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El Madrid de los Austrias EDICIONES LA LIBRERIA Avapiés

El Madrid de los Austrias · 2018. 4. 22. · El Madrid de los Austrias es un repaso de la historia madrileña durante el establecimiento de la Corte en Madrid, que contiene además

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El Madrid de los

Austrias

EDICIONES LA LIBRERIA Avapiés

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El Madrid de los Austrias es un repaso de la historia madrileña durante el establecimiento de la Corte en Madrid, que contiene además referencia de los principales edificios que se construyeron durante la época, que tiene su fin en 1700, al morir el último rey de la Casa de Austria.

Pero no sólo se detiene en estos aspectos, sino que recose tam­bién de una rápida manera la forma de vivir en el período que com­prende las modas, costumbres, disposiciones de las viviendas, la gastronomía de la época y cuanto puede ayudar mejor al lector a conocer un Madrid pretérito, que ha formado el núcleo principal del actual, y que es además el mejor momento de la historia de la Villa.

Acaba la obra con una bibliografía mínima de Madrid, seleccio­nada por el autor, buen conocedor del tema, entre la gran cantidad de libros a Madrid dedicados, a fin de poder iniciar al interesado en el conocimiento de su historia.

EDICIONES LA LIBRERÍA

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José del Corral nació en Madrid e inició su interés por los temas madrileños en los años cuarenta, publicando entonces artículos en se­manarios y revistas. El primer artículo de tema madrileño en diario fue en Ya en junio de 1946.

En 1953 apareció su primer libro, Madrid es así, en colaboración con don José María Sanz García. Este título recibió el premio del Ayunta­miento de Madrid en ese año y el Instituto Na­cional del Libro lo incluyó entre los volúmenes mejor editados. Es también la única ocasión en que se ha presentado a concurso alguna obra suya. Desde entonces ha publicado cerca de un centenar de artículos en diarios y semanarios (116) así como en revistas de investigación his­tórica, obras colectivas y catálogos de exposi­ciones. Su obra está repartida entre trabajos de investigación histórica y de divulgación, aten­diendo así a estas dos facetas tan importantes.

La colección Avapiés fue fundada porJosé Antonio Vizcaino en el año 1983

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JO SÉ DEL CORRAL

EL MADRID DE LOS AUSTRIAS

Avapiés

EDICIONES LA LIBRERÍA

Armauirumque
Armauirumque
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A COLECCIÓN

y a p i é S

La reedición de los libros de AVAPIÉS, pioneros en la divulgación de la historia, leyendas y tradicciones de Madrid, quiere ser un home­naje a aquellos autores, algunos ya tristemente desaparecidos, que hace más de 20 años formaron una colección de títulos única.

Ediciones La Librería se propone recuperar estos libros para que puedan ser accesibles al público y no se pierdan obras que son aún importantes referentes de la bibliografía de Madrid.

Los textos se editan tal y como se publicaron originalmente excep­to en los casos en los que el propio autor ha creído conveniente corre­girlos.

© José del Corral, 2005 © Ediciones La Librería, S.A., 2005

C/ Mayor, 80 28013 MADRID Telf.: 91 541 71 70 Fax: 91 548 93 93E-mail: info@ edicioneslalibreria.com

Portada: Equipo de diseño de Ediciones la Librería Ilustración de portada: Javier Fernández Lizán ISBN: 84-95889-98-6 Depósito Legal: M-1426-2005Impreso en España/Printed in Spain: LAVEL Industria Gráfica S.A.

Está prohibida la reproducción total o parcial del libro por cualquier medio: fotográfico, fotocopia, mecánico, reprográfico, óptico, magnético o elec­trónico sin la autorización expresa y por escrito del propietario del copy­right. Ley de la Propiedad Intelectual (1/1996).

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INDICE GENERALPág.

P r ó l o g o p a r a e s t a e d ic i ó n ........................................................................................ 7

I n t r o d u c c i ó n ........................................................................................................................ 9

C a p it u l o I . M a d r id a n t e s d e s e r C o r t e ......................................................... 1 3

C a p i t u l o II. E l M a d r i d V i l l a y C o r t e d e F e l i p e II ............................ 2 3

Lo que queda del reinado de Felipe II ..................................... 31

C a p ít u l o I I I . E l M a d r id d e u n r e y m a d r il e ñ o : F e l i p e I I I ............. 3 3

Edificios que se conservan del reinado de Felipe III ......... 37

C a p ít u l o IV E l e s p l e n d o r d e l M a d r id d e F e l i p e IV ........................ 4 9

Edificios que se conservan del reinado de Felipe IV .......... 59

C a p ít u l o V E l b r u jo M a d r id d e u n r e y e m b r u ja d o ............................ 6 7

C a p ít u l o V I . E l d e s a r r o l l o u r b a n o d e l M a d r id d e l o s A u s t r ia s 7 1

C a p í t u l o V I I . L a c a s a , l a c o c i n a y l a m o d a .............................................. 8 7

C a p ít u l o V I I I . L a s d iv e r s io n e s e n e l M a d r id d e l o s A u s t r i a s ........ 1 0 3

C a p ít u l o I X . e l t e a t r o e n e l M a d r id d e l S ig l o d e O r o ................ 1 1 9

C a p ít u l o X . « N o t i c i a s » d e M a d r id ................................................................... 1 3 1

R e s u m e n y a c l a r a c i o n e s p a r a u n a e t a p a m a d r i l e ñ a .......................... 1 5 7

B ib l io g r a f ía e s e n c ia l d e M a d r id ......................................................................... 1 6 7

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PRÓLOGO PARA ESTA EDICIÓN

Los títulos «El Madrid de los Austrias» y «El Madrid de los Borbones» aparecieron en 1983 y 1985 respectiva­mente, con una calurosa acogida por parte de sus nume­rosos lectores, teniendo cada uno su propia vida en el campo y tiempo que le otorgan sus respectivos títulos y el período histórico a que se refieren, pero unidos, forman una historia de Madrid que aunque no se exprese en sus títulos está patente para el lector.

Pero tal historia de la Coronada Villa ha de atener­se a los límites que imponen las obligaciones editoria­les de espacio, repartiendo este en los distintos aspectos a tratar.

Al encararnos, tras veinte años pasados desde su apa­rición, con una nueva edición de estas obras, no queremos ocultar que proyectamos una ancha revisión y actualiza­ción, ampliando aquel original primero, pero al verificar su relectura, que confesamos no haber vuelto a realizar desde su aparición inicial, nos parece que esa tarea resul­ta verdaderamente innecesaria.

Así pues volvemos a ofrecer la obra al lector, como este podrá fácilmente comprobar, sin otra modificación que la de subsanar las erratas materiales y alguna, levísi­ma, puntualización de estilo, pues nos parece más since­ro hacerlo así y enteramente innecesaria toda actual inter­vención en el antiguo texto.

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8 EL MADRID DE LOS AUSTRIAS

Sólo nos hemos decidido a ampliar la bibliografía de ambos volúmenes, poniendo en ello especial cuidado dada la índole de estas obras, que no son sino trabajos de divul­gación destinados al ancho público de los interesados en el tema y de los estudiantes, que esperamos que, como en las varias ediciones anteriores, vuelvan a adentrarse en estas páginas. Concedemos a la bibliografía toda la impor­tancia que indudablemente tiene como guía perenne de lec­tor, que puede servirle para adentrarse con facilidad en más profundos conocimientos que obligadamente superan los límites que el espacio siempre impone a una obra de carácter general.

Es en esta forma como la ponemos confiadamente en las manos de los interesados, estudiantes y curiosos, con­fiando en su pasado, que la hizo útil para tantos y tantos, causa a nuestro entender suficiente para que sea capaz de continuar esta labor y cumpliendo así la finalidad para la que fuera creada.

El autor

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INTRODUCCIÓN

Por justas necesidades editoriales, quizá porque de alguna manera hay que ponerle puertas al campo, nuestro tema para el presente trabajo, como su título indica cla­ramente, es la evocación de Madrid, en el ayer, desde que la Villa recibió -regalo no tan beneficioso como muchos piensan- la capitalidad de las Españas, hasta la muerte, coincidiendo con el final del siglo xvii, del último monar­ca de la Casa de Austria.

No pretendemos detenernos en la mera historia de la aglomeración urbana, de sus sucesivas vicisitudes y de sus transformaciones obligadas por la natural ley de la vida, sino también apuntar, para el que se sienta prendi­do en este encanto secreto que Madrid derrama, interca­lada al hilo de sus comienzos, una especie de «guía» que sirva para descubrir al gustador de las delicadezas madri­leñas esos pequeños tesoros escondidos en que es pródi­ga la ciudad de las Siete Estrellas.

Y aún, en nuestro propósito ambicioso, pretendemos más, pues queremos traer hasta acá no sólo los grandes sucesos que tienen a Madrid por teatro y escenario a través de los siglos, sino también la pequeña vida de cada edad, esas pequeñas cosas, generalmente orilladas en la historia, de la moda y los muebles, del aderezo de las casas y de la orga­nización de las costumbres, de las formas y de las maneras de una sociedad que también se transformó al paso de los

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tiempos y que fue tomando, en cada uno de ellos, una expre­sión distinta para expresar sus deseos y sus fines.

No es otra obra -claramente lo comprende el lector después de semejante planteamiento-, destinada a mostrar nuevos aspectos, rincones históricos iluminados de otra manera en el hallazgo de desconocidos datos, en la luz de recién encontrados documentos. Esta vez emprendemos los caminos de contar lo que ya es sabido, de reunir mate­riales dispersos, de hacer en fin tarea de divulgación y enseñanza, de lectura que quisiéramos agradable para el que a estas páginas se acerque, y hasta útil, si en ella ofre­cemos una perdida iglesia que el lector no conoce o un rin­cón breve de este Madrid viejo.

En manera alguna quiere esto decir, ni nadie piense, que es tampoco obra de imaginación, ni literatura. Si cada una de las cosas que aquí vamos a apuntar no lleva a pie de página el refrendo de la autoridad de quien la tomamos, no quiere esto decir que lindamente la hayamos inventa­do nosotros, sino que, destinado este trabajo a un públi­co ancho y no especializado, hemos preferido evitar las llamadas continuas y aún múltiples que dicho aparato crí­tico originaría. No por miedo mal entendido de pedan­tesca erudición, sino por afán de acercar a los no familia­rizados con la historia las páginas que siguen.

Sí daremos, en cambio, como remate de nuestro trabajo, una breve bibliografía esencial de este Madrid de nues­tros pecados, y decimos esencial porque si la pretendié­semos entera habríamos de emplear en ella cuatro veces más de lo que representa en total el presente volumen. Y, por otra parte, nadie piense que nuestros datos están toma­dos del aire, que aunque no existan las citas de referencia pretendemos escribir con toda la seriedad a que nos obli­ga nuestra dedicación -y tan antigua- a estos temas.

Sí añadiremos aquí, a riesgo de alargar más de lo que fuera conveniente esta «Introducción», que no sólo de libros

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INTRODUCCIÓN 11

de historia hemos tomado datos, sino que también obtuvi­mos copioso fruto en la lectura de novelas y obras teatrales de los distintos tiempos, en el estudio de retratos de cada época, y mucho de lo aquí empleado fue sacado en la eno­josa tarea de la lectura de páginas tan secas como los inven­tarios -tan largos tantas veces- de los testamentos de nues­tros abuelos en los que, a vueltas de la retorcida letra de los escribanos de otros siglos, se encuentran aquellas cosas -de casas a tierras, de muebles a ropas- que formaron el entor­no vital de los hombres de otras edades. Mirando lo que hay y lo que falta, en larga lectura atenta, se aprende mucho de cuál era su vida y en qué escenario se movían.

Muchas veces, pues, lo que aquí es un párrafo tan sólo, es también el resumen de muchas horas de lectura de libros y papeles que han ido ofreciendo unos mínimos datos que, unidos, pretendemos sea el incompleto esce­nario de nuestra narración.

Éntrese ahora el lector por las calles de la vida pasada y presente de este Madrid nuestro, recorra morosamente desde su sillón las viejas callejuelas retorcidas de un Madrid pri­mitivo y naciente, y también las anchas avenidas de un Madrid moderno, que todas están a la misma andadura huma­na de los hombres que en la Villa, al correr de los tiempos, fueron habitando, Pero recuerde, antes de comenzar el paseo, que una ciudad muchas veces centenaria como la nuestra tiene obligadamente toda la complejidad contradictoria de los hombres que en ella vivieron, corrieron sus trabajos y sus ambiciones, sus amores y sus desengaños; que, al cabo, si lo miramos con detalle, todas las épocas son iguales por aquel de que los hombres poco varían desde que un día, no sabemos cuándo, empezaron su primera andadura sobre este pequeño planeta al que decimos Tierra antes, mucho antes, de que Madrid fuera un lugar donde se podía residir, colocado junto a la dura aspereza de la cordillera central, en este últi­mo rincón de un continente que llamamos Europa.

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C a p í t u l o I

MADRID ANTES DE SER CORTE

Porque la historia no puede servirse en rajas como el salchichón, a poco que nos detengamos a pensarlo esta­remos obligados, pese a nuestro propósito, a detenernos antes de comenzar a escribir la historia de la que empezó a ser Corte de las Españas para dejar caer una mirada, siquiera sea rápida, sobre lo que fue su devenir hasta lle­gar a ese momento en que saltara desde la nada, al pues­to central del escenario; escenario que, en la fecha que lo hizo, era nada menos que el del mundo entero.

No hace mucho tiempo un gran arquitecto de nuestros días, compañero en el Instituto de Estudios Madrileños, Federico Chueca, puso en los escaparates de las librerías un título lleno de acierto lo que es frecuente en su ancha obra: Madrid, una ciudad con vocación de capital. Ampara este título una colección de ensayos de interés, en los que no vamos a detenernos ahora, sino a tomar el propio sen­tido de ese título, tan exacto como apoyatura de este comienzo. (Publicación de 1974).

De antiguo, Madrid tiene auténtica vocación de capi­tal. De tan antiguo que sus primeras veleidades se producen cuando aún no había ciudades en el mundo y cuando la historia no había nacido. Los poblados comenzados a exca­var a mediados del pasado siglo -y que todavía continúan

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ofreciendo hallazgos y sorpresas- muestran bien a las cla­ras que Madrid en los tiempos prehistóricos se habitó de manera algo densa y continua desde las primeras etapas de la humanidad, desde el cuaternario. Las orillas del Manzanares ofrecen a los arqueólogos tesoros continuos, y las nuevas e incesantes excavaciones ponen a la luz nue­vas riquezas -vasijas, hachas, conchas, esqueletos...- que muestran esta lejana y sorprendente realidad.

Durante el paleolítico, un clima cálido favoreció esta fijación de los hombres en la zona. Anchos bosques cubrían la vega de nuestro hoy modesto río, pero que entonces fuera de gran caudal, y a cuyas orillas acudían elefantes de cinco metros de altura. El hombre del paleolítico tuvo aquí caza, agua y frutos abundantes, y además el terreno le ofrecía prodigiosamente y a flor de tierra ricos yaci­mientos de pedernal con el que tallar sus primeros ins­trumentos y construir sus primeras armas, tan sencillas y tan efectivas.

Todo esto vino a fijar las tribus nómadas en cantidad extraordinaria para la época y, a lo largo del tiempo, a pro­ducir algo que podríamos tomar como una de las prime­ras urbes que el hombre ha conocido durante su vida en la tierra.

Más tarde, los aires helados procedentes del Guadarrama esparcieron por otros caminos a hombres y animales. Habrá que esperar un nuevo cambio del tiempo para que, en la Edad del Cobre, Madrid -u n Madrid que ni siquiera se llamaba así- vuelva a recibir la continúa visita del hombre, el cual nos dejaría, otra vez, sus ras­tros en las cuevas, en la cerámica de cordón... hasta llegar a la belleza del vaso campaniforme.

En la segunda Edad de Hierro vuelven a rastrearse numerosos testigos de la presencia del hombre, un hom­bre que a comenzaba a presentar aspectos de una cultura ligeramente iberizada.

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Un mosaico -hoy en el Museo Arqueológico-, varias lápidas y restos de villas, bronces, cuchillos de hierro, encontrados en las tierras de Madrid y sus proximidades, vienen a demostrar la existencia de un poblado romano que no debió tener una gran importancia, pero que es sufi­ciente para darnos una vez más muestra de la continuidad del hombre sobre estas tierras de la meseta.

Parece indudable que el pequeño vallecillo -barran­co m ejor- de la calle de Segovia actual fue el primer asen­tamiento histórico de un pueblo que seguía teniendo voluntad capitalina. Un pequeño poblado de pastores y agricultores situado en ese abrigo, no lejos del río, bene­ficiándose de las aguas que sabemos corrían -afluentes del M anzanares- por el hondón de aquellos lugares.

Fue precisamente la existencia de ese poblado el que obliga a los moros, primeros urbanizadores de la Villa, a una fortificación absurda y contra toda norma estratégica. Mohamet V levantó en Madrid un castillo, fortaleza per­teneciente a la serie que vigilaba los pasos de la sierra con­tra las incursiones cristianas. Naturalmente situó la for­taleza en el lugar que Madrid tenía especialm ente preparado para ello: donde hoy se alza el Palacio Real, con sus escarpes naturales inexpugnables hacia el río.

Pero más allá, en la barrancada de la calle de Segovia -com o hemos dicho-, estaba el poblado primitivo. Fue preciso entonces que una muralla rodeara el Alcázar, protegiéndolo por los lugares más accesibles, dando sitio para la habitación de sus ocupantes y defensores: la almudena. Pero también fue preciso que otra muralla dejara al resguardo a la población y a sus habitantes, colocándola, como era muy frecuente, al costado de la militar: la muralla de la alm edina, comunicada con el recinto militar en su parte interior por una puerta, la que después se llamó de Santa María, hacia el final de la actual calle Mayor.

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El resultado fue que para cercar de murallas la alme- dina, situada centralmente en la calle de Segovia, la corti­na había de descender desde las proximidades del Alcázar, a la derecha de la actual calle Mayor, bajar hasta la hon­donada de la calle de Segovia y volver a encaramar sus lienzos y sus torres por la cuesta opuesta de la barranca­da, encerrando a la población existente y torciendo después por la parte alta de la calle de Segovia, por las actuales Cavas, para buscar por Santo Domingo el nuevo cierre sobre la muralla de la almudena, de la ciudad militar.

Este descender y trepar de alturas no era del mejor resultado militar y así seguramente lo debieran pensar los propios árabes, pero hubieron de aceptarlo sin otra posi­ble solución topográfica. De intento hemos señalado bre­vemente el recorrido amurallado -tendremos ocasión de volver sobre é l- para mejor y más fácil comprensión de quienes no estén especializados en el tema madrileño y pudieran perderse con facilidad - ¡y tan fácilmente!- en una detallada descripción pormenorizada.

Así tenemos cercada por vez primera la Villa, pero... ¿qué villa? Grave problema este del nombre de Madrid, que hasta muy reciente fecha se ha debatido en cien especu­laciones cuya fragilidad se veía a distancia, sin encontrar la razón etimológica de su propio nombre. Ha sido moder­namente Jaim e Oliver Asín, académico de la Historia, miembro del Instituto de Estudios Madrileños, desgra­ciadamente fallecido, quien ha determinado la razón con un certero libro (Historia del nombre «Madrid», CSIC, Madrid, 1954), Matrice debió ser, según este autor, el nom­bre primero de la Villa, nombre correspondiente a un Madrid premusulmán y que hace referencia a sus aguas, ese viejo arroyo que corría -casi se despeñaba- por el hondón de la calle de Segovia. Matrice, madre de aguas. Pero con los árabes este nombre cambió en Matyrit, compuesto de la palabra árabe matyra, madre, matriz, y el sufijo ibe-

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rorromano it, que significa lugar. El extraño nombre árabe no es, pues, sino una traducción realizada conforme al patrón iberorromano y no significa otra cosa que el lugar de la matriz o arroyo madre de la primitiva población.

Continúa el problema todavía: ¿cómo se realiza la transformación a Madrid? Fundamentalmente por la per­sistencia de ambos nombres, el ibero y el árabe, natural en una población bilingüe. La fusión de árabe y romance en el siglo vin va a ofrecer los resultados que anteriormente hemos apuntado. Pero a la conquista es natural que pre­valeciera el nombre cristiano, el latino, mozárabe Matrit, consecuencia de los indicios de la fusión de lenguas. Ese nombre ha subsistido en los derivados -m atritense-, pero como tantos otros ha transformado el sufijo it final, en el lenguaje ordinario, por el sufijo id; causado por leyes foné­ticas cuyos ejemplos existen numerosos en el campo mismo de los topónimos.

Así pues, el Magerit culto de otros siglos, no es sino una castellanización del Matyrit árabe sin arraigo popular. (El sonido j> es aspirado y parecido al ge castellano).

En el siglo x, en el 931, Ramiro II de León pasó la sie­rra y ocupó Madrid. No era expedición de conquista, sino algara, ataque para allegar botín castigar al enemigo, por lo que los cristianos, tras saquear el lugar y destruir sus murallas, se retiraron. Madrid quedó, pues, pese a esta conquista de Ramiro, en manos de Abderramán III, que reconstruyó sus cercas de mampostería de pedernal, de las que aún quedan restos.

Madrid ha de esperar todavía para su conquista. En 1047 el rey Fernando I el Magno llega hasta sus muros y, según algunos autores, los ocupa. Al menos, fue dueño por un tiempo de sus arrabales; pero también abandona su conquista, quizá falto de fuerzas para mantenerla. Todavía no llegará la cristianización de Madrid hasta los días de Alfonso VI el Bravo. Este monarca sentó sus reales en la

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Puerta de Guadalajara (que se abría sobre el camino de Alcalá de Henares) y tomó el arrabal de San Ginés, habi­tación de los cristianos, que le ayudaron en su ataque al Alcázar el año 1085, el mismo año y expedición de la con­quista de Toledo, que era precisamente por su importan­cia la meta y la ambición del rey castellano. Reconozcamos que Madrid no era sino un punto fuerte en el camino -que era preciso dejar libre- para llegar a aquella ciudad sin que el enemigo amagara sus espaldas.

Por entonces aparece escondida en un cubo de la mura­lla - la tradición quiere que acompañada de dos velas ardiendo, las mismas que los cristianos pusieron al ocul­tarla- la Virgen de la Almudena, cuyo nombre queda del lugar de su hallazgo, uno de los cubos de la muralla de aquel recinto fortificado. Por entonces también el naci­miento de quien había de ser patrón de la Villa: San Isidro Labrador.

Muerto Alfonso VI, los recién llegados almorávides pusieron en peligro la conquista. Sus tropas batieron los muros de Madrid y sólo quedó ante sus cimitarras el Alcázar. Era el año 1109. Fue la peste sobre el campa­mento árabe la mejor aliada de los cristianos defensores y la que hizo que los árabes abandonaran el sitio, dejando en la toponimia madrileña un sobrenombre del lugar en que estuviera su principal campamento: el Campo del Moro, a los pies del Alcázar, donde están hoy los bellos jar­dines del mismo nombre.

Haciendo rápido recuento y dejando aparte el secular pleito por las tierras del Real de Manzanares (la vega del río hacia la sierra), disputada por madrileños y segovianos y alternativamente en uno u otro poder, el gran aconteci­miento de estos días corresponde al año 1202, es el de la promulgación del Fuero de Madrid, por Alfonso VIII, el vencedor de las Navas de Tolosa. Se conserva en el Archivo de la Villa el original, escrito en pergamino, en un latín ya

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muy romanceado y compuesto de 26 fojas, u hojas en el lenguaje de hoy.

Numerosos privilegios posteriores había de recibir la Villa, que todavía estaba muy lejana de ser Corte: de los reyes Fernando III el Santo, Alfonso X el Sabio y Sancho IV el Bravo, entre otros.

En 1089 se reúnen por vez primera Cortes en Madrid durante la minoridad de Femando IV el Emplazado y a las que asistió María de Molina. Después había de haberlas lar­gamente, pese a ser una pequeña villa perdida en los con­fines del reino, pero es que Madrid ya tenía soterrada su vocación de capital, aun cuando no fuera ese su mejor destino.

Por Castilla -derrotado y ro to - anda de pueblo en castillo y de villa en ciudad la figura exótica de León V de Armenia, el destronado rey, abatido por el sultán de Babilonia, a quien librara de prisión, y quizá salvara la vida, la inter­sección del rey Juan I de Castilla, que le concede el señorío de Madrid (1383). Es la primera y única vez que la villa sale de su conclusión realenga y aun esto a duras penas y no sin reclamaciones y dificultades y sólo tras la promesa del rey de que nunca más será cedida. León de Madrid recons­truye sus muros y Alcázar y va a morir a París, como una sombra errante. Madrid vuelve al dominio de la corona de Castilla.

Fue en 1464 cuando, reinando Enrique IV, se celebró en las proximidades del río el Paso Honroso de Beltrán de la Cueva. En recuerdo se funda el monasterio jerónimo de Nuestra Señora del Paso, a orillas del Manzanares, des­pués trasladado al Prado, y del que resta -demasiado res­taurada-la actual iglesia de los Jerónimos, hoy parroquia madrileña.

Si en la lucha entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastamara Madrid tomó el partido del primero, en la de los Reyes Católicos y doña Juana la Beltraneja marchó tras

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la segunda. Madrid, en tantas ocasiones de la historia, se apunta siempre al bando perdedor. En la contienda perdió la Villa fortalezas y torres, pero no el favor real, que los Católicos se aposentaron muchas veces en la pequeña Villa, en su continuo ir y venir al filo de sus empresas. Es en su reinado cuando la maestra de la reina, Beatriz Galindo, La Latina, funda en la Villa su Hospital y los con­ventos de la C oncepción Jerónim a y la Concepción Francisca.

También reside en Madrid el Cardenal Cisneros duran­te su regencia, aun cuando no en la casa que hoy lleva su nombre y que fue edificada posteriormente por un sobri­no suyo, cuando el Cardenal ya había muerto. Él vivió en la plaza de la Paja, en las casas del duque del Infantado, que también dieron cobijo a los Reyes Católicos.

Si es cierta la leyenda de los nobles levantiscos y el Cardenal, mostrando por la ventana los cañones y la for­mación de las tropas de Ordenanza para apaciguar sus ánimos, el «estos son mis poderes» hubo de referirse a las tropas formadas en la cuesta que hace, todavía, esa vieja, olvidada y encantadora plaza de la Paja, en el cora­zón del más viejo Madrid.

La guerra de las Comunidades trae también dificulta­des a la Villa, que, como de costumbre, se alinea en el bando que había de perder. Sólo el castillo se defiende contra los comuneros y no por su alcaide, sino por su mujer, doña María de Lago, en ausencia de éste, que era partidaria de don Francisco de Vargas.

Dicen que por haberse curado en Madrid de unas cuar­tanas Carlos I tomó afición a la Villa. Lo cierto es que fue en su reinado cuando convirtióse el Alcázar en Palacio -no el actual, del siglo xv iii - para lo que hubo de derribarse la parroquia de San Miguel, contra él apretada, y a este Palacio, entre todos los suyos, trajo el Emperador, al rey Francisco I de Francia, prisionero en la batalla de Pavía.

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MADRID ANTES DE SER CORTE 21

Insistamos, todavía Madrid no soñaba en ser capital.Desde este reinado, aunque ya existían precedentes,

comienza Madrid a llenarse de fundaciones religiosas: las Vallecas, desaparecidas, en la calle de Alcalá, esquina a Peligros; los dominicos de Atocha también derribado y con reconstrucción posterior (1523), San Juan de Dios hospitalario, 1541; San Felipe el Real, agustino, desapa­recido, en la Puerta del Sol, a la entrada de Mayor, de 1547. También de entonces es la magnífica capilla del Obispo, felizmente existente, en la plaza de la Paja; la tam­bién existente, y ya aludida, casa de Cisneros, en la calle de Sacramento; la torre de los Lujanes, en la plaza de la Villa, la desaparecida iglesia del Buen Suceso, no la recien­temente demolida -¡cuánta desdicha!- en la calle de la Princesa, sino otra, también abatida, en la Puerta del Sol, entre las calles de Alcalá y Carrera de San Jerónimo...

Pero la más im portante fundación fue la de las Descalzas Reales, hoy museo en gran parte visitable, sin perder su habitación monjil.

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C a p í t u l o II

EL MADRID VILLA Y CORTE DE FELIPE II (1 5 6 1 -1 5 9 8 )

Es muy frecuente aludir al Madrid anterior de la capi­talidad como villa despreciable y sin relieve; se ha llegado a una frase consagrada, tópica: «un lugarón manchego». Calculamos quién lo dijo por vez primera, y creemos estar en lo cierto, pero no queremos decir aquí su nombre, pues si la frase es sonora, también es carente de verdad.

No es concebible que a un lugarón manchego se trajeran una y otra y otra vez, desde muy alta fecha, como dejamos dicho, la reunión de las Cortes de Castilla. No es lógico lle­var a apartado y olvidado lugar la prisión de Francisco I, ni la residencia tan frecuente de los reyes, de todos los reyes pre­cedentes. Aquí había Alcázar convertido en Palacio, y fun­daciones importantes. De alguna ya sabemos que no pode­mos mostrar sino los lugares en que estuvieron, otras en cambio sí están ahí, presentes y con toda su importancia.

Es cierto que Madrid, el Madrid de antes de 1561, no pudo compararse con Toledo, ni con Valladolid, ni con Segovia, ni con Avila, tan cercanas. Es cierto que Sevilla tenía ya un esplendor que faltaba a nuestra Villa. Córdoba la herencia de los reinados moros...

Pero éstas eran ciudades con historia, capitales, más o menos prolongadas de reinos respectivos. No es justo, por

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tanto, establecer la comparación de Madrid con ellas. Somos muy aficionados a los extremos. En todo. O Corte o cortijo. Y ya que Madrid no fue Corte, en cortijo que­remos convertirla. Ni tanto ni tan poco, por otra parte. No suele estar la razón en los extremos.

Limitémonos sólo a lo que queda -apenas nada, que una de las grandes habilidades de Madrid ha sido desha­cerse a sí m ism o- y entre lo que queda, la capilla del Obispo y el convento de las Descalzas Reales.

La capilla del Obispo, cuyo nombre litúrgico es el de capilla de Santa María y San Juan de Letrán, por el que ciertamente nadie la conoce, se levanta en los terrenos del palacio de sus fundadores, una familia de larga rai­gambre madrileña: los Vargas.

Fue don Francisco de Vargas el consejero de los Reyes Católicos y el Emperador, el paciente y minucioso tra­bajador a cuyo cargo ponían los reyes las más difíciles empresas de gobierno, y que ha dejado huella hasta en el lenguaje; el «averigüelo Vargas» no es sino la frase decre­tada con que los reyes encomendaban a su segura sapien­cia los más difíciles problemas. Pues don Francisco de Vargas y su esposa, doña Isabel de Carbajal, fueron los que hicieron la fundación, que no llegaron a ver acabada. Fue su hijo, don Gutierre de Vargas Carbajal, obispo de Plasencia, quien la remató y de quien tomó su nombre popular.

El interior es de una sola nave y de estilo gótico muy sencillo. Uno de los pocos edificios góticos de Madrid, pero su mayor tesoro está en el retablo y las sepulturas de los fundadores. El magnífico retablo plateresco es obra de Francisco Giralte de Plasencia, escultor discípulo de Berruguete, que realizó aquí una de sus mejores obras. El tema de la vida de Cristo se desarrolla en sus calles entre figuras llenas de expresión y de movimiento, entre ador­nos escultóricos riquísimos, estofados y policromados.

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A los lados del.retablo, en la pared, en dos arcosolios, los sepulcros de los padres del obispo y fundadores, con estatuas orantes de bulto redondo, labradas en alabastro y llenas de riquísimos detalles y adornos. En la nave, tam­bién en la pared, el monumental enterramiento del obis­po, que aparece orante junto a un reclinatorio y con otras figuras tras él, sacerdotes que sostienen los ornamentos. En el fondo del arco, relieve muy bello de la Oración del Huerto; alrededor, docenas de figuras y alegorías, todas también en alabastro de Cogolludo.

La obra se acabó en 1585. Se hizo la capilla con des­tino de gran relicario para el cuerpo de San Isidro, que conservaba la paredaña iglesia de San Andrés, de la que el Santo había sido parroquiano y donde se le enterró. Pronto volvió el cuerpo a su iglesia y se cerró la comunicación entre ambas, lo que quizá decidiera la conservación de esta capilla escondida y casi desconocida por la mayoría de los madrileños.

