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1 Historias modestas Hay historias modestas, apenas pequeños cuentos, sin héroes, pero llenas de valor, anónimas, ignoradas y olvidadas, que a veces regresan y te cogen desprevenido obligándote a volver la vista atrás, a rememorar personajes y hechos, que podrían no tener nombre propio sino la impronta de una época y de unas vivencias. Estos recuerdos nos han estado acompañando, sobrevolando los avatares del día a día, y que de improviso acuden a nuestra memoria mutilados por el paso de los tiempos. Ahora son fruto de nuestra mala memoria, pero que sin duda son el testimonio de algo que fuimos, que somos, y que seguiremos siendo. ¿Hasta cuándo? EL CAMPANERO Isidoro y Manuela eran un matrimonio sin hijos. No los habían tenido, no por propia voluntad, si no porque no habían venido. Ellos, la desilusión por ello, procuraban disimularla. Ahora ya eran mayores, y estaban solos. Se sostenían uno al otro como los dos únicos pilares simétricos que sostenían aquel edificio construido durante muchos años, que era su hogar. Un día, al edificio le faltaría una de las patas y se vendría a bajo. Isidoro es el campanero oficial del pueblo. Cierto que muchos otros intervenían en el volteo de campanas, pero eso era circunstancial cuando por las Fiestas Mayores se requería un volteo general y necesitaba ayuda. En el campanario había muchas campanas. En el día a día él solo se bastaba. Se colocaba entre el amasijo de cuerdas, y como si siguiese una partitura escrita, las iba tensando una a una para que las campanas sonasen en el tono y ritmo que requería el toque. Había toques, como el de la primera misa, que requería el sonido de la campana más pequeña, fina y delicada; para el toque de difuntos se hacía sonar una con el sonido más grave; para el resto de misas el toque era neutro, como de normalidad; ya de noche, en el toque de ánimas, el último toque del día, se hacía sonar una campana con cierta autoridad, ya que tenía que ser oída desde bastante distancia, marcando el regreso a casa y el cierre de las puertas del pueblo. La Campana Gorda, cuando sonaba, ahogaba el sonido de todas las demás. ¡Don, dolónnnnn…! Y es que “La Gorda” era mucha campana. En los entierros, las campanas, cómplices con su oficial, daban sonidos de nostalgia. Isidoro cojeaba ligeramente del pie izquierdo. Un pequeño accidente doméstico, siendo él un bebé, le invalidó de aquel pie para siempre. Creció con aquel defecto que le impedía participar con sus amigos en los juegos más violentos. El no estaba falto de coraje, pero cuando la pandilla se iba a los barrancos a cazar ranas, o al monte a guerrear entre hogueras y ondas, no les podía seguir y sus juegos se limitaban al perímetro urbano. Y era en esos juegos donde el cojito mostraba mayor pericia que todos los demás: nadie cazaba gatos mejor que él, nunca le ganaban cuando jugaban al rogle, nadie conseguía lanzar la escampilla más lejos, ni ganaba tantos santos y

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Historias modestas Hay historias modestas, apenas pequeños cuentos, sin héroes, pero llenas de valor, anónimas, ignoradas y olvidadas, que a veces regresan y te cogen desprevenido obligándote a volver la vista atrás, a rememorar personajes y hechos, que podrían no tener nombre propio sino la impronta de una época y de unas vivencias. Estos recuerdos nos han estado acompañando, sobrevolando los avatares del día a día, y que de improviso acuden a nuestra memoria mutilados por el paso de los tiempos. Ahora son fruto de nuestra mala memoria, pero que sin duda son el testimonio de algo que fuimos, que somos, y que seguiremos siendo. ¿Hasta cuándo?

EL CAMPANERO

Isidoro y Manuela eran un matrimonio sin hijos. No los habían tenido, no por propia voluntad, si no porque no habían venido. Ellos, la desilusión por ello, procuraban

disimularla. Ahora ya eran mayores, y estaban solos. Se sostenían uno al otro como los dos únicos pilares simétricos que sostenían aquel edificio construido durante muchos años, que era su hogar. Un día, al edificio le faltaría una de las patas y se vendría a bajo.

Isidoro es el campanero oficial del pueblo. Cierto que muchos otros intervenían en el volteo de campanas, pero eso era circunstancial cuando por las Fiestas Mayores se requería un volteo general y necesitaba ayuda. En el campanario había muchas campanas. En el día a día él solo se bastaba. Se colocaba entre el amasijo de cuerdas, y como si siguiese una partitura escrita, las iba tensando una a una para que las campanas sonasen en el tono y ritmo que requería el toque.

Había toques, como el de la primera misa, que requería el sonido de la campana más pequeña, fina y delicada; para el toque de difuntos se hacía sonar una con el sonido más grave; para el resto de misas el toque era neutro, como de normalidad; ya de noche, en el toque de ánimas, el último toque del día, se hacía sonar una campana con cierta autoridad, ya que tenía que ser oída desde bastante distancia, marcando el regreso a casa y el cierre de las puertas del pueblo. La Campana Gorda, cuando sonaba, ahogaba el sonido de todas las demás. ¡Don, dolónnnnn…! Y es que “La Gorda” era mucha campana. En los entierros, las campanas, cómplices con su oficial, daban sonidos de nostalgia.

