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Evangelizar y servir al pueblo El sentido del ministerio

El sentido del ministerio - conferenciaepiscopal.ec · che. ¡Qué hermosa imagen! «Así vosotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta,

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Evangelizar y servir al pueblo

El sentido del ministerio

una consagrada, un sacerdote que vive esta gratuidad y esta memoria es el gozo y la alegría”.

Como si resonara en todo momento la ora-ción ignaciana: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad. Todo mi haber y mi poseer. / Vos me lo disteis; a Vos, Señor lo torno. Todo es vuestro. Disponed a vuestra santa voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esto me bas-ta…” En la hora presente, el Papa Francis-co, sin duda, está dirigiendo los “Ejercicios Espirituales” a toda la Iglesia, para – con palabras de Ignacio de Loyola – “ayudar a enmendar la vida”. Y de modo particular – lo sabemos todos – a los pastores de la Iglesia y a los consagrados.

La Providencia Divina, también a través de los peculiares carismas de los diferentes pon-tífices, ilumina en cada momento a la Iglesia según lo que esta necesita. La experiencia de El Quinche ha sido muy buena. No la podemos dejar perder. Por eso, en este nú-mero de Presbíteros, ofrecemos a los sacerdo-tes del Ecuador, como eco y profundización del Mensaje del Santo Padre en El Quinche, una selección de mensajes, intervenciones y reflexiones del Papa Francisco sobre el PRESBÍTEROS • No. 10

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ministerio y la vida de los presbíteros, que nos pueden seguir ayudando “a enmendar la vida”, como los lo propone el Santo Padre. Todas llevan el mismo “sello” de vivenciali-dad, concreción, examen de conciencia, “es-tilo” evangélico y desafío propios del Papa Bergoglio. El Santo Padre, ciertamente, no ha pretendido tratar todos los temas o lograr una nueva “visión” sobre el sacerdocio, sino subrayar determinados aspectos y llamar la atención particularmente sobre nuestras motivaciones.

Los hemos agrupado en determinados temas (evangelización y servicio al pueblo, misión ministerial, entrega generosa, virtudes hu-manas, estilo de vida apostólico, espiritua-lidad y oración) y destacado ciertas ideas. Veremos, sin embargo, que el Papa siempre va a lo esencial. Porque, en último término, para eso está el ministerio sacerdotal, para mostrar a los hombres, con la palabra y el testimonio, lo esencial de la vida: el reino de Dios y la llamada a la conversión.

+Eduardo Castillo PinoObispo Auxiliar de Portoviejo

Presidente de la Comisión Episcopal de Ministerios y Vida Consagrada - CEE

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PRESBÍTEROS • No. 10

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Que el pueblo exija nuestra atención

Que el Señor nos ayude a nosotros, pastores, a ser siempre fieles al Maestro y guías sa-

bios e iluminados del pueblo de Dios confiado a nosotros. También a vosotros, por favor, os pido que nos ayudéis: ayudarnos a ser buenos pastores. Una vez leí algo bellísimo sobre cómo el pueblo de Dios ayuda a los obispos y a los sacerdotes a ser buenos pastores. Es un escrito de san Cesáreo de Arlés, un Padre de los primeros siglos de la Iglesia. Explicaba cómo el pueblo de Dios debe ayudar al pastor, y ponía este ejem-plo: cuando el ternerillo tiene hambre va donde la vaca, a su madre, para tomar la leche. Pero la vaca no se la da enseguida: parece que la conser-va para ella. ¿Y qué hace el ternerillo? Llama con la nariz a la teta de la vaca, para que salga la le-che. ¡Qué hermosa imagen! «Así vosotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta, a su corazón, para que os den la leche de la doctrina, la leche de la gracia, la leche de la guía». Y os pido, por favor, que importunéis a los pastores, que molestéis a los pastores, a todos nosotros pastores, para que os demos la leche de la gracia, de la doctrina y de la guía. ¡Importunar! Pensad en esa hermo-sa imagen del ternerillo, cómo importuna a su mamá para que le dé de comer.

Regina coeli (Plaza de San Pedro), 11 de mayo de 2014

Seamos pastores cercanos

Preguntémonos qué significa misericordia para un sacerdote, permitidme decir para

nosotros sacerdotes. Para nosotros, para todos nosotros. Los sacerdotes se conmueven ante las ovejas, como Jesús, cuando veía a la gente can-sada y extenuada como ovejas sin pastor. Jesús tiene las «entrañas» de Dios, Isaías habla mucho de ello: está lleno de ternura hacia la gente, espe-cialmente hacia las personas excluidas, es decir, hacia los pecadores, hacia los enfermos de los que nadie se hace cargo... De modo que a imagen del buen Pastor, el sacerdote es hombre de mise-ricordia y de compasión, cercano a su gente y servidor de todos. Éste es un criterio pas-toral que quisiera subrayar bien: la cercanía. La proximidad y el servicio, pero la proximi-dad, la cercanía... Quien sea que se encuentre herido en su vida, de cualquier modo, puede encontrar en él atención y escucha...

Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Roma, 6 de marzo de 2014

Curemos las heridas de los fieles

El sacerdote está llamado a aprender esto, a tener un corazón que se conmueve. Los sa-

cerdotes —me permito la palabra— «fríos», los «de laboratorio», todo limpio, todo hermoso, no ayudan a la Iglesia. Hoy podemos pensar a la Iglesia como un «hospital de campo». Esto, per-donadme, lo repito, porque lo veo así, lo siento así: un «hospital de campo». Se necesita curar las heridas, muchas heridas. Muchas heridas. Hay mucha gente herida, por los problemas materiales, por los escándalos, incluso en la Iglesia... Gente herida por las falacias del mundo... Nosotros, sacerdotes, debemos estar allí, cerca de esta gente. Misericordia significa ante todo curar las heridas. Cuando uno está herido, necesita en seguida esto, no los análisis,

Hay un solo camino para el liderazgo : el servicio. No hay otro. Si tú tienes muchas

cualidades —comunicar, etc.— pero no eres un servidor,

tu liderazgo caerá, no sirve, no es capaz de convocar.

