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CAPITULO I El sentido de la ontología 1. Non nova, sed nove La hermenéutica surge de una presunción del sentido, y esta presunción entraña, de modos y en grados diversos, una sospecha: la de aquel que, interviniendo en el mundo de los signos, reconoce en la apariencia una vía de acceso —un camino místico— a la esencia, vislumbra en lo presente una huella fugaz de lo ausente, percibe en lo visible la clave de mediación con lo invisible... El topos «de la sensación a la intelección» describe sintéticamente ese proceso de inquisiciones sobre la realidad que termina cristalizando en una actitud transitiva: la hermenéutica. La historia del pensamiento occidental sobre el signo se revela como un acontecer de sospechas, primero referidas al ser que, enmascarado tras la materia simbólica, late en el lenguaje; centradas, después, en el recelo crítico del racionalismo ante la carencia de sentido de una especulación en la que el signo se realiza siempre a expensas del Ente. En los orígenes de la hermenéutica confluyeron dos formas de pensa- miento que la filosofía antigua logró complementar paradójicamente. De una parte, la metafísica subyacía como fundamentación preteórica a las incipientes teorías de los signos y del lenguaje; de otra parte, una vez descubierta y tecnificada la autorreflexividad del lenguaje, los primitivos estudios lógicos enfrentaban a los enunciados lingüísticos con sus reglas de organización categorial y con sus posibilidades denotativas. Sin embargo, por encima de la concepción ontológica del signo como realidad natural (fysei) o convencional (tbesei), el lenguaje era caracterizado como un médium trascendido por el ser que a través de él se manifiesta. El universo propio de la metafísica, situado «más allá» del ámbito sensorial, instaura una topología fundadora en la que el lugar «exterior» a nuestro mundo determina el dominio de la vida sensible en su condición de inmutable y necesaria extra-realidad. La función del lenguaje consiste en introducir (intro-ducere) la genuina «exterioridad del Ser» en los estrechos límites del 15

El sentido de la ontología - BIVIR () · 2005. 3. 18. · sobre el sentido como sentido del ser. a metafísica se ha constituido en la Tópica de la filosofía durante siglos, en

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  • CAPITULO I

    El sentido de la ontología

    1. Non nova, sed nove

    La hermenéutica surge de una presunción del sentido, y esta presunción entraña, de modos y en grados diversos, una sospecha: la de aquel que, interviniendo en el mundo de los signos, reconoce en la apariencia una vía de acceso —un camino místico— a la esencia, vislumbra en lo presente una huella fugaz de lo ausente, percibe en lo visible la clave de mediación con lo invisible... El topos «de la sensación a la intelección» describe sintéticamente ese proceso de inquisiciones sobre la realidad que termina cristalizando en una actitud transitiva: la hermenéutica. La historia del pensamiento occidental sobre el signo se revela como un acontecer de sospechas, primero referidas al ser que, enmascarado tras la materia simbólica, late en el lenguaje; centradas, después, en el recelo crítico del racionalismo ante la carencia de sentido de una especulación en la que el signo se realiza siempre a expensas del Ente.

    En los orígenes de la hermenéutica confluyeron dos formas de pensa-miento que la filosofía antigua logró complementar paradójicamente. De una parte, la metafísica subyacía como fundamentación preteórica a las incipientes teorías de los signos y del lenguaje; de otra parte, una vez descubierta y tecnificada la autorreflexividad del lenguaje, los primitivos estudios lógicos enfrentaban a los enunciados lingüísticos con sus reglas de organización categorial y con sus posibilidades denotativas. Sin embargo, por encima de la concepción ontológica del signo como realidad natural (fysei) o convencional (tbesei), el lenguaje era caracterizado como un médium trascendido por el ser que a través de él se manifiesta. El universo propio de la metafísica, situado «más allá» del ámbito sensorial, instaura una topología fundadora en la que el lugar «exterior» a nuestro mundo determina el dominio de la vida sensible en su condición de inmutable y necesaria extra-realidad. La función del lenguaje consiste en introducir (intro-ducere) la genuina «exterioridad del Ser» en los estrechos límites del

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  • universo racional del hombre. El dios Hermes, cuyo nombre se creía étimo probable del término «hermenéutica» (Platón, Cratilo, 407e), era el mensajero de las palabras divinas —su introductor—, y quien otorgaba al alma la capacidad de expresión.

    La originaria densidad mítica de la tekhne hermenéutike toma forma precisamente en la palabra con que se designa el arte de descifrar los signos. El verbo herméneuein (del que se derivan herméneia, herméneus, herméneutes, herméneutikos) significaba el acto de expresar, casi de «revelar», un pensamiento antes imperceptible, de donde procede el significado de la berméneia como explicación o interpretación de un contenido mental dado. La idea de la hermenéutica como exteriorización del pensamiento destaca entre los sentidos iniciales de la palabra, aludiendo a un conjunto de técnicas que la traducción latina del término en la expresión interpretado no pudo sugerir con la misma intensidad. Los visionarios, los portavoces de oráculos e incluso los poetas son llamados herméneutai en cuanto intérpretes de los dioses o desveladores de una voluntad divina configurada en mensajes. Según se siga una u otra trayectoria en el ducere, la tarea hermenéutica tratará de «adentrar» desde el exterior del mundo o de «extraer» desde el interior del pensamiento el ser ideal que se inviste de materialidad a través del lenguaje. De un modo sutil pensamiento y lenguaje se funden en el Lagos, siendo así que a la hermenéutica le concierne mostrar cómo y en qué momento la didnoia (el pensamiento ideal que es, en tanto diálogo del alma consigo misma, tácito) se transforma en logos generado por el pensar y revestido por los sonidos vocales del lenguaje. Naturalmente, Platón no asignó este cometido a la hermenéutica, pero aquí, interpretando su metafísica desde la antigua teoría de los signos, parece plausible proponer una lectura que atribuye a la filosofía platónica la postulación de una ontología íntimamente, si no indiscerniblemente, asociada a una semiótica. Es decir, la preocupación por el ser del ente no habría^ podido existir sin una co-original meditación sobre el sentido como sentido del ser.

    a metafísica se ha constituido en la Tópica de la filosofía durante siglos, en su permanencia reside su autenticidad como modo de pensamiento que impregna, aun cuando sea negativamente, toda forma de reflexión posterior. El horror mítico al mito del criticismo ilustrado o la actividad desmitificadora de la llamada por P. Ricoeur «escuela de la sospecha» (Nietzsche-Marx-Freud) no son sino intentos, disímiles en intenciones y fines, de convertir la metafísica en metahermenéutica, desplazando (Le., «descentrando») la sospecha desde el sentido hacia el sentido de la reflexión sobre el sentido. En esta mise en abyme del pensamiento el mito se torna literalmente mythos o fábula, se eleva a argumento de la crítica filosófica, que aspira a disolver los dualismos y las jerarquizaciones de la

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  • paleo-ontología, al tiempo que enmaraña, no sólo la teoría con la praxis crítica, sino también las relaciones Ser-Pensamiento-Lenguaje. Es fácil advertir la pervivencia de nociones divergentes como mito y logos a lo largo de la historia; acaso ésta sea para el pensamiento la historia de dicha pervivencia: San* Agustín y los modistae, Tomás de Aquino y Ockham, Descartes y Leibniz serían buena muestra de una transmisión de ideas sustancialmente ininterrumpida que alimentó sistemas filosóficos en con-frontación por sus pretendidas posturas irreconciliables. Y es justamente en la contradicción de la tradición, en la peculiar dialéctica que redistribuye y articula nuevas visiones de viejos problemas, donde radica la inesperada perduración fragmentaria de la metafísica. La hermenéutica se ofrece entonces como modelo ejemplar de la «desmembración» histórica de la filosofía a través de lecturas deliberadamente parciales que desean discriminar lo mítico de lo lógico.

    En el tratado Peñ Herméneias Aristóteles presupone qué pueda entenderse por «hermenéutica» sugiriendo su definición como análisis del lenguaje que estudia una sintaxis y una semántica lógicas con que se eluda el malentendido o la deformación del sentido de las proposiciones (lógos apophanákos) que expresan el pensamiento. Aristóteles presenta el verbo herméneuein como sinónimo de «significar a través del enunciado» (téi lexei ¿eimanein) y dedica su obra a la especificación de categorías lógicas a partir de la constitución elemental del lenguaje. Es evidente que en la evolución de la filosofía la «hermenéutica» aristotélica encuentra correspondencia y continuación en el neopositivismo y en la filosofía analítica del Círculo de Viena, cuyas actitudes antimetafísicas son hoy un lugar común en el desarrollo del pensamiento crítico. Lo que en Aristóteles viene a ser residual, casi una mera adherencia del entorno metafísico al que por supuesto no podía sustraerse, resultará preeminente para una perspectiva en que la mitología del sentido encierra una poderosa capacidad de concepción ontológica.

    «Pues bien, los sonidos vocales son símbolos de las afecciones del alma, y las letras lo son de los sonidos vocales. Y así como la escritura no es la misma para todos, tampoco los sonidos vocales son los mismos. Pero aquello de lo que éstos son primariamente signos, las afecciones del alma, son las mismas para todos, y aquello de lo que éstas son imágenes, las cosas reales, son también las mismas» (Peñ Hermánelas, 16a3-8).

    Si nos detenemos en este párrafo, emblema de un estilo filosófico del que Aristóteles no es el máximo representante, los signos aparecerán como objetos que en su contingencia evocan un espacio ideal e inmutable, y el lenguaje hará las veces de un instrumento descubridor de la Realidad,

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  • o de una apertura que trasciende los fenómenos en cuanto tales. En la filosofía de la existencia de Martin Heidegger el Dasein, «ser-ahí» o ser del hombre, se define como ^oiov Xóyov íxovi e^ ser viviente cuyo ser está definido en lo esencial por la facultad de hablar. Este sentido lingüístico del ser justifica el tratamiento hermenéutico de la ontología y exige un análisis riguroso del lenguaje como atributo básico del Dasein. Ahora bien, en su manera de abordar el lenguaje Heidegger continúa la línea de trascendencia ontológica heredada de la metafísica griega y realiza un pormenorizado estudio etimológico, característico de su filosofía, de lexemas como «fenómeno» o «logos»: «Xóyo

  • pero si finge fingir mata de verdad, y tras el comediante se escondía su asesino» (Descombes, 1988: 183). Esta es la paradoja del simulacro, su contenido trágico estriba en que, cometido el asesinato, la máscara del fingidor podría ocultar al hijo del tirano, a un parricida desposeído de su origen y razón de ser que no puede hacer más que sospechar ahora de sí mismo o cejar en su empeño y reducirse al silencio del héroe sacrificado. Incluso en esta virtual fatalidad de la empresa deconstructiva se trasluce el carácter mitológico de la hermenéutica como inextricable red de orienta-ciones hacia el sentido, cuya superficie desintegrada manifiesta un deseo plural de unificación, una nostalgia de unidad que se explicita, por refracción, en las negaciones relativistas rayanas en una metafísica invertida (casi un monde a Venvers carnavalesco).