Ocupan las Descalzas Reales el propio palacio en que nació su fundadora, la princesa doña Juana de Austria, hija de Carlos I y hermana de Felipe II, reina de Portugal y madre del desgraciado infante don Sebastián. Se insta­laron en él las religiosas en 1559. En 1756 fue reformada la iglesia por Juan de Villanueva. Tuvo ésta magnífico reta­blo mayor, enteramente realizado por Gaspar Becerra, tanto la escultura como la pintura, que desapareció en un incendio, y del que sólo podemos juzgar por los dos reta­blos colaterales, contemporáneos suyos, también de Becerra, con sus grandes cuadros pintados sobre már­mol. En el presbiterio, en escondida capillita, la estatua orante de la fundadora realizada por Pompeyo Leoni.

El monasterio, hoy visitable en su casi totalidad, habi­tado por las monjas todavía, es un resumen de la historia de España a partir de su fundación. Todavía su huerto claustral se alza en el centro de un Madrid bullicioso,

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produciendo, como hace centenares de años, flores para la iglesia y hortalizas para la mesa monjil. Las flores y las hortalizas más caras del mundo, si tenemos en cuenta el precio del terreno en que crecen y del que son único pro­ducto.

El tesoro artístico de las Descalzas es inmenso: cua­dros, tapices riquísimos, relicarios, orfebrería religiosa, pinturas murales; los siglos fueron dejando en aquel recin­to privilegiado lo mejor de su arte, mientras las damas de la Real Familia y las más distinguidas de las particulares profesaban en aquella clausura de estricta regla. Infantas que pudieron ser reinas, madres de quienes fueron infan­tes de Castilla..., vistieron en su claustro las tocas y vivie­ron en la estrechez fortísima de la regla de Santa Clara, pero entre riquezas inigualables, entre obras únicas del arte de todos los tiempos. Y así continúa siendo la vida de este claustro, sólo entorpecida unas horas al día, en que han de dejar a la visita museal gran parte de lo que fuera su habitación y su clausura. Después, acabada ésta, viene otra vez la vida semejante a la que tantas mujeres des­arrollaron en aquel mismo lugar durante siglos de ora­ción y sacrificio.

El hecho mismo de estar actualmente abierto como museo público y la existencia de catálogos y guías, nos evita repetir aquí lo que con mayor espacio allí puede verse.

* * *

Y surge ante nosotros otro problema, otra interrogan­te, ¿por qué se eligió Madrid como capital de España?

Realmente nunca podremos estar seguros de atinar con la respuesta. Varios libros se han dedicado íntegra­mente al estudio de este tema, sin que ninguno de ellos, falto siempre de base documental inexistente, pudiera lie-

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gar a ofrecernos la seguridad. Nos hemos de mover en el terreno de las teorías.

Porque, lo más curioso del caso es que el hecho de la capitalidad madrileña, que se produce como es sabido en 1561, reinando Felipe II, rey tan aficionado al papeleo, no tiene ninguna confirmación documental. La Corte, siem­pre hasta entonces trashumante, que parecía fijada desde el reinado anterior en Toledo, recibe un día la orden de traslado: hacia Madrid. Y nada más. Lo más que puede llegarse a saber es que en los primeros días de julio del citado año, el Sello Real, expresión del poder real, entra­ba en la Villa. Ni consejeros, ni cortesanos podían adivi­nar que aquel traslado era el definitivo, ¿cuál fue la causa de que ciertamente lo fuera?

Para los más, la causa se ha fijado en El Escorial, el lugar elegido por el rey para su residencia y para su defi­nitivo descanso. A una jornada de El Escorial, Madrid ofrecíase quizá a la estrategia de Felipe II, como un lugar ideal para dejar en él Consejos y Tribunales, Corte y pre­tendientes. Una jornada más allá, entre los riscos de la sierra, en el monasterio, la tranquilidad de un trabajo con­tinuado e ininterrumpido, rodeado tan sólo del puñado escaso de sus más íntimos colaboradores. Los imprescin­dibles nada más. A una jornada, con rápida comunica­ción y desplazamiento, todo el alboroto, toda la máquina oficial y legal. Se les hacía ir y venir, con rapidez y con silencio, a los necesarios en cada caso. Sin que su pre­sencia turbara la tranquilidad monástica y el trabajo ince­sante del rey.

Quizá sea esa la causa. Quizá. Nada puede asegurarse, puesto que falta la prueba irrebatible: ni papel siquiera referente a este traslado existe en los archivos.

Quizá también la elección se efectuó al revés, esto es, por eliminación de ciudades que no resultaban deseables. Toledo con su altivo recuerdo comunero en el anterior

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reinado, con partidarios secretos, que aún tenían su vigen­cia. Alcalá y Salamanca, turbadas por la gritería estudian­til. Segovia, con un fuerte contingente morisco y también análoga tradición comunera. Ávila, que llegó un día a la farsa de montar un tablado donde, en figura, se destro­nara a un rey. Todo esto no podía ser amable a los ojos de Felipe II.

Quedaban más ciertamente: Valladolid, por ejemplo. Esa Valladolid fuertemente inficcionada de herejía, donde la Inquisición tanto había tenido que actuar, tampoco Valladolid podía ser la capital del rey Felipe.

Quizá por este camino se llegó a la elección madrile­ña. Una villa -n i título de ciudad siquiera- que si había tenido un relieve, si sabía de antiguo de Cortes y de reyes, tampoco había tenido papel principal en ninguna acción contra la realeza. Es cierto que había sido comunera, pero su castillo se había defendido contra las tropas populares y nunca fue ocupado. Es cierto que había seguido a la Beltraneja, pero también que, sin dudarlo, reconoció a los Católicos y les ofreció suelo y ayuda en todas las empre­sas guerreras en las que nunca faltaron sus mesnadas, cobijadas bajo el estandarte del oso prieto en campos de plata, del Concejo madrileño.

Así, de esta curiosa manera de no saber por qué, vino a ser Madrid capital sin proponérselo y sin saberlo siquie­ra. De ahí que cayeran sobre ella mayores perjuicios. Porque Madrid perdió mucho, aun cuando se suela olvi­dar, en esta aventura capitalina que emprendió, sin darse cuenta, en los comienzos de julio de 1561.

Uno de los primeros perjuicios fue la tala de montes de los alrededores, a la busca de madera para construccio­nes y para hornos. Pérdida considerable, pues se destro­zó una riqueza que se ha demostrado irrecuperable.

Pero ni siquiera esta madera, destinada a la cons­trucción, se empleó debidamente. Precisamente el des­

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conocimiento existente sobre el tiempo que la Corte habría de asentarse aquí, dio lugar a que no se intenta­sen por los grandes y por los propios organismos del Estado, construcciones importantes que, de otra mane­ra, hubieran sido indudable consecuencia. Las instala­ciones fueron campamentales, para ahora, para mien­tras tanto. Esa provisionalidad robó a Madrid los únicos beneficios que pudiera darle la Corte, con su imprevisi­ble asentamiento.

Pero todavía, en este orden, se produjo otro perjuicio. La necesidad de alojamiento para los servidores reales, sobrepasó con mucho las posibilidades madrileñas y de ahí vino la regalía de Aposento.

Era ésta la obligación de dar la mitad de cada casa para que sirviera de aposento a los miembros de la Corte. La consecuencia fue construir casas que no pudieran fácil­mente servir a este doble fin, casas que se llamaron «de incómoda repartición» y a las que el pueblo madrileño, siempre acertado en sus decires, llamó «casas a la malicia».

La población de Madrid se triplicó en pocos años. Esto ocasionó una fuerte presión lógica sobre los servicios, siquiera tan rudimentarios como los que entonces existían en todas las ciudades europeas.

El proceso del príncipe don Carlos, el hijo de Felipe II, tan sonado y comentado durante siglos en la literatura universal, fue uno de los inmediatos acontecimientos de gran renombre, y la muerte de Escobedo, el siguiente. Sucedió el año 1578 frente al palacio de los Consejos, al fin de la calle Mayor, en calleja ya desaparecida (lo que de ella queda es la calle de la Almudena), que por bordear al exte­rior la capilla mayor de la iglesia de Santa María, también desaparecida, se llamaba «del camarín de la Virgen». Los asesinos no fueron habidos nunca y el crimen quedó ence­rrado en las luchas entre Felipe II y su secretario Antonio Pérez, a quien la historia suele imputar esta muerte.

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Cortes volvieron, ya frecuentemente, como era lógico, a reunirse en Madrid en 1573 ,1576-78 ,1582,1583,1586, 1588-92 ,1593 ,1594 , 1596 ,1597 y 1598.

Corresponde a esta época el Puente de Segovia, gran construcción que encendió la vena crítica de los poetas -«que eres poco río para tanta puente»-, construido según planos del gran arquitecto Herrera, en tiempos del reina­do del segundo Felipe, ofreciendo cómoda entrada a Madrid, que entonces fue la general para todos los cami­nos del norte. Como consecuencia, también se realizaron obras de acondicionamiento de la calle de Segovia, que encontramos llamada en los papeles de la época «calle Nueva» o «calle de la Puente».

También son construcciones realizadas en este reina­do el Colegio Imperial de los jesuítas, cuya iglesia es hoy catedral provisional de Madrid, en la calle de Toledo (1560); el convento de monjas agustinas de la Magdalena, derruido, que dio nombre a una calle (1569); el de la Victoria, de mínimos franciscanos, en la Puerta del Sol a la entrada de la Carrera de San Jerónimo que dejó su nom­bre a la calle que en sus solares se abrió (1561); la Santísima Trinidad, que estuvo en la calle de Atocha y era conven­to de trinitarios, dolorosamente derribado, puesto que era uno de los grandes e importantes edificios que tuvo Madrid, del que existía la leyenda que hizo su plano el propio rey (1562); el convento de la Merced, cuyo solar dio lugar a la actual plaza de Tirso de Molina, así nom­brada por haber profesado fray Gabriel Téllez en este convento (1564); el convento de monjas de los Ángeles, que tam bién dio nom bre a una calle ju n to a Santo Domingo y también fue derribado (1 5 6 4 ); el de San Bernardino, también desaparecido y que estaba por donde después había de correr la calle de la Princesa (1570); Santo Tomás, de dominicos, en la calle de Atocha, demo­lido (1583); el Carmen Descalzo, de 1586, y que también

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desapareció, dejando sólo como recuerdo una iglesia pos­terior, levantada en el siglo xvm, que es la de Sanjosé, en la calle de Alcalá; el de Santa Ana, de monjas, desaparecido para dar lugar a la plaza actual del mismo nombre (1586); el de Pinto, de monjas bernardinas, en la calle Mayor, desaparecido (1588); el de Santa Isabel, de agustinas, del que apenas queda la iglesia en la calle de su nombre, muy reformada en el siglo xvm (1588); el de doña María de Aragón, cuya iglesia construyera el Greco, que también hizo sus retablos, desapareció y en su solar se levanta el Senado (1590); el de agustinos recoletos, que dejó su nom­bre al paseo, derruido (1595); el delEspíritu Santo, de clé­rigos menores, desaparecido, su solar sirvió para hacer el Congreso (1597); el de monjes de San Bernardo, desapa­recido, que dejó su nombre a la calle (1596).

El crecimiento obligó a dar a Madrid un nuevo recin­to, ya no de militar muralla, sino de tapia, que limitara al caserío, permitiera su vigilancia y el percibo de los dere­chos de puertas, de los alimentos y artículos que pene­traran en la Villa. La nueva cerca, arrancando de la Morería seguía por las calles de Toledo, Colegiata, Magdalena, pla­zuela de Antón Martín, volviendo desde aquí, por el norte, a la calle de Alcalá, para bajar a la Puerta del Sol y Postigo de San Martín y, entre las calles de Fomento y del Río, cerrarse sobre el ángulo noroeste del Alcázar.

Lo QUE QUEDA DEL REINADO DE FELIPE II

Fundado en el reinado de Felipe II, pero construido en los comienzos del siglo siguiente (1611-1638) del viejo convento de Carmelitas Calzados sólo queda el templo, que se abre a la calle del Carmen a la que dio nombre y que conocemos hoy como iglesia del Carmen. El convento se extendía por la trasera plaza del mismo nombre y ocupa-

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ba las casas y salas de espectáculos que hoy se abren a dicha plaza.

Es una iglesia templadamente barroca, obra de Miguel Soria, templo de una sola nave, orillado de capillas que se cierran con cuidada y elegante rejería que va cambian­do de capilla en capilla y calentando sus formas y retor­ciendo sus adornos conforme se labran estas bellas obras en fecha más tardía.

Es de notar la variada cubrición de sus capillas que se resuelven en cada caso con techos distintos, llenos de gra­cia. Pilastras sin capiteles sostienen un cornisamiento de triglifos y metopas y una airosa cúpula sin linterna se alza sobre el crucero dando al templo grandiosidad. Bellas tallas y magníficos lienzos hacen más interesante la visi­ta al templo, en la que no debe olvidarse la sacristía del mismo.

* -k *

Hagamos mención del monasterio de las Descalzas, del que ya se ha hablado en el texto y que es hoy museo de especial interés, y de la iglesia de San Ginés, de la que, después de arreglos y reconstrucciones, quedan pocos res­tos interesantes, si no son los documentales de su archi­vo, lienzos e imágenes valiosas y sobre todo las riquezas acumuladas en su capilla del Cristo, perteneciente a la congregación fundadora y en la que los siglos han ido reu­niendo obras de Pompeyo Leoni, de Alonso Cano, exce­lente arquitectura del hermano Francisco Bautista y mag­níficas imágenes y ornamentos, aparte de su interesantísima cripta -antaño escenario de públicas penitencias de sus cofrades- verdadera iglesia subterránea que suele ser des­conocida para los madrileños.

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C a p í t u l o III

EL MADRID DE UN REY MADRILEÑO: FELIPE III (1598-1621)

El nuevo monarca era el primer rey que había nacido en Madrid. Y, sin embargo, fue quien realizó el hasta ahora único intento de llevar a otro lugar la Corte de las Españas.

Si hemos de ajustarnos en el término, tendremos que decir que no fue él, sino su favorito, el duque de Lerma, que tentado por los buenos dineros que el Concejo de Valladolid le ofrecía, realizó, o hizo realizar, el traslado de la Corte a aquella ciudad. La cosa no fue bien; los cortesanos se que­jaban del nuevo acomodo, las nieblas y los fríos de la nueva Corte molestaron a todos y las cuestas vallisoletanas parecen, a través de los escritores de la época, como algo maldito, uno de los motivos más acusados de queja por boca de todos.

Si a esto unimos el buen ofrecimiento de 250.000 duca­dos de oro, que el Ayuntamiento de Madrid hizo al duque de Lerma, comprendemos la causa de que la Corte regre­sara a Madrid.

Pero en el breve período de ausencia cortesana ocu­rrieron cosas en la Villa que no queremos hurtar al cono­cimiento del lector. Ocurrió que las casas se quedaron deshabitadas y hasta tal extremo llegó que los propietarios daban dineros con tal de que se viviera en ellas para evi­tar su ruina. Magnífico ejemplo de lo que podría suceder

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si otra vez la Corte partiera de Madrid, para dicha de los madrileños.

El año 1606 otra vez estaba ya la Corte en la Villa de Madrid y había acabado la entretenida y productiva come­dia montada por Lerma.

El 13 de enero de 1608 fue jurado príncipe el sucesor del rey, que había de reinar con el nombre de Felipe IV

El 19 de diciembre de 1615 entró en Madrid, entre grandes fiestas, doña Isabel de Borbón, hija del rey Enrique IV de Francia y doña María de Médicis, que venía a casar con el futuro Felipe IV Como tenía doce años y el novio diez, el matrimonio no se consumó hasta 1620.

También se produce en Madrid el fallecimiento de Cervantes en una casa de la calle del León, con vuelta a la de los Francos -donde vivía Lope de Vega- que desapareció y fue sustituida, en el pasado siglo, por otra a la que se dio entrada por la citada calle de Francos, que hoy se llama de Cervantes.

Cervantes fue enterrado en las Trinitarias, en la próxima calle que entonces se llamaba de Cantarranas y ahora de Lope de Vega, y sus restos se perderían.

En 1619 queda terminada la Plaza Mayor, obra del arquitecto Gómez de Mora y encargo real. Sus casas, cons­truidas por el patrón uniforme dado por el arquitecto, fueron siempre de propiedad particular, a excepción de las principales, la de la Carnicería y la de la Panadería, que pertenecieron al Ayuntamiento.

La Plaza Mayor nace como mercado diario, pero tam­bién para que en las ocasiones solemnes fuera escenario de fiestas y grandes devociones. Allí se han corrido toros, cañas, han tenido lugar ejecuciones, autos de fe... Hasta una batalla se ofreció en el siglo xix en su recinto, para que nada le faltara.

El estreno de la Plaza Mayor fue al año siguiente, el 15 de mayo de 1620, con motivo de las fiestas organizadas con

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EL MADRID DE UN REY MADRILEÑO: FELIPE III (1598-1621) 35

motivo de la beatificación de San Isidro, a quien siempre Madrid tuvo por santo sin esperar a que Roma dijera la últi­ma palabra.

En el reinado de Felipe III se construyen el Noviciado de jesuítas, que dio su solar a la vieja Universidad de la calle de San Bernardo (1602); el convento del Caballero de Gracia, desaparecido, el oratorio actual es del siglo siguiente (1786); el convento de San Gil, cuyo solar forma parte hoy de la plaza de Oriente (1606); el convento de mercedarios de Santa Bárbara, desaparecido (1606); el de Jesús, de trinitarios, igualmente desaparecido, en la calle de Atocha (1606); el de monjas jerónimas, llamado de las Carboneras, felizmente existente, con bella iglesia en la plazuela del conde de Miranda, y en su altar mayor un interesante cuadro de Vicente Carduchó (1607); el de San Basilio, en la calle del Desengaño, también derruido (1608); los capuchinos del Prado, por donde se abre hoy la calle del duque de Medinaceli (1609); el bellísimo y existente de monjas mercedarias de donjuán de Alarcón, en la calle de Valverde con vuelta a Puebla (1609); el des­aparecido de Trinitarias Descalzas (1609); el de Mostenses, donde la plaza de este nombre (1611); el interesantísi­mo y dotado de gran número de obras de arte de la Encarnación, existente, y que nos hace añorar lo que hemos perdido, fue fundación de Felipe III para conme­m orar la expulsión de los m oriscos (1 6 1 1 ); el del Sacramento, hoy destruido, en la calle de su nombre, con bella iglesia (1615).

También son de esta época el llamado palacio de los Consejos, al final de la calle Mayor, que edificó para su residencia el duque de Uceda; la interesantísima iglesia, merecedora de visita larga y cuidada, de San Antonio de los Portugueses, después llamada San A ntonio de los Alemanes, y cuya atención está encomendada a una con­gregación religiosa nacida en estos días, la Santa Pontificia

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y Real Hermandad del Refugio y Piedad de esta Corte, a la que Madrid llamó siempre la Ronda del Pan y Huevo.

Esto de la Ronda del Pan y Huevo fue porque uno de los ejercicios de esta Hermandad, fundada en 1615, era el de recorrer por las noches las calles madrileñas y entre­gar a los necesitados que encontraba, como limosna, media hogaza de pan y dos huevos cocidos, que un criado de la corporación llevaba a prevención en una cesta. Los enfer­mos eran trasladados en una silla de manos, de las que la Hermandad poseía -y conserva- hasta uno de los hospi­tales de la Corte. Estas sillas venían pues a ser las ambu­lancias de la época, y esto hasta el punto, que estaban obligadas a acudir en los casos de incendio para trans­portar a los heridos.

Otro de los recuerdos con que contamos de este reinado es la estatua del rey, aun cuando en realidad se labró en el siguiente, y que hoy está en la Plaza Mayor que él funda­ra. En sus comienzos se colocó en la Casa de Campo, donde nos la muestran algunas pinturas de la época. Es una bella obra de Juan de Bolonia y su traslado al lugar actual se verificó en 1848, después de que se celebraran en la Plaza las corridas reales con motivo de las bodas de la reina Isabel II, últimas que han tenido lugar en este recin­to. Tras ellas el gran madrileñista del siglo xix que fue Ramón de Mesonero Romanos pidió y obtuvo de la reina la cesión de la estatua y su colocación en este lugar. Así se hizo.

Como todo, es discutible esta colocación, que si bien viene a centrar la plaza con la figura de su fundador, tam­bién es cierto que su presencia impide de todo punto que el recinto se utilice para las fiestas a que estaba destinado en el ánimo del rey Nunca más se dio la posibilidad de cele­brar torneos o juegos de cañas, corridas de toros o piezas teatrales. Nunca más, mientras la gran mole de la estatua centre la plaza.

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EL MADRID DE UN REY MADRILEÑO: FELIPE III (1598-1621) 37

Cuando se excavó bajo el recinto de la Plaza Mayor el aparcamiento subterráneo que actualmente existe, hubo ocasión de darle a Felipe III otra colocación, aun dentro de la plaza misma, pero donde interrumpiera menos.

Una parte de la prensa, desconociendo posiblemente la razón histórica, lo impidió con una absurda e irrazonada campaña en favor de que volviera al mismo lugar «donde siempre estuvo», quizá sin haber sabido nunca que ese «siempre» tenía poco más de un siglo de existencia y que fueron muchos más los siglos que no estuvo allí. Volvió a colocarse al monarca en el centro... y quedó inutilizado el bello recinto.

E d if ic io s q u e se co n ser v a n d e l r e in a d o d e F e l ip e III

Aparte la obra de urbanización de que se ha hecho mención -la Plaza Mayor- el más importante recuerdo de este reinado es, sin duda, el convento de la Encarnación, aun cuando su final tuviera lugar en el reinado de su hijo Felipe IV.

Fundado este convento para recordar la fecha de la expul­sión de los moriscos, se puso la primera piedra el 1611 y se entregó a la Orden de Agustinas Descalzas, siendo su primera priora sor Jesús María Ana de San José por deseo de la reina doña Margarita, quien puso grandes empeños en esta fun­dación que no llegó nunca a ver realizada.

Fue su arquitecto Juan Gómez de Mora, formado junto a Herrera en la obra de El Escorial, en cuya dirección le sus­tituyó. El aspecto exterior se conserva afortunadamente intacto, incluido el relieve de la Anunciación que campea sobre la portada y que viene atribuyéndose a Miguel Ángel Leoni.

El interior del templo era severo y trazado en orden dóri­co, pero en el siglo xviii el arquitecto Villanueva lo reformó,

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ornamentándolo en su habitual estilo neoclásico, realizan­do también una transformación de retablos, pinturas e imá­genes (1765-1767). A esta época, pues, pertenecen sus cua­dros e imágenes actuales, obras de Gregorio Ferro y José del Castillo, Ginés de Aguirre y Francisco Ramos.

No se olvide que estos pintores fueron contemporáneos rigurosos de Goya, que pintaron a la vez que él y alterna­ron con Goya en obras y encargos, especialmente los dos primeros, y tampoco que en varias ocasiones de premios y concursos fueran preferidas las obras de Gregorio Ferro a las presentadas por el genial pintor aragonés.

Los frescos de la nave pertenecen a Luis González Velázquez y a su hermano Antonio, a excepción del que figura en el presbiterio que fue realizado por el cuñado de Goya, Francisco Bayeu.

De Vicente Carducho y fechados en 1616, época de juventud del artista, son los lienzos de los retablos, mien­tras las imágenes son trabajo documentado de Juan Muñoz, el valenciano discípulo de Gregorio Fernández. En la sacristía hay un importante cuadro de Bartolomé Román.

Aquí está la imagen de la Virgen de la Esperanza, patrona de la que fue célebre cofradía madrileña, de gran abolengo histórico, de la Real Congregación de Nuestra Señora de la Esperanza y Santo Celo en la Salvación de las Almas, a la que Madrid, siempre con gracia especial para encontrar sus expresiones, bautizó como la Ronda del Pecado Mortal por razón de su principal ejercicio corporativo.

* * *

Con el nombre de las Carboneras conoce todo Madrid el convento e iglesia de las Jerónimas del Corpus Christi que fundó en 1607, en la plaza del conde de Miranda, doña Beatriz Ramírez de Mendoza.

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El templo es pequeño y sencillo, con coro alto con­ventual y escasa ornamentación, como corresponde a los primeros años del siglo x v i i . Sobre la puerta un buen relie­ve de San Jerónimo y Santa Paula, obra que se cree pro­cedente del taller de Leoni o de uno de sus discípulos más destacados.

En el interior, el retablo mayor está ocupado por un gran lienzo de Vicente Carducho, sobre el tema de la Sagrada Cena, en el que el pintor ha situado a las figuras en profundidad; ocupando la cabecera de la mesa, al fondo de una fuerte perspectiva, el Señor, en una ordenación que se aparta de la que es tradicional para el tratamiento de esta escena evangélica.

En un retablo lateral, obra de un pincel popular poco hábil, la Virgen Carbonera, que vino a dar nombre al monasterio. Se trata de una imagen de la Virgen que unos chiquillos encontraron al azar tirada en una carbonera y de cuyas manos la rescató la piedad de una mujer del pue­blo, la cual limpió y adecentó la imagen dándola primero lugar público en el portal de su casa. Pronto la imagen adquirió fama de milagrosa y de ahí vino una devoción que del pueblo pasó a las clases elevadas, formando pron­to una congregación que dio culto a la imagen, para lo que fue preciso llevarla a una iglesia eligiéndose para ello el de estas austeras monjitas jerónimas.

Otro retablo, a los pies de la iglesia, muestra, además de buena imaginería y cuidada talla, unas pequeñas y muy bellas tablitas obra de Herrera el Mozo, a modo de bocetos.

Las imágenes son de Juan Muñoz, discípulo formado junto al gran imaginero Gregorio Fernández, de cuyas obras en otro templo ya hicim os m ención anterior.

La comunidad guarda en la clausura un Cristo con la cruz a cuestas, obra de la escuela de Morales, que perte­neció a Santa Teresa de Jesús y que, según la tradición, habló a la Santa en varias ocasiones.

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Ultimamente se han retirado al interior del convento unas pequeñas tallas representando escenas de la vida de santos, policromadas que figuraban anteriormente en los retablos de la nave.

El pequeño templo, encantador y muy representati­vo, ofrece para su visita la dificultad de tener habitual­mente largos períodos de exposición mayor del Santísimo, lo que imposibilita el detenido recorrido que realmente merece esta delicada iglesita monástica.

* * *

Las Mercedarias Descalzas de donjuán de Alarcón en la calle de Valverde, esquina a la de Puebla, deben su nombre a este sacerdote, confesor y testamentario de doña María de Miranda que, en esta condición, realizó la fundación que ella le encomendara, acabándose en 1656.

Hoy el templo ha sido muy reformado y apenas guar­da ya el tesoro que incendios, asaltos y destrucciones le fue­ron quitando, pero todavía conserva la sencillez de su igle­sia de aparejo exterior de piedra y ladrillo, sencilla y austera, conservando ecos estéticos de El Escorial.

Del pintor y capitán Juan de Toledo, pintor de encuen­tros guerreros y de batallas, es la Inmaculada del retablo mayor, quizá su mejor cuadro místico. En el templo se guarda el cuerpo de la beata Mariana de Jesús, la madri­leña que conoció a Lope de Vega, adorada en vida de tal modo por los vecinos de la Villa, que a su muerte, en la cabaña en que vivía afueras de la Puerta de Santa Bárbara, llegaron a producirse grandes alteraciones del orden en el afán devoto por alcanzar algo que perteneciera a la santa mujer.

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Poco más que el solar de lo que fuera Noviciado de la Compañía de Jesús, en la calle de San Bernardo, cuyo edi­ficio fue ampliamente reformado para instalar en él la Universidad Complutense cuando en el siglo pasado se trasladó a Madrid desde Alcalá de Henares, donde le diera fundación el Cardenal Jiménez de Cisneros.

Algunos autores han asegurado que la iglesia que fuera de la casa jesuítica, se convirtió en el Paraninfo de la Universidad, aquel a cuya descripción, al ser inaugurado, dedicó un librito don Emilio Castelar. Creemos que esa herencia se redujo a poco más que la planta de un templo donde había recibido enterramiento la decimotercera duquesa de Alba, doña María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, a quien varias veces, con amoroso cuidado, retratara don Francisco de Goya y Lucientes. Los restos de aquella mujer, de quien se dijo en su tiempo que uno solo de sus cabellos enamoraba, pasa­ron desde allí al patio de San Andrés, en el cementerio de la Cofradía Sacramental de San Isidro, al otro lado del Manzanares, donde todavía se conservan en un nicho doble centrado por una preciosa cabecita -pretendido retrato de la duquesa- obra delicada de Hermoso.

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Junto a su propio palacio, del que después nos ocu­paremos, fundó el duque de Oñate un convento de Bernardas Recoletas del Sacramento en los finales de la calle a la que este cenobio dio nombre, allá por donde va a desembocar en la calle Mayor. La fundación es de 1616, por lo que lo traemos a este lugar, aunque la construcción sea más tardía (1671-1724). La iglesia es una creación de gran acierto, tras una sencilla portada ordenada en rectángulos centrados por un gran relieve, representando la glorificación de San Bernardo. Más alegre y rico es el

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interior, que conforma una iglesia con cúpula sobre pechi­nas, elevadas sobre pilares achaflanados para dar mayor amplitud al anillo de la misma. Pares de ménsulas muy delicadas, sostienen la cornisa de la nave y se apoyan sobre pilastras cajeadas, rematadas en capiteles compli­cados y adornados, sobre lo ordinario del capitel com­puesto del que se derivan.

Frescos de Luis y Alejandro González Velázquez deco­ran los techos, y pinturas estimables de Gregorio Ferro -u n buen pintor al que perjudica la sombra de Goya, su contemporáneo- adornan el retablo mayor.

La iglesia hoy, en trance de reforma, tras haberse derrui­do gran parte del convento para dar sitio a nuevas edifi­caciones, nos hace temer por la pervivencia de este mag­nífico ejemplo de iglesia conventual.

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Ocupado hoy por la Capitanía General y el Consejo de Estado, el que fuera palacio de Oñate y que se conoce por el nombre de palacio de los Consejos, al final de la calle Mayor, dio frente en sus días a la iglesia Mayor de Madrid, desgraciadamente derruida en los finales del pasado siglo, Santa María de la Almudena, posible mezquita del Madrid árabe.

El edificio, que vino a enterrar la fortuna de su cons­tructor, ha tenido varios huéspedes ilustres, entre ellos la viuda del últim o de los reyes de la Casa de Austria.

* * *

Aunque anteriormente se hizo mención de algunos datos sobre la Plaza Mayor de Madrid, creación de Felipe III, creemos conveniente, dada su importancia, anotar aquí lo que pudiéramos llamar una cronología esencial de la Plaza j

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que, desde su construcción, ha presenciado y ha sido tea­tro de los principales sucesos de la Villa de Madrid.

Construida por Juan Gómez de Mora, de 1617 a 1619, contaba en su primitivo aspecto, después cambiado por obras y por incendios, 476 balcones pertenecientes a 68 casas de cinco pisos cada una, que daban cabida a 50.000 espectadores en fiestas, justas, cañas y toros.

Por cierto que debemos anotar aquí, puesto que es poco conocido, que en su primitiva construcción tenía algunas casas de tan pequeño solar que sólo permitían que cada planta tuviera una sola habitación y la escalera que las unía, y así la casa estaba formada por cinco habi­taciones situadas en los cinco pisos del inmueble, que no debía ser nada cómodo de vivir. Documentalmente pro­bamos esto señalando casas de estas características en obra recientemente publicada por el Instituto de Estudios Madrileños, resultado de una investigación documental realizada en el Archivo Histórico de Protocolos de Madrid.

1620. Este año fue realizada la inauguración pública de la Plaza Mayor, que se estrenó con motivo de las fiestas organizadas para la celebración de la beatificación de San Isidro.

1621. En la Plaza Mayor tiene lugar la ejecución públi­ca de don Rodrigo de Calderón, resultado de un proceso político. Don Rodrigo no mostró en el patíbulo el orgullo que le atribuye el dicho popular («tiene más orgullo que don Rodrigo en la horca») y tampoco fue ahorcado, sino dego­llado, y como era noble, degollado por delante, en cumplimiento del privilegio de la nobleza.

1623. Grandes fiestas en la Plaza con motivo de la pre­sencia en Madrid del Príncipe de Gales que vino a intentar casarse con la infanta María. Numerosas corridas de toros.

