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EL QUE ME SIGUE, NO ANDARÁ EN TINIEBLAS Ejercicios espirituales dados para la ordenación al Diaconado P. Steven Scherrer 2005 Revisado 2006 Conyers, Georgia U.S.A.

El que me sigue no andara en tinieblas - … · en un abrazo del amor eterno que es el Espíritu Santo. Cristo vino para amarnos con el mismo amor con que él es amado por su Padre,

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EL QUE ME SIGUE, NO ANDARÁ EN TINIEBLAS

Ejercicios espirituales dados para la ordenación al Diaconado

P. Steven Scherrer

2005 Revisado 2006

Conyers, Georgia U.S.A.

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ÍNDICE

I. Nuevas criaturas en Cristo 3 II. Transformados en luz 8 III. Purificaciones activas y una vida teologal 13 IV. No se pondrá jamás tu sol 18

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I

NUEVAS CRIATURAS EN CRISTO

Como diáconos ustedes van a entrar en un estado de consagración y conformación a Jesucristo, el sacerdote del Nuevo Testamento. Para ustedes esto será una preparación para llegar al sacerdocio. El sacerdote se identifica con el sacerdocio de Jesucristo. Él ofrece el mismo sacrificio de Jesucristo a su Padre, y él predica la palabra de vida que lleva a muchos a nueva vida en Jesucristo. También el sacerdote da consejos para mostrar a los demás el camino verdadero de una vida nueva en Jesucristo.

Por eso el sacerdote, y, por supuesto, también el diácono, debe ser un hombre que vive una vida teologal, es decir, una vida nueva en la luz, una vida de fe, que ve todo por la nueva óptica de la fe, y que recibe el don de ser justo, puro, y santo por la fe en los méritos de la muerte de Jesucristo en la cruz.

Una vida teologal es también una vida de esperanza. Ustedes deben ser hombres de esperanza, viviendo en la esperanza de la gloria cuando nuestro Señor Jesucristo vendrá por segunda vez en su gloria con todos sus santos en gran luz para iluminar toda la tierra. Esta esperanza debe iluminar su vida presente, y regocijar su corazón.

Finalmente, una vida teologal es también una vida de caridad, una vida que vive primeramente en el amor de Dios, una vida que está llena hasta rebosar del amor de Dios.

Esto es porque el Padre envió a su Hijo al mundo para injertarnos a nosotros en el mismo río resplandeciente del amor divino en que el Padre y el Hijo viven eternamente en un abrazo del amor eterno que es el Espíritu Santo. Cristo vino para amarnos con el mismo amor con que él es amado por su Padre, y él quiere que permanezcamos siempre en este gran amor. Dijo: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado, permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). El Padre amó al Hijo espléndida e inefablemente desde toda la eternidad en una claridad y esplendor inconcebibles. Y ahora Cristo nos ama a nosotros con este mismo amor tan fulgurante, y quiere que vivamos siempre en este esplendor, calentándonos en su fulgor y desprendiéndolo a todos, siendo así luz para el mundo, como dijo Jesús: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14) y como dijo san Pablo: “para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Fil 2, 15).

Pero ¿cómo es que Cristo hizo todo esto por nosotros? Todo esto comenzó antes de la fundación del mundo, en la noche de la eternidad, en el seno del Padre, donde el Hijo vivía eternamente en amor inefable con su Padre, cubierto de esplendor. El Hijo, tanto que el Padre, es Dios. Son iguales en divinidad, y el uno está completamente dentro del otro. Son así un solo Ser Supremo, un solo Dios con una sola naturaleza divina. Pero

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son distintas como personas. El uno es ingénito; el otro, unigénito. Uno es Padre y origen, el otro es Hijo y nacido del Padre; pero aunque nació del Padre, siempre existía. Fue un nacimiento eterno, desde toda la eternidad. Siempre fue nacido.

Este Hijo es perfectamente sumiso y obediente al Padre. Siempre se relaciona con el Padre como Hijo, como el que fue engendrado en amor filial, sumisión, y obediencia a quien le engendró. Esto le agradaba infinitamente al Padre, y como resultado, el Padre siempre derramaba sobre el Hijo el don del Espíritu Santo, el don del amor divino. Y el Hijo siempre devolvía este don a su Padre en amor. Así el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

Así vivía Dios en perfecto amor, completo en sí mismo. Esta es la vida interior de Dios, de la Trinidad. Pero en su bondad, Dios quiso introducir a otros seres en este amor, y por eso creó a los ángeles, y después el mundo y a los hombres; y él vivía en gran intimidad con Adán y Eva. Después de su pecado y caída, él formó otro plan para injertar al hombre en este río del amor divino, que el hombre perdió por su pecado. El envió a su Hijo, como hombre, al mundo para que el Hijo pudiera continuar, como hombre, haciendo lo que siempre hacía y que tanto le agradó al Padre, es decir vivir como su Hijo en perfecto amor filial, en toda sumisión y obediencia perfecta, dándose en amor a su Padre.

Pero ahora, siendo hombre, hay una diferencia. Ahora el Hijo puede hacer algo que no pudo hacer antes. Ahora puede sufrir, y aun morir, porque ahora tiene una naturaleza y cuerpo humanos. Por eso el Hijo se ofreció a su Padre en amor perfecto y donación perfecta de sí mismo, sino ahora él lo hizo como hombre, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio de amor a su Padre, como dice san Pablo: “Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef 5, 2). Al hacer esto, el Hijo agradó infinitamente al Padre, quien, como siempre, en agradecimiento derramó al Espíritu Santo sobre su Hijo, resucitándolo esta vez de la muerte. Una vez resucitado, el Padre, junto con el Hijo, derramaron a este mismo Espíritu Santo a todos los por los cuales Jesús ofreció este sacrificio, es decir, sobre toda carne humana que comparte con él la misma naturaleza humana, si tan sólo creen en el Hijo y en los méritos de este sacrificio.

Por medio de este sacrificio de amor de sí mismo, el Hijo hizo satisfacción perfecta por todos los pecados del mundo, porque, como Hijo divino, este acto de donación de sí mismo en sacrificio y propiciación agradó perfectamente al Padre; y porque él lo hizo también como hombre y en nombre de todos los hombres. Siendo el Hijo eterno, este sacrificio tiene valor infinito; y siendo hombre, este sacrificio fue posible, porque sólo como hombre pudo el Hijo eterno sufrir y morir en sacrificio de amor y donación de sí mismo al Padre a favor de todos los hombres que comparten con él la misma naturaleza humana. Hablando del sacrificio de Cristo, Hebreos dice: “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo ofrecido una vez para siempre” (Heb 10, 10). Y “Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios…porque una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb 10, 12.14).

Este sacrificio nos transforma a nosotros en nuevas criaturas, hombres nuevos, una nueva creación, hombres revestidos de Jesucristo y bañados de luz. Por la fe en Jesucristo, los méritos de este sacrificio nos justifica, nos hace justos, puros, y santos. Es un don de Dios. Y es el Espíritu Santo, dado a nosotros después de la resurrección de

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Jesucristo, quien obra esta transformación dentro de nosotros, haciéndonos nuevos hombres.