    Por una irónica evolución de la filosofía moderna, la hermenéutica se ha convertido en un mosaico de teorizaciones que impiden formular su definición precisa, al menos históricamente perfilada, sin afrontar a un tiempo las críticas que se han interpuesto en el camino de su formación multívoca. Un status quaestionis de la hermenéutica requeriría un estado de la cuestión sobre los estados de la cuestión, tal es la espesura crítica que ha alcanzado el problema de la interpretación. Nuestras ambiciones son mucho más modestas, pues se dirigen a exponer, siquiera en sus líneas generales, cómo la moderna mitología del sentido lleva aparejada una mitocrítica de su discurso que cuestiona desde distintos frentes las afirmaciones de la teoría acerca de los conceptos fundamentales del lenguaje y la comprensión. Por lo demás, la hermenéutica, considerada filosóficamente, rebasa todo método posible, porque de ella depende el hecho de que podamos proceder metódicamente. Dicho de otra manera: ningún método puede desbordar por sí mismo los límites de la comprensión ni reducirla a un molde de pautas analíticas, sino que todo método «se entiende» en la espiral de sentido que atraviesa espacio-temporalmente nuestra experiencia del mundo. La comprensión consiste en la percepción- j y construcción del sentido de un texto. La realidad no tiene sentido fuera 1 de la indeclinable actitud hermenéutica del sujeto. Es decir, el ser comprensible del mundo adviene por medio de un estatuto perceptivo-constructivo sui generis en función del cual la realidad (las cosas, los acontecimientos naturales, las acciones intencionales...) adquiere la forma de «texto». Sólo el texto puede tener un sentido; por tanto, sólo el texto es objeto de la comprensión. Los problemas hermenéuticos de los que nos ocuparemos a continuación integran el núcleo de lo que hemos llamado la actual mitología del sentido, cuyo planteamiento fundacional fue expuesto por E. Cassirer en su Philosophie der Symbolischen Formen (1923):

    «La PREGUNTA filosófica por el origen del lenguaje es fundamen-talmente tan vieja como la pregunta por la esencia y el origen del ser.

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  • Pues justamente lo que caracteriza a la primera reflexión conscientí sobre la totalidad del mundo es el que lenguaje y ser, palabra y sentido no se hallen aún separados, sino que aparezcan como una unidac inseparable. Puesto que el lenguaje mismo es un presupuesto y un; condición de la reflexión, puesto que sólo en él y por él surge 1Í «perspicacia» filosófica, la primera toma de conciencia del espíritu 1< encuentra ya como una realidad dada equiparable a la realidad física y de mismo rango» (Cassirer, 1964-1: 63).

    2. De la fenomenología a la hermenéutica

    El pensamiento filosófico de principios del siglo xx se encontró ante el grave problema de la especificidad de sus contenidos reflexivos y de la legitimación de sus discursos en el conjunto de la actividad intelectual. Desde el momento en que las investigaciones científicas coincidieron con las parcelas del estudio filosófico, los objetos de conocimiento comunes fueron exhaustivamente analizados por los sistemas metódicos de las ciencias, de modo que la filosofía quedaba reducida a una especulación general desprovista de cometidos propios y, por esto mismo, relegada al espacio cultural de las elucubraciones precientíficas. Esta impresión de inutilidad de la filosofía produjo la revisión profunda de los principios en que se sustentaba el pensamiento moderno. En este contexto de crisis filosófica aparece la fenomenología de E. Husserl, en parte como respuesta a la paulatina desfundamentación que padecía el pensamiento puro en la época de consolidación de las metodologías científicas. En los «Prolegóme-nos» a su gran obra Investigaciones Lógicas (1900), Husserl planea desarrollar un nuevo modelo de la lógica pura y de la epistemología que reaccione eficazmente contra el psicologismo de la explicación científica de los procesos intelectivos. La psicología de las ciencias empíricas no puede dar razón del pensar, puesto que esta actividad está regida por principios formales y reglas lógicas que son anteriores a los procedimientos propia-mente científicos. En consecuencia, la filosofía no sería científica ni acientífica, sino que se ocuparía de las bases puras de todo pensamiento, constituyendo en sí misma un «método» o un «modo de ver» que supera por su generalidad el ámbito de cualquier conocimiento científico particular.

    Aunque el llamado «método fenomenológico» no encuentra en la obra de Husserl una exposición concreta, explícita y ordenada, el ambicioso plan de una renovada justificación global de la filosofía aparece en sus Ideas para una Fenomenología Pura y una Filosofía Fenomenológica (vol. I de 1913), donde el modelo de una «ciencia de las fenómenos» se presenta ya íntegramente ideado. En primer lugar, la fenomenología propugna una

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  • depuración del psicologismo que ha de pasar, antes que nada, por una observación de las experiencias conscientes. La perspectiva del método fenomenológico desdeña las interpretaciones de las experiencias conscientes de la vida cotidiana en el mundo y se impone el fin de mostrar que las leyes lógicas no tienen una naturaleza empírica o trascendente ni proceden de un dominio inteligible de carácter metafísico, sino que son leyes puramente lógicas. La concentración sobre el contenido puro de la conciencia demuestra que ésta se refiere siempre a algo más allá de sí misma, y que su estructura fundamental se conforma en la intencionalidad. Este concepto, tomado de la filosofía de Brentano, significa la dirección de la conciencia hacia algo exterior a sí misma y permite explicar, según mantiene el prisma fenomenológico, que actos como el juicio, la inferencia o la abstracción no tienen una dimensión empírica, pues son procesos intencionales correlacionados con puros «términos» de la conciencia como conciencia intencional. Por ello el análisis de la conciencia debe sobrepasar la absoluta interioridad de un saber reflexivo del yo, de manera que la conciencia sea capaz de llenarse de sentido en el estado que Husserl denomina de «trascendencia en la inmanencia». Lejos de conocer los objetos del mundo como tales objetos, la conciencia aprehende puras significaciones en la medida en que son dadas y tal como son dadas. El método fenomenológico consiste, pues, en la captación intelectiva de los objetos conforme a una intuición que se refiere a lo dado (= lo que se muestra a sí mismo en la intuición). La máxima del sistema husserliano es «dramática» e imperativa: «¡Hacia las cosas mismas!» (zurück zu den sachen selbst!)y donde la noción de cosas equivale a lo dado como aquello que se hace presente a la conciencia. De ahí que la organización metódica de la fenomenología exija la actitud filosófica radical que se concreta en la epojé o «suspensión» del mundo natural1, por medio de la cual la visión inmediata de la realidad del mundo y la creencia en las proposiciones que de ella se derivan son puestas «entre paréntesis». Tomando los conceptos de la filosofía platónica, Husserl define la labor filosófica como el camino desde la doxa u opinión al eidos o esencia del problema (Bubner, 1984: 29), haciendo suya una dicotomía arraigada en el fondo del pensamiento metafísico.

    La epojé fenomenológica no es un brote de escepticismo que niegue o ponga en tela de juicio la realidad del mundo natural, sino que sirve de apoyatura a una base metódica a través de la que se revisan los contenidos de la conciencia absteniéndose de efectuar evaluaciones sobre la existencia espacio-temporal del mundo. Desde la perspectiva fenomenológica, no importa si los contenidos de la conciencia son reales o irreales, ya que solamente serán analizados en cuanto contenidos puramente dados. Husserl llegó a caracterizar su método como un positivismo absoluto, en el sentido

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  • de que la fenomenología no presupone ningún tipo de saber o valoración, sino que sólo opera con la intuición esencial (Wesensschau). La reducción eidética —tratada sobre todo en las Investigaciones Lógicas—, que implica la reducción trascendental, pone entre paréntesis la existencia misma de la conciencia, de tal manera que la conciencia se repliega sobre sí misma en una tendencia hacia su pureza intencional. Es de este modo como la actuación intencional se escinde en la aprehensión de lo noemdtico (intuición de las esencias) y de lo noético (introyección de la conciencia hacia sí misma: conciencia pura o trascendental). En la reducción fenome-nológica es necesario tener en cuenta el postulado de Husserl según el cual la investigación debe dirigir el pensamiento exclusivamente al objeto (Gegestand) discriminando todo componente subjetivo. Este principio supondría una postura puramente objetiva ante los fenómenos, una exclusión de todo tipo de conocimiento teórico previo e incluso de los juicios del sentido común que se formula partiendo de una tajante parcelación entre sujeto y objeto. Sobre el objeto se aplica una doble reducción: 1) es preciso desatender la existencia del objeto y concentrarse únicamente en la quididad, es decir, en la esencia; 2) hay que distinguir la quididad de lo accesorio y proceder tan sólo al análisis esencial de lo dado. El ideal fenomenológico de objetividad sería un requisito imprescindible en el método de una ciencia general del conocimiento humano, su necesa-riedad viene impuesta porque: a) la facultad cognoscitiva del hombre es proclive a percibir en el objeto más de lo que se da en él, introduciendo representaciones emocionales, saberes adquiridos, prejuicios, conjeturas, etc.; b) no existen objetos simples, sino fenómenos infinitamente complejos cuya pluralidad de componentes no puede ser observada en simultaneidad por el hombre (Bochenski, 1957: 42-43).

