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Drama en Gente Revista Nostálgica Número 3, Año I Junio, 2013

Drama en Gente #3

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El tercer número de Drama en Gente

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Page 1: Drama en Gente #3

Dramaen

GenteRevista Nostálgica

Número 3, Año IJunio, 2013

Page 2: Drama en Gente #3
Page 3: Drama en Gente #3

DirectorioDirección

Diseño

Jefe de información

Corrector

Fotografía

Andrea Alamillo Rivas

Ignacio Hernández

Pablo Fernández

Abraham Ibáñez

Nixté Papaqui

Page 4: Drama en Gente #3

ÍndiceEditorial 4

Ritual de la Luna Maya 5

Reseña Cinematográfica 6

Cometa B-612 7

Minibiografía: Liszt 7

When you're smiling 8

Cri-cri 10

Accidentes 11

Galería 12

A través de la infancia y lo que encontré ahí 15

Rituales para el contentamiento del alma 17

Negro brillante 19

Perdido y encontrado 22

El principito (fragmento) 24

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Editorial

Cuando uno se sienta y mira sobre los hombros para intentar recuperar las horas que se nos han escurrido entre los dedos, son pocas las cosas que realmente recordamos: a veces una comida, otras una sonrisa, el olor de la casa de la abuela, la mirada triste del abuelo dirigida al horizonte dando largas caladas al cigarrillo que parecía una extensión de su mano; recordamos las cosas que en aquel momento eran tan cotidianas que poco parecía importar, pero que ahora que ya no las tenemos tan maravillosas nos parecen. La vida del hombre es un drama, basta recordar que llegamos al mundo llorando para saber que inevitablemente las lágrimas nos acompañarán durante mucho tiempo. De igual modo la vida está llena de sorpresas, de milagros diarios, de palabras, de amigos y sonrisas; la vida está llena de libros y versos y besos que nos recuerdan que el drama siempre es algo más profundo que el sollozo de la gente. En este número, el drama en gente llega cargado de melancolía, de grillitos cantores, de raspones en las rodillas, de pucheros por la pérdida de un amado juguete, pero también de nostalgia, de mirar hacia el cielo, de alimentar a las palomas y sentir las huellas del tiempo sobre la piel. El drama en gente es la historia y el porvenir, es el amor del beso antes de dormir y la tristeza de la soledad y los diarios apilados como un recuerdo de una época dorada. El drama de este mes es la niñez, pero también es la vejez, porque un día hemos de contemplar cada ápice del mundo con el asombro de que cada cosa es algo nunca antes visto y otro; hemos de mirar siempre para atrás, siempre sobre los hombros queriendo encontrar en esas «magdalenas» las horas que perdimos y el tiempo que no podremos recuperar jamás.

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Quería ir de nuevo a la vieja casa y tirar su mirada al pozo aunque la última vez las cosas habían salido mal y él y Maya habían sido severamente castigados. Al menos eso suponía de ella desde el día en que cayó al agua y no la había vuelto a ver. Era una casa deshabitada, los juegos se inventaban entre los escombros, el polvo y un jardín que olía a selva, pero lo bonito era ir con ella al cuarto sin techo, y asomarse al pozo para ver el juego de reflejos en el agua profunda: de día, sus caras y las nubes ensombrecidas; de noche, las estrellas y una luna que temblaba y se deformaba con las piedritas, y que parecía bailar entre los ecos de las palabras y las risas queditas. Aquella noche Maya no aguantó la tentación de tocar las estrellas y la blanca luz; se tiró al agua. Él no supo qué hacer y comenzó a gritar a su madre y a los vecinos. Sintió el paso de las horas en un instante mientras deseaba entrar al agua con ella. Una nube se había puesto por encima del techo abierto y no podía ver a Maya; la escuchó reír y luego callar. Cuando llegaron los padres la sacaron dormida. Creyó entonces que la luna era una estrella de niebla que ayudaba a la gente a soñar, por eso salía de noche.

Una vez más habló con Maya. Sintió en sus ojos todavía el agua y la luz. Ella le dijo que fueran a jugar a la casa. Corrió alegre a contarle a su mamá; quiso pedir permiso y entusiasmado habló de Maya. Su madre calló en un silencio que a él le pareció regaño. Desde entonces no podía hablar de Maya sin que los grandes se le fueran encima con miradas de enojo. Aquella tarde se quedó encerrado sin Maya, sin luna, agua ni escombros. Los siguientes días había pasado las tardes a solas, pensando en la manera de ver a Maya sin que le quitaran el cereal de chocolate o la televisión a las cinco. Ella ya no había aparecido al filo de su ventana con la sonrisa de mediodía ni en el jardín de atrás, escondida entre los ciruelos para asustarlo. Se salió de la casa sin aviso, imaginándola como la última vez. El agua en sus ojos había dejado como unas lagunas que le daban un aire de fuente, mezclado con una tristeza antigua y empolvada. Cuando llegó a la casa la tarde empezaba a caer sobre las ventanas. En una esquina del cuarto estaba Maya sentada, mirando los cristales rotos y las paredes enmohecidas. Ni se inmutó cuando él se acercó y la tomó de una mano… fría. Él suspiró y ella sonrió mientras se enderezaba para dar vueltas alrededor del pozo. Reían de nuevo y la noche afuera dejaba sentirse inminente a través del viento y los faroles. Las manos juntas eran el centro de un girar que terminaba con ella saltando, otra vez, al agua fría sin luna. Él, de nuevo en la duda, ya no sufría los gritos. Se dejaba ir entre las risas y corría al pozo. Saltaba y pensaba en soñar, salir dormido entre los brazos de su papá. Mañana lo regañarían. Tal vez le quitaban la leche con chocolate, tal vez lo mirarían con enojo cada vez que hablara de él mismo o de Maya. La luna enfriaba el lugar y un estruendo de agua salpicaba los escombros mientras un niño al fondo reía y soltaba los suspiros que, a lo lejos, nadie habría de escuchar.

Ritual de la Luna Maya Por Abraham Ibánez

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Cuando se es niño, uno tiene las ideas más brillantes de la tierra, todas las ideas posibles para sacar al mundo de los adultos de la oscuridad donde se encuentra. Ningún niño se resigna a esa vida de decepciones: ir a trabajar a un lugar que no soportan para comprar cosas que no disfrutan para una familia a la que, en muchas ocasiones, no tienen ni intención de entender.Hay un mundo en la mente de todo niño en donde la vida se compone de amaneceres en la playa, una comida cálida -que no es lo mismo que caliente-, una historia antes de dormir, aventuras infinitas y besos para pasar los malos ratos. Este mundo es siempre inconcebible para una mente “madura” que tiene que reemplazar los sueños con cuentas y una serie de discusiones cuyo origen es imposible de rastrear.

