"El libro de Stone", Jonathan Papernick (Kailas)

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     El libro de Stone  ítulo original: The Book of Stone

    © 2014, Jonathan Papernick © 2016, Kailas Editorial, S. L.

    Calle utor, 51, 7. 28008 [email protected]

    © 2016, traducción de Carlos Ossés orrón

    Diseño de cubierta: Rafael Ricoy Diseño interior y maquetación: Luis Brea Martínez 

    ISBN: 978-84-16523-17-7Depósito Legal: M-10.860-2016

    Impreso en Artes Gráficas Cofás, S. A.

     odos los derechos reservados. Esta publicación no puede serreproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitidapor un sistema de recuperación de información en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico,magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin elpermiso por escrito de la editorial.

     www.kailas.es www.twitter.com/kailaseditorial www.facebook.com/KailasEditorial

    Impreso en España – Printed in Spain

    KF15

    Este libro es una obra de ficción. Los nombres, personajes,empresas, organizaciones, lugares, acontecimientos e inciden-tes, son producto de la imaginación del autor o se utilizan demanera ficticia. Cualquier parecido con personas reales, vivaso muertas, eventos o lugares, es pura coincidencia.

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     A mi padre,que siempre me recuerda que

    soy un tipo afortunado.

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    «Qué falso resulta el libro más profundocuando se aplica a la vida real».

     William Faulkner, Luz de agosto.

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    M

    S los ojos y dirigió la miradahacia la calle. Los transeúntes avanzaban lángui-damente por parejas o de tres en tres, envueltos en

    una neblina de color amarillo pálido, como si susmovimientos estuvieran limitados por una fina gasa que apenasresultaba perceptible. El susurro de la brisa sobre su rostro hizoque sus pensamientos se sumieran de nuevo en su propio cuerpo,en su agitado corazón convulsionándose en una repentina y dis-cordante sacudida que lo dejó sin aliento. Las mangas de la togade su padre le colgaban por debajo de las muñecas y se agitaroncomo si fueran alas cuando se inclinó sobre el oxidado pasama-

    nos mientras, cinco pisos más abajo, la calle cobraba vida con suensordecedor bullicio. Un autobús rugió a su paso, dejando tras desí un brillante rastro de vapor.

    Stone se anudó la toga alrededor de la cintura y pegó la bar-billa contra el pecho. Aquella prenda desprendía el aroma de supadre, el olor agrio de su tabaco, y en ese momento cayó en lacuenta de que resultaba irónico buscar consuelo entre los plieguesde esa prenda. Después de todo, aquella toga que había alejado a supadre de Stone durante largos juicios que había presidido el Juezera la misma prenda que abrazaba su cuerpo cuando le resultabainsoportable sobrellevar el infinito espacio vacío que lo rodeaba.

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    De niño solía abrir a hurtadillas el armario del Juez, impre-sionado por el tremendo volumen de su padre, y sacar aquella

    majestuosa toga —que olía perennemente al humo rancio deNat Sherman Originals— de su pesada percha de madera. Solíaenvolver su ligero cuerpo con la toga y sentirse pleno, como si elinmenso vacío que se extendía en torno a él se cerrara de un por-tazo. Al instante se sentía como si fuera un superhéroe, como sise hubiera convertido en Batman o en el Cruzado Enmascarado. odo era posible.

    Pero eso fue hace mucho tiempo.

    Aquella mañana resultaba difícil creer que el honorable Walter J. Stone hubiera vivido, respirado, existido. A las cincode la madrugada, Matthew todavía estaba despierto leyendo unlibro, como si se estuviera preparando para impartir una confe-rencia aquella misma semana. ¿Qué era en ese momento? ¿Unrecipiente vacío? ¿Comida para los gusanos? Nada. La expresión«para siempre» resulta imposible de concebir hasta que cae contodo su peso sobre uno mismo: la aceptación de que para siempresignifica para siempre jamás. El Juez había fallecido y Stone seencontraba solo en el mundo.

    Como era hijo único, se vio obligado a afrontar la abrumadoratarea de realizar los preparativos para el entierro de su padre. Elcuerpo apenas estaba frío, y el director de la funeraria, un hombreespigado con el pelo negro azabache y el mentón hundido que sepresentó como el señor Ehrenkranz, le preguntó si el Juez haría

    su entrada en la eternidad ataviado con un sudario de muselinao con uno de lino, de procedencia israelí o hecho a mano aquí,en los Estados Unidos. A Stone nunca se le habría ocurrido quealguien tuviera que verse en la necesidad de tomar una decisiónde ese tipo, como si estuviera escogiendo una corbata en Macy’spara el Día del Padre. Le daba completamente igual. enía lamente en blanco.

    Así que dejó que Ehrenkranz decidiera por él.

    —Como ya habrá advertido —añadió Ehrenkranz, entre-gando a Stone el anillo universitario que su padre tanto adoraba,una pieza de oro rematada con un zafiro de color azul intenso en

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    el centro, labrado con las palabras Universidad de Columbia —, lossudarios carecen de bolsillos donde llevar las posesiones materia-

    les al otro mundo. Sin embargo, es habitual que el difunto vayaenvuelto en el manto que empleaba para recitar sus oraciones.¿Es posible que usted lo haya traído?

    Las palomas arrullaban en la repisa emitiendo un sonido casihumano, formando un coro lleno de dolor y pesar por aquellapérdida, un murmullo ininteligible, pero casi humano. Stone pasóuna pierna por encima de la barandilla y sintió que le invadía elplacer del vértigo, que una vena latía con fuerza en su muñeca.

    Se puso de pie sobre el antepecho que daba a la calle mientraslas palomas conversaban entre sí, invitándole con su sonido a quese lanzara al vacío. ú también tienes alas, así que puedes volarcomo nosotras, se burlaban. Stone extendió los brazos a lo anchode su cuerpo y se dio cuenta de que la toga negra podría conver-tirse perfectamente en su propia mortaja; lo único que tenía quehacer para acabar para siempre con aquel dolor era dar un paso alfrente. En un instante, podría llenar el enorme espacio vacío quese extendía bajo sus pies.

    En su lugar, prefirió sacar del bolsillo una caja de cerillas y encender un cigarrillo de marihuana torpemente enrollado.Mientras inhalaba el humo, el calor que desprendía el extremoencendido muy próximo a su piel le recordó el poder que po-seía en su mano temblorosa. Dejó caer una cerilla a la calle,encendió otra, la sostuvo ante sus ojos mientras contaba men-

    talmente hasta cinco, casi quemándose la punta de los dedos, y la dejó caer. Un grupo de palomas se elevó hacia el cielo y sedispersó, levantando una oleada de aire acre en su ascenso. Unascalles más allá se escuchó la alarma de un coche.

    Atravesó con la mirada el río, dirigiéndola hacia la ciudad y hacia la rosácea luz del ocaso, divisando las monolíticas orres Gemelas y las torres almenadas del edificio Woolworth,hasta alcanzar el edificio Chrysler que se alzaba en mitad de la

    isla, elevándose como un cohete de acero inoxidable por entreel disonante caos de la Midtown. Dio otra calada al canuto,sopesando las posibilidades. Su rechoncho y vulgar edificio de

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    apartamentos, erigido sobre un fondo de edificios de ladrillode color marrón, era exactamente la clase de final que se me-

    recía. Mientras el humo inundaba sus pulmones, se le apareciósu padre flotando en el aire, lleno de vida, ataviado con un trajede tres piezas y unas gafas de media luna, el parangón de laelegancia académica, sacudiendo su enorme cabeza calva enseñal de desaprobación.

    —Adelante, hazlo —le desafió su padre, con su crueldad ca-racterística—. No eres más que un cobarde, Matthew. Vales me-nos que una mancha de mierda en mis pantalones.

    —¿Eso haría que te sintieras orgulloso? —preguntó Stonecon voz débil.

    Sin embargo, la figura del Juez se desvaneció tan rápidamentecomo se había materializado.

    En ese momento, mientras el aire fresco de la azotea golpea-ba su rostro, una paloma se posó en la barandilla junto a Stone,pavoneándose con toda su estúpida bravuconería aviar; como silo estuviera desafiando. Luego batió las alas y desapareció en elcielo. Stone abrió los brazos, provocando que la tela ondeara conel viento, y contempló cómo una iridiscente pluma verde flotabaen el aire, fuera de su alcance, burlándose de él.

    «Puedo saltar si me lo propongo», gritó Stone al cielo. Se sor-prendió al comprobar lo extraña que sonaba su voz en sus oídos,envuelta en el espeso aire de la noche. «Pero no lo haré, porque eseso precisamente lo que quieres».

    Se desplomó sobre la barandilla, sin aliento, dándose cuentade que había tomado la decisión de vivir, al menos por ahora.Podría haberse quedado dormido, porque el cielo estaba oscuro,cubierto de pesadas nubes negras que avanzaban por la accióndel viento, mientras en la calle se encendían unas inquietantesluces amarillas que brillaban entre el frágil espacio donde esta-ba encaramado y el lecho del río. Por alguna razón, Brooklynresultaba más espeluznante ahora que había caído la noche y

    sus menudos edificios parecían todavía más desvencijados. En sus ventanas se reflejaban las siluetas rotas de pobres miserablesacogidos al programa de asistencia alimentaria inclinados sobre

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    Su padre acababa de morir, y esto era lo único que le quedaba. odos sus amigos de la infancia habían seguido su propio

    camino. Danny Green trabajaba en la Facultad de Medicina deBaltimore; Alan Grinstein, en la de Derecho de Harvard; AlvinZuckerbrot, en la de Derecho de Stanford; Jay Coopersmith era jefe de cocina en un restaurante con varias estrellas Michelin deÁmsterdam; Mickey Zin se había casado, atraído por los subur-bios del Condado de Westchester; y Ami Alfasi había fallecidodos años atrás en la zona de seguridad del Líbano y había sido en-terrado en el monte Herzl de Jerusalén.

    Solo Pinky, Michael Pinky, el mismo idiota que abandonólos estudios para hacer una prueba con los Yankees; que habíacontraído un herpes genital de una prostituta de Paterson, Nueva Jersey; y que pensaba que Jack Ruby fue un gran judío americano.Solo quedaba Pinky. Era su amigo, pero su amistad era más frutode la costumbre que del deseo. Se conocían desde hacía muchotiempo y eran los únicos amigos de la infancia que mantenían elcontacto. Resultaba difícil creer que hubieran tenido tantas cosasen común, pero su pasión compartida por los cromos de béisbol,por montar en bicicleta y por llamar a los timbres de las puertaspara luego salir corriendo era una base demasiado débil como paramantener una relación duradera.

