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El ultimo arbol del paraiso...13 CAPÍTULO 1 Hornachos, Extremadura, España, 1756 Eran tres. Tres hermanos varones, como en todos los cuentos. Y Gabriel era el último. Siempre pensó

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EMMA LIRA

EL ÚLTIMO ÁRBOL DEL PARAÍSO

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ESPASA NARRATIVA

© Emma Lira, 2020© por las guardas, CalderónSTUDIO®

© Editorial Planeta, S. A., 2020Espasa Libros, sello editorial

de Editorial Planeta, S.A.

Preimpresión: MT Color & Diseño, S. L.

Depósito legal: 978-84-670-5882-6ISBN: B. 7.270-2020

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incor-poración a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitu-tiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes

del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si nece-sita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono

en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Espasa, en su deseo de mejorar sus publicaciones, agradecerá cualquier sugerencia que los lectores hagan al departamento

editorial por correo electrónico: [email protected]

www.espasa.comwww.planetadelibros.com

Impreso en España/Printed in SpainImpresión: Unigraf, S. L.

Editorial Planeta, S. A.Avda. Diagonal, 662-664

08034 Barcelona

El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado como papel ecológico y procede de bosques gestionados de manera sostenible.

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CAPÍTULO 1

Hornachos, Extremadura, España, 1756

Eran tres. Tres hermanos varones, como en todos los cuentos. Y Gabriel era el último.Siempre pensó que había nacido a destiempo. Quizá influyera

que su padre se ocupara de recalcárselo día tras día. Había nacido tarde para todo. Tarde para heredar la exigua ha-

cienda de viñas, ovejas y colmenares, como haría su hermano Fe-rrán. Tarde para entrar al servicio de un ejército que ganaba o perdía batallas de nombres impronunciables, como su hermano Alvar. Tarde para hacerse a la mar, como habían hecho los con-quistadores, los hombres de verdad.

Cuando decía aquello de «hombres de verdad» su padre ponía un gesto hosco y feroz que le afeaba la cara y le hacía la barba más rala y espinosa. Y su hermano Ferrán le miraba con un brillo burlón y peligroso en sus ojos de carbón encendido. Gabriel sabía entonces que era hora de volverse invisible y marchaba a esconderse entre trébedes y cazuelas, en la seguridad del hogar, en el terreno defen-dido por su madre. En su terreno. Le daba la impresión de que el aroma cálido y burbujeante de las ollas enmascaraba su propio olor a miedo. Y el baile caprichoso de luces y sombras que el fuego pro-yectaba en la pared irregular desdibujaba su contorno, como si aquella semicueva le escondiera en su interior, convertida en un útero, en un refugio primigenio. El humo bajo y ácido que picaba en los ojos también le permitía esconder con dignidad las lágrimas.

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—¿En qué andas, Gabriel?Su madre olía a naranjas regadas con aceite, pero el mandil que

llevaba para faenar en la casa era áspero y apestaba a rancio. Res-tregado por el rostro con el gesto del que bruñe un cazo tenía la ventaja de acabar con cualquier atisbo de autocompasión en un instante.

—Nada —susurraba Gabriel, con el rostro escocido—. Padre.Y la madre sabía. Ya sabía con esas dos palabras y cabeceaba en

silencio con labios apretados. Sabía de sus dudas y de sus despre-cios. Y el pecho se le ahuecaba, como el de las palomas, dispuesta a defender a su hijo menor. Gabriel se sentía entonces levemente protegido, reconfortado. Y casi no le hacían falta unas caricias que ella racionaba como si fueran a terminársele en cualquier momen-to, porque también para ella, como para el padre, de algún modo el amor había que ganárselo; había que merecerlo. Y Gabriel, a sus once años, no estaba muy seguro de merecerse nada. Quizá por-que sospechaba que para nada valía.

—¿Qué serás de grande? —le preguntaba a veces Pascual, el hijo del platero.

Él era dos años mayor y había empezado a trabajar en el taller de su padre. Estaba muy orgulloso de su habilidad para modelar la plata arrancada a la piedra en las cercanas minas de Al-Madén. A su lado, Gabriel se sentía torpe y desmañado, incapaz de encon-trar en sí mismo una habilidad confesable o útil.

—No lo sé —confesaba, tirando piedras a la charca cercana. —Algo querrás hacer —insistía.—Sí —le decía Gabriel entonces, en un susurro. Como si fuera

un secreto. Como algo que sabía que le estaba vedado—. Salir de aquí. Viajar.

El mundo exterior más allá de los muros encalados de su casa, de los límites del pueblo, del perfil violáceo de la sierra, le atraía con fuerza irrefrenable. A veces se paraba en el camino a Sevilla, a ver pasar las mulas y los carros y a soñarse dentro de uno de ellos, comido de moscas y de polvo, con destino a otros horizontes que no alcanzaba a imaginar siquiera. Si su padre le sorprendía, le

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aventaba a collejas para que corriera a ayudar en alguna tarea, a ahumar las colmenas, a arrancar hierbas del huerto o a acarrear leña. Por aquel camino polvoriento habían pasado de la miseria a la gloria los grandes descubridores del Nuevo Mundo, pensaba Ga-briel. Y asumía que, sin duda, también había nacido tarde para ser conquistador.

