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POLO, Leonardo. Presente y Futuro del Hombre. Madrid: Rialp, 1993, pp. 40-61 EL CONOCIMIENTO DE DIOS Y LA CRISIS DE LA FILOSOFÍA EN LA EDAD MEDIA Planteamiento Se trata ahora de enfocar el más importante de todos los temas: Dios. Dios es el Ser respecto del cual nosotros los hombres (aparte de otras muchas cosas) nos jugamos el tipo, por activa y por pasiva. Por activa, si estamos dispuestos a amarle y a cumplir su voluntad, tensándonos hacia Él. Y, por pasiva, si no lo estamos. Porque el que no lo está, o deja de estarlo, perece sin remedio; se condena eternamente, como es sabido. Sin embargo, nuestra capacidad de Dios ha sido puesta en duda. Ya lo hemos indicado. Un tema de suma importancia, que debemos enfocar ahora de manera pensante; ver hasta qué punto podemos pensar a Dios. No consideraremos, pues, in recto, el conocimiento de la fe, sino el correspondiente a la dotación cognoscitiva que como criaturas racionales tenemos. Las dificultades del tratamiento completo son evidentes. Sin embargo, la clave se encuentra en clima cristiano —con preparación precristiana— y sería una necedad prescindir de ella; la clave se encierra en unas palabras con las que el Señor desbarató la torpe aporía de los saduceos acerca de la resurrección de los muertos: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mt 22, 32). Para Él todos viven. Aplicando estas palabras al conocimiento de Dios, hemos de concluir que se conoce a Dios en tanto que nuestro pensamiento es un pensamiento viviente. Un pensamiento muerto, un pensamiento asténico, cristalizado, automatizado, difícilmente conoce a Dios. Y, si lo conoce, lo conoce mal. Conocer mal a Dios — conocerle malamente— es una gran desdicha y, además exponerse a que alguien descubra el error del planteamiento y con escándalo le eche a uno en cara su tontería. Pero la interpretación pesimista del pensar como algo ajeno a la vida rige desde hace tiempo. Centraré mi intención en deshacer tal interpretación. Pensar a Dios es pensar por todo lo grande, y esto conlleva una experiencia profunda, espléndida, de nuestro pensar. Si el pensar queda reducido a un apéndice

El Conocimiento de Dios y La Crisis de La Filosofía de La Edad Media

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Leonardo Polo

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POLO, Leonardo. Presente y Futuro del Hombre. Madrid: Rialp, 1993, pp. 40-61

EL CONOCIMIENTO DE DIOS Y LA CRISIS DE LA FILOSOFÍA EN LA EDAD MEDIA

Planteamiento

Se trata ahora de enfocar el más importante de todos los temas: Dios. Dios es el Ser respecto del cual nosotros los hombres (aparte de otras muchas cosas) nos jugamos el tipo, por activa y por pasiva. Por activa, si estamos dispuestos a amarle y a cumplir su voluntad, tensándonos hacia Él. Y, por pasiva, si no lo estamos. Porque el que no lo está, o deja de estarlo, perece sin remedio; se condena eternamente, como es sabido. Sin embargo, nuestra capacidad de Dios ha sido puesta en duda. Ya lo hemos indicado.

Un tema de suma importancia, que debemos enfocar ahora de manera pensante; ver hasta qué punto podemos pensar a Dios. No consideraremos, pues, in recto, el conocimiento de la fe, sino el correspondiente a la dotación cognoscitiva que como criaturas racionales tenemos. Las dificultades del tratamiento completo son evidentes. Sin embargo, la clave se encuentra en clima cristiano —con preparación precristiana— y sería una necedad prescindir de ella; la clave se encierra en unas palabras con las que el Señor desbarató la torpe aporía de los saduceos acerca de la resurrección de los muertos: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos” (Mt 22, 32). Para Él todos viven. Aplicando estas palabras al conocimiento de Dios, hemos de concluir que se conoce a Dios en tanto que nuestro pensamiento es un pensamiento viviente. Un pensamiento muerto, un pensamiento asténico, cristalizado, automatizado, difícilmente conoce a Dios. Y, si lo conoce, lo conoce mal. Conocer mal a Dios —conocerle malamente— es una gran desdicha y, además exponerse a que alguien descubra el error del planteamiento y con escándalo le eche a uno en cara su tontería. Pero la interpretación pesimista del pensar como algo ajeno a la vida rige desde hace tiempo. Centraré mi intención en deshacer tal interpretación.

Pensar a Dios es pensar por todo lo grande, y esto conlleva una experiencia profunda, espléndida, de nuestro pensar. Si el pensar queda reducido a un apéndice sucedáneo, puramente pragmático, a una especie de instrumento desvitalizado, se compromete el acceso a Dios. No perdamos de vista lo que decíamos antes: el tema de Dios, desde el punto de vista del conocimiento, es solidario del carácter vital del conocimiento. Dios es Dios de vivos; si nuestro pensamiento piensa a Dios, es porque está vivo para Dios: si no, no lo piensa. Un pensamiento disecado, como un insecto etiquetado y clavado con un alfiler, encerrado en una cajita, no piensa a Dios, o lo hace de una manera tan precaria que se confunde con pensar cualquier cosa. Tomás de Aquino, que emplea a veces la ironía, insiste en el tema al hablar del conocimiento “imperfecto de lo imperfecto”: la acumulación de dos imperfecciones. Por el contrario, en la medida

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en que nuestro pensamiento es viviente —y solamente en esa medida—, nuestro itinerario mental in Deum será un camino gallardamente recorrido.

Sentadas estas consideraciones, lo mejor sería ver el tema del pensar en las aventuras de los grandes pensadores. Quizá sea éste el modo adecuado de abordar el tema máximo que es, al mismo tiempo, el más arduo, el que mayores esfuerzos entraña: el inagotable conocimiento de Dios. Como los filósofos tenemos la suerte de tratar por oficio con inteligencias humanas bien entrenadas, plantearemos la cuestión con este enfoque. Y veremos de qué modo se han “jugado el tipo”, en orden a su pensar, algunos grandes filósofos medievales.

El exceso de tema nos obligará a dejar sentadas las cosas de manera rápida, sentenciosa y esquemática. Por consiguiente, buscando lo decisivo, comenzamos con una alusión a los pensadores más significativos de tres momentos históricos que indicaremos en seguida.

