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EL CONCEPTO DE PARTIDO:
SU EVOLUCIÓN SEMÁNTICA (1780-1868)
TESIS DOCTORAL
LUIS FERNÁNDEZ TORRES
DIRECTOR: JAVIER FERNÁNDEZ SEBASTIÁN
DEPARTAMENTO DE DERECHO CONSTITUCIONAL E HISTORIA DEL PENSAMIENTO Y DE LOS
MOVIMIENTOS SOCIALES Y POLÍTICOS
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO / EUSKAL HERRIKO UNIBERTSITATEA
Año: 2011
2
3
ÍNDICE
Introducción………………………………………………………………………………………………………....7
1. Sobre la historia conceptual y su recepción en España…………………………………......8
2. Apuntes metodológicos…………………………………………………………………………………31
I. La cuestión de los partidos a finales del siglo XVIII y durante el
constitucionalismo gaditano (1780-1814)..........................................................41
A) La noción de partido antes de las Cortes de Cádiz…………………………………….41
1. Los partidos en el pensamiento político británico y su recepción en
España………………………………………………………………………………………………….44
2. Primeras referencias a los partidos en España…………………………………….54
B) El concepto de partido en las Cortes gaditanas…………………………………………63
1. Contexto teórico y material. La cuestión de la articulación de poderes….63
2. El concepto de partido en los periódicos y en las Cortes……………………….76
3. Blanco White y El Español…………………………………………………………………..89
4. Una propuesta inglesa para la reunión de Cortes……………………………….101
4
5. El tercer partido como instrumento de superación de las
diferencias…………………………………………………………………………………………..104
II. El Trienio Liberal. Aumento de la complejidad del concepto……...109
1. Introducción…………………………………………………………………………………….109
2. Condiciones políticas e institucionales………………………………………………112
3. Primeras referencias a partido durante el Trienio……………………………...119
3.1. El Diario de Sesiones…………………………………………………………...119
3.2. Tratamiento del concepto de partido en los periódicos a
comienzos del Trienio…………………………………………………….………...129
4. Unión y división entre los liberales: catalizador y obstáculo de la reflexión
sobre los partidos………………………………………………………………………………..133
5. Contribuciones de los exjosefinos……………………………………………………..142
5.1. La Miscelánea y la idea de un partido de oposición……………….148
5.2. Últimas contribuciones de la Miscelánea………………………………173
5.3. El Censor. Del rechazo a la aceptación…………………………………..178
6. Las sociedades patrióticas………………………………………………………………...193
7. El segundo exilio. El abandono de la Constitución de Cádiz………………...206
III. Las regencias y el reinado de Isabel II. Líneas de fractura en el
liberalismo y guerra civil. Consecuencias semánticas...........................211
1. Introducción…………………………………………………………………………………….211
2. Liberales y carlistas………………………………………………………………………….219
3. Implicaciones semánticas de la fractura en el seno del liberalismo……..222
3.1. La unidad como reacción a la ruptura. Constataciones de la
división…………………………………………………………………………………….224
3.2. Partidos “legales” y facciones………………………………………………233
5
3.3. Un tercer partido como solución a la incapacidad de los partidos
moderado y progresista. Medio para la unión…………………………….245
4. Fusión de los partidos………………………………………………………………………248
5. De la fusión a la transacción……………………………………………………………...257
6. Profundización en la reflexión sobre los partidos………………………………260
7. Contribuciones de los moderados……………………………………………………..264
7.1. Antonio Alcalá Galiano, moderado………………………………………..268
7.2. Nicomedes Pastor Díaz. La ley como límite…………………………..271
7.3. Donoso Cortés. Continuidad y ruptura en la reflexión sobre los
partidos……………………………………………………………………………………282
7.4. Los partidos en los tratados de derecho político…………………...285
8. Más allá de los partidos…………………………………………………………………….288
8.1. Jaime Balmes. Un rechazo a los partidos atemperado por el
pragmatismo…………………………………………………………………………….288
8.2. El partido nacional………………………………………………………………296
8.3. Gobierno superior a los partidos………………………………………….307
IV. Hacia la completitud del concepto. Adquisición de su máximo nivel
polémico.............................................................................................................................................315
1. Fragmentación de los partidos y descomposición del sistema político.
Análisis y reacciones…………………………………………………………………………....315
2. La organización de los partidos…………………………………………………………335
2.1. Sobre la ley electoral…………………………………………………………...335
2.2. El sistema de candidaturas…………………………………………………..345
2.3. Las asociaciones electorales………………………………………………...347
2.4. De la organización de los partidos………………………………………..363
3. La disponibilidad de los partidos y la polémica en torno a la Unión Liberal
(1854-‐1868)…………………………………………………………………………………………………..374
6
V. Conclusiones……………………………………………………………………………………….........423
Fuentes y bibliografía……………………………………………………………………………………..435
Agradecimientos………………………………………………………………………………………………..467
7
Introducción
Durante el siglo XIX en España se produce una serie de cambios institucionales
acompañados de períodos de crisis que son contemporáneos a un importante desarrollo
conceptual. Al igual que sucediera en Francia con el concepto fundamental de
liberalismo, como muestra Jörn Leonhard en su estudio sobre dicho campo semántico1,
estos factores aumentaron en España la necesidad de conceptos que organizasen las
experiencias, proyectasen expectativas y sirviesen de orientación e identificación a nivel
político e ideológico. El concepto de partido se enmarca en esa dinámica de
transformación, en la que se producen desplazamientos semánticos vinculados a la
historia política y social española.
Antes de precisar el objeto de estudio, dedicaremos las siguientes páginas a
exponer brevemente, en primer lugar, las principales contribuciones teóricas a la
historia conceptual para, a continuación, tratar el impacto que ha tenido esta tendencia
historiográfica en España. El objetivo de esta introducción es doble. Obedece, por un
lado, a la necesidad de explicitar el enfoque académico y el sustrato intelectual que se
toma como referencia para esta investigación. En segundo lugar, la descripción servirá
asimismo para hacer hincapié en determinadas categorías teóricas y presupuestos
metodológicos que contienen un potencial explicativo aplicable al caso español.
1 Leonhard, Jörn, Liberalismus. Zur historischen Semantik eines europäischen Deutungsmusters,
München, Oldenbourg Verlag, 2001.
8
1. Sobre la historia conceptual y su recepción en España
En las últimas décadas la sensibilidad por la dimensión lingüística de la historia y
de la política ha aumentado progresivamente entre los historiadores. De la historicidad
de los fenómenos sociales se ha pasado a insistir en la historicidad del lenguaje2. El
presente trabajo se inserta en esa tendencia. El marco teórico utilizado se inspira en la
semántica histórica y, más concretamente, en la historia conceptual desarrollada en
Alemania.
El giro lingüístico, expresión acuñada por Gustav Bergmann y dada a conocer por
Richard Rorty, se manifestó fundamentalmente en dos corrientes: la filosofía analítica de
Austin y Searle y la hermenéutica de Gadamer y Heidegger3. La trazabilidad de las dos
principales tendencias historiográficas que priman el papel del lenguaje en la
investigación histórica se remonta hasta ambas corrientes filosóficas. Las distintas
tradiciones culturales explican en buena medida la filiación analítica de la llamada
Escuela de Cambridge y la hermenéutica de la Begriffsgeschichte. La primera de las dos
tendencias historiográficas reposa, además de sobre algunos de los presupuestos de la
filosofía analítica del lenguaje, sobre las aportaciones del segundo Wittgenstein y la
noción de juegos del lenguaje, que el filósofo vienés elaboró en esta etapa4.
2 Fernández Sebastián, Javier; Juan Francisco Fuentes, “A manera de introducción. Historia, lenguaje y
política”, en Ayer nº 53, pág. 13. 3 Vilanou, Conrad, Historia conceptual e historia intelectual, Ars Brevis, 2006, págs. 165-‐166. 4 Wittegenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica, 1988.
9
A finales de los años cincuenta Koselleck, siendo asistente del profesor Werner
Conze en el Grupo para el Estudio de Historia Social Moderna en la Universidad de
Heidelberg, planteó la idea de que el grupo publicase un diccionario de conceptos en un
volumen que abarcase desde la antigüedad hasta el presente. Conze aceptó la propuesta,
pero impuso una doble limitación que afectaba a la extensión temporal de la
investigación, por un lado, y al propio objeto de estudio, por otro. Esta canalización de
los esfuerzos se traducía a nivel práctico en la reducción del campo de estudio a la
lengua alemana, prestando especial atención a las transformaciones acaecidas durante
los siglos XVIII y XIX.
Las intenciones iniciales se verían superadas con creces: el resultado final, con el
título de Geschichtliche Grundbegriffe, en adelante GG, abarcaría, como sabemos, ciento
veinte conceptos en varios volúmenes, más de siete mil páginas en total. De una empresa
de esta magnitud se ha dicho que es difícil de imaginar en las tradiciones históricas de
Reino Unido y Norteamérica5. Junto a Koselleck y Conze, la dirección del proyecto
también estuvo a cargo de Otto Brunner. Su contribución, a pesar de ser crucial en
algunos aspectos, fue inferior a las de Conze y Koselleck, en quienes recayó en mayor
medida el peso del diccionario6.
El formato finalmente elegido para el proyecto ha sido recurrentemente objeto de
polémica. La plasmación del resultado de las investigaciones siguiendo una ordenación
alfabética, no obstante las obvias limitaciones que imponía, se presentó como la única
alternativa práctica a las dificultades inherentes a una obra calificada no en vano de
monumental. De hecho la propuesta original de Koselleck consistía en un solo volumen
en el que los objetos de estudio estuviesen conectados más que ordenados en un
formato de diccionario7. La historia del desarrollo de la historia conceptual alemana tal y
5 Tribe, Keith, “The Geschichtliche Grundbegriffe Project: From History of Ideas to Conceptual History”,
Comparative Studies in Society and History, vol. 31, nº 1 enero 1989, Cambridge University Press, pág. 180.
6 Richter, Melvin, “Appreciating a Contemporary Classic: The Geschichtliche Grundbegriffe and Future Scholarship”, en: Lehmann, Harmut y Richter, Melvin (eds.), The Meaning of Historical Terms and Concepts. New studies on Begriffsgeschichte, Washington, German Historical Institute, 1996., pág. 8. La edad de Brunner explica que no jugase un papel más importante en el GG. Conze a su vez fue un gran organizador en un entorno que le era hostil (Richter, Reconstructing…, pág. 43).
7 Richter, Melvin, “Appreciating…”, op. cit.. En este artículo Richter explica los presupuestos metodológicos básicos del proyecto de diccionario alemán de los conceptos. Su actitud hacia los dos
10
como la teorizaron y practicaron Brunner, Conze y Koselleck está íntimamente ligada a
la elaboración del GG.
La Begriffsgeschichte no sólo está vinculada a la tradición filosófica representada
por Heidegger y Gadamer. También es deudora del pensamiento político de Carl Schmitt
y de las aportaciones del ámbito de la historia de Wilhelm Dilthey8.
Heidegger y Gadamer proveyeron al GG de una de sus hipótesis centrales: que en
el periodo conocido como la Sattelzeit se produjo un desplazamiento en la concepción
del tiempo junto con una reorientación hacia el futuro. Sin embargo, la preocupación de
Heidegger y Gadamer hacia el lenguaje era de carácter más epistemológico y ontológico
frente a la historia conceptual patrocinada por Brunner y Conze, que incorporaba las
aportaciones de la historia social al estudio de los conceptos9.
La convergencia de la historia conceptual con la historia social marcó una ruptura
con la Geistesgeschichte de Dilthey y Rothacker y con la Ideengeschichte de Friedrich
principales enfoques lingüísticos se ha caracterizado por un constante esfuerzo a favor de la convergencia metodológica del proyecto de la historia conceptual alemana y de la escuela de Cambridge, pág. 17. Véase también Richter, Melvin, “Reconstructing the History of Political Languages: Pocock, Skinner, and the Geschichtliche Grundbegriffe”, History and Theory, vol. 29, nº 1, febrero 1990, donde ya comparaba las dos aportaciones, esperando que fuese de mutua utilidad, pág. 38. En este artículo, Richter no encontraba obstáculos relevantes para vincular ambos enfoques. El GG podía beneficiarse de la forma de abordar el pensamiento político de Skinner y Pocock, y éstos a su vez podía aprovechar las aportaciones de la historia social que incorporaba el GG (pág. 68). La apuesta de Richter por dar a conocer el proyecto de historia conceptual alemana desarrollado fundamentalmente por Koselleck le ha supuesto en alguna ocasión alguna fricción académica. Involuntariamente su artículo “Conceptual History (Begriffsgeschichte) and Political Theory” (Political Theory v. 14 nº 4 noviembre 1986) dio origen tiempo después a un comentario de Jeremy Rayner (“On Begriffsgeschichte”, Political Theory, vol. 16 nº 3, agosto 1988) crítico con la descripción de la historia conceptual que daba Richter en el anterior artículo. Comentario que provocó la respuesta de Richter. Según el principal valedor americano de la historia conceptual alemana, Rayner no habría comprendido la historia conceptual, presentando una “confused caricature of Begriffsgeschichte” (“Understanding Begriffsgeschichte. A Rejoinder”, Political Theory v. 17 nº 2 mayo 1989, pág. 297). En este por momentos airado cruce de artículos, Rayner respondería todavía una vez más (“On Begriffsgeschichte again”, Political Theory, vol. 18 nº 2, mayo 1990). Su libro The History of Poltical and Social Concepts: A Critical Introduction (New York/Oxford, Oxford University Press, 1995) culmina sus esfuerzos por vincular la Begriffsgeschichte y la Cambridge School. Melvin Richter jugó un papel central en la difusión en los Estados Unidos de la semántica histórica. Prueba de ello es el simposium celebrado en 1992 para conmemorar la publicación del Geschichtliche Grundbegriffe y la reunión en 1998 de la American Political Science Association dedicada a la Begriffsgeschichte. Las actas del primer simposio fueron recogidas en J. Lehmann y M. Richter (eds.), The meaning of historical terms and concepts. New studies on Begriffsgeschichte, Washington, German Historical Institute, 1996.
8 Vilanou, Conrad, Historia conceptual e historia intelectual, op. cit., pág. 165. 9 Richter, Melvin, “Reconstructing the history of political languages: Pocock, Skinner, and the
Geschichtliche Grundbegriffe”, History and Theory, vol. 29, nº 1, febrero 1990, págs. 44-‐45.
11
Meinecke10. Brunner inició este acercamiento al sustituir en su aproximación al estudio
del lenguaje la centralidad del concepto de Volk –pueblo-‐ por el de estructura,
vinculando con ello la historia social con la conceptual11. La combinación de las
estructuras sociales con los cambios conceptuales rebasó las miras de los enfoques que
presuponían una cierta suficiencia explicativa del pensamiento y de su manifestación
lingüística. Hay razones epistemológicas a favor de la integración de la historia social
con la historia conceptual. Los cambios en los horizontes de inteligibilidad no se pueden
explicar únicamente debido a modificaciones en su interior. Esto motivó a Koselleck a ir
más allá de la historia conceptual, incorporando la historia social en sus análisis, en
primer lugar, y elaborando una Histórica, una teoría de la posibilidad de las historias, en
segundo12. Esta Histórica (Historik) posee un carácter prelingüístico y se diferencia de la
historia (Historie) empírica. Su propósito es “hacer inteligible por qué acontecen
historias, cómo pueden cumplimentarse y asimismo cómo y por qué se las debe estudiar,
representar o narrar”13.
La Begriffsgeschichte iniciada por Koselleck introduce un sentido de historicidad
de los conceptos ausente en la tradición de la Ideengeschichte, uno de cuyos ejemplos
más notables es la obra de Ernst Cassirer El mito del Estado. En esa obra el Estado se
concibe como una categoría transhistórica, presente en diferentes épocas y contextos.
No obstante, la concepción esbozada de esta escuela peca de simplismo. En realidad,
cuando se observan de cerca sus aportaciones es difícil afirmar que los pensadores
asociados a la Ideengeschichte ignorasen que las ideas cambiaban en los diferentes
contextos. Hay diferencias entre la historia conceptual y la de la ideas, pero no siempre
resultan fáciles de encontrar14. No cabe duda, en cambio, de la insistencia, frente a los
presupuestos de la historia de las ideas, de la Begriffsgeschichte en las transformaciones
10 Ibíd., pág. 42. 11 Koselleck, Reinhart, “A Response to Comments on the Geschichtliche Grundbegriffe”, en: Lehmann,
Harmut y Richter, Melvin (eds.), The meaning of historical terms…, op. cit., pág. 60. 12 Palti, Elías José, “From Ideas to Concepts to Metaphors: The German Tradition of Intellectual History
and the Complex Fabric of Language”, History and Theory, n1 49, mayo 2010, Wesleyan University 2010, pág. 7.
13 Koselleck, R. y Gadamer, Hans-‐Georg, Historia y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1997, pág. 70. 14 Palti, Elías José, “From ideas to concepts…”, op. cit., pág. 1.
12
conceptuales con el corolario de una ausencia de significado estable a lo largo del tiempo
que dé unidad de sentido a un concepto. Ésta proviene de otro lado.
Hasta el momento, el resultado de este cauce intelectual precedente de la
hermenéutica se ha plasmado en diferentes estudios monográficos y en tres grandes
obras desde 1967: junto al Geschichtliche Grundbegriffe15, publicado entre 1972 y 1997,
está el Historisches Wörterbuch der Philosophie, editado por Joachim Ritter y Karlfried
Gründer y el Handbuch politisch-sozialer Grundbegriffe in Frankreich 1680-182016 (HPSG
en adelante), dirigido por Rolf Reichhardt y Eberhard Schmidt.
El proyecto de Reichhardt, que fue alumno y asistente de Koselleck, busca
combinar la historia conceptual alemana con el estudio de las mentalités tal y como se
llevaba a cabo en la escuela de los Annales, y con la lexicometría17. El HPSG estudia
cincuenta conceptos políticos y sociales fundamentales en francés. El primer tomo se
publicó en 1985 y el último de un total de veinte volúmenes apareció en 2000. Los
editores decidieron restringir su investigación a ciertos tipos de fuentes históricas
(circunstancia por la que este diccionario ha sufrido numerosas críticas).
La ascendencia común entre estos tres proyectos no oculta las diferencias
esenciales que los separan en otros aspectos. Por un lado, Koselleck y Ritter publicaron
sendos artículos en 1967 en la revista Archiv für Begriffsgeschichte, explicando cada uno
de ellos su proyecto de diccionario. Ambos dejaron claro que se trataba de dos enfoques
diferentes18. Por otro lado, para Koselleck los cambios conceptuales sólo tienen sentido
en la medida en que arrojan luz sobre la transformación de los horizontes de
inteligibilidad, de los que identifica dos: el moderno y el premoderno, separados por la
15 Brunner, O., Conze, W., Koselleck, R., Geschichtliche Grundbegriffe: historisches Lexikon zur politisch-
sozialen Sprache in Deutschland, Stuttgart, Klett-‐Cotta, 1972-‐1997. 16 Reichhardt, Rolf y Lüsebrink, Hans-‐Jürgen, (eds.) Handbuch politischsozialer Grundbegriffe in
Frankreich 1680-1820, Munich. El primer volumen del proyecto, aún sin finalizar, se publicó en 1985. 17 Richter, Melvin, “Reconstructing the history…”, op. cit., págs. 39-‐40. 18 R. Koselleck, “Richtlinien für das Lexicon politish-‐sozialer Begriffe der Neuzeit”, Archiv für
Begriffsgeschichte, núm. 9, 1967, págs. 81-‐90; J. Ritter, “Leitgedanken und Grundsätze des Historisches Wörterbuches der Philosophie”, Archiv für Begriffsgeschichte, núm. 9, 1967, págs. 75-‐80.
13
Sattelzeit. Diferencia crucial entre la historia conceptual de Koselleck y la de Rothacker y
Ritter, que le hace más afín al proyecto de Blumenberg19.
A pesar de que en los artículos del primero se hace un análisis de los conceptos
desde su origen en la antigüedad, el GG asume como premisa fundamental la existencia
de un período de profunda transformación conceptual situado entre 1750 y 1850. El
término con el que designó este periodo de cambio, Sattelzeit, no ha satisfecho a su
propio creador. Koselleck dudaba de su pertinencia debido a su ambigüedad y debilidad
teórica20. Sattelzeit –periodo a horcajadas-‐ fue inicialmente una expresión ideada para
facilitar la financiación del GG, que con el tiempo oscurece más que aclara el proyecto.
Para Koselleck hubiese sido más acertado utilizar Schwellenzeit –periodo umbral-‐ una
metáfora menos ambigua. En cualquier caso, Sattelzeit no es una noción ontológica, su
propósito es servir a una concreción de la investigación21.
La perspectiva que se centra en el periodo de la Sattelzeit o Schwellenzeit ha sido
progresivamente marginada en la obra posterior de Koselleck, trasladándose su interés
a una “teoría general de la historia basada en la pluralidad de las experiencias que
contribuyen a la historización del tiempo y a la multidimensionalidad interna de la idea
de modernidad”22. Esto implica una reformulación del problema de la modernidad, que
ya no se puede definir “en términos de periodización comparativa como historia
recentior, como la historia más próxima a un pasado”23.
La Sattelzeit, concebida como un proceso de cambio conceptual acelerado,
presenta cuatro dimensiones. La democratización [Demokratisierung], en primer lugar,
consiste en la ampliación del uso de conceptos antes restringidos a las élites y a la
19 Palti, Elías José, “From Ideas to Concepts …”, op. cit., pág 7. 20 En la entrevista que se publicó en los números 111 y 112 de Revista de Libros en 2006 “Historia
conceptual, memoria e identidad”, realizada por Javier Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes, Koselleck reconoce que inventó la expresión para utilizarla en los textos publicitarios que daban a conocer a principios de los setenta el GG. Parecía preferir en su lugar Schwellenzeit (período umbral).
21 Koselleck, Reinhart, “A Response to Comments …”, op. cit., pág. 69. 22 Chignola, Sandro, “Temporalizar la historia. Sobre la Historik de Reinhart Koselleck”, Isegoría. Revista
de Filosofía Moral y Política, 37, julio-‐diciembre, 2007, pág. 24. 23 Ibíd., pág. 25.
14
aristocracia a capas cada vez más amplias de la sociedad. En segundo lugar, se observa
una temporalización [Verzeitlichung] en el contenido semántico de los conceptos; de
conceptos sistemáticos, estáticos, se pasa a conceptos históricos, procesuales, dotados
de expectativas y objetivos. La ideologización [Ideologisierbarkeit] de los términos se
vincula, en tercer lugar, a un proceso de creciente abstracción de los conceptos motivado
por la incapacidad de su antiguo sentido para explicar las transformaciones sociales.
Una abstracción que también implica falta de concreción, la convivencia de una
pluralidad de significados y el uso de estos diferentes sentidos al servicio de intereses
distintos y en ocasiones contrapuestos. La ideologización generó un fuerte componente
polémico en los conceptos24. Por último, la politización [Politisierung] de los conceptos
alude a su utilización para crear lugares comunes y referirse al enemigo.
Estas distinciones son de naturaleza analítica ya que en mayor o menor medida
todas las dimensiones están relacionadas25. Sin embargo, no todos los conceptos
presentan las cuatro dimensiones26.
A estas cuatro dimensiones se suman dos categorías fundamentales relacionadas
con la temporalización para calibrar las modificaciones que han tenido lugar en un
concepto: el espacio de experiencia [Erfahrungsraum] y el horizonte de expectativa
[Erwartungshorizont]27. Estas categorías metahistóricas se relacionan de forma
inversamente proporcional: la mayor presencia de una implica la disminución de la otra.
Durante el proceso de transformaciones aceleradas en el sentido de los conceptos
se produce un desplazamiento a favor del horizonte de expectativa, es decir, los
conceptos básicos se cargan de futuro a medida que la rapidez de las transformaciones
sociales y económicas crean situaciones nuevas para las que el pasado, el espacio de
24 El resultado de la ideologización es la aparición de los singulares colectivos como ejemplifica la
condensación de las múltiples historias en el concepto omniabarcante de Historia. Voz que, por cierto, se encargó de redactar Koselleck para el GG y de la que existe una traducción española de Antonio Gómez Ramos: historia/Historia, Barcelona, Trotta, 2004.
25 Koselleck, R., Einleitung al GG, págs. XV-‐XVIII. 26 Richter, Melvin, “Conceptual History (Begriffsgeschichte) and Political Theory”, Political Theory v. 14
nº 4 noviembre 1986, pág. 617. 27 Koselleck, R., Vergangene Zukunft, Francfort del Meno, Suhrkamp Verlag, 1989, págs. 349-‐375. Existe
una traducción en español: Futuro pasado: para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993, págs. 333-‐359.
15
experiencia, carece de enseñanzas; es el fin de la concepción de la historia como
magistra vitae28. En palabras de Koselleck: “The compulsion to coordinate past and
future so as to be able to live at all is inherent in every human being. Put more
concretely, on the one hand, every human being and every human community has a
space of experience put of which one acts, in which past things are present or can be
remembered, and on the other, one always acts with reference to specific horizons of
expectation”29.
Esta inflexión se corresponde para Koselleck con el momento en que los
conceptos sociopolíticos se pueden empezar a usar como indicadores de cambios
sociopolíticos. En el ámbito alemán desde 1770 aparecieron gran cantidad de nuevos
significados para palabras antiguas y neologismos, modificaron el campo de experiencia
y fijaron nuevos horizontes de expectativas. Los conceptos se proyectan hacia el futuro.
Así fue disminuyendo el contenido de experiencia, aumentando proporcionalmente el de
expectativa. Los dos ámbitos coincidían cada vez menos. La aparición de los ismos
políticos sería un reflejo de este proceso30. Estas transformaciones reflejan la existencia
de cambios sociales: “De todo esto se deriva una exigencia metódica mínima: que hay
que investigar los conflictos políticos y sociales del pasado en el medio de la limitación
conceptual de su época y en la autocomprensión del uso del lenguaje que hicieron las
partes interesadas en el pasado”31.
El segundo proyecto (HPSG) estudia el cambio conceptual en Francia, con una
Sattelzeit distinta que abarca desde 1680 hasta 1820. Frente al marco temporal
estudiado en el GG, Rolf Reichhardt y sus colaboradores se decidieron por centrar las
investigaciones en un período que abarca aproximadamente un siglo y medio para
profundizar más y mejor en la relación entre el lenguaje y los cambios sociopolíticos. El
amplio marco temporal es una de las críticas más frecuentes que se hace al GG, a pesar
28 Este tema lo ha tratado en la entrada sobre el concepto de historia del GG y en Futuro pasado, en el
capítulo que lleva cómo titulo precisamente el topos Historia magistra vita, págs. 41-‐66. 29 Koselleck, R., The Practice of Conceptual History, Stanford, Stanford University Press, 2002, pág. 111. 30 Koselleck, R. Futuro pasado, op. cit., págs. 110-‐111. 31 Ibíd., pág. 111.
16
de que la propia metodología expuesta por Koselleck en la introducción concede mayor
relevancia a los años que abarcan desde mediados del siglo XVIII hasta la mitad del XIX.
En la historiografía anglosajona también ha ido ganado peso la relación entre
lenguaje e historia. Especialmente J. G. A. Pocock, Quentin Skinner, Terence Ball y John
Dunn se han ocupado del uso del lenguaje en el pasado. Estos investigadores,
pertenecientes a la llamada Escuela de Cambridge, enmarcan sus análisis del discurso en
una aproximación hermenéutica a los textos desde una perspectiva sincrónica32.
Skinner ha hecho un esfuerzo especial en dotar de fundamentos teóricos su modo
de investigación. En su conocido artículo “Meaning and Understanding in the History of
Ideas”, Skinner rechazó cuatro formas de escribir la historia del pensamiento político:
las unit-ideas de Lovejoy (1), los estudios meramente textuales (2), la investigación en la
forma de anticipaciones o influencias, que comete el error de establecer filiaciones
anacrónicas (3), y la concepción del pensamiento político como superestructura
determinada por los intereses de la clase dominante (4)33.
Pocock y Skinner han apuntado algunos de los puntos débiles del GG y, por
extensión, de la historia conceptual alemana. Durante el congreso organizado por el
German Historical Institute de Washington, Pocock, cuya investigación privilegia los
discursos existentes en un momento histórico concreto, definió todo discurso o lenguaje
como una entidad viva compuesta de muchas narrativas en constante interacción.
Ningún diccionario podía dar cuenta de un lenguaje concebido en estos términos. La
mera ordenación alfabética de los conceptos no muestra la interrelación que existe entre
ellos. Para Pocock el orden de prelación entre ambas tentativas de investigación no
ofrecía dudas. La historia de los conceptos es “ancillary to the history of multiple
32 Aproximación a la Escuela de Cambridge en Vallespín, F., “Giro lingüístico e historia de las ideas:
Skinner y la Escuela de Cambridge”, en: Aramayo, R. R.; Muguerza, J y Valdecantos, A. (eds.), El individuo y la historia. Antinomias de la herencia moderna, Barcelona, Paidós, 1995. Un análisis de las corrientes anglosajona y alemana también lo encontramos en Fernández Sebastián, Javier “Historia de los conceptos. Nuevas perspectivas para el estudio de los lenguajes políticos europeos”, Ayer, núm. 48, 2002, pág. 331-‐364.
33 Skinner, Quentin, “Meaning and Understanding in the History of ideas”, History and Theory, vol. 8, nº 1 (1969), págs. 3-‐53.
17
discourses and to the people who have used and been used by them”. Una relación que no
puede producirse a la inversa34. Son, en conclusión, dos métodos con especificidades
nacionales, culturales e históricas que no pueden ser homogeneizados35.
Koselleck respondió en ese mismo congreso a estas y a otras críticas que se
venían formulando contra la historia conceptual que practicaba. Concebir los conceptos
como actos de lenguaje, irrepetibles, por tanto, según la descripción que hace Koselleck
de las críticas de Skinner, les niega el carácter de sustancias capaces de tener una vida
diacrónica, lo que tiene como corolario la imposibilidad de una historia de los conceptos.
Koselleck acepta que una precondición de cualquier análisis conceptual es el uso de los
conceptos ligados a una situación y a unos hablantes con una carga de intenciones
determinada. Pero la historia conceptual va más allá del contexto concreto. El carácter
único de los actos de habla se ve superado por la recepción y traducción a la que se ven
sometidos conceptos utilizados en el pasado por los hablantes de momentos históricos
posteriores. La asunción de esta observación implica una constante relectura de los
conceptos. Los conceptos se siguen utilizando con diferentes grados de modificaciones,
manteniendo un mínimo nivel de continuidad36.
De ahí la necesidad de combinar un acercamiento sincrónico con la dimensión
diacrónica como única forma de hacer justicia a la convivencia de diferentes
sedimentaciones semánticas. No se puede crear algo nuevo sin acudir al contenido
semántico previo. La integración de los conceptos en los discursos hace para Koselleck
compatibles ambos enfoques37. Este enfoque le permite a la historia conceptual dejar de
ser subsidiaria de la historia social al despegar los conceptos de su contexto situacional
y seguir su evolución diacrónicamente, de este modo los distintos análisis particulares
“se acumulan en una historia del concepto”. Únicamente en este plano se eleva el
método histórico-‐filológico a historia conceptual”38.
34 Pocock, J.G.A: “Concepts and Discourses: A Difference in Culture? Comment on a Paper by Melvin
Richter”, en: Lehmann, Harmut y Richter, Melvin (eds.), The Meaning of Historical Terms…, op. cit., pág. 51.
35 Ibíd., pág. 58. 36 Koselleck, Reinhart, “A Response to Comments…”, op. cit., págs. 62-‐63. 37 Ibíd., págs. 63-‐65. 38 Koselleck, R., Futuro pasado, op. cit., pág. 113.
18
Por otro lado, la crítica a la supuesta especificidad de las premisas de la historia
conceptual a la lengua alemana carece de sentido desde el momento en que la
comparación entre diferentes lenguas es imprescindible debido a la transferencia de
conceptos que se produce entre ellas39.
Asimismo las dificultades que se derivan de una identificación simple entre
estado de cosas y palabra se intenta evitar con el uso de la semasiología y la
onomasiología. Koselleck respondía así a una crítica procedente de Skinner. Skinner
criticaba en su artículo a la historia conceptual por confundir la presencia de un término
con un concepto. El recurso a la semasiología y onomasiología como vía para eludir esta
crítica no ha satisfecho todas las dudas que provocó el ataque. En este sentido ha habido
quien ha defendido la paralización del proyecto y una nueva orientación dirigida a
explorar campos conceptuales y argumentaciones40.
La oposición de Skinner al estudio de los discursos o ideologías a través del
tiempo se basa en argumentos procedentes de la filosofía analítica de los actos del
lenguaje, más que en la lingüística. El GG, por el contrario, se sirve de diversos métodos
procedentes de la lingüística estructural, como es la distinción entre langue y parole, el
uso de las perspectivas sincrónica y diacrónica, la alternancia del enfoque semasiológico
y onomasiológico y el análisis de conceptos individuales y de su campo conceptual41.
Una de las cuestiones más complejas, como ha quedado de manifiesto, se refiere a
la naturaleza de los conceptos. Concretamente al problema relativo a la ausencia de un
significado claro en los conceptos fundamentales, lo que se traduce en la convivencia de
diferentes sentidos en cada concepto. La aporía que resulta de esta concepción se
afronta en el marco del proyecto koselleckiano mediante la elaboración de un “concept
of ʹ′conceptʹ′”42.
39 Ibíd., pág. 69. 40 Oncina Coves, Faustino, “Historia conceptual y hermenéutica”, Azafea. Revista de filosofía, 5, 2003.
pág. 176. 41 Richter, Melvin, “Conceptual History (Begriffsgeschichte)…”, op. cit., pág. 620. 42 Palti, Elías José, “From ideas to concepts…”, op. cit., págs. 3-‐4.
19
La definición de concepto se opera necesariamente sobre la distinción con la
palabra dado que el campo de investigación propio de la historia conceptual son los
conceptos que se expresan mediante palabras. La relación entre ambos está basada en
una importante serie de rasgos que comparten que pueden llevar a confundirlos. Si bien
cada concepto depende de una palabra, no toda palabra es un concepto social y político.
Éstos últimos “contienen una concreta pretensión de generalidad y son siempre
polisémicos”43. Una palabra puede hacerse unívoca al ser usada; por el contrario, un
concepto tiene que conservar la polivocidad para poder seguir siendo considerado como
concepto. Es decir, un concepto “está adherido a una palabra, pero es algo más que una
palabra: una palabra se convierte en concepto si la totalidad de un contexto de
experiencia y significado sociopolítico, en el que se usa y para el que se usa una palabra,
pasa a formar parte globalmente de esa única palabra”44. Los conceptos son
concentrados de muchos contenidos significativos: “Una palabra contiene posibilidades
de significado; un concepto unifica en sí la totalidad del significado”. Un concepto puede
ser claro, pero tiene que ser en definitiva polívoco45.
La noción de concepto fundamental (Grundbegriff) alude a conceptos políticos y
sociales fruto de largos procesos semióticos que incluyen experiencias contradictorias.
De esta riqueza da cuenta la alternancia del método onomasiológico y semasiológico. Un
concepto fundamental es un concepto irreemplazable del vocabulario en un contexto
histórico dado que contiene una pluralidad de experiencias y expectativas. Esta clase de
conceptos es, en consecuencia, polémica. Aunque forman parte de un discurso, son el
elemento central en él, son los pivotes sobre los que éste se articula en un momento
concreto46.
En sentido metafórico, los conceptos son conectores entre el lenguaje y el mundo
extralingüístico47. Los conceptos son herramientas que permiten a los agentes
comprender sus acciones: transforman la experiencia desnuda (Erfahrung) en
experiencia vivida (Erlebnis). 43 Koselleck, R., Futuro pasado, op. cit., pág. 116. 44 Ibíd., pág. 117. 45 Ibíd. 46 Koselleck, Reinhart, “A Response to Comments…”, op. cit. págs. 64-‐65. 47 Ibíd., pág. 61.
20
La historicidad de los conceptos radica en la imposibilidad de agotar la realidad
extralingüística, los hechos sociales mediante el lenguaje. Esta resistencia al imperio del
lenguaje impide la completitud lógica de un concepto y le dota de una dimensión
temporal. Este hecho explica el cambio, pero también plantea un problema más
profundo al no dar una razón de él. La pregunta acerca de cómo aproximarse a él sigue
abierta. Koselleck se ocupa del cambio en los conceptos, pero no en las estructuras
formales que les subyacen y que determinan sus posibilidades de enunciación. De esto
se ha ocupado Blumenberg con su metaforología48.
Según Koselleck, los conceptos no sólo varían en relación a su contenido
semántico, sino también en cuanto a las asunciones temporales que éste lleva implícitas.
La aceleración ha pasado de ser algo pasivo a un generador de realidad, se convierte en
un programa de acción. La polisemia de un concepto encierra también diferentes
orientaciones de futuro49. El carácter creador de los conceptos ha sido resaltado desde
los primeros textos programáticos escritos por Koselleck50. Un concepto “registra a la
vez que propulsa, y, por lo tanto, es teórico-‐práctico”51.
Alejándose de cualquier tentación esencialista, Koselleck cree que no hay un
núcleo conceptual que conserve una identidad a través de los cambios semánticos que
experimenta todo concepto. Hay, eso sí, una unidad de sentido por encima de las
transformaciones sucesivas. Se trata de una suerte de red conceptual en la que se
establecen relaciones entre los diferentes rasgos que componen un concepto, de modo
que cualquier uso se sirve del conjunto de sentidos existentes52.
Los investigadores españoles no han permanecido ajenos a esta tendencia. Una
rápida ojeada al conjunto de la producción intelectual inspirada en la historia conceptual
realizada en España en los últimos años basta para comprobar el interés que ésta
48 Palti, Elías José, “From ideas to concepts…”, op. cit., págs 5-‐6. 49 Motzkin, Gabriel, “On Koselleck´s Intuition of Time in History”, en: Lehmann, Harmut y Richter,
Melvin (eds.), The meaning of historical terms…, op. cit., págs. 41-‐44. 50 Koselleck, R., Einleitung, pág. XIV. 51 Oncina Coves, Faustino, “Historia conceptual y hermenéutica”, op. cit., pág. 172. 52 Palti, Elías José, “From ideas to concepts…”, op. cit., pág 4.
21
despierta. Paralelamente han aumentado las traducciones, sobre todo de la obra de
Koselleck. A una sorprendentemente temprana traducción de Kritik und Krise -‐por otra
parte pronto olvidada53-‐ le sigue un largo período de aparente indiferencia por la
Begriffsgeschichte, hasta 1993, año en que se publica la traducción de Futuro Pasado,
texto en el que, como es sabido, se reúnen sus principales artículos metodológicos.
Sin embargo, a partir de los años noventa, la creciente densidad y variedad de
obras y artículos publicados en español que se sitúan en la estela de los distintos
acercamientos lingüísticos a la historia no ha cesado de aumentar tanto en sus
implicaciones teóricas como en sus aplicaciones prácticas. Actualmente se cuenta en
español con traducciones de las principales obras de Koselleck, si bien, entre éstas, hay
alguna ausencia notable: Preussen. Zwischen Reform und Revolution54 sigue, por ejemplo,
sin una versión en español.
La traducción de la obra de Koselleck es un proceso lento y desigual, como refleja
el hecho de que aún queden sin traducir textos claves en los que se plasman las
directrices de su proyecto de diccionario conceptual, su artículo “Richtlinien für das
Lexicon politisch-sozialer Begriffe der Neuzeit”55, que sentó las bases del futuro
diccionario conceptual es una de las ausencias más notables. Una de esas importantes
lagunas fue hasta hace relativamente poco la conocida Introducción al GG. Uno de los
principales textos programáticos que delinean la propuesta metodológica aplicada en el
diccionario de conceptos fundamentales56.
La puesta al día es, en definitiva, costosa y un gran número de sus contribuciones
continúan siendo sólo accesibles en la lengua original de su publicación, que por motivos
53 La traducción española es del año 1965. Su precocidad resulta patente al compararse con las
versiones italiana -‐ Critica e crisi. Sulla patogenesi della società borghese, Bologna: Il Mulino-‐, publicada en 1972, francesa -‐ Le Règne de la critique, Paris: Éditions de Minuit-‐, de 1979, la inglesa -‐ Critique and Crisis: Enlightenment and the Pathogenesis of Modern Society, Cambridge, Mass.: MIT Press-‐, de 1988, y finalmente la portuguesa -‐ Crítica e crise: uma contribuição à patogênese do mundo burguês, Rio de janeiro,, Contraponto/ UERJ, que ha visto la luz en 1999.
54 Koselleck, R., Preusen zwischen Reform und Revolution. Allgemeines Landrecht, Verwaltung und soziale Bewegung von 1791 bis 1848, Stuttgart, E. Klett, 1967.
55 Koselleck, R., “Richtlinien …”, op. cit. págs. 81-‐89.
56 Koselleck, R., “Un texto fundacional de Reinhart Koselleck: introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos en lengua alemana” (traducción de Luis Fernández Torres), Anthropos: huellas del conocimiento, nº 223, 2009.
22
obvios es fundamentalmente el alemán, aunque también hay un grupo de ellas
publicadas en inglés. No obstante, este vacío se subsana parcialmente gracias a que las
publicaciones recientes son traducidas con mayor rapidez. La colección de artículos
compilados en Zeitschichten (2000), por ejemplo, ha sido vertida al español en dos
publicaciones sucesivas: Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia57 y Aceleración,
prognosis y secularización58.
Hay una primera etapa de la recepción a principios de los noventa que cuenta tan
solo con tres artículos. Dos de ellos, el de Joaquín Abellán59 y el de Lucian Hölscher60,
tienen un carácter introductorio a la Begriffsgeschichte. Abellán resalta que la
importancia de la historia conceptual en su conjunto para la historia del pensamiento
político radica en tres puntos: no limitarse a grandes autores, evitar anacronismos y
facilitar la convergencia con otras ramas de la historia.
Para Hölscher, la tarea peculiar de la historia conceptual se encuentra en los
intersticios de la relación palabra-‐objeto sin llegar a identificarse ni con la palabra ni con
el objeto. El tercer artículo corresponde a Pedro Ruiz Torres61, quien se centra en un
aspecto concreto de la obra de Koselleck, el tiempo histórico.
A estos primeros contactos les sucede un período de mayor actividad en el que ya
es posible distinguir distintos enfoques entre los especialistas españoles.
Las diferentes orientaciones que se dan entre los investigadores influidos por la
historia conceptual se explican en función de su adscripción académica y de la propia
naturaleza de los conceptos. De este modo cabe distinguir entre tendencias más teóricas
57 Koselleck, R., Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, Barcelona, Paidós, 2001. Edición de
Elías Palti. 58 Koselleck, R., Aceleración, prognosis y secularización, Pretextos, Valencia, 2003. Edición y traducción
de Faustino Oncina. 59 Abellán, Joaquín, “Historia de los conceptos (Begriffsgeschichte) e historia social. A propósito del
diccionario Geschichtliche Grundbegriffe”, en: Castillo, S. (ed.) La historia social en España: Actualidad y perspectivas, Madrid, S. XXI, 1991, págs. 47-‐63.
60 Hölscher, Lucian, “Los fundamentos teóricos de la historia de los conceptos (Begriffsgeschichte)”, en: La “nueva” historia cultural: la influencia del postestructuralismo y el auge de la interdisciplinariedad, Ed. Complutense, Madrid, 1996, págs. 69-‐82.
61 Ruiz Torres, Pedro, “El tiempo histórico”, en: Eutopías, 2º Época, vol. 71, 1994. págs. 1-‐18.
23
frente a otras empíricas o, en otras palabras, entre tendencias de corte filosófico frente a
otras que enfatizan la aplicación de la historia conceptual a la investigación histórica.
Concretamente en España se han ido formando en estos años fundamentalmente dos
núcleos de investigadores, identificándose cada uno de ellos con una de las tendencias
arriba indicadas62.
Las relaciones entre ambos modos de enfocar la historia conceptual no están
exentas de problemas. La intención del artículo con el que Javier Fernández Sebastián
contribuye al dossier de la revista Ayer dedicado a la historia conceptual es
precisamente reflexionar acerca de las dificultades que surgen de los intentos de
conciliar la aproximación filosófica y la histórica63. Fernández Sebastián se muestra
crítico con el intento al respecto que Lucien Jaume propone en un artículo publicado en
el mismo dossier64. Fernández Sebastián señala la tendencia de Jaume a preservar un
ámbito libre del perspectivismo del historiador que investiga las ideas políticas del
pasado, un ámbito que en su opinión no existe. Por el contrario, aboga por un estudio
más sistemático de los conceptos y lenguajes políticos del pasado y por la distinción
entre la perspectiva filosófica e histórica. Afirma la inevitabilidad de que surjan “dilemas
y disyuntivas incompatibles” si se intenta utilizarlas simultáneamente, para añadir a
continuación que “si ese debate tiene lugar en el interior de un mismo individuo el
riesgo de una esquizofrenia metodológica es probablemente muy alto”. La apuesta de
Fernández Sebastián por la perspectiva histórica es clara. Este trabajo asume la
necesidad de esa distinción. Todo concepto debe, por lo tanto, analizarse desde una
perspectiva no normativa o retrospectiva que tenga en cuenta los intereses y
percepciones de los coetáneos.
62 Existe un grupo vinculado a la Universidad de Murcia formado en torno a José Luis Villacañas en el
que es patente el enfoque filosófico y un activo interés en Max Weber, cuyos presupuestos metodológicos se comparan en varios artículos con los de Koselleck. A modo de ejemplo, Antonio Rivera escribe que “la principal contribución aportada por la historia conceptual y que nos va a permitir perfeccionar los instrumentos metodológicos weberianos consiste en la temporalización (Verzeitlichung) de los conceptos”. Por el contrario, el segundo grupo, que surge en torno a un proyecto de investigación coordinado por Javier Fernández Sebastián, de la Universidad del País Vasco, y Juan Francisco Fuentes, de la Universidad Complutense, se caracteriza por un enfoque propiamente histórico.
63 Fernández Sebastián, Javier, “Textos, conceptos y discursos políticos en perspectiva histórica”, en Ayer 53/2004, págs. 131-‐151.
64 Jaume, Lucien, “El pensamiento en acción”, en Ayer, 53/2004, págs. 109-‐130.
24
La celebración de una serie de encuentros sucesivos entre los miembros del
grupo orientado a la aplicación de la metodología propuesta por la historia conceptual a
la investigación histórica a partir de 1994 dio lugar a la publicación del primer volumen
del Diccionario político y social del siglo XIX español. Este lexicón ha sido particularmente
importante para la concepción de este trabajo. El diccionario está influido por los
presupuestos de la Begriffsgeschichte y de la Escuela de Cambridge, así como, en menor
medida, por Rosanvallon y la lexicografía francesa, en un intento de aunar sus
respectivas aportaciones.
Respecto a la Begriffsgeschichte, el mayor interés lo ha despertado el
acercamiento a los conceptos fundamentales desde la perspectiva semasiológica y
onomasiológica y, especialmente, el análisis de los estratos semánticos. La asunción de
algunos presupuestos básicos de la Begriffsgeschichte no excluye las críticas. Se llama así
la atención, como ya apuntó Reichardt, sobre el uso restrictivo de las fuentes que se
deriva de la centralidad que se otorga a los grandes textos de teoría política,
contribuyendo a un evidente sesgo filosófico.
En la elaboración del diccionario español se optó se forma decidida por la
inclusión de fuentes históricas menos formales como periódicos, manifiestos y folletos.
Otro de los supuestos que los directores del proyecto han asumido como aplicable al
caso español es la noción de Sattelzeit65, cuya validez también se extiende desde la
Península hasta abarcar las dos orillas del Atlántico en “Iberconceptos”66. Un proyecto
de investigación que asume como válida la utilización de los principales presupuestos
metodológicos del diccionario del siglo XIX a las dos orillas del atlántico hispano-‐luso67.
El volumen dedicado a los conceptos en el siglo XIX se ha visto completado por un
65 Fernández Sebastián, Javier y J. F. Fuentes, “Historia, lenguaje, sociedad: conceptos y discursos en
perspectiva histórica”, en Fernández Sebastián, Javier y J. F. Fuentes (dirs.) Diccionario político y social del siglo XIX español, Madrid, Alianza editorial, 2002, págs. 23-‐60.
66 Fernández Sebastián, Javier, De la historia del pensamiento a la semántica histórica comparada del léxico político. Una experiencia española en historia conceptual, paper presentado en VII Internacional Conference of the History of Concepts, Río de Janeiro, 7-‐9 de julio de 2004.
67 Proyecto que ya ha tenido como primer fruto la publicación, dirigida por Javier Fernández Sebastián, del Diccionario político y social del mundo iberoamericano, Fundación Carolina / Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales / Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2009.
25
segundo diccionario dedicado al siglo XX, que continua la misma línea metodológica del
primero68.
Recordemos que ante las críticas dirigidas contra la noción de Sattelzeit, entre
otros por J. G. A. Pocock, que en la conferencia que tuvo lugar en Washington en 1996
criticó el Geschichtliche Grundbegriffe por su inadecuación a otros contextos distintos del
alemán, Koselleck respondió que la Sattelzeit no era ni un concepto ontológico ni que
estaba vinculado exclusivamente a una lengua69. Una serie de ejemplos expuestos por
Javier Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes muestran la pertinencia de la
aplicación de la Begriffsgeschichte al caso español y la existencia de una Sattelzeit propia:
- la existencia a lo largo del XIX de diccionarios ideológicamente
orientados como campo de batalla léxico;
- la carga utópica y voluntarista de los conceptos, perceptible en la
izquierda política y social y relacionada con la noción de horizonte de
expectativa, que contrasta con el mayor predominio del componente
empírico, vinculado al campo de experiencia, en los sectores conservadores.
Es decir, los conceptos son polívocos;
- coetáneos de este proceso como Cadalso y Larra son conscientes de
la naturaleza conflictiva del lenguaje político;
- hay una cierta democratización en esa época de los conceptos en
España;
- durante la primera mitad del XIX se crea la terminología política en
España, común en muchos casos con la de otros países europeos. El
68 Diccionario político y social del siglo XX español, Madrid, Alianza Editorial, 2008. Este volumen cuenta
con un total de 125 conceptos escritos por 45 colaboradores vinculados a 20 universidades. 69 Koselleck, R., “A Response to Comments...”, op. cit., pág. 69.
26
vocabulario social, por el contrario, se asienta más lentamente a lo largo de la
segunda mitad del XIX70.
En la segunda mitad del siglo XIX, el ciclo de transformación, como ya advirtiera
Koselleck para el caso de Alemania, había concluido a grandes rasgos también en
España. En Prusia, la Sattelzeit surgió cuando este Estado se sumó a los valores de la
modernidad, apropiándose rápidamente de lo que en otros países fue un lento proceso
de evolución de doscientos años.
Uno de los principales exponentes de la orientación más filosófica de la historia
conceptual española, José Luis Villacañas Berlanga, coincide en este punto con los
editores del diccionario español. A la pregunta “¿qué se ha querido registrar en la
Historia conceptual?” respondía Villacañas: “desde luego, el carácter polémico del
lenguaje de la política contemporánea, sobre todo en un país donde no se ha dado una
fuerza hegemónica moderna”, y añadía más adelante que eso era “lo que explicaría el
extraordinario sentido polémico de los conceptos”.
La aplicación de la Sattelzeit no se restringe, por tanto, exclusivamente a
Alemania, si bien es cierto que las particularidades de la modernidad en Alemania
facilitaron el desarrollo de la noción de Sattelzeit en el ámbito académico alemán como
presupuesto explicativo de un cambio conceptual que abarca a Europa y que adquirió
sus rasgos más extremos en Prusia y Alemania71. ¿No se reconoce a grandes rasgos la
ausencia de “una fuerza hegemónica moderna” y el consiguiente “extraordinario sentido
polémico de los conceptos” como características que podrían utilizarse en el caso
español y que, consideradas conjuntamente con la serie de argumentos arriba indicados,
corroborarían la existencia de una afinidad de contexto entre España y Prusia/Alemania
en lo que a la revolución conceptual se refiere? De ser así España también presentaría un
cuadro extremo de Sattelzeit, al menos de forma parcial, si recordamos el retraso de la
actualización de los conceptos sociales respecto a los principales países de Europa
Occidental. 70 Fernández Sebastián, Javier y J. F. Fuentes, “Historia, lenguaje…”, págs. 31-‐53. 71 Villacañas, J. L., “Historia de los conceptos y responsabilidad política”, en Res pública nº 1, pág. 163.
27
El ámbito temporal de la Sattelzeit aplicable a España es en cierto modo distinto,
según este autor. El despliegue de la potencialidad que encierran las transformaciones
conceptuales no alcanzó su desarrollo completo en la Península hasta que las masas
fueron movilizadas en 1931 con la II República. Estuvo ausente de forma significativa la
democratización del uso de los nuevos discursos y de los conceptos que iban
asociados72.
En este contexto han surgido diferentes reflexiones acerca de la actualidad de la
historia conceptual en España así como una búsqueda de paternidades autóctonas, es
decir, de las vetas de sensibilidad lingüística presentes en la historiografía española con
anterioridad a la recepción de la Begriffsgeschichte en la península.
Lo cierto es que la recepción de las diversas aproximaciones lingüísticas a la
historia vino precedida por una lenta expansión nacional sobre el estudio de los
lenguajes políticos. Entre estos antecedentes ocupan un lugar especial los trabajos de
lexicografía histórica realizados a mediados de los sesenta bajo la dirección de Rafael
Lapesa73 y las tesis doctorales que dirigió a María Cruz Seoane, titulada El primer
lenguaje constitucional español (las Cortes de Cádiz), y a Doris Ruiz Otin, Política y
Sociedad en el vocabulario de Larra74. Posteriormente, cabe destacar los trabajos sobre la
voz liberal realizados por Juan Marichal, Pedro Grases y Vicente Llorens75. Antonietta
Calderone publicó más tarde El lenguaje del liberalismo y del absolutismo en el teatro
político76. Entre las aportaciones al estudio de la semántica histórica también se incluye
El lenguaje romántico de los periódicos madrileños publicados durante la monarquía 72 Villacañas, J. L., “Irrupción de carisma secular y el proceso moderno. Algunas reflexiones de historia
conceptual aplicadas al caso español”, Historia Contemporánea, nº 27, 2003, págs. 511-517. 73 “Ideas y palabras: del vocabulario de la Ilustración al de los primeros liberales”, Asclepio, Archivo
Iberoamericano de Historia de la Medicina (Homenaje a Pedro Laín Entralgo), núm. 18-‐19, 1966-‐1967, p. 189-‐218.
74 Respectivamente Madrid, Moneda y Crédito, 1968 y Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1983.
75 Marichal, Juan, “España y las raíces semánticas del liberalismo”, Cuadernos. Congreso por la libertad de la cultura, núm. 9, marzo-‐abril 1955, p. 53-‐60; Pedro Grases, “Algo más sobre liberal”, Nueva Revista de Filología Hispánica, núm. 15, 1961, p. 539-‐541; Vicente Llorens, “Nota sobre la aparición de liberal”, Nueva Revista de Filología Hispánica, XII, 1958, p. 53-‐58.
76 Romanticismo, núm. 2, 1984, p. 38-‐46. Puede consultarse en http://www.cervantesvirtual.com/portal/romanticismo/actas_pdf/romanticismo_2/calderone.pdf
28
constitucional (1820-1823)77 de Arthur J. Cullen. A Mª Paz Battaner Arias le debemos el
Vocabulario político y social en España (1868-1873)78. Finalmente Pedro Álvarez de
Miranda publicó en 1992 su obra fundamental Palabras e ideas. El léxico de la Ilustración
temprana en España79.
Al igual que sucedió en otras partes de Europa, esta nueva sensibilidad supuso la
superación de la historia de las ideas: la Ideengeschichte de F. Meinecke, la History of
ideas de A. Lovejoy o la Histoire des ideés politiques de Chevallier y de Touchard. En el
contexto historiográfico actual, la historia de los lenguajes, conceptos y discursos
profundiza las contribuciones de las obras de J. A. Maravall y L. Diez del Corral. La obra
de Maravall presenta importantes puntos en común con los trabajos de Marc Bloch y
Lucien Fevbre en Francia o de Otto Brunner en Alemania, los tres en los años veinte y
treinta del siglo pasado80. En esta búsqueda de los orígenes se llega hasta Ortega y
Gasset, cuya opinión acerca de “la historicidad ineluctable de todo pensamiento político”
coincide en algunos puntos con el contextualismo skinneriano81.
La recepción de la Begriffsgeschichte tampoco ha carecido de críticas a sus
orígenes intelectuales. Muchas llevan hasta Brunner, coeditor del diccionario desde
1972 hasta 1982, año de su fallecimiento. La principal intuición de Brunner que pasó a
formar parte de los presupuestos metodológicos del GG tuvo su origen a finales de los
años treinta, cuando articuló uno de los principios básicos de la historia conceptual: la
idea de que el XIX fue una ruptura radical con el pasado, y no sólo a nivel social, político
y económico, sino también en una dimensión cognitiva.
77 En David Thatcher Gies (coord.), El Romanticismo, Madrid, Taurus, 1989, p. 131-‐139. 78 Battaner Arias, Mª Paz, Vocabulario político y social en España (1868-1873), Madrid, Real Academia de
Historia, 1977. 79 Álvarez de Miranda, Pedro, Palabras e ideas. El léxico de la Ilustración temprana en España Madrid,
Real Academia Española, 1992. 80 Un ejemplo es El concepto de España en la Edad Media (1954), Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 1997 81 Fernández Sebastián, Javier y J. F. Fuentes, “A manera de introducción. Historia lenguaje y política”,
op. cit., pág. 16.
29
La historia conceptual cobraba en el trabajo de Brunner una importancia crucial
como puente para conectar los dos mundos resultantes de la ruptura histórica. Su
trabajo era una doble crítica del liberalismo. Brunner pretendía subrayar con sus
investigaciones la naturaleza contingente del orden liberal-‐burgués del XIX, superado en
los años treinta por el nacionalsocialismo82, por un lado, y la falta de valor explicativo de
la historiografía liberal, que aplicaba retrospectivamente sus categorías al pasado, por
otro83. Aunque Brunner no compartió todos los elementos de la ideología nazi, como,
por ejemplo, el furibundo antisemitismo de sus líderes, no caben dudas de su
complicidad con el régimen, habiendo llegado a solicitar ser miembro del partido nazi84.
Como en muchos otros casos, después de la guerra sus posiciones se modificaron: el
liberalismo pasó de ser un sistema superado a convertirse en el núcleo constitutivo de la
sociedad en el siglo XX85. En ese momento es cuando se orientó hacia la historia social
mediante la inclusión de la noción de estructura en sus investigaciones.
Esta indagación sobre los orígenes de la historia conceptual alemana que sentó
las bases teóricas del GG no extiende necesariamente su lastre al devenir ulterior de este
enfoque. Sin embargo, las críticas al sesgo conservador de esta aproximación no han
abandonado la trayectoria intelectual de la obra posterior. Habermas, por ejemplo,
acusó a Koselleck de “haberse alineado con la revolución conservadora” y de apostar por
la “urbanización de la provincia schmittiana”86.
En España Faustino Oncina escribía que “Reinhart Koselleck y su proyecto
intelectual han adquirido un inusitado y creciente lustre entre nosotros” para, a
continuación, matizar que a pesar de una recepción positiva “han dejado su estela de
manera diferida, acaso porque su irrupción por estos lares a mediados de los sesenta
pudo dar la impresión, no del todo infundada, de estar ideológicamente amañada”87.
82 James Van Horn Melton, “Otto Brunner an the Ideological Origins of Begriffsgeschichte”, en: Lehmann,
Harmut y Richter, Melvin (eds.), The meaning of Historical Terms…, op. cit., pág. 22. 83 Ibíd., pág. 26. 84 Ibíd., págs. 28-‐29. 85 Ibíd., págs. 30-‐32. 86 “Crítica de la filosofía de la historia” (1960), en Perfiles filosófico-políticos, Madrid, Taurus, 1975, págs.
384-‐386. Citado en Oncina, Azafea, pág. 184. 87 Oncina, Faustino, “Historia conceptual, Histórica y modernidad velociferina: diagnóstico y pronóstico
de Reinhart Koselleck”, en: Isegoría, nº 29, diciembre 2003, pág. 225.
30
Previamente el mismo autor ya había hecho una referencia al sesgo conservador de
algunos de los presupuestos de Koselleck, siguiendo la crítica de Jürgen Habermas
acerca de su idea negativa sobre la naturaleza de la Ilustración. Unos presupuestos que,
por otra parte, Koselleck modificó, como indicó Melvin Richter, en la voz Crisis del GG88.
El diccionario Geschichtliche Grundbegriffe continuó, según Oncina, con la idea ya
expuesta en Kritik und Krise en el sentido de que somos el producto de aquel proceso
histórico. Es decir, la Sattelzeit impregna nuestro vocabulario actual. Critica en definitiva
a Koselleck por no haberse “atrevido a entablar una discusión sobre su proceso de
autoconstitución”89.
88 Koselleck, R., “Krise”, en, Geschichtliche Grundbegriffe…”, op. cit., vol. 3, págs. 651-675. 89 Ibíd., pág. 233. Faustino Oncina ha mostrado un interés especial por la historia conceptual,
combinando la faceta de traductor con la de articulista sobre cuestiones conceptuales. Una de sus últimas aportaciones es la de haber editado la obra colectiva Teorías y Prácticas de la Historia Conceptual, Madrid-‐México, CSIC, 2009.
31
2. Apuntes metodológicos
Al abordar la investigación de un concepto concreto se plantean dos posibilidades
sobre cómo enfocarlo desde una perspectiva temporal. En principio, el estudio puede ser
sincrónico o diacrónico. En el primer caso, prima el análisis del uso de un término en un
lapso de tiempo reducido; en el segundo, el marco temporal se amplía pudiendo abarcar
desde algunas décadas hasta siglos.
El primer enfoque ofrece algunas ventajas innegables frente al segundo. La
restricción a un período breve permite un estudio más detallado de la utilización del
concepto y de su campo semántico, así como de su situación concreta en la red de
conceptos a la que aparece ligado. La perspectiva diacrónica, sin embargo, hace posible
la comprensión de procesos lingüísticos vinculados a los cambios sociopolíticos a medio
y largo plazo. Podría afirmarse que se pierde capacidad de detalle a cambio de un mayor
conocimiento sobre el papel de los conceptos en los procesos históricos longue durée.
Sin embargo, centrarse en el enfoque diacrónico no implica necesariamente obviar la
importancia de lo sincrónico.
La simultaneidad de lo no simultáneo [Gleichzeitigkeit des Ungleichzeitigen]
expresa una idea según la cual conviven en los conceptos significados antiguos con otros
modernos. Recurriendo a una analogía geológica, este enfoque muestra la disposición en
capas superpuestas de las diversas experiencias y expectativas reunidas en un mismo
concepto. Es decir, lo diacrónico y lo sincrónico se entrelazan90. Sobre esta idea volvió
Koselleck años después tras exponerla en su introducción. Una exégesis sincrónica debe
tener en cuenta los mecanismos que han provocado que un concepto se utilice de un
modo determinado, lo que obliga a considerarlo diacrónicamente dado que todo autor es
heredero de unas fuentes lingüísticas previas compartidas por el escritor u orador y el
lector o el auditorio.
90 Koselleck, R., Einleitung al GG, pág. XXI. Esta cuestión también la explica Elías Palti en su introducción
a Los estratos del tiempo, libro en el que Koselleck se ocupa de esta cuestión.
32
En ocasiones los resultados mostrarán que el concepto ha permanecido
básicamente inalterado, mientras que en otros casos se habrá alterado su significado o
simplemente no se habrá utilizado91. Los términos, la realidad sociopolítica y la
intencionalidad de los hablantes se conjugan para dar lugar a los conceptos, que no son
susceptibles de ser definidos, sino sólo explicados como causa y efecto de los procesos
históricos: “alle Begriffe, in denen sich ein ganzer Prozess semiotisch zusammenfasst,
entziehn sich der Definition; definierbar ist nur das was keine Geschichte hat”92.
La primera delimitación obligada de este trabajo es, por tanto, de carácter
temporal. La investigación abarca los dos primeros tercios del siglo XIX, aunque se
presta también atención al uso de partido a finales del siglo XVIII. De este modo se
asume que la premisa teórica de la Sattelzeit es aplicable a España.
El proceso de conversión de la voz partido en un concepto político fundamental
tuvo lugar sobre todo en las décadas que median entre la reunión de Cortes de Cádiz en
1810 y la revolución de 1868. Durante esos casi sesenta años se asentaron los
principales rasgos semánticos que todavía en la actualidad definen el significado de
partido. Más allá de la sempiterna polémica que ha acompañado al concepto de partido
hasta el día de hoy, su carácter irreemplazable hacía difícil concebir una realidad política
sin partidos. Prueba de ello es su presencia en regímenes, sobre todo del siglo XX, que
rehuían expresamente cualquier vinculación con el régimen liberal.
La cultura política que alumbró el concepto moderno de partido vio como este
contenedor de significados no homogéneos se separaba de ella para ser utilizado en
discursos que directamente se le oponían. La autonomía que ganó el concepto se explica
por la sucesiva sedimentación de líneas semánticas concurrentes aplicables a distintos
contextos. En el momento en que un concepto adquiere esta polémica consistencia de
significados puede afirmarse que ha logrado superar el estadio adjetivo en que se
encontraba para convertirse en un sustantivo de pleno derecho susceptible de
integrarse en redes conceptuales excluyentes. Sólo así puede entenderse que partido se
91 Koselleck, R., “A Response to Comments…”, op. cit., pág. 63. 92 “Cualquier concepto en el que se resume un proceso semiótico completo escapa de la definición; sólo
puede definirse lo que carece de historia”, Nietzsche, F., Zur Genealogie der Moral, en Sämtliche Werke, vol. 5, Munich, 1993, pág. 317.
33
refiera tanto a un grupo político ínsito en un régimen parlamentario como a un grupo
que monopoliza el control del Estado y pretende identificarse con él, como sucedería en
los regímenes de partido único, uno de cuyos casos más extremos es el partido
nacionalsocialista. Dos concepciones antagónicas designadas con un mismo concepto.
Pero este potencial de uso sólo se revelará en toda su amplitud con el nuevo siglo. El
presente trabajo se limita al periodo en el que estas posibilidades se concretaron en un
concepto en un lugar y en un tiempo determinados, y no aborda sus usos posteriores.
Como indica Koselleck, aunque la historia conceptual se dedica a estudiar el
concepto en su función sociopolítica y no lingüística, para el análisis se utilizan enfoques
lingüísticos93. En este trabajo se utilizará fundamentalmente la perspectiva
semasiológica, que tiene en cuenta todos los significados de una palabra, y se centrará en
las acepciones de carácter sociopolítico. Expresiones como “cabeza de partido” y
“partido judicial” se considerarán no pertinentes para nuestros propósitos y
simplemente se ignorarán. A la primera delimitación del marco temporal se añade así
una segunda de tipo semántico, que limita el campo de significado.
Cambiando la perspectiva, el enfoque onomasiológico, que consiste en tener en
cuenta todos los términos que se utilizan para designar un mismo estado de cosas,
conlleva una extensión del campo de estudio. La razón de aplicar la perspectiva
onomasiológica obedece al aspecto relacional del lenguaje. No es necesario incidir en
que ningún término existe en el vacío, sino que forma parte de un campo semántico en el
que los distintos términos interactúan con el resultado de una transformación recíproca
constante en la que operan tanto procesos de convergencia como de divergencia en el
sentido. En nuestro caso existe una amplia variedad de expresiones utilizadas para
referirse a los partidos: facción, parcialidad, escuela, bandería, pandilla, secta, color,
confederación, comunidad, fracción y otras. El diccionario de la Real Academia de 1791
refleja la pluralidad de denominaciones existente, como se comprueba en la voz facción,
una de cuyas acepciones señala que es “lo mismo que pandilla, parcialidad o partido en
las comunidades o cuerpos”.
93 Koselleck, R., Einleitung, págs. XXI-‐XXII.
34
Las concordancias y discordancias semánticas entre estos términos deben ser
analizadas para la correcta comprensión de la voz partido, sobre todo si se tiene en
cuenta que sus diferencias constituyeron materia de reflexión para los coetáneos. La
variedad de denominaciones refleja en el ámbito lingüístico la inseguridad de los
contemporáneos ante un nuevo fenómeno histórico. Es de ese modo, en palabras de
Koselleck, el indicador de un proceso histórico. Por otro lado, siendo las denominaciones
una parte indisociable de la realidad extralingüística, el posicionamiento a favor o en
contra de la existencia de los grupos políticos no sólo adquiere su reflejo en los matices
de los diferentes términos existentes, sino que estos mismos matices son un factor de
transformación94, factor que contribuye al proceso más general de la progresiva
implantación de los partidos, que tiene un momento clave con el reconocimiento
explícito del derecho de asociación en la constitución de 1869. Los conceptos no sólo son
indicadores, también son factores que establecen posibilidades y límites95.
Como sabemos, el uso diferenciará progresivamente el término partido hasta
convertirlo en un concepto básico del lenguaje político. Sin embargo, no todas las
denominaciones utilizadas por los contemporáneos para designar el entonces incipiente
estado de cosas (estructuras organizativas, prácticas electorales, etc.) que actualmente
conocemos como partido político tienen la misma importancia. Partido va adquiriendo
paulatinamente una primacía en el uso frente al resto de términos con connotaciones en
las que progresivamente predomina un sentido positivo o neutro. Precisamente su
importancia convierte a este término en objeto de reflexiones encaminadas a precisarlo
y deslindarlo de otras voces. Sin embargo, en este proceso de concreción terminológica
por vía de diferenciación no todas las voces mencionadas más arriba merecen el
esfuerzo de su comparación con partido. Parcialidad, por ejemplo, se utiliza de forma
amplia y constante a lo largo de todo el siglo XIX, sin apenas colisionar con partido. Es lo
más cercano a un sinónimo perfecto que tenemos. Por el contrario, escuela, bandería y
facción, con connotaciones negativas, neutras en el mejor de los casos, como sucede con
escuela, se contraponen a partido -‐especialmente facción-‐. 94 Ibíd., pág. XIV. 95 Koselleck, R., Futuro pasado, op. cit., pág. 118.
35
Ninguno de los términos que acabamos de enumerar es una creación genuina del
siglo XIX; algunos poseen una historia milenaria. Sin embargo, el concepto partido
presenta un fuerte desplazamiento semántico en relativamente poco tiempo, lo que
permite considerarlo como un neologismo de sentido. En la medida en que los demás
términos del mismo campo semántico sufren cambios similares, también se
considerarán neologismos de sentido.
Se ha afirmado que lo fundamental en el lenguaje sociopolítico es el juego de
connotaciones en el nivel del significado. Lo característico a su vez de estas
connotaciones es su valor o valores emotivos, que se desarrollan a partir del núcleo
fundamental del significado. Suelen ser matices de naturaleza no lingüística que van
asociados al significado sin formar parte directa de él. Su uso reiterado puede convertir
ese matiz asociado en parte de su contenido semántico, de forma que “el estudio del
aura connotativa puede facilitarnos la clave del cambio”96.
De este modo palabras que aparecen inicialmente vinculadas a una determinada
visión sociopolítica pueden sufrir un proceso de enriquecimiento semántico que termina
por dar lugar a su aceptación general por la mayoría de la sociedad. En este sentido,
desde el campo liberal las voces utilizadas para conceptualizar el nuevo orden de cosas
se cargaron de valores positivos, en tanto que las asociadas al antiguo régimen se
colorearon peyorativamente. Este proceso fue perdiendo fuerza a lo largo del siglo XIX,
de forma que en La Gloriosa muchas palabras antes adscritas a un grupo concreto
formaban ya parte del vocabulario común97.
El XIX se caracterizó por ser un “litigio de connotaciones”, de politización de los
vocablos98. Una de las consecuencias más inmediatas que se derivan del estrechamiento
96 García Godoy, María, El léxico del primer constitucionalismo español y mejicano (1810-1815), Granada, Diputación de Granada – Diputación de Cádiz, 1998, págs. 53-‐54. García Godoy sigue en su argumentación a Eugen Coseriu.
97 Ibíd., págs. 54-‐55. García Godoy cita a Battaner, quien señalaba cómo el vocabulario liberal estaba en sus inicios restringido a un estrecha franja de la población en: Battaner, Vocabulario…, op. cit. pág. 241.
98 Ibíd., pág. 55.
36
del significado de un concepto en sentido positivo, aunque cabría decir lo mismo del
proceso opuesto, es la correlativa pérdida de su carácter polémico. Llegado a este punto
el concepto, siguiendo a Koselleck, habría dejado de ser tal al perder una de sus
principales características: la concurrencia de sentidos opuestos conviviendo en su
lecho léxico.
La pregunta que podemos hacernos es hasta qué punto todo esto es aplicable al
concepto de partido. En principio no parece ofrecer dudas la extensión de la voz partido
y su uso generalizado siguiendo en sus rasgos fundamentales unas mismas coordenadas
semánticas. Más dudoso, en cambio, es diagnosticar a partir de esta evidencia su muerte
como concepto político fundamental, como subrayaba Jörn Leonhard en el caso del
concepto de liberalismo. Este concepto habría perdido la cualidad polémica inherente a
todo concepto político y social fundamental debido a su popularización, universalización
e historización99.
Al contrario de lo que sucede con otros conceptos, el reconocimiento del papel
irreemplazable de los partidos en los sistemas representativos, concepción que se fue
asentando con esfuerzo durante el siglo XIX, no consiguió borrar una sombra de duda y
desconfianza acerca de su naturaleza. Una serie de connotaciones negativas de carácter
emotivo pervive tras casi dos siglos de experiencia parlamentaria, que no ha conseguido
eliminarlas. El éxito de otros conceptos, lo que no elimina su productiva ambigüedad,
contrasta con el del término partido.
Con sus rasgos semánticos básicos bien definidos y generalizados entrado el
último tercio del siglo XIX, lo que debería haberlo desplazado del campo de la reflexión y
preocupaciones polémicas, el concepto partido sigue alimentando virulentas invectivas
y un constante y correlativo esfuerzo de reafirmación del contenido semántico frente a
los ataques.
La causa de esta interminable controversia bien podría encontrarse en la propia
naturaleza del concepto, que difiere de la de aquéllos cuya creciente abstracción e
ideologización favorece un proceso de aceptación o negación in toto. Conceptos como
99 Leonhard, Jörn, Liberalismus. Zur historischen Semantik…, pág. 568.
37
democracia, liberalismo, socialismo, sin pretender negar la riqueza de sus distintos
estratos semánticos, comparten un potencial holístico del que carecen otros conceptos
de naturaleza más instrumental.
El estado de cosas referido con la voz partido no encierra la posibilidad de
articular un discurso completo capaz de dar cuenta de la multiplicidad de las
circunstancias sociales y políticas en un nivel meramente lingüístico. No puede
clausurarse lógicamente. Es un concepto que carga con la culpa original de su sentido
etimológico: ser una parte. Esa parcialidad, la constante reiteración de que el partido
alude a una fragmentación irreductible de la realidad y de su comprensión explica en el
plano lingüístico la persistente adherencia de una emotividad negativa, fruto de la
incomodidad que genera la incertidumbre en todo ser humano.
La incapacidad de los conceptos para generar un marco de comprensión básico
que dé respuestas a la presencia de una realidad proteica, de una terminología capaz de
alcanzar las sombras proyectadas por los pliegues de la realidad, esto es, de la necesidad
del hombre de un sostén interpretativo sobre el que repose su existencia, papel que,
para Blumenberg, cumplen las metáforas100, adquiere una visibilidad especial en el caso
de la voz partido. Por eso las connotaciones negativas no terminan de desaparecer a lo
largo de todo el periodo analizado, predominando sobre las positivas.
A otro nivel, la dimensión práctica de los partidos en los sistemas parlamentarios
les sitúa en el centro de la lucha pública por el poder y de la polémica que lleva asociada.
Su implicación es demasiado central como para que puedan escapar indemnes a la
crítica de sus actividades. De la censura de las diferentes acciones concretas de los
partidos es fácil pasar a la de la naturaleza del propio concepto.
La conclusión obvia es que, mientras que conceptos como liberalismo y
democracia casi han muerto de éxito, partido sigue siendo un concepto fundamental y,
por tanto, polémico. Es decir, objeto de discusiones acerca de su utilidad y de la
naturaleza de su definición con una intensidad de la que carecen los debates actuales en
torno a los sentidos de democracia o liberalismo, restringidos a ámbitos más reducidos y
100 Blumenberg, Hans, Paradigmas para una metaforología, Madrid, Trotta, 2003, pág. 47.
38
que en todo caso no suelen poner en duda la bondad de su significado. No se niega la
pervivencia de un rescoldo polémico, que en el caso de partido sigue siendo una llama.
Hemos visto como el término partido forma parte de un grupo de términos que
denotan divisiones políticas. Sin embargo, su relación con otros términos está lejos de
agotarse en este sentido. Su inserción en un contexto determinado le pone
necesariamente en contacto con otros conceptos pertenecientes a redes semánticas
diferentes, aunque relacionadas.
Los desplazamientos intrasistémicos en una red de conceptos conlleva la
modificación de los conceptos que se integran en ella. Así sucede, por ejemplo, con
parlamento/parlamentarismo, bien común, opinión pública, interés, oposición y Estado,
por nombrar sólo algunos de los conceptos más relevantes de la red conceptual de la
que forma parte partido. Del mismo modo que el concepto debemos concebirlo como un
ente procesual, que se modifica a través del tiempo, también la red conceptual sufre
modificaciones en las que la posición relativa entre los distintos conceptos varía. La
importancia de cada término puede aumentar o mermar hasta casi desaparecer y
quedar como un residuo de discursos pretéritos.
En lo relativo a la estructuración del trabajo, se ha seguido un criterio
cronológico. Los capítulos se ajustan sobre todo a los principales períodos en que se
subdivide habitualmente la historia política de la España del siglo XIX. En aquellos casos
en los que se ha preferido relegar el criterio cronológico, ha prevalecido el interés que
para un estudio del concepto de partido tiene la obra de un determinado autor. Esto
sucede, por ejemplo, con el texto de Andrés Borrego titulado “De la organización de los
partidos en España”, publicado en 1855, cuya importancia en el desarrollo del concepto
estudiado supone un punto de inflexión en la reflexión sobre los partidos y justifica, por
tanto, el utilizar su fecha de publicación como criterio para la división de dos capítulos.
39
En cuanto a las fuentes utilizadas, destacan las fuentes hemerográficas, las actas
de los Diarios de sesiones y los folletos, que se caracterizan, como escribió Sánchez
Agesta a propósito de Andrés Borrego, por ser “frecuentemente desaliñados, como
hechos con retazos de artículos de fondo, tienen siempre una intención polémica
actual”101.
La bibliografía sobre los partidos políticos y su historia es inabarcable. Ya en los
inicios de la Ciencia Política moderna estas agrupaciones se convirtieron en uno de los
objetos preferentes de sus análisis. Las contribuciones, que arrancaron con los trabajos
de Ostrogorsky, Robert Michels y Max Weber a principios del siglo XX, vivieron un
momento especialmente prolífico a partir de mediados de ese siglo. Entre las
aportaciones más importantes se encuentran las de autores tan conocidos como Maurice
Duverger, Klaus von Beyme, Arend Lijphart, Sigmund Neumann, Dieter Nohlen, Angelo
Panebianco, J. LaPalombara, Paolo Pombeni y Giovanni Sartori, entre otros102. La
perspectiva conceptual que aplico en esta tesis asume la importancia del objeto de
estudio tratado por los anteriores autores y pretende complementar sus aportaciones,
centrando el esfuerzo no tanto en las estructuras organizativas y la tipología de los
partidos y sistemas de partidos como en la articulación lingüística de esa realidad
empírica y en los límites y posibilidades conceptuales y materiales que conllevaron sus
desplazamientos semánticos.
101 Sánchez Agesta, Luis, Prólogo a la obra de Oliva Marra-‐López, Andrés, Andrés Borrego y la política
española del siglo XIX, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959, pág. 15. 102 Ostrogorski, M., La democracia y los partidos políticos, Madrid, Trotta, 2008; Weber, Max, Economía y
Sociedad, México, Fondo de Cultura Económica, 1994; Michels, Robert, Los partidos políticos: un estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, Buenos Aires, Amorrortu, 1969; Beyme, Klaus von, Los partidos políticos en las democracias occidentales, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas / Siglo XXI, 1986; Duverger, Maurice, Los partidos políticos, México Fondo de Cultura Económica 1957; Lijphart, Arend, Las democracias contemporáneas: un estudio comparativo, Barcelona, Ariel, 1998; Nohlen, Dieter, Sistemas electorales y partidos políticos, México, Fondo de Cultura Económica, 2004; Neumann, Sigmund, Partidos políticos modernos: iniciación al estudio comparativo de los sistemas políticos, Madrid, Tecnos, 1965; Panebianco, Angelo, Modelos de partido: organización y poder en los partidos políticos, Madrid, Alianza Editorial, 1990; LaPalombara, J., y M. Weiner, Political Parties and Political Development. Princeton: Princeton University Press, 1996; Pombeni, Paolo, Partiti e sistemi politici nella storia contemporanea (1830-1968), Bolonia, Il Mulino, 2006; Sartori, Giovanni, Partidos y sistemas de partidos, Madrid, Alianza editorial, 1980.
40
De gran ayuda han sido los trabajos pioneros en el estudio del uso de la voz
partido en su sentido político llevados a cabo desde hace una década por el Diccionario
político y social del siglo XIX español con su entrada de la voz partido, y las sucesivas
contribuciones de Ignacio Fernández Sarasola, que dedicó a esta voz una serie de cuatro
artículos que desembocaron finalmente en la publicación de un excelente libro103.
103 Sobre el concepto de partido a finales del XVIII y en la primera mitad del siglo XIX Fernández Sarasola
ha escrito dos artículos: “La idea de partido en España: de la Ilustración a las Cortes de Cádiz (1783-‐1814)”, en http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/00365085489969551867857/index.htm y “Los partidos políticos en el pensamiento español (1783-‐1855)”, en Revista electrónica de Historia Constitucional, nº I, junio 2000 (http://constitución.rediris.es/revista/hc/index.html). La relación entre el constitucionalismo y los partidos se aborda en “Idea de partido y sistemas de partidos en el constitucionalismo histórico español”, en Teoría y realidad constitucional, nº 7, 2001, págs. 217-‐235. Por otro lado, en “La idea de partido político en la España del siglo XX”, en Revista española de Derecho Constitucional, nº 77, 2006, págs. 77-‐107, se ocupa brevemente de la segunda mitad del XIX. El libro que recoge el fruto de una década de interés por los partidos se ocupa de los siglos XIX y XX. Los partidos políticos en el pensamiento español. De la Ilustración a nuestros días, Madrid, Marcial Pons, 2009.
41
I. La cuestión de los partidos a finales del siglo XVIII y durante
el constitucionalismo gaditano (1780-1814)
A) La noción de partido antes de las Cortes de Cádiz
El diccionario de la Real Academia de 1791 refleja la pluralidad de
denominaciones existente en este campo semántico como se comprueba en la voz
facción, una de cuyas acepciones señala que es “lo mismo que pandilla, parcialidad o
partido en las comunidades o cuerpos”. A estos términos se añaden entre otros
bandería, secta y escuela. Son todos ellos términos antiguos que dotándose de matices
nuevos se convierten en neologismos de sentido. Como sabemos, el uso diferenciará
progresivamente el término partido del resto. Sin embargo, no todas las denominaciones
utilizadas por los contemporáneos para designar el entonces incipiente estado de cosas
que actualmente conocemos como partido político tienen la misma importancia. Partido
adquiere desde el primer momento una primacía en el uso, frente al resto de términos
con connotaciones en las que progresivamente predomina un sentido positivo o neutro.
Lo que es aplicable al concepto de partido puede extenderse desde una
perspectiva onomasiológica a los términos referidos al mismo estado de cosas, como
parcialidad, facción, secta; ninguno de ellos se refiere específicamente a grupos
políticos104.
La voz partido no se limita en este período a designar una división política; su uso
se extiende a cualquier división con independencia de su ámbito de aplicación –religión,
104 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos en el pensamiento español, Madrid, Marcial Pons,
2009, pág. 25.
42
filosofía, literatura-‐105. Lo mismo sucede con la expresión “espíritu de partido”. Sin
embargo, la frecuencia de su uso no es correlativa a la amplitud del ámbito de su
aplicación. Hay evidentes reticencias a la hora de aplicar el concepto a las
confrontaciones que se observan en la España dieciochesca. En este sentido, reformistas
y apologistas no utilizaron a finales del XVIII el término partido para denominarse. Sus
enfrentamientos carecían además de trascendencia política porque en España no se
daban las condiciones adecuadas para el surgimiento de partidos: no había pluralidad
religiosa como en Inglaterra, hecho clave para la aparición de whigs y tories, por un lado,
ni tampoco había instituciones representativas, por otro. La renovación de la teoría del
Estado en el XVIII implicó, en definitiva, la teorización sobre las formas de gobierno. Los
autores más influyentes como Voltaire, Montesquieu, Mably, Rousseau, Locke,
Bolingbroke, Hume, Blackstone, De Lolme, Filangieri y John Adams. La influencia de
estos autores provocó una reacción en defensa de lo nacional de la mano de los
apologistas, a cuya cabeza estaba Forner106.
Las primeras menciones a partidos políticos tienen lugar a finales del XVIII. No
hay en esta etapa un uso connotado de forma especial negativamente, predomina más
bien un uso descriptivo, neutro. El aspecto negativo de la división suele expresarse
preferentemente mediante la expresión “espíritu de partido”, que se asocia al amor
propio, también llamado en un artículo sobre los diferentes espíritus con los que se
analizan las cosas “espíritu preocupado”, expresión que en esta época equivalía a
prejuicio. En este artículo el espíritu preocupado se vincula con la pasión y para el autor
es equivalente al espíritu de secta o de partido107. Los obstáculos que tuvieron que
superar los partidos fueron más teóricos que prácticos. Cuando su existencia ya era una
necesidad para el buen funcionamiento del sistema, su percepción teórica aún era
ambigua. Predominaba el rechazo en los primeros momentos del liberalismo debido a su
individualismo y a la idea de voluntad general. Concepción que difería del enfoque más 105 En el Correo de Madrid (o de los ciegos), por ejemplo, se utiliza negativamente el término en un
artículo sobre el mundo del teatro: “Que el pueblo jamás sigue la razón sino el partido, es una proposición aeterne veritatis”, nº 109, 07-‐11-‐1787. En este periódico el sintagma “espíritu de partido” aparece también con relativa frecuencia.
106 Fernández Sarasola, Ignacio, “La idea de partido en España: de la Ilustración a las Cortes de Cádiz (1783-‐1814)”, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, http://bib.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/00365085489969551867857/index.htm
107 Correo de Madrid (o de los ciegos) 09-‐02-‐1789.
43
extendido en la Ilustración. Esta divergencia responde a los distintos conceptos vigentes
de constitución108.
La razón del predominio de la perspectiva descriptiva radica en la frecuente
utilización del término en referencia a contextos distintos del español. Por prioridad
cronológica, el primer contexto de atención lo constituye obviamente Gran Bretaña, a la
que sigue Francia una vez iniciado el proceso revolucionario y, en menor medida,
Estados Unidos. Con estos últimos se observa un aumento del uso negativamente
connotado. La percepción de los partidos en una época tan temprana y en un contexto en
el que las condiciones esenciales de su desarrollo material estaban ausentes se vio
favorecido por el predominio que en este período tenía el concepto aristotélico de
constitución109.
Las alusiones a los partidos ingleses no son, sin embargo, todo lo frecuentes que
cabría esperar en los artículos periodísticos que se dedican a informar de Inglaterra en
un momento histórico en el que su sistema político se estaba dotando de los elementos
básicos de un régimen parlamentario de gobierno. No puede alegarse un
desconocimiento del constitucionalismo británico en la España del siglo XVIII. La
pregunta que a continuación debe formularse gira en torno a la interpretación
constitucional que efectivamente se recibió.
108 Fernández Sarasola, Ignacio, “La idea de partido en España: de la Ilustración…”, op. cit. 109 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 26.
44
1. Los partidos en el pensamiento político británico y su
recepción en España
La idea predominante en la propia Inglaterra en esta época consistía en
considerar la constitución como el producto de las normas jurídicas aprobadas a raíz de
la Revolución de 1688, tanto las aprobadas por el Parlamento (Statute Law) como las
que procedían del Common Law. Se privilegiaba de este modo una imagen teórica frente
a la atención a la práctica real. La doctrina del XVIII vio en la división y equilibrio de
poderes la esencia de la constitución inglesa garantizando la libertad civil y la política.
Esta interpretación, conocida por el nombre de monárquico-‐constitucional, fue la que
llegó a España. A este factor se sumó el hecho de que fuese Locke, que dio forma a la
“doctrina de la monarquía mixta y equilibrada”, el publicista más conocido en España
durante el siglo XVIII y comienzos del XIX110. Un influjo que se calificó de viraje decisivo
en la historia de la cultura española aunque las primeras noticias de sus ideas políticas
se recibiesen a través de los enciclopedistas, Diderot, Montesquieu, Turgot y Rousseau
entre otros, todos ellos deudores de su pensamiento111.
Este esquema interpretativo se vincularía hasta el último tercio del XVIII con la
doctrina de la constitución mixta, es decir, con la idea de la combinación de las tres
formas de gobierno simples: democracia, monarquía, aristocracia. Al elemento orgánico-‐
funcional se sumó, por tanto, el social112. Puede afirmarse, por tanto, en resumen, que la
110 Varela Suanzes, Joaquín, “El debate sobre el sistema británico de gobierno en España durante el
primer tercio del Siglo XIX”, Biblioteca virtual Miguel de Cervantes Saavedra, Universidad de Alicante, 2005, http://www.cervantesvirtual.com/obra-‐visor/el-‐debate-‐sobre-‐el-‐sistema-‐britnico-‐de-‐gobierno-‐en-‐espaa-‐durante-‐el-‐primer-‐tercio-‐del-‐siglo-‐xix-‐0/pdf/
111 L. Rodríguez Aranda, “La recepción y el influjo de las ideas políticas de John Locke en España”, Revista de Estudios Políticos, págs. 115-‐130, nº 76, 1954, págs. 115-‐116.
112 Fernández Sarasola, Ignacio, “La idea de la constitución <real> en Gran Bretaña”, Fundamentos, pág. 363-‐398, nº 6, 2010, pág. 369.
45
influencia de las ideas inglesas en el constitucionalismo español es evidente,
especialmente en el caso de Locke113.
Junto a él Montesquieu influyó decisivamente en la concepción que se tuvo del
sistema inglés. En El Espíritu de las leyes dedicó el capítulo VI del libro XI, que lleva el
título de “Constitución de Inglaterra” a describir la división de poderes. Montesquieu
tomó directamente de Locke y de Bolingbroke la doctrina de la monarquía mixta y
equilibrada, lo que explica su crítica de la vinculación entre gobierno y mayoría
parlamentaria concebida como una degradación de la Constitución inglesa. Pasó por
alto, por tanto, características básicas del funcionamiento del sistema político británico
como son la figura del Primer Ministro y la responsabilidad política del Gabinete. Lo
llamativo es que en cambio prestase atención a los dos partidos políticos y valorase su
papel en el sistema político. Este aspecto, que no recibió la misma atención que las
críticas al sistema parlamentario, lo desarrolla en el capítulo XVII del libro XIX titulado
“Comme les lois peuvent contribuer á former les moeurs, les manières et le caractère d'une
nation”114.
Autores como Edmund Burke, que ofrecían una visión más apegada al
funcionamiento real del sistema, eran menos conocidos entre nosotros. No obstante, no
puede hablarse de un desconocimiento total de la constitución material tal y como
atestiguan las fuentes españolas citadas. En cualquier caso, la realidad inglesa se
percibía, desde la perspectiva de la constitución aristotélica, como un hecho particular y
no se pensaba en su posible aplicación a contextos distintos. La misma imagen de la
constitución inglesa la transmitieron otros autores igualmente conocidos en la península
como Bolingbroke, De Lolme y Blackstone115. También Paley y Hume, aunque siguieron
fundamentalmente la misma línea interpretativa, añadieron algún elemento relativo al
funcionamiento práctico y de carácter, por tanto, extrajurídico. De especial importancia
era la influencia que ejercía el monarca en el sistema político mediante el nombramiento
113 Moreno Alonso, Manuel, “Sugerencias inglesas para unas Cortes españolas”, Materiales para el estudio
de la Constitución de 1812, Cano Bueso, Juan (ed.), Parlamento de Andalucía, Sevilla, 1989, págs. 499-‐520. También conviene consultar a este respecto el artículo de Rodríguez Aranda, “La recepción y el influjo…”, op. cit., págs. 115-‐129.
114 Varela Suanzes, Joaquín, “El debate sobre el sistema británico de gobierno…”, op. cit. 115 Ibíd., págs. 15-‐16.
46
de Lores afines a él, un medio no recogido en el statute law. Sus efectos, sin embargo,
lejos de ser negativos contribuían al buen funcionamiento del sistema. Había otros que,
en cambio, eran concebidos en términos negativos, como era el caso de los partidos
políticos en Hume y en Daniel Defoe –especialmente en On government by parties de
1723-‐. Para Defoe, los partidos eran un peligro para la constitución, en concreto para la
prerrogativa regia de escoger a sus ministros en función del peso de los partidos en los
Comunes. Bolingbroke, fue quien más teorizó sobre este aspecto distorsionador del
equilibrio constitucional116.
Las ideas sobre los partidos en Inglaterra anticipan algunos de los principales
ejes que articulan la evolución del debate en torno a este término en España (diferencia
partido-‐facción, papel del interés, etc.…), de ahí la pertinencia de incluir una sucinta
exposición en la que se describan los rasgos básicos del pensamiento elaborado en el
siglo XVIII a través de tres de sus autores más representativos.
Una de las reflexiones más importantes por sus consecuencias que tuvo lugar en
Inglaterra giró en torno a la delimitación del término partido respecto a otros de
significado similar. Como puso de relieve Sartori, etimológica y semánticamente, partido
y facción difieren en el significado. De especial relevancia es que el segundo formase
parte del vocabulario político desde antiguo, mientras que partido sólo en el siglo XVII
comienza a utilizarse de forma significativa con un sentido político117. Este proceso de
politización del sentido de partido está relacionado con la creciente asociación del
término secta, etimológicamente similar, con la religión118. De este modo pasó a ocupar
el espacio semántico que abandonaba secta acercándose a facción hasta convertirse en
una suerte de sinónimos imperfectos. Según Sartori, la diferencia en el uso radicaba en la
referencia. De la lectura de los clásicos ingleses como Bolingbroke y Hume se desprende
que facción se refiere a un grupo concreto en el tiempo y en el espacio, por el contrario,
116 Fernández Sarasola, Ignacio, “La idea de la constitución <real> en Gran Bretaña”, op. cit., págs. 370-‐
371. 117 Sartori, Giovanni, Partidos y sistemas de partidos, op. cit., pág. 18. 118 Ibíd., pág. 19. La expresión de Hume sect of religion es un ejemplo de la ambivalencia del sentido de
secta en el XVIII, Hume, David, Of parties in general (1741), en: Knud Haakonssen (ed.), Political Essays, Cambridge University Press, 1998. Durante la mayor parte de la historia religión y política estaban estrechamente unidas. Es a partir de este período cuando comienzan a separarse de forma más generalizada.
47
partido suele utilizarse como imagen analítica, abstracta para expresar una división119.
Sin embargo, la distinción es lo suficientemente sutil como para permitir un uso
indistinto que se prolongará en ocasiones, como veremos que ocurre en España, hasta
bien entrado el XIX.
En el siglo XVIII los dos términos se usan habitualmente en Inglaterra con un
sentido negativo120, sin embargo, partido presenta una particularidad: su utilización
para referirse al propio grupo. Así, el conocido leveller inglés John Lilburne escribió en
1649 “and for our party there was, by unanimous consent of agents from our friends in and
about London, at a very large meeting”121.
A la crucial concepción burkeana de los partidos le antecede prácticamente un
siglo de reflexiones que desbrozaron el camino a fuerza de buscar una mayor precisión
conceptual, que era necesaria para la comprensión de la realidad política y social de la
época. Basta mencionar que la aparición de los partidos en Inglaterra se vio favorecida
por la introducción de la responsabilidad del Gabinete ante la Cámara de los comunes,
obra de Walpole. Al inicio de ese proceso se encuentra Bolingbroke.
Bolingbroke elabora una distinción entre partido y facción: “el gobierno de un
partido debe siempre terminar en el gobierno de una facción… Los partidos son un mal
político y las facciones son los peores de todos los partidos”122. La diferencia entre
ambos no sólo es de grado. Previamente en su Dissertation upon Parties (1733-‐1734)
señaló que los partidos implican la división en base a principios123. A pesar de la
distinción suele utilizar ambos términos de forma equivalente. Una equivalencia que, sin 119 Sartori, Giovanni, Partidos y sistemas de partidos, op. cit., págs. 19-‐20. 120 La principal razón del rechazo de los partidos en el XVIII es su incompatibilidad con el bonum
commune. 121 Lilburne, John, Legal Fundamental Liberties, en Puritanism and Liberty being the Army Debates
(1647/9) the Clerks Manuscripts with Supplementary Documents, Chicago, ed. A.S.P. Woodhouse, 1951, pág. 347, citado en von Beyme, Klaus, “Partei/Faktion”, en Geschichtliche Grundbegriffe, op. cit., pág. 688.
122 Bolingbroke, The idea of a Patriot King (1738), en The Works of Lord Bolingbroke, Carey and Hart, Filadelfia 1841, v. II, pág. 401. En la siguiente página escribe: “Los partidos, antes incluso de que degeneren en facciones absolutas, siguen siendo diversas cantidades de hombres asociados juntos para determinados fines y con determinados intereses, que no son… los de la comunidad constituida por otros. Un interés más privado o personal llega muy pronto… a multiplicarse y a convertirse en el predominante en ellos… pero ese partido se ha convertido entonces en una facción”, citado en Sartori, Giovanni, Partidos y sistemas de partidos, op. cit., pág. 22.
123 Ibíd.
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embargo, no se produce cuando contrapone el partido del país (country party), del que
forma parte, a la facción de la corte (court faction) lo que no parece ser casual. Es un
recurso que recuerda a Lilburne y que parece apoyar la tesis de que sí percibía una
diferencia lo suficientemente importante como para reservarse el uso de partido para su
propio grupo y utilizar facción para el contrario. Un partido, por otro lado, del que dice
que no es un partido, pues representa a la nación frente a los enemigos de la
constitución. Este partido es el medio para lograr terminar con la división del país124. La
distinción de Bolingbroke entre la justicia moral, “founded in reason”, y la justicia de
partido, esta última “takes its colour from the passions of men, and is another name for
injustice”125, caracteriza a los partidos como consecuencia de la pasión, que se opone a
razón.
Para Hume la actividad de las facciones y partidos, términos que utiliza
indistintamente, también es negativa, “because the influence of factions is directly
contrary to that of laws. Factions subvert government, render laws impotent, and beget the
fiercest animosities among men of the same nation…”126.
Divide las facciones en dos clases: personales y reales. Las primeras se basan en
la amistad personal o en la enemistad entre las partes. Las reales, en una diferencia real
de los sentimientos o intereses. No obstante, las facciones suelen presentar rasgos de
ambas clases en una proporción desigual, lo que permite considerarla de un tipo
concreto. Las facciones personales surgen con mayor facilidad en las repúblicas
pequeñas127. Es habitual que facciones basadas originalmente en diferencias reales sigan
existiendo tiempo después de haber desaparecido éstas en la forma de las facciones
personales128.
A su vez, las facciones reales se dividen en tres clases: de interés, de principios y
de afecto. La primera es para Hume la más razonable de todas. Cita como ejemplo de
124 Ibíd., págs. 22-‐23. 125 Bolingbroke, Letter to Wyndham, letter III (1730), citado en Cotta, Sergio, “La Nascita dell´ Idea di
Partito nel Secolo XVIII”, en Atti Facoltà di Giurisprudenza Università Perugia, LXI, Cedam, 1960, pág. 60.
126 Hume, David, Of parties in general…, op. cit., págs. 34. 127 Ibíd. 128 Ibíd., pág. 35.
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este tipo el intento, que fracasó, de crear en Inglaterra un partido en defensa de los
intereses de los propietarios de tierras y otro de los comerciantes. Los partidos basados
en principios tienen un cariz cualitativamente distinto: “especially abstract speculative
principle, are known only in modern times and are, perhaps, the most extraordinary and
unaccountable phaenomenon, that has yet appeared in human affairs”129. Las diferencias
de principios pueden ser de carácter político o religioso. Especialmente peligrosas
resultan las diferencias religiosas cuando sirven para separar partidos, “in modern times
parties of religion are more furious and enraged than the most cruel factions that ever
arose from interest and ambition”130. Al igual que sucedía con la clasificación más general
entre facciones reales y personales, en la práctica en una facción motivada por
principios religiosos convive un sector basado en el interés con otro basado en
principios. En último lugar están las facciones vinculadas por lazos afectivos a familias o
personas concretas, que pueden también llegar a ser bastante violentas131. Pero los
únicos partidos peligrosos son los que defienden ideas opuestas e incompatibles como,
por ejemplo, las relativas a los principios fundamentales del gobierno o a la sucesión de
la corona132.
El fenómeno de los partidos era percibido entonces con la suficiente intensidad
como para que Hume dedicase un ensayo a describir su surgimiento y desarrollo
concreto en Inglaterra. Ningún gobierno puede eliminar los partidos en Inglaterra
mientras haya una monarquía limitada133. A pesar de ser mayoritaria la opinión
favorable a un gobierno mixto, los pareceres en torno a la amplitud del poder real
difieren. Las diferencias sobre este punto afectan a la naturaleza de la constitución, es
decir, son divergencias basadas en principios que dan lugar a dos partidos: el partido de
la corte (court) y el del país (country)134, que constituyen una suerte de partidos
fundamentales del sistema inglés.
129 Ibíd., pág. 36. 130 Ibíd., pág. 39. 131 Ibíd., págs. 36-‐39. 132 Hume, David, Of the coalition of parties (1758), en: ed. Knud Haakonssen (ed.), Political Essays, op. cit.,
pág. 206. 133 Los partidos se desarrollan más fácilmente en gobiernos libres, Hume, David, Of parties in general, en
ibíd., pág. 34. 134 Hume, David, Of the parties of Great Britain (1741), en: ibíd., pág. 40.