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1624. Primer Auto de Fe que se celebra en la Plaza Mayor. El Auto de Fe era el jucio público de los penitenciados por la Inquisición. El castigo pos­terior tenía lugar en otros sitios de la Villa. Todo eso que se ha dicho del humo de las hogueras inquisitoriales ennegreciendo la plaza y demás, no deja de ser pura y equivocada literatura. Los Autos de Fe no ocupaban con su celebración toda la plaza, sino tan sólo una parte de ella, inferior a la cuarta parte, disponiéndose un tabla­do donde tenían asiento los reyes, jueces, abo­gados, oidores, etc., en el ángulo de la escalina­ta de piedra que baja a la calle de Cuchilleros.

1629. La infanta María, que no llegó a casar con el príncipe de Gales, casa este año con el rey de Hungría; con tal motivo se celebran las acos­tumbradas fiestas y corridas de toros en la Plaza Mayor.

1631. La Plaza Mayor sufre un terrible incendio, el primero de una larga serie.

1672. Otro incendio destroza la Plaza Mayor, esta vez es la Casa de la Panadería la que sufre mayores perjuicios.

1766. La Plaza Mayor es escenario principal del lla­mado motín de Esquilache y en ella se elige, por el pueblo, la comisión que iría a Palacio a ver al rey Carlos III e imponerle las condiciones de­seadas, que no sólo se refieren a la libre mane­ra de vestir.

1790. Un nuevo incendio asóla la Plaza Mayor que quedará incompleta hasta que en 1853 se recons­truya lo que este siniestro destruyó.

1822. Tiene lugar en la Plaza Mayor nada menos que una batalla. Es la que sostiene la M ilicia Nacional contra los Guardias del Rey Fernando^

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VII, que se habían sublevado deseosos de reim- plantar el sistema absolutista. Los Guardias son vencidos y tienen que huir pretendiendo refu­giarse en Palacio, lo que impide el rey, en cuyo beneficio se habían sublevado, haciendo cerrar las puertas.

1847. Se celebra en la Plaza Mayor la última corrida de toros que hasta la fecha ha tenido lugar en ella. Es con motivo de las bodas de la reina Isabel II con el infante don Francisco de Asís, y de su hermana, la infanta Luisa Fernanda, con el duque de Montpensier, don Antonio de Orleans.

1848. Se coloca en el centro de la Plaza Mayor la esta­tua del rey Felipe III, obra de Juan de Bolonia. Será retirada durante las dos Repúblicas.

1853. Se termina la reconstrucción de la parte dañada por el incendio de 1790.

1961. Se lleva a cabo una profunda reforma en la Plaza Mayor que la deja en el estado actual. Esta refor­ma se lleva a cabo con motivo de las fiestas del Centenario de la Capitalidad de Madrid. Acabada la reconstrucción se celebran festejos en su recin­to, entre ellos uno de gran calidad en el que la historia de la Plaza Mayor se representa en un espectáculo de luz y sonido.

1968. Se construye bajo la Plaza Mayor el aparcamiento subterráneo y el paso de automóviles también subterráneo; con ello se prohíbe el paso de vehí­culos por el viejo recinto de la plaza filipense.

La Casa de la Panadería es, curiosamente, anterior a la existencia de la Plaza Mayor y precisamente al construir ésta se respeta totalmente y se la trata como el edificio

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principal de la nueva ordenación. Eso hace que en el plano resulte extraña su orientación y que tenga un trazado que no es paralelo con las calles cercanas, especialmente con la calle Mayor, como parecería normal.

La Casa de la Panadería se comenzó en 1590 por el arquitecto Sillero dedicándose los pisos a viviendas de carácter particular y estableciéndose, en la planta baja y sótanos, la panadería que le da nombre.

En 1634 se ensancha el callejón lateral que hoy lleva el nombre de Arco del Triunfo y se llamaba entonces calle­jón del Infierno.

La decoración de la fachada de la casa, hoy en muy mal estado de conservación, después de numerosos repin­tes posteriores, se lleva a cabo en 1641. Vuelve a dedicar­se a alquiler de habitaciones toda la casa con excepción del Salón Real y sus accesos, que eran entonces desde el men­cionado callejón del Infierno. En el piso bajo se habilitan lugares para mercado.

En 1672 sufre un considerable incendio que obliga a una fuerte reconstrucción, que el mismo año se encarga a Donoso; como parte de ella se construye en Génova el gran escudo de hierro del remate de la fachada, que rea­liza Barbieri, y el mismo año (1673) se encarga la azule- jería interior a Alfonso Gutiérrez y José Martínez, cera­mistas talaveranos. Estos azulejos estaban destinados, según la moda de la época, a formar con ellos un zócalo que recorrería escaleras y salones inmediatos al Real, que también estaba así decorado.

Restos de estos azulejos son los que figuran todavía en el dicho Salón Real. Son azulejos de granadilla que encuadran, entre pilastras de cerámica, el escudo de la Villa y el escudo grande de España.

Los frescos que adornan los techos del Salón Real y su antesala son realizados en 1674 por Donoso y Claudio Coello. Se conservan muy repintados.

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Sabemos de una restauración de estos frescos realiza­da en 1880 por Martínez Cubells, dentro de una terrible restauración que padeció la casa y estuvo a cargo del arqui­tecto Joaquín María Vega.

La restauración actual es de 1948, efectuándose, en1969, obras de consolidación del edificio.

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C a p í t u l o IV

EL ESPLENDOR DEL MADRID DE FELIPE IV (1 6 2 1 -1 6 6 5 )

Con la muerte del rey Felipe III, el 31 de marzo de1621, se inicia un remado que, si corresponde a un perío­do de decadencia del poderío español, es por contra el gran reinado madrileño, en el que se encuentran los gran­des ingenios de la literatura y la pintura, de la arquitectura y la poesía, conjuntamente, en la tarea de su mejor pro­ducción, ocupando el trono un rey con grandes aficiones a las artes, de fino espíritu y numerosas inquietudes cul­turales.

Felipe IV, no demasiado bien tratado por la historia, quizá no tuviera otro defecto que haber nacido a los pies del trono. De haber sido hijo de una casa ilustre -los Alba, los Osuna, los Medinaceli...- quizá hoy contaría como uno de los grandes personajes de su siglo, y su figura sería recordada con respeto y agradecimiento. Cargado con las decisiones del Estado, en el difícil momento que le tocó vivir, no tuvo tanta suerte.

Sin embargo, desde el punto de vista madrileño, Felipe IV es el gran rey de Madrid. Es durante su reina­do cuando Madrid cobra lo mejor de su tesoro artístico y lo más grande de sus costumbres y tradiciones. Por ello, Madrid debe recuerdo y agradecimiento a ese rey,

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falto de voluntad y no sobrado de acierto, dado a amo­ríos y a sueños, pero que fue dejando por las calles de la Villa muchos de los sueños hechos realidad. Hoy, su figu­ra sigue cabalgando, en corbeta de siglos, contra el cielo azul de la plaza de Oriente -una plaza que él no conoció-; galopa alejándose del Palacio Real -que no conoció tam­poco- y como hiciera en sus tiempos, alejándose de la rea­lidad política, para correr hacia los paisajes que pintara su pintor de cámara, Velázquez, para escuchar los versos del gran poeta de su época, Lope de Vega, para recorrer las obras y los jardines que trazaran los grandes arqui­tectos que él conoció y a los que encargaba la gracia, ya retorcida y adornada, de sus caprichos.

Al comienzo del reinado se soluciona un ruidoso pro­ceso, herencia del reinado anterior, el de don Rodrigo de Calderón, marqués de Siete Iglesias y conde de la Oliva. Fue don Rodrigo, el valido todopoderoso del duque de Lerma, primer ministro y guía de toda la política del rei­nado anterior. Caído en desgracia el de Lerma, y logrado por sus artes el capelo cardenalicio que le puso al abrigo de toda venganza, los males todos y todos los pecados vinieron a caer sobre la cabeza de su hombre de confian­za, don Rodrigo de Calderón. Su proceso -proceso político- se inició ya por orden del rey anterior, pero no estaba aca­bado cuando comenzó el reinado de Felipe Ιλζ y fue este rey el que terminó con sus numerosos folios de retorcida letra procesal... y con la vida de don Rodrigo, que murió degollado en la Plaza Mayor el 21 de octubre de 1621.

Para los anales de la Plaza, todavía tan nueva, hay que apuntar un dato: es el primer acto público de ejecución capital que se ordena en su recinto. Para la política nacio­nal, es el riguroso acto de fuerza y de repudio de la corrup­ción política, realizado en el comienzo de un reinado, el de Felipe IV, y en el del mando del nuevo valido: el conde- duque de Olivares, que todavía no llevaba este título, sin®

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tan sólo el de conde de Olivares, que el ducado de San lúcar de Barrameda llegaría más tarde, y con él el título unido con que ha pasado a la historia.

De inmediato otro hecho importante. La canonización de San Isidro por el papa Gregorio X y en 1622. Ya hemos visto que Madrid venía dando culto a San Isidro, recono­ciéndole por su patrono, aun siglos antes de que la Iglesia le alzara oficialmente a los altares, pero su reconocimien­to oficial fue muy bien recibido en esta Villa, y grandes fies­tas se hicieron para celebrarlo. Lope de Vega fue el cronista oficial de las mismas y el organizador del certamen poé­tico que se realizó para celebrarlas. Tomé de Burguillos, firma el poema «Isidro», en el que Lope, juez y parte, se transparenta.

La privanza del conde-duque seguirá hasta 1649, en ella recibirá Madrid un regalo fastuoso: el Retiro, uno de los parques urbanos más bellos de Europa, con tres siglos corridos de antigüedad y que, aun muy recortado de su primitiva extensión, sigue teniendo verdadera importancia.

Claro que ese regalo fue nada más que relativo. Fue, en cuanto a la iniciativa y el tesón para que se realizara, para que en las parameras que circundaban Madrid nacieran extensos jardines salpicados de pequeñas construcciones, la mayoría ermitas, pequeñitas y delicadas, y la majestad, no demasiado ordenada, pero rica e importante, de un gran palacio, del que apenas quedan unos rastros, unas muestras. Porque el dinero lo puso el Ayuntamiento.

Tema tan interesante necesita mayor explicación. Olivares quiso ofrecer a su señor un palacio y unos jardi­nes de ensueño, en los que las aficiones del rey -caza y poe­sía, baile y fiestas- pudieran tener fácil escenario, mejor que en el viejo Alcázar, iniciado como castillo moro, que toda­vía -y por casi un siglo- daba residencia a los monarcas de Castilla y Aragón. La elección del lugar quedó determinada

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por algo lejano y que hoy nos parece de poca importancia, pero que vino a dejar su nombre a través de los siglos.

Cerca del Prado -e l gran paseo de la Corte- estaba, desde los tiempos de los Reyes Católicos, el monasterio jerónimo que, en el reinado de Enrique IY se fundara en las orillas del Manzanares y como recuerdo del Paso Honroso de Beltrán de la Cueva. Se había trasladado a estos sitios, buscando aires más sanos para la vida de la comunidad, y al trasladarse había perdido su primitivo nombre de Nuestra Señora del Paso.

En este monasterio, el rey Felipe II se había hecho construir unas modestas habitaciones, inmediatas a la iglesia, donde acostumbró a retirarse en ocasión de fes­tividades cuaresmales y de lutos de personas de la Real Familia. Estos fueron, como sabemos, frecuentes, y por tanto, el lugar del retiro, bien utilizado, de lo que aque­llas habitaciones vinieron a tomar su nombre. No lejos de ellas, en el parque del monasterio, también Felipe II había dispuesto unas pajareras donde se guardaban extra­ños ejemplares de aves que, desde todos los puntos del globo, se enviaban como presente al rey de dos mun­dos. Después, el mismo conde-duque, en los comien­zos de su privanza, aumentó el número de éstas, con otras que también llegaron, y hasta con extraños cru­ces, procedentes de la naciente experimentación de las ciencias naturales.

Este fue el lejano antecedente de la casa de fieras que, andando el tiempo, llegaría a existir en el parque.

Decidido Olivares a crear el palacio deseado para su rey, pensó en la huerta jerónima, que tan cómoda ampliación tenía por estar situada fuera del cerco de la Villa y sin sombra de caserío en sus alrededores. Él puso la idea y la Villa de Madrid, por su orden, los doblones que hicieron falta para llevar a cabo el proyecto. Los arquitectos, pin­tores y escultores de la Corte pusieron su arte. Y así vino

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a nacer aquella nueva posesión, que los de su tiempo cali­ficaron de maravilla.

Desde luego, era mucho más grande que el Retiro actual, pues por su costado más cercano a la Villa llegaba hasta el Prado mismo, encerrando en su recinto el monas­terio e iglesia jerónimos y todos los terrenos que van desde la calle de Alcalá hasta Atocha. Esto es, al Retiro perteneció el solar donde hoy se alza el palacio de Comunicaciones, el ministerio de Marina, todas las casas comprendidas entre el Prado y la calle actual de Alfonso XII, y las calles que de una a otro cruzan y que todos eran terrenos del parque, el museo del Prado -construido en el siglo siguien­te- incluido.

Esa disminución de su terreno ha hecho que los restos del palacio llegados hasta nosotros queden fuera del par­que. Son el actual museo del Ejército y el llamado «Casón», que hoy es dependencia del museo del Prado y que fue el salón de baile del palacio, con techos magníficamente pintados por Lucas Jordán en el reinado siguiente y que, afortunadamente, se conservan. El museo del Ejército no es sino una mínima parte de aquel gran palacio desapa­recido, pero en él estaba, y está, el llamado Salón de Reinos, el Salón del Trono del Palacio, para el que, por encargo real, pintara Velázquez el cuadro de «las Lanzas» y Zurbarán doce cuadros con los trabajos de Hércules y, a porfía, los mejores pintores de la época otros cuadros de triunfos y batallas. No podemos menos de suspirar ante el conjun­to magnífico que todo este arte, añadido en leones de plata y ricos muebles, tendría que producir. El viejo Salón del Trono es hoy una de las salas del museo del Ejército, aque­lla de grandes dimensiones y techo en espejo, pintado por Villoldo, cuya comisa recorren todos los escudos de los rei­nos que formaban la corona de España.

Son de época de Felipe IV el actual ministerio de Asuntos Exteriores, edificado para cárcel de Corte, el pala-

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cio de la Casa de la Villa, que se acabó en el reinado siguiente, y numerosas iglesias y conventos.

Las comendadoras de Calatrava, en la calle de Alcalá, del que queda tan sólo la iglesia, muy interesante y con bellísimos retablos (1678); el convento llamado de San Plácido, en la calle de San Roque, verdadero tesoro de la época, con bellísim o templo de fray Lorenzo de San Nicolás, pinturas de Claudio Coello y de Rizi, Cristo de Gregorio Fernández y muchas más obras de arte (1623); las carmelitas de Maravillas, de las que sólo resta la igle­sia, junto a la plaza del Dos de Mayo (1624); el desapare­cido de los dominicos del Rosario, en la calle de San Bernardo (1623); el de los Afligidos, también desapareci­do, en la plaza de Cristino Martos, de premostratenses (1635); el de dominicos de la Pasión, también derruido (1637); el beaterío de San José (1638) igualmente des­aparecido; el de los capuchinos de la Paciencia, cuyo solar es hoy glorieta de Bilbao (1639); el de clérigos menores de Portaceli, del que queda la iglesia, hoy parroquia de San Martín (1648); los Agonizantes de San Camilo, desapa­recido (1643); el de Monserrat, de monjes benitos, en la calle de San Bernardo, del que queda parte del convento y la bellísima iglesia de Pedro de Ribera (1648); el de San Cayetano, de clérigos regulares, en la calle de Embajadores, del que queda tan sólo la fachada de la iglesia, siendo su interior uno de los más importantes del barroco español, enteramente reconstruido y sin que nada tenga que ver con el primitivo de Ribera (1644); el de misioneros de El Salvador, desaparecido (1650); el convento de las Baronesas, de monjas carmelitas, que estuvo en la calle de Alcalá, frente a la iglesia de Sanjosé, desaparecido (1651); el de las mercedarias de Góngora, en la calle de Luis de Góngora, afortunadamente conservado, con una iglesia de gran inte­rés artístico (1665). Son también de entonces las dos esta­tuas, ya aludidas, de Felipe III, hoy en la Plaza Mayor

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-véase el capítulo anterior- obra de Juan de Bolonia, y la de Felipe Ι\ζ en la plaza de Oriente, magnífica obra, primera en su realización en la historia del arte, en la posición de corbeta del caballo.

El 21 de agosto de 1622, cuando paseaba el conde de Villamediana en su carroza por la calle Mayor acompaña­do de don Luis de Haro, al llegar a la altura de su palacio, frente a las gradas del convento de San Felipe, al comien­zo de la calle, un embozado se acercó al coche y por la ventanilla le disparó un ballestazo que puso fin a su vida.

El suceso adquirió grandes dimensiones. El conde era muy conocido y su muerte de tal manera ocurrida, fue el tema de mentideros y tertulias. Como es natural se inves­tigaron y comentaron las causas de la misma. Villamediana, rico, fastuoso, que había traído de Italia costumbres derro­chadoras y aficiones artísticas, poeta de gran facilidad en la vena epigramática, tenia que ser punto de interés para todos. Los matadores nunca fueron habidos.

Una décima anónima, atribuida a Góngora, corrió de boca en boca. En ella se hablaba de «amores reales» y de «venganza soberana». No es fácil, dada la diferencia de edad entre el conde y la reina -a la sazón la reina Isabel- que existieran esos amores. Las anécdotas que corren sobre ellos son totalmente falsas y de nacimiento muy poste­rior -en ocasiones de siglos- a los hechos (la del ciprés, por cierto colocado en un Retiro que todavía no existía, la de los reales, la del abrazo...). Lope de Vega apunta que Villamediana «murió un tanto juvenil / por ser mucho Juvenal», esto es, atribuyendo a sus epigramas la razón de su muerte. Bien podría ser, puesto que la lectura de ellos resulta aún hoy tremenda, y muchos no podrían ser reproducidos por su violencia de vocabulario.

No hace muchos años, Narciso Alonso Cortés encon­tró documentación que apunta a que la muerte se fraguó en los círculos siempre oscuros de la homosexualidad.

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Recoge también un proceso a unos cuantos mancebos, entre los que se cuentan dos criados que fueron de Villamediana, todos acusados del crimini pessimo o «peca­do nefando», entonces delito reservado a la Inquisición y condenado con la hoguera. En aquellos la instrucción se cierra por decreto real, en el que se ordena acaben con ella «por poder dañar la memoria del conde». Los que quizá fueran sus amigos murieron en el brasero inquisi­torial.

Durante este reinado, en marzo de 1623, llegó a Madrid, sin aviso y de incógnito, el príncipe de Gales, Carlos Estuardo, que cansado de las dilaciones diplomá­ticas en el concierto de su matrimonio con una hermana de Felipe IX la infanta María, venía acompañado del duque de Buckingham para tratar de acelerarlo. Una noche se apearon ambos a la puerta de la embajada de Inglaterra, sorprendiendo al embajador inglés, enteramente igno­rante del viaje del hijo de su soberano y heredero de la corona en una vieja casa del reinado de Felipe II, que toda­vía se conserva; la Casa de las Siete Chimeneas.

Madrid le recibió con gran aparato de fiestas y hono­res. Se alojó en Palacio y para él se organizaron corridas de toros, bailes, encamisadas, mascaradas y hasta la procesión del Corpus de aquel año tuvo especial lucimiento para el huésped real y para que el hereje inglés se asombrara de la religión verdadera, como se dice en escritos del tiempo.

Las bodas, pese a todo, no se hicieron. Sus causas fue­ron religiosas y caro le costaron a España, que a su cuen­ta tuvo la enemistad del inglés. María casó más tarde y fue reina de Hungría. Carlos, como es sabido, murió en el cadalso, en Londres. Pero es curioso que las repercusiones de su muerte también llegaran a este Madrid, al que él acudió mozo y al parecer enamorado. Pues sería en Madrid donde encontrase una muerte violenta, pocos años más tarde, el embajador Antonio Ascham, que había sido uno

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de los principales, entre los que intervinieron en su con­dena. Siendo embajador en la corte de España, fue muer­to una noche, a la puerta de su palacio en la calle Caballero de Gracia, por cinco ingleses realistas, que así vengaron la muerte de Carlos.

El 17 de octubre de 1627 nació en Madrid el príncipe Baltasar Carlos, primer hijo de los reyes y heredero de la corona, que moriría pronto y del que nos quedan los pre­ciosos retratos de Velázquez.

El 1631 se iniciaron, como quedó dicho, las obras del palacio del Retiro.

En 1648 fue descubierta la conspiración del duque de Híjar, que pretendía matar al rey. Parece casi más una broma, a través de los papeles, que una conspiración seria, pero sus autores fueron condenados a muerte.

Otra conspiración, la que fue llamada «de la pólvo­ra», porque con ella se pretendía volar el real teatro duran­te su función, y que estuvo dirigida por el marqués de Liche -e l hombre más feo de la Corte- se intentó en 1662, ya caído el conde-duque de Olivares. El marqués salvó el pellejo, pero sus compañeros fueron ajusticiados.

El crecimiento de Madrid impuso unos nuevos límites, que tampoco tuvieron fines militares, sino meramente fis­cales para el cobro de los impuestos. Madrid, cada vez más grande, se vio de nuevo limitado por una tapia que lo cerraba. Su itinerario era éste; parte baja de la Cuesta de la Vega; Puente de Segovia, por detrás de San Francisco; Campillo y Portillo de Gil Imón; Puerta de Toledo; Puerta de Embajadores; basílica de Atocha; los límites de la cerca del Buen Retiro; Puerta de Alcalá, la de entonces, que esta­ba más abajo que ahora; Portillo de Recoletos, por donde después sería la plaza de Colón; Portillo de Santa Bárbara, en la plaza que lleva este nombre; Portillo de los Pozos de la Nieve, hoy glorieta de Bilbao; Portillo de Fuencarral, hoy glorieta de San Bernardo; Portillo del Conde Duque,

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por donde el cruce de la calle del Conde Duque con la de Alberto Aguilera; Portillo de San Bernardino, por donde el cruce de Princesa y Alberto Aguilera, y, doblando al Portillo de San Vicente, en la que hoy se llama plaza de Onésimo Redondo, para rodear comprendiéndolo el Campo del Moro y volver a terminar en la Puerta de la Vega, por donde están hoy las cuestas del mismo nombre.

Precisamente hay un muy curioso documento que nos representa este Madrid, el Plano de la Villa que dibujó el cartógrafo Pedro Texeira y se grabó en Amberes, donde también se estampara con el nombre de «Topografía de la Villa de Madrid, Corte de los Reyes Católicos de España». El plano ha sido muy reproducido varias veces y no es difícil encontrar ejemplares.

Es lógico que fuera tan reproducido, pues no se limi­ta a ser un tal plano del Madrid de 1656, sino que está trazado con perspectiva caballera, dibujando también, una por una, las casas de cada calle cuyas fachadas se orientan al mediodía. Caserío, iglesias, palacios, conventos, cada uno tiene su aislada y cuidada representación, lo que le da especial belleza y lo convierte en un documento único para conocer auténticamente el Madrid de la época, que así nos puede ser muy familiar.

Cierto que las casas corrientes no pueden ser toma­das como artículo de fe. Texeira cuidó y atendió a las casas importantes y edificios singulares, pero el caserío humil­de y corriente se dibuja por receta, sin que podamos pen­sar -com o se advierte cotejando documentos de la época- que fueran tres plantas, cinco balcones y dos puertas las que tenía determinada casa, porque así figura en la «topo­grafía» dibujada. Es mucho más fiable, en los grandes edi­ficios, aun cuando el autor anuncie que, en su plano, se podrán contar hasta las puertas y ventanas.

No es éste, sin embargo, el primer plano de Madrid que conocemos ya que hubo uno, al menos, anterior, dibu­

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jado hacia 1623, antes de que se terminara el palacio del Buen Retiro. También este plano está trazado en la misma perspectiva caballera que empleó Texeira, pero sus resul­tados son muy inferiores, quizá en razón de su mucho menor tamaño; resulta de un dibujo muy tosco y descui­dado que no resiste comparación con los del geógrafo por­tugués, entonces español, puesto que aquel reino estaba todavía incorporado a la corona de España.

No podemos olvidar la importancia poética que tuvo el reinado de Felipe IY en cuyo tiempo los corrales de Madrid, esto es los antiguos teatros, los de la Cruz y el Príncipe, amén del teatro del Retiro, que también celebraba funciones públicas, pusieron en escena nada menos que todo el teatro del mundo clásico español. Este reinado corresponde a la gran época de la literatura, y también de la pintura.

El 17 de septiembre de 1665, murió, en el Alcázar madrileño, Felipe IV, dejando el trono a un menor y la regencia a su viuda, doña Mariana de Austria, con quien había casado en 1649. Un solo hijo logró para poder ocu­par legítimamente el trono, de las docenas de hijos natu­rales que había sembrado por el mundo.

E d if ic io s q u e se c o n ser v a n d e l r e in a d o d e F e l ip e IV

En la actual calle de Lope de Vega, antigua de Cantarranas, se alza todavía, afortunadamente, entre tan­tos otros que se perdieron, el convento de las Trinitarias, tan enlazado con la tradición madrileña del siglo de oro de nuestra literatura. Fue fundado en 1612 por una hija del capitán Julián Romero, el de las hazañas guerreras, el que retratado por el Greco se nos ofrece como símbolo de un ayer legendario.

Como quiera que la fundación sufrió distintas vicisitu­des y tuvo en consecuencia que recorrer varios domicilios,

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la iglesia es más tardía y supone un ejemplo acabado de un primer barroco con características esencialmente madrile­ñas. Se trata de una diminuta iglesita conventual con nave y crucero, sobre el que se alza majestuosa, pese a su peque- ñez, una rotunda cúpula que ilumina la cabecera. Es una cúpula encamonada, muy madrileña, pero de gran efecto, que se levanta sobre la cornisa de modillones pareados que recorre el cornisamento del templo.

El retablo mayor, perteneciente a un barroco tardío con curioso ostensorio; los colaterales, bellísimos, están en la línea de Churriguera, llevando buenas imágenes y pre­ciosas puertecillas de los sagrarios para las que se han uti­lizado tablitas excelentes de fecha muy anterior y pintu­ra de la escuela flamenca.

Igualmente son interesantes los retablos de la nave con imágenes de sabor muy barroco sobre lienzos bien caracte­rísticos. El conservarse su carácter conventual da al peque­ño y gracioso templo un mayor sabor y el encanto del coro monacal en ciertas misas, que son muy frecuentadas.

En este convento fue monja profesa y llegó a priora una hija de Lope, sor Marcela, de la que la comunidad conserva un códice con poesía «a lo divino» que muestran en la hija un reflejo de las glorias literarias del padre, cuyo entierro, desde su cercana casa a la iglesia de San Sebastián, donde recibió sepultura, pasó por este edificio a fin de que la hija pudiera despedirse de los restos del padre.

En este convento de las Trinitarias recibió sepultura otro gran señor de las letras: Miguel de Cervantes.

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Menos afortunadamente, sólo nos resta el exterior de la que fuera capilla de San Isidro, en la iglesia de Sa¿i Andrés. Esta parroquia, de las más antiguas de Madrid, parece ser que fue la feligresía de San Isidro, que en su

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cementerio recibió sepultura, por lo que después de su canonización se adosó al viejo templo, tantas veces reno­vado, una nueva capilla, hacia 1657, para la que dio traza el arquitecto Pedro de la Torre y en cuya dirección inter­vinieron otros destacados artífices. Esta capilla se puede tener como una primera manifestación importante de lo que había de ser el barroco madrileño y fue costeada por Felipe Ι\ζ el Ayuntamiento y los virreyes de Méjico y Perú.

El bloque, casi cuadrado, de la capilla, precedido de otro volumen que le daba acceso, también cuadrangular, se eleva majestuoso con paños de ladrillo liso encuadra­do por pilastras de piedra y coronado por una soberbia cornisa sostenida por parejas de modillones, muy volada, con riquísimos capiteles, sobre sus pilares adosados y coronada por estatuas de santos, dieciséis en total.

Riquísimas son también las puertas de acceso y este pequeño pero sorprendente recinto religioso, adornado con gran riqueza de estucos en su interior e iluminado por las luces verticales que caen desde la gran cúpula que corona el edificio. El efecto, desde la oscura precapilla que le daba entrada, de la luz cenital cayendo sobre el altar central de baldaquino que servía de peana al cuerpo del Santo Patrono de la Villa, era a todas luces impresio­nante, aun cuando, destruida en 1936 por un incendio, no podamos hoy sino imaginárnoslo. La capilla se encuentra en trance de restauración, lenta y laboriosa.

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Otro ejemplo magnífico de arquitectura de la época lo constituye la iglesia del monasterio de San Plácido, en la calle de San Roque, de la que se hizo breve mención anteriormente.

Se trata de un templo diminuto, como era la costum­bre de la época en estos recintos conventuales, pero que

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ofrece nave, breve crucero y rotunda cúpula, también de las llamadas encamonadas. Fue obra excelente de un gran arquitecto y tratadista de arquitectura, fray Lorenzo de San Nicolás, con numerosa obra en Madrid y fuera de la Villa.

Sobre este soporte arquitectónico excelente, otras artes colaboraron en lograr un conjunto magnífico. Francisco Rizzi fue el autor de los frescos que decoran cúpula y pechinas del templo, y nada menos que Manuel Pereira, el excelente imaginero portugués, que tanto trabajó en la Corte de Felipe Ι\ζ realizó las imágenes de los cuatro san­tos benedictinos que están colocados en los machones que sostienen la cúpula y los que figuran en el altar mayor.

La pintura, de gran tamaño, del retablo mayor es obra juvenil de Claudio Coello, todavía discípulo de Rizzi cuan­do realiza dirigido por su maestro la gran escena de la Encarnación, que es el tema elegido que se desarrolla con gran exuberancia barroca. También son de Claudio Coello las pinturas de los retablos colaterales, todas ellas realizadas en 1668, esto es cuando el artista contaba 24 años. El boceto para el gran cuadro del retablo mayor se conserva en la Kleine Galerie de Munich.

Por si todo esto fuera poco todavía, a los pies del templo una capilla encerraba un tesoro de arte, el magnífico Cristo yacente de Gregorio Fernández, quizá más emotivo que el que se guarda en el convento de los Capuchinos de El Pardo, que es, sin embargo, más popularmente conocido.

Todavía pudiéramos detenernos a enumerar otras imá­genes interesantes de carácter popular, un excelente Cristo de marfil y otras pinturas, como una de Meléndez, que adornan este pequeño y riquísimo templo de benedictinas de la Encarnación, que encierra una bella y poética leyen­da que queda fuera de los límites que nos hemos trazado, pero que se recogerá en otro volumen de esta coleccibn.

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Una de las más importantes reconstrucciones, de tan­tas como hubo en la historia de la iglesia parroquial de San Ginés, corresponde a esta época y resulta sustancial en el estado actual del templo.

La de San Ginés es una de las iglesias más viejas de la Corte, acaso de construcción mozárabe, arruinada varias veces y otras tantas reconstruida, la última importante en 1645. Su campanario es uno de los símbolos de la Villa y tienen interés obras de pintura y escultura que en ella figuran, así como su archivo.

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La actual catedral Provisional de Madrid es obra que debemos recordar aquí. Se trata de la iglesia del Colegio Imperial de los Jesuítas, fundación anterior pero cuya pri­mera piedra puso Felipe Ι\ζ en 1622, realizada por el jesuí­ta Pedro Sánchez con unas características que habrían de fijarse como definitorias de un estilo local seguramente por la dirección del hermano Bautista, gran arquitecto jesuíta, realizador de innumerables obras para su orden y aun para otros encargantes.

Destruida en 1936, la reconstrucción es un recuerdo de lo que fue, perdidas pinturas e imágenes en gran parte. En esta iglesia aparecen, por vez primera, en los capiteles de sus pilastras, una afortunada mezcla de toscano y corintio, obra del hermano Bautista, que habría de ser una de las constantes del barroco madrileño, los capiteles compuestos.

En el retablo mayor se conserva el arca de plata afili­granada que guarda el cuerpo de San Isidro Labrador, Patrono de la Villa, y que es obra del siglo x v ii , realizada por el gremio de plateros madrileños como ofrenda a la canonización del Santo.