Los tres grandes momentos históricos de la filosofía

La historia del pensamiento filosófico se condensa en tres momentos o períodos, sumamente concretos en el tiempo y en el espacio. Tres períodos de una duración muy corta, en donde el pensamiento ha alcanzado la mayor altura: momentos estelares, creadores, unificantes. El resto de la historia de la filosofía es la preparación o el desarrollo, la glosa y el aprovechamiento, de lo que en esos tres momentos se pensó. Porque, repito, filosofía abarcante se ha dado, sobre todo, en esos tres momentos, aunque las etapas de preparación o consecutivas son imprescindibles y muy interesantes también.

Los tres períodos presentan las siguientes características: son cortos —setenta, ochenta años—, protagonizados por filósofos agrupados en torno a pocas personalidades —tres, cuatro— y vinculados a un área geográfica pequeña. Esto es lo que ha ocurrido de hecho; pero además hay muchas razones para que sea así.

Pasemos a señalar los tres grandes momento y sus correspondientes protagonistas:

a) Período ateniense

En la primera mitad del siglo IV a.C., en Grecia, concretamente en Atenas, se da el primer momento de concentración del pensar, al que colaboran, como se sabe, tres gigantes de la experiencia intelectual: Sócrates, Platón y Aristóteles.

En menos de cien años (desde el fermento socrático hasta la muerte de Aristóteles, en el año 322) se desarrolla una actividad pensante de la que todavía dependemos, esto es, cuyas repercusiones y alcance no han sido agotados. Éste es el primer momento cumbre del filosofar, ciertamente preparado por siglo y medio de aguda inquisición.

Tres filósofos estrechamente vinculados, como es notorio. Zubiri

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llama a Aristóteles “testamentario de Grecia”. Cambiaría una palabra y llamaría a Aristóteles “sintetizador de Grecia”. Todo el pensamiento griego está recogido, está viviendo en Aristóteles. Aristóteles es la plenitud de la filosofía griega; plenitud que le tocó llevar a cabo a un hombre no estrictamente griego —Aristóteles era un meteco—, un extranjero en Atenas, a la que incluso tuvo que abandonar para no correr la suerte de Sócrates. En Aristóteles el conocimiento se funde directamente con la vida entendida como realidad ascendente. El llamado neoplatonismo deriva de Aristóteles no menos que de Platón.

b) Período medieval

Corresponden a este segundo momento cuatro o cinco figuras filosóficas de primer orden. Abarca la segunda mitad del siglo XIII y el primer tercio del siglo XIV. Este momento supera al ateniense por el número de pensadores, y también por la dificultad de la situación. Porque, aunque los filósofos del área de Atenas se encuentran sin duda en el marco de una cierta crisis, en el momento culminante del medievo hay temblores profundos, corrientes espirituales intensas a las cuales los pensadores responden y con las cuales, en parte, ellos mismos se templan y, en parte, también se destemplan cuando no son capaces de afrontarlas sin miedo.

En este período destacan cuatro inteligencias densas, agudas y rápidas: Tomás de Aquino, cuya obra se desarrolla desde la mitad del siglo XIII hasta su muerte, en 1274 (aunque poco antes de su muerte Tomás de Aquino, agotado, deja ya de pensar); Duns Escoto, que muere en 1308, todavía joven, después de desarrollar en una carrera muy breve una amplia tarea; Guillermo de Ockham, cuya dedicación pensante termina hacia 1315 (murió en una epidemia de peste, probablemente en 1350). Conviene notar que su filosofía está terminada antes de cumplir los 30 años, porque luego Ockham se dedica a otra actividad de tipo político-eclesiástico bastante desagradable; y, por último, Juan Eckhart que muere antes que Ockham, pero cuya carrera intelectual sigue todavía cuando Ockham se detiene. No se sabe tampoco exactamente la fecha de la muerte del maestro Eckhart: aproximadamente en el año 1328, fecha que puede ponerse como final de esta decisiva fase del medievo.

Son unos setenta y cinco años, un tiempo tan corto como el ateniense; también en una área pequeña, cuyo centro es la Universidad de París.

A mi modo ver, es éste el momento más importante de todos: el más complejo, el más radical, y al mismo tiempo, el más problemático. Y no lo digo por partidismo, por simpatía confesional —a algunos de estos pensadores no les tengo simpatía, como se verá—, sino porque sus repercusiones son todavía más condicionantes que las del período ateniense. Dejo sentada, antes de seguir adelante, una aserción: la modernidad está ya pensada en este momento; sobre todo por los pensadores franciscanos: Escoto y

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Ockham, franciscanos y del área inglesa. Tomás de Aquino y Eckhart son dominicos. De Eckhart depende la línea reflexivo especulativa alemana. Otra destacada época filosófica, a saber, el siglo XVII, desde Galileo y Descartes hasta Leibniz, sólo se entiende bien, a mi juicio, como un primer intento de resolver las dificultades del Bajo Medioevo.

c) Período idealista

Después de las importantes figuras del siglo XVII, empiristas y racionalistas, que desarrollan algunas consecuencias de la Edad Media, llegamos al tercer gran momento filosófico, igualmente concentrado en el tiempo y en el espacio. Se abre con la edición de la Crítica de la Razón Pura, en 1781 (la segunda edición se hizo seis años después) y se cierra con las lecciones que pronuncia Schelling, después de la muerte de Hegel — desde 1841 — en la Universidad de Berlín, en las que Schelling establece, por así decirlo, el balance de la aventura en que el pensamiento alemán se había embarcado a partir de Kant, la cual viene a ser también una respuesta a una crisis largamente incubada.

Por consiguiente, el idealismo alemán abarca aproximadamente setenta años: la misma duración que los otros dos momentos ya reseñados; Kant está en Königsberg, pero el idealismo termina gravitando en torno a la Universidad de Berlín.

Estos tres momentos condensan todo lo importante que se ha pensado y se ha preparado en el terreno de la filosofía fuera de ellos. Por ejemplo, lo que hay después del idealismo alemán es una consecuencia de éste, en el que todavía estamos insertos; intentando salir, intentando encontrar un nuevo punto de arranque, o conectar con otras maneras de pensar; con buenas posibilidades de éxito, pero metidos en la búsqueda. El pensamiento que sigue a Hegel hay que definirlo estrictamente como posthegeliano. Hegel es, de todos los pensadores alemanes, el más importante históricamente, el que ha influido más. Hegel engloba la vida en la razón.