50
Mezcladas con las diferencias de principios se encuentran también las de interés,
que posibilitan que los partidos puedan ser peligrosos y violentos. La mezcla de
principios e intereses de que se componen los partidos no está uniformemente
distribuida entre sus seguidores. En los dirigentes los intereses predominan frente a los
principios, mientras que en el resto del partido la relación es inversa135. Algo parecido a
como veíamos que sucedía en los partidos religiosos.
A pesar de su opinión negativa, Hume considera que la abolición de los partidos
puede no ser acertada en un gobierno libre. Sin embargo, existe una tendencia general a
abolir las diferencias entre los partidos y la coalición, vinculada a la moderación, se
presenta como la solución adecuada.
Aunque este no fuese el caso de Hume, en la década de 1740 muchos autores ya
diferenciaban entre partido y facción, un uso que no reflejaban los diccionarios de la
época. Facción se asociaba con la búsqueda de un cargo y, en caso de que éste ya se
ocupase, dependía de cómo se actuase en él. Partido solía connotar una unión basada en
principios, aunque no estaba generalizada la apreciación de que esos principios
pudieran implicar la búsqueda de un cargo136.
Burke llega más lejos que Hume en sus reflexiones sobre los partidos, a los que se
refiere con frecuencia como conexiones inherentes a un gobierno libre137. Basta
recordar su famosa definición de partido, “un partido es un grupo de hombres unidos
para fomentar, mediante acciones conjuntas, el interés nacional, sobre la base de algún
principio determinado en el que todos están de acuerdo”138.
Se opone a la opinión defendida por el partido de la corte que equipara los
partidos a las facciones139. Una opinión “que han inculcado en todos los tiempos todos
los estadistas inconstitucionales” porque “mientras los hombres están ligados entre sí,
135 Ibíd., pág. 41. 136 Gunn, J.A.W., Factions no more. Attitudes to Party in Government and Opposition in Eighteenth-Century
England, London, Frank Cass, 1972, pág. 25. 137 Burke, Edmund, Observaciones sobre una publicación reciente titulada “El estado actual de la nación”
(1769), en Textos políticos, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1984, pág. 297. 138 Burke, Edmund, Pensamientos sobre las causas del actual descontento (1770), en Textos políticos, op.
cit., pág. 289. 139 Ibíd., pág. 285.
51
se comunican fácil y rápidamente la alarma ante cualquier mal designio”140. Además los
partidos son un medio imprescindible para poder actuar con eficacia en la esfera de la
política y es, por tanto, una obligación del hombre público integrarse en ellos para poder
cumplir con sus cometidos. Burke no concibe otra posibilidad: “cómo pueden los
hombres proceder sin conexiones de ninguna clase, es para mí un hecho
incomprensible”141.
Los particulares pueden evitar tener que identificarse con un partido, y por esa
misma razón, la responsabilidad que se deriva de ocupar un cargo obliga al político a
hacerlo, eso sí, con moderación142. Algunas de las críticas que se hacen a los partidos,
aunque justificadas, como el “espíritu estrecho intolerante y proscriptivo” que a veces
producen en sus miembros y la posibilidad de que degeneren en una facción, no impiden
sostener la idea de que la participación en los partidos es un deber143. Los beneficios que
ofrece superan las consecuencias de sus posibles defectos.
El partido le sirve al político, un filósofo en acción, como un medio para aplicar
sus ideas sobre los fines de la actividad del gobierno. Intentar alcanzar el poder
legalmente es una parte consustancial y legítima de la política. “Esa lucha generosa por
el poder, llevada a base de tales máximas honorables y viriles, se distingue fácilmente de
la lucha mezquina e interesada por los puestos y emolumentos”144.
Es necesario que un partido en el poder controle los puestos de mayor
responsabilidad para facilitar las labores de gobierno “con el predominio de principios
justos y uniformes”145, y que permita a los integrantes del ministerio “deliberar con
confianza mutua y ejecutar lo resuelto con firmeza y fidelidad”146. La claudicación de las
propias ideas frente a las del partido constituye un argumento que Burke también se ve
en la obligación de rebatir, por considerarlo una característica de algunas facciones
cortesanas. La diferencia de criterio, que no desaparece en ningún caso (“los hombres 140 Ibíd., pág. 286. 141 Ibíd., pág. 291. 142 Burke, E., Observaciones sobre una…, op. cit., pág. 297. 143 Ibíd., pág. 287. 144 Ibíd., pág. 289. 145 Ibíd., pág. 304. 146 Ibíd.
52
que piensan libremente, pensarán en distintas ocasiones de modo diferente”147) se ve
atenuada por la propia naturaleza de las cuestiones que se debaten, conectadas en
muchos casos con los grandes principios generales directores de gobierno, que se
supone comparten todos los miembros. “Tiene que haber sido particularmente
desgraciado un hombre al escoger compañía política, si no está de acuerdo con ella
nueve veces sobre diez”148.
En períodos de crisis profundas, como la crisis religiosa y constitucional que
desembocó en la Revolución de 1688, el consenso se convierte en una necesidad.
Cuando Bolingbroke y Hume escribían, los ecos de la inestabilidad aún resonaban en sus
oídos. Burke tenía la ventaja de escribir casi un siglo después en un clima de mayor
estabilidad149. También facilitó el reconocimiento de los partidos en Inglaterra que éstos
no se identificasen con distintas concepciones sobre la legitimidad, al contrario de lo que
sucedió en España e Italia durante parte del XIX150.
Las legitimidades apuntan directamente al modelo de Estado que se proyecta. Es
lógico que, entre otras razones, la concurrencia de modelos alternativos sea más intensa
allí donde el Estado adquirió una mayor importancia material y discursiva. De este modo
la distancia que media entre el contexto inglés y el continental y, por tanto, el distinto
ritmo de la voz partido, se encuentra también relacionado, junto con la existencia de un
sistema parlamentario, con el diferente concepto de Estado que se configura en ambos
discursos políticos. Según Koselleck, “Estado” se convirtió en el cambio de siglo en un
concepto insustituible sin el que la realidad social y política ya no podía ser percibida e
interpretada. Y precisamente por esa razón fue cada vez más discutido. Parte
fundamental de la polémica que envolvió al concepto eran los partidos políticos, ya que
todos ellos, procedentes de los antiguos estamentos, querían construir su propio modelo
de Estado, llevar a cabo sus propios programas151.
147 Burke, E., Pensamientos sobre las causas…, op. cit., pág. 291. 148 Ibíd. 149 Sartori, G., Partidos y sistemas de partidos, op. cit., pág. 28. 150 Von Beyme, Klaus, “Partei/Faktion”, en Geschichtliche Grundbegriffe, op. cit., pág. 689. 151 Koselleck, Reinhart, “Die Geschichte der Begriffe und Begriffe der Geschichte”, en: Begriffsgeschiten –
Studien zur Sematik und Pragmatik der politischen und sozialen Sprache, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2006, pág. 66.
53
En Inglaterra los autores que identificaban la realidad constitucional con la
constitución formal no reparaban en los partidos, sí en cambio los que prestaban
atención a la constitución material152. Blackstone, por ejemplo, en los cuatro volúmenes
de sus Commentaries on the Laws of England no hace referencia a los partidos debido a
que parte de una visión jurídica, atenta, por tanto, a la constitución formal. Algo parecido
sucedería en España con las lecciones que se impartirían en el Ateneo a finales de los
años treinta y principios de los cuarenta del siglo XIX.
La imagen negativa de partido empezó, por tanto, a revisarse a partir de 1770
coincidiendo con el cambio en la percepción de la naturaleza de la constitución británica.
Ya con la dinastía Hannover se habían introducido nuevos elementos: gabinete,
responsabilidad ministerial, progresiva preeminencia de los comunes, elementos a los
que autores como Burke y Paine prestaron atención153. Este enfoque, que parte del
principio de que para conocer la constitución es necesario fijar la atención en las
prácticas, resulta claro a principios del siglo XIX entre los publicistas. Entre los políticos
el debate sobre la diferencia entre ambos niveles se dio fundamentalmente con ocasión
de la discusión sobre la Reform Act, cuya aprobación supuso cambios trascendentales en
el sistema electoral británico, en 1832154. Con todo habrá que esperar hasta mediados
del XIX para encontrarnos con una exposición de la teoría constitucional muy distinta de
la que había sido habitual en los anteriores tratados, una perspectiva que diferenciaba
claramente entre la constitución real y la constitución formal, es decir, entre la práctica
real y la concepción tradicional del sistema político inglés. 1867 constituye una fecha
significativa en esta nueva visión. Ese año se publicaron las obras de Alpheus Todd,
William Edward Hearn y, sobre todo, The English Constitution de Walter Bagehot155.
Volviendo a la situación en la península, se puede afirmar que por encima de la
influencia negativa que pudiese haber tenido la Revolución francesa fundamentalmente, 152 Varela Suanzes, Joaquín, Sistema de gobierno y partidos políticos: de Locke a Park, Madrid, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, 2002, pág. 13. 153 Fernández Sarasola, Ignacio, “La idea de la constitución <real> en Gran Bretaña”, op. cit., págs. 372-‐
373. 154 Ibíd., pág. 381. 155 Ibíd., págs. 386-‐387.
54
el uso negativo comenzó con fuerza con el establecimiento de las Cortes y con los
consiguientes debates parlamentarios. Este aumento de la verbalización del rechazo se
explica en parte por el progresivo desplazamiento del concepto aristotélico de
constitución, sustituido por la contraposición entre dos modelos opuestos, que serían
utilizados por los dos grupos que a grandes rasgos empezaban a tomar forma en las
Cortes de Cádiz. Tanto el concepto de constitución racional-‐normativo del primer
liberalismo como la idea de constitución histórica, defendida, aunque no sólo, por los
realistas, referidas ambas al contexto nacional, excluían la existencia de los partidos en
el suelo patrio. No obstante, aun en esta etapa los partidos siguieron mencionándose en
el caso inglés sin un sentido negativo, tal y como había sido habitual antes de la
Revolución francesa, conservando, por tanto, la noción de constitución aristotélica en las
referencias a este particular contexto. En Cádiz, la concepción racional-‐normativa
propugnada por los liberales y la histórica, por los realistas, terminaron por
sustituirla156. Ninguna de estas últimas tal y como se formularon en esos años
contemplaba la posibilidad de la existencia de partidos. La única división aceptada en el
caso de la constitución histórica era la división en estamentos.
2. Primeras referencias a los partidos en España
La primera referencia extensa a los partidos que encontramos en España es de
Ibáñez de la Rentería en 1783. En ella este autor vizcaíno elabora una temprana
diferenciación entre partido y facción. La razón de que aborde esta distinción se
156 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 25.
55
encuentra en las fuentes de las que bebió y en las que es patente una influencia inglesa
directa o indirecta. Influencia que en cualquier caso le llegó a través de pensadores
franceses como Voltaire y Montesquieu, en los que influyó a su vez Bolingbroke. De estas
fuentes tomó su autor probablemente la diferencia entre partido y facción y la idea de
que el partido debía representar el interés general157.
La importancia de la distinción mencionada radica, desde una perspectiva
conceptual, en la superación de la identidad semántica de ambos términos. El estado de
cosas referido ya no coincide y, por tanto, tampoco la carga significativa que se le aplica.
Se abre así la posibilidad de dotarlos de un contenido significativo como reflejo de la
percepción de una realidad política más compleja.
En todo caso, esa complejidad captada se halla enraizada en un contexto
constitucional muy concreto que excluye su traslación a otro entorno. En España el
sistema más adecuado era el vigente en el momento en que Ibáñez de la Rentería
escribe, la monarquía pura. En el marco de la tradicional clasificación tripartita de las
formas de gobierno, los partidos eran propios de la forma democrática158. Aunque tanto
los partidos como las facciones sacan del letargo a las repúblicas, difieren en sus causas
y efectos. Los partidos, movimientos secretos, según Rentería, intentan conseguir el
poder mediante la persuasión o el soborno en la asamblea159. Aparecen vinculados a las
constituciones republicanas, pudiendo sus efectos ser positivos o negativos.
Son positivos cuando el dirigente no intenta corromper con dinero, cuando los
guía el amor a la patria y hay un buen manejo de los negocios. Por el contrario, su
existencia es negativa en dos casos: si los jefes carecen de inteligencia o buena intención
y cuando los partidos en liza son muchos y opuestos. No obstante, su ausencia en una
república resulta aún más perjudicial. En comparación con los partidos, las facciones se
caracterizan por ser más violentas y tendentes a la crueldad. Cuando entran en acción y
se hacen con el poder, el resultado es la transformación de la república, es decir, la
157 Ibíd., págs. 27-‐29. 158 Fernández Sarasola, Ignacio, “Los partidos políticos en el pensamiento español (1783-‐1855)”, op. cit.,
pág. 102. 159 Fernández Sebastián, Javier, La Ilustración política: las “Reflexiones sobre las formas de gobierno” de
José A. Ibáñez de la Rentaría y otros discursos conexos (1767-1790), Bilbao, Universidad del País Vasco, 1994, pág. 181.
56
alteración de su constitución. Al igual que en los partidos el dirigente es de especial
importancia en las facciones. Fernández Sebastián ya observó que para Rentería los
partidos y facciones se articulan en torno al líder, los principios ideológicos que
destacara Hume o la postura sobre los poderes del Estado de Montesquieu no son los
elementos que cohesionan al partido160. La diferencia fundamental entre partido y
facción radica, por tanto, en el modo de llegar al poder y en el papel del dirigente, que, en
el caso de la facción, guiado por su atrevimiento, habilidad o fortuna pretende subvertir
la constitución de la república. De este modo el resultado también los distingue, ya que
los partidos no sólo no son perjudiciales para el régimen de la república, sino que son
necesarios para “animar su constitución”.
En esa misma época, en un comentario sobre Genovesi, Victorián de Villava
mencionó la existencia de dos partidos en Inglaterra: un partido ministerial y otro en la
oposición, aunque no usaba este término. El enfrentamiento entre ambos resulta
beneficioso para el país: “los continuos debates de los partidos, lejos de debilitar la
constitución, la fortifican”161.
El Duque de Almodóvar sí utilizó en cambio el término de oposición162. La obra
que dedica a describir la constitución de Inglaterra es la primero en España que se ocupa
de los estudios constitucionales. El libro es una traducción de la obra del abate Raynal
con numerosos cambios que modifican de forma importante el original163. Ya ha
quedado suficientemente claro que esta concepción de la constitución británica obvia el
160 Ibíd., pág. 126. 161 Victorián de Villava, Apéndice a la traducción de las Lecciones de comercio o bien de economía civil
del abate Antonio Genovesi, catedrático de Nápoles, traducidas del italiano por don Victorián de Villava, Colegial del Mayor de San Vicente Mártir de la Universidad de Huesca y Catedrático de Código de la misma (1784), en Ricardo Levene, Vida y escritos de Victorián de Villava, Buenos Aires, Peuser, 1946, pág. XXII, citado en Fernández Sarasola, Ignacio, “La idea de partido en España…”, op. cit.
162 Almodóvar, duque de (se publicó con el seudónimo, casi anagrama, de Ignacio Malo de Luque), Constitución de Inglaterra, en: Historia de los establecimientos ultramarinos de las naciones europeas, 1785, tomo II (comprende el Libro III y el Apéndice al Libro III, en el que se encuentra el libro dedicado a Inglaterra), Madrid. Pedro Francisco Góngora y Luján se ocupa en esta obra de las principales características de la constitución de Inglaterra (art. II), las funciones del parlamento (art IV), las facultades de las dos cámaras (art. V) y de la libertad de prensa, considerada como un elemento constitucional clave (art. VI).
163 Él mismo lo reconoce en el prólogo al primer tomo de 1784. García Regueiro ha estudiado la transformación a la que Almodóvar somete el libro de Raynal en “Intereses estamentales y pensamiento económico: la versión española de la Historia de Raynal”, Moneda y crédito, nº 149, 1979, pág. 85.
57
funcionamiento real del sistema político, lo que incluye la existencia y función de los
partidos en el parlamento. Esta dualidad entre teoría y práctica se refleja en el propio
libro. Las referencias a los partidos son escasas, si bien las hay, en los artículos
dedicados a la descripción de la constitución británica. Se menciona, por ejemplo, la
existencia de un “partido de la oposición” y de la elección por la corona de ministros que
hagan frente a esa oposición. Para poder seguir adelante con sus negocios el “Gabinete”
necesita disponer de la mayoría en el parlamento164. Las alusiones aumentan cuando el
Duque de Almodóvar desciende desde el nivel de la teoría al de la práctica, cuando se
ocupa de los cambios ministeriales y de las situaciones políticas concretas. Entonces
alude a la posibilidad de que en ocasiones el Rey se eche en manos de las oposiciones
elevando a sus miembros al Gabinete, lo que se encuentra en la índole de la constitución
inglesa. Un episodio semejante tuvo lugar en 1770, cuando el Marqués de Rockingham
sucedió a Nort pasando del partido de la oposición o whig al de la corte o tory, como es
habitual, aunque en algunos casos los individuos pueden conservar características del
partido anterior. Algo extraño, como reconoce el autor, para quien no comprenda la
constitución inglesa165.
También sobre Inglaterra escribió León de Arroyal, concretamente sobre el
partido de la oposición, al que además consideraba la “principal fuente de la felicidad
inglesa”166. Las referencias a los partidos desaparecieron cuando Arroyal abandonó el
concepto aristotélico de constitución por el racional-‐normativo167. La constitución
aristotélica, postulada en el XVIII, se refería al contexto político, social y económico de
un país concreto permitiendo hablar de los partidos, pero como realidades ajenas a
España, válidas en otros contextos constitucionales. En definitiva, para De la Rentería el
partido que representa el interés general es el que apoya al rey, mientras que para León
de Arroyal, el Duque de Almodóvar y también para Villava el que protege la libertad es el
164 Almodóvar, duque de, Constitución de Inglaterra, op. cit., pág. 68. 165 Ibíd., págs. 132-‐133. El duque de Almodóvar menciona también el escándalo que provocó la
reconciliación de Nort y Fox y la liga que crearon conocida como “coalición”, pág. 148. También utiliza el sintagma “partido ministerial”, pág. 181. Y el término “gefe de partido”, pág. 191. En algún momento usa indistintamente los términos partido y facción, pág. 106.
166 León de Arroyal, Cartas económico-políticas, Universidad de Oviedo, 1971, Parte I, Carta IV, 13 de julio de 1789, pág. 81. Citado en: Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 30.
167 Fernández Sarasola, Ignacio, “Los partidos políticos en el pensamiento español”, op. cit., págs. 104-‐105.
58
de la oposición. Para Arroyal, el monarca y los ministros tienden a la opresión, una idea
que seguiría presente en Cádiz168.
La otra referencia que incitaba a la observación y reflexión sobre los partidos era
naturalmente la Francia revolucionaria. Campomanes (1723-‐1803) distinguió en mayo
de 1792 tres partidos169: el aristocrático o realista, el de los “constitucionistas que
guardan un medio entre la aristocracia y la democracia” y el de los “jacobitas [sic] que
son contrarios a la autoridad real como a la Constitución nueva y por sus principios
libertinos los más dispuestos a la anarquía”.
Jacobitas y realistas estaban en contra de la Constitución, los primeros porque el
rey había visto disminuidas sus prerrogativas y el clero y la nobleza, su poder; los
segundos porque querían una democracia absoluta “o por mejor decir la anarquía
ilimitada”170. La pervivencia de los tres partidos en un contexto en que ninguno fuese
capaz de imponerse a los demás plantearía, según Campomanes, un escenario
especialmente problemático. El gobierno francés carecería en ese contexto de
estabilidad y sería escasa la seguridad acerca del cumplimiento de sus acuerdos con
otros países.
La estabilidad existe cuando las leyes fundamentales en que se apoya la
Constitución de un país son constantes y los principios de su gobierno interior
uniformes171. En Francia, sin embargo, sucedía todo lo contrario. Los “intereses de
partido” se imponían a los dictados de la Constitución, “expuesta a los vaivenes de las
deliberaciones convulsivas” que tienen lugar en una Asamblea dividida en partidos
irreconciliables172. Campomanes constataba que la principal fuente de inestabilidad que
168 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., págs. 30-‐31 169 Rodríguez Campomanes, Pedro, Segundas Observaciones sobre el sistema general de Europa (mayo
1792). En las primeras observaciones ya los menciona, pág. 177. También los llama facciones en las cuartas, pág. 271, Rodríguez Campomanes, Pedro, Inéditos políticos, Oviedo, Junta General del Principado de Asturias, 1996.
170 Rodríguez Campomanes, Pedro, Quartas Observaciones sobre el sistema general de Europa, en: Inéditos políticos, op. cit., pág. 272.
171 Rodríguez Campomanes, Pedro, Segundas Observaciones…, op. cit., pág. 190. 172 Rodríguez Campomanes, Pedro, Quartas Observaciones…, op. cit., pág. 273.
59
reina en Francia eran los jacobitas, que formaban una gran parte de la nación, los llama
la anarquía de Francia, una facción de fanáticos a los que compara con los puritanos de
la época de Cromwell173. Recuperar el orden pasaba por su eliminación “mediante la
reunión de los dos primeros” partidos174. A pesar de un uso ambiguo, intercambiable en
ocasiones entre los términos partido y facción, se aprecia un mayor uso de facción para
designar a los jacobinos, lo que podría interpretarse como indicador de una
diferenciación en cualquier caso vaga, entre partido y facción.
La opinión de Valentín de Foronda (1751-‐1821) a comienzos del XIX (1804)
tampoco es demasiado condescendiente con los partidos. En este período las ideas
políticas y económicas de Valentín de Foronda ya habían evolucionado hacia
planteamientos liberales. Como es habitual en este período, los menciona referidos a un
contexto foráneo, concretamente a los existentes en los Estados Unidos175. Señala la
existencia de dos partidos principales en este país: federalistas y demócratas, a los que
hay que añadir multitud de sectas. Esta división en partidos conduciría a la
revolución176. También reconocía la existencia de un principio de disciplina de partido
en las votaciones pues “los sufragios recaen siempre a favor del asunto que propone el
suyo”177.
El panorama predominante, sin embargo, se caracterizó por la ignorancia al
fenómeno de los partidos según la conocida clasificación de Triepel sobre las distintas
fases por las que atraviesa la aceptación de estas formaciones178. Es el caso de
Jovellanos, uno de los más destacados exponentes de la Ilustración española, que no los
173 Rodríguez Campomanes, Pedro, Segundas Observaciones…, op. cit., págs. 220-‐222. 174 Ibíd., pág. 191. 175 En 1804 fue Cónsul general en Filadelfia, cargo que ocupaba desde 1801. En 1807 pasó a
desempeñar el puesto de Encargado de asuntos económicos del reino de España en Estados Unidos, debido al regreso del embajador a España. Valentín de Foronda fue también miembro de la American Philosophical Society de Philadelphia, fundada por Benjamín Franklin.
176 Hay una recopilación de textos de Foronda en Benavides, M. y Rollán, C., Valentín de Foronda. Los sueños de la razón, Madrid, Editora Nacional, 1984. pág. 437.
177 Ibíd., pág. 436. 178 Triepel, Heinrich, Die Staatsverfassung und die politischen Parteien, Berlin, 1928. Las tres fases por las
que atraviesan los partidos son las de su ignorancia, su reconocimiento y su constitucionalización.
60
menciona a pesar de su conocimiento de los discursos de Pitt y Fox y de su amistad con
el dirigente whig Lord Holland, sobrino de Fox179.
No sólo en los publicistas se encuentran referencias a los partidos. A pesar de su
escaso número, son significativas en la prensa de la época las alusiones a la existencia de
partidos en países distintos a España. Coinciden en sus características, ámbito de
referencia, rasgos semánticos, con las vislumbradas en los autores previamente citados.
Uno de los pocos periódicos existentes en estos años es El Mercurio de España, de
tendencia oficial. Las referencias a los partidos se concentran mayoritariamente en la
sección que dedica a la situación política de Gran Bretaña. De esta forma hay alusiones al
partido del señor Fox180 y al “partido de la oposición”181.
En el contexto inglés y holandés el uso del concepto de partido se produce en el
marco de un sistema parlamentario, lo que condiciona los sintagmas que se fraguan en
torno al término del que nos ocupamos y lo dotan de unos rasgos semánticos claramente
diferenciables de otros usos. Hay, de este modo, en Gran Bretaña un “partido
antiministerial” (11-‐1786) o “partido contrario al ministerio” (01-‐1787), que junto con
su oponente aspira al poder (01-‐1789).
Ambos partidos, el partido ministerial y el de la oposición (03-‐1791 y 06-‐1791),
compiten entre sí en las elecciones (07-‐1790). Se menciona también la existencia de un
partido democrático, al que en las islas se conoce como partido de los levellers (01-‐
1793). En otro periódico se hace una semblanza de Pitt y Fox como “jefes de partido”,
dirigentes respectivamente del partido de la corte y del partido opuesto182. El periódico
en el que se publica este artículo ocupa un lugar especialmente importante en la historia
de la difusión de las ideas sobre el constitucionalismo inglés en España. Editado por
179 Fernández Sarasola, Ignacio, “Idea de partido y sistema de partidos en el constitucionalismo histórico
español”, págs. 217-‐235, Uned, Teoría y Realidad Constitucional, nº 7, 1er semestre 2001, pág. 219. 180 Mercurio de España, marzo de 1785. 181 Mercurio de España, diciembre de 1785. De nuevo referencia al partido de la oposición en enero de
1786 y mayo de 1786. 182 Espíritu de los mejores diarios literarios que se publican en Europa, 21-‐07-‐1787.
61
Cladera, en el Espíritu de los mejores Diarios de Europa vieron la luz textos de Sydney y
de Blackstone183.
Los otros usos a los que se acaba de hacer referencia apuntan en ocasiones a la
asociación de los partidos con grupos que están fuera del sistema, utilización asimilable,
por tanto, con el término de facción, tal y como lo definió Ibáñez de la Rentería, como
sucede en el caso de la alusión a un “partido de negros rebeldes y fugitivos” en marzo de
1786 o al “partido de los rebeldes” en julio del siguiente año. En otros casos su
semántica se asemeja a la noción de una opinión no necesariamente negativa asociada a
una persona, un dirigente o un país, se menciona, por ejemplo, partido ruso enfrentado
al partido patriótico, en Polonia. Una de las diferencias esenciales entre los dos usos
principales es la diferente localización espacial de la acción de las parcialidades.
Mientras que en los casos británico y holandés su acción se sitúa esencialmente en las
asambleas, lo que implica la integración de los partidos en un engranaje político estable,
en el resto el ámbito susceptible de ser ocupado por su actividad es todo el territorio. En
correspondencia con la mayor extensión espacial hay también un enfrentamiento más
radical en el sentido de que las distintas posiciones presentan proyectos esencialmente
incompatibles y, en consecuencia, más proclives a vincularse con contextos de
enfrentamiento violentos.
Esta es la tónica dominante en la descripción de los partidos en Francia
comenzado ya el período de la Revolución francesa. A partir del 1793, empiezan a
aparecer referencias frecuentes a los partidos en Francia. Con la Revolución, por tanto,
la mayoría de las referencias a los partidos se enmarcan en ese nuevo contexto y se
vinculan a la sedición y revolución184.
Los términos como partido ministerial o antiministerial y de la oposición siguen
restringidos al fenómeno inglés. La lucha extremada entre los distintos bandos en pugna
en Francia encuentra su plasmación en la descripción de sus relaciones violentas como
cuando se señala que el partido dominante de la Convención, llamado de la Montaña,
183 Varela Suanzes, Joaquín, “Los modelos constitucionales en las Cortes de Cádiz”, Biblioteca virtual
Miguel de Cervantes Saavedra, http://www.cervantesvirtual.com/obra-‐visor/los-‐modelos-‐constitucionales-‐en-‐las-‐cortes-‐de-‐cdiz-‐0/pdf/.
184 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 31.
62
persigue a los “moderados” (04-‐1793) o se alude a la represión que padece el “partido
que llaman aristocrático” (06-‐1793).
Abundan las referencias a los distintos partidos en liza, se habla así de los
maratistas, del partido de la montaña y de los jacobinos (05-‐1793); apenas dos meses
después al partido jacobino y al de la montaña se añade el partido Girondino o
Brissotino y el partido republicano (07-‐1793). Durante todo este año la voz partido
aparece con mayor frecuencia en el contexto francés que en el inglés. La relativa
estabilización de la situación política en Francia implicó la práctica desaparición de las
noticias sobre sus partidos. Siguen encontrándose referencias a Inglaterra y a la división
política entre ministeriales y oposición. También hay referencias a partidos en otros
países como Alemania, Turquía y Rusia en el sentido señalado previamente.
Como sucede en otros países europeos, en esta etapa finisecular en España
también hay una cierta ambigüedad en el uso de partido por los contemporáneos, que se
prolongará durante buena parte del siglo XIX, entre un sentido vago aplicable a
cualquier grupo reunido en torno a un interés u opinión común y un sentido
parlamentario185.
185 Retat, Pierre, Partis et factions en 1789: émergence des désignants politiques, Mots, 16, 1988, pág. 70.
Para el caso alemán Beyme ha escrito que en el siglo XVIII comenzó a asentarse en Alemania, junto a un uso peyorativo, la voz partido con un sentido general al que podían darse contenidos de distinto tipo. A finales del XVIII también apareció la palabra partido o facción con un sentido “intraconstitucional” en referencia a Inglaterra, Beyme, Klaus von: “Partei/Faktion”, en Brunner, O., Conze, W., Koselleck, R.: Geschichtliche Grundbegriffe: historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Stuttgart, Klett-‐Cotta, 1972-‐1997, pág. 687.
63
B) El concepto de partido en las Cortes gaditanas
1. Contexto teórico y material. La cuestión de la articulación de
poderes.
“Casi todos los partidos tienen un origen político disidente frente al sistema de
normas y comportamientos vigentes en un momento dado”186. Puede sostenerse que
esta afirmación de Beyme conserva su validez aplicada al caso que nos ocupa. Fueron
liberales los que más reflexionaron sobre el concepto de partido en España, lo que
respondía a la necesidad de encontrar términos para designar el nivel material de una
realidad organizativa que se desarrollaba en un proceso caracterizado por la adquisición
de una creciente conciencia de constituir un grupo ideológicamente diferenciado. Sin
embargo, habrá que esperar hasta la regencia de María Cristina para que esa reflexión
comience a ser significativa. El primer período constitucional no sería un suelo fértil
para la teorización sobre los partidos.
En un primer acercamiento resulta paradójico que en el siglo XVIII se hablase
sobre los partidos, mientras que, por el contrario, en las Cortes de Cádiz éstos apenas se
mencionen. Alcalá Galiano recuerda en sus memorias que no se habló de libertad de
reunión en Cádiz187. Para Fernández Sarasola, este cambio se explica en parte, junto con
el negativo impacto que tuvo la Revolución francesa, del que el texto de Campomanes
constituye una buena muestra, por el distinto concepto de constitución que prevaleció
en ambos períodos y a los que se ha hecho referencia anteriormente.
186 Von Beyme, Klaus, Los partidos políticos en las democracias occidentales, op. cit., 1986, pág. 17. 187 Galiano, Alcalá, Antonio, Recuerdos de un anciano, Biblioteca de Autores Españoles, nº 83, tomo I,
Madrid, Atlas, 1955, pág. 149.
64
Los partidos son para Fernández Sarasola incompatibles con la idea de
constitución racional-‐normativa, basada en la voluntad general, concebida como lo
mejor para la nación. La voluntad general se obtenía mediante la discusión en la
asamblea, a través del intercambio de pareceres se “descubría” la verdadera voluntad de
la nación. Una vez encontrada, las disputas dejaban de tener sentido.
A la incompatibilidad con los partidos que se deriva del concepto de constitución
hay que añadir asimismo: la irreformabilidad de la constitución durante ocho años (art.
375), lo que dificultaba la formación de una oposición dentro del “sistema”; las ideas
prevalecientes de libertad: el derecho de asociación, presente en la constitución francesa
de 1791, está ausente en Cádiz, lo que se explica por razones contextuales y teóricas.
La guerra compelía por razones evidentes a apelar a la unidad en la lucha. En el
ámbito teórico, las libertades poseían para los realistas un carácter relacional, que se
enmarcaba en una concepción organicista de la sociedad. No había divisiones en el seno
de los diferentes estamentos, porque sus intereses eran esencialmente los mismos. Para
los liberales, que aceptaban la idea del pacto social, la asociación original representaba
la superación de los intereses particulares en los generales, su objetivo era satisfacer los
de todos. Permitir la existencia de nuevas asociaciones equivalía a dinamitar la unidad
retrocediendo a un estadio anterior. Una última razón es la forma de gobierno: los
realistas se inclinaban por la concepción del equilibrio constitucional de Blackstone,
Hume, Locke y De Lolme. A una cámara baja tendente a los tumultos y a la presencia de
facciones, una alta le serviría de contrapeso. Los liberales por el contrario optaban por el
ejemplo francés de separación rígida de poderes con predominio de un parlamento
concebido como una unidad que se opone al ejecutivo, un sistema que desconocía los
rasgos peculiares al parlamentarismo188.
Sobre el derecho de asociación intraparlamentaria un último apunte. Ni en la
Constitución ni en los Reglamentos parlamentarios de 27 de Noviembre de 1810 y de 4
de Septiembre de 1813 se contemplaba la posibilidad de la acción de “grupos de
188 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 37 y 41-‐48.
65
diputados para la puesta en marcha de los mecanismos parlamentarios o para la
formación de los órganos de las Cortes189.
Como ya hemos adelantado, apenas hay referencias a los partidos y en las pocas
que hay la imagen positiva que éstos podían conservar desaparece casi por completo. La
identificación con facción es prácticamente total. Esta perspectiva negativa se enmarca
en una idea más general sobre la constitución política. Tanto para los representantes de
posiciones más liberales como para los defensores del régimen absolutista toda división
era percibida negativamente. Entre ambos se encontraban quienes apoyaban la
idoneidad de los cuerpos intermedios parecidos a la Cámara de los Lores en una suerte
de adaptación de las Cortes estamentales a la nueva situación. Desde distintas
posiciones teóricas, la constitución histórica para los tradicionalistas y la idea
rousseauniana para los liberales, se llega a un mismo rechazo. Asimismo, la Guerra de
Independencia convierte casi en un tabú cualquier referencia a divisiones en el seno del
bando patriota.
A la dimensión teórica se añade otra de tipo estructural. La forma particular de
gobierno que resultó de la Constitución de 1812 coadyuvó a la ignorancia de los
partidos. La división de poderes era estricta, el Ejecutivo recaía en la figura del Rey
mientras el Legislativo correspondía al parlamento. Éste se concebía como una unidad
indivisible con la función de oponerse al Ejecutivo. Para los diputados liberales que se
inspiraron en el modelo asambleario francés de 1789 y 1791 mayoría y minoría no
tenían cabida en el diseño del marco constitucional. Es lógico que a pesar de la oposición
de los liberales a toda clase de división, el conocido Manifiesto de los Persas de 1814,
opuesto a las reformas gaditanas, criticase el unicameralismo por fomentar las facciones.
La intangibilidad de la Constitución impedía, por otro lado, el desarrollo de un
pluralismo político articulado en torno a la modificación de determinados puntos de la
Constitución.
La recepción de la doctrina inglesa influyó en una consideración si no positiva, al
menos neutra de los partidos. Con la Revolución francesa, en cambio, la balanza se
inclinó hacia la visión negativa de partido reforzando la identificación con facción. A la
189 Varela Suanzes, Joaquín, “El debate sobre el sistema británico de gobierno…”, op. cit.
66
percepción del caos revolucionario vinieron a añadirse un conjunto de elementos que
contribuyeron aún más al rechazo de toda división, elementos que se suman a la causa
doctrinal mencionada más arriba: la guerra que se libraba, la tradición escolástica y la
concepción individualista de la sociedad, que encontró su expresión política más
influyente en la idea de voluntad general de Rousseau190, son esos factores. Es
significativo que la influencia de Locke, uno de los principales pensadores ingleses que
influyó en los liberales españoles, se hiciese sentir fundamentalmente en los aspectos
“menos ingleses” de su pensamiento como son la idea del estado de naturaleza y pacto
social o los derechos naturales. Ideas asumidas por los diputados más radicales, como el
conde de Toreno191.
Como señala Fernández Sebastián son escasas las opiniones a favor que se
encuentran durante el primer período constitucional, aunque también hay excepciones:
“los partidos no son tan perjudiciales en política como algunos
suponen. Donde hay libertad es indispensable que haya partidos, y sólo cesan
cuando el férreo cetro de un tirano cierra los labios de los Ciudadanos. […] En
los tiempos del despotismo no había partidos. ¡Desgraciada nación si vuelve a
no haberlos!”192.
En este párrafo encontramos la que será una de las constantes de la literatura del
siglo XIX favorable a los partidos: la identificación de un régimen de libertad como
espacio en el que surgen los partidos, por un lado, y su ausencia vinculada a la existencia
de un régimen despótico, por otro. Más habituales, sin embargo, eran las declaraciones
en sentido contrario.
El contexto de crisis bélica e institucional provocada por la invasión del ejército
napoleónico y el vacío de poder resultante favoreció el sentido negativo de partido como
190 “Il importe […] pour avoir bien l´énoncé de la volonté générale, quíl n´y ait pas de société partielle dans
l´Etat, et que chaque citoyen n´opine que d´aprés lui”, en Rousseau, Jean-‐Jacques, Contrat social, II, 3. 191 Varela Suanzes, Joaquín, “Los modelos constitucionales en las Cortes de Cádiz”, op. cit. 192 Apostilla de un periodista a la Proclama de un labrador de Reus (15-‐04-‐1814), citado en Fernández
Sebastián, Javier y Martín Arranz, Gorka, “Partido” en: Fernández Sebastián, Javier, J. F. Fuentes (dirs.), Diccionario político y social del siglo XIX español, Madrid, Alianza Editorial, 2002, pág. 503.
67
se aprecia claramente en la respuesta del conservador Consejo de Castilla a la Junta
Central, “el Consejo de Castilla rechazó convocar a las Cortes al tercer estado por
favorecer la formación de “partidos y facciones que ocasionarían gravísimos males en el
reino”193.
Otro ejemplo, esta vez procedente de un diario, sigue la misma línea de
connotación negativa del concepto de partido:
“Sólo el nombre de partido, bando o facción nos incomoda
sobremanera, pues indica acaloramiento, desunión y odio: cosas todas muy
contrarias a la salud de la patria, mucho más ahora que teniendo un enemigo
tan poderoso debemos ser nosotros muy amigos unos de otros, para unir
nuestra fuerza contra aquel que a todos quiere esclavizarnos”194.
Clave en el desarrollo del concepto de partido, aunque tarde en coger vuelo, es
obviamente la convocatoria de Cortes, el espacio físico que favorece mediante los
debates y las tomas de posición que llevan a la aparición de grupos políticos más o
menos homogéneos ideológicamente.
En 1808 había un deseo generalmente compartido de convocatoria de Cortes y de
reformas, también entre quienes posteriormente se manifestaron en contra del congreso
gaditano195. No fue este sentimiento compartido origen de desavenencias entre los
futuros diputados. Casi ningún realista era contrario a unas reformas cuya necesidad se
había dejado sentir desde hacía décadas. Las divergencias aparecieron al tocar la
193 Consulta del Consejo de Castilla a la Junta Central –Madrid, 8 de octubre de 1808-‐ en Manuel
Fernández Martín, Derecho Parlamentario español, v. I, Madrid, Publicaciones del Congreso de los Diputados, 1992, pág. 414, citado en: Fernández Sarasola, Ignacio, “La idea de partido en España…”, op. cit.
194 El Diario Mercantil, Cádiz, 02-‐1814, citado en: Seoane, Mª Cruz, El primer lenguaje Constitucional (las Cortes de Cádiz), Madrid, Editorial Moneda y Crédito, 1968, pág. 166.
195 Comellas, José Luis, “Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812”, Revista de Estudios Políticos, nº 126, págs. 69-‐112, nov-‐dic. 1962, pág. 71.
68
cuestión de cómo llevar a cabo las modificaciones y en torno a la identificación del
depositario de la soberanía196.
La aprobación de la Constitución por muchos realistas hace inevitable la pregunta
acerca de las razones que les llevaron a aprobar un texto con una clara impronta del
grupo liberal. La causa se ha hecho recaer en la ignorancia en las cuestiones de la ciencia
política de muchos diputados, como sugirió Rico y Amat. Un análisis de sus
intervenciones parlamentarias echa, sin embargo, por tierra esa afirmación por
apresurada y fácil. Una posible respuesta radica en la mejor organización en ese crucial
momento de los diputados liberales197. No hay una oposición realista hasta entrado el
año 1811.
La tardía oposición en la cámara a las medidas de corte liberal tuvo como
resultado que el discurso antiliberal se desarrollase con mayor extensión fuera de las
Cortes en forma de folletos, hojas volantes y, sobre todo, de artículos de prensa, que en
su seno198. De hecho una muestra de lo lábil de las líneas de separación entre los
distintos sectores puede apreciarse en la coincidencia de destacados realistas con
futuros liberales acerca de la voluntad de establecer una monarquía moderada y
recuperar las antiguas libertades. Esta coincidencia no dejaba en cualquier caso de ser
demasiado vaga y general como se pudo comprobar al descender la discusión al terreno
de las modificaciones concretas. Buena prueba de ello darían el debate sobre la abolición
de los señoríos, que tuvo lugar a partir del 4 de junio y los debates sobre el articulado de
la constitución, especialmente en torno a determinados puntos. A pesar de ello, se
aceptó con poca resistencia el dogma de la soberanía nacional. A partir de ese momento
la intensidad del enfrentamiento fue decreciendo en el transcurso del debate del resto
de los artículos199.
196 Varela Suanzes-‐Carpegna, Joaquín, La teoría del Estado en los orígenes del constitucionalismo hispánico
(Las Cortes de Cádiz), Centro de Estudio constitucionales, Madrid, 1983, pág. 24. 197 Comellas, José Luis, “Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812”, op. cit., págs. 81-‐83. 198 Aymes, Jean-‐René, “Le debat ideologico-‐historiographique autour des origines françaises du
liberalisme espagnol: Cortes de Cadix et constitution de 1812”, Historia Constitucional (Revista electrónica), nº 4, 2003, pág. 49, párrafo 14.
199 Comellas, José Luis, “Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812”, op. cit., págs. 91-‐100.
69
En realidad, las ideas sobre la organización del Estado eran similares. No lo era,
en cambio, el discurso. Los liberales españoles vinculaban sus demandas de
modificación a instituciones y principios de raíz medieval200. El conflicto se exacerbó
asimismo debido a que ambos poderes, el ejecutivo y el legislativo, encarnaban el
Antiguo Régimen y el nuevo sistema201.
El recelo era generalmente compartido por la mayoría de los diputados en Cádiz,
a pesar de poder ser algo más intenso entre los liberales. Les separaba el alcance de la
reforma, especialmente basado sobre la distinta concepción de la soberanía nacional y la
división de poderes202, como expusiera Argüelles en el Discurso Preliminar203.
Dos principios que habían sido el eje del Decreto de 24 de septiembre de 1810 y
que se plasmarían en el artículo tercero del texto constitucional -‐“la soberanía reside
esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de
establecer sus leyes fundamentales”-‐. El primer principio actuaría como factor de
disgregación entre realistas y liberales primero y entre moderados y progresistas
después. A estos dos se añade un tercer principio, el nuevo modelo de representación:
de un representación estamental se pasa a una representación nacional204. Los artículos
15, 16 y 17 regulaban la división de poderes, que como se verá fue objeto de una
interpretación un tanto peculiar, ya que subordinaba el ejecutivo al legislativo.
Como resultado, la división de poderes en esta etapa se caracterizó por ser
relativamente rígida, por primar el poder legislativo como expresión de la voluntad
general y por concentrar el poder en la asamblea, lo que contribuía a situarla en las 200 Varela Suanzes, Joaquín, “Reflexiones sobre un bicentenario (1812-‐2012)”, en: José Álvarez Junco,
Javier Moreno Luzón (eds.), La Constitución de Cádiz: historiografía y conmemoración. Homenaje a Francisco Tomás y Valiente, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006, págs. 76-‐78. Según Clara Álvarez Alonso el modelo que implanta la Constitución del 12 no representa una ruptura, sino que muestra una importante continuidad sin llegar a ser la restauración de un modelo preexistente, “Un rey, una ley, una religión (goticismo y constitución histórica en el debate constitucional gaditano)”, Historia Constitucional (revista electrónica), nº 1, 2000, p. 59, párrafo 151.
201 Marcuello Benedicto, Juan Ignacio, “División de poderes y proceso legislativo en el sistema constitucional de 1812”, Revista de Estudios Políticos, nº 93, Madrid, 1996, págs. 219-‐220.
202 Varela Suanzes, Joaquín, “Rey, corona y monarquía en los orígenes del constitucionalismo español”, Revista de Estudios Políticos, nº 55, 1987, págs. 127-‐128.
203 Argüelles, Agustín, Discurso preliminar a la Constitución de 1812, introducción de L. Sánchez Agesta, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989, págs. 70 y 78-‐79.
204 Villarroya, J. T., Breve historia del constitucionalismo español, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1986, págs. 14-‐16.
70
antípodas del sistema parlamentario inglés y a convertirla en deudora de la constitución
francesa de 1791205. En la etapa previa a la promulgación de la Constitución fueron los
decretos I y XXIV los que de forma clara concentraron el poder legislativo en las Cortes.
La Regencia no evolucionó al estadio de gobierno, careciendo en la práctica de iniciativa
en las leyes, ni siquiera para promulgar reglamentos y sancionar las leyes. Era, en
definitiva, un mero ejecutor pasivo206.
En el mismo sentido se expresa en su Discurso preliminar Argüelles al manifestar
que la libertad de los diputados en las Cortes se aseguraba mediante la prohibición de
que el Rey y los secretarios de despacho puedan asistir a las deliberaciones.
Posteriormente el artículo 125 de la Constitución permitió la asistencia de los segundos
y su intervención207. Con la Constitución la situación, a pesar de la eliminación de las
restricciones anteriores a la iniciativa regia, continuó favoreciendo a las Cortes. La
importancia que se concedía al legislativo por encima del resto de poderes resultaba
patente en el desigual número de artículos que se dedicaba a cada uno: 141 a las Cortes
frente a 54 al rey208.
El desequilibrio se acentuaba al no distinguir, como sí sucedería posteriormente,
entre proyectos y proposiciones de ley. No obstante, las iniciativas de ambos poderes
estaban a priori equiparadas. Había, sin embargo, un significativo silencio en torno al
procedimiento a seguir en el caso de las iniciativas del gobierno tanto en el texto
constitucional como en los sucesivos reglamentos parlamentarios, silencio que no se
daba en el caso de la iniciativa de las Cortes. Esta diferencia favoreció en la práctica a las
últimas en los casos de conflicto que se dieron. Las Cortes controlaban el filtro de la
205 Marcuello Benedicto, Juan Ignacio, “División de poderes…,” op. cit., pág. 220. Hay algunas excepciones
a esta división, como son la iniciativa, la sanción real y la realización de tareas ejecutivas de forma compartida entre el rey y las Cortes, que vinculan de forma limitada ambos poderes. Varela Suanzes, Joaquín, “Rey, Corona…”, op. cita., pág. 149.
206 Marcuello Benedicto, Juan Ignacio, “División de poderes…”, op. cit., págs. 221-‐222. Cfr. Del mismo autor “Las Cortes Generales y Extraordinarias. Organización y poderes para un gobierno de Asamblea”, (págs. 67-‐104), en: Artola, Miguel (ed.), Las Cortes de Cádiz, Ayer, nº 1, Madrid, Marcial Pons, 1991, págs. 83-‐88. La misma idea la expone de nuevo en “El Rey y la potestad legislativa en el sistema político de 1812: Su problemática definición constitucional”, en: Pablo Fernández Albaladejo y Margarita Ortega López (eds.), Antiguo Régimen y liberalismo. Homenaje a Miguel Artola, Madrid, Alianza editorial -‐ Universidad Autónoma de Madrid, 1995. págs. 231-‐241.
207 Argüelles, Agustín, Discurso preliminar…, op. cit., pág. 87. 208 Comellas, J. L., “Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812”, op. cit., pág. 104.
71
“admisión a discusión” de las iniciativas regias209. Además la sanción en la Constitución
se vinculaba a un veto suspensivo, que dejaba al rey sin la fundamental herramienta del
veto absoluto. A la tercera proposición por parte del parlamento la sanción era
obligada210. El Conde de Toreno, el diputado más joven y uno de los más extremos de
aquellas llegó incluso a defender la eliminación del veto suspensivo211. Ni siquiera los
diputados realistas se opusieron a la “sanción necesaria”, vinculada al veto suspensivo.
Un buen número de realistas, en contra de la opinión de Jovellanos y en contraste
con la Asamblea francesa de 1789, no se opusieron a algunas limitaciones al poder real,
que adquirieron carta de naturaleza en la Constitución de 1812212. En resumen, “las
Cortes Generales y Extraordinarias encerraron hasta el final de su tiempo, el completo
ciclo del proceso de formación de las leyes”213.
Una peculiar dualidad legislativa que carecería de continuidad en el futuro
terminaba por inclinar aún más la balanza de la distribución del poder efectivo a favor
del parlamento. Se distinguía entre decretos y leyes. Las materias cuya regulación debía
llevarse a cabo mediante los primeros quedaban exentas de la sanción real214.
No obstante el rechazo mayoritario a cualquier colaboración entre ejecutivo y
legislativo y a la partición del poder del primero entre el rey y los ministros, hubo
algunas intervenciones de diputados que se aproximan a una interpretación de la
relación entre los poderes cercana a la del sistema parlamentario. Argüelles, por
ejemplo, señaló en el debate del “Nuevo Reglamento de la Regencia del Reyno” aprobado
el 8 de abril de 1813 por el Decreto CCXLVIII ideas que no se ajustaban al texto
constitucional: “... que tendrán partido los ministros, que influirán, bueno, pero si éste es
un mal, es menor que el que las ideas de Congreso y del Gobierno no vayan de común
acuerdo a un fin…(además) esto traerá la ventaja de que los ministros se darán a
conocer, y sabremos si son hombres de Estado, y no se revestirán de plumas ajenas, cosa
209 Marcuello Benedicto, Juan Ignacio, “División de poderes…”, op. cit., págs. 224-‐225. 210 Ibíd., p. 227. 211 Varela Suanzes-‐Carpegna, Joaquín, “De la revolución al moderantismo: la trayectoria del Conde de
Toreno”, Revista Electrónica de Historia Constitucional, nº 5, junio 2004, párrafo 4. 212 Varela Suanzes-‐Carpegna, Joaquín, “Los modelos constitucionales en las Cortes de Cádiz”, op. cit. 213 Marcuello Benedicto, Juan Ignacio, “Las Cortes Generales y Extraordinarias…”, op. cit., pág. 90 214 Marcuello Benedicto, Juan Ignacio, “División de poderes…”, págs. 229-‐230.
72
muy peligrosa a la nación”215. Estos matices no ocultan el hecho de que todos los
diputados liberales se opusieron al sistema parlamentario de gobierno, incluido
Argüelles, que conocía el funcionamiento del sistema inglés216.
El comentario precedente de Argüelles no fue, a pesar de todo, un caso aislado. El
21 de octubre de 1811 De la Vega Infanzón presentó un proyecto de reforma del
Reglamento de la Regencia con el fin de articular mejor las relaciones entre los poderes:
“un poder Ejecutivo con facultades muy limitadas y sometido siempre y en casi todo a un
cuerpo numeroso, no puede tener vigor en sus resoluciones, ni merecer confianza de
que las hará efectivas por justas que sean” (Archivo del Congreso, leg. 20, nº 1). Estaba a
favor de una mayor autonomía del ejecutivo limitando la fiscalización de las Cortes. Esta
iniciativa se plasmó en el tímido aperturismo del Reglamento aprobado poco después217.
Hay que recordar que De la Vega era un anglófilo que influyó en Blanco White.
De la combinación del Decreto I, del Reglamento de las Cortes de 27-‐11-‐10 y del
Reglamento de Poder Ejecutivo de 1811 se colige la ausencia de las condiciones básicas
de un régimen parlamentario: ausencia de igualdad legislativo-‐ejecutivo, falta de enlace
entre ambos (los diputados no pueden ser Regentes, prohibición de deliberar en
presencia de los Regentes), ausencia de responsabilidad política del Ejecutivo mediante
el voto de censura y de prerrogativa de disolución de las Cortes.
Los sucesivos reglamentos que regulaban el poder ejecutivo respondían
normalmente a las inevitables crisis que surgían de una articulación inflexible entre los
poderes. De este modo las fricciones con la tercera Regencia condujeron a una nueva
propuesta de reforma del reglamento. Los problemas fruto de esta falta de conexión se
intentaron solucionar mediante los Reglamentos de la Regencia de 1812 y 1813, que
abordaban la cuestión de la relación Secretarios del Despacho-‐Regencia y la vinculación
del ejecutivo con el legislativo mediante la regulación de aspectos que anticipaban un
régimen parlamentario.
215 Varela Suanzes-‐Carpegna, Joaquín, “Rey, corona…”, op. cit., pág. 155. 216 Ibíd., pág. 156. 217 Flaquer Montequi, Rafael, “El ejecutivo en la revolución liberal”, (pp. 37-‐65), en: Artola, Miguel, Las
Cortes de Cádiz, op. cit., pág. 53.
73
En el reglamento de 1813 se aprecian elementos que parecen estructurar un
órgano colegiado de gobierno en los Secretarios del Despacho. Se regula la necesidad de
refrendo ministerial a toda orden de la Regencia –art 5 cap III-‐, toda la responsabilidad
recae en los secretarios por los actos de gobierno –art 1 cap V-‐, se permite la asistencia
de ministros a las sesiones cuando lo estimasen oportuno –art 1 cap IV-‐, aunque su
presencia está vedada en la votación, se perfila incluso una cierta distinción entre
responsabilidad penal y política -‐art 4, cap V-‐. No debe exagerarse la importancia de
unas modificaciones por lo demás tímidas. Faltaban dos requisitos básicos en un
régimen parlamentario: la igualdad entre los poderes y los mecanismos de control
mutuo. Además el clima de desconfianza hacia el ejecutivo, predominante en toda esta
etapa, imposibilitó la evolución del liberalismo doceañista hacia un sistema
parlamentario218.
Por otra parte, en ninguno de los tres reglamentos que regulan el funcionamiento
del parlamento adoptados durante los períodos de vigencia de las Cortes de Cádiz (27-‐
11-‐1810, 04-‐09-‐1813 y 29-‐06-‐1821) se hace mención a la existencia de grupos
parlamentarios. Todos se definen por el carácter individualista que recorre todo el
proceso parlamentario, es decir, no se contemplan acciones de grupos de diputados. Por
ejemplo, los proyectos de ley pueden ser presentados por cualquier parlamentario
según el artículo 132 de la Constitución, art. 86 del reglamento de 1813 y 98 del de 1821.
En realidad las fracciones o grupos parlamentarios no aparecieron formalizados
jurídicamente en los ordenamientos europeos hasta comienzos del siglo XX, lo que no
implica que en las asambleas no existiesen219.
Conviene analizar con cierto detenimiento la concepción del sistema político
británico que predominó entre los coetáneos dada su potencial influencia como modelo
que podía favorecer la emergencia de un embrionario sistema de partidos en las Cortes.
Sin embargo, este no fue el caso. No se establecieron los elementos característicos de un
cabinet system como es la relación entre el parlamento y los ministros, entre el ejecutivo 218 Marcuello Benedicto, Juan Ignacio, “Las Cortes Generales y Extraordinarias...” págs. 96-‐98. 219 Saiz Arnaiz, Alejandro, Los grupos parlamentarios, Publicaciones del Congreso de los Diputados,
Madrid, 1989, págs. 17-‐21.
74
y el legislativo. Argüelles ya vio en la articulación entre estos dos poderes la cuestión
central del diseño del sistema parlamentario. Una de las razones que perjudicaron un
desarrollo constitucional tendente a la colaboración entre los poderes en el sentido
antes indicado fue la extendida creencia en la necesidad de limitar el poder del Rey
debido a su tendencia inmanente hacia el despotismo, como expresó entre otros
Martínez Marina en su Teoría de las Cortes, obra en la que recoge varias de las
aspiraciones de los liberales220.
Los orígenes doctrinales de esta concepción hay que buscarlos en la constitución
francesa de1791, que en contra de Mirabeau estaba influida en este punto por la
interpretación literal que de la constitución inglesa había hecho Montesquieu obviando
su funcionamiento real. Algo parecido ocurrió con Voltaire y con De Lolme, de cuyo
conocido libro sobre la constitución de Inglaterra había hecho en 1812 una traducción
Juan de la Dehesa. También Martínez Marina había defendido en las Cortes esa
separación tajante221.
Esta filiación doctrinal sería la que utilizarían como argumento destacados
realistas –también rechazaría la impronta francesa Blanco White-‐ para descalificar la
Constitución de Cádiz. Vinculación que desde las filas liberales se rechazaría
constantemente222. Las referencias a modelos extranjeros remiten a la antigüedad
clásica, como argumenta José Bartolomé Gallardo en el Diccionario crítico-burlesco en
1811 respecto a la expresión “liberales”: “No es de los franceses de quienes la hemos
tomado, sino de los romanos”223.
220 Martínez Marina, Francisco, Teoría de las Cortes, 1813. 221 Varela Suanzes, Joaquín, “Rey, corona…”, págs. 149-‐150. 222 Este enfrentamiento tuvo una reedición siglo y medio después en el ámbito académico, si bien de
forma menos sangrienta que su predecesora, durante la recuperación de la Constitución gaditana como objeto de estudio. Las dos posturas enfrentadas eran la defendida por Artola, proliberal, y la de Federico Suárez y la “escuela de Navarra”, antiliberal. La discrepancia se articulaba fundamentalmente sobre el grado de relación entre la constitución francesa de 1791 y la gaditana. Cfr. Fernández Sebastián, Javier, “Cádiz y el primer liberalismo español. Sinopsis historiográfica y reflexiones sobre el centenario”, en: La Constitución de Cádiz: historiografía y conmemoración…, op. cit., págs. 27-‐28.
223 Bartolome Gallardo, José, Diccionario crítico-burlesco, pág. 88. Citado en: Jean-‐René Aymes, “Le debat ideologico-‐historiographique autour des origines françaises du liberalisme espagnol: Cortes de Cadix et constitution de 1812, Historia Constitucional (Revista electrónica), nº 4, 2003, pág. 47, párrafo 9.
75
En El Procurador encontramos un ejemplo de la “hipótesis galicista”. Ya en su
encabezamiento se anuncia la intención de aclarar el origen de la expresión en la
península. No duda de su origen francés, que sitúa en la constitución de 1791, e incluso
pone nombre y apellidos a quien utilizó liberal por primera vez en la península. Se
trataba del general Sebastiani en una carta de 1809 a Jovellanos, “…que la voz liberal
cual la entendemos con todas sus zarandajas, nos la trajo de Francia Sebastiani, y que
liberal y francés por lo mismo si no son sinónimos, son a lo menos cosas muy
parecidas”224.
Frente a las opciones políticamente interesadas que favorecen un origen
unilateral, toda parece indicar que la creación del término tiene un origen compartido,
atribuible tanto a franceses como a españoles. Durante la Revolución francesa, el
adjetivo “liberal” acompañada de determinados sustantivos, empezó a utilizarse con un
matiz político, pero fue en Cádiz donde se aplicó a un grupo político y se usó como
sustantivo225. Hubo en cualquier caso un discurso reaccionario extremadamente
agresivo contra todo lo francés que se extendió también al liberalismo. Algunos
propalaron la idea de que había una conspiración liberal, filosófica, masónica, jansenista,
en la que destacó sobre todo el padre Vélez y su Preservativo contra la irreligión226.
Los liberales rechazaron públicamente la Revolución francesa al unísono con los
serviles. El Robespierre español de Fernández Sardino era una excepción en el paisaje de
la época hasta el punto de que los ataques de los serviles se dirigían más a El Conciso,
uno de los periódicos políticos liberales más importantes al que sólo se le adelantó
cronológicamente el Semanario Patriótico de Quintana, que a aquél. Para Aymes el
pensamiento de Sardino carecía por lo demás de articulación y no presentaba un
programa liberal o revolucionario: “Sardino est plus un agitateur qu´un
révolutionnaire”227.
224 “Introducción de la voz liberal en España, según la acepción o significado que tiene en el día”, El
Procurador General de la Nación y del Rey, 18-‐08-‐1813, nº 322. 225 García Godoy, Mª Teresa, El léxico del primer constitucionalismo…, op. cit., pág. 51. 226 Peñas Bernaldo de Quirós, Juan Carlos, “El pensamiento reaccionario en las Cortes de Cádiz”, en:
Antiguo Régimen y liberalismo…, op. cit., (págs. 539-‐550), págs. 542-‐548. 227 Jean-‐René Aymes, “Le debat ideologico-‐historiographique autour des origines…”, op. cit., pág. 48,
párrafos 11-‐12.
76
2. El concepto de partido en los periódicos y en las Cortes
Quizá la más internacional de las contribuciones españolas de esta primera etapa
constitucional sea la expresión liberal, que comienza a usarse a partir del debate sobre la
libertad de imprenta en octubre de 1810. Previamente se utilizaba la denominación
partido libre (El Semanario patriótico, 29-‐11-‐1810) y libre bando. No son frecuentes las
referencias a los partidos en El Semanario, que acentúa la unidad frente a la división.
Este rechazo a la disensión organizada del primer periódico liberal lleva al Diario
Mercantil de Cádiz a defender el derecho a formar un partido de oposición: “Y ya que el
Semanario preconiza tanta libertad y que dice que en Inglaterra hay partido de la
oposición, deje que la España sea tan libre como la Inglaterra: que también en España
haya partido de oposición, y que nosotros usando de nuestro libre albedrío nos
escrituremos en este partido de oposición”228. Las expresiones partido libre y libre bando
siguen encontrándose hasta 1813, pero cada vez menos229. Retrospectivamente el Conde
de Toreno, que identificaba dos partidos en las Cortes de Cádiz, explicó cómo el término
de liberal “de las cosas, según acontece, pasó […] a las personas”, mientras que el de
servil tardó más tiempo en aparecer. Señaló también un tercer partido, americano,
vacilante, pero normalmente a favor de las libertades excepto en la tendencia
centralizadora de los liberales de la península230. Fue Toreno, quién indicó que la
expresión “liberal” apareció en Cádiz con ocasión del debate sobre libertad de imprenta
en 1810231, mientras que para Alcalá Galiano fue un año después232.
Fernández Sarasola ha apreciado en total cuatro grupos diferenciados que surgen
durante la Guerra de la Independencia, que no se identificaban a sí mismos como 228 Diario Mercantil de Cádiz, 28-‐04-‐1811, citado en: García Godoy, Mª Teresa, El léxico del primer…, op.
cit., pág. 264. 229 Seoane, Mª Cruz, El primer lenguaje…, op. cit., pág. 158. 230 Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, Madrid, 1872, pág. 303. 231 Marichal, Carlos, La revolución liberal y los primeros partidos políticos en España: 1834-1844. Madrid:
Ediciones Cátedra, 1980, pág. 58. 232 Llorens, Vicente, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1824-1833), Madrid,
ed. Castalia, 1979, pág. 53.
77
partidos: liberal, servil, realista ilustrado y grupo americano233. Un estudio basado en el
análisis del voto de 205 diputados de las Cortes de Cádiz, distingue tres tendencias que
básicamente se identifican con las anteriores si excluimos el grupo puramente
territorial: reaccionario o “servil”; moderado, conservador o jovellanista; y un grupo
liberal y progresista.234.
En cualquier caso, el par liberales-‐absolutistas debe rechazarse por simplificador,
por encubrir con una categoría confusa y abstracta una realidad que era más
compleja235. Varela Suanzes-‐Carpegna diferencia a su vez entre la clasificación política –
las actitudes-‐ y la doctrinal, relativa al marco conceptual. En este último sentido
identifica tres grupos: realista, americano y liberal-‐metropolitano. No siempre se
solapan los dos niveles de clasificación; la causa para Varela reside en la inexistencia de
unos partidos políticos organizados. En los realistas, por ejemplo, se diferencian dos
tendencias desde una perspectiva política: absolutistas y reformistas jovellanistas236.
Aunque en sentido estricto no hay posiciones absolutistas en Cádiz. Como ya se indicó,
todos coinciden en defender la necesidad de una reforma tras la mala experiencia del
absolutismo de finales del XVIII ejercido por el rey o por sus validos237. El grupo
doctrinal y político coincide en el caso de los liberales, demostrando la existencia de una
mayor cohesión política238. Otra clasificación alternativa la proporciona Carlos Plá, quien
distingue un grupo de liberales preconstitucionalistas, con propuestas historicistas,
entre los que se incluyen Jovellanos, Pérez Villaamil o Capmany; una segunda tendencia
de liberales constitucionalistas de influencia inglesa, a favor de la implantación de un
233 Fernández Sarasola, Ignacio, “Los partidos políticos en el pensamiento español…”, op. cit., págs. 107-‐
108, párrafos 24 y 25. 234 Morodo, Raúl y Díaz, Elías, “Tendencias y grupos políticos en las Cortes de Cádiz y en las de 1820”, en:
Cuadernos Hispanoamericanos, nº 201, 1966, pág. 651. 235 Suárez, Federico, “Sobre las raíces de las reformas de las Cortes de Cádiz”, Revista de Estudios
Políticos, nº 126, 1962, pág. 61. 236 Varela Suanzes-‐Carpegna, Joaquín, La teoría del Estado…, op. cit., págs. 10-‐11. 237 Ibíd., pág. 24. 238 Ibíd., pág. 39.
78
sistema bicameral; un tercer grupo de liberales constitucionalistas radicales, que
buscaba una filiación “comunera”; y, finalmente, los absolutistas239.
Llegados a este punto sería interesante hacer una referencia a la información de
las fuentes. Como fuente de datos el valor de los Diarios de Sesiones es inestimable para
profundizar en el uso de un concepto. También lo es en nuestro caso, aunque más por lo
que se omite que por lo se expresa. En las Cortes de Cádiz el término solo se menciona
en contadas ocasiones y nunca referido a grupos concretos en el seno del parlamento a
pesar de que en él encontramos conocidas referencias a la existencia de dos grupos
principales: liberales y serviles.
Parece que entre los miembros del congreso había una cierta prevención a
asociar partido con el propio grupo. Predominan las connotaciones negativas, lo que
demuestra el retroceso que se había producido en comparación con la incipiente labor
de diferenciación entre partido y facción que realizó Ibáñez de la Rentería a finales del
XVIII240. De las escasas referencias parlamentarias puede concluirse que en Cádiz
partido se utiliza en general con un significado equivalente a opinión, cargado con un
sentido negativo y cuyo uso se restringe en general al bando contrario: al “partido
francés”, también llamado “partido del usurpador” se contraponen así los “españoles
ocultos”.
No obstante, hay algunas, escasas excepciones. En estos casos se habla del
“partido de Fernando VII” o del “partido de los patriotas”, tímidos ejemplos dotados de
un sentido positivo. También se menciona en una ocasión “partido ministerial”. No es
muy distinto el uso que nos encontramos en la prensa de la época con una marcada
predilección por crear sintagmas que aluden al enemigo: partido de la esclavitud, de la
anarquía, anticonstitucional. Este término aparece asociado a la presencia de las
pasiones, al calor, al fanatismo, a la guerra civil y a la revolución americana (se menciona
la existencia de partidos en los territorios de la corona en América como, por ejemplo, la
239 Plá, Carlos, “La génesis del liberalismo español”, en: Marco, José María, Genealogía del liberalismo
español, 1759-1931, Madrid, Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales y los autores, 1998, págs. 90-‐91.
240 Fernández Sebastián, Javier, La Ilustración política: las “reflexiones sobre las formas de gobierno” de José A. Ibáñez de la Rentería y otros discursos conexos (1767-1790), Bilbao, Universidad del País Vasco, 1994, pág. 181.
79
de dos partidos negros en Santo Domingo). Es decir, partido se opone al espíritu
conciliador.
Bandos, partidos y facciones se utilizan de forma intercambiable y su surgimiento
se vincula a la ausencia de autoridad. También aparece junto a interés, un interés
privado que se opone al interés público, a la razón, al bien de la patria y a la religión. La
cuestión del interés y su relación con los partidos marcará el devenir del concepto de
forma especialmente relevante. En esta primera etapa el punto de vista comúnmente
aceptado asocia los partidos con los intereses particulares situándolos en una relación
de incompatibilidad con el bien común. Se considera, en definitiva, como causa de la
variedad de opiniones políticas los intereses particulares.
La opinión del sabio, como se apunta en un folleto, la crea el interés común, el
verdadero, no el particular que pasa por común. Ambos se distinguen en el hecho de que
el auténtico interés común no perjudica al particular. Un ejemplo de interés particular es
el religioso. El publicista insiste en la diferencia entre ambos intereses y en la necesidad
de no confundirlos241.
Si hay una diferencia entre ambas fuentes, ésta reside en el mayor uso del
término en los periódicos242.
Hasta ahora los ejemplo aducidos aluden a los contendientes de la guerra, pero
hay también intervenciones que vinculan su existencia a determinados cuerpos lo que
lleva a considerar la necesidad de imponer límites a su acción. Este es el sentido de la
intervención del diputado realista Inguanzo, defensor de la presencia de una cámara alta
en las Cortes:
241 M. Z., Discurso filosófico-político sobre la inutilidad de las opiniones parciales, y aun del perjuicio que de
estas puede tenerse con relación al nuevo sistema constitucional, –Archivo histórico militar. Colección documental del Fraile-‐ (sin fecha).
242 Sin contabilizar otras acepciones, en ninguna legislatura llega a treinta el número de veces que aparece la voz partido. En la prensa, por el contrario, basta con revisar los números del Semanario patriótico, El Conciso o El Diario de Mallorca para encontrar en un lapso de tiempo inferior y en muchas menos páginas un mayor uso.
80
“Porque basta un ligero conocimiento del corazón humano para
convencerse de que las Asambleas muy numerosas no son siempre las más
reflexivas. Los partidos, la rivalidad, los intereses particulares se cruzan
fácilmente. Las pasiones se exaltan, y si una facción domina, puede arrastrar a
los demás y al Cuerpo entero a su ruina; por lo que nada es tan importante
para éste como el constar de elementos que contrapesen y equilibren sus
fuerzas. Ejemplo bien triste nos ofrece la Francia cuando redujo sus estados
generales a uno simple en la Asamblea nacional y la Convención”243.
Las palabras de Dou, primer presidente de las Cortes, más moderado que
Inguanzo, inciden en este mismo punto cuando afirma que el Consejo de Estado es un
cuerpo y que “en todo cuerpo, sea de la clase que fuere, hay partidos; prevalece uno; en
este por lo regular ha de haber quien por la energía, talento, opinión o elocuencia tenga
el mayor influjo: esto es lo que ha sucedido y sucederá en todos tiempos, y de
consiguiente se correrá el grande peligro de perderse la libertad si no hay diferentes
fueros”244.
Inguanzo se apoyaba en la deriva de la Revolución francesa. A la acción de los
partidos se atribuía parte de los errores de la Revolución del país vecino. Las
constituciones que se había aprobado durante esa Revolución eran la “obra de una
facción, concebidas en horas, aceptadas en minutos y destruidas cuando lo era el partido
que las había producido”. Un contexto éste que para el diputado Riesco no era
comparable al caso español: “Por fortuna, Señor, la revolución española carece de
aquellas horribles circunstancias: aquí no hay choques, no hay partidos, no corre la
sangre sino en el campo de batalla defendiendo el Altar, el Trono, el sacerdocio y la
propiedad. Uno es el interés, uno el partido, una, pues, es la opinión”245.
El enfrentamiento, el calor, la sangre, la opresión, eso implican los partidos tanto
en las asambleas como en la guerra. Unas características comunes, pero que tienen lugar
243 DS 12-‐09-‐1811. 244 DS 16-‐11-‐1811. 245 DS 20-‐01-‐1812.
81
en unos ámbitos y con unos protagonistas distintos. Veremos cómo esta aplicación
indistinta se prolongará hasta finales de los años treinta, cuando la guerra civil y un
mayor desarrollo parlamentario impulsen la necesidad de una mayor precisión
terminológica.
El mismo interés en evitar las influencias de los partidos en los trámites que
había que seguir en la discusión de proyectos de ley y materias graves mostró Argüelles,
quien recomendaba una regulación dirigida específicamente a evitar que “puedan ser las
leyes y decretos de las Cortes obra de la sorpresa, del calor y agitación de las pasiones,
del espíritu de facción o parcialidad”246.
Ya nos hemos referido más arriba a la existencia en esta etapa de una expresión
que entre otras venía siendo utilizada, aunque cada vez menos, de forma indistinta a
partido. De hecho, la politización del sentido de partido está relacionada con la creciente
asociación del término secta con la religión247. El espacio semántico liberado por la voz
secta fue ocupado por partido, que de ese modo pasó a integrarse en la red conceptual
de facción. Este proceso ayuda a explicar la preferencia por partido y facción y la escasa
utilización de secta en las fuentes parlamentarias.
El rechazo no es tan monolítico como pudiera parecer a raíz de los pasajes citados
anteriormente. Prevalece un clima de rechazo que, no obstante, no impide la existencia
de matices en el uso del concepto que grosso modo siguen las líneas ideológicas que
separan a liberales de reformistas y reaccionarios. Hay un uso casi siempre negativo de
partido en los periódicos de tendencia servil mientras que en los de tendencia liberal su
aplicación es más ambigua llegando incluso a identificarse el partido liberal con la
razón248.
En esta línea la presencia de la expresión “espíritu de partido” aparece con más
frecuencia en los medios reaccionarios como un medio para desprestigiar al contrario de
forma más efectiva que mediante su simple designación como partido. Ambas
expresiones adquieren en el bando servil un mismo contenido semántico negativo que
246 Argüelles, Agustín, Discurso preliminar…, op. cit., pág. 88. 247 Ibíd., pág. 19. 248 El Duende, 28-‐08-‐1813.
82
se contrapone a la idea de unión249 y a la felicidad de la nación. Precisamente esta
oposición es objeto de análisis en El Fiscal. Para aclararla se propone deslindar el
sentido de “espíritu de partido” del de la variedad de opiniones, cosa bien distinta,
aunque igual de perniciosa que la primera expresión en la medida en que implica
diversidad de pareceres. Veamos la definición que se ofrece del sintagma objeto de
crítica: “resolución a seguir un sistema con conocimiento de su injusta procedencia y
defenderle y sostenerle contra el torrente de la razón a que se resiste, negándose a los
impulsos de ésta y declarando abierta opinión a la Justicia misma”.
Es, en definitiva, criminal, detestable… Se basa en la corrupción de las costumbres
y en la libertad de conciencia. El resultado es la discordia, y el objetivo que persigue es
incapacitar a los hombres para “uniformar sus ideas”. El previsible resultado para el
periódico es la anarquía. Puede servirse de los más variados pretextos: patriotismo,
religión, filosofía, lo que explica que pueda encontrarse en todo tipo de individuos sin
distinción de clase o educación.
La felicidad de la nación, por el contrario, consiste en la uniformidad de las
voluntades, que no de las ideas. Es producto de la diversidad de la naturaleza la
existencia de hombres con distintas opiniones, aunque se dirijan a un mismo fin. Esta
diversidad de ideas puede proceder de la ignorancia, la equivocación o la malicia, que se
identifica con el espíritu de partido. En el primer caso la discusión guiada por la Justicia
termina en la aceptación de la opinión más acertada y en la uniformización. La discusión
es en este sentido positiva. La variedad de opiniones se mantiene dentro de unos límites
aceptables terminando por ceder a la razón. Según este razonamiento son tan evidentes
los males que se derivan del espíritu de partido que se hace difícil para el articulista
concebir un español que se identifique con él. Todos los españoles deben señalarse “con
un mismo y solo distintivo”. No debe haber entre ellos partidos, sólo el de la razón y la
Justicia. Le incomoda encontrarse la palabra partido, que ya ha equiparado
prácticamente a espíritu de partido, en algunos textos, porque implica desunión.
249 Por ejemplo, en El Fiscal patriótico de España, 10-‐10-‐1813, en el que se opone el espíritu de partido a
la unión.
83
El fin que se persigue es el mismo, los principios comunes son la religión católica,
la sumisión a las leyes y la independencia nacional. Hay puntos que están aceptados –
monarquía constitucional incluida-‐ por todos, a pesar de que pueden variar los medios
de alcanzarlos según la inteligencia de cada uno. La vía de unificar estos medios consiste
en ceder a la Justicia mediante la demostración del propio error por la razón. La
persistencia de la diversidad de pareceres sobre estos puntos constituye una muestra de
espíritu de partido250. Una expresión que se convierte en un arma arrojadiza en la lucha
de los diferentes bandos251. Otro término que se opone al de partido, caracterizado por
el egoísmo y por conducir indefectiblemente a la guerra civil, es el de patria252. En el
periódico antirreformista La Atalaya de la Mancha, por ejemplo, la verdad también
aparece como un elemento opuesto a las consideraciones de partido253.
Otras veces se opta simplemente por rechazar la existencia de los partidos. En un
artículo comunicado al Diario de Madrid se afirma que la observación de que hay dos
partidos, servil y liberal, en España es falsa. Son acaloramientos momentáneos fruto de
la introducción de nuevas instituciones a los que finalmente se sobrepondrá la unión y la
concordia254. No podía faltar la acusación de que los partidos no son una manifestación
nacional, sino como tantas otras novedades, un fenómeno importado de Francia. La
división en liberales y serviles es un hecho vergonzoso y sus nombres odiosos. Ambos
partidos subvierten el orden social, la dignidad del hombre, la grandeza de España y la
soberanía. Las voces de liberales y serviles han sustituido en el panorama léxico a los
nombres de España, de patria o de Fernando VII255.
250 El Fiscal patriótico de España, nº 17, 06-‐12-‐1813. 251 Los eclesiásticos están dominados por el espíritu de partido, es decir, por la pasión. Este espíritu es
común en reuniones de miembros de la iglesia y se observa en las nuevas cortes entre numerosos eclesiásticos. El Conciso, nº 8 -‐segunda época-‐, 23-‐01-‐1814.
252 Diario de Madrid, 30-‐04-‐1814. 253 La Atalaya de la Mancha, 27-‐08-‐1813. 254 Diario de Madrid, 30-‐08-‐1813. 255 Los ingleses en España, nº 9, Sevilla, 1813. Los españoles son imitadores de los franceses, lo es la
división en liberales y serviles. “Partidos vergonzosos”, vinculados al interés, el egoísmo y la propia conveniencia. Ambos partidos subvierten el orden social, la dignidad del hombre, la grandeza de España y la soberanía. Los liberales y serviles no hacen nada que redunde en beneficio de los españoles en la guerra.
84
Frente al aparente asombro y malestar que suscitaba la creciente percepción de
la división, casi dos décadas después, Argüelles, que también localizaba en el debate
sobre la libertad de imprenta el origen del germen de los partidos que se formaron en
las Cortes extraordinarias, razonaba que las Cortes de Cádiz no pudieron quedar libres
de lo que es una característica de las asambleas numerosas en que se discute sobre
temas políticos. Nadie con conocimientos históricos podía esperar la conservación de la
unidad. Una vez formados los partidos, no podía pasar mucho hasta que adquiriesen
denominaciones. Liberales y serviles cumplieron esa función tanto para designar a
individuos con asiento en el parlamento como a quienes apoyando ideas similares
estaban fuera de él256. En realidad los términos serviles y liberales hacían referencia a
un número escaso de diputados, la mayoría no se sentía aludida por los ataques porque
no se consideraban de ninguno de los bandos. Los impresos “Espejo de serviles y
liberales” y “Reprehensión a los liberales y serviles” son sólo dos ejemplos de esta
actitud intermedia crítica con ambas posiciones257.
Con la monarquía absoluta de Fernando VII instaurada, un folleto que cayó en
manos del articulista de la Atalaya José Joaquín González de la Cruz le llamó la atención
por la crítica que hacía del espíritu de partido y la apelación a la necesidad de superarlo
dando a entender que existía en ambos contendientes. Para González por el contrario, el
sintagma espíritu de partido y la promoción de la división que implica sólo están
presentes en los que atacan al altar y al trono -‐los liberales-‐, no en quienes los defienden.
Estos últimos no coadyuvan a la “división de ánimos” -‐porque defienden la verdad-‐.
Establecido en estos términos el enfrentamiento excluye cualquier tipo de acuerdo, la
única opción consiste en la separación de los buenos y los malos, la lucha está abocada a
la victoria de uno de los dos. “Acábese la división… separando los malos”258. Una
concepción de partido que sitúa el concepto en un marco de conflicto total que se
identifica con la línea de significado extraparlamentaria. Por su parte el Diario de la
Tarde establece un enfrentamiento maniqueo entre liberales y antiliberales. A un lado 256 Argüelles, Agustín, Examen histórico de la reforma constitucional que hicieron las Cortes generales y
extraordinarias desde que se instalaron en la isla de León, el día 24 de setiembre de 1810, hasta que cerraron en Cádiz sus sesiones en 14 del propio mes de 1813, Londres, 1835, tomo I, págs. 477-‐479.
257 Solís, Ramón, El Cádiz de las Cortes: la vida en la ciudad en los años de 1810 a 1813, Madrid, Sílex, 2000, págs. 286-‐288.
258 La Atalaya de la Mancha, 20-‐02-‐1815.
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sitúa a los filósofos –Rousseau, Voltaire, D´Alembert-‐ y a los liberales españoles, que
encarnan el mal y llevan a España al abismo. Este recurso dialéctico permite convertir a
los liberales en satélites de Napoleón259.
La voz partido no se reservaba, sin embargo, desde las filas realistas
exclusivamente para designar a los liberales. Una destacada figura del panorama
reaccionario como era Rafael de Vélez, crítico con el partido de la filosofía, pronostica
que este bando, un partido que quiso identificarse con la nación, dividirá los ánimos 260,
utilizó la voz partido para referirse a quienes se oponían a los regeneradores261. Frente
al partido reformador se halla el partido de la religión y de la patria262. El rasgo
connotativo negativo que Vélez añade cuando aplica el concepto a los liberales, al
partido de la exaltación, lo obtiene mediante la identificación en ese caso entre partido y
facción263. Esta generalización en el uso del concepto de partido que lleva a cabo Rafael
de Vélez ya la había aplicado años antes. Decía entonces que quienes se apellidaban
liberales formaban un partido opuesto al de los serviles264. Pero tal vez, más allá de la
importante aceptación de un término para designar a los dos bandos contendientes por
un autor, que no lo olvidemos, se identifica con uno de ellos, la aportación más
interesante consiste en la radical oposición entre el partido de la religión y el partido de
los filósofos, envueltos en una lucha de principios fundamentales incompatibles. Sin ser
nueva esta oposición concebida en caracteres bíblicos de un combate entre el bien y el
mal, resulta llamativa la calificación de ambos extremos como partidos.
La publicística de la época también ofrece ejemplos de autores que
reconocen pertenecer abiertamente a uno de los bandos. El autor de un folleto
antiliberal identifica dos partidos en España adscribiéndose al servil. Para descubrir el
259 Aymes, Jean-‐René, “Le debat ideologico-historiographique…”, op. cit., pág. 51, párrafos 18-‐19. 260 Rafael de Vélez, Apología del Altar y del trono o historia de las reformas hechas en España en tiempo de
las llamadas Cortes, e impugnación de algunas doctrinas publicadas en la constitución, diarios, y otros escritos contra la religión y el estado, Madrid, Imprenta de Cano, 1818, , tomo I, pág. 47.
261 Ibíd., pág. 133. Según Vélez, el número de reformadores era inferior al de quienes se les oponían, ganaban las votaciones con engaños o por sorpresa, Ibíd., pág. 286.
262 Ibíd., pág. 213. 263 Ibíd., pág. 233. 264 Rafael de Vélez, Preservativo contra la irreligión o los planes de la filosofía contra la religión y el estado,
realizados por la Francia para subyugar la Europa, seguidos por Napoleón en la conquista de España, y dados a luz por algunos de nuestros sabios en perjuicio de nuestra patria, Granada, 1813, pág. 124.
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verdadero carácter de la “secta de los liberales” compara el uso de la voz liberal con la
definición del diccionario265. Quienes se llaman a sí mismos “hombres de ideas liberales”
no lo son en el sentido auténtico de la palabra, son, en realidad, modernos maniqueos,
“maniqueos modernos mixturados con los antiguos”266.
La formación de dos partidos opuestos tampoco pasó desapercibida para los
observadores foráneos. En sus memorias sobre sus estancias en el extranjero, Lord
Holland describió la existencia de dos partidos al comienzo de la convocatoria de Cortes:
el primero de ellos formado por gente joven, más ardoroso y centrado en contener las
supersticiones y en minar el poder de los estamentos dominantes lo denominó “popular
party”; al segundo le preocupaba más contener la revolución interna que preservar la
independencia del país. A pesar de la pretendida identificación del primero con el
pueblo, sus acciones no respondieron para Holland a los auténticos deseos de quienes
decía representar267.
La aparición de denominaciones partidistas concitó, como no podía ser de otra
manera, una atención teñida frecuentemente de inquietud entre los coetáneos, que se
encuentran ante un fenómeno de nueva aparición en España contrario a los marcos
interpretativos predominantes. Se asiste, por tanto, a un proceso de evaluación de las
denominaciones políticas, que abarca desde su rechazo a una lucha por imponer una
particular definición ajustada a la tendencia ideológica del publicista. Y esto con
independencia de su propia adscripción. Así en El Redactor General se publica una
muestra de la composición en verso “Espejo de serviles y liberales”, “en que se censura a
los malos, tanto del partido servil como del liberal”:
265 Sanclemente y Romeu, Felipe, Los serviles cuerdos, y los liberales locos, transformados en maniqueos
antiguos, mixturados con los modernos, Cádiz, 1812 –Archivo histórico militar. Colección documental del Fraile-‐, pág. 5.
266 Ibíd., págs. 8-‐10. 267 Lord Holland, Foreign Reminiscences, London, 1850, págs. 147-‐148.
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“Si un refinado egoísta, / que en llenando su carrillo, / y guardando
su bolsillo, / no le importa ni una arista / que venza, triunfe, resista / o
sucumba la nación; / y haciendo siempre el mohíno / en francés o en
argelino / el bailará a cualquier son; / este es servil… picarón. / Y si otro
más exaltado / ser gran patriota presume, / y todo el tiempo consume / en
pretender otro grado, empleo más elevado, / cruz, banda o manto ducal, /
y al intento o al desdén / tan sólo de sí habla bien / hablando de todos mal;
/ este es bribón… liberal”268.
Por su parte, en un artículo comunicado publicado en El Procurador General de la
Nación y el Rey se analizan las voces liberales y serviles para comparar sus sentidos con
los individuos a los que se atribuyen. En el sentido de generosidad, la primera no puede
corresponder a quienes carecen de bienes, necesarios para ser generoso. Lo deben ser
en el sentido de defensores de las libertades antiguas, cosa de incrédulos. Sobre serviles,
si se entiende como miembros de la clase baja debería corresponder en realidad a los
que se llaman liberales. En un intento de transvaluación del término servil se vincula con
el respeto a las cosas santas, con la cualidad de ser siervos de Dios.
A pesar de la resemantización operada sobre los términos liberal y servil, el
autor, que utiliza el seudónimo de “El Celtíbero”, prefiere que se acabe con el uso de
estas denominaciones y que se sustituyan por las de ministeriales y antiministeriales
como sucede en Inglaterra, donde la oposición contribuye al acierto de las decisiones.
Propone que desde el periódico se apoye la idea de un “armisticio” y que los esfuerzos se
centren en combatir a los franceses269. El conocimiento de la práctica parlamentaria en
Inglaterra sigue presente. Se da por hecho que nadie ignora que en Inglaterra ha habido
268 El Redactor General, nº 375, 23-‐06-‐1812. El Conciso se hizo eco al día siguiente de estos versos. 269 El Procurador General de la Nación y del Rey, 25-‐03-‐1813. El 1 de octubre de 1812 nació este
periódico en Cádiz, convirtiéndose en el más representativo de la prensa reaccionaria y anticonstitucional del periodo doceañista.
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siempre partido de oposición“, que fomentan las mismas cámaras, porque es lo que hace
brillar y obrar siempre lo mejor del ministerio británico”270.
En torno a los términos liberal y servil se produjo probablemente la mayor
controversia lingüística. Los “serviles” intentaron llevar a cabo una transvaloración del
término sin conseguirlo: “lo peor es que sólo conseguimos el hacernos cada día más
odiosos a los pueblos los cuales tienen ya por la injuria más horrorosa la palabra Servil”
(Diario de Cádiz, 08-‐08-‐1813, nº 8). Liberal era en cambio positiva según El Procurador
(04-‐08-‐1813, nº 308, 3491). Los conservadores intentaron contrarrestar el prestigio de
liberal sirviéndose de términos como filósofo –vinculado a la irreligiosidad adquirida
durante el enciclopedismo francés-‐. Finalmente Fernando VII prohibió por decreto el 26
de enero de 1816 el uso de servil y liberal:
“Durante mi ausencia de España se suscitaron dos partidos titulados de serviles y
liberales: la división que reina entre ellos se ha propagado a una gran parte de mis
reinos, y siendo una de mis primeras obligaciones la que como padre me incumbe de
poner término a estas diferencias, es mi real voluntad que en lo sucesivo los Relatores se
presenten a los tribunales con las cauciones de derecho; que hasta las voces liberales y
serviles desaparezcan del uso común”271.
Las denominaciones utilizadas para designar a estos dos grupos no se limitan a
los términos de liberal y servil, si bien estos fueron los más habituales. En la descripción
que de los dos partidos existentes en España hace El Conciso en marzo de 1814, se
señala uno que está a favor de las reformas y otro que se opone a ellas. Hay un partido
constitucional y su antagonista anticonstitucional. En el mismo artículo se enumeran los
apelativos utilizados para designar a los liberales peyorativamente. Se les tacha de ateos,
deístas, herejes, jacobinos, republicanos y franc-‐masones272. De estas designaciones se
defiende también el Semanario Patriótico en el conocido artículo “Guerra político-‐
literaria entre liberales y serviles” que ridiculiza la literatura calificada de servil. En el
270 Diario de Palma, nº 227, 19-‐04-‐1813. Extracto de una carta al periódico. Lo mismo se dice en El
Censor general, (Cádiz), nº 2, -‐tercera época-‐, 17-‐07-‐1814: el partido de la oposición es el que conserva la “libertad social”. En El Conciso de 12-‐08-‐1813 se menciona la existencia de un “partido de oposición” en la cámara gaditana.
271 García Godoy, María Teresa, El léxico del primer constitucionalismo…, op. cit., págs. 55-‐60. 272 El Conciso, 31-‐03-‐1814.
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sexto artículo de un hipotético tratado de paz se dice: “El que por escrito o de palabra
llamare hereje, ateo o libertino a un liberal sin probárselo, será tenido por sospechoso
de francesismo por cuanto desacredita a los verdaderos patriotas, atiza el fuego de la
discordia conforme a los deseos de Napoleón y se opone a las reformas necesarias…”273.
3. Blanco White y El Español
El Español, calificado de “periódico inusual”, de talante liberal, aunque crítico con
la versión del mismo que se desarrollaba en España, jugó un papel relevante en el campo
de las reflexiones sobre las ideas políticas y constitucionales durante el período
gaditano, tomando como seña de identidad la oposición a cualquier tipo de despotismo,
bien fuese de procedencia política o religiosa274. Su evolución se confunde con la de su
editor, Blanco White, que supera una fase inicial marcada por la influencia de los textos
franceses del XVIII relativamente pronto y de forma abrupta275. Destacable es sin duda
su admiración por todo lo inglés, por sus instituciones y por sus hombres276. Ejercen en
él una influencia notable Burke, Lord Holland, Quintana, Jovellanos y Ángel de la Vega
Infanzón, autores que se sitúan en el origen de su conversión anglófila277.
273 Semanario Patriótico, nº 73, 29-‐08-‐1811. 274 Moreno Alonso, Manuel, “Las ideas políticas de “El Español”, Revista de Estudios Políticos, nº 39, mayo-‐
junio 1984 (págs. 65-‐106), págs. 65-‐69. 275 Varela Suanzes , Joaquín, “Un precursor de la monarquía parlamentaria: Blanco-‐White y El Español
(1810-‐1814)”, Revista de Estudios Políticos, nº 79, 1993, págs. 101-‐102. 276 Moreno Alonso, Manuel , “Las ideas políticas de “El Español”, op. cit., pág. 77. 277 Varela Suanzes , Joaquín, “Un precursor de la monarquía parlamentaria…”, pág. 103.
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El hecho de que la primera obra traducida publicada en el periódico fuese “Modo
de proceder en la Cámara de los Comunes de Inglaterra” constituye en este sentido un
reflejo de este especial interés. Sin embargo, también revela la existencia en Blanco de
preocupaciones de índole aparentemente diversa que terminan confluyendo en un
mismo punto: la peculiar situación que estaba viviendo España. La admiración por las
instituciones inglesas responde a la sentida necesidad de arrojar luz sobre las prácticas
parlamentarias de una nación veterana en ellas para ilustrar a los constituyentes
españoles y ayudar en la configuración de un sistema político lo más estable posible.
De su interés por las personas da fe la relación especial que le unió a Lord
Holland, del que fue su secretario personal durante la estancia de aquél en España. Es de
sobra conocida la red de amistades y contactos que Lord Holland tenía en España, sin
embargo, Blanco White fue uno de los españoles más próximos a él. A través del
periodista hispano-‐inglés, Holland pretendió dar a conocer la constitución inglesa en
España en El Semanario Patriótico278. De su sección política, en la que se publicaron las
primeras reflexiones constitucionales, se encargó Blanco desde el número XV al XXXII279,
lo que le colocaba en una situación perfecta para dar a conocer sus ideas políticas.
Desde mediados de 1811 empieza a producirse en Blanco White una importante
transformación psicológica, política y religiosa, originada en su soledad y en los
frecuentes ataques a que era sometido. La venta de su periódico disminuyó así como sus
recursos. En ese contexto se convirtió al anglicanismo y modificó sus ideas políticas
hacia un mayor conservadurismo de impronta burkeana, alejándose de la mayor
influencia que en torno a 1810 ejerció en su pensamiento la obra de Bentham. Tras su
doble conversión sus opiniones se caracterizan por un “criticismo áspero a todo”280.
Le preocupa la proliferación de los errores políticos, cuya causa fundamental
sitúa en el predominio de las pasiones (como hará Bravo Murillo cincuenta años
después): “La verdad es que las pasiones son la base de las más de dos teorías políticas
278 Moreno Alonso, Manuel, “Lord Holland y los orígenes del liberalismo español”, Revista de Estudios
Políticos, nº 36, noviembre-‐diciembre 1983 (págs. 181-‐217), pág. 210. 279 Moreno Alonso, Manuel, “Las ideas constitucionales de Blanco White”, en: Cano Bueso, Juan (ed.),
Materiales para el estudio de la Constitución de 1812, Parlamento de Andalucía, Tecnos, 1989 (págs. 521-‐543), págs. 525-‐526.
280 Moreno Alonso, Manuel, “Las ideas políticas de “El Español” op. cit., págs. 103-‐105.
91
que han deslumbrado a mucha parte del mundo en estos últimos tiempos”281. Blanco
White apuesta por el pragmatismo inglés frente a los principios abstractos de
procedencia francesa282.
Estas pasiones derivaban en dos despotismos, que a su vez se identificaban con
sendos partidos, “el convenio más horrible que jamás se ha hecho entre la intolerancia
política y la religiosa” y la división política en España, “uno que nada ve ni nada atiende
sino a convertir en leyes una porción de máximas abstractas de que ha formado un
sistema; otro, que a nada aspira sino a conservar la tiranía religiosa que ha reinado allí
desde los siglos bárbaros”283. Esta división le lleva a considerar natural la publicación
del Decreto de Valencia de 4 de mayo de 1814 por Fernando VII. El arraigo en España de
actitudes despóticas le hace ver “con dolor los males que preveo en España: la división
en dos partidos tan distintos entre sí por sus opiniones, intereses y miras como el norte
del mediodía”284.
Esta oposición, fruto de una aplicación de máximas constitucionales
equivocadas, podía evitarse inspirándose en el modelo inglés. Blanco percibió, aunque
no lo dijese expresamente, la diferencia entre el derecho constitucional escrito y la
práctica política inglesa, que ya había señalado Paley. A veces parece describir la
monarquía inglesa más como un cabinet system que como una balanced constitution285.
En este sentido, fue el único publicista que en esta crucial época defendió el sistema
constitucional británico tal y como funcionaba, aunque sin dar la debida importancia a
los partidos políticos. Utilizando argumentos similares a los esgrimidos por Mirabeau en
la Asamblea francesa de 1789, Blanco White criticó a mediados de 1812 la rigidez del
texto constitucional gaditano en la regulación de las relaciones entre el Rey y los
Ministros, por un lado, y las Cortes, por otro. El objetivo debía ser, por el contrario,
encontrar el equilibrio entre ambos extremos. Frente a una concepción asamblearia,
Blanco abogó por introducir una serie de medidas que responden a un sistema
281 Ibíd., pág. 102, cita de El Español, vol. IV, págs. 341 y ss. 282 Ibíd., págs. 80-‐81. 283 Ibíd., pág. 105, cita de El Español, vol VIII pág. 150. 284 Ibíd., pág. 106, cita de El Español, vol VIII, págs. 295-‐311. 285 Varela Suanzes, Joaquín, “Un precursor de la monarquía parlamentaria…”, op. cit., pág. 113.
92
parlamentario de gobierno como, por ejemplo, la compatibilidad entre el puesto de
ministro y el de diputado:
“el poder ejecutivo debe estar actualmente animado de todo el poder,
el saber y la autoridad del legislativo. El único modo de lograr esto es darle
facultad de tomar ministros de entre los mismos representantes nacionales,
de entre esos mismos miembros de las Cortes que se han ganado justamente
la confianza de la Nación... Póngase; por ejemplo, a un Argüelles en el
Ministerio de Estado, a un Torrero en el de Gracia y Justicia, a un González en
el de Guerra, y se verá como crece la actividad y como se comunican fuerza
los dos poderes. Los Ministros sabrán prácticamente donde hallan las
dificultades y llevarán a las Cortes las cuestiones prácticas y del día, los
puntos en que actualmente necesita el ejecutivo del auxilio del legislativo.
Pero la separación en que se hallan los pone en una especie de
incomunicación muy dañosa para los primeros intereses de España”286.
El contacto con Lord Holland no se tradujo a su pesar en un aumento de la
influencia del espíritu del sistema constitucional inglés en el proyecto constitucional de
los liberales españoles a pesar de los esfuerzos realizados por Holland y por su círculo
más estrecho de colaboradores. Como ya se ha señalado, exceptuando a Blanco White,
los escasos diputados que conocían el sistema inglés habían adquirido esos
conocimientos en el marco de su interpretación dieciochesca, ignorando el desarrollo
del cabinet system. La identificación de la constitución británica con este modelo explica
su rechazo287.
La creciente anglofilia de Blanco White constituye un caso prácticamente único
que no se encuadra en una corriente española anglófila. Algunas ideas procedentes de
las islas como la de los “frenos y equilibrios” de Locke tuvieron resonancia entre los 286 Varela Suanzes, Joaquín, “El debate sobre el sistema británico de gobierno…”, op. cit., cita de El
Español, 05-‐02-‐1811, pág. 420. 287 Varela Suanzes, Joaquín, “Los modelos constitucionales en las Cortes de Cádiz”, op. cit.
93
diputados de las Cortes y en la Constitución Cádiz288. Sin embargo, la concepción de la
balanced constitution, que fue la que más relevancia tuvo en la España del siglo XVIII a
través de autores como los ya citados Blackstone, De Lolme, Montesquieu y el propio
Locke explica la ausencia de un grupo de filiación doctrinal inglesa en Cádiz. Burke o
Bentham, cuya interpretación del sistema constitucional británico disentía de la
comúnmente aceptada tardarían unos años en adquirir importancia en España289.
Apenas es perceptible la influencia del utilitarismo benthamiano en Cádiz, que en
cambio influiría enormemente a partir de 1820290.
Se ha dicho que sorprendentemente Blanco-‐White no hizo apenas referencias a
los partidos en el importante periódico publicado en castellano que coincidiendo con la
reunión de las Cortes publicó en Londres entre 1810 y 1814.En un contexto en el que las
diferencias establecidas en la etapa previa entre partido y facción se diluyen, más que
desaparecer, Blanco White parece sumarse a esta tendencia a pesar de que estar en
Inglaterra le podía proporcionar un conocimiento adecuado del funcionamiento de los
partidos en la cámara de los comunes. Su propuesta para España consistía en inspirarse
en el modelo británico, aunque sin la presencia de partidos: el bicameralismo evitaba el
influjo de las facciones (El Español, enero de 1813, p. 15). La causa de esta interpretación
parcial se ha relacionado con la concepción de Blanco del sistema británico no como un
sistema parlamentario, sino en la línea de la anacrónica idea del equilibrio
constitucional: defensa de un poder regio fuerte, sólo responsabilidad penal de los
ministros, cámara alta como cuerpo intermedio entre el rey y el pueblo, etc. Una
constitución según el modelo revolucionario francés dividiría a los españoles en
partidarios y detractores de ella dando lugar a “partidos”291.
288 Flórez Estrada estuvo muy influido por Locke, entre otros, en el escrito titulado Constitución para la
Nación española que remitió a la Comisión de Cortes de la Junta Central en noviembre de 1809. Este bosquejo de constitución sería el tercer proyecto constitucional en la historia de España. Véase también el clásico trabajo, ya citado, de Rodríguez Aranda sobre la recepción de Locke, pág. 121.
289 Varela Suanzes, Joaquín, “Los modelos constitucionales en las Cortes de Cádiz”, op. cit. 290 Varela Suanzes, Joaquín, La teoría del Estado…, pág. 43. 291 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 39.