    —Es hora de entrar en casa, hijo de perra —anunció Pinky,ofreciendo una mano a Stone mientras este volvía a subirse a labarandilla—. Mañana tenemos un funeral.

    Stone regresó al apartamento de mala gana, sin pronunciaruna sola palabra, y bajó las escaleras con Pinky. Una vez en casa,su amigo le preguntó si quería jugar al blackjack o a cualquier otracosa, pero Stone no contestó y se encerró tras la puerta del baño.Colgó la toga en un gancho y encendió el ventilador. Luego sesentó en la fría bañera y encendió un cigarrillo. Se desabrochó lospantalones, apartó la cremallera, y encontró la blanca palidez dela parte superior de su muslo. Había pasado mucho tiempo, pero

    en aquel momento sentía la llamada de su piel. A fin de cuentas,no era nada más que una hermética bolsa de plástico. Dio unaprofunda calada al cigarrillo. Su mano temblaba mientras acercaba

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    el pitillo hacia su muslo. Una vieja cicatriz de color púrpura enforma de letra C le sonrió, como haciéndole señas. Primero se

    quemó el pelo, luego la piel. Se le quedó la vista en blanco, susangre comenzó a calmarse y, de pronto, cerró los ojos.

    El cielo de la mañana era de un vivo color azul y el intensoresplandor del penetrante sol se clavó como una aguja en la retinade Stone. Ataviado con el único traje que poseía, con una ele-gante chaqueta abotonada que apenas había tenido ocasión de

    lucir, preguntó a Pinky si le podía prestar unas gafas de sol. Suamigo desapareció en el interior del apartamento, y dejó a Stonesolo sobre la acera. Notaba que algo le oprimía el pecho, como silo tuviera lleno de cemento, y recordó que una fuerza invisible sehabía agazapado sobre su tórax durante toda la noche, susurrán-dole al oído y murmurando palabras en una lengua extraña queera incapaz de comprender. Sintió la necesidad de volver a entrar y cerrar los ojos, pero la idea de quedarse dormido le aterrabatodavía más que enfrentarse a la pesadilla de acudir al funeral desu padre.

    Una alargada limusina negra esperaba delante de la vivien-da. Unos chicos del barrio, que el día anterior se encontraban jugando a los dados sobre el asfalto y riendo a carcajadas cuandollegó Stone, rodeaban la limusina movidos por la curiosidad yapretaban los rostros contra las ventanas tintadas del vehículo.

    Stone pensaba que ya nunca más podría volver a reír y, por algu-na razón, sentía la imperiosa necesidad de gritarles, de lanzarlesa la cara algo afilado y cortante, como una botella rota, aunqueluego se arrepintiera de ese gesto. Lo único que quería era estara solas con su angustia, y todos aquellos gritos y aquel revuelo lehacían sentir como si estuviera perdiendo el juicio.

    —Elije la que quieras —le ofreció Pinky, arrojando a Stoneuna bolsa de Bloomingdale. En su interior habría una docena de

    gafas de marca, todavía sin estrenar y envueltas en su embalajeoriginal. Sacó unas Ray-Ban oscuras y se cubrió los ojos con ellas.

    —e quedan muy bien —afirmó Pinky.

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    —¿Y qué es todo esto? —preguntó Stone.—Pensé que deberíamos darle un toque de distinción. ¿O es

    que quieres llegar al funeral de tu padre en un taxi pirata? No tepreocupes, yo corro con todos los gastos —le tranquilizó. A con-tinuación, se volvió hacia los pandilleros y les espetó—. Aquí nohay nada que ver. ¿Acaso creéis que Biggie* va a volver de entrelos muertos? Pues no.

    Se dirigieron en silencio a Queens, aquella singular vía deescape de la ciudad plagada de aeropuertos y cementerios, mien-tras Stone imaginaba lo inimaginable: verse en la situación de

    tener que enterrar tan pronto a su padre, antes de haber logradonada en esta vida. Stone no tenía trabajo, ni un título superior,ni conocimientos. Nada. Se había quedado solo en este mundo, ycarecía de esposa, novia, hijos, madre, tíos o amigos con los quecompartir su carga. Solo le quedaba Pinky.

    Por más vueltas que le daba, no lograba explicarse por qué supadre tenía que haber muerto tan joven. Había carniceros nazisoctogenarios que aún seguían vivos, asesinos impenitentes en elcorredor de la muerte que cobraban de la Seguridad Social, ysu padre, un hombre sano de sesenta y tres años, se había ido. Supadre siempre había sido una fuerza de la naturaleza moldeadade latón puro. Aun estando pálido y descolorido, Stone seguía viendo a su padre como una figura impresionante y aterradora.Incluso cuando el cáncer le había dejado sin voz y había mar-chitado su cuerpo, su voluntad permanecía firme y radiante. Era

    evidente que el Juez no pensaba que se iba a morir, acostadosobre la cama con sus gafas de media luna sujetas en la punta dela nariz, leyendo hasta el final un libro apoyado sobre la almoha-da. Pero ayer por la mañana, poco después de la salida del sol ycon la rapidez de una súbita tormenta de verano, los dos cayeronen la cuenta de que había llegado su hora.

    La limusina pasó por delante de un puñado de harapientosmanifestantes que se habían congregado junto a la puerta del

    cementerio, agitando pancartas hechas a mano que proclamaban:

    * Biggie Smalls, rapero estadounidense asesinado a tiros en Los Ángeles en 1997.(N. del T.)

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    «Abu Dis y Ras al Amud = ¡Palestina!» y «Sangre árabe del sio-nista Stone». Stone estaba tan acostumbrado a que el culto a la

    personalidad de su padre suscitara muchas divisiones que apenasprestó atención a aquellos estúpidos activistas. El paseo en cochele había hecho caer en una especie de aletargamiento ancestral; eltenue ronroneo de la carretera había aplacado sus nervios, y esole permitía entrar y salir de su estado de conciencia. Pero se des-pertó completamente al ver que Pinky bajaba la ventanilla, hacíauna peineta a los manifestantes y les dedicaba algunas palabrasdesagradables.

    Stone recordó el día en el que, todavía siendo niño, su padrelo llevó al cementerio Montefiore a presentar sus respetos a suhéroe Zeev Jabotinsky. Por supuesto, aquel hombre de rostrosevero, expresión cruel y gafas redondas sin montura, cuyafoto enmarcada lucía sobre el escritorio de su padre, no signifi-caba nada para Matthew. Recordó la descomunal losa de granitonegro que se levantaba en el centro de una plaza de piedra caliza.Su padre entregó a Matthew una pequeña piedra y le pidió que lacolocara sobre la tumba, pero él, en lugar de obedecer las órdenesde su padre, preguntó:

    —¿Y por qué tengo que hacer eso?—Jabotinsky fue el creador del primer ejército judío desde la

    época de los romanos... —comenzó a explicar su padre.—Lo sé —replicó Matthew—. ¿Pero por qué hay que colocar

    una piedra?

    —La piedra es una muestra de que alguien ha visitado sutumba, y las piedras, a diferencia de las flores, duran eternamente.La eternidad es para siempre y la muerte dura toda la eter-

    nidad.Stone se sorprendió al comprobar cuántas personas se habían

    acercado a presentar sus respetos a su padre. Había cientos dehombres congregados, algunos ataviados con el traje negro ha-bitual de los judíos ultraortodoxos, rematado con una barba y

    un sombrero negro; otros lucían los solideos de punto típicos delos sionistas militantes, muchos de los cuales habían estudiado o vivido en Cisjordania.

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    —Vaya un espectáculo de mierda —afirmó Pinky, encendien-do un cigarrillo—. ¿Estás seguro de que este no es el concurso de

    la barba más larga de América?—Apaga eso —ordenó Stone—. Es una falta de respeto.Abrumado por una fuerte sensación de vértigo, se apoyó

    sobre un costado de la limusina para mantener el equilibrio.¿Quiénes eran todas aquellas personas? Sabía que su padre habíahecho grandes cosas a lo largo de su vida y, aunque había reali-zado muchas buenas obras, también había despertado bastantescontroversias. En cierto modo, la noche anterior, cuando se metió

    bajo las finas sábanas que cubrían el colchón de Pinky, Stonese imaginó cómo sería el funeral, estaba convencido de que noacudiría nadie, de que estaría él solo para decir adiós a su padre.Había imaginado que, después de enterrar a su padre bajo tierra,experimentaría un momento conmovedor en el que decidierapasar página y seguir adelante con su vida.

    —Por fin has llegado, Matthew. Me preocupaba que fueras allegar tarde —saludó Ehrenkranz, el director de la funeraria—. Hepensado que tal vez quieras colocarte esto en la chaqueta como señalde duelo. Si te parece bien, puedes ponértelo cerca del corazón.

    Entregó a Stone una pequeña cinta negra, rota por una esqui-na, que este deslizó al interior de su bolsillo. Ehrenkranz sujetóa Stone por el codo y se abrieron paso a través de la multitud endirección a la tumba.

    —Se ha congregado el número de asistentes perfecto —informó

    Ehrenkranz—. Deberías haber visto el funeral de LubavitcherRebe. Acudieron miles de personas. Un verdadero caos. Créeme,no te habría gustado pasar por eso.

    Stone no fue capaz de reconocer a una sola persona, una carafamiliar, de entre aquel desfile de extraños que se acercaban,le bendecían y le deseaban que encontrara consuelo entre losdolientes de Sion.

    Cuando llegaron a la tumba, Ehrenkranz preguntó a Stone si

    se encontraba bien.—Encontrarse bien es algo completamente relativo —res-

    pondió Stone—. Especialmente aquí.

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    Ehrenkranz le dedicó una sonrisa paternal y le dio unas pal-maditas en el hombro.

    —Aquí viene el shomer .Un anciano de ojos llorosos dio un paso adelante mostrandouna expresión solemne en su arrugado rostro.

    —u padre fue un gran hombre y un guerrero, un amigo deIsrael y de todos los judíos del mundo. Jafetz Jaim afirmaba: «Unhombre demuestra su grandeza cuando, a medida que te acercasa él, se va haciendo más grande».

    A lo largo de los últimos meses, Stone había estado más

    próximo físicamente a su padre que nunca; cuidando de él comoel buen hijo que nunca había sido, llevándolo a sus citas, asegu-rándose de suministrarle la medicación de manera adecuada, y,sin embargo, apenas lo conocía. Su padre siempre le había tra-tado con desprecio, como si fuera una especie de siervo con elque no es digno mantener una conversación. Sabía que la gentepensaba que su padre era una persona extraordinaria, pero, enrealidad, el Juez era un tipo distante, cruel e implacable.

