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Elena Díez Albéniz María Isabel Martínez López Facultad de Letras y de la Educación Grado en Lengua y Literatura Hispánica 2014-2015 Título Director/es Facultad Titulación Departamento TRABAJO FIN DE GRADO Curso Académico El cuento en la literatura española del siglo XX Autor/es

El cuento en la literatura española del siglo XX Resumen El cuento ha sido considerado a lo largo de la historia como un género menor y, por consiguiente, los estudios sobre su evolución

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Elena Díez Albéniz

María Isabel Martínez López

Facultad de Letras y de la Educación

Grado en Lengua y Literatura Hispánica

2014-2015

Título

Director/es

Facultad

Titulación

Departamento

TRABAJO FIN DE GRADO

Curso Académico

El cuento en la literatura española del siglo XX

Autor/es

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© El autor© Universidad de La Rioja, Servicio de Publicaciones, 2016

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El cuento en la literatura española del siglo XX, trabajo fin de gradode Elena Díez Albéniz, dirigido por María Isabel Martínez López (publicado por la

Universidad de La Rioja), se difunde bajo una LicenciaCreative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

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Resumen

El cuento ha sido considerado a lo largo de la historia como un género menor y,

por consiguiente, los estudios sobre su evolución son bastante escasos. En este trabajo

voy a realizar un recorrido por las diferentes etapas del género en el siglo XX dentro del

panorama literario peninsular. El cuento ha ido cambiando a lo largo de este siglo de

manera considerable, motivado en muchas ocasiones por factores externos a la propia

literatura. Los cambios políticos, sociales y culturales que tuvieron lugar esos convulsos

años influyeron directamente en los relatos, modificando sus características formales y

temáticas. Surge así un tipo de cuento mucho más innovador que seguirá una evolución

propia, diferente a la de otros géneros narrativos. Por tanto, es necesario estudiar el

cuento de forma independiente para que, de esta manera, podamos obtener una visión

global de su papel en la literatura española del siglo XX.

Abstract

The story has been considered as a minor genre throughout history and,

therefore, studies about its development are quite scarce. The aim of this thesis is

explaining the different history’s stages of the genre in Spanish literature of the 20th

century. The story has changed in this time due to factors beyond literature. Political,

social and cultural movements happened those turbulent years directly influenced the

stories and modify their formal and thematic features. So a more innovative kind of

story emerges which develops independently over the years. Thus, it is necessary to

study the story as an autonomous genre to thereby obtain an overview of its role in 20th

century Spanish literature.

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Índice

1. Objetivos y metodología …………………………………………………………… 3

2. Introducción al género del cuento …………………………………………………. 4

3. El cuento español desde 1900 hasta la Guerra Civil ………………………………. 7

4. El cuento español durante la Guerra Civil (1936-1939)…………………………... 11

4.1. Los cuentos del exilio ……………………………………………………. 12

5. El cuento español hasta la Transición (1939-1975)….……………………………. 13

5.1. El cuento en los años 40: una continuación del modelo realista ……………. 13

5.2. El cuento en los años 50: la “Promoción de medio siglo”…………………… 14

5.3. El cuento en los años 60: la narrativa experimental …………………………. 16

6. El cuento contemporáneo: de la Transición a nuestros días ……………………… 17

7. Textos comentados ……………………………………………………………….. 20

7.1. El miedo (1903), Valle-Inclán …………………………………………… 20

7.2. Marcelo Brito (1941), Camilo José Cela ………………………………… 22

7.3. Cabeza Rapada (1958), Jesús Fernández Santos ………………………... 24

7.4. Horas en apariencia vacías (1973), Juan Benet …………………………. 25

7.5. El desertor (1981), José María Merino …………………………………... 27

8. Conclusión ………………………………………………………………………... 29

9. Bibliografía ……………………………………………………………………….. 31

10. Anexos ……………………………………………………………………………. 33

Anexo A (El miedo, Valle-Inclán) ……………………………………………. 33

Anexo B (Marcelo Brito, Camilo José Cela) …………………………………. 36

Anexo C (Cabeza rapada, Jesús Fdez. Santos)……………………………...... 42

Anexo D (Horas en apariencia vacías, Juan Benet)………………………….. 45

Anexo E (El desertor, José María Merino) ………………………………….…60

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1. Objetivos y metodología

El objetivo de esta monografía es realizar un acercamiento al género del cuento

de la literatura española del siglo XX.

Para ello he realizado un estudio teórico-práctico en el que están resumidas las

principales tendencias del siglo de una forma teórica, académica, y, a la vez,

ejemplificadas con algunos de los cuentos más representativos de cada época. De este

modo, no sólo incluyo los contenidos fundamentales de la bibliografía sino que también

elaboro un discurso propio que me permita demostrar los conocimientos adquiridos a lo

largo de los años de formación universitaria.

El trabajo comienza con una introducción al género que engloba algunas de las

nociones fundamentales para el posterior desarrollo del trabajo, como la definición de

«cuento» y las diferencias entre relatos tradicionales y literarios. Además, realizo un

breve resumen de la historia de este género en la literatura de las diferentes épocas

(desde la Edad Media hasta el siglo XX), mostrando así su evolución desde una

situación de dependencia respecto a otras formas narrativas hasta su consolidación

como un género autónomo e independiente.

La parte central del trabajo se centra exclusivamente en el cuento español del

siglo XX y consta de una parte académica (para la que he seguido diferentes manuales

recogidos en la bibliografía final) y otra de comentario de textos.

Para facilitar su comprensión, el trabajo está estructurado en diferentes

apartados, cada uno dedicado al cuento de un periodo en concreto: el cuento desde

finales del siglo XIX hasta la guerra civil, el cuento en la guerra civil (con un breve

apartado sobre los cuentos que se desarrollaron en el exilio), el cuento desde la

posguerra hasta la transición (centrándome en las corrientes fundamentales de los años

40, 50 y 60) y, para terminar, el cuento contemporáneo (desde la Transición hasta

nuestros días) para así poder reflejar la gran diversidad que ha regido el género desde

esos años hasta la actualidad. En cada uno de los epígrafes expongo las principales

corrientes que imperaron en cada década así como algunos de los autores y obras más

destacados. Además, he realizado el comentario de uno de los textos más relevantes de

cada periodo para que las características expuestas en la teoría queden reflejadas de una

forma más práctica.

De este modo, pretendo ofrecer una visión global de todo el periodo que permita

el acercamiento a un género que considero muy interesante y que es, quizá, la parte de

narrativa menos estudiada en la carrera.

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2. Introducción al género del cuento

El cuento es un género narrativo que ha estado presente en la tradición literaria

desde sus orígenes. Sin embargo, no es hasta el siglo XIX cuando se produce

definitivamente su independencia estética, ya que la brevedad característica del cuento

provocó que, a lo largo de la historia literaria, no fuese considerado como un género

autónomo. Por esto, resulta imprescindible, antes de realizar cualquier análisis textual,

reflexionar sobre qué es el cuento y su papel en la historia de la literatura.

Etimológicamente, el término cuento procede del sustantivo latino computum

(‘cálculo, cómputo’) que se utilizó principalmente para enumerar objetos “y, de ahí, se

pasó, traslaticiamente, al enumerar hechos, al hacer recuento de los mismos”1.

Siguiendo los estudios de Corominas, aparece fijado por primera vez en la lengua

española hacia el año 1140, fecha aproximada de la publicación del Cantar de Mío Cid.

En un primer periodo, este sustantivo englobaba todos los relatos breves pertenecientes

a la tradición popular que se transmitían oralmente pero, ya en el siglo XIX, comenzó a

distinguirse una nueva forma de cuento que contribuyó a su desarrollo como género

independiente. Así, de los cuentos tradicionales, anónimos y orales, se pasó a un nuevo

tipo de creación, obra de un autor individual y concebida desde la escritura: los cuentos

literarios.

Antes de que el cuento adquiriese ese carácter autónomo era muy frecuente

encontrarlo inserto en contextos más amplios mediantes diversas técnicas.

Durante la Edad Media, las colecciones tomaron como ejemplo la cuentística

oriental, heredando tanto los temas como las formas de integrar los relatos2. Uno de los

recursos más utilizados fue la estructura del marco, en la que los cuentos aparecían

subordinados a una estructura principal, como ejemplos o apólogos adoctrinadores.

Entre las colecciones más representativas de la época destacan el Sendebar, que seguía

la estela de Las mil y una noches, y el Calila e Dimna (1251), una traducción de la obra

árabe Kalila wa-Dimna y ésta, a su vez, del Panchatantra indio. Así, estas obras

demuestran la estrecha relación que existía entre la cuentística oriental y la occidental

en época medieval. Junto a ellas cabe mencionar otras obras como la Disciplina

Clericalis, del judío converso Pedro Alfonso, y El Conde Lucanor, de Don Juan

Manuel, en las que los cuentos cumplen una clara función didáctica y moralizante. 1 BAQUERO GOYANES, Mariano, ¿Qué es la novela? ¿Qué es el cuento?, Universidad de Murcia, 1998, p.

101. 2 LACARRA, José Mª, Cuentística medieval en España: los orígenes, Universidad de Zaragoza, 1979, p.

121-131.

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Sin embargo, aunque ésta era su finalidad principal, los cuentos no sólo se

utilizaron como una forma de adoctrinar, ya que como ha señalado Lacarra, en la Edad

Media también se publicaron otros textos con una función meramente lúdica, en los que

tuvo una notable influencia el Decamerón de Boccaccio.

Esta dependencia del cuento medieval se mantuvo también en la época áurea.

Según los estudios de Carmen Hernández Valcárcel3, en estos siglos el cuento tuvo una

gran presencia dentro de la prosa de ideas o pre-ensayística, en la que una estructura

dialogada servía como pretexto para incluir diferentes relatos. Además, comenzó a ser

frecuente la aparición de cuentos tradicionales dentro de diferentes géneros novelescos.

Así, se incluyeron dentro del género picaresco (como en el Lazarillo de Tormes o,

asimismo, en El buscón, de Francisco de Quevedo), en el libro de caballerías, en la

novela bizantina (El peregrino en su patria, de Lope de Vega) y, especialmente, en las

obras de Cervantes (Novelas ejemplares y El Quijote), quien fue el principal referente

para las colecciones publicadas durante el siglo XVII.

En el siglo XVIII, el cuento todavía no había alcanzado su completa autonomía

y seguía publicándose inserto en contextos y especies literarias muy diversas. El auge

que experimentó la prensa escrita a lo largo de este siglo contribuyó enormemente al

desarrollo del cuento. El crecimiento de la clase burguesa impulsó la publicación en los

periódicos dieciochescos de relatos breves, de temática y forma muy variada, como

manera de llenar las horas de ocio4. Esta burguesía emergente solía reunirse en tertulias,

en las que era frecuente la narración de historias breves, por lo que el motivo de la

“amena tertulia” se convirtió en un marco fundamental para la integración de cuentos

con una finalidad educativa y útil.

Aunque en el siglo XVIII el cuento ya comenzó adquirir cierta autonomía, fue

en el siglo XIX cuando se consagró como un género independiente. “El cuento

decimonónico vive por sí solo, inserto en las páginas de un periódico, o coleccionado

con otros del mismo autor, pero sin hilo argumental que atraviese y unifique las

narraciones”5.

En siglos anteriores, el cuento había sido considerado como un género menor

pero, en este momento, alcanzó el mismo rango e importancia que la novela o el resto

3 HERNANDEZ VALCÁRCEL, Carmen, El cuento medieval español. Revisión crítica y antología, Murcia,

Universidad de Murcia, 2002, pp. 9-25. 4 CANTOS CASENAVE, Marieta, “El cuento en el siglo XVIII: una propuesta para el rescate y estudio de un

género olvidado”, Cuadernos dieciochistas, 3, 2002, pp. 113-132. 5 BAQUERO GOYANES, Mariano, El cuento español en el siglo XIX, Madrid, CSIC, 1993, p.84.

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de géneros cultivados en la tradición literaria. Por esto, al siglo XIX se le conoce como

el «gran siglo del cuento».

Un hecho decisivo para esta nueva consideración del género fue la recopilación

y edición de cuentos populares. Esta tarea se dio simultáneamente en toda Europa, como

respuesta al impulso nacionalista que propició el Romanticismo. Los pioneros en esta

tarea fueron los hermanos Grimm quienes, en 1812, publicaron una colección de

cuentos recogidos de la tradición oral, bajo el título de Kinder-und Hausmärchen

(Cuentos para la infancia y el hogar). En España, en cambio, esta labor se inició casi

medio siglo después, de la mano de Fernán Caballero (1859), pseudónimo de Cecilia

Böhl de Faber, quién, en el prólogo de Cuentos y poesías populares andaluzas, expuso

la necesidad de conservar estos cuentos populares e infantiles, además de señalar el

notable retraso de España en esta materia respecto a otros países europeos.

No obstante, en la época romántica, la publicación del género en colecciones o

ediciones extensas de narraciones siguió siendo muy inferior a su difusión en periódicos

y revistas6. El periódico como cauce para la difusión del género fue tan importante en el

siglo XIX que incluso condicionó la forma y contenido de los cuentos, como ha

apuntado Ángeles Ezama7. A este fenómeno contribuyeron enormemente los escritores

de la Restauración, como Benito Pérez Galdós, Clarín, Emilia Pardo Bazán o Juan

Valera, quienes gracias a su prestigio pudieron colaborar asiduamente en distintos

periódicos del momento.

De este modo, se fue imponiendo una tipología de cuentos de corte realista o

naturalista (aunque alejado de posturas radicales en lo político, social o religioso), con

un lenguaje discreto y práctico (del gusto del Realismo), con personajes al servicio del

argumento y con un final que resultaba decisivo para el relato. Este modelo

estereotipado se mantuvo en toda la cuentística finisecular hasta que, finalmente, entró

en crisis a comienzo del siglo XX.

En este nuevo siglo el cuento se desvincula por completo de las anteriores

formas de relato.

“Surge una nueva estética que se manifiesta en cuentos más

breves y de estructura abierta (‘cuentos estampa’ o ‘cuentos

situación’), cuya finalidad no es didáctica; en ellos la

6 ROMERO TOBAR, Leonardo, Panorama crítico del romanticismo español, Madrid, Castalia, 1994, p.389.

7 EZAMA GIL, Ángeles, El cuento de la prensa y otros cuentos: aproximación al estudio del relato entre

1890-1900, Zaragoza, Prensas Universitarias, 1992, pp. 17-26.

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anécdota pasa a un segundo plano, el protagonista es un

héroe espiritual presentado en su interioridad y, el estilo es

el de una retórica de tono menor o el de una prosa poética

en la que se ha sustituido el nombrar por el sugerir”8.

Así, estos nuevos autores rompieron definitivamente con la tradición establecida

y el cuento evolucionó hacia formas mucho más innovadoras, que se fueron

consolidando a lo largo de todo el siglo XX.

3. El cuento español desde 1900 hasta la Guerra Civil

En las primeras décadas del siglo XX la producción cuentística fue muy

abundante y variada. En este momento, varias generaciones de autores publican sus

textos con tendencias estilísticas y técnicas muy diversas. El canon literario

predominante en el siglo anterior sigue vigente junto con nuevas formas de escritura que

buscan romper con ese modelo narrativo establecido. Durante las cuatro primeras

décadas del siglo XX conviven 98 y modernismo, novecentismo y Generación del 27,

autores que escribían para una minoría y, contrariamente, otros que lo hacía para un

público numeroso. Así, el siglo XX se presenta como un periodo muy heterogéneo en el

que la prensa seguía siendo el principal vehículo de difusión del género9.

El cuento gozó de gran desarrollo y vitalidad gracias a los múltiples certámenes

literarios que celebraron los principales diarios del momento (El liberal, La tribuna, Los

Contemporáneos, Nuevo Mundo o Blanco y Negro). Estos concursos tuvieron una gran

importancia ya que reflejaron la evolución del género en el siglo XX, publicando tanto

cuentos innovadores como tradicionales, con estilos y temas completamente diferentes.

Uno de los más destacados fue el celebrado por el diario madrileño El liberal

(fallado el 30 de enero de 1900). En él participaron autores decimonónicos, que seguían

el canon realista-naturalista imperante en el siglo XIX (como José Nogales, ganador del

certamen con Las tres cosas del tío Juan, o Emilia Pardo Bazán, con su cuento La

“chucha”), junto con autores innovadores, modernistas (como Valle-Inclán, con

Satanás). Pese a que, en ese momento, el cuento de Valle-Inclán recibió críticas

8 EZAMA GIL, p.20.

9 MARTÍNEZ CACHERO, José Mª, Antología del cuento español 1900-1939, Madrid, Castalia, 1994, p.23.

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desfavorables por “lo espeluznante, tremendo o escabroso del asunto”10, las

innovaciones modernistas terminaron imponiéndose en la primera década del siglo XX.

Para que se produjese la ruptura definitiva con el canon realista-naturalista del

siglo precedente fueron determinantes las obras de Pío Baroja, Unamuno y Valle-Inclán.

Pese a que estos autores son más conocidos por sus novelas, tuvieron una importante

labor cuentística. Valle-Inclán publicó dos docenas de cuentos recogidos en Femeninas,

Jardín umbrío e Historias de santos, de almas en pena, de duendes y de ladrones; los

cuentos de Unamuno fueron recopilados en el volumen El espejo de la muerte y Pío

Baroja reunió sus relatos breves en Vidas sombrías, que fue considerado como “el

primero y significativo libro de cuentos de nuestro siglo”11. Todos ellos emplearon un

lenguaje propio y unas fórmulas narrativas que se alejaban de las que el público estaba

acostumbrado, concibiendo el cuento como un género al servicio de la expresión de la

individualidad, de la psicología y de la visión del mundo de su autor, acercándose en

muchas ocasiones a lo lírico12.