Solamente el servicio: estar al servicio...

como los valores del colesterol, de la glucemia... Pero está la herida, sana la herida, y luego vemos los análisis. Después se harán los tratamientos especializados, pero antes se deben curar las he-ridas abiertas. Para mí, en este momento, esto es más importante. Y hay también heridas ocultas, porque hay gente que se aleja para no mostrar las heridas... Me viene a la mente la costumbre, por la ley mosaica, de los leprosos en tiempo de Jesús, que siempre estaban alejados, para no con-tagiar... Hay gente que se aleja por vergüenza, por esa vergüenza de no mostrar las heridas... Y se alejan tal vez un poco con la cara torcida, en contra de la Iglesia, pero en el fondo, dentro, está la herida... ¡Quieren una caricia! Y vosotros, queridos hermanos —os pregunto—, ¿conocéis las heridas de vuestros feligreses? ¿Las intuís? ¿Estáis cercanos a ellos? Es la única pregunta...

Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Roma, 6 de marzo de 2014PRESBÍTEROS • No. 10

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La dimensión misionera: anunciar hasta las periferias. También esto quiero

subrayarlo, porque es un elemento que viví mucho cuando estaba en Buenos Aires: la importancia de salir para ir al encuentro del otro, en las periferias, que son sitios, pero son sobre todo personas en situaciones de vida especial. Es el caso de la diócesis que tenía antes, la de Buenos Aires. Una periferia que me hacía mucho mal, era encontrar en las familias de clase media niños que no sabían hacer la señal de la cruz. ¡Esta es una periferia! Os pregunto: aquí, en esta diócesis, ¿hay niños que no saben hacer la señal de la cruz? Pensad en ello. Estas son verdaderas periferias existenciales, donde no está Dios.

En un primer sentido, las periferias de esta dió-cesis, por ejemplo, son las zonas de la diócesis que corren el riesgo de quedar al margen, fuera

El único liderazgo es el del servicio

Hay un solo camino para el liderazgo : el servicio. No hay otro. Si tú tienes muchas cualidades —comunicar, etc.— pero no eres un servidor, tu lide-

razgo caerá, no sirve, no es capaz de convocar. Solamente el servicio: estar al servi-cio... Recuerdo a un padre espiritual muy bueno, la gente iba a él, tanto que algunas veces no podía rezar todo el breviario. Y por la noche, iba al Señor y le decía: «Señor, mira, no he hecho tu voluntad, ¡pero tampoco la mía! ¡He hecho la voluntad de los demás!». Así, los dos —el Señor y él— se consolaban. El servicio es hacer, muchas veces, la voluntad de los demás. Un sacerdote que trabajaba en un barrio muy hu-milde —¡muy humilde!—, una villa miseria, una favela, dijo: «Yo necesitaría cerrar las ventanas, las puertas, todas, porque a un cierto punto es mucho, mucho, lo que me vienen a pedir: esta cosa espiritual, esta cosa material, que al final quisiera cerrar todo. Pero esto no es del Señor», decía. Es verdad: cuando no existe el servicio, tú no puedes guiar a un pueblo. El servicio del pastor. El pastor debe estar siempre a disposición de su pueblo. El pastor debe ayudar al pueblo a crecer, a caminar.

Diálogo con los estudiantes de los colegios pontificios de Roma, 12 de mayo de 2014

de las luces de los reflectores. Pero son también personas, realidades humanas de hecho margi-nadas, despreciadas. Son personas que tal vez se encuentran físicamente cercanas al «centro», pero espiritualmente están lejos.

No tengáis miedo de salir e ir al encuentro de estas personas, de estas situaciones. No os de-jéis bloquear por los prejuicios, las costumbres, rigideces mentales o pastorales, por el famoso «siempre se ha hecho así». Se puede ir a las pe-riferias sólo si se lleva la Palabra de Dios en el corazón y si se camina con la Iglesia, como san Francisco. De otro modo, nos llevamos a nosotros mismos, no la Palabra de Dios, y esto no es bueno, no sirve a nadie. No somos nosotros quienes salvamos el mundo: es precisa-mente el Señor quien lo salva.

Encuentro con el clero, vida consagrada, y miembros de los consejos pastorales (Asís), 4 de octubre de 2013

Salgamos al encuentro del otro en las periferias

EVA

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Que el pueblo exija nuestra atención

Que el Señor nos ayude a nosotros, pastores, a ser siempre fieles al Maestro y guías sa-

bios e iluminados del pueblo de Dios confiado a nosotros. También a vosotros, por favor, os pido que nos ayudéis: ayudarnos a ser buenos pastores. Una vez leí algo bellísimo sobre cómo el pueblo de Dios ayuda a los obispos y a los sacerdotes a ser buenos pastores. Es un escrito de san Cesáreo de Arlés, un Padre de los primeros siglos de la Iglesia. Explicaba cómo el pueblo de Dios debe ayudar al pastor, y ponía este ejem-plo: cuando el ternerillo tiene hambre va donde la vaca, a su madre, para tomar la leche. Pero la vaca no se la da enseguida: parece que la conser-va para ella. ¿Y qué hace el ternerillo? Llama con la nariz a la teta de la vaca, para que salga la le-che. ¡Qué hermosa imagen! «Así vosotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta, a su corazón, para que os den la leche de la doctrina, la leche de la gracia, la leche de la guía». Y os pido, por favor, que importunéis a los pastores, que molestéis a los pastores, a todos nosotros pastores, para que os demos la leche de la gracia, de la doctrina y de la guía. ¡Importunar! Pensad en esa hermo-sa imagen del ternerillo, cómo importuna a su mamá para que le dé de comer.