    El viejo rebuscó en el bolsillo de la chaqueta, extrajo un peque-ño y desvencijado libro de oraciones y se lo entregó a Stone.

    —Es el tehilim —anunció el anciano—, una especie de recuerdo.—El Libro de los Salmos —apostilló Ehrenkranz—. Es el

    deber del shomer  o guardián, que se queda junto al cuerpo paraque no esté solo, recitar salmos para consolar a los difuntos. Es unamaravillosa tradición saber que un cuerpo nunca se queda solo

    como si fuera una maleta perdida en una estación de autobuses.Stone dio las gracias al anciano por el libro y se acercó a latumba.

    Bajó la mirada hacia el agujero vacío que se había abierto enel suelo. La tierra estaba húmeda y negra como el café molido y una serie de minúsculas raíces sobresalían aquí y allá, comosi la vida quisiera brotar en mitad de la muerte. Así que, ahí esdonde todo termina; en la oscuridad, en una caja, bajo el suelo.

    Aquel pensamiento aterrorizó a Stone, y sintió la necesidad deabrir la boca en busca de aire como para compensar la certezade que algún día él también acabaría en un lugar así. ¿Su padre

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    aprobaría a sus vecinos? ¿Le importaría que el hijo de este o deaquel se hubiera casado con una shiksa, o que el señor tal y tal

    que yacía en aquella extravagante lápida hubiera sido un arribistasocial durante toda su vida incapaz de mantener una conversa-ción sustancial? odo eso carecía de importancia, pero, al mismotiempo, resultaba trascendental. Aquel era, sin embargo, un lugaragradable, abierto a la luz del sol y rodeado de enormes árbolesque proporcionaban mucha sombra.

    Alguien, a su espalda, le colocó la mano sobre la cabeza. Por unmomento, Stone sintió miedo de caer sobre la tumba, pero con-

    siguió mantener el equilibrio; se volvió y encontró a un hombrebarbudo, ataviado con un sombrero negro y una larga gabardina,cuyos ojos hundidos mostraban una expresión vacía y sepulcral.

    —Debes cubrirte la cabeza.Al instante, Stone se dio cuenta de que aquel hombre le había

    colocado una kipá en la cabeza, una de esas piezas de vinilo satinadoque solían portar los ancianos enganchada sobre la coronilla comosi se tratara de una tienda de campaña.

    No le apetecía llevarla, pero no era el lugar más apropiadopara montar una escena. El hombre, tal vez percibiendo la reti-cencia de Stone, lo agarró por los hombros y le dijo:

    —Debes llevar la yarmulke  y honrar a tu padre.Su intención era honrar a su padre de la manera que él había

    elegido, y durante un instante pensó en quitarse ese chisme de lacabeza, pero cuando vio que Pinky le hacía gestos a la espalda de

    aquel hombre, con su propia kipá enganchada en su cabelloengominado, se dio cuenta de que era una batalla que no merecíala pena librar. Se colocó de nuevo la kipá, miró a aquel hombre asus ojos vacíos, y dijo:

    —¿Satisfecho?—¿Está usted de luto?—Ha fallecido mi padre —respondió Stone.—En ese caso, debería rasgarse las vestiduras como muestra

    de dolor por la pérdida de un ser querido.Antes de que Stone tuviera oportunidad de considerar esas

    palabras y lo que querían decir, el hombre le desgarró el bolsillo

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    de la chaqueta con un tirón rápido, haciendo que el tejido aletea-ra por debajo de su corazón.

    —Ahora usted ya se puede considerar uno de los dolientes deSion —afirmó el hombre, y se adentró entre la multitud.Stone no se consideraba parte de nada. Aquel era su único tra-

     je y ese tipo lo había rasgado con total arrogancia porque creía quetenía todo el derecho a hacerlo en nombre de alguna tradición sinsentido que no ayudó en nada a consolarlo. ¿Quiénes eran todasaquellas personas? ¿Y cómo toleraba su padre todo aquello? Stoneno formaba parte de ese mundo y se vanagloriaba de ello.

    Decidió que, para abstraerse de aquella situación tan desa-gradable, lo mejor sería examinar a la multitud, así que empezóa contar mentalmente, de cinco en cinco, cuántas personas habíapresentes. Apenas conocía a media docena de ellas que le apre-ciaran lo suficiente como para presentarle sus respetos si aquellose acabara en ese momento. Eso hizo que se sintiera todavía másabatido y que se abriera un inmenso espacio vacío en torno a él.Bajo el intenso calor de los rayos de sol, notó que se estremecíadentro del traje. Cuando llegó a ciento cincuenta, descubrió quede pie, sobre una pequeña colina cubierta de hierba que se levan-taba por detrás del último grupo de dolientes, había un hombredelgado y moreno con la cara pegada a una cámara con un enor-me teleobjetivo, como si estuviera haciendo fotos en un circo.¿Por qué no le podían dejar en paz los medios de comunicación?Su padre estaba muerto, así que ya nada importaba. La historia

    había terminado y aquel funeral no era más que un paréntesisfinal de una vida azarosa que había acabado con demasiada pre-mura. Se imaginó la fotografía que aparecería publicada al díasiguiente en alguno de los tabloides locales, adornada con untitular en el que se haría un macabro juego de palabras sobre suapellido. Pero algo llamó su atención: aquel hombre inclinabaconstantemente la cabeza de un lado a otro, como si tratara dedesembarazarse de un calambre producido por haber dormido

    mal. Ese tipo destacaba de entre todos aquellos dolientes vesti-dos de negro que conversaban en una mezcla ruidosa de inglés,hebreo y yiddish.

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    Sumido en sus pensamientos, Stone no se percató de que elataúd acababa de llegar a la tumba y de que un rabino había

    comenzado a recitar oraciones. Aquellas plegarias no significabannada para él y simplemente se repetían de memoria en una len-gua antigua que no entendía. Mientras el ataúd descendía haciael interior de la tierra, imaginó a su padre envuelto en la mortaja y en su talit  blanco que el Juez se vanagloriaba de haber recibidohacía más de cincuenta años con ocasión de su bar mitzvah.

    Stone se había sentido tan incómodo en la funeraria que,cuando Ehrenkranz le preguntó si quería que su padre fuera

    enterrado con el talit, aprovechó la oportunidad para ir a buscarlo.Hacía solo unas horas que había salido del apartamento de supadre, pero cuando llegó se dio cuenta de que habían forzado lacerradura y de que la puerta estaba entreabierta. En ese momento,se sintió como si se hubiera zambullido en una piscina de aguahelada, mientras gritaba: «¡Hola!». No oyó ninguna respuesta, asíque entró en el apartamento, casi esperando ver a su padre todavíaen la cama, leyendo. Volvió a gritar, pero no oyó nada y, más llenode ira que de miedo (¿quién demonios querría robar a un hombremuerto?), cerró la puerta tras de sí y corrió el cerrojo.

    El apartamento estaba revuelto. Los preciosos libros de supadre, sacados de los estantes, yacían esparcidos por el suelo;habían volcado sus cajones, y todos sus recuerdos y baratijas se veíandestrozados alrededor. El pánico y la ansiedad se aferraron a sugarganta como si fueran un puño de hierro y luchó con todas sus

    fuerzas por recobrar el aliento. Algo le decía que no debía llamara la policía, que no debía denunciar el robo. Estaba solo; nunca ensu vida había estado tan solo. Pero, tras recoger uno de los librosde su padre que se encontraba en el suelo, un ejemplar amarillento y rústico de El hombre en busca del sentido, de Viktor Frankl, se diocuenta de que no, de que no estaba completamente solo.

    Mientras hojeaba las páginas, descubrió que su padre habíasubrayado algunos pasajes y había añadido algunas notas en los

    márgenes del libro. Se detuvo un momento en un pasaje que añosatrás su padre había marcado con un lápiz de grafito: «Al hombrese le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las liberta-

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    des humanas —la elección de la actitud personal ante un conjun-to de circunstancias— para decidir su propio camino».

    Frankl había sobrevivido a los campos de exterminio nazis,pero había perdido a sus padres, a su hermano y a su esposa emba-razada; no obstante, encontró la entereza necesaria para escribiresas palabras. Stone apenas había cumplido el cuarto de siglo y jamás había padecido una tragedia de ese calibre, pero, sin embar-go, se sentía abrumado por una terrible sensación de pérdida yde vacío. Dominado por una fiebre ciega, comenzó a recoger loslibros y a apilarlos en montones muy altos, casi tanto como él.

    El Juez coleccionaba libros insólitos, desde aquellos que comen-zaban con la frase «En el principio...» y una reedición del siglo de la Biblia de Gutenberg hasta algunos ejemplares sobre laInquisición española y los místicos judíos; desde biografías de lospresidentes de Estados Unidos hasta voluminosos escritos deChurchill y Freud o de Carl von Clausewitz y Zeev Jabotinsky. odos y cada uno de ellos estaban subrayados, marcados o con-tenían algún tipo de anotación y, de esta manera, aquello hacíaque su padre aún permaneciera vivo. El misterio insondable de supadre yacía entre aquellos libros. El Juez hablaba a Stone, guián-dolo, en un libro tras otro, con frases tan brillantes como joyasdestinadas a mostrarle cómo seguir avanzando por el camino dela vida. Stone apiló trece volúmenes del comentario de Rashi sobrela orá, olisqueó las páginas y pasó los dedos sobre las palabrashebreas que su padre había leído. Más libros religiosos: el Tanaj,

    encuadernado en cuero verde; la Gemarah, y el Shulján Aruj, elcódigo de la ley judía escrito por Iosef Caro. Los libros religiososestaban sin marcar, pero sus suaves páginas habían sido releídasuna y otra vez.

    Ayer mismo, pocas horas antes de que su padre se hubieramarchado para siempre, el Juez le señaló con monumentalesfuerzo un grueso libro que descansaba sobre su mesilla de no-che. Stone lo colocó sobre la almohada y lo abrió, pero el Juez

    dejó escapar un gemido. Lo había abierto por la página incorrec-ta. Stone lo abrió por otra página y luego por otra más, hasta quefinalmente el Juez se calmó. Los ojos de su padre se desplazaron

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    a través de los párrafos. Stone pensó que el viejo estaba leyendopor mera costumbre, sin apenas capacidad para registrar las pa-

    labras. A ratos perdía la conciencia, y luego la recuperaba y, conla voz destruida por el cáncer, murmuraba las palabras del Shemá   y «Dios bendiga América», mezclando constantemente los idio-mas. Stone se dispuso a retirar aquel pesado libro del pecho desu padre, pero el Juez se aferró a él con una fuerza sorprendente y suhijo cedió. Entonces su padre, consciente por última vez, recitólas palabras en arameo del Kadish, pronunciando cada sílaba dela ancestral plegaria con una claridad cristalina antes de volver a

    sumirse en un profundo estado de delirio.Stone quería llamar a alguien, a quien fuera, para que aten-

    diera a su padre. Sintió que un escalofrío de pánico le recorría dearriba y abajo por la columna vertebral, pero luego se dio cuentade que no había cura para la muerte y de que esta por fin estabahaciendo su aparición estelar. Como si se estuviera desplazandopor entre los principales actores de su vida, el Juez gritó los nom-bres Daddy, Bunny, Abi y Matthew, tres generaciones de sufamilia. ambién gritó el nombre de Henry, un nombre que Stonefue incapaz de reconocer. Cuando le preguntó al Juez «¿Quién esHenry?», este no respondió.