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No son frecuentes en Madrid las iglesias de planta ova­lada, como es la de San Antonio de los Alemanes, funda­da en 1606, con el hospital anexo y dedicada a atender a los viajeros del vecino reino de Portugal. La separación de este reino de la corona de España, acaecida antes de la terminación de las obras, dio lugar a que el nuevo edificio se dedicara a atender a viajeros alemanes, por influencia de la reina.

Se discute la autoría de las obras y varios argumentos se esgrimen para atribuirla a distintos autores: Gómez de Mora, Pedro Sánchez... Lo indudable es que se trate de una bella obra que cuidan y sostienen los hermanos de una tra­dicional congregación madrileña; la Santa, Pontificia y Real Hermandad del Refugio y Piedad de esta Corte que fue fundada en 1615 por el padre Bernardino de Antequera, jesuíta, y destinada a cuidar y atender a pobres y enfermos.

La iglesia, que fue entregada a esta Hermandad en 1702, es de 1631 y del siglo x v i i i es ya el retablo mayor obra de Miguel Fernández y Francisco Gutiérrez. En los reta­blos colaterales una Santa Isabel de Caxes; San Carlos Borromeo, de Francisco Rizzi; Trinidad, seguramente de Ruiz del Castillo; Santa Ana, de Lucas Jordán; Santa Engracia de Caxes y sobre estos retablos, óvalos con retra­tos reales de Francisco Ruiz de la Iglesia.

Pero lo más importante son los frescos que cubren enteramente sus paredes: Los de la cúpula son del siglo xvil y obra de Juan Carreño, que hizo la «Gloria» central y de Francisco Rizzi que realizó el resto de la cúpula. Lucas Jordán pintó los paramentos del templo enteramente, de cornisa para abajo, con una rica decoración basada pbr una parte en episodios de la vida de San Antonio, que se cuentan en unos paños a modo de tapices extendidos, y reyes santos que, en gran tamaño, se sitúan entre estos paños.

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En el edificio se guardan una excelente Magdalena de Manuel Cerezo, una bella Inmaculada de Antolínez y otra de Coello y un «milagro de San Nicolás» de Angelo Nardi, entre otras obras de interés.

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Magnífica es la iglesia en planta de cruz griega de las Comendadoras de Santiago que desgraciadamente aban­donaron sus bellísimos hábitos medievales, conservados hasta no hace mucho, y que daban especial encanto a las ceremonias de la congregación. Es un viejo y enorme con­vento, construido entre 1668 y 1669, en el que intervi­nieron los hermanos Manuel y José del Olmo y que actual­mente se encuentra casi totalmente abandonado y en ruinas, excepto el pequeño lugar que habitan las muy escasas monjas que forman la comunidad comendadora.

La orden fue lejana fundación de los caballeros de Santiago, como lugar para que las damas de la familia que­daran depositadas mientras cumplían ellos sus deberes guerreros; trasladada a Madrid, se asentó en este lugar, junto a la plaza que lleva su nombre, en la calle del Acuerdo.

La iglesia es como hemos dicho de planta en cruz grie­ga, formada por cuatro capillas con bóveda de horno a cada lado de la cúpula. Es notable la gran cúpula con lin­terna sobre bellas pechinas que se coronan con veneras. Sin embargo, pese a la planta, desde luego muy italianizante, el desarrollo del templo es enteramente madrileño en todos sus detalles y ornamentación. Los pilares achafla­nados, como en tantas iglesias barrocas de Madrid, tie­nen hornacinas con imágenes.

Excelente es el cuadro que ostenta el retablo mayor, sobre el tema de Santiago Matamoros, obra de 1695 de Lucas Jordán.

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En el siglo xvin se adosó a la iglesia una magnífica sacristía, obra riquísima de Francisco Moradillo (1746- 1753).

También la militar orden de Calatrava realizó en muy lejana fecha una fundación conventual con el mismo obje­tivo que la que acabamos de mencionar, el retiro de las damas de la familia en guerras y disturbios. Estuvo primero en un despoblado del Obispado de Cuenca, después en Almonacid de Zorita y pasó, en 1623, a Madrid, aposen­tándose la comunidad en la calle de Santa Isabel y des­pués, en 1630, en la calle de Atocha, hasta que en 1678 estuvo acabado el templo de la calle de Alcalá, cuya igle­sia, único resto del convento, queda todavía en pie ya que el convento fue derribado en 1872.

Construyó esta iglesia fray Lorenzo de San Nicolás. Se trata de un templo, cuya nave se abre en tres capillas a cada lado, separadas por pilastras y cerradas por arcos de medio punto, crucero pequeño y cúpula sobre machones achaflanados. Pilastras gigantes, con capiteles de los crea­dos por el hermano Bautista, corren por el templo soste­niendo un entablamento muy adornado. Sobre los arcos de las capillas se abren celosías; como iglesia conventual, el coro está a los pies, sostenido por un arco escarzano. La bóveda es de medio cañón con lunetas, que en las capillas se hace cubrición por bóvedas de aristas rebajadas. La cúpula con tambor y linterna.

El riquísimo retablo mayor es anterior a 1636, con santos de la orden de Calatrava. En cuanto a la fachfeda exterior, sobre la calle de Alcalá, fue debida a una reforma realizada en el siglo pasado por Juan de Madrazo, con frescos de Raimundo y con excesiva influencia italiana, enteramente ajena a la realidad de lo que del templo queda.

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C a p í t u l o V

EL BRUJO MADRID DE UN REY EMBRUJADO (1 6 6 5 -1 7 0 0 )

El que había de ser el postrero rey de una dinastía de tanta importancia en nuestra historia, Carlos 11, había nacido en Madrid el 6 de noviembre de 1661.

Bien conocidos son los tristes sucesos y la total deca­dencia de este remado del último Austria, en todo diferente al de su padre. Las dificultades económicas, que ya ha­bían nacido en los lejanos tiempos del primero de la dinas­tía, el Emperador, acusando su acento cada vez más, lle­gan a extremos de catástrofe en este punto.

Por otra parte, la salud del monarca, producto de cien cruces consanguíneos como era costumbre de la Casa de Austria, no le permiten tampoco la fortaleza necesaria para reinar, y menos en un período tan difícil como éste. Las distintas facciones políticas, que a toda costa quieren el poder y esperan el futuro, se entrelazan a lo largo del rei­nado, complicándose más cada día con una sucesión que se sabe imposible y cuya herencia es deseada por todas las cortes europeas. Nuevas intrigas, cada vez más altas y cada vez más potentes, en las que intervienen ya las dis­tintas naciones, se van día a día acusando y perfilando más durante el reinado, que no pudo gozar de ninguna paz y menos cuando había de comenzar por una larga

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minoridad en manos de una reina que nunca llegó a com­prender a los españoles, y siempre en lucha con un hijas­tro, bastardo reconocido de Felipe IV, don Juan José de Austria, que tampoco se destacaba por su inteligencia ni alcance de miras.

Madrid fue desde 1665 a 1700, duración del reinado, el teatro de tantas luchas y banderías, continuas algaradas y desórdenes, añadidas con los curiosos exorcismos lan­zados sobre el «embrujado» rey y que con tanta galanura estudió el duque de Maura.

Carlos II casó, en 1679, con la princesa María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV de Francia. Un rey impo­tente pedía hijos:

A pesar de ser extraña, sabed, bella flor de lis: si parís, parís a España; si no parís... a París.

Bien sabido es que no hubo hijos. Tampoco de su segunda esposa, María Ana de Neoburgo, y eso que se tuvo en cuenta que descendía de una familia fecunda, pues su madre había dado a luz a veintitrés hijos, de los que vivían diecisiete.

En tiempo de Carlos II se fundaron en Madrid nue­vos monasterios: el de San Femando, en Mesón de Paredes, desaparecido, y cuyas ruinas han sido ajardinadas; el de San Pascual y Santa Teresa, que reconstruido sigue existiendo en el paseo de Recoletos.

También en su tiempo se construyen el Puente? de Toledo y la ermita de la Virgen del Puerto, siendo corre­gidor de Madrid el marqués de Vadillo, que los encarga a Pedro de Ribera; éste realiza dos bellísimas obras del más avanzado y castizo barroco madrileño, afortunadamente existentes.

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EL BRUJO MADRID DE UN REY EMBRUJADO (1665-1700) 69

El uno de noviembre de 1700 murió Carlos después de que dejara su herencia a Felipe de Anjou, hijo del Delfín de Francia, coaccionado por su confesor y el cardenal Portocarrero, con la ayuda de los duques de Medina Sidonia, Sessa e Infantado.

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C a p í t u l o VI

EL DESARROLLO URBANO EN EL MADRID DE LOS AUSTRIAS

Desde 1561, en que Felipe II decide la capitalidad de Madrid, hasta que en 1700 muere el último representan­te de la Casa de Austria en el trono español, pasa mucho tiempo y tiempo lleno de actividad y vida para que ésta no se transparente en el plano de la ciudad, esto es, en el des­arrollo urbano de la misma.

El primer cambio se produce dentro del propio siglo XVI, en esa segunda mitad en que Madrid ya es corte de medio mundo, la ciudad experimenta un crecimiento al que ya hemos aludido y que no fue bueno para su des­arrollo, como no pueden serlo, en ningún recinto urbano, los rápidos desarrollos desmedidos. Madrid duplicó su extensión en menos de este tiempo con los perjuicios con­siguientes.

Si bien no en igual medida, la Villa sigue creciendo hasta que Felipe IV levanta en su torno una cerca, que no muralla, que carente de fines militares no tenía otros que el facilitar los fiscales de recaudaciones de impuestos de puertas y arbitrios de entradas.

Es importante señalar para comprender bien la ulterior marcha del desarrollo urbano de Madrid, que esta cerca permanecerá cerrando la Villa desde la mitad del siglo xvii

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72 EL MADRID DE LOS AUSTRIAS

hasta 1860, esto es, por espacio de dos siglos; hasta que, en las postrimerías del reinado de Isabel II se comienza a llevar a cabo el Plan de Ampliación de Carlos M. de Castro y, como primera medida, se derriban las cercas que ve­nían asfixiando el crecimiento urbano de Madrid y obli­gándole, según tan certeramente señaló Larra, a crecer hacia lo alto, subiendo los pisos de sus casas para dar albergue a madrileños y forasteros siempre en creciente aumento.

Es ese Madrid recién cercado por Felipe IV el que retra­ta, podríamos decir mejor que cartografía, don Pedro Texeira y Albuerne, portugués que realizó varios trabajos geográficos para el rey a cuyo trono también pertenecía el reino portugués, aunque había de tener corto espacio de tiempo dicha dependencia.

Ya hemos hecho m en ción d e este excelente plano de M adrid, fechado en 1656 y titulado por su autor «Topografía de la Villa de Madrid», cuyos dibujos se hicieron aquí y cuya estampación y apertura previa de las correspondientes planchas de cobre se verificó en Amberes. En otro lugar nos hemos referido a la rapidez de tales trabajos y el corto espacio de tiempo que medió entre la realización de los dibujos y la estampación del plano madrileño.

Pues bien, el estudio de este plano es de un gran inte­rés para quien quiera conocer el Madrid de la época, su observación pormenorizada y detenida, especialmente comparada con el plano actual, resultará muy elocuent^y pondrá al observador sobre la pista de cuantas reformas y variaciones se obraron sobre la retícula del trazado urba­no de la Villa, con mejor seguridad y rapidez que cual­quier otro procedimiento y, desde luego, comprenderá más certera y verdaderamente cuales fueron las modifi­caciones introducidas que con la lectura de centenares de páginas.

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EL DESARROLLO URBANO EN EL MADRID DE LOS AUSTRIAS 73

Ese plano de Texeira contiene las dos modificaciones sustanciales que se habían obrado sobre Madrid antes de su estampación y desde que comenzara a ser Corte de las Españas: la reforma de la calle de Segovia y la apertura de la Plaza Mayor.

La reforma de la calle de Segovia fue obra del reinado de Felipe II y consecuencia de la construcción del puen­te del mismo nombre situado sobre el río Manzanares al final de la citada vía, que entonces no llevaba este nombre, sino el de calle Nueva. La Plaza Mayor es como sabemos correspondiente al reinado del tercer Felipe y el deseo de que quedara incorporada a su recinto la Casa de Panadería, anterior como ya sabemos, hace nacer su extraña situación con relación a las calles adyacentes de los costados de dicha plaza. También figura ya el nuevo palacio del Retiro.

Después del plano, en el resto de la centuria, las refor­mas serán breves y muy circunscritas a determinados pun­tos, originadas por el derribo de alguna casa o la cons­trucción de algún edificio singular, para el que era preciso derruir varias casitas del muy repartido y desmenuzado caserío del momento, ya que la propiedad estaba muy dividida. Habrá que esperar al siglo siguiente para que, en el reinado de Carlos III, se acometan reformas urba­nas: la apertura de plaza ante el nuevo Palacio Real, la reforma del Prado, el eje de Alcalá, la construcción de algunos otros importantes edificios como la Aduana, hoy ministerio de Hacienda al comienzo de la calle de Alcalá...

Los comienzos del siglo xix traerán, con la guerra de la Independencia, los derribos protagonizados por José Bonaparte que así se ganó el nombre de «Rey Plazuelas»: la plaza de Oriente, la de Santa Ana, y otras varias en la situación de antiguos conventos derruidos.

Nuevos cambios, si bien como vemos todos referidos a puntos muy concretos, tendrán lugar a lo largo del siglo, especialmente cuando la desamortización da lugar a la

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destrucción y aprovechamiento urbano de numerosos edi­ficios religiosos.

Es también en el siglo xix cuando aparece de una forma continuada una reforma lenta, constante y generalizada: las nuevas alineaciones de calles. En su virtud un ensancha­miento dictado para numerosas vías urbanas hacía que, cuando una casa fuera derribada, la nueva que la sustitu­yera sería retranqueda, dejando mayor espacio a la calza­da. Ese es hoy el origen de numerosos cambios en el ancho de las vías del viejo Madrid y también de algunas calles que por este lento procedimiento pudieron llegar a verse ente­ramente ensanchadas, ciertamente que pocas.

Llega después la mayor reforma de Madrid, que fue el trazado de la Gran Vía y se efectúa como una gran herida en el plano viario de la ciudad, transformando entera­mente una ancha zona, pero dejando como antes calles y casas de un poco más allá. Una comparación de planos resulta en este caso muy ilustrativa.

Fracasa la Reforma Urbana que se pretendió en 1929 y después, en medio del crecimiento desordenado, las reformas interiores siguen siendo pequeñas y limitadas en el plano, más bien se trata de ordenaciones locales refe­ridas a una plaza, un paseo, una calle...

* * *

Una atenta mirada al viejo plano permite comprender claramente los subsiguientes anillos de crecimiento,/de Madrid, desde el cinturón de murallas -ése sí que autén­ticas y guerreras murallas- que pusieron a la villa mora los árabes sus señores y que se acusa en el plano por los tra­zos curvos de las dichas murallas, hasta los sucesivos lími­tes que la pretensión de futuras administraciones inten­taron poner a algo que está vivo como una ciudad y que tiene, por lo tanto, necesidad vital de crecer, o de morir.

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También el plano nos ofrece cuál fue la situación de los núcleos de arrabales que, fuera de cercas o murallas, fue­ron naciendo en las inmediaciones de la Villa a través de los siglos. Las direcciones de sus calles, mal correspondi­das con las que después fueron naciendo a partir del casco urbano primitivo, lo dicen claramente aun cuando dichos arrabales sean hoy ya hasta parte del propio centro de la Villa.

El que estudia el plano antiguo, y aun el que mira el moderno, advierte pronto cuál era la situación de las suce­sivas puertas de los sucesivos cercados de la Villa. La apa­rición a partir de ellas de numerosos caminos que se abren y separan como los dedos de una mano indica la presen­cia de esas puertas, lugar obligatorio de salida y las distintas direcciones que los pasos tomaron, haciendo primero sen­deros, luego caminos y al fin calles que hoy forman parte de nuestro callejero.

Típica situación del plano de Madrid es la continua aparición de bifurcaciones en las calles principales, que se dividen así en dos vías distintas. Esta situación es más frecuente en nuestra ciudad que en otros planos urbanos y quizá sea determinada por la abrupta diferencia de nivel que Madrid padece, extendida la ciudad sobre un terreno dislocado y distinto, alternado siempre de eminencias y de vallejos que dan a las calles su peculiar y característico aspecto.

Hay también otra circunstancia en el trazado de nues­tra Villa que puede tener importancia para comprender la ciudad y sus variaciones: los nombres de las calles. Su impor­tancia nos hace referirnos a ellos con alguna detención.

Madrid no tuvo nombres oficiales de sus calles hasta la segunda mitad del siglo xix, en que el Ayuntamiento interviene en esta nomenclatura, la cambia y la altera y, desde entonces, comienza a darse a sí mismo la facultad de rotular sus calles nuevas o viejas.

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Pero esto, que hoy nos parece tan normal, no ocurre hasta hace poco más de un siglo; hasta entonces las calles se nombraban por las gentes, más o menos a su capricho y basándose en algún elemento definitorio: la presencia de iglesia, convento o capilla, la situación de algún palacio o casas o dependencias de personas conocidas, la propia forma extraña de la calle, la existencia de imágenes, capi- llitas u hornacinas esquineras, todo esto podía servir para señalar la calle con uno u otro nombre.

La consecuencia era doble: de una parte existían dos o más nombres para una misma calle, de otra parte exis­tían dos o más calles que llevaban el mismo nombre.

Todo esto inducía a confusión ciertamente; para paliar­la, las autoridades procuraron unificar criterios y dar un nombre único a cada vía. Así, en documentación que hemos manejado recientemente para otro trabajo, y que pertenecía a los primeros años del siglo xv ii, hemos encon­trado a la actual calle de San Bernardo llamada de las siguientes m aneras: calle de San Bernardo, de Convalecientes, del Noviciado, Baja de Fuencarral, que va a la Puerta de Fuencarral, y otras varias denominacio­nes que citan, como localización, los propios propietarios que tenían casas en la calle. Por su parte el escribano, cuando contesta a esos mismos propietarios, haciendo caso omiso de los nombres que ellos hacen constar, dice siempre calle de San Bernardo.

De esta manera podríamos citar un abundante núme­ro de ejemplos. Remitimos al curioso a nuestra obra Las composiciones de Aposento y las casas a la malicia, donde encontrará documentalmente probado todo esto y abun­dantes ejemplos referentes a la casi totalidad de las calles de la Villa entre 1621 y 1624.

Nos lleva esto a recordar otra característica que tiene una gran repercusión en el aspecto urbano de Madrid: la llamada «Regalía de Aposento». Nació esta con la propia

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capitalidad de la Villa, y alcanzó hasta casi los finales del reinado de Isabel II, ya en la segunda parte del siglo xix. Esto es de 1561 a 1860, largo espacio de tiempo que demuestra toda la influencia que tuvo en el desarrollo de la ciudad.

De características absolutamente únicas en todo el Reino, y que sepamos en otros países, la «Regalía de Aposento» fue una de las cargas, y no la única, que ha tenido que soportar Madrid a cambio de la muy discutible ventaja de ser Corte. Aparece en la raíz misma de su capi­talidad y como solución única posible al alcance del legis­lador, para que la Corte de Felipe II, con ya abundante peso burocrático, pudiera encontrar rápido y posible aco­modo en Madrid. Consistió en que, por ella, todos los propietarios de casas en la Villa venían obligados a ceder la mitad de sus fincas, gratuitamente, a quien dispusiera la oficina encargada de aposentar a los consejos, órganos administrativos y oficinas del Estado. Este «aposento» no se limitaba tan sólo a las meras dependencias burocráticas, sino que alcanzaba también a la vivienda de los funcio­narios, guardias, empleados, sirvientes, etc.

Puede suponerse que los madrileños no recibieron de buena gana este derecho real y si bien los que ya tenían sus casas edificadas no podían librarse de él, sí lo intentaron y con cierta fortuna los que, pese a todo, se lanzaban a construirse una nueva vivienda, que naturalmente que­rían para sí y no para otros, por muy designados por altos organismos que fuesen. En consecuencia, comenzaron a funcionar diversos medios para librarse de tan onerosa carga, lógicos por otra parte en una sociedad en la que nacía, a la vez, la novela picaresca y, por tanto, la evasión de las obligaciones sociales era algo que estaba en el pro­pio ambiente.

Como decimos, los procedimientos fueron varios: uno el pagar en dinero, de acuerdo con el que había sido desig­

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nado «huésped de aposento» -esto es, el beneficiado para ocupar la mitad de la vivienda gratuitamente- en vez de dar la efectiva ocupación de parte de la casa; otro fue, y muy utilizado por quien podía, hacerse conceder en «apo­sento» la propia casa, con lo cual si bien se perdía el bene­ficio, se ganaba la tranquilidad de evitar huésped impor­tuno; otro, en fin, fue el de construir o acondicionar las casas de tal forma que fueran de imposible repartición entre dos familias, esto es lo que oficialmente se llamó «casas de incómoda repartición», que así quedaban libres de esta servidumbre y que los madrileños, que siempre fueron certeros en aquello de poner nombres justos a las cosas nuevas, llamaron «casas a la malicia».

La «malicia» de estas casas era pues meramente fis­cal, evitadora de un impuesto en especie y no de otra índo­le. Ahora bien, ¿cómo eran estas casas «a la malicia»? Se ha dicho por esos tantos que prefieren, porque es más cómodo, imaginarse las cosas que descubrirlas en su rea­lidad histórica, que tales casas parecían al exterior de un piso y tenían, sin embargo, dos hacia los patios interiores. Totalmente falso. Había que dar visos más formales para engañar a la «Visita de Aposento» que era el organismo que regía estos menesteres.

La realidad es que, las «casas a la malicia», podían tener dos y hasta tres pisos y hemos encontrado muchos ejemplos de las que en la realidad los tenían, lo que suce­de es que se disponían de forma en que no fueran «Vivi­deros» como se decía en la época, esto es, que aparenta­ran lo que no eran. Por ejemplo, en los pisos bajos se disponían pesebres como de cuadras, aunque en la vida ordinaria fueran aquellas habitaciones destinadas a salas, con lo que pasaban como no utilizables para la vida hoga­reña y en los pisos altos se disponían como desvanes -los que se llamaban desvanes altos o vivideros- y, aunque ordinariamente era utilizados como habitaciones ordina-

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rias, en la «Visita» pasaban como simples trasteros. Así pues, una casa de tres pisos, entre cuadras y desvanes, podía librarse, si no era muy grande su solar, del «apo­sento».

Esto repercutió naturalmente en las nuevas construc­ciones que, desde el momento mismo de pasar Madrid a ser capital, se construyeron, y ya hemos hablado de la gran extensión, al menos la duplicación, que tuvo Madrid sólo en la segunda mitad del siglo xvi. Las casas que se levantaban, para librarse de la «Regalía de Aposento», eran como vemos de poca monta, y era natural que nadie quisiese hacer el esfuerzo de labrarse una gran casa para después tener que dividirla con el forzoso «huésped de aposento».

Aun cuando no la única, pero ésta fue úna de las cau­sas de que Madrid no se beneficiase con una de las pocas cosas que la Corte podía proporcionarle: grandes y buenos edificios, no meramente oficiales, sino también residen­ciales.

Unas seis mil «casas a la malicia» calculamos que exis­tían en Madrid en los comienzos del siglo x v ii . Tal núme­ro era bastante para que la «Visita de Aposento» tomara sus medidas sobre el tema. Y las tomó. Ya que estos vecinos no querían dar en especie «aposento» a los servidores de la Corte, que lo diesen al menos en moneda, y muy pronto se estableció un canon, a pagar por las «casas de incó­moda repartición», en compensación de la carga de «hués­ped» de que se libraban.

Nada es nuevo sobre la tierra y la historia viene a demostrar que todo estaba inventado ya. Parece muy nuevo eso de condonar de impuestos a la edificación en zonas determinadas, que la administración desea ver construidas, pues no es tan nuevo. Ya en los primeros años del siglo xvii se perdonó por cierto número de años -o de vidas, fórmula entonces usada- a los propietarios que levantasen casas en

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la nueva Plaza Mayor, de las obligaciones de la «Regalia de Aposento».

Así pues, se iba formando un Madrid nuevo, con casas de no demasiada importancia, en calles que se llamaban como iban queriendo sus vecinos, casas por otra parte difíciles de encontrar para el que las buscara, pues también carecían de números que las determinaran. De ahí que fuera preciso indicar que la casa en que vivía alguien esta­ba frente a tal comercio, convento, capilla o casa principal, o al lado de algún punto de referencia que saltara a la vista del paseante.

El que las casas de cada calle estuvieran numeradas, los pares a la derecha, los impares a la izquierda, es algo que aun cuando nos parezca elemental tardó mucho en pro­ducirse. Fue hacia 1830.

Cierto que hubo una numeración de fincas anterior, que se dispuso hacia la mitad del siglo x v i i i , pero era muy distinta de la actual. Con ocasión de la realización de la «Planimetría de la Villa de Madrid» ordenada por Femando VI, se nume­raron las todas las manzanas de la Villa, dándole a cada una un número fijo y permanente. Después las casas de cada manzana también se numeraron, pero los números corrían alrededor de dicha manzana, de forma que en una calle cualquiera podía haber, y de hecho los había, dos, tres, cua­tro o más casas señaladas con el mismo número, ya que cada numeración correspondía a manzana distinta.

Como puede suponerse, desde el punto de vista dl la localización de una finca, este sistema era poco práctico y hubo que continuar citando puntos de referencia para cada caso, puesto que no era válido el del número.

Otra de las condiciones que estimamos hoy indispen­sables en todo espacio ciudadano, esto es, urbanizado, es la llegada de las aguas potables y la salida de las aguas residuales. Veamos como se solucionaban estos proble­mas urbanos en el viejo Madrid de nuestros abuelos.

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Madrid, al crecer desmesuradamente como conse­cuencia de la capitalidad, comenzó a tener problemas de aguas, pues sustancialmente la Villa se continuaba sur­tiendo de algo tan esencial para la vida como es el agua, por el procedimiento que le dieron los árabes durante su dominación: los llamados «viajes de agua».

Eran estos «viajes de agua» -en total funcionamiento hasta mitad del siglo xix- minas dirigidas hacia la sierra del norte de Madrid, donde terminaban en pozos que reco­gían las aguas subálveas, existentes entre las arenas, tan abundantes en el subsuelo madrileño, y que traían esas aguas encañadas en tubos de barro, de los llamados «naran­jeros» por ser su diámetro el de una naranja aproxima­damente.

Quedaban depositados estos tubos en el subsuelo de las tales minas, que eran visitables, para reparar las averías que pudieran producirse en su recorrido. A su llegada a Madrid se distribuían, por medio de arcas de agua, y enca­ñadas llegaban hasta las fuentes públicas y sólo por excep­ción a algunas casas principales y conventos que les había sido concedido tal privilegio.

Desde las fuentes públicas pasaban a las casas de los vecinos a lomos de aguador, que las transportaban en sus cubas de cobre, sirviendo a cada uno la cantidad de cubas que tenían estipuladas y que pagaban, naturalmente. Dentro de las casas se guardaba en tinajas de barro que generalmente se situaban en las cocinas, que eran por cierto de dimensiones muchísimo mayores que las actua­les microscópicas cocinas de las nuevas edificaciones.

No hace mucho todavía quedaban en Madrid algu­nas fuentes públicas que se surtían del agua que conti­nuaban dando estos varias veces seculares «viajes de agua, cada vez más contaminados por el abandono en que se dejaron, rotas e influenciadas sus conducciones; estas aguas han tenido que clausurarse, pero quedan las viejas

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minas, en muchos trozos, todavía visitables como anta­ño, aunque difícilmente puede hacerse hoy al faltar los viejos oficiales fontaneros que conocían el sinuoso y retor­cido recorrido.

Durante la época que nos ocupa, varias veces fue pre­ciso aumentar el caudal de las existentes aguas, y se recu­rrió para ello a la realización de nuevos «viajes», que unas veces eran costeados por el erario público y otras veces se concedían a particulares, que los hacían a sus expensas y para su uso propio. Sin embargo, el crecimiento constan­te de Madrid fue haciendo cada vez más escasas sus aguas, esas aguas que antes de la capitalidad eran celebradas por abundantes y excelentes.

Conviene recordar que hasta hace aproximadamente siglo y medio el único abastecimiento de aguas que Madrid tuvo fue este de los «viajes» moros, con lo que la esca­sez, en los últimos momentos de su utilización, hacía del agua un bien precioso que naturalmente no se debía des­perdiciar en algo tan frívolo como bañarse, por ejemplo.

Pero es ley física que cuanto llega precisa evacuación posterior y estas aguas llegadas por los viejos «viajes» y a espaldas de aguador -tradicíonalmente gallego o asturia­n o - era preciso también que tuvieran salida.

Esa salida no era en modo alguno el sistema de alcan­tarillado, prácticamente desconocido y existente en muy contadas poblaciones europeas, con abundantes dificul­tades y mal funcionamiento práctico todavía. El sistema era plural y según el origen de las dichas aguas su especial evacuación.

Así, las aguas de lluvia que recogían los tejados pasaban de éstos a limas o canalones horizontales y sin bajadas, que tenían sus desaguaderos en lo alto de la fachada, por los que lanzaban el chorro de las aguas recogidas. Cuando las lluvias eran fuertes, los chorros de agua procedentes de las casas de cada lado de la calle podían cruzarse en algu-

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nas, ocasionando un nuevo sistema de remojar al viandan­te. Este procedimiento, que nos parece tan absurdo, llegó sin embargo hasta bien entrado el siglo pasado.

Si así se evacuaban hacia la calle las aguas de lluvia, otro procedimiento de salida tenían las procedentes de las labores de cocina y aseo doméstico, que desde las dichas cocinas salían a la calle sobre el nivel de las mismas, por los albaflales, generalmente malolientes, dando también a los pies de los que transitaban, posibles remojones no deseados.

Naturalmente que las calles no tenían ni mucho menos la forma actual. Empedradas de pedernal puntiagudo, muy útil para el paso de las caballerías, pero menos útil para los pies del pobre vecindario, carecían enteramente de ace­ras y su perfil estaba inclinado por ambos lados hacia el centro de la calle, donde se formaba un arroyo que ha hecho permanecer esta palabra en el vocabulario como sinónimo de calle.

Queda, pues, por referirnos al sistema de evacuación de las aguas negras. Algunos «pozos negros» existieron realmente, pero en muy escaso número y limitados a cier­tas mansiones principales o conventos que se lanzaban a la realización de este gasto; las restantes, que eran casi todas, se evacuaban por las ventanas, después del ano­checido y al grito de « ¡agua va! », tras el que debía quedar un espacio de tiempo para que quien pasara pudiera librar­se de la no deseada rociada.

Así pues, a la propia calle venían a dar toda clase de evacuaciones, fecales o no fecales, donde se reunían con perros y gatos muertos que también se arrojaban a la vía pública, dejándolos allí pudrirse hasta que pasaba la «marea».

Era esto de la «marea» el equivalente del servicio de limpiezas municipal de la época, y consistía en unas caba­llerías que arrastraban un grueso tablón de pesada con­sistencia, que se reforzaba con el peso de alguno de los

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ganapanes que hacían el poco agradable trabajo, subidos sobre él. Entre latigazos y empujones, la «marea» iba arras­trando consigo cuanto por la calle se encontraba de algu­na consistencia; se arrastraba la basura depositada en la vía pública, excepto, naturalmente, lo que quedaba entre los grandes intersticios de las piedras de pedernal sin labrar que, asentadas sobre la tierra del suelo, formaban todo el firme callejero.

Inútil será decir que el paso de la «marea» era huido por toda clase de gentes como una tremenda maldición para las narices, especialmente afectadas por ese remover de toda clase de materias sometidas a una medio putre­facción y arrastradas hasta los lugares destinados para su depósito.

Curioso será indicar que esto se tenía como muy sano por los profesionales de la medicina de la época, que ase­guraban que estos detritus callejeros eran imprescindi­bles para hacer más fuerte el fino aire madrileño que, si estuviera carente de ello, sería muy perjudicial para los habitantes de la Villa coronada.

Conviene que el lector recuerde que toda la tracción de la época era animal y que, por consiguiente, vivían en Madrid gran cantidad de animales de tiro y de silla que aumentaban las materias que, según los médicos, tanto saneaba al madrileño vientecillo guadarrameño.