Es esta efusión general y mesiánica del Espíritu Santo que nos hace nuevos interiormente y realmente, cambiándonos, divinizándonos, y dándonos nueva vida, vida divina ahora corriendo en nosotros. Este don del Espíritu nos hace justos, justificados por la fe en Jesucristo, una nueva creación, para vivir desde ahora en adelante una vida nueva, un nuevo tipo de vida, una vida en Dios, una vida en Jesucristo, una vida en la luz. Es por los méritos de este sacrificio que el Padre perdona todos nuestros pecados gratuitamente, porque Cristo, y no nosotros, ha pagado el precio de nuestra redención. Él ha hecho satisfacción perfecta por todos nuestros pecados. En sus llagas somos curados, y en su resurrección, iluminados. Somos iluminados por su resurrección porque Cristo resucitado vive ya en nosotros, bañándonos de la luz radiante que dimana de sí mismo, hasta el punto de que podamos decir con Pablo: “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2, 20).

Así nuestra vida viene a ser Cristo. Él está en nosotros, y nosotros estamos en él: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en me Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Jn 14, 20). Vivimos por lo tanto una vida resucitada, una vida nueva, una vida bañada de luz. Hemos resucitado con Cristo resucitado, y vivimos ya con él y en él, y él en nosotros, iluminándonos, regocijándonos, transformándonos, y divinizándonos con su propio esplendor, como dice san Pablo: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor 4, 6). Es en este resplandor que vivimos ahora en Jesucristo, iluminados por su esplendor y luz. Somos místicamente resucitados en él, como afirma san Pablo, diciendo: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1). En Cristo, nuestra vida es diferente. Es un nuevo tipo de vida. Calentándonos en la luz de Cristo, con él resplandeciendo en nuestro corazón, no buscamos más nuestro gozo aquí abajo; más bien vivimos ahora con nuestro espíritu en el cielo “de donde esperamos al Salvador Jesucristo” (Fil 3, 20).

Así, pues, él es nuestro único gozo en esta vida, porque, en comparación con él, todo lo demás es nada más que “basura” y “pérdida”, como dice san Pablo, diciendo: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Fil 3, 7-8).

Vivimos, pues, con nuestro corazón en el cielo con Cristo, y no más aquí en la tierra, sabiendo que la búsqueda de gozo y placer aquí en la tierra sólo disminuye este único gozo verdadero de ser hallado en Jesucristo y estar uno con él en amor. No hay alegría mejor en este mundo que esta unión en amor con Jesucristo.

Para obtener este único verdadero gozo, tenemos que renunciar a todo lo demás, a todo otro placer innecesario de la vida humana, considerando todo lo demás como nada más que “basura” y “perdida” (Fil 3, 7-8) en comparación con este gran tesoro que hemos encontrado en Jesucristo. Así seremos, como Cristo y como san Pablo, crucificados al mundo: “Pero lejos esté de mí gloriarme —dice Pablo—, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”

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(Gal 6, 14). Debe ser nuestro gozo supremo ser crucificados así al mundo con Cristo, ofreciéndonos unidos con él en amor al Padre.

Obtenemos este gran gozo de vivir unidos en amor en Jesucristo al precio de todo lo demás, porque él es nuestro único tesoro, un tesoro escondido al mundo, que hemos encontrado y obtenido al vender todo lo demás. Porque “el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo” (Mt 13, 44). No pudo comprar este campo de ningún otro modo, sino al vender todo, al dejar todo. Sólo así pudo comprar este campo y obtener el gran tesoro de su vida, que es Jesucristo y su gran amor por nosotros. Así —nos enseña Jesús— tenemos que hacer nosotros si queremos vivir verdaderamente en la luz y calentarnos en su esplendor. Este es el camino para llegar a las cimas de la luz, armar nuestra tienda allí permanentemente, y quedar allí con el Señor, regocijándonos en su luz.

De otro modo, dividiríamos nuestro corazón en otros intereses, otros amores, otros placeres innecesarios de la vida humana, y no podríamos amarlo como él quiere, con un corazón completamente indiviso, con todo nuestro corazón. Jesús dice que el primer mandamiento es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mt 22, 37). Cuanto más podamos hacer esto, tanto mejor.

Es por eso que los sacerdotes, monjes, y religiosos son célibes. El celibato es una gran ayuda para una vida de perfección en el amor de Dios, porque nos ayuda mucho a vivir sólo por medio del amor del Señor, no dividiendo nuestro amor ni siquiera con una esposa humana, como dice san Pablo: “Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido. La mujer no casada y la virgen se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro bien, no para teneros un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin distracciones” (1 Cor 7, 32-35). Así, viviendo el celibato integralmente, sin otros amores que dividen el corazón de un amor integral y total sólo para el Señor, uno puede vivir en la luz de Cristo.

Cada cristiano debe tratar de tener un corazón integral para el Señor, pero, como pueden ver, uno puede lograr esto con más facilidad siendo célibe. Por eso Jesús alaba a los célibes que viven integralmente su celibato, diciendo que ellos son los “eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba” (Mt 19, 12).

La única esposa del célibe es Cristo. Así todo nuestro gozo debe estar sólo en el Señor. Así el matrimonio es bien y bendito por Dios; pero el celibato es mejor, nos acerca con más facilidad a Dios. Nos da más soledad —la cual es muy importante—, y toda nuestra energía afectiva puede ir una sola dirección, hacia el Señor. Es como una manguera que termina en un rociador. Si esta manguera tiene agujeros, mucha agua va a escapar al lado, y no llegar al rociador; y el rociador no va a funcionar bien. Pero si no tiene agujeros, toda el agua va a terminar en el rociador, el cual va a funcionar muy bien. Así debe ser nuestro corazón como célibes, con toda nuestra agua —el agua del amor y de nuestra energía afectiva— yendo sólo a Cristo. Entonces tendremos una relación muy fuerte con Cristo, y viviremos en su esplendor.

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Así debemos servir a un solo Señor, no a dos señores, no a Dios y a los placeres del mundo, porque “Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno, y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt 6, 24). Sólo viviendo así, crucificados al mundo, y el mundo a nosotros por amor a Cristo, dejándolo todo, como los discípulos dejaron sus redes, su barca, y a su padre, para seguir a Jesús —sólo así viviremos en la plena luz de Cristo. Cristo debe ser nuestro único tesoro, el tesoro que tenemos en el cielo, y nuestro corazón debe estar allí en el cielo, unido con él en amor. “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt 6, 19-21). Nuestro corazón debe estar en el cielo donde está nuestro único tesoro.

Este es el camino de la vida. Es un camino de la renuncia, pero de la luz y del gozo. “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mt 7, 13-14). ¡Seamos nosotros entre los pocos que la hallan! Es un camino difícil al principio, y por eso son pocos los que lo escogen, pero después, es un camino de gozo y luz. Es el verdadero camino de la vida, de la vida en la luz con Cristo. Es el único camino que nos llevará a las regiones de la luz, a las cumbres iluminadas, donde podamos permanecer con el Señor, regocijándonos en su esplendor.