También fueron destacables las aportaciones de José Martínez Ruíz, Azorín, y

Manuel Machado a este género. Azorín fue el autor más prolífico con casi 300 relatos

(Lo insondable, Las tres pastillitas, Sentado en el estribo, Un humorista, El escritor, El

reverso del tapiz, ¿Qué paso después?, etc.) y aunque siguió utilizando técnicas

tradicionales (como el uso del marco) publicó también textos muy innovadores: cuentos

que se presentan como fragmentos de un diario, narraciones que se estructuran en

diferentes niveles, es decir, un cuento dentro de otro, o “metarrelatos” (la fórmula del

cuento sobre el cuento). Por otro lado, los relatos de Manuel Machado presentaban

formas muy diversas como la carta (Reconciliación), el diario íntimo (La

convalecencia) o el diálogo (El Amor y la Muerte, Sólos, En la sombra. Diálogo entre

ella y él) y un lenguaje muy cuidado (próximo a la poesía y de herencia simbolista),

alejándose así de la sensibilidad del realismo decimonónico.

Gracias a estas innovaciones se produjo el cambio definitivo hacia la

modernidad. Los cuentos sustituyeron, paulatinamente, el naturalismo en sus

descripciones por una técnica más propia del impresionismo. En lugar de reflejar la

realidad de manera detallada, el impresionismo seleccionaba los pormenores más

10

VALERA, Juan, Nuevas cartas americanas (Madrid, 4 de abril de 1900), en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1947, tomo III, p.559. 11

MARTÍNEZ CACHERO, p.8. 12

DÍAZ NAVARRO, Epícteto, GONZÁLEZ, José Ramón, El cuento español en el siglo XX, 2002, Madrid, Alianza Editorial, pp. 23-30.

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significativos, aquellos detalles más relevantes para el transcurso de la historia.

Adquirió gran importancia el mundo interior de los personajes, sus sensaciones y

experiencias, todo ello reflejado con un léxico y un estilo muy cuidados, en ocasiones,

próximo al lenguaje poético. También, se produjo la ruptura de la lógica temporal en las

narraciones (la ruptura del orden cronológico) y se abandonó la omnisciencia narrativa.

Además, muchos autores incluyeron en sus relatos elementos fantásticos, tomando

como modelo Azul, del poeta nicaragüense Rubén Darío. Pero, sin duda alguna, la

técnica más innovadora que trajo consigo el modernismo fue el final abierto. Frente a

los relatos decimonónicos, en los que era fundamental el desenlace de la obra, surgió un

nuevo tipo de cuento sin un final establecido, ‘abierto’, que requería la colaboración

directa del lector para su interpretación. De este modo, los elementos propios del

argumento tradicional se fueron suprimiendo o transformando hasta dar lugar a un

nuevo modelo de cuento.

Sin embargo, este cambio se produjo de manera gradual, por lo que en la obra

narrativa de algunos autores se produjo una simbiosis entre este incipiente modernismo

y la anterior corriente realista-naturalista. Este grupo es conocido como la “Promoción

de El Cuento Semanal” y a ella pertenecieron autores como: Felipe Trigo, Pedro Mata,

Díez de Tejada, Alberto Insúa, Joaquín Belda, Eduardo Zamacois y Andrés González-

Blanco, entre otros. Estos escritores, coetáneos de modernistas, noventaichositas y

novecentistas, publicaron durante tres décadas (1909-1939), un tipo de literatura de

mero entretenimiento con un destacado componente erótico y pornográfico. Sin

embargo, su contribución al desarrollo del género no fue muy importante, como han

señalado Díaz Navarro y José Ramón González13, ya que no pretendían innovar con sus

relatos y se conformaron con no alejarse demasiado de lo que sus lectores habituales (la

clase media) esperaban de ellos.

A mediados de la primera década del siglo XX, surgió una nueva promoción de

autores que fue determinante para la evolución de este género. El grupo fue conocido

como Generación del 14 y a ella pertenecieron escritores como Ramón Pérez de Ayala,

Gabriel Miró, Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna e intelectuales como

José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga, Américo Castro,

Manuel Azaña y Luis Arquistáin. Todos ellos colaboraron activamente en periódicos y

revistas del momento (como la revista España) desde donde difundieron su ideario

13

DÍAZ NAVARRO, p.44.

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político (de carácter europeísta), social y literario. Pese a que todos estuvieron muy

influidos por las teorías humanísticas y pedagógicas de la Institución Libre de

Enseñanza y por la nueva concepción estética que Ortega plasmó en su ensayo La

deshumanización del arte (1925), no tuvieron un proyecto literario común. No obstante,

aunque su prosa siguió caminos diferentes, tanto Pérez de Ayala (La Dama Negra,

Quería morir, La primera grieta…) como Gabriel Miró (con sus colecciones Del huerto

provinciano y Los amigos, los amantes y la muerte) y un jovencísimo Juan Ramón

Jiménez (Cuentos de antología) lograron con sus relatos “una libertad y renovación

formal poco frecuentes en el cuento español”14, anticipándose, de esta manera, a las

innovaciones más destacables de la posterior prosa vanguardista.

Este impulso reformador terminó triunfando en la narrativa española de los años

30 gracias a la llegada de los movimientos vanguardistas. Aunque el episodio

vanguardista en la Península fue breve, el impulso de renovación y experimentación se

extendió tanto a la poesía como a la prosa y también tuvo su representación en el género

del cuento. En este momento surgió una nueva generación de jóvenes escritores, a la

que pertenecieron autores como Ernesto Giménez Caballero y Antonio Espina, que

rompieron radicalmente con los modelos establecidos. Para estos escritores el estilo

adquirió un papel fundamental frente a la narración, que quedó en un segundo plano, de

modo que lo poético, lo narrativo y lo ensayístico confluyeron con mucha frecuencia en

un mismo relato. Así, la constante búsqueda de la belleza y la perfección formal de

estos autores vanguardistas provocó que los límites del género se volvieran muy difusos

e incluso el propio término ‘cuento’ dejó de utilizarse en favor de otras denominaciones

más ambiguas, como ‘narración’, ‘prosa’, ‘noveloide’ o ‘embeleco’.

Sin embargo, frente a esta tendencia a la innovación extrema, algunos

narradores, como Pedro Salinas, José Moreno Villa y Benjamín Jarnés, siguieron

publicando un tipo de cuento menos radical en su planteamiento y en el que se

mantuvieron algunas convenciones argumentales más propias de los relatos

tradicionales.

En el panorama literario español este movimiento de Vanguardias fue más bien

efímero, aunque sobrevivió de manera residual en una literatura de carácter humorístico,

que reflejaba el sinsentido de la existencia humana a través del ingenio verbal y el

14

DÍAZ NAVARRO, p. 59.

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humor intelectualizante y del absurdo (con autores como Jardiel Poncela, López Rubio

o Samuel Ros).

Con el agotamiento de las innovaciones vanguardistas, los escritores recuperaron

unas formas narrativas más sencillas y de menor complejidad estructural. A este se le

suma la caída de Primo de Rivera y la instauración de la Segunda República (1936) que

produjo el cambio hacia una literatura de mayor compromiso político y social. Así,

surgieron los denominados “escritores sociales”, quienes recuperaron en sus cuentos

temas y enfoques narrativos en los que predominaba la preocupación por reflejar de

forma inmediata el lugar del hombre en la sociedad15. Además, en este momento

adquirió también gran relevancia la literatura proletaria y anarquista, que giraba en

torno a la lucha de clases y a la situación de la mujer en la sociedad capitalista.

4. El cuento español durante la Guerra Civil (1936-1939)

Tras el estallido de la Guerra Civil en 1936 algunos narradores abandonaron sus

actividades literarias para dedicarse a otras más relacionadas con la lucha armada. Sin

embargo, otros se dedicaron a escribir una literatura de denuncia y reafirmación en la

que el cuento, debido a su brevedad, tuvo un papel fundamental. Durante la guerra,

debido a la mala situación económica que atravesaba España, la publicación de libros

fue muy escasa. En cambio, las revistas y periódicos tuvieron una gran difusión ya que

sirvieron como medio para transmitir las consignas ideológicas de los dos bandos

beligerantes. De este modo, tanto las revistas republicanas (como Hora de España)

como las “nacionalistas” (Vértice) incluyeron abundantes cuentos en sus publicaciones

para que diesen testimonio de lo que estaba sucediendo en el país. Ambos bandos

siguieron publicando cuentos durante los tres años que duró el conflicto, aunque la

mayoría tuvo un escaso valor literario y el afán por plasmar la realidad del frente los

acercó al reportaje periodístico. Los años de la Guerra Civil (1936-1939) fueron una

época muy oscura para la narrativa española y casi toda la literatura que se escribió en el

momento se hizo eco de los desastres de esta lucha fratricida (la excepción más notable

fue Jacinto Miquelarena, que en un momento tan duro como el que se estaba viviendo

publicó una colección de cuentos exclusivamente humorísticos: Cuentos de humor).

15

DÍAZ NAVARRO, pp. 73-74.

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4.1. Los cuentos del exilio

Tras la victoria franquista, la producción literaria española se dividió en dos

vertientes: la de los autores que permanecieron en España y la de los que se vieron

obligados a exiliarse, conformando lo que hoy conocemos como “La España peregrina”.

Algunos de los más destacados fueron Ramón J. Sender, (Mexicayolt, La llave,

Relatos fronterizos…) Max Aub, (La verdadera historia de la muerte de Francisco

Franco y otros cuentos, Los últimos cuentos de la guerra de España, Los pies por

delante y otros cuentos); Francisco de Ayala (Los usurpadores, La cabeza del cordero e

Historias de macacos); Rosa Chacel (Sobre el piélago, Ofrenda a una virgen loca…) y

Juan Chabás (Fabula y signo, publicada póstumamente en Santiago de Cuba).

Estos autores que abandonaron España tras la caída de la República

pertenecieron a promociones literarias muy diferentes: desde realistas comprometidos

hasta pre-vanguardistas. Por tanto, la vivencia del exilio adquirió diferentes matices en

cada uno de los autores de este grupo tan heterogéneo, lo que influyó indudablemente

en su producción literaria.

Algunos autores aceptaron esta situación como una forma de universalización y

enriquecimiento personal16. De esta manera, en sus relatos abordaron el tema del exilio

de manera transitoria e incluso hubo algunos que lo evitaron por completo, centrándose

en cuestiones más abstractas y menos vinculadas con la historia inmediata del país.

Sin embargo, para la mayoría de escritores esta situación se tradujo en un fuerte

sentimiento de pérdida y vacío, por lo que el conflicto bélico y sus nefastas

consecuencias fueron temas recurrentes en sus relatos. En la producción de todos ellos

existió un denominador común: el lenguaje como único modo de reencuentro con su

patria. Los escritores que han tenido que abandonar su hogar plasman en sus creaciones

aquella patria de la que se han visto obligados a huir y a la que, probablemente, las

circunstancias políticas les impidan regresar. Así, la escritura se convirtió en el único

modo posible de reencuentro con sus orígenes y el lenguaje, en testimonio de esa

dolorosa ausencia.

16

GUILLÉN, Claudio, El sol de los desterrados: literatura y exilio, Barcelona, Sirmio, 1995, pp. 13-14.

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13

5. El cuento desde la inmediata posguerra hasta la Transición

5.1. El cuento en los años 40: una continuación del modelo realista.

En la Península, la narrativa de los años 40 estuvo condicionada por la dura

situación de posguerra, el exilio y el control que la censura ejerció sobre cualquier tipo

de publicación. Tras el fin del conflicto, la narrativa se dedicó a relatar los horrores de la

guerra desde la perspectiva de los dos bandos implicados. Por eso, en años posteriores

los escritores trataron de buscar nuevas formas de escritura que se alejasen de esa

exaltación belicista de la inmediata posguerra.

Aunque el cuento de este periodo carece de una orientación clara, la tendencia

que se impuso, al igual que en el relato extenso, fue la realista, en muchos casos de corte

tradicional. En esta década el cuento se organizó en torno un argumento sencillo que

solía desembocar en un final sorprendente. Siguiendo el modelo realista, las

coordenadas espacio-temporales de los relatos eran fácilmente reconocibles por los

lectores y su temática, especialmente en los primeros años, se centró en la Guerra Civil.

Además, formalmente, estos relatos realistas no presentaron grandes innovaciones

respecto a épocas anteriores, predominando la narración en primera o tercera persona y

sin procedimientos complejos que reflejasen la conciencia de los personajes17.

Junto a este tipo de narrativa breve de corte tradicional, tuvo una gran

importancia el denominado “tremendismo”, una corriente iniciada por Camilo José Cela

en su novela La familia de Pascual Duarte (1942). En este tipo de cuentos había un

gran interés por lo popular y se mostraban los aspectos más negativos y sórdidos de la

vida humana, incluyendo numerosos elementos grotescos o sangrientos.

No obstante, con el paso de los años, los cuentos pasaron a considerarse como

una vía de escape de la dura situación que atravesaba la población española y, por esto,

proliferaron los relatos de tema amoroso y sentimental, junto con narraciones de tipo

costumbrista que reflejaban la realidad social pero de una manera superficial. Además,

también se publicaron números cuentos de temática maravillosa, fabulística y fantástica,

cuyo máximo exponente fue José María Sánchez Silva, con relatos como El que

descendió del castillo, Profeta de incógnito, Sueño de la mujer sin cara o La señal.

Debido a las circunstancias históricas y a la falta de definición del género en

estos años, los cuentos de este periodo tuvieron un papel muy secundario. Gran parte de

estos relatos se publicaron en diarios y periódicos (ABC, Arriba, Escorial, Destino, etc.)

17

DÍAZ NAVARRO, Epícteto, GONZÁLEZ, José Ramón, 2002, pp. 120-121.

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14

por lo que, con mucha frecuencia, la literatura estaba subordinada a la finalidad

didáctica, moralizante o política. De este modo, durante estos años el cuento sufre una

gran dispersión y no será hasta la década siguiente cuando se produzca el cambio de

rumbo que necesitaba este género literario.

Pese a todo, muchos autores de diversas generaciones literarias continuaron con

su labor cuentística durante estos años, como es el caso de Tomás Borrás, Azorín,

Wenceslao Fernández Flórez, Samuel Ros, Rafael Sánchez Mazas o, el ya mencionado,

José María Sánchez Silva. Además, muchos de los grandes autores que contribuyeron a

la renovación de la novela en el siglo XX tuvieron también una importante, aunque

menos conocida, faceta como escritores de relatos breves. Entre ellos destacan los libros

de cuentos de Camilo José Cela (El bonito crimen del carabinero y otros engaños y

ofuscaciones, Baraja de invenciones y La soledad), Miguel Delibes (La partida, Siestas

con el viento sur y La mortaja) y Carmen Laforet (La llamada).

5.2. El cuento en los años 50: la “Promoción del medio siglo”.

En la década de los 50 se produjo un cambio fundamental en la narrativa breve.

El cuento, debido a su brevedad y amplia distribución, se convirtió en el vehículo

fundamental para reflejar la situación del país. Los autores más importantes de este

periodo, pertenecientes a la llamada “Promoción del medio siglo”, intentaron dar

testimonio en sus obras de los problemas de la sociedad española, aunque antepusieron

los valores artísticos al propósito de crítica social. De este modo, se inició en la década

de los cincuenta el movimiento neorrealista.

Los relatos de esta época se desarrollaban en un periodo breve de tiempo (unas

horas o un día) y sus ambientes eran fácilmente reconocibles para los lectores,

generalmente, se enmarcan dentro de la geografía nacional. La acción se centraba en

momentos destacados de la vida de alguno de sus personajes y, así, ejemplificar los

problemas no sólo del individuo sino de todo un grupo social. Además, en muchas

ocasiones estos cuentos carecían de desenlace, de sorpresa final, ya que el objetivo de

sus autores era reflejar la vida de personajes corrientes18.

Entres los autores más relevantes del momento destacaron Rafael Sánchez

Ferlosio (Dientes, pólvora, febrero), Ignacio Aldecoa (con colecciones de cuentos

como Espera de tercera clase, Vispera del silencio, El corazón y otros frutos

amargos…), Juan Goytisolo (La resaca y Para vivir aquí), Juan Marsé (Teniente

18

DÍAZ NAVARRO, p. 136.

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15

Bravo), Ana María Matute (Historias de la Artámila y Algunos muchachos) y Jesús

Fernández Santos (Cabeza rapada, Paraíso encerrado…), quienes constituyeron para la

crítica la “edad dorada” del cuento. Además, fue imprescindible en esta época la labor

cuentística de otra escritora: Carmen Martín Gaite, quien tuvo también un papel

importante en la década de los 60. Sus relatos, centrados en las relaciones

interpersonales y la situación de la mujer española en la sociedad contemporánea,

fueron incluidos en las colecciones El balneario y Las ataduras y, pese a su indiscutible

importancia en este siglo, su faceta como escritora de relatos breves ha sido, con mucha

frecuencia, olvidada por la crítica, que se ha centrado casi en exclusiva en su papel

como novelista.

A partir de 1956, el cuento se convirtió en el género predilecto para la denuncia

social, adquiriendo una clara intención política. Por esto, las creaciones de estos años se

adscribieron a la denominada “corriente socialrealista”.

Estos cuentos (al igual que ocurrió en el neorrealismo anterior) reflejaron las

injusticias sociales que se vivían en la época, aunque en este momento se hizo mayor

hincapié en la situación de pobreza y opresión económica de la sociedad de posguerra.