Regina coeli (Plaza de San Pedro), 11 de mayo de 2014

Seamos pastores cercanos

Preguntémonos qué significa misericordia para un sacerdote, permitidme decir para

nosotros sacerdotes. Para nosotros, para todos nosotros. Los sacerdotes se conmueven ante las ovejas, como Jesús, cuando veía a la gente can-sada y extenuada como ovejas sin pastor. Jesús tiene las «entrañas» de Dios, Isaías habla mucho de ello: está lleno de ternura hacia la gente, espe-cialmente hacia las personas excluidas, es decir, hacia los pecadores, hacia los enfermos de los que nadie se hace cargo... De modo que a imagen del buen Pastor, el sacerdote es hombre de mise-ricordia y de compasión, cercano a su gente y servidor de todos. Éste es un criterio pas-toral que quisiera subrayar bien: la cercanía. La proximidad y el servicio, pero la proximi-dad, la cercanía... Quien sea que se encuentre herido en su vida, de cualquier modo, puede encontrar en él atención y escucha...

Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Roma, 6 de marzo de 2014

Curemos las heridas de los fieles

El sacerdote está llamado a aprender esto, a tener un corazón que se conmueve. Los sa-

cerdotes —me permito la palabra— «fríos», los «de laboratorio», todo limpio, todo hermoso, no ayudan a la Iglesia. Hoy podemos pensar a la Iglesia como un «hospital de campo». Esto, per-donadme, lo repito, porque lo veo así, lo siento así: un «hospital de campo». Se necesita curar las heridas, muchas heridas. Muchas heridas. Hay mucha gente herida, por los problemas materiales, por los escándalos, incluso en la Iglesia... Gente herida por las falacias del mundo... Nosotros, sacerdotes, debemos estar allí, cerca de esta gente. Misericordia significa ante todo curar las heridas. Cuando uno está herido, necesita en seguida esto, no los análisis,

Hay un solo camino para el liderazgo : el servicio. No hay otro. Si tú tienes muchas

cualidades —comunicar, etc.— pero no eres un servidor,

tu liderazgo caerá, no sirve, no es capaz de convocar.

Solamente el servicio: estar al servicio...

como los valores del colesterol, de la glucemia... Pero está la herida, sana la herida, y luego vemos los análisis. Después se harán los tratamientos especializados, pero antes se deben curar las he-ridas abiertas. Para mí, en este momento, esto es más importante. Y hay también heridas ocultas, porque hay gente que se aleja para no mostrar las heridas... Me viene a la mente la costumbre, por la ley mosaica, de los leprosos en tiempo de Jesús, que siempre estaban alejados, para no con-tagiar... Hay gente que se aleja por vergüenza, por esa vergüenza de no mostrar las heridas... Y se alejan tal vez un poco con la cara torcida, en contra de la Iglesia, pero en el fondo, dentro, está la herida... ¡Quieren una caricia! Y vosotros, queridos hermanos —os pregunto—, ¿conocéis las heridas de vuestros feligreses? ¿Las intuís? ¿Estáis cercanos a ellos? Es la única pregunta...

Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Roma, 6 de marzo de 2014PRESBÍTEROS • No. 10

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La dimensión misionera: anunciar hasta las periferias. También esto quiero

subrayarlo, porque es un elemento que viví mucho cuando estaba en Buenos Aires: la importancia de salir para ir al encuentro del otro, en las periferias, que son sitios, pero son sobre todo personas en situaciones de vida especial. Es el caso de la diócesis que tenía antes, la de Buenos Aires. Una periferia que me hacía mucho mal, era encontrar en las familias de clase media niños que no sabían hacer la señal de la cruz. ¡Esta es una periferia! Os pregunto: aquí, en esta diócesis, ¿hay niños que no saben hacer la señal de la cruz? Pensad en ello. Estas son verdaderas periferias existenciales, donde no está Dios.

En un primer sentido, las periferias de esta dió-cesis, por ejemplo, son las zonas de la diócesis que corren el riesgo de quedar al margen, fuera

El único liderazgo es el del servicio

Hay un solo camino para el liderazgo : el servicio. No hay otro. Si tú tienes muchas cualidades —comunicar, etc.— pero no eres un servidor, tu lide-

razgo caerá, no sirve, no es capaz de convocar. Solamente el servicio: estar al servi-cio... Recuerdo a un padre espiritual muy bueno, la gente iba a él, tanto que algunas veces no podía rezar todo el breviario. Y por la noche, iba al Señor y le decía: «Señor, mira, no he hecho tu voluntad, ¡pero tampoco la mía! ¡He hecho la voluntad de los demás!». Así, los dos —el Señor y él— se consolaban. El servicio es hacer, muchas veces, la voluntad de los demás. Un sacerdote que trabajaba en un barrio muy hu-milde —¡muy humilde!—, una villa miseria, una favela, dijo: «Yo necesitaría cerrar las ventanas, las puertas, todas, porque a un cierto punto es mucho, mucho, lo que me vienen a pedir: esta cosa espiritual, esta cosa material, que al final quisiera cerrar todo. Pero esto no es del Señor», decía. Es verdad: cuando no existe el servicio, tú no puedes guiar a un pueblo. El servicio del pastor. El pastor debe estar siempre a disposición de su pueblo. El pastor debe ayudar al pueblo a crecer, a caminar.

Diálogo con los estudiantes de los colegios pontificios de Roma, 12 de mayo de 2014

de las luces de los reflectores. Pero son también personas, realidades humanas de hecho margi-nadas, despreciadas. Son personas que tal vez se encuentran físicamente cercanas al «centro», pero espiritualmente están lejos.

No tengáis miedo de salir e ir al encuentro de estas personas, de estas situaciones. No os de-jéis bloquear por los prejuicios, las costumbres, rigideces mentales o pastorales, por el famoso «siempre se ha hecho así». Se puede ir a las pe-riferias sólo si se lleva la Palabra de Dios en el corazón y si se camina con la Iglesia, como san Francisco. De otro modo, nos llevamos a nosotros mismos, no la Palabra de Dios, y esto no es bueno, no sirve a nadie. No somos nosotros quienes salvamos el mundo: es precisa-mente el Señor quien lo salva.