—Condenado muchacho, ¿tú crees que puedes andar perdien-do el tiempo, soñando, como los señoritos?

Gabriel escapaba a correr en cuanto oía la voz de su padre o su hermano. Ferrán le llevaba doce años y podía ser mucho más duro que su padre aún. La madre, si estaba cerca, les reconvenía.

—Dejad al chico en paz. Bien sabéis que no tiene la misma for-taleza que otros de su edad. Dejad que ande al aire libre y coja cuerpo y peso...

—Trabajando es como se coge peso.Tarde para ser conquistador y pobre para ser soñador. Gabriel

creía que su padre tenía razón cuando decía que había nacido a destiempo. Sospechaba que le odiaba de alguna manera incons-ciente porque nació cuando ya nadie le esperaba. Llegó tardía-mente, enclenque y diminuto, prematuro, tras dos hijos varones ya mozos y un sinfín de abortos espontáneos, mientras su madre lloraba por la hija con que siempre había soñado.

—Es otro niño, Marcela —le había dicho la partera, resignada.—No, es una niña. —La madre trató de conjurar aquella reali-

dad que no quería asimilar.—Es un niño, mujer. Míralo bien.—Qué pena. ¡Es tan guapo! Parece una niña...—Has pensado tanto en él como una niña en el embarazo que

igual te nació con alma femenina —sentenció la partera—. Lo mismo se te ahembra.

Le llamaron Gabriel, como al arcángel. En una familia de ras-gos moros, su pelo del color de la arena y sus ojos azules destaca-ron de inmediato como una amapola en un trigal. Surgieron las suspicacias y en el pueblo se repasaron los meses anteriores a su nacimiento. La madre había pasado un tiempo yendo y viniendo

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de Sevilla, a donde fue a ayudar a preparar el ajuar de las hijas del alcaide. Pese a las horas de trabajo agotador y de la edad que le pe-saba ya en el cuerpo, había vuelto con la risa de una moza y los ojos cargados de horizontes abiertos. Cuando su esposo la interro-gó, desconfiado, ella le dijo que era porque la habían llevado a ver el mar. Cuando volvió a la aldea su piel olía a sal y al aroma oscuro y ambiguo de la marisma y ya había decidido que su Alvar, su se-gundo, que sumaba nueve años, debía conocer esos otros mundos lejanos e infinitos.

Unos meses más tarde nació Gabriel. El padre, recio, de piel morena y ojos aceitunados, tuvo que aguantar algunas bromas que no ayudaron a consolidar su futura relación.

—Fabián, ¿de dónde se trajo tu mujer a ese chiquillo?—Del mismo sitio donde va a trabajar tu madre cada noche...Cuando tuvo edad de entender ciertas insinuaciones, Gabriel

rezó a escondidas por que fuera verdad; por que su padre fuese al-gún marinero rubio y anónimo del que su madre se hubiese pren-dado a punto de enfrentar la madurez. Por que su simiente nórdica hubiera prendido en ella y fuese la causante, junto al color de sus ojos y su pelo, de aquellos anhelos que no sabía expresar, de aque-llas ansias de agua y de sal y de horizontes que le perturbaban y que su pueblito recalentado a fuego lento no era capaz de satisfa-cer. Tanteó a su madre, pero ella se deshacía en sonrisas mudas y le acariciaba la barbilla. Su cuerpo destilaba el aroma del azahar en mayo.

—Sales a mi familia, Gabriel. Tus bisabuelos eran gallegos pu-ros, rubios y de ojos claros. Venían de una estirpe de marinos. Tú llevas su espíritu.

* * *

Su madre deseaba tanto que Gabriel hubiera sido una niña que a veces él fingía serlo para no defraudarla. Le peinaba el pelo en bu-cles y se lo recogía en un lazo, le arrastraba a todas partes con ella y le hablaba con esa dulzura reservada a las hijas. Gabriel se acos-

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tumbró al balanceo de sus caderas y al olor a romero de su falda rozándose en el prado. Le llevó fajado a ella hasta muy tarde, pues tuvo unas calenturas que le postraron por meses en la cama, confi-riéndole la palidez cerúlea y el cuerpo débil de un condenado. Dos veces le dieron la extremaunción. Su padre partía cada mañana a su faena sin mirarle siquiera. No quería encariñarse del niño por si un día volvía y había muerto. Se volcó en Ferrán, que acariciaba la adolescencia y tenía ya la fuerza de un toro. Y en Alvar, que leía pasajes de la Biblia y sabía cómo hacer reír. Fue la madre quien desenfermó a Gabriel a fuerza de infusiones de eucalipto y corteza de saúco.

—¿Crees que me va a vivir este niño, Sabela?Sabela, la Meiga, una mujerona del norte ancha como una tina-

ja, miró a la madre con sus ojos del color del humo y le devolvió la pregunta.

—Mejor lo sabes tú que yo.—¿Dónde le ves? En un mañana, digo —quiso saber la madre.La Meiga, que sabía de mañanas y de ayeres y de cosas ocultas,

sujetaba los párpados de la criatura entre sus dedos sucios, como buscando caminos al futuro en sus iris. Se encogía de hombros con algo parecido a la resignación.