    ¿Acaso Walter Stone había tenido otro hijo que Matthewno conocía, un hijo que no le había fallado ni decepcionado?Stone supuso que cualquier cosa era posible, pero no se explicabapor qué tanta insistencia, y por qué lo llamaba ahora, cuando su

    padre jamás había pronunciado en voz alta el nombre de Henry.A los pocos minutos, Stone ya no era capaz de entender unasola palabra de lo que el Juez intentaba transmitirle, como si yahubiera penetrado en el otro mundo y estuviera hablando en suintemporal idioma. Luego murmuró un nombre «Seligman»entre sueños y se despertó con la mirada llena de miedo, repitiendoel nombre, «Seligman. Seligman», para rematar en la misma frase:«Henry».

    Cuando Stone le volvió a preguntar quién era Henry, el Juezmurmuró algunas palabras, algo sobre «los números».

    —¿Cuáles números? —preguntó.

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    —Qué, qué… —murmuró el Juez con dificultad, y en ese ins-tante Stone se dio cuenta horrorizado de que ni en un momento

    así, a pesar de existir una comunicación tan tenue entre ellos,el Juez perdía la oportunidad de corregir su gramática. Mojócon agua por última vez los labios de su padre y el Juez pronun-ció con dificultad: «Seligman. Seligman».

    A continuación, el Juez guardó silencio y a partir de ese momen-to Matthew Stone se quedó a solas con el cadáver de su padre.

    Lo observó asombrado durante unos instantes, sin apenascomprender que su padre, que hacía solo unos segundos estaba

    hablando, ya no existía sobre la faz de la tierra. Stone cogió ellibro que permanecía abierto sobre el pecho del difunto. Se trata-ba del segundo volumen de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon, abierto por la página 1.613,el capítulo que habla de la sucesión de los emperadores griegos deConstantinopla. Las palabras que se recogían en la parte superiordel segundo párrafo aparecían subrayadas en rojo, y las leyó en vozalta, como si fuera necesario pronunciarlas para su comprensión:«ras la muerte de su padre, la herencia del mundo romano pasóa manos de Justiniano II; y, de ese modo, el nombre de un triun-fal legislador quedó deshonrado por los vicios de un muchacho».

    Las oraciones a pie de tumba habían llegado a su fin y alguienentregó una pala a Stone. El ataúd de su padre se veía muy

    pequeño e insignificante ahí abajo, entre el polvo, mientras levan-taba la pala llena de tierra. Arrojó los primeros grumos sobre elataúd de pino y el impacto sonó como si los nudillos huesudosde su padre estuvieran llamando a la puerta de la eternidad. Asu mente le resultaba casi imposible aceptar lo que estaba suce-diendo, como si hubiera comprendido con absoluta certeza queDios no existe, que estamos solos en el universo, y aquel pensa-miento hizo que le invadiera una repentina sensación de pánico.

    Estaba enfermo; sabía con toda certeza que estaba mentalmenteenfermo, que su cuerpo estaba enfermo, que su sangre febril learrastraba irremediablemente hacia la muerte y que sus nervios

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     vibraban contagiados por su enfermedad. Durante unos segun-dos, pensó en lanzarse al agujero, rodear el ataúd con sus brazos

     y abrazar por fin a su padre, pero, en su lugar, decidió arrojar unapalada y otra y otra, hasta que Ehrenkranz colocó suavemente sumano sobre la de Stone y lo trajo de vuelta al mundo. El dueñode la funeraria tomó la pala de la mano de Stone y este se diocuenta de que había estado llorando.

    —No pasa nada —le consoló Ehrenkranz—. Llegará un díaen el que comprenderá que todo este dolor tenía un propósito.Por ahora, solo necesita encontrar un lugar donde depositar esa

    angustia.La multitud comenzó a dispersarse y Stone fue estrechan-

    do la mano a decenas de extraños haciendo oídos sordos a suspalabras, mostrándose ciego a las expresiones cargadas de compa-sión que se dibujaban en sus rostros; avergonzado, no por laslágrimas que había derramado, sino por el hecho de que llevabarasgado su único traje.

    Un joven barbudo ataviado con una kipá se acercó a Stone y le ofreció sus condolencias. Stone respondió de manera auto-mática y se volvió para regresar a la limusina donde Pinky era elcentro de atención, burlándose del conductor con alguna bromaun tanto inapropiada.

    El joven tendría alrededor de los veinte años, era de bajaestatura y lucía un cuerpo en forma de pera rematado con unairregular barba pelirroja.

    —Matthew, espera un segundo —atajó, al tiempo que ofrecíaa Stone el teléfono móvil que portaba en la mano—. Alguiendesea hablar contigo.

    ¿Quién demonios le llamaba en ese momento? No reconocióal hombre en forma de pera y su inexpresivo rostro no le dijonada. Stone cogió el teléfono y respiró profundamente.

    —¿Diga?—Matthew —respondió una voz familiar—. Lamento mucho

    tu pérdida.Al instante, Stone comenzó a jadear sofocado: aquella era

    la voz de su padre. Guardó silencio. ¿Se estaba volviendo loco?

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    Aquello no podía estar sucediendo; su padre estaba muerto y ente-rrado, bajo sus pies. Pero el Juez, tan competitivo, tan resuelto, no

    podía soportar la idea de que el inútil de su único hijo le hubierasobrevivido. Había concentrado su increíble voluntad, reuniendoa toda velocidad toda su energía para hacer esta llamada desde elmás allá, para destruir a su único hijo, que había llorado junto asu tumba como un niño débil. La voz continuó:

    —Nunca es fácil perder a un padre, pero será el primero en lafila cuando llegue la redención. Baruj Hashem* .

    No era la voz de su padre. Se dio cuenta de que era simi-

    lar, pero no la misma; lo cual reflejaba que habían tenido unaeducación parecida y que eran de la misma edad. Se trataba deSeligman.

    —Matthew, ¿sigues ahí?Stone volvió a guardar silencio durante unos segundos. El

     viejo amigo de su padre no había viajado desde Israel, así que eranormal que lo llamara para ofrecer sus condolencias.

    —ío Zal —respondió Stone. Había pasado mucho tiempodesde la última vez que lo llamó así, desde que consideraba aSeligman un ser repulsivo.

    —Entiendo que no hayas guardado shivá  por tu padre**, perono debes estar solo en un momento así.

    —No tenía ningún sitio donde recibir a los dolientes.—Lo comprendo, pero es importante que recites el Kadish en

    señal de duelo por tu padre —la voz de Seligman, emitida a miles

    de kilómetros de distancia, digitalizada en una serie de bytes ycódigos a través de líneas de fibra óptica, se había reconstruidobajo la forma de un facsímil macabro de la voz de un hombre,carente del más mínimo calor o humanidad—. Como eres su úni-co hijo vivo, es tu obligación, tu deber. Comprendes cuál es turesponsabilidad, ¿no? Ahora dime, ¿dónde vas a recitar el Kadish?

    * En hebreo, Bendito sea Dios. ( N. del T .)

    ** En la tradición judaica, la shivá es uno de los tres periodos de luto. Al regresar a casadel cementerio, los dolientes no se sientan en sillas de altura normal, sino en bancosbajos o en almohadones colocados por el suelo, en lo que se conoce como «sentarshivá ». (N. del T.)

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    Los peores temores de Stone se habían hecho realidad.Seligman era un emisario enviado por su padre desde el más allá

    con el fin de menospreciarlo y de conseguir que se sintiera uncompleto miserable, tal y como el Juez había hecho toda su vida.La línea de meta siempre se alejaba un paso más, lo justo paraque quedara fuera de su alcance. Nunca sería un hombre libre.

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    el apartamento de Pinky, rodeado de cajasde cartón llenas de las posesiones más preciadas desu padre, Stone intentó pronunciar las palabras del

    Kadish. Odiaba a Seligman por haberlo avergonzado,sobre todo por haberlo hecho de aquella manera: lo bastante cer-ca como para haber plantado en él la semilla de la miseria, perolo suficientemente lejos como para no proporcionarle el menorconsuelo. Stone se veía obligado a recitar el antiguo salmo movi-do únicamente por un sentimiento de culpa; por una obligacióninútil que se había impuesto a lo largo de varias generaciones,acuñado en su ADN como si fuera una marca, como si existiera

    la necesidad de aplacar la fuerza irresistible que lo atormentaba.Pero él no fue un buen hijo y nunca podría serlo. Su padrehabía fallecido y, con él, se había escapado esa oportunidad. Stoneapenas podía pronunciar las palabras del Kadish. Notó que unaoleada de ardientes arcadas le subía por la garganta y que sus ojosse llenaban de lágrimas. Se detuvo temblando de miedo y con elpecho agitado, mientras unos sollozos casi humanos brotabanpor su boca abierta.

    Unas horas después, cuando la noche había caído, miraba fija-mente aquellas cajas que, de algún modo, le parecían tan miste-riosas como las pirámides de Egipto. A fin de cuentas, ¿quién fue

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    su padre? Stone conocía los grandes rasgos, los momentos altos y los bajos, los triunfos y las desgracias, pero no sabía por qué el

     Juez se había mostrado tan distante, tan demoledor, en su des-deñoso tratamiento, hacia él. No entendía por qué fue agasajadopor tantas personas o qué planeaba hacer antes de que el cáncerlo devorara. Había disfrutado de una vida llena de logros, pensóStone, pero resultaba incompleta.

    Su padre, Walter Joseph Stone, siempre sería recordado comoel «juez que amañaba jurados», el juez de la Corte Suprema del Esta-do de Nueva York que había presidido el controvertido juicio por

    las revueltas de Court Street y que se había visto obligado a dimitirpor ciertas irregularidades relativas a la selección del jurado. Cuan-do Stone era más joven, sintió una especie de dulce venganza al vercómo su padre fue devorado por unos medios de comunicaciónávidos de sangre, pero ahora no le quedaba nada más que un pro-fundo poso de tristeza por el empañado legado de su padre. Stoneterminó su cigarrillo de marihuana y reflexionó: ¿las cosas habríansido distintas si, en lugar de haber celebrado la caída en desgra-cia de su padre, hubiera hecho algo para ayudarle a sobrellevarla?