El objetivo de estos autores era llegar a un grupo de lectores que habitualmente no leía:

obreros y campesinos. Por este motivo, se rebajó el nivel lingüístico de las obras para

hacerlas más accesibles a estos lectores poco cultos. Esto, a su vez, afectó a otros

elementos narrativos como la posibilidad de sugerencia del texto y la anulación del

lector como intérprete en un relato en el que se le da ya todo hecho, etc. Además, el

socialrealismo también supuso una gran rigidez en los planteamientos y temas de los

cuentos (fundamentalmente reducidos a la miseria e injusticia social). Por todo esto, la

narrativa socialrealista supuso un claro retraso desde el punto técnico y no consiguió

llegar a las clases más bajas (sólo a intelectuales y estudiantes) por lo que no se alcanzó

su objetivo final: el cambio de sistema político19.

De este modo, el socialrealismo tuvo un papel importante pero muy breve dentro

del desarrollo del cuento y, finalmente, fue decayendo frente a la anterior corriente

neorrealista y a las nuevas formas de escritura que surgieron en décadas posteriores.

Además, a lo largo de toda la década de los 50 se produjo un aumento

considerable de las publicaciones de antologías y colecciones de cuentos. Con este gran

crecimiento que experimentó el mercado editorial, especialmente a finales del decenio,

19

BARRERO PÉREZ, Óscar, El cuento español, 1940-1980, Madrid, Castalia, 1989, pp. 25-30.

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el cuento dejó de depender de la prensa como único medio de difusión, lo que

demuestra el progresivo desarrollo que alcanzó el género en este siglo.

5.3. El cuento en los años 60: la narrativa experimental

En la década de los 60 el cuento dejó de ser considerado el género idóneo para

reflejar cuestiones sociales y se produjo un cambio de rumbo en el relato breve, que

afectó tanto a cuestiones temáticas como estéticas. Pese a que en estos momentos se

publicaron abundantes libros de cuentos su relevancia en la cultura española fue

notablemente menor que en décadas pasadas. Además, como ya sucedió en los años 40,

hubo una gran dispersión entre los autores de este periodo, por lo que no es posible

encontrar nexos comunes entre ellos (con excepción de sus fechas de nacimiento).

De este modo, la principal característica de los cuentos de esta década fue la

diversidad. Los textos presentaron múltiples formas y tendencias, destacándose en todos

ellos el carácter artístico del cuento y dejando de lado la función testimonial o política

de épocas anteriores.

Como consecuencia del descenso de la calidad literaria que sufrieron los relatos

del socialrealismo, en este periodo se produce una renovación tanto temática como

estética. Por eso, la literatura de este periodo ha recibido también el nombre de

“experimental”. Frente al objetivismo de épocas anteriores, en los años 60 el narrador

adquirió gran importancia dentro del relato al igual que la introspección psicológica (la

manifestación de la conciencia de los personajes), surgiendo una serie de cuentos de

carácter intimista, escritos en su mayoría por mujeres (entre los que destacan los de

Carmen Martín Gaite). Además, mientras que en el socialrealismo se intentaba plasmar

el habla coloquial, de la calle, en este momento se produjo una adecuación en el registro

lingüístico de los personajes y surgieron nuevas formas de narración, en las que cobró

gran importancia la ironía y la parodia. Con estas técnicas, el relato adquirió

complejidad y esto provocó un descenso en el número de lectores.

En cuanto a su temática, en líneas generales, el cuento de los años 60

evolucionó desde un relato que pretendía reflejar la sociedad a otro más centrado en la

representación del individuo y de sus propios conflictos, como demuestran las obras de

los principales autores del momento: Juan Benet (Nunca llegarás a nada, 5 narraciones

y 2 fábulas y Sub rosa), Juan García Hortelano (Gente de Madrid, Apólogos y milesios)

y Francisco Umbral (Teoría de Lola).

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17

Sin embargo, este cambio no fue homogéneo, ya que la amplia nómina de

autores provocó que en este periodo conviviesen tendencias muy diversas. Esto quedó

plasmado en las dos antologías más relevantes de la época: Relatos españoles de hoy20 y

22 narradores españoles de hoy21. En estas publicaciones, aunque siguió habiendo un

notable predominio de autores sociales (como López Salinas, Fernando Quiñones, Juan

Eduardo Zúñiga, Caballero Bonald, Fernando Morán, Alfonso Grosso o Juan García

Hortelano) aparecieron ya otros textos de narradores neorrealistas (Carmen Martín Gaite

o García Pavón) y renovadores, que se alejaron de esa temática social dominante (como

José María Guelbenzu, Antonio Martínez Menchén, Gonzalo Suárez o Jesús Torbado)

Además, hubo un pequeño número de autores socialrealistas, que siguieron esta

tendencia iniciada en la década anterior y ya en decadencia.

De este modo, ambas obras son una clara muestra de las múltiples posibilidades

que ofreció este género y reflejan fielmente la situación que vivió el cuento desde la

década de los 60 hasta el final de la dictadura franquista (1975).

6. El cuento contemporáneo: de la Transición a nuestros días.

El final de la Dictadura franquista supuso el inicio de un periodo de apertura

literaria en España, ya que hasta este momento los autores se habían visto sometidos al

férreo control de la Censura que revisaba todo aquello se fuese a publicar. La Transición

conllevó un cambio de mentalidad en la población que se vio reflejado en todos los

géneros literarios. Si en décadas anteriores los escritores estaban muy comprometidos

con los problemas de la sociedad, en esta nueva época buscaron distanciarse de ese tipo

de literatura, adquiriendo gran importancia la individualidad, el personaje como reflejo

de los problemas de toda la población. De este modo, se invirtió la situación de la

literatura anterior, en la que la sociedad se erigía como un personaje colectivo, para

centrarse en historias de un individuo a partir de las cuales extrapolar situaciones que

afectaban a la colectividad.

Los estudios sobre el cuento en este periodo son escasos y variados. Algunos

señalan que en este momento el relato breve permaneció en un segundo plano dentro de

la literatura española, sin apoyo institucional y con un número escaso de lectores. En

cambio, otros destacan el gran interés que este género despertó en las principales

20

GROSSO, Alfonso, Relatos españoles de hoy, Madrid, Santillana, 1970. 21

GRANDE, Félix, 22 narradores españoles de hoy, Caracas, Monte Ávila, 1970.

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editoriales, las abundantes antologías publicadas y su amplia difusión en periódicos y

revistas, como la revista Lucanor, dedicada en exclusividad a este género narrativo.

Pese a estas opiniones tan variadas, en lo que todos los estudiosos convergen es

en que la característica fundamental del cuento de estas últimas décadas fue la

diversidad. A lo largo de este tiempo, el relato breve se cultivó sin que predominase

ninguna tendencia concreta, por lo que el abanico de posibilidades que ofrecía este

género fue muy amplio: relatos psicológicos, policíacos, fantásticos, etc. Esta amalgama

de motivos y temas, junto con el gran catálogo de autores que lo cultivaron, ha

dificultado en gran medida su clasificación, a lo que también ha contribuido la falta de

perspectiva temporal. De este modo, para poder establecer un canon literario completo y

preciso de esta etapa sería necesario esperar unos cuantos años.

No obstante, sí que pueden esbozarse las características fundamentales de estos

nuevos cuentos.

Uno de los rasgos más característicos de las últimas décadas del siglo XX fue el

considerable aumento del número de escritoras. Este hecho coincidió además con la

incorporación de la mujer al trabajo en los distintos ámbitos de la sociedad española.

Autoras como Ana María Matute, Almudena Grandes, Elvira Lindo, Cristina Fernández

Cubas, Esther Tusquets o Soledad Puértolas plasmaron en sus obras la búsqueda de la

identidad propia, de la identidad femenina, alejándose de la tradicional visión patriarcal

de épocas anteriores en las que la mujer quedaba relegada a papeles de esposa y madre.

De este modo, gracias a estas escritoras se produjo un cambio considerable en la

representación de las figuras femeninas destacando su emancipación sexual o, en

ocasiones, denunciando su situación dentro de las sociedades contemporáneas. Así, la

Literatura fue el reflejo de la nueva situación de la mujer dentro de la sociedad

contemporánea.

Por otro lado, tras el experimentalismo de los relatos de décadas anteriores, la

narrativa breve de los años 80 recuperó los modelos de narración clásica y en muchas

ocasiones tomó como modelos técnicas de autores latinoamericanos (como Jorge Luis

Borges o Julio Cortázar) y anglosajones (Faulkner) o a grandes maestros de la

cuentística como Chejov o Mauppassant. Además, este retorno hacia técnicas más

tradicionales, supuso una revalorización del argumento, que recobró su antigua

importancia dentro de los relatos.

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19

Sin embargo, aunque esta fue la tendencia dominante, se escribieron también

otro tipo de cuentos en los que el argumento seguía relegado a un segundo plano: son

los cuentos teóricos, los dramáticos y los líricos. En los primeros predominaba el

carácter reflexivo y ensayístico, por lo que los elementos narrativos quedaban reducidos

a simples apuntes o divagaciones. Los relatos dramáticos, por otro lado, tenían un

marcado carácter teatral y, por tanto, su base fundamental eran los diálogos. Y, por

último, los relatos líricos centraban su importancia en la sugerencia y la evocación,

aproximándose de este modo a la poesía.

Junto con estos tres tipos de relato, creció notablemente el interés por los

cuentos fantásticos. En ellos aparecían los motivos principales del género, como

fantasmas, distorsiones temporales y espaciales, metamorfosis, etc. Además, tuvieron

un papel muy destacado los relatos kafkianos, en los que lo extraordinario se

incorporaba con total normalidad al mundo real o en los estaban representados los

mundos oníricos. Además, este tipo de literatura nació como un complemento al

conocimiento racional, de modo que implicó una investigación exhaustiva por parte de

los autores en el propio ser humano y en los problemas de la sociedad que lo rodeaban,

para poder así desentrañar los misterios más profundos de la psique humana22.

Además, en estos años aparece también una de las formas más breves y

originales de narración: los “microrrelatos”. En ellos el texto se reduce a la mínima

expresión y en unas pocas líneas se concentrarse toda la emoción, la sensación, para

causar un efecto evocador en los lectores. Entre los cultivadores de esta tipología

cuentística destacan Juan José Millás con sus articuentos23 (una serie de cuentos a

medio camino entre el artículo periodístico y el relato breve) y Neus Aguado, quien en

Paciencia y barajar, realiza una crítica de la sociedad del momento mediante la

animalización de sus personajes (al estilo de Ramón Gómez de la Serna).

Por esto, la heterogeneidad se convierte en la característica principal de los

cuentos de las últimas décadas del siglo XX, un rasgo que se ve fomentado por la gran

cantidad de autores que cultivan el cuento en estos años: Julio Llamazares (En mitad de

ninguna parte), Luis Mateo Díez (Memorial de hierbas), Álvaro Pombo (Relatos sobre

la falta de sustancia y Cuentos reciclados), Juan Eduardo Zúñiga (Largo noviembre de

22

CARRILLO, Nuria, El cuento literario español en la década de los 80, Madrid, FIDESCU, 1997, pp.113-168. 23

MILLÁS, Juan José, Articuentos completos, Barcelona, Seix Barral, 2011.

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20

Madrid y La tierra será un paraíso), Javíer Marías (Mientras ellas duermen), Juan José

Millás (Primavera de luto y otros cuentos), etc.

De este modo, la gran cantidad de posibilidades formales y temáticas que ofrece

el cuento contemporáneo lo convierte en el género predilecto de muchos autores para

reflejar su particular concepción del mundo y de la literatura. Aunque esta tendencia ha

estado vigente también en los primeros años del siglo XXI, todavía sería necesario

esperar unos cuantos años para poder ofrecer una clasificiación rigurosa y exhaustiva

del cuento en este siglo. La globalización provocada por las nuevas tecnologías parece

prever que ésta variedad seguirá imponiéndose en la literatura contemporánea

especialmente gracias a Internet, que hace accesible la información a un público todavía

más amplio y donde cualquiera puede tener su propio espacio para publicar relatos. Sin

embargo, esta proliferación de cuentos también podría tener su lado negativo, ya que al

no existir ningún mecanismo de control literario, la calidad puede disminuir

considerablemente. No obstante, sólo con el paso del tiempo podremos saber lo que

este nuevo siglo deparará al cuento español contemporáneo.

7. Textos comentados

A continuación, voy a realizar el análisis de algunos de los cuentos más

relevantes del siglo XX. Cada uno de ellos pertenece a una etapa diferente para que así,

esta parte práctica del trabajo, sirva como ejemplificación de la teoría recogida en los

apartados anteriores y puedan discernirse con mayor claridad las características

principales de cada periodo.

7.1. El miedo (1903), Valle-Inclán24

Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) ha sido considerado como uno de

los autores más importantes del siglo XX y evolucionó desde un Modernismo con

notables influencias de Rubén Darío hasta la creación de un género propio (el

esperpento) pasando también por obras próximas a la Generación del 98.

Principalmente, es conocido por su faceta como novelista (Tirano Banderas, El

ruedo ibérico…) dramaturgo (Sonatas, Luces de Bohemia, etc.) pero también tuvo una

importante producción cuentística, que fue determinante para la renovación del género

a comienzos del siglo XX. Publicó dos docenas de cuentos que fueron recogidos, junto

24

Cuento recogido en el Anexo A.

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21

a sus novelas cortas, en tres libros: Femeninas (seis historias amorosas), Jardín umbrío

e Historias de santos, de almas en pena, de duentes y de ladrones.

Todos estos relatos, fueron concebidos como una expresión de su propia

personalidad por lo que necesitó un lenguaje propio y diferente al de otros autores ya

que, como expuso el propio autor: “las ideas jamás han sido patrimonio exclusivo de un

hombre, las sensaciones sí”25. De este modo, en toda su producción cuentística está

presente esta singularidad narrativa que trajo consigo importantes novedades respecto a

épocas pasadas.

El miedo es un cuento de su etapa modernista que se publicó por primera vez en

1902 en el periódico El imparcial y, más adelante, fue incluido en el volumen Jardín

Umbrío. En este relato Valle-Inclán presenta ya algunos rasgos muy novedosos que

contribuyeron a la posterior renovación del género.

En el relato hay dos partes narrativas muy diferenciadas: la que se corresponde

con el tiempo actual y la del pasado.

El tiempo presente está relatado en primera persona por narrador-protagonista

que, desde la vejez, rememora una situación de su pasado que le marcó profundamente:

la única vez en la que sintió verdadero miedo. Esto supone una gran novedad, ya que el

narrador tiene un punto de vista limitado frente a la omnisciencia narrativa propia de

épocas anteriores. Esta parte sirve de introducción y desenlace del cuento, enmarcando

toda la historia y creando una estructura muy efectiva.

Por otro lado, el tiempo del pasado está escrito en tercera persona y actúa como

nudo de la narración: nos presenta lo que sucedió en aquella lóbrega capilla.

Todo el peso del relato reside en la narración, ya que el diálogo es prácticamente

inexistente (se reduce a un fugaz cruce de frases entre el protagonista y el Prior al final

del cuento). Además, la acción es mínima puesto que lo verdaderamente importante son

las emociones y sentimientos del protagonista (como ya podemos intuir por el título del

cuento). Este predominio de lo subjetivo está muy relacionado con el simbolismo de

finales del siglo XIX y con la recuperación del Romanticismo frente a los cuentos

decimonónicos en los que lo fundamental era el desarrollo argumental.

Hasta casi el final del relato (con la apertura del sarcófago) no hay ningún

suceso que rompa este estatismo de la primera parte, por lo que el verdadero peso de la

25

VALLE-INCLÁN, Ramón Mª, Corte de amor, Madrid, Colección Austral, 1914, p.173.

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22

narración reside en las descripciones: de la capilla, del sepulcro, las túnicas de los

santos, de la iluminación...

Toda la escenografía esta descrita con un lenguaje muy cuidado y evocador, con

abundantes metáforas, comparaciones y personificaciones muy del gusto modernista:

“Los áureos racimos parecían ofrecerse cargados de fruto”, “Su túnica brillaba con el

resplandor devoto de un milagro oriental”, “La luz de la lámpara […] tenía tímido

aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo”.

Valle-Inclán nos presenta la escena con juegos de luces y colores (la oscuridad

de la capilla frente a la suntuosidad de las túnicas, etc.) y abundantes alusiones a

metales preciosos, siguiendo la estética del parnasianismo: “Los áureos racimos…”, “Su

túnica de seda bordada de oro…”, “La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata…”.

De este modo, las sensaciones visuales y auditivas (la luz de la luna “pálida y

sobrenatural”, los murmullos de las oraciones, el viento soplando en el exterior, la

trémula iluminación de las velas…) adquieren una gran importancia en el cuento y

suponen una verdadera renovación respecto al lenguaje de épocas anteriores.

Con todo esto, Valle-Inclán logra crear una atmósfera dramática que mantiene la

tensión, tanto a los protagonistas como a los lectores, durante todo el relato hasta

culminar en un desenlace (a modo de moraleja) directo y muy efectivo que nos permite

adivinar el gran cambio que se produjo en el comportamiento del protagonista tras esta

experiencia vital, ya que tras esto nunca volvió a sentir “ese largo y angustioso

escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo”.

7.2. Marcelo Brito (1941), Camilo José Cela26

Camilo José Cela (1916-2002) fue una de las figuras más influyentes en la

literatura de los 50, especialmente, gracias a la narrativa tremendista que inició con su

obra La familia de Pascual Duarte (1942). Aunque principalmente es conocido por su

actividad como novelista, escribió también numerosos cuentos recogidos en tres

colecciones: El bonito crimen del carabinero y otros engaños y ofuscaciones, Baraja de

invenciones y La soledad (que quedó inconcluso).

Marcelo Brito es un cuento que se incluyó por primera vez en 1945 en un

volumen titulado Esas nubes que pasan aunque ya había sido publicado anteriormente

en 1941 en la revista Medina, mantenida por la sección femenina de Falange.