—Comadre, yo a esta criatura la veo en el mar...—Ya —se quejó la madre, angustiada, como si lo supiera, como

cercada por la fatalidad—. Pero no le quiero en el mar. A él tam-bién, no. Ya tengo a uno estudiando para entrar en la Armada, al servicio del rey, y no duermo sabiendo que cualquier día se me lo tragará el océano, al otro lado del mundo.

—Pues igual se les ha mezclado el porvenir —sentenció Sabe-la—, porque este lleva el mar metidito en los ojos...

* * *

Quizá fuera por entonces, a los cinco o seis años de edad, cuando Gabriel empezó a buscar los rastros de humedad como raíz de hi-guera. En el verano ardiente y en los inviernos secos y desabridos.

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A veces se sentía como si no hubiera aire, como si respirara solo polvo y arena, y metía la cara en la alberca para llenarse de agua, como un ser anfibio. Aspiraba muy fuerte por la nariz hasta que sentía como una cuchillada y empezaba a dolerle la cabeza. Al atardecer se tumbaba en la tierra del huerto, recién regado, empa-pándose de todos sus aromas y notando cómo la humedad, a la par que en la tierra, penetraba en su cuerpo. Y en los lavaderos, donde acompañaba a su madre, en el vaivén de sábanas de colo-res, baldes y mujeres, cuando nadie le veía, arrancaba el musgo verde, tupido y denso que crece en las esquinas y lo saboreaba, masticándolo despacio, con una nostalgia infinita. Tenía el sabor dulzón de las cosas que jamás se han vivido.

La madre le diagnosticó, con el ceño fruncido, como hacía con sus plantas.

—Este niño le tiene querencia al agua...—Pues que se la traiga de la fuente y deje de hozar la huerta

como un jabalí —sentenció el padre—. No tengo yo dineros para andar mandando a la mar a más hijos. Y menos a un alfeñique que ni siquiera puede con la caña...

Alvar sí había estudiado. Viéndole, Gabriel entendía que la mar le estuviera vedada. Alvar era alto, fuerte y ágil, de espaldas an-chas, bueno con la espada y el mosquete. Nadie iba a pagar a Ga-briel unos estudios que costaban más dinero del que tenían, cuan-do ya había un marino en la familia. Los padres habían tirado de ahorros, endeudamientos, favores y contactos para financiar la ca-rrera militar del hermano, como protegido de don Gonzalo, el gran maestre provincial de la Orden de Santiago. Ahí estaba el re-sultado. Alvar había acabado su instrucción y había sido enviado a la flota del Mediterráneo para vigilar las costas de las incursio-nes de piratas berberiscos. De sus hasta ahora breves campañas, volvía destilando la gloria de los elegidos y la alegría franca de quien vive cada día como si fuera el último. Sus visitas no anun-ciadas eran lo que Gabriel más esperaba en el mundo. Escuchar su risa al volver de la huerta, verle llegar por el camino como la ima-gen que el sol desdibuja en el verano... Alvar era fuerte y franco,

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alegre e imprevisible. Tomaba a la madre en brazos y la hacía ru-borizarse como a una muchacha, bebía vino de la jarra del padre, vaciándola de un trago, sin que este torciera el gesto. Ferrán, celo-so, le miraba a hurtadillas, como miraba todo lo que no podía con-trolar. La casa apestaba a cera cuando él llegaba, porque la madre encendía velas a cada santo al que le había encomendado su vida.

—¿Cómo está mi hermano pequeño? ¿Ya echas una mano a padre?

Llegaba como el vendaval que azota los campos, volviendo todo del revés. Hablaba de pájaros blancos como tocas de monja que les señalaban la tierra a los navegantes y de idiomas que sona-ban a canciones. Había visto mujeres de ojos brujos que tapaban su rostro porque al mirarlas dejabas de ser el dueño de tu alma, y soldados que entraban en éxtasis antes de combatir fumando unas sustancias que les impedían sentir cansancio ni dolor, y les hacían inmortales. Gabriel no podía dejar de escucharle, recreando sus mundos en su imaginación. Hasta su acento se difuminaba, mez-clado con el de las tierras en que había estado. Y lo que le quedaba por ver, le sonreía. Le estrechaba en su pecho, tan amplio y protec-tor, tan fuerte, que pareciera que nunca se quitara la coraza. Le de-jaba ponerse su casco y le enseñaba a manejar unas armas pesadas como pecados. Quizá fuera el único momento en que los niños del pueblo le envidiaban. Pero el padre estaba allí para romper el he-chizo.

—¿Este? Ya quisiera yo. Es bueno para nada.—No me creo eso —se burlaba Alvar, pellizcando las mejillas

de Gabriel y sin mirar al padre—. Mi hermanito es listo como una perdiz. Igual podemos hacer de él notario o escribiente...