Encuentro con el clero, vida consagrada, y miembros de los consejos pastorales (Asís), 4 de octubre de 2013

Salgamos al encuentro del otro en las periferias

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Page 4: El sentido del ministerio - conferenciaepiscopal.ec · che. ¡Qué hermosa imagen! «Así vosotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta,

Todo cristiano, y sobre todo nosotros, esta-mos llamados a ser portadores de este men-

saje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consola-dos por Él, de ser amados por Él. Esto es im-portante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla. A veces me he encontrado con personas consagra-das que tienen miedo a la consolación de Dios, y… pobres, se atormentan, porque tienen mie-do a esta ternura de Dios. Pero no tengan mie-do. No tengan miedo, el Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura. El Señor es padre y Él dice que nos tratará como una mamá

Tengan el valor de ir contracorriente de esta cultura eficientista, de esta cultura del des-

carte. El encuentro y la acogida de todos, la soli-daridad, es una palabra que la están escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra, la solida-ridad y la fraternidad, son elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.

Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en este sentido. Y hacerlo sin ser presuntuo-sos,  imponiendo «nuestra verdad», más bien guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc 24,13-35).

Queridos hermanos y hermanas, estamos llama-dos por Dios, con nombre y apellido, cada uno de nosotros, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con alegría la cultura del encuentro. La Virgen María es nuestro modelo. En su vida ha dado el «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la mi-sión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65).

Homilía en la Misa con obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas en la 28º Jornada Mundial de la Juventud (Río

de Janeiro), 27 de julio de 2013

a su niño, con su ternura. No tengan miedo de la consolación del Señor. La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: “Consolad, con-solad a mi pueblo” (40, 1), y esto convertirse en misión. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a consolar al pueblo de Dios, ésta es la misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!

Homilía en la Misa con seminaristas, novicios y novicias, y quienes están en camino vocacional (Basílica Vaticana), 7 de

julio de 2013

Seamos servidores de la “cultura del encuentro”

Consolemos a nuestro pueblo

PRESBÍTEROS • No. 10

7

PRESBÍTEROS • No. 10

6

El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las

periferias». El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los

que están tristes

Somos ungidos para dedicarnos al pueblo

Una imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es la del Salmo 133: «Es como

óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama so-bre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento» (v. 2). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo representado mediante las vestiduras.

La vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis so-bre la piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). Tam-bién en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, pue-de hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos.

De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos ahora a fijar-nos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las pe-riferias». El Señor lo dirá claramente: su un-ción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para per-fumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.

Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; esta es una prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de haber reci-bido una buena noticia. Nuestra gente agrade-ce el evangelio predicado con unción, agradece

cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aa-rón hasta los bordes de la realidad, cuando ilu-mina las situaciones límites, «las periferias» don-de el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando sien-te que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema...». «Bendí-game, padre», y «rece por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica, súplica del Pueblo de Dios. Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres.

Homilía en la Misa Crismal (Basílica Vaticana), 28 de marzo de 2013

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Todo cristiano, y sobre todo nosotros, esta-mos llamados a ser portadores de este men-

saje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consola-dos por Él, de ser amados por Él. Esto es im-portante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla. A veces me he encontrado con personas consagra-das que tienen miedo a la consolación de Dios, y… pobres, se atormentan, porque tienen mie-do a esta ternura de Dios. Pero no tengan mie-do. No tengan miedo, el Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura. El Señor es padre y Él dice que nos tratará como una mamá

Tengan el valor de ir contracorriente de esta cultura eficientista, de esta cultura del des-

carte. El encuentro y la acogida de todos, la soli-daridad, es una palabra que la están escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra, la solida-ridad y la fraternidad, son elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.

Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en este sentido. Y hacerlo sin ser presuntuo-sos,  imponiendo «nuestra verdad», más bien guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc 24,13-35).

Queridos hermanos y hermanas, estamos llama-dos por Dios, con nombre y apellido, cada uno de nosotros, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con alegría la cultura del encuentro. La Virgen María es nuestro modelo. En su vida ha dado el «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la mi-sión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65).

Homilía en la Misa con obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas en la 28º Jornada Mundial de la Juventud (Río

de Janeiro), 27 de julio de 2013

a su niño, con su ternura. No tengan miedo de la consolación del Señor. La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: “Consolad, con-solad a mi pueblo” (40, 1), y esto convertirse en misión. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a consolar al pueblo de Dios, ésta es la misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!

Homilía en la Misa con seminaristas, novicios y novicias, y quienes están en camino vocacional (Basílica Vaticana), 7 de

julio de 2013

Seamos servidores de la “cultura del encuentro”

Consolemos a nuestro pueblo

PRESBÍTEROS • No. 10

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PRESBÍTEROS • No. 10

6

El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las

periferias». El Señor lo dirá claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los

que están tristes

Somos ungidos para dedicarnos al pueblo

Una imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es la del Salmo 133: «Es como

óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama so-bre la barba, la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento» (v. 2). La imagen del óleo que se derrama, que desciende por la barba de Aarón hasta la orla de sus vestidos sagrados, es imagen de la unción sacerdotal que, a través del ungido, llega hasta los confines del universo representado mediante las vestiduras.

La vestimenta sagrada del sumo sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres de los hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis so-bre la piedra del hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). Tam-bién en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf. Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón. Al revestirnos con nuestra humilde casulla, pue-de hacernos bien sentir sobre los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos.

De la belleza de lo litúrgico, que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos ahora a fijar-nos en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando su persona sino que se derrama y alcanza «las pe-riferias». El Señor lo dirá claramente: su un-ción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos, para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para per-fumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.

Al buen sacerdote se lo reconoce por cómo anda ungido su pueblo; esta es una prueba clara. Cuando la gente nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de la misa con cara de haber reci-bido una buena noticia. Nuestra gente agrade-ce el evangelio predicado con unción, agradece

cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aa-rón hasta los bordes de la realidad, cuando ilu-mina las situaciones límites, «las periferias» don-de el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con sus angustias y sus esperanzas. Y cuando sien-te que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema...». «Bendí-game, padre», y «rece por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en súplica, súplica del Pueblo de Dios. Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres.

