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1 El pergamino de la reina DIOSCUROS El pergamino de la reina DIOSCUROS ERYA El pergamino de la reina ERYA

El pergamino de la reina DIOSCUROS El pergamino€¦ · acoger multitud de libros. Hacía meses que el nuevo rey había querido cerrar la biblioteca, pues no daba dinero sino todo

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El pergamino de la reina

DIOSCUROSUn pergamino secreto parece contener la respuesta a todas sus preguntas, pero la única forma de descifrarlo es acudir a los mismos dioscuros.

Yo soy el dioscuro del oeste. Yo domino todo el reino de Svilda y castigo a quien osa rebelarse contra mí, aunque a

veces puedo ser magnánimo.

¿Quiénes son estos que buscan descifrar las runas del pergamino? Una bibliotecaria en busca de venganza, un

borracho con una historia heroica, un rey destronado, una doncella que habla sola y un cazador con una pata de palo. La muerte de su reina les ha dejado indefensos.

Sonrío.

Ingenuos… ¿De verdad creen que les ayudaréa destruir a mis hermanos?

9 788494 771729

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El pergamino de la reinaD

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SERYA El pergamino

de la reina

ERYA

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DIOSCUROS

El pergamino de la reina

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© 2017, Erya© Ilustración de cubierta: Ico Lizhen, Pietro Víktor Carracedo AhumadaPrimera edición: noviembre 2017

Derechos de edición en español reservados para todo el mundo.

© 2017, Ayaxia Ediciones www.ayaxiaediciones.com

ISBN: 978-84-947717-2-9

Depósito Legal: M-33009-2017

Impreso en España.

Queda rigurosamente prohibida, sin autorización por escrito del editor, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

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Querido lector:

Seguramente te estés preguntando: ¿un libro de fantasía puede abarcar tan poco? Increíble, ¿verdad? La misión de este libro es entretener y que se pueda leer en cualquier parte sin suponer molestia o peso para el lec-tor.Cuatro son las entregas que componen esta short saga, pero para que las siguientes vean la luz necesito tu ayuda. ¡Sí, has leído bien!Si te gusta la historia, por favor da tu opinión sobre ella, recomiéndala, compártela, ya que solo si tiene un buen número de lectores, ¡podré con-tinuar publicándola!

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A mi familia, que ha hecho posible mi sueño.

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No era habitual encontrarse la taberna vacía, pero aquel Dy’Gwener no era un día cualquiera: era el aniversario de la muerte de la reina. Su hijo, ahora el rey, había querido conmemorar el primer aniversario de la muerte de su madre para honrar su memoria.

Hacía horas que había terminado la ceremonia, pero la gente guar-daría luto hasta el crepúsculo. Quizá no llegara a tener ningún cliente aquella noche, ni siquiera de los habituales.

—Vete a casa si quieres, Erehna —le dijo amablemente el tabernero a su compañera, deteniendo su limpieza de las mesas y mirando hacia arriba—, hoy no habrá apenas trabajo, y menos en la biblioteca.a

Ella se encontraba en el piso superior, que se había habilitado para acoger multitud de libros. Hacía meses que el nuevo rey había querido cerrar la biblioteca, pues no daba dinero sino todo lo contrario. De modo que Gabbeindar, uno de los taberneros de la ciudad, había recogido fir-mas para que esto no sucediera. Sin embargo, a pesar de esto, el rey no estaba dispuesto a seguir manteniendo un edificio solo por un puñado de libros. Así que Gabbeindar había ofrecido parte de su taberna para aco-gerlos. En mitad del traslado de los libros había llegado Erehna pidiendo trabajo, y él se lo había dado a cambio de tres comidas al día y unas po-cas monedas, pues por el momento no podría pagarle más. Erehna había aceptado de buena gana; ordenó los libros y dio un maravilloso toque al piso superior de la taberna, dando la sensación de lugar acogedor y relajante, nada que ver con la planta de abajo, donde hombres y mujeres

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comían y bebían entre gritos y risas. Pocos subían a leer, pero eso no les importaba. Ella seguía cuidando de los libros y de vez en cuando bajaba a ayudar a Gabbeindar con el servicio, especialmente los fines de semana.

—No me importa quedarme, así limpio un poco algunas de las estanterías.