Es cierto que era listo. Había aprendido solo. No sabría decir cuándo, pues leía y escribía como el que bebe o respira, por instin-to y para sobrevivir. Lo hacía a escondidas y entendía por igual el castellano y el latín que sacaba de los libros de rezos de páginas gastadas. Le gustaba el tacto de los libros, su olor a polvo antiguo y cuero rancio. Pese a ello, lo último que le hubiese apetecido en la vida era encerrarse en una habitación oscura y llena de legajos a

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trazar gestos de tinta para arreglar herencias o contar mercancías, pero no quería confesarlo y decepcionar a la única persona que pa-recía creer en él.

—Claro que es listo —intercedía su madre—, y muy intuitivo. No te imaginas cómo me ayuda en la huerta. Se conoce todas las hierbas y sus usos, algunas casi ya solo por el olor. Y sabe de lo que gusta cada una. Sabe que el melojo y la menta quieren el frescor del arroyo, y el romero, el tomillo y la lavanda, el abrazo del sol, y que el geranio de limón quiere la umbría...

—Si fueran mujeres —interrumpía Ferrán—, ya lo tenía todo hecho...

Ni la madre ni Alvar se molestaban en contestar a sus provoca-ciones.

—Estás acochinando al muchacho con esas tonterías de herbe-ra... —la regañaba el padre—. Eso es cosa de mujeres.

—Es cosa de quien sea. Y a tu hijo se le da bien.—Cualquier día nos viene el inquisidor de Llerena a prenderte

por bruja —le provocaba él.—Y a ti por moro —porfiaba ella, sin inmutarse.Los dos tenían razón. Fabián, alto y delgado como un huso,

moreno y fibroso, era un orgulloso descendiente de los moriscos que se escondieron para no salir de Hornachos algo poco más de cien años atrás. Fueron tantos los que resistieron el exilio forzoso que casi habían formado otra comunidad paralela. Aun así, fueron muchos más los que hubieron de irse. Más de tres mil, contaba el padre, dolido y enfadado, como si él mismo hubiera estado allí. El abuelo de su abuelo, Joaquim, se había quedado, escondido con unos vecinos cristianos. Más tarde casaría con una de las crías que quedaron recogidas, pues los padres solo podían llevar consigo a los hijos mayores de siete años. La Al-Kasaba, entre el valle de los moros y el de los cristianos, como algo a medias entre dos mun-dos, quedó diezmada y pobre, con campos sin dueño, molinos va-cíos y sastrerías sin sastre. El propio Felipe III, el Piadoso, que Dios tenga en su gloria, hubo de recurrir a gentes de otras zonas para repoblarla y se vino del norte un grupo de gallegos que caminaban

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arrastrando jirones de bruma y entornaban los ojos para mirar a un cielo tan luminoso que les hacía daño. Ellos eran trabajadores, tiernos y melancólicos, ellas rubias como diosas vikingas, con pechos y caderas de matrona y mejillas sedosas y rojizas como manzanas nuevas. Entre ellas venía Cecilia, la tatarabuela de la madre, una aldeana con hechuras de mujer y haceres de meiga. Cuando los descendientes de los berberiscos se hallaron con los herederos de los celtas frente a frente, se vieron tan distintos, solía contar ella, que por ello mismo se atrajeron y optaron por amarse nada más conocerse. Quizá les pareció mucho más entretenido que empezar por aprender a odiarse.

Desde entonces todos se habían mezclado y remezclado varias veces y en varias generaciones. Y todos comulgaban y se decían cristianos, pero en secreto, entre los tapiales de granero, el padre guardaba en un cuerno de vaca pergaminos con signos en un len-guaje turbio de trazos como olas, y la madre aliviaba con coci-mientos de hierbas por igual calenturas y nostalgias. Y todos acu-dían a misa, y todos saludaban con respeto infinito al padre Vicente, pero, pese a ello, la madre les mojaba las sienes con el agua milagreira de Santa Xusta para aventar los malos espíritus y en la casa jamás se comía cerdo.

Cuando se enfadaban entre ellos y maldecían el haberse cono-cido, cada uno de ellos se arrepentía de las decisiones de sus ante-pasados.

—Una pena que tu abuelo Joaquim no se hubiera ido a África. Con ese odio que sientes por la gente, ahora serías corsario.

—Pues sí. Y si tu abuela bruja se hubiese quedado en sus fragas del norte, tú, con tu complacencia, serías barragana de curas.

Si los padres de Gabriel se amaron en algún momento, se les había olvidado hace tiempo. Al menos, en público. Al menos, de-lante de él. O eso le parecía, porque, a veces, cuando pensaban que no les veía, la madre recostaba su cabeza en el hombro del padre, que parecía hacerse más fuerte a su contacto y la miraba con unos ojos dulces del color de las hojas del otoño que no le conocía, y le pasaba el brazo fibroso por los hombros con un aire feliz de pose-

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sión y orgullo. ¿Era eso amor? A Gabriel, las niñas de la aldea que se enroscaban las trenzas y parpadeaban en su presencia le daban entre miedo y repelús. Generalmente corría a esconderse de ellas, cuando en las romerías trataban de cercarle y bailar, como hacía Rosario. No era fuerte ni especialmente ágil como otros mozos, pero se las arreglaban para encontrarle algún atractivo. Él las re-huía, azorado y confuso. No encontraba en absoluto el placer que su presencia, su vista o su tacto despertaba en sus hermanos. Nun-ca sabía cómo hablarles, ni qué se esperaba de él que hiciera ante ellas. Se sentía torpe y desmañado en su presencia, como si tuvie-ran un poder secreto que le desmadejara los gestos y los pensa-mientos. Incluso Ferrán y Alvar, sus hermanos, guapos, fieros, re-tadores, seguros de sí mismos y capaces de tumbar un macho cabrío de un cabezazo, parecían dos niños pequeños engallados en presencia de las mozas de la aldea, que disfrutaban haciéndoles bailar al son que ellas tocaban.

