pero enseguida el marido le gritó que me dejase pasar: en su casa no se le negaba la entrada a nadie.

─Sí, por favor, abra —grité con voz abatida por el cansancio—Por favor, se lo ruego. No me deje en la calle.

─¿¡Qué quiere!? –preguntó la mujer con recelo.

─Tengo hambre, un poco de comida, por favor, un poco de comida, por caridad cristiana.

─Pase, hombre, pase

Era una vivienda de una sola pieza. Una simple cortina separaba la cama del resto. Me contaron que por la mañana habían pasado los soldados buscando presidiarios. Quise ser honrado con ellos y les conté que yo era a quien perseguían. Se quedaron pensativos, pero enseguida el hombre me relató la historia de su padre que había estado encarcelado por rojo.

─Cuando lo liberaron regresó delgado como una “tarma”. Sus ojos poseían una tristeza capaz de romper al corazón más duro. Pensábamos que moriría de desesperación. Tanto miedo tenía que cada vez que le íbamos a dar un beso se asustaba: “No habléis, no habléis”, nos decía. Lo llevamos a una finca en el campo y de allí no salió nunca más. Si alguien se acercaba, se escondía bajo la mesa gritando: “¡Que vienen los guardias, que vienen los guardias!”

Me dieron de comer, ¡qué rica aquella paella! No llevaban mucho tiempo casados. La mujer no salía de su asombro, tal vez temerosa de que me lo fuese a llevar, ya les había contado que en cuanto pudiese me marcharía a buscar la frontera francesa, para volver a la pelea.

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─Tranquilo ─me dijo el marido─,no tengas tanta prisa. Antes descansarás un poco ¿De dónde vienes?

─Me escapé de La Albatera.

─Conozco gente que estuvo allí. No hablaban muy bien de aquel lugar.

─Antes muerto que regresar a aquel infierno –les espeté con mucha amargura.

Los notaba muy inquietos, pero el hombre me pidió que durmiera un poco. Sólo tenían una cama y me la ofreció. Me negué, pero insistió tanto que al final tuve que aceptarla. Me acompañó y al salir, de forma inconsciente, dejó la cortina un poco doblada, por lo que podía verlos.

Sentados junta a la mesa, la mujer miraba a su marido con cara de preocupación, un mechón de su cabellera despeinada le llegaba a la boca.

─Duérmete —le pidió él.

─No sé si podré—después le preguntó—. ¿Te parece bien? Vamos a tener un hijo y me das estos disgustos

A pesar de mi cansancio, yo no podía dormirme. Los escuchaba con mucha atención.

─Sabe dios en qué cárcel o qué lugar se encontrará mi hermano. Si algún día se escapa, quiero que alguien lo trate como yo a este hombre.

─Por eso me da miedo —le replicó la mujer—. A ti será a uno de los primeros que registren.

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─¡Por favor, María, por favor!... Deja que lo ayude. Bastante habrá sufrido el pobrecito.

─¡Haz lo que quieras!, pero yo no sé si dormiré. Lo intentaré, aunque sólo de pensar que puedan aparecer por la puerta, no sé qué me pasaría si ocurriera.

Y se recostó sobre la mesa.

Después pegué una cabezada, me quedé adormilado. Cuando quise reanimarme ya estaba amaneciendo. La mujer dormía aún. El hombre salió al exterior. El cielo empezaba a clarear. Se escuchaban los sonidos de la gente que marchaban hacia sus trabajos, los sonidos de las caballerías hacia las faenas. Ella despertó y corrió a su lado.

─Iré a dar una vuelta por si vienen soldados ─dijo el marido.

─No me dejes sola. Si por casualidad los veo acercarse, me muero del susto.

─No te preocupes, no iré muy lejos.

No tardó en regresar. Venía despavorido.

─He visto un grupo de militares ─me dijo tiritando.

─¿Dónde me escondo?