—Entonces ven a tomar un vaso de zumo de manzana, te vendrá bien.

La joven aceptó su oferta y, dejando sobre una mesa ratonera algu-nos de los libros que tenía entre manos, descendió con calma. Mientras se acercaba, observó la estancia. Las mesas y sillas de madera estaban perfectamente ordenadas y limpias. A un lado había un pequeño estra-do desde el cual, a veces, tenían el placer de escuchar grandes voces, cantando o relatando, daba igual. El tabernero se hallaba tras la barra, sacando brillo a las jarras de barro y porcelana. Tenía el pelo rubio y largo, siempre recogido en una coleta. Su rostro, afable y cansado como sus ojos azules, mostraba una horrenda cicatriz que iba desde la nariz al lado derecho de su cuello. Decía que era una herida de guerra de cuando estuvo en el ejército al servicio de la reina, protegiendo la ciudad de la dioscura. Ahora su cuerpo no estaba tan en forma, pero conservaba gran parte de su fuerza.

El hombre le devolvió la mirada mientras la joven se acercaba. Era más baja que él, tenía un pelo azul oscuro ondulado muy típico de las gentes que vivían más al sur, a orillas del océano. Pocas veces los habi-tantes del océano se trasladaban tierra adentro, así que el pelo de ella destacaba sobre los demás y no solo por este color peculiar, sino porque varias mechas plateadas lo adornaban. Más de una vez el tabernero se había preguntado si eran naturales o artificiales, juraría que tenía algu-nas más desde que había llegado. Los ojos de ella eran de color lila, una característica más típica del norte, perfectamente armonizados con su piel blanca y la pequeña y respingona nariz de su rostro. Su cuerpo era ágil y esbelto, siempre cubierto con ropas estrechas que realzaban sus curvas, pantalones y botas. Gabbeindar no estaba muy seguro de que la

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intención de ella fuera destacar, más bien parecía sentirse más cómo-da con ese tipo de ropa, aunque para trabajar en una taberna-biblioteca cualquier ropa era cómoda.

Erehna cogió el vaso de cristal que él le había dejado sobre la barra y dio un pequeño sorbo.

—Está perfecto.—Recién elaborado, ¿te gusta?Observó el líquido verdoso antes de responder.—Tiene un regusto dulzón que nada tiene que ver con la manzana.—Azúcar de regaliz. Un experimento mío.—Deberías hacerte coctelero profesional —le dijo ella tras dar dos

sorbos más a su bebida. Él se sirvió también y chocó el vaso con el de Erehna.

—Juraría que eso no es una profesión… y que no existe esa palabra.—¿Y bibliotaberna sí?Ambos sonrieron y se acabaron el zumo.Un chapoteo en el exterior les hizo mirar hacia la puerta. Ninguno se

había percatado de que había empezado a llover. Gabbeindar soltó una maldición y desapareció por una puerta que había tras el mostrador. Ella le escuchó trastear hasta que volvió a aparecer cargado con un cubo y un mocho atado a un palo. Sobre el hombro llevaba una especie de alfombra enrollada, de tejido muy grueso. Llegó a tiempo a la puerta, justo cuando entraba alguien envuelto en una capa verdosa de la cabeza a las piernas y unas botas marrones cubiertas de barro. Ignoró la presencia del taberne-ro a su lado y, quitándose la capucha, dio un paso hacia una de las mesas.

—¡Ni se te ocurra moverte, Dedk! —bramó el hombre.Erehna observó divertida la escena, sentada en uno de los taburetes

altos de la barra. El chico que acababa de entrar, cuyo nombre completo era Dedkare, tenía el pelo castaño a tazón y unos ojos de un verde esme-ralda cautivador. Algunas pecas cubrían su delgada nariz, pero ninguna había en su anguloso rostro.

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—¡Vamos! Solo es un poco de barro, Gabb. —Dio otro paso, provo-cando a Gabbeindar.

—Te tengo dicho que no me llames así —dijo el tabernero al tiempo que obligaba al muchacho a limpiarse bien las botas en la alfombra y limpiaba el suelo de madera.