El director Wes Anderson (Rushmore, The Royal Tenenbaums) trae hasta nosotros esta historia fantástica en donde dos niños rompen la barrera de lo convencional, desafiando el status quo creado por los adultos y sus cuestionables conceptos de lo correcto; por la única razón verdadera por la que esto se hace y que es tan ampliamente malentendida en la mayoría de las ocasiones: el Amor. Anderson no decepciona y esta peculiar historia de amor está realizada con su aún más peculiar estilo de contar las cosas; los ingeniosos diálogos entre los protagonistas se llevan a cabo de una manera tan natural que nos parece encontrarnos en un universo donde las cosas fluyen finalmente sin prejuicios; mientras el resto de los personajes, los “enormemente sabios” mayores, se enredan en una serie de complicaciones tan irracionalmente comunes que resulta imposible evitar esa sensación de que los hemos conocido en alguna parte. El diseño de producción de Anderson es, como siempre, impecable. La composición de sus tomas hace que la historia gane aún más credibilidad al contar la historia de Sam y Suzy, quienes deambulan en una cinta cuya composición de color nos traslada directamente a los 60’s -o a los originales escaparates de ropa de nuestros días-. Moonrise Kingdom es una obra de arte original, llena de ilusiones y que nos deja preguntándonos ¿No sería todo más fácil si pensáramos como niños? :)

MoonriseKingdom Por Ignacio Hernández y Andrea Alamillo

Director: Wes AndersonGuión: Wes Anderson y Roman CopolaActúan: Jared Gilman, Kara Hayward,

Bill Murray, Bruce Willis, Frances McDormand.

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Reseña cinematográfica

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Como estrella colgada boca abajo, juega a debatirse entre cielo y mano.

El cordel se estira, ajeno a sus antiguas formas y tiempos.

El hombre del traje gris aprendió a perder y a no retardar los ojos en la

nostalgia. El viento le quiebra los dedos: es una cuerda tensando el silencio,

de lejos: suena a mar y a ventanas a golpes en el cráneo resumidos en la

huella de las semanas.

Lo visita el fulgor de la ingravidez y el saberse libre, jugando en los años de

ayer, donde una luz sabe a pan nuevo y la ilusión es un reflejo de fuentes,

jardines y trenes.

Construye el recuerdo sobre un ave de papel en vilo. La sombra lo distrae del

aire seco. Mira el brazo de su niño perdido y sustrae la caricia de una flor,

algún beso enmohecido y sin rencor, la memoria de sus demonios tercos.

El olvido del hombre nuevo lo alcanza, un eterno retorno vertido al sol y al

sueño. Deja ir la cuerda y de alguna ventana brota el cometa desprendido del

cielo, azotando en la palabra y la sonrisa del niño que se inventa.

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Cometa B-612

Abraham Ibáñez

Minibiografía

Franz Liszt Nació en Raiding, Imperio austríaco, el 22 de octubre de 1811. Perteneciente a la corriente romántica, fue compositor, virtuoso pianista y profesor. Desde niño, sus recitales causaron sensación y motivaron su traslado a París, ciudad en la que, años más tarde, conocería a dos de los compositores más influyentes en su obra: Hector Berlioz y Niccolò Paganini. Este último causó tanto impacto en Liszt que desde aquel momento, su objetivo fue lograr al piano los asombrosos efectos que Paganini conseguía extraer de su violín. Su aportación a la historia de la música puede resumirse en dos aspectos fundamentales: por un lado amplió los recursos técnicos de la escritura y la interpretación pianísticas, y por otro, dio un impulso concluyente a la música que nace inspirada por un motivo extramusical; literario o pictórico. Franz Liszt murió el 31 de julio de 1886, a los 74 años.

Escucha aquí su arreglo a "La Campanella" 7

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8

Una parrafada hubo de ser con la nostalgia.

Tu vista sobre tu clausura vieja

en paisajes de papel mate y tinta.

Deteniéndote ya en dos perfiles

sonrientes, muertos (y aun tú, salida).

La miras mirarte mientras modulas

sentires socavados, sin salida:

buena bonanza van vaciando ¡vaya!

si lo hicieran

si lo hicieran

Son ambas las que se atraen pues en algún instante en que las estaciones se anquilosaban –o

parecían hacerlo-, eran más que sangre compartida. No se heredaban ni ella ni tú. Sólo puedes

verla cerca a una mesa donde has de postrar tu mano hasta disolverse tu memoria –siendo

inútil recordarlo cuando no es ya más que hediondez o retribución, carne marchita que

rememorando tendrás con alma, con regaños, con consejos, con flores y flores excepto rosas;

marchita, carne memorial-. Y su brazo aún toca el tuyo y lo sientes en la espiritualidad

tartufesca que te voy practicando.

Pataleos que vas dando en la imagen;

disyunciones son las que te desbordan.

¿Dejarás de verla en su parsimonia

de in-páramo yuxtapuesto a tu hartazgo?

La luna lacera los lazos, lucra

con cada cabizbajo corrompido

por posibilidades pasajeras. ¡Pasarán!

si lo hicieran

si lo hicieran

Por Arturo M. Olivares

When you're smiling-sacado de una soltura de Louis Armstrong

“¿Zozobrará, zozobrará ese buquefrente al avence de los muelles últimos,en las aguas precisas? -¡Ay, el puerto!”

Jorge guillén.

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El ruido de los ojalás que en la calle transitan remediará tu llanto, remembrará el paisaje, tu

alma desligada de la rigidez de una brújula, aprendiz de hoja seca. Mientras yo me pregunto

cuándo soltarás el papel anacrónico y sonreirán; los ojos que se mantendrán taciturnos no

regresan y las cuencas por momentos caen en virginales reencuentros. Pero se siente

innecesario aguardarte en el regreso, de aguardar algo en sí. Tendrás que pisar otro montículo y

sentir(nos) los ardores de la muerte de unas cuantas hormigas. Sí, y será mejor dejar crecer el

papel mate y secar la tinta. Pero seguirás mirándote en la niña eterna que no ha de estar ni

cerca mas vendrá en los espejos en el momento indicado y te sonreirá.

Si lo hiciera,

si lo hiciera

como hoy yo espero que lo hagas conmigo, ante el lente, ante el recuerdo familiar, filial,

pasional o lo-que-sea. Levanta la mirada, sonríe, muchas cosas pasarán y luego lo fatal: la

muerte. Mujer, has de hacerlo cuando debas volver.

Ya no me iría a las ondas del mar

-que está de más asfixiado-.

ni a la callejuela por vagabundear

o tomándote en poses espontáneas

que el mismo Dorian no desecharía.