    Sabía que su padre había nacido en Brownsville, Brooklyn, yque era hijo del famoso gánster Julius Stone. A los quince añosse matriculó en la Universidad de Columbia después de habersegraduado con la mejor nota de su clase en el Instituto ecnológi-co de Brooklyn, y a los veinte se había licenciado en la Facultadde Derecho de Columbia antes de convertirse a los veintidós en

    el ayudante del fiscal de distrito más joven del estado. Inclusohabía sido condecorado por el alcalde Robert F. Wagner en unaceremonia pública por su servicio excepcional antes de enrolarseen la rama militar de la Abogacía General de la Marina durantela guerra de Vietnam.

    Cabe destacar lo distinto que fue su padre de Julius Stone,un afamado sicario del Sindicato del Crimen. No tuvo que serfácil para el Juez escapar de la venenosa influencia así como de la

     violencia y la intimidación de Julius.Stone se enfundó de nuevo la toga del Juez y cerró los ojos:

    toda una vida encerrada en treinta y seis cajas. Se apoyó sobre

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    una pila de ellas, dobló las rodillas contra el pecho, se lio otrocanuto y lo encendió. Mientras la hierba iba envolviendo sus

    pensamientos, Stone decidió que quería hacer algo, aunque solofuera deambular por la calle para comprar el periódico. Queríalevantarse del suelo, vestir ropa limpia, ponerse de pie y gritar,pero no le salía la voz. Deseaba hacer algo importante, pero es-taba terriblemente asustado. Incluso le daba miedo abrir las cajaspara saber lo que contenían, ya que sabía que había viejos álbu-mes de fotos apilados entre los libros, fotos de cuando era niño,de cuando su padre era un hombre joven y luego, más adelante,

    fotos en las que se plasmaba aquello en lo que la fuerza de lanaturaleza lo había convertido. Es posible que su madre tambiénapareciera entre los álbumes. Había pasado tanto tiempo que norecordaba qué aspecto tenía su rostro. Stone quería volver a con-templar esos rostros, esas caras familiares en el sentido más ampliode la palabra, esos semblantes vivos cargados de unos proyectos defuturo que no podían imaginar.

    Abrió la primera caja emitiendo un suspiro, como si los pro-pios libros se alegraran de haber sido liberados de su confina-miento. Stone los apiló en montones ordenados a lo largo dela pared, manchándose los dedos de polvo. Abrió una segunda y una tercera caja y apiló los ejemplares, lavándose las manostras colocar un nuevo montón. Después de haber vaciado diezu once cajas, finalmente se detuvo, sudando, hojeando una bio-grafía de tapa dura de Orde Wingate, el excéntrico general bri-

    tánico considerado por muchos el creador de la moderna guerrade guerrillas. Algo parecido a un escalofrío le recorrió por todoel cuerpo; no era frío, sino eléctrico, como si hubiera pegado eldedo a un enchufe de la luz. No estaba solo. Alguien estaba mi-rando justo por encima de su hombro, leyendo las palabras que veía ante sus ojos, respirando en su oído. «¿Quién está ahí?», gritóStone y se dio la vuelta, pero no había nadie en la habitación. Loslibros le susurraron. Se trataba de un susurro, de un susurro real,

    pero llegaba desde el interior de su cabeza. No es que él leyeralas palabras, sino que las palabras se leían ellas mismas. El juezhabía subrayado la llamada a las armas de Wingate: «Hoy nos

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    encontramos en el umbral de la batalla. El tiempo de preparaciónha terminado y avanzamos hacia el enemigo para probar nuestra

    propia valía y la de nuestros métodos».Su padre había leído aquel libro en primavera, cuando Stone volvió a casa. El subrayado era nuevo, hecho con el bolígrafo azulUni-ball que llevaba en la mochila y que le había entregado a supadre. Stone cerró los ojos, y las palabras permanecieron suspen-didas ante él, iluminadas, brillando en la oscuridad. «Llevo uncolocón de la hostia», admitió en voz alta, y se echó a reír cuandoescuchó cuatro disparos sucesivos que procedían de algún lugar

    del edificio de apartamentos. Se quedó inmóvil, esperando a quellegara la policía, pero no oyó ninguna sirena.

    Stone sacó de la caja La historia de las naciones  —una reim-presión de sesenta y ocho volúmenes de la edición de Londresque narraba la historia de todos los pueblos desde Grecia hastaRoma, Persia, Francia o Inglaterra—, que su padre había com-prado cuando era estudiante en una vieja librería donde vendíanlibros antiguos ubicada en la calle 104th, tal y como rezaba elsello estampado dentro de la cubierta de los libros. Más histo-rias: Flavio Josefo, Churchill, ucídides, Gibbon, un conjunto detres volúmenes llamado Historia de los judíos en Rusia y Polonia .Biografías de Moses Montefiore y de los Rothschild, las obras deIsrael Zangwill y Zeev Jabotinsky, el héroe de su padre, un hom-bre que hablaba con total fluidez ocho idiomas, que era escritor y traductor de Dante y Poe, abogado de profesión, periodista, y

    sobre todo las voz más elocuente y enérgica del sionismo.Encontró a Lincoln; a Hitler; a Stalin;  El príncipe  de Maquiavelo,con el borde de las páginas cubierto con pan de oro; De la guerra, de Clausewitz, en su idioma original alemán; una copia firmada y dedicada de la obra Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt. ambién encontró una primera edición de Altneuland, de Teo-dor Herzl, publicada en Leipzig, Alemania, así como algunoselegantes y finos volúmenes de la obra poética de Ibn Gabirol;

    los cuentos de Najman de Breslov; las obras completas de Mai-mónides; los clásicos de Harvard, los cincuenta y un volúmenes;las novelas de Faulkner; olstói; Dostoievski; Shakespeare, las

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    tragedias griegas: todas ellas primeras ediciones, coleccionesespeciales en inglés.

    Resultaba difícil imaginar que apenas unas semanas antesde que su padre hubiera muerto, un hombre había llamado a lapuerta ofreciéndose a comprar todo el patrimonio del Juez: suslibros, papeles, muebles, incluso su ropa. ¿Cómo sabía aquel bui-tre que el Juez se estaba muriendo y que sus pertenencias prontoestarían a disposición de cualquiera? Podía quedarse los muebles y la ropa, pero aquellos libros eran hijos del Juez, y para él eranmás importantes que lo que el propio Stone había sido jamás

    para su padre. Al menos se sentía en la obligación de cuidardebidamente de aquellos libros.

    Efectivamente, ahí fuera había muchos demonios que pre-tendían ganar dinero fácil y, en otras circunstancias, no habríatenido ningún inconveniente en cerrar la venta, pero estaba con- vencido de que el Juez no se estaba muriendo. En poco tiempo,iba a necesitar aquellos libros, porque no se estaba muriendo enabsoluto. La inexplicable aparición de aquel sospechoso comer-ciante de la miseria fue suficiente para que Stone le cerrara lapuerta en las narices, pero él deslizó hábilmente un pie en elumbral y dijo: «No le voy a robar más de un minuto de su tiempo,señor Stone».

    Aquella fue la primera vez que alguien le llamaba señor Sto-ne, y en ese momento se dio cuenta de que algún día, le gustarao no, sería el único señor Stone. Abrió la puerta, y el hombre, al

     ver que la estancia estaba totalmente cubierta de estanterías quese extendían del suelo hasta el techo, sonrió y dijo: «Menudacolección». Seguidamente, extrajo un fajo de billetes de su bol-sillo y afirmó: «Le doy quince mil dólares por todo, incluyendocualquier documento o anotación personal». Por su aspecto, diríaque aquel comerciante acababa de cumplir los treinta años; eradelgado y llevaba una cazadora azul indescriptible y una gorra delos Mets calada hasta los ojos para que su mirada estuviera en-

     vuelta en sombras. Una barba incipiente le cubría su rostro angu-loso y no le ofreció la mano. Había algo en él que le resultaba fa-miliar —tal vez su repulsiva arrogancia, su presunción—, pero no

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    fue capaz de identificar qué era. Había vivido demasiado tiempoen el corazón de Connecticut y mucho se temía que había empe-

    zado a pensar que todos los judíos presentaban el mismo aspecto.—No están en venta —rechazó Stone. Ya no quedaban más documentos y aquellos libros lo eran

    todo para su padre. Cuando Stone llegó en primavera y encontrólos archivadores del Juez vacíos, preguntó a su padre qué habíapasado, y este le dijo que no había papeles, que nunca hubopapeles y que no metiera las narices en sus asuntos. Pero Stoneencontró sobre la mesa de la cocina un recibo de una compañía

    de gestión de la información llamada Iron Mountain. Una tarde,movido por la curiosidad, decidió llamar por teléfono a esaempresa y descubrió que los papeles de su padre se habían des-truido de forma segura.

    —odo está en venta cuando se paga el precio adecuado—insistió el hombre, sacando un reluciente fajo de billetes—.Piense en todo lo que se puede comprar con veinte mil dólares.

    Depositó el dinero en la mano de Stone y este sintió que eltacto de aquel dinero contenía el sabor de la libertad. Stone habíabarajado la posibilidad de abandonar Brooklyn para siempre, deempezar de nuevo al otro lado del mundo. Allí no había nadapara él, nada de nada.

    —¿Qué le hace estar tan seguro de que se está muriendo?—preguntó Stone tras una pausa.

    —Solo Hashem lo sabe —respondió el hombre—. Pero yo le

    estoy haciendo una oferta ahora.Stone oyó a su padre removerse en su lecho, el goteo de mor-fina, y de repente sintió la imperiosa necesidad de que aquelhombre se marchara.

    —Debe irse —atajó Stone, devolviendo el fajo de billetes aaquel extraño—. Largo.

    —Estoy aquí para ayudarle.—Mi padre no se está muriendo, no se está muriendo. ¿Me oye?

    Stone empujó al comerciante hacia el pasillo, pero estabaseguro de haberle escuchado decir mientras cerraba la puerta:«Volveré, Matthew».

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    Stone se retiró a la habitación de su padre, furioso consigomismo por haber considerado la posibilidad de aceptar el dinero.