Dedk se quitó la capa y la sacudió, llenando los alrededores de gotas de agua. Erehna contuvo la risa ante la mirada rabiosa del tabernero. Fue tras la barra y sirvió cerveza en una buena jarra para luego dejarla en una de las mesas. Consiguió atraer enseguida la atención del joven, que dejó de provocar a Gabbeindar y fue como un animal sediento hacia la bebida.

El tabernero terminó de limpiar y se dirigió a grandes zancadas ha-cia la puerta de detrás de la barra. Dedk terminó rápidamente la bebida y pidió más. Erehna se la sirvió, permitiendo que Gabbeindar terminara con sus quehaceres. Poco a poco fue llegando más gente. Todos se lim-piaban bien las botas antes de entrar en el local. Luego tomaban asiento, unos juntos, otros en solitario, y pedían diversos tipos de aguardiente. La bibliotecaria y el tabernero se multiplicaron para servir a todos. En-seguida el lugar se llenó de ruido, voces, chistes y risas. Por todas partes pedían nuevas bebidas y hubo alguien que pidió una ración de sopa. Ere-hna no alcanzó a ver quién había sido, ya que su compañero se le había adelantado para atenderle. Luego se dirigió hacia la cocina y calentó al fuego una pequeña olla con sopa de patata y cebolla.

La clientela fue pagando y marchándose a medida que avanzaba la noche y, sobre todo, ahora que había dejado de llover. Al ver que Gab-beindar ya no la necesitaba, la joven dirigió sus pasos hacia las escaleras, pero alguien cogió su muñeca y la retuvo.

—Yo antes era alguien —dijo la inconfundible voz ebria de Dedka-re—. Yo le salvé la vida a la reina. Tendría que estar rodeado de lujo y de chicas, pero mírame. —Se miró las manos, soltando la de ella.

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Erehna sintió pena por él. Claro que se sabía esa historia, de hecho, todo el mundo la conocía. Y, por si se le olvidaba, él se encargaba de re-cordársela todos los fines de semana tras varias jarras de cerveza.

Varios años ha, siendo él un niño, había escuchado una clandestina conversación en la que se hablaba de envenenar el vino de la reina. Como niño que era, al principio no se lo había tomado en serio, e incluso pensa-ba que se trataba de algún tipo de sorpresa para la reina. Hasta que llegó el día de la celebración del cumpleaños del príncipe, el hijo de la reina, una celebración de puertas abiertas, a la que podía acudir todo el reino. Por lo visto, a su tía no le parecía una buena idea este acontecimiento. Cuando él regresó a casa la encontró con una amiga, criticando la deci-sión de la reina de dejar pasar a todo el que quisiera asistir. ¿Y si alguien atentaba contra el príncipe, el único heredero? ¿Y si alguien mataba a la reina? Matar a la reina… y dejar a la ciudad desprotegida frente a los dioscuros. Dedk corrió lo más rápido que le permitieron sus piernas in-fantiles y logró evitar que la reina bebiera de su copa. Se ganó su gratitud y una recompensa.

El joven volvió a centrarse en el líquido que cubría el fondo de su jarra. Apenas le quedaba un pequeño sorbo. Ella subió las escaleras hacia la segunda planta acariciando el áspero pasamanos de madera, que ne-cesitaba una mano de pintura. Una vez arriba, antes de centrarse en los libros, apoyó los codos sobre la barandilla y miró hacia abajo. Dedk pedía a gritos otra jarra de cerveza, pero Gabbeindar se negaba a servírsela y le pedía pacientemente que se marchara ya. Erehna nunca había visto al tabernero pedirle una sola moneda a cambio de la bebida. A veces el buen corazón del hombre no tenía límites.

Sonrió emocionada mirándolos a ambos y decidió terminar la tarea que tenía entre manos antes de que Gabbeindar la llamara. Aquella no-che se sentía algo más cansada de lo normal. Necesitaba irse cuanto an-tes y recuperar fuerzas.