—Te has portado como un bobo con la Elisa —se atrevía Ga-briel a enmendar a Alvar, alguna vez, de vuelta a casa, con una complicidad de hermanos que el pequeño disfrutaba enormemen-te, pese a los nueve años que les separaban.

—Espérate que empiecen a gustarte las mujeres y ya me dirás —le respondía feliz.

—Nunca me gustarán las mujeres... —se atrevía él a asegurarle.—¿No me digas que te gustan los hombres?—¡Déjale si le gustan! —bromeaba Ferrán. Sonreía de medio

lado, con los finos labios torcidos en una expresión inescrutable—. Le será más fácil cuando le metamos a cura.

* * *

Gabriel no sabía qué deseaba ser, pero su familia lo tenía muy cla-ro.

Cuando careces de medios y tienes tres hijos, tres varones, uno hereda la hacienda, otro entra en el ejército y el tercero, se lo das a la Iglesia. Es una ley no escrita. Y en una familia a la que le interesa

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dejar muy claro su estatus de cristianos viejos, es algo más; es casi un tributo.

Y ellos eran tres. Tres varones, como en los cuentos. Y Gabriel era el último.

En las leyendas que las madres desgranaban en torno a los ho-gares, Gabriel habría sido el más listo, el más vivaz, el que enfren-taría con valentía cada peligro, el que resolvería cada acertijo, sa-cando a la familia de la pobreza.

En la vida real, no era sino una ofrenda. Entregar un hijo a la Iglesia te da cierta tranquilidad moral, te permite no ser vigilado, ni observado, ni juzgado. Cumples con la Iglesia y con tu papel de padre. Con Dios y con los hombres. Un arreglo perfecto para todos.

Excepto para él, a quien nadie le había preguntado.Gabriel odiaba octubre. En octubre, con la cosecha recogida y

los días acortándose, cuando el frío ya se nota en los huesos por las noches recordándote que lo peor está por llegar, a veces, de impro-viso, como llegan las lluvias y las setas, le asaltaba una tristeza honda que le cogía siempre por sorpresa. La madre lo sabía. Le acunaba sonriente en su regazo, le frotaba con azahar las sienes y le decía que eran cosas de su herencia gallega. La morriña de una tierra que nunca había conocido, del olor de las castañas asadas, de un mar entero por navegar.

—Tú eres más de allí que de aquí, hijo —le decía con una com-pasión infinita—. Mírate, tienes los ojos como gastados. Tendrías que llenártelos de mar.

Gabriel había fantaseado muchas veces con hacer el camino a Sevilla. El que había hecho ella. El que hacía Alvar, cada vez que marchaba a embarcarse. El mismo camino que desde aquellas tie-rras habían hecho los Pinzones o Hernán Cortés o Alonso de Oje-da. ¿Cuántas leguas había a Sevilla? Tres días de camino quizá. Alvar decía que era eso aproximadamente, pero que, aunque lle-gase a Sevilla, no podría ver el mar.

—¿Cómo no? La Casa de Contratación de las Indias está allí.—Estaba. Ahora la han trasladado a Cádiz. Antes se navegaba

desde Sevilla, pero tenías que descender el Guadalquivir antes de

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poder asomarte al mar. Y era como un milagro, cuando al fin lo veías.

—¿Cómo es el mar, Alvar?—Como mirar a un horizonte liso y plano, como un espejo. Sin

un solo monte ni perfil que sobresalga. Con nada que interrumpa tu vista.

—¿Y de qué color es? ¿Azul?—De todos, Gabriel. De todos los colores que conoces y de al-

gunos más que aún no has visto nunca.—¿Como una charca inmensa?—Como una charca, no. La charca es algo encerrado, como un

agujero limitado por la tierra. El mar es al revés. Él es quien se comunica, quien encierra las tierras, los continentes en un abrazo. Tendría que enseñarte un globo del mundo para que lo entendie-ras. El mar no es algo estático, sino en constante movimiento, como un ser vivo, como un vehículo que te mueve, y te lleva, y te transporta...

—Yo quiero verlo, Alvar —le pidió Gabriel, para que le dijera que algún día le llevaría con él.

—Lo verás —respondió simplemente, muy serio, como si ento-nara una profecía.

Alvar tragó saliva y no le aguantó la mirada. Ahí supo Gabriel que no entraba en sus planes llevarle a ver el mar por el que su hermano patrullaba, defendiendo las costas de piratas berberiscos, y ahí, en ese momento, poco más o menos, fue cuando llamaron al postigo y el deán de Hornachos, que jamás había estado en la casa, se presentó ante su puerta, acompañado del padre Vicente.