Tú con mano, tacto

Ella contigo en pista

Yo en voz (vos) cavilando

Ustedes que se tienen

Nosotros solos ya

El papel se queda

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Por Abraham Reyes

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Cuando uno piensa en su infancia, los recuerdos vienen siempre como de golpe, con una mezcla rara de alegría y nostalgia. Sucede que siempre miramos hacia atrás con una sonrisa, con la creencia de que eso que dejamos ir es lo más bello que ha existido alguna vez; esta idea, al rememorar nuestra infancia, quizás no esté tan errada. Es completamente seguro que nunca volveremos a ser niños, pero es seguro también que esas cosas simples que llenaron nuestra niñez de sonrisas nunca se han de ir, van a acompañarnos por el mundo lo que de vida tengan nuestros pasos; pero hoy no quiero hablar de esas magdalenas que confortan el alma en los más duros momentos. Aquí, en estas líneas quiero escribir de un grillito inmenso, dramático, que creía fervientemente en el futuro y por eso dedicó una vida de inigualable talento musical a los niños.

Ese hombre que hoy recordamos y que hoy se hace presente en mis palabras se llama Cri-Cri -Llamarlo Francisco Gavilondo Soler sería un insulto para su memoria pues él grabó su nombre nota a nota con esa suerte de grillo cantor- Las letras de sus canciones nos recuerdan un tiempo distinto donde los abuelos sacaban grandes discos de plástico y los ponían a sonar en el viejo tocadiscos y entonces, la vida se hacía, el tiempo se tenía y el aire se llenaba de dramas. Cómo no recordar el cautiverio solitario y doloroso de aquel ratón vaquero cuyas palabras eran entonces grandes insultos inentendibles; o al negrito cucurumbé que no decía más que picardías. Pero la música de cri-cri no era sino una búsqueda, el lenguaje del alma que hablaba a través de las lágrimas de la pobre muñeca fea cuyo único cariño era el de la escoba y el recogedor. Supongo que ese grillo cantor era a veces como el rey de chocolate, con una cubierta dulce y alegre, llena de amor para repartir, pero en el fondo tenía amargo el corazón, lleno de esas dudas que embargan el espíritu y arrebatan el sueño, acompañado siempre por el tormento de los demonios de no poder ver que sus palabras llevaran a los niños a construir otro mundo.

En medio del silencio de la noche, o entre las notas dolorosas de la madrugada pocos son los sitios donde el alma puede hallar refugio y la música siempre espera al espíritu con su mirada mansa, con los brazos abiertos en cruz para recordarnos lo que fuimos, para que nunca olvidemos lo que hemos de ser. Por eso en este número mi recomendación es la de recordar el tiempo de la niñez, de la vida como una maravilla, del mundo como una sorpresa, de recordar que al final de la noche siempre sonará el alegre «cri-cri» de un viejo grillo sabio y preocupado por las cosas que hacen al mundo.

Cri Cri

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Quisiera una máquina del tiempo, así sería distinto todo... Tomar las llaves del coche nuevo de papá, encenderlo, la emoción trepidante del V8 potente, rugiendo a cada contacto de mi pie con el acelerador. Apenas alcanzo los pedales, voy mal sentado, pero no importa, porque el auto está dentro de nuestro garage, que es enorme...

Siempre me ha gustado dar largos paseos en el auto con papá. Él es el mejor. Me lleva siempre con él y nadie conduce con tanto estilo, conduce como un piloto de la fórmula uno, como Steve Mcqueen, es tan cool mi padre, con sus lentes oscuros y su cigarrillo en la boca y cada vez que le da una calada, una mano segura permanece en el volante, y si ocurre la coincidencia, esta misma mano pasa rápidamente a la palanca de cambios, justo a tiempo para realizar la escalada veloz, y luego vuelve al volante con una tranquilidad sólo igualada por su exactitud.

Mi padre me enseñó a conducir, o al menos las bases de ello, me explicaba para qué servía cada cosa y cómo se usaba. Yo aún era pequeño, como ya dije, no alcanzaba los pedales, pero algunas veces sacaba de la cochera el viejo Buick y me dejaba arrancarlo y avanzar unos metros, me decía “Muy bien, hijo, pronto serás como Mario Andretti”. Aún recuerdo su cara cuando llegó, después de haber salido temprano en el Buick, conduciendo un nuevo y reluciente Cougar. Estaba feliz, tan feliz como nunca lo había visto. Era una máquina estupenda.

Allí estaba yo, en el garaje, haciendo rugir el Cougar como mi padre lo hacía en la carretera. Sabía suficiente de conducción, y mi padre me dejaba, a veces, sacar y meter el auto a la cochera. Ya lo había hecho rugir bastante, quería conducir. Lo puse en reversa y llegué hasta un poco antes de la puerta de la cochera, calculando con la maestría de un piloto experto la distancia. Entonces cambié a primera y arremetí en dirección contraria hasta quedar muy cerca del muro. Estaba tan emocionado y mi corazón de infante no podía contenerse dentro de mi pecho, era el niño de 11 años más veloz de la tierra. Repetí la operación una y otra vez, perdí la cuenta de cuántas veces lo hice, si debo ser sincero, sólo recuerdo la última.

Lo puse en reversa desde el borde del muro y pisé con descaro el acelerador, era el Rey de lo cool como Papá. Estaba cerca de la puerta e iba desacelerando conforme la veía acercarse en el retrovisor, mal sentado y con los pies en los pedales. Lentamente fui frenando aquel maravilloso auto hasta que resbalé del asiento y mi pie soltó el freno y rozó el acelerador.

El sonido fue estruendoso, pisé el freno tan rápido como pude, pero ya era muy tarde. Lo puse en primera de nuevo y lo adelanté un poco antes de apagarlo y bajar corriendo a ver lo que había pasado. La puerta estaba abollada y el parachoques del auto también. Vi mi imagen de terror reflejada doble por la hendidura justo en medio de la defensa cromada. Arriba de ésta se encontraban quebradas las luces traseras, con una delgada y fina línea que las dividía a partir del centro y aproximadamente diez centímetros de cada lado. Finalmente vi cómo la cajuela quedó ligeramente hendida, como el parachoques que estaba debajo, justo donde va la llave para abrirla."

Inmediatamente tomé las llaves y me dispuse a abrirla, pero fue inútil, había quedado estropeada. Entré en pánico, e hice lo que todo niño de 11 años que ha visto el mundo venirse abajo puede hacer, me puse a llorar. Después de recuperar la compostura (pues papá me había dicho muchas veces que los hombres no deben llorar, sino afrontar las cosas) me senté a esperarlo en el escalón frente a la puerta de entrada de la casa. Llegó al poco rato con algunas cosas que había ido a comprar a la tienda, algunas latas y frutas y una barra de dulce para mí y por supuesto un paquete de sus cigarrillos favoritos. Cuando llegó casi deja la bolsa caer al piso. Al verlo y ver su expresión. inmediatamente fui ante él “¿Qué ha pasado?”