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Se desperezó con los primeros rayos del sol. Un nuevo día saludaba a la ciudad de Arcadia. Erehna se levantó y vistió enseguida. Primero se enfundó en unos pantalones estrechos color crema y se puso las botas azules —a juego con su pelo— de media pierna con dobladillo en la parte superior. Luego una camiseta estrecha de manga larga y ancha, que le lle-gaba hasta los muslos y combinaba varios tonos de azul. Miró hacia afue-ra a través de la ventana acristalada. Las nubes amenazaban con tapar el sol en cualquier momento, por lo que el día pintaba nublado y oscuro, así que decidió ponerse también su capa del mismo tono que los pantalones. El pelo lo dejó suelto, cayéndole en cascada por la espalda. No lo tenía muy largo así que no le resultaba incómodo. Se colocó los mechones pla-teados al lado derecho de la cara y cogió su bolsa de monedas, que colgó en un cinto alrededor de su cintura.

—¿Adónde vas tan pronto?Su compañera de habitación la miraba con los ojos entrecerrados

por la claridad. Su corto pelo platino estaba tan despeinado que parecía un león.

—Quiero ir al mercado a comprar pintura y barniz para dar color y brillo a la barandilla de la bibliotaberna. —Así era como habían renom-brado los ciudadanos a la taberna de Gabbeindar, cuyo nombre real era la Taberna de Dhalnan, el apellido familiar del tabernero.

Mainy dejó caer la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos de nuevo.

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—Pasas demasiado tiempo en ese antro.Le resultó irónico aquel comentario, cuando precisamente la profe-

sión de su compañera la obligaba a pasar la mayor parte de su tiempo en un lugar parecido. Era cortesana en el burdel de más categoría de la ciudad, únicamente frecuentado por la nobleza. No era fácil trabajar en él, pero la belleza de la joven le había abierto las puertas de par en par; y es que con sus ojos del color del mar, su pelo que reflejaba los rayos del sol y su esbelto cuerpo bien torneado y dotado, Mainy parecía una diosa.

Cerró la puerta tras de sí sin despedirse de ella, pues su compañera se había quedado dormida. Ambas compartían habitación en una resi-dencia. A ella iba la gente que no podía permitirse casa propia, como era el caso de las dos muchachas. Aunque Erehna estaba convencida de que Mainy podría, si quisiera, comprarse una casa para ella sola. Las corte-sanas solían estar muy bien pagadas, a pesar de ser una profesión mal vista.

Al final del pasillo se encontró con Juni, un muchacho algo más joven que ella. Era uno de los chicos de la limpieza. Andaba agachado frotando unas manchas oscuras que había en el suelo.

—Buenos días, Juni.Las mejillas del joven se tornaron rojizas al tiempo que levantaba sus

ojos marrones hacia ella.—Ho-hola… Erehna.Se echó el flequillo hacia atrás y se colocó su ropa de faena lo mejor

que pudo. Ella le dedicó una sonrisa y se despidió de él con la mano al tiempo que se deslizaba escaleras abajo.

El mercado se montaba en la plaza principal de la ciudad, de la que salían cuatro grandes avenidas: una llevaba al norte, al cementerio; otra al este, a una de las entradas; otra al sur, justo a las puertas del castillo del rey y la última, al oeste, donde estaba la catedral y otra de las entradas. Una muralla rodeaba la ciudad haciendo una forma geométrica perfecta, un octógono.

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Erehna miró hacia el castillo con melancolía. Se notaba la ausencia de la reina. Su hijo no lo hacía del todo mal, pero le gustaba demasiado el poder y a veces eso le cegaba. Alguien chocó contra ella. Una mujer se disculpó y siguió su camino. La joven dirigió entonces sus pasos hacia uno de los puestos con botes de diversos colores y tonalidades. Examinó los tablones de madera que había junto a cada bote, que estaban pin-tados a modo de ejemplo. Eligió el más parecido al tono que poseía la barandilla, pero entonces vio un color caoba algo más alegre y pensó que quedaría mejor. Pidió también un pequeño bote de barniz y pagó todo con sus ahorros. Dio las gracias al tendedero, que sopesó con una sonrisa las monedas antes de guardarlas.

Cogió entonces la avenida que llevaba al norte para dirigirse a la bi-bliotaberna. En dirección contraria se acercaba Juni a toda prisa. No la vio hasta que no estuvo casi a punto de chocar con ella.