Isidoro cojeaba ligeramente del pie izquierdo. Un pequeño accidente doméstico, siendo él un bebé, le invalidó de aquel pie para siempre. Creció con aquel defecto que le impedía participar con sus amigos en los juegos más violentos. El no estaba falto de coraje, pero cuando la pandilla se iba a los barrancos a cazar ranas, o al monte a guerrear entre hogueras y ondas, no les podía seguir y sus juegos se limitaban al perímetro urbano. Y era en esos juegos donde el cojito mostraba mayor pericia que todos los demás: nadie cazaba gatos mejor que él, nunca le ganaban cuando jugaban al rogle, nadie conseguía lanzar la escampilla más lejos, ni ganaba tantos santos y

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propagandas jugando a la escalerilla o al siete y media. En aquellos momentos Isidoro se sentía feliz. Luego, la minusvalía, le martirizaba.

El campanero era un hombre adusto de continente y oscuro de pensamientos. La cojera le había desequilibrado, a la vez que el esqueleto, la mente. Lo de campanero, como es de suponer, era su segunda ocupación, su dedicación profesional la tenía en un telar artesano que había en el porche de la casa como responsable principal de su sustento. Pero era a lo de tocar campanas a lo que dedicaba lo mejor de su persona. Espentar “La Gorda” con vigor y exactitud en un volteo general, encendía una chispa de emoción en sus pupilas escondidas tras las espesas cejas cortineras, y una tímida sonrisa moría, nada más nacer, en un anárquico mostacho.

En el telar, Isidoro maestro y Manuela el oficial, iban pasando los años de su soledad entre el ir y venir de la lanzadera, el girar del torno canillera, y el estirar de las trocas del urdimbre. Metros y metros de paño bien tejido eran la prueba de su buen hacer en el telar. El fabricante, para el que trabajaban, apreciaba su buen hacer, y por ello procuraba que en aquella casa no faltase el hilo, aunque, éste, el hilo, a veces faltaba para todos. Entonces venían los tiempos de estrechez. Ellos dos con poco se apañaban, pero los tiempos eran difíciles para todos. Entonces Isidoro, como la mayoría de la profesión, con mucho tiempo libre, se dedicaba a trabajar en una campiña. Un pedazo de tierra flaca y pobre excavada a pico en la falda de una montaña, por un antepasado de Manuela, que como él, en tiempos de escasez de hilo, se dedicaba a arañar la tierra de la montaña. Unos cuantos olivos, unos pocos algarrobos y una punta de viña, le proporcionaban el único sustento en época de escasez. Luego, con el hilo, volvía el pan a las mesas.

La muerte de Manuela le dejó a Isidoro como única compañía su soledad. Entonces las campanas se iban a convertir en su obsesión. La falta de su oficial le obligó a parar el telar. No le faltaron candidatos a ocupar la vacante, pero a él, en su desgana, ya no le interesó el trabajo, se volcó por entero en sus campanas, y también la campiña,

que padeció su olvido, volvió poco a poco a su origen: la montaña. Las garrofas se secaron sobre el suelo, las olivas fueron pasto de los tordos, y las uvas alimentaron a mil insectos. Si hasta entonces había pasado por un hombre huraño, a partir de entonces, en la soledad, se le acentuó el mal carácter hasta convertirle en un hombre insociable. Solamente, allá arriba, entre sus campanas, perecía encontrarse a gusto.

Y allí arriba, en su cielo particular, entre las campanas, el campanero pasaba los días enteros, sin al parecer echar de menos a todo lo de allá abajo. Durante el volteo de campanas miraba embelesado la actividad del badajo, que, en perfecto maridaje con el bronce, sacaba la maravilla de sus sonidos. A él, le hubiera gustado ser badajo, y estar toda la vida en feliz abrazo con el bronce de sus queridas campanas. Pasaba las horas frotando la superficie del badajo de “La Gorda” con un puñado de hilos, sobras de sus horas de trabajo en el telar. El artilugio aparecía áspero y rugoso de tanto golpear el

bronce, pero él, a base de frotar y frotar, había conseguido recuperar su tersura del

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primer día. Estaba fino y reluciente. Tan satinado estaba, que a veces parecía reflejar un rayo de sol, como un guiño en honor de su cuidador. El campanero, cada día, se sentía más badajo.

Era Semana Santa, y el campanero había perdido la lucidez. Entonces, el luto oficial obligaba a callar las campanas, y el sonido esquirol de la madera venía a sustituir el noble son del bronce. El campanero, libre de su obligación, ocioso, quiso jugar con las campanas. Quiso jugar a ser badajo, y enrollo alrededor de su cuello la cuerda de “La Tiple”, la más humilde de las campanas. Igual que había vivido toda su vida, con humildad, se asomó al balcón del campanario y se lanzó al vacío. Quería oír en el espacio el dulce sonido de sus queridas campanas. Inútil esfuerzo. En el silencio de la plaza, al paso de “La Piedad”, solo se escuchó el ruido del golpeo de su cuerpo sobre la fría piedra de la pared del campanario. La procesión detuvo su paso, y el silencio se

hizo más espeso, y allí quedó el cuerpo de Isidoro, en un suave balanceo, hasta que el Juez, que presidía la procesión aquella noche, ordenó el levantamiento del cadáver. Como si a Isidoro, entonces, le faltase altura.

Isidoro, sin él saberlo, fue badajo. Badajo de una historia que circuló de campanario en campanario, quedando como un mito entre el gremio de campaneros. Afortunadamente, nadie siguió su ejemplo.

Emilio MARIN TORTOSA