AccidentesUn cuento de Ignacio Hernández

me dijo con la voz en cuello, en un tono que yo jamás había oído. “Fue un accidente, Papá” Le dije yo, luchando con todas mis fuerzas para no echarme a llorar. “¿Estás bien? ¿Te pasó algo?” me dijo después, con aquella voz que yo tanto conocía, con la que me hablaba cariñosamente siempre. “Sí, estoy bien. Papá, fue un accidente, lo siento, lo siento mucho” Dije, sollozando. “Está bien, debo llamar al mecánico en la mañana para que arregle la cajuela...Joder... Hijo, fíjate cuando hagas las cosas ¡No puede ser!... ¡Ah! en fin, anda, lleva esto a la cocina, ¿vale?”Fue todo lo que me dijo, sin embargo aún hoy en día no puedo borrarme su expresión, una rabia inexpresable mezclada con decepción.

No me dejaron usar el auto de nuevo hasta que cumplí 16 años, edad en la que mi padre me enseñó propiamente a conducir, diciéndome de nuevo todo lo que ya sabía al respecto, como si no tuviera idea de ello, diciéndome que fuera más despacio cada vez que aceleraba. Mi padre me amaba, pero creo que ese incidente quedó tan marcado en su alma como en la mía. A los 21 me dieron el Cougar, ese mismo que en algún momento yo chocara. Mi padre tenía un Malibú nuevo. Nunca tuvo la misma confianza en mí. Ese día, cuando yo tenía 11 vi una luz pequeña, pero que formaba parte de las otras, apagarse en sus ojos. Desde ese momento y hasta hoy he deseado tener una máquina del tiempo para corregir ese error, para evitar repetir mi operación incesante de reversa y marcha, para evitar ese último intento, o para hacer lo que Papá me diría algunos días después del incidente “Si tan sólo hubieras abierto la puerta antes de hacer eso, para que aunque te hicieras hacia atrás, no chocaras con ella, demonios, hijo...”. Sí, creo que eso haría, abriría la puerta.

Quisiera una Máquina del Tiempo, así sería distinto todo... Quisiera correr a abrazar a mi hijo de nuevo, le advertiría, lo bajaría de ese endemoniado auto inmediatamente y lo abrazaría a mi pecho.

No dejo de pensar en él un sólo día, era tan pequeño, tan pequeño y alegre y lleno de vida. Es mi culpa, siempre será mi culpa. Si tuviera una máquina del tiempo le diría tantas cosas... cerraría esa puerta, esa maldita puerta. ¿Por qué?, ¿Por qué tuvo que abrirla? Él habría chocado con ella, estaría aquí, recordando tantas cosas conmigo... Si tuviera una máquina del tiempo esa camioneta no lo habría chocado...

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Las Meninas o La familia de Felipe IV

Diego Velázquez, 1656Óleo sobre lienzo - Barroco

318 cm × 276 cm

Galería...

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Nixté 2013

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A TRAVÉS DE LA INFANCIA Y LO QUE ENCONTRÉ AHÍ

Llena de emoción me levanté, en lo que me pareció ser poco antes de la madrugada, para iniciar lo que prometía ser uno de esos días inolvidables. Ahora, al final del día, con los pies dentro de una bandeja de agua caliente con sal, las piernas cansadas, los ojos llenos de sueño y la mente aún emocionada, me dispongo a narrarles mi aventura en Six Flags.

Subir al camión de excursiones, cuando se es niño, es una de las más importantes partes de la aventura: uno planea las bromas, comparte el lunch, habla y canta y ríe, intercambia lugares, regresa al lugar original, pelea por la bolsa de Sabritas que terminó en manos de alguien a quien nunca le ofrecimos, avienta basura a los amigos y, si tenemos la suerte de sacar alguna cámara después de esconderla de los padres que tanto nos sermonearon con no atrevernos a llevarla al viaje, empieza la guerra de flashes. A las siete a.m., después de una noche de desvelo por preparar el lunch demasiado tarde, no te encuentras totalmente fascinado por cantar “acelerele chofer, acelere chofer...” y en realidad, nada parece más apetecible que recargar la cabeza en el hombro de nuestro encantador acompañante y dormir hasta que el camión se detenga en el estacionamiento de Six Flags; sin embargo, después de una maravillosa avería en el camión, la clásica parada en la gasolinera de Río Frío y el momento para engullir todo lo que puedas antes de llegar al lugar de los precios exorbitantes, donde no podrás ni querrás gastar los $100 que mamá y papá te dieron en nada que no sea un recuerdo con la cara de Batman estampada, duermes en total un par de minutos y para cuando finalmente ves la punta más alta del Superman, ahí, en el camino que lleva al que tu mamá siempre llamará Reino Aventura, ya tienes el estómago un poco mareado y la boca llena de agradecimientos al gobierno por el rally a través de la ciudad. Con emoción y una sonrisa enorme, bajas del camión y te formas en esa, que antaño parecía interminable, fila para entrar, y en unos segundos te encuentras caminando casi poéticamente por la subida épica hacia la diversión. Cuando miras a los niños pasar te das cuenta, de golpe, de cuánto tiempo ha pasado. Tú también subías corriendo: cada segundo era indispensable y precioso. Ahora disfrutas el aire de la mañana, la mano de quien te acompaña, la visión de ese mundo lejano, las tiendas llenas de color, los barandales, la fachada del Johnny Rockets, los quioscos de recuerdos... Deciden visitar primero “los juegos fuertes” para “empezar bien”, y esos nervios que te hacían reír nerviosamente durante los 45 minutos de fila, aparecen ahora hasta que estás a unos metros del carrito. Finalmente subes y todos los recuerdos, todas las risas y los gritos acuden a tu mente. ¡Qué bien se siente el viento golpeando en la cara en la primera vuelta! La primera subida, aquella aterradora de 66 metros donde has escuchado a tus amigos soltar toda clase de improperios, es tan eterna como siempre y miras a los lados diciendo una y otra vez “no mames, no mames, no mames”, cuando finalmente llegas a la punta y, por un par de segundos que parecen la eternidad, todo tu ser se llena de nuevo con esa sensación de inmortalidad, de tocar el cielo. Luego bajas, bajas a 120 km/h y gritas todos los gritos que no han escapado de tus labios en meses; el aire te abraza y toda tu vida recorre tu médula llenándote de risa, de una emoción que no recordabas que existiera. “¡ARRIBA BATMAN!”, exclamas como broma desafiante, como si en verdad Superman fuera a ofenderse al escuchar el nombre del murciélago en su propio juego, como si fuera a herir sus sentimientos el que tú le espetes, incluso ahí, volando a toda velocidad sobre sus balas, que Batman es el mejor héroe, y ni sus bajadas magistrales pueden hacer nada para evitarlo. Eres enorme, eres enorme y cuando bajas del juego, con las piernas confundidas, el cabello alborotado y diciendo “está poca madre”, eres feliz, fidedignamente feliz.