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Existen, sin embargo, referencias a los partidos en los escritos del controvertido
publicista, y una de especial relevancia apareció en uno de los primeros números de El
Español292 con el encabezamiento “Noticia de una obra inédita intitulada Tactique des
Assemblées Politiques”. Blanco White dedica este artículo a la obra inédita de Bentham
“Táctica de las asambleas políticas”, que trata sobre el modo de proceder en la Cámara
de los Comunes. Dumont, amigo de Bentham, le informó personalmente de la existencia
de esta obra. Le dejó ver el manuscrito y le permitió publicar parte del prólogo, que el
propio Dumont había escrito.
La obra fue concebida para dar cobertura teórica a los Estados Generales que se
iban a reunir en Francia en 1789, pero el devenir de la Revolución apartó a Bentham del
trabajo en el texto para centrarse en criticar la deriva abstracta de la Revolución en la
forma de la Declaración de derechos del hombre. En el prólogo, Dumont tomó Inglaterra
como modelo de inspiración para otros países.
Dumont llama la atención sobre el hecho de que de todos los autores que se han
dedicado a analizar la constitución de Inglaterra ninguno se ha detenido a exponer las
reglas internas del parlamento. Los Estados Generales fallaron, por ejemplo, porque no
hubo disciplina ni unas reglas de deliberación que diesen por resultado una voluntad
general. Dumont no parte de la ingenua posición de la aplicabilidad inmediata del
sistema político inglés en otros contextos. La primera conclusión que presenta consiste,
por tanto, en que no se puede transplantar un sistema fruto de un desarrollo prolongado
y conectado con multitud de elementos accesorios en otro país.
Sobre los partidos reconoce que la existencia de dos en la cámara es positiva a
pesar de presentar también problemas. La ponderación de sus aspectos positivos y
negativos arroja, no obstante, un balance positivo que compensa los males derivados de
su existencia. Entre otras ventajas, facilitan la discusión mediante la reducción del
número de proposiciones, por un lado; los jefes de partido suplen, por otro, la común
ausencia de numerosos diputados. En una asamblea nueva faltan estos puntos de
“reunión” y se introduce la confusión entre los diputados, la indecisión y la sorpresa.
292 El Español, 30-‐09-‐1810.
95
Al final del prólogo Blanco White expresa el gran interés que una obra de este
tipo tiene para España. Las reglas de funcionamiento de los comunes, con la importante
función que en ella cumplen los partidos, según señala Dumont en el prólogo, aunque
Blanco White no los menciones explícitamente, podrían servir de base a la cámara
española con las modificaciones que sean necesarias.
El sentido positivo de los partidos se hace patente cuando afirma que el partido
de oposición debe existir en todo país que quiera gozar de libertad política. Debe existir
una barrera que frene al poder sin límites. La dificultad no está en encontrar apoyos
para el poder, sino en encontrarlos para la oposición, que purifica las medidas del
gobierno y les hace estar alerta. La existencia de una oposición en este sentido es
especialmente difícil en España, donde ha imperado el despotismo, origen de las
desgracias de España, lo que dificulta la asunción de las disensión. Blanco White advierte
de que el despotismo, que entiende como una actitud, no está vinculado a una forma
concreta de gobierno. También sobre las Cortes acecha el peligro del despotismo, que
debe evitarse mediante una ligera y suave agitación293. La posible duda, al menos en lo
que atañe a estos primeros meses, sobre un sentido positivo en la idea de Blanco acerca
de los partidos debería quedar despejada con la referencia a la existencia de un “partido
casi faccioso” en Cádiz294, con lo que establece una diferencia entre partido y facción.
La concepción positiva de partido es una vez más explícita en su descripción de la
situación en España en el momento de reunirse la Junta Central. Ésta se compuso de
individuos sin conexión con la opinión pública; no había en España partidos políticos –
legítimos-‐ “reunidos por opiniones políticas, que eligiesen conforme a ellas a los
representantes que mejor las hubiesen de sostener”. En los pueblos acostumbrados a un
sistema representativo la gente con opinión se divide pronto en dos partidos. Las
opiniones de las personas destacadas son conocidas y éstas saben quién y por qué les
han votado. Hay una “responsabilidad de sistema y de principios”. De los miembros de la
Junta Central no se podía exigir esta responsabilidad295. Blanco establece una conexión
entre la opinión pública, los partidos y el parlamento. En esta tríada, los partidos
293 El Español, 28-‐02-‐1811. 294 El Español, 30-‐05-‐1811. 295 El Español 30-‐01-‐1812.
96
cumplen la función de correas de transmisión entre la opinión y el poder. En la
concepción de los partidos que maneja Blanco la presencia de éstos no se limita a las
asambleas. Este es un rasgo semántico importante, ya que la evolución del concepto
presiona en las décadas siguientes a una restricción de su ámbito de acción a los
parlamentos como parte del proceso de diferenciación semántica entre las dos líneas de
significado político del concepto de partido.
A los defectos de la constitución hay que añadir el del sistema electoral – Blanco
es favorable al directo-‐, que a su vez forma parte de un fallo más general relativo a la
ausencia de representantes adecuados en las Cortes296. De ella deben formar parte tres
clases de individuos: poseedores de riqueza o influencia personal, popularidad y, por
último, talentos políticos que dirigen los proyectos en la asamblea. Con el actual sistema
sólo por casualidad algunas de estas clases pueden llegar a ser elegidas. La Constitución
no logra fundamentar el poder sobre su mejor base: la opinión297.
La centralidad que posee la opinión en el pensamiento de Blanco es una
constante positivamente connotada que contrasta con el progresivo aumento de la carga
semántica negativa en el concepto de partido. Una vez más la radical incompatibilidad
entre liberales y serviles como encarnaciones de la idea de partido en el contexto
español de la Guerra de Independencia llevan a Blanco a tratar de los partidos en
términos esencialmente negativos cuando analiza la situación política en la península.
Los partidos no constituyen en su pensamiento –como en el de ninguno de sus
coetáneos-‐ un instrumento necesario en la articulación del sistema político; son, en todo
caso, un elemento prescindible que no posee el monopolio de ser el vaso comunicante
entre la opinión y el poder. Estas características están ausentes en la opinión, uno de los
pilares del sistema liberal en el que cree, imprescindible, por tanto, semánticamente
positiva por naturaleza.
296 La elección es en cuatro grados: 3 millones de votantes en primer grado, 200.000 compromisarios en
segundo, 16000 electores parroquiales en tercer lugar y finalmente 460 electores de partido. J. T. Villarroya, Breve historia del constitucionalismo español, op. cit., págs. 19-‐20.
297 “Reflexiones sobre los asuntos de España”, El Español, enero-‐febrero 1814.
97
La idea de los partidos en el periodista hispano-‐británico no serían en el futuro
todo lo positivas que cabría colegir tras tomar en consideración su tratamiento en los
anteriores artículos. El desarrollo de los debates gaditanos provoca en Blanco un
creciente escepticismo y una correlativa actitud crítica, lo que inevitablemente terminó
afectando a cualquier posible connotación positiva de los partidos en el caso español. En
realidad desde el principio se observa, como por otra parte será habitual durante gran
parte del siglo que apenas acaba de comenzar, la convivencia de actitudes contrapuestas
hacia los partidos. A su valoración positiva cuando reflexiona sobre su encaje en el
modelo inglés o como propuesta teórica para un mejor funcionamiento de las Cortes
españolas, se contrapone una imagen con una carga semántica negativa cuando el centro
de atención se desplaza desde lo extranjero y lo abstracto al día a día de los debates
gaditanos en el contexto de una guerra contra el invasor francés. Blanco White mismo
reconoce que sus posiciones sobre la política en general y sobre los cambios que deben
operarse en España, en los que se encuadran el ser y deber ser de los partidos, han
variado desde el comienzo de la guerra298.
Este cambio de actitud puede rastrearse ya en 1810. Apenas dos meses después
de publicar el prólogo de Dumont, Blanco valoraba la moderación española como freno
de que la reunión de Cortes degenerase en una lucha de partidos y en desenfreno de la
licencia299. Muchas de las críticas que comenzará a plasmar en su periódico se dirigen
contra los liberales, cuyo acción peca de escaso liberalismo y de opresiva con quienes no
pertenecen a su “secta”300. De este modo la posición de los jefes del partido que se llama
a sí mismo liberal respecto de la cuestión americana ha deformado el sentido de la
denominación liberal, porque de serlo el partido lo sería por antífrasis301.
La distinción antes mencionada entre partido y facción desaparece también con
el desencanto de Blanco White. El poder ilimitado de unas Cortes que se amparan en la
fórmula de la soberanía popular es tan despótico como el de un monarca sin frenos. La
libertad debe asentarse sobre un punto equidistante entre ambos despotismos, evitando
298 El Español, enero de 1813. 299 El Español, 30-‐11-‐1810. 300 El Español, 30-‐11-‐1812. 301 El Español, 30-‐08-‐1812.
98
el despotismo de un rey tanto como “la tiranía de una facción”. El enconamiento de los
partidos que dividen a España llega hasta la profesión de un odio mutuo.
La convocatoria de unas nuevas Cortes supone desde la óptica liberal el peligro
de ver desmontada su obra, lo que tienta a sus jefes con prolongar su existencia por
tiempo indeterminado, como ya se hizo después de promulgada la Constitución, para
evitar entregarlas a los serviles. De hacerlo se demostraría para Blanco White que una
facción puede dominar el poder a su arbitrio demostrando lo defectuoso de la
constitución actual del gobierno en España. La única opción que podría en ese escenario
oponerse al poder de unas Cortes controladas de esta forma por los liberales es la
fuerza. Y sólo la fuerza podría impedir a su vez que unas Cortes serviles destruyesen
todo lo hecho por las anteriores.
La solución a lo que Blanco White califica de abuso de la soberanía radica en la
existencia de cuerpos y personas poderosas que ejerzan el poder por separado y que
frenen la acción del legislativo evitando con ello la necesidad de acudir a la rebelión. Las
Cortes deben dividir el poder que tienen creando otra cámara legislativa compuesta por
la nobleza y el clero. Esta cámara alta frenaría el ímpetu democrático de la cámara baja
[en la línea de una balanced constitution].
Debe articularse un sistema que integre a todos los grupos, ya que no sólo de
liberales se compone la nación. La configuración actual del poder permite que no sea el
conjunto de la nación el que decidiese sobre su constitución, sino un partido a despecho
de otro acentuando con ello la división y el desorden. Es necesaria la mezcla y la
modificación de liberales y serviles302. Deben diseñarse medios que eviten que las leyes
del parlamento tengan la apariencia de ser leyes de un partido.
La recomendación de crear una segunda cámara que represente intereses
distintos y que esté formada por clases distintas se basa en su capacidad de quebrar y
dividir el espíritu de partido, amplía el tiempo para reflexionar sobre la ley aprobada en
la primera cámara y permite sondear mejor la forma en que la opinión pública ha
302 “Sobre el poder ilimitado de las Cortes”, El Español, junio de 1813. El temor a las nuevas Cortes se
aprecia en El Conciso de 07-‐04-‐13, que las critica por estar dominadas por el espíritu de cuerpo y de partido, por intentar volver a renovar las instituciones antiguas para recuperar sus privilegios.
99
acogido la ley. Redunda en beneficio de los dos partidos o “sectas políticas” que las leyes
reflejen un término medio entre sus dos posturas para avanzar algo en su objeto y evitar
exponerse a perderlo todo. Los principales beneficiados de este cambio serían los
liberales303.
La progresiva retirada de las tropas francesas no hace sino aumentar la necesidad
de solucionar el enfrentamiento entre ambos partidos, ya que la fermentación de las
opiniones crece en España en la misma medida en que se libera de las tropas enemigas.
De tal forma que a Blanco White le parece que a esta guerra le seguirá otra. El triunfo de
uno de los dos partidos, cuya relación se basa en la fuerza y las intrigas, supondrá la
opresión de la mitad de España. Se sosegaría la discusión de las leyes y las alejaría del
“torrente de un partido como sucede en toda reunión numerosa”. Del sometimiento a
dos cámaras de un proyecto de ley surgiría la verdadera opinión pública304. El objetivo al
que debía dirigirse todo esfuerzo era, por tanto, evitar caer en la anarquía. En un artículo
de comienzos de 1813 ya había anticipado las medidas a adoptar: reducción de su
función a la elaboración de leyes junto con el rey y establecimiento un sistema bicameral
que evitase la precipitación y el influjo de las “facciones” en la elaboración de leyes.
Apoyándose en Burke, a quien cita repetidas veces, especialmente al final del artículo,
éstas y no las máximas abstractas difundidas desde Francia eran las bases de la
verdadera libertad305.
Blanco no considera a los partidos en términos puramente parlamentarios al
situarlos también fuera de las Cortes. De hecho parece que en su connotación negativa
su lugar natural es extraparlamentario. El parlamento debería servir precisamente de
dique a las agitaciones populares306. Una distinción que como hemos visto difiere de la
concepción expuesta en enero de 1812.
En otro artículo del mismo número señala Blanco que España está dividida en dos
partidos absolutamente opuestos, sin terreno neutral en el que encontrarse sin
303 “Reflexiones sobre los asuntos de España”, El Español, enero-‐febrero 1814. 304 “Sobre las divisiones internas que empiezan en España”, El Español, julio de 1813. 305 El Español, enero de 1813. 306 “Sobre la necesidad de dividir el poder legislativo en España”, El Español, agosto de 1813.
100
violencia. Como en una guerra civil parece que todo el mundo debe figurar en una de las
partes307.
El concepto de partido que se ha impuesto en el lenguaje de Blanco White ha
abandonado cualquier referencia a su inserción en el engranaje parlamentario para
situarse claramente en una línea de significado de confrontación total ajena a principios
básicos compartidos; en contendientes, en definitiva, de una guerra civil. Llevará mucho
tiempo la aceptación de unos partidos legítimos que sobrepasen el ámbito
parlamentario prolongándose en la sociedad. Durante la mayor parte del XIX los
partidos con presencia activa en ésta se vinculan a la violencia en un uso semántico
totalmente negativo. Los rasgos positivos que con dificultad se van incorporando al
concepto se limitan casi en exclusiva a su actividad como grupos parlamentarios.
El peligro de los partidos en el parlamento está asociado al “contagio” de los
rasgos semánticos negativos adheridos a su presencia en el pueblo, cuando la cámara se
convierte en una “plaza pública”, en la que hallan acomodo las pasiones. La división de
las Cortes en dos partidos de este tipo conlleva que las leyes aprobadas no lo sean, por
tanto, en virtud de su valor intrínseco, sino de su conformidad con las ideas de los jefes
del partido dominante. Este partido (liberal) posee un poder ilimitado llegando a
expulsar a la Regencia por no adecuarse a su punto de vista y nombrando una nueva que
se ajustará a sus intereses. No se trata tanto de los fines a los que se aspira – Blanco
White apoya, por ejemplo, la abolición de la inquisición – como de los medios
empleados. No reflexionar sobre los medios de toma de decisiones y las consecuencias
que de estas decisiones se derivan lleva a un escenario sin frenos. Mientras tanto la toma
de decisiones en las Cortes tiene un parecido con la “naturaleza de los tumultos”. En
España reina la intolerancia política y la religiosa: hay sendas leyes que condenan a
muerte a quien propague opiniones contrarias a la constitución y a quien haga
proselitismo de otra religión diferente a la católica308.
307 Ibíd. Blanco White hace esta observación en una introducción a los “Principios de filosofía moral y
política” de William Paley. Su intención es mostrar mediante la obra de Paley la existencia de razones que apoyan la libertad de los pueblos y la limitación del poder sin necesidad de acudir a principios peligrosos.
308 El Español, septiembre de 1813.
101
El gran problema que para Blanco White se deriva de la actual configuración de la
constitución es que conduce a una política del todo o nada. La infalibilidad de la que se le
ha dotado, su difícil reforma y el depósito en la asamblea de un poder ilimitado hace que
con razón el partido liberal tema perder todo su trabajo con el nombramiento de unas
nuevas Cortes de mayoría servil.
4. Una propuesta inglesa para la reunión de Cortes
No obstante su relativo fracaso, las importantes relaciones de Lord Holland,
sobrino del líder whig Charles James Fox, en España309 hacen que cobre interés conocer
sus posiciones respecto de la configuración que debía adoptar el nuevo sistema de
gobierno que se estaba estableciendo. En 1809 pensaba que las futuras Cortes debían
tener entre 150 y 200 diputados, postura que modificaría con el tiempo, aunque
referidas al caso napolitano. En su Letter to a Neapolitan from an Englisman de 1815
defendía un sistema bicameral. En una monarquía debía haber una aristocracia con
asiento en una cámara alta para fortalecer al gobierno, compuesta, en primer lugar, por
la antigua nobleza y, a continuación, por los representantes de las altas magistraturas y
la Iglesia. Para la baja estimaba que el número apropiado de representantes debería
309 Se le considera el punto de conexión fundamental con la realidad política inglesa, Moreno Alonso,
Manuel, “Sugerencias inglesas para unas Cortes españolas”, op. cit., pág. 503. También del mismo autor: La forja del liberalismo en España : los amigos españoles de Lord Holland, 1793-1840, Madrid, Congreso de los Diputados, 1997.
102
oscilar entre 300 y 400, duplicando la cifra que creía adecuada seis años antes para
Cádiz310.
Los esfuerzos en pro de elevar a la categoría de modelo para las Cortes
españolas el sistema inglés se plasmaron finalmente en un texto con forma de proyecto
constitucional obra en su mayor parte de John Allen. Del texto se ha dicho que constituye
“el más claro programa reformista de modificación de las Leyes Fundamentales para
adaptarlas al sistema británico”. Aunque es fundamentalmente obra de John Allen,
también participaron en su elaboración Holland y Jovellanos. Allen utilizó obras de
Capmany y posiblemente el Ensayo histórico-crítico de Martínez Marina. Blanco White
fue quien más atención prestó al texto. Se concibió como un programa constitucional
que debía servir de base a una modificación de la constitución histórica311.
En las Suggestions on the Cortes se aboga por un sistema bicameral y la creación
de una cámara baja numerosa, de 300 diputados, preferible a otras menos numerosas
debido a que resiste mejor las intrigas o el uso del miedo por el príncipe, los ministros
para controlarla. Los elementos más importantes en un gobierno libre consisten en el
respeto de los precedentes y de las formas al abordar una gran carga de trabajo. Gracias
al respeto de las formas, una cámara de 560 caballeros es más capaz de manejar los
negocios que una asamblea compuesta por sólo 100 funcionarios o diplomáticos
experimentados que carezca de ellas312. Por otro lado, un número amplio también
permite que haya representantes de las distintas clases sociales así como oficiales del
ejército. Pero sobre todo permite que haya un número amplio de representantes
indolentes, poco activos, aunque útiles para refrenar la hiperactividad de los más
vivaces y elocuentes.
310 Moreno Alonso, Manuel, “Lord Holland y los orígenes…”, op. cit., págs. 200-‐201. 311 Fernández Sarasola, Ignacio, Proyectos constitucionales en España (1786-1824), Madrid, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, 2004. En el apéndice I encontramos una introducción al texto de Allen, págs. 587-‐589.
312 Allen, John, Suggestions on the Cortes, E Blackader Printer, London, 1809, en Fernández Sarasola, Ignacio, Proyectos constitucionales (págs. 591-‐616), págs. 600-‐601.
103
“Upon extraordinary emergencies, when parties run high in the
legislature, these usually inert legislators are to be seen quitting their country
seats and provincial towns, and repairing in crowds to the capital, to decide,
by the weight of their numbers, questions that had divided the wisdom of
their colleagues, and but for their intervention might have led to
interminable dissensions and civil wars”313.
De la Vega Infanzón tradujo equivocadamente este párrafo: “Y en casos
extraordinarios, cuando se forman partidos en el cuerpo legislativo”. Allen se refiere en
realidad a la exaltación de los partidos en determinadas circunstancias y no a su
surgimiento. Siempre cabrá la duda de si De la Vega malinterpretó el texto inglés o si
“adaptó” su sentido a la mentalidad predominante en la España de la época con el fin de
hacer más aceptable el uso de la voz partido en una propuesta de convocatoria a
Cortes314.
La admiración que despertó en Jovellanos el sistema inglés influyó en su
propuesta de estructuración bicameral de las Cortes españolas, lo que venía a ser la
adaptación a España de una suerte de balanced constitution. Huelga decir que esto
explica en parte que no se encuentren en él reflexiones sobre los partidos ni el
reconocimiento de la existencia de una oposición315. En contra de su defensa de un
sistema bicameral se esgrimió abiertamente que fomentaba la división interna de la
nación y, de forma más disimulada, se temía el poder y la capacidad que otorgaría a la
nobleza y al clero para impedir las reformas políticas, sociales y económicas316.
313 Ibíd., pág. 602. 314 Ibíd., pág. 628. 315 Varela Suanzes, Joaquín, “El debate sobre el sistema británico de gobierno…”, op. cit. 316 Villarroya, Joaquín Tomás, Breve historia del constitucionalismo español, op. cit., pág. 19.
104
5. El tercer partido como instrumento de superación de las
diferencias
A modo de epítome de la reflexión en torno a los partidos durante el período
gaditano hay un interesante folleto que, al tiempo que resume algunos de los principales
rasgos que constituyen los lugares comunes del pensamiento sobre los partidos, plantea
también la opción de un tercer partido como medio para acabar con la discordia317.
La raíz de la división de las opiniones políticas se sitúa en el distinto peso que se
otorga a uno de los polos que constituyen el rey, por un lado, y la patria, por otro. Todos
los españoles aman al rey y a la patria, pero la intensidad con que ese amor se plasma no
es idéntica en todos los casos. Para el autor, la constitución gaditana era la respuesta al
anhelo de nivelar los derechos de ambos. Es necesario demarcar las prerrogativas de
uno y otro para evitar el despotismo de ambos extremos. En esta lucha se encuentra
inmersa España desde hace tres años y medio.
La división existente entre las opiniones políticas de liberales y serviles aumenta
el ya importante trabajo que falta por hacer para lograr el equilibrio entre ambos
elementos. El mismo autor reconoce que ante esta aparente disyuntiva había optado
hasta hacía poco tiempo por no mantener ninguna de las posiciones existentes, ninguno
de los dos partidos le resultaba suficientemente convincente. En el momento de escribir
el folleto su perspectiva se había modificado en el sentido de abogar por lo que llama un
“tercer partido”. El objetivo del texto es mostrar las ventajas que se derivarían de una
superación de la división dual mediante la aparición de uno nuevo que resuma lo
positivo de los anteriores. Para ello se propone exponer imparcialmente las tres
doctrinas.
317 Catecismo liberal y servil con la deducción de estas doctrinas en la juiciosa que conviene a la felicidad
española, C. N. S. y V., Segovia, 1814.
105
Antes de exponer sucintamente las ideas que caracterizan las tres doctrinas hace
una breve mención a idea del tercer partido. La tematización del tercer partido
adquiriría a lo largo del siglo XIX formas distintas en la reflexión sobre los partidos. Este
texto inaugura ese lugar común del pensamiento sobre las divisiones políticas optando
por un concepto de tercer partido que subsume los anteriores para hacerlos
desaparecer en la práctica. La otra opción que aparecerá de forma recurrente se integra
en un enfoque que prima desde una perspectiva de técnica parlamentaria la influencia
de un partido situado entre los dos principales. Es la idea del “partido regulador” que
expondrá paradigmáticamente El Censor durante el Trienio.
Se aborda en primer lugar el carácter y composición del partido liberal. El
nombre de liberal como denominación de un grupo político no coincide en su significado
con el tradicional. En el nuevo sentido designa un partido que surgió en Cádiz en 1811.
Se compone de cinco clases de personas: “las que por amor al pueblo defienden sus
derechos”; los que quieren transformar la monarquía en república, a los que también
llama jacobinos –les aplica también el término de partido-‐; la tercera incluye varios tipos
–los que buscan empleos, los que se dejan llevar por la corriente…-‐; están los inmorales
e irreligiosos que persiguen a la Iglesia; y, por último, los partidarios de Napoleón, que
fomentan la desunión. De todas la única clase positiva es la primera, formada por pocos
individuos. El deber legítimo del partido liberal es limitar el poder real para evitar las
arbitrariedades y el despotismo del rey sin caer en el extremo contrario. La causa de que
estas cinco “clases” se unan es el trastorno del gobierno, que facilita la posibilidad de
colocación a gente sin méritos.
Los serviles, por su lado, también forman un partido surgido en Cádiz a
comienzos de 1812 como reacción de los eclesiásticos a los ataques que estaba
padeciendo la religión en sus fundamentos. El significado negativo de la palabra no se
corresponde con el carácter de todos los miembros del partido que designa. Los
liberales se sirvieron de esta denominación para humillar a los eclesiásticos que se
oponían a sus proyectos. Si bien la mayoría no son merecedores del calificativo con el
que se les denomina, hay algunos a los que sí se ajusta. Son los que atacan las nuevas
instituciones para proteger egoístamente unos derechos que atentan contra el bienestar
de la nación.
106
La palabra se aplica a numerosas clases, a todos los que se oponen a los liberales.
Se les acusa de defensores del despotismo con el objetivo de distanciar al pueblo de los
principios “contra-‐liberales”. Sin embargo, la mayoría no sólo no son defensores del
despotismo, sino que se oponen a las prácticas despóticas de los liberales en el poder.
Los serviles se dividen en 8 clases: defensores del despotismo, egoístas, defensores de la
religión y de la Iglesia, opositores del gobierno republicano, mediadores entre pueblo y
nobleza, resentidos, defensores de la inalterabilidad de la tradición y, finalmente,
humildes y condescendientes. Si consideraba elegibles para el congreso nacional a la
primera clase de liberales, en lo que respecta a los serviles estimaba como válidas a la
tercera, cuarta y quinta.
Frente a estos dos partidos, la tercera opción propuesta se caracteriza por
poseer unos principios básicos sólidos: el amor a la religión católica, a la patria y al rey.
Las clases de que se componen los anteriores partidos ponen su acento en uno de los
elementos disminuyendo el peso de los restantes. Debe alcanzarse el equilibrio. “El
juicioso es un conciliador de ambos partidos”318, no en el sentido de una amalgama de
partes dispersas sino en el de la aceptación de lo positivo de cada bando y de rechazo de
los negativo. “Adapta la parte media” de ambos. Es una integración reflexionada de
elementos, consecución del equilibrio entre las partes que componen la tríada frente a
unión arbitraria. “Todo extremo es vicioso, y los liberales y serviles los tocan
opuestamente”319.
El peligro que el autor ve asomar en el horizonte, y que comparte con muchos de
sus coetáneos, es la posibilidad de una guerra civil que suceda a la que en ese momento
aún se está librando contra el invasor francés. La desunión, la existencia de partidos “o
variedad de ideas”, la inmoderación, en definitiva, resquebrajan los lazos que unen la
sociedad.
318 Ibíd., pág. 28. 319 Ibíd., pág. 29.
107
*****
En los años que median entre la primera restauración absolutista y el Trienio
liberal se aprecia un desplazamiento en el sentido de partido al distinguirse dos visiones
sobre los partidos entre los liberales de este período: existe un primer grupo cercano al
jacobinismo que identifica plenamente partido y facción (El Español Constitucional). Un
segundo grupo representado por Flórez Estrada (Representación hecha a S.M.C. el Señor
D. Fernando VII en defensa de las Cortes, 1818) distingue entre facción, término
peyorativo que reserva a los serviles, y partido, referido a los afrancesados y liberales.
Durante este primer exilio y continuando en el Trienio liberal comienzan a fraguarse en
torno a la discrepancia de pareceres sobre la relación entre el Rey y el Parlamento los
embriones de lo que en los años treinta cuajará en el grupo moderado y exaltado.
Aquéllos defendiendo el predominio del Rey, éstos el del Parlamento.
108
109
II. Trienio Liberal. Aumento de la complejidad
1. Introducción
El 3 de marzo de 1820 se publicó un Real Decreto como último intento de frenar
el avance de la rebelión liberal. En él el Rey se propuso desterrar los abusos y las
innovaciones peligrosas, que había fomentado en el pasado reciente el espíritu de
partido, “origen de los mayores males en toda sociedad”. Pero esta reforma no podía
hacerse con precipitación y necesitaba calma y tranquilidad320.
Sólo una semana más tarde el monarca se vería obligado a proclamar su fidelidad
al código gaditano en el “Manifiesto del Rey a la Nación” de 10 de marzo, publicado en la
Gaceta extraordinaria de Madrid el 12 del mismo mes. Antes de llegar a semejante
extremo una serie de síntomas había reflejado la progresiva pérdida de autoridad del
monarca. Los signos de descomposición del Estado a finales de 1819 ya eran acusados y
la incapacidad de la monarquía para controlarlos notoria321.
El levantamiento de Riego, que pondría fin a seis años de gobierno absolutista, se
había visto además precedido por una serie de intentos que, aunque fracasaron,
revelaron la existencia de un malestar y de una oposición al gobierno absoluto del Rey.
Los más destacados fueron los intentos de Espoz y Mina, Díaz Porlier y el general Lacy.
Hubo también un proyecto de rebelión en 1819 finalmente abortado por la traición de
quien debía dirigirlo: Enrique O´Donnell, conde de La Bisbal. Este plan venía
320 Publicado en el Mercurio de España, marzo de 1823. 321 Iris M. Zavala, Masones, comuneros y carbonarios, Madrid, Siglo XXI, 1971, pág. 31.
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acompañado de una constitución más moderada que la de Cádiz322. Estos antecedentes
parecían augurar la dificultad de la empresa que comenzaría con el inicio del año 1820.
Al igual que las anteriores, la intentona de Riego pareció estar destinada al
fracaso. Un comienzo titubeante, la falta de apoyos y la progresiva deserción de sus
tropas inclinaron al entonces coronel Riego a dirigirse a la frontera portuguesa para dar
por finalizada la rebelión, salvando al menos la vida. De forma casi inesperada para el
protagonista del pronunciamiento de las Cabezas de San Juan, el 21 de febrero, a punto
de ser sofocada, la rebelión empezó a extenderse primero por Galicia y luego a Zaragoza,
Pamplona, Tarragona y, finalmente, a Madrid. Se había inaugurado no sólo el
pronunciamiento militar como medio de alcanzar el poder, sino también un ciclo
revolucionario que devendría clásico y que consistía en el surgimiento de los
levantamientos en la periferia peninsular y su posterior extensión al centro político. En
este ensayo coronado por el éxito, el final del periplo revolucionario de más de dos
meses terminó con la renuncia del soberano al poder omnímodo323.
En los meses inmediatamente anteriores a la rebelión del ejército expedicionario,
la expresión predominante en la prensa que incorporaba el término partido era el ya
conocido “espíritu de partido”, sintagma asociado en ocasiones a la moda y a la
frivolidad324. La voz partido aparece, en cualquier caso, de forma excepcional. Las
escasas veces que el sustantivo se menciona solo suelen referirse a ámbitos distintos del
político, sobre todo al literario325.
Era difícil que en el contexto del sexenio absolutista, con la demonización de las
expresiones que aludían a las divisiones políticas del reciente pasado, sólo hace falta
recordar el decreto de Fernando VII prohibiendo las referencias a las voces liberal y
322 La naturaleza de este plan ha sido descrita en profundidad por Claude Morange en: Una conspiración
fallida y una constitución nonnata (1819), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006.
323 Irene Castells se ha ocupado del carácter de los levantamientos liberales que se inauguran en este periodo, La utopía insurrecional del liberalismo. Torrijos y las conspiraciones liberales de la década ominosa, Barcelona, Crítica, 1989.
324 Crónica científica y literaria, 21-‐01-‐1820. 325 Miscelánea de comercio, artes y literatura, 24-‐01-‐1820.
111
servil, el concepto de partido pudiese mostrar algún tipo de cambio en su significado que
no fuese el de una carga semántica completamente negativa. Las únicas excepciones sólo
podían provenir de los exiliados, como es el caso de Flórez Estrada. A pesar de la
connotación positiva con la que el asturiano dotó al término en su exilio, durante el
Trienio Liberal siguió predominando la opinión negativa de partido identificado con
facción. Lo que se ve corroborado por su escasa presencia en los diarios del congreso de
sesiones. Son muy pocos los diputados que utilizaron el término en sus intervenciones.
El objeto de esta observación general es servir como punto de referencia que ayude a
evitar la tentación de sobredimensionar las reflexiones sobre los partidos hechas en esta
etapa. Es este un peligro en el que es fácil caer al centrar nuestra atención en un aspecto
cuya importancia es obvia, pero que conviene valorar en su justa medida. Los evidentes
desplazamientos semánticos, aunque crecientes en su doble faceta cuantitativa y
cualitativa, no deben velar la existencia de una generalizada suspicacia que a veces
llegaba a convertirse en franca hostilidad.
Sin embargo, y como ya sucediera en la anterior etapa constitucional, el rechazo a
los partidos no fue monolítico. De hecho, en el transcurso del Trienio este rechazo
inicialmente compartido a aceptar la existencia de partidos se fue resquebrajando al
tiempo que el uso del término aumentó para referirse al propio grupo político.
No obstante las evidentes líneas de continuidad con la experiencia constitucional
gaditana, el Trienio tiene “una sustantividad propia e independiente de la anterior”,
partiendo de situaciones e influencias doctrinales muy distintas326, lo que convierte a
esta breve etapa en un hervidero de ideas, en una suerte de presentación de los rasgos
semánticos y de su articulación en el concepto de partido que continuará, como
tendremos oportunidad de ver, con mayor complejidad en el período que se abre con el
fallecimiento de Fernando VII. El Trienio puso además de relieve por primera vez las
dificultades que se derivaban de la aplicación de la Constitución gaditana a la vida
política en un contexto en el que el Rey y el parlamento estaban presentes327.
326 Fernández Sarasola, Ignacio, “Los partidos políticos en el pensamiento español (1783-‐1855)”, op. cit.,
pág. 99. 327 Varela Suanzes, Joaquín, “La monarquía imposible: la Constitución de Cádiz durante el Trienio”,
Anuario de Derecho Español, 1996, págs. 653-‐687, págs. 653-‐654.
112
2. Condiciones políticas e institucionales
Las modificaciones semánticas son indisociables de unas condiciones políticas y
sociales concretas. Ambos niveles están íntimamente entrelazados hasta el punto de que
sólo analíticamente pueden diferenciarse. La profundización de algunos rasgos
semánticos que ya se observaron en Cádiz y la adición de otros nuevos de especial
relevancia se enmarcaron durante esta etapa en un nuevo contexto político. Es cierto
que el marco constitucional no había cambiado. La revolución, haciendo esta vez honor a
su sentido etimológico, consistió en restablecer una situación anterior interrumpida por
la reacción absolutista. La diferencia entre ambos períodos, que a la postre se revelaría
clave, fue la presencia activa de todos los poderes, posibilitando por primera vez un
funcionamiento constitucional “normal”. Ahora bien, la relación entre los dos poderes
fundamentales, legislativo y ejecutivo, no fue todo lo positiva que se esperaba, lo que
tuvo de forma aparentemente paradójica repercusiones “positivas” en el desarrollo de la
voz partido.
La situación política de estos años se caracterizó por la tensión existente entre los
sucesivos ministros y el Rey, provocando el progresivo alejamiento de este último de la
política activa. No obstante estas manifestaciones iniciales, como señala Fernández
Sarasola: “Los sucesivos ministerios siguieron manteniendo una política propia y en
colisión más o menos directa con la voluntad regia. Así, entre 1820 y 1823 se sucedieron
tres ministerios moderados (Pérez de Castro-‐Arguelles, Felíu-‐Bardají y Martínez de la
Rosa) y otros tantos exaltados (Evaristo San Miguel, Flórez Estrada y Calatrava) que
tuvieron que defender su política particular ante el Rey y ante la oposición
parlamentaria. Tal circunstancia permitió percibir que dentro del Parlamento existían
dos partidos: el ministerial y el de oposición. El primero estaba constituido por los
representantes que brindaban su apoyo incondicional al Gobierno, en tanto que el
113
segundo lo formaban los diputados que rechazaban su política”328.
La segunda legislatura, la de 1821, aún resultaría mucho más agitada que la de
1820, “en ella comenzaron a surgir los problemas reales”329. El Trienio se caracterizó, en
definitiva, por un fuerte enfrentamiento, al principio soterrado, entre los distintos
poderes. Ramón Salas, en sus lecciones de derecho público constitucional de 1821, ya
llamó la atención sobre los inevitables conflictos que surgirían entre los diferentes
poderes una vez asumida la responsabilidad ejecutiva por el rey Fernando VII330. Esta
falta de armonía contribuiría a la postre a la caída por segunda vez del régimen liberal.
Este contexto favoreció, como indicaba Fernández Sarasola, el desarrollo por los
ministros de un programa político susceptible de suscitar apoyo y rechazo entre los
parlamentarios. Con ello se facilitó el surgimiento durante el Trienio de prácticas
tendentes a someter el ejecutivo al control del legislativo. Prácticas que si bien no
pueden calificarse como parlamentarias, sí eran más favorables a sentar las bases de un
sistema de corte parlamentario, que en cualquier caso, era poco acorde con la
Constitución de Cádiz. Debe interpretarse en este sentido la intención de algunos
parlamentarios de introducir un sistema asambleario que impusiese la dirección política
al gobierno. Freire a comienzos del Trienio afirmó que “los poderes ejecutivo y judicial”
debían estar “bajo la vigilancia de las Cortes”, si no se quería que hubiese “tres gobiernos
en un solo Estado, contra lo que se halla establecido en este libro sabio”331.
Martínez de la Rosa defendió en diferentes intervenciones, sobre todo a lo largo
de septiembre y octubre de 1820, la posición contraria: “¿cómo podrían las Cortes
proponer los secretarios de despacho para luego ser fiscales y censores de los mismos
que merecieron su elección? ¿No sería esto opuesto a la libertad y división de
poderes?”332 El intento de extender el control de las Cortes sobre el gobierno mediante
328 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 125. 329 Medina Plaza, Raquel, Soberanía, Monarquía y representación en las Cortes del Trienio, Madrid,
Fundación Universitaria Española, 2005, pág. 197. 330 Estudio introductorio de José María Portillo Valdés a las Observaciones sobre la Constitución política
de la Monarquía española de Félix Varela y Morales, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008. Salas se refiere a ello en las págs. 180-‐181, pág. xv.
331 DS 05-‐09-‐1820. 332 DS 16-‐10-‐1820, citado en Pérez de la Blanca Sales, Pedro, Martínez de la Rosa y sus tiempos,
Barcelona, Ariel, 2005, pág. 123.
114
su identificación con la mayoría parlamentaria alcanzó especial intensidad durante el
mes de junio de 1822333.
Por otro lado, la influencia de las costumbres parlamentarias foráneas se plasmó
en la transformación de la alocución del Rey a las Cortes, que no reunía legalmente las
características que sí tenían los discursos de la Corona en otras monarquías
parlamentarias, en un discurso que se convirtió de hecho en un programa de gobierno
redactado por uno de sus ministros. Así lo entendieron las Cortes, que durante el Trienio
nombrarían sucesivas comisiones para elaborar la Contestación, tal y como se hacía en
Francia y Reino Unido334.
Otro elemento tendente a la parlamentarización del sistema, que finalmente no se
estableció, fue el intento de considerar de forma más lata la extensión de la
responsabilidad de los ministros. Durante el debate sobre la polémica decisión de
disolver el “Ejército de la Isla”, algunos diputados “exaltados” solicitaron la
comparecencia del gobierno en la cámara para exigirle responsabilidades políticas.
Según este grupo de diputados, la responsabilidad del Ministerio no debía reducirse sólo
a los actos contrarios a las leyes y a la constitución, es decir, a los actos perseguibles
penalmente. Inicialmente se había previsto que la orden de disolución del “Ejército de la
Isla” coincidiese con la jura de la Constitución por el rey en las Cortes. Sin embargo, la
fuerte oposición que despertó la decisión tomada sobre el ejército obligó a postergarla.
El juramento real no tuvo lugar hasta principios de julio, mientras que la orden de
disolución se dio el 4 de agosto. Según el marqués de las Amarillas, secretario de
despacho de quien partió la orden y que dimitiría el 18 de agosto, el acuerdo de los
ministros fue unánime335. Las dos posiciones que se adoptaron ante este contencioso
fueron consecuencia de uno de los primeros episodios que supusieron una línea de
fractura entre dos grupos de diputados. Frente a los exaltados, los moderados
333 Artola, Miguel, Partidos y programas políticos, 1808-1936, Madrid, Alianza editorial, 1991, vol. I, pág.
212. 334 Buldaín Jaca, Blanca Esther, Las elecciones de 1820. La época y su publicística, Madrid, Ministerio del
Interior-‐Secretaría General Técnica, 1993, pág. 71. 335 Blanco Valdés, Roberto L., Rey, Cortes y fuerza armada en los orígenes de la España liberal, 1808-1823,
Madrid, Siglo XXI, 1988, págs. 318-‐319.
115
defendieron una interpretación literal de la constitución, según la cual sólo se podía
exigir la responsabilidad penal336.
El debate sobre el control parlamentario del gobierno se prolongó en septiembre
con los incidentes del teatro del Príncipe, en los que supuestamente Riego cantó el
“Trágala”. El 5 de septiembre, en un discurso al congreso, Riego solicitó de las Cortes
protección frente al gobierno. Este fue el eje de articulación de las divergencias, que
“acabarían concretándose en las distintas posiciones en torno a cuál debía ser el
protagonismo jurídico-‐político del poder legislativo en el control de las facultades
militares del Rey y sus ministros”. Los moderados defendieron la legitimidad de la
decisión tomada y, por tanto, la no ampliación de la responsabilidad ministerial a las
cuestiones políticas337.
La “crisis” originada por la sustitución inconstitucional de Vigodet como Capitán
General produjo otro hito en la asunción de rasgos propios de un sistema parlamentario
de gobierno. El proceder real dio lugar a una exposición de la Diputación Permanente en
la que se tocaba directamente este tema:
“La Constitución política de la Monarquía da a V.M. el poder
ejecutivo, cuyas funciones desempeña con el auxilio del Consejo de Estado y
por medio del Ministerio. Estas dos corporaciones tienen sobre sí toda la
responsabilidad, no sólo de las infracciones de ley que cometan, sino otra
mucho mayor y más terrible, ante el tribunal inflexible de la opinión
pública. Por el acierto o desacierto en las providencias del Gobierno y en la
elección de los funcionarios públicos que las han de ejecutar. En los
sistemas representativos llega hasta tal punto esta responsabilidad, que el
Ministerio cae necesariamente si llega a perder la votación de algún asunto
grave en el cuerpo legislativo. De aquí nace una diferencia esencial entre un
336 Varela Suanzes, Joaquín, “La monarquía imposible…”, op. cit., pág. 664. 337 Blanco Valdés, Roberto L., Rey, Cortes y…, op. cit., págs. 320-‐322.
116
Ministerio constitucional y el de un Gobierno absoluto, que no tiene más
responsabilidad que la de complacer al que manda o a sus favoritos”338.
En este punto coincidieron moderados y exaltados, quizá más por motivo de las
circunstancias que por convergencia doctrinal.
Otra circunstancia en la que ambas corrientes liberales coincidieron tuvo lugar
durante la llamada “crisis de la coletilla” en marzo de 1821. En el discurso de apertura
de la nueva legislatura, escrito por Argüelles, Fernando VII añadió un último párrafo en
el que se quejaba de la falta de apoyo de sus ministros ante los ultrajes que había
sufrido. La inmediata dimisión del gobierno planteó la necesidad del nombramiento de
nuevos ministros. El rey, que tenía la prerrogativa de elegir los miembros del gobierno,
pidió a la cámara que le presentase los candidatos. Ambas tendencias estuvieron de
acuerdo en rechazar la propuesta real.
Toreno, en la sesión del 3 de marzo del debate resultante, se mostró a favor de
que el gobierno contase con el apoyo de las Cortes, si bien éstas no debían proponérselo
al monarca. Se inclinaba así por un sistema de gobierno parlamentario, al contrario que
Martínez de la Rosa. La razón de esta divergencia, según apunta Varela Suanzes, tiene
que ver con el diferente destino que tocó a ambos durante el exilio. Mientras de la Rosa
pasó los seis años en prisión, Toreno vivió en el París de la Carta otorgada, al tanto de las
innovaciones constitucionales339.
En este sentido hubo, siguiendo la exposición que hace Varela Suanzes de las
interpretaciones doctrinales de la ley fundamental, dos interpretaciones de la
Constitución durante el Trienio. La primera, que estaba representada fundamentalmente
por moderados como Martínez de la Rosa y Feliú, hacía, en la línea de Montesquieu, más
hincapié en la división de poderes rígida que en su armonía. La segunda, defendida por
338 Por entonces formaban parte de la comisión Muñoz Torrero (presidente), Zayas, Giraldo, Bodega,
Moscoso, Couto y Sancho. Actas de la Diputación Permanente de las Cortes, tomo único, sesión del 25-‐11-‐1820, citado en Blanco Valdés, Rey, Cortes y…, op. cit., págs. 327-‐328.
339 Varela Suanzes, Joaquín, “La monarquía imposible”, págs. 666-‐669.
117
los exaltados y por algunos moderados, daba la primacía al legislativo sobre los otros
dos poderes, siguiendo a Rousseau.
Aunque ninguna de ambas exégesis tendía al desarrollo de un sistema
parlamentario de gobierno, la segunda aparejaba la defensa de algunas instituciones de
corte parlamentario que no aparecían en el articulado de la constitución como, por
ejemplo, la necesidad de un Consejo de Ministros o ministerio, aceptado por otra parte
por casi todos los diputados, como órgano colegiado de gobierno340. La Constitución no
reconocía la existencia del Consejo de Ministros como órgano colegiado. En el Discurso
preliminar hay al respecto un uso ambiguo, ya que a veces parece apuntarse a la acción
colectiva de los ministros. En todo caso, durante el Trienio empezó a ser común
considerar a los ministros como parte de un conjunto homogéneo.
Curiosamente el Consejo de Ministros se estableció en un Decreto de 19 de
noviembre de 1823, ya bajo el gobierno absoluto de Fernando VII. La Presidencia del
Consejo aparecería formalmente más tarde, aunque los efectos de su presencia ya se
apreciaron en el Trienio341. No obstante estos progresos hacia un gobierno
parlamentario, el objetivo de los diputados inscritos en la segunda línea interpretativa
no fue la consecución de este tipo de gobierno, sino de uno asambleario. No parece
adecuado, por tanto “hablar de una ‘parlamentarización’ de la Monarquía española
durante el Trienio”, frente a lo que han hecho autores como Villaroya, Sevilla Andrés y
Blanco Valdés. En un sistema parlamentario el gobierno necesita el apoyo del
parlamento, pero su política no se ve dirigida por éste. Con la excepción del Conde de
Toreno, ningún diputado defendió de forma coherente este sistema durante el debate.
Además, al tiempo que la mayoría de los liberales lo rechazaban desde una óptica
política, el establecimiento de este sistema era imposible desde un punto de vista
jurídico.
El mecanismo constitucional del voto de censura, que se utilizó por primera vez
en este período constitucional, respondía precisamente al intento de lograr esta
correspondencia gobierno-‐mayoría parlamentaria. Sin embargo, finalmente el fracaso
340 Ibíd., págs. 675-‐677. 341 Villarroya, Joaquín Tomás, Breve historia del constitucionalismo español, op. cit., págs. 25-‐26.
118
del intento de aumentar la influencia de las Cortes en la dirección política del gobierno y
la ausencia de compatibilidad entre los cargos de diputado y ministro o secretario de
despacho, que impedía el artículo 95 de la Constitución de Cádiz, obstaculizaron el
reconocimiento de los partidos políticos. Seguían estando ausentes del funcionamiento
institucional los elementos más importantes del cabinet system: el pluralismo de
partidos y la dialéctica gobierno-‐oposición. Se rechazaba cualquier organización que se
asemejase a un grupo político. El debate sobre las sociedades patrióticas ejemplifica este
rechazo al reconocimiento legal de cualquier asociación de carácter político.
Durante el Trienio se puso de manifiesto que el sistema sólo podía funcionar si
ambos poderes coincidían en la línea política. Ante la ausencia de instrumentos de
armonización, el choque de los poderes abocaba al colapso del sistema342.
342 Varela Suanzes, Joaquín, “La monarquía imposible”, págs. 678, 680.
119
3. Primeras referencias a partido durante el Trienio.
3.1. El Diario de Sesiones.
En este período aumentó el uso y la frecuencia de las denominaciones de
partidos. Son habituales sobre todo los sintagmas partido constitucional y partido
liberal. Especialmente relevante es su utilización en los debates del congreso, una de las
principales fuentes en las que se observa la extensión de la voz partido y de sus
expresiones compuestas. La importancia de los debates parlamentarios radica en su
naturaleza dialógica, que contrasta con el carácter de los diccionarios y textos de la
publicística, lo que permite analizar los conceptos en su valor de uso práctico343.
El Diario de Sesiones, además de una fuente imprescindible, “construye por sí
mismo una realidad”344. Una de sus funciones consistió en formar la opinión, ser un
instrumento de propaganda, a la vez que “papel oficial” del congreso. También se
impulsó su desarrollo para competir con los diarios en cuanto a exactitud e
imparcialidad, evitar los errores involuntarios o interesados que de los debates pudiera
hacer la prensa345.
Las sesiones parlamentarias arrancaron, sin embargo, con una reacción
automática ante cualquier mención neutra o positiva de partido. El caso más evidente lo
constituyó su aplicación a los liberales o constitucionalistas. No habría, por tanto, nada
parecido a un partido liberal ni a un partido constitucional. Precisamente cuando el
exaltado Moreno Guerra utilizó la voz partido liberal le interrumpieron tres diputados. 343 Koselleck, Reinhart, Spree, Ulrike, Steinmetz, Willibald, “Drei bürgerlich Welten? Zur vergleichenden
Semantik der bürgerliche Gesellschaft in Deutschland, England und Frankreich”, en: Koselleck, Reinhart, Begriffsgeschichten – Studien zur Sematik und Pragmatik der politischen und sozialen Sprache, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 2006, pág. 437. He traducido la mayor parte de los artículos que aparecen en este libro para su próxima publicación por la editorial Trotta.
344 Medina Plaza, Raquel “El Diario de Sesiones en el Trienio Liberal”, en: Cuadernos de Historia del Derecho, vol. 9, 2002, págs. 29-‐120, pág. 33.
345 Ibíd., las distintas funciones se analizan en las págs. 78-‐85.
120
Especialmente llamativa fue la contestación del también exaltado Palarea: “Me he
admirado mucho de oír al Sr. Moreno llamar partido a los liberales: los serviles son un
partido; los afrancesados son un partido, pero los liberales es toda la Nación; los
liberales no son, ni han sido nunca un partido; son, lo repito, toda la Nación”346. Gil
Novales, que también recoge el uso de Moreno Guerra de partido para referirse a los
liberales y la subsiguiente contestación de Palarea, añade asimismo el folleto de Martín
González de Navas Reglas de patriotismo y ventajas de los límites prescritos en la
Constitución a los diputados en Cortes de 1820 como ejemplo de este rechazo. En este
opúsculo se recalca la misma idea expresada por el diputado Palarea. González de Navas
hace además una descripción de tres partidos: los aquende constitucionales, que
persiguen restringir los derechos de los ciudadanos; los constitucionales, que no son un
partido, sino toda la nación; y los allende constitucionales, que buscan restringir los
derechos del rey347.
La asunción casi general de que toda división política es negativa per se provocó
que la mayoría de los diputados actuasen con cautela e hiciesen públicamente gala de su
independencia política, una profesión de fe casi obligada hasta finales de los años
treinta. Priego en una reflexión sobre el sentido de la denominación de exaltado decía:
“Exaltado llamo yo a un hombre que se incomoda en sumo grado
cuando ve peligrar o perderse aquello que ama o que tiene estimación,
mucho más cuando en ello va su vida y existencia: si esto se entiende por esta
palabra, todo hombre que tenga sangre en sus venas y amor a la libertad es
bien seguro que se exaltará siempre que vea cualquier providencia que
entienda ser perjudicial a su Patria”
346 DS 16-‐07-‐1820. 347 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas (1820-1823). Las libertades de expresión y de reunión
en el origen de los partidos políticos, Madrid, Tecnos, 1975, tomo I, pág. 62.
121
Priego terminó su intervención aclarando que él no pertenecía a ningún partido,
declaración de fe que se repetirá como un mantra hasta finales de la década de los años
treinta.
En este período constitucional se distingue una primera fase en la que la
reivindicación de la unidad oculta toda referencia positiva a los partidos. Del mismo
modo también en estos años las pasiones son el compañero más habitual del término
partido: “No hay duda de que hace algunos días se notaba cierta efervescencia, un
movimiento y ruido sordo como el que precede a la tempestad, que anunciaba a los
amantes de la ley que se trataba de encender pasiones y suscitar partidos”348. Por otro
lado, es significativo que el Trienio comenzase con un enfrentamiento provocado por el
sentido de este concepto, lo que es indicador de una mayor implantación del término y
del conflicto que generaba.
La superación del uso de partido como término limitado a los enemigos que se
produce durante estos años, si bien minoritaria, implicaba un cambio respecto a las
Cortes de Cádiz. Sin embargo, el sentido esencialmente negativo siguió predominando,
como se desprende de las palabras del propio Moreno Guerra apenas tres meses
después de la polémica que generó su intervención en julio: “Yo no pertenezco a partido
ninguno, ni creo que por nuestra felicidad los hay en este Congreso; ni se conoce en él lo
que en Inglaterra se llama partido ministerial, y de la oposición, ni los denominados de
derecha o izquierda en Francia, ni los liberales y serviles de nuestros dos últimos
Congresos”349.
Meses después, en marzo de 1821, repetiría la misma idea. Moreno Guerra se
mostró, como vemos, especialmente activo en el uso de la voz partido. Insistió en que la
opresión los fortalece, mientras que la libertad los debilita, invirtiendo la asociación
entre libertad y partidos citada más arriba. Este diputado no fue el único en tener un
desliz léxico. Otra reacción similar a la de Palarea la provocó la utilización de la
expresión partido constitucional: “Advirtió el señor Quintana que le parecía impropia la
348 DS 07-‐08-‐1820. 349 DS 06-‐10-‐1820.
122
voz de partido constitucional que se usaba en el dictamen, porque no era partido el de la
Constitución; y convino la comisión en que se variase la palabra”350.
Otros intentos en el mismo sentido suscitaron una reacción inmediata. Romero
Alpuente, por ejemplo, mencionó la existencia de dos partidos: el de la iniquidad y el
nuestro, alusión a la que Cepero se opuso inmediatamente351. La nación y la
constitución, identificadas con los liberales, son el reflejo de cómo la unidad se
presentaba, en definitiva, como un valor superior a la división. Los partidos se oponían a
la unidad de los intereses y a la uniformización de la Nación, según Romero352, contrario
al alarde de la diversidad de opiniones, ya que los españoles tenían un voto y una
voluntad.
Con el transcurso de las sesiones y la intensificación de los debates en torno a
determinados temas -‐la concesión de la amnistía, la libertad de imprenta y la
ilegalización de las sociedades patrióticas-‐, las declaraciones monolíticas fueron
presentando fisuras aquí y allá. Entonces apareció la asociación entre libertad y
partidos. Aunque esta idea ya se había expresado en la primera etapa353, es con el
Trienio cuando dejó de ser una afirmación aislada para convertirse en una asociación
recurrente siempre, claro está, que se quisiese connotar positivamente a los partidos.
Su vinculación al valor positivo que encierra el concepto de libertad constituye
uno de los ejes principales que vertebraron el debate en torno a los partidos a lo largo
del siglo XIX y es uno de los factores que impulsaron su reconocimiento. El mismo día
que Priego marcó distancias con la pertenencia a un partido, el diputado Sancho realizó
una intervención sorprendente:
“Eso de ir preguntando uno por uno y contando sus votos, todo el
mundo sabe que es imposible. Yo bien sé que las representaciones pueden
350 DS 12-‐09-‐1820. 351 DS 26-‐04-‐1821. 352 DS 24-‐05-‐1822. 353 Fernández Sebastián, Javier y Martín Arranz, Gorka, “Partido/Facción”, en Diccionario político y social
del siglo XIX español, Madrid, Alianza Editorial, 2002, pág. 503.
123
tener valor o no tenerle: se que para formarlas puede haber manejos; acaso
los habrá habido: sé que entre los que firman hay personas que piensan mal;
pero sé también que hay muchísimos que piensan bien. Creer que en todos
los países del mundo no hay partidos, que no hay hombres que piensen de un
modo y otros de otro, es una cosa muy extraña, es no conocer la libertad”354.
El calado de estas palabras no puede pasar desapercibido si recordamos el
impacto que meses antes tuvieron las afirmaciones mucho más modestas de Moreno
Guerra. Un año después, las palabras de Sancho comenzaron a dejar de ser
excepcionales, aunque no minoritarias, como se desprende de las intervenciones de
Argüelles, que consideraba la aparición de los partidos como un mal necesario, y de
Adán, que de nuevo vinculaba un régimen de libertad con la existencia de partidos:
“si las instituciones libres han de consolidarse, es necesario que se
pongan al frente de los empleos personas decididas por la Constitución, a fin
de fortalecer su partido: dígase partido porque lo es realmente, y no nos
asuste esta voz”355.
Dos meses después, los días 24 y 25 de mayo de 1822 el debate sobre los grupos
políticos alcanzó su máximo nivel de intensidad y enfrentamiento. Argüelles, a propósito
de la defensa por parte de Galiano de la delimitación de grupos ideológicamente
definidos que contribuyesen a evitar la fluctuación de los votos en el Congreso, definió la
voz partido y, al igual que hiciera Adán, los vinculó a un régimen de libertad: los partidos
políticos se caracterizaban para Argüelles por estar formados por “personas que,
354 DS 14-‐12-‐1821. 355 DS 13-‐05-‐1822.
124
divididas en opiniones, forman diversas clases”356. El autor del Discurso preliminar
introdujo el elemento numérico como un criterio de definición de los partidos357.
La reflexión sobre la realidad nacional apenas ofrecía oportunidades para
profundizar en el papel de los partidos en un régimen parlamentario. Las declaraciones
en este sentido surgieron inevitablemente de la comparación con Francia e Inglaterra.
Argüelles en una cita extensa que merece la pena reproducir menciona la existencia en
Inglaterra de un partido de la oposición:
“En Inglaterra existe organizado en los Cuerpos legislativos un
partido de oposición que levanta siempre el grito contra la corrupción de
que se vale aquel Gobierno para asegurar en las Cámaras una mayoría
constante y sistemática; pero es preciso no desconocer la naturaleza e
índole de aquella oposición. Su lucha tiene por objeto servir de freno y
estímulo al mismo tiempo al Ministerio; y gran parte de los esfuerzos que
hace son únicamente medios parlamentarios admitidos por todos los
partidos para suplantarse unos a otros en los cargos públicos, y hacer cada
uno a su vez servicios eminentes a su Patria. Así se ve que los que hoy
atacan vigorosamente a los Ministros, después experimentan la misma
impugnación, y tienen que contestar a los mismos argumentos que antes
habían esforzado contra sus adversarios. La verdadera corrupción que allí
repugna y combate la oposición, y de la que es preciso guardarse en los
gobiernos representativos, preexiste a la entrada en la Cámara de los
Comunes: es la que usa el Ministerio en la elección de los miembros del
Parlamento”358.
356 DS 24-‐05-‐1822. 357 Lo mismo encontramos un año después en Galiano: “Yo no diré que haya en España dos partidos;
pero si por un momento conviniera en que los hubiese; si pudiera darse el nombre de partido a esa reunión asquerosa y mal avenida de frailes y palaciegos con gente seducida por el libertinaje y el deseo de robo y el saqueo, si los facciosos fuesen numerosos como para combatir al ejército habría dos partidos, el del absolutismo y el de la libertad”, DS 28-‐05-‐1823.
358 DS 12-‐03-‐1822.
125
En esta intervención, Argüelles defendió la necesaria compatibilidad entre el
cargo de ministro y el de parlamentario para permitir una oposición en el parlamento.
De este modo también se permitiría la formación de un partido ministerial al que se
enfrentase un partido opositor. A este respecto, como indica Fernández Sarasola, desde
mediados de 1821 se advierte en El Censor un uso más matizado del concepto de
oposición. Inicialmente concebido negativamente pasa más tarde a distinguir entre la
oposición “expresa” y la “tácita”, entendida como conspiración. A su vez la “expresa”
puede ser de dos clases: “constructiva” o “negativa”. Para El Censor sólo la expresa y
constructiva resultaba aceptable. Es decir, la oposición debía presentar alternativas359.
En realidad, la conveniencia de una oposición organizada en el parlamento ya había sido
expuesta de forma sorprendentemente moderna por Javier de Burgos en la Miscelánea
pocos meses después de restablecida la Constitución. A profundizar en este punto
dedicaremos un epígrafe posterior.
La postura contraria la ejemplificaba el diputado Romero Alpuente, que opone la
voz partido a la identidad de intereses y a la uniformización de la Nación. Romero se
opone al alarde de la diversidad de opiniones ya que los españoles tienen un voto y una
voluntad. En otra ocasión también hizo referencia a la existencia de divisiones en el
partido liberal:
“Los que podemos llamarnos amantes de la libertad estamos divididos
en diferentes categorías; a quién se le apellida moderado, que según algunos
es sinónimo de enemigo de la libertad; a quién comunero, anillista, exaltado,
y que sé yo que otras estúpidas denominaciones”.
Disensiones internas que debían superarse. La constatación de la fractura liberal
conllevó inevitablemente la simultánea necesidad de reconciliar los partidos, un
359 Fernández Sarasola, Ignacio, “Los partidos políticos en el pensamiento español”, op. cit., págs. 127-‐
128.
126
leitmotiv que se prolongará durante la regencia de María Cristina y el reinado de Isabel
II.
En general partido y facción siguieron utilizándose de manera indistinta, aunque
había una cierta preferencia por utilizar facción cuando se hablaba de los serviles –
facción servil, también facción liberticida y fanática-‐ y partido cuando lo que se
designaba era el propio grupo. El enfrentamiento fratricida, la guerra civil era el
escenario propicio para el surgimiento de los partidos. La tendencia señalada, que
apunta a una extensión en el uso positivo de partido, no oculta el hecho de que aún
existía una fuerte resistencia a utilizar este término para referirse al propio bando,
patente cuando el protagonista aclara qué lugar ocupa en ese enfrentamiento. García
Page recuerda lo sucedido años atrás y deja claro que los otros son un partido: “Un
puñado de españoles se declaró contra la Patria, pero no hubo dos partidos: hubo
Nación con Gobierno de hecho y de derecho, y un partido contra ella y en favor de su
opresor”360. Como en el caso de Moreno Guerra, García Page vinculaba la inestabilidad al
surgimiento de los partidos, mientras que la tranquilidad pública, por el contrario, los
destruía.
En determinados debates la voz partido afloró con mayor frecuencia, como
sucedía en el caso de la discusión sobre la concesión de la amnistía y la libertad de
imprenta. En este último, la preocupación se centraba sobre todo en la influencia
negativa que los partidos ejercían sobre los jurados encargados de juzgar las
vulneraciones a la ley que regulaba la libertad de publicar.
Las palabras del Obispo de Sigüenza, enmarcadas en el primer debate, vinculaban
la aparición de los partidos con etapas de cambio político y social:
“Siempre he estado persuadido á que en las grandes convulsiones y
extraordinarias agitaciones de los Estados, en las que los hombres divididos
360 DS 19-‐09-‐1820.
127
por mitad formaron partidos que se distinguieron con la divisa de opiniones
políticas enteramente opuestas, cualquiera que sea el vencedor se halla
imposibilitado de recompensar o castigar generalmente a todos los
hombres”361.
Otro debate que capitaliza el uso de partido, y al que nos referiremos con más
detalle en ulteriores páginas, es el relativo a la ilegalización de las sociedades patrióticas,
que el entonces Secretario de Gobernación de la Península había definido en mayo de
1821 como grupos formados por individuos que profesan unas mismas opiniones
políticas y que pertenecen a un mismo partido362. Por otra parte, Garelli manifestaba que
su existencia era permitir estados dentro del Estado363. También comenzó por primera
vez a mencionarse la acción, por supuesto negativa, de los partidos en las elecciones.
Novedoso y con ribetes propios de la filosofía de la historia es la creencia de
algunos diputados en la existencia de un enfrentamiento entre dos partidos que
trascendía las fronteras nacionales. En esta línea el conde de Toreno afirmaba que dos
partidos dividían Europa: el popular y el aristocrático. Lo mismo sostenía Galiano: “Dos
partidos existen en Europa; partidos que se hacen una guerra abierta, y que en vano es
esperar que puedan conciliarse. No, señores; la lucha continuará y no puede terminar
sino con el triunfo de la libertad ó el triunfo del despotismo”364.
También se hablaba de partidos liberales en diferentes países europeos, lo que
refleja la extensión de la nueva doctrina al conjunto de Europa. El reverso de los
liberales, el partido servil seguía presente en esta forma léxica y al igual que sucedía con
los liberales su presencia se detectaba también en el resto de Europa. El aumento de la
conflictividad, que llegó a alcanzar rasgos propios de una guerra civil a lo largo de 1822,
tuvo como efecto un aumento de las referencias a partidos y facciones en la línea del
enfrentamiento liberales-‐serviles del período gaditano, fortaleciendo la connotación 361 DS 27-‐10-‐1820. 362 DS 12-‐05-‐1821. 363 DS 04-‐09 1820, en Fernández Sarasola, Ignacio: “La idea de partido político en la España del siglo XX”,
en: Revista Española de Derecho Constitucional, nº 77, mayo-‐agosto (2006), pág. 79. 364 DS 10-‐11-‐1822.
128
eminentemente negativa de partido en el sentido de una voz que designa sobre todo a
un contrario con el que no hay acuerdo posible. No es extraño que en estos meses el uso
de “partido servil” alcanzase su mayor incidencia.
En las anteriores citas hay un contenido semántico en el concepto de partido que
remite a una división política conflictiva que exige una resolución definitiva, entendida
como la victoria total de un contendiente sobre su oponente. Lo innovador en este
período, como ponen de manifiesto los diputados Argüelles y Adán o El Censor, reside,
por el contrario, en la creciente asociación del concepto de partido con la libertad y con
la actividad parlamentaria, es decir, con un marco que permite la existencia continuada
de los partidos en el tiempo en un contexto de estabilidad. El concepto va así
adquiriendo unos rasgos semánticos que impulsan su especialización y concreción
terminológica moderna. En este momento ya se habían perfilado, por tanto, dos usos
fundamentales del concepto. El primero de ellos, que se corresponde con las citas de
Toreno y Galiano y que predominó en las Cortes de Cádiz y también en esta fase, se
refería de forma vaga a dos bandos enfrentados con distintas concepciones sobre la
legitimidad en un contexto de crisis; el segundo, si bien sus fundamentos ya se había
planteado en Cádiz, adquiría ahora un contorno más definido al tiempo que su uso se
incrementaba.
Hay un tercer uso de partido, equivalente a opinión, relacionado con medidas
concretas y coyunturales, representando divisiones de pareceres sobre cualquier tema,
no sólo de índole política.
129
3.2. Tratamiento del concepto de partido en los periódicos a
comienzos del Trienio.
El mapa lingüístico del concepto cambió, en definitiva, rápidamente con el inicio
de la nueva etapa constitucional. Sin embargo, no fue España el contexto en el que
hallaron asiento estas primeras menciones a los partidos, sino Francia. En contraste con
la primera etapa constitucional, al menos en los primeros compases del Trienio, no son
tan comunes las referencias a los partidos en Inglaterra. Esta tendencia, que se verifica
en todos los periódicos, a centrar la atención en los partidos franceses puede estar
relacionada con la creciente influencia del constitucionalismo galo postnapoleónico en
España, fomentado en gran medida por el retorno masivo de los exjosefinos. La
presencia inglesa se incrementará, no obstante, con el tiempo.
Al igual que ya sucediera en Cádiz, los periódicos jugaron un papel político
fundamental. Gil Novales calcula en unos 700 su número en el Trienio, considerando a
los políticos como la más auténtica expresión de la segunda época constitucional.
Ideológicamente los clasifica en afrancesados, liberal moderados, liberal exaltados,
comuneros, anilleros y absolutistas365.
Las referencias más interesantes a los partidos corresponden a la corriente
afrancesada, lo que se explica por el mayor contacto con las nuevas doctrinas políticas
vigentes en Inglaterra y, sobre todo, en Francia. Por otro lado, y como es de esperar, en
periódicos oficiales como el Mercurio o el Diario de Madrid no se hacen referencias en
absoluto a los partidos, lo que traza una clara diferenciación a este respecto entre la
prensa oficial y la “independiente”. Los cambios en la percepción de la realidad política y
social rara vez se aceptan desde instancias oficiales de forma simultánea a su aceptación
365 Gil Novales, Alberto, “La prensa en el Trienio Liberal”, págs. 983-‐986, en: Las Sociedades Patrióticas…,
op. cit., tomo II, págs. 984-‐985.
130
oficiosa. Hay un desfase comprensible en el nivel oficial debido al reto al poder que
implica la existencia de toda división.
No debe perderse de vista el hecho de que a pesar de los significativos
desplazamientos semánticos que tienen lugar durante esta período, el sentido negativo
de partido es predominante. Los manifiestos a la nación y las proclamas son una fuente
especialmente prolífica del uso negativo de esta voz.
El manifiesto a la nación española de la junta provincial del reino de Galicia,
presidida en ese momento, por el general Porlier, es un ejemplo perfecto, en él se
mencionan los partidos en un contexto negativo, elementos que revuelven la
tranquilidad interior del Estado366. El comunicado del jefe político de Sevilla, publicado
casi dos años después, abunda en este mismo sentido. No conoce más partidos que el de
los defensores de la Constitución y el de los infractores. Sólo el nombre de constitucional
no es hijo de las pasiones, los demás han fomentado los partidos367. El discurso de la
junta electoral de la provincia de Valladolid conminaba a los españoles a deshacerse de
las discordias y del espíritu de partido, y a centrarse en lo que les unía368. Todas las
comunicaciones desde instancias oficiales coinciden en la sistemática anatematización
de todo lo que suena a división. Los comunicados de autoridades civiles y militares
constituyen un subgénero en la literatura política de la época que en nuestro caso se
caracteriza por el énfasis en el valor de la unidad y el consiguiente rechazo de la división.
Así lo expresó también el comunicado del ayuntamiento de Jadraque a sus ciudadanos,
aconsejándoles desterrar todo espíritu de partido y resentimiento particular en
beneficio del “bien general” y ser fieles y obedientes a la ley369. No había llegado aún el
momento en que las instituciones comenzasen a abrirse a esa nueva realidad.
Por otro lado, también siguió siendo habitual contraponer al conjunto de los
españoles a un partido370, relacionarlos con contextos de violencia y opresión371,
366 La Colmena, nº 35, 27-‐05-‐20. 367 El Universal, nº 60, 01-‐03-‐22. 368 El Universal, nº 189, 08-‐07-‐21. 369 El Constitucional, o sea, Crónica científica, política y literaria, 29-‐03-‐1820. 370 Semanario Político, nº 4, 01-‐06-‐20. 371 Miscelánea de comercio, política y literatura, nº 94, 02-‐06-‐20.
131
situarlos en el seno de las revoluciones372. Nada de esto es nuevo. La relación de los
partidos con el lenguaje es obvia. En las discrepancias en torno a un término se forman
los partidos, que se transforman en sectas, que a su vez anticipan la guerra, la invasión
extranjera y, finalmente, la destrucción del reino373. Una acertada prognosis de lo que
depararía la historia del Trienio.
Ya anticipamos que las aportaciones más relevantes se dieron en la segunda línea
de significado. En este sentido se aprecia en la prensa un aumento de la frecuencia en el
uso de los sintagmas partido ministerial y partido antiministerial, indicio de un cambio
de actitud ante los partidos. Éstos se conciben de forma creciente como piezas en el
funcionamiento del mecanismo parlamentario. Estos sintagmas se mencionan en
artículos sobre Inglaterra, Francia y Alemania entre otros.
Otro rasgo común a las referencias a los partidos durante todo el período es la
diferente carga valorativa de que se dota al concepto en función del contexto en que se
inserta. Cuando hay referencias a contextos concretos, el uso de partido suele oscilar
entre un carácter neutro y negativo, con predominio del segundo. En las reflexiones más
abstractas, asociadas normalmente a la técnica parlamentaria, el término está
impregnado de un valor neutro y positivo.
Del mismo modo que en los primeros meses se rechazó la existencia de partidos
en el parlamento, también se rechazó la afiliación partidista de la prensa. Algunos
lectores de viva imaginación inferirían de los artículos del periódico el partido al que
pertenecían los editores. En Inglaterra, donde había ministeriales, antiministeriales y
radicales, y en Francia, con izquierda, derecha y centro [tres partidos en ambos casos],
era normal que los periódicos fuesen la expresión de las distintas “fracciones” de la
opinión pública, pero en España de haber alguna “facción” contraria a la constitución por
exceso o por defecto, ésta se guardaba de mostrarse en público. Por eso la voz 372 La Abeja del Turia, nº 62, 03-‐11-‐20. 373 Anónimo, Condiciones y semblanzas de los diputados a Cortes para la legislatura de 1820 a 1821,
Madrid, 1821, págs. 28-‐29.
132
ministerial o antiministerial aplicada a determinados periódicos en el contexto español
resultaba arbitraria. Toda la prensa había criticado en alguna ocasión las medidas del
gobierno, conservando todavía su imparcialidad374.
Igualmente, las profesiones de independencia, como sucedía en el parlamento,
también se dieron en la prensa.
“El redactor de El Constitucional se propone en este sentido no
separarse jamás de la estrecha línea que él mismo se ha trazado: sin facción,
sin partido, sin miras particulares su pluma se empleará sólo a favor de la
buena causa, esto es, en servicio del Rey y de la Constitución”375.
Para esta prensa tampoco se había observado en la marcha del congreso hasta
ese momento ninguna divergencia notable, en él no había facciones ni partidos. En
España no existía en definitiva la izquierda, la derecha o el centro, como tampoco se
podían encontrar tories y whigs. La mayoría sólo se calificaba de constitucional y era
enemiga de los extremos376. La división, de haberla, era un lastre del pasado reciente y
un peligro para la estabilidad del sistema377.
374 El Constitucional, o sea, Crónica científica, política y literaria, nº 423, 05-‐07-‐20. 375 El Constitucional, o sea, Crónica científica, política y literaria, 13-‐03-‐1820. A partir de ese día el
periódico antepuso a su título “El Constitucional” y añadió “política” a científico y literario, todo un símbolo de la revolución triunfante, que vuelve a situar en el centro del debate el ámbito de la política.
376 La Abeja del Turia, nº 57, 03-‐10-‐20. 377 La Abeja del Turia, nº 60, 27-‐10-‐20.
133
4. Unión y división entre los liberales: catalizador y obstáculo de
la reflexión sobre los partidos.
La pronta división que se observa en el seno del bando liberal provocó una
enérgica reacción de rechazo a la vez que de reafirmación de la división entre
defensores y detractores de la constitución. Los “primeros chispazos” de división en el
partido liberal se produjeron en torno al mes de abril de 1820 entre quienes
encabezaron la revolución y quienes ocuparon efectivamente el poder378. Esta escisión
entre los liberales, larvada en los primeros meses, se catalizó con la posterior disolución
del “Ejército de la Isla” y el traslado de Riego terminó por dar origen a dos grupos: los
moderados, integrados fundamentalmente por liberales de 1812, y los exaltados, de los
que formaba parte la generación más joven y algunos liberales de la generación anterior,
como Quintana y Flórez Estrada.
La conciencia de la división entre dos generaciones presentes en el congreso
estaba clara para los coetáneos desde el principio, como se comprueba en el reparto
equitativo de los puestos de responsabilidad en la asamblea legislativa379. La
intangibilidad de la Constitución dejó como única alternativa a la disensión en el seno
del liberalismo una interpretación muy distinta de su articulado. Los moderados,
deformando el sentido de ésta, pretendían ver en ella consagrado el principio de
equilibrio de poderes y consideraban al Consejo de Estado como una clase de poder
moderador. Los exaltados eran más fieles al espíritu del texto constitucional al otorgar la
primacía al parlamento. Esta intangibilidad temporal no favorecía la formación de
partidos; la adhesión a la ley fundamental debía ser absoluta380.
378 Comellas, José Luis, El Trienio constitucional, op. cit., págs. 64-‐65. 379 Ibíd., pág. 131. 380 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 120.
134
El proceso de división está marcado por una serie de hitos que ahondaron
progresivamente las diferencias. Un momento crucial en la fractura liberal se produjo el
14 de julio de 1820. Ese día se expidió el decreto de disolución del “Ejército de la Isla”
por el marqués de las Amarillas. A pesar de que la presión le hizo dimitir, el decreto se
mantuvo. A modo de compensación, en el mismo decreto se nombró a Riego Capitán
General de Galicia. El paso del tiempo no terminó con las disensiones que provocó la
medida. De camino a su nuevo destino, Riego hizo parada en Madrid, donde el anterior
conflicto se trabaría con un nuevo enfrentamiento entre los liberales.
Son bien conocidas las consecuencias del incidente que tuvo lugar la noche del 3
de septiembre en el teatro del Príncipe. Al parecer se cantó el himno de Riego y el
“Trágala”, si bien hay distintas versiones sobre lo ocurrido realmente. A consecuencia de
estos sucesos, el Gobierno destituyó a Riego de su cargo antes de que llegase a tomar
posesión efectiva de él. Este incidente se trasladó a las Cortes, donde el día 4 Álvarez
Guerra puso, además, sobre el tapete la cuestión de las sociedades patrióticas. El 7 de
mismo mes se produjo la famosa sesión de las páginas, llamada así por la intervención
de Argüelles. Según Comellas, los incidentes de principios de septiembre de 1820
paralizaron la obra legislativa de las Cortes y señalaron la aparición de los partidos
políticos aunque la escisión ya estaba determinada por la diferencia generacional. Esta
distinción generacional se aplica en sentido histórico, no biológico. Los dos grupos
liberales se diferenciaban en definitiva por la formación intelectual, el ambiente, la
extracción social y el nivel económico381.
La reivindicación de la unidad se concretaba en la idea de que todos los españoles
debían ser constitucionales, designándose quienes se apartasen de esa senda con el
calificativo de anticonstitucionales. Objetivo del ataque eran las nuevas denominaciones
de los supuestos dos partidos liberales: moderados y exaltados. Denominaciones que se
calificaron como indefinidas, iniciando con ello un argumento que en la historia crítica
de la reflexión sobre estas dos marcas políticas hará fortuna382.
381 Comellas, José Luis, El Trienio constitucional, op. cit., págs. 139-‐157. La intervención que dio nombre a
la sesión reza lo siguiente: “Sin embargo, si las Cortes quisieren que se abran las páginas de esa historia, el Gobierno está pronto a hacerlo por mi boca”, DS 07-‐09-‐1820.
382 Artículo comunicado insertado en El Constitucional, nº 399, 11-‐06-‐1820.
135
Otra reacción a la incipiente división entre los liberales es la reivindicación del
espacio intermedio entre “serviles” y “jacobinos”. Se rechazaba de este modo tanto a los
ultrarrealistas como a los ultraliberales. Esta estrategia discursiva era típica de las
posiciones ocupadas por los hombres públicos que empezaron a designarse en este
período con el nombre de moderados. A la reivindicación de la unión se añadía la
conveniencia de que las reformas fuesen implantadas con prudencia frente a los que
querían agitaciones democráticas y la división en partidos y bandos opuestos383.
Sobre todo desde los periódicos “afrancesados” se insistió con mayor énfasis en la
oposición a los extremos en política. El Censor rechazó a exaltados y realistas, que sólo
buscaban empleos y distinciones del rey. Tanto éstos como los exaltados se alejaban del
verdadero carácter constitucional, y eran esencialmente intolerantes. El Censor se
posicionó activamente en contra de las denominaciones políticas, que dificultaban la
superación de las discordias civiles y la reconciliación de los partidos. Estas
designaciones contribuían a perpetuar la memoria del pasado: “El primero que inventó
palabras para designar facciones civiles, hizo un regalo infernal al género humano”384.
No todos rechazaban los nuevos apelativos. El calificativo de “moderado”, en
concreto, se difundió en los primeros meses tras el triunfo de la revolución. Designaba a
quienes apoyaban al gobierno y trataban de frenar la deriva democrática, llegando a un
compromiso con sectores procedentes del Antiguo Régimen. El Universal, por ejemplo,
hizo profesión de fe de moderantismo en un artículo de 18 de julio de 1820. Inicialmente
el moderantismo se vinculó a las reformas prudentes. El binomio libertad-‐orden, pieza
clave en el entramado doctrinal moderado, no aparecería hasta el prospecto de El
Imparcial de 30 de agosto de 1821385.
El Censor no aceptó el uso de la voz moderación, que creía ofensiva. Esa es al
menos la intención de algunas letrillas “exaltadas” que se repetían por las calles en estos
años:
383 El Universal, nº 68, 18-‐07-‐1820. 384 El Censor, nº 5, tomo I, 02-‐09-‐1820. 385 Elorza, Antonio, “La ideología moderada…”, op. cit., págs. 592-‐593.
136
Muera quien quiera
moderación,
y viva siempre,
y viva siempre,
y viva siempre,
la exaltación386.
Interesante es la exposición de las causas por las que naturalmente el ser humano
tiende a pertenecer a un partido o facción, que para el redactor de El Censor son
fundamentalmente el instinto social y el lenguaje. A estas se suma la mayoría de las
veces el propio interés y, en otras ocasiones, las circunstancias ajenas a las propias
convicciones387.
El rechazo a las divisiones convive en este caso con la observación de su carácter
natural, lo que de ningún modo, como se desprende del texto, implica que sea una
tendencia positiva. Posteriormente se llegará a concretar más el carácter de estas
divisiones naturales. Las elecciones en Francia sirvieron a El Censor para esbozar una
clasificación tripartita de los partidos en el país vecino. Aristócratas, liberales exaltados
y un tercer partido, que incluye a la casi totalidad de la nación, el constitucional,
representan todo el espectro político posible: dos partidos extremos y uno “moderado y
nacional”, aunque los extremos pretendan hacer creer que sólo hay dos partidos. Esta
clasificación no es exclusiva de Francia, es común a todos los países en los que hay
división en las opiniones fruto de la exaltación de las pasiones políticas y de las luchas
civiles. La tríada política compuesta de dos extremos y un medio es una ley general, en
moral y en política. La actitud del gobierno debe ser la de unirse al “partido medio”, que
386 Solís, Ramón, “Cara y cruz. La primera constitución española”, Revista de Estudios Políticos, nº 126,
1962 (págs., 143-‐156), pág. 151. 387 “Reflexiones sobre un libelo incendiario, impreso en Madrid y recogido en el momento mismo de su
publicación”. El libelo al que se refiere en el título es Centinela contra republicanos y Avisos importantes al gobierno y a la Nación. El Censor, nº 3, tomo I, 19-‐08-‐1820.
137
contiene el número, la opinión y la riqueza. A este acercamiento seguiría con rapidez la
deserción de los partidos extremos388.
En El Eco de Padilla se decía que “en España, es menester confesarlo, la falta de
unión es una enfermedad política, no sólo un vacío propio de la falta de costumbre”389.
No podía imaginar el redactor del periódico la larga vida que tendría esta dolencia en la
realidad política española. Al menos eso se desprende de las continuas alusiones a la
unidad que jalonan buena parte de la historia política del período del que nos ocupamos.
Esta retórica de la unidad se nutre fundamentalmente de la ruptura en dos
grupos de contornos difusos del liberalismo español y su trayectoria corre paralela a la
pervivencia de ambas tendencias en el paisaje político español. Hay evidentemente otros
usos de la idea de unidad que exceden los límites del liberalismo, pero el más relevante
por sus consecuencias sobre el concepto de partido es el proveniente de nuestro
liberalismo decimonónico. La razón de su especial importancia es que aun siendo un
elemento que rivaliza conceptualmente con la noción de partido comporta un mismo
origen ideológico.
En cualquier caso, la batalla conceptual entre ambos está perdida para partido
desde el momento en que la apelación a la unidad cuenta con un arsenal de resonancias
positivas del que un concepto como partido, con un contenido de incertidumbre
intrínseca, carece. La asunción de la división se produjo por eso en la mayoría de
ocasiones por la puerta de atrás, faltándole muchas veces una defensa decidida y
teniendo que bajar la cabeza cuando se le oponía la noción superior de unidad. Conjugar
ambas ideas requería una especial habilidad retórica al servicio de una decidida defensa
del sistema parlamentario de gobierno. No obstante, la fricción entre ambos términos no
podía erradicarse debido a una incompatibilidad esencial sin deshacerse de uno de ellos,
esto es, de partido. El conflicto estaba condenado a ser una constante en la publicística
de la época. 388 “Elecciones de diputados en Francia”, El Censor, nº 18, tomo III, 02-‐12-‐1820. 389 El Eco de Padilla, nº 81, 20-‐10-‐1821, citado en: Morange, Claude, “La intelectocracia como estrategia
antidemocrática en el primer moderantismo (en torno a un manifiesto de 1821)” (págs. 295-‐310), en: Gil Novales, Alberto (ed.), La revolución liberal, Madrid, Ediciones del Orto, 2001, pág. 296.
138
En algunos textos el deseo de unidad se hacía extensivo a todos los españoles con
independencia de sus simpatías políticas. En un artículo comunicado a El Constitucional
se reproducía una conversación que tuvo lugar en una tertulia entre una señora, un
oficial y un viejo francés. En ella se expresaba el temor a un “fuerte partido” que
amenazaba las nuevas instituciones, del que se decía que estaba integrado por el alto
clero, antiguos miembros de la Inquisición y de las comunidades religiosas, así como por
otros individuos que se beneficiaban de la arbitrariedad del antiguo sistema. Frente a las
opiniones de sus compañeros de conversación, el comunicante intervino para indicar
que las instituciones no tenían por qué temer la acción de estos sectores de ideas
subversivas, ya que en sus filas había miembros razonables. El temor de la señora, el
celo del oficial y la comparación con la experiencia francesa incurrían en el error de no
tener en cuenta el carácter español390. No todos compartían el optimismo de este
articulista. En otro artículo comunicado se alertaba de una posible involución fundada
en el principio de que en las revoluciones el “partido derrocado” preparaba siempre una
reacción391.
Las esperanzas de una aceptación general del nuevo sistema que pudieron
albergarse después de que el rey jurase la Constitución se fueron desvaneciendo con el
decurso de los hechos. El enfrentamiento entre el monarca y las Cortes y la proliferación
de partidas armadas que reclamaban el retorno del gobierno absoluto habían hecho casi
imposible una reconciliación sin distinciones. A esto se sumó la fractura interna de los
constitucionalistas. Ambos factores contribuyeron a que la apelación a la unidad
expulsase, en primer lugar, a los realistas, enfatizando, en segundo lugar, la necesidad de
poner fin a las disensiones entre liberales como medio para hacer frente al peligro
involucionista392. Parece que se quisiera reducir las diferencias a “buenos y malos ¡ojalá
no hubiera más partidos ni más denominaciones que estas entre los españoles!”393. Casi
390 El Constitucional, o sea, Crónica científica, política y literaria, 04-‐04-‐1820, firma “el ciudadano amante
de la unión”. 391 La Abeja del Turia, 11-‐04-‐1820 392 El Censor, por ejemplo, pedía la reconciliación y unión de todos los liberales. Su unión dejaría inerme
al bando opuesto, nº 63 13-‐10-‐1821, tomo xi, págs. 214-‐215. También un comunicado que apareció en El Universal pedía la unión de los partidos liberales frente al partido anticonstitucional, nº 287, 14-‐10-‐1821. El mismo día la Miscelánea y El Universal pedían que “no haya entre nosotros divisiones ni partidos”, El Universal nº 251 08-‐09-‐1821, y en la Miscelánea del mismo día.
393 Nuevo Diario de Madrid, nº 309, 06-‐11-‐1822.
139
en los mismos términos se expresaba El Censor. Éste aseguraba que sólo conocía el
partido de la razón al tiempo que pedía el cese de los partidos y de las denominaciones
que los perpetuaban. En España sólo había españoles buenos y malos394.
Lo cierto es que la brecha entre españoles parecía imposible de cerrar. Comellas
afirma que en esos años tuvo lugar la primera guerra civil de la historia contemporánea
de España395. En el bando realista es entre la primavera y el verano de 1822 cuando se
perfilaron las posiciones. El conflicto empezó a adquirir entonces el carácter de un
enfrentamiento entre realismo y liberalismo concebidos como posiciones totalmente
opuestas, irreconciliables e incompatibles. Se rechazaron las opciones intermedias de
carácter ilustrado. Las nociones de transacción y derrota se pusieron al mismo nivel.
Este proceso de definición fue simultáneo al endurecimiento del enfrentamiento
armado. La incompatibilidad de las ideas se extendió a la de los hombres, ya no se
intentaba convencer396. Huelga decir que una concepción bipolar de la política de este
tenor excluía por definición cualquier sentido positivo del concepto de partido. El
Manifiesto General, por ejemplo, que presenta un ideario renovador realista, aunque
mitigado, redactado al parecer por el marqués de Mataflorida, contiene la inevitable
alusión al desorden propio del sistema político que representa el Trienio: “os halláis
huérfanos, envueltos en partidos”397.
Entre los liberales la Constitución se erigió en el pivote sobre el que debía
articularse la unión de los partidos surgidos de la escisión del liberalismo hispano. En
ausencia de esa ley fundamental, la interacción de los partidos se caracterizaba por
buscar la mutua destrucción398. Las denominaciones de exaltados y moderados
resultaban poco liberales y debían, por tanto, abandonarse399. Estas dos
denominaciones, según señaló años más tarde Mesonero Romanos, ya eran utilizadas a
comienzos del Trienio para referirse a los bandos políticos en que se dividían los
liberales, del mismo modo que en el anterior período sólo se conocían los nombres de
394 El Censor, tomo vii, nº 37, 14-‐04-‐1821 pág. 48. 395 Comellas García-‐Llera, José Luis, Los realistas en el Trienio Constitucional, Pamplona, 1958, pág. 15. 396 Ibíd., op. cit., págs. 65-‐66. 397 Ibíd., págs. 105-‐106. 398 El Universal Observador español, 12-‐05-‐1820 399 Cajón de Sastres, nº 24 24-‐03-‐1822.
140
liberales y serviles. El Espectador era así el representante del partido exaltado y El
Universal, del moderado400. Hasta tal punto llegó a sentirse la fragilidad del estado
liberal ante los embates reaccionarios, cuyas facciones armadas llegaron a situarse en
una ocasión a las puertas de Madrid, que incluso la prensa más rabiosamente
antiafrancesada abandonó momentáneamente su retórica beligerante para favorecer “la
fusión de todos los partidos”401. El año de 1823 y la inminente invasión no hicieron sino
reforzar la reivindicación de la unidad402.
Otro medio de asentar la unidad consistió en la identificación entre constitución
española y religión católica, tal y como expuso Félix Varela y Morales, quien centró su
atención no en el individuo, sino en el sujeto nacional. La formación de partidos y
facciones resultaba de este modo tan dañina al interés nacional como ir en contra del
dogma católico. De este modo la Constitución se impregnaba del valor del dogma
católico y reforzaba su intangibilidad403.
Entre algunos exaltados el círculo de quienes podían unirse se fue estrechando
con la intensificación de la fractura liberal. En las discusiones de la sociedad
landaburiana también se tocó la cuestión de la unión. En una de sus sesiones Riego
delimitó el sentido de la “unión”, circunscribiéndola a los defensores de la constitución
de 1812 con exclusión de anilleros y demás individuos favorables al establecimiento de
dos cámaras, los llamados “camaristas”. Benigno Morales repitió la misma idea el 10 de
noviembre de 1822. En otra de sus reuniones Mejía excluyó de la unión a anilleros,
absolutistas y pasteleros404.
400 Mesonero Romanos, Ramón, Memorias de de un setentón, Barcelona, Crítica, 2008, pág. 314. 401 El Espectador, nº 430, 18-‐06-‐1822. 402 El Nuevo Diario de Madrid, nº 57, 26-‐02-‐1823, y El Universal, nº 59, 28-‐02-‐1823, que llama a que
desaparezcan las denominaciones y que sólo haya españoles. También un escrito publicado en La Coruña del que se hace eco El Espectador -‐26-‐03-‐1823 nº 711-‐ está a favor de la unión. El Procurador General del Rey, expresa repetidas veces la conveniencia de la unión/reconciliación de los españoles/partidos, ej. 27-‐12-‐1822. Al menos hasta enero, cuando el periódico modifica su encabezamiento sustituyendo el artículo de la Constitución en el que la persona del rey se declara inviolable por “Año cuarto de la segunda cautividad de nuestro Soberano el Señor Don Fernando VII, que Dios guarde”. Desde ese momento contiene una serie de artículos que descalifican diferentes aspectos del sistema.
403 Estudio introductorio de José María Portillo a Félix Varela y Morales, Observaciones sobre la Constitución política…, op. cit., págs. xxxiiii-‐xxxiv.
404 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit., tomo I, págs. 685-‐688.
141
Los que más espacio dedicaron a esta cuestión fueron los ex-‐josefinos405. De
hecho, la unión fue uno de los temas preferidos de Constant y de los doctrinarios, una de
sus principales fuentes. En la reseña que aparece en El Censor del libro de Guizot Du
gouvernement de la France depuis la restauration et du ministère actuel, se defiende, por
ejemplo, la necesidad de fundir los partidos406. Fruto del agravamiento de los conflictos
políticos407, el artículo “Sobre las causas de la discordia y medios para restablecer la
unión entre los ciudadanos”, de marzo de 1822, se publicó en el mismo periódico.
También la Miscelánea, reivindicando la unidad, resumía el proceso de
degradación de la concordia de los primeros días. Al clima de unión que reinaba en las
jornadas posteriores al 9 de marzo, cuando sólo había españoles, le sucedió una
fragmentación paulatina de este todo homogéneo en diferentes “categorías”. Estas
divisiones se plasmaron inevitablemente en partidos que amenazaban con degenerar en
facciones408.
El periódico de Javier de Burgos se había caracterizado entre el 10 de marzo y la
reunión de Cortes por su intento de encauzar positivamente la revolución, propugnando
la unidad: “el tono es optimista y tranquilizador”409. Miñano en un artículo “Sobre eso
que llaman Unión” se hizo eco de la costumbre entre los periodistas de apelar a la unión
y a la concordia. Miñano impugnará esa opinión desde un prisma “verdinegro”, es decir,
como aclara Morange, desde una perspectiva intermedia, denunciando, por un lado, la
imposible fusión de dos colores que representan a los liberales y a los serviles. Con esa
voz se encubre en realidad, por otro lado, la búsqueda del propio beneficio. Unión incita
405 Ibíd. 406 Ibíd., págs. 301-‐302. 407 Elorza, Antonio, “La ideología moderada en el Trienio Liberal”, en Cuadernos Hispanoamericanos, nº
288, junio 1974, pp. 584-‐650, Antonio Elorza, pág. 606. El Censor, tomo XV, nº 86, 23-‐03-‐1822, págs. 111-‐132.
408 Miscelánea de comercio, política y literatura, nº 315, 08-‐01-‐1821. 409 Morán Ortí, Manuel, La Miscelánea de Javier de Burgos. La prensa en el debate ideológico del Trienio
Liberal, Villaviciosa de Odón (Madrid), Universidad Europea-‐CEES Ediciones, 1996. pág. 29. El decurso de los acontecimientos provocó una evolución negativa de la opinión sobre el nuevo régimen. El tono de Burgos se endureció a raíz de los sucesos de noviembre del 20, Ibíd., págs. 32-‐33.
142
a la adhesión a las propias ideas mientras se rechaza al resto410. Las apelaciones a la
unión son, como se ve, frecuentes en el Trienio.
El valor de la unidad se recalcaba en resumen vinculándolo a la razón, a la paz y a
la ley, frente a los partidos, las opiniones encontradas y los resentimientos411.
5. Contribuciones de los exjosefinos
El triunfo final del levantamiento, que llegó de forma inesperada para sus
iniciadores cuando estaban a punto de cruzar la frontera portuguesa, se vio sucedido
por una explosión de optimismo no sólo entre los liberales, sino también entre una parte
importante de los afrancesados, algunos de los cuales ya se encontraban en territorio
español con anterioridad a la revolución triunfante. Entre los afrancesados que se
exiliaron tras la expulsión de las tropas francesas en 1813 se encontraban personajes
que “si bien no ocuparon cargos de primera fila durante el reinado de José I, jugaron un
papel principal en la escena pública a partir del Trienio Liberal”412. Este fue el caso de
Alberto Lista, Sebastián Miñano y Javier de Burgos entre otros. Miñano había regresado
en 1816, un año más tarde lo harían Lista y Burgos. Los dos primeros se dedicaron a
tareas pedagógicas primero en Pamplona y luego en Bilbao. Javier de Burgos, en cambio,
410 Sebastián de Miñano, Sátiras y panfletos del Trienio Constitucional, Selección, presentación y notas de
Claude Morange, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1994, págs. 403-‐408. Apareció en El Censor el 05-‐05-‐1821.
411 Suplemento a La Colmena de 08-‐05-‐1820. En la Miscelánea de 10-‐05-‐1820 se dice: “Paz, no división; legisladores, no jefes de partido; representantes de la nación, no procuradores de una clase”.
412 López Tabar, Juan, “El regreso de los afrancesados y la voluntad de reconciliación entre los españoles (1820)”, en: Trienio. Ilustración y Liberalismo, nº 29, mayo 1997, pág. 65.
143
comenzó pronto su labor periodística con la Continuación del Almacén de frutos literarios
o Semanario de obras inéditas entre agosto de 1818 y julio de 1819; vocación que
prosiguió con la Miscelánea de comercio, artes y literatura a partir de diciembre de 1819.
La posición de quienes apoyaron al “rey intruso” no era nada fácil. Fueron presa
de las críticas, muchas veces despiadadas, que se les hacían tanto desde las filas liberales
como desde las absolutistas. El término afrancesado era tan denostado que desde las
filas antiliberales no se dudaba en aprovechar su fuerte carga semántica negativa para
desprestigiar al liberalismo español mediante su asociación con los antiguos seguidores
de José I. En el impreso titulado ¿Por qué están presos los guardias? de 1820 se describía
a los constitucionales como los que “en otro tiempo esgrimían su participada espada
contra el país que les dio el ser, para derrocar la Constitución que ahora tanto aplauden,
para encadenar a su patria misma y entregarla así a Napoleón”413.
Nada más triunfar la revolución la mayoría de los afrancesados se lanzó a apoyar
la reconciliación414. En la práctica esto se tradujo en un intento de los ex-‐josefinos de
aproximarse a los liberales moderados, con los que les unía un parecido talante político
e ideológico. Parte de la relevancia de este grupo radica en su asunción de elementos
propios del liberalismo doctrinario francés. Una influencia foránea fundamentalmente
de origen francés, aunque la de procedencia inglesa también se percibió. De forma más
tenue, las doctrinas en boga más allá de los Pirineos también impregnaron el
pensamiento de algunos moderados. El Conde de Toreno, durante su primer exilio en
Francia, entró en contacto con el liberalismo post-‐napoleónico, que reforzó los poderes
de la corona y estableció una segunda cámara, y observó el funcionamiento de su
sistema parlamentario de gobierno, imitación del inglés. A consecuencia de este influjo
sus ideas se moderaron415. Esta influencia no fue sólo directa. Tal vez la principal
responsabilidad de inocular en el liberalismo español las teorías liberales más recientes
recaía en los antiguos partidarios de José I, que si bien dieron su primera formulación
413 Iris M. Zavala, Masones, comuneros y…, op. cit., pág. 42. 414 López Tabar, Juan, “El regreso de los afrancesados…, op. cit., págs. 65-‐69. 415 Varela Suanzes-‐Carpegna, Joaquín, “De la revolución al moderantismo: la trayectoria del Conde de
Toreno”, Revista Electrónica de Historia Constitucional, nº 5, junio 2004. párrafo 5.
144
teórica a los liberales de la península no deben ser confundidos con éstos416. Es
característico de esta doctrina el énfasis en los hombres instruidos como dirigentes de la
sociedad. La soberanía de la inteligencia opuesta a soberanía del pueblo, la
reconciliación de la razón con el poder, situándose por encima de los partidos417.
Todas estas influencias, que, no lo olvidemos, giran en gran medida en torno a los
llamados afrancesados, y las elaboraciones teóricas resultantes explican la tradicional
percepción de una cierta superioridad intelectual de los moderados418. Precisamente la
investigación sobre la elaboración del pensamiento moderado durante estos años
constituye el objeto del conocido artículo de Antonio Elorza sobre la ideología
moderada.
El Trienio se muestra como el momento histórico en que se racionaliza la praxis e
ideología del grupo moderado, que se presenta a sí mismo como alternativa al
absolutismo y a la deriva democrática. Elorza traza una línea genealógica que va desde
El Espectador Sevillano de 1809-‐1810 hasta El Censor, “primer órgano coherente de la
ideología moderada” del Trienio, pasando por El Español Constitucional de Pedro
Fernández Sardino, publicado en Londres durante el primer exilio. De El Censor Charles
Le Brun diría que “acaso era el más recomendable de la Europa en su tiempo”419. Sobre
esta publicación semanal Elorza escribiría que es “con toda probabilidad la de mayor
rigor teórico en la historia de nuestro conservadurismo”420. El Censor fue financiado por
un sector del liberalismo doctrinario francés, lo que explica que fuese una de las de
mayor calidad de ese momento. La fuente de su financiación no obsta para que se
produjese posteriormente una evolución de los redactores hacia posturas antiliberales.
Lista se encargó preferentemente de artículos literarios y de política extranjera,
Hermosilla se hizo cargo de los debates de las Cortes y de la parte doctrinal, Miñano de
la sátira, artículos de polémica de prensa y otros de corte costumbrista, Amarita, por su
parte, se ocupó dirigir la empresa.
416 Estudio introductorio de Claude Morange, Sátiras y panfletos del Trienio Constitucional, op. cit., pág.
73. 417 Morange, Claude, “La intelectocracia…”, op. cit., pág. 304. 418 Comellas, José Luis, El Trienio Constitucional, Madrid, Rialp, Madrid, 1963, pág. 166. 419 Le Brun, Charles, Retratos políticos de la revolución de España, Filadelfia, 1826, pág. 55. 420 Elorza, Antonio, “La ideología moderada…”, op. cit., pág. 594.