Cristo no quiere competir con otras cosas por nuestra atención, devoción, interés, y amor. Él quiere hallar en nosotros un corazón completamente indiviso, reservado sólo para él, vacío de todo otro amor, placer innecesario, e interés en este mundo. Si él nos encuentra así, se alegrará con nosotros y nos llenará de su luz. Y una vez purificados del mundo, él resplandecerá dentro de nosotros.

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II

TRANSFORMADOS EN LUZ

Cristo fue enviado por el Padre para introducirnos en la vida amorosa de la Santísima Trinidad. Él hizo esto al encarnarse, asumiendo nuestra naturaleza humana y divinizándola, primero en Jesucristo, y entonces en todos los que son unidos a él por el bautismo y la fe. Así, por el bautismo y la fe, somos unidos a Cristo. Estamos en él por nuestra naturaleza, porque nuestra naturaleza está en él. Así como nuestra naturaleza estaba en Adán y así heredamos todo lo que él tenía y no tenía porque somos sus descendientes, del mismo modo estamos por naturaleza en Cristo. Nuestra humanidad está en él, siendo rehecha, hecha de nuevo, y todos los que por el bautismo y la fe somos sus descendientes, heredamos lo que él tiene y lo que pasó a él.

Adán pecó, y heredamos su pecado y los resultados de su pecado que son la mortalidad, la pérdida de la gracia y de la intimidad con Dios, y la pérdida del control sobre nuestras pasiones. Cristo, al contrario, obedeció y fue justo; y nosotros heredamos su justicia. Más aún Cristo murió y resucitó; y nosotros, estando en él por naturaleza, morimos y resucitamos en él. Nuestra vieja humanidad pecaminosa, que estaba en Cristo, murió en su muerte. Es decir, nosotros morimos místicamente en él. Cuando, pues, él resucitó, estaba en nuestra humanidad que resucitó, renovando así nuestra humanidad. Nosotros que somos sus descendientes por medio del bautismo y de la fe heredamos esta humanidad renovada y resucitada. Como heredamos de Adán su estado de pecado, así de Cristo, por la fe, heredamos una humanidad restaurada, transformada, divinizada, y resucitada. En su muerte, morimos al pecado y a nuestro pasado. Y en su resurrección, resucitamos a una vida nueva e iluminada. Así Cristo tomó nuestra naturaleza pecaminosa y lo transformó y divinizó por su muerte y resurrección, dándonos a nosotros una humanidad renovada y justificada por la fe que tenemos en él.

Así el Padre lo envió al mundo para reparar el daño que nos hizo Adán. Él es, por eso, el nuevo Adán de una nueva humanidad, de un nueva raza humana nacida de nuevo y de arriba en él (Jn 3, 3). Somos, por la fe y por nuestra participación en su misterio pascual, los herederos del nuevo Adán, los herederos de una raza humana renovada y transformada.

De lo que somos, él tomó; y de lo que él es, él nos dio. Es decir, él tomó de nosotros nuestra humanidad pecaminosa, y nos dio una humanidad restaurada y justificada. Él tomó nuestro pecado, y nos dio su justicia. “Al que no conoció pecado, por nosotros [Dios] lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21). “Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la

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justificación de vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Rom 5, 18-19).

Cristo nos hace justos y santos, transformados y divinizados, con él mismo resplandeciendo en nuestros corazones “para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor 4, 6). Somos iluminados por Jesucristo. Con la sabiduría personificada del libro de Eclesiástico podemos decir: “Yo puse mi tienda en las alturas” (Eclo 24, 4). En Jesucristo “puse mi tienda en las alturas”, la armé en las cimas de la luz, en las cumbres iluminadas, y me regocijo en el esplendor de Dios. Jesucristo, por medio de su misterio pascual, cambia nuestra vida. Él cambia nuestra naturaleza. Él nos constituye justos por nuestra fe. Los méritos de su sacrificio en la cruz hicieron una justa satisfacción por nuestros pecados, y el misterio doble de su muerte y resurrección nos hace morir al pasado y resucitar a la vida nueva, iluminada por él y por la luz de su resurrección, en la que andamos ahora. “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Rom 6, 4), en “la novedad de la vida”, como dice san Pablo literalmente en este versículo.

El Verbo eterno asumió carne en Jesucristo y divinizó esta carne humana de Jesús de un modo singular. Pero porque es nuestra humanidad que el Verbo divinizó en Jesucristo, este acto de divinización tiene un efecto en nosotros también. Por eso por nuestra unión con Jesucristo en la fe, en el bautismo, y en la recepción de su cuerpo y sangre en la eucaristía, el Verbo eterno, humanado y sacramentado, nos diviniza a nosotros también. Nos da una participación en la divinización de la humanidad de Jesucristo. Así nos da una participación en la naturaleza divina (2 Pd 1, 4), que restaura en nosotros lo que Adán tenía y perdió: es decir, la intimidad con Dios, la vida de gracia, la inmortalidad, y, después de un largo proceso de mortificación y purificación, el control de las pasiones, o la libertad de la esclavitud de las pasiones, para que, de verdad, podamos vivir en las cimas de la luz.

Así es la voluntad de Dios para con nosotros, es decir: que vivamos una vida iluminada en él. Pero para poder vivir así, tenemos que siempre hacer su voluntad y vivir sólo para él. Él no quiere tener competición alguna por nuestra atención y amor. Nuestros cinco sentidos tienen que ser purificados de todos los placeres innecesarios de este mundo. No sólo esto, sino las tres potencias de nuestro espíritu también tienen que ser purificadas por medio de un largo tiempo de ascetismo y renuncia, para que no pensemos, ni recordemos activamente, ni deseemos los placeres mundanos —inocentes que sean. Purificados así, podremos vivir en las cumbres iluminadas, en las regiones de la luz, calentándonos en el resplandor de Dios. Él quiere que vivamos en su esplendor, y que nuestra unión con Cristo nos divinice, porque es el Verbo eterno que está divinizando nuestra naturaleza humana. El que tomó nuestro pecado nos dio su justicia.

Cristo nos dijo: “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn 14, 19). Esto es lo que él quiere para con nosotros, que vivamos por medio de esta visión de él, que el mundo no conoce, y que tomemos vida por medio de él. Porque él vive, nosotros vivimos. Él es la fuente de nuestra vida en la luz. “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). Y ¿qué es el vivir por medio de él? ¿No es vivir en su esplendor, con su Espíritu Santo

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corriendo por nuestras entrañas, regocijándonos? “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él” (Jn 7, 38-39).

Jesús quiere que vivamos siempre en su luz y que nunca más tengamos sed espiritual de él. Por eso nos prometió que iba a darnos agua viva para que no volvamos a tener sed: “Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn 4, 13-14). Una fuente siempre tiene agua viva. Si tenemos una fuente en nosotros, no tendremos sed jamás, es decir: no tendremos sed espiritual de él, no andaremos en las tinieblas, una vez que le obedecemos siempre perfectamente, y una vez que somos purificados de los placeres innecesarios de este mundo en nuestros cinco sentidos y tres potencias de nuestro espíritu por un largo tiempo de ascetismo.