Por Andrea AlamilloUN DÍA EN EL PARQUE DE DIVERSIONES

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Emocionado buscas más juegos, no sin antes hacer una parada en el baño, recordando lo escasas que éstas eran cuando eras niño; siempre se podía esperar un poco más. Ahora eres -crees ser- responsable y buscas el bloqueador en tu cangurera y te aseguras que no parecerás un camarón mal cocido al día siguiente. Después de un par de juegos más, decides darte un respiro y admiras Hollywood, dándote cuenta por primera vez de muchos detalles que habían pasado desapercibidos. Visitas ese juego que siempre te pareció muy bobo e incluso subes a la enorme Rueda India que te parecía una pérdida de tiempo frente a la brillante opción de subir veintisiete veces al Kilahuea. A las tres de la tarde te das cuenta de que no has comido y tu estómago, cosa rara, está lleno de algo más que las mariposas que te dicen “ahora la Medusa, ¡ahora la Medusa!” y buscas el lugar más barato para comer algo que no salga despedido de tu boca en el Joker.

¡Ah, el Joker! ¡El frenesí de conocer un nuevo juego! Durante toda la fila, miras la cara de quienes suben y quiénes bajan, intentando descifrar pistas sobre las emociones que experimentarás: “¿qué habrá detrás de la enorme sonrisa del Guasón que espera a la entrada del juego? ¡Mira, ésos se ríen!... seguro ni está tan fuerte. ¡Esa señora va a llorar, seguro está del carajo!” Cuando entras -y no les diré los detalles, no hay que arruinar la sorpresa para todos aquellos que anhelan conocerlo- ríes, y ríes, emocionado, esperando la siguiente broma del fantástico villano. Colores, una enorme pistola que sabes que tiene escrito “BANG” antes de cada disparo, carritos con cartas, Harley Quinn y el túnel del terror... ¡cuántas cosas las que te hacen sonreír inmensamente! Visitas la tienda de regalos siete billones de veces, olvidándote ya del bloqueador y de la mugre en tus manos y recorres todo el parque, decidiendo cuál atracción es la indicada. Los enormes peluches te miran desde todas partes, pidiéndote que los lleves como trofeo y el reloj avanza descaradamente rápido. Finalmente no queda más remedio que correr al Johnny Rockets que te sedujo desde el inicio y comprar una enorme malteada de 60 pesos que te llena la boca de magia y que de alguna manera y con un popote extra, compartes encantada, después de tantos años de enojarte porque alguien tuviese la osadía de pronunciar la frase “¿puedo probar?”. A fin de cuentas, el tiempo no siempre pasa para mal. Al sentarte en el autobús de nuevo, estás cansado como no habías estado en muchísimo tiempo, y contento como tampoco habías estado en lo que te parecen siglos. Los últimos tragos de la deliciosa malteada llena de crema batida coronan tu día como uno verdaderamente maravilloso. Y en casa, cuando en vez de tirarte mugroso, con las manos igual de negras que cuando bajaste de la Medusa, con la ropa llena de sombras del Splash y los labios más secos que el desierto del Sahara, te sientas a escribir, te das cuenta de que en efecto, has crecido y sin embargo sonriendo al ver tu vaso de Johnny Rockets, tu playera de Batgirl, y sentir las piernas agotadas, notas ese corazón inflamado y satisfecho que te dice que la niñez no es una edad, y no importa si al regresar de Six Flags te tiras a dormir o tranquilamente relajas los pies y escribes, porque siempre puedes desafiar a Superman en su propio juego, impresionarte con las bromas del Guasón, desconcertarte con la altura del Kilahuea y sentirte vivo y totalmente dichoso con un día en el parque de diversiones. Con un suspiro emocionado sabes que en el interior siempre vas a ser ese niño, siempre.

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Rituales para el contentamiento del alma

Por Abraham Reyes

Los años son una carga pesada, una cadena cargada de arena, pintada siempre de plateado, como todo en estos tiempos grises. Tengo en el alma tantas cosas que decir, pero queda ya poco tiempo. Me gustaría salir como antes, como ayer, recorrer las calles de la mano de otro corazón, sentir las gotas derramarse por los costados del sombrero, empapando de dudas la camisa, llenando el rostro de frío y nostalgia; pero la vida va pasando poco a poco y nos vamos haciendo cada vez más poco de lo que un día fuimos. Las sombras de la noche cubren los sueños, pero no como antes; hubo un tiempo en que esas sombras se iban con el vino y los besos, pero hoy estoy solo, a su merced. Solo frente a ellas esperando que claven sus colmillos en el vientre del espíritu, que me remuerdan en la médula de los huesos todos los recuerdos del pasado que dejé ir. Creo que es momento de dormir, siempre lo creo, no hallo más contentamiento en los días que la partida silenciosa a ese otro mundo en que la memoria no existe, en que la muerte es una mentira, pero ese viaje siempre termina, acaba en un escalofrío doloroso que me despierta en medio de la noche para contemplar mi soledad; aunque bueno, no siempre es tan malo, hay días mejores, de Sol, de pasear en los parques, días en que junto algunas monedas y me visto con aquel viejo traje marrón para recorrer el mundo que alguna vez fue mío, me detengo en las esquinas a mirar el mundo, no entiendo cómo es que gira tan rápido, la gente no se detiene nunca, pero esto no me molesta, supongo que algún día yo bailé con ellos ese triste vals del trabajo y la soledad. 17

"A cierta edad, un poco por amor propio, otro poco por picardía, las cosas que más

deseamos son las que fingimos no desear."M. Proust

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Pero no más. Hace tiempo que dejé de trabajar, que mis manos dejaron de responderme, que el alma se cansó de esa rutina y me exigió la completa liberación del cuerpo. Hace tiempo que me jubilé y abandoné esas oscuras costumbres de levantarme temprano, de comer a la hora en que el timbre sonaba, de regresar a casa a leer el periódico y fumar otro cigarro. No extraño ese pasado, no; lo único que extraño es la vida, esos momentos cálidos en que el universo se detenía para mí, en que ella estaba conmigo, cuando la muerte aún no la convidaba al sueño eterno de la vida; lo único que extraño son los besos, las caricias, las palabras y la ilusión de que eso nunca había de terminar.