Homilía en la Misa Crismal (Basílica Vaticana), 28 de marzo de 2013

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El “cansancio bueno”, fruto de la entrega

Repasemos un momento las tareas de los sa-cerdotes que hoy nos proclama la liturgia:

llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los cie-gos, dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías agrega: curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos.

No son tareas fáciles, exteriores, como por ejem-plo el manejo de cosas —construir un nuevo salón parroquial, o delinear una cancha de fút-bol para los jóvenes del Oratorio... —; las tareas mencionadas por Jesús implican nuestra capaci-dad de compasión, son tareas en las que nuestro corazón es «movido» y conmovido. Nos alegra-mos con los novios que se casan, reímos con el bebé que traen a bautizar; acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio y a las familias; nos apenamos con el que recibe la unción en la cama del hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido... Tantas emocio-nes, tanto afecto, fatigan el corazón del Pastor. Para nosotros sacerdotes las historias de nues-tra gente no son un noticiero: nosotros cono-cemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que les está pasando en su corazón; y el nues-tro, al compadecernos (al padecer con ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, y es conmovido y hasta parece co-mido por la gente: «Tomad, comed». Esa es la palabra que musita constantemente el sacer-dote de Jesús cuando va atendiendo a su pue-blo fiel: «Tomad y comed, tomad y bebed...». Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios... que siempre cansa.

Está el que podemos llamar «el cansancio de la gente, de las multitudes»: para el Señor, como para nosotros, era agotador —lo dice el evan-gelio—, pero es cansancio del bueno, cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que lo se-guía, las familias que le traían sus niños para que los bendijera, los que habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se entu-siasmaban con el Rabí..., no le dejaban tiempo ni para comer. Pero el Señor no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario, parecía que se renovaba (cf. Evangelii gaudium, 11). Este can-sancio en medio de nuestra actividad suele ser una gracia que está al alcance de la mano de todos nosotros, sacerdotes (cf. ibíd., 279). ¡Qué bueno es esto: la gente ama, quiere y necesita a sus pastores! El pueblo fiel no nos deja sin tarea directa, salvo que uno se escon-da en una oficina o ande por la ciudad en un auto con vidrios polarizados. Y este cansancio es bueno, es sano. Es el cansancio del sacerdote con olor a oveja..., pero con sonrisa de papá que contempla a sus hijos o a sus nietos pequeños.

Homilía en la Misa Crismal (Basílica Vaticana), 28 de

marzo de 2013

Esa es la palabra que musita constantemente el sacerdote

de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel: «Tomad y

comed, tomad y bebed...». Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios...

PRESBÍTEROS • No. 10

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PRESBÍTEROS • No. 10

8

El que es llamado sea consciente de que existe en este mundo una alegría genuina

y plena: la de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que, compadecido entrañable-mente de todos los pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso asociar a mu-chos a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su pueblo.

En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz de responder con prontitud a su llamado.

En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a des-gastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la prime-ra misa, el primer bautismo, la primera confe-sión… Es la alegría de poder compartir –maravi-llados–, por vez primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus pedidos, ponién-dote la cabeza para que los bendigas, tomándote las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Cuida Señor en tus jóvenes sa-cerdotes la alegría de salir, de hacerlo todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por ti.

Homilía en la Misa Crismal (Basílica Vaticana), 17 de abril de 2014

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EBLO

Sacados del pueblo para servir al pueblo

Page 7: El sentido del ministerio - conferenciaepiscopal.ec · che. ¡Qué hermosa imagen! «Así vosotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta,

El “cansancio bueno”, fruto de la entrega

Repasemos un momento las tareas de los sa-cerdotes que hoy nos proclama la liturgia:

llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los cie-gos, dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías agrega: curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos.

No son tareas fáciles, exteriores, como por ejem-plo el manejo de cosas —construir un nuevo salón parroquial, o delinear una cancha de fút-bol para los jóvenes del Oratorio... —; las tareas mencionadas por Jesús implican nuestra capaci-dad de compasión, son tareas en las que nuestro corazón es «movido» y conmovido. Nos alegra-mos con los novios que se casan, reímos con el bebé que traen a bautizar; acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio y a las familias; nos apenamos con el que recibe la unción en la cama del hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido... Tantas emocio-nes, tanto afecto, fatigan el corazón del Pastor. Para nosotros sacerdotes las historias de nues-tra gente no son un noticiero: nosotros cono-cemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que les está pasando en su corazón; y el nues-tro, al compadecernos (al padecer con ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, y es conmovido y hasta parece co-mido por la gente: «Tomad, comed». Esa es la palabra que musita constantemente el sacer-dote de Jesús cuando va atendiendo a su pue-blo fiel: «Tomad y comed, tomad y bebed...». Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios... que siempre cansa.

Está el que podemos llamar «el cansancio de la gente, de las multitudes»: para el Señor, como para nosotros, era agotador —lo dice el evan-gelio—, pero es cansancio del bueno, cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que lo se-guía, las familias que le traían sus niños para que los bendijera, los que habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se entu-siasmaban con el Rabí..., no le dejaban tiempo ni para comer. Pero el Señor no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario, parecía que se renovaba (cf. Evangelii gaudium, 11). Este can-sancio en medio de nuestra actividad suele ser una gracia que está al alcance de la mano de todos nosotros, sacerdotes (cf. ibíd., 279). ¡Qué bueno es esto: la gente ama, quiere y necesita a sus pastores! El pueblo fiel no nos deja sin tarea directa, salvo que uno se escon-da en una oficina o ande por la ciudad en un auto con vidrios polarizados. Y este cansancio es bueno, es sano. Es el cansancio del sacerdote con olor a oveja..., pero con sonrisa de papá que contempla a sus hijos o a sus nietos pequeños.