    La fenomenología de Husserl se presenta como una concepción diametralmente opuesta tanto al positivismo y al naturalismo como al psicologismo historicista de filósofos como Dilthey. La ruptura que propone el método fenomenológico con respecto a las corrientes científicas del siglo xix estriba en la negación de un rasgo común a esas diversas teorías del conocimiento: la tendencia a la reducción óntica. Las metodologías científicas decimonónicas propenden a reducir los objetos culturales (lenguaje, literatura, arte, religión, derecho...) a realidad psicofísica explicable a través de un esquema analítico-causal. La contradicción de esta perspectiva se puso de manifiesto cuando se advirtió que todo lo que es comprensible de acuerdo con la imagen del mundo de la realidad psicofísica —imagen proporcionada por la ciencia natural— no constituye en sí un objeto fáctico, sino un contenido del mundo. K. O. Apel escribe al respecto: «Los acontecimientos calculados podrán siempre sucederse independiente-mente del conocimiento humano, pero lo que pueda interpretarse de ellos

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  • tiene que volver a establecerse en el horizonte del mundo abierto por el lenguaje, del mundo en que fue primeramente descubierto el fenómeno que, como tal, dio iniciativa a la explicación exacta (...). En pocas palabras: cuanto más se pretenda reducir el «mundo» como suma de todos los contenidos de sentido concebibles a lo real psicofísico, tanto más inesperadamente se revelará el hecho de que también la realidad psicofísica es un contenido de sentido y que, como tal, sólo pude hacerse presente en un mundo constituido conforme al sentido» (Apel, 1985-1: 82).

    En cierto modo el antipsicologismo fenomenológico se relaciona con la superación de los factores psicológicos que comienza a extenderse cuando la lógica y la matemática habían de ser adscritas a procesos psíquicos reales. Husserl relacionó la validez del sentido lógico-matemático con el carácter de las significaciones entendidas de manera diferente que las vivencias o representaciones fácticas. Entra así en juego la teoría fenome-nológica del lenguaje, en la que se distingue una totalidad de significaciones (equiparable a la langue saussureana) de los actos psíquicos del habla (grosso modo la parole). Husserl cree que existe una diferencia esencial entre las representaciones generadas asociativamente en diversas mentes por la comunicación lingüística y la significación supratemporal de los signos. En el caso del Teorema de Pitágoras un sujeto puede representarse la figura del matemático, otro una frase leída sobre él en un libro, un tercero la idea inconcreta de las fórmulas matemáticas, etc. Sin embargo, la significación válida del Teorema de Pitágoras es, según Husserl, siempre la misma para todos los individuos que la piensen. Es evidente, pese a la vaguedad conceptual de las afirmaciones husserlianas, que el lenguaje evoluciona históricamente, proceso que el fenomenólogo no puede admitir si desea mantener la identidad del sentido como sustentación de la verdad del juicio intersubjetivamente válido en que se funda la posibilidad del conocimiento científico. Un notorio platonismo subyace a la distinción de Husserl entre «puras significaciones ideales» y «significaciones contingentes» actualizadas en las lenguas históricas, términos de una oposición que recuerda la lingua universalis manifestada múltiplemente en el tiempo de la Gramática de Port-Royal. Pero si esta teoría emplea todos los recursos a su alcance para salvar el relativismo lógico que limita la universalidad cognoscitiva de las ciencias, al mismo tiempo conduce a unas conclusiones poco innovadoras para la filosofía del lenguaje, puesto que en la concepción fenomenológica de Husserl la palabra es —al menos en una primera etapa— instrumento destinado a la designación de la esencia que perdura ucrónicamente en su condición de sentido del mundo. Por supuesto, en este desarrollo teórico resuenan, distanciadas por la historia, las voces de la vieja metafísica, curiosamente reutilizadas ahora para consolidar una idea estricta y universal de conocimiento. Aunque Husserl pretendió en

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  • los últimos momentos de su filosofía dar razón de la historicidad del sentido, lo cierto es que la estela esencialista de su fenomenología influiría intensamente en importantes teóricos de la cultura de nuestro siglo.

    Ejemplo de esta persistente repercusión de la obra de Husserl son los análisis fenomenológicos de la literatura de Román Ingarden (Das Litera-rische Kunstwerk, 1931) y de Günther Müller («Über die seinsweise von Dichtung», 1939), quienes rechazan la concepción de la obra literaria como vivencia del creador o del lector y proponen su desvinculación de la realidad histórica concreta. El texto literario es, en expresión de Ingarden, entitativ amenté autónomo, se muestra como una forma intencional de la conciencia configurada lingüísticamente. Por su parte, Müller sostiene que:

    «Ni las vivencias del autor ni la realidad se hallan dentro de la obra literaria. El ser de ésta = estructura oracional, estructura fónica y estructura de significación; tales son los conceptos fundamentales más simples del estudio científico de la literatura» (1939: 147). En Ingarden el objeto literario se ofrece como una entidad construida en estratos interre-lacionados en su determinación recíproca, y no a través de la yuxtaposición. El estrato «inferior», correspondiente a los sonidos lingüísticos, es susceptible de adquirir valores literarios y determina el estrato siguiente de las significaciones elementales y complejas de los signos. Las significaciones expresan «estados de cosas» en los que se muestran las «objetividades». Entre las significaciones y las objetividades se sitúa el estrato de los «aspectos» o «apariencias», que abarca el conjunto de modos posibles de expresión sensorial de los objetos representados. Como vemos la tesis básica de esta teoría establece una estructura de superposiciones en la que los niveles inferiores fundamentan óntica y estructuralmente los superiores, porque «antes que una visión de la estructura fenoménica de lo imaginario-literario, la teoría de Ingarden es el análisis de un orden, de una precedencia permanente, presente como necesidad en toda realización de la obra como objeto estético (en toda lectura o, en general, experiencia de ella)» (Martínez Bonati, 1983: 35-36). Bajo la lograda cohesión de la teoría litraria de Ingarden se esconde un ontologismo idealizante —heredado acaso de Husserl— que le impone una interpretación esencialista del lenguaje y, por ende, de la creación literaria. Para Ingarden el hecho de que los elementos ideales de sentido de los conceptos sirvan al autor en su actualización sólo de modelos para los elementos que componen los contenidos de sentidos expresados, constituye la esencia peculiar e incom-parable de la forma de existencia entitativamente autónoma de la obra literaria (Ingarden, 1965). Las consecuencias de esta ontología tienden al idealismo, por cuanto hacen depender la obra estética del sentido de conceptos sustanciales que, por encima de la singularidad efectiva de su

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  • conformación lingüística, pueden ser aprehendidos en su calidad de elementos epistémicamente a priori.

    3. Heidegger y la hermenéutica ontológica del "Dasein"

    La hipóstasis lógica de que adolecía el método fenomenológico provocó la aparición de reticencias cada vez más abundantes en torno a los planteamientos teóricos sobre los que se cimentaba el sistema filosófico de Husserl. Las objeciones a la fenomenología revistieron forma sistemática en las críticas de M. Heidegger a la medular inconcreción ele las nociones husserlianas, al conservadurismo implícito en el mantenimiento de la dualidad metafísica sujeto-objeto y a la artificialidad despersonalizada de la epojé. Por tanto, Heidegger se dispone a replantear minuciosamente los fundamentos del análisis fenomenológico mediante una nueva concepción de la ontología en que se introduce el concepto de existencia para marginar de la reflexión la pregunta sobre un ser ambiguamente ideal. El interés de la pregunta ontológica reivindicada por Heidegger se inclina al ente particular en su totalidad concreta y factual, al «ser-ahí» del hombre (das mensliche Dasein). El papel del Dasein es de excepcional relevancia en cuanto que se manifiesta como el único ente capaz de plantearse la pregunta por el Ser. Siendo así su naturaleza existencial, esto quiere decir que tiene una idea del objeto de su pregunta, un pre-juicio de lo que es el ser. La tarea filosófica consiste en exponer ese prejuicio sin olvidar que sólo en el horizonte del Dasein humano se transforma en problema la existencia de los demás seres. Ahora bien, por el mero hecho de que el Dasein se define como una forma especial de existencia, será necesario distinguir su ser específico del ser de las otras positividades que coexisten con él2. Evidentemente, podríamos ver en esta matizada consideración «taxonómica» de la ontología un resurgimiento de la pareja sujeto-objeto, si bien Heidegger afirma que la estructura de la existencia provee de unas bases comunes para la fundamentación del ser del Dasein y del ser del mundo. Pero en ningún caso puede el «ser-ahí» aceptar la reducción fenomenológica defendida por Husserl, por medio de la cual la conciencia se separa del mundo y transforma al ser en un sentido para sí misma y relativo a sí misma.

    El objetivo esencial que guía el pensamiento heideggeriano expuesto en Sein und Zeit (1927) se resume en la evolución de la fenomenología hacia una hermenéutica del Dasein. Resulta ilustrativo reproducir un fragmento de cierta extensión donde Heidegger delimita con su personal estilo conceptuoso la investigación fenomenológica:

    «Tomada por su contenido es la fenomenología la ciencia del ser de los entes —ontología. En la dilucidación hecha de los problemas de la

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  • ontología surgió la necesidad de una ontología fundamental que tenga por tema el ente óntica-ontológicamente señalado, el "ser-ahí", de tal suerte que acabe por sí misma ante el problema cardinal, la pregunta que interroga por el sentido del ser en general. De la investigación misma resultará esto: el sentido metódico de la descripción fenomenológica es una interpretación. El Xóyoc; de la fenomenología del "ser-ahí" tiene el carácter del íp[ir¡ve\)tiv) mediante el cual se le dan a conocer a la comprensión del ser inherente al "ser-ahí" mismo el sentido propio del ser y las estructuras fundamentales de su peculiar ser. Fenomenología del "ser-ahí" es hermenéutica en la significación primitiva de la palabra, en la que se designa el negocio de la interpretación. Mas en tanto que con el descubrimiento del sentido del ser y de las estructuras fundamentales del "ser-ahí" en general, queda puesto de manifiesto el horizonte de toda investigación ontológica también de los entes que no tienen la forma del "ser-ahí", resulta esta hermenéutica al par "hermenéutica" en el sentido de un desarrollo de las condiciones de posibilidad de toda investigación ontológica. Y en tanto, finalmente, que el "ser-ahí" tiene preeminencia ontológica sobre todo ente —en cuanto ente en la posibilidad de la existencia— cobra la hermenéutica como interpretación del "ser-ahí" un tercer sentido específico —el filosóficamente primario, de una analítica de la "existenciariedad" de la existencia». (Heidegger, 1971: 48).