Pero, a su vez, Hegel y también Kant son subsidiarios —y al mismo tiempo canales— por donde nos llega la energía teórica —y más tarde especulativa— acumulada en el período medieval, el cual, por su parte, sirve de conexión entre el momento ateniense y el momento idealista: por eso me parece tan importante: estudiar lo que en él pasó es esclarecedor. Allí está dicho casi todo y, conociéndolo, queda uno curado de la petulancia ridícula, y sin embargo tan frecuente, de creer que actualmente se piensan cosas “ex novo”, por primera vez.

Como es imposible decir en pocas páginas lo que los citados pensadores elaboraron, en esa triple época de grandes síntesis, me centraré en el período medieval. Y atacaré tan difícil tarea con el planteamiento de una pregunta: ¿Qué acontece en esencia, en el paso del siglo XIII al siglo XIV? ¿Qué se pone en juego en ese momento de la historia del pensamiento humano?

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La introducción de Aristóteles en el campo medieval

Cuesta tiempo darse cuenta de que el mayor desafío dirigido al pensamiento humano está en este momento. De él dependemos con la añadidura de pocas cosas nuevas porque, en el fondo, lo que viene después consiste en versiones, reposiciones o desarrollos simétricos de una porción de lo sacado entonces a la luz.

A principios del siglo XIII, sencillamente, aparece Aristóteles entero. Al irrumpir Aristóteles, la calma que envolvía el pensamiento y los planteamientos de entonces se rompe. Tomás de Aquino y Eckhart pasan al ataque; otros intentaron reponer el clima anterior, pero no lo lograron.

A mi modo de ver, para entender a Tomás de Aquino, lo primero es advertir que no está encerrado en su época. Más aún: es extemporáneo. Su época no reaccionó frente a Aristóteles como Tomás de Aquino; lo hizo con mucho menos equilibrio o con menos valentía. La audacia —indisciplinada— de Eckhart es una exacerbada versión de la separación aristotélica del intelecto al lado de la cual la interpretación averroísta resulta pálida.

Pero de Tomás de Aquino y de Eckhart hablaremos más tarde. Señalemos antes que, al aparecer plenamente Aristóteles, son los franciscanos, y en su línea Escoto y Ockham, los que le hacen frente, diciendo: ¡Atención! ¡Aristóteles es peligroso! ¿Por qué? Porque si fuera cierto que se puede conocer la realidad como dice Aristóteles, la revelación es superflua. La postura de Siger de Bravante había sido una confesión suficiente al respecto. Se trata de una crisis muy seria. Si uno se asusta de Aristóteles por esta razón, porque se advierte o se cree advertir que su pensamiento hace superflua la revelación —y esta razón, naturalmente, es central para pensadores que son a la vez teólogos— entonces, lógicamente, el único remedio es poner coto a Aristóteles. Se suele hablar de las relaciones entre fe y razón —el tópico está en todos los manuales de filosofía—, pero no se suele decir hasta qué punto ha imperado esta relación, que explica, en último término, los caminos emprendidos a partir de este momento medieval.

No se trata de una cuestión académica. Es un desafío vital, pues tanto la fe como el pensar son vida, y toda la Edad Moderna depende de la solución que se le dé. Porque lo sabían, aquellos pensadores medievales lo vivieron con intensidad y se dejaron el pellejo en el intento de resolverlo. Desde luego, Tomás de Aquino se lo dejó y, a pesar de tener una poderosa humanidad y un temperamento flemático, a los cuarenta y nueve años terminó agotado. Pero Escoto también se quema. Hay en él una especie de paroxismo, de aceleración en el intento de hacerse con la solución del problema. Escoto es un pensador rapidísimo y, aunque su filosofía no me parece correcta, sin embargo, entiendo su actitud, que se repite, que nos avisa y enseña, pues hace patente a dónde se puede llegar, aun teniendo un notable talento, si no se encaja bien el reto griego. Pone,

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al mismo tiempo, el tema de la filosofía moderna en su verdadero lenguaje.

Éste es el primer asunto: la relación entre fe y razón. De él va a surgir una peculiar interpretación del pensamiento.

La voluntad en Aristóteles

Un segundo tema, solidario con el anterior, es la interpretación griega —y concretamente aristotélica— de la voluntad.

Para Aristóteles la voluntad es fundamentalmente órexis: apetito. Órexis es una palabra griega que se puede traducir por hambre, por deseo; de una manera más gráfica, se puede traducir por ganas de asestar un mordisco a una fruta, o algo así. Pero, precisamente porque la voluntad para Aristóteles es deseo, la voluntad solamente se pone en marcha, solamente se despierta, si es precedida por el conocimiento. El famoso aforismo nihil volitum quin praecognitum expresa exactamente lo que es la voluntad para Aristóteles. La voluntad depende de la inteligencia, es precedida por ella, porque no puede despertarse si la inteligencia no le presenta algo, o porque, en definitiva, por muy ardiente que sea, es pasiva respecto de la inteligencia, pues como apetito se dirige a conseguir lo que la inteligencia presenta. De manera que para Aristóteles lo activo en el espíritu humano, o lo activo en el hombre — Aristóteles no sabe exactamente lo que es el espíritu — es la parte intelectual, y así la llama poietikós, agens. Lo hegemónico es el intelecto. La voluntad es una tendencia; es, más bien, femenina; se toma de la materia. Lo propio de la hembra, dice Aristóteles, es desear; pues lo mismo le pasa a la voluntad. Por así decirlo, en Aristóteles la voluntad se tensa por lo que el pensamiento presenta y, si la inteligencia no presenta, la voluntad no quiere nada, no entra en escena.1 No hay una vigilancia propia de la voluntad. Es parasitaria, por decirlo con una mala palabra: parasitaria, pasiva cara a la actividad intelectual. Por ello, para Aristóteles, lo inmortal en el hombre es el intelecto agente. Esto es lo que dice Aristóteles. De modo lapidario: el alma es deseo y operación; pero el deseo lo es de operación. El significado de la felicidad para Aristóteles es inseparable de esta ecuación. Ahora bien, un medieval se orienta a buscar un nuevo equilibrio, incluso a desplazar la importancia relativa de conocimiento y tendencia.

