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el taller y la utopía

El Taller y La Utopía

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Agotando las palabras sobre la urbanidad, nos enfocamos en el quehacer del escritor y su manifestación del pensamiento, convocando a once escritores de sólida trayectoria a escribir sobre los talleres literarios.

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Editorial

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De ángeles y demonios

literarios

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No puedo decir que haya tenido mucha cercanía con la literatura desde niña;

los primeros libros a mi alcance fueron los de texto gratuitos, en la primaria. Recuerdo haber leído en ellos “El gigante egoísta”, de Oscar Wilde, un poema de García Lorca, acerca de dos lagartos viejos, y la descripción de Macondo, el inicio de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

Pero fue mucho después cuando contraje la feliz enfermedad de las letras, también como consecuencia de actividades impuestas en la escuela –sí, las disfruté, contrario al resultado que generan muchas lecturas obligatorias–. Así que luego de estudiar una carrera técnica y mientras laboraba en el área de acabado de una fábrica textil, empecé a escribir animada, además de por cierta inquietud de participar en concursos literarios, por algunos cuentos de Edgar Allan Poe y por El retrato de Dorian Gray, las únicas obras que había leído hasta ese momento.

Ahora no puedo calificar como algo serio aquellos primeros intentos –unas pocas hojas escritas a máquina por alguien más verde que verde en el ejercicio literario–; la constancia, la seriedad, empezaron para mí al momento de asistir a un taller literario.

Aunque diversas opiniones aseguren que no se puede enseñar a escribir, mi caso es el

contrario: aprendí a escribir dentro de un taller en el cual me inscribí sin conocer a nadie.

Llegué pidiendo informes al Instituto Cultural Poblano en el 2002 con una tarjeta de presentación que me habían dado. Entré en el taller de cuento, impartido por el escritor Alejandro Meneses. El horario, una vez a la semana, los miércoles a las cinco de la tarde, me permitía llegar después de mi trabajo en el laboratorio de una planta de acabado.

A lo largo de aproximadamente tres años sometí mis cuentos a las opiniones que vertían Alejandro y los asistentes al taller. Textos salidos de mis aún escasas lecturas, de los ejercicios que sugería Alejandro, aunados a dichas opiniones, fue lo que me ayudó para empezar a mejorar.

Después de la desafortunada y sorpresiva muerte de mi maestro, como sigo considerán-dolo, asistí un tiempo a otros talleres, estos a cargo de la escritora Beatriz Meyer, hasta que los horarios en el trabajo me lo impidieron. Pero la práctica de la escritura no me abandonó –y espero que no lo haga nunca–. Seguí, como en el tiempo de las sesiones de dos horas los miércoles y después los jueves, revisando mis textos, corrigiéndolos, reescribiéndolos en muchas ocasiones, dándoselos a leer a amigos, ya que creo que además de releer es bueno conocer opiniones de otras personas, aunque

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La literatura cuenta con reglas, con características diferentes que colocan

en determinado cajón tanto a obras como a autores. Pero en la manera de ejercerla, de empezar a descubrirla, no hay recetas. Así lo aseguraba Alejandro Meneses y concuerdo con él. Se la puede abordar desde los conocimientos adquiridos a lo largo de cinco o más años de universidad o desde la intuición y las lecturas que uno mismo va seleccionando. Cada uno de dichos caminos es válido mientras quien se adentre en ellos lo haga con una vocación cierta, con honestidad.

Igualmente, la manera de practicarla carece de un instructivo. Escribir luego de leer durante cuatro horas o ninguna, con café o té a la mano, por la mañana, por la noche, sólo en computadora o en libretas de una marca determinada, no es garantía de obtener resultados, para nosotros, satisfactorios. En mi caso, escribo –a veces garabateo, esbozo– cuando tengo tiempo. O inspiración –sí, creo en ella, aunque en diversas ocasiones, luego del puñetazo recibido a través de una imagen, de una nota de periódico, de alguna lectura o canción, me quede a medias y no sepa cómo continuar.

No pienso demasiado en por qué escribo o si hay algún destinatario para mis obsesiones, que reposan meses, tiempo indefinido, y luego me muestran errores en la redacción, en la historia o en la manera de contarla.

Y así, cuentos que en su fantasía combinan lo prehispánico y los tiempos actuales, o que nacieron de un disco de rock en español, esperan en libretas escolares y en archivos electrónicos su tiempo para llegar a un lector que tal vez no existe, para tal vez perderse entre otros libros, entre otros temas. Mientras tanto, son para mí una ruta de escape, una sonrisa o una fuente de preocupación porque de momento no sé cómo corregirlos, un rincón donde juego con las palabras, donde puedo respirar aire limpio, alejada de todos.

al final sea uno quien elija tomarlas o no en consideración.

Opiniones, revisiones propias. Empecé a leer más. A ratos, en el trabajo, en el transporte público. Descubrí la poesía en Pedro Páramo, de Juan Rulfo, a Marguerite Yourcenar y la elegancia de sus Cuentos orientales, me topé con la Ciudad Real de Rosario Castellanos, con el Evangelio según Jesucristo de José Saramago y con otro José, éste Revueltas, El apando y Dios en la tierra. Ellos y otros más, sumados a la obra y consejos de Alejandro Meneses son mis influencias, mis maestros.

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Por Nabor Rachowsky

Fotografía Juliana Alvarado

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