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© 2012, José Luis Alonso Viñegla© 2012, Ushuaia Ediciones, S.C.P. Carretera de Igualada 71, 2º - 8ª 43420 Santa Coloma de Queralt [email protected] www.ushuaiaediciones.es
Primera edición: marzo de 2012
ISBN: 978-84-15523-04-8ISBN Ebook: 978-84-15523-05-5Depósito legal: SE-XXXX-2012
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales Ilustración de portada: © Oleksandra Vasylenko/ShutterstockImprime: Publidisa
Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
Impreso en España – Printed in Spain
PRÓLOGO
Esfi sé dende los libros más viejos dista los más güenos, irmao l,alto de
l,estanteria d,aquella enrobiná bibloteca. Y de cuajo, ni a cásico he-
cho, m,olvié de la cansera pa icirles cosicas hermosas de nuestra tierra.
¿No les zurren en las orejas el silbio de las percas y las fl echas, en-
tre los yampos y la boria, los clujios de las espingardas, las piolas ar-
tilleras, no les suena el fl amear de l,banderas, el mugir de los cherros
arretrepando la laera de la sierra del Caño, para que la Lorca mora
en cristiana se convirtiera?
La torre Alfonsina toas l,albas nus espera, como si abajaran en-
tavia por las entreaeras de la ciudadela los caballos dista la vega pa
encelar a la Virgen de las Huertas, con sus soldaos armaos hasta las
muelas.
Los clisos alerta, no hay cuidiao, paice que durmiera en su iglesia
de la alamea, como una madre entera.
Una miaja de repizco si me quea. Fablar pa la parva que se lleva
la sementera. Munchos no ascuchan, jenares sin reaños que allevan
clisaicos toa la via entera.
¡Ay si Lorca se estremeciera ansina de gorpe, to el mundo se alle-
varia nuestras gozaeras, pero denguno se acerca, ni de dentro ni de
afuera, la parvá fartos de embiste y arrebujaos en l,endiferencia se
arrechuzan pa otros beiles y juergas, chamullando excusas treicione-
ras, como si aborica mesmo enantes nos les juera.
¿Y mentras?
Lorca aspera, acunaica en la huerta, la respuesta de sus hijos, que
le diga: ¡alevantate ya llegó la volaera!
CUADERNODE
BITÁCORA
11
Eliodoro ya lo traducía en sus versos agrietados por el vino
fuerte de las tabernas escondidas.
Un día lo descubrí. De repente. Sin darme cuenta. En el azul
plata de ese mar que nos requiebra con suspiros de doncella aban-
donada. En el canto de las gaviotas, soberanas de oscuras y ague-
rridas rocas de Calnegre.
Me impregné de lorquinismo al suave amanecer de la verde huerta,
hablando con hombres de hablar parsimonioso y grave. El lorquinis-
mo se transformó en quietud de campos amarillos y rojos amapo-
la. Y se armonizó con rastrojos tremolones elevándose en el aire.
Aprendí a descubrirlo paseando despacio por las calles serenas
de la eterna ciudad. Y me uní al orgullo altanero de la torre enhies-
ta de su castillo amurallado.
¡Alfonsina! ¿Y el torreón del Espolón? Ahí está buscando a los
enamorados que se despeñaron. Recordando en el tiempo el sabor
moruno de Aben Lubum.
Sentí la cansera y la fatiga de Lorca, en busca de las mezquitas.
Tres. Orientadas en dirección a La Meca. Luego sus quiblas enfi -
laron el cielo puro de la sierra del Caño.
Sus minaretes, aún ensordecidos por las aleyas de los almueci-
nes, dieron paso a las campanas de bronce de los nuevos dueños de
la ciudad. San Juan. San Pedro. Santa María.
12
La casa del Corregidor, el ayuntamiento construido atravesan-
do siglos en el tiempo, a expensas de los vaivenes y avances de
las mesnadas castellanas y aragonesas. La casa de Guevara, la de
los García de Alcaraz, Menchirón Pérez-Monte, Alburquerque,
Irurita, Ponce de León.
El convento de la Merced o Santa Olaya, los dominicos del
Rosario de Santo Domingo, los franciscanos de San Francisco, San
Cristóbal mozárabe. Los cien escudos de sus calles. La iglesia de
Santiago, San Mateo, el Carmen.
