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El Tramo Final Hace cuatro años escribí en estas páginas una carta abierta a Ollanta Humala, días antes de que este asumiera la presidencia de la República. “Creo –dije entonces– que a un

El Tramo Final. Por Gustavo Gorriti

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El Tramo Final. Por Gustavo Gorriti

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El Tramo Final

Hace cuatro años escribí en estas páginas una carta abierta a Ollanta Humala, días antes de que este asumiera la presidencia de la República. “Creo –dije entonces– que a un periodista se le puede disculpar escribir un artículo como este cada cinco años”; y lo sigo creyendo. La pregunta es si vale la pena hacerlo o no.

En esa oportunidad había una sensación de logro que trascendía la hazaña. Durante la campaña, la posibilidad de victoria de Humala fue “tenida casi como imposible”.

Como le escribí entonces a lo largo de la campaña, Humala fue siempre considerado un candidato importante, “pero no para ganar sino para hacer que otros le ganen”.

No había candidato que no lo superara con comodidad en las simulaciones de votación en la segunda vuelta. El efecto involuntario de Humala era el “poder de embellecer al rival por contraste”. Por eso, cuando pasó a la segunda vuelta con Keiko Fujimori, la coalición de oligarcas y geishas que respaldaba a esta dio por segura su victoria.

Pero la disposición de Humala a asumir con energía el papel de defensor de la democracia, remachada con su juramento solemne en San Marcos, armó sobre la marcha otra coalición –muy parecida a la que enfrentó exitosamente al fujimorato el año dos mil– que resultó suficiente para triunfar.

Le pedí al entonces virtual presidente que pensara en lo que eso significaba “entre otras razones porque no toda historia encantada es buena ni termina bien”.

Es verdad. La victoria de Fujimori en 1990 pareció una hazaña de las escuelas sutiles de artes marciales. Cinco años antes, en 1985, el triunfo arrollador de Alan García no dejó casi entusiasmo sin despertar (bueno, el mío no, pero vi a gente extraordinariamente inteligente y talentosa perder el juicio crítico y seguir al joven García como siguieron los niños al flautista de Hamelin). Y miren en qué terminó lo uno y lo otro.

Había un peligro adicional, que resumí en una pregunta retórica: “¿De qué sirve ser presidente, de que sirve haber ganado, con tanto esfuerzo, una elección si se termina siendo un presidente mediocre?”.

Cuatro años después, con la popularidad deprimida, el poder erosionado y el respeto disminuido, muchos pensarán, piensan, que en esa palabra –mediocre– quedará resumida la gestión de Ollanta Humala.

Parece tentador suscribir ese punto de vista y aparcarse en su fácil unanimidad aparente. Pero no sería justo porque no es correcto.

Humala llegó al poder sin experiencia de gobierno; y sin los equipos suficientes para manejar el Estado en forma articulada y coherente. Tuvo que escoger entre diferentes grupos y lo hizo por aquellos que le sonaron más probados y seguros, aunque ello significara un cambio casi completo de posiciones.

Se equivocó una y otra vez, como suelen equivocarse los pragmáticos cautos, con el beneficio de que esos errores no suelen ser calamitosos: limitan oportunidades, acortan la visión, angostan el horizonte, no inventan nada nuevo, pero por lo general no llevan al despeñadero.

El Presidente no contó nunca con nada que se asemeje a un Estado Mayor presidencial; tuvo asesores grises, de visión limitada; y mucho de lo que hizo bien fue por lo general resultado de su propio trabajo.

Aunque purgó injustamente a los policías que desarrollaron la estrategia y las tácticas contrainsurgentes en el Huallaga (con significativo aporte de Estados Unidos), Humala adoptó tanto la estrategia como a sus ejecutores de campo. El resultado fue la captura de ‘Artemio’ y la desactivación de la insurrección endémica en el Huallaga.

