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EL PENSAMIENTO "ARTISTICO"/Miguel Huezo Mixco

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El pensamiento artístico es un sistema nervioso con una voluntad utópica, y el pensamiento cultural es fuerza espiritual que pugna por convertirse en norma. Esta es la discusión.

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PENSAMIENTO ARTISTICO. PENSAMIENTO CULTURAL.

Miguel Huezo Mixco

Para TeoréTica, 2003

Comenzaré diciendo que el pensamiento artístico es un sistema nervioso con una

voluntad utópica, y que el pensamiento cultural es fuerza espiritual que pugna por

convertirse en norma.

Como podemos ver, se trata de dos actitudes contradictorias entre sí. Y aunque ambos

pensamientos suelen equipararse y presentarse como complementos de una misma

actitud humana, en realidad se trata de dos categorías que riñen permanentemente.

Existe una concepción vulgar de la cultura que la define como una esfera

descontaminada de los conflictos sociales. El mundo de la cultura suele considerarse

como un mundo en el que tienen lugar las manifestaciones más altas del espíritu: la

poesía, el arte, la danza, la música, etc. Pero esta concepción vulgar apenas toca una

parte de la “cultura”.

Voy a permitirme hacer una recapitulación muy veloz sobre lo que debiéramos entender

como “cultura”.

En un sentido muy amplio se suele concebir la cultura como un depósito en el que

residen y se manifiesta toda la actividad humana, incluyendo las formas elementales de

convivencia, el lenguaje, las creencias, las expresiones artísticas y literarias, así como

las elaboraciones científicas y las leyes.

En un primer nivel la entendemos como un concepto que engloba la conducta humana,

vista como una construcción personal y social capaz de generar en individuos y grupos

humanos, SIGNOS DE IDENTIFICACION Y DE DIFERENCIACION.

Pero hay otro aspecto relevante: la cultura es la que establece las pautas de lo

“socialmente aceptable”: establece una normatividad cuyo cumplimiento integra al

individuo con el resto de la sociedad. Pero que, en caso contrario de que las normas no

se cumplan, lo excluye y lo sanciona.

Como decía anteriormente, existe una tendencia que vacía a la cultura (o a lo cultural)

de ese contenido normativo. Es vista como una esfera alejada del mundo brutal de las

relaciones sociales, de la política, de la violencia. Se le considera como un campo

“inocente” en el que tienen lugar las llamadas “manifestaciones del espíritu”,

manifestaciones que suelen ser desprovistas de un signo negativo.

Yo me inclino a concebir la cultura como un campo asfixiante. Porque una de sus

acciones más nefastas consiste en la imposición de un vocabulario, mediante el cual se

transmiten conceptos prefabricados que hacen el papel de semáforos del espíritu. En El

Salvador hemos vivido en los últimos diez años un cambio cultural importante, el que se

produjo de la transición de la guerra a la paz. Esta transición, para decirlo muy

rápidamente, creó un vocabulario propio. Creo que algunos estarán de acuerdo conmigo

en que el vocabulario de la disensión y la protesta de la cultura de los años de la guerra

experimentó un cambio importante. El contrato social, el nuevo pacto político que nació

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de la firma de la paz, ayudó a la producción de un cierto vocabulario y de un cierto

pensamiento “único”, vamos a llamarle, que hasta ahora ha mantenido bastante a raya

las consignas de la protesta social.

Las acciones políticas definidas como necesarias y apropiadas para definir la cultura de

posguerra, se han visto sustituidas, a veces con mucha frecuencia, por palabras

paralizantes que enmascaran procedimientos no siempre del mejor calibre democrático:

“consenso” ha desplazado a “solidaridad”, “perdón y olvido” a “justicia social” y “no

volver al pasado” a “utopía”. Valdría la pena que los analistas del lenguaje nos ayudaran

a comprender nuestra transición desde los semáforos del lenguaje. Cuáles son las

palabras que nos dan el verde, y cuáles nos dan la luz roja.

La cultura es un actor implantador de normatividad social, y por ende es fuente

potencial de violencia en diversos grados. A menudo, el lenguaje de los medios de

comunicación aplica violencia, no solamente por la reproducción de fotografías

violentas o mediante la reproducción del lenguaje violento de los actores políticos, sino

también por la manera en que califica a las maras, a los sindicatos, a los indígenas, al

sexo, entre otros.

La cultura hace el papel que Marx le otorgaba en el siglo XIX a la religión: es el opio

del pueblo. Constituye una fuente, y quizás la más importante, reproductora e

implantadora de normatividad social.

Dentro del amplio ámbito cultural también existen manifestaciones de resistencia, más o

menos conscientes. Y es aquí en donde vamos a entrar al tema del pensamiento artístico.

Albert Camus llamó al ser creativo, hombre o mujer, como “el personaje más absurdo”

que producen las sociedades. Se suele decir que el arte es la mejor receta para que los

seres humanos podamos enfrentar la orfandad síquica o espiritual en la que nos sumerge

el mundo de nuestros días. Por esta razón se suele atribuir al artista poderes sobre

naturales. Hay incontables corrientes de pensamiento que a lo largo de los siglos han

colocado al artista en una condición que al menos debiéramos permitirnos poner en

duda. Para decirlo con un ejemplo un poco grosero, el elixir de la vida, llámase

complejo B12 o Viagra, no proviene de manos sobrenaturales, sino de laboratorios en

los cuales personas con altos niveles de especialización técnica --y a veces con actitudes

morales inconfesables—hacen posible, mediante procesos de experimentación,

productos de alto valor. El trabajo del artista se asemeja un poco al trabajo del científico

investigador.

La verdad es que acerca del artista existe un desconcierto general. El romanticismo

contaminó a nuestro juicio de tal manera que desde entonces se juzga al artista como

alguien autónomo, independiente, libre y genial. Este error conduce inevitablemente al

desastre para quienes creen que son más artistas en tanto son más autónomos, libres,

independientes y geniales.

Lo que emerge de estas concepciones son los seres pintorescos, no los artistas pintores.

Me atreveré a señalar una diferencia esencial entre aquellos hombres en bata de los

laboratorios y los artistas. Y esta puede condensarse en una palabra: LA FICCION. El

artista es capaz de fabricar un mundo luminoso en medio del mundo del horror porque

es capaz de crear “otros mundos”, inventarlos, aun y cuando se parezcan terriblemente a

la realidad dolorosa.

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La muestra podemos tenerla ahora con la apertura del Museo de Arte de El Salvador.

Desde un espacio como el museo, el espectador, el que se ve expuesto a la obra artística,

obtiene una manera nueva de ver al país y a la sociedad completamente distinta a la

mirada que se produce desde la ventana de nuestra casa, o desde las ventanillas

perfectamente delimitadas de los medios de comunicación. Escenas demenciales como

la violación de una mujer a manos de un animal, como las vemos en los grabados de

Picasso que se exhiben en el Museo, están dotadas de una nueva manera de asumir el

mundo y los acontecimientos. No degradan: enaltecen. Se producen, como intenté decir

hace un momento en otro mundo. Digámoslo con la palabra que utilicé para comenzar

esta intervención: el reino de la utopía.

Pocas cosas se contradicen más en un mismo espacio que la cultura normativa y el

impulso utópico del arte. A ambas pulsiones estamos sometidos. Ese es el contexto en el

que nos toca trabajar y ser originales.