Entonces, de verdad, viviremos en la luz, calentándonos en su esplendor. “Yo soy la luz del mundo, dijo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Esta promesa es para los que le siguen, es decir, para los que le obedecen perfectamente, y sirven sólo a un Señor, y tienen sólo un tesoro, a Cristo, que está en el cielo. Esta promesa es para los pocos que escogen el camino angosto y estrecho de la vida, y no el camino ancho y cómodo de la mayoría, disfrutando de todos los placeres de esta vida. Esta promesa de caminar con él en la luz es por los que dejan todo para seguirle como los primeros discípulos, como el hombre que descubrió un tesoro escondido y vendió todo lo que tenía para obtenerlo. Esta promesa de caminar en la luz es para los que hallan una perla preciosa y, conociendo su valor, venden todo lo que tienen para comprarla. Ellos, de verdad, caminan con él en la luz, porque ellos son sus verdaderos discípulos que le siguen y hacen su voluntad. Jesús dijo: “Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33). Ellos viven sólo para él, y lo aman con todo su corazón, con un corazón completamente indiviso. Ellos caminan en la luz. “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12, 46).

Él vive en la luz y quiere que nosotros vivamos en la luz con él, que vivamos una vida espiritualmente resucitada, muertos con Cristo en su muerte, y vivos ahora con él en su vida resucitada, bañados de su luz. San Juan nos dijo: “Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él. Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros” (1 Jn 1, 5-7). Una vez purificados y obedientes, debemos caminar en la luz y vivir en estas regiones de la luz. Esto es su voluntad para con nosotros.

El Padre es “el bienaventurado y solo Soberano, Rey de reyes, y Señor de señores, el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, al cual sea la honra y el imperio sempiterno. Amen” (1 Tim 6, 15-16). Pero este Padre quien vive en “luz inaccesible” nos ha enviado a su único Hijo para revelarnos esta luz, esta vida de luz, esta vida iluminada, para que nosotros también pudiéramos vivir con él en su luz admirable. Porque “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn 1, 18). Él es nuestra luz que nos ilumina, que resplandece en “nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor 4, 6). ¡Qué

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esplendor! ¡Qué iluminación! Él resplandece en nuestro corazón, iluminándolo con su fulgor. Él esclarece las tinieblas con su claridad, y quiere que vivamos con él en esta espléndida luz. Es por eso que el Verbo fue hecho carne “y habitó entre nosotros —y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre— lleno de gracia y de verdad… Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Jn 1, 14.16-17). Vimos su gloria. Hemos visto su gloria, vivimos en su gloria, y hemos tomado de su plenitud, y gracia sobre gracia. Hemos contemplado su gloria, su esplendor, y Cristo nos ha transformado en lo que contemplamos al contemplarlo. El esplendor que contemplamos resplandece en nosotros, haciéndonos a nosotros lumbreras y luminares en el mundo (Fil 2, 15). Porque “nosotros todos mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor 3, 18).

Aquí vemos que la voluntad de Dios para con nosotros es que seamos transformados en gloria —de gloria en gloria, de un grado de gloria a otro— por obra del Espíritu Santo, que está dentro de nosotros formándonos interiormente en la imagen del Hijo. Al contemplar su gloria con cara descubierta, somos, dice san Pablo, “transformados de gloria en gloria”, hasta que nosotros resplandezcamos interiormente con la gloria de Cristo brillando en nuestro corazón. Esto es porque el mismo Cristo nos dio el don de su gloria para que la contempláramos y así fuésemos transformados en la gloria que contemplamos. Jesús nos dijo: “La gloria que me diste [oh Padre], yo les he dado, para que sean uno” (Jn 17, 22). Él mismo nos dio su gloria, para que fuésemos uno con él en gloria, calentándonos en su esplendor, viviendo con nuestras tiendas armadas en las cimas de luz, regocijándonos en su espléndida luz. Esto es lo Jesús quiere para con nosotros. Por ello vino al mundo, para revelarnos a nosotros a Dios. Jesús dijo: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde estoy yo, también ellos estén conmigo, para que contemplen mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Jn 17, 24). ¿Qué mejor cosa, qué gozo más grande hay, que contemplar la gloria de Cristo, la misma gloria de Dios en la faz de Jesucristo, resplandeciendo en nuestros corazones con la iluminación del conocimiento y del amor inefable, que nos transforma y nos hace también a nosotros resplandecientes? ¡Qué bello el plan que Dios tiene para con nosotros! Así él nos hermosea en Jesucristo.

Pero no todos ven esta luz. Los que son perdidos en el mundo y en sus placeres no la ven. Los incrédulos no la ven, como afirma san Pablo, hablando de los incrédulos, “en los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento…para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Cor 4, 4). El dios de este siglo, es decir, Satanás, los deseos de la carne, los placeres del cuerpo y los honores y placeres de este mundo han ahogado y extinguido esta luz, para que no resplandeciese en ellos. Ellos son como las semillas plantadas entre espinos. “…éstos son los que oyen pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto” (Lc 8, 14).

Pero no seamos nosotros así ahogados por los placeres de la vida que disminuyen y extinguen la luz de Cristo en nuestro corazón, “Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz” (Ef 5, 8). Cuanto más nos alejamos de los placeres mundanos, de los placeres innecesarios de esta vida, tanto más la luz de Cristo puede brillar en nosotros; y disfrutando de tanta luz, querremos alejarnos más aún

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de los placeres mundanos, y así alejados más aún, el esplendor de Cristo brillará aún más en nuestros corazones. Y esto es un proceso continuo, dando aún más deseo de alejarnos etc., hasta el punto de que nos encontremos viviendo una vida monástica, en el desierto, lejos del mundo, bañados de luz.

Así pues, si queremos vivir en la luz, tenemos que aborrecer (Jn 12, 25) y perder (Mc 8, 35) nuestra vida en este mundo, como el mismo Jesús nos enseñó: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Mc 8, 35). El salvar nuestra vida para perderla es vivir mundanamente. El perder nuestra vida para salvarla es ser crucificado al mundo, y el mundo a nosotros, como vivieron Jesús y Pablo. Estos últimos salvarán su vida de verdad. Pero los que tratan de salvar su vida al vivir mundanamente, perderán su vida. Jesús dijo también: “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn 12, 25). El amar nuestra vida es vivir por los placeres de esta vida. Ellos —dice Jesús— perderán su vida. El aborrecer nuestra vida es dejar los placeres de la vida y vivir una vida resucitada con Cristo, buscando las cosas de arriba, y no más las de la tierra (Col 3, 1-3). Ellos guardarán su vida para vida eterna, que comienza ahora. Tienen, pues, ahora una nueva calidad de vida, una vida nueva en Cristo.

“Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mirada en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios… Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros…habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual, conforme a la imagen del que lo creó, se va renovando hasta el conocimiento pleno…” (Col 3, 1-3.5.9-10).