Eran muchos los coches existentes en el Madrid de 1̂ época de los Austrias, y abundó además a lo largo de los sucesivos reinados de esta dinastía, haciéndose cada vez más alto el número de los existentes. Tantos que, casi como en nuestros días, llegaron en algunas ocasiones a plantear problemas de tránsito rodado. Mayor este, si pen­samos que no se habían descubierto las «direcciones pro­hibidas» y que numerosas calles de la Villa no daban más espacio que para el paso de un sólo coche, con lo que se producían altercados frecuentes cuando en una de estas

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rúas se encontraban dos en sentido contrario y ninguno de ellos, naturalmente, como buenos españoles, querían ceder su derecho.

Los coches, las carrozas de la época, eran grandes y pesadas; altas, precisaban que el lacayo pusiera, junto a la abierta portezuela, una gradilla para facilitar el acceso de los viajeros del tremendo armatoste, cuyas ventanillas se cerraban con telas enceradas; hasta mitad del siglo xvii no corrió por las calles de Madrid el primer coche con cristales en sus ventanillas, el del marqués de Tovar, que era seguido por grandes y chicos con el piadoso deseo de estar presentes cuando estallaran los cristales del vehícu­lo. Cierto que la iniciativa se popularizó enseguida, pese a la carestía de la época en el precio de los cristales.

Tenían estos grandes carruajes espacio interior mucho mayor que el actual. Tras la caja, de pie, sujetos a unos tirantes, viajaban los lacayos y, en el gran pescante, el cochero, que ordenaba la marcha de los dos caballos o cuatro que se podían llevar en población, que después fueron seis y ocho para viaje, que se hacía con «tiros lar­gos», estos es, sujetando muy separadas a las bestias de tiro, lo que facilitaba sus movimientos y daba mayor rendi­miento, pero hacía mucho más difícil y complicada la con­ducción. De ahí quedó la frase «ir de tiros largos». Éstos, como hemos dicho, estaban prohibidos para dentro de la ciudad y sólo se permitían en aquellos coches que salían de camino.

Claro que sobre la permanencia de los cocheros en sus pescantes se acabó por copiar lo que hacía el conde- duque de Olivares durante su privanza, pues ocurrió que, yendo este privado de Felipe IV en el coche con un emba­jador, se divulgó la conversación que entre ellos traían, que había sido oída por el cochero; desde entonces el conde-duque hizo ir al suyo en una de las muías de tiro evi­tando nuevas filtraciones.

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Era el conde-duque muy aficionado a trabajar y des­pachar en el coche, donde aquel gran trabajador se había hecho poner una mesa, para seguir atendiendo el papeleo que le comía todo su tiempo y actividad.

Pero no era el de Olivares el único aficionado al coche; en este aspecto se podían contar todas las damas y dami­selas vecinas de la Villa y Corte, según se ve en la litera­tura de la época. En cuanto llegaba la primavera, y con ella el buen tiempo, daban comienzo las romerías del apre­tado calendario festero de la Villa y con ellas la necesidad de coche para asistir a tales regocijos. Para los galanes que habían de suministrar coches a sus cortejos, era ésta una esclavitud y socaliñeo constante, ocasión de disgusto para las escurridas bolsas que no podían permitirse tales gus­tos y tales gastos.

Como es natural, los alquiladores de coches hacían su agosto en tales ocasiones, cobrando lo que querían, ante una demanda desmesurada que buscaba cuatro ruedas sobre las que montar la remilgada presencia de la damita y el bulto desmesurado de su guardainfante, obligatorio según la moda de la época. Y de que estas fiestas eran muchas y frecuentes, tendrá el lector paciente cumplido detalle en capítulo posterior.

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C a p í t u l o VII

LA CASA, LA COCINA Y LA MODA

No queremos evocar un Madrid lejano y casi olvidado tan sólo en su parte exterior, en lo que podía quedar a la vista del paseante o del forastero que, en su momento, viviera en la Villa y asistiera a sus fiestas, diversiones y alborozos. Pretendemos un más completo y curioso cono­cimiento, y por ello queremos llevar al lector hasta el inte­rior de aquellas casas, construidas o no «a la malicia», que hemos visto bordear y formar las estrechas y retorci­das calles de un complicado plano de Madrid, que sigue siendo en su trama el mismo que todavía corremos por el viejo centro de la antigua ciudad.

Y para adentrarnos en el conocimiento del interior de las casas, buen ejemplo tenemos en Madrid al visitar, en pleno barrio de los comediantes, la casa que vivió Lope de Vega, el genial autor, tan querido en su propia época, tan conocido en todo Madrid que en sus mismos días llegó a acuñarse una frase tópica para designar a aquellas cosas excelentes y aun insuperables; como una máxima ala­banza se decía: «parece de Lope». Y así «parecían de Lope» unas excelentes peras de agua que se ofrecían en el mer­cado de la Plaza Mayor sobresaliendo arrogantes de su espuerta esparteña; y «de Lope» eran los más ricos bro­cados que en sus tendezuelas ofrecían los comerciantes

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de la Puerta de Guadalajara, que ya no existía, pero que había dejado su nombre en cierta plazuela de la calle Mayor, por allí adonde va a salir a ella la calle que llama­mos de Ciudad Rodrigo y que, por entonces, llamaban la calle Nueva.

Puede ser la casa de Lope ejemplo de una casa de la clase media del xvii madrileño, con su breve corral, troca­do en jardín por el gusto del poeta, y que él mismo definía como «más breve que cometa», con sus piezas en la plan­ta baja para el verano y en la alta para los fríos rigurosos del invierno. Y hemos dado con algo que resultaba muy impor­tante para los hombres de aquella época: el frío. Un enemigó del hombre que lo ha sido hasta muy reciente época y cuya fuerza estaba patente en los días a que nos referimos. El frío obligaba a reducir el tamaño de los huecos de ilumi­nación y ventilación; el frío -y también el alto precio que alcanzaban- reducía las superficies acristaladas; el frío amon­tonaba esteras en los suelos y colgaba de las paredes y ante las puertas paños y tapices; el frío llevaba las alcobas a pie­zas interiores, sin ventilación directa, y evitaba para dor­mir los lugares con directa comunicación a la calle que se tenía como pernicioso para la salud; el frío envolvía a las gen­tes en ropas y ropas; el frío vestía a las camas de doseles de gruesa tela y colgaduras, hasta hacer de este mueble urja pequeña habitación dentro de la misma alcoba, donde mejor poder calentarse en más reducido espacio; el frío...

Porque eran escasos los medios con que el hombre de la época se defendía del frío y que casi, salvo para los muy pudientes, quedaba reducido a uno: el brasero, ese mismo utensilio peligroso y molesto que ha llegado hasta nuestros días y que todavía no hace muchos años se veía en las mañanas invernales humear y «pasarse», remonta­do de un tubo de hojalata que le servía de chimenea, antes de poder ser llevado a las habitaciones interiores y tratar de que allí cumpliera, mejor o peor, su cometido.

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LA CASA, LA COCINA Y LA MODA 89

Los muebles continuaban siendo fuertes, de gruesa madera, generalmente de roble, reforzados con piezas y fija­dores de hierro, y hasta las mesas destinadas a trabajo de escritorio y los bufetes se vestían de telas que colgaban hasta el suelo a sus lados y guardaban en su interior el calorcillo del brasero.

En cuanto a las piezas fundamentales de la casa gira­ban alrededor de la más importante: el estrado, que en las grandes casas podía duplicarse o triplicarse con estrados previos, que no tenían otro motivo que mostrar al paso del visitante la riqueza de cuadros, bufetillos y plata del dueño de la mansión.

El estrado se dividía hacia el tercio de su tamaño por una barandilla en dos partes, diferenciadas porque la de la cabecera estaba cubierta por la tarima y éste era el espacio reservado a las damas, mientras los caballeros se mante­nían, por mucho que fuera su confianza, al otro lado de la barandilla, de labrados balaustres de madera.

Sobre la tarima, cojines y cojines se repartían casi todo el espacio disponible; eran imprescindibles, puesto que ellos eran también el asiento habitual de las mujeres de la época, que sólo en la mesa y en raras ocasiones usaban sillas que quedaban un poco reservadas para los hombres.

Hasta la segunda República, en el protocolo palaciego, quedó la ceremonia de «tomar almohada» las hijas y muje­res de los Grandes de España. Así como los Grandes se cubrían, en una ceremonia palatina, en presencia del rey, mostrando de esta manera su categoría, las mujeres que tal grado alcanzasen se sentaban ante la reina, esto es, «toma­ban almohada», que así se seguía llamando a la ceremonia.

El estrado se adornaba de mesas, sobre las que había con frecuencia bargueños o contadores y aparadores; sillas, sillones fraileros y alguna jamuga de viaje completaban el mobiliario que se adornaba con alguna pieza de plata, aun cuando ésta se reservaba más para el comedor.

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Sobre los muebles, grandes cuadros oscuros, domina­dos por los tonos de betún, tan queridos de la escuela española, cubrían las paredes, alternándose con algún tapiz y tal cual repostero y mostraban escenas del Evangelio y figuras de santos, siendo frecuente la presencia de repro­ducciones del todavía tan venerado Cristo de Burgos, extendido por toda España y frecuente en Madrid.

Se iluminaban estos estrados por la luz de los balco­nes que a la calle se abrían y que estaban protegidos por fuertes postigos de madera y abiertos de pequeños cua- draditos de vidrio verdoso -todavía la fabricación de buen cristal era muy limitada en Europa-, que se sostenían por venas de plomo y que apenas dejaban llegar sus resplan­dores hasta los altos techos de bovedillas, en los que las viejas vigas mostraban el caliente color de su madera oscura. ,

Cuando la tarde caía y los campanarios de las iglesias dejaban oír su repetido toque de oración, los criados, cuantos hubiera, en formada procesión, llegaban hasta el estrado, precedidos por el maestresala, y portadores de candelabros que se distribuían sobre mesas y muebles, dando un poco de luz a la sala, mientras en lo alto empe­zaban a prenderse las velas de las cornucopias, que devol­vían con sus espejos la luz multiplicada. Un «Bendito sea el Santísimo Sacramento del Altar», era imprescindible jaculatoria previa a la iluminación, en aquella sociedad fuertemente impregnada, al menos en sus formas exte­riores, de esencia religiosa.

Era entonces el momento del agasajo. Este nombre recibía tópicamente el chocolate, siempre presente varias veces al día en la vida de los hombres y mujeres de la época, que no se acostaban sin que en uno u otro momen­to hubieran sorbido doce o quince jicaras de esta espesa bebida y, aun eso, teniendo en cuenta que aquellas jicaras eran de un tamaño muy superior al que hoy conocemos y

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que frecuentemente se las llamaba cangilones por los escri­tores de entonces. El cacao venía de América, pero el mejor chocolate -naturalmente batido a brazo- se elaboraba en los conventos, de donde salía en breves partidas, como exquisito y especialísimo regalo, a las casas de los amigos de los graves padres de la casa conventual.

Naturalmente que el chocolate no se servía solo, sino acompañado de bollos y bizcochería, de la que nos han lle­gado numerosas recetas que pueden hoy repetirse, si no se tiene miedo a las montañas de ingredientes que precisan, porque aquellos abuelos nuestros no entendían de peque­ñas medidas ni de breves tamaños; todo había de ser gran­de y hasta desmesurado, y al menos varias libras de cual­quier cosa entraban en la receta, acompañadas de los huevos, que naturalmente se contaban y se usaban también por docenas.

El comedor se adornaba de aparadores, que no sólo servían para depositar la vianda que llegaba a la mesa desde la cocina, sino también como escaparate de las rique­zas del dueño. Allí de la plata, de los platos, salvillas, can­timploras de labrada plata, con todo el arte que sabían poner en ella aquellos plateros de la época, que se agre­miaban en la cofradía de San Eloy, y tenían sus tiendas en la Platería de la Villa, que era el trozo de la calle Mayor comprendido entre la Puerta de Guadalajara y la plazue­la del Salvador.

Menor importancia tenían las alcobas -todavía no lla­madas dorm itorios- en los que la cama, vestida como hemos dicho, era la pieza principal que sólo se acompañaba de algún bufetillo y escaparates -vitrinas- con imágenes delicadas o algún « Agnus Dei» venido de Roma. Jofaina y jarro ocupaban un puesto muy secundario en este con­junto, que era presidido invariablemente por la imagen religiosa que mayor devoción ofreciera al habitador de aquel lugar.

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Cierto es que en los dormitorios femeninos había que contar con algo más: el tocador. Esta palabra, que había empezado denominando a un gorro de dormir, se amplió después a un mueble y, más tarde, a la habitación completa, pero en nuestros días sólo tenía valor mobiliario. Sobre él, toda clase de cosas que, lo diremos con palabras de Lope, «ocultar suelen siempre las mujeres». Alfileteros, papelillos, mudas, afeites, abalorios, joyeles, panetelas, y cuantas cosas, adornos y adobos había ya logrado la cos­mética femenina y el deseo de agradar de las mujeres, y vendían en sus mesillas, al pie de la torre de Santa Cruz, los afamados perfumistas Valerio Forte y Antonio de Espinosa.

La cosmética de la época repartía sus productos en dos grandes divisiones donde todos cabían: mudas y blan­duras. Mudas era aquellos productos destinados a cam­biar el color de las cosas o al menos a avivarlo; blanduras, aquellos otros que emblanquecían la piel, que era enton­ces el signo inexcusable de toda belleza.

Así pues, entre las mudas había que contar los pape­lillos rojos, que humedecidos y frotados daban color rosa­do a las mejillas; el kool que ennegrecía los párpados -los alcoholaba, según el término de la época-, la cera, que avivaba los labios, aunque no le gustase a Quevedo, que decía prefería besar las bocas de las hortelanas de las, cer­canías madrileñas -Fuencarral, Hortaleza...- porque en ellas:

Las caras saben a caras; los besos saben a hocicos; que besar labios con cera es besar un hombre cirios.

Así adobadas, tratadas con polvos de arroz para dar mayor blancura a la cara y las manos y el cuello, y hasta

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en otras partes que también acababan luciendo alguna vez nuestras abuelas, la dama se perfumaba con agua de rosas, o vinagrillo de los siete ladrones o algún otro olor cualquiera. Pero como todavía no había perfumadores, ni aerosoles, una doncella tomaba un buche de aquella agua de olor y la espurreaba entre sus dientes sobre la bella, que giraba en tanto sobre sí para recibir el perfume, tanto más necesario, cuando las abluciones no eran exce­sivas, y resultaba preciso tapar el olor con el olor, así como las habitaciones no ventiladas, para no perder el calor adquirido, se perfumaban también quemando esplie­go o romero en cacharillos -pebeteros- preparados para esta función.

La moda, que nunca fue barata, resultaba pesada carga en aquellos días. Las ricas telas al uso y la gran dimen­sión de los vestidos femeninos, unida a los adornos impres­cindibles de puntas y pasamanería, hacían de un vestido femenino un pequeño capital; por eso los vemos pasar de mano en mano, por disposiciones testamentarias, que deciden el destino de los mismos, como se encarga y lega algo valioso e importante. Cierto es que en justa com­pensación de estos altos precios la moda no cambiaba con la ridicula rapidez de la actual, que apenas llega la com­pradora a la puerta de la tienda cuando ya resulta pasado lo que acaba de adquirir.

Lo más característico de los vestidos femeninos era la anchurosa falda, que hace característica a la época y que siempre tenemos presente en el recuerdo de los vestidos de las damitas de «Las Meninas»: los guardainfantes.

La cosa venía de lejos. Hacía muchos años que la moda imponía el dar una nueva figura al cuerpo femenino y así venía rigiendo ya de antiguo. Comenzaron los «verduga­dos» que eran grandes faldas de ancho vuelo que se man­tenían separadas del cuerpo gracias a unos aros de alam­bre, recubiertos de telas, que se cosían, primero por dentro

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y después por fuera de los vestidos femeninos. Siguieron los guardainfantes que nos ocupan. Continuaron con los miriñaques -ligeramente diferentes- del dieciocho y toda­vía tuvo todo ello su prolongación en las crinolinas román­ticas y, por último, en los polisones de la Restauración, que llegaron a cerrar el siglo pasado. Fueron pues cuatro siglos en que la mujer no tuvo su propia figura. Las modas actuales hay que reconocer que duran menos.

Otra de las características de la moda de la época fue­ron los cuellos. Comenzó por las «gorgueras» del sigloXVI, grandes y abiertas en complicados pliegues, y que eran comunes a hombres y mujeres y llegaron hasta el rei­nado de Felipe IV Son los complicados cuellos que sir­ven como característica de las imágenes cervantinas. Después vinieron las «valonas» y curiosamente éstas se impusieron por decreto, si, por una Real Pragmática que prohibía desde una fecha determinada el uso de los viejos cuellos y los sustituía por aquel otro que de origen fran­cés enseñó por vez primera en Madrid la princesa de Carignan durante su estancia, por lo que se les llamó «valonas cariñanas».

Alcanzaron también uno y otro cuello a los hombres, que así vieron sus cabezas como cortadas y puestas sobre un plato. Las «valonas», que comenzaron por ser rígidas y almidonadas, se ablandaron después y, de tela, se transfor­maron en prendas de encaje, y blandas, caían vueltas sobre el cuello, cuando se aproximaba el final de la dinastía.

Si las mujeres no dejaban ver, ni por asomo, sus tobi­llos, y no había manera de saber cómo podían ser sus pier­nas -Felipe IV mandó ensanchar la escalera de subida al Salón Real de la Plaza Mayor porque en la que había, por ser estrecha, se les registraban los pies a las damas-, los hombres, en cambio, las lucían generosamente.

En el XVI hasta arriba, mostrando la tersura de sus cal­zas -que así se llaman en buen castellano y no «pantys»

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y otras cosas igualmente monstruosas- y después en elXVII, cuando el calzón bajó hasta las rodillas y se ató bajo ellas -nada nuevo bajo el sol- enseñaban también las pan­torrillas dentro de sus medias calzas, que precisamente de ahí, y por abreviar, vino lo de «medias».

Jubón ajustado cubría el cuerpo, cuyas mangas solían ser independientes de la prenda y usarse armonizando con ella, y era enteramente inevitable el sombrero, que fue ensanchando sus alas conforme avanzaba el siglo xvn.

La espada formaba parte del atavío masculino. Pronto se fijó en la forma llamada de taza, de la que sobresalen lar­gos gavilanes. Eran espadas largas y se llevaban tendidas y las empuñaduras ricamente adornadas y las tazas cala­das, en los ejemplares más ricos, que llegaban a tener pie­zas de plata y aun de oro, adornadas con pedrerías que no siempre eran finas.

Eran estas espadas armas perfectamente compensadas en las que el pomo hacía perfecto contrapeso a la larga hoja, pudiéndose así manejar con una facilidad que aún hoy maravilla y hace claras las hazañas de esgrimidores que se nos narran en viejos textos. Largas hojas triangulares de temple delicado, que las convierte en diapasones vibra­dores y que todavía maravillan por su elasticidad, pese a los años que pasaron sobre ellas. Sus puños, muy cortos, exigen el conocimiento de la colocación de los dedos, abrazando a los gavilanes. Aun las más corrientes, si son hoy debidamente pulidas como en sus días, resultan· ver­daderas joyas de adorno masculino.

La capa era el obligado complemento del traje y no sólo en invierno. La bota alta para cabalgar. Y para la gue­rra la alegría cuidada de las ricas medias armaduras de Milán, nieladas de oro.

Porque algo se debe tener en cuenta. Madrid recibía los más ricos productos de todo el mundo conocido. Encajes flamencos, sedas orientales, espejos venecianos...,

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la enumeración del lujo de la Corte haría interminable la relación y por muchas reales pragmáticas que se dic­taron para combatir el lujo, lo cierto es que no se logró nunca. Precisamente su insistente repetición dice a las claras que no se cumplían como debieran.

La abundante literatura de la época nos enseña que no todos comían todos los días, y que para muchos supo­nía una aventura diaria la posibilidad, siempre remota, de algo con lo que llenar un estómago, que exigía su corres­pondiente ración; pero también sabemos que los que co­mían, lo hacían bien, indudablemente, y de ello nos dan buena muestra libros de cocina de la época como El libro de los guisados, de Ruperto de Ñola; Cocina de caballeros, del doctor Dávila, o Arte de cocina y repostería, del que fue cocinero de Felipe iy Fernández Montiño, todos ellos con varias ediciones, especialmente repetidas en el último caso.

Pero en Madrid, antes de hablar de la cocina y de la mesa, será conveniente separar dos orientaciones distin­tas, porque por sus circunstancias Madrid tuvo verdade­ramente dos cocinas: una cocina lujosa, de Corte, prapia, no sólo para el Alcázar Real, sino también de las grandes casas de los nobles, que unían a sus muchos títulos y per­gaminos la riqueza producto de las rentas de grandes pose­siones que les aseguraban una vida tranquila, rodeados de lujo y comodidades. Pero, de otra parte, sin llegar a la negativa cocina de los picaros y trotamundos, estaba otra cocina mucho más modesta, pero a la vez más auténtica, que era la cocina popular.

La cocina popular madrileña se encuentra dentro de las normas lógicas de su producción comarcal y de las direc­trices usuales en la región a que pertenece; es una cocina con grandes influencias manchegas, mesetaria, pero que no deja de tener sus características propias. Tierra de cere­ales, campos de pan llevar, le dan sus indicativos propios,

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comarca de huertas, todavía muy frecuentes en la época que es objeto de nuestro estudio -huertas del Manzanares, de Fuencarral, de Hortaleza, del arroyo Abroftigal...- los pro­ductos hortícolas tienen clara entrada en sus combina­ciones culinarias; por otra parte la coexistencia de la coci­na del pueblo y la de la Corte, hace que se produzcan influencias mutuas entre unos y otros recetarios, todo ello debe considerarse si se quiere adentrar en la coquinaria de estos siglos.

Desde luego que la comarca de Madrid es de olla, como por otra parte la mayoría de las regiones españolas. La olla pues será la que rija la confección de los platos con sus dos directrices habituales: la de la severidad de un solo elemento en su contenido y acompañado de accesorios culinarios, y la barroca complejidad del guiso en el que todo cabe y que en el rotundo vientre puesto al fuego todo lo condimenta y prepara mezclando sabores y ablandan­do durezas. Después de todo, tras el asado, éste debió ser el primer guiso del hombre, allá en los albores de la huma­nidad.

La olla pues presidirá, ya desde entonces, la mesa; olla de la que es legítimo descendiente el cocido madrileño, plato que, con variantes, se repite en las distintas regiones españolas y que pudiera venir de la «adafina», un plato hebreo de sábado muy tradicional entre los judíos espa­ñoles, que todavía se conserva por algunas comunidades sefardíes y que una bella y antigua tradición quiere que sea inventado por Santa Ana. Claro que la judaica «adafina» carecía de productos de cerdo y por tanto de la morcilla, doblemente inmunda para la religión judía por llevar en su composición cerdo y además sangre del mismo ani­mal, asimismo prohibida.

La cocina popular y la cocina de Corte de los días de la Casa de Austria se caracterizaban por una suculencia, tanto en cantidad como en materia grasa, que nuestros

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delicados estómagos actuales rechazarían, y que tampoco era beneficiosa para nuestros abuelos, a juzgar por los numerosos casos de gota de que tenemos noticia.

Un simple detalle puede ser revelador. Todavía se con­servan en colecciones y museos piezas de la cerámica popular de la época y, entre otras piezas, existen numerosos ejemplos de hueveras. Por ellas estamos en condiciones de asegurar que para aquellos hombres el número de hue­vos pasados por agua que se consideraba ración normal para una persona era el de tres, como lo muestran los tres huecos que, generalmente situados dentro de un triángu­lo, forman el utensilio en cuestión. Después del popular par de nuestros padres y abuelos y de la triste unidad hacia la que parece dirigirnos el uso actual, el recuerdo de lo que comían aquellos antepasados de la época que nos ocupa queda palmario.

Costumbres generalizadas, que se siguen a través de la novelística y del teatro de la época, nos resultan chocan­tes, por ejemplo el habitual desayuno mañanero que tan­tas veces podemos leer en textos del momento: aguar­diente con letuario.

Ya resulta un poco fuerte el pensar que una copa de aguardiente sea el más apropiado desayuno, pero después de todo no hace demasiado tiempo era frecuente la copa de aguardiente mañanero «para matar el gusanillo»; lo que resulta más incongruente para nuestros gustos es el acompañamiento, porque el letuario no es otra cosa sino la conserva de fruta en una especie de mermelada rica en miel, fruta que solía ser por más frecuente trozos de naran­ja. Tomarse por las mañanicas una copa de aguardiente acompañada de naranja en miel, creo que no es fácil que se le ocurra hoy a cualquiera.

No olvidemos tampoco que Castilla ha inventado una palabra bien elocuente, aun cuando hoy haya quedado en desuso: el «companage», que es, simplemente, lo que

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acompaña al pan. Esto supone que el pan es el alimento básico y real y que, como leve golosina que lo acompa­ñe, que le dé un cambio al monótono sabor, está... algo. Un trozo de chorizo, un torrezno, un pedazo de cecina... Esto nos dice bien a las claras cual podía ser el almuerzo habi­tual del trabajador, para el que ciertamente no hacía falta mucha cocina.

Otro de los platos de uso popular eran los pasteles, pero cuando se habla de pasteles en esta época no eran dulces, como entendemos hoy, sino hojaldres rellenos de carne picada o de escabeche troceado y, desde luego, sala­do. Los pasteles de a cuatro y de a ocho, más o menos grandes según el precio, se despachaban en las pastele­rías -las mismas que ofrecían el aguardiente con letuario mañanero- y también en los muy numerosos bodegones de puntapié -que así se les llamaba- y que eran frecuen­tes en calles y plazuelas y que no eran sino breves tende­retes en los que vendían cosas de comer.

Porque, a juzgar por el número de lugares donde se podía adquirir comida preparada, las gentes de aquella época eran muy dadas a comer en la calle o con géneros preparados, de la calle traídos. Quizá la razón estuviera en que los criados de las grandes casas, que hacían un muy considerable número en el Madrid de los siglos que tra­tamos, no recibían comida en las casas que servían, donde sólo se guisaba para los señores, sino ración en dinero, que habían de cambiar en algo que llevarse a la boca en el más cercano lugar.

Tan solo se guisaba para los señores y tanta hambre andaba suelta -n o se olvide toda la novela picaresca y los picaros de teatro- que la comida podía, con frecuencia, salir de las cocinas camino de la mesa en ollas de plata sí, pero cerradas con un candado del que tenía una llave el cocinero, que lo cerraba en la cocina antes de que saliera de sus dominios, y otra llave el señor, quien con sus manos

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abría la olla solemnemente traída hasta él, pero pruden­temente cerrada, a fin de que todas las tajadas llegaran sin merma a quien estaban destinadas. Queda constancia de que también algún obispo usaba de estas ollas con can­dado.

En cuanto a la cocina de Corte, si seguimos a los men­cionados autores, los unos cocineros de prestigio, el otro afamado médico, preparaban para sus señores unas comi­das cuya sola enumeración podría causar trastornos diges­tivos al lector actual. Comidas de treinta y cuarenta pla­tos no suponían nada excepcional, sino lo que Montiño llamaba una «comida para la primavera». Cierto que 'los que gozaban del banquete no comían de todos los platos, que juntos en grupos llamados servicios, se ponían sobre la mesa. Ya esta misma manera de servir nos dice que lo que se ofrecía era una especie de bufet renovado por dos o tres veces, de cuyo muy variado contenido cada cual elegía aquellos platos de su mayor gusto y apetencia.

El plato magno de la época era, a lo que parece por los recetarios y comentarios que nos han llegado, el «man­jar blanco», especie de puré formado con harina de arroz y pechugas deshiladas de pollo previamente cocidas, todo ello aderezado con especias y azúcar. El plato, que segu­ramente hoy fracasaría en cualquier mesa, alcanzaba altos precios de elaboración, por sus ingredientes que son los citados, más leche como base y yemas de huevo batidas como ligazón, y se tenía entre los aficionados a la buena mesa por la langosta de nuestros días o el hígado fresco de oca a la uva, que hoy nos hace estrem ecer de gozo.

En cuanto a las bebidas, las variaciones con la actua­lidad son esenciales. Los vinos rara vez se bebían puros, sino mezclados con agua y frecuentemente se mezclaban entre sí. Así la «calabriada», era una mezcla de vino blan­co y tinto, cuyo resultado tendría que ser tan decepcionante como nuestros tristes vinos rosados actuales.

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Era frecuente que los vinos se sirvieran preparados con especias, .cocidos o no, y azucarados. Buenos proce­dimientos para estropear los ricos caldos de Arganda -lugar ya sin producción- o de Alicante -otra producción viní­cola perdida- aquellos por su calidad y precio llamados «vinos preciosos».

Aparte de los vinos, eran muy frecuentes las bebidas compuestas de agua y miel, los hidromiel y aun compo­siciones en las que entraba la leche, pero desde luego la gran bebida de la época, el refrescante por naturaleza, aun contando con las numerosas aguas que se expendían -de rosas, de menta...-, era la «aloja», bebida en la que inter­venían fuertemente las especias, sin alcohol, y que se bebía muy fría, entre nieve; aquella nieve que se traía a lomos de muías desde la vecina Sierra de Guadarrama, se guardaba en pozos, los Pozos de Nieve, que estaban cercanos a la actual glorieta de Bilbao, en la calle de Fuencarral, y se vendía por distintos puntos de la Villa en mesillas que para su expedición tenía dispuestas Pedro Xarquias, el obligado de la nieve, que en ella hizo buenos negocios.

Los «obligados» eran los que, en subasta, se queda­ban con la obligación -de ahí el nombre- de tener a la Villa abastecida de un producto cualquiera, adquiriendo a la vez el monopolio de venta al por mayor del mismo. Así había obligados del aceite, del tocino, de los naipes...

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C a p í t u l o V III

LAS DIVERSIONES EN EL MADRID DE LOS AUSTRIAS

Si queremos ser justos, al enfrentarnos con la vida madrileña del siglo xv ii, deberemos decir que estaba repre­sentada por las fiestas y por las diversiones. Tantas ha­bían llegado a ser que fue preciso que, en 1643, un Breve Pontificio las reorganizara, suprimiendo buena parte de ellas y evitando así que a cada vuelta de almanaque se lan­zaran las campanas al vuelo y se colgaran luminarias en los Prados del Sotillo o del Corregidor, con asalto de tapadas y galanes.

El propio repaso de las festividades que quedaron, des­pués de este expurgo vaticano, nos dice bien a las claras cuál era la larga situación del calendario festero, pues las que dejó, con bota y vacación, el documento papal fueron, aparte naturalmente de los domingos y fiestas, bien nume­rosas de la Corte, las de los respectivos Patrones y las Pascuas de Resurrección y del Espíritu Santo, la Ascensión y Corpus, las siguientes:

En enero, Circuncisión y Reyes; en febrero, Purificación y San Matías: en marzo, San José y la Anunciación; en mayo, San Felipe, Santiago el Menor -conocido en Madrid por Santiago el Verde- y la Invención de la Santa Cruz; en junio, San Juan y San Pedro; en julio, Santiago y Santa

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Ana; en agosto, San Lorenzo, la Asunción y San Bartolomé; en septiembre, la Natividad de la Virgen, San Mateo y San Miguel; en octubre, San Simón y San Judas; en noviembre, Todos los Santos y San Andrés, y en diciembre, Santo Tomé, Natividad del Señor, San Esteban, San Juan, los Inocentes y San Silvestre. Y esto contando que el Breve retiraba del calendario festero nada menos que veintiún días al año.

Pero si las fiestas religiosas se recortaban y dismi­nuían las llamadas de la Corte, que también eran días de diversión y jolgorio, fueron aumentando a lo largo de la centuria con el nacimiento de nuevos miembros de la Real Familia, cuyos natalicios y santos se celebraban, así como los bautizos, bodas y sepelios, y aumentados con las con­memoraciones de batallas y victorias, con los días en que se celebraban entradas y salidas de la Corte, y con los patronos de los respectivos gremios y cofradías, que tam­bién tenían sus procesiones y días, y con la Comunión de los enfermos -la Minerva- y tantas otras más, que asta se nos escapan al recuerdo, pero que son ya bastantes para que creamos, hasta con razón, suficientemente apoyado nues­tro aserto de que las diversiones dominaban en una época, la de nuestros abuelos, que debió ser al menos por esta causa, bastante agradable.

En cierto modo y aun recortando los días de trabajo, estas mismas fiestas es indudable que ayudaron al creci­miento artístico, ya que venían pidiendo comedias nuevas en los corrales, cuadros de conmemoración de los sucesos, procesiones y encamisadas, y muchas otras ocasiones de trabajo a los escritores y a los pintores, así como a los escultores, aun cuando no fuera más que la de adornar edificios y puertas con efigies mentidas, en los días de entradas reales o de grandes procesiones y cabalgaduras.