─Están demasiado cerca para que salgas. Métete debajo de la cama... Como entren no tienes escapatoria, pero qué remedio.

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Al poco rato aparecieron, los recibieron en la puerta. Les dijeron que no habían visto a nadie sospechoso, pero querían comprobarlo. Yo tiritaba. Nada más poner un pie en la casita, les avisaron que habían encontrado a un fugitivo muy cerca, y se fueron hacia allá.

Al anochecer, cuando me marchaba, le di las gracias.

─No me debes nada ─me dijo el hombre en el umbral de

su puerta, la esposa mirándolo─. Soy yo quien está en deuda contigo, porque no me has reprochado que no haya tenido el valor de acompañarte para vengar a mi padre, y defender este país de los demonios y nubes negras que le atormentan..., pero quiero tanto a esta mujer...

Ella se recostó sobre el hombro del muchacho. Me contemplaba beatíficamente, mientras, yo descubría la cara de una virgen. Por un segundo comprendí lo que me quería expresar aquel joven. Me deseó mucha suerte, ya me marchaba, pero la señora me cogió del brazo y me entregó una alforja llena de comida: tocino, chorizo, queso, morcilla, y un poco de tabaco.

Viajaba de noche, evitando las carreteras y los caminos. No tenía problemas para guiarme por las estrellas. A mi memoria venían recuerdos de los años de piloto. Dormí en pajares y, como se me terminaron muy pronto las provisiones, tuve que ingeniármelas: robé gallinas que no pude comer por miedo a que el fuego me delatara, después probé con los huevos frescos que me proporcionaron el mejor de los alimentos; rebuscaba entre las cosechas: patatas, berzas, lechugas, cualquier cosa era buena. Me asustaba el ruido de la gente, me reconfortaba el sonido de las aves en mis solitarias noches.

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XVII BEHOVIA

Un día divisé Madrid en lontananza. No había vuelto a verlo desde que marché a la academia. Los primeros años lejos fueron duros, pero siempre pensé en regresar con mi gente en cuanto alcanzara el título de piloto. El alzamiento militar truncó mis planes, tuve que partir al frente de batalla, sin más descanso que el provocado por mis heridas, y esos días los pasé en distintos hospitales.

Madrid se rompía por sus costuras, se caía a pedazos. Multitud de edificios derruidos, apenas podía ver una casa en pie. No tenía prisa por llegar a mi destino, quería hacerlo cuando la luz del atardecer hubiera desaparecido, para buscar la protección de la oscuridad. Por eso me mezclé con un grupo de jornaleros que habían abandonado el campo en busca del cobijo de la ciudad,

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decían que la guerra lo había arrasado todo y buscaban un trabajo que ahora la tierra les negaba. Lo único que habían encontrado era el auxilio social y todos los días marchaban hacia una casa de la caridad para recibir un mendrugo, pero los medios eran muy escasos, así que la mayoría de las veces se quedaban en nada, yo los acompañé y no tuve suerte. Al menos me acerqué a mi barrio y, al ocaso, fui a buscar la casa donde había vivido con mi hermana tras la muerte de mis padres, un piso en la calle San Bernardo. Observaba los escaparates de las tiendas, me llamó la atención un cartel que decía: “Gratificaré a quien sepa darme razón de mis ocho automóviles robados por los rojos”. En el camino pude ver cómo los falangistas entraban en una de tantas librerías que pueblan aquel lugar. Levantaron el brazo y no tuve más remedio que corresponderles, al igual que tantas y tantas veces en la Albatera. Sacaban libros, los tiraban en medio de la calle, los amontonaban y después le prendían fuego. Horrorizado por aquella imagen, aligeré mi paso y no tardé en llegar al bloque donde se encontraba mi vivienda. No pude controlarme y solté una lágrima. Tenía parte de la fachada desconchada por efecto de los bombardeos, poquito comparado con las de los lados. Lancé una piedra y mi hermana María Teresa se asomó al balcón. Al reconocerme bajó para abrirme. Salió a la calle y nos dimos un abrazo, se puso a llorar. A lo lejos escuchamos el griterío, después vimos que un grupo de soldados y falangistas venían trotando. Corrimos hacia el piso. Desde allí oí el jaleo que prepararon al subir. Se pararon en la segunda planta, una más arriba de la nuestra. Mientras María Teresa me preparaba algo de comer, yo me aposté en la mirilla. No veía nada, pero sí escuchaba los gritos de clemencia de un vecino.