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III

PURIFICACIONES ACTIVAS Y UNA VIDA TEOLOGAL

San Pablo, escribiendo a los Colosenses, dice que él está “con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Col 1, 12-14). ¿Qué quiere decir “participar de la herencia de los santos en luz? ¿No es que Dios quiere que vivamos en la luz de Cristo, quien murió por nuestros pecados, y resucitó para nuestra iluminación? Y ¿qué quiere decir: “nos ha librado de la potestad de las tinieblas”?, sino que él no quiere que permanezcamos en las tinieblas, más bien que tengamos la luz de la vida, y que seamos hijos de luz, “Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas” (1 Ts 5, 5). Esto es posible porque Cristo es nuestra luz. Lo que impide que esta luz resplandezca en nosotros son nuestros pecados e imperfecciones, y nuestra falta de purificación de nuestros sentidos y espíritu.

Uno puede dejar el mundo e ir al desierto o al monte o al monasterio en un solo día, pero normalmente uno entra el desierto todavía lleno del mundo. Uno puede privar sus sentidos de sus satisfacciones y placeres en un solo día, pero uno no puede ser purificado tan rápidamente de sus deseos para estos placeres. Al principio uno está siempre pensando de estas cosas, recordando e imaginándolas, teniendo fantasías de ellas, y deseándolas con su voluntad. Sólo después de mucho tiempo de privación, puede uno ser verdaderamente librado de la esclavitud de estos deseos y pasiones. Normalmente este requiere años de purificación por medio de una vida ascética. Antes de esto, nuestra alma es como vidrio cubierto de barro, por el cual la luz de Cristo no puede resplandecer mucho, ciertamente no tanto como Dios quiere. Pero una vez purificados, todo es diferente; entonces vivimos generalmente en las regiones de la luz, perdonados de nuestros pecados y librados de la opresión de las pasiones y deseos mundanos, para vivir sobria, justa y piadosamente (Tito 2, 12) en una alegre expectativa para la venida gloriosa del Señor con todos sus santos en gran luz.

El primer paso, si queremos ser purificados y armar nuestra tienda en las cimas de luz, y no sólo llegar un día a la cumbre de la montaña y entonces tener que bajar inmediatamente —el primer paso es la purificación activa de los sentidos. Se llama purificación activa porque somos nosotros los que hacemos esto activamente al vivir ascéticamente una vida de renuncia a los placeres innecesarios de este mundo, es decir, a los placeres mundanos.

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No sé cuántos siquiera tratan de hacer esto, y por eso son muy pocos los que viven una verdadera vida contemplativa en la luz, calentándose en el esplendor de Cristo, acampados en las cumbres iluminadas. Quizás llegan allá raramente, pero descienden inmediatamente, y sólo vislumbran brevemente este esplendor. ¡Sólo los que purifican activamente sus sentidos y su espíritu de los placeres innecesarios de esta vida humana pueden armar su tienda en las alturas y permanecer allá!

Es por esta razón que tradicionalmente, en los tiempos de más fervor, los monjes estrictos comían muy sencillamente, sin carne, ni fritura, sin condimentos, excepto la sal, nunca desayunaban, y cenaban sólo seis meses del año, y no comían delicadezas como tortas y postres hechos de harina blanca, ni siquiera comían pan blanco. Comían pan oscuro y basto, algo básico, sustancioso, y austero, bueno para la salud, pero que da poco placer. Así vivieron en los tiempos de san Bernardo (ver su primera carta).

Es para purificar activamente sus sentidos que tradicionalmente los monjes estrictos no salen del monasterio, excepto para ir al doctor o algo necesario. Es para esta purificación que nunca van al cine, o a restaurantes, banquetes, fiestas seglares, o paseos por el placer para ver un paisaje diferente, o para visitar un museo o un parque zoológico. Es por esto que renuncian a la ropa seglar, y siempre se visten de la misma manera, sobria y modestamente, mostrando así su renuncia al mundo y a sus estilos y modas. Es para purificar sus sentidos que no miran la televisión, no escuchan el radio, ni la música seglar, y viven en silencio, en clausuras, hablando poco y gastando su tiempo en silencio con Dios en recogimiento de la mente y corazón. Es para esta purificación de sus sentidos y espíritu que viven lejos de otras personas que no son monjes. Y también es por esta misma razón que estos monjes estrictos no visitan a sus padres o parientes o amigos en sus casas, ni tienen vacaciones. Comen a solas o en comunidad sin hablar y sin aun mirar el uno al otro; más bien escuchan una lectura espiritual; y no comen con mujeres; o, si son monjas, no comen con hombres. Así se purifican sus sentidos de todos los placeres innecesarios de esta vida, para poder armar sus tiendas en las cimas de la luz, regocijándose en el esplendor de Cristo.

Pero si uno quiere ser “librado de la potestad de las tinieblas” y “participar de la herencia de los santos en luz” (Col 1, 12-14), tiene que purificar activamente no sólo sus sentidos, sino también su espíritu, y esto requiere mucho tiempo. Hay tres potencias del espíritu, y hay tres virtudes teologales. Según la enseñanza de san Juan de la Cruz, cada virtud teologal purifica una de estas potencias. La fe purifica el entendimiento, la esperanza purifica la memoria, y la caridad purifica la voluntad, hasta el punto de que estas potencias son hechas nuevas, restauradas, iluminadas, y divinizadas; y nosotros somos llenos de luz.

La Fe y el Entendimiento: Por la fe, recibimos la justicia de Dios. Somos hechos justos, puros, y santos delante de Dios por la fe en Jesucristo, quien nos salvó por los méritos de su muerte en la cruz. Somos justificados por la fe “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no es de vosotros, pues es don de Dios” (Ef 2, 8). Por la fe recibimos esta vida nueva, la vida de Dios, que nos eleva a un nivel sobrenatural y nos pone en intimidad con Dios. La fe marca nuestra ruptura del mundo. Desde que creemos, no somos más del mundo, sino hemos resucitado con Cristo y buscamos ahora “las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1).

Sobre los que creen en él, dice Jesús: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 16). Somos más bien muertos y resucitados con Cristo para una vida

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nueva, una vida de gracia e iluminación, “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Rom 6, 4). La fe nos da una nueva óptica, una nueva visión, un nuevo tipo de vida y modo de vivir. Nos da la vida en Cristo, una vida iluminada, una vez que somos purificados.

Nuestros pensamientos mundanos han de morir y ser reemplazados por el modo de pensar del nuevo hombre, nacido de nuevo por la fe en Jesucristo.

La Esperanza y la Memoria: Nuestra memoria, imaginación, e imaginaciones, los cuales son parte de nuestra memoria, también tienen que ser purificados si queremos vivir en la luz, con Jesucristo resplandeciendo en nuestro corazón.

Es, sobre todo, la virtud teologal de la esperanza que limpia nuestra memoria de imágenes mundanas para que olvidemos de los placeres innecesarios del mundo. Estas imágenes mundanas, que no nos convienen como hombres nuevos, tienen que ser reemplazadas por nuevas imágenes, sobre todo imágenes de la esperanza cristiana. Estas imágenes son muy bellas y poderosas; y son más que imágenes. Son realidades de la fe y del misterio de Cristo, sobre todo de su parusía o venida en gloria con todos sus santos en gran luz para iluminar y llenar toda la tierra.

Después de mucho tiempo viviendo ascéticamente, nuestros deseos para los placeres del mundo disminuyen; y no pensamos mucho sobre ellos. En vez de pensar, recordar, y desear estas cosas, tenemos pensamientos de fe, imaginaciones alegres y resplandecientes de esperanza, y deseos del amor divino que llena nuestro corazón.