Homilía en la Misa Crismal (Basílica Vaticana), 28 de

marzo de 2013

Esa es la palabra que musita constantemente el sacerdote

de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel: «Tomad y

comed, tomad y bebed...». Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios...

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El que es llamado sea consciente de que existe en este mundo una alegría genuina

y plena: la de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que, compadecido entrañable-mente de todos los pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso asociar a mu-chos a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su pueblo.

En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz de responder con prontitud a su llamado.

En este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a des-gastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la prime-ra misa, el primer bautismo, la primera confe-sión… Es la alegría de poder compartir –maravi-llados–, por vez primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus pedidos, ponién-dote la cabeza para que los bendigas, tomándote las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Cuida Señor en tus jóvenes sa-cerdotes la alegría de salir, de hacerlo todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por ti.

Homilía en la Misa Crismal (Basílica Vaticana), 17 de abril de 2014

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Sacados del pueblo para servir al pueblo

Page 8: El sentido del ministerio - conferenciaepiscopal.ec · che. ¡Qué hermosa imagen! «Así vosotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta,

recuerda: ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? (1 Jn 4, 20b). Ellos creían que escuchaban al Maes-tro, pero también traducían, y las palabras del Maestro pasaban por el alambique de su corazón blindado. Dividir esta unidad –entre escuchar a Dios y escuchar al hermano– es una de las grandes tentaciones que nos acompañan a lo largo de todo el camino de los que seguimos a Jesús. Y tenemos que ser conscientes de esto. De la misma forma que escuchamos a nuestro Padre es como escucha-mos al Pueblo fiel de Dios. Si no lo hacemos con los mismos oídos, con la misma capaci-dad de escuchar, con el mismo corazón, algo se quebró.

Pasar sin escuchar el do-lor de nuestra gente, sin enraizarnos en sus vidas, en su tierra, es como escuchar la Palabra de Dios sin dejar que eche raíces en nuestro interior y sea fecunda. Una plan-ta, una historia sin raíces es una vida seca.

2. Segunda palabra: “Calláte”. Es la segunda ac-titud frente al grito de Bartimeo. “Calláte, no molestes, no disturbes, que estamos haciendo oración comunitaria, que estamos en una espi-ritualidad de profunda elevación. No molestes, no disturbes”. A diferencia de la actitud anterior, ésta escucha ésta reconoce, toma contacto con el grito del otro. Sabe que está y reacciona de una forma muy simple, reprendiendo. Son los obispos, los curas, los monjes, los Papas del dedo así [el dedo en señal amenazadora]. En Argenti-na decimos de las maestras del dedo así: “Ésta es como la maestra del tiempo de Yrigoyen, que estudiaban la disciplina muy dura”. Y pobre Pueblo fiel de Dios, cuántas veces es retado, por el mal humor o por la situación personal de un seguidor o de una seguidora de Jesús. Es la actitud de quienes, frente al Pueblo de Dios, lo están continuamente reprendiendo, rezongando, mandándolo callar. Dale una ca-ricia, por favor, escuchálo, decíle que Jesús lo quiere. “No, eso no se puede hacer”. “Señora, saque al chico de la iglesia que está llorando y yo

estoy predicando”. Como si el llanto de un chico no fuera una sublime predicación.

Los que siempre le ponen barreras al Pueblo de Dios, lo separan. Escuchan pero no oyen, le echan un sermón, ven pero no miran. La necesi-dad de diferenciarse les ha bloqueado el corazón. La necesidad, consciente o inconsciente, de de-cirse: “Yo no soy como él, no soy como ellos”, los ha apartado no sólo del grito de su gente, ni de

su llanto, sino especial-mente de los motivos de la alegría. Reír con los que ríen, llorar con los que lloran, he ahí, parte del misterio del corazón sacerdotal y del corazón consagra-do. A veces hay castas que nosotros con esta actitud vamos hacien-do y nos separamos. En Ecuador, me permití decirle a los curas que, por favor –también es-taban las monjas–, que, por favor, pidieran to-dos los días la gracia de la memoria de no olvi-

darse de dónde te sacaron. Te sacaron de detrás del rebaño. No te olvides nunca, no te la creas, no niegues tus raíces, no niegues esa cultura que aprendiste de tu gente porque ahora tenés una cultura más sofisticada, más importante. Hay sacerdotes que les da vergüenza hablar su lengua originaria y entonces se olvidan de su quechua, de su aymara, de su guaraní: “Porque no, no, ahora hablo en fino”. La gracia de no perder la memoria del Pueblo fiel. Y es una gracia. El libro del Deuteronomio, cuántas veces Dios le dice a su Pueblo: “No te olvides, no te olvides, no te olvides”. Y Pablo, a su discípulo predilecto, que él mismo consagró obispo, Timoteo, le dice: “Y acordáte de tu madre y de tu abuela”.

3. La tercera palabra: “Ánimo, levantáte”. Y este es el tercer eco. Un eco que no nace directamen-te del grito de Bartimeo, sino de la reacción de la gente que mira cómo Jesús actuó ante el clamor del ciego mendicante. Es decir, aquellos que no le daban lugar al reclamo de él, no le daban paso, o alguno que lo hacía callar… Claro, cuando ve que Jesús reacciona así, cambia: “Levantáte, te llama”.

Dividir esta unidad –entre escuchar a Dios y escuchar al

hermano– es una de las grandes tentaciones que nos acompañan

a lo largo de todo el camino de los que seguimos a Jesús. Y

tenemos que ser conscientes de esto. De la misma forma que

escuchamos a nuestro Padre es como escuchamos al Pueblo fiel de Dios. Si no lo hacemos con los mismos oídos, con la misma capacidad de escuchar, con el

mismo corazón, algo se quebró.

PRESBÍTEROS • No. 10

11

PRESBÍTEROS • No. 10

10

Compadecerse y detenerse con los que sufren

Son tres las respuestas frente a los gritos del ciego, y hoy también estas tres respuestas tie-

nen actualidad. Podríamos decirlo con las pa-labras del propio Evangelio: “pasar”, “calláte”, “ánimo, levantáte”.