─¡Por favor, por favor! ¡No pueden llevarme, tengo tres niños!

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─No se preocupe usted –le decía un oficial─, regresará pronto. Si no ha cometido delitos de sangre...

─Hijo de puta... Tú me has denunciado, hijo de puta – le gritaba al chivato que acompañaba a los fascistas. A golpes lo callaron, y rodó mareado escaleras abajo.

Después los gritos y lamentos de la mujer y los hijos. Soldados y falangistas llegaron frente a la puerta de mi piso. Lo recogieron y se lo llevaron. Me tranquilicé un poco y fui a cenar. Mi hermana me contó que aquel hombre había sido trabajador del denunciante, y en una huelga se significó más de la cuenta Me di un buen lavado, cené y me fui a acostar. Ya hablaríamos al día siguiente.

Dormí más de doce horas, desperté como nuevo. Rebusqué en el armario y encontré un traje de antes de la guerra. Me quedaba un poco grande, pero no me importó. Me dispuse a escuchar a mi hermana, aunque no tenía mucho que contarme.

—Tienes que marcharte... No puedes quedarte ni un

segundo más –me decía meneando la cabeza─. Te cogerían.

—Lo sé, pero no esperaba que me lo dijeras tú.

—Vinieron a buscarte... Unos señores muy bien trajeados, sin uniforme, me preguntaron por ti. Más de una vez se acercaron por aquí. Volverán. Sí. Seguro que volverán

En ese momento llamaron a la puerta. Ella preguntó y abrió sin miedo alguno. Era un niño a quien yo no había visto en mi vida.

─Es el chiquillo de la Juliana, me hace los recados, y mucha compañía

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─¿Es Antonio? – preguntó el niño, que parecía haber oído hablar de mí más de una vez.

─Sí, es Antonio, mi hermano del alma.

─¡Me voy! Mi madre me ha dicho que no me enrede.

María Teresa rebuscó en una mesilla, encontró alguna de las joyas de la familia y me las entregó. Cogí una parte y le devolví el resto.

─¡Toma, toma! Yo no las quiero para nada –me dijo mientras me las metía en el bolsillo de la chaqueta.

Después me escribió en un papel la dirección de “el Gato”, un personaje famoso en los ambientes de la clandestinidad, porque ayudaba a la gente a cruzar la frontera.

─Vete rápido, vete. Cada segundo que pasa estás corriendo peligro –me dijo muy preocupada. Él te ayudará, sólo él puede hacerlo.

—Volveré para despedirme.

—Mejor no lo hagas —dijo ella con voz temblorosa.

Desde el rellano la escuché llorar.

La calle estaba mojada, había llovido un poco. El sol peleándose con las nubes, no tardaría mucho en aparecer, para ello la niebla le rendía pleitesía. Pasé por la calle Fuencarral, vi la casa de mi tía, donde de niño jugara con una prima. El balcón había desaparecido por los bombardeos. Abajo el restaurante de Don Rodrigo, quien

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siempre había sido muy de derechas, anunciaba su próxima apertura.