145
El denominador común de los artículos de El Espectador había sido la insistencia
de Alberto Lista en la monarquía templada, consistente en la tríada de gobierno
representativo, opinión pública y “los sabios”, que forman la opinión, base a su vez del
primer término. Ya en este periódico sevillano se planteó una idea, posteriormente
retomada en El Censor, que reducía la participación democrática del pueblo al acto de
depositar el voto en las urnas. El resto del tiempo su papel sería pasivo. También se
rechazó cualquier forma de asociación421.
Otro interesante artículo también publicado en El Espectador aludía al sintagma
“partido nacional” en una fecha relativamente temprana, finales de 1809. La Revolución
francesa se caracterizaba por el desencadenamiento de las pasiones y la tiranía bajo la
forma de la democracia, por la existencia de toda clase de partidos vinculados al interés
individual y a la ambición. Se carecía, sin embargo de un “partido nacional”. Las naciones
que querían ser libres debían formar este “partido nacional”, compuesto de toda la masa
útil del pueblo: propietarios, pueblo instruido o que puede instruirse y la masa, a la que
define la ausencia de ambición porque su interés individual coincide con el de la
Patria422.
El principal vehículo de expresión de este sector de la sociedad fue la prensa, la
de mayor calidad del Trienio, especialmente El Censor. Completan el abanico
periodístico afrancesado el Universal Observador Español, que cambiaría su nombre por
el más corto de Observador, la Miscelánea y El Imparcial. A partir de 1822, la mayoría de
los ex-‐josefinos evolucionó hacia posturas autoritarias a causa del constante rechazo y
de los ataques a los que se vieron sometidos durante los cuatro años que se prolongó el
Trienio, prefiriendo el absolutismo de Fernando VII a un liberalismo que los
persiguiese423. Los sucesos de 1822 y la creciente presión en las calles dificultó
decisivamente la tarea de la prensa ex-‐josefina hasta el punto de impedirles continuar
421 Ibíd., págs. 586-‐588. 422 Publicado en El Español Constitucional: o Miscelánea de Política, Ciencias y Artes, Literatura, etc., nº
xix, marzo de 1820, tomo III, pág. 164. Procedente del artículo sobre opinión pública extraído de El Espectador Sevillano.
423 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 119.
146
con sus publicaciones: el 13 de julio de ese año dejó de publicarse El Censor y dos
semanas más tarde El Imparcial424.
Bajo la dirección política de Lista, El Censor sirvió como vehículo de expresión y
difusión de las nuevas ideas. En sus páginas se alaban las ideas de Constant425, de los
doctrinarios franceses, y de J. Bentham, cuyos «Sofismas Anárquicos» se editaron. La
Carta francesa había consagrado el principio monárquico de gobierno y asumía algunas
premisas del cabinet system. El desarrollo de éstas en los seis primeros años de vida de
la carta otorgada se vio acompañado de una simultánea reflexión doctrinal sobre esta
forma de gobierno, que terminó influyendo en los afrancesados españoles. El proceso de
parlamentarización de la monarquía francesa reculó, no obstante, en 1820 tras el
asesinato del Duque de Berry426.
Conviene destacar la influencia de Bentham. Ya desde la temprana fecha de 1807
alguna obra suya era conocida en España como, por ejemplo, los «Principios de
Legislación Civil y Penal», uno de cuyos ejemplares cayó en manos de Toribio Núñez, a la
sazón residente en Salamanca. Esta obra, como otras muchas de otros autores
transpirenaicos, fue introducida en España por las tropas francesas en su marcha hacia
Portugal. En las mismas Cortes de Cádiz, en cuyo recinto la resonancia de este autor fue
muy escasa, el eco de sus doctrinas se percibió, sin embargo, en un destacado liberal,
Agustín Argüelles, que había vivido en Inglaterra entre 1806 y 1808. Ahora bien, la
influencia de Bentham en España llegó a adquirir enorme importancia entre los liberales
de todas las tendencias a partir de los años veinte, precisamente gracias a los contactos
424 Elorza, Antonio, “La ideología moderada…”, pág. 617. 425 Constant expuso en su teoría constitucional rasgos propios de un sistema parlamentario de gobierno.
Hay que interpretar en este marco su concepción de la responsabilidad de los ministros. Para que ésta no sea puramente formal debía ir acompañada de un reflejo estructural: la función ejecutiva y la dirección de la política también tenía que residir en ellos. El monarca debía ser un poder neutro y limitarse a nombrar y cesar a los ministros, convocar elecciones, nombrar pares y sancionar leyes. Constant también defendía que el gobierno debía contar con el apoyo de la mayoría de la cámara, si bien estaba en contra de articular un mecanismo específico por el que el parlamento pudiese exigir la remoción del gabinete, esto es, la moción de censura, que se practicaba en Inglaterra. La razón de su oposición estribaba en que veía en ello una contradicción con la prerrogativa real de nombrar y cesar libremente a los ministros y sembraba dudas sobre la irresponsabilidad del Rey. Esta doble confianza de los ministros estaba a punto de superarse en Inglaterra. Varela Suanzes, Joaquín, “La monarquía en el pensamiento de Benjamin Constant (Inglaterra como modelo)”, págs. 123 y 132-‐134, Revista del Centro de Estudios Constitucionales, nº 10, septiembre-‐diciembre 1991, págs. 121-‐138.
426 Varela Suanzes, Joaquín, “La monarquía imposible…”, op. cit., págs. 660-‐661.
147
directos con su persona y con su obra por parte de los liberales españoles desde
principios de esa década y como consecuencia de la tenaz labor difusora que, ya en el
Trienio, llevaron a cabo Toribio Núñez y Ramón de Salas427. Sin embargo, entre los
utilitaristas, como Mill, Austin y Bentham, los partidos ocuparon un espacio marginal en
sus reflexiones políticas428, aunque no inexistente.
En El Censor se publicaron las «Cartas de Say a Malthus» y se comentaron
positivamente varias obras de Guizot, de Savigny y del Conde de Saint-‐Simon. La
corriente de pensamiento que representaba este periódico contribuyó al alejamiento
entre los liberales del gusto por la abstracción, que ya comenzaba a asociarse al
doceañismo y a la Constitución de Cádiz429.
El Universal también era un periódico integrado por afrancesados, pero su línea
editorial fue tan ministerial que se consideraba papel semi-‐oficial. En cuanto al número
de lectores, la Miscelánea decía tener en marzo de 1820 diez mil430, mientras que El
Universal declaraba tener en su número 316 de 12 de noviembre de 1821 cuatro mil. El
Imparcial, formado por los mismos redactores de El Censor y por Javier de Burgos
alcanzaría la cifra de cinco mil lectores431. El Universal puede considerarse un ejemplo
de periodismo concebido en términos de negocio empresarial y rentabilidad de la
comunicación social. Su director, Manuel Narganes fue redactor de la Gaceta de Madrid
con José I432. La Miscelánea, como se ha visto, tampoco le fue a la zaga a este periódico en
difusión y rentabilidad433. Está considerado como uno de los diarios más notables por su
427 Varela Suanzes, Joaquín, “La Constitución de Cádiz y el liberalismo español del siglo XIX”, Biblioteca
virtual Miguel de Cervantes, 1987. 428 Varela Suanzes, Joaquín, Sistema de gobierno y partidos políticos…, op. cit., págs. 144-‐145. 429 Varela Suanzes, Joaquín, “La Constitución de Cádiz y el liberalismo español del siglo XIX”, op. cit. 430 Se ha confundido comúnmente esta cifra de lectores con la tirada. Morán Ortí no cree real el dato de
una tirada de entre 8 mil y 10 mil ejemplares. La información que el propio Burgos dio en el número de 13 de marzo de 1820 hacía referencia a diez mil lectores, y era, por tanto, un dato de lectura y no de difusión. Pastor Díaz recogió ese dato interpretándolo mal, momento a partir del cual esta información se convirtió en un tópico. Morán Ortí, Manuel, La Miscelánea de Javier de Burgos..., op. cit., págs. 21-‐22.
431 Morange, Claude, introducción a Sebastián de Miñano, Sátiras y panfletos del Trienio Constitucional, op. cit., págs. 27-‐31.
432 Martínez de las Heras, Agustín, “La práctica periodística a través de El Universal (1820-‐1823)” pp. 401-‐418, en: Gil Novales, Alberto (ed.), La revolución liberal, Madrid, Ediciones del Orto, Madrid, 2001, págs. 401-‐403.
433 Morán Ortí, Manuel, La Miscelánea de Javier de Burgos…, op. cit., págs. 5 y 9.
148
renombre y difusión durante el Trienio. Su peso recayó exclusivamente en Javier de
Burgos, editor y único redactor.
5.1. La Miscelánea y la idea de un partido de oposición
El cambio de régimen se vio como promesa de una apertura de España
tanto en sentido literal, eran muchos los que todavía se encontraban exiliados,
fundamentalmente en Francia, a la espera de un perdón que les permitiese regresar a
sus casas, como figurado, reconciliación sincera entre españoles. El régimen liberal
parecía ofrecer en definitiva la posibilidad de un cambio en la política hacia los
“afrancesados” o al menos una relajación de las medidas que los excluían física y
moralmente de la nación. Estas esperanzas tomaron cuerpo en forma de folletos y
artículos periodísticos.
La Miscelánea fue materialmente el primer foco en condiciones de defender la
premisa de la reconciliación desde la óptica “afrancesada”. Así lo hizo en diversos
artículos durante el primer mes del renacido régimen constitucional. En uno de ellos
apelaba a la necesidad de unidad en momentos de crisis de los estados, única forma de
consolidar las nuevas instituciones frente al “interés privado”. No coadyuvaban a este
objetivo quienes criticaban a determinados individuos que en el pasado tuvieron otras
opiniones o que no pudieron manifestar libremente las mismas que ahora sustentaban.
Burgos diferenciaba los delitos, que no prescriben bajo ningún gobierno, de los
servicios prestados al anterior régimen, con independencia de si el origen de su
legitimidad estaba basado en el derecho o en la fuerza. La conclusión a la que llegaba era
149
que estos actos no eran, por tanto, perseguibles. Otro argumento que también utilizó se
convertiría en un lugar común en la retórica de este grupo: la persecución de estos
individuos reforzaba al “partido contrario” y perjudicaba el afianzamiento del nuevo
gobierno434.
De esta cuestión se hizo eco el diario El Constitucional, dirigido por José Joaquín
de Mora. En un artículo publicado diez días después, referido no sólo al ya mencionado
de la Miscelánea, sino también a la respuesta que éste tuvo en el diario “exaltado” El
Conservador, el periódico que con más dureza atacó a los afrancesados435, el articulista
de El Constitucional se muestra en parte de acuerdo con la conveniencia de olvidar la
discrepancia de opiniones previa al 7 de marzo, aunque aprecia dificultades a la hora de
llevarla a cabo.
La distinta opinión que se observaba entre los artículos de la Miscelánea y El
Conservador era connatural al campo de la política y de la literatura, ámbitos muy
distintos al área de las ciencias exactas, en las que sí hay unanimidad de criterio. La
intención de El Constitucional era conciliar ambas posiciones, superar la distancia que
media entre una “imaginación exaltada” y otra más apagada, dado que ambas estaban de
acuerdo en el objetivo de lograr la reconciliación436. Este artículo terminaba
planteándose si un hombre podía seguir un partido determinado por el peso de
circunstancias ajenas a su voluntad, en contra de sus inclinaciones personales. A esta
cuestión responderá un segundo artículo del mismo periódico en el que se retoma la
misma problemática. Y lo hará mediante el análisis de la noción de opinión política, que
se pone en conexión con la idea de partido. La opinión en política es la idea que cada uno
tiene sobre los asuntos relacionados con la patria y el gobierno y depende del uso de las
facultades intelectuales y de la variabilidad natural de su presencia.
Concebida en este sentido como producto del raciocinio y del convencimiento, es
independiente, por tanto, de la voluntad, que se plasma como un momento posterior a
ella, lo que resumido en una fórmula viene a decir que antes de actuar se piensa. La
434 “Sobre escisiones de opiniones”, Miscelánea de Comercio, Artes y Literatura, nº 70, 10-‐04-‐1820. 435 López Tabar, “El regreso de los afrancesados…”, op. cit., págs. 70-‐71. 436 “Sobre opiniones”, El Constitucional: o sea, Crónica Científica, Literaria y Política, nº 347, 20-‐04-‐1820.
150
agrupación de quienes comparten una opinión y unos intereses recibe el hombre de
partido; la opinión, que es individual, constituye así la argamasa de una entidad
superior:
“Por eso todos entienden por partido, bando o facción la reunión de muchos
individuos que profesando una misma opinión y unidos por unos mismos
intereses, a lo menos en apariencia, se proponen defenderlos y satisfacerlos”.
El partido es en consecuencia, al igual que la opinión, independiente de la
voluntad. La distinción de estos dos momentos constitutivos del ser humano como ente
político permite argumentar a favor del olvido. Apoyándose en Hume el redactor expone
que en las convulsiones políticas la razón confunde a veces al hombre, a lo que se añade
la posición y las circunstancias en que se encuentran los individuos particulares en ese
preciso momento. La conjunción de estos factores explica que se pueda seguir un
partido que en el fondo se rechaza, de forma, en cierto modo, forzada. Esta premisa,
vinculada con la consideración de que el crimen sólo existe en la intención o libre
voluntad de cometerlo y está ausente cuando se sigue un partido de buena voluntad,
lleva a rechazar la condena en masa de todos los que por diferentes razones apoyaron el
gobierno de José I. Los criminales, por otro lado, deben ser llevados ante la ley, sean
“liberales, serviles, afrancesados, constitucionales o fanguistas”437.
El uso, si no positivo, al menos neutro, de partido por este periódico liberal, a
pesar de la utilización indistinta de los términos partido, facción y bando para referirse a
una misma realidad, se vio reforzado en dos artículos posteriores en los que se
menciona la necesidad de un partido de oposición en España. “Es una condición esencial
de los gobiernos representativos la existencia de un partido de oposición”, atento a los
actos ministeriales y que los denuncie ante la opinión pública para conservar la libertad.
Este partido aún no existía en España y en caso de existir, estaba repartido entre varios
437 El último término es invención de un amigo del articulista para designar a aquellos a quienes les
gusta revolcarse en el fango. El Constitucional: o sea, Crónica Científica, Literaria y Política, nº 354 27-‐04-‐1820.
151
cuerpos, sin jefes conocidos, sin plan y “sin ningún elemento de organización”438. Idea
que profundiza y repite poco después.
“Sabemos que en las naciones representativas, el equilibrio de la autoridad
no puede subsistir sin un partido de oposición que observe y denuncie sus
extravíos; pero hijo de la opinión, y fundado en los principios
constitucionales, este partido debe ser un modelo de imparcialidad en sus
dictámenes, de reserva en sus juicios, de decoro en sus expresiones y de
desinterés en su conducta”439.
Estos tempranos artículos reflejan la rapidez con la que se abordó la necesidad de
dar una articulación moderna al régimen liberal en consonancia con las prácticas
políticas existentes en los parlamentos inglés y francés. La pronta referencia a la idea de
un “partido de oposición” anticipó el debate que sobre esta misma cuestión ocupará a
varios periódicos durante el mes de junio de ese mismo año.
Debate que comenzará un artículo de la Miscelánea y cuyo título, “Sobre un
partido de oposición”, delimitará los términos en los que se mueve el texto. Este artículo
dio comienzo a un despliegue de artículos políticos que se prolongó de junio a julio de
1820 y a cuyas premisas se opusieron especialmente El Universal y El Conservador. La
profundidad teórica alcanzada en esta etapa por la Miscelánea sufriría posteriormente
un retroceso por la necesidad de extractar las sesiones de las Cortes, que se reunieron a
partir del 10 de julio440. Este debate, como muchos otros de este periodo, refleja una
disparidad entre ideales e intereses, palabras y hechos, teorías y realidades que
desconcertó a los coetáneos aún más que a los historiadores que se ocuparon
posteriormente de este período441.
438 El Constitucional: o sea, Crónica Científica, Literaria y Política, nº 373, 16-‐05-‐1820. 439 El Constitucional: o sea, Crónica Científica, Literaria y Política, nº 382, 25-‐05-‐1820. 440 Morán Ortí, Manuel, La Miscelánea de Javier de Burgos…, op. cit., pág. 31. 441 Comellas, José Luis, El Trienio constitucional, op. cit., pág. 184.
152
El objetivo de la reflexión en Burgos volvió a ser la preocupación, típica del
liberalismo, por el control del poder desmedido. La asunción de que toda autoridad
suprema tiende invariablemente al despotismo lleva a la necesidad de contenerla. La
aceptación de este principio se encuentra para el redactor en el origen del diseño del
sistema político basado en el equilibrio de poderes. No obstante la inteligente
delineación del mecanismo, continúa Burgos, el problema de la contención del poder
permaneció sin solucionar.
Es en este punto donde entra en juego el concepto de partido como elemento
necesario en los gobiernos representativos capaz de oponerse a las extralimitaciones del
poder, “el maravilloso resorte de una oposición fuerte y legal”. Un regalo de la revolución
de Inglaterra. La tarea de la oposición en las dos cámaras de este país es evitar que el
ejecutivo usurpe otras competencias. Para vigilarlo fue necesario “instituir cierta especie
de milicia política con sus jefes y oradores, que influyesen en las elecciones…”. Así el
partido de la oposición, que se ha identificado con el pueblo, es un elemento
democrático indispensable para conservar el equilibrio.
A su vez, para frenar los excesos de este partido surgió de forma natural en las
cámaras otra pieza de la máquina, el partido ministerial, que defendiese al ejecutivo de
la extralimitación del legislativo. La metáfora mecánica se prestaba perfectamente a la
inclusión de un concepto de partido cargado de rasgos positivos. Concebidos como
partes de un engranaje político, los partidos se transmutan en piezas abstractas
desposeídas de principios incompatibles sobre el modelo de estado, sólo se les tiene en
consideración como parte de un mecanismo al servicio del equilibrio político. Este
equilibrio es la salvaguardia de la libertad.
Esta “desnudez” favorece una concepción positiva al alejarlos de disputas sobre el
modelo básico de estado, situándolos en un modelo frío de mecánica política. Burgos
quiere que se aclimate esta institución en España, pero no en su versión turbulenta, sino
en la que se presenta libre de exageraciones, patriótica, ilustrada en sus medios,
desinteresada… Del choque entre el patriotismo impetuoso y la moderación de la
153
mayoría de la asamblea surgiría el equilibrio. La oposición debía pedir con moderación
reformas rápidas y radicales y vigilar a los ministros y a sus subordinados442.
Una apuesta tan clara por un concepto que despertaba una fuerte animosidad no
podía quedar sin generar efectos en el agitado mundo de la prensa política. Un artículo
comunicado que apareció en El Universal443 es la primera respuesta directa que ataca de
lleno la concepción de Javier de Burgos. El rango absoluto de la verdad se convierte en
este texto en la piedra angular de una argumentación que rechaza de lleno los partidos.
El estatuto que la Verdad ha adquirido en la tradición religiosa e intelectual
europea es el principal escollo y punto de fricción a la hora de aceptar las divisiones en
materias políticas. Una verdad concebida en términos absolutos resulta difícil de
cohonestar con una práctica que parece indicar precisamente lo contrario, es decir, su
dispersión. A este respecto fue un medio reaccionario el que con mayor claridad planteó
el elemento nuclear del problema. Para El Restaurador, dirigido por fray Manuel
Martínez, uno de los obstáculos a la labor de la Restauración consistía en considerar al
partido antes conocido como servil y ahora como realista -‐cambio de denominación
debido a la carga negativa del primero444-‐ como una facción parecida cualitativamente a
su contraria. Situar a ambas en un plano de igualdad, identificarlas en definitiva como
opiniones, es decir, como opciones equivalentes cuya elección era indiferente implicaba
considerar la opción realista y la liberal como meras hipótesis. La ausencia de una
verdad absoluta que conlleva esta asunción promueve la confusión de la virtud con el
vicio. El respeto a las autoridades y la felicidad pública carece, en este contexto, de
fundamento. La verdad o centro de unión, sin embargo, existe. Puede ser ignorada, pero
no alterada.
La política es una de las áreas en las que impera ese centro de unión, objeto de la
ciencia, que no debe confundirse con la opinión.
442 Miscelánea de comercio, política y literatura, nº 104, 12-‐06-‐1820. 443 “Sobre un partido de oposición. Reflexiones sobre el artículo publicado con el mismo título en el
número 104 del la Miscelánea el día 12 del presente”, El Universal, nº 36, 16-‐06-‐1820. 444 El epíteto servil cede, como ya vimos que sucedía al final del período gaditano, su lugar al más
positivo de realista, El Restaurador, nº 144, 09-‐12-‐1823.
154
“Los que discrepan en materias opinables son partidarios; la verdad y el
error no lo son nunca […] la verdad dejaría de ser en el momento en que
entrare en negociación con su contrario, y he aquí la distancia inmensa que
separa al realista del constitucional, al liberal del servil”.
El realista o servil adopta ese nombre no por ser una facción o un partido, sino
porque le sirven de enseña de sus principios y lealtad. La cuestión que se ventila en la
organización política del Estado no es de las que pueden formar opiniones o partidos de
libre elección. No puede tolerarse que se confundan los límites que separan lo verdadero
de lo falso, “la verdad debe ser intolerante e inexorable, porque es una e indivisible”. Por
tanto, no puede haber reconciliación con el error445.
Es el mismo planteamiento que encontramos en numerosos periódicos liberales,
pero explicitando el problema de fondo: la incompatibilidad de una verdad en
mayúsculas con la ruptura que conlleva la propia etimología de la palabra partido. En
esta concepción no hay lugar para posiciones intermedias. Una revolución es una guerra
entre dos principios de la sociedad446. La idea de la oposición de dos principios
diametralmente opuestos tiene su trasunto en la contraposición, como se aprecia en El
Restaurador de 14 de enero de 1824, entre la opinión realista y la opinión pública: “No
nos engañemos pensando y hablando de la Opinión Realista, como se pensaba y hablaba
en los turbulentos y aciagos días revolucionarios de la llamada Opinión Pública”, a la que
identifica con la opinión popular. Se rechaza ese tribunal situado por encima de las leyes
y del rey447.
La misma idea relativa al partido medio apareció en El Universal, aunque desde
una óptica liberal. Había una guerra civil entre los que creían que las nuevas
instituciones eran incompatibles con los derechos del altar y del trono y los que no.
Estos dos bandos, que para este periódico son los únicos que en este sentido puedan
considerarse como partidos, estaban compuestos, en el primero de los casos, por
445 El Restaurador, nº 4, 04-‐07-‐1823. 446 El Restaurador, nº 56, 30-‐08-‐1823. 447 El Restaurador, nº 13, 14-‐01-‐1824.
155
algunas clases que se habían situado al frente de la “canalla más despreciable de la
sociedad”, y por las clases más ilustradas en el segundo448.
No es necesario insistir en la importancia del concepto de opinión pública en el
discurso liberal. Cualquier concepto que conviva con él en la red argumental se verá
contagiado automáticamente de su valor positivo. En el caso del concepto de partido, su
asociación con la opinión pública suele adquirir la forma de mediador entre ésta y el
poder. La consecuencia más relevante a nivel semántico de esta relación es el refuerzo
del proceso de transvaluación del concepto de partido. Este hecho, el constituir uno de
los puntos en torno a los que se produce el cambio conceptual, lo convierte
simultáneamente en un elemento polémico, generador de fricciones entre los discursos
que incorporan los partidos como una parte necesaria y positiva y los que se oponen a
esta concepción. La estrategia consistirá, por tanto, en asociar ambos conceptos, por un
lado, o en distanciarlos mostrando su incompatibilidad, por otro. El Universal, uno de los
principales arietes contra los partidos, ejemplifica el segundo caso: “los clamores de los
partidos no son los que forman la opinión pública”, al contrario, su conducto natural y
legítimo es otro449.
El diputado Prado coincidió con El Universal en la distinción de los conceptos de
opinión pública y partido. En épocas de divergencia de opiniones, cada partido
identificaba por opinión pública su propia opinión. El verdadero conducto para
averiguar la opinión pública eran, para este diputado, las diputaciones provinciales,
“autoridades populares”, que informaban de las infracciones a la Constitución y a las
448 “Del libelo intitulado: Sobre modificar la Constitución”, El Universal, nº 88, 29-‐03-‐1823. En el mismo
sentido se expresaba un comunicado publicado poco antes en el mismo periódico. En él se sostenía frente a la opinión manifestada poco antes por otro comunicante, que desde el comienzo de la Revolución había habido dos partidos. Aunque coincidían en su número, la naturaleza de estos era diferente. Sirviéndose de la metáfora de la velocidad del carro, el primer comunicante caracterizaba a los partidos según la cadencia de su reformismo. Para el segundo la única diferencia que había era entre quienes querían que el carro andase y los que deseaban que se atorase o quedase inmovilizado. Estos eran los únicos partidos que podían darse. Como sostendría también El Restaurador, la reconciliación entre ambos era imposible, ésta sólo podía darse entre los que diferían en los medios estando de acuerdo en el objetivo. Entre quienes estaban a favor y en contra de las reformas no podía haber unión de ningún tipo, El Universal, nº 44, 13-‐02-‐1823 y nº 47, 16-‐02-‐1823.
449 El Universal Observador español, nº 27, 07-‐06-‐1820.
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leyes. Por encima de ellas se encontraba el verdadero modo de conocerla: la
representación nacional450.
Burgos esquivaba el problema de la compatibilidad entre la unidad de la verdad y
la división en grupos políticos reduciendo, como se ha visto, los partidos a meras piezas
de un complicado engranaje institucional en un marco parlamentario, estrategia que
servía para deslindarlo de los partidos portadores de legitimidades incompatibles. Los
redactores críticos con el texto de la Miscelánea confundían en muchas ocasiones ambos
niveles de forma que la fricción fruto de la amenaza de los partidos a la unidad del
mundo político se hacía inevitable.
Muchos publicistas defendían que en el marco de la concepción liberal clásica de
la política la verdad última no era incompatible con un sistema de libertad de expresión
escrita y hablada, al contrario, a la verdad se accedía mediante la propia discusión. Se
establecía de este modo una diferenciación clara entre la diversidad de opiniones y la de
los partidos. La confrontación de las primeras servía al esclarecimiento de una verdad
preexistente, su validez, por tanto, era de carácter instrumental, no eran la verdad, pero
ayudaban a descubrirla. Los partidos, por el contrario, se concebían desde esta
perspectiva como representantes de modelos institucionales esencialmente distintos.
El concepto de partido se concentraba así en su primera línea de significado. La
segunda se ignoraba o se consideraba como costumbre extranjera intransferible o se
desenmascaraba como engaño e inútil como garante del equilibrio. Por eso nos
encontramos con artículos que afirman que ha habido verdades que han permanecido
ocultas debido a la opresión del despotismo y ha habido otros errores que se han
respetado y todavía se respetan por costumbre. En esta última categoría incluye uno de
los críticos de Burgos el artículo de la Miscelánea. Un error con funestas consecuencias
para el régimen constitucional.
El partido de la oposición en Inglaterra, modelo de Burgos, no era una invención
política. Su origen era previo al establecimiento del régimen constitucional, nació al
450 DS 20-‐4-‐1822.
157
calor de las luchas que le precedieron. Además, la corona convirtió con el tiempo ese
partido en una sombra de lo que fue. Según el articulista, si los sucesivos ministerios lo
habían fomentado, había sido para hacer creer al pueblo que era libre, “legaliza la
opresión quitando al pueblo el derecho de quejarse”.
Más incomprensible aún le resultaba el deseo de Burgos de querer un partido
ministerial en el parlamento, partido cuya presencia preponderante en éste supondría el
fin de la libertad. El equilibrio debía ser producto de la constitución, no una invención de
los ministros. La constitución debía enlazar los poderes sin que se confundiesen ni
obstaculizasen en sus prerrogativas legítimas. Establecida de este modo, la maquinaría
política no necesitaba ningún partido de oposición por sistema o ministerial por
tradición. Habría oposición en el parlamento, pero sería consecuencia de la distinta
forma de pensar de los diputados y de su desigual inteligencia, y no sería oposición por
capricho o por orden; “no debe haber partidos”, en definitiva. Partidos por orden eran
los creados ex profeso, artificialmente como piezas de un mecanismo. Los diputados
apoyarían o criticarían al ministerio en función de sus convicciones personales. En
apoyo de sus asertos, el comunicante remitía a una obra de Daunou, Essai sur les
garanties individuelles, escrita en 1818, obra de referencia para el liberalismo de la
época.
El Constitucional terciaría también en esta pequeña polémica, aunque en contra
de lo que cabría esperar dados sus antecedentes, su actitud en esta ocasión sería crítica.
Después de calificar la cuestión como materia nueva en España, pasa a resumir su
posición sobre este tema: “Todo partido supone división, y toda división es funesta en
cualquier clase de gobierno”. Inevitablemente no pasa mucho tiempo hasta que los
partidos se convierten en facciones. Por naturaleza ninguno es estacionario y su destino
se plasma en vencer o ser vencidos.
Esta concepción de lucha, coherente con la primera línea de significado, los carga
de rasgos negativos, sacándolos, como hacía el artículo arriba mencionado de El
Universal, del campo del enfrentamiento regulado. El modelo inglés no debe servir como
ejemplo a seguir, y ello por dos razones. En primer lugar, no deben aplicarse esquemas
existentes en otros países al caso español debido a las diferentes contextos. El inglés es
158
muy distinto al español, fruto de la lenta evolución de su constitución en el tiempo. A las
insuperables diferencias debidas a las distintas circunstancias históricas de cada país, un
argumento que recuerda al concepto de constitución aristotélica, se suma el
funcionamiento real de los partidos en Inglaterra y las consecuencias que produce su
existencia en aquel país.
El redactor del artículo ve en ellos el origen de los males que padece la nación
inglesa y la amenaza a la prosperidad pública. Por eso la supuesta bondad de su
existencia, frenar un gobierno ambicioso, no reside en los partidos, sino en la opinión:
“en este imperio invisible, pero incontrastable, producto del interés bien entendido, de
la razón cultivada y del patriotismo generoso e ilustrado”. Este es el “verdadero partido
de oposición”.
Su existencia parlamentaria es inútil en cualquiera de los tres escenarios políticos
imaginables por el articulista: en el caso de que el ministerio sea patriótico, si hay una
oposición, ésta será a la fuerza enemiga del orden; con un ministerio ambicioso los
hombres de bien protestarían y la prensa actuaría como amplificador de las críticas
hasta que la conjunción de la censura de la acción ministerial terminase por derribar al
gobierno; por último, en un pueblo que fuese indiferente no habría materia prima para
la oposición451.
Dos días después la Miscelánea publicó un segundo artículo sobre el partido de
oposición en el que concretaba aún más las medidas a tomar para favorecer su
formación en España. De este modo había que ampliar, por un lado, el derecho de
petición y legalizar, por otro, las reuniones públicas con el objetivo de que en ellas
pudiese radicarse un partido de oposición al Ministerio452.
El artículo en respuesta al de la Miscelánea que apareció en El Universal, el diario
que más se implicó en este enfrentamiento, apreció una modificación de las ideas
expuestas inicialmente por Javier de Burgos en su primer artículo relativas a la
aclimatación de los partidos de oposición y ministerial a España. El redactor de El
451 El Constitucional: o sea, Crónica Científica, Literaria y Política, nº 406, 18-‐06-‐1820. 452 “ Sobre un partido de oposición. 2º artículo”, Miscelánea de comercio, política y literatura, nº 112, 20-‐
06-‐1820.
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Universal termina llamando la atención sobre el oxímoron que se deriva de calificar a
una oposición como auténticamente nacional, esto es, formada por todos los que están
interesados en el mantenimiento de las instituciones, una oposición que, por tanto, no
puede llamarse partido. Esta voz se adecua a un bando, casi siempre a una facción que
intenta atraerse el favor de la opinión pública y hacer creer al pueblo que busca su
bienestar.
Aun aceptando que sus objetivos fuesen sinceros y redundasen en benéfico del
pueblo, el apoyo de la mayoría de la nación haría incompatible la aplicación del término
partido a lo que es la mayoría de la nación: “La denominación de partido nacional se
compone de dos palabras contradictorias”. Apreciación que, según señala el propio
periódico, no es nueva453. Sin reticencias a la hora de utilizar la voz partido, incluso
como oxímoron en el compuesto que forma conjugado con el término nacional, se revela
un artículo de El Constitucional perteneciente a una serie sobre los afrancesados,
considerados como partido. En un período de crisis, con un régimen tambaleante, la
respuesta de este medio consiste en apelar a la integración de los afrancesados en el
partido liberal con el fin de formar un partido nacional, que defienda opiniones liberales
y agrupe los intereses que sustentan esas opiniones. El partido liberal se convierte en
sinónimo de partido nacional. El objetivo es sumar fuerzas para defender la constitución
frente a un partido que represente las ideas de 1814454.
El reverso del oxímoron, partido antinacional, no ofrece tantos problemas a los
emisores de esta expresión. Este sintagma está, obviamente, cargado siempre de un
contenido semántico muy negativo. La estrecha relación entre conceptos como nación,
constitución y liberal sitúa al “partido antinacional” en oposición a la unidad que todos
juntos representan455. En este sentido, el liberalismo tampoco puede ser un partido, “es
una opinión eminentemente nacional”456. En ocasiones, algunos publicistas se ven
tentados a utilizar la fórmula “partido nacional”, aunque no pueden liberarse de cierta
453 El Universal Observador español, nº 45, 25-‐06-‐1820. Otro oxímoron se deriva de la asociación del
concepto de partido con el de razón: -‐“partido de la razón –si partido puede llamarse a la generalidad-‐“, El Espectador, nº 37, 21-‐05-‐1821.
454 El Constitucional: o sea, Crónica Científica, Literaria y Política, nº 495, 15-‐09-‐1820. 455 El partido antinacional, se opone a la constitución, El Constitucional, nº 557, 16-‐11-‐1820. 456 Nuevo Diario de Madrid, nº 58, 27-‐02-‐1822.
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sensación de incomodidad. Los partidos en este caso se oponen al partido que lo engloba
todo. El monarca no puede ponerse a la cabeza de un partido, sino de la nación, que se ha
declarado constitucionalista, de un partido nacional “si así puede llamarse”, contrario a
los serviles y a los anarquistas457.
Ni siquiera la inapelable lógica de El Universal a este respecto conseguiría evitar
que también él fuese presa de la extensión en el uso del término de partido aun en su
formulación más contradictoria. En la serie de artículos que dicho periódico dedica a
explicar el significado del articulado de la ley fundamental puede leerse el denostado
uso del oxímoron: “Dichosamente en la actualidad no existe o no se ha mostrado todavía
un partido ministerial opuesto a las miras y designios de un partido liberal o nacional”.
A las opiniones expuestas en los diarios críticos con La Miscelánea les subyace la
clásica idea liberal de un sistema constitucional caracterizado por la división y equilibrio
de los distintos poderes. En este marco interpretativo la acción de los partidos, ya sea
ministerial o de oposición, tiene efectos deletéreos sobre el sistema al suponer la
invasión de las prerrogativas de un poder por otro. La propia Constitución establece los
medios adecuados para impedir esta colonización mediante la incompatibilidad entre el
puesto de diputado y empleado público como reza el artículo 97458. El mismo objetivo se
persigue con la conocida prohibición del artículo 95, que señala que “los secretarios del
Despacho, los consejeros de Estado y los que sirven empleos de la casa Real, no podrán
ser elegidos diputados de Cortes”459. La ausencia de estas normas favorecería la
presencia de un partido ministerial. La influencia del ministerio en una cámara le
permitiría formar un partido dominante a su servicio con el consiguiente
desequilibrio460.
La reticencia a permitir la presencia de los ministros en el congreso se relaciona
con la influencia desmedida que podrían ejercer si son capaces de formar un partido que 457 El Universal Observador español, nº 188, 07-‐07-‐1822. 458 Sobre el título III, capítulo V, artículo 97: “Ningún empleado público nombrado por el Gobierno podrá
ser elegido Diputado de Cortes por la provincia en que ejerce su cargo”, El Universal, nº 98, 17-‐08-‐1820. En el prospecto se mencionaban las materias que se proponía tratar el periódico. En el punto 3 se hacía mención a la denominada “Constitución Política”, sección de clara intención pedagógica, en la que se insertaba el artículo al que nos referimos.
459 Título III: De las Cortes, Capítulo V: De las Juntas electorales y de provincia, artículo 95. 460 El Universal, nº 94, 13-‐08-‐1820.
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les apoye, contando además con el favor del rey. Hay aspectos positivos que resultan de
la exposición de los proyectos de ley por los ministros: se aclara la intención que anima
el proyecto y se evitan confusiones. Debe velarse por que no se imponga el aspecto
negativo; es necesario exigir sabiduría y patriotismo en los ministros461. La
incompatibilidad entre el puesto de ministro y el de diputado impedía una comunicación
natural entre el poder legislativo y el ejecutivo.
No ofrece dudas la defensa de El Universal de la unidad como áncora de la
estabilidad política y social: “La unión y la uniformidad de ideas es el único apoyo de las
instituciones sociales”. La anarquía surge, por el contrario, cuando los partidos,
identificados con las facciones, luchan entre sí. La postura de este periódico es un claro
exponente de una concepción del régimen monárquico representativo desvinculado de
la existencia de partidos. De hecho, en una afirmación que actualmente puede resultar
un tanto sorprendente, el redactor considera este régimen el más adecuado para
impedir esa circunstancia y pone Inglaterra como ejemplo de esta última afirmación462.
La separación total entre el régimen representativo y los partidos se sostiene
sobre la inserción de estos últimos en la primera línea de significado. El rechazo de los
partidos será una constante en El Universal. Cuando se le acuse de no haber actuado
como una oposición, reaccionará resaltando lo ridículo de la acusación. En defensa de su
posición recurre a negar la necesaria traslación de ejemplos ajenos a España. Que en
Inglaterra haya un partido que se opone al ministerio y en Francia haya una derecha y
una izquierda en el parlamento no significa que la oposición tenga que existir en todos
los países constitucionales. El contexto varía en cada caso. En España, por ejemplo, el
sistema representativo aún no se había asentado463.
Para El Universal la defensa del sistema de mayorías en el parlamento no iba
asociado a la presencia de partidos en la cámara. En los gobiernos constitucionales el
gobierno necesitaba el apoyo de la mayoría del parlamento para poder ejercer como tal.
Perder ese apoyo implicaría perder el poder. La utilidad de este sistema radicaba para El
461 El Universal, sobre el artículo 125, nº 190, 17-‐11-‐1820. 462 El Universal, nº 105, 24-‐08-‐1820. 463 El Universal, nº 218, 15-‐12-‐1820.
162
Universal en que ofrecía al rey la posibilidad de conocer la voluntad de la nación. No
obstante, de aquí no extraía el corolario de la existencia de un partido ministerial y otro
de la oposición464.
Su oposición a este término no le impedía, sin embargo, preferir el apelativo de
facción para los serviles, rechazando expresamente el de partido. Síntoma de que la
diferencia entre ambos, con la distinción valorativa que implica, penetraba hasta en los
sectores más reacios a los partidos465. Un año después el mismo periódico fue incluso un
paso más allá al negar a las partidas reaccionarias el término de facciosos, porque éste
se asociaba a partido, sintagma que presuponía ideas y principios compartidos. Estas
“gavillas” eran sólo un grupo de ladrones466.
El mismo rechazo a los partidos se aprecia en el espacio que El Observador
prestaba a los artículos comunicados. En uno de ellos puede leerse lo siguiente: “Cada
vez que oigo hablar de partidos me tiemblan las carnes”. El comunicante se muestra
convencido de que la estrategia del enemigo para vencer consiste en dividirles. La
incomodidad con las denominaciones de partidos llega hasta el punto de lamentar el uso
del nombre de serviles. Designación que incluso quienes comparten sus ideas se han
visto obligados a utilizar con el fin de distinguir a ese grupo del de los “verdaderos
españoles”. En cualquier caso, el colaborador circunstancial del periódico no cree
necesario extender el uso de esa palabra para aplicarla a otras divisiones. Ama la unión,
es un español que por serlo no pertenece a otro partido más que al de la Constitución467.
Las denominaciones generaron tanto recelo como la propia división, fenómeno al que
están indisolublemente unidas. Se consideraba que su aumento era un factor que
contribuía a la proliferación de los partidos y que tenían el efecto de atraer a un partido
minoritario a un número mayor de individuos468.
No se hizo esperar mucho la respuesta al artículo del número 45 de El Universal.
La censura que desde las columnas del periódico ministerial se hacía a la pertinencia de
464 El Universal, nº 233 30-‐12-‐1820. 465 El Universal, nº 49 18-‐02-‐1821. 466 El Universal, nº 278, 05-‐10-‐1822. 467 El Universal, nº 46, 15-‐02-‐1821. 468 El Espectador, nº 401, 20-‐05-‐1822
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sentar unas bases legales que sirviesen para la creación de un partido de oposición se
sostiene para Burgos en una tergiversación del sentido de su artículo. Las instituciones
debían completarse sin temor a examinar los ejemplos extranjeros y proceder a
imitarlos si resultaban adecuados. La necesidad de este enfoque era tal que en no mucho
tiempo el mismo Universal se ocuparía, según Burgos, de tomar en consideración un
contrapeso que conservase el equilibrio469.
El análisis del concepto de partido prosiguió en la Miscelánea con un artículo con
el significativo título “De los partidos y las facciones”. Con él parece ponerse fin a la larga
polémica que durante el mes de junio y parte de julio había girado en torno al concepto
de partido de oposición470. Burgos volvió a resaltar que esta constituye una cuestión que
no se había analizado en España hasta entonces. Sabemos que las, por otra parte escasas,
referencias del período gaditano y del subsiguiente exilio apenas se ocuparon
tangencialmente del concepto. La apertura a las diferentes líneas de significado empezó
durante el Trienio, contexto que se ofreció a los coetáneos como el momento histórico
adecuado al desarrollo del régimen constitucional, una vez que todas las piezas
institucionales estaban en juego en una situación, al menos en sus primeros compases,
de paz exterior e interior. Con anterioridad a la serie de artículos que la Miscelánea
dedicó a este tema y la consiguiente polémica con El Universal y El Constitucional, tan
sólo hubo en este último periódico un par de referencias cuya extensión no excedió en
cualquier caso de un breve párrafo.
Burgos retomó en el artículo antes mencionando la defensa de la utilidad del
partido de oposición para examinar y controlar las propuestas ministeriales y
rechazarlas si no se correspondían con los intereses de la nación. Sin embargo, el núcleo
del artículo lo dedicó esta vez a deslindar el sentido del concepto de partido mediante su
distinción del término afín de facción. Este movimiento desde el sintagma “partido de
oposición” a la voz partido respondía a la necesidad de centrar los términos de la
cuestión en lo que constituye su aspecto central, es decir, la noción de partido.
469 Miscelánea de comercio, política y literatura, 29-‐06-‐1820. 470 Miscelánea de comercio, política y literatura, nº 130, 08-‐07-‐1820.
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El ataque no se centraba tanto en el sintagma compuesto, como en la propia
noción de partido y en la ruptura de la unidad que ésta implicaba. Un abordaje lógico de
la problematización exigía primero sentar las bases de aceptabilidad de la división. De
este modo Burgos procedió a exponer en su artículo su idea del concepto de partido.
El redactor de la Miscelánea asentaba en primer lugar la inevitabilidad de la
división en los países libres, que a su vez puede asumir dos formas, y aquí es donde se
opera el proceso de transvaluación: la de partido o la de facción. Los primeros se
identifican con las opiniones útiles, que conservan y fortalecen las leyes; las segundas
poseen opiniones peligrosas, que trastornan las leyes. Los partidos, al contrario que las
facciones, sólo pueden existir en los estados libres, no subvierten la constitución, su
objetivo es luchar entre sí y generar debates que contribuyan a la formación de buenas
leyes al examinarlas en todos sus aspectos. No se conoce otro estímulo para este fin que
no sean los partidos.
Las facciones representan, por el contrario, intereses privados, mientras que los
partidos sostienen intereses comunes y nacionales. Por otro lado, los partidos también
mantienen el equilibrio entre el despotismo y la anarquía. En un escenario con
diputados independientes, que votasen según su convicción personal, sin concertarse,
sería posible que un ministro astuto se hiciese con el apoyo de unos cuantos
representantes o que lograse con la colaboración de la nobleza y el clero una mayoría de
los candidatos en las próximas elecciones. Un congreso así representaría intereses
privados y se convertiría en una facción por no haber creado un partido de oposición
que impidiese la acción de quienes querían volver al despotismo.
Desde el extremo ideológico opuesto, algunos diputados fogosos y elocuentes
podrían arrastrar tras de sí al resto de representantes. Esta clase de hombres, que
persigue su propia gloria, debía ser frenada por un partido contrario que limitase su
exaltación. Como en el anterior caso, la ausencia de una oposición en este escenario
también daría lugar al surgimiento de facciones, aunque en este ejemplo la implicación
del pueblo haría que el conflicto desembocase en una guerra civil. Uno de los principales
objetivos de la política es evitar que los partidos se degraden al estado de facciones, lo
que se consigue mediante la conservación de un equilibrio mutuo. Esta reflexión la
165
refuerza Burgos al anclar sus observaciones en la naturaleza humana. Con ello las sitúa
en el terreno de lo inmodificable. La única opción sensata ante un hecho invariable es no
rechazarlo y afrontarlo. En el caso concreto de España, a principios de 1814, Burgos
afirma que había un partido, formado por los liberales, y una facción, compuesta de
serviles.
La concentración de rasgos semánticos positivos en el concepto de partido se ha
operado mediante el desplazamiento de las connotaciones negativas al concepto gemelo
de facción. De esta forma Burgos podía concluir que “partidos siempre constitucionales,
y distinguidos sólo por el colorido más o menos vivo, la actitud más o menos confiada,
existieron y existirán siempre en todo país donde se quiso y se quiera conservar la
libertad”. La diferencia entre los partidos radicaba, en consecuencia, en una diferencia
de “carácter” –segunda línea de significado-‐ más que en la defensa de principios
opuestos –primera línea de significado-‐. La base común que los vinculaba era la defensa
de la constitución, abriendo así la posibilidad de una competencia pacífica.
Aunque el cruce de artículos entre los anteriores periódicos pareció cesar, la idea
de un partido de oposición animó también las líneas del impreso gaditano El Cetro, que
recogía la idea básica que fundamenta la necesidad de una asociación semejante en la
naturaleza del sistema representativo, diferenciándolo, como se desprende de su
distinto uso, del término facción471.
A pesar de que el bien radica en la armonía sustentada sobre principios
establecidos y de que “todo partido en último análisis viene a ser la demencia de muchos
para la ganancia de pocos”472, el poder del Ministerio debía limitarse con un “partido de
oposición”, que existía en todas las monarquías moderadas. El autor del artículo 471 El Cetro. Periódico Constitucional, julio 1820, nº 2. La intención que animó la fundación de este
periódico fue hacer una revista semanal comparable a El Censor en densidad intelectual, para lo que a finales de 1820 se incorporó Félix Mejía. Sin embargo, el proyecto fracaso. Romera Valero, Ángel, “La trayectoria periodística de Félix Mejía durante el Trienio Liberal. Primera parte: de La Colmena y La Periodico-manía a El Cetro Constitucional (1820-‐1821)”, Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, Universidad de Cádiz, nº 16, 2010, http://revistas.uca.es/index.php/cyr/article/view/196, págs. 379-‐380.
472 La expresión es una cita traducida del original en inglés, que se reproduce en una nota a pie de página: A party is the madness of many for the gain of the few. Carta a Edward Blount de Alexander Pope (27 August 1714); se puede encontrar una cita similar en "Thoughts on Various Subjects" en Swift's Miscellanies (1727), de donde ha extraído la cita el redactor de El Cetro Constitucional en su nº 6 de 1821.
166
diferenciaba este concepto del de “partido de subversión”, caracterizado por la
pretensión de arrogarse parte del poder ejecutivo. De nuevo el inevitable modelo era
Inglaterra, cuyo partido de oposición a la vez que la institución más digna de ser imitada,
era la salvaguardia de la libertad del país.
A su vez los periódicos ingleses no representaban “el espíritu de dos facciones
anárquicas y subversivas”, sino que eran ante la opinión los representantes de los
derechos del pueblo y del gobierno sin entorpecer el ejercicio legítimo del poder que
correspondía a cada uno. Los partidos se conciliaban aquí con la división de poderes.
Una de las acusaciones más frecuentes a la falta de pertinencia de los partidos recibía así
cumplida respuesta. En Inglaterra se constataba un uso moderado de la libertad de
imprenta por el partido de oposición, que en los períodos interministeriales hacía
públicos los abusos y proponía medios para contenerlos. Por otro lado, cuando la
“intriga popular”, que se materializaba en la forma de facciones contrarias a la
Constitución y reclamaba innovaciones peligrosas, se excedía, el Gabinete podía pedir al
parlamento o éste a aquél la suspensión temporal del habeas corpus. La amenaza a la
constitución reunía todas las opiniones en una sola en pro de la salvación de la patria
mediante un despotismo momentáneo que preservase la libertad.
Otro afrancesado, Manuel Silvela, expuso su particular punto de vista sobre la
oposición ese mismo año. En una epístola, Silvela se propuso defender la necesidad “de
tolerar la oposición, de contar con ella, y aun de organizarla”. Las prevenciones frente a
esta idea irían desapareciendo a medida que aumentó la estabilidad del régimen
constitucional473. La imposibilidad de retroceder en materias sujetas a avances políticos
no implicaba la “unanimidad de la opiniones”, “lejos de esto es necesario contar con la
oposición, y de lo que se trata es de examinar por qué medios será menos violenta y
temible”474.
La disparidad de opiniones era fruto de la naturaleza humana. Las ideas son
producto de las sensaciones. Del mismo modo que diferían de un hombre a otro, diferían
las ideas. Consideradas las disimilitudes bajo este punto de vista, la tolerancia se 473 Silvela, Manuel, Carta quinta, “Correspondencia de un refugiado con un amigo suyo de Madrid”
(Burdeos, 1820), en: Obras póstumas, tomo I, Madrid, 1845, pág. 312. 474 Ibíd., pág. 319.
167
concebía como un deber. Las diferencias no son tan profundas como para llevar a un
relativismo absoluto. Para Silvela existe una naturaleza básica compartida. Pero en los
casos en que la valoración de los hechos es difícil, cuando influyen las diferencias en la
naturaleza humana, ser intolerante equivale a un acto de injusticia.
La aceptación de la multiplicidad de opiniones como un hecho incontrovertible
implicaba que debía dejarse espacio a todas las opiniones en un marco regulado que
evitase los excesos. A partir de esta premisa, sólo queda saber si era preferible una
oposición que actuase de forma pública o una que lo hiciese en secreto. En este último
caso, su acción conllevaría la aparición de trastornos públicos y era evidentemente
negativa. En el primero, en cambio, la esperanza de triunfo que tienen todas las
opiniones, “y en este sentido de todos los partidos”, da lugar a un enfrentamiento leal y
al triunfo del interés general.
La “preponderancia intolerante de una opinión” es contraria a un régimen
constitucional. La unión política no puede consistir, por tanto, en la identidad de las
opiniones. No tenerlas en cuenta prepararía el escenario de una guerra civil. “El
legislador sabio, cual hábil mecánico, hace resultar la regularidad del movimiento de la
resistencia misma de los medios”. Por otro lado, la discusión es consustancial a este
sistema. En ella toman parte los diputados, periodistas, escritores y el pueblo en sus
reuniones. Del contraste de opiniones surge la verdad y la ley adquiere el carácter de
generalidad. La cámara debe representar, por tanto, todas las opiniones475. Manuel
Silvela terminaba su carta defendiendo imitar a los ingleses476.
Las críticas a los intentos de introducir los partidos ministerial y de oposición en
el funcionamiento parlamentario fueron a veces acompañadas, como hemos tenido
ocasión de ver, de la crítica paralela del sistema político que los vio nacer. Introducir “las
viciosas y tortuosas formas de la política inglesa” equivalía a proponer que se alterase el
orden natural de las deliberaciones del congreso477. Hablar de la constitución inglesa y
de un partido de la oposición se llegaba a calificar de pedante. Inglaterra y España eran
475 Ibíd., págs. 321-‐324. 476 Ibíd., pág. 326. 477 El Conservador, nº 83, 17-‐6-‐1820, artículo comunicado firmado por A. M. V.
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dos países distintos en costumbres, carácter, ilustración y clase de gobierno478. El único
modelo a seguir era el que venía marcado en la Constitución, la simple sujeción a sus
preceptos por parte del gobierno impedía la existencia de un partido de oposición479.
A esta objeción respondió Burgos desde un enfoque racional y pragmático que
separaba la ley de todo proceso de formulación histórica. Burgos podía defender de este
modo la apropiación de elementos ajenos en virtud del principio ecléctico de imitación:
“no os avergoncéis de apropiaros de algunas instituciones de otros países más
adelantados en civilización”480. Burgos adoptó un cierto relativismo en las formas
políticas y legales procedente del liberalismo doctrinario481. Este pragmatismo, que se
plasmaba en la adaptabilidad a las circunstancias del momento, abría la posibilidad de
aceptar el juego de los partidos siempre que respondiesen al principio benthamiano de
utilidad pública. Las posturas exaltadas o ministeriales del Trienio dificultaban, por el
contrario, una reflexión positiva sobre el fenómeno de los partidos.
De otro tenor, aunque también en términos elogiosos, fue la intervención de
Argüelles sobre este particular. El recelo de que el gobierno pueda corromper a los
diputados esta basado en la apreciación de lo que sucedía en Inglaterra. Precisamente
allí había un partido de la oposición en los cuerpos legislativos, que se oponía a la
corrupción de que se servía el gobierno para lograr una mayoría que lo apoyase en las
cámaras. Sin embargo, su verdadera naturaleza era otra: “Su lucha tiene por objeto
servir de freno y estímulo al mismo tiempo al Ministerio”. La mayor parte de sus
acciones formaban parte de medios parlamentarios aceptados por todos los partidos
para sustituirse en el poder. Los que hoy atacaban, eran atacados a su vez el día de
mañana. La verdadera corrupción que combate Argüelles era previa a la entrada en el
parlamento, y consistía en la influencia del gobierno en la elección de los diputados,
prefabricando una mayoría. En España este problema lo evitaba la Constitución. La otra
478 El Espectador, nº 271, 10-‐1-‐1822. 479 El Espectador, nº 231, 1-‐12-‐1821. Se sobreentiende “oposición” en defensa de la legalidad
constitucional. Cualquier otra sería, utilizando el lenguaje de la época, facciosa. 480 La Miscelánea, nº 123, 01-‐7-‐1820. Citado en Morán Ortí, La Miscelánea de Javier de Burgos, op. cit.,
pág. 48. 481 Ibíd., pág. 48. De hecho Burgos asume una interpretación doctrinaria del sistema parlamentario
inglés, Ibíd., pág. 52.
169
fuente de corrupción se corregía prohibiendo la concesión de empleos a los
diputados482.
Con el paso del tiempo se observa una cierta modificación en la actitud del
Observador. El mejor ejemplo para apreciarlo es la discrepancia que se da entre este
periódico y El Espectador. Ambos se habían caracterizado por una fuerte oposición a
cualquier desplazamiento semántico de partido en términos positivos, lo que ayudará a
mostrar mejor el cambio en el primero. La ocasión se presenta con motivo del
comentario sobre un artículo publicado en el Journal des Débats acerca de la política
española. En el citado artículo se hace referencia a la existencia de tres partidos en las
Cortes. Hay un matiz que diferencia la reacción de El Universal de la de El Espectador. El
primero, aun resaltando la necesidad de unidad ante el peligro de una invasión
extranjera, admite que puede haber diferentes partidos. El segundo los rechaza
completamente483.
Del concepto de un partido de oposición y su relación con las cámaras se ocupa El
Diablo Predicador en una supuesta carta de una señorita al redactor del periódico en la
que se plantea la pregunta “¿qué es eso de cámaras y partidos?”. El argumento sobre el
que pivota la justificación de los partidos es la necesidad de controlar el poder. Los
representantes pueden abusar de su poder por lo que es necesario frenarlos “bien con
un partido de oposición, bien con una cámara, que no sabemos qué nombre le darían, o
bien dividiendo en dos cámaras o secciones el Congreso”.
La reflexión parece equiparar partido y cámara, al atribuir a ambos facultades
similares para la contención del poder. La cuestión radica es saber si éstas deben ser
iguales, mayores o menores que las de las Cortes. En este uso se excluye la noción de
división intraparlamentaria al equiparar partido y cámara. Esta concepción se basa en
una intepretación del sistema político inglés que ignora la práctica real de éste, y, por
tanto, la presencia de partidos en las cámaras frente a la tradicional concepción que
asignaba a cada una de las principales instituciones políticas inglesas la representación
482 DS 12-‐03-‐1822. 483 El Espectador, 26-‐11-‐1822; El Universal, nº 328, 24-‐11-‐1822.
170
de una parte del país: el rey representa la monarquía, la aristocracia se encuentra en la
cámara de los lores, y la democracia, en la de los comunes.
De este modo, de la yuxtaposición de estos tres elementos se lograba, según esta
interpretación, un equilibrio entre las formas de gobierno, es decir, un sistema de
gobierno mixto. La exposición de esta combinación se remonta a Polibio, que veía en ella
la mejor vía de lograr un sistema estable capaz de romper el interminable ciclo de las
formas de gobierno, en el que se estaba condenado a asistir impotente a un carrusel en
el que una forma de gobierno pura terminaba degradándose para verse sustituida por
otra que se degradaba a su vez. En cualquier caso, la introducción de un contrapeso en
los términos señalados lleva para el articulista a una espiral absurda.
Para que el control fuese efectivo el partido o cámara tendría que tener mayor
poder que las Cortes, lo que generaría a su vez la necesidad de crear otro partido o
cámara que vigilase al vigilante y así en un proceso ad infinitum. Por otro lado, no hay
paralelismo entre Inglaterra y España. Allí prevalece la opinión de una cámara de los
Lores, formada por miembros perpetuos de carácter hereditario o mediante concesión
real, que siempre apoya al monarca. El partido del pueblo suele ceder, lo que tienen es
una “sombra de libertad”. Una vez que hay leyes, es decir, constitución, sólo queda
obedecerla, el gobierno debe hacer respetar todo el texto constitucional484. La misma
insistencia en la ley como instancia que debe difuminar los partidos se encuentra en El
Zurriago, donde se piden leyes que rijan, “no partidos, no sectas, no facciones”485.
Un año después encontramos otro artículo dedicado al polémico concepto de
oposición. Esta vez desde las páginas de El Espectador, periódico fundado por Evaristo
San Miguel. Medio afín a El Universal coincide también con él en la actitud que adopta
ante el fenómeno de la división intraparlamentaria: “no conocemos nada más ridículo
que eso que llaman generalmente oposición”, a pesar de que se cite a Inglaterra y a otros
países como ejemplo de esa figura. Este rechazo no implica, como se esfuerza en señalar,
la renuncia a la crítica de los actos de los gobernantes, antes bien, ésta es necesaria. Lo 484 El Diablo Predicador, nº 7, 07-‐12-‐1820 485 El Zurriago, números 67, 68 y 69 de 1822.
171
que conviene es distinguir esta censura útil de la crítica que denuncia por sistema,
aunque no utiliza este término, todos los actos gubernamentales con independencia de
su acierto y por lealtad al partido de oposición.
Como es habitual en quienes manifiestan su disconformidad con la aceptación de
la división, El Espectador recalca la gran diferencia que hay entre los casos español e
inglés, ejemplo, y esto también es habitual en este período, que además trata con cierto
desdén. En España sólo debe haber un partido, el de la libertad y la justicia. De nuevo se
apela al carácter transcendental de la verdad como argumento justificador. Es imposible
llegar a encontrarla en las cuestiones políticas cuando no se quiere prescindir de
parcialidades486.
No se aprecia ningún cambio relevante en el punto de vista del periódico con el
transcurso de las legislaturas. Sólo hay una excepción poco antes de la entrada de las
tropas francesas en abril de 1823. Un año antes, su postura era de una oposición pétrea.
Al hilo del artículo publicado en el periódico francés Journal des Débats el 15 de
noviembre de 1822 al que hicimos referencia más arriba, reproducido en El Espectador
con unas notas añadidas, vuelve a hacerse patente el sentido negativo del concepto al
rechazar la afirmación del Journal sobre la existencia de tres partidos en las Cortes
españolas. Éste identificaba el partido del gobierno o exaltados del 7 de julio, el de
Argüelles, formado por liberales del año 12, y finalmente el de Morillo y Martínez de la
Rosa, grupo favorable a la introducción de ciertas reformas en la Constitución sin
injerencia extranjera.
En la nota sobre este punto, el periódico español señala que en sentido estricto no
hay en el parlamento partidos, sí diversidad de opiniones expuestas por los diputados,
originadas en las circunstancias personales de cada representante –edad,
temperamento, instrucción…-‐. El artículo se ve completado por una carta al periódico de
Martínez de la Rosa en la que rechaza categóricamente el contenido de las páginas del
periódico francés, especialmente en lo que atañe a su persona: “Yo no pertenezco a
ningún partido”, declararía487. Sorprendentemente en principio, si se tiene en cuenta la
486 El Espectador, nº 196, 27-‐10-‐1821. 487 El Espectador, nº 591, 26-‐11-‐1822.
172
trayectoria que hasta el momento ha caracterizado la actitud de El Espectador hacia el
concepto de partido, es la definición y aceptación como hecho de la voz y del fenómeno
al que ésta designa en febrero de 1823. En respuesta a la pregunta que plantea El
Patriota Español acerca de si el gobierno pertenece a un partido, el articulista del
periódico de San Miguel contesta afirmativamente. Fundamenta esta respuesta en la
previa definición de partido como la “relación o conexión que hay entre los hombres que
profesan unos mismos principios políticos” en los gobiernos libres, utilizando una
definición que recuerda a la de Burke. En este sentido el Ministerio no sólo pertenece a
un partido, sino que en esas condiciones lo harán todos los que haya488.
El uso vacilante y la confusión entre estratos semánticos propios de un período
de formación del concepto explican la aparente falta de coherencia en El Espectador.
Esta observación es aplicable en mayor o menor medida a toda la prensa y publicística.
No sólo se debe a la existencia de distintos redactores, cada uno con una perspectiva
distinta sobre cómo abordar un tema que generaba tanta resistencia. El desacuerdo o la
ausencia de una posición común entre varios individuos, siendo sintomático de un
estado germinal del concepto no es tan significativo como las aparentes incoherencias
que se dan en un mismo individuo.
En ocasiones éstas responden a la apelación a distintos niveles de significado, en
otras, sin embargo, la inconsistencia es más clara, encontrándose en el seno de uno de
los niveles. En esos casos, la oscilación valorativa entre un sentido negativo y positivo se
produce respecto al único aspecto del significado de partido capaz de albergar un
acepción positiva: nos referimos fundamentalmente a su presencia en el ámbito
parlamentario. La experiencia acumulada a lo largo del Trienio, caracterizada por la
inestabilidad política, causa y efecto del doble enfrentamiento entre liberales y
absolutistas, por un lado, y entre los incipientes grupos de moderados y exaltados, por
otro, explica en parte estos bandazos semánticos.
488 El Espectador, nº 666, 09-‐02-‐1823.
173
5.2. Últimas contribuciones de la Miscelánea
La Miscelánea continuaría en diciembre de 1820 la línea reflexiva iniciada en
junio en la que apostaba sin ambages por un sentido positivo de partido, retomando
básicamente las interesantes y novedosas reflexiones en torno a los partidos que dieron
lugar a un cierto “debate” en la prensa hasta julio de 1820. Entre julio y diciembre, sin
embargo, no se encuentran referencias de interés sobre este tema en el papel periódico
del ex–josefino de Granada. Los sucesos de septiembre, provocados por el incidente del
teatro del Príncipe y la sesión de las páginas, llevó a Burgos a apelar a la “unión
nacional”. El contexto exigía el fortalecimiento de la unión entre los ciudadanos. Tarea
en la que los hombres instruidos tenían que jugar un papel relevante derivado de su
mayor conocimiento. Este mayor saber implicaba una mayor capacidad para descubrir
la compatibilidad entre sus intereses privados con los del resto de ciudadanos. El deber
de todo ciudadano se resumía para Burgos en la unión sincera de las voluntades en pro
del bien público, sin pasiones mezquinas, sometiendo la propia voluntad y opinión a la
opinión y voluntad de la representación nacional489.
Avanzábamos más arriba la renovada, y postrera, atención que en diciembre de
1820 prestaría Javier de Burgos a los partidos. No habría más reflexiones sobre éstos, no
al menos como objeto principal de la reflexión. El acento se pondrá en la virtud de la
unión y en la conveniencia de atraer las opiniones extremas a un punto medio. Las
convulsiones políticas, que no cesaron de aumentar en intensidad, influyen en la
percepción de la realidad, según este autor. En épocas agitadas los hombres parecen
incapaces de observar las cosas desde diferentes ángulos, cosa que sí sucede en períodos
más tranquilos, en los que prima una ponderación de los asuntos políticos más
489 “Unión nacional”, Miscelánea, nº 192, 08-‐09-‐1820.
174
equilibrada, al menos por la parte ilustrada de la nación. La ceguera propia del primer
contexto y las opiniones extremas que lleva asociada son simultáneamente causa y
efecto de las disensiones políticas. Éstas las crean y aquéllas a su vez las prolongan. La
solución a esta situación radicaba en llevarlas opiniones opuestas al punto de vista del
interés común, tarea que Burgos atribuyó a los moderados que, guiados por la ley,
contaban con la capacidad de reconducir las opiniones extremas de los partidos
opuestos a su propio terreno, logrando un espíritu de unión490.
La modernidad de las ideas de Javier de Burgos, que terminaron de tomar cuerpo
en los artículos publicados a finales del año de la revolución, no tendrán parangón, si
exceptuamos la evolución al respecto de El Censor, con ninguna otra contribución. El
primer artículo de esta última serie de cuatro comienza con una advertencia. Burgos
subrayaba la importancia de que los legisladores diseñasen la “máquina” de los
gobiernos de forma que se impidiese el predominio de la opinión o los intereses de un
individuo sobre el interés general y se imposibilitase el uso de su fuerza o de la de una
sección contra la fuerza general. En un escenario en el que las condiciones anteriores no
se cumpliesen, el surgimiento de partidos y facciones podía conllevar la destrucción del
propio gobierno491.
El segundo artículo es una breve historia de los partidos en Inglaterra y Francia.
En el primero de estos dos países la división de los partidos era una realidad que se
había prolongado durante más tiempo que en el resto, asegurando como resultado la
libertad. En todos los países era el interés el que promovía los partidos, pero en
Inglaterra existía una particularidad que diferenciaba a esta nación del resto y que
consistía en el papel que jugaron la religión y las ideas políticas como razones
inmediatas de la alineación política en partidos. Católicos, puritanos y anglicanos eran
los partidos religiosos a los que correspondían en el ámbito políticos sendos partidos: el
favorable a la monarquía absoluta, el defensor de la república y, finalmente, el que
aspiraba a un gobierno monárquico templado o monarquía constitucional.
490 Miscelánea, nº 466, 08-‐06-‐1821. 491 “De los partidos con relación a la naturaleza de los gobiernos”, Miscelánea, nº 282, 07-‐12-‐1820.
175
Burgos se apoya en Hume para continuar trazando el desarrollo de los partidos
desde el denominado de la corte y el del país en 1621 hasta los partidos Whig y Tory a
partir de 1660. En este punto Burgos retomaba la idea plasmada en junio. En los
gobiernos mixtos de forma natural debía existir un partido ministerial y otro de la
oposición, que trabajase por proteger los límites puestos por la constitución al poder
ejecutivo. Cuando este último se imponía al ministerial, sus jefes solían sustituir en su
puesto a los ministros, apreciándose simultáneamente una modificación de su conducta
y opinión.
En Francia, después de la proliferación de innumerables partidos durante la
Revolución, parecía que con la restauración de la dinastía borbónica y el establecimiento
de un régimen sustentado en una carta otorgada, los grupos políticos debían reducirse a
los dos anteriormente señalados. Sin embargo, diversas circunstancias habían
contribuido a la existencia de dos “partidos extraconstitucionales”. Para Burgos el
equilibrio se relacionaba con los dos partidos que articulaban las relaciones entre el
ejecutivo y el legislativo. Hay que recordar que el equilibrio se hace más complejo con la
introducción de los partidos políticos en las cámaras, de la simple oposición entre los
dos poderes se pasa a la creación de un tentáculo del gobierno en el seno del parlamento
que actúa como oposición de la oposición492.
Es una concepción mecánica que, a pesar del avance que supone, sigue sin dar
solución al problema que surge en el caso de que un Ministerio controle el partido
mayoritario en el parlamento, anulando de este modo la función de contrapeso entre los
poderes. Esta idea, que lleva a un callejón sin salida en un marco interpretativo
dominado por la desconfianza hacia la preponderancia de uno de los poderes, se
superará con el desarrollo de la noción de poderes armónicos interrelacionados en los
que la desconfianza hacia el poder ha desaparecido o al menos se ha visto reducida, y se
acepta el principio de que el gobierno debe contar con el apoyo de la mayoría de la
cámara para seguir gobernando. Con ello se consigue además integrar a la opinión
pública más eficazmente en el entramado constitucional al conectarla directamente a
través de las elecciones con la representación nacional y la composición del gobierno. La
492 “De los partidos con relación…” -‐2º Artículo-‐, Miscelánea, nº 285, 10-‐12-‐1820.
176
solución que se suele dar en la concepción “estática” termina por caer en el
voluntarismo, en la moderación y buena fe de los integrantes de los partidos.
En la continuación del segundo de los artículos la teoría esbozada en los
anteriores artículos la aplicaba posteriormente Burgos a la historia reciente de España.
Una vez establecida con firmeza la constitución era conveniente la existencia de
partidos: un partido de la oposición legal que contuviese los inevitables intentos de
usurpación del gobierno, pero también los excesos de la representación nacional
mediante la censura verbal o escrita tanto en el seno de las Cortes como desde el
exterior. Burgos parece apuntar aquí a un partido cuya extensión no se circunscribe al
parlamento, sino que también se compone de la parte influyente del pueblo repartida
entre las cortes y la nación493.
Muy distinta aparentemente es la idea que transmite casi un año después. En
épocas de transformaciones o crisis políticas, los partidos, identificados en este caso con
las facciones, y las denominaciones son incluso necesarios, pero si se prolongan más allá
de este estado de excepción son un síntoma de disolución. Claramente no se refiere
Burgos aquí a los partidos a los que aludió en sus artículos de junio y diciembre del año
anterior, que aceptan una misma legitimidad, sino a los que compiten precisamente por
establecerla494.
El par liberal-‐servil, aunque pierde presencia en esta etapa no desaparece por
completo. Sigue utilizándose con relativa frecuencia el epíteto de servil. Burgos, por
ejemplo, lo prefiere a los términos que se emplean en su lugar para designar al mismo
grupo político, frecuentemente con la intención de superar la carga semántica negativa
asociada a esa palabra. Por eso consideraba un gran acierto la designación de dos
partidos o secciones con los epítetos de liberal y servil. Los de aristócratas y demócratas
o el par republicanos y realistas no lograban caracterizar correctamente a los dos
grupos. Los partidos así considerados se relacionaban con las concepciones del sistema
de gobierno. En su acepción política, liberal era el que sólo reconocía la primacía de la
ley y la consiguiente igualdad ante ella; el servil, en cambio, sólo conocía la de los
493 “Concluye el segundo articulo sobre los partidos”, Miscelánea, nº 286, 11-‐12-‐1820 494 Miscelánea, nº 552, 02-‐09-‐1821.
177
hombres. La voz liberal implicaba una virtud, no bastaba, por tanto, con seguir una
opinión, debía tenerse asimismo la voluntad de obrar bien. De aquí resultaba que en los
gobiernos liberales también había hombres que adulaban al poder por interés personal
y que formaban un partido que actuaba como una facción. Los verdaderos liberales “no
forman cuerpo más que con la nación, no tienen interés personal que no sea compatible
con el de todos”495.
Se había producido un desplazamiento en el tratamiento del concepto de partido
en Burgos al añadirse nuevos elementos que, como no podía ser de otro modo,
influyeron en la valoración del término. Este cambio de perspectiva en el tratamiento
puede llevar a la percepción errónea de una modificación de la valoración de los
partidos políticos en Javier de Burgos. Al contrario de lo que hasta ahora habíamos
observado en este publicista, los partidos se asociaban ahora a distintas legitimidades
políticas modificando con ello el plano en el que se establecían sus relaciones.
Si en las meditaciones sobre la articulación del partido ministerial y de oposición
el discurso se movía en términos de pura mecánica constitucional, las distintas
concepciones acerca de la “constitución” de la monarquía que señalaba entre liberales y
serviles los situaban en un plano de enfrentamiento orgánico. No cabe deducir, por
tanto, un cambio brusco en el pensamiento de Burgos cuando éste identificaba a los
liberales con la nación. Esta afirmación hay que entenderla en el contexto de un par de
partidos en ausencia de terreno político común. El término es el mismo, pero el estrato
de significado utilizado es diferente. Los dos niveles de significado que de forma
paradigmática utilizaba en la Miscelánea anticipaban el eje de definición léxica
fundamental de la Regencia de María Cristina y los primeros años de reinado de Isabel II.
Otra característica clave en el pensamiento de Burgos, que también será central
en los publicistas y políticos que a mediados de la década siguiente forzarán la paulatina
separación entre ambos niveles semánticos, es la insistencia en el peso de la ley. En un
análisis sobre la opinión pública, en el que advertía contra la tendencia a confundirla con
la opinión particular de una persona o grupo, “opinión artificial”, otorgaba a la ley un
papel fundamental en la formación de la auténtica opinión pública. Esta verdadera
495 “Sobre las palabras liberal y servil”, Miscelánea, nº 297, 22-‐12-‐1820.
178
opinión pública sólo estaba al alcance de los hombres imparciales, de los sabios, cuya
opinión siempre era fija, mientras que la popular se caracterizaba por su volubilidad. En
este sentido, la opinión era la “reina del mundo”, la “verdadera, la que está fundada en
los principios inalterables del orden y de la conveniencia común”, la que existía sin este
apoyo era fuente continua de discordia496.
Los partidos dotados de sentido positivo se sitúan en Burgos en un marco
interpretativo que los limita fundamentalmente a funciones de equilibrio constitucional,
lo que se ve confirmado por su oposición al partidismo de algunos periodistas. Los
encargados de ilustrar a la opinión no debían pertenecer a ningún partido y sí conservar
sus principios497.
5. 3. El Censor. Del rechazo a la aceptación.
La evolución que tomaron los acontecimientos durante el Trienio favoreció un
progresivo desplazamiento del centro de interés en el ámbito que nos ocupa desde la
exploración y, en ocasiones, reivindicación de la conveniencia de los partidos en un
sistema representativo, al énfasis en la necesidad de la unidad como medio de hacer
frente a un contexto político cada vez más inestable y amenazado tanto en el interior,
por una virtual guerra civil, como en el exterior, por la hostilidad de los países miembros
de la Santa Alianza. Este creciente hincapié suele ir asociado por regla general a
coyunturas que refuerzan la división.
496 Miscelánea, nº 446, 19-‐05-‐1821. 497 Miscelánea, nº 325, 18-‐01-‐1821.
179
Resulta de este modo comprensible que los llamamientos a la unidad, favorecidos
por la percepción de la debilidad del régimen liberal, fuesen temporalmente
coincidentes con la percepción de los coetáneos de la creciente ruptura en el seno del
liberalismo. En este contexto el desarrollo del estrato de significado del concepto
asociado a una competencia partidista en el marco de unas reglas de juego aceptadas
por los contendientes se frena, siquiera provisionalmente, al ganar peso el sentido
asociado al enfrentamiento concebido en términos de juego de suma cero. Las
reflexiones sobre la dinámica partidista en los parlamentos perdieron, en consecuencia,
presencia en los periódicos y folletos.
Hay excepciones importantes, de hecho fundamentales, como, por ejemplo, la de
El Censor, que paradójicamente mostró una fuerte evolución en el uso que hace del
concepto de partido en una etapa de reflujo generalizado. Sin duda El Censor es el
ejemplo más extremo de la transición de una conceptualización inicialmente negativa a
una defensa de la pertinencia de los partidos. En cierto modo el creciente interés de los
redactores de El Censor por este fenómeno compensó su desaparición de las páginas de
la Miscelánea. Recogió así el testigo de la reflexión sobre los partidos.
Ya indicamos el rechazo inicial de las divisiones políticas que caracterizaba a este
periódico en su primera etapa. La posición de El Censor en estas mismas fechas era muy
beligerante hacia el fenómeno de los partidos y era antitética del análisis de Burgos. En
el artículo titulado “Espíritu de partido”, el sintagma que da nombre al texto se
identificaba plenamente en el uso con el concepto de partido. No se establecían
distinciones expresas ni tácitas entre ambos. El artículo se ocupaba básicamente de
enumerar los rasgos negativos que tradicionalmente se adjudicaban a los partidos.
Entre ellos se encontraba la oposición entre los términos de partido y razón. De
este modo la querencia partidista era propia de quienes tenían poco entendimiento y
voluntad, abdicando los miembros de los partidos del uso de su razón. Su ignorancia se
traducía en el desconocimiento de las auténticas intenciones del jefe y de los medios que
éste utilizaba. Esta característica de los integrantes de semejantes grupos no obedecía
exclusivamente a una particular configuración natural de estos individuos, observación
fácil de colegir de la preeminencia del sentido común en ellos cuando discurrían sobre
180
un asunto concreto sin mediación del partido. Su autonomía llegaba hasta el momento
en que el partido al que pertenecían emitía su opinión, entonces adaptaban
automáticamente su opinión a la del partido, aunque su idea original fuese la contraria.
Otra crítica que se les hace desde las páginas de El Censor es la ausencia en los
partidos de una moral universal, lo que implica la carencia de principios fijos. Son
también por definición opuestos a la moderación, predominando como principal valor la
exaltación. La intolerancia que se deriva de ésta lleva a considerar a todos los que no
pertenecen a la “facción” como enemigos. Los miembros de un partido en vez de unirse
sinceramente a los intereses de la patria, según marca la Constitución, crean otra patria
de la que excluyen a los que no comparten sus ideas. La defensa que hacen de los valores
que representan la Constitución y la nación se toma en realidad como mero pretexto
para la consecución de sus intereses particulares. El corolario de la argumentación del
redactor es que el espíritu de partido es anticonstitucional y que la voz partido no
debería oírse en España498.
Al sintagma “espíritu de partido” contrapone El Censor el de “espíritu público”, en
un uso equivalente al de opinión pública, una idea que abordará poco más de un mes
después. Ambos son “espíritus rivales” que comparten un parecido superficial, lo que
puede provocar una falsa identidad basada en que los dos apelan al mismo objetivo: el
bien de la patria. Sin embargo, una observación más atenta permite apreciar las
diferencias. Se repite aquí que el espíritu de partido sólo entiende por patria su propia
“facción” y por ciudadanos los que comparten sus opiniones.
Frente a esta perversión se recuerda desde el periódico que “dos son los únicos
órganos legítimos del espíritu público, por medio de los cuales se manifiestan los deseos
del pueblo y los medios de subvenir a sus necesidades”: la representación nacional y la
libertad total de imprenta. El espíritu público, a diferencia del de partido, consiste en
“aquel apego o afición más o menos activo que toma la porción ilustrada del pueblo en el
sistema general de su gobierno, y en los actos particulares de la administración”499.
498 El Censor, nº 6 tomo I, 09-‐09-‐1820. 499 “Sobre el espíritu público”, El Censor, nº 13, tomo III, 28-‐10-‐1820.
181
El punto de inflexión valorativa, tímido al principio, se localiza a mediados de
1821. El objeto del artículo publicado es analizar las condiciones y por ende las
posibilidades de una unión, sin embargo, aun no entrando a valorar el concepto, partido
se utiliza en un sentido neutro como mero descriptor y positivo como garante de la
libertad. En este artículo se describe a los serviles como amigos exclusivos del poder
basado en antiguos principios y a los liberales como amigos de la libertad y del poder
necesario para garantizarla. La palabra servil se entiende en sentido negativo mientras
que a liberal se le dotó de un contenido positivo. Esta división de los partidos se
completaba con un tercer grupo que propugnaba una libertad ilimitada y al que se
designaba con los apelativos de exagerado, jacobino o anarquista. Esta fracción
constituía, junto al servilismo, un extremo político, dejando al liberalismo como la
“verdadera virtud que está entre aquellos dos extremos viciosos”, medio que reunía a
casi toda la masa instruida, que era liberal.
Los principios del liberalismo: orden y libertad, encerraban el potencial de
reconciliar los extremos, en concreto ese lema era capaz de atraer a quienes por su
interés privado, por timidez o por su posición social valoraban sobre todo el orden
sacrificando las garantías políticas y rehuyendo la diferencia de opiniones políticas. Sin
embargo, proseguía el redactor, era precisamente la lucha de opiniones, la agitación de
los partidos, la más clara garantía del orden siempre que no traspasase los límites
legales.
Los tiempos en que los liberales tenían como referencia indiscutible El contrato
social de Rousseau habían pasado. En la segunda década del siglo se habían incorporado
las más recientes teorías constitucionales, vinculadas a la razón. Todo esto debería
servir de garantía de un escrupuloso respeto al orden legal capaz de vencer las
reticencias de los afectos a la seguridad. Por otro lado, el auténtico liberalismo también
poseía los elementos necesarios para calmar el miedo a la tiranía que dominaba el ánimo
de los exaltados.
La clave de bóveda del sistema constitucional residía en la clase compuesta de
ciudadanos instruidos que no se integraban en ningún partido, de voluntad moderada y
carente de ambiciones políticas, pero cuya opinión y defensa del régimen constitucional
182
prevalecía en última instancia. Era imprescindible ganar el apoyo de este grupo evitando
las exageraciones. Función que cumplía el partido liberal, el único de los tres que se
podía llamar propiamente nacional.
El Censor observaba que en marzo de 1820 parecía que la lucha de los tres
partidos había terminado, la Constitución sólo hablaba de españoles, no de serviles y
liberales, e igualaba a todos sin establecer diferencias. Las condiciones para la unión
habían existido a pesar de que finalmente ésta no se verificase. Quedaba la esperanza de
que en poco tiempo fuese efectiva una “transacción”500.
Como ya se había hecho patente en la Miscelánea, también en El Censor hay un
uso en el mismo texto de dos niveles del contenido semántico de partido que se
entremezclan y pueden llevar a una cierta confusión en su interpretación. El deseo de
unión entre los tres partidos y la labor de atracción de los extremos por el centro
político representado por el liberalismo parece apoyar la idea de una desaparición de los
partidos que no encaja con la asociación de las luchas de partidos con el orden. A la
aparente contradicción contribuye la falta de una aclaración acerca de las características
de esa lucha y de sus protagonistas. El objetivo del artículo, sin embargo, no era aventar
el concepto de partido. Más urgente para su autor era la tarea de frenar un
enfrentamiento que amenazaba con quebrar el régimen liberal. En esas condiciones se
imponía hacer hincapié en la unión, lo que equivalía a una aceptación del marco
constitucional sin desbordarlo.
Los tres partidos referidos representan en cierto sentido distintas legitimidades.
Este sistema de partidos no podía en ningún caso ser garante del orden. Quedaba como
alternativa un sistema en el que los partidos aceptasen unas mismas bases. Nos
encontramos de nuevo ante la diferenciación entre dos líneas de significado excluyentes
entre sí. Una división semejante se encuentra en el texto de Guizot Du gouvernement de
la France depuis la restauration, et du ministère actuel, que publicó El Censor dos meses
antes. En este artículo, el polígrafo francés consideraba la división de la cámara en dos
bandos en épocas sosegadas como el estado normal del gobierno representativo. Por el
contrario, la división que procede de un enfrentamiento civil denotaba una crisis
500 El Censor, nº 55 tomo X, 18-‐08-‐1821.
183
violenta501. En este último contexto se enmarcaría la división tripartita que señalaba El
Censor.
El esfuerzo de delimitación semántica del enfrentamiento aceptable se asienta,
por tanto, en el pilar del respeto a la ley encarnada en la constitución, que se confunde a
su vez con la patria. Concebida en estos términos, la ley fundamental no reconoce
partidos, es decir, como venimos afirmando, no acepta una concurrencia de
legitimidades. Quien infringe la ley es sencillamente un enemigo. No obstante, la
asunción de este principio que informa todo el sistema no es incompatible con la
competencia a otro nivel, una dimensión en la que se predique la tolerancia de las
distintas opiniones políticas.
En primer lugar, hay que reconocer, según El Censor, que en épocas de reforma
política las diferencias de opinión en el ámbito político son inevitables. Los partidos se
forman según las divisiones de la opinión dando comienzo a la “lucha constitucional”,
lucha positiva y útil porque como resultado se ilustra el pueblo y el gobierno. Sentado
este hecho natural, la ley permite, en segundo lugar, la discusión de los partidos para
que la nación tome posición ante sus propuestas. Si bien es cierto que la patria,
entendida en este contexto como una forma de organización política fundamental de
obligada aceptación para todos, no reconoce partidos, no por ello castiga el error de
opinión, permitiendo la existencia de opiniones políticas encontradas. El delito sólo
comienza cuando se intenta sobrepasar la ley. En este proceso la razón debe ocupar el
lugar del odio.
El hombre racional expone sus ideas y argumenta y si la mayoría es contraria, se
pliega a ella. El partidario no busca tener razón, sino triunfar: expone pasiones, no ideas.
A partir de esta observación es fácil deducir para el redactor el criterio que permitirá
conocer qué partido tiene la razón de su parte: es el modo de actuar basado en la
moderación y en la prueba de los argumentos frente a los insultos y amenazas el que
revela el partido aconsejable502.
501 El Censor, nº 46, tomo VIII, 16-‐06-‐1821. 502 “De los odios nacionales y políticos”, El Censor, nº 68, tomo XII, 17-‐11-‐1821.
184
El fondo sobre el que descansa esta idea de los partidos es la creencia en la
existencia de una verdad absoluta que no se ofrece de forma mediata al intelecto
humano, a la que debe llegarse, por tanto, mediante el debate y la discusión. Un
argumento común al liberalismo, que se presta a incorporar, sin forzar su coherencia, a
los partidos como medios útiles para el descubrimiento de la verdad. La opinión
negativa que, sin embargo, sigue manteniendo simultáneamente El Censor del concepto
de oposición se plasma claramente cuando rechaza la acusación de pertenecer al partido
de oposición al ministerio. Sostiene su argumento en el papel que la oposición juega en
Inglaterra, donde este partido lleva la contraria al gobierno en todo, justa o
injustamente: “es una facción”, su espíritu es la contradicción permanente. El Censor, por
el contrario, plasma convicciones personales sin seguir el criterio de ningún partido503.
En otras ocasiones, aun compartiendo premisas, argumentos y conclusiones
similares a las expuestas en el artículo arriba mencionado de El Censor, el término
partido se rechaza. La normalización de la voz partido encuentra en estos casos serias
resistencias entre los que aceptan la inevitabilidad de la divergencia de las opiniones en
materias políticas. En esas situaciones se intenta deslindar el término partido del de
opinión. En este sentido, los partidos son una degradación de las opiniones, cuya
existencia no implica el concepto de desunión.
Un artículo comunicado ahonda este esfuerzo de precisión conceptual que retiene
los rasgos semánticos negativos de partido mientras agrupa los aspectos meramente
naturales de la divergencia en el concepto de opinión. Los partidos se forman cuando la
diversidad natural de opiniones en los cuerpos morales penetra en los ánimos, y estos
no tienen la fuerza suficiente para contemplarlos como una circunstancia inevitable en
la naturaleza humana y sobreponerse a ellos.
Entre los rasgos de los partidos se encuentran el odio, la desunión, la vulneración
de la ley, la falta de respeto a la autoridad y el predominio de las pasiones. Por el
contrario, la opinión política no es un delito desde el momento en que es imposible que
503 El Censor, nº 22, tomo IV, 30-‐12-‐1820.
185
todos compartan exactamente las mismas ideas. Convencidos de este principio la
mayoría de los ciudadanos no habría lugar para el “proselitismo político, las voces
exageradas…” y reinaría la calma que requieren las instituciones para su
funcionamiento. Los errores de opinión deben corregirse con razones. Una opinión sólo
es criminal cuando va en contra de la ley y quiere prevalecer por medios ilegales y
violentos.
La calificación semántica de ambas voces tiene como corolario la urgencia de
poner fin a las denominaciones de partidos y a los adjetivos que los acompañan: serviles,
liberales, moderados y exaltados, comuneros, republicanos, anarquistas, jacobinos,
gorros y descamisados504. Se atribuye a las palabras la capacidad de generar partidos,
que serían efecto y no causa de las designaciones. Las voces que los designan se
consideran “palabras odiosas que forman partidos, y los fomentan con tanto perjuicio de
la causa pública”505.
El rechazo de los partidos se plasma en formulaciones especialmente duras: “esos
partidos que la posteridad condena siempre por más que se quiera ponderar su
necesidad”, al tiempo que se califica como “atmósfera hedionda” el ambiente en el que
viven los hombres en tiempos de partido506.
El Espectador, que como se ha podido apreciar es uno de los periódicos más
beligerantes con el concepto positivo de partido, transcribe el “tarjetón” que llevaba un
madrileño en un baile público de máscaras durante la celebración de los que serían
últimos carnavales del Trienio:
“¿Eres comunero? – Palabra
vacía de sentido
¿Eres masón? – Calla tonto
¿Eres zurriaguista? – Puf!!! 504 Periódico Constitucional titulado Cajón de Sastres Murcianos, nº 15, 15-‐03-‐1822, firmado J. A. 505 El artículo se refiere a las voces de liberales y serviles. El Corrector de Disparates ,03-‐05-‐1820. 506 Mercurio de España, julio 1821, pág. 228.
186
¿Pues qué eres? – Español”507
Volviendo a El Censor, la transvaluación del concepto también se afianza y
profundiza en un artículo centrado en el proceso electoral. Se abordan en él elementos
que devendrán fundamentales en la configuración “moderna” del sentido de la voz
partido, como es su asociación con las elecciones y la figura de la candidatura pública.
Probablemente lo que más llame la atención por su radical oposición con anteriores
artículos sea el sentido positivo en que el redactor utiliza la expresión “espíritu de
partido”, un uso que, por otra parte, no tendrá continuidad revelándose como un
episodio excepcional.
Nuevamente el carácter positivo de la agitación, del “espíritu de partido” y de la
inquietud que hay en los países donde existe el “espíritu público” deriva de su asociación
con la libertad. Sorprende como mínimo el tránsito de la oposición entre ambos
espíritus a una relación positiva entre los mismos. Tres son las cuestiones que reclaman
la atención en todo proceso electoral: saber, en primer lugar, si el ministerio tiene
derecho a influir en las elecciones y, si ese es el caso, hasta qué punto; la candidatura de
los ciudadanos constituye la segunda cuestión; por último, después de atender tanto a
los consejos del ministerio como a las palabras de los candidatos, toca conocer cuál debe
ser el comportamiento de los electores.
El primer punto es completamente rechazado por El Censor desde una óptica de
división de poderes. La intervención del gobierno daría lugar a que, como sucede en
Inglaterra, los diputados que deben su escaño a la administración votasen siempre a su
favor, lo que iría en contra de la libertad de los representantes. Los ministros, por tanto,
nunca deben ser “órganos de una facción, ni de ninguno de los partidos en que la opinión
esté dividida”. El único influjo legal en un gobierno liberal consiste en ilustrar y prevenir
a los electores contra “la seducción y ocultos manejos de los partidos, y a recomendarles
la más absoluta imparcialidad en sus votaciones”, influjo que en todo caso debe ser
público. Esta concepción es heredera de la separación de los poderes frente a su mayor
507 El Espectador, nº 669, 12-‐02-‐1823.
187
entrelazamiento materializado en la vinculación directa de los ministros con el partido
mayoritario en el parlamento. Debemos tener en cuenta que hasta la constitución del
1837 el régimen de gobierno descansó en una separación estricta, rígida y absoluta de
los poderes508.
Sobre la candidatura, debe aclararse si debe reconocerse el derecho a ser
candidato, a promover la candidatura y, en caso afirmativo, desvelar los medios de que
puede valerse quien aspire a ocupar un lugar en el parlamento. El Censor recuerda que
aunque en Inglaterra no está mal vista esa figura, hay medios de que allí se valen que no
comparte. Con todo es un buen medio para contribuir a una mejor elección509. Otro
criterio que añade El Censor a las características que deben poseer los partidos
connotados positivamente es la consistencia y homogeneidad derivada de la
uniformidad de principios y doctrinas que profesen sus “masas”510.
El rechazo a la afiliación partidista de los ministros volvió a manifestarse más de
medio año después. Las personas que encarnaban el poder ejecutivo, el rey y los
ministros, no debían pertenecer a ningún partido. Su objetivo era unir a todos los
habitantes511. Según El Censor, cuando un hombre ocupaba la silla ministerial
renunciaba a su partido, aunque no a sus doctrinas. En lo que respecta a los partidos,
para él ya no había ni serviles ni liberales, sino sólo españoles. El ministro debía adaptar
las instituciones a los hombres y no pretender imponer sus doctrinas a toda costa, “no se
empeñará en devorar el tiempo, como hacen los partidos”. Este principio daba razón del
cambio que se observaba en los gobiernos representativos sobre el diferente
comportamiento de un político en el parlamento y en el gobierno. La mutación no
respondía al deseo de aferrarse al poder, sino a la diferente situación y perspectiva en
que se encontraba el protagonista en cada caso512.
508 Sevilla Andrés, Diego, “Orígenes del gobierno de Gabinete en España”, Revista General de Derecho nº
33, 15-‐06-‐1947, Valencia, 1947, págs. 331-‐340, pág. 332. 509 “De las elecciones populares en los gobiernos representativos”, El Censor, nº 57, tomo X, 01-‐09-‐1821 510 “Coalición de los dos lados de la cámara de diputados de Francia”, El Censor, nº 73, tomo XIII, 22-‐12-‐
1821. 511 Miscelánea, nº 348, 10-‐2-‐1821. 512 “Cuestión Constitucional Las proposiciones hechas por el gobierno al cuerpo legislativo ¿pueden
desecharse sin discusión?”, El Censor, nº 102, 13-‐7-‐1822. Véase también El Censor, nº 18, 2-‐12-‐1820, en el que ya se insistió en el deber de cualquier ministerio de no tener otro partido que el de la
188
En el comentario del texto de Guizot “Des moyens de gouvernement e d´opposition
dans l´état actuel de la France” (1821) se analiza la teoría de la oposición que expone el
político francés. Recordemos que la idea de oposición todavía era un escollo cuando el
viraje semántico de partido se había iniciado en los artículos de El Censor. Íntimamente
vinculada a partido hasta el punto de que sus respectivos desarrollos conceptuales
corren paralelos, la voz oposición no debe confundirse con aquélla. Hay en ésta un
contenido paralizador y potencialmente destructor del diálogo que hace demasiado
presente su carácter negativo.
Los partidos, considerados como una emanación organizada de la opinión,
pueden integrarse en el campo de la discusión positiva desveladora de la verdad. Su
disparidad de opiniones no implica la noción de oposición como rasgo esencial de su
definición. El grupo designado como oposición, en cambio, asume el antagonismo como
elemento definitorio de su ser. La oposición, como mostró Burgos, para adquirir
rápidamente respetabilidad necesita ser considerada como contrapeso en una suerte de
mecanismo institucional al servicio de la salvaguarda de la libertad o, lo que es lo mismo,
de freno al ejercicio ilimitado del poder. Esto no impide, desde luego, que asuma
simultáneamente el contenido positivo que dimana del partido como portador de
opiniones. En todo caso, a la aceptación de la acción beneficiosa de los partidos le sigue
necesariamente la de la oposición, a veces, como en El Censor, con algo más de retraso
debido a la mayor resistencia que genera su carga semántica.
Decía Guizot en su obra que el objeto de este partido era impedir que triunfase el
sistema de los ministros y hacer que prevaleciese el propio. La nación, colocada entre los
partidos, les obliga a estudiarla, a proponer lo que más le conviene para lograr su
imprescindible aprobación. Por eso los partidos se veían obligados a suavizar sus
excesos y a gobernar en bien de la patria y no en su propio interés.
Después de exponer en sus rasgos principales la idea de oposición de Guizot, El
Censor completaba las ideas del político y pensador francés señalando que la oposición
debía aspirar a gobernar y no limitarse a criticar la conducta del gobierno. Debía
nación. Entre ambos artículos sólo varía el contexto en el que se hace esa afirmación. En el segundo se justifica la necesidad de un gobierno apartidista en un período convulso.
189
demostrar que el sistema del gobierno era erróneo y proponer otro alternativo. Debía
persuadir al rey de que representaban a la mayoría de la nación aunque en la cámara
fuese minoritaria. La oposición que sólo aspirase a proscribir carecería de “elementos de
gobierno” en el poder. La esencia del poder debía permanecer incólume. Confundir el
ataque al gobierno con el ataque al poder en sí513.
Dos artículos posteriores afianzan esta progresiva, aunque titubeante,
reorientación semántica. El primero, escrito por Alberto Lista, lleva el significativo
título: “Del partido regulador en las asambleas legislativas”. Lista comenzaba llamando
la atención sobre el hecho de que ningún publicista se hubiese ocupado de esta cuestión
expresamente más allá de algunas referencias sueltas que podían encontrarse en los
diversos tratados constitucionales de Benjamin Constant y en las Tácticas de las
asambleas legislativas de Bentham.
De la premisa ya mencionada previamente de que en ninguna reunión de
hombres relativamente numerosa puede haber uniformidad perfecta de opiniones, se
seguía necesariamente el incremento de la definición de las diferencias hasta que
finalmente se perfilaban y formaban dos partidos opuestos. En contraste con estos dos
“partidos extremos”, el partido regulador se caracterizaba para Lista por la ausencia de
interés privado y el escrupuloso respeto a la ley. Este partido medio, trasunto de la idea
tan cara al doctrinarismo del justo medio, se interponía entre los anteriores y se
acercaba alternativamente a uno y otro en función de quién tenía la razón en cada caso.
Coadyuvaba en resumen al triunfo de la verdad, de la justicia y del interés general.
Lista sostenía que el “partido medio” existía y debía existir en toda asamblea que
no estuviese dominada por una facción, es decir, en la que existiese de hecho la libertad
de opinión y de voto. Siempre habría individuos con la capacidad para encontrar la
verdad y con el valor para defenderla. Aunque los Observadores no lo hubiesen
percibido, este partido también existía en el parlamento inglés y a él se debía la
conservación de la libertad gracias a su labor frenando la corrupción ministerial y las
exageraciones de la facción radical.
513 El Censor, nº 81, tomo xiv, 16-‐02-‐1822, págs. 203-‐205.
190
Francia tampoco era una excepción a este modelo, si bien su partido medio era
menos numerosos que en Inglaterra. La necesidad de esta clase de partido se hacía
sentir especialmente a raíz de la apreciación por los publicistas modernos de que una
cámara legislativa opuesta al ejecutivo terminaba invariablemente con la victoria de uno
u otro, el despotismo o la anarquía. Para evitarlo idearon un cuerpo intermedio que
puede llamarse conservador. Las aplicaciones históricas de esta fórmula se cuentan por
fracasos. Véase el senado que concibió Sièyes, que terminó plegándose a Napoleón,
incumpliendo ostensiblemente la razón de su creación. Para el redactor de El Censor esta
enseñanza lleva a modificar la forma de enfocar el problema. El equilibrio entre ambos
poderes debe buscarse en el seno de una asamblea nacional, libremente elegida, más
concretamente en el elemento conservador que siempre existe en ella. Este grupo de
hombres se caracterizan por ser modestos, tímidos, observar silenciosamente los
debates con imparcialidad y buena fe. Miembros del parlamento inaccesibles, en
definitiva, a todo género de seducción, con firmeza de principios. Para El Censor este
minoritario grupo de hombres debe reunirse para formar el partido de la moderación.
Por eso Lista pide que se agrupen “entre sí, formen la santa liga de la razón y del orden”
entre el partido ministerial y el de la oposición. Ante la imposibilidad de que el tipo ideal
de diputado predominase numéricamente en el parlamento, El Censor se inclinó, o
conformó, con su materialización en un número reducido de diputados, aunque
suficiente, capaces de inclinar el fiel de la balanza del lado de la razón514.
Anteriormente vimos cómo en un análisis de los partidos en Francia en el que El
Censor identificaba tres partidos –constitucional, democrático y aristocrático-‐ se
advertía de que la división tripartita no era exclusiva de Francia, al contrario, era común
en los países con las pasiones políticas exaltadas y con largas luchas civiles: “Un medio y
dos extremos es la ley general, tanto en moral como en política”515.
Este partido regulador, concebido como la traslación del justo medio, vía de
resolución de conflictos, al parlamento516 estaba claramente inspirado en el grupo
político que los doctrinarios tenían en la asamblea francesa. Este reducido grupo “soñó
514 El Censor, nº 88, tomo XV, 06-‐04-‐1822. 515 El Censor, nº 18, tomo III, 02-‐12-‐1820. 516 Elorza, Antonio, “La ideología moderada…”, op. cit., pág. 606.
191
sin duda con desempeñar en España el mismo papel, entre los “serviles” y los
“exaltados”, que en Francia desempeñaban los doctrinarios entre los “ultras” y los
“independientes”. La diferencia estribaba que los doctrinarios se enfrentaban a los ultras
y El Censor al liberalismo en el poder517.
El exilio había puesto a los redactores de este periódico en contacto con las
corrientes europeas y les sirvió para articular sus ideas. Bentham se utilizó
frecuentemente para desenmascarar la ideología radical. Pero la mayor influencia se
debió a los tratadistas franceses como el abate De Pradt o Lanjuinnais y especialmente
de Benjamin Constant y sus obras sobre el régimen representativo. Asimismo prestaron
especial atención a Guizot y al grupo doctrinario francés518.