26

Cuento recogido en el Anexo B.

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23

La frase inicial sitúa el relato en un ambiente rural, en concreto un pueblo de la

costa gallega, una de las características que se repetirán en las obras del tremendismo.

Además, como ocurre en este tipo de obras, todo el cuento transmite una gran

sensación de veracidad, es decir, los hechos están narrados de tal modo que pudieron

haber ocurrido en la realidad. Para ello, el autor no sólo sitúa la acción en un lugar

concreto e identificable (como he mencionado antes) sino que se nos presenta a los

personajes con sus nombres y apellidos (Marcelo Brito, su mujer Marta, su suegra la

señora Justina, el compañero de celda del protagonista José Martínez Calvet, etc.).

Además, en la historia se habla de ellos pero sin centrarse en aspectos más específicos

como si los lectores ya los conociesen de antes, reforzando esa noción de veracidad.

Otra técnica típica del tremendismo y muy relacionado con este punto, es la

forma en que se narra el relato. El texto se presenta como si fuese una narración oral

contada de manera directa por el propio narrador. Por ello, con frecuencia aparecen

recursos típicos de la tradición oral, como las alusiones directas a los lectores (“Marcelo

Brito, para que usted lo sepa…” “los trenes –no sé si usted lo sabrá-…”, etc.). Así, al

dirigirse la narración a un destinatario real y concreto, se intensifica la veracidad de la

historia y, además, se capta la atención de los receptores. Incluso en algún momento

(aproximadamente en la mitad del cuento) el narrador se dirige hacia el propio autor de

la obra: “¡Voy muy desordenado, don Camilo José, y usted me lo perdonará!

Por esta alusión, deducimos que en la historia hay dos narradores diferentes. Al

comienzo, es el propio autor el que narra la historia de Marcelo de un modo más

objetivo, descriptivo. No obstante, conforme avanza el relato vemos que éste narrador

es sustituido por otro, del que desconocemos su nombre. Este cambio es muy

importante porque dota a la historia de gran subjetividad, ya que el nuevo narrador

siente una gran simpatía por Marcelo Brito y recalca varias veces su inocencia con el fin

de convencer a los lectores.

Esta subjetividad se manifiesta también en las descripciones de los

protagonistas. Como es típico del tremendismo, los personajes están animalizados pero

el narrador suaviza esta comparación para transmitirnos el cariño que él siente hacia

determinados caracteres. De este modo, aunque nos presenta al protagonista con “un

mirar cansino de bestia” matiza sus palabras añadiendo que es “una bestia familiar y

entrañable” y, así, demostrar a los lectores el carácter bueno y pacífico del protagonista.

En cambio, también hay personajes hacia los que el narrador no siente ninguna

simpatía, como la señora Justina (que ha sido la causante de que Marcelo esté en la

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24

cárcel). Por tanto, en la descripción de la suegra en ningún momento encontramos esos

matices cariñosos, sino que el narrador la insulta abiertamente (“la muy bruja” “cuando

se la llevó Satanás”, etc.). Además, lo poco que conocemos de ésta mujer es que mató a

su hija con un hacha sin ningún motivo aparente y, además, culpó de ello a su yerno

hasta el mismo día de su muerte. De este modo, su carácter se ve reducido a lo

patológico y lo anormal, uno de los rasgos que serán básicos en la literatura tremendista.

Otro de los elementos más destacables del relato, es la descripción de situaciones

grotescas y violentas (Marta muere de un hachazo propinado por su propia madre, el

hijo de dolores atropellado por un tren…) y alcanzan su punto álgido al final del relato,

cuando el hijo de Marcelo Brito se ahoga en el río y aparece en la rejilla de un molino

ya que “si no hubiera tenido reja al niño no le habría encontrado nadie”. Sin embargo, el

narrador describe todos estos acontecimientos en cierta clave humorística con el fin de

rebajar lo grotesco de las situaciones y hacer más creíble la historia a los lectores.

De este modo, la crueldad y el horror son mitigados con elementos de humor y

ternura hacia los personajes, convirtiéndose en uno de los puntos clave de la obra que

permiten considerarla como una manifestación tremendista.

7.3. Cabeza rapada (1958), Jesús Fernández Santos27

Jesús Fernández Santos (1926-1988) fue autor muy polifacético de la llamada

“Promoción del medio siglo”. Dirigió el Teatro Experimental Universitario y

compaginó su labor de escritor (con novelas como Los bravos, La hoguera, Libro de las

memorias de las cosas, Los jinetes del alba…), con su otra gran pasión: el cine.

Sus primeros cuentos fueron publicados en Revista española y, posteriormente,

fueron recogidos en varias colecciones: Las catedrales, Paraíso encerrado y A orillas

de una vieja dama. Pero, sin embargo, su libro más importante dentro de este género fue

Cabeza rapada con el que obtuvo el Premio de la Crítica del año 1958. El cuento que

voy a comentar es el que da título a esta colección.

En este relato Fernández Santos nos presenta un fragmento de la vida de los dos

protagonistas. Como era costumbre en la corriente del realismo social, no se cuenta la

historia de toda una vida, sino que el autor se centra en un instante decisivo que sirve

como pretexto para realizar una dura crítica a la situación de la población española de

posguerra.

27

Cuento recocido en el Anexo C.

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25

Para ello nos muestra a dos personajes indefensos y desvalidos: un niño

pequeño, de unos diez años, y su acompañante, quien narra los hechos en primera

persona. Son dos personajes cuyas vidas se han visto truncadas por la miseria, la

soledad y la muerte. Sin embargo, en ningún momento conocemos el nombre de los dos

protagonistas o el vínculo que les une. Lo único que sabemos con exactitud es que

ambos viven en la pobreza más absoluta y que el pequeño está gravemente enfermo. De

este modo, como era común en el realismo social, sus protagonistas son dos personas

completamente corrientes que sirven como reflejo de una situación en la que se

encontraba gran parte de la población en esos difíciles años de la posguerra española.

La acción, siguiendo el gusto de la época, se concentra en un breve periodo de

tiempo: desde las horas finales de la tarde hasta la noche. Sin embargo, en un momento

determinado es el propio narrador quien rompe con el orden cronológico del relato y

nos proporciona información sobre lo ocurrido el día anterior.

Con este flashback el narrador prepara a los lectores para la trágica situación

final y es en este momento cuando la crítica social se hace más palpable: “Está muy

mal. No tiene dinero. No se puede poner bien porque no tiene dinero […] Está listo”.

Aunque el diálogo es muy escaso, al final del relato se convierte en un elemento

clave. Con el llanto desconsolado del niño, las palabras del narrador (“no llores” “no te

vas a morir”) dotan a la escena final de un gran patetismo pues, en esa desesperada

situación, esa mentira piadosa es la única ayuda que puede ofrecer ya a su joven

acompañante. De este modo, el cuento se precipita hacia el sombrío desenlace y pese a

su final abierto (como era habitual en la corriente del realismo social) el trágico destino

del niño es evidente por culpa de un sistema injusto que margina y excluye a los más

necesitados.

7.4. Horas en apariencia vacías (1973), Juan Benet28

Juan Benet (1932-1993) fue considerado como uno de los escritores más

influyentes de la segunda mitad del siglo XX y cultivó prácticamente todos los géneros

literarios (drama, ensayo…) y aunque destacó sobre todo por sus novelas (Volverás a

Región, Una tumba, Una meditación, etc.) también publicó importantes cuentos.

Su primer libro de relatos Nunca llegarás a nada, incluía tres novelas cortas y un

cuento (Despues). Sin embargo, la mayor parte de sus relatos fueron recogidos

28

Cuento recogido en el Anexo D.

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posteriormente en dos volúmenes: Cinco narraciones y dos fábulas y Sub rosa, en los

que se encontraban ya parte de los recursos que mejor definían la prosa benetiana: la

ironía, las oraciones largas, las comparaciones, la ambigüedad de la voz narrativa, etc.

Horas en apariencia vacías es un relato de 1973. En cierto modo, ha sido

considerado un complemento de su novela Volverás a Región, ya que éste cuento se

desarrolla en el mismo espacio imaginario (Región) pero en un momento anterior al de

la novela: el principio de la posguerra, cuando todavía no se ha producido la destrucción

total de la ciudad.

En este cuento, Benet se centra de manera casi exclusiva en la tensa y fría

relación entre el protagonista del relato (un joven capitán) y su tía. El tema principal,

por tanto, es el individuo y sus conflictos, pero sin que esto sirva de pretexto para

reflejar la sociedad del momento. De este modo, los hechos históricos solo son un telón

de fondo sobre el que se desarrolla la historia: el inicio de la dictadura franquista sirve

como marco para presentarnos la relación entre los dos protagonistas (el capitán y su

tía), pertenecientes a dos mundos en aquel momento enfrentados (el bando nacional y el

republicano respectivamente). Sin embargo, estos acontecimientos no tienen un papel

relevante dentro del relato como ocurría en la narrativa de la década anterior por lo que

las coordenadas espaciales y temporales no están descritas con detalle.

Al inicio del relato predominan las descripciones (del juzgado, del pueblo tras la

ocupación militar, etc.), en las que el narrador adopta un tono neutral. Sin embargo,

conforme avanza la historia adopta una actitud irónica que predominará en todo el

relato, siguiendo la tendencia principal de los cuentos de los años 60. Para ello el

narrador utiliza diferentes técnicas, como la degradación de situaciones cotidianas o

militares (“el capitán se acercó subiéndose los pantalones”, “la bandera es de un

tamaño tan falto de medida que las personas… se veían obligadas a apartarlas de la

cara”, etc.) o la comparación entre la ocupación militar del pueblo con una

representación teatral. Además, siempre mantiene la distancia respecto a los personajes,

realizando numerosos comentarios negativos y empleando un tono crítico y

condescendiente, por lo que los lectores no se sienten identificados con ninguno de los

personajes, ni siquiera con el protagonista. De este modo, la perspectiva del narrador se

introduce en el relato y adquiere un papel destacado en toda la narración.

Al no haber prácticamente partes dialogadas, en muchas ocasiones el narrador

adopta rasgos lingüísticos propios de los personajes de los que está hablando: el capitán,

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la criada, el coronel Gamallo… Así, se produce una adecuación de registros muy

característica de la literatura de esta época.

Sin embargo, pese a su gran relevancia, no es un narrador omnisciente: tiene un

conocimiento limitado de los hechos. Este narrador omite intencionadamente parte de la

información, de modo que algunos detalles importantes de la historia quedan sin

resolverse: de qué está acusado el concuñado, por qué fusilaron al marido e hijos de la

tía, etc.

En la historia no se busca la sorpresa, el avance argumental. Únicamente en el

desenlace, mediante un final abierto, se introduce un elemento fantástico que, a modo de

moraleja, contrasta con la escasa acción del resto de la historia.

No obstante, por lo general, en este cuento la acción es bastante escasa y por ello

cobran gran importancia otros elementos dentro del relato, como las descripciones, el

papel del narrador o las digresiones. Con todo esto, la narración adquiere una gran

profundidad pero también se vuelve más compleja. Además, esto supuso un descenso

considerable del número de lectores, como sucedió de manera generalizada en la época,

ya que el interés por el lenguaje, por la finalidad estética de la obra, apartaba la atención

de los lectores del desarrollo argumental.

7.5. El desertor (1981) José María Merino29

José María Merino (1941) es uno de los autores contemporáneos que con

mejores resultados ha cultivado el relato fantástico. Sin embargo, no se ha limitado a

este tipo de narraciones pues tiene también prestigiosos escritos teóricos sobre el género

y ha desarrollado una importante labor de antólogo.

Sus cuentos se recogen en tres colecciones principales: Cuentos del reino

secreto, El viajero perdido y Cuentos del barrio del refugio, y en ellas conjuga a la

perfección su gran capacidad imaginativa con un gran cuidado formal.

Este relato se publicó por primera vez en 1981 y después formó parte del

volumen Cuentos del reino secreto, en los que recoge tanto relatos procedentes de la

tradición oral (como es el caso de El desertor) como otros literarios.

En este cuento un narrador omnisciente, en tercera persona, nos presenta la

historia de amor entre una pareja que ha tenido que separarse por culpa de la guerra.

Aunque en un principio parece ser un cuento de amor realista (en el que la pareja

29

Cuento recogido en el Anexo E.

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consigue encontrarse de nuevo tras la deserción del marido), todo el relato da un giro

inesperado cuando descubrimos el sorprendente final: en realidad, el joven nunca llegó

a regresar a su pueblo sino que murió en una colina cercana la noche de San Juan.

De este modo, una vez descubierto el misterio, los lectores nos vemos obligados

a hacer una nueva interpretación de la historia, completamente diferente, en la que lo

fantástico y sobrenatural adquiere un papel trascendental.

Aunque la historia se desarrolla en un lugar real, en concreto en un pueblo

pequeño y aislado, desde el comienzo todos los elementos se conjugan para transmitir

en cada página esa dimensión fantástica: la claridad de la luna, el rumor del agua, el

cielo diáfano…Además, aunque sabemos que la historia tiene lugar durante la guerra

civil (puesto que el marido envía cartas a su esposa contándole las vicisitudes del frente)

no hay datos concretos que permitan situarla en un momento determinado. Así, con esa

ambigüedad temporal propia de los relatos míticos, el contexto histórico pasa a un

segundo plano frente al verdadero núcleo del relato: lo fantástico.

Por otro lado, el hecho de que la acción se desarrolle en una aldea olvidada y

remota acrecienta esa sensación sobrenatural. El aislamiento en el que viven sus

habitantes los hace desconocedores de la dura situación que atraviesa el país y los

sermones del cura son su único contacto con lo que les rodea. De este modo, en la

mente de los lugareños incluso los sucesos más terrenales adquieren un aspecto

sobrenatural y diabólico, hasta el punto de imaginar a los combatientes como demonios

con rabo, pezuñas y cuernos.

Por otro lado, el suceso principal de la historia ocurre en un momento muy

señalado: la noche de San Juan. La elección de esta fecha no es pura casualidad: pues es

una conmemoración mágica del solsticio de verano, una noche en la que cualquier cosa

puede pasar. Además, justamente ese año los aldeanos retoman la tradición (abandonada

desde el inicio del conflicto) de celebrar esta noche tan destacada con hoguera y corros

en los que contar historias. De este modo, se construye una atmósfera mágica que nos

prepara para el momento álgido del relato: el reencuentro de los enamorados.

Desde este momento y hasta el final del relato nada nos hace sospechar de la

verdadera naturaleza del encuentro. Sin embargo, el narrador, conocedor de todos los

pormenores de la trama, nos da una valiosa información que sólo cobrará sentido tras

esa revelación final (“estaba más flaco, más pálido y en sus gestos había adquirido una

especie de reflexiva demora” “El permanecía oculto durante las horas de luz” “Por la

noche, salían a la huerta…”).

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En el desenlace, mediante frases cortas y muy efectivas (“lo habían encontrado”

“los guardias decían que llevaría muerto, por lo menos, desde San Juan”), el narrador

nos descubre toda la verdad sobre el joven desertor y el relato adquiere un sentido

completamente diferente. De este modo, ya no se trata de la historia de un reencuentro,

sino un relato en el que el amor se convierte en una fuerza tan poderosa que es capaz de

romper las fronteras de la muerte, pues, como se dice al comienzo del cuento: “El amor

es algo muy especial”.

8. Conclusión

Con este trabajo he querido realizar un recorrido por uno de los géneros

literarios más olvidados por la crítica: el cuento.

Desde los inicios, ha sido catalogado como un género menor, debido en muchas

ocasiones a la brevedad que le caracteriza. Sin embargo, esta consideración ha ido

cambiando con el paso de los años y el género ha alcanzado la posición que le

corresponde dentro de la narrativa española.

A lo largo de la historia literaria. el cuento ha estado muy vinculado a la

tradición oral y aparecía inserto en géneros muy diversos (novelas, textos ensayísticos,

etc.). Sin embargo, en el siglo XVIII el gran desarrollo de la prensa escrita marcó el

punto de inflexión en la historia del género. Desde este momento la prensa se convirtió

en el principal vehículo de difusión del cuento y, en ocasiones, determinó las

características formales e ideológicas de los relatos que en ella se publicaban. Gracias a

esto, el cuento va adquiriendo autonomía: se desvincula de los relatos tradicionales

procedentes de la tradición oral y se publica de manera aislada, sin aparecer inserto en

otras obras narrativas. De este modo, surge un nuevo modelo de cuento con un marcado

carácter individual y concebido desde la escritura que, en el siglo XIX, alcanza su

independencia como género.

El siglo XX es un periodo de grandes innovaciones que influyen profundamente

en las características de los cuentos de este periodo. Surgen así nuevas formas de hacer

relato, con una gran libertad formal que los alejará definitivamente de los cuentos

decimonónicos de corte tradicional. Además, es un siglo en el que también se produce

una gran proliferación de temas. Las trágicas consecuencias de la guerra fueron uno de

los temas más recurrentes, especialmente entre los autores de la inmediata posguerra,

pero conforme avanza el siglo se produce un considerable aumento de la denominada

“literatura de evasión” en la que lo fantástico y sobrenatural adquirió un papel muy

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destacado en las últimas décadas. De este modo, la heterogeneidad se erige como la

característica principal de este último siglo, una tendencia que sigue manteniéndose en

los cuentos contemporáneos. Además, el comentario de algunos de los cuentos más

representativos de este periodo contribuye a ejemplificar las características de cada

década y a mostrar la evolución que experimentó este género en la literatura española

del siglo XX.