Hombres con la cabeza gacha; solo la levantaban cuando se encontraban con una partida de falangistas, entonces alzaban el brazo y gritaban: “¡Arriba España!”, “Viva el Caudillo”, y los fascistas se sentían orgullosos de su pueblo. Mujeres tendiendo la ropa sobre una cuerda atada a un árbol de la calle. Junto a la casa de la misericordia colas donde hombres, mujeres y niños, con la cartilla de racionamiento en la mano, trataban de coger un poco de pan, altramuces, patatas, boniato, cualquier cosa era buena. Pequeños que regresaban con sus familiares llorando porque no habían podido conseguir ninguna ración, a uno de ellos su padre le dio un tortazo en la cabeza. Muchachos sentados en las aceras, algunos con el pelo rapado. Luego llegaba uno que los animaba para ir a rebuscar entre los escombros.

Me encontraba en la dirección que me había escrito mi hermana. Miré bien el papel para asegurarme. La casa estaba en ruina, las viviendas de al lado habían sido bombardeadas y a duras penas resistían sus paredes. Entré y, al llegar al segundo piso, golpee la puerta. Rápidamente alguien desde el interior me pidió la contraseña: “algunos cantan victoria”. Me abrió un hombre de mi edad, de pelo muy moreno y con aun traje gris impecable.

─¿Tú eres Antonio García? –me preguntó de tal forma que me sorprendió

─¿Me esperabas?

─¿No me reconoces?... Yo no te he olvidado

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Me quedé un momento pensativo, y de pronto caí en la cuenta

─Luís Miguel, claro. Dame un abrazo.

Era un amigo de la infancia, fuimos juntos al colegio. El más travieso de la clase, el que siempre hacía los chistes. Le gustaba mucho una prima mía, la misma que a mí.

─A ti sería la última persona que esperaba ver en este lugar –le dije.

─ ¿Por qué?... Al abandonar el colegio me puse a trabajar en una imprenta, y me hice de la CNT..., lo demás ya sabes.

─¿Eres “el Gato”?

─Ese apodo me lo pusieron los compañeros, porque me zafaba muy bien de la policía. Un día coincidí con María Teresa y me contó tu historia. Le dije que si escapabas vinieras a verme.

─No me habló de ello. La verdad es que, ni de ello, ni de nada. La vi con tanto miedo que no quise comprometerla más.

─Irás donde un camarada para que te haga la foto y te prepare la nueva documentación. Te acompañaré un rato.

Le entregué parte de las joyas como precio a unos servicios que no tenían precio. Quise contarle algunas de mis penas, pero no era el momento. Pensé que cada uno tendríamos las nuestras.

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Nos dirigíamos en busca del compañero que me daría una nueva identidad y, al pasar por un restaurante, Luís Miguel quiso que nos parásemos a comer. Aquel día tenían plato único, el mismo en todos los restaurantes del país, unas lentejas con chorizo. Aquello me recordó a los días especiales en que nos las daban en el campo. Pagó Luís Miguel, un precio reducido para que todos los españoles pudiésemos recibir nuestro aporte de hierro. Después me entregó un papelito con la dirección del colaborador, y la de otro contacto en las Vascongadas, quien me ayudaría a pasar a Francia. Un abrazo de despedida y el deseo de toda la suerte del mundo.

No tardé en llegar a casa del falsificador. Le entregué una foto ajada, entró a una sala y muy pronto regresó con mi cédula nueva. Intenté pagarle pero me dijo que de eso se encargaba la organización. De nuevo cambiaba de identidad, de vida. Cogí los papeles con ansiedad, convencido de que esta vez todo me saldría bien.

Antes de partir quise pasar por casa. En la calle cualquier gesto raro me parecía sospechoso. Desconfiaba de todo el mundo, imaginaba que me buscaban. La puerta estaba abierta y entré. Enseguida mi hermana, muy nerviosa, me advirtió del peligro: los hombres trajeados que tantas veces habían preguntado por mí, acababan de marcharse. Me tranquilicé al pensar que no regresarían, pero enseguida oímos jaleo, Maria Teresa se asomó al balcón y los vio en la calle. Al momento oímos llamar a la puerta. Se acercó y yo me escondí en la cocina.

─El niño me ha dicho que ha entrado Antonio –escuché decir a alguien, que probablemente sería un policía.