Escoto procede a un arreglo

No conviene arreglar a Aristóteles porque arreglar las cosas en filosofía es, siempre, confundirlas. Aunque suene paradójico, los arreglos comportan una pérdida para el pensar. Aristóteles piensa las cosas así, y de modo muy claro. Los que auténticamente lo entienden — y Escoto lo entendió muy bien en algunos puntos —

1 De suyo, o separada de la inteligencia, la voluntad no es temática. El deseo natural de ver a Dios no es una prueba de su existencia.

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lanzan una voz de protesta. Si el conocimiento, para Aristóteles, es tan potente que agota el ser, ¿qué hacer con la revelación, con la fe? Desde este punto de vista, Aristóteles es incómodo para el teólogo. Pero, por otra parte, Escoto toma la revancha. Porque, en cambio, la voluntad, según Aristóteles, está deprimida con relación a lo que un cristiano sabe de la voluntad; para un cristiano la voluntad no puede ser un mero apetito. ¿Por qué? Porque tiene sus actos propios. El amor cristiano no es el eros griego: y eso Escoto lo sabe perfectamente. La voluntad tiene un protagonismo: tiene una propia actividad, no es un mero apetecer; la voluntad también es capaz de amar. Y amar no es siempre apetecer. Además, esencialmente, la voluntad no puede ser apetito, porque se puede poner en Dios y, naturalmente, en Dios apetito no hay ninguno. Es falso decir que Dios desea. Que Dios es deseo lo dirá Jacobo Boehme, introduciendo una gravísima distorsión en el pensamiento moderno; distorsión que influye decisivamente en Hegel. Si la voluntad es precisamente deseante, en Dios no hay voluntad. Pero si en Dios hay voluntad, ni la voluntad es precisamente deseo, ni la inteligencia es primaria, como dice Aristóteles.

En Aristóteles el declive está así: activa la inteligencia, pasiva la voluntad. Escoto lo invierte: lo activo es la voluntad; ¡luego lo pasivo es el entendimiento! Al entender la inteligencia como pasividad consecutiva de una fuerza diferente, abre la puerta a graves sospechas acerca del alcance de nuestro conocimiento. Además, una fuerza previa al pensamiento es rebelde al imperio de las formas. El formalismo escotista se lleva mal con su voluntarismo. Pero las oscilaciones de su planteamiento no ocultan sus preferencias. En definitiva, el intelecto no toma las riendas.

La victoria de Escoto sobre Aristóteles —una victoria tremendamente ambigua— coloca el tema del conocimiento en un callejón sin salida. A pesar de su planteamiento sutil, agudo —doctor subtilis le llaman—, desde Escoto no hay manera de remontar la pendiente. En el camino del pensamiento, si se retrocede, el “déficit” es insubsanable. Y con Escoto, en este momento medieval, hay un retroceso.

Escoto no acepta que la inteligencia sea tan potente como dice Aristóteles porque percibe en ello un peligro. Escoto intenta compensar esa amenaza apelando a su experiencia del amor cristiano; en la apelación establece la primacía de la voluntad. Si la voluntad es primariamente activa (lo único activo) y, correlativamente, la inteligencia se hace pasiva, Aristóteles es controlado. Porque una inteligencia pasiva no puede conocer el ser del todo, no puede agotar la realidad. Por otra parte, Aristóteles asegura que nuestra inteligencia es abstractiva. Ahora bien, la abstracción, se suele decir, es inferior a la intuición. El contacto exacto con el ser habría de ser intuitivo. De darse en nosotros, la intuición habría de estar a la altura de la voluntad, como una culminación de su propia línea. Esto comporta: lo que crece en nosotros es la voluntad; en cambio, la inteligencia está estabilizada,

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es unívoca. De aquí se sigue: las distinciones y las conexiones mentales son, ellas mismas, reductivamente mentales. En estas condiciones el infinito no es pensable o no es real por ello y no es una idea (negativa). Escoto es el contrapunto de la dialéctica moderna — y de Eckhart — porque disocia la actividad de pensar y el infinito. De dicha disociación surge la noción de representación y la preeminencia de una versión de la noción de posibilidad, para Aristóteles secundaria. La pertenencia de lo representado a lo real — noción de modo en el racionalismo cartesiano — y la actividad son difícilmente compatibles. Después, para Kant, la existencia no será un predicado real.

Las preferencias de Escoto comportan que el infinito y la omnipotencia se reservan a la teología. Se atribuye al infinito un estatuto absoluto, previo a la misma intelección divina e inaccesible a la humana. Escoto llama a las Personas divinas “producciones”.

El estatuto de la inteligencia

A partir de aquí ¿qué hace la inteligencia abstracta, estabilizada? ¿Qué empieza a ser en Escoto el pensamiento? Empieza a ser un puro espejo de la realidad; y esto decide de antemano el estatuto del conocer en el todo de la realidad. Creo que la metáfora del espejo es ilustrativa.

Lo que pasa con un espejo es bien sabido, al menos para quien ha pasado de la infancia. La realidad está a un lado del espejo; sólo al otro lado del espejo —otro lado que no existe— está la imagen reflejada. Pues “eso” es la inteligencia para Escoto.

Escoto no quiere decir, de ninguna manera, que nuestra inteligencia no conozca nada (en este sentido no es agnóstico); quiere decir que conoce lo que conoce virtualmente, o sea, que el estatuto que en nuestra inteligencia tiene lo conocido es, relativamente a la realidad, posibilidad. La imagen que hay en el espejo se parece enteramente, es simétrica —se suele decir—; más, no sólo es parecida: es el doble de la realidad a la que refleja; pero, en cuanto reflejo, no es, propiamente, real, sino lógico. En verdad es sutil el enfoque de Escoto. Pues no se trata de poner entre lo pensado y lo real una relación negativa: no por no ser real, lo pensado es irreal. La negación es neutralizada por la virtualidad especular, y lo pensado viene a ser así una formalidad que puede considerarse en sí misma. El entero parecido hace las veces, colma cualquier otra comparación y, por supuesto, cualquier inquietud filosófica (la filosofía no comunica con la teología). En la inteligencia estabilizada reina la calma. Más aún, como la inteligencia no hace nada, su pasividad favorece a la forma pensada, que no es un ente de razón sino essentia imperturbable, natura communis. Lo he expresado con una metáfora relacionada con una palabra que ahora