El segundo de los artículos se ocupó de desgranar el carácter de la oposición en
un régimen representativo519. Después de un primer artículo dedicado a la oposición, en
éste se prosiguió de forma decidida su habilitación como concepto político válido. Su
imagen se enriqueció con su entreveramiento con los rasgos atribuidos a los partidos en
el artículo precedente. Se hibridaban así las reflexiones de los anteriores artículos al
tiempo que el cuadro se volvía más complejo. Hay una diferencia fundamental entre las
oposiciones que surgían en los gobiernos absolutos y las que se daban en los
representativos. En los primeros la oposición era fundamentalmente conspiradora
debido a la ausencia de garantías para las opiniones divergentes. No sucedía lo mismo
en el gobierno representativo, que sólo juzgaba los actos mientras daba libertad al
pensamiento. No obstante, cuando acaba de establecerse, el sistema representativo tenía
dos oposiciones, ambas conspiradoras, aunque en distinto grado, y opuestas a su vez
entre sí. Superado el primer período, teñido de inestabilidad, la propia lógica del sistema
liberal transformaba la naturaleza de la oposición en dos sentidos: por un lado,
numéricamente ésta pasaba de ser dual a ser una sola, por otro, de ser siempre
conspiradora pasaba a ser ambiciosa y normalmente no conspiradora.
517 Morange, Claude, “La intelectocracia…”, op. cit., pág. 302. 518 Elorza, Antonio, “La ideología moderada…”, op. cit., pág. 596-‐597. 519 “De la oposición en los gobiernos representativos”, El Censor, nº 99 tomo XVII, 22-‐06-‐1822.
192
Las dos oposiciones que se formaban en el interregno entre los dos sistemas se
correspondían con el partido defensor del Antiguo Régimen u “oposición retrógrada” y
con el partido favorable a una aceleración de las reforma su “oposición por exceso”.
Entre ambos partidos estaban quienes creían sinceramente en la necesidad de una
nueva ley fundamental que había que respetar tal y como era. Este grupo estaba
integrado por los verdaderos patriotas, que buscaban el bien del país, por comerciantes,
industriales, sabios, amantes de la gloria, en resumen, por la masa culta de la población.
Este es para El Censor el “partido del gobierno”. De nuevo aparece el lugar común del
pensamiento moderado del justo medio en política, equidistante de quienes buscan el
poder sin libertad o la libertad sin poder, asociados a estados transitorios de la sociedad.
El objetivo del ministerio debía ser reducir esta oposición a una sola no
conspiradora, causa y efecto de la consolidación del sistema constitucional. El gobierno
no podía transigir en este proceso con las doctrinas, pero sí con las personas. El
articulista recuperaba en este punto la idea que ya apuntara anteriormente acerca de las
razones que impulsaban a una mayoría de los seguidores de estas dos oposiciones a
militar en sus filas: el miedo a las doctrinas contrarias. La receta es obvia, eliminado ese
miedo, la fuerza de los partidos opuestos menguaría. A pesar de que en ambos artículos,
el tratamiento de los partidos era predominantemente positivo, no puede pasar
desapercibida la diferencia que media entre ambos. En primer lugar, la más evidente es
la reducción de un sistema de partidos tripartito a una bipolarización política, el partido
que antes se conocía como regulador parece haberse transformado en el partido del
gobierno al tiempo que los dos partidos extremos se han fundido de alguna manera en
una sola oposición. El proceso mediante el que esto se produce no termina de aclararlo
El Censor. Alguna pista para intentar resolver esta discrepancia la ofrece el distinto
contexto en el que se mueven ambas reflexiones. La tríada de partidos se enmarcaba
claramente en una dinámica parlamentaria, trasunto de un diseño fallido de equilibrio
de poderes en el que se incluía una cámara conservadora. Este elemento de técnica
constitucional falta en el segundo artículo.
193
6. Las sociedades patrióticas.
El importante giro de este periódico “afrancesado” en la cuestión de los partidos
no se extendió, sin embargo, a su posible organización extraparlamentaria. Al menos así
parece confirmarlo su beligerante posición respecto a las asociaciones conocidas como
sociedades patrióticas. Estas agrupaciones tuvieron como modelo a las sociedades
económicas, asumieron el contenido económico de éstas, enriqueciéndolo con el
planteamiento de cuestiones políticas. Como consecuencia de este proceso, las
agrupaciones netamente económicas adoptaron posiciones más conservadoras520. En
estas asociaciones convergían los derechos de reunión y asociación con la libertad de
expresión. De hecho muchas sociedades surgieron impulsadas por periodistas o por la
necesidad de poner al alcance de un público más amplio papeles públicos. A su vez las
sociedades fundaron periódicos, cerrando con ello el círculo. Prueba de su importancia
es su extendida presencia en las poblaciones españolas. Gil Novales llegó a
contabilizarlas en al menos 164 poblaciones, incluyendo Londres521.
Volvamos al enfoque que sobre estas sociedades tenía El Censor. Para este
periódico, desde un punto de vista legal la constitución sólo permitía ejercer sus
derechos políticos a los ciudadanos en las elecciones parroquiales. La causa residía en
que los derechos naturales y políticos se hallaban mejor representados en las asambleas
nacionales que en pequeñas reuniones formadas por una turba de miserables que se
autodenominaban ”exaltados”, a lo que había que añadir la tendencia de estas
sociedades a arrogarse la representación de todo el pueblo o nación522.
Existía en la prensa “afrancesada” un miedo a las reuniones, clubs y cafés, en los
que el populacho, que se distinguía de la más inaprensible noción de pueblo, podía ser
520 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit., tomo I, págs. 8-‐9. Iris M. Zavala, “Masones,
comuneros y…”, op. cit., pág. 60. 521 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit., págs. 12-‐13. 522 “Sobre la necesidad de una ley que prohíba las reuniones públicas y privadas donde se discutan las
cuestiones políticas”, El Censor, nº 7, tomo XIII nº, 05-‐01-‐1822.
194
influido y manipulado. Por eso se diferencia opinión pública de “voz popular”, y la
libertad de imprenta del derecho de reunión y asociación. Estas distinciones son
perceptibles en El Censor523.
Alberto Lista, que defendió, como se ha visto anteriormente, un concepto de
opinión pública modelada por la minoría intelectual, restringió posteriormente su
alcance en el número 5 de La Estrella, publicado el 29 de octubre de 1833 en el marco
del giro autoritario del conjunto de exjosefinos. En su reformulación la labor formadora
de la minoría ilustrada y la función de la opinión como crítica del gobierno desaparecen.
La minoría entraba en contacto no con el pueblo, sino con las exigencias del grado de
civilización y su objetivo pasaba a ser servir de auxilio al gobierno en sus reformas524.
Tocó lidiar con esta cuestión al primer ministerio del Trienio, al que da nombre
Argüelles, que ocupaba, como ya se ha indicado con anterioridad, el ministerio de
Gobernación. Fue esta secretaría la más conflictivo de todas dada su relevancia. De ella
dependía el gobierno político de las provincias, el seguimiento de las elecciones, la
reunión de Cortes, la vigencia efectiva de la libertad de expresión, la instrucción pública,
etc. Su trascendencia hizo que en un primer momento Fernando VII se resistiese a
nombrar a Argüelles como titular, inclinándose en su lugar por Jacobo María de Parga y
Puga. No obstante, la Junta Provisional, que apoyaba al ínclito liberal, no cejó hasta
lograr la dimisión del favorito del rey el 3 de abril de 1820 y el nombramiento de
Argüelles525. Aunque la costumbre daba la primacía al ministro de Estado, que durante
el primer ministerio ocupó Evaristo Pérez de Castro, la personalidad de Argüelles inclinó
a su favor el control del Gobierno526.
Gil Novales situó el comienzo del ataque a las sociedades en un artículo que se
publico en el Diario de Barcelona el 28 de abril de 1820, reproducido el 20 de mayo por
523 Morange, Claude, estudio introductoria a Sebastián Miñano, Sátiras y panfletos…, op. cit., pág. 72. 524 Elorza, Antonio, “La ideología moderada…”, op. cit., pág. 646. 525 Buldaín Jaca, Blanca Esther, Las elecciones de 1820…, op. cit., pág. 22. La Junta Provisional estaba
formada por diez liberales opuestos en su día a José I. Institucionalmente era un órgano consultivo que debía disolverse una vez verificada la reunión de Cortes. Su tarea consistía en asesorar al Gobierno en todas las medidas que tomase y en aprobar su publicación. Sin embargo, sus facultades reales fueron mucho más amplias, Ibíd., págs. 19-‐20. El peso de la Junta lo llevó el general Ballesteros, García-‐Llera, José Luis Comellas, El Trienio Constitucional, op. cit., págs. 31-‐33.
526 Ibíd., pág. 53.
195
El Universal, firmado por A. C. A. En él se apuntaba a su vinculación con los clubs
jacobinos de la Revolución francesa. Las asociaciones eran incompatibles con un
régimen de libertad, ligado al respeto a la ley, y que, por tanto, no aceptaba la formación
de opiniones por reuniones y partidos527.
El debate parlamentario sobre las sociedades patrióticas comenzó el 28 de julio
de 1820 con la intervención de Álvarez Guerra, la primera que abordaba la cuestión de
la asociación política:
“Que no se den cuenta al congreso los señores secretarios de ninguna
petición, memorial, ni exposición de cualquier clase que sea, que no esté
firmada, o por corporaciones o autoridades reconocidas por el gobierno, o
por individuos particulares”.
Álvarez instaba a que sólo corporaciones o autoridades reconocidas por el
gobierno y particulares pudiesen elevar peticiones. El mismo diputado presentó otra
indicación el 4 de septiembre del mismo año, un día después de los sucesos acaecidos en
el teatro del Príncipe, en los que se vio involucrado el general Riego en el mismo sentido.
La proposición pretendía regular el derecho de petición, del que hacían amplio uso las
sociedades patrióticas. El problema de fondo era la incompatibilidad de los cuerpos
intermedios con una relación directa del individuo con el Estado528.
Las asociaciones políticas era contrarias al concepto de voluntad nacional y de
constitución racional-‐normativa529. El resultado final del debate se plasmó en el Decreto
aprobado el 15 de octubre de 1820. Este decreto se basó en el proyecto sobre
sociedades patrióticas presentado por Garelli el 15 del mismo mes, que distinguía entre
libertad de reunión y de asociación, permitiendo la primera con fuertes limitaciones, en
tanto que vetaba la segunda absolutamente. 527 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit. págs. 517-‐518. 528 Portero Molina, José A., “La constitucionalización de los partidos políticos en la historia constitucional
española”, Reis, I/78 (págs. 251-‐279), págs. 252-‐253. 529 Fernández Sarasola, Ignacio, “Idea de partido y sistema de partidos…”, op. cit., pág. 221.
196
El artículo 3 del proyecto de Ley permitía la reunión para la discusión de temas
políticos con el previo permiso de la autoridad superior local, mientras el derecho de
asociación lo prohibía el artículo 4530. Entre la oposición al proyecto destacaron Moreno
Guerra, Romero Alpuente, que fue uno de los principales defensores de las sociedades
patrióticas, junto con Martínez Marina y Flórez Estrada, cuyo principal argumento
consistía en resaltar la labor de las asociaciones como medios para que los diputados
conociesen la opinión del pueblo.
Este proyecto, convertido finalmente en ley con algunas modificaciones,
coincidiría en líneas generales con un proyecto de ley de octubre de 1822 sobre la
misma cuestión. Con anterioridad, el 13 de abril de1821, Feliu presentó un proyecto de
ley que, manteniendo el derecho de reunión, pretendía abrir un resquicio al de
asociación, aunque finalmente fue vetado por el rey el 12 de mayo. El proyecto de Feliú
fue precedido en la sesión del 10 de marzo por la presentación de un escrito firmado por
117 ciudadanos que pedían su restablecimiento con reglamentos531.
El 17 de octubre de 1822 se presentó un nuevo proyecto de ley, que esta vez sí
recibiría la sanción real. Este proyecto, que fue aprobado en la legislatura extraordinaria
permitió la creación de nuevas sociedades patrióticas como la Landaburiana. Una
diferencia notable con su predecesora era la legalización de la reglamentación interna de
las sociedades532. Un punto fuertemente debatido.
Un ejemplo paradigmático de la incipiente organización de las sociedades lo
tenemos en la propuesta de reglamento para la Sociedad de los amigos del orden, más
popularmente conocida como la Fontana. En su artículo 5º del capítulo I se exponían los
principios de organización interna de la sociedad; el artículo 6º atribuía al presidente la
función de mantener el orden de la reunión. En el artículo 13 del capítulo II se
especificaba, por último, que el objetivo de la sociedad era “promover y fomentar cuanto
considere útil a la marcha del gobierno constitucional”533.
530 Iborra Limorte, José A., El origen del derecho de asociación política en España, Valencia : Catedra
Fadrique Furio Ceriol, Facultad de Derecho, 1974, págs. 68-‐69. 531 Ibíd., pág. 123. 532 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit., págs. 567-‐568. 533 El Universal Observador Español, nº 37, 17-‐06-‐1820.
197
El afán por dotarse de una organización superó en ocasiones el marco local,
ampliándose al resto del país. En este sentido, algunas sociedades, como las de Tudela y
Málaga, buscaron nada más crearse la reciprocidad de socios con otras dispersas por el
país, mostrando una incipiente tendencia a la articulación nacional de las asociaciones
políticas. Del mismo modo, las de Oviedo y Badajoz fueron las sociedades matriz de
todas las de Asturias y Extremadura. Esta tendencia apuntaba a la configuración de una
red nacional de sociedades patrióticas534.
La sociedad de la Fontana estaba integrada por representantes de todo el
espectro político liberal, desde afrancesados hasta exaltados como Romero Alpuente. Su
lema era orden y moderación. De hecho la presencia en Madrid de exjosefinos en
Madrid, que sería especialmente visible en la prensa, también se dejó sentir en las
sociedades patrióticas. Miñano y Burgos participaron en la Fontana al menos hasta
septiembre de 1820, momento en el que la abandonaron a raíz de los sucesos que
tuvieron lugar durante ese mes y a la simultánea radicalización de las sociedades535.
Javier de Burgos, en su periódico la Miscelánea, publicó un artículo el 8 de junio
de 1820 en el que utilizaba un tono elogioso al hablar de esta asociación. También El
Universal se refirió a ella en términos positivos. Se pretendía que fuese la matriz del
resto de sociedades españolas para encauzar con estas asociaciones al resto del país. Se
la concebía como un nivel inferior al parlamento hasta el punto de llegar a instituir una
tribuna de oposición, elemento que también se aplicaría en otras sociedades. Para Gil
Novales esta segunda tribuna respondía al afán imitador de este “viceparlamento”,
aunque no apareció en el reglamento. Con las alabanzas de los anteriores periódicos
contrastaba la actitud de El Conservador, cuyo director también había participado en la
creación de la sociedad536. En septiembre de 1821 la Fontana terminó prácticamente sus
actividades políticas537.
534 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit., pág. 18. 535 López Tabar, Juan, “El regreso de los afrancesados…”, op. cit., págs. 76-‐77. 536 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit., págs. 103-‐104. 537 Ibíd., págs. 658-‐659.
198
La actitud de los gobernantes, según Iborra, osciló entre la permisividad, cuando
les resultaron instrumentos útiles, y la prohibición en períodos tranquilos538. La crisis
que tuvo lugar entre el 16 y el 21 de noviembre de 1820, originada por el nombramiento
sin la obligada firma del ministro de Carvajal como nuevo capitán-‐general de Castilla la
Nueva en sustitución de Vigodet, permitió, por ejemplo, la reapertura de la Fontana y la
Cruz de Malta. Esta permisividad, que contradecía el cariz de la legislación recién
aprobada, contó, según cuenta Gil Novales, con la aquiescencia del mismo gobierno que
poco antes había impulsado su cierre. Ante las nuevas circunstancias, las sociedades se
percibieron como un cauce apropiado de canalización de los sentimientos y la acción
popular539. Sin embargo, la reconciliación, fomentada por el peligro de una involución
política, sería de breve duración540. La misma conexión entre la coyuntura política y la
mayor o menor apertura de la acción del ejecutivo y legislativo se observa en la nueva
regulación de las sociedades de octubre de 1822, facilitada por la complicada situación
interior y exterior por la que atravesaba el gobierno de Evaristo San Miguel. Las
sociedades patrióticas se le presentaban como un medio de educación política. El nuevo
Decreto, publicado como ley con la necesaria sanción real, ofrecía a las sociedades
mayores posibilidades para que funcionasen como asociaciones políticas, a pesar de que
se les seguía negando explícitamente el carácter de corporación541.
Iborra Limorte ha identificado tres posturas en torno a la propuesta de julio de
Álvarez Guerra: para un primer grupo no tenía justificación la existencia de las
asociaciones; para otros éstas tuvieron importancia en la revolución, pero ya triunfante
no había necesidad de reglamentarlas; existía un último grupo que ensalzaba su papel en
la revolución y su importancia en el presente542.
Básicamente los moderados fueron contrarios, en tanto que los exaltados se
mostraron favorables a su legalización. Para los primeros, en la línea de Bentham, sólo
538 Iborra Limorte, José A., El origen del derecho de asociación… págs. 26-‐27. 539 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit., págs. 574-‐576. 540 Comellas, José Luis, El Trienio constitucional…, op. cit., pág. 191. 541 Iborra Limorte, José A., op. cit., págs. 186-‐187 y 193. 542 Ibíd., págs. 34-‐35.
199
tenían virtualidad los derechos consignados en las leyes, y rechazaban, en definitiva, el
iusnaturalismo. El derecho de asociación no aparecía regulado en la Constitución, y en
cuanto al de expresión, en la ley fundamental sólo se hacía referencia a la libertad de
imprenta, no a la expresión oral. Los exaltados, por el contrario, partían de una
concepción iusnaturalista de los derechos en la que el derecho de asociación se derivaba
de la libertad de expresión. A pesar de la posición favorable de los exaltados, en ninguno
de los dos casos se reconocía el derecho de asociación como un derecho original543.
El debate sobre las sociedades patrióticas de la primera legislatura del Trienio
discurrió por cauces aparentemente favorables a las reuniones, ya que en él abundaron
las peticiones de regulación para evitar excesos. Sin embargo, la discusión acabó por
generar una fricción entre los diputados que terminó, después de prolongarse durante
dos meses, por dar “cuerpo y estado oficial a la división definitiva de los liberales en dos
grupos antagónicos”544.
Uno de los principales argumentos en contra de las sociedades aludía al potencial
de manipulación del pueblo que poseían estas organizaciones si caían en manos de
individuos ambiciosos y sin escrúpulos dotados de elocuencia y capacidad de
persuasión. El resultado final en tal caso sería el libertinaje y la anarquía. Garelli, que
representaba la postura contraria a las sociedades, defendía la exclusividad en el ámbito
político de la vida política oficial:
“todo lo que sea darse existencia política por autoridad particular, y
dársela hasta el punto de haber una sociedad central ramificada y en
correspondencia con las demás, formando cada una un verdadero cuerpo,
con presidentes, secretarios, tesoreros, fondos, relaciones, sesiones públicas
y secretas, dígase cuanto se quiera, su existencia no puede ser otra que la
543 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., págs. 122-‐124. 544 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit., tomo I, pág. 531.
200
monstruosa de cuerpos concéntricos, o sea, la de crear un estado dentro del
Estado mismo”545.
En la sesión del 14 de septiembre de 1820, Garelli contrapuso la unidad de la
nación a la existencia de las asociaciones y alabó como uno de los mayores bienes del
nuevo sistema la proscripción del espíritu de cuerpo y clase546. En esta misma línea,
utilizando un tono irónico, se expresaba sobre las sociedades y partidos el reglamento
de una supuesta sociedad secreta. En su primer punto decía: “Esta federación tendrá por
objeto dividir los ánimos de los españoles, indisponer entre sí, más de lo que están, a los
partidos políticos y sacar de esta desunión toda la ventaja posible en pro comunal de los
federados”547.
Garelli rechazó asimismo la imitación de modelos extranjeros:
“No veo una necesidad de aclimatar entre nosotros todo lo que se
practica en otras partes, y que se refiere a usos y costumbres propias, muy
distintas de las nuestras: la Inglaterra, por ejemplo, que se toma en boca a
cada paso, para empeñarnos en la imitación, tiene la libertad de cultos y
nosotros no; tiene cámaras y nosotros no; tiene un veto absoluto y nosotros
no; tiene, por decirlo así, un cierto derecho al suicidio y nosotros no”548.
La actitud de Argüelles frente al fenómeno de las sociedades también fue
restrictiva. Para el entonces secretario de despacho de Gobernación de la Península, el
ejemplo de otras naciones tampoco servía. España era neófita en un régimen de libertad.
Otro de los frentes de ataque a las sociedades patrióticas hacía referencia a su papel en 545 DS 14-‐09-‐1820. 546 Iborra Limorte, José A., El origen del derecho de asociación…, op. cit., pág. 110. 547 Anónimo, Reglamento de una nueva sociedad secreta llamada de Federados españoles, Madrid, 1823,
pág. 3. 548 DS 14-‐10-‐20, citado en Iborra Limorte, José Antonio, El origen del derecho de asociación…, op. cit.,
págs. 113-‐114.
201
la instrucción política del pueblo. Se argumentó en su contra que no era a esta clase de
reuniones a las que les correspondía esta tarea, sino a la Dirección de Estudios, órgano
del Gobierno549.
El debate se cerró con un discurso de Argüelles que resumía los principales
argumentos que se habían esgrimido en contra de la legalización de estas agrupaciones.
En primer lugar, la Constitución era suficiente, no necesitando ninguna ayuda ajena a su
articulado; las asociaciones eran, en segundo lugar, incompatibles con la representación
nacional; susceptibles de ser influidas por elementos extraños y extranjeros, en tercero;
y, por último, la existencia en el pasado de asociaciones no justificaba su presencia
actual, en un contexto muy distinto. La ley se publicó finalmente el 21 de octubre de
1820550.
Martínez Marina manifestó su posición favorable a las sociedades en su conocido
Discurso sobre las Sociedades Patrióticas. Inicialmente concebido para ser leído en la
cámara de diputados, tuvo que conformarse con darle salida en forma de folleto. No
llegó a intervenir de viva voz porque el asunto se consideró suficientemente discutido
después de la intervención de Argüelles551. Martínez Marina manifestó su intención de
adoptar una actitud equidistante de las posiciones que durante el debate se habían
mostrado a favor y en contra de las sociedades. No iba a criticarlas, pero tampoco a
hacer apología de ellas, ya que le faltaban los datos necesarios para eso “porque no
conozco esas corporaciones, ni a los individuos que las componen, ni jamás he
concurrido a ellas”. Su discurso se movía, por tanto, en el terreno de las hipótesis552.
Su postura, sin embargo, fue desde el principio favorable a ellas. La debilidad del
sistema constitucional hacía recomendable la existencia de estas sociedades, que
fortalecían el nuevo régimen. Su eliminación, en cambio, abría el camino al triunfo del
servilismo553. Martínez Marina procedió a desmontar los ejemplos históricos aducidos
por la comisión encargada de presentar el proyecto de ley. Los grupos que la comisión
549 Ibíd., pág. 64. 550 Gil Novales, Alberto, Las Sociedades Patrióticas…, op. cit. págs. 531-‐554. 551 Iborra Limorte, José A., El origen del derecho de asociación…, op. cit., págs. 94-‐95. 552 Martínez Marina, Francisco, Discurso sobre Sociedades Patrióticas, Madrid, 1820, (16-‐10-‐1820), pág. 6. 553 Ibíd., págs. 11, 22.
202
puso como ejemplo del peligro de estas asociaciones se correspondían “por su
naturaleza a la clase de facciones criminales, no merecen el nombre de asociaciones
creadas por el celo patriótico, ni se parecen en nada a los que hoy examinamos”554.
Criticar las asociaciones contemporáneas al Trienio por su vinculación con las
convulsiones políticas era desconocer que los gobiernos libres implicaban la agitación;
la quietud y el reposo era propio de sociedades esclavizadas. La “sabiduría política”
consistía en equilibrar estas “reacciones”555. Desde este punto de vista, la regulación
propuesta se concebía como “inútil, perjudicial, injusta, anti-‐constitucional y contraria a
los principios adoptados por los gobiernos libres”556.
Sobre el significado del artículo 371 de la constitución, referido a la libertad de
escribir, imprimir y publicar, Martínez Marina comentó que la facultad de hablar, de
comunicar con la palabra las ideas era más sagrada y conforme a las leyes naturales que
la de escribir, “arte que ignoraron los hombres por espacio de muchos siglos”557. Para el
jurista e historiador español el legislativo no sólo no debía prohibirlas, sino que había de
fomentarlas558. Este discurso tuvo su respuesta en dos artículos de El Censor559.
*****
La tendencia a la asociación surgida al calor de la revolución sólo se vio
temporalmente truncada con la caída del régimen liberal. Después de la Década
Ominosa, se expandió y profundizó el fenómeno ya observado en el Trienio: “la fiebre
554 Ibíd., págs. 37-‐38. 555 Ibíd., págs. 56-‐57. 556 Ibíd., pág. 68. 557 Ibíd., págs. 72-‐73. 558 Ibíd., págs. 78-‐79. 559 El Censor, nº 26, 27-‐01-‐1821 y nº 27 de 3-‐02-‐1821.
203
asociativa”, que Mesonero Romanos llamó “el espíritu de asociación”, desarrollado
mediante círculos culturales y políticos como el Ateneo de Madrid560.
En esta época comenzaron a aparecer los primeros cursos de derecho
constitucional. Uno de los precursores fue Ramón Salas, quien en 1821 publicó las
Lecciones de derecho público para las escuelas de España. Salas utilizó indistintamente
partido y facción, lo que unido al uso de expresiones como “partido amigo de las
tinieblas” y “partido anti-‐social” da una idea acerca del contenido semántico negativo
que predominaba en su curso. La obra está salpicada de breves referencias a los
partidos, y nunca como sujeto de reflexión, sino sólo tangencialmente. Así sucede en la
reflexión en torno a la libertad de imprenta y el derecho de petición.
Donde hay libertad de imprenta, apuntaba Salas, no parecería a priori tan
necesario el derecho de petición. Sin embargo, los periódicos eran en realidad voceros
del partido que les pagaba o al que eran adictos. Toda la prensa pretendía hacer pasar la
opinión de ese partido por la opinión pública o, al menos, por la de la mayoría de la
nación. De ahí nacía el problema de identificar la verdadera opinión del mayor número
en el enjambre de periódicos existente. Problema que se solventaba tomando en
consideración la petición. En ésta el modo de pensar de los firmantes no ofrecía ninguna
duda, como tampoco podía haberla sobre el número de los que compartían una misma
idea561.
Otra cuestión en la que mencionaba a los partidos gravitaba sobre los efectos de
la acción de un monarca hereditario. Salas partía de la asunción de que el rey
inevitablemente tiene intereses distintos a los de la nación, lo que le llevaba
invariablemente a intentar crear un partido que le apoyase. La dinámica a que este
intento daba inicio conllevaba la subsiguiente creación de más bandos y facciones,
alejando la situación de la ansiada armonía que debía existir entre gobernantes y
gobernados. La constatación de este hecho implicaba el corolario de no entregar el 560 Jean-Philippe Luis, “Cuestiones sobre el origen de la modernidad política en España (finales del siglo
XVIII-1868)”, Revista de Historia Jerónimo Zurita, nº 84 (2009), (págs. 247-276), pág. 267. 561 Salas, Ramón, Lecciones de Derecho Público Constitucional para las escuelas de España, 1821, tomo I,
págs. 123-‐124.
204
poder indiviso a un rey, sino a un consejo compuesto de un corto número de individuos
sujeto a renovación parcial todos los años562.
Salas también se refería a la conveniencia de establecer un “cuerpo conservador”
que actuase como medio para dirimir los conflictos entre los poderes. El enfrentamiento
entre el ejecutivo y el legislativo sin un elemento que lo equilibrase invitaría a recurrir a
la fuerza y favorecería el surgimiento de facciones. El triunfo de uno de los partidos iría
entonces asociado al del despotismo. El “cuerpo conservador”, a diferencia de la cámara
alta, no tendría competencias en materia legislativa. Su tarea se limitaría a velar por el
respeto de la constitución563.
En el Curso Elemental de Derecho Público de Eudaldo Jaumeandreu apenas se
mencionan marginalmente los partidos. Lo más interesante es la referencia al poder que
un ministro elocuente y persuasivo puede alcanzar si reúne el favor del rey y el apoyo de
un partido en la cámara564.
La obra de Gerard de Rayneval, traducida por Marcial Antonio López, tiene un
interés especial por su diferenciación de partido y facción. El capítulo en el que se
desarrolla la delimitación semántica lleva el significativo título de “De las turbaciones
interiores”. Para Raneyval la confusión entre los términos de partido y facción siempre
había sido habitual. En los gobiernos absolutos existían normalmente sólo partidos,
caracterizados por aspirar a los empleos, el favor, el crédito y a la obtención de
influencia. En los gobiernos moderados tenían el mismo objetivo, pero los efectos
políticos que se derivaban de su existencia eran más beneficiosos porque se contenían
mutuamente, eran un freno a la autoridad y salvaguarda de la libertad.
Degeneraban en facciones cuando también aspiraban al gobierno para liberarse
de él, apoderarse o hacerlo odioso. Los gobiernos republicanos eran el principal foco de
las facciones. Según Rayneval, la raíz de este mal era la noción de igualdad que presidía
la democracia. Bajo ese sistema todos se creían con derecho a poseer el mando. Cuando
las facciones eran moderadas, creaban un cierto equilibrio y conservaban la emulación y
562 Ibíd., tomo I, pág. 176. 563 Ibíd., tomo II, págs. 43-‐46. 564 Jaumeandreu, Eudaldo, Curso Elemental de Derecho Público, Barcelona, 1820, págs. 290-‐291.
205
la libertad; su exageración, por el contrario, llevaba al tumulto, la guerra civil, la
anarquía, el despotismo y, finalmente, la disolución del Estado. En las aristocracias el
“espíritu de facción” se encontraba en las familias que controlaban el gobierno, los
súbditos no formaban un partido porque no podían tener parte en el gobierno ni en los
empleos. Las facciones daban muchas veces lugar a sediciones, que entiende como, “toda
asamblea turbulenta y numerosa, no autorizada por el magistrado, o que se reúne en
alguna parte con desprecio de la autoridad”. Estos grupos encontraban acomodo en
gobiernos transidos de desigualdad o con “cuerpos intermediarios” –la nobleza en una
monarquía-‐. Por el contrario, no podía haber sediciones en los gobiernos populares,
como sí sucedía en las aristocracias565.
Una interesante delimitación de los sentidos de partido y facción se la debemos a
la pluma de Félix Mejía en su etapa en El Constitucional-Correo General de Madrid. En la
sección de Variedades, entre unas breves reflexiones sobre distintos temas, insertó la
siguiente definición:
“Una opinión política profesada y sostenida por un gran número de
hombres, que obran de mancomún en un solo sentido y cuyo objeto es loable
y racional y justo, forma en los pueblos libres un partido. Una porción de
hombres que dejan los temas aparte y sólo se emplean en fomentarse y
preconizarse recíprocamente, es lo que se llama una facción. Los partidos
suelen ser favorables a la causa de la libertad; las facciones le son siempre
funestas. Los partidos raciocinan, las facciones intrigan”566.
El Redactor General, haciéndose eco de este uso de la voz partido en un artículo al
que calificó de “muy discreto”, criticó la distinción operada por Mejía567. Esta crítica
565 Rayneval, Gerard de, Instituciones de Derecho Natural y Gentes, trad. De Marcial Antonio López,
Madrid, 1821, págs. 156-‐168. 566 Correo General de Madrid (El 01-‐03-‐21 cambió su nombre por el de El Constitucional. Correo General
de Madrid) nº 19, 19-‐03-‐1821. 567 El Redactor General de España, nº 227, 21-‐3-‐1821
206
formaba parte del enfrentamiento entre Félix Mejía y Sardinó. Éste captó lo original del
estilo de Mejía, pero sin comprenderlo: un lenguaje sencillo con el que tocaba temas
profundos poniéndolos al alcance del pueblo568. Después de la fallida experiencia de El
Cetro, Mejía recuperó el característico estilo que ya utilizó en El Zurriago569.
7. El segundo exilio. El abandono de la Constitución de Cádiz.
Entre 1824 y 1832 es más fácil precisar el desarrollo de la voz partido. Entre los
liberales se convirtió en un término de uso cada vez más habitual. Las fuentes son más
explícitas sobre todo entre los liberales emigrados. Manuel Llorente, por ejemplo, en el
exilio desde 1824, escribió en torno a 1830 en el manuscrito El general Mina en Londres
desde el año 1824 al de 1829 la siguiente clasificación de partidos: realista exaltado,
realista moderado, liberal doceañista, liberal democrático-‐realista y republicano.
Mariano Carnerero concretaba aún mas la clasificación distinguiendo entre una facción
aristocrática del liberalismo, de la que formarían parte entre otros Martínez de la Rosa,
el conde de Toreno, Argüelles y Canga Argüelles; los “mineros”, seguidores de Espoz y
Mina; los republicanos entre los que incluye a Alcalá Galiano; y los Comuneros con
Romero Alpuente y Flórez Estrada como representantes. Carnerero llegó a escribir un
informe dirigido a Fernando VII en el que abogaba por la creación de un gran partido
fernandino que agrupase a los realistas moderados, a los que da una gran importancia570.
568 Romera Valero, Ángel, “La trayectoria periodística de Félix Mejía…”, op. cit., pág. 387-‐388. 569 Ibíd., pág. 380. 570 Federico Suárez, Los partidos políticos españoles hasta 1868, Santiago de Compostela, Universidad de
Santiago de Compostela, 1951.
207
La recepción de ideas más cercanas al modelo parlamentario británico,
enmarcadas en el contexto más amplio de las teorías constitucionales europeas post-‐
revolucionarias se acentuó durante el Trienio y el subsiguiente exilio. Este segundo
exilio fue decisivo para la historia del constitucionalismo español. Los exiliados
(re)tomaron contacto con las nuevas teorías primero en Londres y luego en París. Las
nuevas ideas en boga, aunque con importantes diferentes entre sí, compartían el rechazo
de los principios racionalistas, fundamentados en el iusnaturalismo, como la soberanía
popular y la división de poderes571. Finalmente el deseo de sustituir la constitución de
Cádiz con otra asimilable a los textos constitucionales francés e inglés se generalizó
entre la mayoría de los españoles exiliados572. Este abandono de las ideas
constitucionales asociadas a la Constitución de Cádiz fue coincidente con la pérdida de
influencia de la Teoría de las Cortes de Martínez Marina, que gozó de gran crédito hasta
los años treinta573.
El cambio doctrinal respecto a la constitución de Cádiz se aprecia con claridad en
Ocios de Españoles Emigrados, publicado en Londres y dirigido por Canga Argüelles,
publicación de mayor nivel intelectual que la de su competidor exaltado, El Español
Constitucional, dirigido por Pedro Pascasio Fernández Sardino y Manuel María Acevedo.
Canga admite y defiende una carta constitucional como alternativa a una Constitución
otorgada por una asamblea. Asimismo apoyó el bicameralismo, no así el sistema
parlamentario de gobierno574. Se abría paso la idea de ofrecer otro modelo distinto al de
la Constitución de Cádiz, más en consonancia con el paradigma constitucional
predominante en Europa, y esto con dos objetivos: lograr un consenso interior y el
apoyo internacional575.
En el periódico de Canga Argüelles también aparecen en sus artículos referencias
a los partidos políticos, aunque cargadas negativamente. Mediante la distinción operada
571 Varela Suanzes, Joaquín, “El pensamiento constitucional español en el exilio: el abandono del modelo
doceañista (1823-‐1833)”, Revista de Estudios Políticos, nº 88, abril-‐junio 1995, págs. 64-‐66. 572 Varela Suanzes, Joaquín, “La monarquía imposible…”, op. cit., pág. 68. 573 Cuenca Toribio, José Manuel, Parlamentarismo y antiparlamentarismo en España, Congreso de los
Diputados, 1995, pág. 18. 574 Varela Suanzes, Joaquín, “La monarquía imposible…”, op. cit,, págs. 78-‐81. 575 Ibíd., pág. 85.
208
entre opiniones y partidos se consigue diferenciar entre dos clases de divisiones: la
categoría neutra, representada por la opinión, y la negativa encarnada en los partidos. El
rasgo que diferencia ambos es la presencia o ausencia de la violencia. De este modo, lo
que en un principio fue una lid académica se convirtió en un enfrentamiento entre
partidos en 1814, cuando los liberales fueron atacados576. En el siguiente número, enero
de 1825, se repetiría la misma diferenciación. En una nota que insertan los redactores de
los Ocios a la obra del parlamentario francés Duverger Hauranne sobre la historia de
España, cuando Hauranne historia las Cortes de Cádiz, se vuelve a insistir en el carácter
académico del enfrentamiento entre las diversas opiniones en sus comienzos577. Como
es habitual en esta época, los redactores de los Ocios encuadran la existencia de los dos
partidos en España en una lucha mayor que abarca el conjunto de Europa. Un
enfrentamiento que terminará inevitablemente con el triunfo final de la libertad578.
Alcalá Galiano en su esbozo del decurso político del Trienio publicado en el
periódico inglés The Westminster Review, fundado por Jeremy Bentham, también llama
la atención sobre los errores inherentes al diseño constitucional, anticipando con ello
implícitamente la necesidad de su modificación. La Constitución española, señalaba
Galiano, poseía elementos que perjudicaban su propia estabilidad. La presencia en su
seno de principios contradictorios con consecuencias deletéreas se manifestaba en la
existencia de un articulado muy detallado con contenido regulativo, variable, por tanto,
por naturaleza. Unida a la intangibilidad de la constitución, la amplitud de las cuestiones
reglamentadas daba lugar a una disyuntiva a la que se tenía que enfrentar todo político:
o dejar de lado la aplicación de modificaciones positivas a la constitución o parecer un
enemigo de la constitución precisamente por querer introducirlas.
Un aspecto fundamental, como no podía ser de otro modo, del recorrido histórico
de Galiano es el que se ocupa de las líneas de división en el liberalismo hispano. Galiano
consideraba que la actuación de moderados, liberales de 1812, y exaltados, hombres de
576 Ocios de Españoles Emigrados, nº 9, diciembre 1824. 577 Ocios de Españoles Emigrados, nº 10, enero 1825. 578 Ocios de Españoles Emigrados, nº 4, octubre 1827.
209
1820, vertebró la política del Trienio. Aunque la disensión se vio impulsada por la
disolución del ejército de San Fernando, los partidos ya habían aparecido justo después
del primer juramento a favor de la Constitución de Fernando VII. La concepción de la
revolución se convirtió en uno de los puntos de división. Para uno de los grupos la
revolución había terminado con el restablecimiento de la Constitución. Asegurada la
base de la libertad, la política a seguir debía caracterizarse por la moderación y por el
intento de granjearse simpatías tanto en el interior del país como en el exterior. El otro
grupo político creía, en cambio, que el proceso revolucionario estaba lejos de haber
finalizado. Alertaba de una contrarrevolución al acecho y defendía la necesidad de crear
nuevos intereses que apoyasen la revolución. Según Galiano, las razones expuestas por
ambos partidos eran plausibles en el momento de ser presentadas, pero el paso del
tiempo, que trajo la invasión extranjera, demostró que la opción exaltada había sido
superior a la de su rival. Distinguiendo entre opinión y partido, el político gaditano
observó que la contraposición de puntos de vista opuestos transformó lo que antes eran
diferencias de opiniones en rencores de partido.
A los dos grupos políticos mencionados Galiano anota que se añadió con el
tiempo un tercero, al que designa indistintamente con los términos de partido y facción,
con la clara intención de denotarlo negativamente. Esta facción recibió un nombre que
apuntaba a su razón de ser. El objetivo del “partido de las cámaras” consistió en
modificar la constitución de 1812, adaptándola a los modelos francés e inglés. Para ello
se propugnó la introducción de una segunda cámara moderadora. Era un partido
pequeño y sin influencia, formado fundamentalmente por miembros del Consejo de
Estado y por afrancesados. Su peligrosidad se reveló con la invasión francesa. Sus puntos
de contacto con ambos frentes hicieron parecer la rendición menos denigrante y dio al
partido servil una apariencia de respetabilidad579.
Hay también una clasificación de tres partidos en Flórez Estrada que añade poco
a las expuestas durante el Trienio: los exaltados, también llamados anarquistas,
tragalistas y zurriaguistas no querían que se redujese el poder de la constitución; los
moderados, anilleros y pasteleros persiguieron una reforma de la Constitución que diese
579 Alcalá Galiano, Antonio, “Spain”, The Westminster Review, abril, 1824.
210
más poder al Rey y atrajese a los absolutistas, conocidos más comúnmente, como
serviles580.
580 Carta del Excelentísimo Señor don José María Calatrava a los editores del Español Constitucional. Y la
contestación que por encargo de éstos ha dado D……………..”, Londres, 1825, pág. 10, en Iris M. Zavala, Masones, comuneros y…, op. cit., pág. 46.
211
III. Las regencias y el reinado de Isabel II. Líneas de fractura en el
liberalismo y guerra civil. Consecuencias semánticas
1. Introducción
La muerte de Fernando VII (29-‐09-‐1833) y la sublevación carlista que le siguió
supuso el comienzo de la etapa más fructífera en el desarrollo de la voz partido. Los
“sucesos de la Granja”, momento en el que la causa liberal y la dinástica se unieron581,
pueden situarse en el inicio de un cambio de la situación política que reabrió la puerta a
las disensiones en el marco de un régimen parlamentario. “Es la época de la regencia de
María Cristina de Borbón el momento histórico en que parece cifrarse ese proceso de
plasmación” del liberalismo582. Desde esta perspectiva, el desarrollo de unos perfiles
más definidos del liberalismo coincidió temporalmente con una mayor precisión de los
límites semánticos y materiales de los partidos, convirtiéndose en dos fenómenos
complementarios e interdependientes583.
La promulgación de una Real Orden de amnistía el 15 de octubre de 1832
permitió el regreso de un buen número de liberales exiliados. Es entonces cuando surge
581 Entonces “la vinculación de María Cristina al liberalismo adquirió caracteres definitivos”, Federico
Suárez, La crisis política del Antiguo Régimen en España, 1800-1840, Madrid, Rialp 1950, pág. 156. 582 J. L. Comellas en la presentación del libro de Wladimiro Adame de Heu, Sobre los orígenes del
liberalismo histórico consolidado en España (1835-1840), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1997, pág. 13 583 Adame de Heu, Wladimiro, Sobre los orígenes del liberalismo histórico…, op. cit., pág. 22. Para Marichal
la década que abarca desde la muerte de Fernando VII a 1844 es “una etapa decisiva en la transformación de las estructuras políticas y económicas de la sociedad española”, La Revolución liberal y los primeros partidos políticos…, op. cit., pág. 17. En el mismo sentido se expresa Rico y Amat al considerar el reinado de Isabel II el período más importante de su obra, cuando comienza la verdadera revolución, Rico y Amat, Historia política y parlamentaria de España (desde los tiempos primitivos hasta nuestros días), tomo II, Madrid, 1860, pág. 325. José Luis Prieto coincide en este análisis: “el legado más característico y considerable de la era isabelina al conjunto de la España contemporánea es la creación de los partidos políticos”, “Los puritanos y la Unión Liberal (1833-‐1874)”, en: Marco, José María, Genealogía del liberalismo español, 1759-1931, op. cit., pág. 132. En el mismo sentido se expresa José Manuel Cuenca Toribio, para quien entre 1836 y 1839 se produce uno de los momentos más importantes que conforma la España contemporánea, Cuenca Toribio, José Manuel, “En los orígenes de la España contemporánea: 1836-‐1839. El nacimiento de los partidos políticos y de la idea de progreso”, en: Revista de Estudios Políticos, nº 122, octubre-‐diciembre 2003, págs. 7-‐9.
212
la denominación de “cristinos” para referirse a quienes apoyaban a su hija, la futura
Isabel II, frente al pretendiente don Carlos. De este modo se articula la primera gran
división que caracterizará especialmente los primeros años del reinado de Isabel II, los
correspondientes a la primera guerra civil. Lo novedoso de esta estructuración en dos
bandos, si la comparamos con la polarización existente durante los anteriores períodos
constitucionales, es la distinta composición de sus integrantes. Las denominaciones de
liberales y absolutistas incorporaban, y aún lo hacían en ese momento, toda una
declaración de intenciones, si bien general y con importantes diferencias en el seno de
cada grupo, acerca de los principios a aplicar en la configuración del Estado. No se está
afirmando que esta bipolaridad desapareciese en la nueva etapa que se abre, en
absoluto. De hecho las referencias a la división en liberales y absolutistas son
omnipresentes, siendo más frecuentes que las que se refieren a uno de los bandos como
cristinos. Entonces, ¿cuál es la importancia de una denominación menos habitual como
la de cristinos? La respuesta se encuentra en el sentido sólo parcialmente coincidente de
liberales y cristinos. Los individuos que se agrupaban bajo estas dos expresiones
diferían en parte. Cristino incluía tanto a los monárquicos moderados como a los
antiguos –y nuevos-‐ liberales. Esta convivencia de diferentes concepciones sobre la
forma del sistema político en un mismo bando tendría importantes consecuencias en la
formación de los partidos políticos y, por supuesto, también en el propio Estado. La
futura división, como sabemos ya prefigurada en el Trienio, en dos partidos, moderado y
progresista, en el seno del bando isabelino, se entrelazaría y adquiriría mayor
complejidad en esta nueva fase con la mayor pluralidad ideológica presente en el seno
de quienes apoyaban a la hija de Fernando VII.
Las dos designaciones a las que acabamos de referirnos harán fortuna y
destacarán por encima de otras denominaciones alternativas en un proceso reflexivo
que, aunque centrado en cuestiones terminológicas, toca directamente, como no podía
ser de otro modo, el tema de las características definitorias de los partidos. Es decir, esta
reflexión sobre las denominaciones adquiere especial relevancia en la medida en que
conlleva una reflexión sobre el concepto de partido.
A pesar del predominio inicial de exaltado y de una posterior etapa de
coexistencia de esta denominación con la de progresista, este último término será el que
213
sirva finalmente para referirse al partido más favorable a las reformas políticas en un
sentido liberal, sobre todo después de las constituyentes de 1837. Para Federico Suárez
“en la legislatura que sucedió a las constituyentes de 1837 estos dos partidos están ya
bien definidos como agrupaciones políticas”584, y también lo estarán sus apelativos.
Indicadores de la centralidad que adquieren los partidos en esta etapa son el
aumento del uso del sintagma partido político y la aparición de la voz partido en los
títulos de folletos y en los encabezamientos de artículos periodísticos. Sirva de ejemplo
de este desarrollo un artículo publicado en La Abeja a mediados de 1834 en el que se
menciona la formación de un partido ministerial y otro de la oposición, vinculando su
aparición al del régimen representativo:
“Una sola cuestión de importancia se ha debatido en el Estamento de
Procuradores [la conversión de la Milicia Urbana en Milicia Nacional]; mas
con motivo de ella hanse demarcado bien, así en el Estamento como en los
periódicos de este capital, un partido del ministerio y otro de la oposición.
Debía esperarse, porque así lo exige la naturaleza del gobierno
representativo”585.
Apreciación temprana que pronto se extendería al resto de la prensa.
La proliferación de las denominaciones políticas también constituye un indicador
de la agitación de la atmosfera política, por una parte, y del papel central que las
584 Suárez, Federico, Los partidos políticos españoles hasta 1868, Santiago de Compostela, Universidad de
Santiago de Compostela, 1951, pág. 18. Esta afirmación es válida con las debidas matizaciones. No debemos juzgar el desarrollo conceptual y material de los partidos en esos años desde su situación actual. Con esta prevención, sí puede afirmarse que la división en dos partidos liberales se había aclarado mucho para los coetáneos en 1837.
585 La Abeja (13-‐08-‐1834), citado en Comellas García-‐Llera, José Luis, “La construcción del partido moderado”, en Aportes, nº 26, 1994, pág. 9.
214
agrupaciones han adquirido en la percepción de la época, por otra. Anna María García
cita para el caso concreto de Barcelona una lista de grupos políticos publicada en El
Sancho Gobernador a finales de 1836. Aunque caricaturizada, la enumeración revela la
inflación de etiquetas políticas existente en esos años:
“¿Es Vd. Carbonario, republicano, de los derechos del hombre, isabelino,
vengador de Alibaud, pastelero, de la joven España, federalista, masón,
comunero, demócrata, aristócrata, teócrata, oligócrata, demagogo,
absolutista, isturizta, torenista, mendizabalista, calatravista, reista,
estatutero, martinista, exaltado, moderado, revolucionario,
contrarrevolucionario, ultrarrevolucionario, carlista, oscurantista, servil,
realista, inquisitorial, progresista, fusionista, doctrinario, anillero,
retrógrado, camarillista, o papista? -‐ ¿Quiere V. saberlo? Pues soy
CONSTITUCIONAL PURO Y NETO”586.
Los indicadores léxicos señalados, causa y efecto simultáneamente del
desplazamiento semántico, se vieron acompañados por una modificación de las
condiciones estructurales relativas a la organización de las instituciones políticas, que
crearon un terreno fértil para la reflexión. Dos fueron las circunstancias concretas que
favorecieron la percepción creciente de los partidos. Por un lado, los textos
constitucionales del período isabelino fueron más flexibles que la Constitución de Cádiz,
aumentando, por tanto, las posibilidades de que se generasen posturas opuestas sobre
su desarrollo o aplicación. Eran textos más breves que su antecesora, carecían de una
“parte reglamentaria” y de la cláusula de intangibilidad. Por otro lado, también
contribuyó a este cambio de percepción la progresiva parlamentarización de la
monarquía. La rígida separación entre el Ejecutivo y el Legislativo dio paso a una mayor
colaboración, acompañada del alejamiento del monarca del poder ejecutivo. La
586 El Sancho Gobernador, Barcelona, 26-‐12-‐1836, citado en Anna María García, “Sociedades secretas,
facciones y partidos políticos durante la revolución liberal: la Barcelona revolucionaria (1835-‐1837)”, Trienio, nº 32, noviembre 1998, pág. 73.
215
posibilidad de que el rey disolviese las Cortes cuando creyese que su composición no
reflejaba la voluntad nacional terminó con la identificación entre Cortes y nación. De
este modo, se aceptaba implícitamente que la mayoría del parlamento podía estar
equivocada, mientras que la minoría podía estar en lo cierto587. No obstante, el potencial
de la entonces novedosa potestad regia de disolución de las Cortes como generadora de
un embrionario sistema parlamentario desaparecería con la progresiva
desnaturalización del poder arbitral de la Corona588.
Según Villarroya, el Estatuto Real supuso el fin del Antiguo Régimen. Fue un texto
liberal moderado que introdujo el bicameralismo y que se vio completado con
disposiciones sobre el sufragio censitario589. Facilitó el establecimiento del régimen
parlamentario mediante el reconocimiento constitucional del Consejo de Ministros y de
la figura de su presidente590. A esto hay que añadir la institución de la cuestión de
gabinete o confianza, que en realidad era una delegación legislativa, como medio que
permitía constatar la existencia de una mayoría parlamentaria y hacer efectiva la
responsabilidad política del gobierno. Entre finales de 1835 y principios de 1836
diversas intervenciones de diputados, incluido alguna del propio Mendizábal, apuntaron
a vincular la derrota en la votación a la dimisión del gobierno591. Otro instrumento que
también se instituye en este período y que establece un mecanismo que vincula el
gobierno con el apoyo de la mayoría parlamentaria es el voto de censura. Tras dos
intentos fallidos contra Martínez de la Rosa, finalmente el 21 de mayo de 1836 se llevó a
cabo un voto de censura exitoso contra el gobierno Istúriz. Inmediatamente, el 22 de
mayo, Mª Cristina procedió a disolver las Cortes592.
587 Fernández Sarasola, Ignacio, “Los partidos políticos en el pensamiento español (1783-‐1855)”, en
Revista electrónica de Historia Constitucional, nº I, junio 2000, pág. 149. 588 Marcuello Benedicto, Juan Ignacio, “Los orígenes de la disolución de cortes en la España
constitucional: la época de la regencia de Mª Cristina de Borbón y los obstáculos a la parlamentarización de la monarquía isabelina”, en Revista electrónica de Historia constitucional, nº 2 (junio 2001), pág. 6.
589 Tomás Villaroya, Joaquín, El sistema político del Estatuto Real (1834-1836), Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1968, pág. 16.
590 Ibíd., págs. 68-‐69. 591 Ibíd., págs. 411-‐417. 592 Ibíd., págs. 417-‐424.
216
Frente a la rígida separación de poderes de la Constitución de Cádiz, el Estatuto
afrontó la necesidad de lograr su concierto y equilibrio, lo que se tradujo en unas
disposiciones complementarias que regulaban el Consejo de Ministros, su Presidencia, la
compatibilidad entre la condición de diputado y ministro y la contestación al Discurso
de la Corona. En conjunto, una serie de elementos fundamentales para la introducción
del régimen parlamentario593. A estos factores, favorecedores de la aparición de los
partidos en el ámbito parlamentario, se sumó la celebración de elecciones periódicas,
que impulsaron el nacimiento de los primeros comités electorales.
Aunque es indudable una progresiva cohesión de los grupos políticos respecto a
los períodos anteriores, no debemos perder de vista el hecho de que su estructura siguió
caracterizándose por la fluidez e informalidad. El alto número de presidentes del
consejo de ministros que se cuentan desde 1833 a 1874 así lo atestigua frente a tan sólo
siete presidentes en el período de 1876 a 1900, lo que va asociado a una mayor
organización de los partidos en el último cuarto del siglo594.
Otro importante paso en el reconocimiento de los partidos en un sistema
representativo de partidos se dio con ocasión de la reunión de las Cortes Constituyentes
de cuyas sesiones saldría la Constitución de 1837. Este texto configura los poderes del
parlamento en relación con los del ejecutivo de modo que sienta los cimientos de lo que
durante el siglo XIX se llamó régimen parlamentario o sistema de mayoría. La
concepción de una separación rígida de poderes dio paso de forma aún más clara que
con el Estatuto a la práctica de su colaboración. Esta tendencia ya era perceptible en el
Estatuto, pero es con la nueva Constitución cuando se fundamenta por primera vez en
disposiciones constitucionales. El acto de apertura de las cortes confirmó la voluntad de
estrechar las relaciones entre ambos poderes. La Regente hizo referencia en el discurso
de apertura, redactado por Calatrava, a la necesidad de que el gobierno contase con el
respaldo de la Nación a través de sus representantes en Cortes595. Como ésta, la mayoría
593 Ibíd., págs. 128-‐129. 594 Sánchez Agesta, Luis, “El origen de los partidos políticos en la España del siglo XIX”, en Historia social
de España. Siglo XIX, Madrid, Guadiana de Publicaciones, 1972, pág. 174. 595 Colomer Viadel, A., El sistema político de la Constitución española de 1837, Madrid, Publicaciones del
Congreso de los Diputados, Dirección de Estudios y Documentación de la Secretaría General, D.L., 1989, págs. 220-‐223. Hay un importante discurso de Calatrava (DS 20-‐11-‐36 pág. 341) señalando la
217
de las facultades fiscalizadoras de las que disponía el parlamento ya se habían ensayado
con mayor o menor fortuna con los anteriores textos constitucionales. Así sucede con la
contestación al discurso de la corona, que se estableció en el Trienio, el examen de los
presupuestos y el control de carácter reglamentario. En esta etapa se institucionalizó,
por ejemplo, la interpelación y el voto de censura, aunque este último sólo de manera
indirecta596.
Otro factor, en este caso perteneciente al ámbito lingüístico, que explica la
progresiva aceptación del concepto, es la transvaluación que empieza a producirse
durante la regencia de María Cristina y el reinado de Isabel II en el sentido de una
superación de la incompatibilidad entre los partidos y el interés general. Hemos visto
cómo la tradición escolástica, resumida en la expresión bonum commune, constituía uno
de los principales argumentos en contra de los partidos. Sólo lentamente el concepto de
partido fue desligándose de su identificación con el interés particular, en un proceso que
se entrelaza con la disociación entre partido y facción. De ser contrarios al bien común,
los partidos pasan en algunos textos a ser sus defensores, de representar el interés
particular a identificarse con el interés general. El carácter del interés presente en los
partidos es sin duda uno de los elementos con mayor carga polémica, hasta el punto de
que la discusión sobre la bondad o maldad de los partidos se estructuró en gran medida
en torno al eje interés particular -‐ interés general. Una relación que ya destacó Gunn
para Inglaterra en los siglos XVII y XVIII597. Desde una posición crítica con el fenómeno
de los partidos, era habitual contraponer los intereses de la nación a los de los partidos,
que defendían intereses “semi-‐públicos”598, cuando no siniestros. Uno de los primeros
casos en que se da la vuelta a este argumento es de 1839: la defensa de doctrinas
generales por los partidos les permite superar la esfera del interés privado acercándolos
vinculación entre el gobierno de mayoría y la compatibilidad de cargos, ibíd., 230. Compatibilidad que consagrará el artículo 62 del Título IX de la Constitución.
596 Ibíd., págs. 467-‐468. 597 Gunn, J.A.W., Factions no more. Attitudes to Party in Government and Opposition…, op. cit., págs. 9-‐10. 598 Lumbreras, Joaquín, en el prólogo a Gordon, Thomas, Discurso sobre los partidos y facciones, Madrid,
1840, pág. 5.
218
al público599. Los principios generales, la vinculación con la opinión pública y el aumento
de la participación coadyuvaron a su vez a que la concepción de los partidos como
representantes del interés público o, al menos, como representantes legítimos de
intereses presentes en una parte de la sociedad, se volviese más frecuente. A pesar de
este desplazamiento semántico, la cuestión acerca del interés permanecerá como una de
las cuestiones más polémicas a lo largo de todo el período analizado.
Puede afirmarse, por tanto, que a partir de 1832 y en especial desde 1834 se
inicia un período histórico que, en lo que atañe a nuestro objeto de estudio, se
caracteriza por un aumentó de la complejidad del concepto de partido, complejidad que
va asociada a una aceleración de su emancipación del resto de términos de su campo
semántico.
La reflexión sobre el concepto de partido y el desarrollo semántico que lleva
asociado pivotaron fundamentalmente sobre un número determinado de cuestiones que
constituyeron importantes ejes polémicos. Precisamente el debate y los desacuerdos en
torno a estos puntos obligaron a los diputados y publicistas a precisar el alcance de los
conceptos fundamentales que organizaban la nueva realidad política mediante la
adición, sustracción o matización de los rasgos semánticos en un proceso que implicaba
muchas veces su disociación de términos afines. La tercera época constitucional en la
historia de España situó a los partidos en el grupo de esos conceptos fundamentales sin
los cuales es imposible comprender la realidad. Los epígrafes que estructuran este
capítulo se centrarán, en este sentido, fundamentalmente en aquellos aspectos que en
mayor o menor medida contribuyeron a modificar cuantitativa y cualitativamente el uso
heredado del concepto del primer tercio del siglo XIX.
599 Campuzano, Joaquín Francisco, Los partidos, Madrid, 1839, pág. 10.
219
2. Liberales y carlistas
La guerra civil, que comienza poco después de proclamada Isabel II reina, con sus
decisivas repercusiones políticas, sociales y económicas en la vida del país, en gran parte
debidas a su duración, también se constituye en un elemento clave en el desarrollo
conceptual del campo semántico en el que se integra la voz partido. La primera
consecuencia de la intensificación de esta lucha es el fortalecimiento de las dos
clasificaciones duales de los partidos heredada de las anteriores épocas constitucionales.
La caracterización negativa de los carlistas sigue, como no podía ser de otro modo, la
que se hacía de serviles y absolutistas. Desde el comienzo de la guerra civil se les acusa
de carecer de ideas y de guiarse por los instintos600. La contraposición de dos bandos
antagónicos, representantes de mundos inconciliables, se vio enriquecida con la
apreciación de que el enfrentamiento que devastaba España había sufrido un cambio
cualitativo respecto a lo que era habitual en el pasado. En el campo de batalla no sólo se
decidía quién iba a ocupar el trono. La novedad consistía en que cada aspirante estaba
respaldado por unos principios esencialmente distintos. Es decir, la cuestión sucesoria
ofreció por primera vez la posibilidad de conciliar liberalismo y monarquía, superando
la oposición que el recientemente fallecido Fernando VII había mantenido frente a los
liberales. En palabras del diputado Abargues: “desde el establecimiento del Gobierno
representativo, ya las naciones no pelean por las personas, sino por las cosas”,
refiriéndose a los distintos modelos de estado que representaban el partido carlista y el
liberal. Al cambio cualitativo del enfrentamiento se suma además su extensión en el
espacio, ya que estos dos partidos también existen en el conjunto de Europa601. La
oposición entre el sistema absolutista y el liberal respondía al espíritu de la época, a la
lucha del siglo presente con los pasados. Esta contienda no era, por tanto, el producto
del mero enfrentamiento de personas ni de pandillas o partidos. La lucha universal, en la 600 El Correo de las Damas 09-‐12-‐1833. 601 DS 22-‐01-‐1835.
220
que se integraba a su vez la española602, no era algo nuevo en el discurso liberal del siglo
XIX. Lo que sí era nuevo fue la posibilidad de ser vinculada con la guerra por la sucesión
al trono. La inevitabilidad de este maridaje fue percibido con prontitud. En una carta
dirigida a Fernando VII en 1832, J. F. Campuzano exponía al rey la división en dos
partidos: constitucionales y absolutistas, aconsejando al rey guiar a su hija hacia los
primeros para oponerse a su hermano Carlos603.
Con la incipiente guerra, la división en el bando liberal se mantuvo
inicialmente en un segundo plano, oscurecida por el conflicto más urgente de la
sucesión, que implicaba la propia supervivencia de los liberales. Observación que
ejemplifica la interpretación que del resultado de las primeras elecciones hizo La Revista
Española: el proceso electoral había confirmado que en España sólo había dos partidos:
el liberal y el absolutista. El primero formado por las clases pudientes y razonables, el
segundo, por la parte más despreciable del pueblo y por los beneficiarios de los
abusos604. Esta polarización de la política española no dejaba espacio para un partido
intermedio, como señaló Joaquín María López en el mismo periódico. El término medio
era un error que produciría resultados negativos605. Esta última afirmación encubre una
crítica al ministerio de Martínez de la Rosa por su supuesta lenidad con los carlistas. La
insistencia en que la lucha con los carlistas era un enfrentamiento radical sin transacción
posible fue haciéndose cada vez más habitual entre los exaltados, que la convirtieron en
un arma política en su lucha parlamentaria y periodística con los moderados. Intentar
llegar a una especie de acuerdo imposible con los carlistas significaría en realidad sólo
una tregua606. Sin embargo, y frente a la combatividad del bando exaltado, las voces
favorables a una transacción fueron aumentando a medida que la guerra civil se
prolongaba en el tiempo. Las posiciones a favor y en contra de esta transacción se
correspondieron en gran parte con las líneas de fractura entre las dos fracciones
602 Caballero, Fermín, Voz de alerta a los españoles constitucionales, 1839, págs. 5-‐6. 603 Campuzano, Joaquín Francisco, La verdad dirigida a las Cortes, 1838, págs. 15-‐16. 604 La Revista Española 11-‐07-‐1834. Para Villarroya las primeras elecciones en el 34 “fueron más un
instrumento para dar vida a la representación nacional que ocasión de pugnas partidistas”, El sistema político del Estatuto Real, op. cit., pág. 439.
605 La Revista Española 06-‐11-‐1834. 606 La Revista Española 04-‐09-‐1835. Otro ejemplo posterior desde de la tendencia liberal, ya conocida
como progresista en esa fecha, lo encontramos en Las Cortes en 1838 de Evaristo San Miguel, donde afirma que la transacción con los carlistas es imposible.
221
liberales. La inicial unidad de apreciación de que la lucha sólo podía concluir con la
derrota total de uno de los bandos607 se vio matizada y se transformó, en consecuencia,
en un elemento más de enfrentamiento entre los partidos liberales.
Esta fricción en el seno del liberalismo hispano constituyó una de las dos formas
fundamentales en que la guerra civil contribuyó al desarrollo de la voz partido. Me
referiré a ambas formas como mediata e inmediata. La cuestión relativa a la transacción
se corresponde con la primera forma y fue una de las cuestiones que coadyuvaron a
ahondar la división entre las distintas sensibilidades liberales. También podemos
referirnos a ella como una causa material que implicó el aumento de la división y que
tendía necesariamente a favorecer la percepción de esa ruptura y consiguientemente la
reflexión acerca de sus causas, consecuencias y del nuevo marco de relaciones entre las
opiniones divididas. Es decir, las distintas posiciones acerca del tipo de relación que
debía regir con los carlistas contribuyeron indirectamente a asentar las condiciones
para una profundización de la reflexión sobre la relación entre grupos políticos que, con
gradaciones, aceptan un sistema representativo. La forma inmediata, por su parte, se
plasmó en la creciente necesidad de diferenciar léxicamente a los bandos beligerantes,
cargando negativamente la denominación de uno y positivamente la de otro, obligando,
por tanto, a precisar el sentido de las voces que se aplicaban a estados de cosas que se
consideraban esencialmente distintos. Esto explica en parte la insistencia de los más
destacados liberales en depurar la voz partido y en restringir su uso al referirse a los
carlistas.
607 En La Abeja, una de las principales cabeceras moderadas, se describe la guerra como una lucha entre
dos principios incompatibles, sin transacción posible (13-‐09-‐1835). Este posicionamiento se ve reforzado por la temprana y reiterada calificación –más insistente que en el resto de periódicos-‐ de los carlistas como facción.
222
3. Implicaciones semánticas de la fractura en el seno del
liberalismo
Un artículo publicado a comienzos de 1836 en La Abeja y en el que Antonio de la
Escosura y Hevia608 precisaba el sentido de “fusión”609, provocó una respuesta desde El
Español y La Revista. Sin embargo, no fue la idea de la fusión expuesta la que suscitó las
críticas de los anteriores periódicos, sino la solución que el autor proponía para salir de
la difícil situación que atravesaba el país. De la Escosura y Hevia defendía que sólo en el
partido moderado residía la capacidad de superar los obstáculos existentes. Por el
contrario, para el articulista de El Español la solución a las dificultades que atravesaba el
país -‐recordemos la crisis que vivía el ministerio Mendizábal, catalizada por su fracaso
en sacar adelante el proyecto de ley electoral y la subsiguiente disolución de Cortes y
convocatoria de nuevas elecciones-‐ no residía en ninguno de los partidos (liberales)
existentes; las antiguas fórmulas habían caducado y era necesario un nuevo principio:
“Los exagerados nos llevarían a la licencia, los moderados no tienen poder para atajar la
disolución: que los hombres de buena fe se reúnan, se busquen, se concierten; que
formen una asociación nacional grande, poderosa y fuerte; que proclamen un símbolo y
una fe política; que enarbolen la bandera santa de la humanidad y de la civilización, y
pronto habrán sacudido el yugo de las facciones y la tutela de las mediocridades
impotentes, que dividen y paralizan las fuerzas del partido liberal”610. Frente a esta
superación de los partidos en una nueva “asociación nacional”, La Revista puso el acento
en el necesario equilibrio parlamentario entre los partidos, que el artículo de La Abeja
quebraba al calificar a su partido –al que desde La Revista se calificó en días sucesivos
como “partido fusionista” y con mordacidad “partido abejuno”-‐ como el partido de la
608 Su nombre no apareció inicialmente en el artículo, sino en una carta posterior dirigida al mismo
periódico, como señala El Español. 609 Este artículo forma parte del debate en torno a este concepto, debate que comenzó el primer año de
vigencia del Estatuto Real, del que nos ocupamos más adelante. 610 El Español 22-‐02-‐1836.
223
nación y el que buscaba la libertad legal611. Arrogarse esas cualidades suponía
descalificar a los que opinaban de modo distinto, apropiarse de “una supremacía
intelectual exclusiva”. Un poder controlado por quienes se consideraban a sí mismos los
únicos patriotas condenaba el país a la proliferación de desórdenes. El cambio de los
intereses y de las pasiones influía en la alternancia en el poder y en el consiguiente
equilibrio entre los diversos partidos políticos612. Las dos posiciones defendidas por los
periódicos, aun coincidiendo en la crítica al partido moderado por su pretensión de
monopolizar el poder, diferían en el contenido de esa crítica, lo que refleja claramente la
distinta forma de abordar el fenómeno de los partidos que caracterizaba a sus
articulistas más señalados de esta etapa: Borrego en el caso de El Español y Alcalá
Galiano y M. Carnerero en el de La Revista. Mientras que el mito de la unidad liberal
seguía presente en Borrego, con el componente voluntarista que caracterizaba esta
aspiración, Alcalá Galiano optaba por basar su crítica en la necesidad de la alternancia en
el poder de los diversos partidos como reflejo del movimiento y transformación de los
intereses presentes en la sociedad. Los tres artículos tienen algo en común, responden a
un contexto de crisis en el seno del liberalismo. Una ruptura entre sus miembros que se
articuló en torno a determinados puntos y que ya se arrastraba desde el Trienio. Este
contexto dio lugar a una reflexión tanto de la propia división como sobre los elementos
que fomentaron esta última. De ambos nos ocuparemos a lo largo de este epígrafe.
611 La Revista Española 18-‐02-‐1836 612 La Revista Española 23-‐02-‐1836. Firmado por M. C. El 26-‐03-‐1836 vuelve a criticarse la aspiración al
monopolio de los moderados en un régimen representativo.
224
3.1. La unidad como reacción a la ruptura. Constataciones de la división.
En el momento de ver la luz estos artículos, febrero de 1836, las
principales líneas de fractura entre las dos tendencias liberales ya habían adquirido
cierta consistencia. Todavía quedaban unos meses para la sonada ruptura de Alcalá
Galiano e Istúriz con el progresismo mendizabalista, que se ha considerado como el hito
de la definitiva separación entre moderados y exaltados613. En cualquier caso, la tercera
legislatura del Estatuto (de 22-‐03-‐1836 al 21-‐05-‐1836) es clave en la formación de los
partidos614. Partidos que estuvieron lejos de ser homogéneos. Tanto el moderado como
el progresista son partidos “de aluvión de grupos de notables, con estrechos intereses a
corto plazo. En la práctica [surgieron] de un lento proceso de agregación”615.
El período de vigencia del Estatuto Real fue el contexto político en el que
(re)comenzó a perfilarse el progresivo distanciamiento entre las fracciones liberales. Las
iniciales muestras de unidad, que son recurrentes a lo largo de toda esta etapa, pasaron
pronto a compartir el espacio público con las acusaciones de tibieza, por un lado, y de
radicalismo, por el otro, que las diferentes sensibilidades liberales se reprochaban
mutuamente. Las acusaciones se fundamentaban en que las acciones u omisiones del
matiz liberal opuesto dificultaban la necesaria unidad frente a los carlistas. Por eso eran
habituales las apelaciones a la unidad en un contexto de creciente distanciamiento. En
un artículo del periódico El Nacional, de tendencia progresista, con el significativo
encabezamiento ”Divide et impera”, se pedía la unión contra los carlistas frente a quienes
se inventaban nombres o denominaciones para clasificar a los liberales en función de su
candor o exaltación, beneficiando así al usurpador616. Para Fermín Caballero la unión
613 Para Carlos Marichal la llegada al poder de Galiano e Istúriz supone un momento decisivo en la
división entre moderados y progresistas, especialmente significativo es el voto de confianza del 22 de mayo de 1836. Los 78 procurados que se opusieron al nuevo gabinete formaron el núcleo del partido progresista, los 29 que lo apoyaron, el moderado. Las 13 abstenciones pertenecían a un grupo intermedio que no quería promover la división entre los liberales, varios de esos diputados habían estado desde 1810 en los distintos gobiernos liberales, Marichal, Carlos, La revolución liberal y los primeros partidos políticos…, op. cit., págs. 106-‐107.
614 Adame de Heu, Wladimiro, Sobre los orígenes del liberalismo histórico…, op. cit., pág. 65. 615 González Cuevas, Pedro Carlos, Historia de las derechas españolas. De la Ilustración a nuestros días,
Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pág. 95. 616 El Nacional 14-‐07-‐36
225
necesaria para vencer en la guerra tenía su mayor obstáculo en los distintos fines que
cada partido se proponía: los que defendían exclusivamente los intereses dinásticos o
palaciegos, los patriotas que veían en la guerra una lucha de principios y los egoístas,
que sólo buscaban beneficios materiales. Lo mismo sucedía en el bando de don Carlos617.
Las reivindicaciones de la unidad como respuesta a la fractura liberal no
pudieron sellar la brecha que desde el comienzo de la primera legislatura se fue
ampliando gracias a una serie de cuestiones que inicialmente revelaron la disensión que
subyacía a las muestras públicas de unidad y que posteriormente agudizaron el
enfrentamiento. La discusión sobre la contestación al discurso de la Corona hizo
públicas las diferencias entre los procuradores. La aprobación el 4 de agosto de 1834 del
proyecto de contestación puso fecha a la fractura, a pesar de que dos días después se
aprobase el texto definitivo, mucho más moderado gracias a la intervención del
gobierno. Otro jalón en la división fue la petición de una tabla de derechos y obligaciones
del ciudadano por parte de un grupo de procuradores. Por otro lado, la nueva ley de
ayuntamientos dio pie a una intensa discusión al igual que el debate sobre la
organización de la milicia urbana618.
Uno de los espacios fundamentales en los que se escenificó la unidad liberal de
los primeros momentos fue el estamento de procuradores. Unidad que identificaba a los
liberales con la nación y que se traducía en un rechazo a la existencia de partidos dentro
del sistema. De este modo, en los primeros compases de la nueva fase parlamentaria, la
concepción de un parlamento compuesto por individuos que, sin vínculos partidistas,
representaban la opinión nacional siguió predominando:
“porque el que no tiene opinión propia y evidente, sino oscilante y
acomodaticia a épocas y circunstancias, mal puede representar la del país,
siempre una, siempre justa y siempre digna sin mancilla y sin ambages […], 617 Caballero, Fermín, El Gobierno y las Cortes del Estatuto, 1837, págs. xli-‐xlii. 618 Burdiel, Isabel, La política de los notables (1834-1836). Moderados y avanzados durante el régimen del
Estatuto Real, Edicions Alfons El Magnanim, 1987, págs. 100-‐110.
226
además razón clara, natural y no viciada por preocupaciones de clase, de
partido, ni de corporación, adicto por convencimiento a mirar el interés
individual como una consecuencia del bien público, y no de una protección
especial a ciertas y determinadas fracciones de la sociedad”619.
Una circular de 27 de mayo de 1834 dirigida por el ministro de Interior a los
gobernadores civiles apuntaba en la misma dirección: “Debe V. por consiguiente velar
para que el espíritu de intriga y de partido no ejerza el menor influjo en las elecciones, a
fin de que los sujetos sobre quienes recaigan éstas sean personas dotadas de verdadero
amor por su país…”620. La concepción rousseauniana de la voluntad general aún era
utilizada. Se subrayaba la esencial incompatibilidad entre el cuerpo legislativo y los
partidos, impotentes frente al voto general de la nación. Por eso, no es sorprendente que
una vez más el nuevo período parlamentario se abriese con una sucesión de críticas y
recelos ante los partidos. Los debates sobre la libertad de imprenta y el papel del jurado
encargado de la censura ofrecen varios testimonios de esta actitud negativa. La
identificación peyorativa de dos partidos por parte de un diputado durante la vigencia
del Estatuto Real sirve de ejemplo de este posicionamiento negativo: el primero apoya el
absolutismo y el segundo sostiene que el Estatuto es de transición. De sus palabras se
deduce que quienes defienden la validez del Estatuto no constituyen un partido. Esta
actitud es heredera de la restricción del término analizado a los opositores.
En los primeros meses, tras la apertura de las Cortes, reaparece un argumento ya
antiguo en contra de los partidos: es el de la oposición entre razón y partidos. La nación
y la razón están unidas frente al binomio de los partidos y las pasiones.
Hay, sin embargo, una diferencia respecto a las anteriores etapas constitucionales
sumamente reveladora. Junto al rechazo, se escuchan desde el principio voces que
utilizan la voz partido para referirse al propio grupo. Es muy frecuente la contraposición
entre partido liberal y partido de don Carlos, también llamado partido retrógrado y 619 Diez Imbrechts, José, Cartilla electoral o requisitos y condiciones que desearíamos hallar en los electos a
procuradores a Cortes, Madrid, 1834, págs. 5-‐6. 620 APPV, Sección C, Censo Electoral, año 1834, leg. 1, citado en Isabel Burdiel, La política de los
notables…, pág. 54.
227
antinacional. Una identificación de dos partidos que se extiende con rapidez y con la que
coincide el Conde de Toreno en una de sus intervenciones parlamentarias. Pero Toreno
va más allá en su descripción de los partidos al señalar también la existencia de una
división en el seno de los liberales:
“Unos por su edad, por sus achaques o por sus circunstancias, tienen
miedo a todo sin conocer que la libertad es bulliciosa: en oyendo una canción
patriótica, se asustan y creen que vamos a volver al año 23. Otros quieren
andar mas de prisa tal vez de lo que se puede; pero unos y otros convienen en
los principios y defienden una misma causa”621.
Poco después, otro diputado vuelve a insistir en dos partidos favorables al nuevo
régimen: uno que busca hacer cambios paulatinos frente al que quiere reformas rápidas.
La velocidad del progreso se convierte en un criterio de diferenciación, un aspecto que
se refleja más nítidamente en el uso de los términos moderado y progresista para
referirse a los grupos surgidos en el seno del liberalismo.
Una cosa era aceptar el uso de la voz partido para denominar a los contendientes
en la guerra civil, especialmente al bando liberal, algo que a mediados de los años treinta
apenas despertaba ya resistencias en el ambiente político, y otra muy diferente era la de
aplicar ese mismo término a las divisiones que surgían entre los defensores del sistema
parlamentario. Su impacto en la concepción del sistema político difiere y lo hace con
consecuencias notablemente distintas. Veamos cómo.
Si hasta entonces las referencias sobre el papel de los partidos en los parlamentos
se habían limitado a un plano más teórico que práctico, con la innegable ruptura en el
seno del liberalismo, la necesidad de afrontar la nueva situación se hizo ineludible. Y
esto no podía hacerse sin la ayuda de un vocabulario específico cada vez más urgente.
Tanto si se estaba a favor como en contra, el concepto de partido tenía que utilizarse y
621 DS 16-‐10-‐1834, pág. 552.
228
en un sentido distinto al que diferenciaba a liberales de carlistas. Con ello se afianzaba la
posibilidad de concebir de un modo nuevo y distinto el régimen parlamentario. Se
concretaba así una nueva línea de significado, cuyos componentes ya habían sido
enunciados anteriormente, aunque sin la cohesión que adquirieron en este período. La
clave fue la conceptualización de los elementos que posibilitarían la convivencia
recíproca de distintos partidos.
Los rasgos semánticos que hasta entonces sólo se habían enunciado de forma
dispersa y casi anecdótica –asociación con la libertad, con el régimen parlamentario,
importancia de los principios…-‐ se multiplicaron en un corto espacio de tiempo. El uso
de la voz partido aumentó, en consecuencia, geométricamente debido al enfrentamiento
con los partidarios del régimen absolutista, pero también, y sobre todo, debido a la
división de los liberales en moderados y exaltados o conservadores y progresistas. De
poco menos de doscientas referencias encontradas en los primeros cinco meses de 1835
en las actas parlamentarias, se pasa a más de ochocientas en el mismo período de 1840,
muchas de ellas vinculadas a la actividad de los partidos moderado y progresista en las
elecciones.
Los siguientes gráficos muestran el aumento sostenido a lo largo del primer
tercio del siglo XIX del uso de la voz partido en la cámara de diputados:
229
Gráfico 1
Gráfico 2
Los picos más altos del segundo gráfico corresponden en gran parte a los debates
de contestación al discurso de la Corona. Es el caso del debate que inauguraba la
legislatura de 1838-‐1839 -‐ la segunda columna que muestra una mayor ocurrencia de
uso del término partido-‐, en él que se trató de manera especial la división en el seno del
bando liberal.
De nuevo, en octubre de 1839, el debate en torno al discurso de la Corona volvió a
revelarse como un contexto parlamentario propicio para el uso del término partido. En
esta ocasión, entre otras cuestiones, se abordó el tema de las relaciones de los partidos
entre sí y entre éstos y el gobierno. Especialmente los días veintinueve y treinta de
octubre se perfilaron dos posiciones antagónicas a este respecto: la primera de ellas,
representada por el diputado Pascual, defendía un gobierno ajeno a las influencias de los
partidos, que tuviese como único guía la nación; la postura opuesta, en la que se
destacaron el conde de las Navas y Joaquín María López entre otros, sostenía la
inevitable vinculación que existía en un régimen representativo entre el gobierno y un
230
partido622. Recordemos que el ministerio existente, a la sazón el de Evaristo Pérez de
Castro, llevaba gobernando exclusivamente con la confianza regia desde julio de 1839, lo
que había provocado la incomodidad de los sectores parlamentarios inconformes con un
gobierno moderado sin el respaldo de la cámara. Por esa razón los alegatos a favor del
sistema parlamentario de gobierno provinieron en su mayoría de las filas progresistas.
Con el fin de obtener un claro apoyo parlamentario y poner fin a una cámara
hostil, Pérez de Castro convocó elecciones para el mes de enero de 1840. Esta
convocatoria electoral dio una abrumadora mayoría a los moderados, provocando la
inmediata impugnación de los progresistas. Estaba en juego una serie de cuestiones
cruciales en la articulación del Estado: las modificaciones a la ley de ayuntamientos, la
Milicia Nacional, las diputaciones y la ley de imprenta que pretendía llevar a cabo el
ministerio moderado constituían ataques a bastiones en manos de los progresistas,
contribuyendo a atirantar el ambiente político623. Esta tensión se tradujo en un
vertiginoso aumento del uso de la voz partido en el mes de marzo de 1840, con una
presencia del término que supera las quinientas referencias624.
A partir de 1840 las ocurrencias se mantienen en general en cifras altas, lo que da
cuenta de que el concepto partido ha alcanzado un punto de no retorno en el lenguaje
político, es decir, ha pasado ha formar parte del vocabulario fundamental para la
comprensión, identificación y planificación de los actores políticos.
***
Balmes es seguramente el mejor ejemplo de hasta qué punto el concepto de
partido y el estado de cosas que designaba se hicieron imprescindibles en el discurso
político. Su oposición a los partidos y al régimen liberal no implicaba renunciar al
pragmatismo. En una serie de artículos publicados entre marzo y abril de 1844, Balmes
622 DS 29 y 30-‐10-‐1839. 623 Pérez Núñez, Javier, “Los debates parlamentarios en la ley municipal de 1840”, Revista de Estudios
Políticos, nº 93, julio-‐septiembre 1996, págs. 272-‐273. 624 Sobre todo los días 12 y 15 de marzo de 1840.
231
defendió la participación en el sistema utilizando los medios, con independencia de si se
estaba a favor o en contra de esos medios, que ese sistema ofrecía (prensa, elecciones…)
para frenar la revolución y mantener el orden625. A pesar de que la anarquía iba para
Balmes de la mano de los partidos, el filósofo y teólogo español creyó poder combinar
una oposición frontal con su utilización: “Siendo preciso aceptar las cosas como son, no
como debieran ser, es necesario resignarse a las condiciones de la época, y llegado el
caso hacer la oposición, no obstante su germen de anarquía”626. Las convicciones y la
firmeza de los principios podían neutralizar la inherente tendencia a la anarquía de los
partidos, al menos en parte.
Carl von Rotteck veía en la lucha partidista la causa de la confusión lingüística de
su época (1837)627. No cabe duda de que el enfrentamiento entre los diferentes grupos
en lucha tuvo en el lenguaje uno de sus campos de batalla, forzando a los contendientes
a dotarse de un lenguaje propio que sobreponer a los lenguajes que se le oponían. El
enfrentamiento con los carlistas impulsó, en este sentido, entre los liberales la necesidad
de encontrar un término que pudiese dotarse de contenido positivo frente al carácter
negativo del oponente. La voz partido se prestaba a ser utilizada pues formaba parte del
lenguaje político y poseía una tradición semántica positiva de la que carecía facción. La
prolongación de la guerra civil con los carlistas no sólo puso en el mismo bando a los
diferentes grupos liberales, también contribuyó a exacerbar las diferencias ideológicas
entre estas dos tendencias. Para los moderados debía seguirse una política de
modificaciones paulatinas, mientras que los progresistas defendían una ruptura radical
con los restos del Antiguo Régimen, más necesaria si cabe en las condiciones de una
guerra. No obstante, si bien las diferentes perspectivas son importantes en el proceso de
625 Balmes, Jaime, “Origen, carácter y fuerzas de los partidos políticos en España”, en El Pensamiento de la
Nación, números 8,9,10,11 (marzo y abril de 1844), en Obras Completas, op. cit., tomo V, v. XXVII, pág. 223.
626 Balmes, Jaime, “La oposición”, en El pensamiento de la Nación, nº 99 (24-‐12-‐1845), en Obras Completas, op. cit., tomo VIII, v. XXX , pág. 80.
627 Von Rotteck apreciaba “eine fast babylonische Sprachverwirrung, welche in Folge des blind leidenschaftlichen Parteikampfs eintrat” (una confusión lingüística casi babilónica, que se produjo como consecuencia de la apasionada lucha partidista –traducción propia-‐), Von Rotteck, Carl, “Demokratisches Prinzip”, en Von Rotteck, Carl y Weckler, Carl Theodor, Staats-Lexicon oder Encyclopedie der Staatswissenschaften, vol. 4, Altona 1837, págs. 252-‐263, pág. 252, citado en Leonhard, Jörn, Liberalismus. Zur historischen Semantik eines europäischen Deutungsmusters, München, Oldenbourg Verlag, 2001, págs. 25-‐26.
232
división entre los liberales, no debe infravalorarse el papel de los intereses más
materiales vinculados al poder. En concreto la cuestión del reparto de empleos, la venta
de bienes nacionales y los impuestos628.
El desarrollo de la nueva línea de significado que vinculaba a los partidos a su
existencia parlamentaria tuvo entre sus consecuencias la superposición paulatina del
par liberal-‐carlista por el par moderado-‐exaltado. Ambas parejas vinculadas a contextos
muy distintos. A finales de 1835 el procurador García Carrasco apreciaba: “Yo no veo
más que dos partidos, y es preciso hablar de ellos, pues profesan diferentes principios
políticos, y uno de los dos ha de ocupar los bancos ministeriales”629.
Partido se estaba asentando en el lenguaje político diario, lo que no implicaba
aceptar plenamente sus consecuencias semánticas, al menos desde un punto de vista
etimológico: ser una parte de un conjunto mayor. Evidentemente, quienes utilizaban así
el concepto no abogaban por la existencia de varios partidos. El Conde de Navas
ejemplifica este uso de partido contrario a la etimología. A principios de 1836 propugnó
la unidad del partido liberal a la vez que lo equiparaba a toda la nación. Tampoco
Morales, por ejemplo, quería más partido que el de la felicidad de la patria. El diputado
Burriel, por su parte, no quería oír hablar de partidos y sólo reconocía el de la nación. En
un corto período de tiempo, en los primeros meses de 1836, se sucedieron varias
intervenciones en este sentido. El argumento se repetiría durante toda esta fase. Lo
significativo fue que el rechazo ya no se dirigió al uso del término en sí, sino a la división.
Recordemos que durante el Trienio la crítica se hacía tanto a la división como a la
utilización del término: partido liberal o constitucional era una denominación impropia
debido a su identificación con toda la nación. Ahora, en la Regencia, no se rehúye el
oxímoron.
628 Colomer, Antonio, “El enfrentamiento de intereses en la división del movimiento liberal español,
1833-‐1836”, en Revista de Estudios Políticos, nº 185, 1972, págs. 109-‐142, pág. 111. La empleomanía sería considerada el peor mal que aquejaba a España. Campuzano citaba a este respecto al poeta Arriaza: “Serviles, liberales, / No es más que un juego / A la tira y afloja / Por un empleo”. La cuestión que las absorbe a todas (15-‐08-‐1843), en: Los partidos, pág. 18.
629 DS, 29-‐12-‐1835, pág. 178.
233
En la legislatura de 1836-‐1837 cada vez más voces reivindicaron la legitimidad y
necesidad de los partidos en un régimen parlamentario. El siguiente paso lógico en la
normalización lingüística del concepto, una vez aceptada la existencia de partidos en el
parlamento, fue el reconocimiento público de pertenencia a un partido. Exceptuando
una temprana declaración de Galiano en este sentido en 1836630, las afirmaciones de ese
tenor eran aún escasas. Diputados como Olózaga y Gil, favorables a la existencia de
partidos en el parlamento, afirmaban en cambio no pertenecer a ninguno. No habría que
esperar mucho para que esta prevención cambiase. Sólo unos meses después
comenzarían a aparecer declaraciones explícitas de pertenencia a un partido.
3.2. Partidos “legales” y facciones
El reconocimiento de la función de los partidos, incluso por estos mismos
diputados, continuaba siendo, a pesar de los evidentes desplazamientos semánticos,
frágil, como se puso de manifiesto tras la aprobación de la Constitución de 1837, fruto
del acuerdo de exaltados y moderados. Los mismos diputados que poco antes apoyaban
la existencia de los partidos en la cámara, Olózaga entre otros, deseaban ahora que la
nueva Constitución acabase con todos los partidos que habían dividido a los liberales.
Sin embargo, no todos los diputados compartían este punto de vista. Uno de ellos se
apoyó en su intervención en el uso del epíteto “legal” para establecer las diferencias
entre los partidos legales y los que no lo eran para derivar a partir de ahí la legitimidad
de su existencia también bajo la nueva constitución. De este modo se respondió a la
intervención de Olózaga de 27 de noviembre de 1837 en la que éste apoyaba que en la
contestación al discurso de la corona se mencionase expresamente que con la
Constitución de 1837 debían desaparecer todos los partidos que hasta entonces habían 630 “Uso de la voz partido porque no hay otra que denote las diversas opiniones; y así para mí el hombre
de partido es un hombre recomendable, porque en ello da una prueba de que tiene una opinión fija, como debe ser. Las opiniones por eso es preciso que produzcan partidos” DS 24-‐12-‐1835. En este caso Alcalá Galiano sitúa opinión en una relación genética con partido frente al discurrir paralelo –líneas de significado-‐ de ambos términos tal y como expresaba en el debate sobre la fusión.
234
dividido a los liberales y con ellos los términos que servían para designarlos –mayoría,
minoría, progreso…-‐. En adelante el criterio para elegir a los diputados debería ser su
capacidad, con independencia de poseer una tendencia más o menos liberal. La siguiente
cita de Martínez de la Rosa sobre este punto sirve como resumen de la posición
contraria:
“Que este símbolo de unión es la terminación de todos los partidos
reprobados, sin embargo que la índole de los Gobiernos representativos
exige haya partidos políticos legales dentro de la ley; no los criminales, los
que van fuera de la ley, los que buscan armas vedadas y minan el terreno
para destruir el Estado; y en comprobación de que existen estos partidos
políticos legales, cito el ejemplo de la Inglaterra y la Francia, Naciones
amaestradas en la carrera de la libertad”631.
El propio Olózaga se identificaría con estas palabras poco tiempo después al
reducir al terreno legal el ámbito en el que se pueden enfrentar los partidos, ámbito que
equivale a la asunción de unos mismos principios, es decir, de una misma ley
fundamental632. Olózaga sirve como ejemplo del político que encarna la convivencia de
actitudes incompatibles desde nuestra perspectiva, pero comprensibles en un marco de
formación de conceptos.
La sucesión de opiniones contradictorias sobre los partidos al hilo de la evolución
de los acontecimientos no hace sino reflejar una concepción aún vacilante. Por eso el
acuerdo logrado en torno a la nueva constitución puede dar pie de forma aparentemente
paradójica tanto a llamadas a la desaparición de los partidos liberales como a
precisiones semánticas que reforzaban su reconocimiento. En este segundo sentido, la
631 DS 28-‐11-‐1837. Otro ejemplo del mismo tenor lo encontramos en una intervención posterior del
diputado Benavides: “preciso es reconocerlo en una de esas palabras que sirven de enseña entre nosotros á un partido; y cuidado que cuando hablo de partidos en este sitio, me refiero aquí a aquellos partidos que pueden existir y existen en el sentido legal y con arreglo á la Constitución en este recinto y fuera de él”, DS 27-‐03-‐1838.
632 DS 26-‐01-‐1838.
235
ley fundamental se interpretó también como límite del campo de acción de los partidos.
En cierto modo, la dinámica bipartidista entre monárquico-‐constitucionales y
progresistas se teorizó con la aceptación de la constitución de 1837. Se postularon
cuatro normas de comportamiento: no oponerse a las reformas realizadas por el partido
contrario, rechazar cualquier acto revolucionario o involucionista, no aceptar principios
sociales subversivos, actuar respecto del otro partido con buena fe y sin mezquindad633.
Pero ¿qué subyace a esa carencia de precisión? El origen de la vacilación se
encuentra en el solapamiento de un significado en el que prima la idea de
enfrentamiento radical junto a una nueva línea de significado basada en la posibilidad de
una competencia leal y legal. En este segundo sentido la diferencia entre ambos partidos
se plasmaba en el modo en que éstos desarrollaban las leyes orgánicas, más democrático
en un caso, más monárquico, en el otro. La expresión partidos legales que utilizó
Martínez de la Rosa y asumió el propio Olózaga constituyó, por tanto, un esfuerzo de
precisión conceptual que intentó delimitar con más claridad el papel y el ámbito de
acción de los partidos a la vez que era un medio de diferenciarlos de los absolutistas. El
sintagma partido parlamentario también apareció con relativa frecuencia cumpliendo
una función parecida a la de partido legal: deslindar su sentido del de los partidos
inmersos en un contexto de enfrentamiento total. Este aspecto constituye uno de los
puntos de cambio semántico más importantes de este período, en el que comenzaron así
a perfilarse los elementos que definen a un partido de forma simultánea a la
constatación por parte de los publicistas de la época de su necesaria vinculación con un
régimen liberal, una identificación de la que hay ejemplos anteriores, pero que se
generaliza claramente durante la regencia de Mª Cristina634.
En un artículo publicado en junio de 1836 en La Ley titulado “De los partidos”, los
gobiernos absolutos se definían por la ausencia de partidos, razón por la cual, concluía el
autor, la “voz del público” no se hace oír. Muy distinta era la situación donde existe un
gobierno representativo. Allí el libre debate generaba el surgimiento de partidos que
intentaban hacerse con el gobierno. La lucha y el debate entre los partidos surgidos de la
escisión en el liberalismo no se consideraba algo negativo siempre y cuando no 633 Adame de Heu, Wladimiro, Sobre los orígenes del liberalismo histórico…, op. cit., pág. 22. 634 Comellas García-‐Llera, José Luis, “La construcción del partido moderado”, op. cit., pág. 9.
236
traspasasen el límite marcado por la ley, “expresión de la voluntad nacional, que a todos
sujeta, porque todos contribuyen a su confección”. La falta de educación política en los
partidos obligaba a las autoridades a ser inflexibles en la observancia de la legislación,
límite de su tolerancia. La legalidad, concebida como criterio de aceptación de los
partidos, conllevaba la exclusión de los absolutistas del debate político635.
En el mismo periódico, el día anterior se calificaba de facciones a los “dos
partidos extremos”: el carlismo y la facción radical. Entre ellos se encontraba el justo
medio, constitucional, conservador y progresista a la vez, la “opinión verdaderamente
liberal”, la clase media que representa el partido moderado636. Dos artículos, que
publicados en días sucesivos, parecían contradecirse. ¿Cómo se explica el paso desde la
afirmación sobre la existencia de un justo medio auténticamente liberal, con el
componente de exclusión que implica, hasta la aceptación de la pluralidad de partidos
liberales en un marco de respeto a la legalidad? La respuesta a esta discrepancia parece
provenir del distinto nivel de abstracción de los artículos. La actividad partidista legal es
aceptada en un sistema representativo, de hecho es consustancial a él, sin embargo,
cuando la atención se centra en el nivel práctico, alejándose de las consideraciones más
teóricas, las afirmaciones sobre este mismo tema se matizan. Carlistas y radicales están
fuera de la ley debido a los principios que defienden y a los medios que utilizan, lo que
equivale a una negación de facto de la dinámica partidista por exclusión de los
competidores. Esta convivencia de la aceptación teórica con la apreciación de la
imposibilidad de que exista en la práctica dadas las condiciones existentes es otro
elemento que ayuda a explicar las oscilaciones y afirmaciones parcialmente
contradictorias tan comunes en estos años y de las que estos artículos de La Ley son sólo
un ejemplo.
La utilización del epíteto “legal”, que proliferó en estos años especialmente en La
Revista Española, no se limitó a su vinculación con los partidos. La expresión “libertad
legal”, por ejemplo, aparece con bastante frecuencia, sobre todo a finales de 1834.
Aunque “legal” no se limita sólo a este sintagma, sino que se combina con otros
conceptos claves de la época que articulan la nueva comprensión del mundo político y 635 “De los partidos”, en La Ley, nº 4 (4 de junio de 1836), Madrid. 636 “Estado de los partidos en España”, en La Ley, nº 3 (3 de junio de 1836), Madrid.
237
social. A “libertad legal” se añaden de esta forma “oposición legal” y “reformas legales”
entre mediados y finales de 1835. La Abeja y El Español, dos cabeceras moderadas,
reivindican por su parte en sucesivos artículos el “progreso legal”. Lo que a posteriori
puede parecer extraño si se tiene en cuenta la ulterior apropiación de este lema por
parte del partido conocido precisamente por el nombre de progresista, no lo era tanto
en ese momento. Pacheco había calificado, por ejemplo, al gobierno de Martínez de la
Rosa de defensor de un progreso lento, pero seguro637. En 1835 al futuro partido
progresista aún se le llamaba habitualmente “exaltado” o “del movimiento”. Así El
Español hablaba de partido “exaltado” o “mendizabalista”, y el Eco del Comercio de
“moderados”, “ministeriales” o “fusionistas”. Aunque en febrero de 1836, el Eco ya hable
de partido progresista, no será hasta 1839 cuando a iniciativa de Olózaga, esta
denominación pase a ser de uso general. Un ejemplo de la creciente aceptación de este
epíteto es el conflicto de marzo de 1837 entre la escisión doceañista de Aniceto de
Álvaro y Fermín Caballero para apropiarse de ese término638.
Balmes también prestó atención al (mal)uso de las denominaciones políticas por
la vanguardia liberal. En el capítulo XI de sus Consideraciones reflexionó sobre el
concepto de “progreso”, que para el partido progresista se resumía en la limitación de
las facultades de la corona y en la lucha contra las clases del Antiguo Régimen. A este
término se le añadía a veces “un epíteto muy inocente, muy cuerdo, que saliera
digámoslo así, por fiador de su compañero, formándose de esa manera la expresión
progreso legal”639. El partido que hacía suyo este lema ganaba al sustituir el nombre de
exaltado por el de progresista. El primero es malsonante y comulga mal con el de
hombre público de cualquier orden. Progreso en cambio no expresa una pasión sino un
pensamiento generoso. Este es el sentido del término antes de ser pasado por el tamiz
de los partidos. En las revoluciones todo se trastorna, también el diccionario de la
lengua. Balmes pretendía analizar la palabra en sí para comprobar de ese modo el grado
en que se asemejaba su verdadero significado al uso que de ella hacían los partidos.
637 “El sistema del ministerio ¿es sistema de resistencia?”, La Abeja, 27-‐01-‐1835. 638 Adame de Heu, Wladimiro, Sobre los orígenes del liberalismo histórico…, op. cit., págs. 106-‐107. 639 Balmes, Jaime, Consideraciones políticas sobre la situación de España (1840), Doncel, Madrid, 1975,
pág. 68.
238
El hincapié en la legalidad de la acción de los partidos, límite a la vez que garantía
de su reconocimiento, condicionaba también la libertad de acción del gobierno, que
aceptaba de este modo un ámbito de competencia legítima entre los partidos delimitado
legalmente. Sin embargo, para Carnerero este reconocimiento quedaba recluido en un
nivel formal. El gobierno no asumía las consecuencias prácticas que de él se derivaban.
En realidad las recriminaciones del gobierno a la oposición tendían a desproveerla de su
vitalidad al no aceptar las críticas que desde los partidos se le hacían640. A pesar de estos
titubeos, la oposición también pasó a ser “legal”, como resalta un artículo también
publicado en La Revista Española meses después. La oposición, completada por el
epíteto de legal y localizada en las tribunas parlamentarias y los periódicos, era un
elemento positivo en los gobiernos representativos además de inherente a ellos. El
reverso de este freno al gobierno adoptaba la forma de conjuras, calumnias y
conmociones que buscaban la defenestración del poder establecido. Su calificación era la
de crímenes por contraste con la oposición. La oposición legal no puede embarazar la
marcha del poder porque, como indican los dos términos que componen la expresión, la
mayoría apoya, en primer lugar, al gobierno y la minoría se mantiene dentro de los
límites que marca la ley, en segundo lugar. Ante una eventual pérdida del apoyo
parlamentario, al ministerio le quedará el recurso de disolver las Cortes y someterse al
criterio de la opinión pública641. De esta forma se habilitan los mecanismos que
permiten el cambio de un ministerio dentro los cauces legales y se imposibilita cualquier
recurso a la fuerza basado en la inexistencia de esos mecanismos.
Este artículo de La Revista forma parte de una serie que tiene como tema
principal la delimitación de las relaciones entre el gobierno y los partidos mediante el
recurso a la legalidad. Siguiendo los cauces legales, los partidos deben reclamar al
gobierno la solución de los problemas que provocan las asonadas, medios de acción
extremos de los partidos, fruto del acaloramiento642. En este sentido, el enfrentamiento
entre los partidos no es peligroso siempre que se circunscriba al terreno de la legalidad.
Sin embargo, como consecuencia de la lucha, algunos de sus integrantes recurren a la
640 La Revista Española, 26-‐05-‐1835. 641 “Oposición legal”, La Revista Española, 19-‐04-‐1836. 642 La Revista Española, 19-‐02-‐1835.
239
arbitrariedad, apoyada en la fuerza, y otros a la anarquía y la licencia, que necesita a las
masas. Ambos extremos debían evitarse643.