    En la ontología de Heidegger la hermenéutica no constituye un paradigma de reglas interpretativas tradicionalmente aplicadas ni un método más para la comprensión del sentido, sino que es la actitud original y permanente de la estructura del Dasein que determina totalmente la transformación hermenéutica de la filosofía. La relación Ser/Lenguaje (es decir, la «lingüisticidad» del ser) y el carácter hermenéutico de la experiencia humana del mundo son para Heidegger el problema central de la filosofía. La razón de todo ello se encuentra en la condición óntica por la que el Dasein se convierte en objeto de la interpretación:

    «Puesto que el comprender y la interpretación constituyen la estructura existenciaria del ser del "ahí", tiene que concebirse el sentido como armazón existenciario-formal del "estado abierto" inherente al comprender. El sentido es un existenciario del "ser-ahí", no una peculiaridad que esté adherida a los entes, se halle "tras" ellos o flote como un reino inter-medio no se sabe dónde. Sentido sólo lo "tiene" el "ser-ahí", en tanto el "estado abierto" del "ser en el mundo" puede "llenarse" con los ente? que cabe descubrir en este estado. Sólo el "ser-ahí3' puede, por ende, tener sentido o carecer de él». (Heidegger, 1971: 170).

    La pregunta heideggeriana por el sentido del ser, renovación de la pregunta formulada por la metafísica occidental sobre el ser del ente (ov

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  • 7) Sv), empieza interrogándose por el «ahí» de todo ser, esto es, por el ser que existe en el modo de comprender el ser. La comprensión ya no es \ —sólo— un medio de conocimiento, sino —sobre todo— un modo de ser, I y el modo del ser que existe comprendiendo. Sin embargo, Heidegger no pretende sustituir la tradicional ontología por una innovadora ontosemdntica trascendental dirigida a la comprensión del ser; más bien intenta considerar desde su particular posición la pregunta por el ser yendo más allá del confinamiento de dicha pregunta en la conciencia trascendental kantiana o siguiendo otros caminos de los propuestos, en épocas recientes, por la filosofía del lenguaje (Apel, 1985-1: 283). La comprensión está sobredeter-minada por el «ser en el mundo» (in der Welt Sein) en que se actualiza el Dasein dentro de un contexto de significados. Y ese ser en el mundo supone el horizonte de un mundo que progresa siempre en la dimensión del tiempo que está abierto al futuro. La duración temporal corresponde a los caracteres originalmente esenciales de la existencia, de manera que el Dasein existente en el tiempo debe ser considerado como histórico: la historicidad del «ser-ahí» hace inconcebible la epojé fenomenológica, puesto f que el hombre está instalado ineluctablemente en el «ahí» que en su misma ^ constitución existencial y lingüística predispone a la comprensión y configura los prejuicios3.

    La fundamentación de la hermenéutica sobre la fenomenología es llevada a cabo por Heidegger a través del procedimiento que P. Ricoeur denomina de vía corta**. Este camino (odos) conduce a una ontología de la comprensión que, eludiendo las discusiones acerca del método, se proyecta hacia una filosofía ontológica del ser finito para recuperar en ella el comprender, pero no en tanto un modo de conocimiento, sino en cuanto estructura existencial o modo de ser. El problema hermenéutico se encuadra entonces dentro de la Analítica del Ser, Dasein, como ser-que-comprende. En Ser y Tiempo Heidegger precisa el hallazgo ontológico del círculo hermenéutico y explícita con él el fundamental nexo entre el ser y el lenguaje. Este concepto preside el proceso de la interpretación concebida como articulación interna de una precomprensión que constituye el Dasein. En palabras de G. Vattimo: «El hecho de que, para Heidegger, la interpretación no sea otra cosa que la articulación de lo comprendido, que ello presuponga, por tanto, siempre una comprensión o precomprensión de la cosa, significa simplemente que, antes de cualquier acto explícito de conocimiento como (ais) algo, el conociente y lo conocido se pertenecen recíprocamente: lo conocido está ya dentro del mundo que lo conocido co-determina» (Vattimo, 1986: 24). Esta teoría del círculo hermenéutico suscita el problema de la historicidad de la comprensión y evidencia la imposibilidad, ignorada u olvidada por la fenomenología, de salir fuera del círculo comprensivo en que se produce el enfrentamiento temporal del

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  • Dasein. Heidegger niega con su hermenéutica los principios husserlianos y rechaza cualquier intento de esquivar la determinación histórica del ser en el «ahí». A la totalidad del «ser en el mundo» le atañe el comprender en cuanto «estado de abierto» del «ahí». Por este motivo toda comprensión del mundo comporta la existencia y toda interpretación que entrañe comprensión tiene que haber comprendido ya aquello que intenta inter-pretar: «Pero ver en este círculo un circulus vitiosus y andar buscando caminos para evitarlo, e incluso simplemente "sentirlo" como una imperfección inevitable,, significa no comprender, de raíz, el comprender (...). Lo decisivo no es salir del círculo, sino entrar en él de modo justo. Este círculo del comprender no es un círculo en que se movería una cierta forma del conocimiento, sino que es la expresión de la existenciaria estructura del "previo" peculiar al £

  • porque el determinar «no es lo que descubre, sino que como modo de la indicación encierra inmediatamente al "ver" justo en los límites de lo que se muestra —el martillo— en cuanto tal, para hacer por medio del expreso arrancar los límites de la mirada que lo patente se torne expresamente patente en su determinación» (Heidegger, 1971: 173).

    3. Finalmente, el término «proposición» significa comunicación, que, en calidad de manifestación, se relaciona con los significados anteriores. La proposición puede definirse como un «co-permitir» ver lo indicado en el modo de determinar. El «co-permitir» se convierte en común al otro ente indicado en su determinación. «Lo enunciado, en cuanto comunicado, puede serle "común" a los otros con el que lo enuncia, sin que aquellos tengan al ente indicado y determinado en una cercanía tangible ni visible. Lo enunciado puede ser transmitido» (Heidegger, 1971: 174).

    En síntesis, la proposición es una indicación determinante comunicativa-mente, fórmula en la que Heidegger recoge los tres sentidos desglosados anteriormente. El primero evoca la visión mítico-metafísica del lenguaje como expresión (deloun) del Ser; el segundo hace suyas las categorías ló-gicas del análisis enunciativo clásico, y el tercero integra esas dos caracte-rizaciones en un proceso supraindividual de representaciones comunes. Heidegger intenta mostrar cómo la esencia de la proposición procede de los actos interpretativo-comprensivos en los que se desarrolla la «lógica» del lenguaje, parte de la analítica del Dasein. La naturaleza de la propo-sición trae consigo el problema de la verdad y de su dependencia de los enunciados lingüísticos que presumiblemente la revelan. Heidegger impugna la teoría tradicional de la verdad como «coincidenciaa», «acomodación» o «adecuación» del juicio cognoscitivo con el objeto, pues en modo alguno puede decirse que se dé una coincidencia (Ubereinstimmung) entre la proposición y el ente al que ella va referida. «Una proposición es verdadera significa: descubre al ente en sí mismo. Pro-pone, muestra, "permite ver" (oLnocpoLVGiQ) el ente en su "estado de descubierto". El ser verdadera (la verdad) de la proposición ha de entenderse como un "ser descubridora'3. La verdad no tiene, pues, en absoluto la estructura de una concordancia entre el conocer y el objeto, en el sentido de una adecuación de un ente (sujeto) a otro (objeto)» (Heidegger, 1971: 239). La teoría heideggeriana no especifica suficientemente la dimensión significativa (o, sin más, semio-lógica) de la verdad, concebible como relación simbólica que ejerce la fun-ción apofántica del lenguaje. Al negar insistentemente que la verdad sea una adaequatio intellectus et rei, Heidegger limita la propiedad relacionante de la concordancia argumentando que «el señalar es una relación, pero no una concordancia entre la señal y lo señalado» (1971: 236). Urgido por refutar la concepción clásica de la verdad, Heidegger no determina cuál es la relación entre la lingüisticidad del Dasein y la estructura enunciativa de

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  • la proposición verdadera, cuya esencial forma de manifestación se realiza solo dentro de los limites en los que el «ser-ahí» es.

    Teniendo en cuenta que los rasgos fundamentales del «ser-ahí» (el «estado de abierto» y el «ser en el mundo») vienen dados por el «encon-trarse» —ónticamente el estado de ánimo— y el «comprender», Heidegger sugiere que la estructura existenciaria del Dasein está profundamente arraigada en la estructura del lenguaje. Desde su concepción hermenéutica, el fundamento ontológico-existenciario del lenguaje es el habla, y ésta, de idéntica originalidad existenciaria que el «encontrarse» y el «comprender», es la articulación de la comprensibilidad del ser en el mundo. Jacques Derrida ha reflexionado sugestivamente sobre esta ontología lingüística de Heidegger, de la que extrae una conclusión que hacemos nuestra, con reservas, en la medida en que expresa la preeminencia ontológica del lenguaje en el pensamiento fundacional de la filosofía hermenéutica:

    «La palabra "ser" o, en todo caso, las palabras que designan en lenguas diferentes el sentido del ser, sería junto con algunas otras una "palabra originaria" (Urwort), la palabra transcendental que aseguraría la posibilidad de ser-palabra a todas las demás. Estaría pre-comprendida en todo lenguaje en tanto tal —y ésta es la apertura de Sein und Zeit— y únicamente esta precomprensión permitiría plantear la pregunta por el sentido del ser en general, por sobre todas las ontologías regionales y toda la metafísica (...) Heidegger recuerda sin cesar que el sentido del ser no es la palabra "ser" ni el concepto de ser. Pero dicho sentido no es nada fuera del lenguaje de palabras, está ligado, si no a tal o cual palabra, a tal o cual sistema de lenguas (concesso non dato), por lo menos a la posibilidad de la palabra en general» (Derrida, 1971: 28-29).

    En el pensamiento tardío de Heidegger el Ser antecede al hombre, a quien aquél se le transmite históricamente a través de la convergencia de ambos en el lenguaje. «El lenguaje es la casa del ser» —escribe el filósofo en su obra Brief über den Humanisrnus (1947)—, actúa como «despejador» esencial del Ser articulado en su totalidad lingüística. Un caso modélico de este despejamiento del Ser por el lenguaje lo hallamos en la literatura, a la que Heidegger caracteriza como «fundación lingüística del ser». En su ensayo sobre «El origen de la obra de arte» («Der Ursprung des Kunstwer-kes», Holzwege, 1950) sitúa la creación literaria en una posición prominente con respecto a las otras prácticas artísticas, porque según él el lenguaje es el acontecer en el que primeramente se abre para el hombre el ente como ente. La realidad de la obra literaria no radica en la sugestión afortunada que cause en la psique del lector ni en las averiguaciones científicas sobre sus componentes, sino en el «ponerse ante ella» del receptor, acto que lleva consigo afrontar intencionalmente la obra desde el propio mundo de

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  • la experiencia, de tal manera que se manifieste a su vez el mundo especial de ese objeto literario y origine una dialéctica con el mundo previamente conocido o reconocido. Siempre que esto suceda, resultará de ello un «ponerse en obra» la verdad del ente, y en este acontecimiento la obra literaria permanecerá en su marco referencial sin prescindir de la tempora-lidad histórica del mundo. La obra literaria es entonces «histórica» (geschkhtlich)y por cuanto en ella el ser absoluto que adviene se inviste de temporalidad y ella misma funda la historia al representar nuevamente su mundo a una humanidad determinada; pero no es «Histórica» (historisch) como quería el historicismo positivista del siglo xix.