—Bueno, ¿y dónde está ese chiquillo? El deán miró en derredor con ojos afilados, como si buscara

una presa, y Gabriel supo que era él. Quiso encogerse o esconder-se en el hogar o en el sobrao, pero ya era mayor y no podía decep-cionar a sus padres. El padre Vicente le señaló, su madre se des-hizo en sonrisas y su padre, estirado y con gesto adusto, ofreció al visitante asiento y una jarra de vino turbio. Él aceptó las dos cosas.

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—Ven aquí, criatura. Ven que yo te vea. —Gabriel caminó rígi-do hasta situarse a su lado y el hombre puso una mano blanda so-bre su pelo. La madre sonrió en lo que interpretó como un gesto cariñoso y que a Gabriel se lo pareció demasiado. El padre escupió al suelo. No le gustaban esas manos fáciles que no tenían callos de empuñar un azadón. Aquel desconocido le revolvió el pelo, que él llevaba en rizos largos, del color del trigo, y Gabriel sintió como si se le hubiera posado en la cabeza una de esas polillas blandas, enormes y pesadas. Vio al padre Vicente retorcerse las manos con cierta incomodidad. Cerró los ojos.

—Así que el pequeño... —se interrumpió para que alguien con-tinuara. La madre carraspeó.

—Gabriel —le apuntó.—Gabriel, como el arcángel —sonrió encantado—. Así que el

pequeño Gabriel tiene vocación.Gabriel no sabía lo que era la vocación, así que asintió con fuer-

za, y con los ojos muy abiertos, porque era lo que parecía que to-dos esperaban de él.

—Lee muy bien, padre —apuntó el párroco—. Y aprecia los co-nocimientos y vive la liturgia con verdadero arrobo.

Eso era cierto. Le gustaba aquel entorno relajante y catárqui-co de salmodias repetidas, tonos graves, y cánticos en otros idio-mas que adormecían la mente. La eucaristía tenía un deje caní-bal que le perturbaba profundamente y le hablaba de ritos ancestrales, los mismos que describía Alvar a la vuelta de algu-no de sus viajes.

—Eso está muy bien... —dijo el deán sin dejar de mirarle. Son-rió—. Además del nombre, tienes los ojos y los rizos de un arcán-gel...

Se hizo un silencio denso en el que Gabriel creyó oír removerse a su hermano Alvar.

—Gracias —musitó el pequeño.—Eres un niño listo, bueno y agradecido. Lo que Nuestro Señor

busca, precisamente. ¿Te gustaría estudiar con nosotros y seguir el camino de Dios, verdad, Gabriel?

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El niño miró de reojo a su padre, que hizo un gesto duro de asentimiento.

—Sí, señor.—Sí, padre —le corrigió el deán.—Sí, padre.—Viajaremos mañana temprano —le anunció, revolviendo su

pelo—. Prepara tus cosas y descansa bien esta noche. ¿Viajar? Nadie le había dicho nada. Sus ojos se abrieron espe-

ranzados. —¿A Sevilla?—No, criatura, mucho más cerca. Aquí, a Llerena.El gesto de decepción no debió pasarle desapercibido.—¿A santo de qué querías ir a Sevilla? —le interrogó, divertido.—A ver el mar —confesó. Clavó en él sus ojos suplicantes y hu-

biera jurado que su piel vibró como la cuerda de una guitarra. —Yo te llevaré al mar... —prometió con voz ronca—. Te llevaré

a donde tú quieras, hijo.

* * *

Esa noche sus padres le dijeron que entraría a formarse en el cole-gio de los jesuitas de Llerena. Estaría allí interno, salvo alguna contada visita. Quizá luego fuera a Plasencia. Sus compañeros pa-sarían a ser su familia. Comería caliente tres veces al día y estu-diaría. Aprendería latín y teología y griego y arte sacro y humani-dades y participaría del milagro de la misa y del misterio de los sagrados testamentos.

—Pero... —se atrevió a intervenir—. ¿Voy a ser cura?—Harás los votos de castidad, pobreza y obediencia —advirtió

su padre—. Y serás lo que tus superiores te digan que seas. El deán se había interesado por él desde que le había visto can-

tar en el camino del Calvario, en la Semana Santa, le dijeron. Aho-ra empezaba el curso y había intercedido en su favor. Debía ser agradecido y sentirse muy feliz por esa puerta que se le abría al porvenir. Ellos no eran ricos, recalcaron, pero con los jesuitas no le

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faltaría de nada. Gracias a que era un niño inteligente y avispado, y a que sabía leer, escribir y las cuatro reglas, recibiría una educa-ción esmerada. Y se convertiría en un siervo de Dios.

Algo que no estaba muy seguro de querer ser.No quiso llorar. Las lágrimas te vacían y Gabriel lo que quería

era llenarse de recuerdos. Por eso salió al huerto, para percibir por última vez el olor caldeado de la lavanda, el exquisito perfume de la dama de noche al atardecer, el fragante olor del azahar, capaz de curar migrañas y borrar nostalgias, y el de la hierbabuena, que relaja el espíritu y atesora la canción del río. Los aromas de su in-fancia se le grabaron con toda nitidez y se le metieron dentro para que no los olvidara nunca. Así fue como supo que se hacía mayor.