Uno de los principales defensores de la legalidad en la política asociada a la
existencia de partidos fue Joaquín Francisco Pacheco. Ya en 1835 este importante
jurista, político y periodista afirmaba que la tolerancia entre los partidos no debía ser
sólo teórica, sino también práctica. De este movimiento desde la teoría a la acción
práctica se derivaría la alternancia de los partidos liberales en el poder y entre sus
consecuencias habría que contar la desaparición del carácter peyorativo del epíteto
ministerial a medida que se fuese aplicando de forma sucesiva a todos los partidos644.
Más de diez años después seguiría defendiendo una opinión similar. En 1846 expuso en
El Pensamiento de la Nación la necesidad de incluir entre los partidos legales al
progresista como medio para recuperar la antigua unión en el seno del partido
moderado y frenar el crecimiento de los partidos extremos645.
Para la reconstrucción de la opinión de Pacheco sobre los partidos políticos
debemos acudir a su producción periodística, ya que en la jurídica y en su célebre curso
de Derecho constitucional no se encuentran referencias a ellos. Pacheco fue de los
primeros en reconocer la existencia de partidos políticos en el estamento en un
momento en el que la mayoría de las observaciones coincidían en resaltar, por
diferentes razones, la unidad de los procuradores. Ya entonces advertía contra el peligro
que se derivaba de ejercer una oposición sistemática. Entre la divergencia y la oposición
sistemática “que sólo tiende a destruir, hay una distancia inconmensurable”646. Tampoco
ignoraba la relación entre el gobierno y los partidos: un gobierno se sostiene mientras
tiene el apoyo de la mayoría de los cuerpos legislativos. La dinámica parlamentaria
provoca que cuando un gobierno pasa a la oposición (“oposición sistemática, que es la
verdadera oposición” dice en este artículo en clara contradicción con lo afirmado en la
mayoría de sus artículos), le reemplaza otro extraído de la antigua oposición: “tal es el
mecanismo gubernativo del sistema constitucional: ¿qué persona medianamente 643 La Revista Española, 07-‐03-‐1835. 644 La Abeja, 19-‐11-‐1835 645 ”Memoria del individuo influyente de la oposición conservadora”, El Pensamiento de la Nación, 17-‐06-‐
1846. 646 La Abeja, 13-‐08-‐1834.
240
instruida puede ya ignorarlo?”. Precisamente la constitucionalidad de un partido
depende de su capacidad de ofrecer un sistema de gobierno647. A la naturaleza de la
oposición dedica unos cuantos artículos en un tono claramente positivo. Lejos de ser
negativa, su fundamento se encuentra en la libertad y entre las cualidades positivas de
sus miembros se encuentran el patriotismo y la ambición. Los límites de su acción, sin
embargo, son difusos, lo que no significa que no los haya. La oposición, por ejemplo, no
debe trastornar las instituciones, lo que supone el reconocimiento de unos límites
legales. Pacheco se desplaza constantemente en sus artículos, como por otra parte es
habitual en la época, entre la reflexión general sobre el ser y las funciones de la
oposición y el análisis de la oposición concreta, permitiéndole juzgar a la segunda en
función de la primera648.
La relación entre el gobierno y la oposición gira fundamentalmente en torno al
concepto de oportunidad. Este concepto es el más empleado para argumentar contra las
exigencias de la oposición. En virtud de este idea se aceptan las peticiones, pero se
matiza que no es el momento adecuado. La oposición, por su parte, rechaza las razones
de oportunidad. Es un argumento importante en el plano discursivo, pero no es un
simple recurso retórico, también tiene su fundamento en el principio de realidad. Es un
argumento al servicio de una concepción política determinada. Las teorías deben
responder a las circunstancias concretas. Es necesario el “sentido común”, que debe
modificar las teorías sirviéndose para ello de la idea de oportunidad649.
A raíz del intento de asesinato de Martínez de la Rosa, Pacheco vuelve a publicar
una serie de artículos sobre la oposición en los que retoma la distinción entre la
oposición constitucional y su contraria650. Esta contraposición fundamenta su crítica a El
Eco, al que acusa de estimular desórdenes con sus declaraciones y de ser el
representante de la clase de oposición que olvida la constitucionalidad de la mayoría.
Ésta hace la ley y expresa la voluntad del país. El respeto que la mayoría debe a la
oposición debe ser correspondido con el respeto de la minoría a la autoridad de la
647 La Abeja, 28-‐11-‐1834. 648 La Abeja, 28-‐08-‐1834. 649 La Abeja, 09-‐05-‐1835. 650 La Abeja, 15-‐05-‐1835 y 24-‐05-‐1835.
241
primera. Pacheco afirma que la oposición parlamentaria existente en España es legítima.
Su crítica se centra en la extraparlamentaria, responsable de turbar el orden público.
Pide, por tanto, a la primera que se sume a su voz para combatir el desorden651.
La intensidad con la que defendió a lo largo de su dilatada carrera la importancia
de la legalidad fue proporcional a la amarga decepción que dejó su paso por el gobierno
en 1847. Contradiciendo las prácticas parlamentarias que siempre había defendido,
Pacheco subió al poder mediante la influencia cortesana y se mantuvo como un gabinete
sin apoyo en las Cortes652. Especialmente duro se mostró Andrés Borrego en este punto.
La preponderancia que se había dado a la corte en perjuicio de las influencias políticas
del país comenzó con el gabinete de Narváez y continuó con Istúriz y una parte de los
puritanos cuando estos aceptaron puestos en ese ministerio. Pacheco, cuando ocupó la
presidencia, en lugar de terminar con ese sistema, barrenó “en el poder los principios de
legalidad de que había hecho tan pomposo alarde en la oposición”. Incluso apeló a
Narváez, al que en otra etapa había hecho oposición, para que le sucediese en el poder.
No lo llamaba como representante de otro sistema, sino para que lo confirmase en el
puesto de embajador en Roma para el que él mismo se había nombrado653. El papel de
los puritanos en el gobierno no reflejo el contenido de sus declaraciones programáticas,
aunque la interpretación de las leyes fue más abierta. En este sentido, se promulgó una
ley de amnistía, que permitió el regreso de los progresistas exiliados, y no se obstaculizó
la acción de los progresistas en las elecciones de junio de 1846654.
Con anterioridad a los sucesos que mostraron crudamente la flagrante
contradicción entre la defensa teórica de unos postulados y su olvido en la práctica, la
opinión de Pacheco sobre este punto, su insistencia en el respeto a la legalidad como
leitmotiv de su pensamiento, fue compartida por otros miembros de la fracción puritana.
Quizá el más destacado fuera Nicomedes Pastor Díaz. Las referencias a la necesidad de
un marco legal básico intocable salpican los folletos y artículos periodísticos de este
651 La Abeja, 29-‐05-‐1835. 652 Rico y Amat, Historia política y parlamentaria…, pág. cit., tomo III, págs. 515-‐516. 653 Borrego, Andrés, De la organización de los partidos en España considerada como medio de adelantar la
educación constitucional de la nación, y de realizar las condiciones del gobierno representativo, Madrid, 1855, págs. 96-‐98.
654 Artola, Miguel, La burguesía revolucionaria (1808-1869), Madrid, Alianza editorial, 1973, pág. 216.
242
político y publicista, como muchos otros en su época. La defensa de la necesidad de un
principio inconcuso de gobierno se encarna en el título de un artículo que condensa las
ideas fundamentales de su autor sobre este punto655. Pastor Díaz identifica una
convicción general, presente en todas las épocas, relativa a la necesidad de un principio
de fe política intocable sobre el que se sostenga y fundamente el poder. Principio que no
se identifica con unas determinadas leyes secundarias, principios y formas de gobierno,
con lo que el abanico de posibilidades de organización política forma parte de lo
discutible. Este principio fundamental debe tener la solidez de los axiomas matemáticos.
Sin él el edificio político se desmorona “y sería la tela de Penélope el trabajo de los
legisladores de los pueblos” [una de las imágenes que en Larra definían la España de
aquella época]656. El acceso a un principio capaz de cumplir esta función no puede
realizarse desde la teoría. Encontrar una base fija para todos los partidos, un punto
común que sirva de límite a todas las opiniones es casi imposible en este sentido.
Hobbes habría buscado en la fuerza lo que la revolución en la soberanía popular,
intentos ambos impracticables que a fuerza de legitimarlo todo, no daban legitimidad a
nada. Para encontrar el principio adecuado la mirada debe volverse, según Pastor Díaz,
de la teoría a la práctica, que en este caso significa el consenso de todos los partidos. Es
decir, esta verdad no se encuentra en un principio abstracto, se construye y sólo la ley
puede crearla. El principio inconcuso del gobierno es, por tanto, el respeto a la ley y al
poder vigente. Cuando no se respeta la ley, queda la fuerza. En este marco, la soberanía
del pueblo encuentra cabida como poder establecido por la ley y en los términos en que
ésta la fija. Hay en Pastor Díaz un reconocimiento de la vulnerabilidad de las
instituciones humanas y del consenso social explícito o tácito que requieren para su
conservación. La fuerza de la ley no está en la imposibilidad de violarla, sino en la
convención, en la obligación de no hacerlo. Un principio de gobierno no puede, en
consecuencia, sancionar las insurrecciones cuando triunfan, sostener la inestabilidad. Es
“antisocial y absurdo que en una sociedad, dividida en intereses y opuestos bandos, no
haya unos límites, una valla, una cinta que todos respeten, que ninguno traspase”. “Esa
655 “Necesidad de un principio incontrovertible de gobierno”, El Conservador, nº 23, 20-‐02-‐1842, en:
Pastor Díaz, Nicomedes, Obras completas, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1970, págs. 65-‐69. 656 Ibíd., pág. 67.
243
valla, esa cinta es la ley”657. Su respeto a la legalidad imperante le llevó a defender la
constitución de 1845, a la que inicialmente se oponía658, una vez que aprobada,
convencido de que en ella hay cabida para todos659. Su aceptación no le impide ser
crítico con la sustitución de la anterior ley fundamental, pero piensa que en lo
fundamental la constitución de 1845 ha conservado las bases del sistema representativo
y que sigue dando respuesta, por tanto, a las grandes cuestiones políticas que tiñeron el
enfrentamiento de los partidos en anteriores épocas. “Esas cuestiones no existen para
nosotros en el seno de los partidos a quienes nos dirigimos, porque no reconocemos a
los partidos sino en la esfera de la ley, que ha resuelto esas cuestiones”660. En la nueva
constitución cabe tanto su defensa como su reforma.
La consolidación de las instituciones depende asimismo de que los partidos no
coloquen su interés particular por encima de la moral y el decoro cuando se trata de
hacer funcionar el proceso legislativo. Los partidos disponen de medios perniciosos
capaces, por ejemplo, de dilatar indefinidamente en el tiempo la aprobación de una ley
entorpeciendo con ello el funcionamiento del sistema661.
Ese límite necesario aceptable por todos que Pastor Díaz y Pacheco, entre otros,
creen encontrar en la ley, Balmes lo sitúa en lo que llama un pensamiento superior a los
partidos que se asemeja a un punto de apoyo para la máquina política. La necesidad de
una base ajena a la discusión como principio estructurador de la realidad política sirve a
un mismo propósito general: la estabilidad, aunque entendida de forma muy distinta.
Esta divergencia en sus consecuencias impide encontrar en la necesidad de un principio
superior la compulsión a eliminar los partidos del paisaje político. El origen último debe
residir en otro sitio: el carácter de ese límite o verdad política. No se pone, por tanto, en 657 Ibíd., pág. 69. 658 En su Discurso sobre la reforma de la constitución de 1837 (DS 30-‐10-‐1844) se opone a la
modificación de la ley fundamental porque introduce el principio del desorden y abre la puerta a que cada partido reforme la ley fundamental cuando llegue al poder. En la imperfección de la constitución de 1837 reside su virtud, en no estar hecha con los principios exclusivos de ningún partido, sino con los de todos, en: Condiciones del gobierno constitucional en España (Reforma de A la Corte y a los Partidos, publicado en 1848, pero firmado a 31 de julio de 1846), Obras completas…, op. cit., págs. 368-‐372.
659 Ibíd., pág. 270. 660 Ibíd., pág. 288. 661 “De las asambleas deliberantes como poder legislativo”, El Conservador, nº 21, en: Pastor Díaz, Obras
completas, op.. cit., págs. 70-‐74.
244
duda el valor de un principio axiomático para la estabilidad política, que se subsume en
una determinada idea de verdad. El problema consiste en conjugarlo con la aceptación
de una dinámica política en la que los partidos parecen imposibles de erradicar. Una
verdad positiva, dotada de un contenido concreto, presenta unas dificultades
insoslayables para el reconocimiento de la división. Pastor Díaz da un rodeo a este
problema, en lo que atañe a la política, dando un contenido formal al concepto de
verdad. En este sentido, el principio inconcuso no expresa un contenido concreto, sino
que es una fórmula de funcionamiento, no apoya una forma de gobierno concreta, sino el
medio de sentar las bases del cambio. Es una fórmula que se caracteriza por la fluidez
frente a la rigidez de opciones como la de Balmes.
Para Balmes la realidad ha demostrado que el mando de los partidos es
imposible. Ni progresistas ni monárquicos ni moderados pueden gobernar en solitario;
por otro lado, las coaliciones tampoco son posibles. Un gobierno de partido en sentido
estricto, estable y duradero, es contradictorio en sus propios términos, tanto en
Inglaterra como en Francia y, por supuesto, en España. Con independencia de la forma
de gobierno, ya sea una monarquía, una república o un gobierno mixto, se requiere un
pensamiento superior. Este pensamiento puede estar encarnado en una persona, una
corporación o una clase capaz de destruir a los partidos o de limitarlos alrededor de un
punto fijo. La desgracia para España y la causa de la inestabilidad es su ausencia. No
existe. Hay una institución, sí, pero sin pensamiento propio –minoría de Isabel II-‐. El
resultado es la inestabilidad de unos partidos que se tienen a sí mismos como referencia,
sin unidad de miras, sin plan común. Gobiernos de partido que atienden a sus hombres
más que a las cosas y que al llegar al poder degeneran en pandillas incapaces de
satisfacer todas las ambiciones, descomponiéndose progresivamente662 .
662 “Reflexiones sobre el malestar de España, sus causas y remedios”, El Pensamiento de la Nación, nº 36,
09-‐10-‐44, vol. I., pág. 561, en: Balmes, Jaime, Consideraciones…, op. cit., págs. 247-‐257.
245
3.3. Un tercer partido como solución a la incapacidad de los partidos
moderado y progresista. Medio para la unión.
La estructura lingüística de las clasificaciones de partidos suele caracterizarse
por la formación de sistemas binarios o ternarios: conservador/liberal,
republicano/monárquico. El “partido del justo medio” o “tercer partido” puede
explicarse en ocasiones como una tentativa de romper el sistema binario y la dinámica
de partidos existente663. Este último es el sentido con el que mayoritariamente se
presenta el tercer partido en España. No obstante, al contrario de lo que podría parecer,
no siempre se persigue con la emergencia de un tercer partido la liquidación del sistema
de partidos. En ocasiones se contempla más bien como un medio para depurar unos
partidos que resultan nocivos sustituyéndolos por otros más adecuados.
Este es el caso de Bernardino Núñez (1806-‐1865), que también se incluye en el
grupo de publicistas que en torno al cambio de década utilizan la voz partido en un
sentido esencialmente positivo664. Una vez más se comienza por el lugar común de
afirmar que la existencia de un sistema constitucional basado en la libre discusión de las
distintas opiniones implica la necesaria aparición de partidos. Habiendo dejado sentada
esta ya antigua vinculación, Núñez encara el verdadero objetivo de su texto: los partidos,
fenómeno inevitable, son en el caso español el principal obstáculo para el desarrollo del
sistema constitucional debido al “espíritu de exclusivismo” que los domina y a la
intolerancia del partido liberal con la fracción pacífica y honrada del absolutismo665.
Este mismo espíritu es responsable de la división de los liberales en distintos grupos a
los que en algunos pasajes se refiere como partidos y en otros como facciones666.
Aceptar a los partidos como parte integrante del sistema no implica consentir que su
663 Charlot, Jean, Los partidos políticos, a. redondo, editor, 1971, pág. 21. 664 Núñez, Bernardino, De nuestra situación. Moderados, exaltados, tercer partido, Madrid, 1840. 665 Ibíd., pág. 10. 666 Ibíd., pág. 14.
246
lucha sea violenta, incapacitándoles para el debate667, ni tampoco, agravando la división
entre moderados o conservadores y exaltados o progresistas, la primacía de los
intereses personales en perjuicio del bien público668. Para Núñez, la solución a la
situación generada por estos dos partidos no puede proceder de ellos. Es necesaria la
formación de un grupo de diputados honestos e imparciales preocupados por el bien
público que formen el núcleo de lo que en el futuro serán nuevos partidos surgidos
mediante la reorganización de los actuales gracias a un tercer partido669, situado en el
centro de los “dos bandos extremos”670. Núñez reconoce que quizá el mayor obstáculo
para la formación de un tercer partido sea la creencia en su imposibilidad al no existir
unos principios sólidos que lo diferencien del resto. Sin embargo, el simple hecho de ser
consecuente con sus principios, aun siendo compartidos con los otros partidos, es razón
suficiente de su existencia en un ambiente político en el que ideas y hechos no se
corresponden. El problema radica, en definitiva, en los hombres y no en los principios671.
A pesar de esta afirmación, Núñez añade que el nuevo partido carecería de la fuerza
necesaria para subsistir si no se dotase de unas ideas peculiares que le diesen
personalidad propia672. La doctrina correcta que propone debería estar centrada en las
cuestiones más importantes de forma que, situándose en un punto medio entre las otras
dos, haga desaparecer “todas las oposiciones” sustituyendo a los dos partidos existentes.
Esta doctrina debe ser flexible y englobar lo que de verdad tienen los dos sistemas: la ley
conservadora y la progresiva identificada con sendos partidos673. La insistencia en la
superación de las dos fracciones liberales por una tercera no implica necesariamente un
sistema que a fuerza de tener un solo partido fuese un régimen sin partidos. La
667 Ibíd., pág. 12. 668 Ibíd., págs. 13 y 29. 669 Ibíd., págs. 20-‐23. Idea que no vuelve a mencionar, insistiendo, como veremos, en la existencia de un
solo partido. 670 Ibíd., pág. 24. 671 Ibíd., pág. 26, “la inconstancia de sus doctrinas, la ninguna convicción con que sustentan sus
respectivos principios”, pág. 33. Respecto a la posibilidad de un tercer partido: “creo haber suficientemente probado […] que un tercer partido sería desde luego posible, aun cuando no aspirase a presentar un sistema especial de doctrinas no conocido hasta ahora y mas humilde y modesto se contentase con hacer de la cuestión política una cuestión de honradez…”, págs. 39-‐40.
672 “Acaso por haber desconocido esta verdad se han frustrado todos los conatos dirigidos al mismo objeto, si bien fuera del parlamento”, lo que parece implicar que para Núñez la participación en el parlamento es un requisito de la formación de un partido con posibilidades de éxito, pág. 42.
673 Ibíd., pág. 61.
247
superación de los partidos mediante un tercero se reduce al campo liberal, es decir, se
recuperaría la unidad original de los liberales, pero nada se dice acerca de la fracción
absolutista pacífica que mencionábamos antes. Recordemos, por último, que para
Bernardino Núñez los partidos surgen de forma natural en un sistema constitucional de
libre discusión. Razón por la cual tampoco comparte el autor los límites impuestos por
ambos partidos a la libertad de imprenta, consustancial a un régimen que se caracteriza
precisamente por el debate de las ideas674.
Andrés Borrego también reflexionó sobre la conveniencia de un tercer partido
dotado de ideas nuevas y vinculado a la nueva generación liberal. En dos artículos, a los
que separan dos años, pero que comparten encabezamiento e intención, expone Borrego
la necesidad de superar la situación política existente. En el primero, escrito en plena
guerra civil, señala que ninguno de los tres partidos, carlista, moderado y exaltado es
capaz de llenar el vacío dejado por las ruinas del Antiguo Régimen. Son partidos
caracterizados por principios exclusivos, de agresión y defensa, “signos transitorios de
una situación de lucha que por larga que sea tendrá su término”675. El tercer partido se
presenta en este artículo como una agrupación destinada a superar y sustituir al resto
de partidos, un medio de recuperar la unidad liberal perdida. En el segundo Borrego
refuerza la conexión de este tercer partido con el partido moderado, cercanía
mencionada en 1838. Ese año sus dirigentes ya se habían mostrado más abiertos a una
coalición promovida por el tercer partido encaminada a finalizar la guerra. El
desplazamiento de los exaltados hacia posiciones más revolucionarias forzó una
separación que se hizo patente después del Convenio de Vergara. En ese contexto los
moderados jóvenes, quienes durante el Trienio apenas eran adolescentes, se aliaron con
el antiguo partido moderado. La nueva situación ofrecía cabida incluso a los carlistas,
agrupando con ello a la inmensa mayoría de la nación en palabras de Borrego. Todas las
opiniones políticas, excepto la revolucionaria, se integraban así en el partido que se
denomina “monárquico-‐constitucional”. La unidad también se recuperaba, aunque en
este caso no se llevaba a cabo mediante la superación de de los antiguos partidos, sino
674 Ibíd., nota en la pág. 31. 675 “El tercer partido – La nueva generación”, El Correo Nacional, 24-‐02-‐1838.
248
mediante el acercamiento al viejo partido moderado y la incorporación del resto de
opiniones no radicales676.
4. Fusión de los partidos
La “fusión de los partidos” se convirtió en el centro de una interesante polémica
durante los primeros años de la Regencia de María Cristina a raíz de una intervención de
Martínez de la Rosa en la que éste se sirvió de la citada expresión. Apenas pronunciada,
la expresión pasó a ser una cuestión susceptible de utilizarse para atacar al ministerio
existente677, en un argumento en el que apoyar las respectivas posiciones en las más
diversas materias como, por ejemplo, la relativa a la concesión de los empleos públicos.
En el cruce de interpretaciones sobre lo que realmente significaba el término
“fusión”, inevitablemente tuvo que reflexionarse sobre la segunda parte de la expresión.
Hubo que aclarar qué se entendía por partidos, a cuáles se refería la mentada fusión y
676 El Correo Nacional, 21-‐03-‐1840. 677 Joaquín Tomás Villarroya llama la atención sobre este punto al señalar que la conciliación que
defendía Martínez de la Rosa fue criticada entre otros por el Conde de la Navas, Trueba, Alcalá Galiano y Argüelles. El espíritu de conciliación entre lo antiguo y lo moderno, el orden y la libertad que inspiró la labor política de Martínez de la Rosa chocó, sin embargo, con una realidad que la hacía imposible. La guerra civil desbarató de antemano cualquier política basada en la concordia, El sistema político del Estatuto Real…, op. cit., págs. 121-‐127.
249
cómo se concebía su relación. Cada una de estas cuestiones constituye un aspecto de un
mismo fenómeno y es frecuente, como no podía ser de otro modo, dada su íntima
conexión en un momento en el que la formación de los partidos y su reflexión coinciden
temporalmente, que al abordarlas individualmente se terminase por pasar de una a otra.
Veamos la evolución semántica del concepto de fusión. Durante los primeros años
de la tercera etapa constitucional, las referencias a la fusión tenían como partes
susceptibles de unirse el partido liberal considerado como un todo, por un lado, y a
quienes no pertenecían originalmente a él, por otro. Las diferencias emergían a la hora
de concretar quiénes eran esos otros y, una vez definidas las dos partes, en la
oportunidad de llevarla o no a cabo. Posteriormente también se hizo uso
esporádicamente de la voz fusión para referirse a la necesidad de recuperar la unidad
del partido liberal., aunque para ese objetivo se utilizó preferentemente la palabra
“unión”. Con independencia de los partidos a que se aludiese, la guerra civil era el
vórtice que siempre terminaba adquiriendo protagonismo. Era el inevitable telón de
fondo al que explícita o implícitamente remitían todas las opiniones.
Hemos visto cómo la supuesta condescendencia, la búsqueda de
conciliación de Martínez de la Rosa fue criticada desde los escaños del Estamento. Dos
de los frentes en los que se bifurcaba esta crítica hacía referencia al papel y composición
de la milicia y a la conservación en sus puestos de funcionarios considerados contrarios
a las instituciones vigentes, lo que para algunos procuradores era parte de una política
de conciliación de más largo alcance. Por esa razón la crítica se terminaba centrando en
las relaciones del partido liberal con otros bandos, deslizándose así hacia lo que se
consideraba el núcleo de la cuestión.
Una intervención de Palarea sirve de claro ejemplo sobre la evolución de las
discusiones sobre este tema, que invariablemente conectan la cuestión de los empleos y
la milicia con la fusión y la guerra civil. Palarea utilizó como argumento para apoyar su
postura contraria a la conciliación la imposibilidad de la fusión de partidos e intereses
mientras durase la guerra civil. Ya en el Trienio se había cometido el mismo error, una
250
fusión de partidos con uno con el que jamás podía practicarse678. En esa misma
sesión679, y a consecuencia de la intervención de Palarea y de otras del mismo tenor, el
Conde de las Navas verbalizó un hecho que en ese momento ya debía de ser obvio para
todos: las múltiples alusiones a la idea de la fusión de partidos que se estaban
produciendo en el debate. Al contrario que otros procuradores, el Conde de las Navas no
dirigió su objeción a la idea en sí expuesta en la intervención del secretario de Estado,
que había tenido lugar el día anterior y en la que éste declaraba que entre quienes
marchaban a un mismo punto, aun bajo diferentes enseñas, debía haber fusión. La idea
considerada de forma abstracta podía ser interesante, sin embargo, la experiencia había
demostrado que detrás de esas palabras se escondía una fusión entre principios
opuestos, entre quienes defendían el despotismo y la libertad de Isabel II. Tres veces se
había intentado ese sistema de fusión manteniendo en sus empleos a los enemigos, y
cada una de ellas había fracasado.
No era la primera vez que se debatía sobre la milicia y tampoco la primera en la
que surgía colateralmente el tema de la fusión. Meses antes se discutió si la ley destinada
a regular la milicia urbana obligaría a integrarse en ésta a todos los españoles [aquellos
que cumpliesen ciertos requisitos económicos, se entiende] o solamente a los que ya
estaban inscritos y a los voluntarios. El procurador Galwey defendió la primera opción
considerando que constituía un medio adecuado para llegar a la fusión de todos los
españoles. La opción contraria la representó entre otros Alcalá Galiano argumentando
que con ella se evitaba entregar armas a quienes no defendían el trono. En una situación
de normalidad la extensión de la obligatoriedad a todos los españoles sería deseable y
aplicable, pero en medio de una guerra resultaba contraproducente. Alcalá Galiano
perfilaba de este modo el principal argumento en contra de la fusión de dos partidos
representantes de principios opuestos: la apelación al enfrentamiento bélico. La fusión
era, en cambio, factible cuando las partes a unir se calificaban de opiniones680. Fusión de
partidos no, pero sí de las opiniones divergentes de quienes defendían el Estatuto. Con el
678 Palarea critica la influencia de escribanos afectos al régimen anterior en las causas judiciales. Además
señala otro mal de la fusión: la deferencia con los privilegios de individuos desarmados y ocultos opuestos a Isabel II y al régimen constitucional, principal sostén de la facción.
679 DS 09-‐03-‐1835. 680 DS 12-‐11-‐1834.
251
uso de partido y opinión en una misma intervención Alcalá Galiano, consciente de la
polisemia del término partido, evitó incurrir en la ambigüedad que se habría derivado
de su uso aplicado a dos líneas de significado distintas. Reservó partido, como aún era
habitual entonces, para designar a los bandos enfrentados en un contexto caracterizado
por el uso de la fuerza, que se derivaba a su vez de la incompatibilidad de los principios
sostenidos. Opinión aludía, por otro lado, a las diferencias en el seno de quienes
aceptaban un mismo marco legal, pero divergían en otros aspectos y en este sentido
podía equipararse a fracción. La misma distinción entre los dos términos se observa en
un artículo de La Revista Española meses después. La fusión sólo puede darse en el nivel
de las opiniones en que se divide un partido. En el bando que apoya a Isabel II se han
fundido los intereses de la monarquía y de la libertad. En el contrario, los del
absolutismo y el pretendiente681.
El debate sobre la Milicia de marzo del año siguiente, que volvió a plantear con
fuerza renovada el tema de la fusión de los partidos y propició las intervenciones en
contra antes mencionadas de Palarea y del Conde de las Navas, se inició el 9 de marzo
con la lectura de la petición sobre el aumento y movilización de la Milicia urbana. Trueba
fue el primero en rechazar la fusión de carlistas y liberales. Reconocía que esa idea nacía
de un buen sentimiento de los ministros, pero sus efectos eran perjudiciales. Martínez
de la Rosa intervino a continuación para contestar a los comentarios del procurador. En
primer lugar, matizó que desde su ministerio nunca había defendido atraer al partido de
Don Carlos. La fusión que intentaba el gobierno no incluía a los enemigos del trono, sino
a los que estando de acuerdo en quien debía ocuparlo, estaban divididos en otras
cuestiones. Martínez de la Rosa concebía la fusión como un medio para terminar con las
agitaciones políticas. El reconocimiento de Isabel II como reina legítima se convertía de
este modo en límite y condición de aplicación de la fusión. No obstante, el radio de
inclusión de la fusión se amplió acto seguido cuando Martínez de la Rosa procedió a
caracterizar las fusiones y las leyes de amnistía como vías para poner fin a las guerras
intestinas. Como alternativa a aquéllas sólo quedaría el exterminio del contrario. La
fusión alcanzaría así en algún momento a los carlistas con la condición de aceptar a
Isabel.
681 La Revista Española, 05-‐04-‐1835, firmado por “K.O”.
252
El debate que se estaba desarrollando los días 9 y 10 de marzo amenazaba con
convertirse en un serio problema para el ministerio y ante el incrementó de las críticas
el Conde de Toreno, que a la sazón ocupaba el puesto de secretario de despacho de
Hacienda, contestando al Conde de las Navas, se vio en la necesidad de precisar el uso de
la voz fusión en un intento de frenar y minimizar los daños al gobierno. Comenzó su
intervención aceptando la imposibilidad de una fusión entre quienes luchaban con las
armas. No había sido ese el significado de las palabras de Martínez de la Rosa. De lo que
se trataba era de la “fusión natural” entre los partidos que podían entenderse, es decir,
de los que aceptaban el reinado de Isabel II y la vigencia del Estatuto con independencia
de que algunos de ellos estuviesen en contra del sistema del año 23. En apoyo de la
defensa de la “fusión bien entendida”, indicó que los desengaños en los procesos
revolucionarios moderaban los impulsos inicialmente extremos acercando a un punto
medio a los miembros más ilustrados de los partidos. Las revolucionas inglesa y francesa
eran ejemplos de esta evolución convergente682.
El debate daría sus últimos coletazos a finales de ese mismo mes con una primera
intervención de Argüelles en la que calificaba la fusión de imposible y contraproducente
en una situación de guerra. Los casos históricos que se ponían como ejemplo de fusiones
sólo se llevaron a cabo superadas las convulsiones políticas683. Una vez más, el Conde de
Toreno fue el encargado de responder a los ataques al gobierno que utilizaban como
ariete el tema de la fusión. De nuevo aceptó la imposibilidad de realizar una fusión en el
sentido en que Argüelles la entendía, viéndose forzado a matizar el alcance de la
expresión: “Olvido y fusión para todo lo ocurrido hasta el advenimiento al Trono de
Doña Isabel II”. No era una fusión para lo venidero.
No sería esta la última vez que desde sectores afines al ministerio de Martínez de
la Rosa se vieron en la obligación de precisar lo que entendían por fusión. Medio año
después en La Abeja se volvió a insistir en que el significado de fusión no incluía a los
carlistas. Se le había dado un sentido que no se correspondía con la original. Nunca había
significado hermanar a liberales y carlistas, con armas o sin ellas. Para el articulista su
682 DS 10-‐03-‐1835. 683 DS 26-‐03-‐1835. La objeción a la oportunidad de los ejemplos inglés y francés la repite el procurador
Ferrer al día siguiente en contestación al Conde de Toreno.
253
sentido era el de la amnistía, el del olvido de los errores políticos padecidos. La
expresión hacía tábula rasa de opiniones y actos políticos anteriores a la fecha de
promulgación del Estatuto. La fusión incluía a todos los fieles súbditos del gobierno de la
libertad, lo que excluía a los partidarios armados o conspiradores del pretendiente 684.
Aunque el debate adquirió fuerza en el Estamento de procuradores en los
primeros meses de 1835, la idea de una conciliación con los absolutistas ya planeaba con
anterioridad tal y como se desprende de la intervención de Alcalá Galiano en contra de la
fusión de dos partidos mencionada anteriormente. La relación con el partido carlista
sólo podía existir en el terreno de la fuerza. En cambio, Alcalá Galiano sí se mostró
favorable a la fusión de las opiniones, expresión que introducía un matiz fundamental
que si bien en sus consecuencias se asemejaba al anterior artículo de La Abeja y a la
interpretación del Conde de Toreno –aceptación del Estatuto-‐ difería en un aspecto
clave: Alcalá Galiano no sustituye, como ya se ha explicado, partido por opinión de forma
inadvertida. Explícitamente diferencia entre partido, que vincula a una guerra basada en
principios, y las opiniones de quienes defienden el Estatuto, una legalidad común,
aunque puedan divergir en otros aspectos685. No era infrecuente admitir en ese
momento el Estatuto como medio para producir el bien de la nación. Partido y opinión
aludían de este modo a dos clases de división de intensidad distinta marcadas por la
presencia o ausencia de principios, identificados con la forma constitucional del Estado.
Meses antes un artículo de La Revista se había servido en su título del término
fusión686. Al igual que en la intervención parlamentaria de Alcalá Galiano, los principios
también ocupaban en este artículo de fondo un lugar central erigiéndose en el criterio
principal desde el que se analizaba la fusión. En este sentido, la fusión bien entendida no
significaba la creación de un partido mixto que poseyese elementos de uno y otro, lo que
daría lugar a un tercer partido, produciendo más desventajas que la existencia de los dos
partidos anteriores. Esta opción resultaba imposible de realizar debido a la oposición de
dos principios diametralmente opuestos. Descartada esta posibilidad, sólo quedaba
684 La Abeja, 14-‐09-‐35. 685 DS 12-‐11-‐1834. La misma distinción se aprecia en El Observador en el mismo período: “convirtiendo
lo que ahora es diversidad de opiniones en lucha feroz de partidos”, 14-‐08-‐1834. 686 “Sobre la fusión de los partidos”, La Revista Española, 27-‐08-‐1834.
254
considerar la incorporación del partido carlista al liberal, considerado como el partido
dominante. De las tres clases de personas que militaban en el partido carlista –por
interés propio, por antiguos compromisos, por hábitos o por la seducción (la mayoría)-‐
la primera, que es la que dirige y fomenta el partido, no podía integrarse. Son los
“absolutistas tímidos o seducidos” quienes podían incorporarse mediante el respeto a
los derechos individuales, el olvido del pasado y las disposiciones gubernativas, medios
que darían a conocer las ventajas del nuevo régimen.
En los siguientes meses La Revista dedicó más artículos de fondo a la misma
cuestión repitiendo básicamente las mismas ideas. Los dos partidos considerados no se
encontraban en definitiva en pie de igualdad. En estos artículos predomina una
descripción maniquea, sin los matices del primer artículo, continuadora de la tradicional
oposición entre la luz y las tinieblas en la que el partido liberal es el “partido de la razón”
frente a la injusticia. Una imagen propia del “romanticismo político”, según indica Rico y
Amat al comentar su utilización por el diputado Trueba y Cosío en el debate sobre la
exclusión de Carlos y su familia de la línea de sucesión al trono687. Ambos son
portadores de dos principios que hacen imposible la unión. El enfrentamiento deja como
única solución posible la derrota de los carlistas; el caso contrario, una hipotética
victoria carlista produciría el exterminio. También Larra comparte esta visión: “En
política no hay fusión, no hay retroceso, no hay medio posible. Uno u otro. Todo o nada”.
Los principios nuevos no pueden prosperar sino a costa de los viejos688.
La frecuente identificación de la nación con el partido liberal equipara la victoria
de éste a la de aquélla. Por eso Joaquín María López puede señalar como garantía de
existencia de la nación una política firme e inflexible, que no se logra por medios débiles
como la fusión de opiniones y partidos689.
En el seno de la permanente preocupación por la división, sus clases y
consecuencias, el centro de atención oscilaba entre la reconciliación con los carlistas y el
mantenimiento de la unidad entre los liberales. Al rechazo mayoritario en estos
687 Rico y Amat, Historia política y parlamentaria…, op. cit., tomo II, págs. 426-‐427. 688 Larra, Mariano José de, Artículos políticos, Salamanca, Ediciones Almar, 1977, págs. 258-‐259.
Publicado en La Revista Española el 03-‐08-‐1835. 689 La Revista Española, 30-‐05-‐1835.
255
primeros años de la primera por los distintos fines que perseguía cada partido, se
superponía como tema de mayor importancia la reflexión sobre la conservación de la
unidad en el interior de cada partido. En un artículo que aborda esta cuestión, La Revista
profundiza en la naturaleza y carácter de las divisiones intrapartidistas. Por su
naturaleza y sistema el partido carlista no admitía secciones, estaría, por tanto, siempre
unido. Por razones diametralmente opuestas, el partido liberal estaba más expuesto a la
división. Su concepción de la política se centraba en el control del poder, sus adherentes
se caracterizaban, por tanto, por una desconfianza hacia el gobierno que aumentaba las
posibilidades de una fractura interna. Por otra parte, su idea de la organización política
admitía gradaciones, ausentes en el partido contrario, lo que inevitablemente producía
divergencia de opiniones. Descendiendo al plano de los hechos, se afirmaba en el
artículo que la negativa del gobierno a promulgar leyes declaratorias de derechos había
provocado el surgimiento de una oposición. La solución a la disensión que esta postura
había provocado en parte de los liberales radicaba en lograr que el gobierno estuviese
dispuesto a realizar algunas reformas690. A esta propuesta se añadieron otras planteadas
en un artículo posterior: el resarcimiento de los perjuicios y la igualación de las
recompensas de quienes obtuvieron gracias de 1820 a 1823 con quienes las adquirieron
desde ese mismo año hasta 1833691.
Hasta tal punto llegó el uso del término “fusión” que se pudo calificar como una
voz de moda. Usada como tantas otras con un sentido político o moral –anarquía, orden
público, moderación, exaltación-‐ adolecía de falta de precisión. Todos estos términos se
caracterizaban por ser palabras en disputa a las que se dotaba de distintos significados,
se utilizaba “un distinto diccionario”. La idea de la fusión era un principio agradable para
los bienintencionados o para quienes se dejaban llevar por sus ilusiones. No obstante,
atendiendo a la realidad, las personas apasionadas que defendían principios opuestos –
despotismo contra un régimen de libertad-‐ no podían fundirse. El sistema del Estatuto
Real pretendía, nombrando a las cosas con otras palabras, ser un punto medio que
permitiese acercar posturas; sin embargo, en realidad era un sistema parecido al del
Trienio, es decir, constitucional, que por su esencia no podía integrar a los absolutistas.
690 “¿Es necesaria la unión? ¿Cómo podrá conseguirse?”, La Revista Española, 05-‐02-‐1835. 691 “Nuevas observaciones sobre la fusión”, La Revista Española, 05-‐04-‐1835
256
Lo que venía a demostrarse mediante el hecho de que eran las mismas personas las que
lo criticaban utilizando los mismos argumentos en ambos casos692.
Esta cuestión contribuyó a delimitar, si bien con trazos imprecisos, como toda
división política en esa época, los dos matices liberales que empezaban a adquirir
consistencia. No es difícil identificar, grosso modo, a los defensores de la fusión con los
moderados y a sus críticos con los exaltados. Cada uno, como hemos visto, entendía a su
modo el sentido de fusión. Esta alineación no pasó desapercibida para los coetáneos. En
un nuevo artículo de La Revista Española de julio de 1835 se afirmaba que las
denominaciones de los partidos procedían de los diferentes pareceres sobre el modo de
ejecutar el Estatuto: unos, favorables a la autoridad real y a la fusión de los partidos, y
otros, que al tiempo que reconocían la existencia de intereses antiguos, defendían la
necesidad de amalgamarlos con otros nuevos por crear693.
La fusión adquirió un fuerte valor polémico desde el inicio y la evolución del
debate que generó se vinculó al destino del ministerio de Martínez de la Rosa. La
interpretación que se hizo de las palabras del secretario de despacho de Estado en
términos de una unión entre liberales y carlistas aglutinó el rechazo “de los hombres
más decididos y más útiles” del país694, una calificación esta última por la que sentían
especial predilección las diferentes fracciones liberales.
692 La Revista Española, 31-‐03-‐1835. 693 La Revista Española, 23-‐07-‐1835. 694 “De un principio errado, muchas malas consecuencias”, La Revista Española, 02-‐07-‐1835, artículo
firmado por Joaquín María López.
257
5. De la fusión a la transacción
La cuestión relativa a la transacción con el carlismo puede considerarse como una
evolución del debate sobre la fusión con las salvedades obvias fruto del paso del tiempo
y, por tanto, del diferente contexto histórico en el que tuvo lugar. Su surgimiento y
desarrollo abarca fundamentalmente la fase inmediatamente anterior y posterior a la
derrota carlista. La inminente derrota del pretendiente hizo pasar a un primer plano la
necesidad de precisar la clase de relación de sus miembros con el sistema constitucional
que debía regir una vez finalizado el enfrentamiento civil.
En el planteamiento de ambas cuestiones, la fusión y la transacción, hay un
elemento fundamental que comparten: la reflexión sobre la posibilidad de integración
de los elementos más conservadores de la sociedad en un sistema político liberal. En el
replanteamiento de esa posibilidad se prescindió del desgastado concepto de fusión en
favor de uno nuevo que generase una menor resistencia y fuese, por tanto, más
aceptable para el mayor número posible. Al contrario de lo que sucedió con la fusión, la
posibilidad de integrar a los carlistas, o al menos a una parte de ellos, en el sistema
político era sin ambages el centro de la cuestión. Inevitablemente surgieron fuertes
tensiones entre los moderados, más dispuestos a aceptar esta opción, y los exaltados o
progresistas. Desde luego había matizaciones. No todos los moderados y progresistas
compartían una misma idea.
Argüelles, al describir la existencia de los dos grandes partidos enfrentados en la
guerra, afirmaba que el isabelino estaba unido en lo fundamental, aunque no en ciertos
puntos, en tanto que el partido carlista se encontraba dividido en dos secciones: la
armada y la que no lo estaba. Respecto a la última señalaba que era posible convivir con
258
ella695. También Enrique O´Donnell, tiempo después de finalizada la guerra civil,
abogaba por integrar en el parlamento a la fracción sana del absolutismo, es decir, la que
no recurre a la violencia696. A pesar de la opinión del destacado prohombre de los
progresistas, la Comisión central progresista excluyó a los absolutistas de la lucha por el
poder al manifestarse en contra de su inclusión en el sistema, resaltando “la aparición de
ciertas gentes en la arena política, donde antes jamás quisieron o no se atrevieron a
entrar”697. No obstante las mencionadas matizaciones, la flexibilidad política era más
común entre los sectores moderados, que no compartían con los progresistas el rechazo
al diálogo con los absolutistas. Martínez de la Rosa ya había defendido la conveniencia
de sustituir los principios abstractos por los intereses como eje vertebrador de los
partidos. Así, el acercamiento entre los absolutistas y los liberales se lograría mediante
el abandono de los principios -‐basados en el derecho histórico en un caso y el natural en
el otro-‐ para pasar a ocupar los intereses actuales el papel de argamasa que sirviese a la
convergencia de las respectivas posiciones698. El discurso moderado hacía prevalecer las
libertades civiles, es decir, la seguridad de las personas y sus propiedades699. De este
modo se produce un reconocimiento de la legitimidad de los intereses individuales
frente a la libertad política de resonancias rousseaunianas que prima la comunidad
política, concebida como un todo homogéneo.
El final de la guerra, que ya se vislumbraba, haría aún más urgente la cuestión. Un
periódico conservador como El Piloto oponía la concepción de El Eco, basada en la
intolerancia, a la suya propia, en la que sustituía la victoria de uno de los bandos por el
concepto de transacción: “La victoria no es jamás un término sino una transformación de
la guerra” y no traía, en consecuencia, la anhelada paz. El razonamiento establecía una
conexión entre la transacción de los ejércitos, la amnistía y la fusión de los intereses –
695 DS 24-‐01-‐1838. 696 O´Donnell, Enrique, Autopsia de los partidos, op. cit., pág. 13. 697 El Castellano, 27-‐12-‐1839, citado en Artola, Miguel, Partidos y programas…, op. cit., pág. 231. 698 Martínez de la Rosa, Francisco, El espíritu del siglo, Madrid, 1835, págs. 24-‐25. 699 Romeo Mateo, María Cruz, “Lenguaje y política del nuevo liberalismo: moderados y progresistas,
1834-‐1845, en: Burdiel, Isabel (ed.)., La política en el reinado de Isabel II, Madrid, Ayer, nº 24, 1998, págs. 39-‐40.
259
identificada con la reconciliación de partidos-‐ con el corolario de la imposibilidad de la
guerra en tales condiciones700.
La integración de los carlistas sería apoyada en años posteriores sobre todo por
el ala derecha del moderantismo, representada por el marqués de Viluma. Durante el
debate sobre la reforma de la constitución de 1837, junto al fortalecimiento del poder
real, la reconciliación con la Iglesia, la restricción de libertades y el restablecimiento de
mayorazgos, esta fracción defendió precisamente la integración de los carlistas en el
régimen701. Aunque la insistencia en la integración es típica de esta fracción, no lo es en
exclusiva. En la clasificación que Cánovas Sánchez establece en el seno del
moderantismo, la tendencia que identifica como moderada, caracterizada por la
pretensión típicamente doctrinaria de situarse entre el polo carlista por la derecha y el
revolucionario por la izquierda, no renunció en algunos momentos a la posibilidad no
sólo de integrar a los carlistas en el régimen, sino incluso de atraerlos a su grupo702.
Si a este respecto el partido llamado moderado se caracterizaba por la ausencia
de una posición compartida -‐la opinión sobre el carácter de la relación con los carlistas
varía como se ha visto en función de las distintas corrientes internas-‐, la actitud de los
progresistas ante una transacción con los carlistas después de terminada la guerra fue
más homogénea. Su temor radicaba en la suposición de una más que probable alianza de
los carlistas con los moderados con la consiguiente debilitación de su partido703.
700 “Paz y transacción”, El Piloto, nº 202, en Fruto de la prensa periódica, tomo IV, Palma de Mallorca,
1839, págs. 201-‐206. 701 Cánovas Sánchez, Francisco., El partido moderado, Madrid, Centro de Estudio Constitucionales, 1982,
págs. 92-‐93. 702 Ibíd., págs. 186-‐187. 703 Wladimiro Adame de Heu, Sobre el origen…, op. cit., pág. 213.
260
6. Profundización en la reflexión sobre los partidos
Hemos podido comprobar cómo las referencias a los partidos y a la atribución de
rasgos semánticos positivos relativos a su naturaleza y función en un sistema
representativo habían dejado de ser excepcionales en el paisaje periodístico español de
la segunda mitad de los años treinta. Tampoco eran infrecuentes las alusiones en las
tribunas de las cámaras. Reflejo de la creciente importancia que la acción regular de los
grupos políticos iba adquiriendo en el imaginario político de la época es el aumento en la
extensión de los textos en los que la reflexión se ocupaba de ellos. A finales de esta
década aparecen los primeros folletos y artículos extensos que incluyen en su título el
concepto de partido y que, en cierto modo, recopilan los principales rasgos que han ido
tomando forma en los años previos.
La progresiva delimitación del concepto implicaba su simultánea
autonomización en el campo semántico en el que estaba integrado. La intensificación de
la reflexión sobre sus características constituyentes provocó su distinción de conceptos
afines como bandería, pandilla, escuela y facción. Criterios distintivos eran, por una
parte, el número de seguidores y, por otra, como acabamos de ver, la relación de estos
términos con la legalidad. Tanto en los folletos de la época como en las intervenciones
parlamentarias se aprecia el creciente uso del término facción/faccioso referido al
bando carlista. Aunque posterior en el tiempo, la definición de faccioso que da Rico y
Amat en su conocido diccionario refleja la materialización de esta tendencia: “El cometa-‐
faccioso, desde la última guerra civil en que también se presentó, suele aparecer alguna
que otra vez en el horizonte catalán o en el del Maestrazgo”704. La restricción del
término partido a la familia liberal corrobora la apreciación de José Luis Comellas sobre
la existencia en 1833 de dos partidos, carlistas y liberales, un número que en 1839
seguía siendo el mismo, aunque con distintos protagonistas: los moderados y los
704 Rico y Amat, Juan, Diccionario de los políticos (1855), Madrid, Narcea, 1976, págs. 205-‐206.
261
progresistas. Los carlistas habían descendido en el escalafón al nivel de bando y
facción705.
La distinción entre partido y facción se repite en un artículo de José Morales
Santisteban706. Los partidos tienen un significado positivo, no así las facciones707, que
aparecen unidas a la participación de la mayoría en la política. La política es útil cuando
está restringida a las minorías, cuando la mayoría se implica, es decir, cuando la
politización es excesiva surge la tiranía. Sólo en momentos solemnes podía participar la
mayoría en política. En contra de este principio, los partidos tratan de inmiscuir a los
ciudadanos en el debate político, aunque en vano porque éstos acertadamente lo
rehúyen708. A la distribución de este rasgo semántico entre partido y facción, Morales
Santisteban le añade un componente significativo más al concepto de partido: limita su
campo de acción al ámbito de la política. La sociedad y los poderes sociales no se veían
afectados por su acción. Los partidos representan las ideas que se encuentran en pugna
en las sociedades libres contribuyendo con este conflicto al progreso de la civilización.
Unas ideas que encuentran su asiento en la propia naturaleza humana y que Morales
reduce a dos: el liberalismo y el absolutismo. Y dos, en consecuencia, serán los partidos
que deben existir. La apreciación positiva de Morales Santisteban no le impide
reconocer que los partidos también presentan inconvenientes: son origen de
presunción, de esperanzas ilimitadas, fuente de un complejo de superioridad y adolecen
del defecto de considerar a la nación como su patrimonio. Todos estos efectos perversos
se ven parcialmente contrarrestados por la dinámica a que da lugar la existencia de
diversos partidos, esto es, el enfrentamiento y los apoyos a que se ven obligados a
recurrir atenúan las consecuencias negativas que se derivan de su existencia709. Morales
Santisteban consideraba necesaria la existencia de los partidos, pero obedeciendo a
unos criterios determinados. Las circunstancias en que surgían los modelaban y cuando
éstas cambiaban, los partidos desaparecían y eran sustituidos por otros nuevos. Las
705 Comellas García-‐Llera, José Luis, “La construcción del partido moderado”, op. cit., pág. 8. 706 Morales Santisteban, José, “De los partidos políticos y de los principios que deben dirigir su
conducta”, Revista de Madrid, Segunda serie, tomo II, Madrid, 1839, págs. 439-‐459. 707 “Atenas floreció sometida a un partido, y cuando no estaba sometida a un partido era juguete de las
facciones”. Ibíd., pág. 448. 708 Ibíd., págs. 450-‐451. 709 Ibíd., págs. 452-‐453.
262
ideas y los intereses que representaban debían, por tanto, acomodarse a los realmente
existentes710. El fracaso de los partidos liberales en 1814 y 1823, así como el del partido
moderado y progresista en 1834 obedeció a que en cada uno de los casos los partidos
ignoraron este principio importando ideas extrañas al país. Este proceso de adaptación a
la realidad implicaba el abandono de las teorías abstractas y un mayor interés en las
necesidades públicas reales, lo que en una época marcada por cambios rápidos,
significaba que los partidos debían impulsar las reformas a la vez que se volvían, en
palabras de Morales Santisteban, “más nacionales”711.
Del mismo año es el interesante folleto de Joaquín Francisco Campuzano,
diplomático español, que lleva por título “Los partidos”712. Campuzano expone en él las
características básicas que envuelven el desarrollo semántico del concepto en este
período. Subraya, en primer lugar, la vinculación entre un gobierno representativo y la
influencia de los partidos en la dirección política del gobierno, elementos necesarios en
los “gobiernos populares”, entre los que incluye a la monarquía representativa;
identifica, a continuación, la causa de la Reina con la de la revolución liberal al distinguir
dos grandes grupos opuestos: “quien no la quiera (a la Reina), abrace el partido de don
Carlos, que fuera de su lugar está el de Cristina” -‐al carlismo lo designa como “hordas
facciosas”-‐, el cual, por otro lado, tras la introducción del sistema representativo “se
clasificó… en dos bandos, moderados y exaltados” 713; en tercer lugar, la acción de los
partidos consiste en “buscar en la opinión nacional la aprobación o reprobación de sus
principios”714. Además también son provechosos porque su defensa de doctrinas
generales supera el interés privado acercándose así al interés público. El objetivo de los
partidos debe ser gobernar conforme al interés del mayor número. Toda autoridad
arbitraria se identifica, en consecuencia, con el interés privado. Cuatro elementos clave,
por tanto, que se integran con fuerza en una concepción positiva de partido: influencia
en el gobierno, división liberal en el parlamento, apoyo de la opinión pública en defensa
de sus ideas y acercamiento al interés público. Cada uno de estos aspectos posee, como
710 Ibíd., pág. 454. 711 Ibíd., pág. 456. 712 Campuzano, Joaquín Francisco, Los partidos, op. cit. 713 Ibíd., pág. 8. 714 Ibíd., pág. 10.
263
hemos visto, un fuerte carga polémica y su resolución en Campuzano en clave positiva
para el concepto de partido implica claramente la transvaluación del concepto.
Entre los autores que se acaban de mencionar predomina la asociación de los
partidos a un régimen liberal, llegando a considerarlos como un elemento positivo e
ineludible del sistema representativo. En este sentido siguen y amplían una conexión
que ya se había establecido, si bien de forma marginal, en el primero de los períodos
constitucionales. El reconocimiento de la existencia y legitimidad de la diversidad de
opiniones y de su materialización en partidos políticos abrió una vía en el liberalismo
que se distinguió de una concepción unitaria de las instituciones políticas. Esta corriente
ya era claramente mayoritaria a finales de los años treinta, haciendo aparecer como
anquilosadas opiniones que poco antes proliferaban en tribunas y parlamentos. Este
aroma anacrónico es el que desprende un firme defensor del gobierno representativo en
la estela del liberalismo de principios de siglo, que sostiene un concepto
predominantemente negativo de partido. Joaquín Lumbreras, en el prólogo -‐publicado
en 1840, pero según indica, escrito en 1836-‐ de su traducción del opúsculo que Thomas
Gordon dedica a los partidos y facciones715, utiliza los términos partido y facción
indistintamente para referirse a los elementos de división presentes tanto en la sociedad
como en el congreso716. Aunque señala la conexión existente entre la división de España
en partidos y facciones y la existencia de una constitución y de un gobierno
representativo, considera un error funesto su vinculación necesaria. Los intereses de la
nación se contraponen a los de los partidos, que defienden intereses “semi-‐públicos”, y
pueden plasmarse en el parlamento sin la mediación de estos717. En este punto sigue a
Gordon que, influido por Rousseau, considera la ley como expresión de la voluntad
general que se forma en la asamblea718. La variedad de opiniones, en conclusión, no
desemboca inevitablemente en la división partidista. Lo único importante es ser buen
ciudadano español y no contribuir al espíritu de secta y de división. Tampoco Gordon
establece ninguna distinción entre partido y facción. Como nos adelanta Lumbreras en el
prólogo, Gordon alerta en su texto sobre los peligros de la división en torno a intereses 715 Gordon, Thomas, Discurso sobre los partidos y facciones, op. cit. 716 Ibíd., págs. 3-‐4. 717 Ibíd., pág. 5. 718 Ibíd., pág. 38.
264
falsos que, al contrario que los auténticos, generan división en el pueblo719. Los partidos
implican en definitiva el predominio de la pasión sobre la razón720. Si Joaquín Francisco
Campuzano presentaba un compendio de algunos rasgos semánticos básicos en la
connotación positiva del concepto de partido, Lumbreras, por el contrario, sirve de
resumen de los viejos prejuicios liberales que giraban en torno a la divergencia de los
intereses defendidos por los partidos y por la nación, por un lado, y a la asociación de
partido y pasión, por otro.
7. Contribuciones de los moderados
Los partidos se encuentran habitualmente en una relación de dependencia con el
conjunto de la sociedad. Su misión es representar lo existente para profundizarlo
mediante la aplicación de reformas. Son, en cierto modo, un elemento auxiliar de los
intereses e ideas sociales al modo en que la filosofía fue concebida como sierva de la
teología. Esta concepción, que prima la dependencia de los partidos respecto de la
sociedad, es más común en las reflexiones procedentes del moderantismo y de ámbitos
cercanos a él. Hay, desde luego, otra tendencia que altera este orden de prelación. Esta
tendencia, representada sobre todo por exaltados, se materializa en la reivindicación de
que el gobierno cree los intereses en que debe apoyarse el nuevo sistema. Hay
abundantes manifestaciones de este tenor durante los debates en torno a la
desamortización de Mendizábal721. Esta atención preferente a los intereses sociales
existentes puede ofrecer una clave acerca de la mayor sensibilidad de cierto sector 719 Ibíd., pág. 16. 720 Ibíd., pág. 10. 721 Para Rico y Amat la desamortización eclesiástica fue económicamente censurable –también Borrego y
Flórez Estrada se opusieron a ella por la forma en que se llevó a cabo-‐, aunque desde un punto de vista político, para asegurar la consolidación del sistema representativo, fue un éxito. Se vincularon intereses de propiedad con las instituciones liberales, Rico y Amat, Historia política y parlamentaria…, op. cit., tomo II, pág. 551.
265
asimilado al moderantismo por el fenómeno de los partidos en el sentido de reflejar un
intento de observar lo realmente existente por encima de consideraciones puramente
teóricas. Se trataría de un juego más complicado entre principios teóricos y prácticos,
una suerte de interrelación en la que se intenta ajustar ambas partes. El mayor
detenimiento de los análisis moderados hunde sus raíces en el Trienio, concretamente
en las aportaciones afrancesadas de la Miscelánea y El Censor. La conexión con las
nuevas corrientes liberales europeas provenientes sobre todo de Francia, pero también
de Inglaterra, espolearon en esa fase la incorporación de los partidos en las reflexiones
constitucionales. Sus herederos directos, al menos en esta cuestión, son
fundamentalmente los moderados del reinado de Isabel II que comienzan a destacar en
el mundo político y periodístico a mediados los años treinta. Dos periódicos, La Ley y El
Español, dirigidos por Joaquín Francisco Pacheco y Andrés Borrego respectivamente,
que fijaron el contenido político de los moderados, son claros exponentes de esta nueva
generación de liberales. El segundo de estos periódicos se sitúa, para Concepción de
Castro, a la cabeza de la prensa diaria por su alta calidad material, técnica e intelectual.
Su tipografía y composición estaban inspiradas en The Times y, como éste, era un
periódico conservador independiente con colaboradores de procedencias ideológicas
diversas. Entre sus redactores se cuentan Flores Calderón, Calderón Collantes, el propio
Borrego. Como colaboradores cabe destacar, entre otros, a Donoso, Canga Argüelles,
Espronceda, Sartorius y González Bravo722.
No en vano se ha dicho que hasta la década de 1860 las elaboraciones doctrinales
procedentes del moderantismo son superiores a las que proceden de sectores
progresistas, apegados para Comellas a ideas doceañistas superadas723, con una menor
preocupación doctrinal que sus oponentes724. Como toda afirmación general, ésta
722 Concepción de Castro, Romanticismo, periodismo y política. Andrés Borrego, Madrid, Tecnos, 1975,
págs. 86-‐87. 723 Comellas García-‐Llera, José Luis, “La construcción del partido…”, op. cit., pág. 16. 724 De “simplismo ideológico” habla González Cuevas en su Historia de las derechas españolas…, op. cit.,
pág. 98. María Cruz Romeo Mateo se expresa en el mismo sentido cuando señala que “es evidente que el replanteamiento ideológico acaecido en el seno del liberalismo a partir de 1833 tuvo una mayor profundidad y coherencia entre aquellos que conformarían el moderantismo que entre los llamados progresistas” “Lenguaje y política del nuevo liberalismo…”, op. cit., pág. 38. El progresista es para esta autora un partido que de perfiles difusos definido por la oposición al moderantismo más que por principios sustantivos propios, ibíd.., págs. 51-‐53. Gómez Ochoa coincide en señalar que la formulación de la ideología distintiva del moderantismo y su aparición como partido tuvo lugar entre
266
también puede, y debe, matizarse, al menos en lo que se refiere al concepto de partido.
La evolución semántica en el uso de la voz partido se observa en el conjunto de la clase
política liberal. Los nuevos componentes de su significado, que lo asocian con un
régimen parlamentario y que se diferencian claramente de la concepción predominante
durante las Cortes de Cádiz, son asumidos tanto por moderados como por progresistas.
Liberales de ambas tendencias contribuyeron con su uso y precisiones a forzar un
desplazamiento semántico en sentido positivo. No obstante, es cierto que este progreso
conceptual, simultáneo en ambas fracciones, no se extiende a la profundidad de sus
reflexiones725. De lo que no caben dudas es de la mayor impronta que dejó el partido
moderado en la política de esta época, el que “definió el régimen político que predominó
entre 1833 y 1868 y ejerció el poder más tiempo”726.
7.1. Antonio Alcalá Galiano, moderado.
A pesar de la importante aportación de los periódicos conservadores, la
contribución doctrinal más importante se halla en los cursos de Derecho constitucional
impartidos por Donoso, Pacheco y Alcalá Galiano en el Ateneo de Madrid. No es la
primera vez que se imparte derecho político constitucional, pero sí la primera, según
los años 1835-‐1840, “El liberalismo conservador español del siglo XIX: la forja de una identidad política (1810-‐1840)”, en: Suárez Cortina, Manuel, El liberalismo español, Historia y política, nº 17, enero-‐junio 2007, pág. 37.
725 Aunque también en este caso cabría hacer una matización si tenemos en cuenta las contribuciones del Alcalá Galiano “exaltado” y de M. Carnerero desde La Revista Española durante la vigencia del Estatuto real.
726 Capellán de Miguel, Gonzalo y Gómez Ochoa, Fidel, El marqués de Orovio y el conservadurismo liberal español del siglo XIX. Una biografía política, Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 2003, pág. 31.
267
Garrorena, que se hace con un “cierto sello personal y de una mínima altura”727. En todo
caso, se ha señalado que el pensamiento político liberal español es fragmentario y de
escaso rigor intelectual728. La politización de las cátedras -‐la de derecho político se
vincula enseguida a los moderados-‐ constituye un episodio más de la rivalidad entre
moderados y progresistas y llevará a los segundos a crear su propio Ateneo729.
Es destacable que en estos cursos no se hable de los partidos con la excepción de
Galiano, quien, por otro lado, tampoco les dedica demasiado espacio. Figueroa y Torres
cree conocer la causa de la ausencia de los partidos en los tratados de derecho
constitucional. El doctrinarismo político, la primacía de las teorías sobre la aplicación del
“método positivo” en política explican para el conde de Romanones que en los tratados
de derecho constitucional fuese habitual obviar a los partidos políticos730. Por otro lado,
las teorías constitucionales que postularon los autores de las lecciones tampoco
favorecieron la inclusión de los partidos en los cursos impartidos731.
Al contrario que las Lecciones de Donoso, transidas de abstracciones de valor
absoluto, las de Galiano se mantienen apegadas a la realidad, “en ósmosis constante con
las circunstancias reales”732. El propio Galiano expresaría esta diferencia en el prólogo
de un folleto dedicado a Donoso en el que contrapone el estilo e influencias de este
último –alemanas y francesas-‐ al suyo, más “llano y pedestre” e influido por autores
ingleses733. En la breve referencia a los partidos que hace en las Lecciones que imparte
727 Garrorena Morales, Antonio, El Ateneo de Madrid y la teoría de la Monarquía Liberal, Madrid, Instituto
de Estudios Políticos, 1974, págs. 16-‐18. 728 Díez del Corral, Luis, El liberalismo doctrinario, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984,
pág. 528. Diez del Corral también resaltó la superioridad intelectual de los políticos moderados que “les distingue de la masa progresista”, Ibíd., pág. 532.
729 Ibíd., págs. 48-‐49. El 1 de diciembre de 1840 abre sus cátedras la Sociedad de Instrucción Pública –el Ateneo progresista-‐, Joaquín María López se encarga del curso de Política Constitucional, que sirve de ejemplo de la inferioridad doctrinal y menor profundidad de las concepciones políticas progresistas, Ibíd., págs. 185-‐186.
730 Figueroa y Torres, Álvaro, Biología de los partidos, Madrid, 1892, pág. 4. 731 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos en el pensamiento español, Madrid, Marcial Pons,
2009, págs. 78-‐79. 732 Garrorena Morales, A., El Ateneo de Madrid…, op. cit., pág. 160. 733 Alcalá Galiano, Antonio, Breves reflexiones sobre la índole de la crisis por que están pasando los
gobiernos y pueblos de Europa, 1848, pág. v.
268
en el Ateneo (1838)734, Alcalá Galiano, aplicando un enfoque sociológico735, relaciona el
sistema de partidos con el interés predominante en el parlamento. Una cámara en la que
prevaleciese el interés aristocrático daría como resultado un sistema bipartidista,
caracterizado por la disciplina interna, por la existencia de unos líderes definidos y por
la alternancia en el poder736. Este es el caso de Inglaterra, donde los nobles dominan en
ambas cámaras y constituyen el núcleo de las “parcialidades o partidos” que existen. La
disciplina de partido –habla de disciplina política-‐ en los debates asociada a este modelo
se ve facilitada por la presencia de una disciplina social vinculada a su vez con la
existencia de claras jerarquías737. Los partidos poseen una jerarquía interna establecida
en función del ascendiente de los distintos miembros. Uno de los inconvenientes que
presenta este modelo es la mayor relevancia de las personalidades por encima de las
cuestiones meramente políticas.
Un parlamento en el que dominase el elemento mesocrático tendría inicialmente
dos partidos, uno ministerial y otro de la oposición. Más tarde aparecería un tercero
intermedio. Estos tres partidos terminarían por disolverse en multitud de grupos que no
reconocerían la autoridad de los anteriores líderes. Tanto los aspectos positivos como
734 En realidad la cátedra de Galiano coincidió con su integración en el gabinete Istúriz y su alejamiento
de Mendizábal. Se le dio el Ministerio de Marina, el menos importante, para que pudiese desplegar su labor de soporte ideológico y parlamentario del Gobierno. Sin embargo, el curso anunciado no tuvo finalmente lugar, Garrorena Morales, A., El Ateneo de Madrid…, op. cit., págs. 66-‐71. George Borrow consideraba a Galiano el más inteligente de los nuevos ministros, destacando que durante su estancia en Inglaterra escribió en periódicos y revistas, algo que pocos extranjeros eran capaces de hacer, La Biblia en España, Madrid, Alianza Editorial, 1987, págs. 166-‐167.
735 Sarasola señala como precedente de la concepción sociológica de Galiano a Morales Santisteban, Los partidos políticos…, op. cit., págs. 94-‐97. Díez del Corral ya llamó la atención sobre el interés de Alcalá Galiano por el punto de vista sociológico, aunque no trabado, sino plasmado en forma de observaciones, El liberalismo doctrinario.., op. cit., pág. 539.
736 Sobre la disciplina diría años después: “Aunque todavía soy de la escuela que sustenta ser provechosos los partidos, y hasta necesarios, y conveniente y aun justo en los hombres sacrificar más de una vez su opinión a la del mayor número de los de su parcialidad, no siendo en puntos que toquen a la honra o en materias de superior importancia y transcendencia, por una de las singularidades de mi destino nada común, me hallo como despedido de las filas en que doce años he estado militando; servicio en que bien puedo haber mostrado corta capacidad, pero no falta de celo, y servicio en que cuento padecimientos y trabajos dignos quizá de mejor suerte que la de mi actual oscura pobreza”, Breves reflexiones…, op. cit., págs. vii-‐viii. Hay varios aspectos interesantes de la cita reproducida. En primer lugar, el reconocimiento, por otra parte ya antiguo, de su pertenencia a un partido; situar, en segundo lugar, la fecha de su adscripción al partido moderado en 1836 con lo que coincide con el momento de su separación pública de Mendizábal y, en tercer lugar, su marginación del espacio político por sus correligionarios.
737 Alcalá Galiano, Antonio, Lecciones de derecho político (1843), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, estudio introductorio de Garrorena Morales, pág. 101.
269
los negativos asociados a los partidos en un parlamento con predominio de la clase
media comparten un mismo origen. Positiva era la valoración de los miembros en
función de su talento; negativa, por el contrario, era la indisciplina fruto de esa falta de
jerarquía “natural” y la inestabilidad del poder, que era su consecuencia738. Su
descripción del parlamento mesocrático estaba sin duda influida por su experiencia
personal del Trienio.
Poco compatible con el gobierno representativo es el predominio del espíritu
democrático, si bien hay alguna excepción notable producto de circunstancias
particulares a la que Galiano augura una duración breve. En estas sociedades es en
general más habitual la concentración del poder en un caudillo739.
Aun siendo breves los comentarios de Galiano en las Lecciones sobre los partidos,
éstos reflejan su preocupación por analizar el funcionamiento del sistema parlamentario
y dotarlo de instituciones y técnicas que estabilizasen su funcionamiento. Entre sus
contribuciones se incluyen aclarar algunos conceptos como el de moción de censura y la
responsabilidad de los ministros740. El énfasis de Galiano en los aspectos técnicos
impregna su lenguaje y explica el reiterado uso de términos mecánicos para referirse al
Estado, al que concibe como una maquinaria741.
La consideración de los partidos políticos en el ámbito extraparlamentario pudo
encontrar su asiento en la enumeración de los tipos de derecho. El empirismo de Galiano
suponía un rechazo de las máximas abstractas. Lejos de quienes defendían la existencia
de unos derechos políticos y sociales naturales, el publicista gaditano sólo reconocía la
existencia de los nacidos de una sociedad ya formada y de las leyes, lo que permitía su
mayor o menor latitud en virtud de las circunstancias concretas de cada país. Partiendo
738 Suárez, Federico, Los partidos políticos…, op. cit., págs. 28-‐29. 739 Alcalá Galiano, A., Lecciones…, op. cit., págs. 126-‐129. Galiano considera el sistema mesocrático como
el más aconsejable para España, ibíd., pág. 141. 740 Véase en el estudio introductorio de Garrorena al curso de Galiano, Ibíd., pág. X, nota 2. 741 Las constituciones se interpretan como máquinas (pág. 47); alude a la “fábrica del gobierno” (pág.
67); “las leyes que son parte mecánica de las constituciones” (pág. 78), “siguiendo mi costumbre de calificar, no sin propiedad, de máquinas los gobiernos…”. Los reglamentos son ruedas pequeñas, pero su mal estado hace que funcione mal todo el conjunto (pág. 169). En al análisis del reglamento o técnicas del parlamento apenas hace mención a los partidos; cuando lo hace, es de forma incidental. No aparecen explícitamente como un elemento que forme parte del engranaje. Ibíd.
270
de esta premisa, Galiano enumeró tres clases de derechos: los estrictamente políticos
permiten a los gobernados limitar y dirigir el poder; los civiles se encargan de protegen
a las personas y a la propiedad; cierran la clasificación los derechos mixtos, que
participan de las características de los dos anteriores. Entre estos se encuentra la
libertad de pensamiento con el objetivo de influir en el estado, vinculada, por tanto, a la
libertad de imprenta y al derecho de reunión en materias políticas742. Las reuniones
servirían para enviar peticiones a los reyes, magistrados o cuerpos legisladores. Aunque
su extensión presentase algunas ventajas –aumenta la dignidad moral del poseedor de
este derecho y acostumbra a los ciudadanos a prescindir del uso de la fuerza-‐, sus
inconvenientes superan los posibles beneficios, ya que es fácil que estas reuniones se
transformen en grupos violentos. Las sociedades patrióticas que proliferaron durante el
Trienio constituían una prueba del peligro que encierra otorgar un derecho
fundamentalmente perjudicial.
El somero repaso a los partidos que hace Alcalá Galiano se limita finalmente a su
presencia en el parlamento. La puerta abierta a una organización extraparlamentaria
reconocida legalmente en la figura de los derechos mixtos se cierra apenas mencionados
éstos por el peligro inherente de desórdenes que conlleva su aplicación práctica.
742 Ibíd., págs. 279-‐281.
271
7.2. Nicomedes Pastor Díaz. La ley como límite
El análisis que hace Nicomedes Pastor Díaz, uno de los pensadores moderados
más importantes743, de los partidos políticos españoles a finales de los años treinta no es
nada positivo744 –pero ¿cuál lo es?-‐. Le sorprende que unas instituciones con décadas de
existencia hayan dado lugar a partidos y sistemas tan opuestos y que durante ese tiempo
ninguno de ellos haya sido capaz de solucionar los problemas aplicando sus propuestas.
La esterilidad de los partidos reclama el surgimiento de uno nuevo más capaz, con ello
Pastor Díaz no pide un tercer partido que se sume a los dos ya existentes. La razón del
fracaso de los partidos hay que buscarla en su naturaleza y en la distancia entre sus
principios y el objeto y resultado al que se dirigen. No falla el sistema político que
defienden, es decir, sus principios, sino su modo de actuar. Su acción se ve
especialmente enturbiada por la confusión entre dos cuestiones fundamentales
distintas, durante un tiempo equivocadamente entrelazadas: la de la guerra y la política.
El tema bélico no requiere ninguna aclaración. En el momento en que Pastor Díaz
escribe este folleto la guerra va ya por su sexto año. La cuestión política, sin embargo, la
pone Pastor Díaz en relación con el marco constitucional. Lo político se vincula de este
modo con la forma constitucional, las divisiones en esta materia implican, por tanto, la
oposición de concepciones constitucionales alternativas. El peso relativo de cada uno de
estos dos aspectos le sirve en cierto modo a Pastor Díaz para clasificar la historia de los
partidos durante los primeros años de la tercera experiencia parlamentaria. Hasta el
verano de 1835, cuando se produjo el movimiento juntista que terminó con el ministerio
del Conde de Toreno, las materias políticas no adquirieron demasiada relevancia como
criterios diferenciadores entre los partidos; las preocupaciones iban dirigidas contra los
carlistas y el objetivo principal era privarles de influencia y poder. La diferencia entre
743 González Cuevas, Pedro Carlos, Historia de las derechas españolas…, op. cit., 101. 744 Pastor Díaz, Nicomedes, “La cuestión electoral en diciembre de 1839 y enero de 1840”, (02-‐09-‐1839).
Capítulo I. Los partidos, Obras completas, op. cit., págs. 9-‐17.
272
ambos partidos se basaba en la creencia de que unos, por más revolucionarios,
emplearían métodos más enérgicos contra el enemigo. En el transcurso de los vaivenes
políticos, la cuestión política fue adquiriendo mayor importancia hasta que finalmente
ambas se separaron, aunque conservaron una suerte de influencia mutua.
Ambas cuestiones se distinguían por el distinto alcance de sus implicaciones.
Mientras que la guerra era una cuestión nacional, la política predominaba en las
discusiones parlamentarias y en las vicisitudes ministeriales. La primera daba y quitaba
el poder a los partidos, pero lo que les definía era la cuestión política. El peso de la
dimensión política llegó a su cenit durante el período comprendido entre la caída de de
Mendizábal y la promulgación de la constitución de 1837. En ese lapso de tiempo los
partidos fueron, siguiendo a Pastor Díaz, exclusivamente políticos. El sentido de su
existencia descansaba sobre el anuncio de la corona relativo a la redacción de una nueva
ley fundamental. El desplazamiento del énfasis de los partidos desde la guerra hacia lo
político se tradujo en la pérdida del carácter popular que hasta entonces les había
caracterizado. Era la guerra y su carácter nacional la que les conectaba con un interés
generalmente compartido. El cambio de acento también trajo consigo un realineamiento
de los partidos en función de su nuevo objeto. De un lado, los hombres de la democracia,
de la tabla de derechos, de la existencia de una sola cámara. Sus contrarios se
enfrentaban en cambio a una tarea más complicada, dado que el sistema que se les
oponía era más sencillo y conocido. El suyo, también el de Pastor Díaz, era portador de
las nuevas teorías constitucionales. Estos hombres políticos se enfrentaban a la tarea de
explicar el complicado mecanismo del verdadero sistema representativo, de reconciliar
al pueblo con el poder y de demostrar la necesidad del trono y de las instituciones
monárquicas. La novedad de sus teorías tenía asimismo un reflejo en la composición
generacional de sus miembros. Casi todos los jóvenes pertenecen al “partido de la
moderación”. En una nota a pie de página al final del texto, Pastor Díaz se refiere al
folleto de Fermín Caballero “Voz de alerta”, en el que éste descalifica a una juventud,
que, corrompida por las doctrinas doctrinarias, está demasiado apegada a los intereses
materiales.
El paroxismo al que llegó el enfrentamiento entre ambos partidos tuvo su final –
momentáneo-‐ con la mutua aceptación de la constitución de 1837, que de esta forma
273
marca el final de una etapa en la historia de los partidos. “Los hombres sinceros del
partido liberal creyeron ver llegado el día de una reconciliación, que entonces no sólo no
era quimérica, sino que era necesaria, porque era la reconciliación la Constitución
misma”, “la ley empezaba, la revolución, concluía” 745. Nicomedes Pastor Díaz se sumaba
así a la fuerte corriente de optimismo que alcanzaba a los representantes de ambos
partidos liberales.
¿Qué lugar tendrían los partidos políticos en el nuevo período constitucional? La
respuesta del político y publicista es obvia a tenor de lo expuesto: ninguno. Los partidos
que llevan el apellido de políticos tienen sentido cuando defienden unos principios
relativos a la organización política del Estado. Fijada ésta en una ley fundamental
aceptada por todos, los motivos de discordia ya no tienen razón de ser. Tras la época de
la discusión, llegaba la de acatar y obedecer. Cumplida la misión de los políticos, la
división de los partidos no tenía, por tanto, sentido. La única cuestión en pie seguía
siendo la bélica y en esa no cabían distinciones, dado su carácter nacional. La política
daba así paso a la administración, al gobierno.
Desde luego, aún había que acabar la guerra. La misión de las Cortes debería ser
en adelante exclusivamente legislativa: era necesaria, por ejemplo, una ley de hacienda y
una ley de administración pública746. En este nuevo contexto la pervivencia de partidos
sólo podía ser considerada negativamente. Ejemplo de ello es la caracterización que en
este folleto hace del partido progresista posterior a 1837. Califica su existencia de ficticia
y su labor como destructora de la nueva constitución con la excusa de que no aún estaba
745 Ibíd., pág. 13. 746 La misión de las Cortes tampoco podía ser social, porque las revoluciones sociales pertenecen para
Pastor Díaz al ámbito de la providencia, no las hacen las asambleas ni se llevan a cabo en una nación, Ibíd. pág. 28. Pastor Díaz limita la importancia de la política. “Los gobiernos no están llamados a dirigir todo lo que constituye la vida de los pueblos. La Nación no se resume toda en el Estado”. Hay muchos procesos sociales independientes de las leyes y de las revoluciones políticas. Su concepción de la política no es exagerada: “Las grandes cuestiones sociales, que se agitan en España porque se agitan en Europa y porque trabajan en la humanidad entera, sabemos que no han de dominarlas las instituciones, ni de juzgarlas y resolverlas los partidos; pero las tendencias sociales nos servirán para rechazar los principios y los esfuerzos de Gobiernos o de partidos que intentaran empujarnos por una carrera opuesta a esa línea fosforescente y luminosa que señala a nuestros ojos la dirección del espíritu humano”, Consideraciones…, págs. 288-‐290. Acerca de la labor fundamental de las Cortes expone posteriormente una idea diferente. En su nueva interpretación de los cuerpos parlamentarios opina que no son tanto cuerpos legislativos como instituciones políticas. Más que crear leyes, su destino es formar ministerios, influir en la gobernación del Estado, en “De las asambleas deliberantes como poder legislativo”, El Conservador, nº 21, en: Pastor Díaz, Nicomedes, Obras completas, op. cit.
274
concluido el entramado constitucional747. Este partido ya no es un partido de sistema y
cosas, sino de personas. Para no parecerlo se utiliza una diferenciación política que no se
refiere a necesidades actuales, sino pasadas. Las ambiciones personales, una clientela
movida por intereses, por las ventajas materiales que esperan obtener del poder, son la
argamasa que lo mantiene unido748. El concepto de progreso y el de constitución eran
incompatibles. Admitir su maridaje equivaldría a crear de facto una nueva constitución,
lo que iría en contra de la voluntad de un pueblo cansado de querellas en torno a
garantías políticas y que exigía el fin de la guerra y la aprobación de leyes
administrativas, económicas y judiciales. Leyes con principios fijos, que si bien permiten
la existencia de distintas opiniones sobre ellas, no admiten, por el contrario, la división
en partidos o sectas. En estas materias, para Pastor Díaz, hay doctrinas, no creencias749.
Llegados a este punto cabe preguntar si la desaparición de las cuestiones
políticas, en el sentido en el que las entiende Pastor Díaz, supone la disolución de los
alineamientos parlamentarios con el resultado de una cámara de diputados compuesta
de individualidades, sin vinculaciones más allá de las afectivas o meramente
coyunturales en torno a algún aspecto concreto de una ley, es decir, sin un sistema
amplio de gobierno compartido por un grupo más o menos numeroso. Desde luego hay
elementos para considerar plausible esta respuesta. Pero entonces, ¿por qué menciona
la existencia de un partido numeroso formado por gente que en otro tiempo tenía
diferentes creencias y que ha presentado un sistema de gobierno y paz? Pastor Díaz deja
además una puerta abierta a la posibilidad de que los progresistas formen un partido
contrario, presentando una alternativa mejor, lo que de momento no han hecho.
Debemos centrar la atención en los componentes semánticos que el epíteto político
añade a partido para entender la distancia que separa a unos partidos de otros. En el
primer caso lo que se oponen son proyectos constitucionales distintos, en el segundo,
747 Ibíd. 748 El “partido del orden” también los tiene, para luchar necesita agentes que a veces unen a los intereses
de la causa los materiales. Ibíd., págs. 15-‐16. 749 Una idea defendida repetidas veces por Pastor Díaz: “El gobierno y la administración son ciencias
fundadas en verdades únicas y eternas. No hay varias formas administrativas, como hay varias formas políticas; porque administrar y gobernar son hechos y resultados. No hay dos administraciones; de la manera que no hay dos astronomías, que no hay dos químicas”, “Situación política de 1841”, El Conservador, nº 1, 05-‐09-‐1841, en: ibíd., pág. 39. Esos principios eran los que el partido monárquico profesaba.
275
sistemas de gobierno basados en opiniones sobre principios fijos. Pastor Díaz no rechaza
la división en sí, sólo la clase basada en la colisión de marcos legales opuestos. Con ello la
conflictividad se encauza y domestica. El hincapié en la fijeza de las doctrinas y en la
ausencia de progreso en la constitución, que oscurece en este texto la presencia de los
partidos en la última etapa constitucional, responde a la sentida necesidad de asentar las
reglas básicas del juego político mediante la exclusión del debate de los principios
constitucionales.
Pastor Díaz retomó algunas de las ideas básicas que expuso en 1840 ante
el nuevo contexto que había principiado con el acceso a la regencia de Espartero. Desde
las páginas del nuevo periódico El Conservador se dedicó a defender los postulados del
partido monárquico-‐constitucional, denominación acuñada por Borrego, frente a un
gobierno sin contenido ni plan de gobierno. La descalificación de los progresistas se
apoyaba en los mismos puntos que un año antes. La existencia de este partido se
sostiene gracias a la clientela de intereses que ha formado, a una conspiración
permanente y a las sociedades subterráneas. Enfrente tiene a la mayoría de la nación,
educada en las teorías del siglo XIX, sobre todo la juventud, que rechaza los principios
revolucionarios y la exageración democrática.
El partido contrario al Regente es fruto de la alianza del pueblo, impregnado de
esta nueva actitud, con la nueva escuela política. Es el representante del deseo de
gobierno después de concluida la guerra y la reforma política. Gobierno que se traduce
en la necesidad de modificar la ley de ayuntamientos y la administración provincial750.
Su partido tiene doctrinas invariables y centra su atención en las necesidades eternas de
la sociedad sin que influya en su actitud qué partido posee el poder o predomine en el
parlamento. Por el contrario, los progresistas -‐“facción perturbadora” los llama en otro
artículo751-‐ se fijan en el partido que gobierna y no en la sociedad gobernada. Si
prevalece el contrario, sostienen la anarquía, si ellos tienen el poder, reclaman la
dictadura con el pretexto de circunstancias transitorias752.
750 “Situación política de 1841”, El Conservador, nº 1, 05-‐09-‐1841, en: ibíd., págs. 35-‐36. 751 “Progresos de la anarquía”, El Conservador, nº 5, 03-‐10-‐1841, en: ibíd., págs. 48-‐53. 752 “Medidas excepcionales”, El Conservador, nº 4, 26-‐09-‐1841, en: ibíd., pág. 47.
276
Otra diferencia entre ambos partidos es la distinta forma en que tratan a la
oposición, necesaria en todas las sociedades, cuando ocupan el poder. El gobierno actual
se comporta como una dictadura y condena al partido conservador a vivir sin derechos
políticos “como una casta de ilotas” ante la “aristocracia progresista”. En una situación
mucho más complicada por la guerra y la oposición revolucionaria, su partido no acudió
a los métodos de los que en ese momento se servían los progresistas. Tal vez la
acusación más fuerte que Pastor Díaz hace a los progresistas sea la de achacarles el
haber iniciado una dinámica que terminará en el exterminio y la desolación, al apelar a
la revolución y la anarquía753.
Cualesquiera que fuesen las dudas que pudiesen abrigarse sobre la posición real
de Pastor Díaz ante los partidos, éstas quedan despejadas en las Condiciones del gobierno
constitucional en España, revisión de A la Corte y a los Partidos. La concepción que
desarrolla en este texto ha sufrido un avance respecto a lo sostenido en 1840 y 1841. Un
progreso simultáneo al cambio que se ha producido en la política española durante esos
cinco años. De una conflictividad insostenible entre moderados y progresistas se ha
pasado en 1846 a una monopolización del poder por un partido moderado
crecientemente fraccionado. El respeto a la legalidad sigue siendo la preocupación
central de Pastor Díaz, pero si antes atacaba al partido progresista como principal
obstáculo en la estabilización del régimen parlamentario, ahora, con el progresismo
mermado, su tarea se centra no tanto en limitar el campo de acción de los partidos,
recalcando sus aspectos negativos, como en acentuar sus aspectos positivos. Podría
señalarse que antes los partidos abarcaban demasiado y lo conveniente era recortar sus
funciones, mientras que en 1846 los partidos se estaban desdibujando y con ellos la
verdad de las instituciones. La táctica de Pastor Díaz consiste en situar a los partidos en
el eje poder-‐partidos-‐opinión, al igual que hará Borrego diez años después, haciéndolos
aparecer como mediadores entre los dos extremos.
En la sociedad hay una opinión que señala a los poderes públicos cuál es su
misión. “Pero, para interpretar esta opinión general, algunos quisieran no tener en
cuenta las opiniones particulares; para señalar su marcha al gobierno, hay quien cree
753 “Ça ira”, El Conservador, nº 17, 09-‐01-‐1842, en: ibíd., pág. 54.
277
forzoso prescindir de los partidos. Esa es la quimera, la utopía, lo imposible, lo absurdo.
No abrigaremos jamás nosotros esa pretensión extravagante; no llamaremos nunca
opinión pública a la opinión de nadie; no buscaremos una situación en lo que está fuera
de la situación misma”754. El respeto a las prácticas parlamentarias –gobierno apoyado
en la mayoría, debate de ideas y sistemas-‐ permite trasladar los cambios de la opinión al
gobierno y a las leyes, da legitimidad a los partidos y fuerza al poder755. Una relación
fluida entre los elementos de la tríada exige un desenvolvimiento sin coacciones,
especialmente en los procesos electorales. Si la manipulación impide la representación
en el parlamento de todas las opiniones, no habrá debate ni transacción de intereses, no
habrá partidos divididos por principios, sólo un fraccionamiento, que califica de
banderías personales. Otra consecuencia que se deriva de cerrar el acceso legal a las
cámaras es la apelación a la violencia de los partidos expulsados por la fuerza, su paso a
la “arena facciosa”756. El reconocimiento de la inevitabilidad de los partidos parte de un
axioma político, de una verdad general: ningún principio es absoluto, ningún partido
todopoderoso. Ninguno está, por tanto, capacitado para dar respuesta a todos los
intereses. El concurso de todos ellos es necesario para la dirección y el gobierno de la
sociedad. La asunción de la insuficiencia y falibilidad que caracteriza a los partidos debe
traducirse en el abandono de las pretensiones de exclusividad y perpetuidad en el
poder, la limitación de sus principios, la creación de un espacio en el que todos tengan
cabida, el reconocimiento de una autoridad irresponsable y soberana “cuyo respeto es la
garantía común contra sus propias exageraciones y contra los desafueros de los
contrarios”757. Debido a la necesidad del respeto entre los partidos, critica que La Gaceta
del 19 de marzo de 1846 se refiriese a ellos con desdén en un alarde de fuerza y de
consagración de la arbitrariedad758.
754 “A la Corte y a los partidos”, ibíd., pág. 271. 755 Ibíd., págs. 295-‐296. La ley no es sólo un libro, la constitución son las cortes y las prácticas
parlamentarias, pág. 347. La vulneración permanente de estos principios desemboca en la progresiva retirada de los partidos antirrevolucionarios posibilitando que después de una nueva catástrofe ya no queden partidos moderados capaces de establecer un orden, pág. 350-‐351.
756 Ibíd., pág. 297. 757 Ibíd., pág. 341. 758 Ibíd., pág. 345.
278
“La verdad no la posee ni un partido ni un hombre. Pero la poseen todos; pero la
tiene la opinión, que a todos los resume; pero la posee el poder, que teniendo la
inteligencia de la opinión, hace prevalecer y dominar la razón de cada uno”. En la unión
de estos elementos se encuentra el equilibrio necesario para un funcionamiento
normalizado del sistema parlamentario. Donde la filosofía dice que toda la política se
resume en los partidos con el poder, las constituciones dicen que todo poder se resume
en las cortes con el Rey. Tres son las condiciones que posibilitan esta unión de los
partidos con el poder: legalidad, capacidad, moralidad759. El poder obtiene todas sus
condiciones sólo con la primera. Es la legalidad misma, existe por la ley fundamental y
obra con arreglo a ella. Los partidos en cambio deben cumplir las tres:
-‐Legalidad: condición de existencia de los partidos. Implica el
reconocimiento y la sumisión al poder, que es su única garantía de que la ley no sea
interpretada por la fuerza. La legalidad no se obtiene hasta que todos los partidos dejan
de ser revolucionarios. La funda el primero que deje de serlo.
-‐Capacidad: Es el título para llegar al poder, es la inteligencia. Es más que
la opinión, porque la forma. Es el dominio de la fuerza. Hace la ley, la reforma, deroga y
ejecuta las leyes, pero no es superior a ellas. Se hace patente en el parlamento, en sus
discusiones, es el motivo de que haya discusión. Sin ella los partidos no son sistemas ni
doctrinas, son personas.
-‐Moralidad: Es el equivalente al honor y a la virtud en los hombres. Es la
convicción de que la inteligencia no servirá a la tiranía. Con ella nace la obediencia
espontánea al gobierno. Si la legalidad consiste en la observancia de la ley, “la moralidad
es el cumplimiento religioso de las condiciones que no están escritas en la letra de los
códigos; es la aceptación leal de todas las consecuencias que de la ley se derivan”. “Es el
respeto de los partidos entre sí, de los partidos ante el poder, de los partidos ante la
opinión”.
Dos de las condiciones son imprescindibles, la legalidad y moralidad, en cuanto a
la tercera, la capacidad, Pastor Díaz se contenta con que los partidos la busquen.
759 Desarrolla las condiciones en: ibíd., págs. 352-‐356.
279
Pastor Díaz reivindica los partidos y por eso se propone indicar lo que
comparten, lo que les falta y lo que les sobra, “hasta qué punto representan y
comprenden la sociedad; bajo qué condiciones aspiran al ejercicio del poder; a cuál de
ellos le es debido el Gobierno”760. Además para señalar un sistema de gobierno no hace
falta inventar una nueva doctrina ni buscar sus ejecutores fuera de los partidos
existentes. “Una situación son todos los intereses; una opinión, todas las ideas; una
sociedad, todos los partidos… una situación son los hombres en lo que tienen de común;
los sistemas en lo que se completan; las opiniones en cuanto se toleran; los intereses en
cuanto se armonizan; los partidos en todo en lo que no se excluyen”761. El partido
carlista es una reminiscencia del pasado que como partido no puede aspirar al poder
debido a su incompatibilidad con las instituciones; sus integrantes sí pueden participar a
título individual, ajustándose a la legalidad vigente, ejerciendo su derecho al voto. La
carencia de principios compartidos con otros partidos reduce sus relaciones con los
demás a la “revolución o guerra”. Por eso participar en el sistema supone su propia
desaparición, al aceptar las reglas del juego y entrar en el parlamento, los diputados que
defiendan esas ideas las están negando en la práctica contribuyendo a su
desaparición762.
El partido monárquico-‐progresivo o ilustrado es, como el carlista, absolutista,
pero se diferencia del primero en su reconocimiento de la dinastía reinante y en la
aspiración a templar el poder monárquico con instituciones administrativas y religiosas,
con intereses corporativos y con jerarquías aristocráticas. Es un partido débil, como
todos los partidos medios, y con escaso número de seguidores, aunque respetable por la
sinceridad de sus intenciones. Más que un partido es una escuela. Un grupo capaz para
Pastor Díaz de saltos ideológicos aparentemente sorprendentes. El paso que se ha dado
en otros países por parte de algunos de sus partidarios desde la defensa del absolutismo
monárquico a la exaltación de las ideas democráticas revela una similitud en la base de
ambas ideas:
760 Ibíd., pág. 271. 761 Ibíd. 762 Ibíd., la descripción de los partidos se extiende desde la página 271 a la 286.
280
“El monarquismo teórico de la filosofía moderna está tan próximo a
ser una fórmula de la democracia, como está próxima la democracia, donde
quiera que existe, a resolverse en dictadura despótica. Los que buscan la
perfectibilidad sobrehumana para el poder, concluyen por anularle”763.
Donde más evidente resulta el cambio de perspectiva es en la descripción del
partido progresista. Al enumerar las distintas cualidades presentes en los miembros del
partido liberal en el momento de su división, los progresistas se describen como
hombres de acción, que no habían visto satisfechas sus esperanzas, espíritus absolutos y
corazones ardientes. Los que se les oponían eran más reflexivos, críticos, previsores y
escépticos, sabedores de que el principio de autoridad era necesario para la
conservación de la sociedad moderna.
Los moderados salen más favorecidos del reparto de cualidades, pero la
caracterización de los progresistas, aunque no podría definirse como positiva, sí deja
transpirar cierta comprensión. En cualquier caso, el lenguaje de Pastor Díaz carece de la
acritud palpable cinco años antes. El cambio de tono que se percibe no evita una
enumeración de sus errores y la crítica de la compulsión a la destrucción del poder tan
cara a los progresistas. Durante mucho tiempo fue lo mismo que el partido carlista: “una
negación pura”. Después de perdida la oportunidad de reconciliación tras la aprobación
de la constitución de 1837, el levantamiento contra Espartero fue el momento en que el
partido progresista debió abjurar de sus errores, fue una oportunidad más de
reconciliación. Había que “hacer en la esfera de la gobernación, lo que se había hecho en
1837 en la esfera de la política”764.
El tortuoso camino que llevó de un poder militar a otro del mismo cariz inauguró
una situación anómala ajena a los partidos, ante la que el partido progresista reaccionó
volviendo a sus planes de revolución. Las ideas que eran origen de motines y asonadas
habían sido sustituidas en los cuarteles por otras más populares que se burlaban de las
prácticas parlamentarias y suponían la legitimidad de la fuerza. Entre ambos extremos 763 Ibíd., pág. 275. 764 Ibíd., pág. 279.
281
se situaba la constitución765. Ha habido una excesiva presencia de la fuerza armada en la
política, según Pastor Díaz, -‐“las cuestiones de partidos han sido todas cuestiones de
fuerza”-‐, los carlistas iniciaron una guerra, el progresista nombró un dictador, el
moderado obedeció a un ministro soldado, todo ello ha dado lugar a un sistema de
arbitrariedad incompatible con una organización constitucional: “El gobierno militar es
un principio antimonárquico, antiliberal, antieuropeo”766.
Con los actos y principios que habían caracterizado a los progresistas hasta ese
momento -‐proclamación de una reforma aún más innecesaria que la de 1845,
ampliación de los derechos políticos hasta crear un nuevo feudalismo electoral,
intimidación en las elecciones-‐ es posible alcanzar el poder por algún tiempo, pero no
crear un gobierno. La modificación de los principios les permitiría superar su
incapacidad para asentarse en el poder, pero en ese momento el problema sería de otro
cariz: distinguirlo del partido liberal conservador. Poner en conexión esta última
afirmación de Pastor Díaz con la tríada poder-‐partido-‐opinión lleva a deducir la
correspondencia entre el partido conservador y la opinión predominante en el país. Lo
que efectivamente el propio Pastor Díaz pone de manifiesto. “Sus raíces han penetrado
por los cimientos de todos los otros partidos y sistemas”767. De hecho crea un sintagma
que refleja esta especial relación con la opinión mayoritaria de los conservadores, que
pasan de ser un partido a secas a convertirse en un partido social, que, sin embargo, no
ha gobernado todavía conforme a sus principios. Durante la guerra no pudo hacerlo y
posteriormente sólo se solicitó su apoyo para un gobierno que no había salido de sus
filas y que representaba la fuerza.
La profundidad reflexiva de Pastor Díaz y la fundación de un espacio legítimo de
acción partidista supusieron un importante avance en la concepción de los partidos
765 Ibíd., pág. 290. 766 Ibíd., pág. 318. En el período anterior, los militares no intervienen en política por intereses
corporativos, sino como hombres de partido que utilizan los medios a su alcance, el ejército, para lograr sus objetivos políticos, Tuñón de Lara, Manuel, La España del siglo XIX, Barcelona, Editorial Laia, 1973, pág. 95. El Eco del Comercio alerta en el contexto de reforma de la Constitución de 1837 de la formación de “un partido militar en oposición a un partido civil”, Rico y Amat, Historia política y parlamentaria…, op. cit., tomo III, págs. 463-‐464. El artículo en cuestión se publicó el 27-‐06-‐1844 con el título “El partido militar – el partido civil”.
767 Pastor Díaz, Nicomedes, Obras completas, op. cit., pág. 282.
282
como intermediarios y también como formadores de opinión. Pastor Díaz, sin embargo,
no extendió su reflexión al papel de las estructuras organizativas en los partidos.
7.3. Donoso Cortés. Continuidad y ruptura en la reflexión sobre los
partidos.
La principal contribución de Donoso Cortés (1809-‐1853) a la reflexión sobre los
partidos la encontramos en tres artículos publicados en marzo de 1839, durante su
etapa moderada768. Estas reflexiones son anteriores a su evolución ideológica hacia
posiciones reaccionarias a partir de 1848, tras contactar con los movimientos católicos
reaccionarios franceses -‐dos de sus obras más conocidas “Discurso sobre la Dictadura”
(1848) y “Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo” (1851) pertenecen a
esta segunda etapa-‐769.
En estos artículos la clasificación de los partidos tiene su fundamento en la
naturaleza dual de la sociedad. De este modo elabora un esquema compuesto por dos
partidos aplicable a todos los países: el monárquico, que apoya el poder real, y el
democrático, que persigue la primacía de las fuerzas populares770. Más de diez años
768 Donoso Cortés, Juan, Artículos políticos en “El Piloto”, introducción de Federico Suárez, Pamplona,
Ediciones Universidad de Navarra, 1992. 769 En las “Cartas de París” de Donoso, publicadas en El Heraldo, se aprecia la evolución de su
pensamiento desde el moderantismo a posiciones reaccionarias, Jean-‐René Aymes, Españoles en París en la época romántica (1808-1848), Madrid, Alianza Editorial, 2008, pág. 154.
770 “Del terreno en que no deben combatir los partidos”, El Piloto, 10-‐03-‐1839, Donoso Cortés, Artículos políticos…, op. cit., págs. 148-‐149.
283
después, en un marco ideológico reaccionario, seguirá manteniendo la misma idea771. La
persistencia de este marco interpretativo en Donoso refleja las continuidades de su
pensamiento, que se han visto minusvaloradas frente a un análisis que enfatiza la
contraposición entre la etapa liberal y la reaccionaria.
Así vemos cómo, al final de este arco temporal de diez años, Donoso considera
que la disolución que se está produciendo en el partido moderado forma parte de un
fenómeno de alcance europeo que desembocará en su desaparición y en el consiguiente
predominio de dos fuerzas políticas opuestas: la unidad monárquica y la democrática,
representada en España por el partido progresista. Un partido que para Donoso ha
dejado de ser una pandilla gracias al aumento del número de sus miembros. La cantidad
de integrantes deviene así en un criterio del concepto de partido. Volvamos a los
artículos.
Donoso considera que estos dos partidos se dan siempre en los pueblos libres y
aunque es cierto que surgen otros, estos últimos no son fundamentales y su existencia es
casi siempre efímera. Son el producto de los errores cometidos por los que sí son
inevitables y suelen ser bien el resultado de intentar reunir ambas tendencias en un solo
partido mediante una idea que comprenda a ambas o bien son fruto de la aplicación de
un materialismo grosero. En ambos casos lo que se transmite es una imagen de caos772.
Al contrario de lo que es habitual en muchos publicistas, Donoso trata la relación
entre los partidos y la opinión pública desde una perspectiva de incompatibilidad.
