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IMPRIMIR EL JARDIN DE LOS CEREZOS ANTON CHÉJOV

El jardín de los cerezos

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La obra El jardín de los cerezos del Anton Chejov

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EL JARDIN DE LOS CEREZOS

ANTON CHÉJOV

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PERSONAJES:

LIUBOV ANDRÉIEVNA RANIÉVSKAIA, terrateniente

ANIA, su hija, 17 años

VARIA, su hija adoptiva, 24 años

LEÓNID ANDRÉIEVICH GÁIEV, hermano de Raniévkaia

ERMOLAI ALEXÉIEVICH LOPAJIN, comerciante

PIOTR SERGUÉIEVICH TROFIMOV, estudiante

BORIS BORISÓVICH SIMEÓNOV-PISCHIK, terrateniente

CHARLOTTA IVANOVNA, institutriz

SEMIÓN PANTELÉIEVICH EPIJODOV, contable

DUNIASHA, doncella

FIRS, lacayo, viejo de 87 años

YASHA, lacayo joven

UN VIANDANTEEL JEFE DE ESTACIÓN

UN EMPLEADO DE CORREOS

INVITADOS, CRIADOS

La acción transcurre en la finca de L.A. Raniévskaia.

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ACTO PRIMERO

Estancia que aún sigue llamándose cuarto de niños. Una de las puertas

conduce a la habitación de Ania. Rompe el día, pronto saldrá el sol.

Ya es mayo, los cerezos están en flor, pero en el jardín hace frío, hay

escarcha. Las ventanas de la habitación están cerradas. Entran

DUNIASHA con una vela y LOPAJIN con un libro en la mano.

LOPAJIN.- El tren ha llegado, gracias a Dios. ¿Qué hora es?

DUNIASHA.- Pronto serán las dos. (Apaga la vela.) Ya amanece.

LOPAJIN.- ¿Qué retraso lleva el tren? Unas dos horas, por lo menos.

(Bosteza y se estira.) Yo sí que he hecho el tonto. ¡Vaya imbécil! He

venido aquí expresamente para salir a recibirlas en la estación y se me

ha hecho tarde por dormir... Me he dormido en una silla. Es una

pena... Podías haberme despertado.

DUNIASHA.- Creía que había salido. (Aguzando el oído.) Me parece

que ya están llegando.

LOPAJIN (aguzando el oído).- No... Entre retirar el bagaje, una cosa y

otra... (Pausa.) Liubov Andréievna acaba de pasar cinco años en el

extranjero, no sé si habrá cambiado mucho... Es una buena persona.

Es agradable, sencilla. Recuerdo que una vez, siendo yo todavía un

mozalbete -tendría unos quince años-, mi difunto padre, que entonces

tenía un comercio aquí, en la aldea, me dio un puñetazo en la cara y

me hizo sangrar por la nariz. . . Habíamos venido juntos a este patio,

no recuerdo para qué, y él estaba bebido. Recuerdo como si fuera

ahora mismo que Liubov Andréievna, aún muy joven y delgadita, me

condujo a un lavabo, aquí, a esta misma estancia, al cuarto de los

niños. "No llores, chavalín -me dijo-, para cuando te cases ya te

habrás curado"... (Pausa.) Me llamaba pequeño mujik... Mi padre fue

un mujik, es cierto, pero yo, ya ves, llevo chaleco blanco y zapatos de

color. Con hocico de cerdo comiendo pasteles... Sí, soy rico; dinero,

tengo mucho, pero si uno piensa y lo examina bien, el mujik, mujik se

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queda... (Hojeando el libro.) Mira, he leído el libro y no he

comprendido nada. Me he quedado dormido leyendo. (Pausa.)

DUNIASHA.- Los perros no han dormido en toda la noche, ventean el

regreso de los amos.

LOPAJIN.- Qué te pasa, Duniasha; te veo tan...

DUNIASHA.- Me tiemblan las manos. Me va a dar un desmayo.

LOPAJIN.- Eres demasiado fina, Duniasha. Y te vistes y te peinas

como una señorita. Eso no está bien. No hay que olvidar lo que es uno.

Entra EPIJODOV con un ramo de flores; lleva chaqueta y botas muy

lustrosas, que crujen fuertemente; al entrar, se le cae el ramo.

EPIJÓDOV (levanta el ramo). -Lo manda el jardinero; dice que son

para el comedor. (Entrega el ramo a Duniasha.)

LOPAJIN.- Y a mí me traes un poco de kvas.1

DUNIASHA.- Está bien. (Sale.)

EPIJÓDOV.- Está helando, con tres grados bajo cero, y los cerezos,

todos en flor. No puedo aprobar este clima nuestro. (Suspira.) No

puedo. Nuestro clima no puede favorecernos. Y a esto, Ermolái

Alexéievich permítame aún añadir lo siguiente: anteayer me compré

unas botas y me permito asegurar que crujen de manera imposible.

¿Con qué podría untarlas?

LOPAJIN.- Déjame. Me tienes harto.

EPIJÓDOV.- Todos los días me ocurre alguna desgracia. No me que-

jo, ya estoy acostumbrado y hasta me río.

Entra DUNIASHA, sirve kvas a Lopajin.

EPIJÓDOV.- Me voy. (Tropieza con una silla, que cae.) Ya ve... (Casi

con aire de triunfo.) Ya ve, perdone la expresión, qué circunstancia...

de todos modos... ¡Es, sencillamente extraordinario! (Sale.)

1 Kvas: bebida refrescante fermentada a base e pan de centeno.

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DUNIASHA.- He de confesarle, Ermolái Alexéievich, que Epijódov

me ha pedido la mano.

LOPAJIN.- ¡Ah!

DUNIASHA.- No sé qué hacer... Es un hombre pacífico, sólo que, a

veces, cuando empieza a hablar, no hay manera de comprenderle.

Habla bien y con sentimiento, pero no se le entiende. Parece que me

gusta. Me ama locamente. Es un desdichado, todos los días le pasa

algo. Por esto se burlan de él llamándole saco de desgracias...

LOPAJIN (escuchando con atención).- Están llegando, me parece...

DUNIASHA.- ¡Ya llegan! Pero qué me pasa... me he quedado fría.

LOPAJIN.- En efecto, llegan. Vamos a recibirles. ¿Me reconocerá

ella? Hace cinco años que no nos vemos.

DUNIASHA (muy agitada).- Voy a caerme... ¡Ay, que me caigo!

Se oye llegar dos coches a la casa. Lopajin y Duniasha salen

rápidamente. La escena queda vacía. Las habitaciones vecinas se

llenan de ruido. Entra, apoyándose en un bastón, y cruza apre-

suradamente la escena FIRS, que ha ido a esperar a Liubov

Andréievna; lleva una vieja librea Y un sombrero alto; dice entre

dientes algunas palabras, pero no es posible comprenderle. El ruido en

las habitaciones contiguas aumenta. Una voz: "Pasernos por aquí..."

Entran, con vestidos de viaje, LIUBOV ANDRÉIEVNA, ANIA Y

CHARLOTTA IVANOVNA, que lleva un perrito sujeto a una cadena;

entra VARIA con abrigo y pañuelo de cabeza; GÁIEV,

SIMEÓNOV-PISCHIK, LOPAJIN, DUNIASHA con un atadijo y un

paraguas; entran luego criados con el equipaje todos atraviesan la

escena.

ANIA.- Por aquí. ¿Te acuerdas, mamá, qué cuarto es éste?

LIUBOV ANDRÉIEVNA (gozosa, con lágrimas en los ojos)-¡El de

los niños!

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VARIA.- Qué frío, se me han quedado heladas las manos. (A Liubov

Andréievna.) Sus habitaciones, mamita, la blanca y la violeta, están

como antes.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- El cuarto de los niños, mi maravilloso y

querido cuarto... Aquí dormía yo cuando era pequeña... (Llora.) Ahora

también soy como una niña pequeña... (Besa a su hermano, luego a

Varia, después otra vez a su hermano.) Varia no ha cambiado, sigue

pareciendo una monjita. También he reconocido a Duniasha... (Besa a

Duniasha.)

GÁIEV.- El tren ha llegado con dos horas de retraso. ¿Está bien eso?

¡Vaya servicio!

CHARLOTTA (a Pischik).- Mi perro también come avellanas.

PISCHIK (sorprendido).- ¡Hay que ver!

Salen todos menos Ania y Duniasha.

DUNIASHA.- Cuánto tiempo esperando... (Ayuda a Ania a quitarse el

abrigo y el sombrero.)

ANIA.- No he dormido en las cuatro noches del viaje. . . Estoy helada.

DUNIASHA.- Se fueron por cuaresma; entonces había nieve, hacía

mucho frío, ¿Y ahora? ¡Querida mía! (Se ríe, la besa.) Cuánto tiempo

esperándola, encanto, lucero. Tengo que decirle una cosa ahora

mismo, no puedo esperar más...

ANIA (sin brío).- ¿Otra vez ha ocurrido?...

DUNIASHA.- El contable Epijódov, después de Pascua, me pidió la

mano...

ANIA.- Tú siempre piensas en lo mismo... (Arreglándose los cabe-

llos.) He perdido todas las horquiIlas. . . (Está muy fatigada; hasta se

tambalea.)

DUNIASHA.- No sé qué pensar. ¡Me quiere, me quiere tanto!

ANIA (mira la puerta de su habitación; dulcemente).- Mi habitación,

mis ventanas; parece como si no hubiera estado fuera. ¡Estoy en casa!Mañana por la mañana me levantaré, correré al jardín... ¡Oh, si

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pudiera dormirme! No he podido conciliar el sueño en todo el viaje,

me agobia la inquietud.

DUNIASHA.- Anteayer llegó Piotr Sergueich.

ANIA (alegre).- ¡Petia!

DUNIASHA.- Duerme en la caseta de baño, se ha instalado allí. Tiene

miedo de estorbar, dice. (Mirando su reloj de bolsillo.)- Hay que

despertarle, pero Varvara Mijáilovna ha dicho que no. No le

despiertes, me ha dicho.

Entra VARIA; lleva un manojo de llaves en la cintura.

VARIA.- Duniasha, el café, pronto... Mamita quiere café.

DUNIASHA.- Ahora mismo. (Sale.)

VARIA.- Bueno, gracias a Dios, habéis llegado. Otra vez estás en

casa... (Acariciando a Ania.) ¡Ha vuelto el alma mía! ¡Ha venido mi

hermosa niña!

ANIA.- No, sabes lo que he tenido que aguantar.

VARIA.- ¡Me lo imagino!

ANIA.- Nos marchamos por Semana Santa, entonces hacía frío.

Charlotta se pasó todo el viaje hablando y haciendo juegos de manos.

No sé por qué me hiciste acompañar por Charlotta...

VARIA.- No podías irte sola, alma mía. ¡A los diecisiete años!

ANIA.- Cuando llegamos a París, hacía frío, nevaba. Hablo el francés

horriblemente mal. Mamá vivía en un quinto piso; voy a su casa y me

encuentro allí a unos franceses, a unas damas, a un viejo cura con su

librito en la mano, todo lleno de humo, tan poco acogedor... De pronto

sentí mucha pena por mamá, tanta pena, que le abracé la cabeza, la

estreché contra mí sin poder soltarla Mamá, luego, no hacía más que

acariciarme, lloraba...

VARIA (entre lágrimas).- No me lo digas, no me lo digas...

ANIA.- Marná había vendido ya su villa, cerca de Menton, y no le

quedaba nada, nada. Yo también estaba sin un kopek; apenas nos ha

llegado el dinero para volver. ¡Y mamá, como si nada! Nos

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sentábamos a comer en la cantina de una estación, y pedía lo más

caro; además, a los camareros todo era darles propinas de rublo.

Charlotta, lo mismo. Yasha también exigía sus porciones, era

horrible. Yasha, sabes, es un lacayo de mamá; lo hemos traído...

VARIA.- Ya he visto al canalla.

ANIA.- Bueno, aquí, ¿qué? ¿Se han pagado los intereses?

VARIA.- ¿Con qué?

ANIA.- Dios mío, Dios mío...

VARIA.- En agosto se venderá la finca...

ANIA.- Dios mío...

LOPAJIN (mira por la puerta y muge).- Mu-u-u… (Sale.)

VARIA (entre lágrimas).- De buena gana le daría yo... (Amenaza con

el puño.)

ANIA (abraza a Varia, quedamente). -Varia, ¿te ha pedido la mano?

(Varia mueve negativamente la cabeza.) Pero él te ama. ¿Por qué no

os explicáis? ¿Qué estáis esperando?

VARIA.- Creo que todo quedará en agua de borrajas. Él está muy

ocupado, no tiene tiempo para pensar en mí… ni me presta la menor

atención. ¡Que Dios le guarde! A mí, hasta me resulta penoso verle...

Todo el mundo habla de nuestra boda, todo el mundo me felicita, y en

realidad, no hay nada, todo es como un sueño... (Cambiando de tono.)

Llevas un broche que parece una abeja.

ANIA (apenada).- Me lo ha comprado mamá. (Entra en su habitación

y dice alegremente, como una niña.) ¡En París he volado en globo!

VARIA.- ¡Ha vuelto el alma mía! ¡Ha vuelto mi hermosa!

DUNIASHA ya ha regresado con una cafetera y prepara el café.

VARIA (de pie, cerca de la puerta). -Yo me paso todo el día ocupada

en las cosas de la casa, alma mía, y sueño sin cesar. Quisiera casarte

con un hombre rico y entonces estaría más tranquila, me iría a algún

convento y luego a Kiev... a Moscú... y así peregrinaría siempre por

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los lugares santos... Iría de uno a otro, de uno a otro. ¡Sería tan

hermoso!...

ANIA.- Los pájaros cantan en el jardín. ¿Qué hora es?

VARIA.- Ya deben ser más de las dos. Ya es hora de que te acuestes,

alma mía. (Entrando en la habitación de Ania.) ¡Sería tan hermoso!

Entra YASHA con una manta y una bolsa de viaje.

YASHA (atraviesa la escena, pregunta cortés).- ¿Se puede pasar por

aquí?

DUNIASHA.- No hay modo de reconocerle, Yasha. ¡Cómo ha

cambiado en el extranjero!

YASHA.- Hum... ¿Y usted quién es?

DUNIASHA.- Cuando usted se fue de aquí, yo era así... (Acerca la

mano al suelo.) Soy Duniasha, la hija de Fiódor Kozoiédov. ¡No se

acuerda!

YASHA.- Hum... ¡Pollita mía! (Mira en torno y la abraza, ella lanza

un grito y deja caer un plato Yasha se va rápidamente.)

VARIA (a la puerta, enojada). - ¿Qué pasa aquí?

DUNIASHA (entre lágrimas). -He roto un platito...

VARIA.- Eso trae suerte.

ANIA (saliendo de su habitación). -Hay que advertir a mamá: Petia

está aquí...

VARIA.- He ordenado que no le despierten.

ANIA (pensativa). -Hace seis años, murió mi padre; un mes más tarde

se ahogó en el río mi hermano Grisha, un muchachito de siete años,

muy simpático. Mamá no pudo soportarlo y se fue, se fue sin volver la

cabeza... (Estremeciéndose.) ¡Si supiera ella cómo la comprendo!

(Pausa.) Petia Trofimov era, entonces, el maestro de Grisha; ahora

podría avivar el doloroso recuerdo...

Entra FIRS; lleva chaqueta y chaleco blanco.

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FIRS (se acerca a la cafetera, preocupado).- La señora comerá aquí...

(Se pone unos guantes blancos.) ¿Está preparado el café?

(Severamente, a Duniasha.) ¡Eh, tú! ¿Y la nata de la leche?

DUNIASHA.- ¡Ay, Dios mío!... (Sale rápidamente.)