Así viviremos en la luz “y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom 5, 2). Anhelamos al Hijo del Hombre viniendo en su gloria con las nubes de cielo. Y “Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo…y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mt 24, 30-31). Aunque esto es una realidad futura, es una experiencia de luz y esperanza de gloria que nos ilumina en el presente. Así son los misterios de Cristo. Trascienden el tiempo, y son presentes, iluminándonos y llenándonos con gozo espiritual en el presente. Vivimos alumbrados por su resplandor.

Y los ángeles vendrán “con gran voz de trompeta”, y los santos vendrán “de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro”. ¡Qué grande será este día! ¡Cuán lleno de gloria! Una vez purificados, esta esperanza debe llenarnos de júbilo del espíritu, que dará a nuestra vida presente un foco fulgurante y espléndido.

Esta voz de trompeta nos llamará al banquete mesiánico del reino de Dios. Será nuestra transformación en la gloria, “He aquí os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Cor 15, 51-52). ¡Qué transformación será! Vivamos, pues preparados para esta “final trompeta; porque tocará la trompeta”. El ángel de Dios tocará la trompeta. “Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero, luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4, 16-17).

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Su venida será en gran luz, “Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre” (Mt 24, 27). Debemos, entonces, esperar este día con alegre y ansiosa expectativa, que caracterizará nuestra vida presente, y la pondrá en una nueva luz. Ve como la esperanza transforma y diviniza nuestra vida en el presente, y sobre todo nuestra imaginación y memoria, reemplazando memorias e imaginaciones inconvenientes con imágenes de gloria. Estas realidades espirituales llenan cada vez más nuestra memoria e imaginación.

Por eso debemos estar preparados ahora y vivir en un estado constante de preparación: “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando… Vosotros, pues, también, estad preparados, porque a la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrá” (Lc 12, 35-37.40).

¿Qué tenemos que hacer para estar preparados? ¿Qué tipo de vida debemos vivir ahora para estar en vela constante, en un estado continuo de preparación? Queremos que cuando venga, nos encuentre velando en oración, maravillados de su belleza, porque en este día “los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43), y “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad” (Dan 12, 3). “En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como chispas en un rastrojo” (Sab 3, 7). Debemos empezar a vivir en esta gloria ahora por la esperanza.

Una vez purificados, con nuestra tienda armada en las cimas de luz, esta gran esperanza cristiana, esta esperanza de gloria, nos llenará de luz y esplendor. Así, pues, “sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13). Tenemos que ser santificados para este gran día. Por eso “el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts 5, 23). “Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado” (1 Pd 1, 13).

Así todo nuestro ser tiene que ser transformado —nuestro estilo y modo de vivir, nuestros sentidos, y nuestro espíritu.

Y “Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir!” (2 Pd 3, 11). La parusía nos motiva para vivir una vida de perfección en el presente. “Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles” (2 Pd 3, 14).

Esperamos con gozo el banquete mesiánico, porque “el Señor de los ejércitos hará en este monte a todos los pueblos banquete de manjares suculentos, banquete de vinos refinados, de gruesos tuétanos y de vinos purificados. Y destruirá en este monte la cubierta con que están cubiertos todos los pueblos, y el velo que envuelve a todas las naciones. Destruirá a la muerte para siempre; y enjugará el Señor toda lágrima de todos los rostros; y quitará la afrenta de su pueblo de toda la tierra; porque el Señor lo ha dicho” (Is 25, 6-8). El deleite de este día de luz y esplendor nos alumbra y deleita ahora. Vivimos en su luz. Saboreamos su dulzura ahora. Y “Sucederá en aquel tiempo, que los montes destilarán mosto, y los collados fluirán leche” (Jl 3, 18). Olemos su fragancia y

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saboreamos su dulzura ahora en la alegría de nuestro espíritu. Esta alegría transforma nuestra vida y nuestra manera de vivir. Es la dulce fragancia del cielo que nos atrae.

Es la gran cosecha de la tierra que esperamos, la siega y la recolección de los frutos de la tierra, un día de gozo, luz, y esplendor, cuando el ángel del Señor dirá al Hijo del Hombre sentado sobre una nube: “Mete tu hoz, y siega; porque la hora de segar ha llegado, pues la mies de la tierra está madura. Y el que estaba sentado sobre la nube metió su hoz en la tierra, y la tierra fue segada” (Apc 14, 15-16). Y otro ángel salió, “teniendo también una hoz aguda” y se le dijo: “Mete tu hoz aguda, y vendimia los racimos de la tierra, porque sus uvas están maduras. Y el ángel arrojó su hoz en la tierra, y vendimió la viña de la tierra, y echó las uvas en el gran lagar…” (Apc 14, 17.18-19).

Puesto que estamos esperando esta gran siega de la tierra, ¿cómo debemos vivir? En expectación, en oración, purificados del mundo, y preparados —una vida de vela. “Mirad, velad y orad —dice Jesús—; porque no sabéis cuando será el tiempo” (Mc 13, 33). Al vivir así nos purificamos; y siendo purificados, viviremos así en alegre espera para la venida gloriosa del Señor que nos alumbrará con su luz radiante. El monje es un hombre de vela y espera. Él vela en la noche; y su corazón vive ya en esta gloria venidera.

La Caridad y la Voluntad: Es, finalmente, la virtud teologal de la caridad que limpia y renueva nuestra voluntad, la tercera potencia de nuestro espíritu. Es así porque nuestra voluntad es nuestra potencia de amar. Amamos con el corazón y la voluntad. Tenemos que ser limpiados de los amores mundanos, de amores pasajeros, y de apegos inconvenientes que dividen nuestro corazón, para que tengamos un corazón indiviso y podamos amar a Dios con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso en nuestro amor a él, y no dividido por otros amores. El celibato, integralmente vivido, es una gran ayuda en esto.

Es en el mismo río resplandeciente del amor divino que eternamente fluye y refluye entre el Padre y el Hijo en esplendor inefable y fulgor inconcebible —es en este mismo río del amor divino que Jesús vino al mundo para introducirnos a nosotros, para que este mismo río fluya también por medio de nosotros. Cristo reza “para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Jn 17, 23). Cristo está en nosotros, y el Padre está en él, y él en el Padre. El Padre está amándole a él, y él está amándonos a nosotros con este mismo amor con que él es amado por su Padre, y con que él ama a su Padre. Por eso es un amor divino con que somos amados. “…los has amado a ellos [oh Padre] como también a mí me has amado” (Jn 17, 23). Es el mismo amor divino y esplendoroso que ha sido derramado en nuestros corazones con el don del Espíritu Santo, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom 5, 5). “Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (Jn l7, 26). “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Una vez purificados, este amor resplandecerá en nuestros corazones.