Partiendo de la asunción de que la opinión pública es “siempre incompetente”, los
partidos se ven en la obligación de apelar a otra instancia, la razón, “siempre
soberana”773. Esta relación se fundamenta a su vez en el estatuto que otorga a la
realidad. Los hechos no son un asunto sobre el que se pueda opinar, existen con
independencia de la idea que de ellos se tenga. De la aceptación de este punto de vista se
sigue la afirmación de Donoso contraria a la correspondencia entre los partidos y la
opinión pública. No obstante, aunque sólo mediante la razón pueden dirimirse los
771 Despacho desde París nº 69, 1851-‐1853, en: Donoso Cortés, Juan, Obras Completas, tomo II, Madrid,
Biblioteca de Autores Cristianos, 1970, págs. 802-‐803. 772 “Los partidos”, El Piloto, 11-‐03-‐1839, en Artículos políticos…, op. cit., págs. 154-‐156. 773 “Del terreno…”, ibíd., pág. 150.
284
conflictos entre los partidos, Donoso advierte de que no debe prescindirse totalmente de
la opinión pública774.
Esta serie de artículos dedicada a los partidos termina con una exposición de los
elementos que éstos deben reunir. En primer lugar, es necesario que posean un sistema
fijo, determinado y completo; este sistema ha de consistir, en segundo lugar, en un
conjunto de principios lógicamente ordenados que pueda producir al aplicarlo a la
realidad unas instituciones políticas y sociales igualmente ordenadas entre sí
lógicamente; y, por último, el objetivo y los medios para alcanzarlo deben plasmarse en
un símbolo, en una fórmula breve y comprensiva que los resuma775. En pocas palabras,
un partido se distingue por poseer un conjunto ordenado de principios relativos a la
organización política y social y un lema o denominación que lo identifique como
representante de esas mismas ideas. En este sentido, los partidos son positivos, “sin
ellos no podría concebirse ni la civilización ni la historia”776.
La importancia de los principios es puesta una vez más de relieve al explicar la
diferencia esencial entre el ser humano y los partidos. El hombre tiene libre arbitrio,
también en lo que respecta a sus ideas. No así los partidos, que no tienen la libertad de
negar el principio al que están unidos sin provocar con ello su desaparición. Su destino
es defender sus principios con independencia de los resultados que puedan causar,
aunque estos sean negativos como, según opina, sucede en el caso del partido
progresista777. Una interpretación fatalista que se enmarca bien en el fondo apocalíptico
sobre el que están condenados a luchar la idea monárquica y la democrática.
774 Ibíd., págs. 149-‐151. 775 “El partido democrático: su sistema”, El Piloto, 12-‐03-‐1839, Ibíd., pág. 156. 776 “El partido progresista”, El Piloto, 04-‐11-‐1839, Ibíd., pág. 536. Distinta opinión tiene de los partidos
que anteponen sus intereses a los principios, Ibíd., pág. 537. 777 “Relación histórica del origen, progreso y definitivo resultado de la cuestión de la tutela de su
Majestad doña Isabel II y de la serenísima infanta doña Fernanda” (1841), en: Donoso Cortés, Juan, Obras Completas, págs. 860-‐861.
285
7.4. Los partidos en los tratados de derecho político
Sin la importancia de las obras de Galiano, Donoso y Pacheco, hay otros tratados
de derecho político que reclaman la atención. La escasez de textos que en esta época
abordan el derecho constitucional y político obligaba a los coetáneos a acudir a
traducciones de obras extranjeras o a los originales. El Curso de política constitucional
de Constant fue traducido en 1820, y el de Macarel en 1838; libro, según Garrorena, muy
gris a pesar de la fama de la que gozó durante un tiempo. Los estudiantes lo conocían
entonces popularmente como “el Macarel”.
Descontando el libro de Ramón Salas de 1820 Lecciones de derecho público
constitucional, texto apegado a la constitución de 1812, la bibliografía española es
escasa y de muy poca calidad. En 1845 se publica la obra de Juan Miguel de los Ríos, que
mejora el nivel bastante respecto a los anteriores tratados hispanos, a pesar de su deuda
con Macarel778. La irregularidad de la producción intelectual ve así subsanadas
parcialmente sus carencias con este último texto, que se ocupa también en sus páginas
de los partidos y las facciones, con lo que supera en este aspecto a la tríada de lecciones
impartidas en el Ateneo.
Si esto es lo que figura en el haber, en el debe hay que anotar que las
observaciones sobre los partidos carecen de originalidad a la par que son una copia
literal de Macarel. La importancia de la obra de este autor779 radica en nuestro caso, por
tanto, en la influencia que tuvo en la valoración del fenómeno de los partidos en uno de
los tratados constitucionales más importantes de la época. Dos aspectos son los que le
hacen sobresalir por encima de la nebulosa de datos para darle un nombre propio: su ya
778 Garrorena Morales, A., estudio introductorio a Alcalá Galiano, Lecciones…, op. cit., págs. xv-‐xvi. 779 Macarel, L. A., Elementos de derecho político, traducida por Félix Enciso Castrillón, Madrid, 1838.
286
mencionada excepcionalidad en el panorama de los tratados políticos en cuanto al
tratamiento de los partidos, por un lado, y la repercusión, prácticamente literal, que
puede rastrearse en posteriores obras, por otro. Exceptuando esta doble salvedad su
importancia no va mucho más allá. El texto no aporta nada nuevo en las concepciones
sobre los partidos que circulan en este período. Problematiza cuestiones antiguas
ignorando, como veremos, aspectos que han ido adquiriendo mayor actualidad en las
reflexiones sobre el papel de los partidos en los sistemas representativos.
La literalidad a la que acabo de aludir se refiere de forma marcada a Juan Miguel
de los Ríos y a su Derecho político general, español y europeo (1845). Este catedrático de
jurisprudencia de la universidad de Madrid y Alcalá reproduce la distinción de partido y
facción que hace Macarel. La ocasión para elaborar las diferencias entre ambas clases de
agrupaciones la ofrece el título IX del primer tomo titulado De las causas destructoras de
los gobiernos. En su tercer epígrafe –Facciones-‐ expone las cuatro causas que pueden
alterar la constitución de un Estado: la desobediencia de las leyes, la arbitrariedad de los
gobernantes, la formación de partidos y facciones y la promoción de sediciones y
guerras civiles. Advierte de que suelen confundirse los nombres de ambos a pesar de
que entre ellos hay una diferencia notable. Los partidos son una “reunión de muchas
personas con un mismo interés o una misma opinión, en oposición con otras que tienen
otro interés u opinión contraria. La facción supone actividad y maquinaciones secretas
contra las ideas de aquellos que son sus contrarios”780. El partido es una división relativa
a opiniones que no tiene en sí nada de malo, en tanto que la facción siempre es
detestable. Normalmente en los gobiernos absolutos sólo hay partidos y sus principales
objetivos son la obtención de empleos, conseguir el favor del monarca y aumentar su
crédito e influencia. Estos son también sus móviles en los gobiernos moderados,
monarquías en las que el poder del monarca está circunscrito a límites determinados781.
En ambos casos su efecto político es positivo: se contienen mutuamente y son un
freno a la autoridad, salvaguardando con ello la libertad. Los partidos degeneran en
facciones cuando sus miembros no se contentan con empleos y favores y su objetivo se
centra en el gobierno bien para liberarse o apoderarse de él o bien para hacerlo odioso. 780 Juan Miguel de los Ríos, Derecho político general español y europeo, Madrid, 1845, tomo I, pág. 299. 781 Ibíd., tomo I, pág. 69.
287
Otro dato, en el índice analítico, bajo el término Facción se incluye una apreciación
importante que no aparece en el texto: se señala que la libertad de imprenta y de
opinión ilustra a los partidos, los contiene y les sirve de límites. Donde ésta es efímera
tienden a convertirse en facciones782.
Al contrario que en los gobiernos absolutos y moderados, las repúblicas o
democracias son un foco de propagación de las facciones. La extensión de la igualdad al
conjunto de los ciudadanos conduce a una extensión paralela del deseo del poder. En
este punto añade un cierto matiz valorativo en la definición de las facciones. No todas
son igual de extremas, las que entre ellas son moderadas establecen un cierto equilibrio
y son útiles para mantener la emulación y la libertad. Parafraseando a Orwell podríamos
decir que todas son facciones, pero algunas más que otras. No obstante, cuando carecen
de freno su actividad genera tumultos y guerras civiles que desembocan finalmente en la
anarquía, el despotismo o en la disolución del gobierno. La conclusión a la que llega De
los Ríos, copiando a Macarel, es que en el caso de las facciones el riesgo excede los
beneficios potenciales. Aunque pueden producir cierto bien, los males que provocan son
mayores y, en consecuencia, uno de los objetivos de cualquier gobierno debe ser
destruirlas783.
En este tercer epígrafe, centrado en los aspectos negativos de las divisiones, no se
ocupa de la acción de los partidos en los parlamentos. Sí lo hace al tratar de la oposición.
La labor de la oposición se concibe en términos predominantemente defensivos frente a
las extralimitaciones del poder. En las cámaras la oposición debe tener como tarea hacer
frente a las medidas legislativas que vayan en contra de las garantías o de los intereses
que el parlamento debe proteger. El único objeto debe ser la conservación y el logro de
las garantías. Los cambios o modificaciones sólo deben apoyarse cuando sean
estrictamente necesarios. Partiendo de esta descripción Juan Miguel de los Ríos expone
la ya clásica distinción entre oposición sistemática y positiva. La oposición sistemática al
poder ejecutivo atenta contra la tranquilidad del Estado, no ofrece ninguna ventaja y
tiene como principal objetivo derribar al ministerio sin presentar una alternativa mejor.
Reducido a esta clase de dinámica negativa el sistema representativo sería un juego de 782 Ibíd., tomo III, págs. 270-‐289. 783 Ibíd., tomo I, págs. 299-‐301.
288
intrigas y sin principios que no merecería la pena sostener. La oposición positiva, por el
contrario, que muestra al gobierno sus errores, es una parte necesaria en los cuerpos
legislativos784.
La influencia de Macarel se extiende también al género de los catecismos
políticos. Apenas tres años después de publicada la obra de Juan Miguel de los Ríos se
publica el Catecismo político para el uso de la juventud785, que de nuevo reproduce
literalmente a Macarel al ocuparse de la diferencia entre partido y facción y de las
distintas clases de oposición.
8. Más allá de los partidos
8. 1. Jaime Balmes. Un rechazo a los partidos atemperado por el
pragmatismo.
La relación asimétrica entre partidos y sociedad se hace especialmente visible en
la obra de Balmes. Los grandes asuntos políticos sólo superficialmente son políticos, en
el fondo son sociales, lo que aclara muchas inconsecuencias presentes en la acción de los
784 Ibíd., tomo I, págs. 130-‐131. 785 D. A. H., Catecismo político para el uso de la juventud, Madrid, 1848.
289
partidos políticos. En esta época esto era un tópico presente, por ejemplo, en Tocqueville
y en los doctrinarios.
El proceso es el siguiente: los defensores de ciertas ideas o intereses creen que
una determinada forma política les es más favorable y la sostienen. Tanta es su
insistencia que el aspecto político pasa a primer plano oscureciéndose el papel de las
ideas e intereses. Sin embargo, un sistema político nunca llega a satisfacer todos los
intereses en los que se apoya. Llegado este punto se sacrifica lo secundario a lo principal,
lo político a lo social, es decir, la forma política se adultera y se abjura de los principios si
es necesario786. Las formas y sistemas políticos siempre son instrumentos de ideas e
intereses sociales. Lo que comunica el impulso al hombre para actuar políticamente son
los elementos en contacto con su existencia. A modo de ejemplo: el principio
democrático que domina en el partido progresista entra en contradicción con su
aplicación política concreta porque la mayoría del pueblo rechaza sus ideas. Por eso
defienden la menos democrática elección por provincias frente a la elección por
partidos787.
En un artículo de 1840 el filósofo y teólogo catalán observó que los partidos se
caracterizan por tener ideas distintas acerca de cómo aplicar la Constitución, es decir,
difieren en el significado de ésta788. Sin embargo, más adelante en el mismo texto,
cuando Balmes establece la relación entre lo político y lo social, parece utilizar un
acercamiento sociológico al analizar la esencia de la política y de los partidos. Considera
que la política se entiende mejor atendiendo a los intereses sociales que le subyacen.
Distintos intereses sociales creen estar mejor protegidos por determinadas formas
políticas. Eso explica, según Balmes, la falta de coherencia de los partidos y de la política
en general. Los intereses están por encima de las ideas políticas y en los casos en que la
forma política no responda a las expectativas, ante la disyuntiva de tener que sacrificar
uno de los dos, siempre se abjurará de los principios789. El núcleo de los partidos se
786 Balmes, Jaime, Consideraciones…, op. cit., págs. 74-‐75. 787 Ibíd., págs. 80-‐82. 788 Consideraciones políticas sobre la situación de España (mayo, agosto, 1840), en Balmes, Jaime, Obras
Completas, Barcelona, Biblioteca Balmes, 1925, tomo I, vol. XXIII, pág. 89. 789 Ibíd., págs. 100-‐101. Idea que también expone en El Pensamiento de la Nación, nº 15 (15-‐05-‐1844),
Ibíd., v. XXV, pág. 365.
290
encuentra, por tanto, en los intereses sociales, superiores en importancia a los principios
políticos. Los partidos, las facciones y las pandillas nacen vinculados a un principio de
fermentación, son “fenómenos nacidos de otros hechos latentes […]. De aquí es que,
estudiado eso a fondo, queda estudiada la sociedad”790.
En un artículo publicado dos meses después vuelve a insistir en la misma idea. Lo
político, aunque más visible, ocupa respecto de lo social un lugar secundario, regla
aplicable a todos los partidos. Las “cuestiones sociales [están] envueltas por las
políticas”, éstas son un mero instrumento subordinado a las primeras. Por eso la bondad
de una forma política determinada depende de su adecuación a los deseos y necesidades
del individuo en la esfera social, es decir, que toma en cuenta la religión, la familia, la
posición social y los negocios791. Esa falta de adecuación es la causa de que no pueda
hablarse de un verdadero gobierno representativo en España, “está es la razón por que
el partido liberal en España, comprendidos sus varios matices, jamás ha podido plantear
la libertad. Sus ideas sociales estaban en oposición con la mayoría nacional, y para
realizarlas nunca ha podido dejarla libre”792.
A pesar de centrarse en los intereses, los principios no son ni mucho menos algo
secundario en los partidos. Los partidos políticos tienen principios concretos a los que
están íntimamente ligados y sin los cuales desaparecerían. El triunfo de esos principios
supone su propio triunfo; del mismo modo, su muerte, provoca también la suya793. Un
partido político sin convicciones carece de vida, crece por agregación y es incapaz de
modificarse794. Años antes ya había tratado la trascendencia de los principios. La
impresión que produce un artículo de 1842, impresión que se verá corroborada en
varios de sus escritos, apunta en esa dirección. La influencia de utopías importadas,
ajenas a España, explica que los partidos españoles sean incapaces de crear prosperidad.
La solución pasa por su regeneración en términos de una modificación de los principios
790 “Los progresistas y los moderados”, en El pensamiento de la Nación, nº 49, 08-‐01-‐1845, en: Balmes,
Jaime, Obras Completas, Barcelona, Biblioteca Balmes, 1925, tomo VI, v. XXVIII, pág. 12. 791 “Examen de la cuestión del matrimonio de la Reina Doña Isabel II”, en El Pensamiento de la Nación, nº
58, 12-‐03-‐1845, en: Ibíd., tomo VII, v. XXIX, págs. 155-‐156. 792 Ibíd., pág. 159. 793 “La política de la situación”, en El Pensamiento de la Nación, nº 66, 07-‐05-‐1845, en: ibíd. 794 Artículo publicado en La Sociedad, 07-‐09-‐1844, en: ibíd., pág. 218.
291
que los animan. Su aplicación ha de ser profunda, no bastando una simple
reorganización.
Los partidos deben identificarse con los principios de la nación: la monarquía y el
catolicismo795, aunque manteniendo el ámbito religioso y el político separados, lo que
para Balmes significa que las cuestiones eclesiásticas no pueden ser objeto de discusión
entre los partidos796. En este punto los dos grandes principios nacionales parecen
confundirse con intereses sociales compartidos por el conjunto del país colocándose por
encima de las opiniones partidistas. Son principios/intereses que todo partido debe
poseer.
Un artículo dedicado a denunciar las consecuencias negativas del espíritu de
partido muestra claramente cuál es su postura al respecto: “Emplearemos este artículo
en demostrar la sinrazón y el espíritu de partido con que examinarse suele todo lo que
tiene relación con la política”797. La conclusión a la que llega es que los partidos,
identificados con el espíritu de partido, no aciertan a representar el pensamiento propio,
aunque confuso, que la nación posee más allá de la diversidad de opiniones798.
Ese mismo año -‐1844-‐ rechaza la posibilidad de que los partidos existentes
puedan gobernar de forma estable y duradera. Ni el progresista ni el moderado ni el
monárquico, solos o en coalición799, están en disposición de garantizarlo. Es necesario
un pensamiento “superior a los partidos” personificado en un hombre, en una
corporación o en una clase que se encargue de destruir a los partidos o, en su defecto, de
limitar su influencia800. Los partidos “gobiernan sin estar sujetos a otra cosa que a sus
795 La Civilización, cuaderno 12 (febrero de 1842), en: Ibíd., págs. 284-‐286. 796 “Situación del clero español y urgente necesidad de un concordato” (1843), en: ibíd., págs. 197-‐200. 797 “Las preocupaciones políticas y el espíritu de partido”, en El Pensamiento de la Nación, nº 3, 21-‐02-‐
1844, Un espíritu de partido que produce “otro efecto no menos dañoso, cual es la exageración en todo cuanto concierne a la calificación de los hechos, así pasado como presentes”, ibíd., págs. 79-‐80.
798 Ibíd., págs. 88-‐89. 799 En un artículo publicado en La Sociedad distingue entre coalición y fusión. La primera implica que en
su seno persisten las diferencias. Se supone, aunque no lo diga expresamente, que en la fusión éstas sí desaparecen. “¿Y después?”, cuaderno 10 de La Sociedad, 18-‐07-‐1843, pág. 287. En otro lugar identifica la coalición con la fusión facticia, págs. 338-‐339.
800 “Reflexiones sobre el malestar de España, sus causas y remedios”, en El Pensamiento de la Nación, nº 36, 09-‐09-‐1844, en: ibíd., tomo V, v. XXVII, págs. 64-‐65.
292
inspiraciones propias”801, siendo la causa de la inestabilidad. Como en España no existe
ese pensamiento superior, los partidos, cuando llegan al poder, gobiernan en función de
algunos hombres, y no de las cosas, degenerando en pandillas.
La imposibilidad de satisfacer el cúmulo de aspiraciones individuales que se
articulan en torno al partido en el poder provoca la deserción de los descontentos y el
fraccionamiento802. Sin embargo, “en todos los partidos hay un caudal de fuerza; esas
fuerzas están ahora en oposición y su lucha produce el caos; armonizadlas, y de su
armonía resultará una vida lozana y fecunda”803.
Para José Corts, Balmes quiere reunir los elementos dispersos en los partidos en
un sistema nacional. Esos elementos son la fuerza social que tienen los partidos, en la
que radica su valor. A su vez, el sistema político adecuado se deduce del valor de los
partidos804.
La ecuación que vincula sistema político con el valor de los partidos y a éstos con
la fuerza social implica en Balmes que los partidos deben asumir los principios de
monarquía y catolicismo, desapareciendo en el proceso, y plasmarlos en la realidad. Sólo
entonces se evitaría la decadencia en que se encuentra sumida España.
Hay ciertas ideas que aparecen de forma reiterada en el pensamiento de Balmes,
como son las de unidad y orden. Gobernar es en primer lugar unir: “sin unidad no hay
concierto, sin concierto no hay orden, y sin orden no puede subsistir el mundo físico, ni
el moral”805.
“Los partidos, facciones y pandillas son los síntomas de que falta o se debilita el
principio vital. Esto da lugar a graves consideraciones sobre las teorías modernas que
801 Ibíd., pág. 65. 802 Ibíd., pág. 66. 803 Documentos de Bourges, junio 1845, en: Corts, José, Ideario político de Balmes, Madrid, 1934, pág.
317. 804 “Origen, carácter y fuerzas de los partidos políticos en España”, en El Pensamiento de la Nación,
números 8, 9, 10, 11 (marzo y abril de 1844) en: Obras Completas, op. cit., tomo V, v. XXVII, pág. 204. 805 Escritos Políticos, Obras Completas, B.A.C., tomo VI, Madrid, 1950, págs. 341ss., citado en: Aguirre Ossa,
José Francisco, El poder político en la neoescolástica española del siglo XIX, Ediciones Universidad de Navarra S.A., Pamplona, 1986, pág 126. Sobre el concepto de orden ha escrito Juan Olavarría en el Diccionario político y social del siglo XIX, op. cit. págs. 487-‐490; más recientemente Pedro Chacón en la voz orden del Diccionario político y social del mundo iberoamericano II (en prensa).
293
consideran los partidos como un bien”806. Inherente a su existencia es la competencia
por el poder, un aspecto negativo para el país y para los propios partidos. Ello explica su
descomposición, una descomposición que Balmes quiere acelerar807, y la debilidad del
poder cuando está unido a un partido. Precisamente la debilidad es una característica
compartida por los sucesivos gobiernos españoles, incluyendo al absolutista de
Fernando VII, debido a que no imperaba la ley, sino un partido, es decir, la voluntad de
los hombres.
Balmes distingue en 1844 cuatro partidos: realistas exaltados, realistas
moderados, parlamentarios, y progresistas808, a los que un año más tarde añadirá el de
los revolucionarios, cada vez más radicalizados y que junto con los monárquicos
constituyen los dos partidos extremos809.
En torno a la cuestión de la terminología política, coincide con otros publicistas
en criticar la denominación de moderado por imprecisa. Ésta no identifica una idea
determinada y fija acerca de las formas políticas, la religión o la organización del Estado,
elementos definitorios de un partido810. La confusión de ideas en el seno del partido
moderado, que se debe a la inclusión de diversas opiniones bajo el mismo nombre, entre
ellos liberales que han “retrogradado” y antiguos realistas exaltados, y la carencia de
principios fijos que conlleva la diversidad de orígenes de sus miembros es negativa para
todo partido811.
Tampoco las denominaciones de exaltados y progresistas resultan más acertadas:
“Exaltado más bien expresa una pasión que un pensamiento; y el de progresista tiene
significación muy varia y, por lo mismo, no determinada”812. El partido que se hace
llamar parlamentario equivale en el momento en que escribe a los moderados; ese
nombre surgió de la fusión de dos opiniones en las circunstancias que antecedieron a la 806 Esta cita pertenece a un texto no publicado de fecha desconocida, “Ideario político”, en: Balmes, Jaime,
Obras completas, op. cit., págs. 228-‐229. 807 “La inestabilidad ministerial y la incertidumbre de la situación”, en El Pensamiento de la Nación, nº 14,
08-‐05-‐1844, en: Ibíd. 338-‐339. 808 “Origen, carácter y fuerzas…”, El Pensamiento de la Nación, en: ibíd. 809 El Pensamiento de la Nación, nº 88, 08-‐10-‐1845, en: ibíd., pág. 325. 810 “Origen, carácter y…”, en: ibíd., pág. 227. 811 Ibíd., págs. 229-‐230. 812 Ibíd., pág. 238.
294
caída de Espartero y su apropiación por una de las partes después de su disolución
carece de sentido, según Balmes. Comparando ambos partidos, Balmes señala que lo que
diferencia al partido progresista del moderado es su carácter revolucionario: “el partido
progresista, pues, considerado como partido legal, carece de objeto, se identifica con el
parlamentario o llámese conservador”813. La diferencia entre ambos no atañe a los
principios básicos: “si permanecen separados estos partidos, la cuestión no será de
principios, sino de personas; y esto es lo que constituye el pandillaje”814.
Tanta atención a las denominaciones políticas no es accidental en una época de
formación de los partidos. Por una parte, la crítica de las denominaciones, tanto en
Balmes como en otros autores, atañe a una de las condiciones consideradas esenciales
de los partidos: los principios, los cuales, se repite con insistencia, deben ser fijos. La
trascendencia de las denominaciones radica en que deben ser capaces de transmitir esas
ideas fundamentales de forma sintética. Por otro lado, en el caso concreto del término
progresista, Balmes demuestra asimismo ser consciente del campo de batalla léxico que
impregna la política: “prescindiendo de las nuevas significaciones que se hayan dado a la
palabra progreso, procuraré analizarla tal como es en sí, porque juzgo de la mayor
importancia el no dejarla en circulación con cuño ambiguo, pues sólo de esta manera se
puede apreciar la mayor o menor justicia con que se la apropian los partidos”815.
No resulta sorprendente que para Balmes la existencia de la oposición,
consecuencia del gobierno representativo y vinculada a los partidos, sea negativa para la
sociedad: “la oposición es la voz de los partidos, cuanto más pronunciada y organizada
es aquélla, tanto más pronunciados y organizados se hallan éstos; si por circunstancias
particulares falta la correspondencia indicada, bien pronto aparece”, es “inseparable de
la existencia de bandos y partidos”816. La oposición “verdadera” es la que opone un
813 Ibíd., pág. 242. 814 Ibíd. Nótese que los principios caracterizan a los partidos frente al caudillaje, propio de las pandillas. 815 Balmes, Jaime, Consideraciones…, op. cit., págs. 95-‐96. 816 “La oposición”, El pensamiento de la Nación, nº 99, 24-‐12-‐1845, en: Balmes, Jaime, Obras completas,
op. cit., tomo VIII, v. XXX, pág. 79.
295
sistema a otro, engendrando un principio de desorden. Tres son las oposiciones que
identifica: la progresista, la moderada y la monárquica817.
Su oposición a los partidos no desemboca, sin embargo, en el retraimiento o en la
lucha frontal. Balmes hace gala de un cierto pragmatismo: “No siempre se ha de buscar
lo mejor, sino lo aplicable”818, “¿qué vale un sistema social o político si no es
realizable?”819. Su aceptación del principio de realidad le hace apoyar la participación en
el sistema utilizando los medios que éste pone a disposición (prensa, elecciones…) con el
objetivo de frenar la revolución y mantener el orden con independencia de si se está a
favor o en contra de esos medios820. A pesar de ser el germen de la anarquía, a pesar de
que los partidos tienden a destruir el poder o a realizar modificaciones profundas,
Balmes combina un rechazo frontal con su utilización, “siendo preciso aceptar las cosas
como son, no como debieran ser, es necesario resignarse a las condiciones de la época, y
llegado el caso hacer la oposición, no obstante su germen de anarquía”821. Las
convicciones y la firmeza de los principios pueden neutralizar la inherente tendencia a la
anarquía de los partidos, al menos en parte.
817 Ibíd., págs. 81-‐82. Monárquico para Balmes no es equivalente a absolutista ni se identifica sólo con los
carlistas; monárquicos son los “que aman sinceramente la dignidad y el esplendor del trono” y desean que “ni necesite de las dictaduras militares, ni mendigue el apoyo de los bandos revolucionarios”´, “Los tres criterios y el partido monárquico”, El Pensamiento de la Nación, nº 134, 26-‐08-‐1846, en: ibíd., pág. 313.
818 “Origen, carácter y…”, en: ibíd., pág. 221. 819 Ibíd., pág. 222. 820 Ibíd., pág. 223. 821 Ibíd., pág. 80.
296
8.2. El partido nacional
Como sucede con el resto de conceptos, el significado de este sintagma varía
primordialmente en función del trasfondo histórico en el que se utilizaba. Puede
identificarse un primer sentido que abarca fundamentalmente los años de la guerra civil
y que se extiende hasta la defenestración de Espartero en 1843. Durante este período,
cuando se utiliza en el marco del par de partidos liberal-‐carlista, “partido nacional” se
identifica con el partido liberal sin excluir la existencia en su seno de fracciones. La
causa de la aparición del sintagma y de la intensificación de su uso está vinculada a la
duración del conflicto. En este sentido, se confunde con las apelaciones a la unidad y a un
gobierno fuerte que se sobreponga a los partidos como medio para alcanzar la victoria
en la contienda civil. Posteriormente, la coalición formada con el objetivo de derribar a
Espartero modificará el alcance de este oxímoron para excluir de él a los esparteristas. A
este primer uso no le subyace necesariamente un rechazo a la división partidista en una
situación política estable. En la segunda fase, su contenido semántico sufre un
desplazamiento hacia la defensa de postulados conservadores que se identifican con el
rechazo de los partidos. Es decir, en el transcurso de apenas una década este sintagma se
carga de un contenido antipartido, que ya no perderá.
No es casualidad que las apelaciones a un partido nacional, a un gobierno
fuerte y a la unión aumenten cuando el partido al que se pertenece está en el poder. De
este modo, quienes poco antes alababan sin ambages el papel de la oposición lo matizan
o pasan por alto cuando llegan al gobierno. Es otro recurso en el arsenal de argumentos
de los partidos que inevitablemente adquiere consistencia en estos años con el
afianzamiento de los usos parlamentarios. Comparada con la segunda fase antes
pergeñada, que asocia el sentido profundo del sintagma a una concepción de la realidad
política, el primer uso, del que se sirven alternativamente todos los partidos
297
parlamentarios, reviste un carácter más retórico que responde a las idas y venidas,
circunstanciales, hacia y desde el poder.
Concretaré las características de la primera de las dos etapas. La
identificación del partido liberal con la nación era un lugar común durante la tercera
década del siglo XIX. Andrés Borrego, por ejemplo, en un artículo publicado en El
Precursor el 7 de noviembre de 1830 indica que su objetivo es propagar en España las
ideas del “partido nacional”822. La segunda parte del sintagma hace referencia a los
auténticos intereses del país, lo que no implica que estos intereses tengan que
identificarse automáticamente con los intereses de la simple mayoría numérica de
quienes componen la nación. En realidad los verdaderos intereses son los de la parte
ilustrada y liberal, y se encarnarían en un primer momento, al menos para una parte de
los liberales, en las instituciones políticas creadas por el Estatuto Real.
Una vez establecida esta equivalencia el siguiente paso obvio era considerar los
ataques a las instituciones, procediesen del partido carlista o de los revolucionarios,
como antinacionales. Así se llegó a calificar como partícipes de las pretensiones del
partido antinacional y revolucionario a quienes mostraron su oposición al primer
discurso de la corona reclamando una libertad radical, una tabla de derechos y la
libertad de imprenta823.
El Discurso de la Corona era en realidad discutido en el Consejo de Ministros, lo
que era sabido por todos –ya se practicó así durante el Trienio-‐. Su contenido era
simultáneamente un “inventario y programa político” de lo sucedido en el período sin
reunión de cámaras y una declaración de las intenciones del gobierno para el nuevo
período legislativo, lo que propició, como ya se ha visto, importantes debates en la
Contestación al discurso en los que se perfilaban las distintas opciones políticas824.
822 Concepción de Castro, Romanticismo…, op. cit., pág. 34. 823 La Abeja, 11-‐08-‐1834. 824 Villarroya, Joaquín Tomás, El sistema político del Estatuto Real, op. cit., págs. 164ss. La contestación al
discurso de la corona adquirió un sentido fiscalizador de la conducta del Gobierno del que careció durante el Trienio. En esa etapa se concebía fundamentalmente como un homenaje al Rey y el tono predominante era en consecuencia cortés y respetuoso. El distinto papel que adquiere a partir de 1834 radica en el artículo 47 del reglamento del Estamento de Procuradores que preveía una comisión de nueve miembros para redactar el proyecto de contestación, sometido posteriormente a discusión en el parlamento, Ibíd., págs 387-‐395. Lo mismo sucede con las peticiones. Su sometimiento
298
Aunque su significado variase para los diferentes matices liberales, en su
oposición al carlismo coincidían en señalar que “Isabel II [estaba] a la cabeza del partido
nacional o de la civilización y del progreso” como representante de un partido
incompatible con los carlistas825. Esta relación entre la Reina y el “partido nacional” dio a
la lucha el carácter mixto de un esfuerzo militar, por una parte, para derrotar al enemigo
e intelectual; por otra, para descubrir y fijar los mejores medios de cara al
establecimiento de instituciones constitucionales826. No era una simple guerra de
sucesión, sino una “guerra eminentemente nacional”827. Lo que estaba en juego era la
defensa de la legitimidad y del sistema representativo. La expresión – en sus dos
versiones de partido nacional y antinacional-‐ opera en un doble frente, en ambos casos
con la pretensión de deslegitimar y excluir al adversario: ataca los dos extremos del arco
político, revolucionarios y carlistas.
Las elecciones también ofrecen una ocasión propicia para manifestar la
identificación de los liberales con la nación. En este contexto su utilización responde a
una opinión aparentemente crítica con la división en partidos. Los electores deben votar
a hombres puros, desinteresados “y que no reconozcan más espíritu de partido ni
correspondan a otro que al partido que es propio de la honradez española. AL PARTIDO
NACIONAL. Todo el que alimente denominaciones o se jacte de pertenecer a alguna de
ellas debe ser excluido de las urnas electorales”828.
Resulta difícil extraer las consecuencias que se derivan de una lectura literal de la
anterior cita publicada en un medio afín al gobierno de turno, que a la sazón era el de
Istúriz y Alcalá Galiano. De hacerlo habría que pensar que uno de los periódicos que más
había profundizado en la función de los partidos en un sistema parlamentario, gracias
sobre todo al propio Alcalá Galiano829 y a M. Carnerero, en un giro de ciento ochenta
a discusión pública les dotó de una dimensión política importante. Están en el origen de importantes debates en los que se examinó la conducta del gobierno, en: ibíd., pág. 395-‐396.
825 San Miguel, Evaristo, De la guerra civil en España, 1836, pág. 49. 826 El Patriota, 15-‐05-‐1837. 827 El Español, 08-‐11-‐1835. 828 La Revista Española, 09-‐07-‐1836. 829 Aunque en esa fecha Antonio Alcalá Galiano ya había abandonado la redacción del periódico. Padre e
hijo dejaron de ser redactores el 31-‐03-‐1836. El motivo aducido: para conservar ambos su
299
grados había cambiado su línea editorial propugnando ahora la desaparición de los
hasta poco antes imprescindibles partidos. Por el contrario, resulta más sencillo pensar
en un uso retórico del sintagma ante las entonces próximas elecciones del 13 de julio.
La combinación en este sintagma de una fuerte carga valorativa positiva y de una
construcción conceptual caracterizada por la sobreabundancia de un sentido inclusivo –
la nación lo era todo en la política-‐ determinaron su uso como elemento exclusivo. Sólo
los conceptos que encierran un sentido de totalidad permiten una exclusión efectiva. Es
entonces cuando la expulsión equivale a una condena, a la muerte social y política. El
intento de monopolización por los distintos partidos de la identidad nacional suponía
una actitud antipluralista en política830.
Ante semejante órdago retórico la opción más habitual y obvia consistió en el
intento de apropiarse del sintagma mediante la definición del significado de nación, en
esta relación entre dos conceptos sin duda el más fuerte semánticamente. Nación era un
concepto fundamental y polémico pretendido por las opciones ideológicas más
relevantes de la época convirtiendo el lenguaje en un campo de trincheras. Al acusar a
los primeros dos ministerios del Estatuto de lenidad con los enemigos, de miedo de
armar al pueblo y de darle derechos, Fermín Caballero les imputaba “la utopía de fundir
en un partido nacional a los que peleaban por distintos principios y por opuestos
intereses”831. Los carlistas, en definitiva, no formaban parte de la nación.
Durante estos años la contraposición entre liberales y carlistas se convierte en el
elemento predominante que condiciona el contenido del sintagma “partido nacional”. A
pesar de utilizarlo como medio para atacarse entre sí, la lucha con los carlistas reúne a
las dos fracciones liberales en el partido nacional. Por eso cuando el diputado Falero
describe los partidos sobre los que a su juicio el gobierno debe actuar, señalando en
primer lugar a los partidarios del Estatuto, Olózaga le responde que a pesar de que sus
independencia. La advertencia añade que la línea del periódico seguirá siendo la misma. M. Carnerero, en cambio, continuó publicando artículos.
830 En este sentido, María Cruz Romeo Mateo llama la atención sobre la política de apropiación de la identidad nacional, llevada a cabo durante el Bienio progresista por el partido en el poder, “política profundamente antipluralista”, “Memoria y política en el liberalismo progresista”, en: Suárez Cortina, Manuel, El liberalismo español, Historia y política, nº 17, enero-‐junio 2007, pág. 77.
831 Caballero, Fermín, El Gobierno y las Cortes del Estatuto, op. cit., pág. XXI. Fusión que también intentó llevar a cabo Mendizábal, pág. XXVI.
300
opiniones “no tienen la más pequeña simpatía con las de ese partido […] los partidarios
del Estatuto pertenecen al partido liberal, al partido nacional; están tan comprometidos
como nosotros, y en el caso, que no es creíble, de que la guerra tuviese un éxito funesto,
serian igualmente que nosotros víctimas del furor de nuestros enemigos”832.
En su sentido más aceptado, el concepto de partido nacional corre durante
esta primera fase paralelo al de partido liberal. El final de la guerra civil y el ascenso al
poder de Espartero modificarían las condiciones estructurales que hasta entonces
habían permitido interpretarlo de este modo. Desaparecido el enemigo común de los
campos de batalla, las apelaciones a la unidad que le siguieron fueron el canto del cisne
de la identificación del sintagma con la unidad liberal. Su utilización sería la misma, la
exclusión, pero el objetivo se desplazaría desde los carlistas a los progresistas o
moderados, con el breve prólogo de la coalición antiesparterista.
Un ejemplo de la deriva hacia posiciones cada vez más excluyentes del sintagma
“partido nacional” se observa en Campuzano, que, refiriéndose precisamente a la nueva
situación política surgida tras el levantamiento del 1 de septiembre de 1840 en términos
positivos, identificaba al partido progresista con el nacional. Éste desarrollaría la
constitución de 1837 de acuerdo con sus auténticos postulados. Sus enemigos eran
degradados al nivel de “facciones despreciables, compuestas de hombres codiciosos o
egoístas”833.
La caída de la Regencia de Espartero puede señalarse como el momento histórico
en que el contenido semántico de “partido nacional” comienza a cargarse de rasgos más
conservadores. Hay un desplazamiento hacia la derecha del espectro político en su uso
que coincide con una acentuación de su sentido antipartidista. Esta transformación en el
plano lingüístico coincide con el inicio de la década moderada y la exclusión, tanto
simbólica como política, de los progresistas. Este deslizamiento semántico puede
rastrearse al hilo de los sucesos que arrancan con la formación de la oposición a
Espartero, integrada por progresistas y moderados, y que concluye con el monopolio del
poder por parte de los moderados.
832 DS 04-‐12-‐1836. 833 Campuzano, J. F., Por qué y para qué, 1840, pág. 26.
301
Inicialmente la oposición parlamentaria a Espartero se denominó a sí misma
“partido nacional”. El monopolio del poder por los llamados ayacuchos y la marginación
de los progresistas que apoyaron la regencia trina y de los moderados chocaba con el
respeto de Espartero a la libertad de prensa. Paradójicamente la oposición que habría de
aunar los esfuerzos de los opositores al Regente comenzó como una “coalición
periodística” para protegerse de la supuesta tiranía ejercida contra los periódicos. El Eco
fue el primero en proponer la unión a las “redacciones periodísticas, sin exclusión de
colores ni banderas”834 no tardando mucho en sumarse a ella El Heraldo. De este germen
periodístico, “baturrillo de opuestas ideas, de encontradas ambiciones, de enemigos y
bastardos fines”835 para los defensores del Duque de la Victoria, surgió la coalición
política, “amalgama de los partidos”. Para Rico y Amat, El Eco apelaba a una fusión
imposible, la unión tenía en realidad un objetivo limitado: derrocar a Espartero836.
De forma sintomática los sucesos conducentes a la caída de Espartero se vieron
como una oportunidad para superar la división reinante entre los liberales en una
situación en que los dirigentes de los partidos estaban desengañados por la esterilidad
de sus enfrentamientos y Joaquín María López, “con el apoyo total del pueblo”, había
pasado a presidir el gabinete. Tras la victoria el objetivo debía ser lograr la alianza y
reconciliación de los partidos837. La división liberal se veía como causa de la
prolongación de la guerra y de la falta de estabilidad del sistema representativo. La
conciencia de este hecho y de la necesidad de superarlo habría dado lugar a la creación
de un partido uniforme838.
La reconciliación no debía limitarse, sin embargo, a las fracciones liberales, la
necesidad de asentar definitivamente el sistema aconsejaba su extensión a todos los
834 El Eco del Comercio 25-‐10-‐1842. 835 Anónimo, Vida militar y política de Espartero, tomo III, Madrid, 1845, pág. 679. 836 Rico y Amat, Historia política y parlamentaria…, op. cit., tomo III, págs. 356-‐357. La completa
desorganización de los partidos -‐progresistas, divididos; republicanos haciéndose la guerra; ministeriales vacilantes y sin dirección; moderados sin jefe claro y sin programa; absolutistas, sin organización ni bandera-‐ facilitó la positiva recepción del proyecto de unión, ibíd., pág. 360. Imitando lo sucedido en los medios, los dirigentes de las dos fracciones parlamentarias, López y Cortina, también se coaligaron para derribar el gabinete González, ibíd., pág. 632.
837 Pareja de Alarcón, Francisco, La reconciliación de los partidos y el porvenir de la España, 1843, págs. 23-‐26.
838 Ibíd., pág. 47.
302
partidos sin distinción, desde el absolutista al republicano, respetando las distintas
opiniones políticas839. Este escenario se traduciría en la unión de los liberales en un solo
partido, apoyado por la mayoría, y en el derecho de realistas y republicanos a defender
sus ideas dentro de la legalidad. La unidad de los liberales no impediría la existencia de
corrientes coyunturales vertebradas en torno a puntos concretos, distintos pareceres
sobre aspectos relativos a la administración y el gobierno, divergencias que en todo caso
no deberían debilitar la concordia esencial basada en la aceptación de unos mismos
fines840.
Las declaraciones de unidad predominaron en los dos bandos tras su victoria
sobre Espartero, hasta el punto de que El Heraldo, en un artículo de agosto de 1843 (09-‐
08-‐1843), llegó a postular la transformación de la coalición en un solo partido: “La
reunión del partido constitucional en una sola mesa, borrando los apellidos de
progresistas y monárquicos, si no existe del todo, está por lo menos muy avanzada. Lo
está, porque todos la apetecen, y la miran como una necesidad”. El nuevo contexto
parecía favorecer el final de las divisiones y el inicio de un período en el que los dos
partidos liberales sólo fuesen un recuerdo. Así se expresó Joaquín María López durante
el tiempo que ocupó la presidencia del gobierno.
La hora de los partidos había pasado y únicamente debía existir el partido
nacional como reunión de todas las teorías e ideas que favoreciesen el progreso de la
patria841. La coalición terminó por presentarse a las elecciones, en las que los moderados
obtuvieron una ligera ventaja sobre los progresistas842, con el nombre de “partido
parlamentario”. Sus principios fundamentales fueron la defensa de la monarquía de
Isabel II y la Constitución de 1837. Frente a la denominación elegida, Donoso abogó por
la de “Partido Nacional”. Finalmente no firmó el manifiesto electoral del Comité Central
del partido parlamentario expresando con ello el sentir del ala derecha del partido843.
839 Ibíd., pág. 48. 840 Ibíd., pág. 53. 841 López, Joaquín María, Discursos parlamentarios, defensas forenses y producciones literarias de Don
Joaquín Mª López, Tomo III, publicado por Feliciano López, Madrid, 1856, pág. 236. 842 Cánovas Sánchez, Francisco, “Los partidos políticos”, La era isabelina y el sexenio democrático (1834-
1874), págs. 371-‐499, en: Historia de España, de R. Menéndez Pidal, dirigida por J. Mª Jover, Madrid, Espasa Calpe, 1981, Tomo XXXIV, págs. 376-‐377.
843 Cánovas Sánchez, Francisco, El partido moderado, op. cit., pág. 12.
303
No tardaría mucho en producirse la ruptura de esta precaria coalición. A partir de
noviembre de 1843 se intensificaría la demonización de los progresistas.
Fueron el ala derecha del partido moderado y los sectores afines a ésta los que a
partir de ese momento comenzaron a apropiarse de la expresión “partido nacional”. Los
intereses liberales, que hasta entonces se habían identificado con nacional, se vieron
devaluados ante otros contenidos. Una vez que su uso como elemento de cohesión frente
al carlismo hubo perdido su sentido, la acentuación del sentido antipartidista que el
oxímoron llevaba latente cobró mayor importancia. Junto a la revalorización de este
rasgo semántico, hay que añadir también su asociación con el fortalecimiento del poder
ejecutivo que tuvo lugar simultáneamente.
El marqués de Viluma también sostuvo, por su parte, la necesidad de crear una
“Unión Nacional” en el Manifiesto del 04-‐01-‐1845 publicado en El Heraldo unos días
después. En ese manifiesto los diputados vilumistas hicieron públicas las razones de su
renuncia a los escaños. La elección del término unión respondió a la voluntad de esta
fracción de los moderados de evitar su asociación con los partidos. Rechazaron
identificarse como un partido explicitando que carecían de la organización que los hacía
temibles en las asambleas. Su objetivo, por el contrario, era crear y consolidar un
gobierno superior a todos los partidos.
El manifiesto publicado en El Heraldo iba precedido por un corto artículo en el
que se expresa, así debemos suponerlo, la opinión del periódico sobre la comunicación
de los vilumistas. De su lectura se extrae que el articulista y los vilumistas se mueven en
coordenadas políticas claramente diferentes. El primero muestra una cierta perplejidad,
cree que cuando la fracción de una gran comunión política quiere formar un nuevo
partido con principios propios necesita levantar una bandera donde pueda verse
trazado su sistema y pensamiento, algo que quizá los disidentes no quieran hacer, pero
entonces, se pregunta ¿para qué tanto ruido? Piensa en términos de partidos, algo a lo
que precisamente esta fracción se opone844.
844 El Heraldo, 11-‐01-‐1845.
304
En el primer número de El Conciliador (16-‐07-‐1845), periódico oficioso de la
fracción Viluma, se volvió a insistir en la oportunidad de formar un partido nacional845.
En esta ocasión –un desliz tal vez-‐ sí se utiliza el término partido. Como en el caso de
Balmes, que apoyó la candidatura Montemolín para acabar con el enfrentamiento
dinástico y como medio para fortalecer el partido moderado con su apertura a los
carlistas, los vilumistas también defendieron la compatibilidad entre moderados y
carlistas846. Es en esa reivindicación de los postulados políticos más conservadores
donde se enmarca la apropiación del epíteto nacional por el marqués de Viluma y
también por Balmes, que apoyó la formación de un gran partido nacional compuesto
“por los que habían luchado en bandos opuestos”847.
Desde las páginas del periódico absolutista La Esperanza también se apeló a la
formación de un “partido numerosos, fuerte, verdaderamente nacional”, en referencia a
los monárquicos. En ese artículo se utilizaba la expresión “partido monárquico”848.
Partidario del progreso moderado, Vicente M. Pereda, ofrecía poco después otra
concepción de este oxímoron en el que coexiste un uso débil y fuerte, esta vez sin el
sesgo excluyente de la apropiación semántica más conservadora, junto con el objetivo de
garantizar la independencia nacional frente a las potencias extranjeras, todo ello
enmarcado en la necesidad de dar solución al problema dinástico. El propio título del
folleto, La nación y los partidos o sea la necesidad de formar el partido nacional, anticipa
el tratamiento negativo del enfrentamiento de los partidos que recorre todo el texto849.
Como es habitual, comienza por hacer una breve clasificación de los partidos existentes
en España: el moderado –amante del orden-‐, el progresista –partidario de la revolución-‐
y el realista –compuesto a su vez por dos tendencias, los restauradores absolutos, una
minoría, y los modificados-‐. Haciéndose eco de la crítica habitual en ese período,
caracteriza al partido moderado por la inconsistencia de sus principios, o lo que lo
mismo, por la multiplicidad de los principios divergentes que existen en su seno. Los
845 Cánovas Sánchez, Francisco, El partido moderado, op. cit., pág. 199. 846 Ibíd., pág. 56, también en Cánovas Sánchez, Francisco, “Los partidos políticos”, op. cit., pág. 390. 847 El Pensamiento de la Nación, 09-‐07-‐1845. 848 La Esperanza, 04-‐02-‐1845. 849 Vicente M. Pereda, La nación y los partidos o sea la necesidad de formar el partido nacional, 1848.
305
principios del partido progresista, por el contrario, son más consistentes y su
sentimiento por la libertad más ardiente850.
La división en partidos está entroncada para Pereda con la constitución de la
monarquía. La ley de sucesión que permite reinar a las mujeres es una causa
fundamental que amenaza la independencia e impide la unidad de los partidos851. Hay,
por ejemplo, una facción afrancesada integrada en el partido moderado que apoya las
pretensiones de Luis Felipe de casar a Isabel II con un príncipe francés852. La
consecuencia de la división interna sobre este punto facilita una mayor injerencia
extranjera, sobre todo por parte de Francia e Inglaterra, que se ve alimentada por el
error de los partidos de apoyarse en las naciones que favorecen su causa, como sucede
especialmente en el caso de los moderados con Francia853. Los otros dos partidos
manifiestan un carácter más independiente, más nacional854. La pérdida de
independencia nacional profundiza la división en partidos y acentúa su enfrentamiento.
Este convencimiento lleva a Vicente M. Pereda a ver en la unión de los tres partidos la
solución al debilitamiento de la nación. Ninguno debe ser excluido. Es necesario admitir
al partido carlista para llegar a “formar el verdadero partido nacional”855. El gobierno de
un solo partido no puede responder a las exigencias nacionales, como significativamente
reza el encabezamiento de la segunda sección del folleto: “El gobierno de partido no es
gobierno nacional”856.
El peligro de perder la independencia obliga a crear un partido nacional en torno
a un “punto de unidad” que concentre los intereses de todos más allá de los partidos. De
hecho, los tres partidos son compatibles, su contienda sólo es peligrosa cuando se sale
de la vía legal, cuando carecen de un vínculo fuerte con el cuerpo político que les
identifique “con la organización propia del país”, es decir, con la monarquía. Este
850 Ibíd., pág. 49. 851 Ibíd., pág. 72. 852 Ibíd., pág. 50. 853 Ibíd., págs. 25-‐26. 854 Ibíd., pág. 39. 855 Ibíd., pág. 49. 856 Ibíd., pág. 41.
306
principio nuclear es la ley de legitimidad nacional, la antigua ley dinástica857. En un
contexto político estable gobernaría el partido nacional, compuesto por los hombres
más influyentes gracias a sus propiedades y su conocimiento. Este partido implantaría
las reformas gradualmente y mantendría a los partidos extremos en la legalidad gracias
a su mayor fuerza858. La realidad, sin embargo, habría demostrado que ninguno de los
partidos se ha identificado con el interés general y ha actuado conforme a los principios
que deben regir en el auténtico partido nacional; han sido facciones más o menos
débiles. Los gobiernos han sido gobiernos de partido que no han trabajado para la
nación; cada uno ha ensayado su sistema y todos han fracasado859.
El partido nacional es un partido basado en los intereses generales860. La unión
no implica el rechazo de los distintos principios siempre que se atengan a la ley. Con ello
parece debilitarse el concepto de “partido nacional” y aplicarse en un sentido débil como
equivalente de un acuerdo básico entre los principales partidos acerca del marco
organizativo fundamental del Estado. Es decir, el “partido nacional” no vendría tanto a
acabar con la pluralidad de partidos como a crear las bases de un sistema estable que
asegure la independencia nacional. Nos encontraríamos con ello frente a un uso de
partido nacional asimilable a la insistencia en la necesidad de una legalidad común o en
unos principios compartidos como garantía de una convivencia pacífica entre las
diferentes sensibilidades políticas.
La idea de “partido nacional” parece oscilar en el texto entre dos significados
distintos. El primero de ellos correspondería con una interpretación fuerte del sentido
del sintagma. En este caso se trataría de la fusión de los tres partidos existentes en un
partido que surgiría de forma natural como partido de gobierno una vez alcanzado un
pacto nacional en torno a la monarquía (el punto medio en que se reúnen los más
ilustrados dejando sólo grupos extremos); el segundo sentido, más habitual, responde a
857 Ibíd., págs. 51-‐52. Es significativo el encabezamiento de la sección III: “Sólo un príncipe español puede
asegurar la independencia y unir a los españoles en un verdadero partido nacional”, pág. 68. 858 Ibíd., pág. 60. 859 Ibíd., págs. 64-‐65. 860 Un principio político o religioso se hace nacional cuando se identifica con los grandes intereses,
ninguna teoría o sistema considerado en sí mismo sirve de solución, ibíd., págs. 69-‐70.
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la interpretación débil y se identifica con la aceptación de una legalidad común mediante
un pacto861.
8. 3. Gobierno superior a los partidos
Una cuestión relacionada con la noción de partido nacional, ya mencionada
superficialmente, es la idea relativa a la necesidad de un gobierno superior a los
partidos. La sensación de vivir un período de crisis, la renuencia a aceptar la división
como hecho irreductible de la vida política, la necesidad de gobernar para todos y la
concepción del poder como ancla de salvación convierten en un lugar común la
apelación a crear un gobierno fuerte e independiente de los partidos.
Mientras dura la guerra civil esta apelación se aplica implícitamente a las
fracciones liberales. Se matiza el mito de la unión liberal limitado en varias ocasiones a
la consecución de la victoria militar. Esta unión puede también reclamarse sin rechazar
la dinámica parlamentaria consistente en buscar apoyos en el parlamento, aunque sin
terminar bajo la tutela de una fracción, como órgano de un partido, sino de toda la
nación862. En boca de todos, la unión se entendía como era habitual en distintos sentidos
y como casi siempre la ironía constituía también entonces el mejor medio de desvelar la
existencia de dos lenguajes que discurrían paralelamente sin llegar a tocarse. Dos
861 Afirma al final del folleto que es necesario un pacto nacional entre los representantes de los distintos
partidos nacionales, ibíd., pág. 94. 862 El Español, 16-‐12-‐1835.
308
liberales enredados en un diálogo sin sentido encarnando sendos lenguajes representan
el absurdo:
“El Exal. ¡Viva la unión! Para remediar con ella los males que nos ha
traído el gobierno de los infames retrógrados.
El Mod. ¡Viva la unión! Que es el único medio de cicatrizar las heridas
hechas a la patria por los viles anarquistas”863.
Las condiciones que se derivan de una confrontación civil exigen un gobierno
con suficiente fuerza y autonomía como para gobernar sin depender de los partidos y
defender la conservación de las leyes. El diputado que enuncia esta última idea critica
que con la proclamación de la Constitución de Cádiz no sólo no han disminuido las
fracciones liberales, como se afirma, sino que ha aumentado la división. Otro diputado
abunda en esta actitud crítica: “Y a este propósito quisiera no se hablase aquí de
partidos; yo no sé que me da cuando oigo denominaciones impropias de este lugar: aquí
hablamos en la generalidad, y lo que debemos buscar es que haya un Gobierno
verdaderamente español”864.
De nuevo en el parlamento, con ocasión del debate sobre el proyecto de
contestación al discurso de la corona de la legislatura de 1838-‐1839, se produce una
discusión, que se prolonga durante varios días, sobre el sentido de la expresión “un
gobierno por encima de los partidos”. La idea se mencionaba en el párrafo sexto del
proyecto leído el 16 de noviembre: “… reputa el Congreso indispensable que el Gobierno
sea bastante firme y vigoroso para sobreponerse a todos los partidos, reprimiendo con
mano fuerte los desafueros y demasías, sea cual fuere su origen, su fin o su pretexto”
(apéndice a la sesión del 14-‐11-‐1838). La redacción de este párrafo dio lugar a opiniones
863 ”La unión. Negociaciones entre moderados y exaltados”, Fruto de la prensa…, op. cit., tomo IV, 1839,
págs. 230-‐233. 864 DS 07-‐12-‐1836.
309
contrapuestas que ayudan a perfilar los argumentos a favor y en contra de la existencia
de partidos políticos en el parlamento.
Dos de sus principales defensores, Alcalá Galiano y Argüelles, constatan en
sendas intervenciones dos días después como un hecho la existencia de partidos en el
parlamento. El primero es más explícito al señalar que en ciertos casos los hombres
deben unirse y formar partidos. Siguiendo esa opinión él mismo ha formado parte en
algunas ocasiones de la “oposición sistemática, pero no facciosa” mientras que en otras
ha sido ministerial865.
La intervención del ministro de Gracia y Justicia866 es de un cariz muy distinto.
Considera que los verdaderos intereses del país no están representados en el congreso,
los que se representan son los de los partidos. Esta situación propicia el debilitamiento
de las “fuerzas morales” como consecuencia del constante enfrentamiento entre los
partidos. Lo que se observa es, en definitiva, una fluctuación de las pasiones. En la
misma línea se encuentra el diputado Benavides, que erige la voluntad de la nación en
límite de la acción de los partidos. Partiendo de este punto hay dos tareas que se
anteponen en importancia al resto. El primer objetivo es afianzar la libertad de los
españoles con la Constitución. Aceptada ésta sólo quedan sujetas a discusión cuestiones
secundarias, administrativas. En torno a la velocidad de su implantación se articulan los
partidos: unos creen que debe avanzarse más en menos tiempo, otros, con más
seguridad.
El otro gran objetivo es ganar la guerra. Y para alcanzar ambos fines es necesario
“Gobierno, Gobierno y siempre Gobierno… [que] …se sobreponga a los hombres de todos
los matices políticos”. Un gobierno fuerte con la ley en la mano. Su reivindicación de un
gobierno fuerte no implica el rechazo de la diversidad de pareceres, de hecho el
gobierno necesita tener por divisa la tolerancia con las opiniones, que deben ser libres.
Lo que no obsta para que en las circunstancias del momento haya que dejar a un lado las
cuestiones mezquinas que dividen a los liberales favoreciendo al pretendiente. La
misión de las Cortes de 1838 es solucionar, en primer lugar, la cuestión militar y la 865 DS 18-‐11-‐1838. 866 Antonio González dimitiría poco después para ser sustituido por Lorenzo Arrazola el 9 de diciembre,
quien jugaría un importante papel en el ministerio de Evaristo Pérez de Castro.
310
hacendística y después tratar el resto de cuestiones. Debe abrigarse un sincero deseo de
unión entre los que defienden la constitución y a Isabel II “despojándonos de todo
espíritu de bandería”.
Es Olózaga, miembro de la comisión redactora del proyecto, quien centra los
términos del debate aludiendo al controvertido párrafo:
“Hay un párrafo, señores, en el discurso de contestación, que con
razón ha llamado la atención de todos los señores que se han ocupado en el
examen de aquel punto, y que no ha podido menos de merecer su aprobación.
Este párrafo en su espíritu es quizás más lato, va quizá más allá de lo que se
ha creído. Hay en ese párrafo una expresión feliz (que no es mía y por eso la
encomio), la cual me propongo explicar. Esta expresión es aquella de ‘que el
Gobierno debe sobreponerse a los partidos’, verdad que siéndolo en todos los
tiempos, en ninguno es más importante que en el presente”.
Olózaga continua retomando la idea expuesta por Benavides sobre los males que
se han derivado de la desunión. Ninguno de los partidos ha conseguido plasmar sus
ideas ni pacificar la nación y sucesivamente han dejado el país en un estado cada vez
peor. Uno de los errores cometidos consiste en haber dejado crecer al partido carlista,
pero no es el único, ni siquiera el principal. El auténtico problema es que el partido
liberal, dividido, se muestra más belicoso con sus opositores políticos que con sus
auténticos adversarios. Olózaga finaliza su intervención apelando a una “unión
compacta” necesaria, a un gobierno justo que renuncie a las discordias pasadas y
exprese su deseo de que la contestación sirva de bandera a todas las fracciones liberales,
a su unión867.
A lo largo de las sesiones que se ocupan del debate hay una sucesión de
declaraciones favorables a la unión acogidas, como no podía ser de otra manera,
867 DS 18-‐11-‐38.
311
positivamente por el gobierno. Para el ministro de Gobernación Agustín Silvela éste es
precisamente uno de los puntos principales del proyecto de contestación junto con la
solución de otras cuatro cuestiones destinadas a plasmarse en otras tantas leyes
orgánicas: ley de ayuntamientos, de las diputaciones provinciales, de libertad de
imprenta y de la Milicia Nacional. Cuatro puntos que constituyen la línea de ruptura
entre los partidos y cuya redacción debería facilitar en consecuencia la armonía entre
todos ellos.
A continuación aclara por qué la unión y un gobierno fuerte son el medio más
seguro para terminar la guerra y consolidar las instituciones. El apoyo de la mayoría del
parlamento y la suerte en la guerra no es suficiente. La experiencia reciente muestra
cómo gobiernos con el apoyo de la mayoría del parlamento han caído. En cuanto a la
guerra, sus vicisitudes no siempre dependen de la acción gubernamental. No importa
quiénes sean llamados al gobierno, si parte de sus fuerzas las tienen que dedicar a
dominar a la otra fracción liberal, éstas se pierden. Hay que dirigir toda la fuerza contra
el enemigo. Cuando se trata de la defensa común, no hay partidos, sólo alguna
divergencia en la forma de hacer las cosas. La unión que desea no implica la absoluta
concordancia de opiniones, es consciente de que es imposible que dos partidos estén de
acuerdo en todo, pero sí es factible que sus principales representantes se reúnan y
pacten una tregua868.
Algunos diputados van más allá y señalan que no sólo no es posible una unión
total, sino que de darse ésta sería contraproducente. En este sentido Joaquín María
López resume la compatibilidad de la unión y de la existencia de partidos. Haciendo
suyas las palabras del ministro de gobernación defiende la necesidad de la unión para
lograr alcanzar los objetivos propuestos: la salvaguarda de la libertad y del trono. La
sucesión de los distintos gobiernos ha dejado la certidumbre de que la desunión de los
liberales les reduce a la impotencia. Sin embargo, junto a este hecho que reputa como
innegable, reconoce que también los partidos son indispensables, “el alma de los
gobiernos representativos, porque sin partidos no hay contradicción, y sin contradicción
868 DS 20-‐11-‐1838.
312
es inútil la representación”. La unión no es, por tanto, anulación869. Una opinión que,
como hemos visto más arriba, matizaría como presidente del gobierno.
Nada parece romper la letanía en que se han convertido las sucesivas
declaraciones de adhesión al gobierno. Los ejemplos a favor de la unión se suceden
ininterrumpidamente y el debate se prolonga impregnado de esa nota monocorde hasta
que Martínez de la Rosa quiebra la monotonía reinante y lo hace apelando a la
incombustible realidad, dique de los buenos deseos.
Todos están de acuerdo en reconocer como reina a Isabel II y a su madre como
regente, todos coinciden en la defensa de la constitución de 1837, terreno vedado para
todos los partidos, todos la han aceptado lealmente porque ven consignados sus
principios y opiniones en ella. Pero eso no elimina las divergencias, que empiezan
cuando se trata de aplicar los principios plasmados en la constitución. Alude
directamente a Olózaga y a su afirmación de que la cuestión política había desaparecido,
porque todos reconocían los mismos principios. Por el contrario, es inútil manifestarse a
favor de la unión, porque la cuestión política no ha desparecido. Hay que formular
claramente a la nación un sistema de gobierno “porque con frases de ‘Gobierno fuerte,
superior a todos los partidos’, nada se dice”. Hay que abordar las cuestiones en su
dimensión práctica. Para que la nación pueda juzgar los distintos sistemas deben
tratarse las leyes de ejecución para lograr los objetivos marcados870.
Martínez de la Rosa rompe el juego de equilibrismo que otros trataban de hacer
mediante el maridaje de términos como unión y partidos, con la subsiguiente necesidad
en que se veían de matizar el alcance de la unidad para permitir la pervivencia de las
divergencias políticas. Descubre el carácter meramente retórico de la expresión y aclara
que lo principal es la lealtad al marco político fundamental, cuyos distintos desarrollos
generan a la vez la diversidad de partidos.
En términos puramente cuantitativos las referencias a los partidos durante este
debate van acompañadas con frecuencia de términos negativos, aunque tampoco son
pocas ni secundarias –algunos de los políticos más destacados defienden a los partidos-‐ 869 Ibíd. 870 DS 20-‐11-‐1838.
313
las intervenciones que reconocen su necesidad. Finalmente el párrafo sexto fue
aprobado con alguna modificación:
“reputa el Congreso como indispensable que el Gobierno procure,
por cuantos medios estén a su alcance la unión de todos los españoles
interesados en el triunfo de una justa causa, y que sea bastante firme y
vigoroso para sobreponerse a todos los partidos; reprimiendo con mano
fuerte los desafueros y demasías, sea cual fuere su origen, su fin o su
pretexto”871.
871 Redacción del párrafo sexto aprobado el 26-‐11-‐1838.
314
315
IV. Hacia la completitud del concepto. Adquisición de su
máximo nivel polémico.
1. Fragmentación de los partidos y descomposición del sistema
político. Análisis y reacciones.
En medio de la división política existente en España, hay, sin embargo, una
percepción generalmente compartida por los diversos sectores políticos: el creciente
proceso de disolución y fragmentación de los partidos, que, más allá del mayor o menor
papel que se adjudique a éstos, afecta a la viabilidad del régimen liberal. Esta
apreciación –acabamos de ver el caso de Balmes-‐ se generaliza y pasa a un primer plano
de la reflexión política, de forma especial durante los últimos años de la década de los
cuarenta.
Algunos autores señalan que el partido moderado está dividido en cinco
fracciones y que la división en el progresista se ha hecho finalmente pública872. Un
periódico que se declara neutral comenta al respecto cómo las distintas cabeceras, El
Clamor y El Siglo, por un lado, y El Heraldo y La España por otro, ponen todo su empeño
en demostrar que el partido opuesto adolece de un proceso de disolución que le
incapacita para asumir el poder en tanto que el propio sigue unido. La realidad, sin
embargo, es que ambos están divididos, aunque las causas que se apuntan son distintas
en cada caso.
El partido moderado se encuentra así por haber abandonado sus doctrinas, por
sustituir las ideas por intereses, por convertirse en un grupo de personas en vez de en
872 N. Fernández. Cuesta y Rafael Mª Baralt, Historia de las Cortes de 1848 a 1849, 1849, págs. 22-‐30.
316
un agregado de principios sociales, por practicar en definitiva una política personal
frente a una política de principios.
La vaguedad de las ideas del partido progresista ha provocado, por otra parte,
que éstas se hayan visto afectadas por los sucesos de 1848. Algunos progresistas se han
acercado a la moderación en tanto que otros han apoyado exageraciones democráticas
que lindan con ideas republicanas y socialistas. La razón de que aún utilicen el mismo
nombre es que todas estas tendencias coinciden en encontrarse en la oposición. Su
llegada al poder haría patente la misma división que se observa en los moderados, hasta
el punto de parecer más bien una “colección de partidos distintos, de partidos
verdaderos”873. Una característica común a los distintos autores que se preocupan de
este proceso de disolución es la insistencia en la importancia de la ausencia de
principios como causa, y en la necesidad de su presencia como solución.
Enrique O´Donnell considera aún peor la situación de su época que la de la
Guerra de la Independencia debido al “hormiguero de partidos” existente cuya
“multiplicación los debilita y entorpece su desarrollo”, desapareciendo los principios y el
patriotismo al tiempo que se hace fuerte en su seno la ambición874. El objetivo del folleto
Autopsia de los partidos (1847) es señalar los vicios de los tres partidos que identifica –
absolutista, moderado y progresista-‐ en un intento de evitar que en su descomposición
afecten al conjunto del país.
El partido absolutista, en primer lugar, se encuentra dividido en dos fracciones.
Una de ellas, abyecta por la falta de claridad de sus principios, defiende “el absolutismo
sin comprenderlo ni saber qué significa”875. La otra, la sana, debe aceptar la legalidad y
cumplir con su función constituyéndose “en partido útil y respetable”: no parar la
revolución, sino contenerla mediante su acción en el parlamento erigiéndose en el
“verdadero partido conservador”. Toda oposición frontal armada la condenaría a
convertirse en una facción876.
873 La Patria, 01-‐02-‐49. 874 O´Donnell, Enrique, Autopsia de los partidos, Madrid, 1847, págs. 7-‐8. 875 Ibíd., pág. 12. 876 “La vida de un partido es la existencia de la vida, pero la de una facción es tan sólo el galbanismo”,
ibíd., pág. 13.
317
Que para Enrique O´Donnell los partidos deben poseer una idea “fija y exclusiva”
para poder considerarse como tales es evidente cuando critica el uso del término
moderado como denominación de un partido. Este epíteto indica una actitud y no una
tendencia concreta, y resulta aplicable, por tanto, a cualquier partido877. Sin embargo,
poco importa reflexionar sobre cuestiones nominales cuando la urgencia de la situación
política exige acciones. Los términos de moderados, conservadores y puritanos están,
para O´Donnell, devaluados: “son palabras y nada más: y en los tiempos que alcanzamos
las palabras por sí solas valen poco porque abundan hasta la saciedad”878, son los hechos
lo que importa.
Es consustancial a los partidos la existencia de un conjunto claro de principios
como criterio que los diferencia de las facciones, en que éstos están ausentes. Según
O´Donnell hay dos formas de que los partidos degeneren en facciones: mediante su
separación de los principios que les eran propios o mediante su encarnación en un
individuo -‐lo que les hace perecederos-‐ como sucedió en el caso de los absolutistas con
Don Carlos y en el de los progresistas con Espartero. Un partido necesita, en definitiva,
dejarse guiar por unos principios situados por encima de los hombres, que deben
limitarse a profesarlos, pero no encarnarlos879.
La primacía de los principios también tiene sus límites. Junto a los principios que
son peculiares a cada partido, debe haber un conjunto de principios superiores que sean
compartidos por todos. La exclusividad no debe llegar al extremo de convertirse en
exclusión del resto de opciones por una incompatibilidad esencial. El patriotismo, por
ejemplo, es uno de esos puntos de contacto alejados de la lucha partidista que permite la
convivencia. De lo contrario se cae en el “mezquino espíritu de partido”880.
Trasladando la idea de los principios comunes al caso concreto de la relación
entre moderados y progresistas, O´Donnell cree que el reconocimiento de los valores
compartidos permitiría en el plano de la política diaria la colaboración entre el partido
moderado y el progresista. De hecho, el enfrentamiento visceral que ha caracterizado la 877 Ibíd., pág. 15. 878 Ibíd., pág. 22. 879 Ibíd., pág. 27. 880 Ibíd., pág. 30.
318
política española prácticamente desde 1834 no tiene su causa en los principios que
sustentan a cada partido, compartidos en gran parte, y a los que sólo diferencia el
nombre, sino en algunos de sus miembros.
La respuesta a la crisis política se encuentra en una reorganización de todos los
partidos que premie el talento y el saber y que vaya acompañada de un acercamiento
mutuo para “contribuir con fe y constancia a que se eleve entre todos el partido
nacional”881. La cuestión que inmediatamente se plantea es si ese acercamiento tiene
como consecuencia la sublimación de todos los partidos en uno nuevo identificado con
la nación o si debe entenderse que O´Donnell utiliza el sintagma partido nacional en un
sentido débil como equivalente de unos valores superiores compartidos por todos los
partidos que asegure la buena marcha del sistema. También es posible que se refiera, al
igual que Bernardino Núñez, a la reunificación de los liberales en un solo partido que
compitiese con los absolutistas del partido conservador. Las implicaciones en cada caso
son muy distintas. En los dos últimos estaríamos ante una variante de la reclamación de
un marco común aceptado por todos que permita la estabilidad del sistema de partidos.
El primero, en cambio, es cualitativamente distinto. Supondría la anulación de los
partidos por subsunción en un todo sin partes. ¿Es la clásica apelación a la unidad que se
reclamaba por el primer liberalismo y por los defensores del Antiguo Régimen? En
cierto modo siempre ha estado presente la nostalgia por la unidad y en este sentido hay
una vinculación entre ambas reclamaciones. Importa destacar cómo este sintagma sigue
utilizándose como solución a un proceso de fragmentación que amenaza la viabilidad del
sistema.
En conclusión, la idea sobre los partidos que abre y cierra su texto es negativa en
esencia. El análisis de O´Donnell tiene, por tanto, el propósito de contribuir a una
reorganización que reconduzca su actividad en sentido positivo. Mientras el
enfrentamiento entre los partidos “por insignificante teorías” impide el resurgimiento
del país, su extinción, por el contrario, le ayudará “para elevarse al nivel de las naciones
civilizadas y fuertes”882.
881 Ibíd., pág. 34. 882 Ibíd., pág. 40.
319
Uno de los partidos verdaderos a los que aludía La Patria era el demócrata. La
coyuntura histórica frenó el surgimiento de este partido hasta las revoluciones de 1848.
El origen de este partido se encuentra en la transacción que supuso la Constitución de
1837, que, según Eiras Roel, dividió a los progresistas en legales y exaltados883.
En vísperas de esa renovación, Orense escribió el folleto ¿Qué hará el partido
progresista en el poder?884 en el que todavía defendía la unión de los liberales de
izquierdas en el partido progresista al tiempo que rechazaba la creación de otro partido.
Ese folleto es un texto que amplía un artículo publicado en un periódico madrileño en
1845 con el título de Adiós.
No obstante, la coexistencia de dos discursos en el seno del partido progresista
terminó por desembocar en la división entre los llamados progresistas puros y cuatro
diputados que formaron una fracción parlamentaria autodenominada progresistas
demócratas885. A partir del momento en que la división se hizo pública, entre 1850 y
1860, el marqués de Albaida fue modificando su posición viendo al partido progresista
desacreditado y como única alternativa la democracia886. Hasta 1847 se consideró
miembro del partido progresista. Todavía en 1850 se presentó a las elecciones como tal.
Sin embargo, un año después ya estaba más cerca de la democracia que de los
progresistas887.
La relevancia de esta ruptura se refleja en la obra que Rafael Mª Baralt y Nemesio
Fernández Cuesta dedican desde una perspectiva demócrata a describir la situación de
los distintos partidos políticos y de sus respectivos programas888. Esta obra es un claro
ejemplo de la incompatibilidad que existe entre la aceptación del carácter irreductible
de la división política, que conlleva su encarnación en partidos políticos, y la búsqueda
de una certidumbre en política que supere la tensión irresuelta que implica la ausencia 883 Eiras Roel, Antonio, El partido demócrata español (1849-1868), Madrid, Rialp, 1961, pág., 81. 884 Orense, José María (marqués de Albaida), ¿Qué hará el partido progresista en el poder?, Madrid, 1847. 885 Estudio preliminar de Román Miguel González. a Treinta años de gobierno representativo en España
(1863), José Mª Orense, Santander, Servicio de publicaciones de la Universidad de Cantabria, 2006, págs. 25-‐28.
886 Ibíd., págs. 32-‐33. 887 Peyrou, Florencia, “José María Orense: un aristócrata entre republicanos”, en: Pérez Ledesma, Manuel
y Burdiel, Isabel (eds.), Liberales eminentes, Madrid, Marcial Pons, 2008, págs. 192-‐193. 888 Baralt, Rafael María y Fernández Cuesta, Nemesio, Programas políticos, Madrid, 1849.
320
en la práctica de un principio absoluto capaz de servir a la elaboración de un relato
omnicomprensivo que despeje cualquier duda acerca de una única verdad en la realidad
política y social. Esa tensión irresuelta la denominan Fernández Cuesta y Baralt
eclecticismo, un término con el que caracterizan lo que llevan de siglo XIX.
Un siglo ecléctico, por tanto, que pretende llegar a una transacción entre
opuestos. En el ámbito político esta idea se plasma en el sistema representativo, medio
para conciliar el desacuerdo entre el pueblo y el gobierno. El espíritu de transacción que
implica esta concepción, sin embargo, ha periclitado, el término medio ya no existe889.
Sólo habría dos auténticos sistemas de gobierno considerados como una serie de
principios deducidos rigurosamente de una idea fundamental: la monarquía tradicional
o histórica y la democracia, coincidiendo en este análisis con Donoso y confirmando en
cierto modo con ello la observación que hiciera Pastor Díaz sobre la unidad básica de las
posiciones extremas. Todos los demás son pasajeros, pueden ser legales y hasta
convenientes, pero sólo son progresos parciales, no fines del progreso890.
Las ideas absolutas son, por tanto, el centro de gravedad en la política. Sólo los
principios son inmortales, todo lo demás desaparece. De su vinculación con ellos un
partido se suma al “movimiento generador del mundo, o de él se aparta”. Un partido
bien constituido tiene principios fijos comunes, sus miembros sólo pueden ser
instrumentos para establecerlos y llevarlos a la práctica. Los principios necesitan un
sistema que los cohesione y dé cuerpo de doctrina. Los hombres no bastan si no están
unidos por ideas e intereses generales, que se oponen a un sistema de conducta basado
en intereses personales891. Se sigue poniendo el énfasis en uno de los primeros
componentes semánticos de partido, la necesidad de principios. Su obra es
probablemente la más acabada exposición de la importancia de los principios, al
dotarlos de una centralidad que llevan hasta las últimas consecuencias.
Hasta aquí un rasgo común a las dos líneas de significado que tomaron forma en
la anterior década. Sin embargo, el énfasis en el papel central de los principios y la
889 Ibíd., primera parte, págs. 55-‐56. 890 Ibíd., pág. 116. 891 Ibíd., págs. 107-‐108.
321
descripción, que lleva asociada, de la política como un enfrentamiento sin transacción
posible sitúan a Fernández Cuesta y a Baralt en la primera línea de significado, al menos
en lo que se refiere al conflicto entre los dos grandes principios opuestos de libertad y
despotismo, lo que no es óbice, como veremos, para que el triunfo del primero permita
la existencia de partidos con la libertad como emblema. Hay, por tanto, en nuestros
autores una convivencia de ambas líneas de significado, cada una situada en un nivel de
conflictividad diferenciado.
La presencia en el seno del progresismo más avanzado y de la democracia de
elementos incompatibles con el pluralismo político es propio de una concepción de la
“política, como en el caso del radicalismo popular británico y francés […], como una
actividad que no incluía el choque y compromisos de intereses concurrentes, sino que se
pensaba en una reforma o actuación única y eficaz (que incluía la eliminación o
absorción del adversario) que modificaría, de manera definitiva, todas las perversiones
del ordenamiento político y social”892. La dificultad a la hora de asumir en el
pensamiento demócrata los partidos como parte integrante del sistema radicaba en la
propia noción del concepto de democracia. Ésta se entendía como el ascenso al poder del
conjunto de la nación, la fusión en un gran partido nacional. La comunidad era la entidad
política clave en este discurso. Los miembros de esa comunidad ocupaban una posición
subordinada frente a ella, quedando sus voluntades particulares relegadas a un segundo
plano893.
Una interpretación estricta de los principios como criterio definitorio
fundamental de los partidos les lleva a concluir que la España de mediados de siglo
carece de escuelas y de partidos en sentido propio. La repetida utilización de este
término por parte de los autores para referirse a los grupos políticos debemos
entenderla entonces como una concesión al uso establecido en el lenguaje diario. En
realidad, lo que sus coetáneos se encuentran en el panorama político son agrupaciones
carentes de principios vertebradas por individuos poderosos que disponen de muchas
voluntades. A un lado están los ministros con un ejército de empleados; al otro, la
892 Peyrou, Florencia, Tribunos del pueblo. Demócratas y republicanos durante el reinado de Isabel II,
Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008, pág., 136-‐137. 893 Ibíd., págs. 137-‐139.
322
oposición con un grupo de aspirantes a empleos. La lucha se reduce a un enfrentamiento
de ambiciones e intereses894.
A esta irracionalidad que caracteriza la política de mediados de siglo se le opone
una “idea-‐mesías” capaz de resolver los distintos problemas sociales, políticos y
económicos, de poner fin a la lucha de intereses y partidos y de convertir, en suma, la
ciencia del gobierno en una ciencia racional con principios fijos e invariables895. Una
pista sobre la naturaleza de esa idea nos la ofrecen los propios autores poco después al
confirmar el progreso como la condición esencial de la vida de los pueblos896. Un
progreso que tiene como objetivo la democracia, identificada con la libertad, y que
encuentra su reverso en el despotismo. Ante esta disyuntiva resulta sorprendente la
actitud de los partidos políticos que se llaman liberales y que reniegan de la democracia
a la vez que tienden al derecho divino, especialmente la mayoría del partido moderado,
que traiciona su origen al aliarse con el poder absoluto, con el “despotismo
moscovita”897.
El moderantismo está compuesto de retazos de doctrinas conservadoras,
democráticas y de la teoría de la legitimidad y derecho divino de los reyes, una
amalgama de principios opuestos en la que ninguno queda satisfecho898. Es un
exponente del doctrinarismo, que ha desaparecido en el resto de Europa y que sólo
persiste en España. El origen cronológico de este entrecruzamiento imposible de
principios se encuentra en el momento en que el partido moderado pasó de la oposición
al gobierno. En ese tránsito se desvió de los principios que sostenía inicialmente
negándose a sí mismo en el proceso y provocando su propia descomposición.
894 Baralt, Rafael María y Fernández Cuesta, Nemesio, Programas políticos, op. cit., págs. 5-‐6. 895 Ibíd, pág. 8. 896 Ibíd, pág. 14. 897 Ibíd., págs. 51-‐54, 60, 65 y 103. El valor en alza de la democracia tiene también su reflejo en la lucha
conceptual en torno al término. Se apoyan en una cita de Guizot extraída de su obra De la Democratie en France, I, párrafo 7ss. sobre la democracia en la que se aprecia claramente su carácter de concepto polémico e ineludible del lenguaje político y social, ya que todas las tendencias quieren apropiarse de ese término: “Esta es la palabra soberana, universal: todos los partidos la invocan y quieren apropiársela cual si fuera un talismán”, pág. 25. Las parcialidades en España están divididas en dos grandes grupos: monárquico-‐constitucionales absolutistas y monárquico-‐constitucionales demócratas. Este término es preferible a liberal debido a la maleabilidad y vacío semántico de este último, pág. 58.
898 Ibíd., pág. 72.
323
A pesar de que como partido es un compuesto heterogéneo de opiniones e
intereses, en otro nivel de análisis constituye un sistema con un método propio. Ha
formado, por decirlo así, una escuela. De esta observación se deduce para nuestros
autores que la estrategia encaminada a evitar su permanencia en el poder debe
articularse en dos frentes. El moderantismo no es un simple partido, sino que como Jano
posee dos caras: como partido y como escuela. No basta, por un lado, con derribar al
partido, con su simple expulsión del poder político, sino que también es necesario
desprestigiarlo en las aulas y en los libros, imposibilitar que vuelva a intentar un asalto
al gobierno899. El carácter bifronte del moderantismo se expresa terminológicamente
mediante el uso de partido y escuela. El primero alude a lo político y concreto, el
segundo, con un enfoque más teórico de la realidad, es una forma más general de
acercamiento a los problemas políticos y sociales.
El otro gran partido liberal, el progresista ofrece una imagen
cualitativamente distinta. Frente a la multiplicidad de principios que anidan en el
partido moderado, la fracción progresista se ha guiado por una idea fija que vale por
todas las de sus adversarios: dar libertad e independencia a su país. La falta de
concreción y ambigüedad que desprenden los anteriores conceptos, lejos de ser una
crítica, se convierte en la nota positiva que eleva a los progresistas sobre sus
competidores.
La apariencia de inconstancia y falta de principios que se le ha atribuido obedece
al hecho de que los partidos de ideas progresivas deben cambiar de método y forma
para ajustarse al estado de la civilización. Quienes creen que la característica esencial de
las ideas y de los partidos es la inmovilidad no han comprendido el verdadero sentido de
la historia. Los partidos inmóviles se dejan arrastrar primero al retroceso y después a la
muerte violenta. Los que progresan viven porque se adaptan al estado de la
civilización900. La falta de ideas concretas se suple mediante un uso especialmente
significativo en estas últimas páginas de conceptos políticos y sociales fundamentales
utilizados repetidas veces: historia, civilización y progreso, entre otros, jalonan el
análisis del partido progresista. Es difícil encontrar una mayor densidad semántica en 899 Ibíd., pág. 109. 900 Ibíd., págs. 130-‐134.
324
menos espacio. Los partidos adquieren su sentido en el contexto de una filosofía de la
historia progresiva, lo que arroja luz sobre su relación con los anteriores conceptos
claves. Los partidos revisten el carácter de un instrumento al servicio de los grandes
conceptos organizadores de la realidad política y social.
Al comparar ambas fracciones liberales Fernández Cuesta y Baralt se sirven de la
dimensión temporal para caracterizarlos: moderados y exaltados tienen un mismo
origen, pero se diferencian por la celeridad de su movimiento. Los primeros representan
el orden existente, el presente; los segundos, el futuro. Posteriormente, el moderado
deja de fijarse en el presente y se vuelve al pasado convirtiéndose en partido
conservador y después en reaccionario, en un partido de retrogradación. En ese
momento se produce su muerte moral y su división. Terminará por desaparecer para ser
sustituido por un nuevo partido moderado salido del partido progresista901.
La temporalización de las denominaciones políticas se hace posible con el
programa mínimo del liberalismo cumplido. Sólo desde la izquierda se puede reclamar
entonces una visión dinámica, progresista. Esta preferencia por el par conservador-‐
progresista, que opone lo dinámico a lo estacionario, se produjo en varios países de
Iberoamérica sustituyendo al par liberal-‐servil, moderado-‐exaltado, patriota-‐realista,
todas denominaciones de tipo político-‐moral902.
Otro autor que dedica un opúsculo a la descripción de los partidos en España
utilizando para ello el vector temporal, esta vez para ilustración del público francés, es
Ramón de la Sagra (1798-‐1871)903. Distingue cinco partidos diferentes: demócratas y
progresistas, moderados, absolutistas, republicanos y socialistas. Comienza definiendo
los partidos “en Espagne, comme partout ailleurs”, como la expresión de las distintas
opiniones sobre aquellos aspectos de la existencia humana no percibidos como verdades
901 Ibíd., pág. 134. 902 “Liberalismos nacientes en el Atlántico iberoamericano: <liberal> como concepto y como identidad
política, 1750-‐1850”, Javier Fernández Sebastián, Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas / Anuario de historia de América Latina, 45/2008, pág. 189. Un artículo del Semanario Pintoresco Español de 1845 describe los tres partidos aludiendo al factor temporal, pág. 186.
903 De la Sagra, Ramón, Les partis en Espagne, París, 1849.
325
absolutas, sujetos, por tanto, a discusión904. De la Sagra, consecuentemente, afirma no
pertenecer a ningún partido ya que él no opina, sino que sabe o ignora. Define al partido
progresista como “la nuance libérale constitutionnelle du parti du progrès”, el cual “desire
et proclame les améliorations progressives”, la velocidad de implantación de las reformas
constituye el criterio que divide el partido del progreso905.
Acerca del partido republicano, señala que es poco numeroso y que desconoce
personalmente que posea un programa o periódicos. Sólo sabe que el republicanismo
tiende en España más hacia el federalismo que hacia la unidad. El partido socialista, sin
embargo, no existe porque en España los partidos reformistas aún no han traspasado las
fronteras de lo político. Ningún partido reclama una modificación del orden social906.
Las divergencias de opiniones que existen en ambos partidos liberales no tienen
el mismo carácter ni las mismas consecuencias. Ya hemos visto la naturaleza de las del
moderado y su final. Por el contrario, las del partido progresista tratan sobre cuestiones
relativas a la doctrina y su aplicación, se articulan en torno a ideas907, que anuncian la
fecundidad de sus divisiones908. En los progresistas se encuentra en potencia el nuevo
sistema de partidos: el futuro partido que sustituirá a los moderados y los demócratas,
un partido legal y constitucional. A pesar de las divisiones, el partido progresista y el
democrático tienen mucho en común (son dos fracciones) y aún es posible la unidad
entre sus miembros909.
Junto a los partidos liberales existe también el partido absolutista como un
cuerpo extraño que representa lo que ya no es posible, un anacronismo. Aunque su
existencia es prácticamente sólo nominal, su presencia altera las relaciones del gobierno
904 “L´expression d´opinions plus ou moins nombreuses sur la politique, l´ordre social, la religion, etc.: c´est-
à-dire sur chacune des conditions et des institutions sociales qui n´ont pas encore reçu une sanction absolue, par le fait d´une démonstration incontestable”, ibíd., pág. 3.
905 Ibíd., pág. 9. 906 Ibíd., págs. 21-‐24. 907 Baralt, Rafael María y Fernández Cuesta, Nemesio, Programas políticos, op. cit.. Sobre las diferencias
en el seno de los progresistas, véase págs. 119-‐129. 908 Ibíd., pág. 135. 909 Ibíd., pág. 139.
326
con los demás partidos y de estos entre sí –es para todos y alternativamente amenaza o
halago, temor o esperanza-‐910.
Nemesio Fernández Cuesta retoma sus anteriores ideas en un folleto publicado
apenas un año después911. Las críticas que de nuevo hace al partido moderado revelan
los elementos que debe poseer un partido. En primer lugar, lo acusa de carecer de
principios fijos y de ser un mero conjunto de individuos asociados para la defensa de
unos intereses particulares que oscilan, según las circunstancias, entre ideas
absolutistas y liberales. En realidad no puede considerarse un partido; su fisonomía se
corresponde mejor con la de una bandería.
Este rechazo del partido moderado, al que como idea considera muerto por
absurdo, no implica negar la necesidad de la “existencia de un partido verdaderamente
conservador”, que es necesario y beneficioso. De hecho este tipo de partidos puede ser el
único en no perecer, y la razón estriba precisamente en que no constituyen en realidad
partidos en sentido estricto. No presentan un “cuerpo de doctrinas propio”, sino que son
un grupo de hombres que coinciden en defender las ideas más avanzadas del momento,
pero cuya aplicación debe postergarse a causa de las circunstancias presentes912.
El partido conservador así concebido es un partido flotante, no siempre lo
componen los mismos individuos, su número no permanece constante, variando según
la cuestión; es, en resumen, un “agregado de hombres que representan la opinión
conservadora”913. En este punto vuelve a servirse del desplazamiento a la derecha que se
observa en el partido progresista y en el moderado. Hasta la conversión de los
progresistas en conservadores, los demócratas se integraban con aquéllos en el mismo
partido, eran la masa del partido. La tendencia a la inmovilidad que están mostrando los
progresistas no responde a una interpretación correcta de la realidad, en la que impera
la ley del progreso. El partido progresista se desplaza así hacia el moderantismo
910 Ibíd., págs. 113-‐114. 911 Fernández Cuesta, Nemesio, El porvenir de los partidos, Madrid, 1850. 912 Ibíd., págs. 18-‐19. 913 Ibíd., pág. 20.
327
mientras que el progreso lo defienden los demócratas, una idea que, al contrario que las
propugnadas por el absolutismo o por el eclecticismo moderado, no puede desaparecer.
En la situación actual, por tanto, el partido progresista ha dejado de ser progresista para
convertirse en conservador con tendencia a parecerse al partido moderado, que a su vez
ha pasado a identificarse con los absolutistas. El proceso que describía un año antes se
ha profundizado y la división en el progresismo parece ahora irreparable.
El concepto de partido se perfila con más claridad ahora: en sentido estricto
partido se refiere a un grupo que comparte principios fijos y un número de miembros
que permanece esencialmente idéntico y constante. Hay, como antes, un uso de partido
que se sabe inapropiado aplicado a una actitud. A las dos características anteriores se le
suma una tercera que se obtiene de la distinción que establece entre partido y escuela al
hilo de la evolución del partido democrático. Escuela con anterioridad a 1848, pasa en
esa fecha “del estado de escuela y vino a ser partido”914 recogiendo el testigo de la idea
del progreso y mostrando “la cohesión necesaria [de la que antes carecían sus
elementos] para manifestarse como partido militante en la región política”915. Con
propiedad puede hablarse entonces de partido democrático, una vez que, junto a los
principios fijos y a un número estable de miembros, adquiere un grado tal de cohesión
interna que lo habilita para luchar por el poder.
El resultado de esta operación terminológica, llevada a cabo a través de su
deslindamiento de escuela y de lo que viene a ser más una actitud que un partido, como
es el caso de los conservadores del partido progresista, es un uso del concepto de
partido más estrecho hasta el punto de tener como único referente válido al partido
demócrata. Los demócratas ejercen en estas reflexiones el monopolio conceptual de un
término que en sus orígenes se aplicaba a los contrarios. El giro copernicano se ha
extendido hasta los representantes del progreso más avanzado.
Desde el extrarradio de la legitimidad política, partido ha pasado a convertirse en
su centro para algunos autores a partir de finales de los años treinta. La exclusión se
realiza mediante la no atribución de este concepto a los competidores. Este proceso es
914 Ibíd., pág. 41. 915 Ibíd., pág. 40.
328
en Fernández Cuesta el reflejo de una concepción progresiva de la historia que tiene
como consecuencia el inevitable triunfo del partido democrático, un triunfo “que no será
propiamente el mando de un partido que monopolice las ventajas y los derechos
políticos y sociales; será la preponderancia legítima de la voluntad de toda la nación en
los negocios públicos”916.
Esta identificación con la nación excluye de facto al resto de partidos, banderías y
bandos de la participación en el sistema. Lo que quedaría entonces sería un partido
identificado con la nación que compartiría las tribunas con los representantes de
actitudes conservadoras. La misma apropiación conceptual que en su momento se
produjo desde filas moderadas –recordemos el concepto de partido social de Nicomedes
Pastor Díaz-‐, pero esta vez desde el otro lado del espectro ideológico.
Entre los textos que tanto abundan en torno a mediados de siglo y que buscan dar
una respuesta a la descomposición del sistema y de los partidos puede incluirse a José
López Narváez917. Frente a la solución esbozada por Borrego el mismo año, de la que me
ocuparé más adelante, consistente en reformar los partidos políticos y en profundizar su
relación con la sociedad, López Narváez opta por rechazar el sistema parlamentario
concebido como sistema de partidos a favor de un nuevo sistema de cuño corporativo
influido por las antiguas cortes. El ataque no se dirige tanto al sistema representativo en
sí como a la integración en el engranaje de su funcionamiento de los partidos políticos, lo
que encuentra su trasunto semántico en el constante uso de términos negativos como
sinónimos de partido: bandería, facción.
Su descripción del panorama político se enmarca en la línea de las críticas tan
habituales desde finales de los años cuarenta a un sistema representativo que se
caracteriza por la descomposición de los partidos. La tarea fundamental que López
Narváez pretende acometer es desligar la necesaria vinculación entre el sistema
representativo y los partidos para dejar el primero a salvo de la crítica. Un sistema que
916 Ibíd., pág. 50. 917 López Narváez, José, El gobierno representativo y su reforma, 1855.
329
se responde en el plano político al eclecticismo que caracteriza el siglo XIX918. Para ello
debe aclarar uno de los errores más frecuentes, consistente en ligar todas las cuestiones
políticas, las ideas e intereses a los sistemas políticos, convirtiendo a ésta en últimos
culpables de los males o en sus redentores.
No serían los principios ni las instituciones que los encarnan la causa de los
males, sino los encargados de representarlos. De las tres causas que devalúan las
instituciones la tercera de las que enumera es la más importante, la desmoralización de
los hombres, su conducta “bastarda” y sus vicios. La razón de su gravedad reside en la
velocidad con la que se desarrolla en comparación con las dos primeras, que sólo se
desarrollan lentamente919. La falta de adecuación de las instituciones con las
necesidades de los pueblos y con el progreso de las ideas se mueven en un ciclo largo
mientras la desmoralización es la causa principal de las revoluciones y de la anarquía
que las acompañan con su corolario dictatorial.
La política, reducida al enfrentamiento de partidos y fracciones que no persiguen
el bien de la nación, sino la satisfacción de intereses particulares, ha producido un clima
de degradación que desde el ámbito político se ha extendido a la sociedad. Las
apelaciones a la legalidad y a la defensa de la patria que hacen los partidos en la
oposición ya no hallan eco en una sociedad que ha visto cómo sistemáticamente esos
mismos partidos, cuando subían al poder, los conculcaban. Los sentimientos patrióticos,
de justicia y de dignidad desaparecen en la sociedad y la sumen en un estado
momentáneo de apatía que amenaza con transformarse en una revolución920.
Sentado el principio de que el problema no se encuentra en el sistema
representativo, sino en la articulación concreta que ha adoptado, López Narváez procede
a analizar su funcionamiento actual para, a partir de sus errores, exponer por
contraposición la versión correcta y útil. El fallo principal de las asambleas modernas es
la centralidad que adquiere la riqueza como criterio que de forma irregular y
918 Ibíd., pág. 31. 919 Ibíd., 12-‐16. 920 Ibíd., 34-‐36.
330
desproporcionada habilita el derecho a la representación; el resto de “intereses de la
humanidad”, de los “poderes sociales” no haya, por el contrario, asiento en ellas.
De aquí se derivan dos consecuencias, ambas perniciosas: en primer lugar, la
existencia necesaria de los partidos políticos y su preponderancia en ausencia de la
rivalidad entre los intereses sociales; y, en segundo lugar, la creación de asambleas
homogéneas controladas por un partido, intolerantes, despóticas y fruto de amaños. La
sana lucha de los intereses sociales en que se divide la sociedad adquiere así un perfil
positivo que se contrapone con la lucha de partidos existente, “agregaciones confusas y
heterogéneas de hombres a quienes reúne sólo el fanatismo de una creencia ciega o de
un interés mezquino y personal”921. No representan poderes sociales. Su lucha es estéril,
legislan sin consultar al resto de partidos y sistemáticamente anulan las obras del
anterior gobierno haciendo a las asambleas modernas más ineficientes que las antiguas
cortes.
Estos intereses o poderes sociales son, en orden de importancia, la religión,
representada por la Iglesia, la monarquía, que representa el principio de autoridad y
orden, las clases científicas, la riqueza y el “proletarismo”. La justa representación de
estos poderes mediante la reforma del sistema representativo provocaría la extinción de
los partidos al menos en su faceta violenta y despótica922. Debe velarse a su vez por
lograr el equilibrio entre la representación de los poderes morales y materiales para
evitar que el predominio de uno de ellos degenere en tiranía. Por eso el autor es
favorable a conceder la triple representación a las riquezas: a la rama fabril, agrícola y
comercial923. El equilibrio se establece, por tanto, entre los intereses sociales, base de la
representación. La concepción opuesta, que otorga la concesión de los derechos políticos
de forma indiscriminada, daría más peso al poder social al que perteneciese el mayor
número de individuos rompiendo el equilibrio y abriendo la puerta a la tiranía. La
defensa de los derechos políticos y sociales y del sufragio universal ignora el hecho de
que los hombres forman clases con los mismos derechos924. Son los individuos los que
921 Ibíd., págs. 107-‐108. 922 Ibíd., pág. 117. 923 Ibíd., págs. 147-‐149. 924 Ibíd., 154.
331
votan, pero en función de los poderes sociales en los que se subsumen con el fin de
evitar el predominio de un partido, fracción o clase, es decir, el número de
representantes por poder social debe ser el mismo925. Del derecho al voto quedarían
excluidos los discapacitados mentales y quienes no pertenezcan a ninguna clase926.
La crítica omnipresente a los partidos halla su culminación en el capítulo
noveno de la tercera parte del libro [“De los partidos políticos”], dedicada a los defectos
del sistema representativo en su versión partidista. Siendo la causa principal de todos
los males y desgracias del país, es obvio que su desaparición, para dar lugar a un “gran
partido nacional” formado por la representación de los poderes sociales, es el objetivo
que apetece López Narváez. El representante de los poderes sociales debe deshacerse de
intereses particulares o de partido y centrarse en la consecución del bien de la nación927.
La modificación del sistema representativo en clave corporativa conlleva la
posibilidad de eliminar algunos de los mecanismos que se habían establecido en las
últimas décadas asociados a la existencia de partidos y que tendían a una mayor
vinculación entre el poder ejecutivo y el legislativo, como es el caso de la compatibilidad
entre el cargo de ministro y el de diputado. La incompatibilidad es para López Narváez
un medio para contener las ambiciones. Por otro lado, una vez que cambie la
composición de las cámaras, los diputados juzgarán a los gobiernos sólo por sus
cualidades en pro del bien del país928. Otra de las modificaciones que se derivan del
proyecto de reforma propuesta es la desaparición de la cámara alta como poder
moderador en España, poder que en adelante ejercería la monarquía929.
Entre las reacciones a la descomposición del sistema político también cabe incluir
los opúsculos de Bravo Murillo. Si bien comenzó a escribirlos hacia 1860, las ideas que
en ellos expone, su actitud ante los partidos políticos, influyeron en la política que
intentó aplicar durante la etapa en que estuvo al frente del gabinete y que le valieron 925 Ibíd., 165-‐167. 926 Ibíd., pág. 185. 927 Ibíd., pág. 186. 928 Ibíd., pág. 190. 929 Ibíd., pág. 202.
332
numerosas críticas por su antiparlamentarismo como le achacara J. Valera930. Sus
proyectos de 1852 implicaban una transformación radical de los fundamentos del
régimen. Pretendía elaborar una nueva constitución y ocho leyes orgánicas
complementarias que se traducirían entre otras cosas en una nueva organización del
senado y en una nueva ley electoral que reduciría el número de diputados a 171, así
como el de electores931. El gobierno de Bravo Murillo coincidió temporalmente con el
establecimiento del III Imperio en Francia de la mano de Napoleón III. El tipo de
gobierno autoritario que implementó, y que alcanzó su plasmación legal en la
Constitución de febrero de 1852, inspiró a Bravo Murillo en su objetivo de recortar las
libertades básicas932.
El objetivo de Bravo Murillo era potenciar la libertad individual de los diputados
frente a coacciones externas a su voluntad, garantía de la auténtica representación. El
entonces presidente del consejo de ministros no terminó de aclarar si buscaba la
supresión de los partidos como cuerpos de coacción a los diputados. De nuevo Valera
aventura una razón que pudo llevar a Bravo Murillo a intentar realizar ese plan que
consideraba impracticable: la esperanza de atraer a los carlistas para crear un “partido
civil” que controlase al resto de agrupaciones políticas. En este sentido Comellas señala
en la introducción a la selección de opúsculos que Bravo Murillo podría interpretarse
como continuador del fracasado proyecto de Viluma933. Una de las consecuencias de su
paso por el gobierno fue la aceleración de la fragmentación en el partido moderado,
resaltando la heterogeneidad de sus partes y dinamitando una más que precaria
unidad934.
En todo caso parece que Bravo Murillo no estaba en contra de la agrupación de
hombres con unos mismos principios, sino de la oposición sistemática que implicaba
930 Valera, J., en la continuación de la Historia general de España de Modesto Lafuente, tomo xxiii, 1890,
pág. 151, citado en Política y administración en la España isabelina (selección de los Opúsculos de Bravo Murillo acompañados de comentarios de J. L. Comellas), Madrid, Narcea ediciones, 1972, pág. 24.