─ Aquí no hay nadie.

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Pasaron sin pedir permiso y comenzaron a rebuscar toda la vivienda. Yo me escabullí por la ventana que comunicaba con el patio. No era muy alto y el golpe no fue muy doloroso. Me escondí en la portería, suerte que no hubiese nadie allí. Me quedé agazapado, esperando a que se marcharan. Les oía subir las escaleras; llegaron hasta la azotea, y después bajaron a toda prisa. Cuando escuché que salían, me marché, pero no hacia mi piso, ni siquiera quise despedirme de mi hermana, por si alguien se había quedado allí. Fui hacia la terraza y busqué el mejor camino para mi huida. Debería atravesar los tejados de unos edificios en ruinas o derruidos. Cuando llegué a una vivienda cuyos escombros me dejaban muy cerca del suelo, pude bajar.

Partí hacia la estación de tren, donde esperé un rato. Poca gente, muchos militares, unos vigilando y otros acompañando a los presos hacia destinos inciertos. Al subir me pidieron la documentación, la entregué sin problema. Mi vagón no era de primera. Asientos de madera con listones que te marcaban los pantalones. Una pareja de guardias civiles escoltaba a un reo, no tenía ninguna intención de acercarme a ellos. En el extremo del vagón, al lado de la puerta, vi una figura que me resultaba familiar. No sabía muy bien por qué, pero su rostro me recordaba a alguien que había conocido en el pasado y me parecía como si tuviese algo que ver con la autoridad. Cogí el periódico y me puse a leerlo, sobre todo para que no me reconociera, por si acaso. El viaje era largo, demasiado largo. De Madrid a San Sebastián, parando en todos los pueblos y apeaderos te da tiempo a pensar en muchas cosas, pero yo sólo lo hacía en la figura que se presentaba frente a mí, al fondo. De reojo lo observaba y parecía nervioso. Miraba mucho hacia los picoletos y eso empezaba a preocuparme. Podría ser un agente secreto tratando de atrapar a quienes abandonábamos el país en desbandada. Yo contemplaba a través de la ventana los campos rotos por los bombardeos, los bueyes que trataban

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de recomponerlos, las acequias llenas de agua brillante. Lo observaba todo como si fuera la última vez, aunque en mi corazón abrigaba la esperanza de volver, lo más pronto posible, junto a un nuevo ejército. Pasábamos estaciones y aquel misterioso personaje no se bajaba en ninguna de ellas. Me tranquilizó cuando se puso a leer un libro, pero, de cuando en cuando, volvía a mirar a los guardias civiles. Estos se apearon en Burgos y el hombre continuaba. Quedábamos ya muy pocos, me fui a la plataforma exterior del tren para despejarme. Me encendí un pitillo de los que mi hermana me había metido en la talega. Me asustó que aquel hombre, a quien llevaba observando todo el viaje, saliera a pedirme un cigarro. No tuve más remedio que dárselo, pero me arrepentí cuando se quedó a mi lado.

─¿Hacia dónde va usted? –me preguntó con cortesía.

─Voy a San Sebastián a ver unos familiares –le respondí tratando de disimular mi nerviosismo.

─Qué casualidad, yo también voy a ver a mi familia, y a quedarme.

No sabía qué hacer. Pensé que me había descubierto y en cuanto llegásemos me entregaría a las autoridades. Ya sería mala suerte, con todo el sufrimiento que había pasado, ¿me iban a atrapar cerca de la frontera? No podía ser, algo de justicia debería quedar en el mundo.

─Ya nos veremos por allí –me dijo, y no me gustó nada su tono.

─ Seguro que sí –respondí resignado.