1. “Pasar”. Pasar de largo, y algunos porque ya no escuchan. Estaban con Jesús, miraban a Je-sús, querían oír a Jesús. No escuchaban. Pasar es el eco de la indiferencia, de pasar al lado de los problemas y que éstos no nos toquen. No es mi problema. No los escuchamos, no los reco-nocemos. Sordera. Es la tentación de naturalizar el dolor, de acostumbrarse a la injusticia. Y sí, hay gente así: Yo estoy acá con Dios, con mi vida consagrada, elegido por Jesús para el mi-nisterio y, sí, es natural que haya enfermos, que haya pobres, que haya gente que sufre, entonces ya es tan natural que no me llama la atención un grito, un pedido de auxilio. Acos-tumbrarse. Y nos decimos: Es normal, siempre fue así, mientras a mí no me toque, –pero eso entre paréntesis–. Es el eco que nace en un co-razón blindado, en un corazón cerrado, que ha perdido la capacidad de asombro y, por lo tanto,

la posibilidad de cambio. ¿Cuántos seguidores de Jesús corremos este peligro de perder nuestra capacidad de asombro, incluso con el Señor? Ese estupor del primer encuentro como que se va degradando, y eso le puede pasar a cualquiera, le pasó al primer Papa: “¿Adónde vamos a ir Señor si tú tienes palabras de vida eterna?”. Y después lo traicionan, lo niega, el estupor se le degradó. Es todo un proceso de acostumbramiento. Co-razón blindado. Se trata de un corazón que se ha acostumbrado a pasar sin dejarse tocar, una exis-tencia que, pasando de aquí para allá, no logra enraizarse en la vida de su pueblo simplemente porque está en esa elite que sigue al Señor.

Podríamos llamarlo, la espiritualidad del zapping. Pasa y pasa, pasa y pasa, pero nada queda. Son quienes van atrás de la última no-vedad, del último bestseller pero no logran tener contacto, no logran relacionarse, no lo-gran involucrarse incluso con el Señor al que están siguiendo, porque la sordera avanza.

Ustedes me podrán decir: «Pero esa gente estaba siguiendo al Maestro estaba atenta a las palabras del Maestro. Lo estaba escuchando a él». Creo que eso es de lo más desafiante de la espiritua-lidad cristiana, como el evangelista Juan nos lo

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Page 9: El sentido del ministerio - conferenciaepiscopal.ec · che. ¡Qué hermosa imagen! «Así vosotros —dice este santo— debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta,

recuerda: ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? (1 Jn 4, 20b). Ellos creían que escuchaban al Maes-tro, pero también traducían, y las palabras del Maestro pasaban por el alambique de su corazón blindado. Dividir esta unidad –entre escuchar a Dios y escuchar al hermano– es una de las grandes tentaciones que nos acompañan a lo largo de todo el camino de los que seguimos a Jesús. Y tenemos que ser conscientes de esto. De la misma forma que escuchamos a nuestro Padre es como escucha-mos al Pueblo fiel de Dios. Si no lo hacemos con los mismos oídos, con la misma capaci-dad de escuchar, con el mismo corazón, algo se quebró.

Pasar sin escuchar el do-lor de nuestra gente, sin enraizarnos en sus vidas, en su tierra, es como escuchar la Palabra de Dios sin dejar que eche raíces en nuestro interior y sea fecunda. Una plan-ta, una historia sin raíces es una vida seca.

2. Segunda palabra: “Calláte”. Es la segunda ac-titud frente al grito de Bartimeo. “Calláte, no molestes, no disturbes, que estamos haciendo oración comunitaria, que estamos en una espi-ritualidad de profunda elevación. No molestes, no disturbes”. A diferencia de la actitud anterior, ésta escucha ésta reconoce, toma contacto con el grito del otro. Sabe que está y reacciona de una forma muy simple, reprendiendo. Son los obispos, los curas, los monjes, los Papas del dedo así [el dedo en señal amenazadora]. En Argenti-na decimos de las maestras del dedo así: “Ésta es como la maestra del tiempo de Yrigoyen, que estudiaban la disciplina muy dura”. Y pobre Pueblo fiel de Dios, cuántas veces es retado, por el mal humor o por la situación personal de un seguidor o de una seguidora de Jesús. Es la actitud de quienes, frente al Pueblo de Dios, lo están continuamente reprendiendo, rezongando, mandándolo callar. Dale una ca-ricia, por favor, escuchálo, decíle que Jesús lo quiere. “No, eso no se puede hacer”. “Señora, saque al chico de la iglesia que está llorando y yo

estoy predicando”. Como si el llanto de un chico no fuera una sublime predicación.

Los que siempre le ponen barreras al Pueblo de Dios, lo separan. Escuchan pero no oyen, le echan un sermón, ven pero no miran. La necesi-dad de diferenciarse les ha bloqueado el corazón. La necesidad, consciente o inconsciente, de de-cirse: “Yo no soy como él, no soy como ellos”, los ha apartado no sólo del grito de su gente, ni de

su llanto, sino especial-mente de los motivos de la alegría. Reír con los que ríen, llorar con los que lloran, he ahí, parte del misterio del corazón sacerdotal y del corazón consagra-do. A veces hay castas que nosotros con esta actitud vamos hacien-do y nos separamos. En Ecuador, me permití decirle a los curas que, por favor –también es-taban las monjas–, que, por favor, pidieran to-dos los días la gracia de la memoria de no olvi-

darse de dónde te sacaron. Te sacaron de detrás del rebaño. No te olvides nunca, no te la creas, no niegues tus raíces, no niegues esa cultura que aprendiste de tu gente porque ahora tenés una cultura más sofisticada, más importante. Hay sacerdotes que les da vergüenza hablar su lengua originaria y entonces se olvidan de su quechua, de su aymara, de su guaraní: “Porque no, no, ahora hablo en fino”. La gracia de no perder la memoria del Pueblo fiel. Y es una gracia. El libro del Deuteronomio, cuántas veces Dios le dice a su Pueblo: “No te olvides, no te olvides, no te olvides”. Y Pablo, a su discípulo predilecto, que él mismo consagró obispo, Timoteo, le dice: “Y acordáte de tu madre y de tu abuela”.