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conviene usar: la especulación.2

Como todos los grandes pensadores, Escoto emplea pocas palabras, muy concisas y cargadas de sentido. De esta forma, no metafóricamente, emplea Escoto la palabra latina “tantum”: sólo. Lo pensado es sólo esencia (pensada). Lo pensado no es real de ningún otro modo; en cuanto es un reflejo, la realidad está fuera. Pero por ser sólo pensado, a lo pensado no le falta nada para ser pensado. Y como pensar no es una actividad, la esencia en cuanto posibilidad consiste en sí misma: supone por sí misma. Ahora bien, de aquí va a surgir una distinción. Tantum se puede entender de otro modo, a saber, como el estatuto absoluto de la esencia prescindiendo de que sea real o pensada (en rigor, esta distinción lleva consigo que esencia real equivalga a esencia realizada, y esa realización es voluntaria. La esencia tantum absoluta no es realizada y es previa a la esencia pensada. Así se ordenan las preferencias de Escoto).

Con todo, decir que lo pensado es un reflejo es incoativamente un problema, y todo el escepticismo y el agnosticismo que van a surgir después, lo mismo que los esfuerzos por superarlos, dependen precisamente de que se tome el objeto pensado como reflejo o representación de la realidad. Porque, obviamente, desde el “tantum” se puede desarrollar una sospecha en cuanto se intente asignar al pensamiento alguna función constitutiva. Además, la absolutización del tantum lo aleja. ¿La esencia pensada es un reflejo del absoluto? ¿O es únicamente reflejo de la voluntariamente realizada? En la llamada teoría de los tres estados de la esencia (así enfocada, no al modo de Avicena) late una problemática muy aguda.

Repito que la actitud de Escoto es sutil. Porque si essentia (cogitata) est essentia tantum, sed non essentia absolute tantum, según Escoto no se priva de objeto a la especulación, y el ser realizado se reserva a la voluntad; quien penetra lo real, quien toma contacto con ello, es la voluntad. Tomar contacto con lo realizado es amar, y, correlativamente, intuir. Si eso es lo productivo, si eso es lo real en el hombre, hemos neutralizado a Aristóteles; Aristóteles se ha equivocado completamente porque su interpretación oréctica de la voluntad es deficiente; en cambio, al privilegiar a la voluntad, se controla completamente el estatuto de lo pensado, reduciéndolo a sí mismo en su correspondencia especular con la realidad. Además, la correspondencia es reversible sin peligro de proyección, como acontece, por el contrario, en la participación platónica.

Escoto habla de esse diminuto: un ser pequeñito —ése es el ser de la correspondencia—. Con ello la intención de Escoto queda clara. Si lo que pienso, en tanto que lo pienso, tiene un “ser pequeñito”, entonces la revelación es campo abierto: no es superflua, sino que está completamente justificada. Y además, como amar de verdad es amar a Dios, se ha resuelto el problema de la injerencia aristotélica en el alma medieval. Escoto podía estar satisfecho.

2 El término especulación se emplea en varios sentidos. Puede significar, por ejemplo, la distinción entre conocimiento teórico y conocimiento práctico, o también la diferencia entre la verdad conocida y el ser que la causa. A partir de Escoto la especulación se contrapone a la teoría. Trataré de mostrarlo.

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Sin embargo, insisto en que el asunto es ambiguo; por eso, aunque Escoto merece admiración, su construcción filosófica y su solución no me son simpáticas. Desde cierto punto de vista, Escoto es el prototipo del apologeta en retirada. Una cosa es defender la fe y otra ponerse a la defensiva respecto del alcance de la teoría. La fe nunca es superogatoria, como sospechaba Escoto que iba a ser si Aristóteles tenía razón.

Ciertas apologéticas suenan a composiciones forzadas por preocupaciones de otras índoles. Así, cuando los modernos se plantean el tema de Dios, hablan de Teodicea. ¡Leibniz! Teodicea es justificación de Dios. Leibniz justifica la posibilidad de Dios, y por cierto de un modo genial. Ahora bien, ¿a Dios hay que hacerle sitio en un rompecabezas?, ¿qué significa justificar a Dios? Tal vez igualarle con los prestigios imperantes, no hacerle de menos. Tal vez deprimir lo distinto de él para evitar que lo sustituya: limitar la razón para hacer posible la fe, decía Kant. En cualquier caso, se baja el rasero.

Aristóteles se equivocó en relación a la voluntad. Porque, si bien es verdad que la voluntad es apetito, resulta falso reducirla a apetito. Un cristiano lo sabe perfectamente; si no lo sabe, le falta caridad. ¿Cómo va a ser un apetito amar al prójimo? El samaritano ¿qué apetito tenía de recoger al herido tendido en el camino, cargar con él y pagar sus gastos? Está claro que no se trata de eso. El amor cristiano está por encima de cualquiera hermenéutica.

Pero compensar la eventual cortedad de Aristóteles transformando la inteligencia en un simple espejo, dejando la realidad fuera de ella, sólo captable por la voluntad, es una contrapartida fea.

Para sacar a la voluntad de su incompleta comprensión aristotélica no hay por qué pasarle la cuenta a la inteligencia: no hay ninguna necesidad de hacerlo. Las operaciones de ambas pueden ponerse y medrar juntas. Pero, además, la voluntad sin la inteligencia queda en una situación francamente mala. Por consiguiente, no es correcta la solución de Escoto. Acierta al decir que la voluntad no es sólo apetito; pero se equivoca al explicar la voluntad. Porque Escoto afirma que la voluntad es espontánea. Y ¿qué significa espontaneidad en Escoto? Significa, exactamente: la voluntad está siempre despierta, se desencadena de suyo, no está a la espera de la noticia intelectual. Es la “perseitas” de la voluntad.