Aunque el cuento ha pasado por etapas muy diferentes en su producción, por

norma general, es un género que se ha cultivado profusamente en el último siglo, pues

su brevedad e instantaneidad lo convertía en el medio idóneo para reflejar la

personalidad y particular visión del mundo de sus autores. Pese a que en algunos

momentos su producción disminuyó (especialmente en los años 50 y posteriores) en las

últimas décadas se ha producido una notable recuperación, favorecida por el apoyo de

instituciones y editoriales. Además, en este proceso ha sido muy importante el papel de

internet y las nuevas tecnologías, que ha permitido que los textos lleguen a un número

mucho más amplio de lectores.

De este modo, el cuento ha dejado de considerarse un género menor, vinculado a

la tradición oral y anónima, para convertirse en un género independiente y autónomo

que, poco a poco, va alcanzando el estatus que le corresponde dentro de la historia

literaria y de la crítica.

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10. Anexos

Anexo A: El miedo (1903), Valle-Inclán30.

Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el

verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en

aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para

ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido

entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la

tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los

años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un

viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición.

La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo

solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del

Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas

María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y

mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para

darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:

Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor...

La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca.

La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo

concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar

de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la

derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del

presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los

áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo

tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda

bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la

lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se

afanase por volar hacia el Santo.

Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del

Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después,

30 DÍEZ, Miguel, DÍEZ TABOADA, Paz, Cincuenta cuentos breves. Una antología comentada, Madrid, Cátedra, 2011, pp. 104-107.

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acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente

oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas

les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y

los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos,

como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse

en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya

sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre,

que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en

tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya

oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los

bosques y en los lagos...

Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar

sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados

de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos

que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las

niñas escuchaban. y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a

los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me

sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio

abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron

las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del

guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi

frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y

medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he

tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y

permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta.

La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes

pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas.

De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz

grave y eclesiástica llamaba:

¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán...!

Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi

madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La

voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:

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Ahora veremos qué ha sido ello... Cosa del otro mundo no lo es, seguramente...

¡Aquí,Carabel! ¡Aquí, Capitán...!

Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:

¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?

Yo repuse con voz ahogada:

¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro...!

El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus

años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el

vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la

faz descolorida, pronunció gravemente:

¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un

Granadero del Rey...!

No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos

sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no

tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De

nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:

¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas!

Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las

losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin

despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente

alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y

amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para

cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara

caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido

de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba por todas las

gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la

capucha como bajo la visera de un casco:

Señor Granadero del Rey, no hay absolución ...¡Yo no absuelvo a los cobardes!

Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las

palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún.

¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!

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Anexo B: Marcelo Brito (1941), Camilo José Cela31.

Durante muchos meses no se habló de otra cosa por el pueblo...

Marcelo Brito, el mulato portugués, cantor de fados y analfabeto, sentimental y

soplador de vidrio, con su terno color de café con leche, su sempiterna y amarga sonrisa

y su mirar cansino de bestia familiar y entrañable, había salido de presidio. Tenía por

entonces alrededor de cuarenta años, y allá —como él decía— se habían quedado sus

diez anteriores, mustios, monótonos, reducidos a una reproducción de la carabela Santa

María, metida inverosímilmente dentro de una botella de vidrio verde, que había

regalado —sabrá Dios por qué—, con una dedicatoria cadenciosa que tardó once meses

en copiar de la muestra que le hiciera vaya usted a saber qué ignorado calígrafo

presidiario, a don Alejandro, su abogado, el mismo que no consiguió convencer al juez

de su inocencia. Porque Marcelo Brito, para que usted lo sepa, era inocente; no fue él

quien le pegó con el hacha en mitad de la cabeza a Marta, su mujer; no fue él, que fue la

señora Justina, su suegra, la madre de Marta. Pero como parecía que había sido él, y

como —después de todo— al juez le era lo mismo que hubiera sido como que no, le

mandaron a presidio, y allá le tuvieron casi diez años, metiendo las largas pinzas —con

las jarcias y los obenques y los foques de la Santa María—, por el cuello de la botella.

Sobre el camastro tenía una fotografía de Marta, su difunta mujer, de traje negro y con

un ramo de azahar en la mano; y, según me contó José Martínez Calvet —su compañero

de celda, a quien hube de conocer, andando el tiempo, en Betanzos, en la romería D'os

caneiros—, algunas veces su exaltación al verla llegaba a tal extremo, que había que

esconderle la botella, con su carabelita dentro, porque no echase a perder toda su labor

estragando lo que —cuando no le daba por pensar— era lo único que le entretenía.

Después volvía el retrato de su mujer de cara a la pared, y así lo tenía tres o cuatro días,

hasta que se le pasaba el arrechucho y lo volvía a poner del derecho. Cuando esto hacía,

la cubría materialmente de besos, con tal frenesí, que acababa derrumbándose sobre el

jergón, boca abajo, postura en la que quedaba a lo mejor hasta tres o cuatro horas

seguidas, llorando como un niño.

Una vez fueron por la penitenciaría, en viaje de estudios, unos abogados recién

salidos de la Facultad, sentenciosos y presumidillos como seminaristas de último año de

la carrera, que hablaban enfáticamente de la Patología criminal y que no encontraban

una cosa a derechas. Quiso la Divina Providencia que fueran testigos de una de las crisis

31 BARRERO PÉREZ, Óscar, El cuento español, 1940-1980, Madrid, Castalia, 1998, pp. 59-70.

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de Marcelo, y como si se hubieran puesto de acuerdo, tuvieron a bien opinar —sin que

nadie les preguntase nada— sobre lo que ellos llamaban “caracteres específicos del

criminal nato”, sentando como incontrastable la teoría de que esos arrebatos del mulato

no eran sino expresión del arrepentimiento que experimentaba por “haber segado en

flor” —la frase es de uno de los letrados visitantes— la vida de la mujer a quien en otro

tiempo había amado. Los abogadetes se marcharon con su sonrisa satisfecha y su aire

triunfal, y yo muchas veces me he preguntado qué habrán dicho, si es que llegaron a

enterarse, de lo que más tarde hemos sabido todos: que la pobre Marta se fue para el

purgatorio con la cabeza atada con unos cordeles, puestos para enmendar lo que su

marido ni hizo ni probablemente se le ocurrió jamás hacer.

La interpretación de los sentimientos es complicada, porque no queremos

hacerla sencilla. Sin su complicación, mucha gente a quien saludamos ron orgullo —y

con un poco de envidia y otro poco de temor también— y a quien dejamos

respetuosamente la derecha cuando nos cruzamos con ella por la calle, no tendría con

qué comprar automóviles, ni radios, ni pendientes para sus mujeres, ni nosotros, los que

somos sencillos y no tenemos automóvil, ni radio, ni pendientes para regalar, ni, en

última instancia, mujer a quien regalárselos, ¿para qué queremos complicar las cosas, si

en cuanto dejan de ser sencillas ya no las entendemos? Usted se preguntará por qué

sonrío cuando digo esto. Usted se pregunta eso porque no interpreta los sentimientos del

prójimo —los míos en este caso— con sencillez. Usted piensa que yo sonrío para

hacerme enigmático, para llevar a su alma una sombra de duda sobre mi sencillez; pero

yo le podría jurar por lo que quisiera que si sonrío no es más que porque me asusta el

convencerme de que no entiendo las cosas en cuanto han dado más de dos vueltas por

mi cabeza. Mi sonrisa no es ni más ni menos de lo que creería un niño que me viese

sonreír y entendiese lo que digo; mi sonrisa no es sino escudo de mi impotencia, de esta

impotencia que amo, por mía y por sencilla, y que me hace llorar y rabiar sin

avergonzarme de ello, aunque los abogados crean que si lloro y rabio es porque he

dejado de ser sencillo, porque he matado —quién sabe si de un hachazo en la cabeza—

mi sencillez y mi candor, recobrados ahora que ya soy viejo, como un primer tesoro...

Lo que sí puedo asegurarles es que el llanto del desgraciado portugués no estaba

provocado por arrepentimiento de ninguna clase, porque de ninguna clase podía ser un

arrepentimiento producido por una cosa de la que uno no puede arrepentirse porque no

la hizo; el llanto de Marcelo no era ni más ni menos —Y qué sencillo es— que por

haber perdido lo que no quiso nunca perder y lo que quería más en el mundo, más que a

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su madre, más que a Portugal, más que a los fados, más que a la varilla de soplar que le

había traído don Wolf la vez que fue a Jena de viaje... El llanto de Marcelo era por

Marta, por no poder tenerla, por no poder hablarle y besarla como antes, por no poder

cantar con ella —parsimoniosamente, a dos voces ya la guitarra— aquellas tristes

canciones que cantara años atrás...

¡Voy muy desordenado, don Camilo José, y usted me lo perdonará! Pero cuando

hablo de todas estas cosas es cuando miro jugar a los niños, ¡que no importa adónde van

a parar, como no importa mirar si es más hondo o menos hondo el agujero que hacen las

criaturas en la arena de la playa!...

Habíamos quedado en que no fuera él, sino la señora Justina, su suegra, la que

diera fin a los veintitrés años de Marta. El caso es que tardó en averiguarse la verdad

tanto como la vieja tardó en morir, porque la muy bruja —que debía de tener miedo a la

muerte— tuvo buen cuidado de callar siempre, aun cuando más comprometido veía al

yerno, y menos mal que cuando se la llevó Satanás tuvo la ocurrencia de dejar una carta

escrita diciendo la verdad; que si no, a estas alturas el pobre Marcelo seguía añadiéndole

detallitos a la Santa María... Tal maldad tenía la vieja, que para mí no dijo la verdad ni

aun en trance de muerte, al confesor ni a nadie, porque, aunque, según cuentan, pedía

confesión a gritos, me cuesta trabajo creer que no fuese hereje. El caso es que, como

digo, dejó una carta escrita diciendo lo que había, y al inocente le sacaron de la cárcel

—con tanto, por lo menos, papel de oficio como cuando le metieron—, y como era un

buen soplador y don Wolf le estimaba, volvió a colocarse en la fábrica —que por

entonces tenía dos pabellones más— y a trabajar, si no feliz, por lo menos descansado.

Transcurrieron dos años sin que ocurriera novedad, y al cabo de eso tiempo nos

vimos sorprendidos con la noticia de que Marcelo Brito, temeroso de la soledad, se

casaba de nuevo.

La soledad, con Marcelo tan al margen, tan a la parte de fuera de lo que le

rodeaba, como tiempo atrás lo estuviera de su compañero José Martínez Calvet, era dura

y desabrida, y tan pesada y tan difícil de llevar, que Marcelo Brito —quizá un poco por

miedo y otro poco por egoísmo, aunque él es posible que no se diese mucha cuenta de

este segundo supuesto y que incluso lo rechazara si llegase a percatarse de su verdad—

se decidió a dar el paso, a arreglar una vez más sus papeles (aumentados ahora con el

certificado de defunción de Marta) y a «erigir un nuevo hogar», como don Raimundo, el

cura, hubo de decir con motivo de la boda.

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Esta vez fue Dolores, la hija del guarda del paso a nivel, la escogida. Marcelo lo

pensó mucho antes de decidirse, y su previsión, para que la triste historia no se repitiese,

la llevó hasta tal extremo, que, según cuentan, sometió durante meses a su nueva suegra

a las más extrañas y difíciles pruebas; la señora Jacinta, la madre de Dolores, era tonta e

incauta como una oveja, y fueron precisamente su tontería y su falta de cautela las que

la hicieron salir victoriosa —la inocencia, al cabo, siempre triunfa— de las zancadillas y

los baches que, por probarla, no por mala intención, le preparara su yerno.

Dolores era joven y guapa, aunque viuda ya de un marinero a quien la mar quiso

tragarse, y el único hijo que había tenido —de unos cuatro años por entonces— había

sido muerto diez u once meses atrás, por un mercancías que pasó sin avisar... Los trenes

—no sé si usted sabrá—, cuando van a ser seguidos de otro cuyo paso no ha sido

comunicado a los guardabarreras, llevan colgado del vagón de cola un farolillo verde

para avisar. El mixto de Santiago, que era el que precedió al mercancías, no llevaba

farol, y si lo llevaba, iría apagado; porque nadie lo vio. El caso es que Dolores no tomó

cuidado del chiquillo y que el mercancías —con treinta y dos unidades— le pasó por

encima y le dejó la cabecita como una hoja de bacalao... Al principio hubo el

consiguiente revuelo; pero después —como, desgraciadamente, siempre ocurre— no

pasó más sino que a la víctima le hicieron la autopsia, la metieron en una cajita blanca

—que, eso sí, le regaló la Compañía— y la enterraron.

El gerente le echó la culpa al jefe de Servicios; el jefe de Servicios, al jefe de la

estación de La Esclavitud; el jefe de la estación de La Esclavitud, al jefe de tren; el jefe

de tren, al viento... El viento —permítame que me ría— es irresponsable.

La boda se celebró, y aunque los dos eran viudos, no hubo cencerrada, porque el

pueblo, ya sabe usted, es cariñoso y afectivo como los niños, y tanto Marcelo como

Dolores eran más dignos de afecto y de cariño —por todo lo que habían pasado— que

de otra cosa. Transcurrieron los meses, y al año y pico de casarse tuvieron un niño, a

quien llamaron Marcelo, y que daba gozo verle de sano y colorado como era. Marcelo

padre estaba radiante de alegría; cuando vino el verano y ya el chiquillo tenía unos

meses, iba todos los días, después del vidrio, al río con la mujer y con el hijo; al niño le

ponían sobre una manta, y Marcelo y la mujer, por entretenerse, jugaban a la brisca. Los

domingos llevaban, además, chorizo y vino para merendar, y la guitarra (mejor dicho,

otra guitarra, porque la otra se desfondó una mañana que la señora Justina se sentó

encima de ella) para cantar fados.

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La vida en el matrimonio era feliz. No andaban boyantes, pero tampoco

apurados; y como al jornal de Marcelo hubo de unirse el de Dolores, que empezó a

trabajar en una aserrería que estaba por Bastabales, llegaron a reunir entre los dos la

cantidad bastante para no tener que sentir agobio de dinero. El niño crecía poquito a

poco, como crecen los niños, pero sano y seguro, como si quisiera darse prisa para

apurar la poca vida que había de restarle.

Primero echó un diente; después rompió a dar carreritas de dos o tres pasos;

después empezó a hablar... A los cinco años, Marcelo hijo era un rapaz moreno y

plantado, con los labios rojos y un poco abultados, las piernas rectas y duras... No había

pasado el sarampión; no había tenido la tosferina; no había sufrido lo mismo para echar

la dentadura...

Los padres seguían yendo con él —y con el chorizo, el vino y la guitarra— a

sentarse en la hierbita del río los domingos por la tarde. Cuando se cansaban de cantar,

sacaban las cartas y se ponían a jugar —como cinco años atrás— a la brisca. Marcelo

seguía gastándole a su mujer la broma de siempre —dejarse ganar—, y Dolores seguía

correspondiendo al marido con la seriedad de siempre; una seriedad un poco cómica que

a Marcelo —un sentimental en el fondo— le resultaba encantadora.

Al niño le quitaban las alpargatas y correteaba sobre el verde, o bajaba hasta la

arena de la orilla, o metía los pies en el agua, arremangándose los pantaloncillos de pana

hasta por encima de las rodillas.

Hasta que un día —la fatalidad se ensañaba con el desgraciado Brito— sucedió

lo que todo el mundo (después de que sucedió, qué antes nadie lo dijo) salió diciendo

que tenía que suceder: el niño —nadie sino Dios, que está en lo alto, supo nunca

exactamente cómo fue— debió de caerse, o resbalar, o perder pie, o marearse, el caso es

que se lo llevó la corriente y se ahogó.

¡Sabe Dios lo que habrá sufrido el angelito! Don Anselmo, que conocía bien los

horrores de verse rodeado de agua por completo, que sabía bien el pobre —tres

naufragios, uno de ellos gravísimo, hubo de soportar— de los miedos que se han de

pasar al luchar, impotentes, contra el elemento, comentaba siempre con escalofrío la

desgracia de Marcelo hijo.

No se oyó ni un grito ni un quejido; si la criatura gritó, bien sabe Dios que por

nadie fue oída... Le habrían oído sólo los peces, los helechos de la orilla, las moléculas

del agua... ¡lo que no podía salvarle! Le habrían sólo oído Dios y sus santos, los ángeles,

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niños a lo mejor como él, y quién sabe si, por la voluntad divina, parados en sus cinco

años inocentes, aunque en sus alas hubieran soplado ya vendavales de tantos siglos...

El cadáver fue a aparecer preso en la reja del molino, al lado de una gallina

muerta que llevaría allí vaya usted a saber los días, y a quien nadie hubiera encontrado

jamás si no se hubiera ahogado el niño del portugués; la gallina se hubiera ido medio

consumiendo, medio disolviendo lentamente, ya la dueña siempre le habría quedado la

sospecha de que se la había robado cualquier vecina o aquel caminante de la barba y el

morral que se llevaba la culpa de todo...

Si el molino no hubiera tenido reja, al niño no le habría encontrado nadie.

¡Quién sabe si se hubiera molido, poquito a poco; si se hubiera convertido en polvo

fino, como si fuera maíz, y nos lo hubiéramos comido entre todos! El juez se daría por

vencido, y doña Julia —que tenía un paladar muy delicado— quizá hubiera dicho:

¡Qué raro sabe este pan!

Pero nadie le hubiera hecho caso, porque todos habríamos creído que eran

rarezas de doña Julia...

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Anexo C: Cabeza rapada (1958), Jesús Fernández Santos32.

Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose

hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero; la cara

oscura del sudor y el sol; cubría las piernas con largos pantalones de pana. No había

cumplido diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de aquel amplio

paseo, mecidos por el rumor de los frondosos eucaliptus, envueltos en remolinos de

polvo y hojas secas que lo invadían todo; los rincones de los bancos, las vías... Menudas

y rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por

pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.

Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás

acentuando su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimábamos a una

hoguera en que el guarda de la obra quemaba ramas de eucaliptus esparciendo al aire un

agradable olor de monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros

pulmones, hasta que el chico se puso a toser de nuevo.

¿Te duele? -le pregunté.

Y contestó:

Un poco -hablando como con gran trabajo.

Podemos estar un poco más, si quieres.

Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles flotando sobre

nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos

subía: y, más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la

ropa pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas. El chico volvió a quejarse.

¿Te duele ahora?

Aquí, un poco...

Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada

como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía miedo. Yo

también, pero me esforzaba en tranquilizarle.

No te apures; ya pasará como ayer.

¿ y si no pasa?

¿Te duele mucho?

32

DÍEZ, Miguel, DÍEZ TABOADA, Paz., Cincuenta cuentos breves. Una antología comentada, Madrid, Cátedra, 2011, pp. 186-189.

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El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el

cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz anaranjada

de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera que ardía.

Ese chico no está bueno...

¡Qué va! No es más que frío...

El chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.

No está bueno...

Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.

Va a coger una pulmonía, ahí sentado.

Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.

Vamos –dije-; vámonos.

Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda. Mientras

andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con la mano, al

tiempo que le decía:

¡Que no es nada, hombre!

Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás la voz del otro:

¡Le debía ver un médico!

Ya lo vio ayer.

Esto pasó con el médico: como no conocíamos a nadie, fuimos al hospital, y nos

pusimos a la cola de la consulta, en una habitación alta y blanca, con una ventanilla de

cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos abriéndose constantemente. La

gente aguardaba en bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en silencio, los

ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abría una de las puertas,

diciendo: «Otro», y el que en aquel momento salía, saludaba: «Buenos días, doctor.»

Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin

saludar. Exclamaba: «se me muere, se me muere...» Todos miraron las baldosas, como

si cada cual no pudiera soportar la mirada de los otros, y un hombre joven, de cara

macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.

El médico auscultaba al chico y al mismo tiempo me miraba a mí. Nos dio un

papel con unas señas para que fuéramos al día siguiente

¿Es hermano tuyo?

No.

Al día siguiente no fuimos donde el papel decía.

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Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado.

Sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba:

«Está muy mal. No tiene dinero. No se puede poner bien porque no tiene dinero. Está

del pecho. Está tísico. Si pidiera a la gente que pasa no reuniría ni diez pesetas. Se tiene

que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo.

Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo se moriría.»

Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.

Con el calor se te quita.

Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al

fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado

porque padecía del corazón, y sólo para los buenos clientes se levantaba. Tres paisanos

jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del exprés y los

golpes de las fichas sobre el mármol.

Sólo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo

continuaba igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros

jugando, y el que andaba en la radio, con los botones en la mano. La música y la luz

parecían ir a desaparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como un mal

recuerdo, negro y triste.

En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar.

Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyando en él su

espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la mano me

cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.

No llores -le dije.

Me voy a morir.

No te vas a morir, no te mueres...

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Anexo D: Horas en apariencia vacías (1973), Juan Benet 33

Los martillazos se empezaron a oír en las primeras horas de una mañana. El

juzgado se había instalado en una casa grande y vieja no lejos del ayuntamiento y sobre

el dintel de su entrada, con unas tablas pintadas de rojo y amarillo, quedó improvisado

aquel cartel con el primer símbolo del nuevo régimen.

Todo por la Patria

Desde la mañana soldados y voluntarios montaron la guarda a la puerta. Más

tarde un hombre con pantalones de paisano, pero con camisa azul y guerrera militar,

ordenó cerrar una hoja y al cabo de cierto tiempo volvió a salir para clavar en ella una

cuartilla mecanografiada, sellada con un tampón morado, extracto y fruto de varias

horas de tecleo de una máquina de escribir que había sido traída con anterioridad. Un

pelotón de soldados, conducidos por un sargento, había recorrido el pueblo con una

camioneta pintada de camuflaje para buscar un cierto número de sillas, mesas, unas

colgaduras de terciopelo corinto, unas pocas estufas de leña y tres o cuatro crucifijos. En

el interior no cesaron ni los martillazos ni el tecleo de las máquinas, con esa apenas

disimulada e impaciente diligencia de los tramoyistas que, a telón bajado, se afanan por

abreviar el cambio de decorado durante un entreacto que se ha prolongado en exceso.

En el balcón central montaron también una grosera asta, aprovechando un palo

de la luz, y –al toque de un corneta que con la guardia salió apresuradamente de la casa,

ajustándose los correajes y abrochándose las guerreras- izaron una bandera roja y gualda

de un tamaño tan falto de medida que las personas que entraban y salían se veían

obligadas a apartarla de la cara.

Cuando dieron por terminada la instalación provisional el mismo pelotón de

soldados y voluntarios, provistos de brochas, estarcidos y botes de pintura negra, se

repartió por las calles del pueblo –como para fijar los anuncios de la nueva

representación que se avecinaba- con orden de decorar algunos de los puntos y rincones

más significativos y frecuentados con símbolos, efigies y emblemas del nuevo régimen.

Con todo no se despertó mucha curiosidad. A excepción de algunas mujeres y

hombres de edad, apenas hubo testigos de los actos que siguieron al breve desfile. Una

semana antes, en contraste, cuando se apagaron los ecos de la batalla del Torce (con la

incertidumbre de los combates se había levantada una niebla purpúrea) surgieron en el

33

BENET, Juan, Horas en apariencia vacías, Madrid, Alfaguara, 1997, pp. 373-39.

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crepúsculo cientos de luces que se habían mantenido apagadas durante mucho tiempo.

Fue la apoteosis de un día neutro, de un primer instante atónito ante la cesación del

fuego, envuelto en la fugaz crisálida del vaho. A la mañana siguiente cuando las

primeras tropas –en doble fila india, una en cada acera- comenzaron a subir la humeante

ciudad, cuando los primeros camiones y acemileros cruzaron el puente de Aragón, con

el rebullir de aquel ejército que despertaba y se desperezaba tras varios meses de un húmedo

sueño en las trincheras, algunas ventanas seguían iluminadas, aún seguían encendidas las

farolas arrabaleras de la carretera –trazada en la niebla- como para significar el

abandono de la ciudad cuando vapor, tierra, agua y fuego se fundieron en un solo

elemento para envolver el instante del colapso.

Había sido una ocupación silenciosa que llevaron a cabo dos columnas de a pie,

acompañadas de los acemileros y sus caballerías y unos pocos camiones Henschel

salpicados de barro que ocultaba el llamativo camuflaje, repletos de soldados. El mismo

día de la ocupación, al mediodía, y en virtud de una autorización especial, firmada por

el propio coronel Gamallo y concedida en gracia a sus circunstancias familiares, llegó el

capitán en el pequeño coche cerrado del EM, de color verde pardo. Había hecho las

oposiciones al Cuerpo Jurídico antes de la guerra y ya el año anterior ascendió un grado

por méritos de guerra de forma que, a pesar de su juventud, ya ostentaba tres estrellas en

la bocamanga y fumaba cigarrillos de cuarterón, en una boquilla de resina sintética. Ya

a quien no le fue difícil, en cuanto se recuperó de las heridas producidas por una bomba

de mano que habían de provocar una anquilosis parcial del brazo izquierdo y en el

momento –mediada ya la guerra- en que los hombres eran tan imprescindibles en los

frentes como en los despachos oficiales, ser devuelto al ejercicio de una profesión

sobrecargada de trabajo en aquel entonces. Y que por un involuntario sarcasmo,

provocado por la reluctancia del coronel Gamallo y su Estado Mayor a entrar en la plaza

a la que había puesto asedio durante varios meses, fue más de veinticuatro horas la más

alta jerarquía militar en el momento de su ocupación. Cuando bajó del pequeño Balilla

en la plaza del Ciento –sin otro público que los soldados- parecía confundido. Ya se

habían estacionado tres camiones de tropa, pero soldados y clases –careciendo de

órdenes específicas, sosteniendo las banderas y los gorros en los cañones de los

mosquetones- no se habían decidido a descender para contemplar la soleada soledad de

la plaza, asomando sus cabezas por encima de las valderas –con la supina y expectante

pasividad de un público guerrera y con un gesto extremado se ajustó el correaje. Un

sargento abandonó su asiento en la cabina de un camión y, subiéndose los pantalones, se

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acercó a él para darle la novedad. Cuando el capitán le apeó de su posición con un gesto

de la boquilla, le requirió las órdenes y consultó un reloj de bolsillo. El capitán se

guardó de confesar que ignoraba y carecía de toda clase de órdenes y advirtiéndole que

mantuviera a la tropa en la misma posición, se despidió de él tras solicitar una

asistencia. Por culpa de su incómoda posición, su primera visita a su tía fue muy breve,

lo justo para saludarla y besarla en la mejilla y con las palabras y fórmulas de

sentimiento menos convencionales que pudo hilvanar, hacerle patente su propio dolor

por la tragedia que se había cebado con todos los suyos, al tiempo que solicitaba su

permiso para residir en la casa mientras durase su comisión y hacerle una compañía que

aunque insuficiente y a destiempo, sólo podía ser bien recibida por quien había sido tan

cruelmente despojada. Pero aquella primera y breve visita le alarmó; ciertamente no

había esperado encontrar una acogida calurosa, pero tampoco había anticipado un tal

distanciamiento en una persona tan vivaz y afable y que, desde niño, le había

distinguido con especiales deferencias y cariño; no solamente no pareció animarse con

la idea de acogerle en su casa sino que hasta creyó adivinar un gesto de malestar cuando

el asistente dejó el recibidor sus efectos personales. Por la tarde con la ayuda de los

suboficiales ordenó la disposición y el alojamiento de la tropa y, tomando sobre sí

problemas que no eran de su competencia, estuvo atareado hasta muy tarde,

conformándose con un rancho frío y una taza de café para no volver a la casa hasta bien

entrada la noche. A la mañana siguiente bastante temprano llegaron otros dos coches

repletos de oficiales casi todos de mayor graduación que él y que, sin reparar demasiado

en su presencia, devolviéndose distraídamente el saludo, se dirigieron hacia la Casa

Consistorial. Al poco rato se produjo un revuelo de gente ante la puerta principal, se izó

la bandera, se montó guardia, un comandante pasó revista a la tropa formada en la plaza,

se ocuparon otros puntos de la ciudad que hasta entonces habían sido desatendidos y

antes de la media mañana la ocupación total de Región quedó consumada.

*

Pronto se había de anticipar el verano, quién sabe si acuciado por la

concentración de guerreras, correajes, actitudes marciales y camisas abiertas que sólo

parecen surgir y proliferar bajo un sol de plano, para transformar la primavera en una

estación rigurosamente seca. Apenas florecidos los escasos mirtos y lilos, cuya flor se

mantenía en aquel clima hasta entrado junio, comenzaron a agostarse. Todas las

mañanas muy temprano, a la vuelta de la iglesia, regaba durante una hora los últimos

vestigios y macetas de geranios y clavelinas del jardín, transformado en un humilde

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huerto durante la guerra. Hablaba muy poco, demasiado celosa de preservar una

apostura y una dignidad cuya mejor garantía era el silencio. Cuando terminaba de

desayunarse –un pedazo de pan y un tazón de malta y leche que le eran servidos en un

rincón de la mesa- el capitán, los días que se quedaba a trabajar en la casa, pasaba a

rendirle su saludo matutino; sentada en el mirador del salón, suspendía por un momento

la selección de lanas de su caja de costura y levantaba su mirada por encima de sus

lentes de alambre de oro. Día a día su perfil, balanceándose contra el fondo de cristales,

visillos y estores amarillentos y calendarios atrasados, había ido adquiriendo esa

silenciosa y sibilina autoridad del péndulo, indiferente a los rayos de sol y atenta tan

sólo al crujido con que la casi centenaria mecedora mantenía el cómputo. No hacía sino

extraer madejas de lana de diversos colores neutros para rebobinarlas en pelotas del

tamaño de una naranja, que depositaba con sumo orden en una vieja caja de zapatos,

sobre el suelo del mirador. Al principio llegó a pensar si en su cabeza ya no habría

espacio para otra cosa, si la tragedia le habrá dejado incapaz para todo, incluso para la

reproducción del dolor. Y, sin embargo, constituía todo un símbolo: hasta el coronel

Gamallo –tan desdeñoso y suspicaz respecto a todo lo de Región que no llegó a hacer

noche en la ciudad y solamente en dos ocasiones puso el pie en ella, sólo tiempo preciso

para satisfacer sus compromisos y cumplimentar las diligencias con su CG- se sintió

obligado a visitarla para presentarle sus respetos, tras haber sido introducido por el

propio capitán, y testimoniarle el agradecimiento de toda la Patria por los muchos

sufrimientos y la dura prueba que había pasado quien –según palabras quasioficiales-

“tanto o más que cualquier otro podía enorgullecerse de personificar los ideales que

habían motivado la cruzada”. Fue una visita un tanto difícil y bastante silenciosa,

además de solemne, en la que el coronel apenas se limitó a pronunciar las frases de

ritual para tales ocasiones en cuanto portavoz de un sentimiento que por lo que tenía de

social y patriótico apenas expresaba nada personal. Sentados en sendas sillas junto a su

mecedora, se limitó a decir que ciertamente martirios como el suyo habían sido y serían

todavía necesarios a fin de gozar de la paz que todos habían anhelado.

Entonces suspiró y levantó el mentón, su mirada se perdió por los ventanales del

mirador, sus manos acariciaron con suavidad los brazos sin barniz de la mecedora, y

dijo:

No ha pasado nada.

El coronel se levantó; insinuó un torpe ademán de besar su mano y al retirarse

dejó disimuladamente sobre una esquina de la mesa del comedor el estuche cerrado que

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contenía la medalla que le había sido concedida, rogándole al capitán que le hiciera

entrega de ella cuando lo considerase más oportuno. Pero ni siquiera con él –con su

sobrino- abandonó su mutismo.

Días después trató con timidez de requerir de ella algunos detalles y pormenores

sobre las circunstancias que habían rodeado su tragedia; pero no obtuvo, a guisa de

respuesta, más que una muy rápida, incisiva y vidriada mirada –delatora en un instante

de la dilatada e inconfesada razón que sustentaba su pertinaz retraimiento, de la reserva

de dolor o de odio que aún escondía en sus entrañas, de tal manera reprimida que ella no

contaba con la fuerza necesaria para levantar la voz o mover sus manos, tan sólo para

iluminar y acerar sus pupilas- que enseguida sería desmentida por la suspirante y

hermética apostura de siempre, acaso arrepentida de la fugaz e involuntaria aparición de

la violencia. Volvió a tomar asiento confundido cuando una mañana, observándole por

encima de los lentes, le comunicó que necesitaba tomarle unas medidas porque era su

propósito confeccionarle un jersey de lana. Y tomándolo como un síntoma de su

apaciguamiento volvió de nuevo a insistir en sus preguntas, sin obtener el menor

resultado. Ya no le obsesionaban los pormenores de la pasada tragedia –la que había

impuesto el sacrificio de su marido y sus dos hijos, los tres fusilados ante la misma

tapia- respecto a la que en lo sucesivo evitaría la menor alusión, por respeto a ella y por

disimulo hacia su propia vergüenza en cuanto superviviente, reserva que parecía

obligada y obtemperada a aquella otra que había llegado a retirar de la vista todos los

recuerdos de los fallecidos (que al parecer guardaba en su dormitorio a cobijo de toda

indiscreción) con tal rigor que sus nombres y memorias parecían definitivamente

borradas de la casa, tanto como la amenaza que pesaba sobre su último pariente –

concuñado suyo- hacia el que por un sarcasmo no infrecuente en aquellos días habría de

caer todo el ineluctable peso de la justicia de no mediar una fuerza muy considerable

movilizada en su favor. En cuanto a la medalla ni siquiera la miró; distraídamente

escuchó sus palabras –como si la mención no fuese dirigida a ella- y sin el menor

interés volvió la vista hacia el estuche que había de quedar en el mismo punto donde lo

dejara el coronel, hasta que a la noche lo retiró la sirvienta para poner el mantel a la

hora de la cena. Lo colocó encima del aparador y ahí quedó para no recibir otro cuidado

que el paso del plumero con que todas las mañanas se quitaba el polvo de la plata y la

cristalería, símbolo explícito del involuntario desdén con que en aquella casa eran

recibidas las recompensas y los reconocimientos y sentimientos de gratitud por las

pérdidas sufridas. Para él no tuvo una sola palabra de afecto ni en ninguna ocasión llegó

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a sincerarse, cosa que andando el tiempo el capitán no pudo más que agradecer,

cohibido por su propia timidez y aturdido por un sentido de culpa en un ambiente que si

un día le fue familiar con el holocausto se había distanciado y sacralizado, hurtándole

toda intimidad, ya que lo último que deseara fuera ser tenido por una suerte de

compensación a tales pérdidas aun cuando por su orfandad, por los lazos de familia y

afecto que le habían unido a ella, por la amistad y cariño sin para que la habían

profesado en vida sus primos mártires, reunía todas las condiciones para ello. No sabía

cómo abordarlo, veladas como estaban todas las referencias a la tragedia poco menos

que fratricida y a sus consecuencias pasadas y presentes –y no era la menor la exigüidad

de sus recursos, reducida a la viudedad y, por otro gesto de orgullo no exento de ironía,

privada de las rentas de la tierra manchada con la sangre de los suyos-, pero toda vez

que uno de los más graves cargos que pesaba sobre el acusado era la pasividad –la más

cómoda, pero también la más inexcusable forma de enemistad, para el hombre situado

en el poder- que había demostrado hacia sus parientes cuando estuvo en su mano

salvarles la vida, no podía por menos de pensar que en cuanto cierta intimidad se lo

permitiera había de recabar su valioso testimonio para aportarlo a la prueba, en cuento

le constara que semejante intervención podría ser conseguida sin volver a abrir las

cicatrices de la mutilación. Su cuello, tan esbelto en otro tiempo, ya no parecía tener

juego ni servir para otra cosa sino como pedestal de la resignación: su mirada se había

acostumbrado a los objetos lejanos –más allá de los cristales rotos y todavía no

repuestos, unidos con papel de goma y esparadrapo, y los marcos engatillados; más allá

de los tejados hacia el vacío insomne de los silenciosos colapsos y el argentado fulgor

de un ayer cristalizado en soledad, edad y calvicie; y más allá del siempre presente y

evanescente apocalipsis- y sus manos, carentes de toda memoria, sólo prestaban

atención a sus madejas de lana y a aquella ya antigua profesión de silencio, guardada

entre los brazos de la mecedora, alejada ya la amenaza del azar.