En el VRAE, Humala fue más allá e hizo lo que ningún otro militar antes que él: puso a un coronel de la Policía como jefe de inteligencia, con mando, en lo aplicable a su función, sobre la Fuerza Armada. Tampoco se quedó ahí. Nombró a un

viceministro, Iván Vega, como coordinador directo de las operaciones especiales contrainsurgentes, con acceso directo a él para garantizar rapidez en la coordinación, movilización de recursos y acción conjunta. Ello se tradujo en golpes tales como las muertes, en acciones diferentes, de ‘Guillermo’, Alipio y Gabriel, entre otros, que cambiaron el curso de las cosas y llevaron al SL-VRAE de una dinámica expansiva a una brusca contracción y repliegue. Eso tuvo un efecto muy importante para, entre otras cosas, la seguridad energética del país y representó uno de los puntos altos y sorprendentemente menos mencionados de la gestión de Humala.

Su propósito de no antagonizar a los gringos limitó considerablemente –por extraño que parezca– su capacidad de luchar contra el narcotráfico cuando el VRAE hervía (y hierve) con narcovuelos. Los estadounidenses se oponen a la interdicción aérea que pueda terminar en derribo y Humala no se atrevió a contradecirlos, por más que el tema le haya quitado el sueño. Lo que sí hizo, después de sobrevolar hace un par de meses el VRAE y ver que había ahí más pistas de aterrizaje que en Nueva York, fue ordenar al Comando Conjunto que se dinamitaran las pistas cuantas veces fuera necesario. Eso hizo el CEVRAE con gran costo, riesgo y resultados insostenibles en el mediano plazo, pero que fueron suficientes para provocar una baja temporal de precios de la droga en el VRAE y para vestir el discurso de Humala este 28 ante el Congreso.

De otro lado, Humala fracasó con muy pocos atenuantes en el ámbito de la seguridad ciudadana y la lucha contra el crimen. Algo podrá mejorar las cosas con su actual ministro del Interior, el teólogo-policía, pero ya es demasiado tarde para lograr un efecto estratégico.

¿Por qué estuvo bien lo uno y pésimo lo otro pese a su aparente proximidad funcional? Porque como suele suceder con los comandantes, su acción puede ser eficaz en lo concreto, lo visible, lo inmediato; y puede perderse en lo más complejo, abstracto, mediato y simultáneo. Humala fue muy trabajador, pero careció, como queda dicho, de un Estado Mayor capaz y de un mínimo de buenos asesores. Algunos de los que tuvo en el área de seguridad, como Adrián Villafuerte, por ejemplo, le restaron mucha eficacia.

Tuvo otros logros de cierta importancia en programas sociales y educativos; pero su indefensión, su virtual invalidez política le fue restando autoridad, capacidad de maniobra y, claro, credibilidad.

Me imagino que en el futuro próximo habrá analistas que estudien en detalle el proceso de la erosión de autoridad, mandato y poder de respuesta que sufrió el gobierno de Humala sin atinar a hacer nada por remediarlo, sin darse cuenta de lo que estaba pasando, como sucede con aquellos que sufren de hemorragias ignoradas y que solo cuando desfallecen reparan en lo anémicos que están.

Cuando Alan García movió sus fichas con aquello de la “reelección conyugal” y los Humala no solamente no contrarrestaron la evidente jugada sino lo dejaron hacer con una suerte de cretina suficiencia, ganó momento la percepción de un gobierno sin respuestas ni reflejos, al que se podía ajochar, hostigar y finalmente acorralar, haciéndolo aparecer como mucho más corrupto de lo que en realidad es y logrando que otros corruptos mayores estuvieran tranquilos mientras el atribulado gobierno peregrinaba por la etapa del Linchaysuyo sin saber si ese iba a ser, o no, el tramo final.

El gobierno de Humala fue mucho más que la caricatura a la que ahora se lo reduce, pero fue mucho menos de lo que debió

ser. Y aunque pueda decirse que la vida no es justa y que para los lornas no hay paraíso, lo cierto –y conviene no olvidarlo– es que esa debilidad no afecta solo a un gobierno en año de salida, sino hace, de nuevo, peligrar el sistema. (Escribe: Gustavo Gorriti)