Ahora bien, interpretar la actividad de la voluntad como simple espontaneidad no es suficiente. De manera que incluso por eso — porque la voluntad no sólo es un ímpetu — Escoto se queda corto. Y si a ese quedarse corto se añade el sacrificio inútil de los actos intelectuales, la solución escotista no tiene sentido. Este sin sentido ha devastado la filosofía moderna, por cuanto la interpretación fundamental del ser propuesto por los griegos se ha vertido en espontanismo. Es esto lo que he sugerido antes al decir que la filosofía moderna es simétrica. La explicación del objeto pensado se busca en el trayecto desde el sujeto hasta él. Pero esta derivación es

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incorrecta. Lo mejor no es enemigo de lo bueno y la inteligencia no es

enemiga de la voluntad, no hay pleito entre ambas. Este pleito comporta una especie de prosopopeya barroca como las empleadas por Calderón de la Barca en sus Autos Sacramentales. No conviene al filósofo pensar así las dos facultades del espíritu.

Inteligencia y voluntad están unidas, en último término, en el propio sujeto. A pesar de ello no se deben confundir. Hay pensadores que dispuestos a fallar el pleito, las han confundido. Es el caso de Schelling. Hegel funciona sobre la idea de una identidad (que comporta una peculiar alternancia) entre voluntad e inteligencia. Como se ve, el asunto sigue pendiente y los planteamientos surgidos al filo de los siglos XIII y XIV llegan lejos.

Pero ¿tantas consecuencias puede tener que la inteligencia haga las veces de un espejo? Al parecer no pasa nada, porque lo que hace un espejo es doblar, no modificar. Pero eso, Aristóteles no lo hubiera dicho nunca. Dice que la inteligencia “toca” la realidad; no sólo es visual, sino táctil. La inteligencia penetra. Intelecto viene de intus legere: leer o recoger dentro. Conocer es conocer por dentro. Lo que se puede reflejar es lo de fuera; es la figura; pero no se puede reflejar el “dentro”. El “dentro” no se puede reflejar salvo que se destripe. Pero si se destripa, o analiza, ya no es un “dentro”, sino que se ha sacado fuera. El “dentro” se hace inasequible, huye de la extirpación, y queda sólo la exterioridad, la superficie como término ideal brillante — niquelado —: es la desolación de la ostentación pura.

Otras muestras de la perturbación escotista: 1º. Definimos la verdad como la adecuación entre el entendimiento y la cosa. A veces se sugiere que esa adecuación significa que la inteligencia copia la cosa. Eso es Escoto, no Aristóteles; 2º. El mecanicismo, es decir, la interpretación del universo acudiendo a la fuerza y la forma especulativa. 3º. Los reduccionismos psicologistas, claramente paralelos a la espontaneidad voluntaria.

Demos otro paso desde la interpretación escotista de la inteligencia. Repito que, en este pensador, el estatuto especulativo del saber no lleva consigo falsedad: el espejo está bien hecho, y, por consiguiente, refleja sin desfigurar. Pero ¿quién le asegura a uno, si cuenta sólo con el espejo, que el espejo es plano? Tal vez el espejo esté mal hecho; entonces lo que aparece en el espejo será una contorsión de la realidad. Además, como ya se ha indicado, es imposible que todo sea cognoscible en el modo de un reflejo salvo que todo sea superficie y nada más: el empirismo inglés se conformó con esta restricción y centró su atención en la corrección de los defectos del espejo. Así, para Bacon de Verulamio, el espejo está estropeado —encantado, dice— y urge arreglarlo. El pensamiento alemán no se conformó, y su intento de profundizar dio lugar a un construccionismo reflexivo.

Si la adaequatio es una copia, siempre queda la sospecha de si no será una caricatura: lo que pasa cuando uno se ve en un espejo

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cóncavo o convexo. Pero si en la inteligencia las cosas se hacen raras, irreconocibles, sería precisa una especie de rectificación, que no se sabe por otro lado cómo hacer. Rectificar una deformación de noticias acudiendo a una serie de artilugios —codificaciones y descodificaciones— es posible en particular. Pero rectificar si todo el receptor está estropeado, y la rectificación es de su misma índole, carece de sentido. El empirismo recurre a instancias cognoscitivas distintas del pensar. Por ejemplo, Newton procede según el acuerdo posible entre el pensamiento y la imaginación.

La sospecha de que las formalidades de Escoto no son verdaderas ellas solas (en el débil sentido que la verdad conserva en el caso) está a la vuelta de la esquina, porque un speculum, en todo caso, es una pantalla; pero no es una energía: no asimila, no es una consideración interna: Escoto ha desvitalizado la inteligencia; las formalidades son capaces de dar razón de sí tan sólo en cuanto posibles. Es imparable la sospecha acerca del valor cognoscitivo de nuestro pensamiento en cuanto precisivamente objetivo, que es otra manera de decir que es especulativo. Si nuestro pensamiento es representativo —y nada más—, la pregunta acerca de si se parece “de verdad” o no se parece a la realidad factual — no posible— es puro vértigo. En rigor, el vértigo se debe a una interpretación deficitaria del pensar que se encuentra consigo mismo al intentar salir. Como decíamos, Escoto evita la proyección platónica ateniéndose a lo especulativo, estabilizándolo, renunciando a salir especulativamente de la especulación. Ello sólo es posible manteniendo separadas la espontaneidad voluntaria y el espejo. Pero si la voluntad se interesa por el pensar, la sospecha toma cuerpo, ya que la voluntad posee su propio criterio de realidad, pues el bien ha de coincidir con la cosa.

Esta sospecha inquieta, roe a los filósofos modernos. No sólo a Kant. La Crítica de la Razón Pura es el punto de partida de un nuevo y enorme intento de movilización de la filosofía, pero especulativa; es un intento de justificación radical de la especulación. Suena bien decir: “formas a priori”. Pero ¿qué son las formas a priori? Espejo preparado, funciones especulares. Detrás de ellas está la espontaneidad, que en último término, como realidad, es voluntad.

Kant no ha dado realmente ningún paso más allá del planteamiento de Escoto. Se está moviendo dentro de dicho planteamiento, esforzándose en articular o conectar espontaneidad y formalidad. De esta manera saca a luz una serie de elementos, de condiciones y de planos, pero sin rebasar a Escoto, sin superarlo. Por una parte, Kant consigue recomponer la unidad de la especulación. Para ello, sin embargo, tuvo que apelar a una inspiración que no proviene de Escoto, sino de Eckhart (a través de Cusa y Leibniz). En Eckhart está la clave de la dialéctica moderna, es decir, de la conciliación del pensar consigo mismo por encima de la contradic-ción. Por otra parte, sin embargo, el empalme de espontaneidad y formalidad es tardío, precario y equivocado. La energía de la voluntad no es intrínseca al pensar; además, la espontaneidad es una

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incorrecta interpretación de la actividad voluntaria. Dicho rápidamente: voluntad e inteligencia no funcionan igual. La espontaneidad significa un sometimiento catastrófico para la inteligencia. Es un caso extremoso de reduccionismo dinámico.