Para celebrar estas fiestas había las más variadas formas. Romerías, en que la Villa entera se trasladaba a algún lugar,

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LAS DIVERSIONES EN EL MADRID DE LOS AUSTRIAS 105

generalmente a las orillas del río, o a determinada ermita de los alrededores, con bota y merienda, con coches, tan indispensables, a comer, beber y bailar. Y también a diri­mir las querellas nacidas al amor del vino y de la fiesta. Infinidad de coplillas populares nos hablan de estos fes­tejos.

Pero no eran los únicos. Había también procesiones, mascaradas, encamisadas, cabalgatas, carreras, toros y tan­tas otras formas de divertirse.

Siendo Madrid, por esta centuria, la residencia más o menos fija del conjunto magnífico de los mejores poetas de nuestro mejor momento literario, es lógico que dejaran su rastro por las calles de la Villa, especialmente por deter­minados puntos. Así, podemos hablar de un barrio literario en el Siglo de Oro, en Madrid.

En la parte de la calle del León más cercana a la del Prado, se reunían los comediantes y los autores, que no eran entonces los escritores de las comedias, sino los directo­res de las compañías teatrales. Allí se veían, como en cír­culo o casino, y allí también se concertaban contratos y for­maciones teatrales, bien para los corrales de la Corte o para salir por las distintas provincias del reino.

Precisamente en la calle del León, esquina a la que hoy se llama de Cervantes y en su tiempo de Francos, vivía, como dejamos dicho, don Miguel de Cervantes. Y en esa misma calle de Francos, tenía su casa, que bellamen­te restaurada y amueblada se conserva como museo, Lope de Vega. Casi enfrente de la casa de Lope se abre la peque­ña calle del Niño, hoy de Quevedo, que va de la de Lope a la de Cervantes, que entonces se llamaban Cantarranas y Francos, respectivamente. En esa calle del Niño vivió Góngora durante alguna estancia en Madrid, y tenía casa propia don Francisco de Quevedo. Enfrente de la calle del Niño, en la que se nombraba Cantarranas -hoy Lope de Vega- está todavía el convento de las Trinitarias, donde

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se enterró a Cervantes y profesó Marcela, la hija de Lope, y tanta relación tuvo siempre con el mundo literario. No lejos, en la calle de las Huertas, está la entrada trasera de la iglesia de San Sebastián, donde se enterró a Lope y donde tenía su sede la Cofradía de Nuestra Señora de la Novena, de Comediantes, a la que Lope también perte­neciera. Tampoco quedan lejos los dos corrales, el de la Cruz, desaparecido, al final de la calle de su nombre, y el del Príncipe, hoy teatro Español...

Bien podemos pues hablar de barrio literario en este rincón de Madrid, donde tantos ingenios vemos reunidos contemporáneamente. Los duros epigramas de la lucha literaria, apenas si tenían más que cruzar, de casa a casa, poco más que el ancho de unas más bien estrechas calles.

Las Academias Literarias tuvieron entonces potente vida, aunque todas ellas fueran ciertamente de vida efí­mera. Nada tenían que ver con las Reales Academiasactua- les, éstas de carácter oficial y nacidas un siglo más tarde, sino que eran meras reuniones de escritores, para decirse mutuamente sus versos. En ellas también nacieron muchas de aquellas polémicas literarias, que envenenaron la vida de nuestros grandes poetas, siempre en lucha unos contra otros:

yo te untaré mis versos con tocino porque no me los hurtes, gongorilla

Alusión a la ascendencia judía de don Luis de Góngora y Argote que, como puede comprobarse, no tenía nada de piadosa y más teniendo en cuenta lo que tal suposi­ción significa en los días en que todavía era obligada, para tantos empleos y honores, y hasta para ingresar en deter­minados colegios universitarios, la limpieza de sangre.

Las grandes fiestas de toros y cañas tenían lugar duran­te esta centuria en la Plaza Mayor, pero poco se parecían

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a nuestras actuales corridas de toros. Todavía el correr toros era ocupación caballeresca. Los caballeros en plaza, acompañados de buen golpe -hasta doscientos en alguna ocasión- de lacayos uniformados con libreas de sus colo­res, a su costa, perseguían al toro con rejones, de forma parecida al rejoneo de nuestros días, hasta matarlo. Cuando el toro hería al caballo, o tiraba la capa o el sombrero al caballero, éste echaba pie a tierra y, como podía, si es que podía, lo mataba con la espada. Corriendo toros murieron varios caballeros en la Plaza Mayor de Madrid.

Tampoco la plaza, claro es, se parecía mucho a nues­tros cosos taurinos. En ella se montaban unos tablados de madera -existen los planos y los detalles de este montaje y cómo había de hacerse para que quedaran bien rectos- que aumentaban la capacidad de los espectadores y disminuían el terreno de la plaza, que se enarenaba para mayor facili­dad de los caballos. En estos tablados y en los balcones se acomodaban los asistentes. Los reyes en la Casa de la Panadería, en habitaciones que se conservan restauradas y adornadas con muebles de la época, en balcón cubierto de dosel. Bajo ellos, la barrera quedaba interrumpida y eran los soldados de la Guardia Real los que cerraban el cerco con sus picas. Cuando el toro moría, ensartado en ellas, por haberles atacado, el cuerpo del animal quedaba en benefi­cio de los soldados. Muchos murieron en este menester.

En las corridas reales los balcones se ocupaban por quienes ordenaba la Mayordomía palaciega, que los otor­gaba con arreglo a un riguroso protocolo y atendiendo primeramente a las instituciones. Los Consejos, pues, asis­tían en corporación a sus balcones. Después los restantes individuos, según su rango y categoría. Los vecinos esta­ban obligados a cederles el vuelo de sus balcones, que ellos no podían estos días usar sino desde el interior.

Fiestas de gran duración, estas grandes corridas de toros, que se iniciaban con el desfile de las carrozas de la

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Corte, hasta que los reyes ocupaban sus puestos en el bal­cón real. Los hombres a pie, gentes del pueblo, no tenían otra función que auxiliar a los señores. Las moñas que a la salida de los toros se les solía poner en el morrillo eran muy codiciadas de los caballeros, que las arrancaban con la mano, al galope de su caballo, para ofrecérselas a las damas, galardón ganado con el peligro de sus vidas.

Fue en el siglo posterior cuando las corridas comen­zaron a parecerse a las actuales.

Contando de romería en romería, ha dicho un cronis­ta de la Villa, la cuenta sale de San Antón a San Eugenio.Y eso que las romerías eran numerosas. Esa de San Antón consistía, en el x v ii , en la coronación del «rey de cochinos», figura de broma, honor gracioso que los porquerizos con­cedían a uno de ellos, por la hermosura de su ganado o por su gracejo personal. Coronado de ajos, el «rey dfe cochi­nos» acudía a la iglesia de San Antón, patrón de los ani­males y dueño de los numerosos cerdos que corrían por las calles de la Villa, alimentándose a costa del vecindario para recibir el pienso bendecido y correr unas vueltas por la calle comiendo los panecillos del Santo. Unos dulces secos y fuertemente azucarados con miel entre hojuelas -de indudable ascendencia morisca- típicos de ese día, y que aún continúan haciéndose en la fecha romera.

Traía febrero la romería de San Blas, santo abogado de los males de la garganta, que tenía su ermita en el cerrillo de su nombre, junto al Retiro, donde hoy el Observatorio y un centro docente. No sabemos si los que acudían a la romería de San Blas curarían sus males de garganta, pero algunos comían y bebían fuerte.

La romería del Ángel a su ermita, levantada en 1605, en las márgenes del Manzanares, tenía lugar el 1 de marzo. La lejanía del lugar obligaba a ir en coche y con ello venía el quebradero de cabeza de los galanes para ofrecérselo a sus damas, cosa difícil, porque todos estaban ocupados

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dicho día y porque los alquiladores, sabiendo de los apu­ros de los galanes, hacían su agosto antes de que llegara el verano.

Nada tenemos que decir de las carnestolendas, del car­naval de universal celebración, que también tenía en la Villa y Corte sus alegrías. De día y de noche, a la luz del sol o de las antorchas, mascaradas a caballo recorrían las calles de la Villa con canciones y con bromas, con serenatas y con exhibiciones de la doma de los cuadrúpedos.

Por aquellos días, todavía faltos del bienestar poste­rior, se arrojaba salvado y huevos, cuyas cáscaras vacías se habían rellenado de agua de olor, que también se lanzaban a los transeúntes desde balcones y ventanas.

Las cuerdas atravesadas a lo ancho de la calle para hacer caer a los descuidados, las mazas -monigotes- prendidos a la espalda, eran broma frecuente de aquel lejano carnaval:

En carnestolendas, que todo pasa, hasta los aguaciles dacan la maza.

Otra de las bromas, terrible ésta, era la «gatada», cuyo desarrollo nos cuenta Calderón de la Barca con todo detalle:

¿Qué es gatada? Pernia, escucha.Dirételo en breve rato.Atase una soga a un gato, y cuélgase a una garrucha.Este se ha de recibir, aporreado, en tal lugar, que... por ser parti-cular, no te lo puedo decir.De suerte que cuando baja, con su cólera rabiosa, como la parte es ventosa, como ventosa, la zaja.

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Tiran del gato después,que muy bien la presa ha hecho,y llévanse un hombre al techo.Esto la gatada es.

Parece que si de diversiones tratamos debiera quedar al margen la Semana Santa, pero no sería justo. La «visita a los monumentos» del Jueves Santo era ocasión de toda clase de escándalos, que no se detenían en el atrio del tem­plo, y también de que damas y damiselas se perdieran, más o menos voluntariamente, de sus acompañantes para apa­recer después de haber tenido un coloquio con algún galán. Se hizo costumbre ofrecer rosquillas a las damas en esta ocasión y preciso era andar cargado de ellas o comprar con­tinuos cartuchos para las que iban encontrando. Bien que esto último no era difícil, ya que todos los atrios de los^tem- plos estaban bien dotados de puestos de rosquillas para que los galanes pudieran obsequiar a sus damas. Se comía y se bebía en el interior de los templos, con las disculpas de las velas y, en más de una ocasión, se pusieron a la luz de los cirios las espadas desnudas. Por si os parece excesivo vea­mos lo que nos dice un poeta de la época, Andrés Riverano:

El escándalo ha llegado en España a tal aumento, que en banquete descarado se convierte el Monumento de Cristo Sacramentado.

y por su parte, otro poeta también de la época, Vargas, escribe:

Fui a la iglesia con las niñas el día de Jueves Santo, y acallamos nuestro llanto empapándolo en rosquillas.

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El 25 de abril era la romería del Trapillo, dedicada a San Marcos, que se dirigía a la ermita del evangelista, en las afueras de la Puerta de Fuencarral. Según Zabaleta, debe su nombre a que en ella «iban los nobles a ver el trapo y los plebeyos a orearlo». «Ir de trapillo», frase que ha que­dado en el vocabulario popular, viene del obligado y des­cuidado vestido para asistir a esta romería.

La del Trapillo era una romería popular y jaranera, vinosa y bronca. Una como fiesta de los maridos, que era frecuente acabara en peleas individuales o de grupos, a la caída de la tarde, cuando las botas habían quedado vacías.

El día primero de mayo carecía en el siglo xvii de la sig­nificación política que había de tener dos siglos más tarde. Para Madrid, tal día, era el de «Santiago el Verde». Fiesta con ribetes paganos y alegría ya de primavera; se celebra­ba a las orillas del calumniado Manzanares, hacia una ermita que hubo dedicada a San Felipe y Santiago, inme­diata al Puente de Segovia y al otro lado del río, que reci­biría el nombre de Soto o Sotillo. Ya no quedaban de la ermita más que cuatro paredes derrumbadas y ennegreci­das y, seguramente, muchos de los asistentes a la fiesta no sabrían de tal dedicación de las arruinadas paredes, pero esto no importaba para que la del «Verde» fuera una de las romerías más sonadas e importantes de aquel Madrid.

Según numerosas citas y alusiones en la literatura cos­tumbrista, la fiesta era ocasión de encuentros amorosos y toda clase de licencias, los peligros que ofrecía eran muchos. Los unos, de riñas y pendencias en la propia romería, en el Sotillo, que era el lugar en que se celebra­ba. Los otros en Madrid mismo, que ladrones y amigos de lo ajeno tenían por costumbre asaltar las casas aban­donadas mientras sus ocupantes se divertían en el Sotillo. Pero nadie faltaba a la cita y aún era frecuente que la carro­za real diera una vuelta por el lugar entre el saludo de los romeros:

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¡ Qué bien bailan las serranas, día de Santiago el Verde, en el Val del Manzanares, cuando el sol claro amanece.Dejan el Sotillo, todas, llevando sobre las frentes, guirnaldas entretejidas, de rosas y de claveles.

Mucho menos pastoril que Pedro de Vargas, en los versos de la canción anterior, nos da Góngora su versión de la fiesta, y bien crudamente, por cierto:

No vayas, Gil, al Sotillo que yo séquien novio al Sotillo fue y volvió hecho novillo.

El año 1631 -vaya por muestra- unos mozos mata­ron en el Sotillo, el día de Santiago el Verde, al joven mar­qués del Valle, y de tan mala manera que no hubo lugar a confesión. Nos lo cuentan unos «Avisos» de la época.

El 3 de mayo traía la fiesta de las «mayas». Elegíase a la más bella muchacha del barrio, se la vestía de la más rica manera, se la instalaba en una sala baja con puerta o ven­tana a la calle, o bien en el atrio de una iglesia, sentada como en un trono y rodeada de otro puñado de bellas zagalas, todas con muchas flores y adornos. Las amigas se dedicaban a atrapar transéuntes por las calles cercanas, pidiéndoles dos cuartos para la «maya» y llevándoles, en correspondencia, a que las visitaran. «Para la maya, para la maya, que es linda y galana.»

Muchos eran los galanes que en tal ocasión recorrían los más distantes barrios de Madrid al husmeo de caras bonitas, especialmente el barrio del Barquillo, que de siem­pre tuvo fama de bellas «mayas».

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Naturalmente, el producto de las monedas recogidas servía para que la «maya» -quizá en un principio la reina de mayo- y sus amigas tuvieran una alegre y abundante merienda.

Y era en este mes de mayo, tan alegremente comenzado, cuando se celebraba la romería más importante de la Villa: la de San Isidro, que festejaba al Santo a orillas del Manzanares, en la pradera de San Isidro, junto a su ermi­ta, que todavía no estaba unida al cementerio, que data del año 1811.

A San Isidro he ido y he merendao, más de cuatro quisieran lo que ha sobrao.Ha sobrao jigote y albondiguillas, dos capones, un pavo y tres tortillas.

La seguidilla popular dice bastante de lo que fuera la romería. Apuntemos para los curiosos que el jigote era un guiso de carne -generalmente de carnero- muy coci­do en su salsa espesa, hasta que la carne y las patatas se des­hacían, éstas en parte y aquélla en hilachas, en un guiso espeso y graso de muy buen sabor.

A la procesión del Corpus Christi asistían los reyes y todos los varones del la Real Familia, y en ella formaban los Consejos, las órdenes religiosas y toda la Corte, reco­rriendo las principales calles de la Villa. Con el cortejo desfilaban la «Tarasca» y el «Tarascón». Era la primera una gran gigantona de cartón que empezó representando a la meretriz de Babilonia, pero que en el siglo xvn era el escaparate de modistas y peluqueros de señoras que desde ella imponían el dictado de la moda, cuando todavía no se habían inventado los desfiles de modelos:

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Como tomaste Aldonza de la «Tarasca» modelo, por eso llevas el pelo con trenzas de jirigonza.

O este otro ejemplo, bien determinante de su impor­tancia modisteril:

Si vas a los Madriles el día del Señor, traeme de la «Tarasca» la moda mejor.Y no te embobes,que han de darte en la caralos «mojigones».

Eran éstos unos gañanes vestidos de estrafalaria mane­ra, con grandes botones, que han dejado su nombre a unos bollos que todavía tienen vigencia. Llevaban en las manos unas varitas de las que colgaban vejigas de buey infladas de aire, con las que pegaban dulcemente a los paletos y muchachos que se ponían a su alcance.

Hasta 1772 duró la «Tarasca» y su corte, y las danzas ante el Sacramento hasta 1780; y, poco a poco, el Corpus decayó en algo muy distinto, especialmente por el cambio de dinastía y de costumbres que tanto se alteraron con ello.

La fiesta del Corpus empezaba ya el día anterior, en el que el sacristán y los monagos, a toque de campanilla, acompañados de los mojigones, recorrían las calles del tránsito de la procesión del día siguiente, anunciando así, a falta de periódicos y emisoras de radio, cual había de ser el recorrido.

Reproducción en miniatura del Corpus, también con «Tarasca» y «Tarasquilla», era la «Minerva», la procesión del «Dios Grande», o «Comunión de los enfermos», que

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se organizaba por cada parroquia, y que suponía una nueva fiesta del barrio:

Cuajada y baileque pasa Dios por mi calle...

Porque la cuajada era manjar imprescindible y tra­dicional en tal ocasión, para festejar el cortejo sacra­mentado.

Para la procesión del Corpus encargó el Ayuntamiento de Madrid, en el siglo xvi -1 5 7 2 -, una bella custodia de plata al «platero de plata de la Reina Nuestra Señora», Francisco Álvarez. Custodia que conserva el Ayuntamiento y que es una de las grandes piezas de su muy importante colección de arte.

Se encargó esta custodia por nuestros regidores, por­que Madrid no tenía catedral, ni Silla Episcopal -n o la tuvo hasta 1854- y era tierra perteneciente al Obispado de Toledo. En tales circunstancias carecía, como otras ciu­dades castellanas, de una lujosa custodia procesional que sacar a la calle en este día, ya que estas solían ser propie­dad de las catedrales. Sin embargo, ninguna procesión más importante que la de Madrid, en la que formaban, del rey abajo, las primeras autoridades y la primera noble­za del país.

El 24 de junio traía la noche -co n tanta carga pagana- de San Juan. El solsticio de verano. Acompañado también de romería y consultas misteriosas sobre amores y galanes. En Las dueñas cuenta Quiñones de Benavente cómo esta noche, a las orillas del Manzanares, era propicia para encuentros y aventuras.

Traía pues San Juan nueva ocasión de buscar coche para llevar a las damas al río. Escandalosa debió llegar a ser la fiesta, puesto que en 1648 se dio orden mediante pre­gón de que «nadie bajase al río, bajo pena de 300 ducados

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y vergüenza pública, para evitar las desgracias que sue­len ocurrir en la noche de San Juan». Claro que hubo poca obediencia al pregón y el Sotillo se vio muy concurrido, pero, poco a poco, pudo quien mandaba y desaparecie­ron los conjuros de amor a las orillas del Manzanares.

En 1631, y con ocasión de San Juan, organizó para Felipe IV una gran fiesta el conde-duque de Olivares, en la que el teatro fueron los jardines que daban al Prado de los palacios del duque de Maqueda y los condes del Carpió y Monterrey, todos unidos, que venían a cubrir, <̂ esde Neptuno a Cibeles, en nuestra designación actual, pues estas fuentes nacerían un siglo más tarde, en el reinado de Carlos III.

Aquella fiesta, de una riqueza extraordinaria,,a la que asistió toda la nobleza, debió tener caracteres de excepción, a juzgar por lo que de ella se cuenta, y acabó por una rúa de los coches, encabezados por el monarca, a la madrugada, en el Prado. Quizá fuera el antecedente de la posterior verbena de San Juan, que durante tantos años se celebró después por aquellos lugares.

Pero apareció el Prado y éste merece nuestra atención, pues fue el teatro de paseos y amoríos durante toda la época, como bien conocen cuantos se han acercado a la lite­ratura del Siglo de Oro.

Escribe Villamediana:

Vuelvo a Madrid y no conozco el Prado, y no lo desconozco por olvido, sino porque me consta que es pisado, por muchos que debiera ser pacido.

La fama de este paseo había de superar la centuria, extenderse a lo largo del siglo xvm, continuar con todo vigor en todo el xix, y aun adentrarse en los primeros años de nuestro siglo.

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Y al decir del Prado habremos de dividir tres partes: el Prado de San Fermín, de Cibeles a Neptuno; el de los Jerónim os, de Neptuno a las Cuatro Fuentes, y el de Trajineros, hasta la Puerta de Atocha.

El primero, y aun el segundo, eran los célebres de esta época.

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C a p í t u l o IX

EL TEATRO EN EL MADRID DEL SIGLO DE ORO

La época que venimos ocupándonos abarca totalmen­te el Siglo de Oro español, de ahí la importancia que puede tener para nosotros el recordar todo el movimiento literario y especialmente el teatro, en esta época decisiva para su for­mación en nuestro idioma y que es, por otra parte, el géne­ro literario que supone, por ser espectáculo, una mayor repercusión sobre el conjunto social.

Ya hemos dicho que en aquel Madrid funcionaron dos teatros, el de la Cruz y el del Príncipe; pero esto, con ser cierto, no lo es del todo, porque a estos teatros hay que agregar otros muchos, no por ocasionales menos efectivos, que realmente llenaron enteramente Madrid. Y es que durante esta época Madrid entero era un teatro constan­te y continuo, en una representación ininterrumpida; tanto representaba para las gentes de la época este hecho social.

Así, había teatro en los dos corrales, pero también lo había en los salones del Alcázar Real, habitación de los reyes de la Casa de Austria, y que no era otro que la trans­formación realizada a lo largo de siglos del viejo castillo moro, razón de Madrid, que se alzaba en el mismo sitio en que hoy está el actual Palacio Real, que éste es su nombre, y no Palacio de Oriente como malamente se le nombra

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de una absurda forma, ya que está situado al occidente. Este absurdo nombre le vino de haberse construido, a uno de sus costados, una plaza, y por estar al oriente de Palacio así se la llamó, de Oriente. Después, como la plaza era de Oriente, de Oriente pasó bobamente a llamarse el Palacio que en ella estaba, sin saber que la plaza era posterior al Palacio y en función del mismo abierta.

Teatro había también en los salones del nuevo pala­cio del Buen Retiro y sus jardines, y en su estanque apar­te de la dependencia para teatro construida; y teatro hubo en plazas y plazuelas; y teatro se hizo en iglesias y con­ventos, y hasta teatro se representó en el locutorio de algún convento de monjas, y teatro se vio en muchas casas de nobles o de gentes principales que tenían posible^ para pagar una de estas funciones, que por ser frecuentes hasta tuvieron su nombre y se llamaron «particulares».

Todo pues lo invadió el teatro y a todos los ambientes llegaba, porque adaptándose a todas las circunstancias había posibilidades de obras para representar en cualquier ocasión oportuna. Mucho facilitó esto aquella moda de realizar «teatro a lo divino», que nada tenía que ver con los autos sacramentales, que teatro y gran teatro eran tam­bién, sino asuntos de comedias en los que la acción suce­día en ambientes sacros y con religiosos asuntos.

Tanto es así, que llegaron a representarse «jácaras» a lo divino. Y téngase en cuenta que se llamaban «jácaras» unas piezas cortas cuyos personajes eran «jaques», gentes del bronce, de navaja y largas manos, que no solían elegir el camino del trabajo para la realización de sus vidas. Pues hubo santos convertidos en «jaques», al borde de la irre­verencia, por cumplir con asuntos teatrales.

Pero no es posible que hablemos del teatro madrileño sin mencionar cómo eran, tan distintos de hoy, los luga­res donde habitualmente se representaban. En el salón de un noble, en una sala conventual, se hacía, claro es, impro-

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EL TEATRO EN EL MADRID DEL SIGLO DE ORO 121

visadamente, pero hubo lugares que estaban preparados y dedicados al teatro exclusivamente; éstos eran los «corra­les de comedias» y son los que van a ocuparnos ahora.

Debían su nombre a que eran efectivamente auténticos corrales o patios, formados por las construcciones de una o varias casas colindantes y su dedicación teatral, o sea el aprovechamiento de estos lugares para representaciones teatrales, se inicia precisamente en los comienzos de nues­tra época, esto es en la segunda mitad del siglo xvi.

En Madrid funcionaban dos, como ya quedó dicho, el de la Cruz y el del Príncipe, y estaban, el primero en la calle de la Cruz, por donde hoy corre la de Espoz y Mina, desde ella hasta la de Huertas adonde tenía salida también, y el segun­do en el lugar aproximado que ocupa hoy el teatro Español. Decimos aproximado porque su extensión fue posterior­mente ampliada. Ambos funcionaron, en la forma que pasa­mos a describir, hasta mediados del siglo xviii.

Se trataba de patios descubiertos, generalmente rec­tangulares, en los que el tablado del escenario ocupaba la parte central de uno de los lados cortos. Frente a él otra construcción cubierta y en alto, llamada la «cazuela», la localidad de las mujeres, bajo la cual se abría una especie de cueva que era la alojería, lugar destinado al despacho de aloja y, en cierto modo, el bar de nuestros días.

En los laterales, a lo largo de las paredes y hasta cier­ta altura, estaban las filas de las gradas y un toldo defen­día del sol o de la lluvia a los asistentes, que se situaban sobre el piso de piedra desigual que formaba el patio.

Naturalmente que a tal patio o corral daban ventanas de habitaciones de la casa o casas que formaban el recin­to; las bajas estaban defendidas con rejas, y así «rejas» se llamó a esa localidad en la que, desde tales habitaciones, y por la ventana, se seguía la representación. Más arriba de las «rejas», otras ventanas, ya sin esta defensa por ser de pisos altos, que eran los «aposentos», localidad de parecidas

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características a la anterior, y por fin, en lo alto, también se aprovechaban las ventanitas de las buhardillas para las localidades llamadas «desvanes». Rejas, aposentos y des­vanes se alquilaban, no por número de entradas, sino por un tanto alzado de la habitación entera.

El patio se dividía en dos partes por una gruesa viga que lo atravesaba paralela a la pared, donde estaba situado el escenario y que se llamaba «degolladero»; la mitad así limitada, en su parte más cercana al tablado, estaba dota­da de bancos corridos, las «lunetas», y tras el «degolla­dero», de pie, quietos o paseando, los que llamaban «mos­queteros», quizá el público más temido de los poetas, por lo que era frecuente les dedicaran elogios en las loas pre­vias para atraer su benevolencia. v

Daremo| algunos precios para comprender mejor la estimación de las localidades: un aposento, hacia los comienzos del xvn, valía 17 reales; un asiento de luneta, un real, de los que 20 maravedís era el que pudiéramos lla­mar suplemento de la localidad, siendo el resto el precio de la entrada.

Porque una de la cosas complicadas de entonces era la forma de pagar las entradas de teatro. El primer pago se hacía a la puerta y era de un cuarto, que estaba destinado al «autor», esto es, el director de la compañía y arrenda­dor del local. Después, en la segunda puerta, se pagaban tres cuartos para los hospitales, pues el escudo de que se valieron los teatros contra los moralistas que siempre pe­dían su desaparición era el de este fin caritativo que cum­plían y que era cierto, pues de este dinero de los teatros se sostenían los hospitales de la Corte. Después venía el pago de veinte maravedís para ocupar un asiento de banco o de los siete cuartos, que las mujeres habían de satisfacer para su lugar en la «cazuela». Otro problema se produ­cía en ésta, como consecuencia de los ampulosos guar- dainfantes que imponía la moda de la época. Con tales

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faldas pronto se hubieran ocupado los bancos existentes, que carecían de separación de localidades, y escaso hubie­ra sido el rendimiento si no entrara en función uno de los criados del teatro: el «apretador», que-com o gráficamente indica su nombre- estaba destinado a apretar a las muje­res de la «cazuela», a fin de que quedara nuevo espacio libre. Naturalmente, no sin las protestas de las que llega­ron antes y ponían su esperanza en tener, por tal causa, el privilegio de estar anchas y cómodas.

La dama que no quisiera sufrir estas apreturas no tenía otra alternativa que acudir a un «aposento» o «reja», úni­cas localidades, con la «cazuela», en las que se permitía la asistencia femenina.

Nada hay nuevo sobre el mundo y la manía actual de lograr entrar gratis en los espectáculos, no es una inven­ción de nuestros días. Entonces también había cultivadores de esta barata diversión, pero con peores modos que ahora, hasta tal punto que los cobradores de las puertas de los tea­tros fueron autorizados, durante el tiempo de su trabajo, al uso de «coleto», que estaba prohibido en el interior de las ciudades. El «coleto» era una fuerte prenda, realizada gene­ralmente en cuero, que cubría el pecho y la espalda sin mangas y se ajustaba con ancho cinturón; la razón de que estuviera prohibida era la misma que la había creado, el fuerte cuero evitaba en gran proporción el ataque de arma blanca, defendiendo considerablemente al que la usaba. Para no dar una ventaja sobre los demás a quien trajera coleto, fue éste prohibido por los alcaldes de Casa y Corte.

El hecho de la autorización a los cobradores de tea­tros de tal defensa dice bien elocuentemente que alguno, y aun algunos, habían más de una vez intentado pagar la entrada con el acero de sus espadas mejor que con el vellón de sus bolsas.

Funciones teatrales comenzó a haber al comienzo de esta época tan solo los días de fiesta, después los jueves

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y domingos, y ya, en los días de Felipe IV se representa­ba todos los días en los dos corrales de la Villa, dando comienzo los espectáculos, de octubre a abril, a las dos de la tarde; en primavera, a las tres, y en verano, a las cua­tro. Las puertas de los corrales se abrían a las doce del medio día, a fin de que los verdaderos aficionados de aque­llos tiempos tuvieran ocasión de acudir y verse y hablar­se antes de que las cortinas se corrieran.

En época tan dada al protocolo, era lógico que también lo hubiera en actos como el teatral, que era presidido por un alcalde de Casa y Corte, designado por la Sala que se encargaba de hacer cumplir las ordenanzas, evitar que ninguna persona del público acudiera a visitar a los cómi­cos a sus cuartos, que un tablón al borde del escenario impidiera que fueran «registrados» los pies de las cómicas, que éstas no salieran a escena en hábito masculino y otras muchas más que hacían difícil su total y exacto cumpli­miento.

La larga espera a que se sometía al público de dos y más horas ocasionaba impaciencias y reclamaciones, que la pre­sencia del alcalde y su autoridad hacían pronto abortar.

El silbido, tremendo fantasma de las gentes de teatro, comenzó para rechazar las comedias que no agradaban al respetable en 1613 y, hacia la mitad del siglo, era el zapa­tero Sánchez, jefe autorizado y respetado de los «mos­queteros», el que decidía inapelablemente si se aplaudía o se silbaba una obra nueva; por eso las «loas» pedían con tanto ahínco la benevolencia y el favor de los asistentes a las representaciones.

Pero aquellas de entonces serían difícilmente com­prensibles para un espectador no avisado de nuestros días, porque en ellas se entremezclaban cosas y asuntos distin­tos de forma desconcertante para el espectador de hoy.

La representación comenzaba por la música, general­mente a cargo de ciegos con guitarras. Tras ella empeza-

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ba la «loa», que era una breve composición escénica, que primero fue anónima, pero cuyos autores se conocerían después. Estas «loas» eran a medida de la pieza que se representaba y así podían ser sacramentales, religiosas, de fiestas reales, de casas particulares, de presentación de compañías, etc. En estas últimas, por ejemplo, el recita­do estaba dedicado a cantar las excelencias de cada repre­sentante, a la vez que éste saludaba desde el tablado. Poco a poco, la «loa» pasó a ser un anuncio de la obra que iba a representarse y de los cómicos que en ella intervenían, obligando por tanto a hacerla diferente para cada obra nueva que se ofrecía. Muchos poetas escribieron «loas», pero destaca la labor del madrileño Quiñones de Benavente; de sus «loas» pueden sacarse multitud de datos para el mejor conocimiento del desarrollo de las representaciones teatrales.

Llegaba, después de acabada la «loa», el primer acto de la comedia que se representaba; pero, entre este primer acto y el segundo, se intercalaba, interrumpiendo la acción teatral, el «entremés», que no eran otra cosa que cuadros de costumbres que solían acabar en baile. Su nombre viene de entre-mets, entreplatos, y así estaba colocado entre los dos platos de dos actos de la comedia, y no como hoy que, en lo culinario, los entremeses, contra toda regla eti­mológica, no están entre nada, sino al comienzo de la comida.

Después del «entremés» y del segundo acto volvía a corresponder el turno a otro «entremés», que nada tenía que ver con el anterior y al que seguía el tercer y último acto del drama o comedia. Pero no acababa con él la repre­sentación. Faltaba todavía el baile, jácara, mojiganga o sainete que la cerraba verdaderamente.