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IV

NO SE PONDRÁ JAMÁS TU SOL

“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn 14, 16-19). Esta es la voluntad de Dios para con nosotros, la voluntad de Cristo para con nosotros, que Dios esté siempre con nosotros, y nosotros estemos siempre con él, en su luz, con nuestra tienda armada en su esplendor, y nosotros regocijándonos en fe, esperanza, y amor divino. Él quiere que el Espíritu “esté con vosotros para siempre” (Jn 14, 16), que él more con nosotros y esté en nosotros, que nosotros estemos siempre con él, y nunca a solas, nunca huérfanos. Cristo también vendrá a nosotros y lo veremos, aunque el mundo no lo verá; y quedaremos así viéndolo con los ojos del espíritu. Cristo quiere que tomemos vida de él, que vivamos por medio de él, y que vivamos porque él vive. Jesús dijo también: “Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por medio del Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por medio de mí” (Jn 6, 57). “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn 1, 16).

Tomamos vida de él. Nos calentamos en su esplendor. Permanecemos en él. “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). Vivimos de él. Él es la fuente de nuestra vida nueva y divina que vivimos en Dios. Y Cristo quiere que permanezcamos en este río resplandeciente del amor divino, que permanezcamos en su esplendor, que caminemos con él en las regiones de luz, en las cumbres iluminadas. “…permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). “Permaneced en mí, y yo en vosotros” (Jn 15, 4). ¡Qué alegría hay al permanecer en él, en la vid, en el esplendor del Padre que el Hijo nos transmite! Esto regocija el corazón e ilumina nuestro ser; nos transforma de gloria en gloria. Nos transfigura en luz. Y esta es una luz que no se pone, aunque no brilla siempre en nosotros de la misma intensidad.

Isaías profetizó sobre esta luz en que Cristo quiere que andemos: “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria del Señor ha nacido sobre ti. Porque he aquí tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá el Señor, y sobre ti será vista su gloria” (Is 60, 1-2). “Sobre ti será vista su gloria”; no sobre todos. Será vista su gloria sobre los que tienen fe en Cristo y viven en la esperanza de la gloria (Rom 5, 2), y son injertados en el río resplandeciente del amor divino. Será vista

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su gloria sobre los que viven en Cristo, en los que viven en la gracia y toman de su plenitud, “gracia sobre gracia” (Jn 1, 16). Será vista su gloria sobre los que contemplan su gloria, y al contemplarla son “transformados de gloria en gloria” (2 Cor 3, 18), en lo que contemplan, en la misma imagen de Cristo, por obra del Espíritu Santo (2 Cor 3, 18).

A quienes ha venido su luz —dice el Señor por boca de Isaías— “El sol nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que el Señor te será por luz perpetua, y el Dios tuyo por tu gloria. No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque el Señor te será por luz perpetua…” (Is 60, 19-29).

¡Qué bello es el sol cuando resplandece en un cielo limpio! “Orgullo de las alturas es el firmamento límpido, espectáculo celeste en una visión espléndida. El sol cuando despunta proclama: ‘¡Qué admirable es la obra del Altísimo!’…ciega los ojos con el resplandor de sus rayos” (Eclo 43, 1-2.4). Pero Dios dice, por boca de Isaías, que ahora tú tienes una iluminación mejor aún que el mismo sol. Es el Señor que ahora es tu luz perpetua, y tanto te ilumina que no necesitarás más el sol para ser iluminado. La claridad del mismo Señor nos ilumina. Andamos en su luz, y nos regocijamos en su esplendor.

Y este esplendor no se pone jamás: “No se pondrá jamás tu sol” (Is 60, 20). El Señor es una luz perpetua para los que viven en Jesucristo una vida teologal, una vida divina y transformada, una vida de fe, esperanza de gloria, y amor divino. Esta vida teologal nos purifica. Ella quita el barro de nuestra alma, para que Cristo pueda resplandecer en nuestros corazones, “para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor 4, 6). Una vez purificados, Cristo quiere que vivamos en este estado de luz. Y “No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque el Señor te será por luz perpetua” (Is 60, 20).

Así será en la Jerusalén celestial. Pero Dios quiere que tengamos un anticipo de la Jerusalén celestial ahora, porque dijo: “Y yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel, que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12, 46). El quiere que seamos purificados para que no permanezcamos en las tinieblas, sino que tengamos la luz de la vida. De verdad, “el que me sigue —dijo Jesús— no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). ¿No es esto lo que Isaías profetizó? “No se pondrá jamás tu sol” (Is 60, 29), y que seremos tan iluminados por el Señor que no necesitaremos el mismo sol por iluminación: “sino que el Señor te será por luz perpetua” (Is 60, 20). Y en la Jerusalén celeste, que anticipamos ahora —si somos purificados— “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Apc 21, 23). “Sus puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche” (Apc 21, 25). Es un estado constante de luz. Allá uno habita en las alturas y permanece allí con el Señor, bañado de luz, regocijándose en su esplendor. “No habrá allí más noche; no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminará” (Apc 22, 5). Esta es nuestra meta final, que podemos anticipar, en cierto sentido, si somos purificados.

La vida en Cristo es una vida en la luz. “…en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz” (Ef 5, 8). “…vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pd 2, 9). Nosotros somos luz en Cristo, alegrándonos en su “luz admirable”, y dando gracias “al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz”, porque él nos libró “de la potestad de las tinieblas” (Col 1, 12-13).

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La vocación de San Pablo era de ir a los gentiles, “a quienes ahora te envío —le dijo el Señor— para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios” (Hch 26, 18). Así será la misión de Cristo, una misión de iluminación, como profetizó Isaías: “te guardaré y te pondré por pacto al pueblo, por luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, para que saques de la cárcel a los presos, y de casas de prisión a los que moran en tinieblas” (Is 42, 6-7).

Cristo nos prometió: “vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (Jn 16, 22). Él nos promete un gozo perpetuo. Dice que nadie nos quitará este gozo. Así es la vida en Cristo. Por eso dice Pablo: “Estad siempre gozosos” (1 Ts 5, 16), y “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!” (Fil 4, 4). Esta es la alegría de espíritu que Cristo nos da. San Pablo dice que el mundo le considera a él y a los otros apóstoles “como desconocidos, pero bien conocidos; como moribundos, mas he aquí vivimos; como castigados, mas no muertos; como entristecidos, mas siempre gozosos; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo” (2 Cor 6, 9-10).

Su alegría está en Cristo, en la cruz de Cristo. Abrazando a Cristo y su cruz, en una vida austera, una vida vivida sólo para Cristo, una vida perseguida por causa de Cristo, y llena de tribulaciones por causa de él, san Pablo está lleno de paz y luz en Cristo, una paz y luz no de este mundo. Es siempre gozoso. Dice que está “llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos. Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (2 Cor 4, 10-11).

Es esta vida de la muerte de Jesús que nos trae tanta alegría de espíritu. Negándonos a nosotros mismos, nos regocijamos en el espíritu. Compartiendo la cruz de Cristo, compartimos también su resurrección, una resurrección espiritual, una resurrección en la alegría y esplendor de Jesucristo resucitado. Es una vida en la luz. La cruz de Cristo es el camino que él nos dio para llegar a vivir en su luz. “…si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Rom 6, 8). De verdad, “si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Tim 2, 11-12). Si somos perseguidos por él, seremos recompensados por él.