La ruptura del espejo: Guillermo de Ockham

La tormenta estalló mucho antes de Kant, ya en el mismo siglo XIV, poco después de Escoto. Concretamente, con Ockham.

Su razonamiento, más o menos, fue el siguiente: si es verdad eso de que lo único activo es la voluntad, las formalidades se hacen añicos. Porque si la única actividad real es la voluntad, la voluntad actúa sin tener que ver con ningún plan, ni con ninguna forma, en cuanto que tal voluntad: a priori, la voluntad es pura arbitrariedad. Pero si la voluntad es pura arbitrariedad, no hay forma que le resista. ¿Qué es lo que se corresponde como realidad con la voluntad cuando ésta ha pulverizado el espejo? Una pura facticidad contingente, mero producto de la arbitrariedad de Dios (o del hombre). De aquí resulta también una nueva versión de la intuición. La voluntad como arbitrio puro es la forma extrema del voluntarismo.

Escoto no dice esto, pero el que siembra vientos cosecha tempestades. Cuando un planteamiento está equivocado, progresivamente la desviación se va haciendo mayor, porque la filosofía tiene un grado muy elevado de inflexibilidad. Una inteligencia exenta, separada de la voluntad, es un límite para la actividad voluntaria. Nótese bien: la voluntad absoluta tiene como límite la regularidad. Ésta es la paradoja del voluntarismo.

Ockham es consecuente a su modo. Si la voluntad lo es todo, hay que romper el espejo: nominalismo. El nominalismo es la pura consecuencia de la voluntad totalitaria y desbocada, que no está previamente regulada. Y ¿quién regula a la voluntad si no es la inteligencia?

No conviene decir que la prioridad de la inteligencia hace pasiva a la voluntad; pero sí debemos decir que la prioridad de la actividad intelectual respecto de la voluntad es imprescindible. Salvo que aceptemos a Ockham. Pero si lo aceptamos, no se puede conocer nada de modo intrínsecamente justificado. A Dios, desde luego, no. Y al resto, tampoco. Hay que llegar a la conclusión proclamada por Lutero, que tampoco dijo nada nuevo: la razón está pervertida sin remedio; en el fondo, se aprecia su uso como pura nulidad, porque obedece a la soberbia albergada por la voluntad, caída (también para Kant es radicalmente mala la deriva del entendimiento hacia el objeto de experiencia).

Desde el ángulo de la psicología podemos buscar una explicación para el voluntarismo. Una preocupación obsesiva afecta a la totalidad del pensamiento. El desmesurado reflejo de alarma frente a Aristóteles lleva al atrincheramiento. Han querido quedarse con la fe sacrificando la actividad de la razón. Es un error craso; el paso

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siguiente es el fideísmo o el arbitrismo de Ockham. Si el fideísmo es la fe por reducción al absurdo, el arbitrismo de

Ockham es la absoluta desorganización. Si yo me atribuyo el ser voluntario ockhamista, yo soy un ser caótico, un ser que al coexistir se limita a sentir y despertar miedo. Esto ya es ateísmo declarado.

Hobbes entendió muy bien la significación antropológica del nominalismo. Su famosa tesis: homo homini lupus es simple glosa del voluntarismo de Ockham en el nivel humano. Hobbes es nominalista, pero además es hipersensible. Hobbes sigue siendo actual; hoy día, muchos hombres viven aterrados ante lo incontrolable, que es lo más vulnerante. Hobbes se sintió siempre sobrecogido por la presencia del terror en su alma, asustado ante todo y siempre. Pero, lógicamente, quien percibe en el hombre una voluntad agresiva sin freno, si él no es el lobo mayor de todos — Hobbes no lo era —, sólo puede temer. De ahí que lo específico del hombre sea la previsión de la amenaza. El aspecto hostil de la vida se extiende hasta el miedo cósmico. El hombre se encuentra perdido en el mundo. Las estrellas, la inmensidad del Universo con su inexplicabilidad mecánica, es decir, en su puro energetismo espontáneo, produce espanto. El único refugio es el Leviatán, Dios suscitado por la entrega de nuestra propia sustancia dinámica.

Es el mismo sentimiento propagado por los escritores que juegan con los terrores del año dos mil. Estamos solos en el Universo. Teilhard de Chardin lo apuntó. Si la humanidad está sola, ¿de qué nos sirve la solidaridad humana? Prácticamente de nada. Es una seria advertencia frente al ideal del colectivismo universal. La soledad de todos juntos, ¿qué valor soteriológico tiene?

La humanidad no es autosuficiente, ni en el nivel del individuo, ni en el de la colectividad. No lo es. A lo sumo lo parece en el trance del anhelo de superar el intolerable presente, o como futurología. La esperanza de Marx mira a un colectivismo sin tensiones internas — igual que Hobbes —. Pero tal colectivo no resuelve el problema de la desolación cosmológica. Dentro del Universo se siente temor de la misma manera siendo uno que siendo billones. El miedo a la explosión demográfica es una aprensión de segunda fila. El gran miedo es que el hombre — la humanidad — esté solo. Si no hay nadie más que nosotros, el encogimiento es la contrapartida de la inmensidad mundana. A su vez, el encogimiento proyecta la violencia.