FIRS (atareado, cerca de la cafetera). -¡Eh, qué torpe!... (Rezongando

para sí.) Han llegado de París. .. Antes, también el señor iba a París...

en coche tirado por caballos... (Se ríe.)

VARIA.- ¿Qué estás diciendo, Firs?

FIRS.- ¿Qué manda? (Con alegría.) ¡Ha vuelto mi señora! ¡He podido

verla! Ahora ya puedo morir, no importa... (Llora de alegría.)

Entran LIUBOV ANDRÉIEVNA, GÁIEV Y SIMEÓNOV-PISCHIK;

esté último con casaca de paño fino y pantalones bombachos. Gáiev, al

entrar, hace movimientos con los brazos y con todo el cuerpo como si

jugara al billar.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Cómo era esto? A ver, deja que lo

recuerde. . ¡Carambola en un ángulo! ¡Doblete en el centro!

GÁIEV.- ¡Pico al ángulo! En otro tiempo, hermana mía, tú y yo

dormíamos en esta misma habitación, y ahora, por raro que parezca,

tengo cincuenta y un años...

LOPAJIN.- Sí, el tiempo pasa.

GÁIEV.- ¿Cómo?

LOPAJIN.- Digo que el tiempo pasa.

GÁIEV.- Aquí huele a pachulíes.

ANIA.- Me voy a dormir. Buenas noches, mamá. (Besa a su madre.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Mi pequeña, mi adorada. (Le besa las ma-

nos.) ¿Estás contenta de encontrarte en casa? Yo no puedo recobrarme

de la emoción.

ANIA.- Adiós, tío.

GÁIEV (le besa la cara y las manos).- ¡Que Dios te guarde! ¡Cómo te

pareces a tu madre! (A su hermana.) Cuando tenías sus años, Liuba,

eras exactamente como ella.

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Ania da la mano a Lopajin y a Pischik, sale y cierra la puerta.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Está muy fatigada.

PISCHIK.- El camino ha sido largo, naturalmente.

VARIA (a Lopajin y a Pischik). -¡Señores! Son casi las tres, es hora

de terminar.

LIUBOV ANDRÉIEVNA (riéndose). -Tú siempre la misma, Varia.

(La atrae hacia sí y la besa.) Tomaré el café y luego nos iremos todos.

(Firs le pone una almohadilla bajo los pies.) Gracias, querido. Me he

acostumbrado al café. Lo bebo día y noche. Gracias, viejo mío. (Besa

a Firs.)

VARIA.- Voy a ver si han traído todo el equipaje. . . (Sale.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Es posible que sea yo la que está aquí

sentada? (Se ríe.) Me dan ganas de saltar, de mover los brazos. (Se cu-

bre la cara con las manos.) ¿Y si estuviera soñando? Dios sabe que

quiero a mi tierra, que la quiero con ternura; no podía mirar por la

ventanilla del vagón, no hacía más que llorar. (Entre lágrimas.) Sin

embargo, hay que tomar café. Gracias, Firs, gracias, viejo mío. ¡Estoy

tan contenta de haberte encontrado con vida!

FIRS.- Anteayer.

GÁIEV.- Oye mal.

LOPAJIN.- Dentro de poco, a las cinco, he de ponerme en marcha pa-

ra Járkov. ¡Qué pena! Me habría gustado contemplarla, hablar con

usted... Usted sigue siendo tan admirable.

PISCHIK (suspirando profundamente). -Hasta se ha vuelto más

hermosa... Vestida a la moda de París. . . Es como para volverse ta-

rumba.. .

LOPAJIN.- Su hermano, Leonid Andreich, aquí presente, dice de mí

que soy un bribón, un kulak, pero esto a mí me entra por un oído y me

sale por el otro. Que diga lo que quiera. Desearía sólo que usted con-

fiara en mí, como antes, que sus ojos maravillosos y conmovedores

siguieran mirándome como antes. ¡Dios misericordioso! Mi padre fue

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siervo del padre de usted y de su abuelo, pero usted, propiamente us-

ted, en otro tiempo hizo tanto por mí que lo he olvidado todo y la

quiero como si fuese de mi propia familia... más que si fuera de mi

familia.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Me es imposible permanecer sentada, no

puedo... (Se levanta rápidamente y se pasea, profundamente agitada.)

No podré soportar esta alegría... Reíos de mí, soy tonta.. . Mi querido

armarito... (Besa el armario.) Mesita mía. ..

GÁIEV.- Aquí ha muerto el aya durante tu ausencia.

LIUBOV ANDRÉIEVNA (se sienta y toma el café). -Sí, que Dios la

tenga en gloria. Me lo escribisteis.

GÁIEV.- También ha muerto Anastasi. Petrushka el Bizco me ha

dejado y ahora vive en la ciudad, en casa del comisario de policía.

(Saca del bolsillo una caja de caramelos y chupa uno.)

PISCHIK.- Dáshenka, mi hija... le manda saludos...

LOPAJIN.- Quisiera decirle algo muy agradable y placentero. (Miran-

do el reloj.) He de irme, no tengo tiempo para conversar... Bueno, se

lo diré en dos palabras. Usted ya sabe que su jardín de los cerezos se

vende en subasta para pagar deudas y que la subasta pública está

fijada para el veintidós de agosto; pero no se preocupe, querida mía,

duerma usted tranquila. Hay una solución... Le voy a explicar mi pro-

yecto. ¡Le ruego que me escuche atenta! Su finca se encuentra tan sólo

a veinte verstas de la ciudad, el ferrocarril pasa cerca; si usted divide

en parcelas el jardín de cerezos y la tierra a lo largo del río para

construir casitas de veraneo y luego las da en arriendo, obtendrá por lo

menos veinticinco mil rublos de rédito al año.

GÁIEV.- Perdone, pero eso es una tontería.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- No le comprendo bien, Ermolái Alexeich.

LOPAJIN.- Usted tomará de los arrendatarios, como mínimo, veinti-

cinco rublos al año por desiatina,2 y si lo anuncia ahora, le apuesto lo

que quiera que antes del otoño no le queda ni un palmo de terreno li-

2 Desiatina: antigua medida agraria rusa equivalente a 1,092 Ha.

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bre, se lo quitarán de las manos. En una palabra, la felicito, está usted

salvada. El lugar es maravilloso, el río, profundo. Sólo que, natural-

mente, habrá que arreglarlo todo un poco, habrá que limpiarlo... por

ejemplo, habrá que derribar las viejas edificaciones, digamos, esta ca-

sa, que ya no sirve para nada, habrá que talar el viejo jardín de los ce-

rezos...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Talarlo? Mi buen amigo perdone, usted

no comprende nada. Si algo hay de interés en toda la provincia, si

algo hay de notable, es, precisamente, nuestro jardín de cerezos.

LOPAJIN.- Lo único que tiene de notable este jardín es su gran exten-

sión. La cosecha se da una vez cada dos años y no se sabe qué hacer

con las cerezas, nadie las compra.

GÁIEV.- Hasta en el Diccionario Enciclopédico se habla de este jar-

dín.

LOPAJIN (mirando el reloj). -Si no se nos ocurre nada y no tomamos

ninguna decisión, el veintidós de agosto el jardín de cerezos y toda la

finca se venderán en pública subasta. ¡Decídanse! No hay otro recurso,

se lo juro. No lo hay y no lo hay.

FIRS.- Antes, hará unos cuarenta años, las cerezas las secaban, las

maceraban, las adobaban, las confitaban y solían...

GÁIEV.- Cállate, Firs.

FIRS.- Y solían mandarlas a carretadas a Moscú y a Járkov. ¡Vaya si

había dinero! La cereza seca entonces era suave, jugosa, dulce, aro-

mática... Entonces sabían prepararla...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Y Cómo las preparaban?

FIRS.- Se ha olvidado. Nadie lo recuerda.

PISCHIK (a Liubov Andréievna). -¿Y qué tal en París? ¿Se pasa bien?

¿Ha comido ranas?

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- He comido cocodrilos.

PISCHIK.- Hay que ver...

LOPAJIN.- Hasta ahora en el campo no había más que señores y

mujiks, pero últimamente han aparecido, además, veraneantes. Todas

las ciudades, hasta las más pequeñas, están rodeadas de casas de

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veraneo. Y se puede afirmar que dentro de unos veinte años el

veraneante se habrá multiplicado de manera increíble. Ahora se

contentan con tomar el té en el balcón, pero no está descartado que se

dediquen a cultivar su parcela; entonces este jardín de cerezos se

convertirá en un lugar feliz, rico, admirable...

GÁIEV (indignándose). -¡ Qué tontería!

Entran VARIA Y YASHA.

VARIA.- Hay dos telegramas para usted, mamita. (Escoge una llave y

abre un viejo armario, cuya puerta, al abrirse, rechina.) Aquí están.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Son de París. (Coge los telegramas y los

rompe sin leerlos.) Con París todo ha terminado...

GÁIEV.- ¿Sabes, Litiba, cuántos años tiene este armario? Hace una

semana abrí el cajón de abajo y vi en él unas cifras grabadas al fuego.

El armario se fabricó hace exactamente cien años. ¿Qué te parece?

¿Eh? Podríamos festejar su centenario. Es un objeto inanimado, pero,

de todos modos, para conservar libros sirve.

PISCHIK (sorprendido). - Cien años... ¡Hay que ver!

GÁIEV.- Sí... Es un buen mueble... (Palpando el armario.) ¡Mi muy

querido y muy respetado armario! Saludo tu existencia, que ha estado

orientada, hace ya más de cien años, hacia los luminosos ideales del

bien y de la justicia; tu silenciosa llamada al trabajo fecundo no se ha

debilitado en el transcurso de un siglo, manteniendo (entre lágrimas)

en las generaciones de nuestro linaje el ánimo esforzado, la fe en una

mañana mejor, educándonos en los ideales del bien y del deber social.

(Pausa.)

LOPAJIN.- Ya...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Tú siempre el mismo, Lionia.

GÁIEV (un poco confuso). -¡De la bola de la derecha, al ángulo!

¡Carambola en el centro!

LOPAJIN (mirando el reloj). -Bueno, he de irme.

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YASHA (ofreciendo una medicina a Liubov Andréievna). -¿Toma

ahora las píldoras?...

PISCHIK.- No hay que tomar medicinas, queridísima... ni perjudican

ni sirven para nada... Venga acá... respetabilísima señora. (Toma las

píldoras, se las echa en la palma de la mano, sopla encima, se las

pone en la boca y se las traga con un sorbo de kvas.) ¡Ya está!

LIUBOV ANDRÉIEVNA (asustada). -¡Se ha vuelto usted loco!

PISCHIK.- Me he tomado todas las píldoras.

LOPAJIN.- ¡Vaya tragaderas! (Todos se ríen.)

FIRS.- El señor vino por Pascua y se comió él solo medio balde de

pepinos salados... (Refunfuña.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Qué está diciendo?

VARIA.- Hace ya tres años que rezonga de este modo. Estamos

acostumbrados.

YASHA.- Es la edad.

CHARLOTTA IVANOVNA, vestida de blanco, muy delgada, muy

tiesa, con unos impertinentes colgando de la cintura, atraviesa la

escena.

LOPAJIN. - Perdone, Charlotta Ivánovna, aún no he tenido tiempo de

saludarla. (Se inclina para besarle la mano.)

CHARLOTTA (retirando la mano). Si le permito que me bese la

mano, deseará luego besarme el codo, luego el hombro...

LOPAJIN.- Hoy la mala suerte me persigue. (Todos se ríen.) Charlotta

Ivánovna, ¡háganos unos juegos de manos!

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Charlotta, háganos unos juegos de manos.

CHARLOTTA.- Ahora no. Quiero dormir. (Sale.)

LOPAJIN.- Nos veremos dentro de tres semanas. (Besa la mano a

Liubov Andréievna.) Hasta entonces, adiós. He de irme. (A Gaiev.)

Hasta la vista. (Abrazo a Pischik). Hasta la vista. (Da la mano a

Varia; luego a Firs y a Yasha.) De buena gana me quedaría. (A

Liubov Andréievna.) Si piensa en lo de las casas de veraneo y se

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decide, hágamelo saber; cincuenta mil rublos para prestárselos los

encontraré. Piénselo en serio.

VARIA (enojada). -¡ Pero váyase ya de una vez!

LOPAJIN.- Me voy, me voy... (Sale.)

GÁIEV.- ¡Qué mastuerzo! Ah, perdón... Varia se casa con él; es su

querido prometido.

VARIA.- No hable más de la cuenta, tío.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Por qué Varia? Yo estaré muy contenta.

Es una buena persona.

PISCHIK.- Una persona, hay que decir la verdad, dignísima... Mi Dá-

shenka... también dice que... dice muchas cosas. (Ronca adormilado,

pero enseguida se despierta.) De todos modos, respetabilísima, prés-

teme usted... doscientos cuarenta rublos... mañana he de pagar los

intereses de la hipoteca...

VARIA (asustada).- ¡No, no!

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- No tengo nada, ésta es la verdad.

PISCHIK.- Se encontrarán. (Se ríe.) Nunca pierdo la esperanza. Una

vez pensaba: "Todo está perdido, no tiene salvación"; y de pronto, la

línea del ferrocarril pasa por mis tierras... y me pagaron. Pues, algo

por el estilo puede ocurrir, si no hoy, mañana... Dáshenka puede

ganar doscientos mil rublos... tiene un billete de la lotería.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Hemos tomado el café, ya podemos irnos a

descansar.

FIRS (cepilla a Gáiev; en son de reproche). -Otra vez se ha equivo-

cado de pantalones. ¡No sé qué hacer con usted!

VARIA (en voz baja). -Ania duerme. (Abre una ventana sin hacer

ruido.) Ya ha salido el sol, pero hace frío. Mire, mamita: ¡qué árboles

más maravillosos! ¡Dios mío, qué aire! ¡Los estorninos cantan!

GÁIEV (abre otra ventana). -El jardín está completamente blanco.

¿No lo habías olvidado, Liuba? Mira, esta larga avenida es recta,

recta, como una cinta tirante, y en noches de luna brilla. ¿Te

acuerdas? ¿No lo habías olvidado?

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LIUBOV ANDRÉIEVNA (mira el jardín, por la ventana). -¡Oh, mi

infancia, inocencia mía! En este cuarto de los niños dormía yo, desde

aquí miraba el jardín, la felicidad se despertaba conmigo cada mañana

y el jardín era exactamente como ahora, no ha cambiado nada. (Se ríe

de alegría.) ¡Está todo blanco, todo! ¡Oh, jardín mío! Después del

sombrío y desapacible otoño, después del frío invierno, vuelves a ser

joven, vuelves a rebosar de felicidad; los ángeles del cielo no te han

abandonado... Si pudiera arrojar del corazón y de la espalda mi pesada

carga, ¡si pudiera olvidarme del pasado!

GÁIEV.- Sí, y venderán el jardín por deudas, aunque parezca extra-

ño...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Mirad, nuestra difunta madre camina por

el jardín... ¡vestida de blanco! (Se ríe de alegría.) Es ella.

GÁIEV.- ¿Dónde?

VARIA.- Dios le valga, mamita.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- No hay nadie, me lo había parecido. A la

derecha, en la vuelta del camino hacia la glorieta, se ha inclinado un

arbolito blanco, parece una mujer.

Entra TROFIMOV, vistiendo un raído uniforme de estudiante; lleva

gafas.

¡Maravilloso jardín! Blancas masas de flores, el cielo azul...

TROFIMOV.- ¡Liubov Andréievna! (Ella vuelve la cabeza hacia

Trofimov.) He venido sólo para saludarla, enseguida me voy. (Le besa

la mano con ardor.) Me habían dicho que esperara hasta mañana,

pero no he tenido bastante paciencia...

Liubov Andréievna le mira, perpleja.

VARIA (entre lágrimas). -Es Petia Trofimov...

TROFIMOV.- Petia Trofimov, el antiguo maestro de su Grisha...

¿Tanto he cambiado?

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Liubov Andréievna le abraza y llora silenciosamente.

GÁIEV (confuso). -Basta, basta, Liuba.

VARIA (llorando). -Ya le había dicho, Petia, que esperara a mañana.

LIUBOV ANDRÉIEVNA. - Grisha mío... mi pequeño... Grisha...

hijo...

VARIA.- Qué podemos hacer, mamita. Es la voluntad de Dios.

TROFIMOV (habla dulcemente, entre lágrimas). -Basta, basta...

LIUBOV ANDRÉIEVNA (llora silenciosamente). -El pequeñuelo

murió, se ahogó... ¿Por qué? ¿Por qué, amigo mío? (En voz más baja.)

Ania está durmiendo y yo hablo en voz alta... hago ruido... Pero

dígame, Petia, ¿qué le ha hecho cambiar tanto? ¿Qué le ha avejentado

de este modo?

TROFIMOV.- En el tren una mujer me ha llamado señor pelado.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Entonces usted era todavía un mocito, un

estudiantillo simpático, y ahora ya está casi calvo y lleva lentes. ¿Es

posible que aún siga siendo usted estudiante? (Se dirige hacia la

puerta.)

TROFIMOV.- Se ve que mi destino es ser un eterno estudiante.

LIUBOV ANDRÉIEVNA (besa a su hermano; luego, a Varia).-

Bueno, idos a dormir... También tú, Leonid, has envejecido...

PISCHIK (la sigue). -Así, ahora a dormir... ¡Oh, mi podadera! Me

quedo en su casa... Liubov Andréievna, alma mía, mañana por la

mañanita... doscientos cuarenta rublos.

GÁIEV.- Este, siempre a lo suyo.

PISCHIK.- Doscientos cuarenta rublos... son para pagar los intereses

de la hipoteca.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- No tengo dinero, mí buen amigo.

PISCHIK.- Se los devolveré, mi alma... Es una suma tan insignifi-

cante.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Bueno, está bien, Leonid te los dará...

Dáselos, Leonid.

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GÁIEV.- Si se los he de dar yo, puede esperar tranquilo.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Qué le vamos a hacer, dáselos... Los

necesita... Los devolverá.

Liubov Andréievna, Trofimov, Pischik y Firs se van. Quedan Gáiev,

Varia y Yasha.

GÁIEV.- Mi hermana todavía no ha perdido la costumbre de tirar el

dinero por la ventana. (A Yasha.) Apártate un poco, amigo, hueles a

gallina...

YASHA (sardónico). -Usted, Leonid Andréievich, siempre el mismo.

GÁIEV.- ¿Qué? (A Varia.) ¿Qué ha dicho?

VARIA (A Yasha). -Tu madre ha venido de la aldea y desde ayer te

está esperando en el cuarto de la servidumbre, quiere verte...

YASHA.- iQue confíe en Dios y espere!

VARIA.- ¡Ah, desvergonzado!

YASHA.- Como si me hiciera mucha falta. Podía haber venido maña-

na. (Sale.)

VARIA.- Mamita es como era, no ha cambiado nada. De dejarla

hacer, lo daría todo.

GÁIEV.- Sí... (Pausa.) Si para curar una enfermedad, cualquiera que

sea, se prescriben muchos remedios, esto significa que la enfermedad

es incurable. Yo pienso, me devano los sesos, encuentro muchos

remedios, muchísimos, y esto significa, en el fondo, que no encuentro

ni uno. Estaría bien recibir una herencia de alguien, estaría bien casar

a nuestra Ania con algún hombre muy rico, estaría bien hacer un viaje

a Yaroslavl probar fortuna al lado de la condesa, nuestra tía. Ya sabes

que la tía es muy rica, riquísima.

VARIA (llora). -¡Si Dios nos ayudara!

GÁIEV.- No llores. La tía es muy rica, pero no nos quiere. En primer

lugar, mi hermana se casó con un abogado y no con un noble...

ANIA aparece en la puerta.

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Se casó con un hombre que no era noble y no podemos decir que su

conducta haya sido un espejo de virtudes. Es hermosa, es buena, es

simpática, yo la quiero mucho, pero, por más que busque

circunstancias atenuantes, hay que reconocer que es una pecadora.

Esto se nota en el más pequeño de sus gestos.

VARIA (susurrando). -Ania está a la puerta.

GÁIEV.- ¿Qué? (Pausa.) Es sorprendente, algo se me ha metido en el

ojo derecho... ya comienzo a ver mal. El jueves, cuando estaba en el

juzgado del distrito...

Entra ANIA.

VARIA.- ¿No duermes, Ania?

ANIA.- No puedo dormir. Imposible.

GÁIEV.- Pequeña mía. (Le besa la cara y las manos.) Hija mía...

(Entre lágrimas.) Tú no eres mi sobrina, tú eres mi ángel, lo eres todo

para mí. Créeme, créeme...

ANIA.- Te creo, tío. A ti todos te quieren, todos te respetan... Pero,

querido tío, lo que tú has de hacer es callar, nada más que callar. ¿Qué

estabas diciendo ahora mismo de mi madre, de tu hermana? ¿Por qué

dices esas cosas?

GÁIEV.- Sí, Sí... (Se cubre el rostro con una mano de ella.) La ver-

dad, ¡eso es terrible! ¡Dios mío! ¡Sálvame, Dios del cielo! Hoy he

soltado un discurso ante el armario... ¡ha sido tan estúpido! Só1o

cuando terminé comprendí que era estúpido.

VARIA.- Cierto, tiíto, usted debería callar. Cállese y ya está.

ANIA.- Si callas, tú mismo te sentirás más tranquilo.

GÁIEV.- Me callaré. (Besa las manos a Ania y a Varia.) Me callaré.

Sólo unas palabras sobre nuestro asunto. El jueves estuve en el

juzgado del distrito, nos reunimos unos cuantos y nos pusimos a

hablar de esto, de lo otro y de lo de más allá; según parece, no será

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imposible obtener un préstamo firmando letras y pagando los intereses

en el banco.

VARIA.- ¡Si Dios Nuestro Señor nos ayudara!

GÁIEV.- El martes volveré allí y hablaré una vez más del asunto... (A

Varia.) No llores... (A Ania.) Tu madre hablará con Lopajin; él,

naturalmente, no podrá decirle que no... Y tú, cuando hayas descansa-

do, te vas a Yaroslavl a ver a la condesa, tu abuela. De este modo

actuaremos en tres direcciones y asunto resuelto. Podremos pagar los

intereses, estoy convencido... (Se lleva un caramelo a la boca.) Te lo

juro por mi honor, por lo que quieras, ¡la finca no se venderá!

(Excitado.) ¡Lo juro por mi felicidad! Aquí tienes mi mano, llámame

hombre sin honor si permito que se llegue a la subasta. ¡Lo juro con

todas las fibras de mi ser!

ANIA (ha recobrado la calma y se siente feliz). -¡Qué bueno eres, tío,

qué inteligente! (Le abraza.) ¡Ahora estoy tranquila! ¡Estoy tranquila!

¡Soy feliz!

Entra FIRS.

FIRS (en son de reproche). -¡ Leonid Andreich, ha perdido usted el

temor de Dios! Pero ¿cuándo van a dormir?

GÁIEV.- Ahora mismo, ahora. Tú puedes retirarte, Firs. Me

desnudaré yo mismo, qué le vamos a hacer. Bueno, hijas mías, a la

mu, a la mu... Los detalles, mañana; ahora, a dormir. (Besa a Ania y a

Varia.) Yo soy un hombre de los años ochenta... Ahora no se habla

muy bien de aquellos tiempos, pero puedo afirmar que no es poco lo

que he sufrido en mi vida por mis convicciones. No en vano el mujik

me quiere. ¡Al mujik hay que conocerle! Hay que saber cómo...

ANIA.- ¡Tío! Otra vez.

VARIA.- Usted calle, tiíto.

FIRS (enojado). -¡Leonid Andreich!

GÁIEV.- Voy, voy... Acostaos. ¡Doble banda y carambola! Golpe

limpio... (Sale; le sigue Firs con paso corto y rápido.)

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ANIA.- Ahora estoy tranquila. No tengo ganas de ir a Yaroslal, no

quiero a la abuela, pero, de todos modos, estoy tranquila. Gracias al

tío. (Se sienta.)

VARIA.- Hay que ir a dormir. Yo voy. Mientras has estado ausente,

aquí han ocurrido cosas desagradables. Como sabes, en la antigua es-

tancia de la servidumbre sólo viven los viejos criados: Efimushka, Po-

lia, Evstignéi y Karp. Bueno, pues empezaron a dejar pernoctar en su

estancia a gente de paso; yo no dije nada. Pero según me enteré,

hicieron correr el rumor de que yo había mandado darles de comer

sólo guisantes. Por avaricia, ¿comprendes?... Y todo era cosa de

Evstignéi… Está bien, pensé. Si es así, pensé, ya verás. Llamo a

Evstignéi... (Bosteza.) Viene... Le digo: cómo es que tú, Evstignéi... ,

estúpido, más que estúpido... (Mirando a Ania.) ¡Aniechka!... (Pausa.)

Se ha dormido... (Toma a Ania del brazo.) Vamos a la camita...

¡Vamos!... (La conduce.) ¡Mi tesoro se ha dormido! Vamos... (Se

van.)

Lejos, más allá del jardín, un pastor toca un caramillo. TROFIMOV

atraviesa la escena y al ver a Varia y a Ania se detiene.

VARIA.- Chis... Ania duerme… duerme... Vamos, querida.

ANIA (en voz baja, medio en sueños). -Estoy tan cansada... Todos los

cascabeles... Tío... querido... y mamá y tío...

VARIA.- Vamos, querida, vamos… (Entra en la habitación de Ania.)

TROFIMOV (enternecido). - ¡Sol mío! ¡Primavera mía!

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ACTO SEGUNDO

Un campo. Una vieja capilla, abandonada hace mucho tiempo,

vencida hacia un lado; junto a ella un pozo, grandes piedras que, en

otro tiempo, por lo visto, habían sido lápidas sepulcrales, y un viejo

banco. Se ve el camino que conduce a la finca de Gáiev. A un lado se

eleva la silueta oscura de unos álamos; allí es donde empieza el jardín

de los cerezos. A lo lejos, una hilera de postes de telégrafo, y más lejos

aún, en el horizonte, se perfila vagamente el contorno de una gran

ciudad, que sólo se ve en días claros, cuando hace muy buen tiempo.

Pronto se pondrá el sol. CHARLOTTA, YASHA y DUNIASHA están

sentados en el banco; EPIJODOV, de pie al lado de ellas, toca la

guitarra; todos están pensativos. Charlotta lleva una gorra vieja; se ha

quitado una escopeta del hombro y arregla la hebilla de la correa.

CHARLOTTA (pensativa). -Yo no tengo verdadero pasaporte y no sé

cuántos años he cumplido; siempre me parece que soy muy joven.

Cuando era una niña, mi padre y mi madre iban por las ferias y daban

representaciones, muy buenas. Yo hacía el salto-mortale y otros

juegos. Cuando papá y mamá murieron me recogió una señora

alemana y me dio instrucción. Bien. Crecí, me hice institutriz. Pero no

sé de dónde vengo ni quién soy... ¿Quiénes eran mis padres? ¿Estaban

casados?... Tampoco lo sé. (Saca un pepino del bolsillo y empieza a

comérselo.) No sé nada. (Pausa.) Tengo unas ganas locas de hablar y

no hay con quién... No tengo a nadie.

EPIJÓDOV (toca la guitarra y canta). -″Qué me importa el mundanal

ruido, qué me importan amigos y enemigos…’’ ¡Es agradable tocar la

mandolina!

DUNIASHA.- Esto es una guitarra y no una mandolina. (Se mira en

un espejito y se empolva.)

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EPIJÓDOV.- Para el loco enamorado, es una mandolina... (Cantu-

rrea.) "Si hasta el corazón llegara el fuego de un amor compartido..."

Yasha le acompaña en voz baja.

CHARLOTTA.- Qué mal canta esta gente... ¡Uf! Como chacales.

DUNIASHA (a Yasha). -De todos modos, ha de ser una gran felicidad

poder vivir una temporada en el extranjero.

YASHA.- Sí, claro, no seré yo quien diga lo contrario. (Bosteza, luego

enciende un cigarro.)

Epi1óDov.- Se comprende. En el extranjero hace ya tiempo que cada

cosa está en su sitio.

YASHA.- Y que lo digas.

EPIJÓDOV.- Yo soy un hombre cultivado, leo libros magníficos, pero

no llego a comprender qué camino he de seguir ni lo que realmente

quiero, si continuar viviendo o pegarme un tiro, hablando con

propiedad. De todos modos, siempre llevo conmigo un revólver. Aquí

está... (Muestra un revólver.)

CHARLOTTA.- He terminado. Ahora me voy. (Se pone la escopeta al

hombro.) Tú, Epijódov, eres un hombre muy inteligente y muy terri-

ble; las mujeres te deben amar locamente. ¡Brr! (Se pone en camino.)

Y qué tontos son todos esos tan inteligentes, no tengo con quién con-

versar. Siempre sola, sola, no tengo a nadie y... no sé quién soy ni

para qué vivo... (Sale de la escena.)

EPIJÓDOV.- Hablando con propiedad, sin referirme a otros asuntos,

he de decir, de todos modos, que el destino me trata sin compasión,

como la tempestad a un pequeño navío. Supongamos que me

equivoco; pero entonces, por qué esta mañana, por ejemplo, al

despertarme miro y me veo en el pecho una araña espantosa,

gigantesca... Así. (Indica con las dos manos el tamaño de la araña.)

Y también, tomo kvas para hacerme pasar la sed y veo de pronto algo

terriblemente desagradable, como una cucaracha. (Pausa.) ¿Ha leído a

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Bokl? (Pausa.) Quisiera importunarla un poco, Avdotia Fiódorovna,

para decirle dos palabras.

DUNIASHA.- Diga.

EPIJÓDOV.- Desearía que fuese a solas con usted... (Suspira.)

DUNIASHA (confusa). -Está bien... pero primero tráigame la toquilla.

La tengo cerca del armario... Aquí se nota un poco de humedad.

EPIJÓDOV.- Está bien... se la traigo... Ahora ya sé lo que he de hacer

con el revólver... (Toma la guitarra y sale, pulsándola.)

YASHA.- ¡El saco de desgracias! Qué imbécil, entre nosotros sea di-

cho. (Bosteza.)

DUNIASHA.- No quiera Dios que se pegue un tiro. (Pausa.) Me he

vuelto inquieta, siempre estoy intranquila. Era todavía una niña

cuando me pusieron a servir a los señores y ahora no estoy

acostumbrada a la vida simple; tengo las manos blancas, blancas,

como la señorita. Me he vuelto sensible, delicada, noble, todo me da

miedo... Es terrible. Y si usted, Yasha, me engaña, no sé lo que

ocurrirá con mis pobres nervios.

YASHA (la besa). -¡Pollita mía! Naturalmente, una doncella no ha de

perder la cabeza, y lo que menos me gusta de una muchacha es que se

porte mal.

DUNIASHA.- Me he enamorado apasionadamente de usted, usted es

una persona instruida, puede hablar de todo. (Pausa.)

YASHA (bosteza). -Sí... A mi modo de ver, si una muchacha mani-

fiesta su amor a alguien, esto significa que no tiene moral. (Pausa.) Es

agradable fumarse un cigarro al aire libre... (Se pone a escuchar con

atención.) Se acerca alguien... Son los señores...

Duniasha le abraza impulsiva.

Váyase a casa, como si hubiera estado en el río tomándose un baño;

pase por este sendero; si no, van a verla, pensarán que he tenido una

cita con usted, y esto no lo soporto.

DUNIASHA (tose suavemente). -Su cigarro me ha dado dolor de

cabeza... (Sale.)

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Yasha permanece sentado cerca de la capilla. Entran LIUBOV

ANDRÉIEVNA, GÁIEV y LOPAJIN.

LOPAJIN.- Es necesario tomar una decisión definitiva, el tiempo

apremia. La cuestión no puede ser más sencilla. ¿Están de acuerdo en

ceder la tierra para que se construyan casas de veraneo? Respondan

con una sola palabra: sí o no. ¡Una sola palabra!

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Quién fuma aquí cigarros tan repugnan-

tes?. (Se sienta.)

GÁIEV.- Han construido la línea del ferrocarril y resulta cómodo. (Se

sienta.) Hemos ido hasta la ciudad y hemos desayunado allí... ¡caram-

bola en el centro! Lo que tendría que hacer yo es ir primero a casa y

echar una partida.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Tienes tiempo.

LOPAJIN.- ¡Una sola palabra! (Suplicante.) ¡Pero denme una res-

puesta!

GÁIEV (bostezando). -¿Qué?

LIUBOV ANDRÉIEVNA (revolviendo en su monedero). -Ayer tenía

mucho dinero, pero hoy no me queda casi nada. Pobre Varia mía, para

economizar, a todo el mundo da sopa de leche; en la cocina, a los vie-

jos les dan sólo guisantes, y yo gasto sin ton ni son... (Se le cae el mo-

nedero, ruedan unas monedas de oro.) Vaya, se me han caído. (Dis-

gustada.)

YASHA.- Permítame, ahora mismo las recojo. (Recoge las monedas.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Gracias, Yasha, es usted muy amable.

¿Por qué habré ido a comer a la ciudad?... Ese restaurante, con

orquesta, adonde nos ha llevado es detestable, los manteles huelen a

jabón... ¿Por qué beber tanto, Lionia? ¿Por qué comer tanto? ¿Por qué

hablar tanto? Hoy, en el restaurante, otra vez has hablado mucho sin

que viniera a cuento; de los años setenta, de los decadentes. ¿A quién

has estado hablando? ¡Hablar de los decadentes al camarero!

LOPAJIN.- Sí.

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GÁIEV (haciendo un gesto con la mano). -Soy incorregible, es

evidente... (Irritado, a Yasha.) ¡Qué es eso de estar constantemente

dando vueltas a nuestro alrededor!...

YASHA (se ríe). -No puedo oír su voz sin reírme.

GÁIEV (a su hermana). -O yo o él...

LIUBOV ANDRÉIEVNA. - Váyase, Yasha, retírese...

YASHA (entrega el monedero a Liubov Andréievna). -Ahora mismo

me voy. (Apenas puede contener la risa.) Enseguida... (Se va.)

LOPAJIN.- Su finca se dispone a comprarla el ricachón Derigánov.

Dicen que vendrá en persona a la subasta.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Quién se lo ha dicho?

LOPAJIN.- Lo dicen en la ciudad.

GÁIEV.- La tía de Yaroslav1 ha prometido mandar dinero, pero cuán-

do y cuánto, no se sabe…

LOPAJIN.- ¿Cuánto mandará? ¿Unos cien mil rublos? ¿Doscientos

mil?

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡Qué va!... Diez o quince mil y gracias.

LOPAJIN.- Perdonen, pero personas tan irreflexivas, tan faltas de

sentido práctico y tan raras como ustedes, señores, aún no las había

encontrado nunca. A ustedes les dicen en clara lengua rusa: su finca

se vende, y ustedes, como si no lo entendieran.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Pero ¿qué podemos hacer? Explíquenos,

¿qué?

LOPAJIN.- Se lo explico todos los días. Cada día repito lo mismo. El

jardín de los cerezos y la tierra hay que hacerlo ahora mismo, cuanto

antes, ¡la subasta es inminente! ¡Compréndalo! Cuando se hayan de-

cidido de verdad, les darán el dinero que quieran y estarán ustedes

salvados.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Casas de veraneo y veraneantes, perdone,

pero todo esto ¡es tan vulgar!

GÁIEV.- Estoy completamente de acuerdo.

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LOPAJIN.- O me echo a llorar o me pongo a gritar o me desmayo.

¡No puedo más! ¡Me están ustedes torturando! (A Gáiev.) ¡Y usted es

una mujeruca!

GÁIEV.- ¿Qué?

LOPAJIN.- ¡Mujeruca! (Quiere irse.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA (asustada).- No, no se vaya, quédese, amigo

mío. Se lo ruego. ¡Quizá, pensando, se nos ocurra alguna cosa!

LOPAJIN.- ¿Qué quiere usted pensar?

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- No se vaya, se lo ruego. De todos modos,

cuando está usted aquí hay más alegría... (Pausa.) Siempre, temo que

ocurra algo, como si la casa debiera venírsenos encima.

GÁIEV (profundamente absorto). -Doblete en el ángulo... Cruce en el

centro...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Son demasiados nuestros pecados...

LOPAJIN.- Pero qué pecados han cometido ustedes. . .

GÁIEV (llevándose un caramelo a la boca). -Dicen que me he

comido en caramelos todos mis bienes...

LIUBOV ANDRÉIEVNA-. -¡Oh, mis pecados!... Siempre he tirado el

dinero por la ventana, como una loca; me casé con un hombre que

sólo contraía deudas. Mi marido murió de tanto beber champaña –

bebía terriblemente-, y, por desgracia mía, me enamoré de otro, cedí

precisamente entonces ahí, en el río. . . –aquél fue mi primer castigo,

un mazazo en la cabeza- se ahogó mi pequeño. Me marché al

extranjero, me marché para siempre, para no volver nunca más y no

ver este río... Cerré los ojos, corrí como enajenada, pero él me siguió...

implacable, brutalmente. Compré una villa cerca de Menton, allí él se

puso enfermo, y yo no supe que era descanso ni de día ni de noche

durante tres años; el enfermo me atormentó, se me secó el alma. El

año pasado, cuando vendí la villa para pagar deudas, me fui a París, y

allí él me lo quitó todo, me abandonó, se unió a otra; yo intenté

envenenarme... Qué estúpido, qué vergonzoso... De pronto me, sentí

atraída hacia Rusia, hacia la patria, hacia mi hija... (Se seca las

lágrimas.) ¡Señor, Señor, ten compasión, perdóname los pecados! ¡No

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me castigues más aún. (Saca un telegrama del bolsillo.) Lo he

recibido hoy de París... Me pide perdón, me suplica que vuelva...

(Rompe el telegrama.) Parece que por ahí se oye música. (Aguza el

oído.)

GÁIEV.- Es nuestra famosa orquesta judía. ¿Recuerdas? Son cuatro

violines, flauta y contrabajo.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Todavía existe? Habría que llamarla a

casa y organizar una velada.

LOPAJIN (aguza el oído). -No oigo nada... (Canta en voz baja.) 'Los

alemanes, por dinero, de un ruso os hacen un francés." (Se ríe.) Ayer

vi en el teatro una obra muy divertida.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Estoy segura de que no tenía nada de

divertida. En vez de ir a ver obras de teatro, sería mejor que se mirara

a sí mismo con más frecuencia. ¡Qué gris es la vida que aquí se lleva y

cuántas cosas inútiles se dicen!

LOPAJIN.- Es verdad. Hay que decir francamente que nuestra vida es

estúpida. . . (Pausa.) Mi padre era un mujik idiota, no comprendía na-

da, no me dio instrucción, lo único que sabía hacer era emborracharse

y pegarme, siempre con un bastón. En el fondo, yo soy tan estúpido e

idiota como él. No he aprendido nada, mi carácter de letra es infame,

escribo como un cerdo, hasta me da vergüenza.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Lo que tendría usted que hacer, amigo

mío, es casarse.

LOPAJIN.- Sí... Es verdad.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Con nuestra Varia. Es una buena chica.

LOPAJIN.- Sí.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Es de origen modesto, trabaja todo el día y

lo más importante es que le ama a usted. Sí, y a usted también le gus-

ta, hace ya tiempo.

LOPAJIN.- Bueno, no estoy en contra... Es una buena muchacha.

(Pausa.)

GÁIEV.- Me ofrecen un empleo en un banco. Seis mil rublos al año.

¿Oyes?

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LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡Adónde vas a ir! Quédate aquí...

Entra FIRS; trae un abrigo.

FIRS (a Gáiev). -Tenga la bondad de Ponérselo, señor; se nota la hu-

medad.

GÁIEV (Se pone el abrigo). -Ya me tienes harto, hermano.

FIRS.- No importa... Esta mañana se ha ido sin decir nada. (Le mira

de pies a cabeza.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡Cómo, has envejecido, Firs!

FIRS.- ¿Qué manda la señora?

LOPAJIN.- ¡Dice que has envejecido!

FIRS.- Hace mucho que estoy en el mundo. No había nacido aún su

padre y a mí ya querían casarme... (Se ríe.) Cuando se emancipó a los

siervos,3 yo ya era primer ayuda de cámara. Entonces no quise aquella

emancipación, y me quedé en casa de los señores... (Pausa.) Recuerdo

que todos estaban contentos, pero por qué lo estaban, ni ellos mismos

lo sabían.

LOPAJIN.- Aquellos eran buenos tiempos. Por lo menos les daban

azotes.

FIRS (ha oído mal). -Ya lo creo. Los mujiks estaban con los señores;

los señores, con los mujiks. Ahora, cada uno va por su lado,

no comprendo nada.

GÁIEV.- Cállate, Firs. Mañana he de ir a la ciudad. Han prometido

presentarme a un general que puede prestarme dinero si firmo una

letra.

LOPAJIN.- Es perder el tiempo. Y no pagará usted los intereses, tran-

quilícese.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Este sueña despierto. Esos generales

existen sólo en su imaginación.

3 En 1861, la emancipación de los siervos de la gleba.

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Entran TROFIMOV, ANIA Y VARIA.

GÁIEV.- Aquí llega nuestra gente.

ANIA.- Mamá está aquí.

LIUBOV ANDRÉIEVNA (con ternura). -Ven, ven... Queridas mías.

(Abraza a Ania y a Varia.) Si supieras cuánto os quiero a las dos. Sen-

taos a mi lado, así. (Se sientan todos.)

LOPAJIN.- Nuestro eterno estudiante siempre paseando con las se-

ñoritas.

TROFIMOV.- Eso a usted no le importa.

LOPAJIN.- Pronto tendrá cincuenta años y aún sigue siendo estudian-

te.

TROFIMOV.- Déjese usted de bromas estúpidas.

LOPAJIN.- Vaya tío extravagante, ¿y por qué te enfadas4?

TROFIMOV.- Déjame en paz.

LOPAJIN (riéndose). -Permítame una pregunta: ¿qué opinión se ha

formado usted de mí?

TROFIMOV.- Mi opinión es la siguiente, Ermolái Alexéievich: usted

es un hombre rico, pronto llegará a millonario. Y así como, desde el

punto de vista de los ciclos naturales, es necesario el animal de presa

que devora todo cuanto encuentra en su camino, también tú eres nece-

sario. (Todos se ríen.)

VARIA.- Vale más que nos hable de los planetas, Petia.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- No, mejor será que continuemos la

conversación de ayer.

TROFIMOV.- ¿Sobre qué?

GÁIEV.- Sobre el hombre orgulloso.

TROFIMOV.- Ayer estuvimos hablando largo rato, pero sin llegar a

nada concreto. En el hombre orgulloso, según ustedes lo entienden,

hay algo de místico. Es posible que tengan razón, a su modo; pero si

razonamos sencillamente, sin dar rienda suelta a la fantasía, dónde

4 Lopajin pasa del "usted" al tú, y Trofimov le imita.

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veremos el orgullo y qué sentido tendrá hablar de él, al ver que el

hombre, fisiológicamente, deja mucho que desear y en la aplastante

mayoría de los casos es grosero, torpe y profundamente desdichado.

Hay que terminar de extasiarse consigo mismo. Lo único que hace

falta es trabajar.

GÁIEV.- De todos modos, morirás.

TROFIMOV.- ¿Quién sabe? ¿Y qué significa morir? A lo mejor, el

hombre tiene cien sentidos y con la muerte perecen sólo los cinco que

conocemos, mientras que los otros noventa y cinco siguen viviendo.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡Qué inteligente es usted, Petia!...

LOPAJIN (irónicamente).- ¡Un horror!

TROFIMOV.- La humanidad avanza perfeccionando sus fuerzas.

Todo cuanto ahora le resulta inasequible, algún día le será próximo y

comprensible. Sólo que hace falta trabajar, ayudar con todas las

fuerzas a quien busca la verdad. En nuestro país, en Rusia, por ahora

son muy pocos los que trabajan. La inmensa mayoría de los

intelectuales a quienes conozco no buscan nada, no hacen nada y, por

de pronto, son incapaces de trabajar. Se llaman intelectuales y a los

criados los tratan de "tú", a los mujiks los miran como si fueran

bestias, estudian mal, no leen nada seriamente, no hacen ab-

solutamente nada; de las ciencias se limitan sólo a hablar; de arte, no

entienden casi nada. Todos son serios, todos tienen rostros severos,

todos hablan sólo de lo esencial, todos filosofan, pero al mismo

tiempo, todos ven que los obreros comen espantosamente, duermen sin

almohada, treinta y cuarenta en la misma habitación; en todas partes

hay chinches, porquería, humedad e inmoralidad... Y es evidente que

todas las buenas palabras que se pronuncian en nuestro país, sirven

sólo para velar la realidad a nuestros propios ojos y a los ojos de los

demás. Mostradme ¿dónde están las casas-cuna y las salas de lectura

de que tanto y con tanta frecuencia se habla? No se encuentran más

que en las novelas, pero en la realidad no existen en ninguna parte. Lo

único que existe es la suciedad, la vulgaridad, el asiatismo.. . A mí me

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dan miedo las fisonomías muy serias, las detesto; las conversaciones

serias me dan miedo. ¡Es preferible callar!

LOPAJIN.- ¿Sabe usted? Me levanto a las cinco de la madrugada,

trabajo desde la mañana hasta la noche, siempre tengo en mano di-

nero, mío y de los demás, y veo cómo es la gente que me rodea. Basta

comenzar a hacer alguna cosa para comprender cuán poca gente hay

que sea honesta, honrada. A veces, cuando no puedo dormir, pienso:

"Señor, tú nos has dado enormes bosques, campos inmensos,

vastísimos horizontes y, viviendo aquí, nosotros deberíamos ser

verdaderos gigantes..."

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿ Para qué quiere usted gigantes?... Los

gigantes sólo son buenos en los cuentos; en la vida, dan miedo.

Por el fondo de la escena pasa EPIJÓDOV tocando la guitarra.

ANIA (Pensativa). -Pasa Epijódov.

GÁIEV.- El sol se ha puesto, señores.

TROFIMOV.- Sí.

GÁIEV(a media voz, como si declamara). -Oh, naturaleza, maravi-

llosa naturaleza, brillas con eterno resplandor, espléndida e

indiferente; tú, a la que denominamos madre, conjugas en ti misma el

ser y la muerte, vivificas y destruyes...

VARIA (suplicante).- ¡Tiíto!

ANIA.- Tío, ¡otra vez!

TROFIMOV.- Mejor será que haga usted un doblete con la amarilla

en el centro.

GÁIEV.- Me callo, me callo.

Todos permanecen sentados, pensativos. Silencio. Só1o se oye a Firs,

que farfulla en voz baja. De súbito, retumba un ruido lejano, como si

viniera del cielo; es el ruido de un sable que se le rompe, que se va

apagando tristemente.

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LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Qué es esto?

LOPAJIN.- No lo sé. En alguna mina, lejos, se habrá roto el cable de

una vagoneta. Pero habrá sido en algún lugar muy distante de aquí.

GÁIEV.- Puede que sea un pájaro... alguna garza.

TROFIMOV.- O algún búho...

LIUBOV ANDRÉIEVNA (Se estremece). -No sé por qué, pero resulta

desagradable. (Pausa.)

FIRS.- Antes de la desgracia ocurrió lo mismo: la lechuza cantó y el

samovar se puso a hacer ruido sin parar.

GÁIEV.- ¿Antes de la desgracia?

FIRS.- Antes de la emancipación. (Pausa.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Os dais cuenta, amigos? Ya anochece.

Vámonos. (A Ania.) Tienes lágrimas en los ojos... ¿Qué te pasa, hija

mía? (La abraza.)

ANIA.- No es nada, mamá, nada.

TROFIMOV.- Alguien se acerca.

Aparece un VIANDANTE llevando una gorra blanca, muy usada, y

abrigo; está un poco borracho.

VIANDANTE.- Permítanme una pregunta, ¿se va por aquí directa-

mente a la estación?

GÁIEV.- Sí, tome ese camino.

VIANDANTE.- Le estoy profundamente agradecido. (Tose.) El

tiempo es magnífico... (Declama.) "Hermano mío, sufriente

hermano... Sal al Volga, cuyo gemido..."5

(A Varia.) Mademoiselle, permita a un ruso hambriento pedirle unos

treinta kopeks...

Varia, asustada, lanza un grito.

5 "Hermano mío...: versos de Nekrásov, Nikolái Alexéievich (1821-1878).

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LOPAJIN (irritado). -Toda impertinencia tiene sus límites.

LIUBOV ANDRÉIEVNA (estupefacta). -Tome... aquí tiene... (Busca

en su portamonedas.) No tengo ninguna monedita de plata... No im-

porta, aquí tiene una de oro...

VIANDANTE.- ¡Le estoy profundamente agradecido! (Sale.)

Risas.

VARIA (asustada). -Me voy... me voy... ¡Ah, mamita! En casa la ser-

vidumbre no tiene qué comer y usted le ha dado una moneda de oro.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡Qué le voy a hacer!¡Soy una tonta! En

casa te daré todo lo que tengo, todo. Ermolái Alexeich, ¡présteme algo

más!...

LOPAJIN.- Está bien.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Vámonos, señores, ya es hora. Aquí,

Varia, hemos arreglado definitivamente tu matrimonio, te felicito.

VARIA (entre lágrimas). -Con estas cosas, mamá, no se deben gastar

bromas.

LOPAJIN.- Ofelia, entra en un convento6...

GÁIEV.- Me tiemblan las manos: hace mucho rato que no juego al

billar.

LOPAJIN.- ¡Ofelia, oh ninfa, acuérdate de mí en tus plegarias!

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Vámonos, señores. Pronto será hora de

cenar.

VARIA.- Me ha asustado ese hombre. Aún me palpita el corazón.

LOPAJIN.- Señores, les recuerdo que el veintidós de agosto se

venderá el jardín de los cerezos. ¡Piensen en esto!... ¡Piénsenlo!

Se van todos, excepto Trofimov y Ania.

6 Alusión a Hamlet, Acto III, Escena I.

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ANIA (riéndose). -Demos gracias a ese hombre, que ha asustado a

Varia; así ahora estamos solos.

TROFIMOV.- Varia tiene miedo de que de repente nos enamoremos,

y por esto no se aparta de nuestro lado en todo el día. Con su limitada

cabeza, no puede comprender que estamos por encima del amor. El fin

y el sentido de nuestra vida es sortear lo que hay de mezquino e

ilusorio, lo que impide ser libre y feliz. ¡Adelante! ¡Nosotros avanza-

mos sin que nada pueda defendernos hacia la rutilante estrella que

brilla en la lejanía! ¡Adelante! ¡No os quedéis atrás, amigos!ANIA (batiendo palmas y juntando las manos). -¡Qué bien habla us-

ted! (Pausa.) ¡Hoy aquí se está divinamente!

TROFIMOV.- Sí, el tiempo es maravilloso.

ANIA.- Cómo me ha hecho cambiar, Petia. ¿Por qué ya no quiero el

jardín de los cerezos como antes? Sentía tanta ternura por él. Me

parecía que no hay en la tierra un lugar más hermoso que nuestro

jardín.

TROFIMOV.- Toda Rusia es nuestro jardín. Es una tierra grande y

hermosa, hay en ella muchos lugares maravillosos. (Pausa.) Piense en

esto, Ania: su abuelo, su bisabuelo y todos sus antepasados fueron

señores, dueños de siervos, de alma vivas; ¿no le parece que de cada

cereza del jardín, de cada hoja, de cada tronco la están mirando seres

humanos? Ser amos de estos siervos los ha transformado a todos

ustedes, a los de antes y a los de ahora. Por eso su madre, usted, su tío

ya no se dan cuenta de que viven endeudados, por cuenta ajena, a

costa de una gente a la que dejan pasar del vestíbulo. Llevamos por lo

menos doscientos años de retraso, aún no tenemos absolutamente

nada, no tenemos una visión clara del pasado, no hacemos más que

filosofar, nos lamentamos de nuestro tedio o bebemos vodka. Sin

embargo, está bien claro que para comenzar a vivir en el presente

debemos rescatar primero nuestro pasado, acabar con él, y sólo puede

rescatarse con el sufrimiento, con un trabajo extraordinario e

ininterrumpido. Comprenda lo que le digo, Ania.

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ANIA.- La casa en que vivimos, no es nuestra casa desde hace mucho,

y me iré, se lo prometo.

TROFIMOV.- Si tiene usted las llaves, arrójelas al pozo y parta. Sea

libre como el viento.

ANIA (entusiasmada).- ¡ Qué bien lo ha dicho!

TROFIMOV.- ¡Créame, Ania, créame! Aún no he cumplido treinta

años, soy joven, todavía soy estudiante, ¡pero cuánto he sufrido ya!

Tan pronto llega el invierno, me quedo, hambriento, enfermo, intran-

quilo, soy pobre como un mendigo. ¡Adónde no me ha llevado el des-

tino, dónde no he estado! Con todo, mi alma siempre se ha sentido

colmada de un inexplicable presentimiento, siempre, a cada instante,

día y noche. Presiento la felicidad Ania, ya la veo...

ANIA (absorta). -Sale la luna.

Se oye cómo Epijódov toca la guitarra: sigue tocando la misma triste

canción. Sale la luna. Por la parte de los álamos, Varia está buscando

a Ania y grita: "¡Ania! ¿Dónde estás?'

TROFIMOV.- Sí, sale la luna. (Pausa.) La felicidad está ahí, avanza,

se acerca cada vez más y más, ya oigo sus pasos. Y si nosotros no la

vemos, si no la conocemos, ¿qué importa? ¡La verán otros!

Voz de Varia: "¡Ania! ¿Dónde estás?-

TROFIMOV.- ¡Otra vez esta Varia! (Irritado.) ¡Es indignante!

ANIA.- ¿Qué le vamos a hacer? Vámonos hacia el río. Allí se está

bien.

TROFIMOV.- Vamos. (Se van.)

Voz de Varia: "¡Ania! ¡Ania!"

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ACTO TERCERO

Salón, separado de una sala por un arco. La lámpara del techo está en-

cendida. Se oye tocar en el vestíbulo; toca la orquesta judía, la misma

de que se habla en el segundo acto. Es de noche. En la sala se baila, el

grand rond. Voz de Simeónov-Pischik: "Promenade á une paire!-

Entran en el salón, formando la primera pareja, PISCHIK Y

CHARLOTTA IVANOVNA, formando la segunda, TROFIMOV y

LIUBOV ANDRÉIEVNA; la tercera, ANIA con UN EMPLEADO DE

CORREOS; la cuarta, VARIA con EL JEFE DE ESTACIÓN,

etcétera. Varia llora en silencio y, bailando, se seca las lágrimas. En la

última pareja va DUNIASHA. Avanzan por el salón, Pischik grita:

"Grand-rond, balancez!" y "Les cavaliers á genoux et remerciez vos

dames!"

FIRS, vistiendo frac, sirve agua de Seltz, que lleva en una bandeja.

Entran en el salón PISCHIK y TROFIMOV.

PISCHIK.- Soy un temperamento sanguíneo, ya he sufrido dos ata-

ques, me resulta difícil bailar, pero, como suele decirse, si te

encuentras en una jauría, ladres o no ladres, por lo menos menea la

cola. Tengo una salud de caballo. Mi difunto padre, muy bromista, y

que Dios le tenga en la gloria, hablando de nuestros orígenes solía

decir que el viejo linaje de los Simeónov-Pischik procede del

mismísimo caballo que Calígula colocó en el Senado... (Se sienta.)

Pero la desgracia está en que no tengo ni blanca. El perro hambriento

no piensa más que en la carne... (Ronca, adormilado, pero enseguida

se despierta.) Así yo... sólo puedo pensar en el dinero...

TROFIMOV.- La verdad es que su cara tiene algo de caballuno.

PISCHIK.- No está mal... el caballo es una buena bestia... Un caballo

se puede vender...

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Se oye jugar al billar en la estancia inmediata. En la sala, bajo el arco,

aparece VARIA.

TROFIMOV (burlón). -¡ Madame Lopájina! ¡Madame Lopájina!...

VARIA (irritada). -¡ Señor pelado!

TROFIMOV.- Sí, yo soy un señor pelado, ¡y con mucha honra!

VARIA (con amargura). - Han contratado a los músicos, pero ¿con

qué pagarlos? (Se va.)

TROFIMOV (a Pischik). -Si la energía que usted ha gastado en el

transcurso de su vida para pagar intereses, la hubiera aplica o a alguna

otra cosa, probablemente habría acabado removiendo medio mundo.

PISCHIK.- Nietzche... el filósofo... el grande, el famosísimo... el

hombre de inteligencia superior, dice en sus obras, al parecer, que es

lícito fabricar moneda falsa.

TROFIMOV.- ¿Ha leído usted a Nietzche?

PISCHIK.- Bueno... Me lo ha contado Dáshenka. Y ahora yo estoy en

tal situación que haría hasta moneda falsa... Pasado mañana he de

pagar trescientos diez rublos... Ciento treinta ya me los he procurado...

(Se palpa los bolsillos, alarmado.) ¡El dinero! ¡He perdido el dinero!

(Entre lágrimas.) ¿Dónde está el dinero?... (Alegremente.) Aquí está

en el forro. Hasta he entrado en sudor...

Entran LIUBOV ANDRÉIEVNA Y CHARLOTTA IVANOVNA.

LIUBOV ANDRÉIEVNA (canturreando una lesguinka, danza del

Cáucaso). -¿Por qué tarda tanto en volver Leonid? ¿Qué estará

haciendo en la ciudad? (A Duniasha.) Duniasha, ofrezca té a los

músicos...

TROFIMOV.- Lo más probable es que no se haya celebrado la subas-

ta.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Los músicos han venido en un momento

tan inoportuno, y lo del baile también se nos ocurrió en un momento

inoportuno... Bueno, no importa... (Se sienta y canturrea suavemente.)

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CHARLOTTA (presentando una baraja a Pischik). -Aquí tiene una

baraja, piense una carta.

PISCHIK.- La he pensado.

CHARLOTTA-Baraje las cartas. Muy bien. Ahora vengan, mi muy

querido señor Pischik. Ein, zwei, drei! Ahora busque su carta, la tiene

en el bolsillo del costado...

PISCHIK (se saca la carta del bolsillo). -¡El ocho de picas! ¡Exacto!

(Sorprendido.) ¡Hay que ver!

CHARLOTTA (Con la baraja en la palma de la mano, a Trofimov).

-Dígame enseguida, ¿cuál es la carta de encima?

TROFIMOV.- ¿Por qué no? Pues la dama de picas.

CHARLOTTA.- ¡Bien! (A Pischik.) ¿A ver? ¿Cuál es la carta de

encima?

PISCHIK.- El as de corazón.

CHARLOTTA.- ¡Bien!... (Da unas palmadas, la baraja desaparece)

¡Qué tiempo más hermoso hace hoy! (Una misteriosa voz femenina

como si viniera de debajo del pavimento "¡Oh, sí! El tiempo es

espléndido, señora"), Usted es mi bello ideal. (La voz: “Usted

también, señor me gusta mucho".)

EL JEFE DE ESTACIÓN (aplaudiendo).- ¡Bravo por la señora

ventrílocua!

PISCHIK (sorprendido). -¡Hay que ver! Encantadorísima Charlotta

Ivánovna... Estoy, sencillamente enamorado. . .

CHARLOTTA.- ¿Enamorado? (Encogiéndose de hombros.) ¿Acaso

puede usted amar? Guter Mensch ober schlechier Musikant.7

TROFIMOV (dando unas palmadas a Pischik en el hombro). -Está

usted hecho un caballo.

CHARLOTTA. - Atención, señores, ¡Otro juego de manos! (Toma unmanta de una silla.) Vean, es un manta excelente, quiero venderla...

(La sacude.) ¿Nadie quiere comprarla?

PISCHIK (sorprendido). - ¡Hay que ver!

7 "Buen hombre, pero mal músico(en a1emdn).

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CHARLOTTA.- Ein, zwei, drei !(Levanta rápidamente la manta,

que había bajado; tras la manta es Ania, que hace una reverencia,corre al lado de su madre, la abraza y vuelve corriendo a la sala, des-

pertando la admiración general.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA (aplaudiendo).- ¡Bravo, bravo!...

CHARLOTTA. - ¡Otra vez! Ein, zwei, drei! (Levanta rápidamente la

manta, que había bajado; tras la manta está Ania, que hace una

reverencia, corre al lado de su madre, la abraza y vuelve corriendo a

la sala, despertando la admiración general.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA (aplaudiendo).- ¡Bravo, bravo!…CHARLOTTA.- ¡Otra vez! Ein, zwei, drei! (Levanta la manta; tras la

manta está Varia, que hace reverencia.)

PISCHIK (sorprendido).- ¡Hay que ver!CHARLOTTA.- ¡Se acabó! (Arroja la manta sobre Pischik, hace una

reverencia y se va corriendo a la sala.)

PISCHIK (precipitándose tras ella). -Mala... ¡Eh, qué mujer! ¡Eh, qué

mujer! (Sale.)

LIUBOV ANDRÉIVNA.- Y Leonid, sin llegar. No comprendo qué

puede estar haciendo en la ciudad tanto tiempo. Allí ha de haberse ter-

minado todo, no hay duda; o la finca está vendida o la subasta no se

ha celebrado. ¿Por qué nos tiene tanto tiempo en la incertidumbre?

VARIA (procurando consolarla). -El tío la ha comprado, estoy segura.

TROFIMOV (burlón). -Sí.

VARIA.- La abuela le ha mandado poderes para que él le compre la

finca y pase la hipoteca a nombre de ella. Lo hace por Ania. Estoy

segura de que con la ayuda de Dios el tío comprará la propiedad.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- La abuela de Yaroslav1 ha mandado

quince mil rublos para comprar la finca en nombre suyo -de nosotros

no se fía-, pero este dinero no basta para pagar los intereses. (Se cubre

el rostro con las manos.) Hoy mi suerte se decide, mi suerte...

TROFIMOV (se burla de Varia). -¡Madame Lopájina!

VARIA (enojada)-¡Eterno estudiante! Ya le han echado dos veces de

la Universidad.

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LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Por qué te enfadas? Varia? Él te hace

rabiar llamándote Lopájina, ¿y qué? Si quieres, cásate con Lopajin. Es

un hombre bueno, interesante. Si no quieres, no te cases, nadie te

obliga, querida...

VARIA.- Para mí esto es una cosa seria, mamita, he de decirlo con

sinceridad. Es un hombre bueno, me gusta.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Pues cásate. ¿A qué esperar? No lo

comprendo.

VARIA.- Mamita, no he de ser yo la que lo proponga. Hace ya dos

años que todo el mundo me habla de él, todos hablan, pero él se calla

o bromea. Comprendo. Él se hace rico, está metido en sus negocios,

no tiene tiempo para ocuparse de mí. Si yo tuviera dinero, aunque

fuera poco, aunque fueran sólo cien rublos, lo abandonaría todo y me

iría lejos. Entraría en un monasterio.

TROFIMOV.- ¡Qué hermosura!

VARIA (a Trofimov). -¡Un estudiante ha de tener inteligencia! (Con

voz dulce, casi llorando.) ¡Qué feo se ha vuelto usted, Petia! ¡Cómo ha

envejecido! (A Liubov Andréievna, ya sin llorar.) Sólo que no puedo

estarme sin hacer nada, mamita, he de tener ocupados todos los minu-

tos.

Entra YASHA.

YASHA (casi sin poder contener la risa). -¡Epijódov ha roto un taco

de billar!... (Se va.)

VARIA.- Pero ¿por qué está aquí Epijódov? ¿Quién le ha dado per-

miso para jugar al billar? No comprendo a esta gente... (Se va.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- No la atormente, Petia; ya ve usted que no

son penas lo que le falta.

TROFIMOV.- Que no ponga tanto empeño en meterse en lo que no

debe. Durante todo el verano no nos ha dejado en paz a Ania ni a mí,

temiendo que nos enamorásemos. ¿Y a ella qué le importa? Además,

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nunca he dado motivos, me encuentro muy lejos de tales vulgaridades.

¡Nosotros estamos por encima del amor!

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Pues yo, seguramente, estoy por debajo

del amor. (Extraordinariamente inquieta.) Pero ¿por qué no ha vuelto

aún Leonid? Sólo quisiera saber si la finca se ha vendido o no. Esa

desdicha se me figura hasta tal punto increíble, que ni siquiera sé qué

pensar, me desconcierto... Podría echarme a gritar... a hacer

estupideces. Sálveme, Petia. Dígame alguna cosa, diga...

TROFIMOV.- ¿No da lo mismo que se haya vendido hoy la finca o no

se haya vendido? De todos modos hace tiempo que la tiene usted per-

dida, no hay modo de volver atrás; la hierba ha invadido el sendero.

Tranquilícese, querida. No ha de engañarse a sí misma, por lo menos

una vez en la vida hay que mirar la verdad cara a cara.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Qué Verdad? Usted ve dónde está la

verdad y dónde está la mentira, pero yo no veo nada, como si hubiera

perdido la vista. Usted resuelve audazmente todos los problemas

importantes, pero dígame, amigo mío, ¿no será esto porque usted es

joven todavía y no ha tenido tiempo aún de sufrir por ninguno de esos

problemas? Usted mira con audacia hacia delante, pero ¿no será esto

porque no ve ni espera nada terrible, pues la vida aún se mantiene

velada para sus jóvenes ojos? Usted es más audaz, más honrado, más

profundo que nosotros, pero reflexione, sea magnánimo, por lo menos

aunque sólo sea un poquito, y tenga piedad de mí. No olvide que yo

nací en este lugar, aquí vivieron mi padre y mi madre, mi abuelo; yo

amo esta casa, sin el jardín de los cerezos no concibo mi existencia y

si tan necesario es venderlo, vendedme a mí con él... (Abraza a

Trofimov, le besa en la frente.) Aquí se ahogó mi hijo... (Llora.)

Tenga compasión de mí, usted que es tan bueno, tan generoso.

TROFIMOV.- Ya sabe usted que estoy a su lado con toda el alma.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Pero hay que decirlo de otro modo... (Saca

el pañuelo, cae al suelo un telegrama.) Hoy siento un peso enorme en

el alma, usted no se lo puede imaginar. Aquí el ruido me molesta, a

cada rumor se me estremece el alma, me tiembla todo el cuerpo, pero

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no puedo retirarme a mi habitación porque me da miedo quedarme

sola, rodeada de silencio. No me condene, Petia... A usted le quiero

como si fuera hijo mío. De buena gana le daría a mi Ania, se lo juro,

pero hay que estudiar, amigo mío, hay que acabar la carrera. Usted no

hace nada, sólo deja que el destino le arroje de un lugar a otro, de

manera bien extraña... ¿No es cierto? ¿No tengo razón? Y también ha

de hacer alguna cosa con la barba, para que le crezca un poco. . . (Se

ríe.) ¡Es gracioso usted!

TROFIMOV (recogiendo el telegrama). -No aspiro a ser un Adonis.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Es un telegrama de París. Todos los días

recibo uno. Recibí uno ayer, éste hoy. Ese salvaje otra vez ha caído

enfermo, otra vez está mal... Me pide perdón, me suplica que vuelva,

y, en verdad, yo debería ir a París y quedarme a su lado. Usted, Petia,

pone cara seria, pero qué hacer, amigo mío, qué quiere usted que

haga, él está enfermo, está solo, es desgraciado, y, además, ¿quién va

a cuidar de él, quién le impedirá que cometa imprudencias, quién le

dará la medicina a tiempo? Y para qué ocultárselo o callar, yo le

quiero, eso está claro. Le quiero, le quiero... Es una piedra que llevo

colgada del cuello, con esta piedra me hundo y me ahogo, pero yo

quiero esta piedra y no puedo vivir sin ella. (Estrecha la mano a

Trofimov.) No piense mal de mí, Petia, no me diga nada, no hable...

TROFIMOV (entre lágrimas). -Perdone mi franqueza, se lo suplico en

nombre de Dios: ¡pero él la desvalijó!

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- No, no, no, no hay que hablar así... (Se

tapa los oídos.)TROFIMOV-Pero si es un canalla, ¡usted es la única

persona que no lo sabe! Es un vil canalla, una nulidad...

LIUBOV ANDRÉIEVNA (irritada, pero conteniéndose). - ¡Tiene

usted veintiséis o veintisiete años y sigue siendo como un colegial de

la segunda clase!

TROFIMOV.- No me importa.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Hay que ser hombre, a su edad es

necesario comprender a quienes aman. Y también hay que amar... ¡es

preciso enamorarse! (Enojada.) ¡Sí, sí! En usted no hay pureza, usted

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es simplemente un puritanoide, un ridículo extravagante, un

adefesio...

TROFIMOV (horrorizado). - ¡Qué está diciendo!

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- "¡Yo estoy por encima del amor!" ¡Qué va

a estar por encima del amor! Usted es, simplemente, un mastuerzo,

como dice nuestro Firs, eso es. ¡A su edad y no tener una amante!...

TROFIMOV (horrorizado). -¡Eso es terrible! Pero ¿qué está diciendo?

(Se dirige rápidamente hacia la sala, llevándose las manos a la cabe-

za.) Eso es terrible... No puedo, me voy... (Sale, pero enseguida

vuelve.) ¡Entre nosotros todo ha terminado! (Sale al vestíbulo.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA (llamándole)-¡Petia, espere! ¡So tonto, he

bromeado! ¡Petia!

Se oye que alguien baja rápidamente unas escaleras desde el vestíbulo

y, de repente, cae rodando por los peldaños. Ania y Varia lanzan un

grito, pero enseguida se oyen risas.

¿Qué ha pasado ahí?

Entra ANIA, corriendo.

ANIA (riendo). -¡Petia ha caído por la escalera! (Sale precipitada-

mente.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡Qué extravagante es ese Petia!...

EL JEFE DE ESTACIÓN se detiene en medio de la sala y lee La

Pecadora, de A. Tolstói. Le escuchan, pero apenas ha leído unas

líneas, llegan, del vestíbulo, los acordes de un vals y la lectura se

interrumpe. Todos bailan. Vuelven del vestíbulo TROFIMOV,

VARIA y LIUBOV ANDRÉIEVNA.

Vamos, Petia... vamos, alma inmaculada… te pido perdón... Vamos a

bailar... (Baila con Petía.)

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Ania y Varia bailan juntas. Entra FIRS, que deja su bast6n junto a la

puerta lateral. También entra YASHA, que viene del salón y mira a

los que están bailando.

YASHA.- ¿Qué hay, abuelo?

FIRS.- No me siento bien. Antes, aquí venían a bailar generales, ba-

rones, almirantes; ahora mandamos a buscar al empleado de correos y

al jefe de la estación, y ni siquiera éstos vienen de buena gana. Me he

quedado sin fuerzas. El difunto señor, el abuelo, curaba todas las en-

fermedades con lacre. Yo lo tomo cada día hará ya veinte años o más;

quizá, sin esto, estaría ya en el otro mundo.

YASHA.- Te tengo en la boca del estómago, abuelo. (Bosteza.) Debe-

rías darte prisa a estirar la pata.

FIRS.- Buena pieza estás hecho... ¡inútil! (Rezonga.)

Trofimov y Liubov Andréievna bailan en la sala y luego en el salón.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Merci. Voy a sentarme un poco... (Se

sienta.) Estoy cansada.

Entra ANIA.

ANIA (agitada). -Hace poco un hombre, en la cocina, ha dicho que el

jardín de los cerezos se ha vendido hoy.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿A quién se ha vendido?

ANIA.- No ha dicho a quién. Se ha ido. (Baila con Trofimov; entran

los dos en la sala.)

YASHA.- Esto son habladurías de un viejo, de un extraño.

FIRS.- Y Leonid Andreich aún no está aquí, no ha regresado. Lleva el

abrigo ligero, de entretiempo. A ver si se resfría. ¡Ah, juventud irre-

flexiva!

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LIUBOV ANDRÉIEVNA (ligeramente despechada). -¿Por qué se ríe

usted? ¿A qué viene su risa?

YASHA.- Es que ese Epijódov es muy ridículo. Es un hombre vacío.

Es un saco de desgracias.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Firs, si la finca se vende, ¿a dónde vas a

ir?

FIRS.- Iré adonde usted me mande.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Córno tienes tan mala cara? ¿No te

encuentras bien? Lo mejor es que te vayas a dormir, ¿sabes? ...

FIRS.- Sí... (Sonriendo.) Que me vaya a dormir, y sin mí, ¿quién se

encargará de servir y de poner las cosas en orden? Estoy yo solo para

atender toda la casa.

YASHA (a Liubov Andréievna). -¡Liubov Andréievna! Permítanme

hacerle un ruego, tenga la bondad. Si vuelve usted a París, lléveme

consigo, por favor. Me es totalmente imposible quedarme aquí...

(Mirando en torno, a media voz.) No hace falta decirlo, usted misma

lo ve, éste es un país inculto, la gente no tiene moralidad; además,

todo es aburrimiento, en la cocina dan mal de comer, y por si fuera

poco, hasta el Firs ese está siempre por aquí dando vueltas y

mascullando palabras que no se entienden. ¡Lléveme consigo, por

favor!

Entra PISCHIK.

PISCHIK.- Permítame, hermosísima... un valsito... (Liubov Andréiev-

na accede.) Encantadora, de todos modos, ciento ochenta rublitos me

los prestará usted… Me prestará... (Bailan.) Ciento ochenta

rublitos…. (Pasan a la sala.)

YASHA (canta en voz baja). -Comprenderás de mi alma el tor-

mento…"

En la sala, una figura con sombrero de copa gris y pantalones a

cuadros, agita los brazos y salta; gritos: "¡Bravo, Charlotta Ivanovna!"

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DUNIASHA (se ha detenido para empolvarse). -La señorita me ha

mandado bailar, hay muchos caballeros y pocas damas, pero cuando

bailo la cabeza me da vueltas y el corazón me palpita. Firs

Nikoláievich, el funcionario de correos, me ha dicho una cosa que me

ha dejado sin respiración.

La música va apagándose.

FIRS.- ¿Qué te ha dicho?

DUNIASHA.- Usted, dice, es como una flor.

YASHA (bosteza). -Ignorancia ... (Sale.)

DUNIASHA.- Como Una flor... Soy una muchacha tan delicada... me

gustan terriblemente las palabras tiernas.

FIRS.- Vas a perder la cabeza.

Entra EPIJODOV.

EPIJÓDOV.- Usted, Avdotia Fiódorovna, no desea verme... como si

fuera yo un insecto... (Suspira.) ¡Ay, la vida!

DUNIASHA.- ¿Qué desea usted?

EPIJÓDOV.- Indudablemente, es posible que usted tenga razón (Sus-

pira.) Pero, claro, si se mira desde el punto de vista... entonces usted,

me permito expresarme así, y perdone la franqueza, ha sido exclusiva-

mente usted la que me ha metido en tal estado de ánimo. Conozco mi

sino, cada día me ocurre alguna desgracia, y a esto me he acostum-

brado hace tiempo, de modo que miro con una sonrisa mi suerte.

Usted me ha dado su palabra, y aunque yo...

DUNIASHA.- Por favor, hablaremos luego, pero ahora déjeme en paz.

Ahora yo sueño. (Juego con el abanico.)

EPIJÓDOV.- Cada día me ocurre alguna desgracia y yo, permítame

que me exprese así, me contento con sonreír, hasta me río.

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Entra VARIA, procedente de la sala.

VARIA.- ¿Aún estás aquí, Semión? Qué poco respeto el tuyo, la,

verdad. (A Duniasha.) Vete de aquí Duniasha. (A Epijódov.) O juegas

al billar y rompes un taco o te paseas por el salón, como un invitado.

EPIJÓDOV.- A mí, permítame que se lo exprese, no puede usted

reclamarme nada.

VARIA.- No te reclamo nada, te digo lo que pienso. No sabes hacer

otra cosa que ir de un sitio a otro sin ocuparte de tu trabajo. Tenemos

un contable y no se sabe para que.

EPIJÓDOV (ofendido). -Si trabajo, si paseo, si como o si juego al

billar son cosas de las que sólo pueden juzgar personas que entiendan

y mayores.

VARIA.- ¡Te atreves a decirme esto! (Furiosa.) ¿Te atreves? Así pues,

yo no entiendo nada, ¿eh? ¡Fuera de aquí! ¡Ahora mismo!

EPIJÓDOV (amedrentado). - Le ruego que se exprese de manera de-

licada.

VARIA (fuera de sí). -¡Fuera de aquí al instante! ¡Fuera! (Él se va

hacia la puerta; ella le sigue.) ¡Saco de desgracias! Que no se te vea

por aquí ni en pintura. ¡No vuelvas a ponerte delante de mis ojos!

(Epijódov sale; se le oye decir, detrás de la puerta: “Me quejaré de

usted".) ¡Ah! ¿Vuelves? (Coge el bastón que Firs había dejado cerca

de la puerta.) Ven... Ven... Ven, ya te enseñaré yo... ¡Ah! ¿Vienes?

¿Vienes? Pues vas a ver tú... (Enarbola el bastón; en este momento

entra Lopajin.)

LOPAJIN.- Mis más expresivas graciás.

VARIA (irritada y burlona). -Perdón.

LOPAJIN.- No faltaba más. Le agradezco de todo corazón su amable

acogida.

VARIA.- No hay de qué. (Se aparta un poco; luego mira en torno y le

pregunta con dulzura.) ¿Le he hecho daño?

LOPAJIN.- No, no es nada. De todos modos, me está saliendo un

chichón enorme.

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Voces en la sala: "¡Ha venido Lopajin! ¡Ermolái Alexeich!

PISCHIK.- Dichosos los ojos que te ven y los oídos que te oyen... (Se

besan.) Hueles a coñac, amigo y alma mía. Pues nosotros aquí tam-

bién nos divertimos.

Entra LIUBOV ANDRÉIEVNA.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Es usted, Ermolái Alexeich? ¿Por qué ha

tardado tanto? ¿Dónde está Leonid?

LOPAJIN.- Leonid Andreich ha vuelto conmigo, ya viene…

LIUBOV ANDRÉIEVNA (turbada). -¿Qué? ¿Ha habido subasta?

¡Pero hable!

LOPAJIN.- (turbado, temeroso de dejar traslucir su alegría). -La

subasta se ha terminado hacia las cuatro... Hemos llegado tarde al tren

y nos ha tocado esperar hasta las nueve y media. (Suspirando profun-

damente.) ¡Uf! Hasta parece como si la cabeza me diera vueltas. . .

Entra GÁIEV; en la mano derecha lleva los paquetes de unas

compras; con la izquierda se seca las lágrimas.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Qué hay, Lionia? ¿Eh? (Impaciente, con

lágrimas en los ojos.) Pero habla ya, por Dios...

GÁIEV (sin responderle nada, hace un gesto evasivo con la mano; a

Firs, llorando). -Toma esto… Son anchoas, arenques de Kerch... Hoy

no he comido nada... ¡Lo que he sufrido! (La puerta de la sala de

billar está abierta; se oye, el choque de las bolas y la voz de Yasha:

"¡Siete y dieciocho!" A Gáiev se le cambia la expresión del rostro; el

hombre ya no llora.) Me siento terriblemente cansado. Me darás la

ropa para que me cambie. Firs. (Atraviesa la sala dirigiéndose a sus

habitaciones, Firs le sigue.)

PISCHIK.- ¿Qué ha pasado en la subasta? ¡Cuéntalo ya!

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LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Se ha vendido el jardín de los cerezos?

LOPAJIN.- Se ha vendido.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿ Quién lo ha comprado?

LOPAJIN.- Lo he comprado yo. (Pausa.)

Liubov Andréievna queda anonadada; habría caído de no hallarse

junto al sillón y la mesa. Varia se quita de la cintura el manojo de

llaves, las arroja alsuelo, en medio del salón, y se va.

¡Lo he comprado yo! Un momento, señores, tengan la bondad, todo se

me confunde en la cabeza, no puedo hablar... (Se ríe.) Cuando hemos

llegado a la subasta, ya estaba allí Derigánov. Leonid Andreich no

tenía más que quince mil rublos; Derigánov ofrece de golpe treinta

mil, además del valor de la deuda. Al ver cómo estaba el asunto, plan-

to cara a Derigánov y ofrezco cuarenta mil. Él dice: cuarenta y cinco.

Yo, cincuenta y cinco. Él va subiendo de cinco; yo, de diez... Al fin se

ha terminado. Como, además de la deuda, he ofrecido noventa mil

rublos, ha quedado por mío. Ahora el jardín de los cerezos es mío.

¡Mío! (Se ríe a carcajadas.) ¡Dios del cielo, Señor, el jardín de los

cerezos es mío! Decidme que estoy borracho, que he perdido la razón,

que todo esto se me imagina... (Da unas patadas en el suelo.) ¡No os

riáis de mí! ¡Si mi padre y mi abuelo se levantaran de la tumba y

vieran lo que ocurre, si vieran que su Ermolái comprado la finca más

hermosa del mundo! He comprado la finca en que mi abuelo y mi

padre fueron esclavos, donde no les dejaban entrar ni siquiera en la

cocina. Estoy soñando, esto no es más que una ilusión mía, un

desvarío... Para vosotros también ha de ser fruto de vuestra

imaginación, cubierta por las tinieblas de lo desconocido. . . (Levanta

las llaves sonriendo dulcemente.) Ha tirado las llaves; quiere

demostrar que ya no es la dueña aquí... (Hace sonar las llaves.)

Bueno, qué más da. (Se oye a los músicos afinar los instrumentos.)

¡Eh, músicos! ¡Tocad! ¡Quiero oíros! ¡Venid todos a ver cómo

Ermolái Lopajin entrará con el hacha en el jardín de los cerezos y

cómo caerán los árboles al suelo! Construiremos casas de veraneo y

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nuestros nietos y bisnietos verán aquí una nueva vida… ¡Músicos,

tocad!

La música toca. Liubov Andréievna se ha dejado caer en una silla y

llora amargamente.

(En son de reproche.) ¿Por qué no me hizo caso, por qué? Mi

pobrecita, tan buena, ahora ya lo ha perdido. (Con lágrimas en los

ojos.) ¡Oh, que pase pronto esto, que cambie cuanto antes nuestra vida

desconcertada, desdichada.

PISCHIK (le toma del brazo; a media voz). -Está llorando. Aparté-

monos de aquí, que ella sola... Vamos... (Lo conduce del brazo a la

sala.)

LOPAJIN.- ¿Qué pasa ahí? ¡Música, que se oiga mejor! ¡Que se haga

todo como yo deseo! (Con ironía.) ¡Paso al nuevo propietario, al señor

del jardín de los cerezos! (Tropieza sin querer con una mesita y por

poco tira un candelabro.) ¡Puedo pagarlo todo! (Sale con Pischik.)

En la sala y en el salón no hay nadie, excepto Liubov Andréievna que,

acurrucada en su asiento, llora amargamente. La orquesta toca con

suavidad. Entran presurosos ANIA y TROFIMOV. Ania se acerca a

su madre y se arrodilla a sus pies. Trofimov se queda a la entrada de

la sala.

ANIA.- ¡Mamá!... Mamá, ¿estás llorando? Mi mamá querida, dulce,

buena, hermosa mamá mía, te quiero... te bendigo. El jardín de los

cerezos está vendido, ya no existe, esto es verdad, es verdad, pero no

llores, mamita, te queda la vida por delante, te queda tu alma buena y

pura... Vente conmigo, vámonos d aquí, mamá querida, ¡vámónos!..

Plantaremos otro jardín, más lozano aún que éste. Lo verás,

comprenderás; una alegría serena, profunda, descenderá a tu alma,

como el sol en la hora del crepúsculo, ¡y te sonreirás, mamá!

¡Vámonos, mamá querida! ¡Vámonos!...

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ACTO CUARTO

La misma decoración del primer acto. No hay ni las cortinas de las

ventanas ni los cuadros; quedan pocos muebles, que están colocados

en un rincón, como en venta. La impresión es de vacío. Junto a la

puerta de salida, hay unas maletas, atadijos de viaje, etc. Por la puerta

de la izquierda, que está abierta, se oyen las voces de Varia y Ania.

LOPAJIN está de pie, esperando. YASHA sostiene una bandeja con

unas copas de champaña. En el vestíbulo, EPIJÓDOV está atando una

caja. En el fondo, detrás de la escena, ruido de voces. Son los mujiks,

que han acudido a despedirse. Voz de Gáiev: "Gracias, hermanos,

gracias a todos".

YASHA.- La gente ha venido a despedirse. A mi modo de ver, Er-

molái Alexeich, la gente del pueblo no es mala, pero tiene pocas

entendederas.

El ruido de voces se apaga. Entran por el vestíbulo LIUBOV

ANDRÉIEVNA Y GÁIEV; Liubov Andréievna no llora, pero está

pálida y el rostro le tiembla; no puede hablar.

GÁIEV.- Les has dado el monedero, Liuba. ¡Esto no puede ser! ¡Esto

no puede ser!

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡No podía hacerlo de otro modo! ¡No

podía! (Salen los dos.)

LOPAJIN (en el umbral de la puerta, siguiéndolos con la mirada). --

¡Tengan la bondad, se lo ruego! Una copita antes de partir. No se me

ocurrió traer de la ciudad y en la estación sólo he encontrado una

botella. ¡Tengan la bondad! (Pausa.) ¡Bueno, señores! ¿No quieren?

(Se retira de la puerta.) De haberlo sabido no la habría comprado.

Bueno, yo tampoco voy a beber. (Yasha pone con cuidado la bandeja

en una silla.) Por lo menos bebe tú, Yasha.

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YASHA.- ¡A la salud de los que se van! ¡Y que sea usted feliz aquí

(Bebe.) Este champaña no es auténtico, se lo puedo asegurar.

LOPAJIN.- Ocho rublos me ha costado la botella. (Pausa.) Aquí hace

un frío de mil diablos.

YASHA.- Hoy no se han encendido las estufas, ¿para qué? Nos va-

mos. (Se ríe.)

LOPAJIN.- ¿De qué te ríes?

YASHA.- De satisfacción.

LOPAJIN.- Estamos en octubre, pero el tiempo es soleado y apacible,

como en verano; magnífico para edificar. (Consulta el reloj y se acer-

ca a la puerta.) Señores, tengan en cuenta que sólo faltan cuarenta y

siete minutos para el tren. Hay que salir hacia la estación dentro de

veinte. Dénse prisa.

Entra TROFIMOV con el abrigo puesto; viene del patio.

TROFIMOV.- Me parece que ya es hora de marchar. Los caballos

están a punto. El diablo sabe dónde han ido a parar mis chanclos. Se

han perdido... (En dirección a la puerta.) ¡Ania, los chanclos no están

en ninguna parte! ¡No los encuentro!

LOPAJIN.- Tengo que ir a Járkov. Haremos el viaje en el mismo tren.

Me quedaré en Járkov todo el invierno. Aquí me he pasado el tiempo

charlando con ustedes, torturándome de inacción. No puedo estar

ocioso, no sé qué hacer con los brazos, me cuelgan de una manera

extraña, como si no fueran míos.

TROFIMOV.- Ahora nos iremos y se dedicará usted otra vez a su pro-

vechoso trabajo.

LOPAJIN.- Bébete una copita.

TROFIMOV.- No lo haré.

LOPAJIN.- Así pues, ¿a Moscú ahora?

TROFIMOV.- Sí, las acompañaré a la ciudad y mañana a Moscú,

LOPAJIN.- Ya... Seguro que los profesores ahora no dan clases, ¡es-

tarán esperando a que tú llegues!

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TROFIMOV.- Eso no es cosa tuya.

LOPAJIN.- ¿Cuántos años hace que estudias en la Universidad?

TROFIMOV.- Inventa algo más nuevo. Esta broma ya es vieja y ba-

nal. (Busca los chanclos.) ¿Sabes? Probablemente no nos veremos

más. Así que, permíteme que te dé un consejo como despedida: ¡no

gesticules tanto con los brazos! Quítate esa costumbre. Y eso de

construir casas de veraneo, eso de calcular que los veraneantes, con el

tiempo, se convertirán en excelentes cultivadores de su parcela,

calcular de este modo, también significa gesticular... De todos modos,

a pesar de los pesares, te tengo afecto. Tienes unos dedos finos,

delicados, como los de un artista, y el alma también la tienes fina,

delicada...

LOPAJIN (le da un fuerte abrazo). -Adiós, amigo. Gracias por todo.

Si hace falta, puedo darte dinero para el viaje.

TROFIMOV.- ¿Para qué lo quiero? No lo necesito.

LOPAJIN.- ¡Pero si no tenéis!

TROFIMOV.- Tengo. Muchas gracias. Me lo han enviado por una

traducción. Aquí está, en el bolsillo. (Preocupado.) ¡Y los chanclos

sin aparecer!

VARIA (desde la otra habitación). -¡Tome esa porquería, aquí los tie-

ne! (Arroja a la escena un par de chanclos de goma.)

TROFIMOV.- ¿Por qué se enfada, Varia? Hum... ¡Pero si éstos no son

mis chanclos!

LOPAJIN.- En primavera sembré unas mil desiatinas de amapolas y

he ganado, ahora, cuarenta mil rublos limpios. Y cuando mis amapo-

las estaban en flor, ¡qué cuadro aquel! Así que, como le digo, he

ganado cuarenta mil rublos, y si te ofrezco dinero prestado es porque

puedo hacerlo. ¿A qué darse humos? Yo soy un mujik... a la pata la

llana.

TROFIMOV.- Tu padre era un mujik; el mío, un boticario; pero de

ello no se sigue absolutamente nada. (Lopajin saca la cartera del bol-

sillo.) Deja, deja... Aunque me dieras doscientos mil rublos no los

aceptaría. Soy un hombre libre. Y lo que es tan estimado y alto para

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todos vosotros, ricos y pobres, no tiene sobre mí ningún poder, es

como plumón arrastrado por el aire. Puedo prescindir de vosotros,

puedo pasar por delante de vosotros sin miraros, soy fuerte y orgu-

lloso. ¡La humanidad avanza hacia una verdad suprema, hacia la

felicidad más alta que pueda darse en la tierra, y yo estoy en las

primeras filas!

LOPAJIN.- ¿Llegarás?

TROFIMOV.- Llegaré. (Pausa.) Llegaré o señalaré a los demás el ca-

mino para llegar.

Se oyen los golpes del hacha contra un árbol, a lo lejos.

LOPAJIN.- Bueno, adiós, amigo. Es hora de partir. Nos estamos mi-

rando por encima del hombro uno a otro y entre tanto la vida pasa.

Cuando llevo mucho tiempo trabajando sin descansar, los pensamien-

tos se me hacen más ligeros y me parece que también a mí me resulta

claro que existo para algo. Pero cuánta gente hay en Rusia, hermano,

que existe sin saber para qué. De todos modos, qué más da. La

cuestión no está en eso. Dicen que Leonid Andreich ha aceptado el

puesto y que trabajará en un banco, con seis mil rublos de sueldo al

año... Sólo que no estará mucho tiempo, es muy perezoso...

ANIA (desde la puerta). -Mamá le ruega que no talen el jardín mien-

tras ella no haya partido.

TROFIMOV.- La verdad, no sé cómo puede llegar hasta tal punto la

falta de tacto... (Sale por el vestíbulo.)

LOPAJIN.- Ahora mismo, ahora mismo... ¡Qué gente, santo Dios!

(Sale tras él.)

ANIA.- ¿Han llevado a Firs al hospital?

YASHA.- He dicho que lo hicieran por la mañana. Es de suponer que

le han llevado.

ANIA (a Epijódov, que cruza la sala).- Semión Panteleich, pregunte

si han llevado a Firs al hospital, haga el favor.

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YASHA (picado). -Por la mañana se lo he dicho a Egor. ¡Para qué

preguntar diez veces una misma cosa!

EPIJÓDOV.- El longevo Firs, según mi opinión definitiva, no está ya

para reparaciones, lo que ha de hacer es reunirse con sus antepasados.

Y yo lo único que puedo hacer es envidiarle. (Pone una maleta sobre

una sombrerera y la aplasta.) Vaya, naturalmente. Ya lo sabía yo. (Se

va.)

YASHA (burlón). -Saco de desgracias...

VARIA (desde detrás de la puerta). -¿Han llevado a Firs al hospital?

ANIA.- Lo han llevado.

VARIA.- ¿Por qué no han cogido la carta para el doctor?

ANIA.- Hay que mandar a que los alcancen... (Sale.)

VARIA (desde la habitación inmediata). -¿Dónde está Yasha? Decid-

le que ha venido su madre, quiere despedirse de él.

YASHA (haciendo con la mano un gesto de indiferencia). -Sólo saben

hacer perder la paciencia.

Duniasha durante todo este tiempo ha estado ocupándose de las

maletas y bultos; ahora que Yasha está solo, se le acerca.

DUNIASHA.- Podía haberme dirigido por lo menos una miradita,

Yasha. Se va... me abandona... (Llora y se le arroja al cuello.)

YASHA.- ¿Para qué llorar? (Bebe champaña.) Dentro de seis días es-

taré otra vez en París. Mañana tomaremos el tren expreso y en mar-

cha, ¡ya pueden esperamos sentados! Casi me parece imposible. Vive

la France!... Esto no es para mí, aquí no puedo vivir... qué le vamos a

hacer. Me he cansado de ver tanta ignorancia, me basta. (Bebe cham-

paña.) ¿Para qué llorar? Compórtese usted correctamente y no llorará.