Las viejas calles, los nuevos edificios, el rugir de los motores, los sollozos del televisor, los gritos de los teléfonos, las quejas del cielo, todo eso es tan nuevo, tan horrible, es por eso que me cuesta trabajo mirar sobre los hombros y sonreír de verdad. Es por ello que me aferro a esas pocas costumbres elementales: una taza de café, un buen libro, alimentar a las palomas cada tarde de domingo, porque ahí está la verdadera alegría, porque ahí descansa la existencia, en la creencia verdadera de que la vida, sí, este andar de un lugar a otro sin descanso, la vida es algo más que el tiempo que pasamos sobre el mundo.

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Negro brillantePor Pablo Fernández

ILa primera vez que escuché sobre La Bestia no pasaba de los siete años. Mi padre, cuya cara ya no recuerdo, contaba a mi madre la facilidad con la que llegaría a los Estados Unidos a través de ese tren y que, una vez allá, nos enviaría dinero cada fin de semana; así yo no tendría que trabajar nunca. Mi madre sólo arrojó una lágrima de preocupación al notar su determinación y un mes después, lo veríamos salir de la casa para nunca más volver. No volvimos a saber de él. A partir de eso, debí dejar las clases y comenzar a trabajar con mi madre el día entero. Antes, saliendo de la escuela, dedicaba toda la tarde a ayudar a mi padre con el cultivo del Cardamomo. Él me platicaba que un día nos haríamos ricos; que, en la India, el Cardamomo era muy caro y que un día exportaríamos toneladas y toneladas hacia allá. Mi padre era, para mí, un hombre muy sabio y siempre quiso que yo también lo fuera. No había podido ir a la escuela -todo lo que sabía lo había aprendido mediante la experiencia- y por eso se alegró cuando pudo meterme a clases en la primaria rural; en ningún momento pensó en sacarme para trabajar. Nunca nos hicimos ricos con el Cardamomo; por el contrario, comenzamos a vivir cada vez peor. Cuando él se fue, y después de esperar dos meses un poco de dinero o mínimo alguna noticia -y no hallarla-, mi madre y yo decidimos abandonar el pesado cultivo anterior y comenzamos con el del brócoli y la col; íbamos hacia abajo. Crecí viendo el esfuerzo de mi madre y también la aparición de sus arrugas. Decidí que no soportaría verla trabajar así, que tenía que ayudarla más. Cuando le mencioné que me iría a buscar trabajo a los Estados Unidos me rogó con desesperación que no lo hiciera; que aquí podríamos salir adelante. Yo sabía que no. De modo que el recuerdo de La Bestia volvió a mi mente después de trece años en los que ni siquiera se apareció por asomo. Le tenía un miedo incierto: mi padre se había ido así, pero no encontraba una mejor posibilidad para llegar hasta Estados Unidos. Preparé mi morral y me marché.

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IIConocí a Mónica hace unos días. Tiene dieciocho años y escapó de su casa con el mismo ideal que yo: llegar a Estados Unidos. Su cabello es largo y descuidado, no es alta pero tampoco demasiado pequeña y es atezada hasta el alma… Pero, sobre todo, tiene los ojos más maravillosos que he visto: un par de grandes y penetrantes ojos negros y brillantes que, desde el momento que los vi y para siempre, se me prenderían sobremanera a la mente. Cuando nos encontramos, no dudamos que el otro tenía las mismas aspiraciones fronterizas, así que no nos hemos separado. Apenas ayer llegamos a Chiapas, ya en México. Ésa, según me platica Mónica, ha sido la parte fácil. Ella sabe más de este camino porque su padre sí completó su viaje; en cartas, le ha hablado sobre el recorrido. Está fascinada con la vida que él tiene ahora y me cuenta de todo. Es increíble; yo sólo pensé en el dinero, nunca en una vida distinta, como ella. “Ahora tenemos que buscar las vías” dice de pronto y la pura idea me revuelve el estómago. Pasamos la noche buscando la vía en cuestión hasta que no podemos más y nos quedamos dormidos en la banqueta de algún poblado. En la madrugada, nos despierta el sonido de la gente. Hay más personas con morral buscando la vía; hombres, mujeres, niñas y niños, no hay distinción de edad, ni de sexo para el sueño americano. Los seguimos. -El tren me asusta- me dice, mirándome con sus ojos negros, ahora profundamente tristes. -El tren se llevó a mi padre- respondo -Nunca volví a saber de él. Me mira por primera vez asustada. Nos quedamos callados. Ahora me duele el estómago del terror. Pronto aparece la vía. Está vieja y oxidada, y huele a aceite derramado y sueños rotos. Un hombre, de bigote tupido, manco y de rostro descuidado, nos dice a todos los que estamos ahí que el tren no tarda en pasar, que cuando lo veamos tenemos que saltar con mucho cuidado y rogar a Dios que podamos agarrarnos de cualquier cosa. Vomito al instante. Mónica sólo cierra los ojos un momento. Comienza a arrepentirse; queremos volver a casa.

Para ustedes, los soñadores peregrinos...

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IIINo pude reponerme pronto de lo que vi el día en que saltamos a La Bestia. El tren llegó antes de que pudiera interpretar lo que tenía que hacer y, en ese instante, todos se acercaron a la vía; no había notado, hasta ese momento, cuántos éramos los que intentaríamos subir. Era más grande, mucho más grande, de lo que pensé y no venía lento. Creí que se me pasaría, que no tendría que arriesgarme, que podría volver a casa, y sentí un instante de pesar pero, sobre todo, de alivio. Sin embargo, Mónica, con un grito, me regresaba a la vida para darme cuenta de que era el momento de saltar. Ella lo hizo apenas un segundo antes que yo y pudimos

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apoyarnos en el enlace de dos vagones. Un poco más adelante, una persona más trató de saltar a ese punto pero chocó conmigo y cayó directo a la vía. Mónica comenzó a llorar desconsolada. Yo volví a vomitar. No hablamos en todo el día. Estábamos parados, pegados al vagón, deteniéndonos de los fierros salidos, y comenzábamos a cansarnos. Pero yo no notaba ese cansancio; no podía, por más que intentaba pensar en otra cosa, eliminar la imagen que acababa de ver. En la noche, Mónica se dio cuenta de que la gente que sí había logrado subir, que eran muchos menos que los que lo intentaron, prefería estar en el techo del tren. La imitamos. Una vez arriba, pudimos acostarnos, aunque debimos turnarnos para dormir para vigilar que el otro no resbalara. A la mañana siguiente, nos llegó la noticia que cinco personas, que no tenían a una Mónica que les cuidara el sueño, habían caído. Ese viaje se convertía, poco a poco, en una terrible pesadilla.

IVLas gotas de lluvia resbalando a través de su piel. A través de la piel que roza mi piel y la empapa. Y la noche que es partícipe y cómplice, y que mira, siempre callada. Y sus ojos; la profundidad de sus ojos, la desaparición de sus ojos en un parpadeo eterno. Y su boca, apenas abierta, lo suficientemente abierta. Y te amo, Moni. Y yo te amo a ti.