Y la plaza.
La Lorca por esencia.
Hecha poema en piedra. Preñada de sueños. De golondrinas
descolgándose de la inmortal catedral devaluada en colegiata. Un
hito más. San Patricio sonríe con ironía desde sus esquinas.
Me emborraché de Lorca oyendo voces secretas, en los zagua-
nes y portalones de callejones desconocidos.
Hablaban de sucesos de armas, de escaramuzas con el moro,
aventuras de guerreros más allá de los límites de la prudencia, en los
predios de Alhamar, el fundador de la dinastía Nasrí de Granada.
Los efl uvios de la Alhambra alcanzaron a cuarenta caballeros,
que tomando la ruta de Almería tuvieron singular batalla en la vi-
lla encastillada de Serón. ¡Cuarenta contra todos! Y como hombres
de honor respondieron. Una vez terminada la pelea acompañaron
hasta Guadix a una bella princesa que caminaba con los hijos del
Islam, en busca de su novio para desposarse.
Las voces se tornaron susurros y me contaron la hazaña de
Martín Piñero, «el del Brazo arremangao», que fundió en un
solo ente, de un lanzazo, a caballo y jinete, al príncipe de Bujía,
Aben Rahó, en la batalla de los Cabalgadores junto a la rambla de
Nogalte.
Lorquinismo que resuena nombres mágicos, Alporchones,
Alonso Fajardo «el Bravo» Oria, Cantoria, Arboleas, Salado, en-
trechocar de aceros, tremolar de banderas, algaras, celadas, corre-
duras, sangre, sacrifi co, lealtad.
13
Inagotable pasión que brota a raudales. Lorquinismo vivo. No
es amordazable porque es invisible, no se puede medir, ni calcular,
solo sentir, es incarcelable. Y todo lo embriaga.
Como el almizcle de las rosas en las alamedas, caminicos de la
huerta. Vereas del convento franciscano de Santa María La Real
de Las Huertas. Eucaliptos. Tarais. Adelfas. Y el puente añejo cur-
vado sobre el lecho adormecido de la rambla.
¿Quién hurtó el agua a los campesinos? ¿Quién maldijo los
campos? Son las lágrimas de los huertanos quienes fertilizan la
tierra.
¿Y el teatro quien lo arrullará? Sus pasillos decimonónicos re-
claman rimas de versos fl oridos, arpegios de guitarras. La orquesta
nunca comienza el concierto.
¡Ay de mi lorquinismo que nunca se muere, envuelto en la indi-
ferencia de los tímidos y los cobardes!
Las cofradías de Lorca, blancas, azules, encarnadas, moradas y
negras, los resucitados del «Palero» guardan sus tesoros. Velan ar-
mas como los antiguos caballeros.
El viento remueve nombres de Lorca, la joya árabe de los her-
manos Lubum. Ellos recogieron las esencias etéreas que traían los
vientos. Muhammad se embrujó de lorquinismo y quiso ser rey.
Deseó a Lorca solo para sus alforjas. Aben Allag el poeta del amor
udri hilvanó estrofas mágicas plenas de colorido. Alfonso X tomó
la fl or más preciada de Levante. La muerte y el olvido del rey Alí.
¡Lorquinismo que no te deja! ¿Hacia dónde caminas? No olvi-
des tu esencia.
¡A Lorca, por Lorca!, decían las huestes de Sancho «el Bravo».
No debes detenerte.1
1 La Verdad. Sábado 19 de septiembre de 1987. Revisado el 2 de enero de 2012.
15
La niebla era espesa. Una pastosa boria envolvía la sierra del
Caño, donde se erguían soberbias las torres y atalayas de
Lurka.
Madrugada del 23 de noviembre del año de Cristo de 1244. Las
mesnadas alfonsíes confesaron y comulgaron, y después se lanza-
ron a la conquista del bastión musulmán, con el príncipe Alonso
de Castilla al frente de las tropas. El ejército se dividió en tres
columnas que asediaron a la medina por el Levante, el centro y
el Poniente.
—Príncipe, desde la hora que ha venido el alba, se ha sentado una
bruma tan espesa que nos oculta de los defensores de la fortaleza.