Ya dijimos antes qué fueron las jácaras y como también hablamos de las «jácaras a lo divino» recordemos el comienzo de una «jácara de San Francisco»:

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Erase un valiente jaque tan crudo por su abstinencia, que llegó a puros ayunos a darse todo a la hierba.

La «jácara» fue sustituida, a finales del xvii, por la «tonadilla madrileña» que tuvo su esplendor en el sigloXVIII y queda por tanto fuera de nuestro tema.

Los «bailes» eran en realidad un género cóm ico, mixto de baile, cante, danza, música y recitados, bien en diálogos, bien en monólogos, que tenemos noticia existieron al menos desde 1616 y en los que toda la com­pañía hacía el coro a las figuras principales de la pieza, pues en aquellos tiempos el cómico o cómica no sólo tenía que representar bien, sino también cantar ÿ bailar aceptablemente.

Entre estos «bailes» alcanzaron especial renombre la «zarabanda», la «chacona» y el «escarramán», todos ellos abominados por los escritores moralistas y que llegaron a ser prohibidos por escandalosos y por sus movimientos las­civos, según decían en la época los predicadores.

La «mojiganga», que llevaba el mismo nombre de una fiesta callejera de carnaval, permitía que los actores, dis­frazados y vestidos casi siempre de animales, acompaña­dos de una estrepitosa música de tamboril, flauta y casta­ñuelas, lanzaran sus pretendidos chistes de sal muy gorda, de un género bufo, pobre, de bullanga populachera. Sin embargo, grandes poetas como Calderón de la Barca com­pusieron piezas de este estilo.

Es curioso señalar que con tanta representación diver­sa de cosas distintas, el telón no se corría nunca, desde el principio de la representación, quitando hasta ese punto y aparte que el cerrarse las cortinas puede suponer/

Apuntaremos que si bien en los teatros reales el deco­rado y presentación de las obras se hacía con gran lujo y

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se utilizaba «gran maquinaria», si Felipe IV llegó a traer de Italia a Cosme Loti, especializado en la ingeniería tea­tral y de jardines, en los corrales toda esta tramoya estu­vo enteramente ausente y un tablado poco profundo, ador­nado con cortinas de damasco o de indiana, bastaba para todas las escenas de casas, y un telón pintado al fondo era suficiente para ambientar escenas campestres, Bastaba que un cómico dijese «ya estamos en el campo» o «hemos lle­gado a la ciudad» para que el espectador pusiera con su imaginación el resto, sin precisar otra ayuda.

Los demonios subían o bajaban a los infiernos por una escalerilla bien visible y los ángeles cruzaban la escena pendientes de notoria y gruesa soga de esparto; un papel aceitado con una vela de esperma o una candileja detrás era el sol, y cualquier otra necesidad se cubría por senci­llos y expeditos medios.

Mientras tanto, en el Buen Retiro, sobre el estanque, se representaban «naumaquias» en las que bellas y dimi­nutas galeras disparaban pólvora de sus pequeños cañon- cillos, y velas y remos hacían correr a las naves sobre el agua.

Aunque «el buen paño en el arca se vende» pronto se inventó la publicidad teatral; el género parece que lo creó, o al menos lo popularizó, donjuán Ruiz de Alarcón y fue seguido por Tirso de Molina. Consistía en papeles pinta­dos con almagre en los que se escribía el teatro y la pieza de la representación y que se pegaban con engrudo por las esquinas. De todo ello se tomó pie para decir:

¡Vitor donjuán de Alarcón, y el fraile de la Merced, por ensuciar la pared, y no por otra razón!

Y de que Quevedo escribiera:

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¿Quién tiene toda almagrada como ovejilla la Villa?Corcovilla.

Recuérdese, para entender mejor, la doble joroba que sufría Ruiz de Alarcón.

No se anunciaba sin embargo previamente el nombre del autor, que se solía sustituir por «un ingenio de esta Corte» y que sólo se hacía público, en los casos de éxito, por boca del más autorizado de los representantes o del «autor», esto es el director de la compañía, pues al que hoy denominamos con aquel nombre entonces se le llamaba «poeta». En cuanto a salir el escritor a escena, faltaban todavía siglos para que se produjera, pues en Madrid la pri­mera vez que un escritor recibió su éxito desde el escenario fue, en 1836, García Gutiérrez en el estreno de El Trovador.

Resulta curioso recordar lo que cobraban los grandes escritores del Siglo de Oro por sus producciones, esto es, lo que lograron con sus obras inigualables, los mejores escritores de nuestra lengua. Una «loa» se solía pagar en 40 reales; un «entremés» con 300; por una «mojiganga» no se daban más de 100 reales; por un «auto sacramental», los de Calderón incluidos, 400 reales, y por una «come­dia», 500 reales.

Esto puede parecemos poco, pero un actor -palabra entonces desusada- sólo percibía de 16 a 22 reales de vellón por representación, y además debemos tener en cuenta que, por vieja costumbre que favorecía a los «auto­res» -directores de compañía-, los poetas «nuevos» no cobraban por su primera comedia. Como se ve la cos­tumbre de abusar de los noveles no es de nuestros días.

El poeta tenía que contar con otro enemigo: «el ladran de comedias»; porque habla quienes, asistiendo a uñas cuantas representaciones, eran capaces de aprenderse de memoria el texto de una obra y entonces darlo a la impren-

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ta hurtando al verdadero padre de la obra el suplemento económico que su impresión y venta pudiera producirle. Esta es también la causa de las numerosas ediciones con­temporáneas con erratas, cambios de palabras y aun de versos, ausencia de escenas, etc., que son frecuentes en nuestro teatro clásico.

* ★ *

Si las representaciones tenían sus lugares, las reunio­nes de las gentes del teatro tenían también el suyo: el «mentidero de representaciones». Estaba este mentidero hacia el comienzo de la calle del León, por donde ésta se une a la de Huertas, en pleno barrio de las Musas. Acogía este lugar a cómicos, «autores», poetas y cuantos estaban relacionados con el medio teatral, así como a comisiona­dos de pueblos y lugares que venían a la Corte a contra­tar compañías para las representaciones festeras o de cual­quier otra índole. La presencia de la casa de Cervantes, que se abría sobre este mismo mentidero, la cercanía de las casas de Lope y de Quevedo y la que fue alguna vez resi­dencia de Góngora, todos tan relacionados con el medio, nos autoriza a pensar que ellos también pasaron por estos lugares en las reuniones de los comediantes. Del que sí sabemos segura presencia es de Calderón, que desde aquí y espada en mano, comenzó la persecución del matador de su hermano, continuándola hasta la misma clausura de las Trinitarias. Desde luego eran sus años mozos y aún estaba muy lejos la sotana que más adelante vistiera.

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C a p í t u l o X

«NOTICIAS» DE MADRID

De la época de los Austrias nos quedan numerosas colecciones de «Cartas», «Avisos», «Noticias», «Anales» y otros documentos de este género. Unas veces -«Cartas de jesu ítas»- son la correspondencia enviada desde la Corte por miembros de la Compañía de Jesús a otras casas de la misma orden a fin de tenerlas informadas de las novedades que iban ocurriendo aquí. Asimismo cartas inform ativas son los «Avisos» de don Jerónim o de Barrionuevo, clérigo residente en Madrid. Tienen mayor intención de crónicas los «Avisos» de Pellicer, y los «Anales» de León Pinelo y seguramente las «Noticias de Madrid», manuscrito anónimo de la Biblioteca Nacional. Otras muchas habría que añadir a éstas, pero no las rese­ñamos para evitar la monotonía.

Por otra parte, se escribieron siempre en la época, con ocasión de cualquier suceso más o menos destacado, «Relaciones» que fueron impresas en multitud de ocasio­nes, muchas veces reiterando el tema por distintos autores.

Todo ello era una sustitución de otros medios infor­mativos posteriores y tiene un gran valor para conocer un poco más la historia de Madrid. Ahora bien, hacer la historia de la Imperial y Coronada Villa por las páginas de «Avisos» y «Noticias», equivale a escribir la historia

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de nuestros días con el único documento de las páginas de sucesos de los diarios actuales.

El peligro es el mismo, si no se le valora debidamente. Es cierto que hoy Madrid es escenario de numerosos atracos, pero esto no quiere decir que haya un atraco en cada esqui­na, sino un cierto número suficiente para alarmar a la pobla­ción. Es cierto que hay violaciones, pero sería injusto creer que en cada rincón de cada calle hay un violador abrazado a su víctima. Debemos tomar estos sucesos como un índice de lo que podía ser la vida en la época, pero en modo algu­no como algo diario y habitual. Por otra parte hay que recor­dar que estos hechos se recogen y se escriben precisamen­te por lo que tienen de extraordinario y de escandalosos; si fueran moneda corriente carecerían de valor y no hubiera lle­gado su memoria hasta nosotros.

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«Las atenciones de la guerra y los embarazos de la paz, tal vez necesitan reposarse en los ocios y en las fiestas. Entre las que tienen de estampa los reyes de Castilla, es la de los toros de San Isidro, festividad antiquísima de los labradores de Madrid. Solíanse correr, no en la plaza públi­ca, sino en otra que llaman de Cebada, asistiendo a ellos y a picarlos la gente del gremio de los labradores. Después se mudaron a la Plaza Real, siempre con este título, por­que los viesen los reyes; pero nunca los lidiaban con rejo­nes los caballeros, dejando su celebridad a cuya era, hasta que de algunos años a esta parte se corren por voto de la Villa y los señores, viendo la solemnidad ya más autorizada, no desdeñan el festejarla. En esta conformidad se lidia­ron dieciocho valentísimos toros el miércoles pasado. Vino a ellos desde el Retiro reina y príncipe, que Dios guarde, y la señora princesa de Cariñán. Torearon con todo primor don Francisco de Luzón, caballero de los más antiguos

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«NOTICIAS» DE MADRID 133

originarios de Madrid, y donjuán de Valencia, indiano» (24 de mayo de 1639).

Curiosa esta noticia, que no ha sido debidamente valo­rada en el estudio de las fiestas de toros madrileña. Nótese que se produce en los primeros años del reinado de Felipe iy advirtiendo el número tan alto de los toros lidiados, lo que hacía que la fiesta durara todo el día, con un breve descan­so para el refrigerio, que mucho público tomaba sobre los mismos tablones de los tendidos que se ponían para los toros en la actual Plaza Mayor. En cuanto a la personalidad de los lidiadores es bien conocida la figura del caballero Luzón, de los linajes viejos de la Villa. En cuanto a donjuán de Valencia, como se le cita, o dón Juan de Valencia, el del Infante, como él se hacía llamar, caballero de la orden de Santiago, rico hasta que terminó con la fortuna traída del Perú, donde había nacido en la vieja Lima, fue gran lidiador y ocupó el puesto de Espía Mayor de Su Majestad. Hemos dado un resumen de su curiosa biografía en otra obra nues­tra (José del Corral: El palacio deAbrantes).

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«La mayor guerra que los franceses nos hacían era por medio de las espías, pues con su manía y su inteligencia preveían cuantos designios acá se imaginaban. El dueño principal de esta traición era el capitán Francisco Pérez de San Juan, portugués, hombre que estaba ya en predica­mento de maestre de campo. Fueron los indicios grandes con que le prendieron, mayores los tormentos con que confesó, dando luz de muchos cómplices; finalmente, pagó el deli­to, pues, acompañado de otros diez, le dieron garrote con todo secreto el miércoles en el arroyo Abroñigal, que dista un cuarto de legua de esta Corte» (27 de mayo de 1639).

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«Anda en Madrid Marte muy sangriento, no se oyen sino desdichas y lástimas, que aunque cada una por sí no hacían extrañeza, todas juntas forman bulto y novedad. Pidiendo el jueves en la noche la capa ocho ladrones, le costó la vida el defenderla a don Gerónimo de Salas, cria­do del señor duque de Alburquerque, hombre de los valien­tes y modestos que hoy tenía nuestra nación. Mató a uno y dejó tres tan malheridos que pudo prenderlos la justicia. Él acabó luego; los agresores han descubierto otros muchos compañeros, y entre ellos gente de porte. Llevando una lámpara a San Isidro el gremio de los aguadores el día 5 de junio, se trabó pendencia, donde llegando la Justicia a apa­ciguarla, quedó muerto Guerrero, alguacil de Corte. Por doña Ana de Quiñones, mujer bizarra, se desafiaron dos mozos de provincia, llegaron segundos, y de los cuatro que­daron en el campo tres, y el cuarto mal herido. Lléganse a estas otras menudencias atroces, pues no hay mañana que no amanezcan heridos o muertos, por ladrones o soldados; casas escaladas y doncellas y viudas llorando violencias y robos. Tanto puede la confianza que tienen los soldados en el consejo de guerra» (27 de mayo de 1639).

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«Segunda y apretadísima orden ha salido para que a un mismo tiempo se prendan todos los gitanos de España. Lo que se pretende es que sirvan en las galeras, donde hay gran falta de galeotes y remeros, y en todos los luga­res hacen mucha sobra esta infame raza, pues sólo sirven de espías, ladrones y embusteros» (27 de mayo de 1639).

* * *

«Tenían hechas en el Buen Retiro grandes prevencio­nes de fiesta para la noche del primer día de Pascua;

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muchas tramoyas de Cosme Loti, ingeniero; más de tres mil luces, comedia dentro del estanque grande, en teatro que navegase; Su Majestad y señores de Palacio, todo alrede­dor, irían en góndolas oyendo la representación, y cena también dentro del agua. Todo, según dicen, por cuenta del señor duque virrey de Nápoles. Apenas se empezó, cuan­do se levantó tal aire, borrasca y torbellino, que muerta mucha parte de las luces y tiestos, desbaratadas las gón­dolas y a peligro de hundirse; asustado el príncipe, fue fuerza retirarse a cesar la fiesta» (14 de junio de 1639).

No obstante la fiesta llegó a celebrarse días más tarde, como sabemos por otra noticia:

«La solemnísima fiesta del Buen Retiro, que fue una imitación de aquellas Naumaquías de los romanos, se representó el jueves a Sus Majestades y Altezas (que Dios guarde), viernes se volvió a repetir al Consejo Real de Castilla; y lunes al convento de San Gerónimo, religiones y todo el pueblo, estando francas las puertas a todos los que quisieron entrar al espectáculo. Espérase relación cum­plida de todo» (21 de junio de 1639).

Llamamos la atención en la repetición de la fiesta y la entrada libre a los jardines de Palacio para el disfrute del pueblo. La relación que se espera es de las que ya hemos aludido anteriormente, papeles que se vendían por las calles, en que se hacía crónica de un suceso cualquiera con gran detalle.

•k * *

«Esta noche misma cruzaron cruelmente la cara a Juan Varela, sastre del rey, añadiendo dos estocadas, y junta­mente amaneció herido de muerte (pues le enterraron luego) Gregorio de Ervás, oficial de libros de la Contaduría mayor, mozo de grandes alientos. Los puestos tan distintos de estas dos desgracias dieron a entender eran diferentes motivos, y

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fue uno mismo, porque don Antonio Muñoz, contador entretenido, tuvo celos de que el Varela miraba a su mujer y encomendó le matase a Ervás, que se determinó a hacer­lo por dinero o por respeto de amistad: llegó a la ejecución con otros dos y abrazándose al sastre le dio las heridas en cara y brazos, pero él quedó herido de muerte de la mano del contrario; murió dentro de dos días; el sastre está cerca de ello; el don Antonio Muñoz llevó a confesar a su mujer a otro día con ánimo de matarla; ella, por medio del confesor avisó a la Justicia; está en un convento y el marido en la cárcel, culpado de asesinatos. Hace tanto ruido en la Corte este caso que me ha parecido no indigno de ocupar lugar en estos avisos» (5 de julio de 1639).

* * *

«Don Diego de Pareja, caballero de la Orden de Montesa, hermano de don García de Pareja, que fue un poco de tiem­po valido del señor cardenal y duque de Lerma y embajador en Francia y Flandes, estando rezando como acostumbraba a deshora en la puerta de la Merced, a nuestra Señora de los Remedios, viendo cuidadosos dos hombres se levantó, al tiempo que le dispararon una pistola; diéronle en el pecho con una bala, que pasándole de ropilla quedó pegada a una imagen de papel de Nuestra Señora de los Remedios que tenía en el pecho. Los agresores están presos, el milagro col­gado en la capilla de la Virgen; la estampa y la bala llevaron a los reyes» (5 de julio de 1639).

Muy curioso el caso del rezo de rodillas (dice que se levantó) a las puertas de un templo, en la calle, segura­mente a alguna imagen que allí había o pensando en la que dentro se veneraba en su capilla. Lo de que «el mila­gro quedó colgado», quiere decir que se hizo una pintu­ra, en la que gráficamente se relataba el hecho y que este cuadro se colgó en la capilla en recuerdo y edificación de

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los que lo vieren. El convento de la Merced ocupaba lo que hoy es la plaza de Tirso de Molina. En cuanto a la Virgen de los Remedios, era de gran devoción en la época y con larga y conocida historia milagrosa.

* * -k

«Seis noches ha al duque de Alburquerque y conde de Oropesa paseando el Prado, los llamaron de un coche de mujeres, con quien iban hablando, cuando llegó una tropa de embozados a decirles que se quitasen del puesto; pasaron de las razones a las espadas, y de la pendencia resultó que­dar el señor conde de Oropesa herido con una bien dichosa estocada en la garganta, que ha sido de espanto más que de peligro. No se sabe de los agresores, y así hay bastante mate­ria en que esparcirse los discursistas» (12 de julio de 1639).

Curiosa noticia, especialmente por lo frecuentado del lugar y también por presentarse los agresores embozados, lo que muestra el posible deseo preconcebido de entablar contienda.

* * *

«Azotaron aquí a una mujer de buena cara, que ayu­daba a cierto capitán, su galán, a buscar soldados; con­ducía esportilleros con cosas de comer en la plaza, cerrá­balos con arte en una cueva; dejábalos sin comer hasta que sentaban plaza y tomaban paga; y de este modo ya tenía remitidos infinitos» (16 de agosto de 1639).

Se llamaban esportilleros a los muchachos que, con una esportilla, se alquilaban para trasportar comestibles o cosas compradas, hasta las casas de los que los tomaban. Según las noticias eran abundantes en el Madrid de entonces.

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«Doce días ha que está descubierta en el Convento Real de las Descalzas una imagen devotísima, que llaman del Milagro, por orden de su Majestad. Sacáronla el año pasado del claustro de las religiosas a la iglesia y se atribuyó a su intercesión la señalada victoria de Fuenterrabía: espé­rase que este año ha de dar nuevo y felicísimo suceso a las armas católicas de España» (30 de agosto de 1639).

Esta imagen, que tuvo en Madrid una gran devoción, se encuentra hoy expuesta en el retablo mayor de las Descalzas, sobre el ostensorio. Tiene en el interior del convento capilla propia, de gran interés y hoy visitable, que se construyó en los finales del siglo.

* * *V

«El día antes hicieron justicia de dos hombres por el pecado nefando. Otro tenían en capilla para sacar; pidió iglesia y suspendióse la ejecución hasta ver si hacía fuer­za. Están presos por el mismo delito nueve, y dicen han culpado a casi sesenta. Los más o todos gente baja» (21 de octubre de 1639).

Lo que se llamaba en la época el «pecado nefando» o crimine pessimo no era otro que la homosexualidad, que se castigaba con la muerte. Es curioso cómo el autor, Pellicer, hace recaer el pecado sobre «gente baja». Sin embargo, hoy sabemos que no sólo gente baja cometía tal «peca­do» y que también títulos de Castilla se vieron involu­crados.

* * *

«La noche de la boda del señor conde de Luna y la señora marquesa de Javalquinto, yendo el señor don Enrique de Benavides, hijo del señor conde de Santisteban, solo con una cadena rica, la emprendieron tres hombres,

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y, dándole algunas heridas que le obligaron a pedir con­fesión, cayó en el suelo, y, quitándole la cadena, escaparon con ella; está mejor.

También al mismo tiempo acuchillaron al señor don Juan de Cárdenas, hermano del señor duque de Peñaranda; quedó con una herida venturosa en el pecho, y de más susto que peligro» (25 de octubre de 1639).

Estas cadenas eran el obligado adorno de los caballe­ros de la época y ciertamente no todas eran de verdadero oro, que nunca -entonces tampoco- es oro todo lo que reluce. No sólo eran un adorno, sino que unos eslabones de estas gruesas cadenas servían para pagar alguna nece­sidad urgente que pillara con la bolsa vacía.

En cuanto a los peligros de la noche madrileña de la época están bien patentes.

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«Mejoró el señor marqués de las Navas y añaden que están presas ciertas damas hechiceras, y entre ellas algu­na de porte, que acaso le ocasionasen el irse muriendo» (1 de noviembre de 1639).

Curiosa noticia que demuestra lo arraigadas que esta­ban las creencias sobre maleficios y hechicería.

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«La mayor novedad que ahora corre es la prisión de don Francisco de Quevedo, que vivía en casa del señor duque de Medinaceli. Entraron don Enrique de Salinas y don Francisco de Robles, alcaldes de Corte, y, con gran silencio y secreto, sin que nadie de la casa pudiese presu­mirlo, se apoderaron de él. Sacóle don Francisco de Robles en su coche hasta la puente toledana donde esperaba otro

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de camino y ministros. Llevóle a San Marcos de León. Don Enrique recogió todos sus papeles y muebles y los llevó a casa de Josef González. El vulgo habla con variedad: unos dicen que era porque escribía sátiras contra la monarquía, otros porque hablaba mal del gobierno, y otros con más certeza, según me han dicho, aseguran que adolecía del propio mal que el señor nuncio, y que entraba cierto fran­cés, criado del señor cardenal Richelieu, con gran fre­cuencia en su casa. Hasta ahora no hay mayor luz» (13 de diciembre de 1639).

Tampoco se ha logrado esclarecer enteramente el pro­blema y aun hoy no se sabe a ciencia cierta la causa de lá prisión del célebre escritor. Su continuación en prisión después de la caída del conde-duque de Olivares da que pensar sobre la causa de la misma y hace posible que no fuese una mera cuestión política.

* * *

«Los reyes se entretienen en el Buen Retiro oyendo las comedias en el coliseo, donde la reina, nuestra seño­ra, mostrando el gusto de verlas silbar, se ha ido hacien­do con todas, malas y buenas, esta misma diligencia. Asimismo, para que viese todo lo que pasa en los corrales en la «cazuela» de las mujeres, se ha representado bien a lo vivo, mesándose y arañándose unas, dándose vayas otras; y mofándolas los mosqueteros. Han echado entre ellas ratones en cajas, que abiertas, saltaban, y ayudando este alboroto de silbatos, chiflos y castradores, se hace espectáculo más de gusto que de decencia. El rey, nues­tro señor, reparte los aposentos a grandes por sus turnos» (14 de febrero de 1640).

Para saber cual fuera la situación de las distintas loca­lidades de los teatros véase lo que en capítulo anterior quedó dicho; en cuanto al suceso nótese cómo el propio

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colector de las noticias, pese a su cortesianismo, censura, aunque sea para nosotros levemente, muy fuertemente para la época, el capricho real.

* * *

«Tenemos dos casos dignos de escritura, una depen­diente de otro. A una dama de esta Corte, con benepláci­to de su marido, galanteaba un señor que hoy está sir­viendo al rey en sus armadas, desde allí cuidaba de todo su regalo y comodidad. En su ausencia, otro señor de acá entró en su casa dándola muchas joyas e intereses; esto llegó a noticia del ausente y una noche entraron en casa de la dama ocho embozados y, después de haberla mal­tratado a ella y a su marido, la fueron pidiendo por una lista las joyas y vestidos que les pareció y se los llevaron. Resultó de este hecho que con voz de hurto, por no sé qué indi­cios, prendieron a don Gregorio Altamirano y a don Pedro Portocarrero, herm ano m enor de don Antonio Portocarrero, del hábito de Calatrava, y con esa voz están en la cárcel, si bien a todos les consta su inocencia y de la pasión de quien los ha culpado; y se tiene por cierto que saldrán bien del caso.

De éste se eslabonó otro, y es que yendo a visitar al Portocarrero el señor marqués de Gusano mozo, no se le dejó ver don Pedro de Espinosa, alcaide de la cárcel de Corte, y don Pablo de Espinosa, hermano del alcaide, se debió ade­lantar algo en las palabras, de suerte que, callando por entonces el señor marqués, le encontró después en la Puerta de Guadalajara y, llegándose al don Pablo, le dio un bofetón, y metiendo mano le hizo retirar a San Salvador, donde se guareció. El don Pablo está preso, y esto en este estado, sin saber más que avisar» (13 de marzo de 1640).

La Puerta de Guadalajara, ya entonces desaparecida, estuvo donde hoy sale a la calle Mayor la de Ciudad

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Rodrigo. La iglesia de San Salvador, también desapareci­da hoy, parroquia de las antiguas de Madrid, estaba en la misma calle Mayor, esquina a la que hoy se llama de los Señores de Luzón; en esa iglesia tenía sus reuniones el Ayuntamiento hasta que se construyó su Casa propia, y la actual plaza de la Villa, que estaba enfrente de San Salvador y en la que todavía no se había acabado la construcción de la Casa de la Villa, se llamaba entonces plaza de San Salvador. Corrió por tanto el don Pablo de Espinosa un buen trecho cuando su contrincante «metió mano», esto es, sacó la espada.

En cuanto a la existencia abundante de maridos con­sentidores habrá que dar la razón, a juzgar por noticias como ésta, al maldiciente conde de Villamediana, que tanto habla de toros y de cuernos.

* * *

«En la Encarnación, el miércoles de la octava del Santísimo yendo S.M. acompañando la procesión, se le puso delante un labrador cuyas voces oí yo, y le dijo estas razones: “Al rey todos le engañan: Señor esta monarquía se va acabando, y quien no lo remedia arderá en los infier­nos!/ El rey miró hacia el señor almirante y dijo que debía ser loco; el hombre replicó que la locura era no creerle, que allí estaba, que le prendiesen o le matasen; al fin le retiró la guardia» (19 de junio de 1640).

* * *

«Ayer lunes se corrieron los toros de Santa Ana, fies­ta votiva de esta Villa. Hubo en la plaza cuatro veces cuchi­lladas. Los toros fueron malos y cobardes. No hubo caba­lleros que toreasen, que es la cosa más nueva que se ha visto en tal fiesta» (30 de julio de 1641).

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Interesante noticia que anuncia la transformación de la fiesta de su forma antigua a la manera que hoy cono­cemos y que se efectúa en el siglo siguiente. La causa es precisamente la que incurre en esta fecha: la deserción de los caballeros de la fiesta, cuyos puestos son enton­ces ocupados por la gente de a pie, dando lugar al toreo moderno.

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«El sábado a 3 del corriente, ahorcaron en la plaza de Madrid al traidor Miguel de Molina, que tanto daño ha hecho a toda la Cristiandad. Concurrió a este espectácu­lo toda la Corte; la sentencia fue que le despedazasen cuatro potros, pero S.M. dijo que no quería que en su reino se introdujesen suplicios que no habían usado sus antecesores; así se redujo a horca y hacerle cuartos. Llevaba una barba muy larga, por las calles fue desmayado, al pie de la escalera cobró el aliento, dijo cuanto debía a la piedad de S.M. en darle muerte mereciéndola tan atroz; murió con valor y antes dio al padre Andrés Manuel, jesuíta, que le asistió en aquel trance, unos papeles que leyó en público, y contenían sus delitos. Era natural de Cuenca; de su vida y maldades se espera relación impre­sa» (6 de agosto de 1641).

Miguel de Molina fue famoso falsificador.

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«El día de San Mateo se puso la primera piedra del nuevo templo de la Encarnación Benita, que llaman de San Plácido, y que edifica el señor pro tono tario; púsola el señor obispo de Almería, electo de Badajoz, don Fray Josef de la Cerda, y hubo mucha solemnidad y concur­so» (24 de septiembre de 1641).

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El templo es el bellísimo del que ya nos hemos ocu­pado en estas paginas; el protonotario de que se habla era el de Aragon, don Jerónimo de Villanueva, persona muy cercana al rey, que hizo construir templo y convento en terrenos paredaños a su propia casa y a su costa. Curiosamente, emprendió esta fundación por deseo de la que fuera novia suya, una dama ilustre y noble fami­lia, una Cerda, como el propio obispo que oficia en la ceremonia. Esta dama descubrió, ya prometida a don Jerónimo, su vocación religiosa y quiso fundar conven­to en el que ingresar, haciendo de quien iba a ser su esposo el patrono de la fundación, lo que demuestra su habilidad femenina.

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«Hase continu ado la fiesta de la traslació n de Nuestra Señora del Buen Suceso, y mañana miércoles se corren toros delante del Hospital de la Corte, en la pla­zuela que llaman de la Puerta del Sol. Hase desemba­razado de los cajones y vendedores y se han hecho her­mosos andamios y tablados. Gobernará la fiesta la Villa; no lo ven los Consejos en forma por excusar las pro­pinas y gastos. S. M. se dice que asistirá de rebozo en un balcón que para ello está preparado» (1 de octubre de 1641). *

Resulta extraño para nosotros una Puerta del Sol que es preciso limpiar de los cajones de venta de los vende­dores para dejarla libre. En la esquina, entre las calles de Alcalá y Carrera de San Jerónimo, estaba el Hospital de la Corte, y esta iglesia renovada daba precisamente al frente de la plaza, entre las dos calles, en un frente mucho más pequeño que el actual, pues las calles citadas se prolongaban hacia lo que hoy es plaza, dejando ésta más pequeña. Iglesia y hospital duraron hasta la reforma

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y ampliación de la Puerta del Sol en 1851, en que fueron derruidos, pasando entonces a la calle de la Princesa, en edificio de Ortiz de Villajos, que se inauguró en 1868, en los amenes isabelinos, y que ha sido derribado habiéndose levantado en la manzana entera que ocupaba un gran edificio residencial y una iglesia, donde continúa expues­ta la Virgen del Buen Suceso, que con estas fiestas se trasladaba y cuyo culto e imagen ya venía, al menos, del siglo anterior.

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«En la comedia de Palacio, el sábado, tuvo un encuen­tro el señor marqués de Cerralvo, sobre tratarle de mer­ced don Jorge Manuel, portugués que llaman Vacallao; lle­garon a empuñar las dagas; prendiéronlos y ya están tan amigos y compuesta la materia» (19 de noviembre de 1641).

El tratamiento de merced, semejante al usted actual, era el tratamiento mínimo y vulgar, inaceptable en época tan protocolaria, por quienes tenían señoría. Muchos inci­dentes hubo y muchos podríamos traer aquí, y con más graves resultados que éste, por tal cosa que nimiedad pare­ce a nuestros ojos, pero que era algo grave e imperdona­ble para nuestros lejanos abuelos.

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«Merece memoria el tiempo, porque no se acuerdan de haberlo visto tan terrible de aguas los muy ancianos y ha mes y medio que día y noche no cesa con gran ímpetud y aún queda tan cerrado que no hay esperanzas de ver el sol» (7 de diciembre de 1641).

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«La torre de la iglesia de San Ginés, parroquia'&e esta Corte, que estaban derribando para fabricarla de nuevo, estando a los fines, cayó lo que faltaba y mató a tres per­sonas el jueves» (10 de diciembre de 1641).

* * *

«Antonio Rodríguez de Fonseca, portugués de nación y corredor de cambios, casado, con cuatro hijos, había algunos años que era devoto de doña M anuela de Montalvo, monja de Santa Clara, con dieciséis años de hábito, hija de Montalvo, boticario de la Inquisición. Sacóla por una ventana alta y una maroma y hásela llevado, con gran escándalo de la Corte. Y juntamente sesenta mil rea­les que le dio el señor Bartolomé Spínola, conde de Pezuela, para que los redujese a plata, y otros cincuenta mil de don Josef Strata, y a este tenor otras partidas menores, que lle­gan a catorce mil ducados» (17 de diciembre de 1641).

Bien conocida nos es la existencia, frecuente, de los que en la época se llamaron «galanes de monjas», que han dejado bastante huella en la literatura costumbrista de la misma. Acudían estos galanes al locutorio y a las fun­ciones de coro, tratando de ver a su señora de la que reci­bían pequeños regalitos de aguja y dulcería, a cambio de otros de imágenes y cosas de devoción que ellos le^ofrecían. Pero parece, al menos por lo que sabemos, que todo esto no pasaba de lo apuntado y era puramente platónico. En algunos casos, como el presente, la cosa pasaba a mayores.