—¡Perdona! —se disculpó él enrojeciendo.—¿Adónde vas con tanta prisa?—Me han ordenado comprar algunas cosas urgentes. Si no me doy

prisa cobraré menos esta semana.—No te entretengo, pues. —Se hizo a un lado, pero él no se movió.—No me entretienes… —musitó.—¿Qué?Había tanto jaleo a su alrededor de la gente que iba y venía y los ven-

dedores ambulantes, que la chica no pudo oír sus palabras.—Nada, nada. ¿Qué vas a hacer con eso? —Señaló la pintura y el bar-

niz que portaba entre sus brazos.—Darle un poco más de alegría a la Taberna de Dhalnan, a ver si la

gente se anima a leer un poco.—Es más divertido escuchar las historias que leerlas —objetó él

encogiéndose de hombros.—En una narración contada por una persona se pierden multitud de

detalles que sí están en los libros. Maravillosas descripciones, mundos inimaginables, personajes dignos de ser conocidos.

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—Te gusta mucho la lectura, ¿verdad?—Bueno —respondió ella, azorada—, a veces viene bien alejarnos

de lo que nos rodea…Juni desvió la mirada al tiempo que contestaba.—E imaginar aquello que no poseemos.La joven no alcanzó a acertar si lo decía con tristeza o indiferencia.

Él volvió a mirarla. A pesar de ser más joven eran de la misma estatura.—Será mejor que me vaya ya —le dijo el chico, sonriente—. No quie-

ro tener que escuchar a la directora.—¡Hasta luego!—Si tengo un rato, luego me paso a ver cómo ha quedado tu toque

alegre. —Le dijo adiós con la mano y se dirigió corriendo al mercado.Ella continuó su camino. Antes de girar por una calle de la derecha

que conducía a la taberna, vio el cementerio a lo lejos. Las estatuas cu-biertas de hiedra saludaban a todo aquel que se detuviera a contemplar-las. Ella solo había estado en el cementerio para el entierro de la reina. Las tumbas estaban perfectamente alineadas, dejando estrechos pasillos para moverse entre ellas. El mausoleo real se encontraba justo en el cen-tro, controlando todo en derredor.

Se encontró con la puerta abierta. Gabbeindar limpiaba el suelo con esmero.

—Buenos días —le saludó.—Buenos días, Erehna, ¿qué haces aquí tan pronto? Los clientes aún

tardarán varias horas en aparecer —preguntó levantándose.—Quiero pintar y barnizar la barandilla entera, si te parece bien. —

Le mostró ambos botes.El hombre recorrió con los ojos la baranda, desde que ascendía por

las escaleras en el lado izquierdo del local hasta la parte derecha. Desde luego, le hacía falta una buena mano. Había sido una idea excelente.

—¿Cuánto te han costado?La muchacha ya había puesto un pie en el primer escalón. Le miró

por encima de la barandilla.

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—¿Nada? —Se encogió de hombros restándole importancia.Gabbeindar arqueó una ceja.—Oh, no ha sido mucho. No te preocupes —le dijo ella.Él se acercó.—Este gasto no te corresponde a ti efectuarlo. Te lo reembolsaré

quieras o no. Me enteraré del precio en el mercado si tú no me lo dices.Ella bajó la cabeza dándose por vencida, aunque en el fondo se lo

agradecía, ya que no disponía de mucho dinero. Todos sus ahorros se encontraban en la bolsa que colgaba en ese momento de su cinto, y no había gran cosa.

Le dijo el precio exacto y siguió subiendo. Decidió empezar por el lado derecho, así que dejó ahí los botes y se quitó capa y la bolsa de mo-nedas que guardó en un bolsillo interior de la misma. Dejó ambas cosas sobre un sillón y, tras pedirle una brocha y un delantal al tabernero, se puso manos a la obra, pensando que aquel día sería como los demás.

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Aquella noche estuvo más animada que la anterior. El luto por el aniver-sario de la muerte de la reina había terminado y la gente volvía a celebrar que era fin de semana.

Por supuesto, no faltaba Dedk entre la numerosa clientela, sentado con otros hombres mayores que él jugando a un juego de cartas en el que en lugar de apostar dinero, el que perdía bebía.

Erehna distribuía con rapidez las bebidas que Gabbeindar iba sir-viendo, y alguna comida. Los fines de semana, normalmente se encar-gaba de las comidas una mujer fornida que de día trabajaba de guardia custodiando una de las entradas, pero aquel día estaba enferma, así que el tabernero tuvo que poner un cartel informando de que solo se servi-rían algunas de las comidas de la carta.