VMe gusta demasiado. El amor tiene la misteriosa, y siempre contraproducente, capacidad de despistar hasta a las mentes más avispadas e ingresar a los corazones más severos. No vine aquí para enamorarme, está claro para mí, pero sus ojos, al hablarme, me parecen la cosa más bella que me ha pasado en la vida. Un rayo fugaz anuncia una severa tormenta. El trueno, verdaderamente más estremecedor en el techo de un tren, provoca en Mónica un susto casi infantil. La abrazo para tranquilizarla pero pronto caemos en la cuenta de lo peligroso que es lo que estamos haciendo; la lluvia hace resbalar a otra persona. Nos tendemos en el techo agarrados de los pequeños bordes de los ductos de ventilación. Qué Dios nos ampare. No hay peor destino. Sin importar la lluvia, vemos a lo lejos el movimiento provocado por el terror. Un grupo armado está asaltando el tren. El grupo, que, afortunadamente para nosotros, atacó sólo a los primeros vagones, se llevó a muchas personas con ellos; los llevaron a la fuerza. A otros los mataron sin piedad, ahí mismo. Quizá mi padre haya sido de esas personas que bajan. -¿Qué pasa con ellos, Moni? ¿Qué les harán? – pregunto ingenuamente a mi compañera. -Lo quieres saber por tu padre, ¿verdad? Es mejor que no te lo diga. Algún día lo sabrás. De pronto, descubro miedo en esos ojos negros que miran algo detrás mío. Al voltear, siento un brevísimo estado de tranquilidad por descubrir un evidente uniforme de policía y luego otro y otro, pero pronto yo también siento el miedo. Es otro asalto. Ahora sí que nos toca.

Foto: Pablo Fernández

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VIEstábamos demasiado cerca de nuestro destino cuando ocurrieron los dos asaltos. Lo sabíamos porque, poco antes, la gente comenzaba a alegrarse por haberlo logrado. Nosotros también estábamos alegres y yo comenzaba a imaginar una vida en Estados Unidos junto a Mónica y sus ojos negros. Pero el sueño terminó repentinamente cuando vinieron los hombres con uniforme. Nos bajaron agresivamente del tren. No nos bajaron a todos: escogieron a algunas personas y las bajaron, ahí íbamos Mónica y yo. Agresivamente nos tiraron al borde de la vía y nos despojaron de todo lo que llevábamos. Agresivamente desnudaron a las mujeres y, enfrente de todos los demás, perpetraron la actividad más repulsiva que puede hacer un hombre. Yo traté de defender a Mónica pero luego de recibir una enorme cantidad de golpes, perdí el conocimiento. Cuando reaccioné, ya no estaban los hombres con uniforme, tampoco estaban los otros hombres y sólo quedaban pocas mujeres, tendidas sobre el suelo. Vi, entre ellas a Mónica y llegué hasta ella. Sus ojos ya no brillaban y ya no decía una sola palabra, ni lo haría hasta el final de sus días; estaba seria, pasmada y deplorablemente triste. Ya no era Mónica, como ninguna otra de las mujeres ya no era la misma. No había más personas y se hacía de noche. Nunca me había sentido más impotente; quería ayudar a todas las mujeres pero me era imposible. No dormí tratando de calmar a una por una, eran las más débiles, las que no habían resistido; las más fuertes ya se habían levantado e ido en busca del tren y las que no se desmayaron habían sido secuestradas por los hombres con uniforme. A lo lejos, unas horas más tarde, otro tren silbaba y algunas mujeres se acomodaron junto a la vía para abordarlo. No creí que Mónica y yo nos moviéramos en unos tres días, como mínimo, pero para mi sorpresa ella se levantó y caminó también hacia la vía. Me tomó de la mano y me hizo una caricia, pero luego la soltó. El tren se acercaba y casi era el momento de saltar, pero en el último instante, ella se paró de frente a la gran Bestia y se entregó a la eternidad.

VIIDe modo que ése fue el sueño americano del que tanto habló mi padre. Ésa, la vida a la que mi Mónica asistía con tanto anhelo. Al final, pude ver a lo lejos ese país tan añorado y en ese instante supe que a mí también me llevaría el carajo.

Foto: Cuartoscuro (Archivo).

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Por Ignacio Hernández

¿Qué tal, Querido Lector? Es un gusto saludarle otra vez en un nuevo número de Drama en Gente. Esta vez, quisiera que nuestra conversación fuera como un juego de niños. No, hablo en serio, me gustaría hablar, querido lector, de lo que es ser un niño. Navegar por cielos sin fin de azules inexplicables, correr por los desiertos y por los campos, escalar las montañas más altas y todo sin salir del parque. Nuestro mundo finito, lleno de límites, de reglas, de horizontes, de finales, de cruentas realidades y de cuentas que pagar, de errores, de nadas, no existe en los puros ojos de un niño, en ellos sólo hay infinitos, irrealidades y tonterías axiomáticas de una magnitud tan grande que harían que la relatividad fuera replanteada. Para extender los límites creados por nuestro mundo de paredes parduzcas, esta vez, su vocecilla en la cabeza será la de un niño. Sólo imaginen el concepto más profundo que tengan de cualquier tipo de libertad y contrástenlo con una tarde soleada en un verde parque, tirarse al pasto a mirar las nubes, esperar al atardecer y mirar estrellas, imaginar que cualquier cosa puede pasar, tener el control del universo entero en la mente, sin límites ni prejuicios baratos prefabricados. Eso, mis amigos, es la verdadera libertad. Correr, saltar, arrastrarse, jugar. Es lo lúdico lo que un mayor impacto tiene en nosotros, nuestros ideales más profundos se establecen en la infancia y con mucha razón es en esta época, en la que se establecen por siempre en nuestras mentes figuras míticas, titanes capaces de cualquier cosa, pilares que definirán poco a poco lo que somos, que llenarán nuestras aspiraciones más elementales, grandes personajes que llenan nuestra alma de una emoción que pocas veces podrá ser repetida. Me refiero aquí, estimado lector, a los héroes de nuestra infancia, a aquellas figuras inalcanzables que sin embargo todos intentamos emular alguna vez. Es decir, ¿Quién no se puso alguna vez su capa y pretendió ser Batman salvando el día (Todos tenían una capa de Batman cuando eran niños, ¿no?), quién no se caló un sombrero y tomó prestado el cinturón de mamá como látigo y exploró lo inexplorable, cuántos enemigos invisibles fueron vencidos por la fuerza de una espada de plástico o de una rama caída de algún árbol, cuántos hechizos fueron pronunciados mientras una varita se estremecía en el aire jovial? Yo no sé usted, querido lector, pero cuando yo era un niño había pocas cosas que me detuvieran para ser quien yo quisiera. Innumerables veces fui Obi Wan Kenobi o Han Solo, y ni qué decir de las veces que algún truhán miserable quiso tirarme por la borda con la intención de robar mi tesoro; todas las damiselas en peligro que rescaté en mi fiel caballo blanco , portando mi armadura y blandiendo mi espada contra todas las adversidades del camino; ponerme un sombrero (uno que en realidad muy poco tenía que ver) y pretender que era Indiana Jones en busca de la reliquia más escondida. Si la vida es como un teatro, entonces los juegos de la infancia son unos maravillosos entremeses, vidas cortas de un solo acto que al ser analizadas por la lupa de nuestra experiencia, de nuestro ojo de crítico maduro que ha perdido la capacidad de sorprenderse, no parecen más que piececillas cómicas, boberías infantiles.