    ¿Qué clase de hijo haría una cosa así? Su padre se iba a recuperar,iba a sobrevivir; pero allí, en su lecho de muerte, el Juez parecíaun extraño, una cáscara pálida y marchita de lo que antaño fue.El viejo tenía los ojos cerrados, y Stone observó un leve movi-miento por debajo de los párpados, un signo de vida. De repente,sus ojos se abrieron, mostrando su gélido color azul y su despia-dada mirada, y dijo: «Eres un tipo listo, pero no lo suficiente». ras una larga pausa en la que nunca apartó la mirada de Stone,

    añadió: «odo está en los libros».Stone tenía la seguridad de que su padre trataba de ponerse en

    contacto con él a través de esos libros. El Juez ya no estaba presen-te, pero sus ojos habían recorrido aquellas páginas, sus ideales sehabían forjado a través de las palabras que aparecían escritas anteél. Alguien más se encontraba en la habitación, mirando justo porencima del hombro, como si estuviera pero no, susurrando laspalabras en inglés a medida que estas aparecían en las páginas, super-puestas al mismo tiempo con esa otra lengua extraña y antigua.Encontró un ejemplar encuadernado en cuero de Las mil y unanoches; de la Historia de los pueblos de habla inglesa, de Churchill; delos comentarios de Rashi; un libro colosal sobre los orígenes de laInquisición española; varios textos religiosos; textos legales; doslibros sobre gematría; las obras completas de G. K. Chesterton;una copia encuadernada en seda de Otelo  con un marcador de

    páginas con borlas que le hizo cosquillas en la muñeca.Cuando por fin llegó a la caja en la que había guardado losálbumes de fotos, Stone respiró hondo, sabiendo que lo iba ainvadir una profunda emoción. Aquella era la vida que habíadetrás de su vida, un boceto de sí mismo; en gran medida setrataba de una explicación de cómo iba a ser su futuro y en quése podría convertir. Los álbumes eran pesados y estaban llenosde fotografías en blanco y negro de su padre cuando era niño y

     vivían en Ocean Parkway: el joven Walter y la pobre tía Bunny jugando en el patio delantero, con su ancha cara mongoloideresplandeciendo bajo un curioso gorro de volantes; mientras

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    su padre le ataba los cordones de sus flamantes zapatillas PFFlyers, dejando asomar por la boca la punta de la lengua,

    totalmente concentrado; su padre, sin los dos dientes incisivos,asaltando con un guante de béisbol las gradas de Ebbets Field.El padre de Stone era bajito como él, con la cabeza cubierta poruna mata de pelo y una sonrisa fácil. Vio a su padre como unadolescente feliz y descamisado, con el pelo muy corto al estilomilitar, apoyado despreocupadamente sobre un remo en algúnlago sin nombre. Le parecía imposible creer que aquella sonrisaadolescente perteneciera al viejo. Stone casi nunca lo había visto

    sonreír, y cuando lo hacía, se adivinaba una profunda crueldaddetrás de aquellos ojos calculadores, como si la desgracia delos demás le produjera un inmenso placer. Y entonces, a medidaque profundizaba en las entrañas del álbum, algo había cambia-do en el Juez: había crecido hasta convertirse en un gigante demetro noventa, quince centímetros más de lo que medía Stone.Había experimentado un cambio drástico, pasando de ser unmuchacho americano ordinario de mediados de siglo a con- vertirse en una figura casi mítica. Ya no se asemejaba en nada asu hijo y parecía un hombre distinto.

    En otro álbum Stone encontró fotos suyas de cuando eraniño, en las fiestas de cumpleaños, en los séder  de la Pascua judía,en las cenas de Acción de Gracias: en todas las celebraciones ha-bituales en las que habitualmente aparece una cámara e inmortali-za ese momento para la posteridad. En aquellas fotos no aparecía

    nada extraño y podría haber sido cualquiera de los diez millonesde niños estadounidenses de su misma edad, salvo que en casi to-das había salido desenfocado. En la parte de la fotografía dondedebería haberse encontrado la madre de Stone, sonriendo mien-tras él desenvolvía su regalo de quinto cumpleaños o llorando ensu primer día de clase, no había más que una silueta vacía, comosi alguien hubiera pasado el filo de una navaja sobre el papel foto-gráfico brillante y hubiera raspado la imagen hasta borrarla. Una

     y otra vez su madre había sido eliminada, tachada o extirpada decada fotografía con un par de tijeras, excluida y arrojada al agujerode la memoria del que hablaba Orwell.

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    Stone apenas sentía afecto hacia su madre, que había desapare-cido cuando tenía doce años sin decir una palabra, y, sin embargo,

    albergaba la esperanza de ver en estas fotografías a una familiatodavía unida, feliz e ignorante del futuro que le aguardaba. Seenvolvió en la toga y cogió un pedazo largo de tela, pero en lugardel característico aroma de su padre solo percibió el hedor de supropia marihuana.

    En ese momento, un sobre arrugado de papel de estraza sedeslizó por la parte posterior del álbum esparciendo sobre el sue-lo algunas viejas fotos en blanco y negro con el borde fileteado.

    «Papa Julius», murmuró Stone, cogiendo una foto. El Jueznunca lo había llamado por su nombre, pero su madre habíainsistido en que su hijo lo llamara Papa como muestra de res-peto, como si fuera un indicio de la ruptura que estaba a puntode producirse. Aquel nombre se había grabado en la punta de lalengua del joven Stone, a pesar de que no conocía a su abuelo yde que tenía prohibido pronunciarlo en voz alta cuando su padrese encontraba cerca.

    Le sorprendió mucho comprobar que el Juez había guarda-do aquellas fotos de Julius, ya que, por lo que Stone sabía, no lohabía visto desde que hacía más de cuarenta años se mudara a laparte alta de Columbia. Pero allí estaba su abuelo, difuminadosobre el amarillento papel fotográfico, sonriendo, con un pie so-bre el estribo de un Oldsmobile negro. Otra fotografía: bajo elcartel de Ratner’s Deli, con el puente de Williamsburg al fondo,

     Julius aparecía riendo mientras quitaba un sombrero de la cabezamedio ladeada de Meyer Lansky.«¡El cabrón de Meyer Lansky!», exclamó Stone, riendo.

    «¡Mierda!». Aquella historia, pensó, despertaba en él un destellode orgullo. Solo había visto una vez a su abuelo, justo antes deque muriera, y había sido aleccionado por el Juez para que secomportara como si nunca hubiera existido. Pero si fuera así, sig-nificaba que su padre tampoco habría existido, y eso a su vez

    significaría que tampoco habría llegado a nacer él. Pero Stoneestaba vivo y les pertenecía a ambos; había heredado sus genes,compartido las mismas cadenas de ADN ascendiendo en una

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    doble hélice que giraba como si fuera una escalera mágica haciasu pasado y, al mismo tiempo, hacia el futuro.

    Había docenas de fotos de Julius Stone de los tiempos en losque pertenecía al Sindicato del Crimen. Stone las estudió deteni-damente. Su abuelo no aparentaba ser un asesino; tenía una mi-rada intensa, segura, pero había un travieso destello en ella, comosi estuviera a punto de contar un chiste. Con esos ojos vivarachos,podría haber sido un actor de vodevil o un mago. A Stone le sor-prendió comprobar que su propia constitución se asemejabamucho a la de su abuelo, el asesino de pelo salvaje; cincuenta y

    cinco kilos de dinamita en un cartucho de mecha corta.Stone sintió necesidad de orinar y avanzó hacia al baño trope-

    zando con todo. Alcanzó a ver su rostro en el espejo al pasar. Pormomentos, su imagen aparecía enfocada y desenfocada mientrasla contemplaba con sus propios ojos inyectados en sangre, reves-tidos de una película enfermiza, y no vio la menor chispa en ellos,solo unos profundos posos de tristeza.

    Seguidamente, cuando se quitó la toga de su padre, le sobre- vino un pensamiento extraño. Se veía mucho más bajo, pálido ydemacrado, y tenía la sensación de que su cuerpo era como unpájaro desplumado, como un mamífero rasurado que espera caeren las fauces de cualquier depredador. Pero sabía que, lejos deestar indefenso, reposaba sobre los hombros de dos hombres po-derosos. Sus dedos eran largos y afilados como los de un músico.Su padre se había sentido decepcionado con él por haber tomado

    la decisión de abandonar la carrera de piano cuando era niño, apesar de haber mostrado algunos notables destellos de talento;aunque el Juez esperaba que su hijo se convirtiera en el próximoVladimir Horowitz o Arthur Rubinstein, él no sentía el menorinterés por tocar solo para complacerle, así que lo dejó y no vol- vió a sentarse más delante de un piano. Con los delicados dedosde su mano derecha creó la forma de una pistola y apuntó a supropia imagen que aparecía reflejada en el espejo. «Sube al cielo

    o te lleno el cuerpo de plomo». Stone se echó a reír por primera vez en varios meses, gritando: «Bang, bang, bang, bang, bang».

    —¿Qué demonios está pasando ahí?

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    Probablemente Pinky había vuelto a casa mientras Stone vacia-ba las cajas. Guardó silencio, sin sentirse en absoluto avergonza-

    do, sino más bien irritado por haber sido interrumpido.Pinky se encontraba junto a la puerta del cuarto de baño,oliendo a colonia barata, con el pelo engominado y peinado haciadelante para ocultar sus pronunciadas entradas.

    —Ya te he dicho que en estos momentos no te conviene estarsolo. Vamos, te invito a un trago.

    —No tengo sed —replicó Stone.—En mi casa yo impongo mis reglas, así que te vienes a beber

    conmigo.

    Era una noche fría de septiembre y la ciudad estaba envueltapor una suave neblina que emanaba del río. El subidón de Stonese desvaneció rápidamente y todas sus miserias volvieron a apa-recer como una marea negra. De algún modo, sabía que si salíadel apartamento, dejando tras de sí los libros y las fotografías, esole llevaría a una destrucción prematura. Sería atropellado poralgún conductor despistado, recibiría un disparo durante un atra-co a mano armada o sería asaltado por un chico del barrio conla intención de vaciarle los bolsillos. Nada bueno podía surgir deaquello. Pasearon en silencio por delante de la maraña de grafitisque decoraban la pared del edificio de apartamentos de Pinky.La sombra de su amigo rebotaba con desenvoltura por delante

    de Stone mientras su cabeza oscurecía las palabras que aparecíangarabateadas sobre el muro: « ». res jóvenes negros estaban apostados delante de la tienda de ultra-marinos ip-op, frente a la cabina del teléfono, esperando a quesonara. Pasaron junto a un solar y luego por delante de la peque-ña iglesia Ministros de la Hermandad, donde uno de los predi-cadores del reverendo Randall Roebling Nation gritaba desde unpúlpito situado en un sótano: «Jesús os va a llevar a casa...».