En un momento de descanso en el que nadie pedía nada, la joven aprovechó para aceptar otro de los zumos de Gabbeindar. Dedk le hizo señas desde su mesa, invitándola a sentarse frente a él. Al parecer ya se había aburrido del juego y había dejado que los hombres siguieran sin él.

—¿Qué hacen un chico como tú y una chica como yo en un lugar como este? —le preguntó a la joven tras tomar ella asiento y dejar el vaso frente a sí.

Erehna rio.—Creo que ya has bebido bastante por hoy, Dedk.—Estoy de acuerdo —dijo cogiendo el vaso de ella y bebiéndoselo

de un trago.

III

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El pergamino de la reina

—¡Eh!—Te lo digo muy en serio. —Contuvo un eructo y dejó bruscamente

el vaso—. ¡Fuguémonos! Podemos largarnos y empezar de cero, tú sin mechas blancas y yo sin beber nada. —Recapacitó y añadió—: Nada que sea alcohol, claro.

Aquello tenía tan poco sentido que la joven no sabía ni qué respon-derle. Se lo quedó mirando un rato y él levantó la mirada justo en ese momento. Ambos estallaron en carcajadas sin poder evitarlo.

La joven solía preguntarse cómo había acabado él así, perdiendo el tiempo los fines de semana en una taberna, bebiendo. ¿Cuántos años po-día tener? ¿Dieciocho? ¿Veinte? Ella todavía no había cumplido la mayo-ría de edad, quedaba para eso…

La puerta del local se abrió y en su umbral apareció alguien envuelto en una capa marrón desgastada. Apenas le prestaron atención mientras avanzaba entre las mesas y escogía una apartada, pequeña y solitaria. Se quitó la capucha y reveló a una chica de pelo dorado y rizos recogidos en una trenza mal hecha. Tenía las mejillas sonrosadas y una mirada de un color asalmonado encantador. Empezó a hablar y a hacer aspavientos, atrayendo la atención de varias personas cercanas. Erehna también la miraba. Sabía que se la había cruzado alguna vez por la ciudad, pero nun-ca la había visto en la taberna.

—¿Quién es?Dedkare siguió su mirada.—Ah, se trata de Oione, ¿no la conoces? —Erehna tuvo que alejarse

de él unos centímetros por la peste que despedía a alcohol.—No.—Gracias a ella, la reina salvó su vida cuando estuvo a punto de ser

envenenada.—Creía que había sido gracias a ti.Él la miró con una sonrisa seductora.—Y fue gracias a mí, muñeca, pero fue ella la única que me creyó y

quien retiró la copa de manos de la reina justo cuando iba a dar su pri-

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mer sorbo. Trabajaba entonces de doncella para la reina. Debía de tener once o doce años.

—¿Qué hace aquí? Creía que el rey no prescindió de nadie cuando su madre murió. —Al mismo tiempo, calculó que la muchacha debía de tener poco más de veinte y, sin embargo, aparentaba bastantes menos. Parecía todavía una inocente adolescente.

Dedk hizo un gesto a Gabbeindar pidiéndole más bebida, pero este le ignoró por completo.

—Se fue voluntariamente. Digamos que se volvió… loca, tras el suce-so. —Al ver la cara de incógnita de la chica, procedió a explicarle—: Llegó a apartar la copa de la reina y la alejó cuanto pudo, pues la detuvieron rápido; pero, al dejarla sobre una mesa y mientras explicaba el porqué de su intromisión, la hija pequeña de otra de las doncellas, que jugaba por allí y no se había enterado de nada, cogió sedienta la copa y se la bebió. Murió en el acto. Supongo que gracias a esto creyeron en nuestra infor-mación sobre la conspiración contra la reina, aunque costó una vida… Oione nunca superó aquello.

—Vaya… pobrecilla.Volvió a mirarla. La joven tenía los ojos llorosos y parecía estar a pun-

to de sufrir un ataque de nervios. Erehna se levantó y corrió a la barra.—Dame un poco más de zumo, por favor —le pidió al tabernero—.