    Heidegger asimila la obra literaria a las cualidades constitutivas de la existencia dotándola de atributos peculiares a su estructura expresiva. Los contenidos intencionales de los enunciados literarios se presentan como una ficción respecto de los juicios factuales de la experiencia cotidiana del mundo (lenguaje ordinario, aserciones científicas, etc.). Sin embargo, en relación con el ser del ente, el estatus óntico de la literatura experimenta una inversión, pues en este caso la comprensión del ser, evidentemente implícita en el juicio fáctico, depende del despejamiento del contenido esencial del ser que acontece en el proceso fundante de la creación literaria. La interpretación de Apel puede esclarecer el sentido de esta sutil distinción: «Mientras la literatura, justamente por su libertad imaginativa (que no es total independencia ontológica) frente a lo fáctico eleva el ser a la verdad, lo fáctico, el porqué del aquí y ahora del ente a que va dirigido el interés práctico del hombre por la relación medio-fin, es lo que tienen en cuenta las ciencias empíricas, que por su naturaleza están destinadas al dominio técnico de lo que se expresa intramundanamente y tienen por ello que fracasar cuando quieren "explicar" el ser —constituyente de mundo- de cualquier fenómeno» (Apel, 1985-1: 97).

    5. La esencia del habla: Para una "Ontopoética"

    En el conjunto de escritos, en su mayor parte conferencias, reunidos bajo el título Unterwegs zur Spracbe (1959), Heidegger estudia detenida-mente aquellos aspectos comunes al pensamiento filosófico y a la poesía, definidos ambos por un mostrarse el ser a través del habla que en cuanto discurso lo configura. De algún modo hacer una experiencia con el habla supone el «advenimiento» ontológico de los entes en forma de palabra, razón por la cual distingue Heidegger la experiencia del habla de la adquisición de conocimientos científicos sobre el habla, cuyo análisis se expresa por medio del llamado metalenguaje: «La filosofía científica que persigue la producción de este "super-lenguaje" se entiende consecuente-

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  • mente a si misma como metalmgüistica. Esta expresión suena a metafísica, pero no sólo suena corno ella: es como ella; porque la metalingüística es la tecnificación universal de todas las lenguas en un sólo y único instrumento operativo de información interplanetaria» (Heidegger, 1987: 144). Sin embargo, al filósofo como tal le interesa más determinar las posibilidades de hacer una experiencia con el habla, teniendo en cuenta que en el hablar cotidiano el habla no llega propiamente a sí misma, sino que tan sólo permite el acceso al lenguaje del objeto de que se habla. Heidegger observa que la aspiración a llevar al habla algo de lo que hasta entonces nunca se había hablado genera la situación en que se produce la autoexpe-riencia del habla5. El lenguaje poético es en este sentido un buen ejemplo de ese fenómeno mediante el cual el lenguaje refleja a partir de la experiencia de sí mismo la esencia del habla. Heidegger cita como ilustración de este proceso un poema de Stefan George («La Palabra», perteneciente a El Nuevo Reino) que termina con dos sugerentes versos:

    Así aprendí triste la renuncia: Ninguna cosa sea donde falta la palabra.

    La exégesis poética heideggeriana, cuidadosa hasta la redundancia, interpreta los versos de Stefan George como la declaración palmaria de la omnipresencia óntica de los signos: «Y aún más, podríamos proponer el siguiente enunciado: algo es solamente cuando la palabra apropiada —y por tanto pertinente— lo nombra como siendo y lo funda así cada vez como tal. ¿Quiere decir esto al mismo tiempo: sólo hay un ser donde habla la palabra apropiada? ¿De dónde toma para ello su propiedad (Eignung) la palabra? El poeta no dice nada de la cuestión. Con todo, el contenido del verso final incluye esta declaración: el ser de cualquier cosa que es, reside en la palabra. De ahí la validez de la frase: el habla es la casa del ser» (Heidegger, 1987: 148-149).

    Desde el punto de vista de Heidegger, el pensamiento filosófico, más que un medio para alcanzar el conocimiento, «abre surcos en el campo del ser». Por tanto, si lo que verdaderamente importa es la experiencia del pensamiento con el habla, y ésta se emplaza en un en-frente-mutuo (Gegen-einander-üher) respecto de aquél y la poesía, el pensamiento y la creación poética existen, por así decir, en regiones vecinas, idea llevada hasta sus últimas consecuencias de indistinción por la interpretación deconstructiva de J. Derrida (Culler, 1987: 160 y ss.). El cometido de esta reflexión busca, por consiguiente, desvelar las posibilidades de hacer una experiencia pensante con el habla desde el descubrimiento de la esencia del lenguaje (y el lenguaje de la esencia) en la vecindad del pensamiento y la poesía. Las equivalencias —o las intersecciones— entre esos dos dominios

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  • del habla impiden que se pueda decidir definitivamente si la poesía es, en lo propio, una forma de pensamiento, o si el pensamiento es, en lo específico, una forma de poesía. Heidegger señala que la oscuridad de este dilema reside para nosotros en el hecho de que no se ha resuelto todavía la incertidumbre o la ignorancia sobre el origen de, y la génesis del vínculo entre, una y otra forma del habla (Vattimo, 1989: 67 y ss.).

    No cabe duda de que, incluso comprendiendo las dificultades, necesarias o gratuitas, de la filosofía del Heidegger tardío, las meditaciones que el pensador alemán dedica de forma reiterada al lenguaje nutren consciente y autocomplacidamente una neometafisica del signo. La vecindad que une poesía y pensamiento se establece en la proximidad del Decir (die Sage), donde se vuelve patente la esencia del habla. Y una vez más el decir significa mostrar: «liberación luminosa-ocultadora, entendida como ofreci-miento (Ikhtend-verbergend frei-geben ais dar-reichen) de lo que llamamos mundo» (Heidegger, 1987: 179). La interpretación del pensamiento conduce a una reafirmación de su metafísica del habla sobre la base del discurso aristotélico. El desvelamiento del ser se realiza a través de los semeia (lo que muestra), que corresponden al ámbito de la des-ocultación (aletheia) como claridad donde el fenómeno se hace visible. Según Heidegger, el mostrar deja aprehender lo que aparece y deja que lo aprehendido sea examinado. El vínculo entre la mostración y lo mostrado en su desenvol-vimiento se transforma ulteriormente en un relación convencional entre un signo y un designado. Pero designar ya no es mostrar algo en el sentido de un de jar-aparecer, porque la designación se inscribe en una mutación de la esencia de la verdad dentro de las condiciones comunicativas (Le., retóricas) del lenguaje. No obstante, la estructura del habla da lugar a la manifestación óntica de la realidad a través de los signos: «Desde la época de los griegos —señala Heidegger— los entes se experimentaron como lo que está en presencia. En la medida en que el habla es —la actividad de hablar tal como se representa cada vez— pertenece a lo que está en presencia» (1987: 221). Retomando el pensamiento primordial de la metafísica (el de la «presencia» del ente, mito de la filosofía occidental) Heidegger se interroga sobre una categoría que ha marcado la historia de la metafísica como perduración de un error: la búsqueda del ser en un espacio ideal donde el ente era transfigurado en una «existencia» inefectiva, verdaderamente ausente (Heidegger, 1988: 61-97).

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  • NOTAS 1 En realidad el postulado de Husserl es aporético, porque «la exclusión de lo mundano

    conduce, según el tradicional esquema cartesiano, al yo, cuyos contenidos de la conciencia, en cuanto inmediatamente ciertos, deben aceptarse de manera absoluta. Pero el yo, que constituye la unidad del pensar, pertenece justamente él mismo al mundo que debe ser excluido en beneficio de las formas lógicas del pensamiento» (Adorno, 1986: 112).

    2 En las conferencias de 1929-1930 en Friburgo, Heidegger propone tres tesis a propósito de la pregunta «¿Qué es el mundo?»: a) la piedra carece de mundo (weltlos), b) el animal es pobre en mundo (weltarm) y, c) el hombre es confígurador de mundo (weltbildend). «Si el animal carece de mundo, y por lo tanto de mundo espiritual, si carece de espíritu -entiende Derrida—, este no-tener-mundo (Wicbthaben von Welt) tiene un sentido radicalmente diferente del de la piedra que, ella, carece de mundo (weltlos) pero no podría estar privada de él. El animal carece de mundo, puesto que está privado de él, pero su privación significa que su no-tener es un modo de tenerlo, e incluso una cierta relación con tener-un-mundo» (Derrida, 1989b: 81).

    3 Con todo, la proclividad de Heidegger a preterir contradicciones insolubles como la interpuesta en la armonización de la ontología atemporal y la historia, le lleva a ontologizar la propia historia en historicidad, convirtiendo la contradicción en una «estructura del ser». Y este personal estilo «metacontradictorio» tendría su origen en Husserl (Adorno, 1986: 233).

    4 P. Ricoeur llama «vía corta» a una ontología de la comprensión que, rompiendo con las discusiones metodológicas, se proyecta hacia una ontología de la existencia para recobrar en ella el comprender como modo de ser precedente *a los modos de conocimiento (Ricoeur, 1969: 10).

    5 Evidentemente el pensamiento heideggeriano se expresa a través de términos procedentes de los conceptos de lenguaje y poesía en Hegel. En la filosofía hegeliana nos encontramos con caracterizaciones de este tipo: «La poesía ya ño es posible más que si la conciencia se libera de la preocupación y fijaciones de objetos y se vuelve reflexivamente hacia su verdadera "esencia", partiendo de la "circunspección", del "recogimiento y reposo"j de la reflexión sobre la esencia del hombre como reflexión simultanea sobre lo que es en su significado» (Simón, 1982: 156).