Terminé de fumar y regrese a mi asiento. No tardó en volver él al suyo. Entonces yo me salí por la puerta de

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atrás con la intención de tirarme en cuanto encontrara un lugar cómodo para ello. Pasábamos por zona montañosa, allí no podía arriesgarme, mejor sería hacerlo cuando estuviésemos cerca, así andaría menos. Cuando anunciaron la parada de San Sebastián, cogí mis cosas y salté. El tren iba despacio y no tuve ningún problema al hacerlo. Después me marché campo a través hasta llegar a la ciudad. Había mucha niebla y me costaba mucho trabajo encontrar el nombre de las calles. Daba muchas vueltas, volvía a lugares por los que había pasado antes, así que decidí quedarme debajo de un puente de la vía. Por la mañana temprano me dirigí hacia la casa que “el Gato” me había indicado. Me estaban esperando, había otros fugados, yo era el último, ya podíamos partir hacia Behovia para cruzar el Bidasoa. Pero me llevé una sorpresa, había una persona que me conocía.

─ ¿ Tú también quieres abandonar este infierno...? – me dijo el hombre que había viajado en mi vagón desde

Madrid─. No te vi bajar.

Yo temblaba y no sabía qué responderle.

─ ¿Qué hace usted aquí? – le pregunté dudando aún de que fuera uno de los nuestros.

─Voy a Francia. No quiero pudrirme en una tierra en la que los enseñantes como yo sobramos, un país así no tiene porvenir. Me dedicaba a la educación en un colegio del centro de Madrid. Me despidieron cuando uno de mis compañeros les habló de mí.

Entonces recordé que aquel señor mayor con cara de bonachón, regordete y traje de pana, había sido el maestro de mi infancia.

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Al anochecer nos encontrábamos en la orilla del Bidasoa. El contacto nos señaló el lugar por donde deberíamos cruzar; al otro lado nos esperaban amigos de la causa republicana que nos apoyarían en Francia.

De pronto se llevó el dedo a los labios reclamándonos silencio. Acababa de ver una partida de soldados españoles patrullando la zona. Iban en un camión por la carretera. Pararon y empezaron a bajar hacia el río

─Pasad lo más rápido que podáis –nos indicó nuestro guía, y se fue corriendo por la orilla.

Muy pronto escuchamos los disparos de los nacionales. Salté al agua, pero al mirar hacia atrás vi que habían matado a dos de mis camaradas y herido a tres. Regresé para llevarme al viejo profesor, tenía una bala en la rodilla, apenas podía nadar, yo lo hacía por él. Nos sumergirnos para evitar los disparos, pero los proyectiles sonaban a mí alrededor De repente, él comenzó a hundirse, Traté de mantenerlo a flote, pero me di cuenta de que había recibido un impacto mortal. Lo solté y fue cayendo hasta el fondo. Cuando salí del agua seguían disparando. Busqué refugio tras una roca. Pasado un rato, miré hacia atrás y pensé que ya nada me devolvería a aquel tiempo, a aquel lugar. No tardaron en llegar un grupo de compatriotas. Parte de los que habían abandonado nuestro país se habían organizado en Francia y ayudaban al resto de republicanos a cruzar la frontera. Al parecer el franquismo no había alcanzado sus últimos objetivos de forma completa, una pequeña llama seguía viva.

—Ven. Eres libre —me gritaron.

Marché rápido, estaba fuera de la España fascista, al fin había salido de la prisión. Miré hacia atrás y apreté el

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puño enrabietado. Entonces dije unas palabras que jamás he podido olvidar y que cada vez que las recuerdos me parten el alma.

“Volveré a buscaros a todos los que quedáis ahí, a quienes aún vivís y a quienes ya no estáis entre nosotros..., no pasará mucho tiempo antes de que regrese a vuestro lado para liberaros.”

Los camaradas me dijeron que sólo yo había logrado pasar. Partimos rápido para reunirnos con el resto de la organización. Cruzamos ríos, valles y montañas. A veces parábamos para descansar a la sombra de un árbol o junto a un arroyo, poco rato, porque mis compañeros tenían mucha prisa. Cuando, por fin, llegamos al campamento nos dieron una mala noticia: Hitler acababa de invadir Polonia.

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