    Stone todavía escuchaba los aplausos y las patadas en el sueloque propinaban los feligreses cuando Pinky y él alcanzaron elpaso elevado de la autopista que unía Brooklyn y Queens, a dos

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    manzanas de distancia. Una limusina de alquiler pasó a su ladohaciendo sonar la bocina y ondeando una bandera puertorrique-

    ña en la antena.El mundo entero estaba lleno de vibraciones estáticas, caó-ticas y aleatorias, que inundaban el aire hasta el punto de hacersaltar las costuras invisibles del universo.

    —Necesito volver a casa —dijo Stone, percibiendo ciertasensación de mareo—. Antes de que suceda algo.

    —No va a pasar nada —le tranquilizó Pinky—. La hierba te vuelve paranoico. No es nada que no pueda arreglar un par de copas.

    —No, escucha —atajó Stone—, tengo que ir a casa. Ahora.Pinky lo agarró bruscamente por los hombros y dijo:—No tienes ninguna casa salvo la mía. ¿Recuerdas? Un par

    de tragos, eso es todo.Sumergidos en el vientre húmedo de la autopista Brooklyn-

    Queens caminaron con el flujo de tránsito junto a una valla dealambre oxidado. Luego giraron a la izquierda en Washington y salieron de debajo de la autopista hasta una calle de un solosentido que se convertía en un callejón sin salida a unos pocoscientos de metros de distancia del Navy Yard, mientras, en lalejanía, la insomne Manhattan aparecía iluminada. Este pequeñotramo de la decadencia urbana parecía ser el último campo de ba-talla de la Revolución Industrial. Las carretillas elevadoras se agol-paban sobre las aceras de forma desordenada, algunas de ellascon sus puntas de plata todavía levantadas. El metal retorcido se

    amontonaba en varias pilas colocadas junto a unos desvencijadosalmacenes cubiertos de grafitis mientras un bidón ardía en unaesquina. A pesar de lo tarde que era, en algún punto lejano uncamión de helados tocaba una triste canción infantil.

    Por alguna razón, Stone sintió una punzada en la parte pos-terior de su cráneo que le hizo presentir el peligro y se volvióhacia el paso elevado, donde vio, a través del resplandor del fuegoque emanaba del bidón, tres figuras que salían de la sombra de la

    autopista, vestidas de negro, con su sombreros encasquetados enla cabeza como chimeneas. Luego oyó algunos murmullos con-fusos en yiddish. Santo Dios, pensó, recordando al hombre que

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    había rasgado su traje durante el funeral de su padre. No podíaescapar de ellos. Mientras caminaba por las decadentes calles del

    barrio de Pinky, era fácil pensar que aquel era otro planeta, llenode grafitis, de partidas de dados, de pobreza institucionalizada y de deterioro urbano, pero seguía siendo Brooklyn, y Stone sedio cuenta de que, cuanto más se alejaba de Midwood, más cercaestaba de la colonia ultraortodoxa de Williamsburg.

    —Bueno, ya hemos llegado —anunció Pinky, haciendo ungesto como si ejerciera de maestro de ceremonias en un espectá-culo itinerante de tercera.

    Una pequeña escalera iluminada por una sola bombilla des-nuda conducía al sótano de un edificio de ladrillo rojo, dondebrillaban en los pisos superiores los restos de las ventanas rotas.En la puerta colgaba un cartel coloreado que rezaba, « , *». La música sonaba al otro lado deuna desvencijada puerta de acero.

    —¿Cómo descubriste este lugar?—Será mejor que no lo sepas —respondió Pinky—. Después

    de ti.El Catbird Seat era poco más que un refugio nuclear reuti-

    lizado que se encontraba en el sótano de una planta embotella-dora abandonada que había sido incendiada por los pirómanosen los años setenta. Las paredes de ladrillo estaban pintadas deun color intenso oro y púrpura y estaban decoradas con chi-llones cuadros abstractos flanqueados por candelabros creados

    con piezas de maquinaria industrial. Entraron en una sala cu-bierta por un techo bajo de estaño y sumida en color azul por elhumo de los cigarrillos. Un grupo de estudiantes con aspecto deartistas lánguidos se reían alrededor de una larga mesa coloca-da bajo un viejo cartel publicitario que decía: « :

    * En el original, Hit sign. Win suit . Se trata de un cartel publicitario que colocó en1931 el empresario y político Abe Stark bajo el marcador del estadio de béisbolEbbets Field, donde jugaban los Brooklyn Dodgers. Según esta campaña, si un jugadorconseguía golpear con la pelota en el cartel, recibiría gratis un traje de su estable-cimiento. Este cartel se hizo muy famoso y apareció en muchas películas y programasde televisión. (N. del T.)

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    ». Uno de ellos lucía unas patillasgruesas con la forma del estado de California; otro llevaba una

    chaqueta del ejército con la palabra «vulgar» garabateada con unrotulador negro en la espalda. Una chica con coletas rubias y un brillo en sus mejillas reía alegremente. La estancia soloestaba iluminada por la luz de unas velas. Stone en una mesapequeña cercana y advirtió entre la parpadeante luz amarilla lascaras dibujadas de los estudiantes. « -, rezaba otro cartel vintage,  y Stone imaginó que erangrandes trabajadores industriales deformados por el polvo de

    carbón, el amianto, las cenizas y los gases.—e traeré una bebida doble —dijo Pinky, encendiendo un

    cigarrillo.Aquella no era una buena idea, pensó Stone. odas aquellas

    personas se asemejaban a una cuadrilla de muertos vivientes.Encontró un asiento frente a una mesa vacía que acababa de dejarlibre una pareja que se estaba manoseando. enía la boca seca ysolo deseaba beber un vaso de agua. Pinky se quedó en la barra y se acercó a la camarera pelirroja, susurrando algo que quedóahogado por el sonido de la música.

    Mientras esperaba sentado a solas en la mesa, los pensamien-tos de Stone se sumieron de nuevo en el recuerdo de su padre, delfuneral, del sonido horrible de los grumos de tierra golpeandocontra la tapa del ataúd. Eran más de la una de la madrugada  y el Juez seguiría presente durante toda la noche, durante todo el día

    siguiente, durante todo el invierno y durante todo el año; y allí sequedaría, o, al menos, permanecerían sus restos, hasta que que-dara completamente olvidado, sin ser llorado por nadie. Aquellaidea le resultaba demasiado insoportable e hizo que se quedarasin aire. Quería irse a casa, pero Pinky ya se dirigía hacia la mesa,luciendo una sonrisa retorcida en su rostro.

    Deslizó un vaso de líquido claro sobre la mesa y levantó elsuyo. «L’chaim. ¡Por la vida!», exclamó, y vació el vaso de un solo

    trago.Stone hizo lo propio, pero, fuera lo que fuera el matarratas

    que le trajo Pinky, en seguida se le subió a la garganta. Sin

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    embargo, volvió a engullirlo, con los ojos llorosos y el estómagoardiendo.

    —¿Qué diablos es esto?—Es vodka, amigo mío —respondió Pinky—. No es deprimera calidad, pero da el pego.

    —Creo que voy a vomitar —anunció Stone.—Menudo marica estás hecho —se burló Pinky, aunque a

    Stone no le hizo ninguna gracia ese comentario—. Ponte lospantalones como un hombre y bébetelo.

    Cuando Stone consiguió recuperar la compostura, Pinky le

    alborotó el cabello y dijo:—Para dentro, de un trago. Así es como se hace, amigo mío.Pinky no era su amigo, pero a Stone, bajo los efectos del

    doble trago de vodka, le invadió un ramalazo de sensiblería, ysus ganas de hablar fueron más fuertes que su deseo de dejarplantado a Pinky y huir a toda prisa a la relativa comodidad quele proporcionaba su desnudo colchón.

    —¿Alguna vez has imaginado qué nos ocurre cuando mori-mos? ¿Has pensado realmente en eso?

    —Si he de ser sincero —respondió Pinky—, no. Jugueteó con su gruesa cadena de oro, metiéndola y sacándo-

    la de su camiseta de los New York Jets.—Me encontraba presente cuando murió —explicó Stone—.

    El viejo estaba allí, y, de repente, dejó de estarlo. Primero hay algo y luego nada. Yo estaba con él y, al instante, me encontraba solo.

    Es casi imposible entender cómo alguien puede existir y no existir.¿Sabes a lo que me refiero? El viejo estaba vivo. Vivía. Y ahora...—e escucho, hermano —dijo Pinky—. Pero en serio.—En serio, ¿qué? —preguntó Stone.—Quiero decir, lo entiendo, comprendo que la vida es una

    ilusión y que no sabemos si estamos aquí o no, que tal vez sim-plemente somos el sueño de alguien o que la ierra no es másque el moco cósmico de un gigante que vuela por el espacio y

    nosotros una especie de hormigas o de algo que vive convencidoque es importante cuando en realidad no lo es. Sin embargo, alfinal todos acabamos muriendo. Esa es la única verdad.

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    A la luz de la vela, la pálida tez cetrina de Pinky resultabatodavía más repulsiva que cuando se encontraba bajo la intensa

    luz del día. Stone quería sentir lástima de él, pero sabía que la vida del ignorante era una existencia feliz y, por unos instantes,sintió deseos de cambiarse por Pinky para saber cómo se sienteuno siendo un idiota feliz al que solo le preocupa satisfacer susinstintos más primarios. Observó con desagrado a Pinky durante varios segundos, pero necesitaba hablar, escuchar en voz alta suspalabras, hacerlas realidad y, de ese modo, encontrar un lugaradecuado donde vaciar sus emociones.

    —Sabes que murió en un abrir y cerrar de ojos. Me refieroal Juez. Los latidos de su corazón dieron paso a un estertor en lagarganta. ¿Sabías que los estertores existen? Y luego, el ruido sedetuvo. Al principio su semblante era el de siempre, salvo quizápor los ojos, pero ya no se encontraba allí; y en seguida, no sécuánto tiempo después, había desaparecido. No quedaba en él elmenor rastro de vida. ¿A dónde se fue? —se preguntó Stone—.¿A dónde se fue?

    —No tengo ni puta idea —atajó Pinky—. Si lo que buscasson respuestas, mejor acude a un sacerdote o a un profesor. Yosolo estoy aquí para hacer que te diviertas un poco.

    —La verdad es que en este momento no me apetece diver-tirme —repuso Stone, lamentando su intento de compartir sussentimientos con Pinky.

    —Pronto te sentirás mejor, solo necesitas tiempo —explicó

    Pinky, estirando el cuello y apuntando hacia una chica delgadade labios carnosos—. Mira esa furcia de allí. ¿Por qué no empie-zas por ella?

    —Necesito otro trago —atajó Stone, al que, en realidad, ledaba igual lo que le trajera Pinky; solo quería estar de nuevo asolas con sus pensamientos.