Los capitanes dieron la orden de marcha y el vapor avanzó
como un caballero más al paso de la hueste castellana.
Los vaqueros prendieron fuego en los cuernos embolados de
una manada de reses y las azuzaron con sus gritos los mayorales.
Los animales se lanzaron en desbandada peñas arriba alertando a
los moros que creyeron que un poderoso ejército se dirigía hacia
ellos por el Poniente.
El capitán Morviedro se emboscó al pie de la torre del Espolón
con sus arqueros y peones, ordenando a sus guerreros que levanta-
ran toda clase de ruido como maniobra de distracción.
ILaReconquistadelorca
16
Sonaron atabales y trompetas, ulular de caracolas, cascos de
caballos, mugir de toros bravos. Los soldados del rey de Lurka,
Mohammad Alí ibn Ali, creyeron que una poderosa hueste ataca-
ba la ciudad por aquel fl anco y corrieron a defender aquel tramo de
la muralla dejando desguarnecido el resto.
Los cristianos lanzaron por el centro un durísimo ataque. Las
fl echas silbaban sobre las cabezas de los atacantes. Su ardor les lle-
vó a las puertas de los arrabales. Se combatió casa por casa, pelda-
ño a peldaño. La sangre empapaba las calles y los gritos y lamentos
se confundían con las órdenes del combate.
Amedrentados los musulmanes se refugiaron en la Torre de
Alcalá, residencia del emir Ali ben Alí, dispuestos a morir antes
que entregarse.
El capitán Morviedro por fi n había arrebatado a la morisma la
torre del Espolón, asediando desde sus posiciones la alcazaba de
Muhammad, en colaboración con las gentes del príncipe Alonso, y
que milagrosamente no había perdido ningún hombre en la batalla.
Llegaron gritos de júbilo: los caballeros del alférez Sancho Mazuelo
de Manzanedo se habían hecho fuertes en la Puerta de Levante,
arrebatando a los árabes la Fuente del Oro.
Solo quedaba sin expugnar la torre de Alcalá, donde se refugia-
ba el emir Ali. El Príncipe lo llamó a grandes voces, y este se acer-
có a las almenas alzando una pieza de seda de color blanco en señal
de luto. Después bajó los tres pisos del bastión, salió al exterior y se
postró en el suelo no osando levantar la mirada más allá de las pe-
zuñas del caballo de Don Alonso. Después de recibir por tres veces
la orden de que se alzara, le entregó sollozando las llaves de la ciu-
dad. El aire se llenó de vítores. El sol se impuso a la fosca.
En el amanecer de aquella mañana memorable en que la igle-
sia recuerda al mártir clemente, ondearon en el aire los pendones
de Castilla.
Bajó el cristiano al valle y se arrodilló ante la imagen de una vir-
gen que le aguardaba y que había llevado consigo en el arzón de
su caballo. Ordenó que se erigiera un templo en su honor, a la que
17
había sido nombrada como Divina Capitana: Santa María La Real
de Las Huertas.
Relación de los caballeros que quedaron en Lorca después de la
conquista: Teruel, Serón. López, Peñaranda, Felices. Cánovas.
Tudela, Mercader, Yáñez, Ferrer, Lorca, Soler, Segura, Arcas,
Matheo, Rendón, Leyva, Alcaraz, Guaita, Fernández, Hita,
Sánchez, Peralta, Muñoz, Ximénez, Navarro, Meca, Pérez,
Chuecos, Giner, Bernal, Sicilia, Riopar, Martínez, Franco,
Morote, Caro, Contreras, Lara, Guevara, Martínez de la Junta,
Egea, Alonso, Moncada, Márquez, Tizón, Mula, Montijo,
Pallarés, Morata, Menchirón, Fajardo, Osorio, Blázquez, Abril,
Guirao, Quiñones, Espín, Ros, Espejo, Ibarguen, Leonés, Zapata,
Montalbán, Marín, Bravo, Carreño, Zambrana, Tomás, Pérez
Monte, Riquelme, Pinar, Peraleja, Almazan, Altares, Lizcano,
Cano, Fenares, Zarzuela, Villanueva, Ponce de León, Cayuela,
Tejedor, Mena, Funes, Carrasco, Alegría, