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FUCSIA opinión 19 El hijo perfecto Sin importar la edad que tengan, a veces los hijos necesitan que los padres les den la mano para cruzar las complicadas calles de la vida, como cuando eran pequeños. Por María Fernanda Ampuero FOTO: ©EDU LEÓN. Por primera vez en la vida se separaron. Cuando la conocí, María solo hablaba de su hijo. Llevaba una foto de él en la billetera y la mostraba a quien pudiera. Lo sé porque lo vi: María extrañaba a su hijo como una loca, empezaba cada frase con “cuando pueda traer a Andrés”. Y al fin, cuando tuvo consigo a su niño… nunca he visto mujer más feliz. Andrés, además de su hijo, es su mejor amigo: ríen a carcajadas, se pelean, vuelven a quererse. Hace poco María me pidió que tomára- mos un café. Ella, que es lo más risueño que hay, estaba oscura, desesperada. Me asusté. Se trataba de su hijo. ¿Pero qué? Tardó mucho en contármelo, soltaba cosas como “yo lo notaba triste, yo lo notaba distinto”. — ¿Qué, María, qué? Por fin habló: su hijo le había confesado que le gustaban los chicos y no las chicas. Levantó la cabeza para mirar mi reacción, supongo que temía, como teme toda T engo una amiga que tiene un hijo adolescente, Andrés. Su historia es muy especial porque, como el que engendró a Andrés se borró y los padres de mi amiga viven en un pue- blo lejos de todo, el día que iba a parir se subió a un taxi y pidió entre contracciones que la llevaran a la maternidad. Lo cuenta con gracia: — El taxista respiraba conmigo: ffff, fff, fff, yo sentía ya la cabeza del niño. No hubo necesidad de sirenas, la sirena era yo gritando. Pobre taxista, ¡cómo le dejé el taxi! La noche siguiente, en la maternidad, le dijeron que había pocas camas, así que los mandaron a la calle, al invierno. Con su paquetito, María, que tenía 19 años, cogió otro taxi y se fue a una pensión donde no la esperaba nadie. Ese fue el principio de una vida de malabares para poder ser mamá y papá, y también costurera: los pobres no tienen permiso de maternidad, así que Andrés creció al runrún de las máquinas de coser de una fábrica. Para complicar una vida de por sí complicada, una crisis los sacó de Paraguay y se fueron a Argentina. Una emigrante con un niño no es una buena combinación, pero María se las arregló para que su hijo viviera todo eso como una aventura. Con el tiempo, los de Argentina se volvieron años buenos: el niño iba al colegio, ella trabajaba para una firma de ropa, comían dulce de leche. Entonces, cuando se preparaban para celebrar la Navidad del 2001, sobre Argentina cayó una bomba a la que dieron un nombre infantil: corralito. María recuerda a la gente azotando cacerolas y aullando de indignación frente a los bancos cerrados. Otra vez hizo maletas. Le dijeron que en España nadie le daría trabajo con el niño y que era mejor que él se quedara con una tía en Argentina. madre, que su hijo sea discriminado. Se encontró con mi sonrisa de alivio. — Boba, pensé que me ibas a decir algo terrible, una enfermedad. Sonrió por fin. Para ella también estaba siendo difícil salir del clóset. — Me preocupaba lo que fueras a pensar. Cuando Andrés le soltó la noticia hubo terremoto en la casa. Terremoto silencio- so, pero tremendo. María pasó tres días sin hablarle a su hijo (¿rabia, sorpresa, impotencia?), y finalmente fue a su cuarto y le dijo que todo estaba bien. — Eres mi niño, te quiero como eres, nada va a cambiar eso. María tiene razones claras para el temor: la sociedad, los compañeros y sus crueldades, un futuro de discriminaciones, pero, gracias a un grupo de apoyo a padres de jóvenes homosexuales, ha descubierto que también tiene miedos inconscientes, religiosos, atávicos, que debe reconocer primero para poderlos desterrar. Es una campeona: ha leído artículos, ha hablado con parejas de lesbianas y homosexuales, ha preguntado a otros padres cómo hicieron, ya no para aceptar que su hijo es gay, sino para recuperar la vida como era antes. María quiere volver a la normalidad, preguntarle a su hijo si le gusta alguien, hablar de sexo y de amor, comentar sobre cuál actor o actriz es más guapo, vivir sin tabúes. Por lo pronto le da amor, todo el que puede. Es que es su hijo, el mismo que casi nace en un taxi, con el que emigró, el que recuperó después de tanto tormento en España, el niño de su vida, por el que se pelearía con el mundo entero. ¿Cómo no iba a apoyarlo? El primer paso ya lo ha dado: ha salido del clóset con él, de la mano, como cuando era pequeño y cruzaban la calle. Exactamente así. = ILUSTRACIÓN: ©IVETTE SALOM/13.

El hijo perfecto

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Sin importar la edad que tengan, a veces los hijos necesitan que los padres les den la mano para cruzar las complicadas calles de la vida, como cuando eran pequeños

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FUCSIA opinión

19

El hijo perfecto Sin importar la edad que tengan, a veces los hijos necesitan que los padres les den la mano para cruzar las complicadas calles de la vida, como cuando eran pequeños. Por María Fernanda Ampuerofo

to: ©

Edu

LEó

n.

Por primera vez en la vida se separaron. Cuando la conocí, María solo hablaba de su hijo. Llevaba una foto de él en la billetera y la mostraba a quien pudiera. Lo sé porque lo vi: María extrañaba a su hijo como una loca, empezaba cada frase con “cuando pueda traer a Andrés”.

Y al fin, cuando tuvo consigo a su niño… nunca he visto mujer más feliz. Andrés, además de su hijo, es su mejor amigo: ríen a carcajadas, se pelean, vuelven a quererse.

Hace poco María me pidió que tomára-mos un café. Ella, que es lo más risueño que hay, estaba oscura, desesperada. Me asusté. Se trataba de su hijo. ¿Pero qué? Tardó mucho en contármelo, soltaba cosas como “yo lo notaba triste, yo lo notaba distinto”.

— ¿Qué, María, qué? Por fin habló: su hijo le había confesado

que le gustaban los chicos y no las chicas. Levantó la cabeza para mirar mi reacción, supongo que temía, como teme toda

Tengo una amiga que tiene un hijo adolescente, Andrés. Su historia es muy especial porque, como el que engendró a Andrés se borró

y los padres de mi amiga viven en un pue-blo lejos de todo, el día que iba a parir se subió a un taxi y pidió entre contracciones que la llevaran a la maternidad. Lo cuenta con gracia:

— El taxista respiraba conmigo: ffff, fff, fff, yo sentía ya la cabeza del niño. No hubo necesidad de sirenas, la sirena era yo gritando. Pobre taxista, ¡cómo le dejé el taxi!

La noche siguiente, en la maternidad, le dijeron que había pocas camas, así que los mandaron a la calle, al invierno. Con su paquetito, María, que tenía 19 años, cogió otro taxi y se fue a una pensión donde no la esperaba nadie.

Ese fue el principio de una vida de malabares para poder ser mamá y papá, y también costurera: los pobres no tienen permiso de maternidad, así que Andrés creció al runrún de las máquinas de coser de una fábrica.

Para complicar una vida de por sí complicada, una crisis los sacó de Paraguay y se fueron a Argentina. Una emigrante con un niño no es una buena combinación, pero María se las arregló para que su hijo viviera todo eso como una aventura. Con el tiempo, los de Argentina se volvieron años buenos: el niño iba al colegio, ella trabajaba para una firma de ropa, comían dulce de leche.

Entonces, cuando se preparaban para celebrar la Navidad del 2001, sobre Argentina cayó una bomba a la que dieron un nombre infantil: corralito. María recuerda a la gente azotando cacerolas y aullando de indignación frente a los bancos cerrados.

Otra vez hizo maletas. Le dijeron que en España nadie le daría trabajo con el niño y que era mejor que él se quedara con una tía en Argentina.

madre, que su hijo sea discriminado. Se encontró con mi sonrisa de alivio.

— Boba, pensé que me ibas a decir algo terrible, una enfermedad.

Sonrió por fin. Para ella también estaba siendo difícil salir del clóset.

— Me preocupaba lo que fueras a pensar.Cuando Andrés le soltó la noticia hubo

terremoto en la casa. Terremoto silencio-so, pero tremendo. María pasó tres días sin hablarle a su hijo (¿rabia, sorpresa, impotencia?), y finalmente fue a su cuarto y le dijo que todo estaba bien.

— Eres mi niño, te quiero como eres, nada va a cambiar eso.

María tiene razones claras para el temor: la sociedad, los compañeros y sus crueldades, un futuro de discriminaciones, pero, gracias a un grupo de apoyo a padres de jóvenes homosexuales, ha descubierto que también tiene miedos inconscientes, religiosos, atávicos, que debe reconocer primero para poderlos desterrar. Es una campeona: ha leído

artículos, ha hablado con parejas de lesbianas y homosexuales, ha preguntado a otros padres cómo hicieron, ya no para aceptar que su hijo es gay, sino para recuperar la vida como era antes.

María quiere volver a la normalidad, preguntarle a su hi jo si le gusta alguien, hablar de sexo y de amor, comentar sobre cuál actor o actriz es

más guapo, vivir sin tabúes.Por lo pronto le da amor, todo el

que puede. Es que es su hijo, el mismo que casi

nace en un taxi, con el que emigró, el que recuperó después de tanto tormento en España, el niño de su vida, por el que se pelearía con el mundo entero. ¿Cómo no iba a apoyarlo?

El primer paso ya lo ha dado: ha salido del clóset con él, de la mano, como cuando era pequeño y cruzaban la calle. Exactamente así. =iL

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