  • CAPÍTULO II

    Los principios de la filosofía hermenéutica: H,-G, Gadamer

    1. El problema del método en la ontología hermenéutica

    La publicación en 1960 de la magna obra de Hans-Georg Gadamer (1900) Wabrheit und Methode. Grundzüge einer philosophische Hermeneutik supuso la sistematización integradora de los proyectos más relevantes de la epistemología cultural y la recuperación de las diversas tendencias de la tradición hermenéutica. La síntesis de Gadamer reelabora los temas heideggerianos destacando su vinculación con las doctrinas de Dilthey, la hermenéutica romántica y la teoría fenomenológica de Husserl. El título del libro hace referencia al «método» y a la «verdad», pero no en cuanto instrumento y producto interdependientes en el proceso cognoscitivo, sino como realidades discernibles por el pensamiento estrictamente filosófico en su sección epistemológica. De aquí que Gadamer comience atribuyendo a la hermenéutica el estudio de la comprensión y la correcta interpretación de lo comprendido, objetos que traspasan las fronteras metódicas de la ciencia moderna al ser las instancias conformadoras de la experiencia humana del mundo. En palabras del teórico de la hermenéutica: «El fenómeno de la comprensión no sólo atraviesa todas las referencias humanas al mundo, sino que también tiene validez propia dentro de la ciencia, y se resiste a cualquier intento de transformarlo en un método científico» (Gadamer, 1977: 23). Gadamer pretende, pues, rastrear la experiencia de la verdad fuera de las ambiciones de universalidad de las metodologías científicas, cuyas modalidades de conocimiento no pueden, según el filósofo, dar razón de la verdad inherente a la experiencia estética, filosófica o histórica. En consecuencia, hemos de entender el título Verdad y Método en el sentido de un «más allá del método» (metamétodo) en donde el conocer se ocupa del pre-entendimiento que determina la regulación técnica de la actividad comprensiva y a un tiempo le pone límites (Outhwaite, 1988: 33). Tampoco aspira Gadamer a

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  • prescribir los procedimientos metodológicos de las ciencias del espíritu, sino que tan sólo se pregunta, siguiendo así la actitud epistemológica kantiana, por las condiciones cognoscitivas que posibilitan la ciencia moderna. La pregunta sobre la comprensión humana precede a toda actuación comprensiva particular de la subjetividad, es incluso anterior al comportamiento metódico de las ciencias culturales. Por eso Gadamer considera convincente la analítica temporal del Dasein de Heidegger, en la que la comprensión no indica una manera de proceder propia' del sujeto, sino el modo de ser mismo del «ser-ahí». De ello se deduce la universalidad de la hermenéutica como dimensión de toda conciencia humana expresada mediante el lenguaje, concepción ésta que define nítidamente el propósito esencial del estudio sobre la comprensión.

    En el prólogo a la segunda edición de Verdad y Meto do, Gadamer explícita el cometido de su labor: «el sentido de mi investigación no era proporcionar una teoría general de la interpretación y una doctrina diferencial de sus métodos, como tan atinadamente ha hecho E. Betti, sino rastrear y mostrar lo que es común a toda manera de comprender: que la comprensión no es nunca un comportamiento subjetivo respecto a un «objeto» dado, sino que pertenece a la historia efectual, esto es, al ser de lo que se comprende» (1977: 14). La larga polémica entablada por Gadamer y Betti, defensor de una hermenéutica metodológica asentada sobre normas interpretativas, puso al descubierto las diferencias básicas entre el universalismo pre-metódico del enfoque filosófico y la búsqueda de cientificidad característica del pensamiento positivo moderno. Betti reprocha a Gadamer que presente una fenomenología de la comprensión y no una teoría de la interpretación, a lo que el filósofo alemán responde aduciendo en su defensa las simplificaciones que implica la restricción

    metódica de la hermenéutica de Betti. La reacción gadameriana ante las recriminaciones del historiador del derecho se expresa con rotundidad.

    Betti afirma —escribía Gadamer— «que estoy restringiendo el problema hermenéutico a la quaestio facti («fenomenológicamente», «descriptivamen-te»), y que no llego a plantear la quaestio inris. Como si el planteamiento kantiano de la quaestio inris hubiese podido prescribir a la ciencia pura de la naturaleza lo que ésta debiera ser en realidad, y no intentase más bien justificar la posibilidad trascendental de ésta tal como era. En el sentido de esta distinción kantiana, el pensar más allá del concepto de método de las ciencias del espíritu, tal como intenta mi libro, plantea la cuestión de la «posibilidad» de las ciencias del espíritu (¡lo que en modo alguno

    significa cómo debieran ser ellas en realidad!)» (Gadamer, 1977: 607). A decir verdad esta discusión se revela inútil si advertimos que el

    motivo de discordia surge de dos perspectivas distintas —pero no forzosamente opuestas— frente al conocimiento hermenéutico. Por una

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  • parte, Gadanier propugna con su ontología hermenéutica un análisis general de la comprensión como universal de experiencia previo a todo quehacer científico y, simultáneamente, encauzable, al menos en términos parciales, en una aplicación de la práctica metodológica. Por otra parte, Betti cultiva metódicamente la hermenéutica (sobre todo la jurídica) (Betti, 1975) en conformidad con un repertorio canónico de reglas interpretadoras. Nada impide la complementación general de ambas posturas, siempre y cuando cada una de ellas no reclame para sí la pertinencia exclusiva de su investigación hermenéutica. Adviértase que la teoría metódica de Betti, resumida en Teoría Genérale della Interpretazione (1955), se orienta hacia la aplicabilidad concreta de la interpretación en operaciones hermenéuticas regidas por un paradigma normativo; mientras que la filosofía de Gadamer estudia la comprensión a partir de sus fundamentos ontológicos anteriores y exteriores a todo conocimiento reglado o metódico. En cierto modo Gadamer expone una crítica al dogmatismo metodológico que desborde la autoconciencia científica acerca de su autonomía gnoseológica y relativice la seguridad del conocimiento sistemático subrayando simplemente la historicidad y tradicionalidad de su progresiva constitución en modelos, la repercusión de estas dos visiones enfrentadas en la hermenéutica literaria causa una situación problemática que debe resolverse mediante postulados dialécticos que hagan compatibles una y otra perspectivas. Cierto es que una hermenéutica predominante-mente filosófica no tiene que precisar cómo debe leerse, sino cómo se lee un texto por encima de deberes, poderes y quereres singulares. Esta tarea concierne a una epistemología deudora de la filosofía trascendental, pero es deseable que se proyecte sobre las estructuras coherentes de la ciencia donde la comprensión determina la explicación y es determinada por ella. Es propio de las metodologías detallar los procedimientos que pueden convertir a la interpretación en un proceso imbricado dinámicamente con

  • otros dentro de un conjunto científico. En un método epistemológicamente adecuado a su objeto se produce una coordinación recíproca y dialéctica del nivel fenomenológico de la comprensión y el sistema formal que regula las pautas interpretativas.

    2. La pre-estructura del proceso comprensivo: el círculo hermenéutico

    El sujeto que se dispone a comprender un texto realiza invariablemente un «proyectar» por el que, desde el momento en que aparece el primer asomo de sentido, aventura un sentido del todo. Sucede esto porque ese sujeto lee el texto a través de unas expectativas que se acomodan a su vez a algún sentido concreto, de manera que la comprensión del contenido textual consiste en continuar ese proyecto previo sometiéndolo a constantes revisiones de acuerdo con los resultados obtenidos a medida que se progrese en la penetración del sentido. Esta sucinta descripción de la pre-estructura de los actos comprensivos continúa los análisis ontológicos de Heidegger, pero es en sí misma simplificadora por la indeterminación de los factores y etapas que componen el recorrido hermenéutico. Gadamer se percata de esta simplicidad reductora cuando señala que la revisión del primer proyecto interpretativo depende de la posibilidad de anticipar un nuevo proyecto de sentido; incluso puede ocurrir que distintos proyectos se confronten en una dialéctica de la que surgirá finalmente el esquema oportuno para la construcción coherente del sentido en su conjunto. La actuación comprensiva se inicia ya en las fluctuaciones del individuo que, situado ante las potencialidades significativas del texto, se ve obligado a rectificar sus pre-visiones para emplear las reglas del juego que emanan del propio objeto de la interpretación. Cierto es que existe una tendencia por , así decir «natural» del intérprete a imponer sus hábitos lingüísticos y sus \ conocimientos al texto; pero el trabajo de la hermenéutica intenta precisamente, según Gadamer, acceder al sentido del texto desde las competencias mediante las que éste fue creado. La actividad comprensiva debe excluir toda postura dogmática, toda obstinación que pertinazmente pretenda forzar el contenido del texto para incrustar en él las opiniones o las creencias que el sujeto convierte en «propias del texto». Por esta causa Heidegger aporta una correcta descripción fenomenológica al descubrir en el «leer lo que pone» la conducción hermenéutica de la pre-estructura de la comprensión. Asimismo, cuando evidencia la situación hermenéutica del problema del ser según su posición (Vorhabe), previsión (Vorsicht) y anticipación (Vorgriff), está analizando la cuestión que él plantea a la metafísica en relación con los asuntos fundamentales de la historia de esta disciplina filosófica (Gadamer, 1977: 336). De este modo llama la atención sobre el hecho de que la comprensión realizada partiendo de una

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  • conciencia metódica intentará siempre ser consciente de sus anticipaciones con el fin de alcanzar el entendimiento de las cosas mismas. Se puede aceptar que toda interpretación correcta debe superar la arbitrariedad de las ocurrencias ideológicas del hermeneuta y ha de suprimir eventualmente los hábitos cotidianos del pensar para orientarse «hacia la cosa misma». Sin embargo, asumiendo la historicidad de un texto en cuanto expresión del «ser-ahí», no se entiende de qué modo se sustraerá el sujeto hermenéu-tico al sistema de sistemas de hábitos coetáneos a él mismo y a la creación del texto dado. Es más plausible pensar en un equilibrio entre los efectos precomprensivos y la composición semántica del texto que en una asepsia interpretativa cercana a la epojé fenomenológica (o a una «suspensión» del juicio a la manera de los escépticos) incompatible con la temporalidad del objeto comprensible.