3. La tercera palabra: “Ánimo, levantáte”. Y este es el tercer eco. Un eco que no nace directamen-te del grito de Bartimeo, sino de la reacción de la gente que mira cómo Jesús actuó ante el clamor del ciego mendicante. Es decir, aquellos que no le daban lugar al reclamo de él, no le daban paso, o alguno que lo hacía callar… Claro, cuando ve que Jesús reacciona así, cambia: “Levantáte, te llama”.

Dividir esta unidad –entre escuchar a Dios y escuchar al

hermano– es una de las grandes tentaciones que nos acompañan

a lo largo de todo el camino de los que seguimos a Jesús. Y

tenemos que ser conscientes de esto. De la misma forma que

escuchamos a nuestro Padre es como escuchamos al Pueblo fiel de Dios. Si no lo hacemos con los mismos oídos, con la misma capacidad de escuchar, con el

mismo corazón, algo se quebró.

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PRESBÍTEROS • No. 10

10

Compadecerse y detenerse con los que sufren

Son tres las respuestas frente a los gritos del ciego, y hoy también estas tres respuestas tie-

nen actualidad. Podríamos decirlo con las pa-labras del propio Evangelio: “pasar”, “calláte”, “ánimo, levantáte”.

1. “Pasar”. Pasar de largo, y algunos porque ya no escuchan. Estaban con Jesús, miraban a Je-sús, querían oír a Jesús. No escuchaban. Pasar es el eco de la indiferencia, de pasar al lado de los problemas y que éstos no nos toquen. No es mi problema. No los escuchamos, no los reco-nocemos. Sordera. Es la tentación de naturalizar el dolor, de acostumbrarse a la injusticia. Y sí, hay gente así: Yo estoy acá con Dios, con mi vida consagrada, elegido por Jesús para el mi-nisterio y, sí, es natural que haya enfermos, que haya pobres, que haya gente que sufre, entonces ya es tan natural que no me llama la atención un grito, un pedido de auxilio. Acos-tumbrarse. Y nos decimos: Es normal, siempre fue así, mientras a mí no me toque, –pero eso entre paréntesis–. Es el eco que nace en un co-razón blindado, en un corazón cerrado, que ha perdido la capacidad de asombro y, por lo tanto,

la posibilidad de cambio. ¿Cuántos seguidores de Jesús corremos este peligro de perder nuestra capacidad de asombro, incluso con el Señor? Ese estupor del primer encuentro como que se va degradando, y eso le puede pasar a cualquiera, le pasó al primer Papa: “¿Adónde vamos a ir Señor si tú tienes palabras de vida eterna?”. Y después lo traicionan, lo niega, el estupor se le degradó. Es todo un proceso de acostumbramiento. Co-razón blindado. Se trata de un corazón que se ha acostumbrado a pasar sin dejarse tocar, una exis-tencia que, pasando de aquí para allá, no logra enraizarse en la vida de su pueblo simplemente porque está en esa elite que sigue al Señor.

Podríamos llamarlo, la espiritualidad del zapping. Pasa y pasa, pasa y pasa, pero nada queda. Son quienes van atrás de la última no-vedad, del último bestseller pero no logran tener contacto, no logran relacionarse, no lo-gran involucrarse incluso con el Señor al que están siguiendo, porque la sordera avanza.

Ustedes me podrán decir: «Pero esa gente estaba siguiendo al Maestro estaba atenta a las palabras del Maestro. Lo estaba escuchando a él». Creo que eso es de lo más desafiante de la espiritua-lidad cristiana, como el evangelista Juan nos lo

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Enseñar, Santificar, Guiar

La misión pastoral

Es un grito que se transforma en Palabra, en in-vitación, en cambio, en propuestas de novedad frente a nuestras formas de reaccionar ante el santo Pueblo fiel de Dios.

A diferencia de los otros, que pasaban, el Evan-gelio dice que Jesús se detuvo y preguntó: ¿Qué pasa? ¿Quién toca la batería?”. Se detiene frente al clamor de una persona. Sale del anonimato de la muchedumbre para identificarlo y de esa forma se compromete con él. Se enraíza en su vida. Y lejos de mandarlo callar, le pregunta: Decíme, “qué puedo hacer por vos”. No necesi-ta diferenciarse, no necesita separarse, no le echa un sermón, no lo clasifica y le pregunta si está autorizado o no para hablar. Tan solo le pregun-ta, lo identifica queriendo ser parte de la vida de ese hombre, queriendo asumir su misma suerte. Así le restituye paulatinamente la dignidad que tenía perdida, al borde del camino y ciego. Lo incluye. Y lejos de verlo desde fuera, se anima a identificarse con los problemas y así manifes-tar la fuerza transformadora de la misericordia. No existe una compasión, una compasión, no una lástima, –no existe una compasión que

Reír con los que ríen, llorar con los que lloran, he ahí, parte

del misterio del corazón sacerdotal

y del corazón consagrado.

no se detenga. Si no te detenés, no padecés con, no tenés la divina compasión. No existe una compasión que no escuche. No existe una compasión que no se solidarice con el otro. La compasión no es zapping, no es silenciar el dolor, por el contrario, es la lógica propia del amor, el padecer con. Es la lógica que no se centra en el miedo sino en la libertad que nace de amar y pone el bien del otro por sobre todas las cosas. Es la lógica que nace de no tener mie-do de acercarse al dolor de nuestra gente. Aun-que muchas veces no sea más que para estar a su lado y hacer de ese momento una oportunidad de oración.

Homilía en la Misa con obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas (Santa Cruz de la

Sierra, Bolivia), 9 de julio de 2015

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Reír con los que ríen, llorar con los que lloran, he ahí, parte del

misterio del corazón sacerdotal y del corazón consagrado