Esto es la voluntad de Dios para con nosotros, que por medio de vivir el misterio de la cruz de Cristo, vivamos en su luz, iluminados. Pero para experimentar esta vida espléndida de la gracia, tenemos que quitar el barro de nuestra alma por medio de las varias purificaciones. Tenemos que purificar nuestros cinco sentidos por una vida de ascetismo, mortificación, y renuncia a los placeres innecesarios de este mundo. Cuanto más hacemos esto, normalmente tanto más luz veremos y tanto más constante será esta luz y de tanto más intensidad y esplendor. Esta purificación activa de los sentidos es una participación de la cruz que nos lleva a esta luz. Hemos visto que necesitamos también una purificación activa (es decir, es activa en que es algo que nosotros mismos hacemos activamente) no sólo de los sentidos, sino que también del espíritu, en sus tres potencias.

También necesitamos purificaciones pasivas, es decir, las que Dios obra en nosotros. Unos ejemplos de estas purificaciones pasivas que nos ayudan a ser purificados para poder vivir en la luz de Cristo y para que él pueda resplandecer en nuestros corazones con su iluminación, son los siguientes.

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El sentido de culpabilidad es una purificación pasiva. Esto acontece, por ejemplo, cuando Dios nos dirige a renunciar a un placer particular, innecesario, y por eso mundano, y en vez de seguir esta inspiración del Espíritu Santo y esta manifestación de la voluntad de Dios para con nosotros, nos complacemos en este placer, y después nos sentimos muy mal, culpables, y deprimidos. Castigándonos así, Dios está ayudándonos mucho a alejarnos del mundo y de sus placeres, para vivir sólo para él. Así no sólo somos atraídos positivamente para vivir sólo para Dios, sino que también su castigo, cuando fallamos, nos ayuda también negativamente para que vivamos sólo para él. Así tenemos una atracción a lo bueno, y miedo de lo malo, temiendo el castigo de Dios, y temiendo caer fuera de su favor y amor en el futuro al caer en una falta.

Son los más obedientes y los más purificados que experimentan más este castigo interior por cosas pequeñas, porque Dios espera más de ellos. A los menos obedientes y menos purificados, él es menos exigente, tratándolos según su nivel de perfección. Es por ello que los grandes santos siempre se han visto a sí mismos como grandes pecadores. Pequeñas imperfecciones que no perturban a los demás les perturbaban a ellos muchísimo.

Este sentido de culpabilidad nos ayuda mucho, o mejor dicho, Dios nos ayuda mucho al castigarnos así interiormente, haciéndonos sentir mal cuando hacemos algo que no le agrada. Podemos desviarnos así, sin saber que nuestro comportamiento no le agrada. Entonces él nos castiga interiormente, y así aprendemos poco a poco su voluntad más perfecta para con nosotros, incluso en los más pequeños detalles. Siendo castigados así, debemos humillarnos, arrepentirnos, y cambiar nuestro comportamiento inmediatamente, y en el futuro. Así crecemos en el camino de la perfección. Esta purificación pasiva que Dios obra en nosotros nos ayuda a crecer en la santidad.

Otra purificación pasiva es la persecución por causa de Cristo, por hacer su voluntad en un ambiente que no entiende ni aprecia nuestro nuevo comportamiento. Esta persecución nos hace sufrir y acudir a Cristo, alejándonos más del mundo, que no nos comprende, y nos rechaza. Siendo más alejados del mundo, seremos más purificados. Y también este sufrimiento mata en nosotros nuestro amor antiguo por el mundo y los placeres del mundo. Cuando, por ejemplo, renunciamos a los placeres innecesarios del mundo por amor a Cristo, para que él sea nuestro único gozo, Señor, y tesoro en esta vida, encontraremos que el mundo no nos comprende; y nos rechaza. Entonces, de verdad, podemos comenzar a vivir una vida santa, una vida como los santos, como, por ejemplo, la vida del santo Cura de Ars o de Carlos de Foucauld, como los ermitaños del desierto de Egipto o como los misioneros que fueron martirizados. Comenzamos a vivir una vida como la de santa Teresa de Avila o la de san Juan de la Cruz, una vida como la de santa Catalina de Siena o la de santa Rosa de Lima, una vida mortificada, crucificada a este mundo, purificada, y vivida en la luz de Cristo, una vida vivida sólo para Dios en todo, todo el tiempo, sin excepción. Así la persecución es otra purificación pasiva que nos aleja más del mundo y de una vida mundana y superficial que tiene poca experiencia de Dios.

Hay también otras purificaciones pasivas que Dios obra en nosotros, como, por ejemplo, la enfermedad. La enfermedad puede ser una gran ayuda para nuestra purificación del mundo y para nuestra santificación. Si tenemos una debilidad física, por ejemplo, una debilidad de los pies y de las piernas, no podemos ir para paseos, subir montañas, viajar mucho en las ciudades; y poco a poco el interés en estas cosas muere en

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nosotros, y es reemplazado por intereses espirituales, intereses en las cosas de Dios. Poco a poco estas recreaciones físicas y exteriores nos parecen aburridas, como pérdidas de tiempo, como distracciones que nos molestan y separan de las cosas bellas e interesantes de Dios, que nos atraen. Por eso la vida monástica trata de eliminar todas estas actividades superficiales, innecesarias, y mundanas, para que, de veras, vivamos sólo para Dios.

Es por eso que monjes estrictos tradicionalmente renuncian al mundo y todos sus placeres innecesarios. Quieren vivir sólo para Dios, porque, viviendo así, Dios viene a ser grande para ellos. Por eso Jesús dice: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mt 19, 21). Al vender, dejar, y renunciar a todo, quedamos sólo con Jesús, quien entonces será todo para nosotros. “Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33). Para ser su verdadero discípulo, tenemos que vivir sólo para él. “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 26).

Un verdadero discípulo no tiene nada en este mundo, sino Dios. El camino de la perfección es el de dejarlo todo por amor a él, como hicieron los primeros discípulos: “Y les dijo Jesús: Venid en pos de mí, y haré que seáis pescadores de hombres. Y dejando luego sus redes, le siguieron” (Mc 1, 18). Y vio a Juan y Santiago, hijos de Zebedeo en la barca, remendando las redes, “Y luego los llamó; y dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron” (Mc 1, 19-20). Cristo debe ser nuestro único gozo, nuestro único tesoro, nuestro único Señor, si queremos ser perfectos y vivir en la luz. “Entonces Pedro dijo: He aquí, nosotros hemos dejado nuestras posesiones y te hemos seguido. Y él les dijo: De cierto os digo, que no hay nadie que haya dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna” (Lc 18, 28-30). Si no vivimos sólo para él, sería difícil vivir en el reino de Dios en la luz. “De cierto os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Otra vez os digo, que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt 19, 23-24). Y esto es porque normalmente los ricos están rodeados de los placeres de este mundo, hasta que se dividen sus corazones y se olvidan de Dios. Por eso Jesús dice que es difícil para un rico entrar en el reino de Dios.

Terminemos con una citación de san Juan de la Cruz: “Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios” (Subida 3.16.2). De verdad, cuanto más hallaremos todo nuestro gozo sólo en Dios, tanto más gozo hallaremos en Dios.