Perdido y encontrado

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Sin embargo, les habla aquí una infantil vocecilla en la cabeza, y lo que quisiera que analizaran es cuánto influyeron en su vida cada uno de estos juegos infantiles, qué tan profundo cavó ese niño juguetón en su mente y en su alma. Hay valores que son intrínsecos en nosotros, que adquirimos desde el inicio, muchos de ellos suelen ser inculcados por la familia y aquellos cercanos a nosotros (un héroe no tiene que venir de algún lugar tan lejano como Asgard), sin embargo, hay otros que llegan de una manera muy diferente. Están en todas partes y nos dejan una parte de ellos para hacerla nuestra, ya sea desde las páginas de un libro o de una historieta, de un programa de televisión, de una película o de donde sea que los encontremos (Las Tortugas Ninja estaban en una alcantarilla, o en una pizzería de New York, por ejemplo) se quedan en nosotros como ideas, como conceptos que nuestra mente, consciente o inconscientemente, llevará consigo toda la vida. De muchas de estas figuras tomamos conceptos tan importantes en nuestra vida como la justicia, el honor, el valor y en algunos casos hasta el amor. Mi niño interno me urge entonces, mis amigos, a hacerles la esperada pregunta, ¿Alguna vez se han perdido entre las paredes de plomo de su llamada “madurez” de una manera tan laberíntica que no son capaces de recordar el camino heroico de sus años más mozos?, ¿o se han encontrado fantaseando con estos sueños magníficos de niño, añorando volar más rápido que un avión? Ahora que es el momento de despedirse me provoca una malteada de chocolate, su vocecilla en la cabeza se pondrá su capa (En serio, ¿nadie más tenía una capa de Batman?) y bajará corriendo las escaleras una por una, como planeando entre las nubes de la niñez.

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"Las personas mayores nunca son capaces de comprender las cosas por sí mismas, y es muy aburrido para los niños tener

que darles una y otra vez explicaciones."

Le Petit PrinceAntoine de Saint-Exupéry

uuu

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XXI

Entonces apareció el zorro:

—¡Buenos días! —dijo el zorro.

—¡Buenos días! —respondió cortésmente el principito que se volvió pero no vio nada.

—Estoy aquí, bajo el manzano —dijo la voz.

—¿Quién eres tú? —preguntó el principito—. ¡Qué bonito eres!

—Soy un zorro —dijo el zorro.

—Ven a jugar conmigo —le propuso el principito—, ¡estoy tan triste!

—No puedo jugar contigo —dijo el zorro—, no estoy domesticado.

—¡Ah, perdón! —dijo el principito.

Pero después de una breve refl exión, añadió:

—¿Qué significa "domesticar"?

—Tú no eres de aquí —dijo el zorro— ¿qué buscas?

—Busco a los hombres —le respondió el principito—. ¿Qué significa "domesticar"?

—Los hombres —dijo el zorro— tienen escopetas y cazan. ¡Es muy molesto! Pero también crían gallinas.

Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?

—No —dijo el principito—. Busco amigos. ¿Qué significa "domesticar"? —volvió a preguntar el

principito.

—Es una cosa ya olvidada —dijo el zorro—, significa "crear vínculos... "

—¿Crear vínculos?

—Efectivamente, verás —dijo el zorro—. Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a

otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy

para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces

tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el

mundo...

—Comienzo a comprender —dijo el principito—. Hay una flor... creo que ella me ha domesticado...

—Es posible —concedió el zorro—, en la Tierra se ven todo tipo de cosas.

—¡Oh, no es en la Tierra! —exclamó el principito.

El zorro pareció intrigado:

—¿En otro planeta?

—Sí.

—¿Hay cazadores en ese planeta?

—No.

—¡Qué interesante! ¿Y gallinas?

—No.

—Nada es perfecto —suspiró el zorro.

Y después volviendo a su idea:

—Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se

parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi

vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos

me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y

además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí

algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos

dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un

recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.

De El principitoAntoine de Saint-Exupéry

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Page 26: Drama en Gente #3

El zorro se calló y miró un buen rato al principito:

—Por favor... domestícame —le dijo.

—Bien quisiera —le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar amigos y

conocer muchas cosas.

—Sólo se conocen bien las cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los hombres ya no tienen

tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan

amigos, los hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!

—¿Qué debo hacer? —preguntó el principito.

—Debes tener mucha paciencia —respondió el zorro—. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así,

en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje es fuente de malos

entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más cerca...

El principito volvió al día siguiente.

—Hubiera sido mejor —dijo el zorro— que vinieras a la misma hora. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro

de la tarde; desde las tres yo empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré.

A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a

cualquier hora, nunca sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.

—¿Qué es un rito? —inquirió el principito.

—Es también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace que un día no se parezca a otro

día y que una hora sea diferente a otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves bailan

con las muchachas del pueblo. Los jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo

hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría

vacaciones.

De esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue acercando el día de la partida:

—¡Ah! —dijo el zorro—, lloraré.

—Tuya es la culpa —le dijo el principito—, yo no quería hacerte daño, pero tú has querido que te

domestique...

—Ciertamente —dijo el zorro.

—¡Y vas a llorar!, —dijo él principito.

—¡Seguro!

—No ganas nada.

—Gano —dijo el zorro— he ganado a causa del color del trigo.

Y luego añadió:

—Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a decirme

adiós y yo te regalaré un secreto.

El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:

—No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han

domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros.

Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:

—Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea

podrá creer indudablemente que mí rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más

importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque

yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído

quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.

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Y volvió con el zorro.

—Adiós —le dijo.

—Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple : sólo con el corazón

se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.

—Lo esencial es invisible para los ojos —repitió el principito para acordarse.

—Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.

—Es el tiempo que yo he perdido con ella... —repitió el principito para recordarlo.

—Los hombres han olvidado esta verdad —dijo el zorro—, pero tú no debes olvidarla. Eres

responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu rosa... —Yo soy

responsable de mi rosa... —repitió el principito a fin de recordarlo.

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