Preguntamos de nuevo: todo esto ¿a qué se debe? ¿Cuál es el estilo de Ockham? La respuesta es que esta doctrina —sin juzgar a la persona, no somos competentes para hacerlo— es fruto de la acidia, de la tristitia spiritualis. De ella trató con lucidez Tomás de Aquino. En el fondo está el desaliento. Ockham desiste; al parecer, Dios no está a nuestro alcance. O, lo que es lo mismo, el hombre no puede desarrollar ningún proyecto coherente en términos humanos (ni siquiera apoyado — como es lógico pensar — por la voluntad de Dios: pues la voluntad nominalista no es ningún apoyo). La tristeza es el horizonte de la esperanza encapotado. La tristeza del espíritu, dice

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Tomás de Aquino, es el dolor más agudo de todos. La consecuencia es la contracción, la reducción de la inspiración

de que ya hemos hablado. Si el hombre es incapaz de hacer algo práctico con respecto a Dios — absolutamente nada —, sólo le queda actuar cara a este mundo. La concentración de la preocupación humana en el mundo es solidaria de su jubilación respecto de Dios. Tampoco la secularización es una manía tan reciente como suele decirse. La jubilación respecto de Dios está dada desde el momento en que es imposible todo proyecto dirigido hacia Él. Como es evidente, si Ockham está en lo cierto, tal proyecto no existe. Dios se aleja definitivamente de mí: no porque esté infinitamente alejado, sino porque yo no me puedo acercar de ninguna manera: ¡ni un milímetro! Todo intento de acercarme hacia Él se quiebra de antemano. No hay formulación en términos humanos de este proyecto. Así pues, si yo intento algo respecto de Dios, finjo un simulacro, un flatus vocis et operis, un gesto pensante vano y espectral, un artificio práctico. Al final, las formulaciones dogmáticas corren la misma suerte.

Estoy ahora en cierta situación respecto de Dios. Esta situación no la puedo mejorar. Carece de sentido pensar o esperar que, en un momento ulterior, algún proyecto cara a Dios sea fructífero, y que algo mío salga de él modificado en términos de relación con Dios. De dicho proyecto no se obtiene resultado alguno; el proyecto carece de sentido y la optimación es imposible.

Así pues, la acidia es puro pesimismo existencial. En todos los melancólicos, pequeños y grandes, de la cristiandad está la acidia.

El dominio de lo creado

Si yo soy, por otra parte, el ser más terrible de la creación, por ser el más voluntario, el que tiene más poder — el poder es la voluntad misma —, me compete precisamente dominar a las criaturas sin contemplaciones. Si las criaturas son ajenas a este propósito, dominarlas consistirá en transformarlas. Es la técnica como ataque ontológico.

Como Dios se me da muy mal y dominar lo creado se me da bastante bien, naturalmente me dedicaré a esto último. Tampoco el secularismo es descubierto y diagnosticado por Bonhöffer, Hamilton o Robinson, por primera vez, ni siquiera por los ilustrados del XVIII: está literalmente en Ockham: es pura y simplemente acidia. Y esto está previsto por Tomás de Aquino (o lo vivió alguna vez y lo superó, pues en otro caso no hubiera podido hablar con profundidad de ello). Pero quizás Ockham lo sobrellevó peor: al menos su doctrina está inmersa en el pesimismo.

A Lutero le pasa lo mismo. Lutero no tiene proyecto religioso posible. Es la jubilación del cristianismo en términos antropológicos. Por eso, cuando se oye decir: “somos excesivamente antropológicos”, hay que objetar: ¡No hay tal! Lo que se incuba en Escoto y se concreta de manera definitiva en Ockham es el pesimismo

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antropológico. El pesimismo antropológico por excelencia es la tesis según la cual el hombre no tiene nada que hacer respecto de Dios porque no puede amarle con toda su mente.

La teología en régimen afectivo

Si la voluntad es pura arbitrariedad y la inteligencia pura pasividad, un espejo roto, ¿qué hacer respecto de Dios? ¡Como no sea recitar cánticos espirituales! La afectividad pasa también aquí a un primer plano.

La crasa invasión de la teología por el sentimiento es otra consecuencia de la tesis de Ockham. Cuando ha fallado la inteligencia y se ha descontrolado la voluntad, todavía queda una cosa: el delirio carismático de la afectividad, uno de los objetivos de la “devotio moderna”. La intolerancia correspondiente se refleja en la liturgia. Se postula una religiosidad modificada, puesta de acuerdo con el sentir actual. No insisto en el tema.

Escoto, fundador de la Edad Moderna El discurrir de la Edad Moderna se preparó a principios del siglo

XIV; la falta de conciencia histórica, sin embargo, nos lo oculta. Muchos piensan que Descartes, o quizá Galileo, es el fundador de la Edad Moderna. Mejor sería decir que son quienes la ponen en marcha, pero detrás de Descartes está Escoto. Por su parte, el nominalismo es el fundador del pesimismo existencial.

Descartes es un voluntarista que trata de someter la inteligencia al imperio de ciertos actos voluntarios. La inteligencia es incapaz de presentar resistencia, porque es pasiva. Los actos voluntarios que contribuyen a la constitución de la filosofía temática de Descartes son, principalmente, cuatro: la duda, la afirmación, el análisis y el sometimiento. Con ellos se corresponden: la secuencia pienso-soy; la noción de sustancia; las ideas claras y distintas; la idea de Dios.

Baste otro ejemplo. También hay quien dice que Freud ha descubierto un gran secreto. Pero más bien conviene notar que Freud se ha limitado a interpretar. La estructura — o como se dice ahora, el modelo — con que piensa Freud viene de Escoto.

Según Freud el hombre es libido en puro conflicto con la conciencia, es decir, con la instancia cogitativa del hombre; como la libido está obsesivamente lanzada a satisfacerse, si la conciencia le pone una barrera, o se suprime o estalla el conflicto. Uno se queda pensando: ¿cómo es determinada la noción de libido? ¡La libido es espontánea! Casi tan espontánea como la voluntad de Escoto y tan arbitraria como la voluntad de Ockham. ¿Qué le pasa al yo y al superyó del hombre? Que están muertos sin la libido, como las velas sin el viento. Tan muertos como el estatuto especulativo de la inteligencia de Escoto. ¿El principio de realidad en su incoherencia con la libido?: Hobbes.

La originalidad de Freud es, como tantas otras, escasa. No hay tales originalidades. Las grandes bazas del pensamiento ya se han jugado y, cuando la partida está vencida, empeñarse en seguir la

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misma línea de juego no añade apenas nada. La gran partida del pensamiento se jugó en los siglos XIII y XIV. Hemos visto el estilo de algunos protagonistas. Otros jugaron de distinta manera.

La pregunta ahora pertinente es ésta: ¿se tuvieron en cuenta todos los factores o de manera suficiente?, ¿no cabe ampliar el juego? La pregunta interesa al futuro de la filosofía.