    El proyecto interpretativo por medio del que elaboramos el sentido del texto implica la activación de un conjunto de prejuicios hasta entonces virtuales. Pero, ¿qué es un prejuicio? «En sí mismo «prejuicio» quiere decir un juicio que se forma antes de la convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente determinantes. En el procedimiento jurisprudencial un prejuicio es una predecisión jurídica antes del fallo de una sentencia definitiva» (Gadamer, 1977: 337). El sentido negativo del prejuicio (praeiudicium, Vorurteil) —es decir, su significado de «juicio falso» o infundado— proviene de la crítica de la Ilustración, que lo calificaba de apreciación endeble y apresurada. La teoría ilustrada distingue los «prejuicios por respeto humano» de los «prejuicios por precipitación», si bien ambos inducen finalmente al error en el conocimiento. Hay, con todo, una diferencia fundamental: mientras que en los primeros la causa generadora del error radica en el asentimiento a los dictámenes de la autoridad (praeiudicium auctoritatis), el praeiudicium precipitantiae debe el yerro a la intervención de la propia racionalidad. Evidentemente, la actitud sumisa ante la autoridad fue repudiada con toda firmeza por el espíritu de la Aufkldrung tal como se expone en la programática exhortación de I. Kant: «Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento». No obstante, Gadamer ve con recelo la hostilidad ilustrada hacia las tergiver-saciones provocadas por la aceptación de concepciones que la tradición heredada convierte en «pre-concepciones», hasta el punto de que llega a afirmar que «los prejuicios de un individuo sony mucho mas que sus juicios, la realidad histórica de su ser» (1977: 344). Entender el prejuicio como un factor operativo dentro de la estructura de la comprensión mueve a Gadamer a una rehabilitación del concepto de autoridad como elemento participante en el proceso interpretativo. Por consiguiente, la hermenéutica no puede concebirse fuera de la tradición a la que pertenecemos como seres históricos, ni es posible imaginar una «ciencia desprejuiciada», por la

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  • simple razón de que el comportamiento científico está ineludiblemente condicionado por la tradicionalidad (el saber acumulado, la ideología, los medios técnicos...) profunda del comprender. En este punto de la reflexión comienza a mostrarse clara la naturaleza histórica de las ciencias herme-néutico-culturales, que, excediendo los angostos límites de algunas ingenuas metodologías constreñidas por sus afanes cientificistas, reconocen como indispensable la consideración de la movilidad histórica de sus objetos: «El comprender debe pensarse —escribe Gadamer— menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición» (1977: 360).

    En el discurso Uber den Begriff der Hermeneutik mit Bezug auf F. A. Wolfs Andeutungen und Asts Lehrbuch (1828), Schleiermacher establece la

    distinción entre el método «comparativo» y el método «adivinatorio» ca-racterísticos de una hermenéutica que está dividida en una parte «gramatical» y

    otra «psicológica»1. De los dos métodos, el adivinatorio precisa incorporar a la comprensión, a través del Zirkelschluss, la psicología del autor. La

    adivinación «gramatical» consiste, por su parte, en comprender la cons-trucción de una frase ascendiendo de las partes al todo y descendiendo del todo a las partes (Szondi, 1979: 153 y ss.). La anticipación del sentido mediante las expectativas del intérprete constituye la forma básica del Zirkel im Verstehen o movimiento circular que caracteriza la comprensión

    textual de las ciencias del espíritu. Schleiermacher se refiere, en relación con el círculo hermenéutico, a un aspecto objetivo y a un aspecto subjetivo de la comprensión encadenados en un mismo proceso de conocimiento. ; Así

    como cada palabra pertenece a una frase, cada frase a un texto, cada j texto corresponde a la obra de un determinado autor, y ésta se inscribe en el sistema literario general, el texto está integrado, como momento creativo

    singular, en la totalidad de la vida psíquica de un autor. De este modo el principio general de toda interpretación impone que el texto sea: ¡

    comprendido desde sí mismo, es^decir, el sujeto de la interpretación debe 1 desplazarse a la posición desde la cual el productor del texto desenvolvió 1

    sus contenidos objetivos. La hermenéutica del siglo xix ya tomaba en consideración esta estructura circular de la comprensión en el marco de

    una relación formal entre lo individual y el todo, de donde surgía la anticipación intuitivamente realizada del todo y la explicación subsiguiente de

    lo individual (Vattimo, 1968; Savile, 1978). Esta idea adquiere entidad teórica con la concepción del acto adivinatorio de Schleiermacher, cuyo postulado principal afirma que a través de dicho acto el intérprete «penetra» en el autor y aclara, instalado en su interioridad psíquica, el

    extrañamiento suscitado por el texto. Las nociones de la hermenéutica romántica pervivieron en los sectores

    de la filología del siglo xx más vinculados a la tradición del pensamiento

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  • alemán decimonónico. Por ejemplo, el círculo filológico de Leo Spitzer, exponente de la Estilística idealista, se presenta como un «método en vaivén» en el que la comprensión se efectúa por el movimiento oscilatorio que va desde algunos detalles externos al centro del texto, y a la inversa desde el centro a otros detalles externos (Spitzer, 1968: 34 y ss.). Bien mirado, el círculo filológico de Spitzer no deja de ser una forma de inducción, como él mismo declara: «Mi método personal ha consistido en pasar de la observación del detalle a unidades cada vez más amplias que descansan en creciente medida en la especulación. Es, a mi modo de ver, el método filológico, inductivo, que pretende mostrar la importancia de lo aparentemente fútil en contraste con el procedimiento deductivo...» (Spitzer, 1968: 42). Gadamer se opondría tajantemente a estas aplicaciones un tanto rudimentarias del círculo hermenéutico y, por supuesto, no aceptaría en modo alguno el empleo metódico de lo que él define como pre-estructura de la comprensión. Conviene destacar, además, que el acto interpretativo no es para Gadamer subjetivo, como ha sido entendido por algunas corrientes de la Estética de la Recepción:

    «El círculo no es, pues, de naturaleza formal; no es subjetivo ni objetivo, sino que describe la comprensión como la interpretación del movimiento de la tradición y del movimiento del intérprete. La anticipación de sentido que guía nuestra comprensión de un texto no es un acto de la subjetividad sino que se determina desde la comunidad que nos une a la tradición. Pero en nuestra relación con la tradición, esta comunidad está sometida a un proceso de continua formación. No es simplemente un presupuesto bajo el que nos encontramos siempre, sino que nosotros mismos lo instauramos en cuanto que comprendemos, participamos del acontecer de la tradición y continuamos determinándolo así desde noso-tros mismos. El círculo de la comprensiónn no es en este sentido un círculo «metodológico» sino que describe un momento estructural onto-lógico de la comprensión» (Gadamer, 1977: 363).

    Tal como lo plantea la ontología hermenéutica de Gadamer, el círculo comprensivo remite a tres principios constitutivos: 1) el rechazo del modelo metódico de las ciencias positivas como ideal del conocimiento cultural, 2) la extensión epistemológica de la hermenéutica a todo 1 conocimiento, histórico o no, y 3) el postulado de la lingüisticidad del ser (para la comprensión), cuya formulación se expresa en la frase Sein, das verstanden werden kann, ist Spracbe («El ser, que puede comprenderse, es lenguaje»). La adjudicación de caracteres hermenéuticos a todo conocimiento sugiere implícitamente el concepto de historicidad referido al saber. El conocimiento no es una percepción «descomprometida» de objetos empí-ricos, sino ante todo una acción que repercute sobre el contexto en que

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  • dicho conocimiento tiene lugar. El lenguaje aparece entonces como el modo de acontecer del ser, y la historia evoluciona sustancialmente como

    historia de palabras. Pero la ontología hermenéutica elude en sus reflexiones, voluntaria o inconscientemente, el problema de la unidad entre Teoría y Praxis, lo que supone un debilitamiento considerable de su sistema teórico general. La enfermedad histórica de que hablaba Nietzsche se produce por la separación del saber (teoría) y el hacer (praxis), y ésta no es contemplada por la perspectiva histórica de la hermenéutica gadameriana. G. Vattimo ha denunciado acertadamente esta limitación cuando afirma que «el problema que la ontología hermenéutica deja sin discutir es el siguiente: ¿la infinitud de la interpretación, que ella piensa de modo sustancialmente

    inescindible de la finitud de la existencia, no implica también, necesaria-mente, una separación permanente de existencia y significado, de hacer y saber, por lo cual la infinitud de la interpretación no es otra cosa, en definitiva, que la vieja disociación hegeliana entre sí mismo y para sí mismo que pone en movimiento todo el proceso fenomenológico de la historia del espíritu?» (Vattimo, 1986: 36). Esta problemática escisión se ha intentado resolver a través de las críticas, encabezadas por la filosofía de J. Habermas, que se han hecho a la teoría hermenéutica desde posturas

    sociológicas, analíticas y semióticas. En términos generales, puede decirse que la circularidad de la com-

    prensión se fundamenta en una doble condición de los objetos estudiados por las ciencias culturales. Dichos objetos —los textos en sentido lato— constituyen, de un lado, estructuras simbólicas que deben ser analizadas lingüística o semiológicamente, y a un tiempo son, de otro lado, hechos de la experiencia que tendrán que ser observados como productos (ergon) de una acción (enérgeia). El esquema exegético que actualiza la precom-prensión introduce elementos parciales para hacerlos comprensibles a medida que el propio esquema se perfeccione. Ahora bien, no se establece un paralelismo entre la relación de esos elementos con el esquema y los vínculos que los hechos mantienen con la teoría que aspira a explicarlos, o que los enunciados del lenguaje-objeto contraen con las expresiones del metalenguaje. Así pues, la interpretación de un lenguaje exige el conoci-miento de su «gramática», y ésta no sólo se determina en componentes lingüísticos inmanentes al código, sino también en el conjunto de las acciones y de las prácticas de la vida social. Esta conexión del lenguaje y la práctica ordinaria de la existencia permite comprender por qué el movimiento hermenéutico no es del todo circular desde el punto de vista lógico: «La conexión entre el esquema exegético y los elementos incluidos en él se configura —afirma Habermas— para el intérprete como una conexión inmanente al lenguaje que obedece sólo a las reglas de la gramática; pero en sí se articula a la vez en ella un contexto vital que

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  • representa un sentido individual que no puede resolverse sin discontinui-dades en categorías generales. Por este lado el análisis del lenguaje hace accesible también el contenido empírico de una experiencia vital indirecta-mente comunicada» (Habermas, 1982: 179). En la interpretación de un texto cotidiano se selecciona un esquema exegético provisional que anticipa ab initio el resultado de todo el proceso hermenéutico, después de haber pasado por sucesivas revisiones que paulatinamente lo mejoran. Pero teniendo en cuenta que la exégesis es un análisis lingüístico, no es posible decir que tenga un contenido empírico en sentido estricto. Sin embargo, en su condición de sistema hipotético, el esquema necesita una comproba-ción empírica de su labor, de manera que pueda corregir sus «imperfeccio-nes». En otras palabras, la logicidad del círculo se desvanece si se advierte la complementación entre la explicación metalingüística de un lenguaje y la posibilidad de referir las descripciones del metalenguaje a los contextos prácticos (o pragmáticos) de su realización efectiva. La dialéctica del círculo hermenéutico recorrería, pues, una fase «centrípeta» —en la que el metalenguaje describe el texto— y una fase «centrífuga» por medio de la que las explicaciones metalingüísticas se aplican empíricamente a los contextos prdctico-referenciales de los que se abstrajo el texto-objeto.