Descuéntamelo de mi sueldo, es para aquella chica.Sin esperar respuesta, se acercó a la muchacha y le ofreció el zumo.—Bebe un poco, está muy rico.Ella la miró sin cogerlo.—No… no… ¡cállate!La bibliotecaria miró en derredor y se agachó junto a ella.—¿A quién se lo dices?—¿Cómo se puede callar a una niña? —replicó Oione ignorando su

pregunta.Parecía realmente loca… y desesperada. Entonces a Erehna se le ocu-

rrió una idea y la cogió del brazo.

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—Ven conmigo, seguro que puedo ayudarte.La condujo a la parte de arriba, ignorando las miradas y risas que

provocaba la actitud de Oione. Esta se dejó llevar hasta un cómodo sillón. La chica de pelo azulado dejó el zumo frente a la joven y se dirigió a una de las estanterías. Escogió un tomo con cubierta de tela y preciosas ilus-traciones bordadas; una auténtica obra maestra. Regresó y se lo tendió a Oione.

—Es un libro de cuentos, verás cómo esto te ayuda.Oione lo cogió dudosa y lo abrió por una página al azar, mientras

alcanzaba su vaso de zumo y le daba varios tragos sin apenas saborearlo. Una sonrisa empezó a florecer en su rostro poco a poco.

—¿Puedes traerme más? —le pidió.—Ahora mismo.Parecía algo más tranquila, lo cual complació a Erehna. En mitad de

su descenso por las escaleras, escuchó un revuelo tremendo en el ex-terior y enseguida irrumpió en la bibliotaberna un hombre cubierto de sangre. El vaso que Erehna sostenía resbaló de entre sus dedos nada más verle y se rompió en mil pedazos. Varios corrieron a socorrerle. Los gri-tos inundaron el local.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó alguien al herido.—La… dioscura… ha… regresado… —respondió con sus últimas

fuerzas antes de morir en el regazo de una mujer rolliza, que le cerró los ojos con pesar.

Muchos de los que allí había desenfundaron sus armas y salieron a entablar combate. Otros se quedaron rezagados, tratando de asimilar las palabras del muerto. Poco tiempo duró esto, pues unas oscuras sombras armadas entraron en la taberna y atacaron todo cuanto encontraron de-lante de sí. Erehna se quedó mirando a tales criaturas: esqueletos negros con armadura oscura y ojos rojos en sus cuencas. Más parecían sombras que algo tangible.

Uno de aquellos seres se dirigió hacia la joven y se dispuso a atacarla, pero de pronto se quedó paralizado con su arma en alto, como si sus bra-

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zos no le respondieran. Enseguida se interpuso entre ellos alguien que lo derribó con fiereza.

—¿Dónde está Oione? —preguntó Dedk.—Arriba…El chico subió apresuradamente. Ella reaccionó por fin, y ya iba a

seguirle cuando vio a Gabbeindar rodeado por dos esqueletos. Se había armado con una espada, la espada de su época de soldado que solía de-corar una de las paredes de la taberna.

Erehna se hizo con una silla y la rompió contra la espalda de una de las criaturas. Aunque apenas le hizo nada, sirvió de distracción, y el tabernero logró desembarazarse de ambos cortándoles la cabeza. Cogió a la chica bruscamente del brazo y la acercó a sí.

—¡Debes protegerles!No comprendió sus palabras hasta que le vio mirando hacia arriba.

Dedk y Oione miraban todo el caos desde la biblioteca.—¡Sácalos de la ciudad! ¡Dirigíos al norte, al cementerio! ¡Hay un tú-

nel en el mausoleo real que conduce al bosque! ¡Vamos! ¡Solo ellos pue-den ayudarnos a proteger la ciudad!

Dicho esto la empujó hacia las escaleras. Ella estaba confusa. El mo-mento en el que entraron más de esas cosas fue decisivo para ella; subió deprisa y, al mirar tras de sí, vio a Gabbeindar conteniéndolos. No, no podía dejarle allí. Se dispuso a ayudarle cuando, ante sus ojos, uno de esos esqueletos clavó la espada en el pecho del tabernero. El hombre se desplomó sobre sus rodillas, miró hacia Erehna y asintió. Luego terminó con la criatura y cayó al suelo en medio de un charco de sangre.