DUNIASHA (se empolva, mirándose en el espejito). -Escríbame una

carta desde París. Ya sabe usted que le he querido. Yasha, ¡le he

querido tanto! ¡Yo soy una criatura delicada, Yasha!YASHA.- Ya vienen. (Se entretiene con las maletas, canturreando.)

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Entran LIUBOV ANDRÉIEVNA, GÁIEV, ANIA Y CHARLOTTA

IVANOVNA.

GÁIEV.- Hay que marchar. Ya nos queda poco tiempo. (Mirando a

Yasha.) ¿Quién huele a arenque aquí?

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Subiremos al coche dentro de unos diez

minutos... (Recorre la habitación con la mirada.) Adiós, mi vieja y

entrañable casa. Pasará el invierno, llegará la primavera y tú dejarás

de existir, te derruirán. ¡Cuántas cosas han visto estas paredes! (Besa

frenéticamente a su hija.) Tesoro mío, estás radiante, los ojos te

brillan como dos diamantes. ¿Estás contenta? ¿Muy contenta?

ANIA.- ¡Mucho! ¡Comienza una nueva vida, mamá!

GÁIEV (alegremente). -La verdad es que ahora todo va bien. Antes de

que el jardín de los cerezos se vendiera, todos estábamos nerviosos,

sufríamos; después, cuando la cuestión quedó resuelta de manera irre-

vocable, nos tranquilizamos, hasta recobramos la alegría. Yo soy un

empleado de banco, ahora soy un financiero... carambola en el centro,

y tú, Liuba, quieras o no, tienes mejor aspecto, es indudable.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Sí. Estoy mejor de los nervios cierto. (Le

dan el sombrero y el abrigo.) Duermo bien. Sácame las maletas,

Yasha. Ya es hora. (A Ania.) Hija mía, nos veremos pronto. .. Me voy

a París, allí viviré con el dinero que nos ha mandado tu abuela de

Yaroslav1 para comprar la finca -¡viva la abuela!-, pero este dinero no

alcanzará para mucho tiempo.

ANIA.- Volverás pronto, muy pronto... ¿verdad, mamá? Me prepararé

para examinarme en el gimnasio, aprobaré, y después me pondré a

trabajar, te ayudaré. Leeremos juntos muchos libros... ¿Verdad,

mamá? (Besa las manos a su madre.) Leeremos durante las veladas de

otoño, leeremos muchos libros, y ante nosotros se abrirá un mundo

nuevo, un mundo de maravilla... (Soñadora.) Mamá, vuelve...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Volveré, tesoro mío. (Abraza a su hija.)

Entra LOPAJIN, Charlotta canturrea una canción.

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GÁIEV.- Charlotta es feliz, ¡canta!

CHARLOTTA (toma un bulto que parece una criatura envuelta). -Mi

pequeñín, ro, ro. , (Se oye el llanto de un crío: " ¡Uhá!... ¡uhá! ... )

Cállate, mi cielo, mi pequeño querubín (¡uhá!... ¡uhá!... ) ¡Me das

tanta pena! (Arroja el bulto a su sitio.) Así que, por favor, encuén-

trenme colocación. No puedo quedarme así.

LOPAJIN.- La encontraremos, Charlotta Ivánovna, no se preocupe.

GÁIEV.- Todos nos abandonan. Varia se va... de pronto nos hemos

vuelto inútiles.

CHARLOTTA.- En la ciudad no tengo dónde vivir. Hay que irse...

(Canturrea.) Da lo mismo...

Entra PISCHIK.

LOPAJIN.- ¡Prodigio de la naturaleza!...

PISCHIK (jadeante). -Oh, dejadme respirar... no puedo más... Mis

respetabilísimos... Denme un poco de agua...

GÁIEV.- En busca de dinero, ¿no? Humilde siervo, me aparto del

peligro... (Se va.)

PISCHIK.- Hace bastante que no había venido a verla... encantado-

rísima… (A Lopajin.) Tú, aquí... tanto gusto en verte... hombre de

grandísimo talento... toma... cobra... (Entrega dinero a Lopajin.)

Cuatrocientos rublos… te quedo debiendo ochocientos cuarenta...

LOPAJIN (se encoge de hombros sorprendido). -Parece un sueño…

Pero ¿de dónde lo has sacado?

PISCHIK.- Espera…Qué calor... Un acontecimiento extraordinario.

Han venido unos ingleses y me han encontrado en la tierra no sé qué

arcilla blanca... (A Liubov Andréievna.) Y a usted también cua-

trocientos... hermosa... divina... (Entrega el dinero.) El resto, más

tarde. (Bebe agua.) Hace poco, un joven estaba contando, en el vagón,

que un gran filósofo... no sé cuál, aconseja saltar de un tejado… "¡Sal-

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ta! ", dice, y esa es toda la cuestión. (Sorprendido.) ¡Hay que ver! ¡Un

poco más de agua!...

LOPAJIN.- Pero ¿qué ingleses?

PISCHIK.- Les he arrendado la parcela con arcilla por veinticuatro

años. . . Ahora, perdonen, tengo prisa… he de hacer el recorrido... He

de ir a casa de Znóikov... a casa de Kardamónov... A todos debo

dinero... (Bebe.) Sigan bien… Pasaré el jueves...

LIUBOV ANDRÉIEVNA. -Nosotros ahora nos trasladamos a la

ciudad y mañana yo saldré para el extranjero...

PISCHIK.- ¿Cómo? (Alarmado.) ¿Por qué a la ciudad? Ahora com-

prendo por qué los muebles, las maletas. Bueno, no importa; (Entre

lágrimas.) No importa. Hombres de grandísimo talento… esos

ingleses... No importa... Que sean ustedes felices... Dios les ayudará...

No importa. Todo en este mundo tiene su fin... (Besa las manos a

Liubov Andréievna.) Y si alguna vez llega a sus oídos la noticia de

que a mí me ha llegado el fin, acuérdese de este... caballo y diga:

"Había en el mundo un tal y cual... Simeónov-Pischik... que Dios le

tenga en la gloria…" El tiempo es espléndido... Sí... (Se va, muy emo-

cionado, pero vuelve al instante y dice desde la puerta.) ¡Dáshenka

les manda saludos! (Se va.)

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Ahora podemos irnos. Me voy con dos

preocupaciones. La primera, por el pobre Firs, enfermo. (Mira el

reloj.) Aún disponemos de unos cinco minutos...

ANIA.- Mamá, a Firs le han llevado al hospital. Yasha le ha mandado

esta mañana.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Mi segunda pena es Varia. Varia está

acostumbrada a levantarse temprano y trabajar; ahora, sin nada que

hacer, es como pez fuera del agua. Ha adelgazado, se ha vuelto pálida

y llora, la pobrecita... (Pausa.) Usted sabe muy bien, Ermolái

Alexéievich, que mi sueño era... casarla con usted, y por todo se veía

que usted iba a tomarla por esposa. (Balbucea unas palabras al oído

de Ania, ésta hace un signo de cabeza a Charlotta y las dos salen.)

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Ella a usted le ama; a usted, ella le gusta, y no sé por qué parece que

hacen todo lo posible para no encontrarse. ¡No lo comprendo!

LOPAJIN.- Ni yo mismo lo comprendo, es la pura verdad. Todo esto

es extraño... Si aún hay tiempo, estoy dispuesto ahora mismo...

Acabemos de una vez y basta; porque sin usted, me doy cuenta de que

no haré la petición.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Muy bien. Un minuto basta. Ahora mismo

la llamo...

LOPAJIN.- A propósito hay champaña... (Mira las copas.) Están va-

cías, alguien se lo ha bebido… (Yasha tose.) A eso se le llama pim-

plar...

LIUBOV ANDRÉIEVNA (vivamente). -Magnífico. Nosotros

saldremos... Yasha, allez! La voy a llamar... (En la puerta.) Varia,

déjalo todo, ven aquí. ¡Ven! (Sale con Yasha.)

LOPAJIN (mirando el reloj). -Sí... (Pausa.)

Tras la puerta, risas contenidas, leve rumor de voces; por fin entra

VARIA.

VARIA (contemplando largo rato los bultos). -Qué extraño, no llego

a encontrarlo...

LOPAJIN.- ¿Qué busca usted?

VARIA.- Yo misma lo he colocado y no recuerdo dónde. (Pausa.)

LOPAJIN.- ¿Adónde irá usted ahora, Varvara Mijáilovna?

VARIA.- ¿Yo? A casa de los Ragulin... Me he puesto de acuerdo con

ellos para hacerme cargo de la marcha de la casa... Como ama de

llaves o algo por el estilo.

LOPAJIN.- ¿Es en Yáshnievo? Estará de aquí a unas sesenta verstas,

¿no? (Pausa.) Ya ve, en esta casa se ha terminado la vida...

VARIA (mirando otra vez el equipaje). -Pero dónde estará... O lo

habré metido en el baúl… Sí, la vida en esta casa se ha terminado...

no volverá...

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LOPAJIN.- Pues yo me voy a Járkov ahora mismo... en ese tren.

Tengo mucho qué hacer. Aquí se queda Epijódov... Le he contratado.

VARIA.- ¡Bueno!

LOPAJIN.- El año pasado por este tiempo ya nevaba, no sé si se

acuerda, pero este año el tiempo es apacible, soleado. Sólo que hace

frío... Unos tres grados bajo cero.

VARIA.- No lo he mirado. (Pausa.) Además, se nos ha roto el ter-

mómetro… (Pausa.)

Voz junto a la puerta del patio: “¡Ermolái Alexeich!"...

LOPAJIN (como si hubiera estado esperando esa llamada desde

hacía mucho rato)-¡Ahora mismo! (Se va rápidamente.)

Varia, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en un bulto de ropa,

llora silenciosamente. Se abre la puerta, entra con cautela LIUBOV

ANDRÉIEVNA.

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Qué? (Pausa.) Tenemos que irnos.

VARIA (ya no llora, se ha secado los ojos). -Sí, ya es hora, mamita.

A casa de los Regulin puedo llegar hoy mismo, lo que hace falta es no

perder el tren...

LIUBOV ANDRÉIEVNA (junto a la puerta). -¡Ania, ponte el abrigo!

Entran ANIA y, después, GÁIEV, CHARLOTTA IVANOVNA.Gáiev lleva un abrigo de invierno con capuchón. Acuden criados y

cocheros. EPIJÓDOV está atareado con el equipaje.

LIUBOV ANDRÉIEVNA. -Ahora ya podemos ponernos en camino.

ANIA (alegremente). -¡En marcha!

GÁIEV.- ¡Amigos míos, buenos y queridos amigos míos! Al abando-

nar esta casa para siempre, ¿puedo callarme, puedo contenerme para

no manifestar, al despedirme, los sentimientos que llenan ahora todo

mi ser?. . .

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ANIA (suplicante). -¡Tío!

VARIA.- ¡Tiíto, no hables!

GÁIEV (abatido). -Doblete de la amarilla en el centro... Me callo...

Entra TROFIMOV; después, LOPAJIN.

TROFIMOV.- Bueno, señores, ¡es hora de partir!

LOPAJIN.- ¡Epijódov, mi abrigo!

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Voy a sentarme todavía un momento. Es

como si hasta ahora no hubiera visto nunca cómo son, en esta casa, las

paredes, cómo son los techos, y ahora los miro con avidez, con un

amor tan tierno...

GÁIEV.- Recuerdo que cuando tenía seis años, por Pascua de Pente-

costés, sentado en esta ventana miraba a mi padre ir a la iglesia...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¿Han recogido todas las cosas?

LOPAJIN.- Parece que sí. (A Epijódov, mientras se pone el abrigo.) Y

tú, Epijódov, vigila que todo esté en orden.

EPIJÓDOV (habla con voz ronca). -¡Esté usted tranquilo, Ermolái

Alexeich!

LOPAJIN.- ¿Por qué tienes esta voz?

EPIJÓDOV.- Acabo de beber agua, y me habré tragado algo.

YASHA (con desprecio). -Qué ignorancia...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Nos vamos y aquí no quedará ni un

alma...

LOPAJIN (de un tirón, saca un paraguas que estaba ya atado a un

bulto y lo levanta como si lo blandieran para dar un golpe; Lopajin

simula espanto). -Qué le pasa, qué le pasa... Ni se me habría ocurrido.

TROFIMOV.- Señores, vamos a tomar asiento en los coches... ¡Ya es

hora! ¡El tren llegará enseguida!

VARIA.- Petia, ahí tiene sus chanclos, junto a la maleta... (Con lágri-

mas en los ojos.) Qué sucios y viejos están...

TROFIMOV (calzándose los chanclos). -¡ Vámonos, señores!...

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GÁIEV (muy emocionado, con miedo a romper en llanto). -El tren...

la estación. . . Cruce de bolas en el centro, doblete en un ángulo...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡Vámonos!

LOPAJIN.- ¿Estamos todos? ¿No hay nadie ahí? (Cierra con llave la

puerta lateral de la izquierda.) Aquí quedan guardadas unas cosas,

hay que cerrar. ¡Vámonos!...

ANIA.- ¡Adiós, casa! ¡Adiós, vieja vida!

TROFIMOV.- ¡Yo te saludo, vida nueva!... (Sale con Ania.)

Varia recorre la estancia con la mirada y sale sin apresurarse. Salen

Yasha y Charlotta, con el perrito.

LOPAJIN.- Así pues, hasta la primavera. Salgan, señores... ¡Hasta la

vista!... (Sale.)

Liubov Andréievna y Gáiev se quedan solos. Como si hubieran estado

esperando ese momento, se echan uno en brazos del otro y lloran con

sollozo contenido, silenciosamente, temerosos de ser oídos.

GÁIEV (con desesperación). -Hermana mía, hermana mía...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡Oh, mi querido, mi dulce, mi hermoso

jardín!... Vida mía, juventud, felicidad, ¡adiós!... ¡Adiós!...

Voz de Ania, muy gozosa, llamando: " ¡Mamá! " ...

Voz de Trofimov, muy gozoso, lleno de animación: "¡Aú!"...

LIUBOV ANDRÉIEVNA.- Una última mirada a estas paredes, a estas

ventanas, A mi difunta madre le gustaba pasear por esta habitación...

GÁIEV.- ¡Hermana mía, hermana mía!...

Voz de Ania: "¡Mamá!" ...

Voz de Trofimov: "¡Aú!" ...

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LIUBOV ANDRÉIEVNA.- ¡Ya vamos!… (Salen.)

La escena queda vacía. Se oye cerrar con llave todas las puertas; luego

se oye a los carruajes partir. Todo queda silencioso. En medio del

silencio resuena un golpe seco de hacha contra un árbol, con

resonancia solitaria y triste. Se oyen unos pasos. Por la puerta de la

derecha aparece Firs. Lleva, como siempre, chaqueta y chaleco

blanco; calza zapatillas. Está enfermo.

FIRS (se acerca a la puerta, mueve la manija).- Está cerrada. Se han

ido... (Se sienta en el diván.) Se han olvidado de mí... No importa...

me sentaré aquí un rato... Seguro que Leonid Andreich no se ha pues-

to la pelliza, se habrá ido con el abrigo... (Suspira preocupado.) Yo no

le he vigilado al marchar... ¡Ah, juventud irreflexiva! (Balbucea al-

gunas palabras que no pueden comprenderse.) La vida ha pasado y es

como si yo no hubiera vivido... (Se tiende sobre el diván.) Me acostaré

un rato... Las fuerzas te han abandonado, no te ha quedado nada, na-

da... Eh, tú... ¡inútil!... (Permanece acostado, inmóvil.)

Se oye un sonido lejano, como si bajase del cielo, el sonido de un cable

que se rompe, un sonido agónico, triste. Se hace el silencio y sólo se

oye cómo a lo lejos, en el jardín, el hacha golpea contra un árbol.