    3. Los horizontes de la Historia Efectual (Wirkungsgeschichte)

    La historia es el gran mito de la hermenéutica: el motivo de sus constantes reflexiones y el objeto de sus más brillantes aportaciones al pensamiento filosófico. Pero el interés histórico de la filosofía hermenéutica no se dirige sólo a los textos creados a lo largo del tiempo, sino también al efecto que se deriva de ellos en su acontecer temporal. En la comprensión de un fenómeno histórico desde la distancia del tiempo que determina nuestra situación hermenéutica inciden irremediablemente los factores histórico-efectuales. La Historia Efectual preestablece los aspectos del fenómeno interpretable que serán más notorios para el intérprete, y relega a un segundo plano una proporción variable en cada caso de los contenidos del objeto de comprensión. Desde la perspectiva de Gadamer «la conciencia de la historia efectual es en primer lugar conciencia de la situación hermenéutica» (1977: 372). Pero no podemos describir objetivamente nuestra situación en toda su complejidad, porque no nos hallamos ante ella como espectadores externos, sino inmersos en su red de determinaciones. Gadamer cree preciso relacionar la situación con el , concepto de horizonte, que él define, en primer término, como el ámbito de visión que abarca y encierra todo lo que es visible desde un determinado y punto de observación. Esta caracterización plástico-visual de los procesos

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  • cognoscitivos tiene antecedentes en el pensamiento kantiano, prolongándose, a través de diversas reformulaciones, hasta la hermenéutica existenciaria de Heidegger. En la fenomenología de Husserl toda vivencia se manifiesta en un Horizont que cambia con el transcurso del propio complejo de conciencia y establece unas posibilidades de conciencia preconcebidas. El horizonte no constituye una frontera inamovible, sino que se desplaza con el sujeto y le invita a seguir penetrando en sus dominios de experiencia. La intencionalidad del horizonte que conforma el flujo vivencial tiene su correlato en la intencionalidad «horizóntica» que envuelve al ser efectivo de los objetos: «Pues todo lo que está dado como ente, está dado como mundo, y lleva consigo el horizonte del mundo» (Gadamer, 1977: 309).

    La actividad hermenéutica se concreta en la obtención del horizonte adecuado para resolver las cuestiones que el objeto plantea a partir de sus «inscripciones» de tradicionalidad. Porque la comprensión histórica de los textos debe reconstruir el horizonte histórico que permitirá acceder a las «verdaderas» {fidedignas, si se prefiere) representaciones de un mundo temporalmente fungible y a un tiempo tradicionalmente perdurable. La retrospección hermenéutica genera un proceso dinámico de orientaciones hacia el pasado que hace posible comprender la realidad histórica desde la «mismas» circunstancias en que se originó. Análogamente, la interpretación de un texto requiere la momentánea «enajenación» del intérprete, que no hará sino «poner-se en el lugar» del otro para poder entender lo que quiso decir. Sin embargo, una pregunta surge a continuación: «¿Existen realmente dos horizontes distintos, aquél en el que vive el que comprende y el horizonte histórico al que pretende desplazarse?» (Gadamer, 1977: 374). La particular paradoja de la historicidad humana da lugar a que nuestro horizonte de experiencias y conocimientos sea simultáneamente un habitá-culo en el que nos desenvolvemos dentro de nuestra cotidianeidad y un eslabón incardinado en la común cadena de la tradición. A pesar de todo, las transformaciones históricas del horizonte promueven su esencial hete-rogeneidad, su peculiar segmentación en unidades espacio-temporales sincrónicamente descriptibles. Gadamer sostiene que el horizonte se desplaza al paso de quien se mueve haciéndose consciente de su historicidad. Con todo, esta aseveración debe precisarse: quien intenta comprender un fenómeno acaecido fuera de los límites del propio sistema de experiencia lo contempla como una alteridad (con respecto a las «alteridades» de su horizonte) parcialmente contextualizable, crea un modelo interpretativo híbrido, impregnado de los elementos que forman el marco de referencias de sus horizontes empíricos. El desplazarse con el horizonte es una metáfora, sugestiva pero falaz, que alude a esa reconstrucción ideal de los sistemas comprensivos operantes en un determinado momento del decurso histórico. Pero incluso reconstruir el horizonte de comprensión de una

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  • época en toda la riqueza de sus componentes es imposible —porque se afronta un conjunto indefinido de factores incidentes—, pertenece más a ciertas utopías teóricas de la filosofía hermenéutica que a la realidad científicamente verificable de las acciones comprensivas singulares o secto-riales2. Gadamer parece ser consciente de estas condiciones:

    «En este sentido —dice—, comprender una tradición requiere sin duda un horizonte histórico. Pero lo que no es verdad es que este horizonte se gane desplazándose a una situación histórica. Por el contrario, uno tiene que tener siempre su horizonte para poder desplazarse a una situación cualquiera. ¿Qué significa en realidad este desplazarse? Eviden-temente no algo tan sencillo como «apartar la mirada de sí mismo». Por supuesto que también esto es necesario en cuanto que se intenta dirigir la mirada realmente a una situación distinta. Pero uno tiene que traerse a sí mismo hasta esta otra situación. Sólo así se satisface el sentido del «desplazarse». Si uno se desplaza, por ejemplo, a la situación de otro hombre, uno le comprenderá, esto es, se hará consciente de su alteridad, de su individualidad irreductible, precisamente porque es uno el que se desplaza a su situación» (Gadamer, 1977: 375).

    La autoconciencia de la situación histórica en la adquisición de una perspectiva hermenéutica ajena a la temporalidad presente (en un «presente» que incluye el pasado y futuro inmediatos) del intérprete es la consecuencia más relevante de la ampliación del horizonte comprensivo. En un sentido general, comprender a otro sujeto supone explicitar las diferencias que acercan y a la vez separan su horizonte del nuestro. La comprensión estriba, pues, en la manifestación de la diferencia o alteridad que se instituye reiteradamente en el curso de la tradición. Este proceso implica comúnmente un «destacar» definido como relación recíproca en la que unos aspectos del objeto se hacen más visibles que otros, los cuales, sin embargo, se tornan patentes por su proximidad a lo destacado: son , metonímicamente rescatados de un entorno de indistinciones. Es decir, la actividad hermenéutica enfrenta al texto con la conciencia histórica del presente, desarrollando una tensión cognitiva habitualmente solapada. En j / la culminación del proceso comprensivo se produce una fusión de horizontes \ que armoniza el pasado y el presente en una unidad de experiencia histórica autoconsciente cuya ejecución asigna Gadamer a la tarea objetiva de la conciencia histórico-efectual3.

    La Historia Efectual está estrechamente ligada al concepto de experiencia. El sentido fundamental de la experiencia se refiere a la finitud del hombre y a las limitaciones temporales de la realidad. El hombre aprehende la realidad en el instante en que experimenta su virtual pero inexorable acabamiento, tomando así conciencia de sus posibilidades temporales de

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  • conocimiento y de la temporalidad intrínseca a la existencia de las cosas que desea conocer. Según Gadamer, la verdadera experiencia es experiencia de la propia historicidad, se opone a la infantil fantasía de que está en nuestras manos la reversibilidad de la Historia que aparece como deforma-ción de un vago y manipulado mito del eterno retorno. A través de estos presupuestos se urde la estructura de la experiencia hermenéutica, anclada

    en la búsqueda del sentido de la tradición cultural. Pero llegado este punto, Gadamer introduce una consideración de especial- interés: «Sin

    embargo, la tradición no es un simple acontecer que pudiera conocerse o dominarse por la experiencia, sino que es lenguaje, esto es, habla por sí misma como lo hace un tú» (1977: 434). Esto no quiere decir que se interpreta de la tradición lo que tiene el carácter de una opinión correspondiente a un tú, sino que sugiere cómo los contenidos de la comprensión poseen un sentido autónomo con respecto al yo y al tú. La experiencia del tú característica de la hermenéutica funda su especificidad en el hecho de que el tú no es un objeto: se comporta él mismo como un sujeto frente a un objeto. Esta apreciación tiene una importancia capital para las ciencias de la cultura, por cuanto en buena parte de ellas la experiencia del tú justifica el «conocimiento de gentes», por el que comprendemos a los otros sujetos de un modo semejante a como comprendemos cualquier proceso típico en nuestro horizonte de experiencia (Gadamer, 1977: 435). Gadamer señala el equívoco en el que han incurrido

    algunas metodologías al «objetivizar» superficialmente al tú en la experiencia hermenéutica con la pretensión de lograr una ansiada rigurosidad en la explicación científica. Un procedimiento como éste extrae al sujeto del conocimiento de la tradición a la que pertenece, suprimiendo a la par las percepciones subjetivas efectuadas por referencia a ella. Frente a esta

    concepción metódicamente esquemática de la experiencia hermenéutica,

    «Una manera distinta de experimentar y comprender al tú consiste en que éste es reconocido 'como persona, pero que a pesar de incluir a la persona en la experiencia del tú, la comprensión de éste sigue siendo un modo de referencia a sí mismo. Esta autorreferencia procede de la apariencia dialéctica que lleva consigo la dialéctica de la relación entre el yo y el tú. La relación entre el yo y el tú no es inmediata sino reflexiva. A toda pretensión se le opone una contrapretensión. Así surge la posibilidad de que cada parte de la relación se salte reflexivamente a la otra. El uno mantiene la pretensión de conocer por sí mismo