Los primeros días pesaba demasiado el símbolo; luego comprendió que el objeto

de enigmática y apesadumbrada carne ni siquiera se había detenido a pensar en ello: si

un día el dolor se había apoderado de él no era para –al cabo de unos meses o unos

años- cederlo a un culto menor o transferirlo a la piedad. Todos los días acudía con

puntualidad a la iglesia y durante la primera semana se decidió a acompañarla,

espoleado por sus propias indecisiones y por aquella obediente e inexperta falta de

costumbre que le inducía, como a un colegial, a seguir el ejemplo de sus mayores. Pero

pronto dejó de hacerlo, persuadido de que incluso para arrodillarse junto a ella

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constituía un estorbo a su inconfesado pero patente deseo de soledad, a aquella clase de

impenetrable piedad –endurecida por la resolución, recelosa de sus propias debilidades-

que tan incómoda tenía que sentirse en presencia de testigos; un bienestar ultrajado y

arruinado, un siempre ofendido sentimiento de paz y de justicia buscaban de consuno un

consuelo lejos del reconocimiento de la deuda, y quizás el ahorro del orgullo era la

primera premisa de una actitud decidida a n negociar más que consigo misma. Por lo

mismo que ya no podía presentar su demanda más que al tribunal de Dios, sabía que no

debía apelar ni comparecer ante otra justicia terrena que a la inmanente necesidad de

equilibrio que el tiempo –y la fe- imponen al necesitado, ni esperar otro plazo que aquel

ilimitado que la esperanza abre para probarse, ni aguardar otro fallo, volviendo a

actualizar y rehabilitar una antigua jerarquía de la soledad, olvidada en los años de

armonía y satisfacciones familiares, que la restauración de su propia persona, en el

límite primero de la fe, como objeto primordial del cuidado. Todo eso lo aprendió tal

vez mientras ella tomaba sus medidas y hacía sus pruebas, obligándole a permanecer

firme con la mirada clavada en el ventanal, por encima de su cabeza cana, su cabellera

estirada y rala que exhalaba el aroma de la edad, y, con los lentes calados, cuando

ajustaba el hombro para observar el exceso que cubría la mitad de sus dedos, observaba

con parsimonia su pecho sin dirigirle una sola mirada a la cara. Aquella actitud tan recta

y estricta le reconfortó tanto que el respeto al símbolo dejó paso a otro sentimiento, más

imbuido de una cierta veneración engendrada por su propia experiencia.

Con excepción de los deberes caseros –las comidas frugales, el riego del jardín,

el interminable tejer de la mecedora del mirador- no parecía ocuparse ni interesarse en

nada y ni siquiera paraba mientes en la victoria de la causa, por la que habían

sucumbido los suyos, y en la nueva era que se anunciaba con ella. Era el mismo

sacrificio –sin duda- en aras de un fruto que para ella carecía de sabor, lo que en su

fuero interno se había negado a aceptar. Ya nada podía cambiar, después de la tragedia:

la paz o la guerra, la victoria o la derrota le eran en cierto modo indiferentes. Otra cosa

hubiera sido si, por una sola vez, hubiera podido entrever una finalidad distinta a la que

regía su hogar y velaba por el orden familiar: pero parecía ya demasiado simple para

lograrlo y- por consiguiente- insobornable a cualquier clase de justificación, incluso a a

aquella, la más incuestionable, que le procuraba la religión. No había estado preparada

para la prueba y, en consecuencia, solamente con la pérdida –no la renuncia- de muchos

de sus atributos personales había logrado soportarla: no abandonaba el pañuelo,

escondido en la bocamanga, pero era tan sólo para sonarse cada cuarto de hora.

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Cuando a punto de estar concluido el jersey de lana –antes de que la llegada de

la sirvienta le obligara a recoger sus papeles extendidos sobre la mesa- volvió a insinuar

ciertas preguntas, aunque no en forma de interrogativa, sobre algunos hechos y personas

relacionadas con los sumarios, ella no sólo adivinó sus intenciones, sino que eludió toda

respuesta de manera que no tuviera que llamarse a engaño, tranquilamente indiferente y

sólo atenta a su labor, con un suspiro o un gesto del pañuelo para apretar la nariz casi

transparente en cuyo tabique los lentes de hilo de oro habían dejado una permanente

huella roja. Tan sólo abandonó su mutismo para una imprevista solicitud.

Los últimos días de junio fueron a tal extremo calurosos que incluso ella –para

quien ya no existían los climas ni casi los días, ni el silencio de la casa o el alboroto de

la calle- debió resentirse de ello porque abandonó el tejido de lana para entretenerse en

remiendos y bordados de ropa blanca y fresca. No levantó la mirada de la aguja –

mientras el capitán sorbía la malta a pequeños sorbos, interesado en la lectura del diario

de la capital que llegaba con una fecha de retraso- para exponer de manera apenas

perceptible que había algo que se podía hacer y que estaba en su mano al menos

intentarlo.

En el momento de decirlo no lo oyó o si lo oyó no lo relacionó con algo que a él

le incumbiera. Se sintió avergonzado, incapaz de indicarle que lo repitiera. Apartó el

diario y ella había callado de nuevo (instantáneamente alejada y desvinculada de unas

palabras que pronunciadas por un espíritu viajero ya nada tenían que ver con ella,

concentrada de nuevo en su costura), al tiempo que la sirvienta retiraba el servicio del

desayuno, las galletas y la fuente de pasas, sin dar otras señales de su comezón que las

discretas y furtivas miradas hacia el mirador donde cosía su señora. Y ahora buscaba el

sentido y acaso la vuelta de aquellas palabras impersonales y átonas, carentes de toda

intención, de toda súplica y de cualquier emoción, que la aguja al contacto de la sábana

blanca parecía reproducir para sí con secreta cólera, pero que ella se negaba a repetir

humillada acaso por la escasa atención que había despertado o avergonzada del inútil

sacrificio de su compostura y su silencio. Unos días más tarde fue la sirvienta quien lo

repitió –entre lágrimas e hipidos- obligándole a retirarse con ella a un rincón del pasillo

para, a escondidas de su señora, hacerle saber que se trataba de un sobrino suyo –lo

único que le quedaba en este mundo- que como prisionero republicano –apenas contaba

veintidós años, había conducido un camión durante la guerra y, en los últimos meses, el

coche de un alto personaje esperaba en el campo de Macerta ser juzgado por las

autoridades militares.

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¿Juzgado?

Aun resonaban –palabras, en contraste, con un marcado acento no de duda ni de

asombro, sino de jactancia- sobre el tecleo de las máquinas de escribir y las

conversaciones de mesa a mesa. Pequeño, sin lustre, prematuramente encanecido y con

aquel aire de accidental, involuntaria y perversa virginidad, parecía en todo momento

poder escudriñar y descubrir las intenciones de ruegos y preguntas tan parcamente

expuestos: un cigarrillo –encendido o apagado- descansaba permanentemente en el

borde izquierdo de su mesa –señalada con una serie continua de quemaduras-, junto a la

máquina de escribir cuyo ininterrumpido tecleo era el mejor descanso para el capitán;

porque sólo cesaba para ser consultado y acosado con una cuestión enojosa del sumario

(cuya explicación nunca satisfacía al secretario) o para ser escrutado –a través de la

llama y la nube del cigarrillo- por aquel hombre mucho mejor conocedor que él de la

maquinaria judicial, siempre dispuesto con gestos y medias palabras a poner, expresa o

tácitamente, de manifiesto su disconformidad con la manera de proceder del capitán. De

igual manera que ella consideró superfluo insistir una segunda vez en su ruego –que tal

vez sólo llegó a apuntarlo, la formulación abortada por el recato- y evitó a todo trance

formalizar en una u otra forma la deuda derivada de él (siendo el sentimiento de

compasión lo que trataba de conjurar), a sí mismo se impuso en sus relaciones con el

secretario y haciendo uso de su jerarquía, un laconismo que al otro distaba mucho de

satisfacer. Tan sólo le pidió que solicitaría del campo la ficha del muchacho –tan

escueta y reducida a los datos del estallido, por la falta de antecedentes anteriores a la

guerra, por su papel casi nulo en ésta, que casi fue preciso inventarla-, haciéndose cargo

del resto de las diligencias. Y sin requerir más que su nombre, su filiación y su fecha de

ingreso en el campo en un par de semanas o en menos de un mes consiguió sacarlo de

su reclusión para que volviera a entrar en filas –pues se hallaba en edad militar- en el

Regimiento de Infantería, acantonado en el mismo Macerta. Y educado ya en el mismo

voto de laconismo ni habló de justicia ni mencionó el hecho en la casa- seguro de que

sería dado a conocer por el propio interesado, sin perder una fecha- a fin de no romper

aquella suerte de implacable y frágil sortilegio que emanaba la silenciosa figura sobre el

balancín del mirador.

Ni siquiera hizo noche en Macerta, por lo que a la hora de cenar ya estaba de

vuelta en la casa, con las manos vacías. Suponía que el muchacho ya habría escrito a su

tía (ella sin decir una palabra había intentando besarle la mano, al abrirle la puerta) y

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pensaba que quizá ya no le sería tan difícil hablar del otro caso en términos más

explícitos.

Pero por otra parte su servicio tuvo –en este sentido- efectos contraproducentes,

toda vez que habiendo aprendido en una ocasión a ser requerido con una mirada o a lo

más con un gesto, con un tímido ruego no repetido, no tendría en lo sucesivo sino que

adivinar la norma que informara la conducta que se espera de él. Por eso fue a Macerta,

solicitando un coche para ir y volver en el mismo día.

Ya había comenzado octubre la cuenta de las tardes frías: el locutorio era un

simple lugar de paso habilitado a tal efecto, desnudo, con cuatro puertas y un ventano

protegido con doble malla de acero, unas paredes desconchadas y sucias y garabateadas

con graffiti, un suelo de hormigón bruñido en el centro del cual ardía un cubo de brasas

con cuatro sillas alrededor de él: dos guardias armados –con las mantas por los

hombros- sostenían entre sí una conversación mortecina y apenas se levantaron para

saludarle, adivinando su graduación bajo la gabardina abotonada hasta el cuello.

Tampoco levantaron la mirada cuando introdujeron al reo, un hombre que frisaría los

sesenta años, que con las manos se apretaba los codos para retener el poco calor que

guardaban unas ropas insuficientes. En un principio le miró con desconfianza, luego con

extrañeza, y más tarde –cuando le hizo entrega de la manta, mintiendo respecto a su

donante- con amarga suficiencia. Pero no respondió a sus preguntas sino con

monosílabos, no aclaró ninguna de las cuestiones ni despejó los cargos que pesaban

sobre él, no se extendió sobre su participación en los hechos recogidos en el sumario y

por lo que, ya desde el principio del apuntamiento, el instructor podía colegir que el

fiscal solicitaría para él la última pena. No negó nada, con la mirada desviada de su

interlocutor y clavada en el suelo, abrumado en apariencia por el frío y tan incapaz de

pensar en otra cosa que ni siquiera desdobló la manta. La entrevista se prolongó durante

media hora y no porque necesitara todo ese tiempo para recoger la información que

precisaba, sino por la resistencia del capitán –confiado en que lograría romper su

silencio- a darla por terminada antes de quedar satisfecho. Incluso se levantó el reo y él

permaneció sentado –para hacerle comprender cuál era su propósito, qué clase de deber

le había empujado hasta allí, cómo debía interpretar su presencia y su interés, qué era lo

que esperaba. Pero inmutable –en cierto modo victorioso- ni siquiera de pie apartó la

mirada del mismo punto del suelo, allá donde una mancha del pavimento retenía su

atención con mucha mayor firmeza que las pocas vicisitudes de un porvenir sellado.

¿Y bien?

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Pero no obtuvo ninguna respuesta, se frotaba los brazos con las manos, un pie trataba de

siluetear o borrar la mancha de aceite sobre el pavimento. Y solamente cuando el

capitán se incorporó, desvió sus ojos hacia él para mirarle al sesgo (ambos eran de una

misma estatura) y hacerle comprender con el gesto lo lejos que se sentía de él, de sus

propósitos e intenciones, dueño de una clase de convicción a la que por su juventud

tardaría mucho en llegar y demasiado seguro de la clase de suerte que le tenían deparada

unas fuerzas que –así lo decía el brillo de las pupilas, una breve sonrisa que asomó a

guisa de despedida- sólo en virtud de casos semejantes podría él –el capitán- empezar a

conocer. Y susurrando unas frases que no llegó a comprender cabalmente (el ejemplo

que llega tarde, el conocimiento que se alcanza con el sacrificio, la codicia que se

disfraza de generosidad…) dio media vuelta para aporrear la puerta que fue abierta por

el vigilante que esperaba al otro lado de ella.

*

El capitán le observó, de pie ante su propia mesa; no había en su expresión ni

curiosidad ni extrañeza ni, ciertamente, el continente de mesura y deferente

aquiescencia que estaba acostumbrado a encontrar en sus subordinados de más edad.

Porque el capitán era joven, mucho más joven de lo que representaba. Desde un

principio el secretario se había tomado la libertad de ignorarle (a pesar de que como

instructor del sumario le había advertido, con anterioridad, pero con la timidez no

dictada por sus escrúpulos, sino por el deseo de disimular lo mucho que le iba en ello,

de su interés por estudiar personalmente el caso en todos sus detalles y ser informador

de cuantas comunicaciones se refirieran a él) hasta que el sumario estuvo completo, y

hasta llegó a sentarse frente a su mesa con el propósito de fumar de su petaba y repasar

conjuntamente todos los hechos y datos del expediente, contenido en un montón de

hojas, oficios y declaraciones juradas reunidos en una carpeta abierta. Antes de concluir

el cigarrillo el joven había aprendido a recordar que el mecanismo de la justicia rara vez

se pone en movimiento en virtud de una opinión y que, por consiguiente, el montón de

papeles y la satisfacción profesional del secretario constituían obstáculos de tal

envergadura que, para llegar a donde él quería, tenia que empezar, volver a empezar,

desde mucho más lejos.

¿Estudiarlo? –le preguntó con una mueca cargada de intención, al tiempo que

aplastaba la colilla en el cenicero. El capitán recogió la carpeta del expediente y

ostensiblemente la guardo en un cajón de su mesa que cerró con llave.

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Con las primeras evasivas había querido darle a entender no tanto que se trataba

de un caso singular –en el que estaba particularmente interesado por razones de familia,

cuyos vínculos el secretario con toda seguridad había averiguado sin más trabajo que

leer la ficha del reo- cuanto que constituía su manera personal de tratar y estudiar todos

los expedientes de cierta importancia. Ésa era –le vino a decir, haciendo uso de un arma

indiscutible contra quien, en ese terreno, siempre hallaba por delante de él- una de las

grandes razones de la cruzada. Nunca se habían mirado con simpatía y ambos sentían

que personalizaban –dentro de la misma amalgama victoriosa- elementos, ideales y

móviles muy diferentes. Era un hombre tosco y carente de educación, de maneras poco

higiénicas y un lenguaje de arrabal, que parecía haber alcanzado el cenit de sus

ambiciones con el uso de la guerrera –aunque su camisa seguía siendo azul- y la

sardineta de oro bordada en la bocamanga, las yemas de los dedos de color caoba y las

uñas ennegrecidas.

A los pocos días, sólo por la manera de dejar el cigarrillo en el borde quemado

del tablero, colocar en el carro el papel con el debido margen y teclear sin pausa en los

párrafos expositivos, con arreglo a las fórmulas que conocía de memoria, comprendió

que dentro del mecanismo de la justicia era una pieza motora con la que forzosamente

tenía que engranar si quería llevar adelante su gestión con alguna facilidad. Pero cuando

el otro, soplando las cenizas que habían caído entre las teclas y golpeando

nerviosamente en la barra de los espacios y retrayendo el carro para releer el último

párrafo, sin necesidad de mirarle y sólo por el tono del dictado comprendió que aquel

primer acto constituía una capitulación de su superior (y cómo lo sintió [la facultad de

adivinar su interés en una frase evasiva y su vacilación en la inquietud de su porte y en

la inestabilidad de su ceniza] representaba el mayor ahorro de toda una vida de

subordinado) y presumió que a partir de entonces estaba en condiciones de completar la

información del sumario de acuerdo con sus inveteradas normas. El capitán ni siquiera

se volvió para autorizarle a seguir una vez que la máquina de escribir, ávida de

velocidad tras la intolerable espera, reanudó su golpeteo con una furia hasta entonces

desconocida en aquel despacho.