931 Ibíd., estudio introductorio de José Luis Comellas, págs. 29-‐32. 932 Seco Serrano, Carlos, Historia del conservadurismo español, Madrid, Temas de Hoy, 2000, pág. 134. 933 Ibíd., págs. 33-‐34. 934 Capellán de Miguel, Gonzalo y Gómez Ochoa, Fidel, El marqués de Orovio y el conservadurismo
liberal…, op. cit., pág. 91.
333
rechazar por principio todo lo que provenía del bando opuesto y apoyar lo del propio
acríticamente935. Esta distorsión, inevitable en el ámbito de la política dominada por
partidos, la expone fundamentalmente en el opúsculo titulado “La pasión política”.
Cualquier coalición de hombres provoca indefectiblemente el surgimiento de
enfrentamientos por la defensa de sistemas diferentes con independencia de si las líneas
de fractura son de tipo religioso, gremial o de otra clase de corporaciones: “una vez
adoptados [determinados principios], cuanto defiende un partido se tiene por bueno;
cuanto sostiene el partido contrario se tiene por malo”936. La política no es una
excepción a esta regla, que no excluye, por otro lado, la buena fe de los adversarios
políticos. Desde luego, para Bravo Murillo el peligro inherente a estas luchas reside
precisamente en la ausencia de límites que le suele ir asociada. Hay ámbitos que
deberían quedar al margen de estas disputas. La soberanía es uno de ellos. No debería
haber discrepancia partidistas en definirla y en conocer, por tanto, su origen, es decir, el
primitivo soberano937.
La ambición personal y el espíritu de partido o pasión política están entreverados
en los “sistemas templados”. La primera no es negativa a priori. Sí lo es cuando se
sobrepasan los límites, cuando se da en ausencia de capacidad, y también cuando se
aspira a perpetuarse en el cargo. La satisfacción de la ambición personal cuando se ha
cumplido con los deberes peculiares al cargo no entraña ningún peligro en sí. El
partidismo, por el contrario, sí implica consecuencias indeseables. Es habitual sacrificar
la opinión personal a la del partido. Manifestar cierta independencia de criterio puede
llevar a la expulsión del partido. En otras ocasiones la dinámica parlamentaria de los
partidos lleva a votar no el asunto que se discute sino la permanencia en el poder del
propio partido, es decir, a título personal se puede considerar malo un proyecto de ley y,
sin embargo, considerar el perder la votación y con ella el ministerio un mal peor938. La
crítica de las opiniones contrarias excede finalmente el plano puramente político para
llegar al personal; los contrarios carecen entonces de las cualidades morales y del
935 Ibíd., págs. 46-‐47. 936 Ibíd., “La pasión política”, pág. 83. 937 Ibíd., “De la Soberanía”, págs. 122-‐123. 938 Ibíd., “La pasión política”, págs. 92-‐93.
334
desinterés y buena fe de los correligionarios. Todo ello en un clima caracterizado por el
“indiferentismo y casi escepticismo político”939.
Bravo Murillo se inclina por acentuar el peso de la administración y de una serie
de derechos concretos frente a la política y los principios abstractos. El fin de las
constituciones y de las instituciones se resume en la protección de la libertad individual,
la seguridad de personas y bienes, el bienestar de los ciudadanos y la conservación del
orden público940. Bravo Murillo se sirve de este modo de un argumento recurrente en el
pensamiento moderado, presente desde los primeros días del Estatuto Real en las
figuras de Martínez de la Rosa y Burgos, entre otros. Balmes ya había enfatizado la
necesidad de desarrollar los aspectos administrativos. Insistía en 1843 en la excesiva
importancia que se concede a la discusión y reformas políticas. Centrarse en estos
aspectos hace “fermentar los partidos, da origen a otros nuevos, excita recuerdos
desagradables, divide los ánimos…”941. La alternativa consistía en centrarse en la
administración: Hacienda, fomento de la agricultura, educación… 942. Según González
Cuevas, hubo “más que una mera afinidad entre los planteamientos de Balmes y Donoso
y los de Bravo Murillo”943.
Ese error lo retrotrae Rico y Amat en su historia del reinado de Isabel II a las
Cortes de 1834 que dividieron y enconaron como nunca antes a los partidos al tiempo
que debilitaron el poder real. Su falta fue la misma que la de las anteriores dos épocas
constitucionales: exceso de política y teoría y falta de administración y práctica944.
939 Ibíd., págs.94-‐96. 940 Ibíd., “Mi testamento político, o sea, el discurso que pronuncié el 30 de enero de 1858”, págs. 298-‐
299. 941 Balmes, Jaime, Consideraciones…, op. cit., pág. 116. Repite la necesidad de centrarse en la
administración en: “Más sobre la situación de España”, La Sociedad, 15-‐03-‐1843, vol. I pág. 49; y “Miscelánea”, La Sociedad, 03-‐08-‐1843, cuaderno 11, vol. I pág. 481.
942 Ibíd., págs. 116-‐117. 943 González Cuevas, Pedro Carlos, Historia de las derechas españolas…, op. cit., pág. 121. 944 Rico y Amat, Historia política y parlamentaria…, op. cit., tomo II, pág. 543.
335
2. La organización de los partidos
2.1 Sobre la ley electoral
Hay una clara conexión entre la elección directa, las candidaturas y la
organización de los partidos. El paso a un primer plano de la discusión de estos aspectos
comparte un mismo origen: la reforma de la ley electoral945 que se discute durante la
última etapa del Estatuto Real, abarcando las presidencias de Mendizábal y de Istúriz,
fundamentalmente la primera de ellas.
En el conocido programa del 14 de septiembre de 1836 el recién nombrado
presidente prometió, junto con la finalización de la guerra y la reforma de las órdenes
religiosas, la promulgación de una nueva ley electoral. La discusión de dicha ley
terminaría por convertirse en uno de los asuntos que más fricción y problemas
generaría para el gabinete. Mendizábal fue un político carismático, pero también
fuertemente contestado, que se elevó a la categoría de mito político con fallecimiento946.
Uno de los ejes del debate sobre la ley electoral adoptó la forma de una
confrontación entre el sistema de elección indirecta por grados y el de elección directa.
La situación, que inicialmente parecía reducida a la comparación de las ventajas de
ambos sistemas, se complicó con los dos dictámenes presentados por la comisión
nombrada para proponer un proyecto de ley electoral y con la aparente renuncia del
945 De los debates en torno a la configuración de la ley electoral en estos años trata el artículo de Manuel
Estrada Sánchez “El enfrentamiento entre doceañistas y moderados por la cuestión electoral (1834-‐1836)”, en: Revista de Estudios Políticos, nº 100, abril-‐junio 1998. Más reciente es la aportación a este respecto de Rafael Zurita en: Sierra, María, Peña, María Antonia y Zurita, Rafael, Elegidos y elegibles. La representación parlamentaria en la cultura del liberalismo, Madrid, Marcial Pons, 2010.
946 Pan-‐Montojo, Juan, “Juan Álvarez y Mendizábal (1790-‐1853): El burgués revolucionario”, en: Burdiel, Isabel y Pérez Ledesma, Manuel, Liberales, agitadores y conspiradores, Madrid, Espasa Calpe, 2000, pág. 179.
336
ministerio a influir directamente en la adopción de uno de las tres propuestas básicas:
elección directa, indirecta o una combinación de ambas.
Desde El Español se criticó al gobierno por esa falta de implicación en la
elaboración de la ley amparándose en que su creación era asunto exclusivamente de las
Cortes. Siguiendo esta lógica, continuaba el artículo, el gobierno podría eludir todos los
asuntos no relacionados directamente con la administración, lo que iba en contra de los
principios del régimen representativo, en el que los ministros deben dirigir los debates y
representar a la mayoría de los cuerpos legislativos. Así y no de otro modo podía saberse
cuál era el sistema que aprobar o reprobar a la vez que se posibilitaba un cierto orden en
los debates947.
Larra plasmó la confusión resultante y los principales puntos de división en un
artículo cargado de mordacidad y no exento de un efecto cómico que lograba mediante
el uso de una estructura iterativa. A pesar de su extensión, merece la pena citar el
siguiente extracto:
“Que la elección directa es la más liberal; que el Ministerio es liberal, y quería
lo mismo que quisiese el Estamento, siempre que lo que quisiese el
Estamento fuese lo mismo que él quería. Que ha habido una comisión y dos
proyectos en ella, y que el ministro quería lo mismo que la comisión, que
quería dos cosas distintas, y que el Estamento, que no quería ni al Ministro ni
a la comisión. Que la oposición en el Estamento era de hombres retrógrados
que abogaban por el progreso, y que querían la elección directa como la más
liberal, ellos que eran los menos liberales; que el ministro, que hacía de
Ministerio, y la comisión, que hacía de las suyas, eran hombres progresivos
que abogaban por el retroceso, y que querían la elección indirecta como la
menos liberal, ellos que eran los más liberales; que los más liberales querían
que se efectuase la elección por provincias, y los menos liberales por
partidos; que hay cincuenta y tantas provincias y doscientos y tantos partidos
947 El Español, 15-‐01-‐1836.
337
en España; que las provincias son más liberales, a pesar de que los más
liberales son los partidos, etc., etc.; y he entendido, en fin, que ni los he
entendido, ni se entienden, ni ya nunca nos entenderemos”948.
El primer sistema desde una perspectiva cronológica se había aplicado durante
los períodos en que estuvo vigente la constitución de Cádiz en la forma de una elección
de tres grados con un amplio cuerpo electoral. Una variante de este sistema fue el
primero de los dos métodos electorales utilizados durante el período de vigencia del
Estatuto Real. Estaba regulado por un Decreto de 20 de mayo de 1834 por el que se
aplicaba el sufragio indirecto en dos grados (electores > compromisarios >
procuradores).
La elección estaba basada en colegios electorales formados por los concejales y
un número igual de los mayores contribuyentes de las cabezas de partido. Cada colegio
nombraba dos electores, que se reunían en la capital de la provincia para votar a los
procuradores. Sólo intervenían 490 municipios de un total de 18.447949. Hubo
numerosos proyectos para sustituirlo por un método de elección directa, modelo que se
estaba extendiendo en Europa. Finalmente el Decreto de 24 de mayo de 1836, después
de la tormenta política en torno al debate sobre la ley electoral del pasado invierno,
introdujo dos cambios sustanciales respecto al anterior: la elección directa y una
ampliación del cuerpo electoral. De este modo se pasó de 16.026 a 60.067 electores. Con
este cambio se asentó el método directo, la costumbre de los candidatos de presentarse
públicamente y exponer su programa en la prensa así como el intento de vertebrar los
partidos mediante la creación de asociaciones electorales950. El sistema indirecto había
generado una creciente insatisfacción debido en primer lugar a la relación mediada que
implicaba entre el voto y el elegido y, en segundo lugar, al conocimiento de la aplicación
exitosa que del sistema directo se hacía en otros países. La constatación de estos dos
puntos llevó a un importante número de liberales a abandonar el método antiguo.
948 Mariano José de Larra, Artículos políticos, op. cit., págs. 293-‐294. Artículo escrito el 30-‐01-‐1836 para
El Español, aunque finalmente no llegó a publicar. 949 Tuñón de Lara, M. La España del siglo XIX, op. cit., págs. 75-‐76. 950 Villarroya, J. T., Breve historia del constitucionalismo español, op. cit., págs. 43-‐44.
338
La defensa de las distintas posiciones sobre este tema durante el período álgido
del debate no seguía las lábiles líneas de la división política tal y como se percibían en
ese momento. Se afirmaba que en esta cuestión el único partido era el de la convicción
individual. Miembros del mismo partido defendieron posiciones contrarias951. De los
principales periódicos La Abeja, El Español y La Revista Española apoyaron la elección
directa, prefigurando en este punto el futuro desplazamiento de los principales
redactores de La Revista hacia posiciones moderadas, mientras que sólo El Eco del
Comercio fue favorable a la indirecta con el sufragio amplio reconocido en Cádiz. Para
dar respaldo a las distintas propuestas era necesario, en primer lugar, mostrar que
representaban mejor que la opción opuesta el verdadero carácter liberal, que eran más
populares. Para los defensores del sistema de elección directa la popularidad de un
método no consistía en el número de personas que podían participar si su influencia era
muy pequeña. Por el contrario, resultaba más popular un corto número, aunque
considerable, cuyo voto influyese directamente en la elección del representante952.
Para El Español lo determinante en los electores eran sus cualidades, que debían
ofrecer las mayores garantías a la hora de elegir a los representantes más adecuados. Su
falta de ilustración facilitaba su sujeción a un partido o a las familias que controlaban las
provincias. Los elegidos representaban en este caso derechos e intereses particulares,
no los nacionales. La ilustración se encontraba radicada en las clases acomodadas, las
clases medias, base de un buen cuerpo representativo953. El nivel de educación se erigía
en definitiva en uno de los criterios de capacitación para el ejercicio de los derechos
políticos, junto con la independencia económica. Ambas cualidades, ilustración e
independencia, se reunían en la clase media954.
951 La Abeja, 11-‐11-‐1835. Artículo de Joaquín Francisco Pacheco. 952 Garrorena Morales observa, en su estudio introductorio a las Lecciones del Ateneo de Galiano, que a
su regreso a España en 1834, después de 10 años de emigración, las posturas moderadas ya están muy claras en Galiano. Entre las causas de esta evolución se encuentran la influencia del espíritu inglés junto a otras preexistentes asociadas a su carácter, causas psicológicas fruto de su fealdad y limitaciones físicas que le impulsaron a buscar el reconocimiento ajeno mediante la exaltación de sus opiniones. Con la edad esos atributos propios de la juventud pierden peso, su sentimiento de inferioridad se debilita y con ello su influencia en su personalidad, Lecciones…, op. cit., págs. xvi-‐xxx.
953 El Español, 07-‐12-‐1835; La Revista Española 12 y 13-‐10-‐1835 954 El Español, 14-‐12-‐1835.
339
La elección directa no sólo atendía mejor los intereses populares, los de la
mayoría, sino que también permitía la candidatura, imposible con el otro sistema. Otra
consecuencia positiva de este método era la disminución del influjo del gobierno y de las
facciones, potencialmente grande en la elección por grados y casi nulo en la directa955.
Lo que se oponía a este sistema era un proceso de elección teñido de secretismo en su
última fase, con su inherente dosis de manipulación y desvirtuación de la voluntad de los
votantes, frente a la publicidad de la “candidatura pública, confesada, descubierta, que es
la moral y conveniente”956.
La preocupación fundamental consistía en conseguir articular medios para
asegurar la verdad de las elecciones, de otro modo el sistema representativo fallaría en
su misma base al no reflejar la composición del parlamento la voluntad de los votantes y
al apoyarse, por tanto, el gobierno en una mayoría que sería débil a la fuerza. Un
parlamento formado además por procuradores pertenecientes a distintos “colores”, lo
que no debía olvidarse al analizar la conveniencia de uno u otro sistema. La ausencia de
división en las primeras elecciones del Estatuto había dado paso a una división en dos
“bandos o colores” que no volverían a confundirse:
“Porque es menester no engañarnos; nos uniremos todos contra el enemigo
común; todos prestaremos apoyo al gobierno…, pero en legislación, en
gobernación, en administración, continuarán siempre nuestras divisiones. No
hay que repugnarlo: en eso precisamente consiste la libertad y el sistema
representativo”.
955 La Abeja, 11-‐11-‐1835 Idea que también repite El Español el 29-‐11-‐1835 y el 06-‐02-‐1836 y Antonio
Alcalá Galiano en La Revista Española el 13-‐10-‐1835. Galiano matizaría posteriormente estas afirmaciones al analizar las causas de los sucesos de 1848 que terminaron destronando a Luis Felipe. El conocido amaño de las elecciones durante su reinado no implicaban un rechazo del pacto constitucional de 1830 y del gobierno de las mayorías parlamentarias como si había hecho Carlos X. La manipulación electoral sólo se consigue para Galiano cuando en la opinión pública no hay una oposición decidida. En todo caso, tanto el gobierno como la oposición utilizan medios similares, Alcalá Galiano, Breves reflexiones…, op. cit., págs. 33-‐34.
956 ”De la ley electoral – Candidatura”, La Abeja, 12-‐11-‐1835, por Joaquín Francisco Pacheco. La vinculación de la candidatura con la elección directa y la publicidad también es frecuente en El Español, véase 06-‐02-‐1836.
340
Si el gobierno y las Cortes debían tener fuerza, el color de la mayoría de los
representantes tenía que corresponder al de la mayoría de los electores, el de cada
procurador al de los que le habían elegido. Ni la combinación del proyecto de ley
electoral, ni la directa si en un colegio electoral se elegían dos o más procuradores, y
menos aún el sistema indirecto, podían asegurar esa adecuación. La única forma de
asegurarla era la elección directa uninominal. Cada colegio debía elegir un solo
procurador obligando a los votantes a elegir entre dos sistemas y facilitando la
publicidad de los principios e intereses de cada partido957.
Un nuevo artículo de El Español coincide con La Abeja en preferir el distrito
uninominal a la elección de varios diputados por provincia o por partido. Sin embargo,
acude a otra razón en que apoyar su aserto. Extendiendo en cierto modo al parlamento
el argumento de que un número demasiado pequeño de electores reunidos en segundo
grado es susceptible de ser manipulado, defiende la elección de un diputado por distrito
judicial. El resultado de una cámara con alto número de diputados, que podría rondar los
cuatrocientos o quinientos representantes según este sistema, aseguraría un número
adecuado de diputados en los debates, ya que la asistencia habitual nunca superaba las
dos terceras partes del Estamento. De este modo se evitaría la influencia de un partido
político en la formulación de las leyes y se impondría el interés general del Estado.
Consideraba imposible que una facción se adueñase en estas condiciones de la mayoría
por medios reprobables958.
En el artículo de El Español la existencia de divisiones políticas se considera un
hecho innegable y la propuesta se dirige no tanto a impedir su surgimiento como a
controlar su influencia. Huelga decir que la presencia en el mismo periódico de artículos
con valoraciones de los partidos que van desde su conveniencia en un sistema
representativo hasta su equiparación con facciones, pasando por su mera referencia
neutra como un hecho es típico en todo este período y no hace sino reflejar la dificultad
de dotar de valor unívoco un concepto de partido en el que se entrecruzan diferentes
líneas de significado.
957 La Abeja, 15-‐11-‐1835. 958 El Español, 02-‐05-‐1836.
341
Al contrario que en el caso de la elección directa o indirecta, la preferencia por el
distrito o la provincia como circunscripción coincidió en general con el posicionamiento
político. Acabamos de ver cómo La Abeja y El Español preferían la elección por distritos,
tal y como se estaba haciendo en Francia. Para Alcalá Galiano este sistema presentaba,
no obstante, un serio inconveniente al favorecer el nombramiento de “celebridades de
campanario”, de personalidades exclusivamente municipales, defensoras de intereses
locales y con carencias en la ciencia de gobierno. En el caso español la aplicación del
distrito se traduciría en la elección de carlistas y diputados incapaces.
Estos problemas no surgían en la elección por provincias, que daba un mayor
peso a las grandes poblaciones, más cultas959. Un artículo del marqués de Valgornera
resumiría posteriormente de forma nítida los principales argumentos que se utilizaron a
favor del distrito uninominal en un sistema electoral directo, único en el que “la elección
es una verdad” 960. Partiendo de la asunción de que la índole de los gobiernos
constitucionales es la lucha entre partidos políticos opuestos o divergentes y de que en
este sentido las elecciones generales deciden a cuál tiende la mayoría del cuerpo
electoral, el marqués de Valgornera concluye que este principio de los gobiernos
representativos no se ve satisfecho por la elección compleja (de varios diputados por
distrito) por las dificultades que se derivan de su sistema de candidaturas, que debe
conciliar intereses territoriales con los del partido político. El problema es insoluble y de
él surgen las mayorías inciertas y fluctuantes que hacen vacilar la marcha del gobierno.
La alternativa, la elección de un solo diputado por colegio electoral expresaría mejor la
voluntad del elector, produciría distinciones políticas más claras en las asambleas y
facilitaría así el enfrentamiento de los dos partidos o sistemas reinantes en la arena
parlamentaria permitiendo a su vez acceder al poder al que reúne la mayoría. Es decir, la
elección directa uninominal favorece la acción parlamentaria regular y concertada, sin
ella los daños del sistema representativo superarían a los beneficios961.
959 La Revista Española, 21-‐10-‐1835. En junio de 1836, M. Carnerero, en el mismo periódico, asoció el
mejor desarrollo de la candidatura al nombramiento de un diputado por partido (19-‐06-‐1836). 960 Valgornera, marqués de, “Reflexiones sobre la ley electoral de 1837, vicios e inconvenientes de la
elección compleja”, Revista de Madrid, Tomo I, págs. 76-‐93, Madrid, 1838, pág. 77. 961 Ibíd., págs. 80-‐81.
342
El número de candidatos en la hipótesis presentada puede ser indeterminado,
pero lo que sucede en la práctica es que los electores se dividen en dos partidos y la
lucha se reduce a dos nombres, situación que Valgornera considera la más adecuada
porque en ella el resultado refleja la mayoría de la opinión. Elegir a la persona adecuada
es más fácil cuando el elector vota por una persona que cuando debe elegir a dos o a más
candidatos. En las elecciones complejas se suele votar por listas de candidatos, resultado
de transacciones o concesiones mutuas, con cuya composición completa pocas veces
están conformes los electores. Además los esfuerzos de los partidos son mayores donde
más candidatos hay con independencia del número de electores, lo que ha dado lugar a
escándalos que han obligado a repetir las elecciones962. La elección simple haría que las
elecciones fuesen más limpias. En definitiva, al votar por distritos el escrutinio es más
breve y los amaños más difíciles. En apoyo de su defensa del distrito uninominal,
Valgornera añade métodos de cálculo de votos en las elecciones utilizados por otros
autores.
Donoso Cortés contribuyó a este debate con un interesante opúsculo en el que
expuso una visión personal que trascendía los argumentos meramente técnicos para
apoyar la razón de la ley electoral en una base de corte histórico-‐filosófico963. Es
conocida su constante aspiración a lo abstracto, que también se aprecia en sus Lecciones.
Por eso persevera en encontrar un asidero objetivo situado por encima de las distintas
concepciones dogmáticas, partidistas. No le basta una verdad negociada para construir
políticamente964. Su análisis se estructura en torno al papel que en las sociedades
humanas juega la inteligencia como único medio de construcción y conservación de las
sociedades. El corolario es que todo poder que no tenga en ella su origen es bastardo y
efímero.
962 Ibíd., pág. 82. 963 Donoso Cortés, Juan, “La ley electoral considerada en su base y en relación con el espíritu de nuestras
instituciones” (1835), en: Obras de Juan Donoso Cortés ordenadas y precedidas de una noticia biográfica por Don Gavino Tejado, Madrid, 1854, tomo I, págs. 273-‐299.
964 Garrorena Morales, A. El Ateneo de Madrid…, op. cit., págs. 113-‐114. Donoso elabora una metodología histórica que implica la construcción de una filosofía de la historia al servicio de su teoría política, ibíd., pág. 256.
343
Una ley electoral que responda a este principio debe, por tanto, otorgar la
facultad de elegir a quienes realmente son merecedores de ella, esto es, a los
depositarios de la inteligencia. La historia de las vicisitudes y transformaciones que
sufre la inteligencia a lo largo de la historia llega a su culminación con el establecimiento
del gobierno representativo, que estructurado correctamente permite conectar a los
depositarios de la inteligencia con el poder. La expresión “gobierno representativo”, por
otro lado, no era del agrado de Donoso, dado que podía ser asociada con el mandato
imperativo, con la consiguiente limitación de la independencia de los elegidos. Era más
adecuado llamar al nuevo sistema “gobierno de las aristocracias legítimas” o
inteligentes.
En estas nuevas aristocracias, que se componían de las clases propietarias,
industriosas y comerciales –clases medias-‐ residía la inteligencia965. Donoso ya había
apoyado en 1832 la necesidad de una vinculación mesocrática de la monarquía en su
memoria a Fernando VII. Si las clases intermedias no existen, “la sociedad perece en
brazos del despotismo oriental o en el abismo de una democracia borrascosa…”966. La
soberanía les era confiada y con ella los derechos políticos. Por el contrario, la soberanía
popular era un contrasentido porque el pueblo no existe, lo que había era una suma de
individualidades que en circunstancias normales se agrupa en intereses, partidos y
opiniones condenando al hombre que no se integra en alguno de ellos a la soledad y la
muerte. Para Donoso quienes repudian los partidos en nombre del pueblo sólo sirven a
un nombre. El pueblo sí toma forma en momentos convulsos, de crisis, unido en torno a
una idea para volver a desaparecer en el momento en que esa idea se ha realizado:
965 “De la Soberanía de derecho divino”, Política y administración en la España isabelina, op. cit. Bravo
Murillo cita a Donoso (Lección 2, pág. 119) en el pasaje en que éste contrapone, en su típico estilo declamatorio, a las otras soberanías –derecho divino y popular-‐, la soberanía de la inteligencia: “ella sola es la bandera de la libertad, las otras de la esclavitud; ella sola es la bandera del porvenir, las otras de lo pasado; ella sola es la bandera de la humanidad, las otras de los partidos”. Bravo, que lo califica de “especie de drama” (pág. 217), critica que Donoso no explique por qué medios se logra que gobiernen los más inteligentes, lo que le lleva a concluir que es una soberanía imposible (págs. 252-‐253).
966 Citado en Garrorena Morales, A., El Ateneo de Madrid…, op. cit., pág. 93.
344
“De aquí resulta, que los que adoran su soberanía, a un nombre sólo
adoran; que los gobiernos que repudiando todos los partidos se declaran sus
servidores, a un nombre sólo sirven. De aquí resulta, que en el estado normal
de las sociedades no existe el pueblo: sólo existen intereses que vencen e
intereses que sucumben; opiniones que luchan y opiniones que se
amalgaman; partidos que se combaten y partidos que se reconcilian”967.
Partiendo de estas consideraciones el método electoral que mejor se ajusta al
dominio de la inteligencia en un sistema representativo es la elección directa, que se
vincula a las minorías inteligentes y que produce un resultado no arbitrario. La indirecta
se relaciona con la soberanía del pueblo y su resultado, por tanto, es arbitrario. La
arbitrariedad existe cuando el resultado de las elecciones no es el previsto por la ley, es
decir, cuando el método electoral no permite la obtención de diputados capaces que
representen la inteligencia que define el estado de la civilización contemporánea.
Mediante la elección directa se consigue dar el poder a los mejores de entre los
miembros de las clases independientes. Al igual que Borrego, Pacheco y Alcalá Galiano
entre otros968, Donoso es favorable a la elección directa, aunque basándose en razones
de muy distinta índole que entroncan con una determinada filosofía de la historia,
mientras que en los primeros la técnica electoral se convierte en el criterio fundamental.
Su peculiar forma de abordar los problemas le sitúa también en las cuestiones relativas a
los partidos en un lugar especial en el ambiente intelectual español del segundo tercio
del siglo XIX.
967 Donoso Cortés, Juan, “La ley electoral…”, op. cit., pág. 290. 968 Galiano está a favor de la elección directa, pero se mostraría dispuesto a aceptar la indirecta, aunque
sólo de dos grados. No hay duda en todo caso de su preferencia por la opción directa. En el mismo artículo indica que el sistema de grados es popular en apariencia, pero son muy pocos los que realmente eligen aumentando la probabilidad de ser influidos por el gobierno o por el amaño de los partidos. La Revista Española, 13-‐10-‐1835.
345
2.2. El sistema de candidaturas
La prensa señaló como factores que impidieron la implantación de la candidatura
en las elecciones de febrero de 1836 la falta de tiempo y el atraso de las costumbres
políticas969. Fue El Español el periódico que más insistió en su utilidad en los meses
previos a estas elecciones. Son varios los artículos en los que se mostraba favorable a las
candidaturas. Su uso permitía a los electores elegir mejor sin salir de su localidad y sin
tener que delegar su ejercicio de voto. Pero para hacerlas posible era necesario que el
gobierno presentase una ley al Estamento que supliese el dictamen de la comisión970. Un
dictamen al que se calificaba como una “insana mezcla del elemento aristocrático de los
mayores contribuyentes con el elemento disolvente de los delegados de la población
absoluta”971.
Lo que hacía El Español era establecer la necesaria vinculación entre las
candidaturas y la elección directa972. La asunción de las primeras implicaba además
aceptar el derecho de todas las opiniones a hacer uso de los mismos medios para
exponer sus doctrinas y convencer a la opinión, de ejercer una “influencia legal”. La
manifestación de opiniones contrarias y una cierta agitación política eran condiciones
normales en las elecciones973.
Dionisio Alcalá Galiano coincidió en considerar como un beneficio de la elección
directa el surgimiento de las candidaturas y de la discusión, aunque introdujo el matiz
de que la adición de la indirecta no sería dañina porque generaría un nuevo número de
electores que sumar a los anteriores. Además, el número de los delegados sería inferior
969 El Español, 26-‐02-‐1836. 970 El Español, 15-‐01-‐1836. 971 El Español, 11-‐01-‐1836. 972 Villarroya, J. T., El sistema político del Estatuto Real, op. cit., págs. 501-‐502. 973 El Español, 09-‐02-‐1836.
346
al de los electores por derecho propio y recaería en muchos casos en las mismas
personas974.
Poco antes, su padre, Antonio Alcalá Galiano, había establecido la relación entre
las candidaturas y unas buenas elecciones poniendo como ejemplo Francia, donde los
periódicos y los folletos podían recomendar a ciertas personas e incluso el propio
candidato podía presentarse directamente. En cualquier caso la publicidad de la
candidatura favorecería el conocimiento de las distintas ideas en pugna. Alcalá Galiano
tampoco veía objeciones a la formación de asociaciones públicas, que podían crearse con
mucha antelación a las elecciones tal y como sucedía en otros países, que propusiesen a
los candidatos que representasen sus ideas. Agrupaciones que se formarían en cualquier
caso; si no de forma pública, como organizaciones secretas, con los consiguientes
perjuicios que esto suponía975.
Sobre la candidatura directa -‐cuando el candidato se presentaba a sí mismo-‐
haría una precisión posteriormente. Para que este modelo de candidatura pudiese
arraigar en España serían necesarios años de experiencia en el sistema representativo y
la formación de un grupo de hombres legitimados por sus antecedentes políticos para
pedir el voto. La ausencia de estas circunstancias en el presente hacía preferible la
opción por la candidatura indirecta976.
Tras la convocatoria de unas nuevas elecciones en mayo del mismo año, volvió a
insistirse con fuerza en las candidaturas. La publicación de la profesión de fe de un
candidato por Murcia sirvió para exponer una vez más sus ventajas: facilitaba que un
cuerpo electoral numeroso y dividido en distritos separados pudiese reunir sus votos en
una misma persona. De este modo los electores podían conocer las ideas del candidato y
saber si coincidían con las suyas. La profesión de fe, por otro lado, era bastante lacónica:
“Libertad, Isabel II, progreso legal y absoluta independencia en mis votaciones sin más
norte que mi conciencia”977.
974 La Revista Española, 15-‐01-‐1836. 975 “Candidatura”, La Revista Española, 27-‐12-‐1835. 976 La Revista Española, 10-‐06-‐1836. 977 El Español, 11-‐06-‐1836.
347
Francia más que Inglaterra parecía ser el ejemplo a seguir en materia de
comportamiento electoral. Así lo creía Mariano Carnerero, quien después de establecer
la ya común vinculación entre la elección directa y las candidaturas, se opuso, sin
embargo, a que los candidatos arengasen en lugares públicos subidos a una tarima como
se hacía en Inglaterra. No sucedía lo mismo en Francia. Allí se presentaba a los electores
por escrito o en banquetes una profesión de fe política basada en puntos concretos de
los que se infería su posicionamiento político: ministerial, oposición o independiente.
La experiencia en el régimen representativo conllevaba el conocimiento mutuo
de elegidos y electores, lo que daba lugar a una especie de mandato tácito. Los segundos
sabían qué esperar del primero y el primero conocía los intereses de los segundos. Para
el caso español Carnerero se conformaba con proponer que en las siguientes elecciones
los periódicos presentasen pocos nombres con el fin de facilitar el concierto de los
electores978.
2.3. Las asociaciones electorales
De nuevo es la prensa donde encuentra un amplio espacio de reflexión la
incipiente necesidad, cada vez más extendida, de dotar a los partidos de unidad de
acción. Hemos visto cómo, especialmente desde las páginas de El Español, se hizo
hincapié en vincular las candidaturas con el sistema de la elección directa (15-‐01-‐1836).
No obstante, la vigencia de un sistema electoral indirecto en las elecciones de 26 febrero
de 1836 no impidió la proliferación de candidaturas como muestra la progresiva
978 La Revista Española, 19-‐06-‐1836.
348
implantación de la costumbre de que los candidatos publicasen su “profesión de fe”.
Varios lo hicieron en El Español como Beltrán de Lis o Donoso Cortes. Sin embargo, su
carácter novedoso, la ausencia de una regulación legal y su falta de conexión con
partidos políticos bien identificados se tradujo en un número excesivo de ellas, lo que
provocó la sensación de una cierta confusión.
En las elecciones de 13 de julio de 1836, ya con el sistema directo, el número de
candidatos en relación al de escaños fue desproporcionado: 374 en Barcelona para 9
escaños; 245 en Oviedo también para 9 escaños; 143 en Málaga para 7 y 489 en Madrid
para 7. La mayoría de ellos apenas obtuvo un solo voto, el propio979.
La carencia de un canal práctico establecido por la costumbre para la
presentación de candidatos tuvo como resultado que esa tarea fuese realizada por
periodistas y amigos. Al número exagerado de candidatos se sumó además la
presentación en las mismas listas de moderados junto a progresistas disidentes y la
publicación de profesiones de fe en periódicos ideológicamente adversos al candidato
aumentando con ello aún más la confusión entre los electores.
Una muestra de estas contradicciones es la profesión de fe de Llanos
(mendizabalista) que publicó La Revista Española el 23 de junio. El propio periódico se
vio en la necesidad de aclarar la razón de la inclusión de un candidato contrario a la
línea política que defendía basándola en la ausencia de partidos bien delimitados:
“Si la nación estuviese más adelantada en las prácticas parlamentarias,
y si los partidos estuviesen bien fijados, tanto sobre principios políticos como
sobre pareceres en el modo de favorecer los intereses materiales,
probablemente no lo habríamos insertado”.
979 Marichal, Carlos, La revolución liberal y los primeros partidos políticos…, op. cit., Madrid, Cátedra, 1980,
págs. 115-‐116.
349
Como medio para evitar estas contradicciones se acudió a la figura de las
asociaciones electorales. Parece que Galiano fue el primero en proponerlas en el artículo
antes mencionado de La Revista Española del 27-‐12-‐1835 coincidiendo con el comienzo
de la discusión sobre la ley electoral980. Para apreciar en su justa medida la importancia
de la reflexión que tiene su comienzo a finales de 1835 debemos recordar que tanto
progresistas como moderados habían ignorado hasta entonces el derecho de asociación.
Un claro ejemplo es su ausencia en la petición de derechos presentada por Joaquín María
López en la legislatura de 1834-‐1835981.
De esta forma, en un corto intervalo de tiempo se estableció la relación entre los
tres elementos mencionados al comienzo del epígrafe: elección directa, candidatura y
organización de los partidos. Nada tiene de extraño entonces que, como en el caso de la
vinculación de la elección directa y la candidatura, también en este punto fuese El
Español, dirigido por Borrego, el principal medio que propugnó el desarrollo de los lazos
organizativos para preparar las elecciones. Tal vez sea este uno de los temas en que con
más claridad se aprecia el auténtico talento de Andrés Borrego como periodista político
por encima de sus otras facetas de político y ensayista982.
En febrero de 1836 inició la difusión del proyecto de asociación electoral
inspirado en el modelo inglés con la publicación de un artículo dedicado a este tema983.
Comenzaba insistiendo en el valor de la tolerancia y el respeto de las opiniones ajenas
frente a la tendencia al absolutismo (sumisión a la autoridad, intolerancia, exclusión de
la libertad de pensar) común a todos los partidos españoles. Este respeto no implicaba la
renuncia a trabajar por el triunfo de las ideas propias mediante el peso de los principios
y la influencia personal de quienes representaban a cada partido. El valor de las
asociaciones o reuniones temporales que se proponían radicaba precisamente en su
idoneidad para frenar a los grupos que no competían bajo estos parámetros, es decir, era
un medio para afrontar el peligro de que en las elecciones se hiciese uso de medios
ilegales para satisfacer ambiciones personales.
980 Villarroya, J. T., El sistema político del Estatuto Real, op. cit., págs. 501-‐510 sobre la candidatura. 981 Fernández Sarasola, Ignacio, Los partidos políticos…, op. cit., pág. 77. 982 Concepción de Castro, Romanticismo…, op. cit. pág. 11. 983 Ibíd., pág. 96. Artículo publicado el 08-‐02-‐1836.
350
Los “liberales más puros” de cada provincia podían formar estas reuniones con el
fin de ilustrar a la opinión pública de sus localidades y proteger la libertad de los
electores. Simultáneamente, los debates en su seno ayudarían a seleccionar al candidato
que mayores garantías ofreciese. Apenas hubo tiempo, un mes, para mayores reflexiones
entre la disolución de las Cortes y la celebración de las elecciones.
Habrá que esperar a la convocatoria electoral del 13 de julio para encontrar
nuevas referencias a las asociaciones electorales, aunque esta vez mucho más detalladas
y abundantes. Apenas diez días después de la disolución de las Cortes solicitada por
Istúriz, El Español retomaba la campaña a favor de las asociaciones984. Los objetivos
básicos de la asociación eran los mismos que los expuestos en febrero: evitar la
actividad de quienes influían secretamente en las elecciones “y van a una
compactamente”, promover la participación electoral y facilitar la elección mediante las
candidaturas.
La formación de una asociación electoral permitía crear la disciplina necesaria
para evitar, mediante la formación de una voluntad a partir de muchas, el éxito de la
táctica de unos pocos frente a una masa desorganizada, lo que impedía la formación de
una voluntad nacional franca. Con ello no se haría nada que no existiese ya en otros
países. A quienes desconfiaban del término, el periódico dirigido por Borrego intentaba
tranquilizarles asegurando que las acciones de la asociación serían públicas, plegadas a
la legalidad y que se disolverían una vez abiertas las Cortes985.
La mejor y más completa exposición del carácter y objetivos de las asociaciones la
encontramos el 22 de junio. Ese día Borrego resume y profundiza los planteamientos
desarrollados en los anteriores artículos. Plantea una vez más que su objetivo es facilitar
la comunicación entre electores con las mismas opiniones y principios, con el fin de
superar la apatía provocada por el alejamiento de los asuntos públicos que permite el
predominio de minorías sobre la mayoría “liberal, pacífica y honrada”. Otro efecto
positivo que se seguiría de su establecimiento sería el mejor desarrollo y aclimatación
de las instituciones libres.
984 El Español, 03-‐06-‐1836. 985 El Español, 14-‐06-‐1836.
351
La cercanía de las elecciones, que se iban a celebrar el 13 del mes siguiente, y lo
novedoso en España de esta figura llevó al periódico a aconsejar la creación de
asociaciones de electores provinciales en lugar de una preferible asociación electoral
nacional con un centro común “encargado de dar movimiento, unión y vida a los
principios y a los intereses políticos”. El artículo incluía también un resumen de las
disposiciones de una hipotética asociación electoral. En el plano organizativo debía
crearse una comisión que facilitase la unión de los electores de una misma opinión para
promocionar a los candidatos ideológicamente afines; ni la asociación ni la comisión
aspirarían a ejercer más derechos de los que tiene un ciudadano particular. Entre las
tareas de la comisión estarían las de ayudar a inscribir en las listas electorales a todo el
que tenga derecho a figurar en ellas y la de promover su participación en las elecciones,
así como comprobar la idoneidad de los candidatos y apoyar a los que apruebe.
Previamente, la comisión debería convocar juntas preparatorias de elección, proponer
en las juntas los candidatos para seleccionar entre ellos tantos como puestos de
diputados haya en la provincia y, por último, favorecer que los asociados votasen en las
juntas electorales lo acordado en las juntas de la asociación. Ni la junta general de la
asociación ni la comisión podrían hacer representaciones ni actos que pudiesen implicar
la atribución de un poder político. Finalmente, la asociación se disolvería una vez
nombrados los diputados de la provincia986.
En toda la serie de artículos no aparece ni una vez el concepto de partido, el autor
prefiere hablar de opinión, un término más ambiguo y, esto es lo decisivo, que genera
menos reticencias. Aunque la vinculación con los partidos es obvia, Borrego intenta
aumentar la aceptabilidad de su proyecto rebajando el contenido polémico de su
propuesta mediante la exclusión de conceptos con una fuerte carga polémica. La
prevención ante organizaciones políticas permanentes es todavía demasiado fuerte y se
manifiesta en los artículos mediante la aplicación de límites temporales y funcionales a
las asociaciones. Su campo de acción se circunscribe al período electoral y sus
actividades no deben mezclarse con las de un poder público. Estas limitaciones
terminológicas, temporales y funcionales no impiden reconocer que este primer
986 El Español, 22-‐06-‐1836.
352
proyecto de asociación apadrinado por Borrego supone un salto cualitativo en la
reflexión de los partidos en España y un impulso en su desarrollo material.
Quizá sea más significativa aún que la campaña de El Español el contenido de una
Real Orden dirigida a los gobernadores civiles promulgada por el Ministerio de
Gobernación en la que, entre otras medidas destinadas a asegurar un proceso electoral
adecuado, se aconsejaba a los electores en su quinto punto unirse y organizarse una vez
formada su idea sobre el “color político” de los candidatos en liza. La razón aducida era
la misma que vimos en el periódico: evitar la preponderancia de una minoría.
Es el primer reconocimiento en un documento oficial del derecho a organizarse
en función de las preferencias políticas, aunque sólo fuese para las elecciones987. No
sería aventurado suponer que Istúriz compartía el punto de vista de Alcalá Galiano sobre
el papel de los partidos y sobre la conveniencia de organizarse de cara a las elecciones.
Además de la posible razón teórica había otra más urgente de carácter práctico: la
necesidad de frenar a la oposición progresista, a la que el texto se refiere como minoría,
formada en torno a Mendizábal y con Fermín Caballero como uno de sus antagonistas
declarados.
La difícil situación por la que atravesaba el gobierno queda patente en las
impresión de angustia que provocó en George Borrow su entrevista con Istúriz apenas
una semana antes de que estallase la rebelión de La Granja. Destaca, comparada con la
que tuvo con Mendizábal, el bullicio presente en el despacho de éste con la soledad
reinante en el caso de Istúriz988.
La Real Orden provocó una inmediata reacción en contra del Eco del Comercio a
la que a su vez respondió El Español caracterizando de llamativos los comentario de El
Eco a un hecho que todos conocían: la existencia de defensores del gobierno y de
opositores al mismo989. Desde las páginas de El Eco se consideraba especialmente ese
987 El Español publica en su número del 08-‐07-‐1836 la Real Orden del Ministerio de Gobernación: “Y que
les advierta [a los electores] que una vez formada su opinión sobre el color político de los candidatos respectivos, conviene mucho que se unan todos los de un mismo modo de pensar, organizándose y procediendo de acuerdo, si no quieren exponerse los más a ser vencidos por los menos; lo cual sucederá infaliblemente si cuando aquellos divagan, trabajan estos acordes y compactos”.
988 Borrow, George, La Biblia en España, op. cit., págs. 178-‐179. 989 El Español, 09-‐07-‐1836.
353
quinto punto una intromisión excesiva del gobierno en las elecciones, que atentaba
contra la imparcialidad que debía regir la conducta del gobierno990. En primer lugar,
resultaba sorprendente que el gobierno reconociese “oficialmente la existencia de varios
colores políticos” y, en segundo lugar, que apoyase a uno de ellos. El gobierno debía
ignorar las denominaciones y dejarlas para los ambiciosos y para quienes perseguían
intereses personales. Tan sólo debía reconocer dos clases de españoles, los que
buscaban el bien y la libertad de la patria y los carlistas y anarquistas. Entre los
primeros no debían hacerse distinciones, todos eran liberales con ligeros matices
diferenciadores. Por otro lado, el llamamiento a la unión se consideraba inútil: a los
electores les bastaba con compartir un mismo modo de pensar para converger en las
urnas. En caso de necesidad, los electores se reunirían movidos por intereses comunes
sin necesidad de admoniciones gubernamentales. El Eco distinguía, en definitiva,
tajantemente las funciones de cada nivel: “al gobierno le toca gobernar; a los partidos
seducir, a los electores elegir desentendiéndose de las miras de los que mandan, y de las
pasiones de los que piensan sucederles”991.
Esta no fue la última ocasión en que desde el gobierno se alentó la organización
de cara a las consultas electorales. Una resolución de Pérez de Castro en julio de 1839
autorizó las reuniones electorales. A pesar de estos ejemplos, esta cuestión no se
resolvió y los partidos siguieron actuando en un vacío legal. La acción de los comités fue
tolerada mientras no tratasen de organizarse a nivel nacional992.
A pesar de las objeciones, hay una importante corriente a favor de la creación de
las asociaciones electorales, fundamentalmente desde el ámbito más avanzado del
moderantismo representado por Andrés Borrego y, como veremos, por Joaquín
Francisco Pacheco –sin olvidar que desde su ruptura pública con el progresismo
mendizabalista cabe incluir en esta corriente moderada a Istúriz y a Alcalá Galiano-‐. Este
énfasis en el desarrollo de las asociaciones no implica, sin embargo, una coincidencia
completa en los postulados. Carnerero, por ejemplo, que apoya el sistema de reuniones
990 También se aconsejaba fortalecer la razón de los electores y prevenirles frente a los carlistas y los
representantes de la anarquía. Estos dos puntos y el llamamiento a la organización combinados resultaban inquietantes para el redactor de El Eco del Comercio.
991 El Eco del Comercio, 08-‐07-‐1836. 992 Cánovas Sánchez, Francisco, “Los partidos políticos”, op. cit. pág. 405.
354
preparatorias993, rechaza la idea de crear una dirección central en directa referencia al
proyecto de asociaciones de El Español994.
Al igual que sucediera en marzo parece que tampoco esta vez el proyecto de El
Español tuvo mucho éxito. Su posterior silencio parece confirmar el fracaso. Sólo hay un
comentario relativo a la creación de una asociación provincial que aparece publicado en
un artículo del 10 de julio, única referencia que Villarroya ha encontrado a este
respecto995.
Joaquín Francisco Pacheco, que mostró su simpatía por el proyecto de El Español,
auguró la falta de éxito de las asociaciones debido a la falta de tiempo y a la novedad de
estas organizaciones, razones que impedirían la implantación de las asociaciones
electorales, al menos ese año. Sobre su necesidad, sin embargo, no le cabía duda alguna.
Los “hombres de legalidad” necesitaban centros alrededor de los que agruparse, una
dirección, una bandera, disciplina. Su dispersión a lo largo del país imposibilitaba que
sus esfuerzos individuales triunfasen ante un partido poco numeroso, pero cohesionado.
La promoción de los “principios de candidatura”, aunque menos útil que el proyecto de
El Español, como reconocía Pacheco, era una vía que utilizaba La Ley para superar esa
debilidad coyuntural996. El tema de la candidatura, como en el caso de las asociaciones
electorales, había comenzado a discutirse en el marco más amplio del debate sobre la ley
electoral que comenzó a finales de 1835 y llegó a su máxima expresión en junio-‐julio del
año siguiente. Es en ese período cuando tomaron forma los principios de candidatura
propuestos por La Ley como alternativa a las asociaciones997. La prensa periódica sería
la encargada de publicar los nombres de los candidatos, algunos de los cuales harían
además públicos sus principios políticos. La idea era que este movimiento iniciado en los
periódicos de la capital se fuese extendiendo a los de provincias y a los boletines
oficiales, poniendo al alcance de los votantes de todas las circunscripciones listas de
candidatos afines. La circulación de estas listas sería un ejemplo de que las formas
constitucionales iban asentándose en España, ya que no bastaba con que la mayoría de 993 La Revista Española, 21-‐06-‐1836. 994 La Revista Española, 28-‐06-‐1836. 995 Villarroya, J. T., El sistema político del Estatuto Real, op. cit., pág. 513. 996 La Ley, 24-‐06-‐1836. 997 “De nuestro sistema de candidaturas”, La Ley, 20-‐06-‐1836.
355
los electores acudiesen a votar para evitar las intrigas y secretos manejos de los
partidos. Frente a una mayoría desorganizada de votantes, los partidos tienen un centro
común, forman un cuerpo compacto de votos que puede superar a los votos dispersos
del resto de electores, que obran de forma aislada. Por eso es necesario concertarse y
deliberar públicamente sobre los mejores candidatos.
Al contrario de lo que ocurre en El Español, en los artículos que La Ley dedica a
difundir su principio de candidaturas no se renuncia a utilizar la voz partido, aunque
lejos de darle un sentido positivo, se les connota negativamente en tanto que el concepto
de opinión adquiere rasgos que oscilan entre una valoración neutra y positiva. Ambos
términos, que en otros lugares son intercambiables, se utilizan en estos casos
conscientemente de forma distinta. Ya me referí anteriormente a la menor carga
polémica del concepto de opinión, que hace más atractivo su uso en determinados
contextos. En este caso, la beligerancia de la oposición del Estamento de procuradores
elegido en marzo al gobierno de Istúriz condujo a la devaluación de este último,
considerado como un partido frente a la mayoría de los electores, ajenos a sus medios y
objetivos. La Ley hace en este caso un uso de la voz partido asimilable, aunque sin
compararlo explícitamente, al sentido que suele atribuirse a facción. La causa de la
preferencia por opinión se encuentra en la mayor neutralidad semántica de este último
término, libre de la pesada carga de implicaciones militares y de luchas intestinas. La
intención, por tanto, de hacer más razonable para la mayoría de los electores la
propuesta de los principios de candidaturas y la organización, mínima, que comportaba
resultaba más fácil escogiendo la opción que menos asociaciones negativas conllevase.
Esta circunspección al elegir las expresiones es un indicio de la fuerte resistencia a
liberarse de los componentes negativos del concepto de partido en un periódico que, por
otro lado, se caracterizó en su corta vida por un importante esfuerzo en pro de la
transvaluación del concepto. La capacidad que poseía para desprestigiar al contrario,
especialmente útil al contraponerlo con la mayoría de la nación, trabajaba a favor de la
conservación de su contenido semántico negativo en un clima político tan convulsionado
como el español. Esta convivencia semántica de contenidos contradictorios es
especialmente visible en quienes defendían la pertinencia de los partidos. La
acentuación de uno u otro aspecto de su bagaje significativo obedece en éstos al
356
contexto de uso. Los elementos positivos o neutros adquieren así relevancia cuando la
reflexión se acerca al terreno de la teoría de los partidos, es decir, preferentemente
cuando se tematizan sus funciones en una dinámica parlamentaria normalizada. En la
lucha política cotidiana, no obstante, son los componentes negativos de partido los que
para estos publicistas ofrecen mayor atractivo.
El artículo termina aconsejando que tras la publicación de las listas de candidatos
y de la distribución de los distritos sería conveniente que algunas personas influyentes
reuniesen en algún local o en su casa a los electores de cada distrito. Allí podría formarse
una opinión que facilitase la convergencia de votos. El articulista no ve inconvenientes
en estas reuniones públicas anunciadas por los periódicos. La concertación debería
abarcar también a las diferentes cabeceras. Una alineación de apoyos que en cierto
grado debió darse a juzgar por la opinión de un periódico de signo contrario: “No es un
misterio ya que dos partidos (aunque liberales ambos) [aclaración necesaria debido a
las dudas existentes al aplicar el término partido a las fracciones del partido liberal]
pugnan sobre más o menos mejoras, más o menos derechos políticos, o más o menos
garantías sociales”. Ambos, continúa, han presentado sus listas de candidatos en los
periódicos de su color: El Español, La Revista, La Ley y El Jorobado, por un lado, El Eco del
Comercio, El Patriota y El Nacional, por otro998. También confirmaba este alineamiento
El Liberal, que por su parte, se mostraba neutral justificándolo mediante su rechazo a la
división de los liberales en partidos999.
La candidatura y las asociaciones electorales se convirtieron en los elementos
que de forma más clara muestran el reconocimiento de la necesidad de canalizar la
acción de los distintos partidos – u opiniones como se prefería decir-‐ en las elecciones.
Ambos se concibieron como medios para clarificar el proceso electoral y facilitar unas
elecciones verdaderas, en las que la voluntad de los electores hallase una adecuada
correspondencia en la composición del parlamento, lo que implicaba, por un lado, una
mayor organización de las opiniones políticas existentes a la hora de presentar los
998 El Nacional, 14-‐07-‐36. 999 Adame de Heu, Wladimiro, Sobre los orígenes del liberalismo histórico…, op. cit., pág. 108.
357
candidatos y la necesidad de un cierto planteamiento público de los principios mediante
las profesiones de fe y las discusiones en las reuniones políticas, por otro. A pesar del
cuidadoso y voluntariamente equívoco uso del lenguaje, lo que se estaba proponiendo y
justificando era la acción regulada de los partidos fuera del ámbito parlamentario. Los
partidos ya no debían limitar su acción a las cámaras y el primer paso para extenderse
era la vía de acceso a ellas. Con ello se había dado el primer paso teórico que permitiría
una serie de ampliaciones sucesivas de su radio de influencia legítima hasta llegar a
abarcar en su seno en las formulaciones más avanzadas al conjunto de los ciudadanos.
No obstante, la inicial renuencia a reconocer a los partidos como el centro vertebrador
de las opiniones políticas hizo que se pusiese el acento en los electores como
protagonistas de la organización destinada a proponer candidatos. Aunque hay
excepciones que apuntan a una conexión sin ambages con los partidos. Así, por ejemplo,
en La Ley, antes del giro descalificador del concepto de partido, se reconocía que en los
pueblos educados en la libertad, los partidos intentaban conseguir el triunfo para que
los elegidos representen su opinión. Los partidos no debían utilizar la coacción, pero
podían tener agentes que diesen indicaciones1000.
Quizá donde con más claridad se aprecie la ligazón entre la elección directa y las
asociaciones y a su vez entre éstas y los partidos sea de nuevo en El Español. Aunque la
elección directa, por razones ya expuestas en otros artículos, es preferible a sus
alternativas, considerada en sí misma, en ausencia de medios y costumbres que la
completen presenta complicaciones adicionales en los países que han sufrido gobiernos
despóticos durante largo tiempo como es el caso español. El que la ley electoral, por un
lado, no indique los medios para unir las voluntades y que, por otro, se carezca de
prácticas autóctonas obliga a importarlas del extranjero. En ese sentido, electores y
elegibles –atención a la inclusión de estos últimos-‐ deben asociarse sin más limitación
que la publicidad y legalidad, y proponer candidatos. La ausencia de esta práctica en
España debe compensarse mediante la introducción de un sistema que permita a la
candidatura de una persona a diputado acordada por un grupo de electores enfrentarse
1000 La Ley, 05-‐06-‐1836.
358
a otro candidato apoyado por otro grupo. Esta es una candidatura de “dos solas
personas o dos solos partidos, bien deslindada y precisada1001.
Vistos sus antecedentes no es una sorpresa comprobar que el salto de un artículo
a un folleto en el que se explicasen con más espacio y detalle los medios para crear una
asociación electoral fuese obra una vez más de Andrés Borrego. Me refiero al conocido
Manual electoral para el uso de los electores de la opinión monárquico-constitucional de
1837 en el que reúne los elementos que había ido exponiendo desde las páginas de El
Español. La denominación que impulso Borrego para los moderados tuvo un éxito
relativo. No obstante, la organización de los moderados en esas elecciones dio a este
partido una clara ventaja sobre los progresistas. Ese desequilibrio explica para Isabel
Burdiel que los progresistas acusasen a los moderados, sobre todo en 1840, de llevar a
cabo una política partidista contraria a la soberanía nacional1002.
Al partido moderado se le llamó indistintamente “moderado”, “conservador”,
“parlamentario” y “monárquico-‐constitucional”, aunque este último fue el oficial, en el
lenguaje habitual apenas se empleaba1003. Antes de la publicación del folleto Borrego ya
llevaba un tiempo intentando reunir a un cierto número de liberales-‐conservadores para
formar un partido homónimo y conciliar las diferencias en el parlamento1004.
La motivación, al igual que en los artículos periodísticos, no es esencialmente
teórica, sino, como es habitual en Borrego, práctica. Este folleto es un panfleto político
bien construido: ataca al partido contrario e intenta aportar alternativas. El lenguaje es
fluido, directo, no tan grandilocuente y afectado como acostumbra a ser en otros textos
de la época. La intención movilizadora que persigue y la eficacia que su expresión llega a
alcanzar queda patente en la frase con la que termina la introducción: “No es más fuerte
el partido de la Granja, que lo era el gobierno de Carlos X”. Frase efectista, abierta,
dinámica y lapidaria a la vez, que hace una elipsis intencionada de la conclusión para 1001 El Español, 21-‐06-‐1836. 1002 Burdiel, Isabel, Isabel II. No se puede reinar inocentemente, Madrid, Espasa Calpe, 2004, págs. 102-‐103. 1003 Cánovas Sánchez, F., “Los partidos políticos”, op. cit., págs. 373-‐374. 1004 Concepción de Castro, Romanticismo…, págs. 141-‐142. El grupo lo integraban entre otros Flórez
Estrada, Flores Calderón, Beltrán de Lis y Calderón Collantes.
359
que sea el lector quien la enuncie. Borrego hace, en definitiva, un llamamiento a
desbancar a los progresistas del poder por medios electorales.
Su posicionamiento a favor del partido moderado, que considera más moral e
ilustrado y no compuesto exclusivamente de empleados y aspirantes como el
progresista, no excluye la crítica. Le achaca que no haya presentado hasta ese momento
un sistema completo de reforma que capte el favor público. Los sucesos de La Granja1005
interrumpieron en sus inicios el desarrollo de la elección directa y la implantación de
todas sus consecuencias con la vuelta al sistema electoral por grados de la constitución
gaditana. Las elecciones de septiembre de 1837 constituían una nueva oportunidad para
retomar la implantación de prácticas modernas asociadas a un nuevo sistema electoral
promulgado el 20 de julio del mismo año. Las discusiones en el parlamento fueron
breves, lo que indica el consenso básico que existía acerca de las condiciones
elementales que debía reunir una ley electoral1006. Oportunidad que Borrego no quiso
desaprovechar. Una lectura apresurada de las primeras páginas del Manual nos
confronta una vez más con una crítica a los partidos1007 que podría identificarse,
erróneamente, con su rechazo. Sin embargo, más que un simple rechazo, la crítica
obedece a la agitada situación política del momento, a la inestabilidad de un sistema que
no termina de afianzarse mediante unas prácticas que lo fundamenten y sostengan. Las
frecuentes referencias a los partidos en contextos no negativos que salpican el texto
obligan a matizar la impresión de las primeras páginas, un lugar común, por otra parte,
que en ocasiones adquiere tal virulencia que oculta una aceptación real de su papel en el
sistema representativo en una situación normalizada.
Sin duda, junto a la voluntad de lograr el triunfo de su opinión, el objetivo de este
folleto es facilitar el avance en el establecimiento de prácticas políticas homologables a
las existentes en países más avanzados constitucionalmente. En este sentido alude como 1005 El 14 de agosto, día en que la noticia de la sublevación de la Granja llega a Madrid, se publica en El
Español la dimisión de Borrego, Ibíd., pág. 114. 1006 Estrada Sánchez, Manuel, El significado político de la legislación electoral en la España de Isabel II,
Universidad de Cantabria, Santander, 1999, pág. 46. 1007 Borrego, Andrés, Manual electoral para el uso de los electores de la opinión monárquico-constitucional,
Madrid, 1837. Borrego opone a la efervescencia de los partidos en el campo de la política la participación de la mayoría contribuyente y honrada, pág. 3. Más adelante afirma que si la mayoría elige a los representantes identificados con la verdadera opinión del país, se pondría término a los infortunios de una nación presa de parcialidades y bandos, pág. 6.
360
inspiración a la asociación francesa “Aide-toi le ciel t´aidera”, que llevó a cabo la
“resistencia legal” contra el ministerio Polignac, preludio de la revolución de julio, en la
que Borrego tuvo su parte de protagonismo1008. Uno de los medios fundamentales que
permiten avanzar en esa vía es la elección directa, como defendió repetidas veces desde
las columnas de El Español durante la discusión sobre la Ley electoral bajo el gobierno
de Mendizábal. De este modo, las elecciones de julio de 1836 con el sistema de elección
directa fueron las primeras realmente disputadas en las que por vías legales los
“partidos políticos” persiguieron el poder, a lo que no contribuyó poco la figura de las
candidaturas: “Las cuestiones de principios jamás son tan claras en política como
cuando se reducen a nombres propios”. Para Borrego basta comparar las cualidades de
los diputados elegidos en julio con las de los elegidos justo después según el sistema de
la Constitución de Cádiz para apreciar las ventajas de la elección directa.
El Manual es en sus palabras un “tratado práctico electoral” que debe servir para
reunir “bajo una común dirección las fuerzas electorales de la oposición constitucional”,
para “producir la deseada unión y concierto entre los electores que profesan comunes
principios” ante las próximas elecciones. Unos comicios sin comunicación y concierto
entre los electores sobre las personas a elegir no tienen valor. Además, la ley vigente no
impide la concertación de los electores. Sentada la necesidad y posibilidad legal de la
concertación, Borrego procede a exponer la forma en que ésta debería llevarse a cabo.
En primer lugar, los electores de cada capital de provincia deben concertarse, metodizar
y centralizar su acción. Para ello elegirán entre los electores dos apoderados.
También se elegirá a nueve electores que auxilien a los primeros durante las
elecciones. Juntos formarán las comisiones electorales de provincia. Las comisiones
promoverán la reunión y concierto de los electores de su opinión en los distritos de la
provincia para que nombren un apoderado en su localidad. Las grandes ciudades podrán
subdividirse en unidades más pequeñas a modo de distritos de provincia para facilitar
las relaciones entre apoderados y electores. La armonización de sus tareas corresponde
a las comisiones centrales o de provincia. A los apoderados de distrito se unen tres
1008 Durante su primer exilio Borrego colaboró en Le Constitutionnel y se integró en la sociedad liberal
Aide toi, le ciel t´aidera, donde conoció a Laffite, Périer, Guizot y Thiers, Concepción de Castro, Romanticismo…, op. cit., pág. 33.
361
electores para formar las comisiones de distrito. Los electores y apoderados deben
facilitar los datos necesarios para que no quede fuera de las listas ningún elector de su
opinión.
Facilitará el trabajo crear una lista previa (tarea de las comisiones de distrito, que
las enviarán a los apoderados de la capital) con los electores de su opinión. Servirán
para contrastarla con la oficial y conocer el posible número de votos a la vez que hace
más fluidas las relaciones entre los electores de la misma opinión. Una de las primeras
tareas de las comisiones electorales de las capitales es concertarse con las de distrito
para sondear la opinión de los electores sobre los mejores candidatos de la provincia. Es
conveniente que cuando un cierto número esté a favor de un candidato le mande una
carta firmada invitándole a presentarse y a que exponga sus opiniones y principios. Una
vez expuestos deberá consultarse la opinión reuniendo a electores y apoderados para
juntar los votos a favor de los candidatos con más probabilidades de éxito. El mejor
método para lograrlo es distribuir el número de diputados y senadores entre todos los
distritos en que se divida la provincia, de modo que cada distrito designe un candidato.
Si hubiese más distritos que diputados, deberán combinarse varios distritos en función
de su respectiva riqueza e influencia. Con ello se asegura una correcta representación de
los intereses de la provincia. Con estos datos la comisión electoral de provincia formará
la lista definitiva que deberán adoptar todos los electores de la opinión monárquico-‐
constitucional si quieren ganar.
Borrego termina exponiendo las características que deberían reunir los buenos
diputados: adhesión a la monarquía constitucional moderada, franca aceptación de la
constitución de 1837, arraigo en la provincia por la que se presentan, no ser empleados
del gobierno, no pertenecer a las ideas de la escuela de 1812, estar a favor de votar leyes
por la educación y subsistencia de las clases proletarias y dar garantías de no pertenecer
al partido que suele recurrir a medios ilegales para gobernar. De nuevo Borrego da
preferencia a la voz opinión por encima de partido con la misma intención que guiaba a
los artículos: hacer más presentable unas organizaciones novedosas y vencer las
resistencias de quienes creían ver en las asociaciones el fantasma de las sociedades del
Trienio.
362
La tarea teórico-‐práctica que se propuso Borrego continúa con la fundación de El
Correo Nacional. Con este periódico intenta crear el armazón ideológico del partido
monárquico-‐constitucional. La anterior etapa le mostró los problemas de dirigir un
periódico sin un partido que apoyase sus ideas. En este sentido, Borrego pretende ahora
adaptar el partido al periódico y no al revés y articular periódico, doctrina y partido
político1009.
A pesar de la cuidadosa e intencionada distinción entre los partidos y las
asociaciones electorales, la inevitabilidad de explicitar la relación entre la idea de la
asociación/organización y los partidos se impuso. Y de nuevo fue en medios afines al
partido moderado donde se reflexionó sobre la necesidad de esta relación –casi una
década después-‐, que se apunta ya en el mismo título del artículo: ”Organización del
partido parlamentario”1010. En él se señalaba que precisamente la falta de organización y
de armonía entre sus integrantes había propiciado las numerosas derrotas del “partido
del orden”. Como ejemplo de una posible solución el periódico publicaba una circular del
13 de diciembre de 1843 firmada por un grupo de electores de Almería afines al partido
parlamentario en la que proponían un proyecto de organización.
La circular constataba que la reunión de individuos interesados en el sostén del
trono y la religión, que apoyaban la independencia y la libertad constitucional, componía
la mayoría del país. A esta reunión, conocida con el correcto epíteto de moderados, no se
les podía, en cambio, aplicar el término de partido:
“A la idea de partido político parece que van anexas, al paso que las de
auxilio recíproco entre los asociados las no menos indispensables de unidad
y dependencia de ciertos jefes comúnmente reconocidos, para obrar con
arreglo a sus resoluciones y en virtud de anteriores compromisos”.
1009 Ibíd., 147. 1010 ”Organización del partido parlamentario”, El Heraldo, 23-‐01-‐1844.
363
Al moderado le faltaba la centralización y la fuerza y rapidez de acción que ésta
implica. Para que esta mayoría natural no sucumbiese a una minoría –que casualmente
siempre estaba mejor organizada-‐ era necesario que se dotase de un centro, de una
organización, es decir, del criterio que identifica a un verdadero partido. La circular
pretendía promover el espíritu de asociación política empezando por la ciudad de
Almería para ampliarlo posteriormente a toda la provincia.
La brecha de la jaula parlamentaria abierta a mediados de los años treinta se
había ampliado hasta defender no sólo la legitimidad, sino también la necesidad de la
organización extraparlamentaria de los partidos. Esta ampliación espacial y temporal de
la acción de los partidos –su actividad no se reduce al período electoral-‐, que
simultáneamente es una ampliación del concepto de partido, anticipa en cierto modo el
énfasis que también haría Borrego en la organización once años después.
2.4. De la organización de los partidos
En cierto modo todo el proceso de desarrollo conceptual de la voz partido
durante este período clave culmina en una obra del año 1855 que Andrés Borrego
dedicó a la organización de los partidos1011. El libro del malagueño hacía frente a las
veleidades autoritarias y antiparlamentarias que mostraban algunos políticos en esos
años1012, especialmente virulentas, según señala María Sierra, durante los periodos de
1011 Borrego, Andrés, De la organización de los partidos…, op. cit. 1012 Cuenca Toribio, José Manuel, Parlamentarismo y antiparlamentarismo…, op. cit., págs. 44-‐45.
364
gobierno progresista –Bienio Liberal y Sexenio Revolucionario-‐, debido a la mayor
libertad de expresión1013. Borrego reivindicaba, por el contrario, el valor del régimen
parlamentario y proponía medidas para mejorar su funcionamiento. La clave residía en
una reorganización de los partidos políticos.
En esta ocasión el título de su obra no rehúye el uso de partido como sí lo había
hecho en el Manual electoral. En todo caso, es evidente la vinculación entre los
diferentes proyectos de asociación electoral propuestos en los años treinta y el proyecto
de 1855. El tiempo transcurrido y la mayor consistencia alcanzada en el concepto de
partido explican la superación de las limitaciones impuestas anteriormente relativas a
los aspectos funcionales y temporales de las asociaciones. Este texto se ha considerado
“la mejor y la más importante entre todas las obras que escribió Borrego y era la única
dedicada a semejante tema en la España de entonces”. No obstante, desde un punto de
vista práctica el Manual electoral ejerció una mayor influencia, si bien ésta fue
transitoria1014.
Borrego comienza aclarando el lugar que ocupan los partidos en el entramado
institucional de un sistema representativo y lo hace elevándolos a la categoría de
asociaciones indispensables y naturales:
“La organización de los partidos políticos en el sentido que me
propongo tratarla, es, pues, en realidad la organización de la libertad misma,
la teoría que conduce a la práctica, a la sinceridad, a la inteligencia, a la
moralidad del Gobierno representativo, bajo el régimen de la monarquía
constitucional”1015.
1013 Sierra, María, Peña, María Antonia, y Zurita, Rafael, Elegidos y elegibles…, op. cit., págs. 497-498. 1014 Concepción de Castro, Estudio introductorio a De la organización de los partidos, Madrid, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, pág. xxvi. 1015 Ibíd., pág. xiv.
365
Una idea, la de su inevitabilidad, traslada al título del primer capítulo de la obra:
“La teoría constitucional de las mayorías, supone y exige la existencia de los partidos”.
Borrego contrapone el carácter de los partidos en las repúblicas antiguas y en la
Edad Media al de la Europa moderna. En los dos primeros casos, aunque el poder
político se concentraba en una localidad y no era necesario concertarse previamente,
bastaba con ir al foro, escuchar a los oradores y votar en conciencia, había, sin embargo,
influencias de partido. Los partidos eran consecuencia “de la índole propia del carácter
del hombre”.
En los estados modernos, por el contrario, el principio de las mayorías convertía
a los partidos en la esencia de las instituciones. La ausencia de una necesidad estructural
en los primeros contextos históricos reducía la motivación de la formación de
“banderías o fracciones” a la acción de las pasiones o a la influencia que se ejercía sobre
ellos y su movilización dependía de caudillos y jefes. En la Europa del siglo XIX la
situación era distinta, los partidos tenían otra razón de existir, se formaban por “el
ascendiente de las ideas, por la analogía de los sentimientos, por la conformidad de los
intereses”, causas que se añadían a las necesidades estructurales1016. Más que jefes, los
partidos modernos tienen órganos en los que se reflejaban las ideas y aspiraciones de
sus integrantes1017. La existencia, en definitiva, de hombres con derechos políticos
repartidos en un territorio amplio llevaba a la concertación para el logro de sus
aspiraciones. Sólo así en un país de millones de habitantes era posible formar una
opinión sobre la política.
Los partidos evitaban la anarquía mediante la formulación de principios
conocidos y aplicables. La ilustración presente permitía además superar el estado de
facciones anterior, formadas por resentimientos y pasiones1018.
Hay una delimitación temporal que separa los antiguos partidos de los modernos.
Prácticamente su única coincidencia reside en que en ambos casos la voz partido
designa grupos políticos, porque el resto del contenido semántico relevante es
1016 Ibíd., págs. 1-‐3. 1017 Ibíd., pág. 42. 1018 Ibíd., págs. 3-‐5.
366
antitético. Mientras las primeras manifestaciones de los partidos se asociaban con las
pasiones y los caudillos, en la época del sistema representativo las señas de identidad
estaban constituidas por los sentimientos, ideas, intereses y el cumplimiento de una
función estructural imprescindible. Esta diferenciación halla también su correlato desde
una perspectiva onomasiológica en la utilización por Borrego de partido, facción y
bandería como términos intercambiables para los grupos políticos antiguos. Una
sinonimia ausente en los partidos modernos.
La importancia que Borrego concede al término organización puede llevarnos, al
menos en un primer momento, a un equívoco sobre lo que constituye el tema central de
su obra. Éste es, en efecto, la organización de los partidos, sin embargo Borrego la
entiende en dos sentidos interrelacionados: la organización como hecho moral –los
principios-‐ y como hecho material –el conjunto de disposiciones que regulan el
funcionamiento de los partidos-‐. La primera de las acepciones es la que reclama la
atención de Borrego en tanto que la segunda adquiere su razón de ser en la primera. En
una sensibilidad formada en la reacción al materialismo del XVIII, los principios se
sitúan por encima de los hechos.
Que los principios sean una vez más el principal objeto de atención no es
llamativo, las reflexiones sobre los partidos están jalonadas de comentarios sobre la
importancia de las ideas; sí lo es, en cambio, el papel complementario que adquiere la
organización en su vertiente material como requisito necesario para la formación y
pervivencia de los partidos. La obra, que no destaca en definitiva por la novedad de sus
planteamientos -‐ hemos podido observar, por ejemplo, cómo anteriormente ya se había
apelado a la organización material de los partidos-‐, sobresale por la extensión,
profundidad y detenimiento con que analiza el papel que principios y organización
tienen en el fenómeno de los partidos.
La organización en su vertiente material es un medio imprescindible para la
clarificación de los principios. Un partido organizado es, en definitiva, un partido que
posee una doctrina conocida –una verdad relativa-‐. La carencia de unos principios claros
y conocidos en los partidos españoles explica su pérdida de autoridad y prestigio, y la
367
desaparición de la noción de deber en los políticos, que actúan por intereses personales,
y de la obediencia en los seguidores. La organización es necesaria para evitar que los
partidos sean “anónimos”,
“entes de razón que representados por algunos ambiciosos que a favor
de la duda y vaguedad que reina sobre los principios, la marcha y el personal
del partido, hablan en su nombre y encuentran eco en multitudes
desconocidas, exentas de responsabilidad que los ligue a clientes, cuyas
opiniones tomen en cuenta y sirvan de norma a la suya propia”1019.
En la Organización de los partidos, Borrego permanece fiel a la vocación práctica
que recorre toda su obra. Lejos de limitarse a una reflexión meramente teórica, todo el
texto está animado por el afán de utilizar sus observaciones en una más que necesaria
reorganización de los partidos. Las propuestas sobre la organización tienen una relación
estrecha con cómo juzga su situación actual, insertos en un proceso de disolución a
partir de 1851 al que se suma la falsificación del proceso electoral. El escenario que
presenta se puede describir como un período de decadencia del régimen
constitucional1020.
Su intención es explicar la clave de bóveda de un sistema de partidos eficaz y
mostrar cómo su ausencia en los partidos españoles es una causa de la inestabilidad
política que ha caracterizado la historia reciente de España. El objetivo práctico en
definitiva es contribuir a una reorganización de los partidos políticos como medio de
normalización del sistema político. Especialmente le interesaba la reorganización del
partido monárquico-‐constitucional. Una tarea, quizá la más importante de cuantas
1019 Ibíd., pág. xi. 1020 Ibíd., págs. 112-‐114.
368
afrontó a lo largo de su vida, a la que dedicó los últimos capítulos del libro siguiendo los
principios desarrollados en la parte teórica1021.
La primacía dada a los principios reside en una interpretación de los partidos
como cuerpos morales, asociaciones libres unidas por una idea antes que como grupos
dotados de organización material1022. Cuando se forma un nuevo partido que tiene un
principio bien definido, la tarea que le resta es organizarse. En el caso contrario, cuando
el principio aún no está formado, es necesario, en primer lugar, concretarlo:
“en tal caso lo que procede es, que los que en semejante situación se
encuentren, procuren reunirse y debatir entre ellos lo que corresponde a sus
aspiraciones, intereses y deseos; pues no cabe entrar sin convicciones
formadas en una combinación de partido, cuya primera y esencial condición
ha de ser que, el intento de constituirla tenga un objeto moral, en el que se
interese el bienestar y la suerte de una parte de la nación”1023.
Si los miembros son muchos o se encuentran dispersos, pueden celebrarse
reuniones parciales cuyas conclusiones se remitirán para su consideración a un grupo
de individuos “ilustrados y más celosos por el partido” que darán forma a los principios,
piedra angular de los partidos:
1021 Se distinguen tres partes en el desarrollo del libro: la primera está dedicada fundamentalmente al
desarrollo teórico de las condiciones que han de cumplir los partidos en un sistema parlamentario; en la segunda, Borrego hace una exposición de la historia de los partidos políticos españoles; la tercera sección es la que se centra, por último, en la aplicación de la teoría a la práctica en el contexto nacional.
1022 Ibíd., págs. 38-‐39. Precisamente la unión basada simplemente en el resentimiento o en la pasión es propia de las facciones, pág. 5.
1023 Ibíd., pág. 25.
369
“pues los principios son los que deciden de su verdadera importancia,
hacen juzgar de sus fuerzas, dan idea de su porvenir y prendas de su
moralidad, el mecanismo relativo a la organización es cosa secundaria y
acerca de la cual si nos detenemos a dar indicaciones precisas, no es porque
reputemos que no haya otras que podrían ser igualmente eficaces, sino
porque lo que importa en España es crear hábitos de esta clase”1024.
La carencia tanto de principios como de organización lleva a un partido a la
pérdida de prestigio y autoridad, lo sume en una desorganización que explica las
repetidas proclamaciones sobre la desaparición del partido moderado unas veces y del
progresista otras. Por desgracia, continua Borrego, los efectos perversos que se derivan
de la falta de organización no se detienen en los partidos, sino que afectan a la libertad
política misma, inconcebible sin los partidos1025. La incapacidad de éstos para cumplir
con su cometido, consistente en garantizar la libertad constitucional y el funcionamiento
del sistema representativo, resultado de la lucha y del equilibrio de los partidos1026, se
debe también a lo endeble de las instituciones, a la falta de hábitos políticos correctos y a
la ausencia de garantías en la propagación de las ideas, es decir, a la existencia de una
libertad de imprenta cercenada1027. En este escenario las causas de la crisis del sistema
son complejas, no se reducen a un único aspecto. La desorganización de los partidos y la
debilidad de las instituciones son simultáneamente causa y efecto y la acción debe, por
consiguiente, extenderse a fortalecer ambos aspectos.
El objetivo del sistema es conseguir que el estado de opinión prevaleciente en el
país en un contexto determinado encuentre su reflejo en la composición del parlamento.
El instrumento para lograr esa sintonía son las elecciones. ¿Cuál es en esa tríada de
elementos el papel de los partidos? Su presencia se encuentra en todos y cada uno de los
1024 Ibíd., pág. 26. 1025 Ibíd., págs. IX-‐XIV. 1026 Ibíd., págs. 42-‐43. Sobre el sistema representativo escribe que “se desprende de una manera lógica,
precisa, imperativa, indeclinable de las condiciones peculiares en que se haya nuestra sociedad […], si no existiese el gobierno representativo sería menester inventarlo para remedio de nuestros males y explicación de la situación a que hemos llegado”, pág. 292.
1027 Ibíd., pág. 20.
370
pasos que lleva desde la opinión hasta las cámaras. Este es uno de los puntos más
importantes en torno a la definición de los partidos porque toca aspectos tan sensibles
como la intervención de los partidos en las elecciones y su relación con la opinión
pública. Una de las constantes de su pensamiento, la importancia de la opinión pública
en un régimen representativo, ya está presente en Borrego a principios de los años
veinte1028.
Respecto al primero la evolución semántica del concepto de partido progresó en
los años treinta desde una interpretación negativa de su influencia en el proceso
electoral hasta su intervención subrepticia mediante el sistema de las asociaciones
electorales y de la formación de listas de candidatos. El segundo aspecto también
constituyó una constante fuente de fricciones porque ¿hasta qué punto era legítima la
acción de un partido sobre la opinión pública en caso de que en absoluto pudiese serlo?
Hay algunas opiniones previas a este libro favorables a una intervención en este
sentido1029, aunque se diluyen en una mayoría de referencias que conciben la relación
entre los dos ámbitos unidireccionalmente, convirtiendo a los partidos en el mejor de los
casos en un recipiente de los intereses e ideas de la parte de la sociedad que aspiran a
representar, como sucede en el caso de Alcalá Galiano.
El modo de concebir esta relación por parte de Borrego transforma el carácter
tradicionalmente pasivo –o negativo cuando era activo-‐ de los partidos mediante la
atribución de una capacidad positiva de influir en la opinión pública. De esta forma una
de las principales funciones de los partidos consiste en la reducción de la complejidad
que implica la formación de la opinión pública en un país extenso y con millones de
habitantes. En ausencia de estructuras partidistas las elecciones serían un caos de ideas
y principios desordenados. La reducción de la complejidad implica la formación de una
opinión que se desarrolla además conforme a un criterio racional a través de la
propagación y de la influencia de las ideas.
La reformulación que hace Borrego de la relación entre los partidos y la opinión
mediante la combinación del aspecto pasivo y activo en los primeros permite un
1028 Concepción de Castro, Romanticismo…, op. cit., pág. 30. 1029 Recordemos la opinión de Pastor Díaz al respecto.
371
intercambio de influencias productivo. De una concepción unidireccional se pasa a otra
bidireccional con la suficiente flexibilidad como para permitir una constante
readecuación de los intereses e ideas de ambos ámbitos. La consecuencia práctica es una
mejor correspondencia entre los partidos y la opinión pública, la existencia de partidos
bien organizados que son el reflejo correcto de la opinión, lo que previene las
revoluciones, provocadas por la ignorancia de las tendencias que prevalecen en un
momento dado en el país1030. Borrego pretende salvar mediante la concreción de la tan a
menudo difusa opinión pública la distancia entre el país legal, utilizando el término de
Guizot, y el real.
Los partidos en España no han estado hasta la fecha a la altura de su cometido.
Han sido fruto de las circunstancias y si han pervivido ha sido gracias a sus relaciones
con la prensa. Estos grupos con intereses secundarios, vinculados a una persona o
medida transitoria no tienen una influencia real en la vida de los Estados y están
condenados a desaparecer sin dejar rastro. Por el contrario, es importante que los
partidos útiles, los que poseen una doctrina general aplicable a todas las cuestiones de la
sociedad, estén bien organizados dada su trascendencia en la vida política. A la defensa
de una doctrina amplia capaz de dar respuesta a todas las cuestiones relativas a la
gobernación del Estado (1), primera de las condiciones esenciales que deben reunir los
partidos, hay que añadir la moralidad de esos principios y la de los medios utilizados
(2); la organización material, que para Borrego consiste en el “conocimiento del número
de partidarios […] y en mantener entre ellos relaciones activas y constantes” de forma
que permitan contar con su colaboración activa (3); la propagación de las doctrinas
mediante la prensa y los agentes (4); la dotación de fondos económicos por suscripción
(5); y por último, el comportamiento consecuente de un partido con sus principios
(6)1031.
A estas condiciones hay que añadir lo que Borrego denomina las reglas de
conducta que deben seguir los partidos: debe existir, en primer lugar, una dirección o
comité central cuya tarea consista en formular los principios y dirigir el partido. Borrego
recomienda que los integrantes de este comité sean miembros de las dos cámaras, 1030 Borrego, Andrés, De la organización de los partidos…, op. cit., págs. 2-‐9. 1031 Ibíd., págs. 13-‐19.
372
oradores, publicistas o grandes industriales, y que su sede se encuentre en la capital. En
segundo lugar, el partido tiene la obligación de propagar de forma constante y activa los
principios del partido y sus aplicaciones prácticas mediante la palabra oral y la
imprenta. Es preferible transmitir los principios a través de tribunas como el Ateneo de
Madrid, de lecturas públicas o en domicilios privados. Las reuniones numerosas son
potencialmente peligrosas en el caso español. Asimismo deben protegerse los periódicos
afines y crearse publicaciones destinadas a los afiliados. En tercer y cuarto lugar incluye
la ya mencionada necesidad de una comunicación adecuada entre los afiliados y la
necesidad de una cotización periódica1032. Al enumerar las reglas Borrego ha hecho
referencia a un aspecto concreto de la forma de organización material de los partidos, el
relativo a la organización central encarnada en un comité. Dependiente de esta instancia
del partido se encuentra la organización provincial. Entre otros cometidos ésta sirve de
nexo de transmisión entre el comité central y los afiliados, realiza actividades de
propaganda de las ideas del partido –fundando, por ejemplo, periódicos-‐, y se encarga de
recaudar las cotizaciones.
En la base de la organización del partido está el nivel municipal, que se compone
de comisiones de distrito en las cabezas de partido o localidades más importantes y de
agencias municipales en los pueblos. Además de facilitar la acción de los partidos, la
organización tal y como la describe Borrego es también un medio para contribuir a la
formación política de los afiliados en un país que carece de la cultura política de la
deliberación y reflexión pública1033.
Otra importante labor de los partidos consiste en el control sistemático de los
candidatos. El objetivo es evitar otro de los males endémicos de la política española: la
elección de candidatos favorecidos por el ministerio o la Corte. En su lugar deben
prevalecer los antecedentes del candidato, que debe someterse al control del partido
presentándose ante las comisiones electorales o el órgano central. Todo en un marco de
publicidad y discusión pública1034.
1032 Ibíd., págs. 27-‐29. 1033 Ibíd., págs. 31-‐36. 1034 Ibíd., págs. 196-‐197.
373
Sobre el espíritu de partido señala que “nace de la impetuosidad de la pasión que
suele animarlos y que los hace injustos, parciales, exclusivos, prevenidos, rencorosos; y
sobre todo, faltos de equidad para apreciar a los hombres y a las cosas fuera del punto
de vista de sus intereses exclusivos”1035. Estos efectos negativos se ven neutralizados
por la generalización y multiplicación de los partidos en la sociedad, es decir, por la
implicación de la mayoría de la población en la política de los partidos.
Por otro lado, en los países con un sistema de partidos libre, en el que la
alternancia es norma habitual, los efectos propios del espíritu de partido se suavizan. La
extensión de los partidos a la mayoría de la sociedad, unida a la comunicación entre los
afiliados a la que más arriba se hacía referencia, contribuye al control de los dirigentes
mediante la generalización de la discusión y del debate interno acerca de los intereses
públicos y particulares1036. De este modo la organización que plasma Borrego genera
una relación bidireccional entre la cúpula del partido y su base en una suerte de checks
and balances intrapartidista. También supera la visión que reduce la existencia de los
partidos al ámbito parlamentario al ampliar su campo de acción al conjunto de la
sociedad, lo que permite aceptar el pluripartidismo como consecuencia de la diversidad
de tendencias presentes en la población.
El énfasis de Borrego en la organización no encontró una respuesta adecuada en
los partidos de gobierno. El contexto de alternancia organizada entre el partido
moderado y la Unión Liberal explica, a juicio de Artola, el escaso interés de estos
partidos por los aspectos doctrinales y de organización en franco contraste con los
progresistas y demócratas, que evolucionaron más rápidamente1037.
1035 Ibíd., pág. 45. 1036 Ibíd., pág. 45-‐47. 1037 Artola, Miguel, Partidos y programas políticos…, op. cit., pág. 268.
374
3. La disponibilidad de los partidos y la polémica en torno a la
Unión Liberal (1854-1868)
La evidencia de que los dos bandos que tradicionalmente habían dividido a la
opinión liberal arrastraban una larga decadencia había arraigado en el debate político,
convirtiéndose en un problema fundamental. Con varias décadas de vida parlamentaria
la idea de que los partidos eran consustanciales al funcionamiento de un régimen
representativo se había vuelto predominante. Las condiciones de su existencia habían
pasado así a ser una pieza clave en la correcta marcha del sistema en el imaginario
político. La creciente percepción de su disolución en multitud de grupos hacía tiempo
que no se le ocultaba a nadie y con ella los problemas que se derivaban de esa ausencia
de cohesión, problemas que eran una de las causas de la escasa estabilidad política.
Enfrentarse a esta cuestión exigía indagar una vez más en la naturaleza de
los partidos, en sus características definitorias y en la clase de relaciones que establecían
entre ellos. Las respuestas a estas preguntas determinarían las soluciones presentadas.
De este modo la interrogación acerca de la inestabilidad política situó el foco de atención
en la desorganización de los partidos, lo que llevó inevitablemente a replantearse su
concepción.
Una de esas respuestas recurrió a la idea de formar una unión liberal,
enlazándose así con un pensamiento recurrente que puede rastrearse desde los
comienzos de la división en el seno de los liberales. La creación de la Unión Liberal como
partido se mueve entre dos fechas. Debe diferenciarse la disposición a formarla del
momento en que se constituye como partido. El discurso de Cánovas en las Cortes
constituyentes de 1854 mostró la actitud favorable a formar un nuevo partido, que hasta
1858 no devendría como tal. Con la campaña electoral dirigida por Posada Herrera en
las elecciones de 1858 el nuevo grupo se diferenció claramente del “viejo núcleo” del
partido moderado1038.
1038 Seco Serrano, Carlos, Historia del conservadurismo…, op. cit., pág. 163.
375
La posibilidad de llevar efectivamente a cabo la creación de un nuevo partido
debía verse precedida por la desestructuración de los dos partidos liberales. La del
partido moderado supuso el hundimiento del sector centrista del partido, representado
por Pidal, Mon y Narváez. En ese proceso de “disolución” los puritanos adquirieron una
creciente relevancia numérica e ideológica frente a los conservadores. La idea defendida
relativa a una unión con el sector templado del progresismo que defendieron en la
pasada década fue recuperada1039.
Las alusiones a esta unión estuvieron lejos de ser homogéneas. Hubo distintas
formas de concebirla hasta el punto de que esta expresión se transformó en un
continente capaz de dar cabida a ideas incompatibles entre sí. Tampoco este aspecto
resultaba novedoso. Ya desde los años treinta, la idea de unión o fusión entre los
liberales poseía una variada gama de matices que iban desde la recuperación de una
mítica identidad, en un extremo, a la aceptación de una legalidad común que respetaba
las diferencias, en el otro. Lo nuevo era la intensidad con la que en esta ocasión se
afrontaba el debate, su conversión en un tema de primer orden que llegaba a todos los
niveles y que se planteaba tanto en las dos cámaras como en la prensa, folletos y obras
de mayor extensión. En el fondo se percibía la perentoria necesidad de una modificación
de las condiciones existentes de los partidos. La reflexión sobre los partidos se articuló,
por tanto, en este periodo de forma especial en torno a la idea de una unión liberal y a
sus diferentes interpretaciones.
La labor de delimitación entre los distintos términos que se integran en la red
conceptual que abarca las denominaciones de las divisiones políticas se va a centrar en
este periodo especialmente en la distinción entre las nociones de coalición y
unión/fusión, estás últimas operando como sinónimos. La diferenciación entre ambas
nociones responde a la polémica que envuelve la definición de la Unión Liberal. Es un
recurso al servicio de propósitos con motivaciones diversas que coinciden, sin embargo,
en el proceso que siguen. En primer lugar, se define el objeto y a continuación se adopta
una posición ante él.
1039 Burdiel, Isabel, Isabel II. Una biografía, Madrid, Taurus, 2010, págs. 583.
376
El rechazo no está necesariamente exento de elogios a la idea de la unión. De
hecho en numerosas ocasiones el veto a que la unión liberal entre en el campo de los
partidos reconocidos se hace de forma cuidadosa, siguiendo a su crítica el
reconocimiento de las buenas, pero ingenuas, intenciones que animan su formación. En
cualquier caso, la idea planeaba en el ámbito de la política española cada vez con mayor
intensidad.
Esta unión liberal, tercer partido o partido nacional, como indistintamente se
concretaba terminológicamente –veremos que no siempre-‐, se basaba en la necesidad de
reunir los elementos saludables de los dos partidos que habían fracasado. El nombre
reflejaba hasta cierto punto las cosas y por eso la aplicación de coalición o unión estaba
cargada de intenciones y de consecuencias que trascendían el ámbito de lo lingüístico.
Por eso Manuel Angelón en su biografía de Isabel II matizaba que aunque ese
pensamiento halló su concreción histórica al menos en dos ocasiones: en 1843 y en
1854, su plasmación respondió más al nombre de “coaliciones” que al de “uniones”1040.
El mismo razonamiento se aprecia en el periódico democrático La Discusión, en el que se
califica a la Unión Liberal de unión material y no orgánica. Para alcanzar esta última se
necesitaba un principio superior unificador, que en el caso de la unión liberal atase a las
distintas tendencias. Precisamente por su carácter meramente material también se le
había llamado “confusión liberal”. La unión liberal no había superado en ningún
momento el estadio de coalición o de transacción.
Los principios, que juegan el papel de argamasa de un partido, no estaban bien
determinados en el caso de la unión liberal, el número de afiliados y el ejercicio del
poder son a su lado elementos secundarios. Los principios, continuaba el artículo, dan
fuerza a un partido cuando está en la oposición y la capacidad de dar respuesta a los
problemas políticos y sociales cuando está en el gobierno.
La ausencia de este criterio en la Unión Liberal llevaba a afirmar al autor que esta
agregación “no es nada”1041. De hecho después de dos años y medio de gobierno aún no
1040 Angelón, Manuel, Isabel II. Historia de la Reina de España, Barcelona, 1860, págs. 449-‐452. 1041 La Discusión, 06-‐05-‐1860.
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se había podido crear la Unión Liberal1042. Un comentario en el mismo periódico sobre la
intervención parlamentaria del día anterior de Cánovas volvió a insistir en la primacía
de los principios. Cánovas describió a la Unión Liberal como un partido modesto con
especial querencia por los aspectos prácticos frente a las disquisiciones teóricas1043. Su
tarea era resolver desde la óptica de un partido medio los problemas creados en las
anteriores etapas. Una opinión que para el redactor de La Discusión no se ajustaba a lo
que define a un partido. Era obvio que todo partido debía manifestarse por sus acciones
prácticas, pero también lo era que obraba según el conocimiento abstracto de las cosas.
Esto último es lo que le daba auténtica consistencia.
En un artículo de “La Actualidad” escrito en 1851 el progresista radical Ribot y
Fontseré, fundador y director de ese periódico, afirmaba que no había partidos en
España, sino sólo grupos de escasos miembros vinculados por intereses egoístas1044. Su
fraccionamiento, la ausencia de unidad de ideas y acción y que “el pueblo, tomando esta
palabra en su acepción más lata, no pertenece a ninguno”1045 eran las pruebas que
sustentaban su aserción. El proceso que había conducido a la desaparición de los
partidos respondía, según Ribot y Fontseré, a una lógica inevitable que lejos de ser
perjudicial tenía efectos regeneradores sobre la sociedad:
“Una sociedad empieza a disolverse dividiéndose en partidos, y llega al
último grado de disolución cuando hasta esos mismos partidos se disuelven. La
división de los partidos en fracciones y más fracciones es ya para la sociedad un
período de fermentación, de putrefacción verminosa, que ha de preceder
1042 La Discusión, 02-‐12-‐1860. 1043 La Discusión, nº 1576, 08-‐02-‐1861. 1044 Se refiere a los partidos como “esos agregados de dos docenas de hombres” y continúa ¿existe acaso
el partido moderado con sus puritanos y sus polacos y sus conservadores…? […] ¿Existe acaso el partido progresista cuando los que se titulan sus órganos de prensa no están de acuerdo en algunas cuestiones capitales…? […] ¿Y por ventura el partido absolutista no ha dejado también de existir?”. El autor hace referencia en una obra posterior a su artículo de “La Actualidad” en el que anticipaba ideas que desarrollaría posteriormente. Ribot y Fontseré, Antonio, La autonomía de los partidos o explicación del alzamiento de julio por las leyes inherentes a los partidos mismos, Madrid, 1856, pág. 9.
1045 Ibíd., pág. 11.
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indispensablemente a su regeneración. Y esta regeneración empieza desde que
relajados los vínculos de partido, la conciencia individual recobra su
independencia y se hace superior a las consideraciones y compromisos de
bandería”1046.
Su opinión sobre los partidos o, con más precisión, sobre el espíritu de partido
era, como puede deducirse fácilmente, negativa1047. Entre otras cosas, los partidos eran
responsables de la arbitrariedad1048, de los malos gobiernos1049, de no buscar “el
bienestar material del país”1050, de “ateniéndose a la actualidad no [pensar] en el
porvenir”1051 y del mal uso de la libertad de imprenta1052. Su desaparición traería, por
contraposición, el progreso de la libertad, el orden, la independencia de la nación y el
buen gobierno1053.
La revolución de julio habría sido posible debido a la unidad de los partidos. Una
idea que ya adelantó en 1845 cuando abogó por una fusión que no estuviese “basada
sobre el interés exclusivo de unos cuantos banderizos”1054. La reflexión sobre la
“autonomía de los partidos”, sobre sus leyes, permitiría a Ribot y Fontseré distinguir dos
características definitorias de éstos, que explicaba a su vez su tendencia a la disolución:
los partidos excluían por naturaleza a los demás y buscaban destruirlos sin asimilarlos.
Un partido no intentaba atraer a otros ya que en ese caso dejaría de serlo, buscaba; por
el contrario, imponerse a los demás mediante la violencia. Prescindir de la violencia
condenaría al partido a ser superado por otros. La segunda característica era
consecuencia de la primera: su tendencia al fraccionamiento tenía su raíz en su carácter 1046 Ibíd., pág. 10 y 11. 1047 Opinión que expresa explícitamente: “Por el amor que tengo a la libertad individual aborrezco tanto a
los partidos”. Ibíd., pág. 20. 1048 Una de las situaciones en la que es posible la arbitrariedad es mediante un partido que se sobrepone
al “espíritu público”, la otra, se produce cuando disueltos los partidos, el espíritu público aún no se ha formado. Ibíd., pág. 20.
1049 Ibíd., pág. 21. 1050 Ibíd., pág. 40. 1051 Ibíd., pág. 60. 1052 Ibíd., pág. 68. 1053 Ibíd., pág. 75-‐79. 1054 Ibíd., pág. 12.
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excluyente y en la relación violenta con el resto de partidos1055. Sin embargo, en
“tiempos de partidos” no había otro medio de llegar al poder que no fuese mediante una
de estos grupos políticos.
La concepción que hasta ahora había defendido el político y escritor catalán
describía los partidos casi exclusivamente en términos instrumentales en un contexto de
enfrentamiento sin tregua. La propia evolución de los partidos, sujeta a unas leyes que
les eran peculiares, llevaba ineluctablemente a una subordinación e incluso desaparición
de las ideas en los partidos. La diversidad de ideas era en definitiva una precondición de
la existencia de las parcialidades, pero una vez organizadas podían prescindir de ellas
para su supervivencia. Entonces los hombres dejaban de defender las ideas para
proteger sus intereses personales.
El “egoísmo de bandería”, la inevitable suma de los egoísmos personales,
contribuía a la disolución de los partidos, pero también a su surgimiento1056. Los
partidos no sólo no eran incompatibles con el egoísmo personal, sino que éste formaba
parte de sus condiciones de existencia. Sólo mediante la anulación total de la libertad
individual se podía impedir su desaparición1057.
Sus ideas sobre los partidos, sobre las leyes que rigen su desarrollo y disolución,
podían, según Ribot y Fontseré, verse corroboradas por un hecho histórico: la
revolución de julio. Sin embargo, al centrarse en este episodio, el que fuera diputado por
Barcelona entre 1854 y 1856 no relataba la historia de los hechos, sino “la filosofía de
esta historia”1058. A la fusión de los partidos que tuvo lugar en ese momento histórico1059
subyace así una idea filosófica según la cual a toda disolución le sigue una síntesis.
1055 “Del exclusivismo resulta el aislamiento, del aislamiento la impotencia y de la impotencia el disgusto
que relaja los vínculos de la disciplina y permite recobrar su independencia al criterio individual” y “si emplea la violencia, llega un día en que los hombres de ley que lo constituyen se cansan […] y se desgajan del cuerpo común para formar una fracción aparte”.Ibíd., pág. 15.
1056 Ibíd., pág. 18. 1057 Ibíd., pág. 19. 1058 Ibíd., pág. 60. 1059 El autor distingue entre coalición y fusión. Son dos procesos distintos, en el primero los elementos no
se mezclan y los partidos conservan su propia identidad. Ibíd., pág. 82.
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Las doctrinas se unen alrededor de un centro, de una idea que en los liberales es
la idea de libertad, sinónimo de constitución, orden, moralidad, progreso y soberanía
nacional, elementos todos ellos que durante la existencia de los partidos parecían
incompatibles, pero que sin ellos revelaban la identidad de su sentido1060. La idea de
libertad era además la más extendida, de modo que ningún partido podía reclamar su
monopolio1061.
La fusión permitía adoptar la tolerancia como lema1062 y como realidad práctica,
algo que en la anterior etapa había sido imposible. Basta recordar que los partidos se
caracterizaban para Ribot por unas relaciones netamente antagónicas, condición
imprescindible de su existencia.
Frente a quienes le acusaban de pretender que no hubiese partidos, Ribot y
Fontseré respondió que en realidad sólo había dos. Y uno de ellos, se refiere aquí al
absolutista, no merecía el beneficio de la tolerancia. Los absolutistas y los liberales
formaban partidos distintos debido a la diferencia fundamental entre sus respectivos
principios políticos. Los progresistas, moderados y demócratas pertenecían, por tanto, a
un mismo partido: “un partido liberal o constitucional”1063.
Los principios, que perdían su importancia en el devenir de unos partidos sujetos
a leyes evolutivas que apuntaban a la creciente disolución de aquéllos, adquirían en el
bipartidismo esencial que opone a constitucionales y absolutistas una posición
primordial. Lo que aborrecía Ribot y Fontseré no era la idea de partido en general ni la
de un partido liberal en concreto, sino la existencia de división en su interior. Sólo había
dos partidos, entre los que cualquier transacción implicaría perder sus principios,
condenados a luchar hasta la rendición de uno de ellos1064.
La derrota de uno de los contendientes parece implicar un escenario sin partidos.
A esta impresión contribuye un discurso en el Congreso de los Diputados en febrero de
1855 en el que el diputado catalán afirmaba que como paso previo a la unión nacional 1060 Ibíd., pág. 23. 1061 Ibíd., pág. 62. 1062 Ibíd., págs. 22-‐23. 1063 Ibíd., pág. 31. 1064 Ibíd., págs. 27-‐29.