La causa estaba en las muchas razones que en la época existían para que un mujer entrase en el claustro, entre las que no era la más frecuente la auténtica vocación, aun cuando la había. Y en muchos casos, este ingreso se rea­lizaba aun en contra de la voluntad de la interesada. Esto explica suficientemente tales corruptelas. En cuanto al encargo de «reducir a plata» se refiere a cambiar en plata

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moneda de vellón, esto es, de cobre, que muy depreciada entonces había que dar un premio, ahora diríamos una prima, para lograr tal cambio.

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«Empezando por los sucesos de Madrid, sólo hay de novedad que el sábado día 22 de éste se mudó a la iglesia nueva del Caballero de Gracia, de religiosas franciscas descalzas, el Santísimo Sacramento, sea para siempre loado; habiendo sido el primer templo de los que se están fabri­cando en esta Corte que se ha acabado. Estas son las igle­sias parroquiales de San Ginés, San Miguel y Santa Cruz y las conventuales de los Premostratenses, Santo Tomás, San Plácido y Nuestra Señora de las Maravillas» (25 de febrero de 1642).

Ese nuevo templo inaugurado desapareció y nada tiene que ver con el oratorio, posterior, del mismo nom­bre. Queda San Ginés, pero San Miguel y Santo Tomás también fueron demolidas, así como los Premostratenses, vulgo Mostenses, convertido en mercado. Queda San Plácido, afortunadamente, y sólo la iglesia, hoy parroquia, del antiguo convento de las Maravillas, aun cuando la Virgen de este nombre no está en esta parroquia, que lo que expone es una copia del original, que se venera en el nuevo convento de las Maravillas, en los comienzos de la calle de Príncipe de Vergara.

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«El sentimiento de la ausencia de rey (Dios le guarde) fue tal en la reina nuestra señora que tuvo un accidente de cuidado y obligó al rey a venir el sábado a verla. Entró a las nueve de la mañana y volvió a la noche de Aranjuez, donde hoy está aguardando que acabe de juntarse la gente

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y el ejército. Dicese que ha mudado de resolución y que va a Cuenca, que hace frente a entrambos reinos de Aragon y Valencia, para desde allí obrar lo que conviniere. Las cosas han dado lugar a que el señor conde-duque y otros ministros salgan. Entiéndese que por toda esta semana será posible que se detenga más, porque con un rumor que ha corrido de la baja del vellón, los mercaderes ven­den de mala gana, y en esta ocasión se han enriquecido, porque los precios se han subido de forma que vale todo el doble. El terciopelo pasa a 80 reales, el tafetán doble a 26, el sencillo a 11, la rasa de Segovia a 30, y a este tono todo lo demás. El lienzo anda por las nubes, y finalmen­te, aun los bastimentos, con ser un año tan fértil, no se hallan, y para llevar 100 reales de plata son menester 280 reales de vellón por lo menos» (6 de mayo de 1642).

La salida del rey era debida a que se preparaba el ejér­cito que había de ir a someter a Cataluña, que se habíá levantado. El accidente de la reina no tiene el valor que hoy le damos, sino que es una enfermedad, no una causa vio­lenta. Nótese cómo las alteraciones del valor de la moneda, que se realizan en la época como sistema de soluciones eco­nómicas, causaba grandes daños en la economía y también cómo estas valoraciones habían depreciado el vellón, esto es, la moneda de cobre, valiendo en consecuencia menos de lo que debiera el cambio de plata. El llamado terciopelo doble era de pelo más largo que el usual.

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«La noche misma de San Juan mataron desdichadamente a don Gabriel de Solórzano, hijo segundo de donjuán de Solórzano, del Consejo Real de Castilla y de Indias. Era mozo de lindos estudios y caballero de Calatrava. Hirieron también de peligro a don Femando de Solórzano, su hermano mayor, caballero de Santiago, que los hallaron juntos, y fue

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sobre quitarles las capas. No es creíble lo que estos días ha habido de estos insultos cometidos por los soldados o a su sombra por otros, pues en tanto grado que ni hay que comer, porque de miedo no vienen provisiones a la Corte, temien­do estos excesos; y los embargos también ayuda la voz que corre de que se baja la moneda, causa de que ni se venda nada ni se hallen bastimentos en la Corte. Murió, otrosí, doña Paula Charquias, mujer que merece recuerdo, por haberse hecho famosa por los pozos de la nieve, cuya obligada era y en cuyo ejercicio se ha enriquecido» (1 de julio de 1642).

Los robadores de capas, los «capeadores», fueron una plaga de la época y aun de los siglos siguientes, llegándo­se a matar por robar una capa. Ya hemos hablado de los daños que ejercía la perniciosa costumbre de acudir al remedio de alterar los precios de la moneda. En cuanto a los Charquias también nos hemos referido a ellos en su lugar y a los pozos de la nieve, su función y su situación.

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«El señor donjuán de Austria se mudó de la Salceda, donde estaba, a la casa de la Zarzuela, cerca de Madrid, ya con la Cruz de San Juan en el pecho. Hase hecho un papel que llaman etiqueta acerca del modo de su tratamiento; llá- manle de Serenidad por ahora. Procuraré saber el papel y remitir copia, que no hay duda que será curioso y para verse» (5 de agosto de 1642).

Este donjuán de Austria era el hijo natural del rey Felipe IV, que tuvo en la cómica María Calderón, la Calderona, que ya había pasado a un convento. El hijo fue reconocido poco antes y aquí le vemos con sus primeros honores, el hábito de la Orden de San Juan de Jerusalén y el tratamiento de Serenidad, aposentado en el palacio de la Zarzuela.

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«Ha sucedido estos días un caso que tiene escandali­zada la Corte por el hecho y las circunstancias. Este fue el robo de la hija de un tratante de lienzos, muy rica y con treinta mil ducados de dote. Hízole un hermano de la madrastra de la novia que, desahuciado de que se la die­sen por mujer, intentó la fuerza, y acompañado de amigos con armas de fuego y un coche de cuatro muías, llegó a la casa y, armando de noche una pendencia, saliendo a la tienda la moza y la madrastra, la cogieron y, metiéndola en el coche, dispararon pistolas para atemorizar a la gente y que no los siguiesen. Corrió el coche muchas calles de Madrid, dando por todas grandes gritos la robada, de suer­te que todos creyeron según el aparato y estruendo que sólo algún gran señor podría atreverse a caso semejante^ tan violento. Pasaron en la casa prevenida, donde la moza dicen se defendió con arte del hombre, diciendo que supuesto que había de ser su mujer no quería parecerlo hasta estar desposada. Hizo una cédula, y a la mañana por el rastro de un notario del vicario cogió al agresor y a otros dos cómplices el alcalde don Enrique de Salinas. Están en la cárcel y se entiende que los ahorcarán el jueves; y por ahora no se habla sino de esto y de dos mujeres que han muerto a manos de sus maridos por adúlteras; el uno pin­tor y el otro bodegonero» (28 de julio de 1643).

* * *

«Han sucedido estos días algunas muertes desgracia­das; Ochoa de Samaniego y Lezcano, oficiales de la Contaduría de Mercedes, siendo muy amigos, sobre cier­tas diferencias de su oficio se desafiaron y quedó Lezcano muerto. D onjuán Enriquez, sobre haberle faltado cator­ce reales en una partida de dinero que le pagó el cajero de Alejandro Palavesín, le trató mal de palabra y, no conten­to, le esperó al salir de su casa y, queriendo matarle, quedó

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el Enriquez muerto. También de Valencia han avisado que allí degollaron a Iñigo de Velasco, un comediante de opi­nión porque olvidado de la humildad de su oficio, galan­teaba con el despejo que pudiera cualquier caballero» (25 de agosto de 1643).

Curiosa la causa por que fue muerto el cómico y que hoy nos suena como de imposible sucedido. No era, como claramente se ve en la noticia, así en su momento, sino que se tenía por razón muy suficiente. Téngase en cuenta que los cómicos y representantes eran tenidos por muy poco, aun cuando fueran de «opinión», esto es de fama, y hasta se les negaba la tierra sagrada para sus restos.

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«Ha sucedido estos días un caso que por bobo es de los más raros que aquí se han visto, y es que está preso en la cárcel de Corte don Manuel Pereira, portugués rico, por acumularle fue cómplice en la muerte de un Joaquín de Riaza, portero del Consejo de Indias. Éste salía en con­fianza algunas veces, y habiéndole estrechado esta per­misión con las de los demás, por haber llegado a la noti­cia de los alcaldes, el don Manuel pidió a un escribano de provincia, llamado Ribero, que le hablase al alcaide para dejarle salir. No lo consiguió y el escribano dicen que por cien ducados le dio un mandamiento de soltura falso, el cual dio el don Manuel al alcaide don Pedro de Espinosa, diciendo que aunque le tenía no quería salir por convenirle estar en la cárcel para sus negocios; con lo cual salía y se venía a dormir a la prisión. Encontróle una noche don Jerónimo de Lecama, alcalde de Corte, y vien­do estaba preso llevóle a la cárcel y, llamando al alcaide, pre­guntó cómo salía aquél preso; mostró el mandamiento de soltura y, hallando ser falso, prendieron al alcaide, escri­bano y un escribiente, y a un pasante de Pablo de Vitoria,

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letrado. Dieron tormento al portugués y al escribiente, y se entiende se le darán al alcaide y al escribano, y es cosa que aquí ha hecho mucho ruido.»

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«Marcos de Encinillas, aposentador de Palacio, y un hombre muy bien recibido en él y querido por los reyes, mató de noche a su mujer y se huyó a sagrado. Dicen que tuvo celos de un enano de Palacio y que por la mañana le aguardó para matarle. Pero sucedió que, habiendo madru­gado el príncipe nuestro señor para ir al campo, había ido con su alteza, conque escapó, si bien la voz universal es que la difunta era una santa, y que murió inocente de las sos­pechas» (1 de diciembre de 1643).

He aquí cómo una de esas figurillas ridiculas, retratadas tan sabiamente por Velázquez, dio celos suficientes y al parecer sin causa, para que este hombre matara a su mujer y de cómo el azar de una cacería salvó la vida del inocente bufón palaciego que había despertado el drama. Acogerse a sagrado es, naturalmente, refugiarse en un templo o lugar sagrado a fin de eludir la acción de la justicia.

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«No hay más que avisar de que se ha dado llave de ayuda de cámara a Diego de Velázquez, que dicen es hoy el mayor pintor de España, y en esta pascua de reyes no entiendo hay otras mercedes conformes a las de otros años» (5 de enero de 1644).

La noticia de la merced concedida a Velázquez es muy sabida, pero es más interesante ver cómo, en su época, ya se reconocía al gran pintor su extraordinaria valía artística.

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«En lo que más se habla ahora en Madrid es en las leyes que se han puesto a comedias y a comediantes. Hanse hecho a instancia de don Antonio de Contreras, del Consejo Real de Castilla y Cámara. En primer lugar que no se pueden representar de aquí en adelante de inventi­va propia de los que la hacen, sino de historia o vidas de santos. Que farsantes y farsantas no puedan salir al tabla­do con vestidos de oro ni de telas. Que no pueda repre­sentar soltera, viuda, ni doncella, sino que todas sean casa­das. Que no se puedan representar comedias nuevas nunca vistas, sino de ocho en ocho días. Que los señores no pue­dan visitar comediante alguna arriba de dos veces. Que no se hagan particulares, si no es con licencia firmada del señor presidente de Castilla y de los consejeros. Y que los representantes no reciban en sus compañías otras actoras que aquellas que tengan acreditada su honestidad y buen proceder» (1 de marzo de 1644).

Como puede suponerse, esta ordenanza, como tantas otras de la misma época y parecida índole queda en casi su totalidad en agua de borrajas. Cuando dice vestidos de «telas» se debe entender de tejidos ricos pues es, en esta parte, una más de las ordenanzas de corrección de lujos. Nótese la diferenciación, muy corriente en la época, entre soltera y doncella, la primera era una situación equívoca e indicadora de la liviandad de quien la llevaba, pues no podía titularse «doncella», Ya en ocasión anterior nos refe­rimos a los «particulares», funciones en las casas, que naturalmente, continuaron haciéndose.

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«No son pocas las novedades que han sucedido en estos ocho días. Sea la primera la prisión de don Jerónimo de Villanueva, caballero de la orden de Calatrava y comen­dador de Santibáñez en la de Alcántara, protonotario que

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fue de la corona de Aragon y uno de los consejeros de capa y espada, hoy de los consejos de Guerra e Indias y secreta­rio de Estado de la parte de España y Flandes, por cuya mano corrieron los mayores negocios de esta monarquía. Prendióle la Santa Inquisición, precediendo para ello algu­nas consultas que hizo en su mano solamente el señor don Diego de Arce y Reynoso, inquisidor general. La pri­sión la hicieron donjuán Ortiz de Zarate, inquisidor de la Suprema, y el inquisidor Celaya, que lo es de Córdoba. Fue el miércoles 31 del pasado a las dos, poco más de la tarde; halláronle durmiendo la siesta; desmayóse al noti­ficarle el decreto. Sacáronle en su coche, yendo dos secre­tarios que fueron Juan de Eraso y Jusepe Riber, con los inquisidores. Cerca de los molinos de San Isidro esperaron otros dos en muías y, habiendo venido, partió con él para Toledo el inquisidor Celaya con sus ministros. Allá le reci­bió el inquisidor Santos de San Pedro, que vive en la cár­cel secreta donde, habiéndole desarmado y registrados sus vestidos, le metieron en uno de aquellos estrechos aposentos, permitiendo le llevasen una cama muy mode­rada; ¡raro ejemplo para un ministro que manejó et gobier­no de tantos reinos!

La causa de su prisión todos dicen sea aquel caso del monasterio de San Plácido, y que tanto ruido ha hecho en el mundo, cuya iglesia edificaba desde sus cimientos el preso, y junto a ella había labrado una grande casa. Muchos añaden que del convento sacó la Inquisición también aque­lla noche a doña Teresa de la Cerda, que era abadesa per­petua, y otras tres religiosas. Mas esto no se sabe cierto y dicen que de Valladolid han salido inquisidores para hacer otras prisiones. Mas como este Santo Tribunal procede en semejantes casos con tanto acuerdo y secreto, si no es que nos da a ver en público, yo no lo creo. Lo cierto es que al pro tono tario no le han embargado sus bienes y que el mismo día de su prisión y el siguiente le llegaron pliegos

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de Su Majestad de negocios de mucha importancia y los abrió el secretario Josef Navarro de Echarren, su oficial mayor de la parte de España» (6 de septiembre de 1644).

Cerramos nuestra muestra de noticias de la época con esta un tanto misteriosa, que bien pudiera ser relaciona­da con ciertos sucesos acaecidos en el convento de San Plácido y que rozan y se entremezclan con la leyenda y ten­drán por tanto mejor cabida en otro de los volúmenes de esta colección. Pero también ciertos detalles de la noticia hacen sospechar que se trata de una detención y un pro­ceso político, relacionado con la caída de don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a cuya facción políti­ca pertenecía el protonotario. Ύ aun quizá que para mejor servicio se mezclaran ambas cosas.

En cuanto al papel de don Jerónimo de Villanueva en la fundación de este existente y encantador convento madrileño, ya nos hemos referido poco antes.

Sea cualquiera la razón profunda y última, es bien cier­to que el convento propietario de esta pequeña y bellísi­ma iglesita tiene, y más de una vez, que mezclar su propia historia a la de sucesos maravillosos que, andando el tiem­po, habrían de hacer que se desperdigara por varios monas­terios de Castilla la comunidad de éste y al menos una buena parte de ella, con su priora y fundadora incluida.

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RESUMEN Y ACLARACIONES PARA UNA ETAPA MADRILEÑA

Hemos realizado un repaso a una etapa histórica de Madrid que se corresponde indudablemente con un pe­ríodo de decadencia española: decadencia económica, especialmente, y también decadencia de poder, quizá íntimamente ligada a la anterior y en buena parte su consecuencia.

Pero esta decadencia nacional se refleja en Madrid de forma muy especial, puesto que en medio de ella la etapa supone para nuestra Villa su superación histórica y, como hemos visto, el momento decidido de su crecimiento des­medido. Y también, porque esta etapa coincide con un momento cultural español que tiene en Madrid una reper­cusión extraordinaria y poco frecuente, no ya en otras ciudades de España, sino en el mundo entero, aunque la frase pueda parecer presuntuosa, pero ¿qué otra ciudad puede decir que en un momento mismo de su historia anduvieron por sus calles y pudieron encontrarse Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Góngora y Velázquez?Y esto citando sólo a los genios, a las cabezas indiscuti­bles, y dejando en el silencio a otras docenas de escrito­res, pintores e imagineros que harían la gloria de muchos pueblos del mundo.

Sí, ese esplendor del arte cabe sólo a Madrid y ni siquie­ra Madrid lo recuerda y lo valora como debiera, porque

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nuestra ciudad, y de ello tendremos obligadamente que ocuparnos, nunca reclamó para sí el valor de sus propias e indiscutibles glorias.

En las circunstancias que le tocó a la Villa y Corte vivir, los resultados pudieron, y hasta estaríamos dis­puestos a decir que debieron, ser mejores. No vale la pena jugar a futuribles, siempre divertidos, aunque perfecta­mente inútiles en historia; pero es indudable que nuestra Villa no supo aprovechar su propio momento y que, quizá en mejor situación económica nacional, sabiendo verda­deramente en 1561 que la capitalidad tan misteriosamente ganada iba a ser permanente, el Madrid que se hubiera creado habría sido muy distinto del que hemos recordado someramente en estas páginas. Quizá faltó una voluntad política distinta, dirigida de otra manera y con otra elec­ción de objetivos.

Es lo cierto que, sea como sea, el resultado no está a la altura de las posibilidades existentes, de lo que quizá^btra Villa y otras gentes hubieran sabido lograr.

La realidad por tanto se impone claramente como balance de este período en el que sobre el trono de España se sentaron los reyes de la Casa de Austria: la escasa ven­taja que tuvo para Madrid el ser teatro y escenario de la his­toria de estos siglos.

El hecho de que los sucesos que hemos recordado se produjesen cuando nacía en el mundo un nuevo concep­to de Estado, con otros medios y otros sistemas, tiene tam­bién su importancia, porque incide gravemente sobre cuanto llevamos dicho.

Si el lector ha recorrido atentamente las páginas que anteceden, habrá llegado aquí con la clara sensación de que a Madrid no se le ha dado nada en este período; de que si logró algo, mucho menos que otros lugares y desde luego mucho menos de lo que merecía por su esfuerzo y su sacrificio, fue a su propia costa y sin regalo ni donación.

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Esto que sucedió hasta aquí seguirá sucediendo a lo largo de la historia de Madrid sin excepción, y continúa sucediendo en los tiempos actuales. Ayer, como hoy, cuan­do Madrid precisa algo lo termina pagando con los propios impuestos y gravámenes que se arrancan del fondo de las bolsas de los madrileños. Sisa sobre el vino, blanca de la carne o cargo sobre el agua, pero sin ayuda ajena, como tantas veces se ha dado por hecho y se ha hecho entender, quizá por los que hubieran sabido gobernarse mejor.

Esto es lo más duro que encontramos en el tiempo que nos ha ocupado en este trabajo, tiempo por otra parte importante y hasta decisivo para la historia de la Villa de las Siete Estrellas, porque es el momento en el que alcan­za su silueta decisiva, el trazado esencial de su plano, y toma la fisonomía con que a pesar de todas las transfor­maciones ha llegado hasta nosotros.

Madrid es lugar bien curioso y, aunque sea nuestra ciudad y la de nuestras dedicaciones, no por ello dejamos de ver sus defectos y entre ellos el más grave, el mayor, el que ya habrá el lector entrevisto en las páginas anteriores y que es el momento de reconocer paladinamente: Madrid es, ciertamente, una ciudad autófaga.

Sí, Madrid se devora a sí misma, incansablemente, glo­tonamente, continuadamente, a través de los siglos. Y va así acabando consigo y con su propia esencia, como sin darse cuenta, como si autodestruirse fuera una ocupación honrosa y útil.

Es cierto que todas las aglomeraciones urbanas del mundo perdieron, de una forma o de otra, parte de lo que fuera su riqueza histórica y monumental, pero no en la cantidad con que supo hacerlo Madrid. Repásese lo que hasta aquí hemos escrito, cuéntese que no se ha recogido sino una pequeña parte de lo perdido, recuérdese cómo tantas veces, tras la mención de un palacio, de una igle­sia, de un convento hemos tenido que añadir el terrible

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«desaparecido», y con ello sólo quedara bastante justificado nuestro pensamiento.

Pero tampoco es todo esto, sino que hay más; porque si otras ciudades perdieron buena parte de lo que debie­ran haber conservado, la causa estuvo la más de las veces en imponderables que los naturales de ellas no pudieron evitar: guerras, terremotos, incendios masivos. Estos sue­len ser, por todas partes, los orígenes de la desaparición de algo que por ser parte propia debería ser muy querido. Pero en Madrid no, en Madrid desaparecen los edificios y los monumentos simplemente porque los madrileños los derribamos, alegremente, tranquilamente, para, eso sí, en su lugar, hacer algo tan importante como una plaza, o levantar una linda tarta arquitectónica. v

No pasamos a los ejemplos, porque volveríamos a empezar este libro. Baste decir que en los finales del sigloXIX los madrileños derruimos la iglesia de Santa M^ría la Mayor, que pertenecía a los primeros años de la recon­quista de Madrid y que quizá fuera una adaptación de la vieja mezquita árabe de la almudena madrileña. Sea sufi­ciente recordar que, ya en este siglo, los madrileños derri­bamos, a golpe de piqueta, el colegio de las Niñas de Leganés, fundación de los comienzos del siglo xvn, con buena arquitectura y excelentes pinturas de Alonso del Arco, y lo derribamos para algo tan importante como cons­truir una de esas horribles casas de la Gran Vía de las que nos hemos ocupado con detención en otro trabajo, anali­zando su pobreza artística general. Y la que ocupó este lugar no era de las mejores.

A punto hemos estado los madrileños, hace apenas unos años, de destrozar medio Madrid, con plano urbano del siglo XVII y numerosas edificaciones importantes, car­gadas de historia, para hacer otra Gran Vía que quizá hubiéramos logrado conseguir peor que la existente, en una superación difícil.

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Parece que la opinión pública empieza a comprender que esta histórica manera de obrar no es precisamente la más indicada para una buena política de conservación local, pero todavía se puede temer de Madrid cualquier alegría que borre de su plano un monumento histórico o que altere gravemente su perfil.

Resultaría interesante averiguar la causa de que tenga Madrid esta vocación suicida. Pensando en ello encon­tramos que puede haber varias. Una pudiera ser la mala memoria de los madrileños, que somos dados a olvidar pronto y especialmente volcados a despreciar lo propio, por conocido, deslumbrados por lo ajeno, atraídos por la nove­dad. Pero tras todo esto, muy real, quizá esté otra causa más profunda: el hecho de que Madrid sea, a diferencia de todas las ciudades del reino, una villa gobernada habi­tualmente por forasteros.

Porque es curioso observar cómo los madrileños nunca gobernaron a esta Villa del Oso y del Madroño o si algu­na vez un madrileño ocupó los puestos claves de la direc­ción política local lo fue por muy breve tiempo, y desde luego asistido y acompañado de quienes no habían naci­do en Madrid. Repárese la nómina de los alcaldes y con­cejales madrileños que lo fueron simplemente en el últi­mo siglo y se verá hasta qué punto nos asiste la razón.

Claro que esto no hubiera podido ser así en ninguna otra ciudad española donde la presencia no ya de un alcal­de, como es tan frecuente en Madrid, sino de un concejal forastero no hubiera sido admitida; pero es moneda usual en Madrid, donde todo vale y donde nunca se le pregun­ta a nadie de dónde viene, porque Madrid de todos fía.

Es cierto que en Madrid siempre hemos sido minoría los madrileños, pero esto tiene una causa que nos parece simple, pues la gran atracción de forasteros a nuestra Villa se determina por la presencia en ella de la Corte de las Españas. Y otra vez nos encontramos, por otro camino,

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con un nuevo inconveniente en el hecho de que Felipe II quisiera traer a nuestra Imperial y Coronada Villa, la Corte y cabecera de sus multiples reinos.

Otro punto nos interesa tratar antes de dar fin a estas líneas; y, aunque nos ocupemos de él en último lugar, no es por ello menos importante, antes bien, lo estimamos indispensable en un trabajo de esta índole, especialmen­te pensando en los que no son especialistas de historia, que es precisamente a quienes va dirigida nuestra intención.

Hemos recordado otras épocas y otras costumbres, otros modos de vivir y de obrar, muy distintos a los nues­tros, y ello podría ser ocasión de que se sacaran de la obli­gada comparación conclusiones inexactas. Algunas cosas de las que hemos visto nos causaron extrañeza, otrgs nos resultaron incluso incomprensibles; pero todas, unas y otras, las que nos parecen más aceptables y las que chocan con nuestra sensibilidad personal, no podemos mirarlas y juzgarlas con los ojos y la mentalidad de nuestro tiempo, pues llegaremos entonces a juicios que no tienen base real, a conclusiones que, por muy lógicas que nos parez­can, están enteramente fuera de la verdad.

Nadie es de esperar que censure a nuestros lejanos abuelos de la época que hemos tratado de evocar por care­cer de cuartos de baño en sus domicilios, pues todos com­prenden que entonces tales dependencias caseras no exis­tían y hasta que eran imposibles por falta de agua que llevar a las casas en cañerías como hoy. Pero en cambio es posible que sí haya censura ante su escaso amor a la ven­tilación, sin pensar que se carecía de la calefacción de hoy y que ese escaso calor conseguido era hasta esencial para la vida misma.

No creemos que ningún lector eche de menos en el Madrid de aquella época la electricidad o el automóvil, porque bien saben todos que corresponden a tiempos muy posteriores, pero es posible que se tache de excesivamen­

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te devotas a sus gentes, sin pensar que lo mismo que ellas no pudieron sospechar nunca que llegara a existir la tele­visión -que de haberla visto les parecería cosa de brujería- sí sentían una religiosidad que era parte de su formación, de su ambiente y de su propia sociedad, que estaba en todo, en Madrid como en todo el mundo, dentro y fuera de España, y que no era fácil sustraerse a un sentido como el religioso que llegaba a impregnar la vida misma.

Quizá para algunos resulte excesiva esta devoción y este sentido de lo sobrenatural, así como acudir a Dios y a los santos para la resolución de todos los males y espe­ranza de todos los bienes. También habrá que comprender que no existían otros caminos para expresar el deseo de seguridad en el porvenir y en el futuro del hombre, que es algo inherente a la especie humana. Otros caminos, polí­ticos, sindicales y sociales, no existían y como la televisión y la electricidad, hubieran sido tomados por cosa de bru­jas. La lluvia se pedía a los pies del patrono y los signos del cambio de tiempo no se tomaban del satélite «Meteosat», sino de cuando se cubrían, allá en la lejanía, los montes de Toledo.

Es posible que las abismales distancias que separaban a las clases sociales, los exagerados tiquismiquis del tra­tamiento, asombren a alguien y hasta le parezca absurdo. Debe recordarse que para que se llegara a pensar en la igualdad entre los hombres faltaba aún mucho tiempo, siglos todavía. Que las comunicaciones de los siglos xvi y XVII no se efectuaban por vía satélite, sino a lomos de caba­llo, cuando se llegaba a la mayor rapidez, y que simple­mente entre Madrid y El Escorial había una jornada justa de viaje.

Resulta imprescindible comprender y asimilar entera­mente todas estas diferencias entre nuestro tiempo y el pasa­do, para poder comprender que no podemos juzgar tan ale­gre y fácilmente como tantas veces lo hacemos y que, desde

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nuestra aparente y boba superioridad de hoy, no podemos mirar a los que antes fueron con ese desprecio infinito y lejano con que frecuentemente lo hacemos. Hemos de ser modestos y reconocer que muchas cosas de estos siglos pasa­dos no se superaron; que Lope de Vega sigue siendo Lope de Vega, pese a todos los movimientos poéticos posteriores; que el Quijote continúa siendo un modelo del bien decir en noble castellano, por mucho que nos atrevamos a prostituir nuestro rico, bello y sonoro idioma que tantos hombres de hoy no saben manejar con la soltura de entonces; que Velázquez sigue siendo una cumbre de la pintura universal y «Las Meninas», que aquellos hombres llamaban «La Familia de Felipe IV», es uno de los hitos de la pintura de todas las épocas y de todos los países. Quizá nos conviene recordar esto con frecuencia para que no nos equivoque un mal entendi­do adelanto técnico en el que, por otra parte, la mayoría de nosotros no tuvo intervención alguna.

Es posible que resultase mucho más divertido lo que diría de nuestro tiempo un hombre de aquellas épocas y sería interesante saber cómo juzgarían nuestras costumbres Cervantes o Lope, Quevedo o Velázquez, Tirso de Molina o donjuán Ruiz de Alarcón.

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Lo deseable, en definitiva, es que estas páginas, caren­tes de toda pretensión, que nada nuevo pretenden descu­brir, hayan interesado a alguien en el tema madrileño, le hayan descubierto al lector algún rincón viejo de la Villa, de la Noble Villa de Madrid.

Vienen estas páginas a formar un breve y escueto resu­men de la historia madrileña en su primera parte, que quizá algún día se complete con su natural segunda parte, «El Madrid de los Borbones», que vendría a cerrar el ciclo total, al menos de una forma abreviada.

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Hemos intentado esbozar un apunte de lo que fuera la Villa en otros siglos lejanos y anteriores, de los que ape­nas algunas breves apoyaturas nos sirven para la evocación y el recuerdo; hemos pretendido sobre todo expresar el amor a esta ciudad entrañable, llena de encanto secreto, pese a todas las dificultades de la gran urbe que ella no quiso ser. No nos quejemos demasiado si el propio éxito nos llegó a molestar, porque así, contradictoria, impen­sable, varia y distinta, es la Muy Leal, Muy Noble, Muy Heroica, Imperial y Coronada Villa de Madrid, Corte de los Reyes de España. Madrid, la Noble Villa.

Armauirumque
Armauirumque
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BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL DE MADRID

Acometer la tarea de ofrecer una bibliografía madrile­ña, o de libros sobre Madrid para aficionados que se enfren­tan por vez primera con el tema, resulta -si se quiere lograr medianamente el empeño- algo de muy difícil consecu­ción, aparte la obligada subjetividad de la selección que comporta. Y es difícil por el desmesurado tamaño que ha logrado alcanzar el tema. Recuérdese que, en 1967, el Instituto de Estudios Madrileños editó la Bibliografía de Madrid y su provincia, de nuestro llorado amigo y compa­ñero José Luis Oliva Escribano, que supone el primer intento serio, y hasta ahora el único, que se ha realizado hasta la fecha. Pues bien, los dos gruesos tomos de dicha obra reunían un total de 12.730 fichas de otras tantas publicaciones dedicadas a Madrid.

Si sobre ellas añadimos las que obligadamente faltan en el trabajo, como en todas las obras de esta índole, y por otra parte los muchísimos títulos que han aparecido en los últimos dieciséis años, que han sido además abundante­mente pródigos en la edición de libros madrileños, nos encontraremos con cifras que exceden la capacidad del coleccionista particular.

Nuestro propósito, al preparar esta brevísima biblio­grafía, ha sido el de mera orientación del lector que llega al tema por vez primera o que no tiene, al menos, ni una colección especializada, ni tampoco un conocimiento pro­

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fundo. Para él, creemos que puede ser muy útil este breve número de volúmenes en que hemos recogido obras gene­rales que nos parecen las que pueden prestar mayor utilidad y también algunas, con una intención monográfica, pero que están muy relacionadas con las páginas que anteceden.

Sabemos por adelantado que la selección, que a nos­otros nos parece aceptable, no lo será tanto para algún especialista, repetimos que en todo intento de esta índo­le tiene forzosamente que existir un margen grande de subjetividad que es imposible soslayar. Por otra parte, per­dónesenos que, entre los libros que anotamos, figuren algunos títulos propios, quizá por ser los que natural­mente conocemos mejor.

Como verá el lector, no hemos tenido inconveniente en incluir en la relación obras que tienen un siglo o más de antigüedad. Lo hacemos por tratarse de obras verdadera­mente fundamentales que, pese a su antigüedad, son de fácil consulta en bibliotecas y que, además, han tenido reciente­mente ediciones facsímiles modernas que las han vuelto a lle­var, a través de los años, a los escaparates de las librerías.

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