Cuando entró de nuevo en casa, había un silencio denso y pesa-do, como una fruta madura. Alvar tenía la mandíbula tensa y los ojos castaños infinitamente más claros y brillando de agua, como si también él echase de menos el mar.

—Nadie le ha consultado —escupió como si Gabriel no estu-viera allí—. Ni a mí tampoco.

—Es la única salida...—¿Para él o para vos? ¿Lo que queréis es libraros de él a cual-

quier precio? Nunca hay una única salida, padre...—Alvar, no faltes al respeto a tu padre...—Y vos, madre. ¿Cómo aceptáis vos esto? Nunca habéis sido

tan afín a la Iglesia.—Por eso. Para estar tranquilos. Es lo mejor, y tú lo sabes —ter-

ció ella—. No somos ricos. Tú ya tienes tu oficio y no hay hacienda para dos varones. Está decidido.

—Ese hombre me ha dado escalofríos...—La Iglesia es muy grande, hijo. No es cosa de un solo hombre,

afortunadamente.—Pero, podríais meterle en un taller, enseñarle un oficio.—Tu hermano solo es bueno con los libros —advirtió el padre—.

No es fuerte ni es muy hábil. Si tan mal te parece la idea, llévatelo contigo. Y si no, que estudie con los curas, que algo le enseñarán. Es una oportunidad que no podemos dejar pasar. Sabes que no

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podríamos permitirnos pagar el seminario, pero como el señor deán se ha interesado por él...

Ahí acabó la frase, como si no hubiera más. Gabriel miró inte-rrogante a Alvar. Él rehuyó su mirada y con un gesto brusco des-cargó su puño sobre la tosca mesa de nogal.

* * *

Fue Alvar quien le acercó al seminario a la mañana siguiente. Le despertó muy temprano. Gabriel salió adormilado de su jergón y cogió el petate con las escasas pertenencias que había dejado pre-paradas la noche antes.

—Dijo el deán que vendría a buscarme...—Que venga cuando quiera —advirtió despectivo, escupiendo

en el suelo—, y que se encuentre el sitio. A Llerena te llevo yo.Salieron a la alberca, a lavarse cuando aún no había cantado el

gallo y las estrellas aún se agarraban a la noche. Alvar desapareció un momento y apareció con la tijera grande de esquilar las ovejas.

—Ven aquí —le ordenó.Gabriel obedeció, sumiso. Sintió el tacto frío del metal en su

cuero cabelludo y escuchó los chasquidos. Vio los rizos rubios, en-sortijados, caer, uno tras otro, a sus pies. Al acabar Alvar los reco-gió con cuidado y los envolvió en un pañuelo.

—Para madre —sonrió tristemente.Gabriel asintió. Alvar pasó su mano sobre su cabeza. Gabriel le

imitó. Su palma se enganchaba en los trasquilones y sentía la nuca desnuda y helada. Le miró.

—La pela buena o mala a los quince días iguala —le dijo, tra-tando de sonreír—. Venga, vístete, nos vamos.

Gabriel se vio en un charco de plata a la salida de casa. Su her-mano, elegante y apuesto, iba vestido con su atuendo íntegro de soldado. Gabriel no se reconoció. Las ropas remendadas, el cuerpo frágil y el pelo trasquilado le daban el aire de un mendigo. Se sin-tió ajeno, como si no fuera él. Por supuesto, tampoco parecía ya una niña. Alvar pagó a un carretero que les estaba esperando y

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viajaron con las piernas colgando de la trasera, mirando la aldea que dejaban atrás. Recordó a Pascual y a sus juegos, con un deje de pesar. Echó de menos incluso a Rosario. Todos estarían aún dur-miendo, sin saber que Gabriel salía de sus vidas para siempre.

—No me he despedido de madre... —dijo entonces.—Lo sabe. Y lo prefiere. Es mejor así...—Ni de padre, ni de Ferrán...—Es mejor así, también...La noche anterior la madre había ido a abrazarle como a un niño

pequeño, cuando él ya estaba tumbado en su jergón, junto al fue-go. Llevaba las trenzas deshechas y ojos de haber llorado. No le dijo nada. Solo le abrazó muy fuerte. Su piel destilaba el aroma de las almendras amargas. Alguien le diría mucho más tarde que a eso es a lo que huele la muerte.

Hasta el último momento Gabriel mantuvo la esperanza de que Alvar le llevara con él, de que le arrancaría de un futuro erróneo que no había elegido y que le arrastraría, en su barco, a ver otros mundos. Supo que no sería así cuando entraron en una Llerena si-lenciosa, casi como ladrones. Había llovido y la carreta no levanta-ba polvo sobre la tierra mojada. Gabriel aspiró aquel aroma con fuerza para curarse del dolor infinito que le horadaba el pecho.

Llegaron ante la cancela del seminario, un edificio sencillo, en forma de U y con dos plantas de altura, que, pese a su prevención, en su ignorancia y comparado con las toscas construcciones de la aldea, le pareció un palacio formidable.