    —Está bien, pero la próxima ronda corre de tu cuenta —dijoPinky, levantándose de la mesa—. Solo te estoy tocando las

    pelotas. Ya invito yo, amigo.Aquel local oscuro y parpadeante latía como un corazón y

    los cuerpos se apretaban tan estrechamente que Pinky se perdió

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    rápidamente de su vista. Las bocas ardían como estrellas anaran- jadas cuando extraían los cigarrillos y exhalaban el humo. Una

    canción de Nico, que Stone había escuchado una y mil vecesun fin de semana que pasó con su novia durante su primer añoen Wesleyan, sonaba envuelta en la oscuridad. Era una canciónacústica, triste y hermosa, que constaba de un sencillo rasgueo dela guitarra; la voz quebrada y ronca de la intérprete, ese acentobajo y cargado de decepción, seguidamente ascendía cargado deesperanza a través de las cuerdas. A pocos metros de distancia,una muchacha flaca y alta ataviada con un gorro de lana verde y

    gafas de sol oscuras tarareaba la letra de la canción. Las puntasde su cabello pelirrojo asomaban por la parte inferior del gorro y contrastaban con la palidez de sus mejillas. La joven estabaprácticamente plana, e iba vestida con unos pantalones sueltosde campesino color negro y una chaqueta rasgada de punto gris.Cuando la vio encoger las mejillas para dar una bocanada a sucigarrillo, Stone pensó que parecía un elfo adolescente. La chicabailaba sin apenas moverse, girando lentamente como la melaza, y aunque llevaba los ojos ocultos tras unas gafas oscuras, notóque estaba cantando hacia él.

    Sería obsceno, incluso vulgar, tratar de seducir a una mujer enun momento como ese, teniendo en cuenta todas las cosas que supadre jamás volvería a hacer.

    —¿Le importa si me siento aquí?Stone no había reparado en el hombre que se aproximaba a él

     y, sin pensarlo dos veces, le invitó a sentarse. Después de todo,el bar estaba lleno de gente y habría sido una desconsideraciónnegarle el asiento. El hombre llevaba un traje que parecía encon-trarse fuera de lugar en un sitio como el Catbird Seat, tenía diezo quince años más que Stone y una complexión fuerte y robustaque delataba su posible pasado como atleta. Lucía una barba dechivo perfectamente aseada y una tez cetrina rematada con unaenorme marca de nacimiento circular oscura en la mejilla dere-

    cha. Su deforme nariz se diría que se le había roto en multitudde ocasiones; sus ojos eran pequeños y de color marrón intenso.Stone se volvió hacia la joven, pero esta había desaparecido.

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    —Parece que se te ha escapado una buena oportunidad.El hombre no sonrió ni frunció el ceño y su rostro inescru-

    table permaneció inexpresivo, pero había algo en su manera demoverse mientras encendía un cigarrillo en la vela, inclinandoel cuello hacia un lado como si tratara de aliviar una contractura,que atrajo la atención de Stone. Aquel hombre había estado en elfuneral de su padre, en la loma cubierta de hierba, con un teleob- jetivo pegado en la cara. Se había mantenido lo bastante alejadode Stone como para ocultarle sus rasgos, pero la manera en la queestiraba su cuello resultaba inconfundible.

    —¿Qué estaba haciendo en el funeral de mi padre?—Créeme, siento mucho su pérdida —respondió el hombre.—¿Es usted periodista? —preguntó Stone. Aquel tipo no

    tenía el aspecto desaliñado de los periodistas. El traje era impeca-ble y limpio, y el nudo Windsor de su corbata, a pesar de la hora,aún se mantenía apretado y firme, como si acabara de deslizarlaalrededor del cuello.

    —Déjame que te invite a una copa.—No tengo nada que declarar —atajó Stone—. Y si piensa

    que lo único que necesita para que comience a hablar de mipadre es invitarme a una copa, está muy equivocado.

    —Como quieras —aceptó el hombre, dando una calada a sucigarrillo.

    Stone escudriñó la barra en busca de Pinky, ansioso de queregresara con las bebidas, pero su amigo no aparecía por ningún

    lado. Stone tuvo la tentación de recoger sus cosas y marcharsede allí en lugar de sufrir el incómodo silencio de aquel desco-nocido, pero sentía cierta curiosidad. ¿Por qué el fotógrafo lesiguió hasta allí si lo acababa de ver en el cementerio? ¿Qué eslo que quería?

    Aquel hombre parecía estar disfrutando del incómodo silencio,como si supiera que Stone sería el primero en romperlo. Lanzóuna bocanada de humo hacia el aire, guiñó un ojo a Stone y dio

    otra larga calada con aire satisfecho.—Muy bien —dijo finalmente Stone—. ¿Va a decirme quién

    es usted?

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    Sin mediar palabra, el desconocido colocó una pequeña tarjetade visita rectangular sobre la mesa que había entre ellos. En la es-

    quina superior derecha se leía: « -». Y luego, centrada en mayúsculas: « : . ».

    La vaga inquietud que Stone llevaba sintiendo durante todala noche se agolpó en su pecho y, aunque trató de aclarar la voz para responder, fue incapaz de hacerlo. Su premonición deque iba a suceder algo fatídico había sido correcta y sintió queuna sensación de náusea se arremolinaba en sus entrañas. Algo

    grave estaba a punto de suceder, algo para lo que no estaba enabsoluto preparado.

    —Bueno, Matthew, seamos claros —comenzó Zohar—. Noestás metido en ningún lío, solo quiero hacerte algunas preguntas.

    —¿Y si no quiero contestar? —alcanzó a responder Stone.Zohar se echó a reír y dijo:—No tienes nada de qué preocuparte. Solo quiero hacerte

    unas cuantas preguntas sencillas. No será gran cosa. Relájate.—No tengo nada que decir sobre mi padre.—Pareces muy convencido de que estoy interesado en tu

    padre y no en ti. Como verás, ya me has dicho algo.Stone se levantó de la mesa, pero Zohar lo agarró por la

    muñeca y le obligó a sentarse de nuevo—En ese caso, será mejor que me escuches. Escuchar no hace

    daño a nadie, ¿verdad? —Zohar bebió algo a través de una pajita

    transparente, depositó el vaso sobre la mesa y miró a Stone a losojos—. ú entiendes de Historia, has leído mucho, has disfru-tado de una buena educación y sabes muchas cosas. Ya conocesel viejo dicho: los que olvidan la Historia están condenados arepetirla. Por ahí van los tiros. ú naciste el mismo día en el queonce atletas israelíes fueron asesinados en la Villa Olímpica deMúnich. Efectivamente, sé que tu cumpleaños es dentro de seisdías. oda una violenta bienvenida al mundo. Por supuesto, tú no

    recuerdas, aunque te lo contaron después, que tu padre pasó todoel día viendo en las noticias de la ABC el relato que hacía Peter Jennings sobre la masacre, y hasta el día siguiente, cuando todos

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    los rehenes estaban muertos, no fue a ver cómo dormías en laincubadora de la sala de maternidad.

    Stone permaneció quieto, inmóvil. El Juez ni siquiera sehabía preocupado de ir a visitar a su hijo recién nacido. ampoco sepreguntó cómo Zohar sabía eso, porque encajaba perfectamente conel comportamiento que su padre había demostrado durante todasu vida. Sacó un cigarrillo de su mochila y lo encendió. Le tembla-ban las manos y el humo no logró aplacar sus nervios.

    —Así que no sabías que tu padre estaba demasiado ocupadopara ir a verte —inquirió Zohar—. Lo siento.

    Stone hizo todo lo que pudo para no responder, canalizandola fuerza y la voluntad de su padre, pero no pudo contenerse.

    —Está mintiendo.—Así que ahora mantenemos un diálogo —replicó Zohar,

    sonriendo—. Ya hemos avanzado algo.—No voy a decir una palabra más.—Eso explicaría muchas cosas, ¿no? u padre nunca tuvo

    tiempo para ti. Ni siquiera el día de tu nacimiento.—Eso no es cierto.—¿Acaso puedes negarlo?—Esto es acoso. No he hecho nada malo. ¿No ve que estoy de

    luto? —Stone volvió a quedarse sin aliento y apenas fue capaz deintroducir aquel aire lleno de humo en sus pulmones.

    —Déjame que te cuente una historia —dijo Zohar—. Solopara poner las cosas en contexto y para que sepas cuál es tu

    situación.—No necesito escuchar una historia.—¿En serio? —replicó Zohar—. ¿Sabías que tu abuelo y

    Meyer Lansky entregaron grandes sumas de dinero al movimien-to revisionista, un dinero que se canalizó directamente a laorganización paramilitar Irgun, un dinero con el que se financióel bombardeo del hotel Rey David?

    —¿Y qué? Eso sucedió hace un millón de años, si es que real-

    mente ocurrió. ¿Por qué me habla de mi abuelo? Solo lo vi una vez. Lo que hiciera o dejara de hacer en su retorcida vida no tienenada que ver conmigo.

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    —Porque guarda relación con tu padre —respondió Zohar—. Ya sabes el dicho: de tal palo, tal astilla.

    —No diga tonterías —rechazó Stone—. Mi padre fue undefensor de la ley, luchó contra el crimen organizado. Fue aboga-do y juez y, además, odiaba a Julius.

    —¿Igual que tú odiabas a tu padre?—No estoy hablando de él —replicó Stone, sintiendo un tor-

    bellino en el estómago.—u padre también era un sionista convencido, miembro

    del grupo juvenil Betar, cofundador y presidente de la Funda-

    ción Eretz. Ejerció como asesor de la Corte Suprema de Israel,ayudando a extraditar y a procesar a los presuntos criminales deguerra nazis, sobre todo a John Demjanjuk, cuya verdadera iden-tidad se sospechaba que era la del infame Iván el errible, el jefedel campo de exterminio de reblinka. Demjanjuk fue extradita-do a Israel y condenado a muerte. La sentencia fue anulada mástarde por el ribunal Supremo israelí, que devolvió a Demjanjuka los Estados Unidos, alegando mala conducta por parte de unosfiscales demasiado entusiastas.

    —Ya veo adónde va a parar todo esto —atajó Stone, lleno derabia por aquella cruel intrusión en su dolor más personal—. Y he oído más que suficiente. ¿No puede mostrar al menos unpoco de humanidad y dejarme llorar tranquilo?

    Stone apartó la silla de la mesa y se levantó. Corre, corre,pensó. Pero sus piernas se habían entumecido y acabó mezclado

    con la multitud de hipsters. Luego pasó junto a la chica flaca quele había cantado y le dijo:—No estés tan triste, querida. La vida es una locura para todos.Zohar lo seguía, y sint