El secretario de vez en cuando acompañada su redacción con una palabra pronunciada

en alta voz –una voz concluyente- y el capitán, en contraste, confiaba en el futuro. A

media mañana descolgó la gorra y dejó caer los guantes en ella; de pie cortó en dos una

cuartilla impresa y en el reverso escribió con lápiz azul un nombre y unas señas que, a

propósito, dejó en su mesa debajo de la escribanía para que fuera leída por el secretario

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tan pronto como abandonara su despacho. Con todo, una vez bajo el dintel de la puerta

pensó que era necesario, para todos los efectos, dar alguna satisfacción a aquel hombre

que –en definitiva- era quien establecía el curso de la instrucción.

A la vuelta de Macerta se encontró con el informe reservado que el SIPIM envió

al Juzgado, a instancias de la instrucción. No era muy extenso, como de costumbre. Lo

leyó con atención y rapidez y, adelantándose por una vez a sus deseos, o puso en manos

del secretario; un poco boquiabierto, cruzó las manos sobre la espalda y reclinó la

cabeza, invadido por la instantánea e indefinible sensación de naufragio, la repentina y

casi inmotivada caída del alma en el abismo de la futilidad y de la impotencia

(vislumbrado en el remoto ayer, aparentemente cerrado en un momento de entusiasmo

estudiantil o patriótica entrega y abierto de nuevo por un accidente incomprensible o

una palabra errabunda), donde se cierra la penumbra para que pierdan sentido las

palabras que animaron la conducta que presumió de haber saltado para siempre por

encima de él. Porque todo lo veía –aún colgado del mismo abismo-, tan concluso y no

modificable, un orden tan preestablecido –y no necesariamente más justo que fáctico- y

tan inaccesible que hasta la función el secretario se le antojó innecesaria.

Al volver al mediodía a la hora de comer no se atrevió –porque no podía

soportar su no mirada, la tácita acusación que prescribiría nunca- a saludarla con las

palabras de costumbre. En efecto, no levantó la mirada de la madeja, dando a entender

lo mucho que esperaba de él. Y entonces –mientras al unísono tomaban la sopa- decidió

hacer por ella y por su concuñado lo que nunca se habría atrevido a hacer por sí mismo,

tal vez por temor al secretario. La cabeza cana, la frente tersa y brillante surcada de

finas arrugas de bordes afilados, como las incisiones de una navaja en una masa de

barro fresco, y festoneada por la orla de motas ocres que señalaban el paso indeleble de

las privaciones, la actitud vencida y retraída y la faz de la que para siempre estaba

desterrada la alegría, reclusa en la seriedad para el resto de sus días, le inducían a pensar

hasta qué punto podía antojársele ridículo su empeño; era una dimensión del sacrificio

que nunca podría alcanzar, tal vez la muerte le había empujado hasta el mismo borde del

frío eterno para encontrar ahora consuelo en el calor de su hogar y tanto había perdido

que ya no le quedaba ni el deseo de pedir porque –rebasado determinado límite entre el

sacrificio y el holocausto- nada existía que le pudiera devolver al estado de necesidad;

su solo presencia –impenetrable, no enigmática, simple y perversa- parecía reclamar –

con el poder de ese silencio fruncido en el primer y definitivo gesto del cadáver, al

apoderarse en un instante de lo que fue un cuerpo animado- el restablecimiento del

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imperio de la justicia para hacer soportable un tiempo sin destinación. Ante tal ejemplo,

¿en qué se había esforzado? Unas tímidas diligencias en todo momento disminuidas por

su propio disimulo. Apenas había empezado su combate y ya se encontraba vencido por

un ejemplo que nunca sería capaz de superar. Y ni siquiera se lo exigía la parca,

contradictoriamente silenciosa y omnipotente presencia, juramentada a un poder más

alto y desdeñosa respecto a todas las ofrendas que le eran ofrecidas con temor; aún más

(sin duda ella ignoraba que él lo sabía), la casa no era propiedad suya y subsistía gracias

a las rentas de aquel pariente que –con simétrico silencio- esperaba su veredicto en el

campo de Macerta. Que entre ellos existía un vínculo secreto era evidente; el más

intrascendente pormenor bastaba para provocar, en una existencia casi ingrávida,

desentendida de cuanto ocurría a su alrededor, aquella apenas perceptible vibración de

una cuerda aún sensible que enfurecida se agitaba al no serle concedida la completa paz

y quietud de que era acreedora por su sacrificio.

Decidió resolverlo sin tardanza, apelando a quien fuera necesario, pasando por

alto las reticencias de su secretario y llegando a poner en entredicho su propia

ejecutoria. Sabía de sobra que, estando concluido el sumario, era vano tratar de

desestimar la confianza de su subordinado –fracasada su misión de impedir la

consolidación en el ánimo del ponente de un veredicto previo- si no era mediante la

oposición de dos actitudes declaradas, a cual más empecinada, que tarde o temprano

tenían que entrar en colisión sobre materias que no eran de opinión. Además carecía de

la debida experiencia (una mirada, incapaz de sacudirse toda la incertidumbre anterior,

violentada por el opalescente fulgor de la cuartilla, trataba de abrirse paso hacia la

completa convicción que tenía enfrente) respecto a las pocas posibilidades que le ofrecía

el libre examen para entablar la polémica, con garantías de éxito, frente a un prejuicio

tan considerable. No sabía hasta dónde podría llegar y –aun antojándosele cosa muy

lejana- sintió toda la distancia que le separaba (la mirada confundida rehusaba detenerse

en aquella guerrera, en aquella corbata mugrienta y en aquella pequeña cocarda del ojal,

para buscar más allá la persona que se escondía tras ellos… y que no existía, fundida

con sus atributos e inseparable de ellos) de un núcleo susceptible a la persuasión. No lo

encontró. Y entonces dijo, casi vomitó, todo lo que tenía dentro; a borbotones y a voces,

mirándole a la cara con no contenida furia; le dijo que era su intención hacer todo lo que

estuviera en su mano, y recurrir a quien fuera preciso, para salvar a aquel hombre.

Como toda respuesta, el secretario, con una sonrisa para sí mismo, dejó el expediente

sobre la mesa y, por primera vez, sacó su petaba del bolsillo para ofrecérsela.

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Gracias –dijo el capitán, echando un montón de tabaco en la palma de la mano.

El juicio fue muy breve: tras el sumario apuntamiento por parte del ponente, al

fiscal le bastó solicitar la máxima pena para el reo, a la vista de que hechos de tan

extrema gravedad como los recogidos por la ponencia eximían de toda justificación de

la aplicabilidad del código penal. Fue tan contundente que no tuvo que hacer uso de la

retórica y, doblegada una defensa muy tímida en sus apreciaciones, el tribunal aceptó la

tesis del fiscal. Antes de que se celebrase el juicio, al capitán le cabían ya pocas

esperanzas de lograr del tribunal una sentencia diferente. Había hecho todo lo que

estaba en su mano, a pesar de la reserva y de las recomendaciones de sus superiores;

había visitado al general quien le facilitó una entrevista con el gobernador militar, quien

–a su vez, aceptando el nombre de su tía como salvoconducto- hizo posible una breve

visita al capitán general de la Región. En todas partes, a pesar de que en ningún

momento ueron desestimadas sus razones y buenas palabras, se adujo una razón más

alta, una cuestión de principios, un interés que debía identificarse con los ideales que

habían informado la cruzada. Llegó a preguntarse si el propio reo lo había comprendido

así, mucho antes que él y por una inteligencia más directa, por una complicidad en el

secreto del que sólo participaban los viejos combatientes, aun en su antagonismo: no

desapareció la amargura de su cara, pero en su mirada y en la comisura de sus labios

había brotado un destello de reconocimiento, como el del padre que tras el castigo

insinúa lo excusable de la falta.

Un poco después –aunque de manera poco formal- solicitó de sus superiores el

traslado, ni humillado ni afrentado por la peta del secretario, pero sí amilanado por la

inmutable figura del balancín que –tal vez- podría levantar la cabeza para inquirirle sin

una palabra sobre la magnitud de su sacrificio. Pero cuando –por respeto a sí mismo,

por no añadir el sentimiento de cobardía al de futilidad- a la vuelta de su peregrinación

entró en la casa y fue derecho hacia ella –sentada en el balancín, acababa de depositar

una madeja de lana en la caja de zapatos, repleta de ellas- para darle cuenta por primera

vez del fracaso de su gestión y de la ineluctabilidad de la sentencia, su silueta encorvada

pareció despegarse de aquel pseudoalegórico y casi inmaterial fondo de cristales del

mirador, incolora y neutra en su perversa virtud, animada de una súbita y maligna

energía en el momento de recuperar su auténtica entidad: y nunca con tanta claridad

había de comprender el capitán que el mal acostumbra a callar y juega con la sinceridad

como un maestro con su pupilo.

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Anexo E: El desertor (1981), José María Merino34.

El amor es algo muy especial. Por eso cuando vio la sombra junto a la puerta, a

la claridad de la luna que, precisamente por su escasa luz, le daba una apariencia de gran

borrón plano y ominoso, no tuvo ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La

suavidad de la noche de San Juan, el cielo diáfano, el olor fresco de la hierba, el rumor

del agua, el canto de los ruiseñores, acompasaban de pronto lo más benéfico de su

naturaleza a esta presencia recobrada.

La vida conyugal había durado apenas cinco meses cuando estalló la guerra. Le

reclamaron, y ella fue conociendo entre líneas, en aquellas cartas breves y llenas de

tachaduras, las vicisitudes del frente. Pero las cartas, que inicialmente hacían referencia,

aunque confusa, a los sucesos y a los paisajes, fueron ciñéndose cada vez más a la

crónica simple de la nostalgia, de los deseos de regreso. Venían ya sin tachaduras y

estaban saturadas de una añoranza tan descarnadamente relatada, que a ella le hacían

llorar siempre que las leía.

Entonces no estaba tan sola. En la casa vivía todavía la madre de él; y la vieja,

aunque muy enferma, le acompañaba con su simple presencia, ocupada en menudos

trajines, o en las charlas cotidianas y en los comentarios sobre las cartas de él y las

oscuras noticias de la guerra. Al año murió. Se quedó muerta en el mismo escaño de la

cocina, con un racimo en el regazo y una uva entre los dedos de la mano derecha. Ella

supo luego por otra carta de él que, cuando le llegó la noticia de la muerte de su madre,

los jefes ya no consideraron procedente ningún permiso, puesto que la inhumación

estaba consumada hacía tiempo.

Quedó entonces sola en casa, silenciosa la mayor parte del día (excepto cuando

se acercaba a donde su hermana para alguna breve charla), en un pueblo también

silencioso, del que faltaban los mozos y los casados jóvenes, y que vivía esa ausencia

con ánimo pasmado.

Se absorbía en las faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así, con

minuciosa rigidez de horario, cumplía las labores cotidianas de la limpieza y la cocina,

del lavadero y de las cuadras, y el calendario sucesivo de los trabajos del campo,

segando y trasladando la hierba, escardando las legumbres y cavando los frutales,

majando el centeno. Abstraída en la tarea del momento, que acaso le exigía, con el

34

DÍEZ, Miguel, DÍEZ TABOADA, Paz., Cincuenta cuentos breves. Una antología comentada, Madrid, Cátedra, 2011, pp. 194-198.

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esfuerzo físico, un ritmo especial, llegaba a pensar la ausencia de él como una nebulosa

ensoñación no del todo real, de la que saldría en algún inmediato despertar.

Pero el tiempo iba pasando y la guerra no terminaba. Ella no sabía muy bien los

motivos de la guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba del enemigo como de un mal

diabólico y temible, infeccioso como una plaga. Al cabo, ya la guerra y el enemigo

dejaron de ofrecer una referencia real, y era como si el esfuerzo bélico tuviese como

objeto la defensa a ultranza frente a la invasión de unos seres monstruosos, venidos de

algún país lejano y ominoso. Hasta tal punto que, en cierta ocasión, cuando atravesó el

pueblo en convoy con prisioneros, y los vecinos salieron a verles con acuciante

curiosidad, una mujerina manifestó, en su pintoresca exclamación, la decepcionante

sorpresa de comprobar que los enemigos no mostraban el aspecto que las diatribas del

cura y otras noticias les habían hecho imaginar.

¡No tienen rabo!

No tenían rabo, ni pezuña, ni cuernos. Eran hombres. Tristes, oscuros, vestidos

con capotes sucios, con chaquetones raídos. Sobre las cabezas peladas llevaban

pasamontañas y gorrillas cuarteleras. Casi todos tenían la barba crecida en los rostros

flacos, aunque también se veía las mejillas barbilampiñas de algunos mozalbetes.

A ella, de pronto, la visión de aquellos soldados maltrechos le trajo a la mente la

imaginación de su propio marido, acaso en esos momentos también acarreado en algún

camión embarrado, encogido bajo un pardo capote. Hasta creyó reconocer en varios

rostros el rostro querido, sumida en una súbita confusión que le llenó de angustia.

Pasó el tiempo. Otro año. E1 pueblo siguió perdiendo gente y, al fin, sólo

quedaron los niños, las mujeres y los viejos. Las veladas habían dejado de ser ocasión

alegre de contar fábulas y recordar sucesos y eran ya solamente motivos de rezos.

Rosarios y letanías, novenas y misas, ocupaban las horas de la comunicación colectiva.

Cuando llegó este San Juan, ya ni creían recordar el tiempo en que los mozos,

con su rey, encendían la gran hoguera tradicional en lo alto del cerro. Fueron los niños

los que suscitaron la memoria de la antigua fiesta, haciendo un gran fuego en la plaza.

E1 fuego atrajo a la gente, que fue reuniéndose en torno a él. Era una noche clara,

cálida, sin pizca de viento.

Los niños gritaban alrededor del fuego, en el límite del caluroso reverbero. Los

mayores recordaron otras noches de San Juan, a sus mozos llenándolas de algarabía y

desorden. Lo que, cuando estaban los mozos, se aceptaba con esa obligada mezcla de

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indulgencia y malhumor que traía la sumisión a un rito inevitable, ahora se añoraba

como una parte amputada de su vida.

Porque este año, como el pasado, no habría necesidad de vigilar los huevos, las

matanzas, los hervidores. Nadie llegaría sigiloso en la noche para hurtarlos. Y tampoco

nadie borraría las sendas ni profanaría el rescoldo de los hogares. E1 pueblo se había

quedado sin mocedad, y el aliento dulce de la noche le daba a aquella evidencia, más

dolorosa aún por las circunstancias que la motivaban, una particular melancolía.

Cuando la hoguera se extinguió, el encuentro improvisado se deshizo. Ella pasó

por casa de su hermana, saludó rápidamente a la familia y se fue a su propia casa.

Entonces vio la sombra junto a la puerta y, reconociéndole al instante, echó a correr y le

abrazó con todas sus fuerzas.

Había cambiado. Estaba más flaco, más pálido y, en sus gestos, había adquirido

una especie de reflexiva demora. Supo que había desertado. Herido por la metralla de

una granada, había ingresado en el hospital. Cuando estuvo curado y repuesto, decidió

escapar y volver a casa. Fue una huida penosa, que duró semanas. Pero aquí estaba ya,

silencioso y sonriente.

Era preciso el sigilo más completo. Ella disimuló su alegría y continuó haciendo

la vida de costumbre. Él permanecía oculto en algún lugar de la casa durante las horas

de luz. Por la noche, cuando la oscuridad lo tapaba todo, salían a la huerta y se sentaban

uno junto al otro, sintiendo latir las estrellas parpadeantes, el río que murmuraba, los

pájaros que se reclamaban entre las enramadas invisibles.

Recuperó en sus brazos el sabor de aquellos primeros tiempos de matrimonio y

la congoja de los besos y los abrazos definitivos. Y como el amor es algo muy especial,

todos los problemas (la guerra, su esfuerzo solitario que debía multiplicarse en tantas

tareas, los complicados trueques para conseguir todo lo necesario para una regular

subsistencia) pasaron a una consideración muy secundaria.

Su única preocupación era ahora que él no fuese descubierto. Una tarde, cuando

regresaba con una carga de leña, encontró a los guardias en su casa. Portadores de la

denuncia que produjo la deserción (cuyo propósito había sido, al parecer, anunciado

entre las pesadillas febriles del hospital), los guardias registraron la casa. Y aunque no

fueron capaces de encontrarle, aquella visita inesperada la colmó de angustia, al pensar

que podían sorprenderle algún día y llevárselo otra vez para castigar acaso su huida con

la muerte.

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Así, entre las dulzuras de tenerle en casa y los sobresaltos de sus temores, fue

transcurriendo el verano. A veces se ponía a cantar, sin darse cuenta, y en el pueblo,

callado y mohíno, su actitud era acogida con una sorpresa desconcertada.

Sin embargo, un extraño sentimiento le hacía desvelarse en mitad de la de la

noche y, a pesar de sentir el cuerpo de él a su lado, cruzaba su imaginación un tropel

desordenado de miedos sombríos, como el futuro estuviera ya marcado y se cumpliesen

en él toda dase augurios desfavorables.

El mismo día que empezaba septiembre, cuando despertó, no estaba junto a ella.

Era un día gris, oloroso a humedad. Le buscó en la casa, en el corral, pero no pudo

hallarle. Aquella ausencia, que le devolvía la imagen de la larga soledad, suscitó en ella

una intuición temerosa.

A la hora del ángelus vio acercarse a los guardias. Se había puesto a llover con

más fuerza y tenían los capotes de hule cubiertos de agua.

Le habían encontrado. Estaba en lo alto del cerro, entre las peñas, con los

miembros estirados para asomar lo más posible la cabeza en dirección al pueblo. Sin

duda, la herida se le había vuelto a abrir en el largo camino de la huida. El cuerpo estaba

reseco como una muda de culebra. Los guardias decían que llevaría muerto, por lo

menos, desde San Juan.