—¿Aquí voy a vivir? —preguntó asombrado.—De momento —recalcó su hermano con fiereza.Contempló el edificio, su puerta principal con un grupo escul-

tórico que representaba la pasión de Cristo. ¿Iba a dedicar su vida a la Iglesia de verdad?, se preguntó. ¿No había nacido ya tarde también para ser mártir?

Alvar tocó la campana y un monje envuelto en faldones se aprestó a abrir la cancela con un enorme manojo de llaves que hizo que Gabriel se preguntara cuántas estancias abrían y, sobre todo, cuántas estancias —y para qué— cerraban.

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—¿Este es el muchacho nuevo? Creí que llegaría con el deán...

—El deán llegará más tarde, con todos sus papeles. Le he traído yo personalmente porque deseaba hablar con el prior.

—El prior está en maitines. No recibe. Alvar sonrió. A Gabriel le dio un poco de miedo porque miró

de repente con el gesto y los ojos que miraba Ferrán.—Esperaré. Y me recibirá —sentenció—. Dígale que hay aquí

un hombre de la Armada de su majestad.El prior les recibió algo más tarde. Sobre su mesa, un tazón de

leche con sopas de pan les hizo babear. No habían desayunado. Les ofreció, pero su hermano no le permitió aceptarlo. Ni eran po-bres ni mendigos.

—Mi nombre es Alvar de Velasco y Tejeira —anunció grandilo-cuente, añadiendo un «de» y una «y» que sus apellidos jamás habían tenido—. Soy oficial de la Armada de su majestad, Fernando VI, a quien Dios guarde muchos años. Mi hermano Gabriel queda a car-go de esta casa y para su salvaguarda personal, de la que os hago directamente responsable, os dejo esta cantidad.

Tiró una bolsa de cuero cerrada sobre la mesa que tintineó con un repiqueteo provocador. El prior tuvo el buen gusto de no abrir-la y contar las monedas.

—Podéis sacar un ducado por mes, durante los próximos dos años. Eso debería ser suficiente, puesto que sus gastos personales de limpieza, comida y estudios, si no me equivoco, ya están cu-biertos.

El prior le observó con interés.—Así es —atinó a convenir, con los dedos trenzados.—Salgo ahora para El Puerto de Santa María, donde me embar-

caré en la Armada del rey. No sé cuándo volveré, pero trataré de sobrevivir para hacerlo. Y si muero enviaré a alguien. Si mi herma-no ha aprovechado sus estudios aquí, otra bolsa, con el doble que esta, os esperará a vos y a la ofrenda, causa o puta a la que vos queráis encomendarla. Si no...

—Si no ¿qué...?

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—Si no ha aprovechado aquí su tiempo, si ha sido infeliz, si ha sufrido algún incidente o percance durante su estadía...

—Entiendo —zanjó el prior—. No deberé esperar una segunda bolsa...

Alvar acercó desafiante su rostro moreno al pálido rostro del prior y se llevó la mano al pomo de la espada.

—Ni deberéis esperar una segunda —silabeó con ferocidad—, ni dispondréis de tiempo para gastar la primera.

Le dio la espalda. Su breve capa ondeó un instante entre ellos. Se volvió frente a Gabriel y le miró con unos ojos ardientes que bri-llaban como enfebrecidos. El niño quiso darle un beso de herma-no, pero él le estrechó en un abrazo de camaradas.

—Adiós, Gabriel. —Cogió el rostro del hermano entre sus pal-mas enguantadas con tanta violencia que casi le hizo daño—. Puesto que estas son las cartas que tienes, juégalas bien. Estudia. Yo volveré por ti. Y recuerda: jamás permitas que nadie te diga que hay una sola forma de hacer las cosas. Nadie. ¿Me oyes? Ni padre. Ni los curas. Ni Dios.

El prior se retorció en su asiento con incomodidad ante la blas-femia y, sin más prolegómenos, Alvar abrió él mismo la puerta y se fue. Por un instante, Gabriel pensó que volvería, pero no lo hizo. Y él se quedó allí, abrazado a su ausencia, de pie, en silencio, en el despacho del prior. Con una sensación inexplicable entre la orfan-dad y el naufragio.

Gabriel siempre pensó en este punto de partida como en su en-trada a la edad adulta, como el momento en que los juegos de ni-ños se terminaron, como el momento en que empezó a tejerse su destino.

Eran tres, como en todos los cuentos: Ferrán, Alvar y Gabriel. Y Gabriel era el último. En las leyendas que las madres desgranaban en torno a los hogares le habría estado reservada la gloria de des-posar a una princesa extranjera, liberándola de las garras de algún ser malvado y tenebroso.

Pero estaban en tierras de Castilla, Gabriel tenía ya once años y sabía que los cuentos de niños poco tenían que ver con la realidad.

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Había nacido tarde para permitirse incluso la ilusión. En su tierra y su siglo ya no quedaban lejanos reinos por descubrir, ni exóticas princesas que enamorar, ni mucho menos monstruos malvados a los que enfrentarse.

O eso creía él.

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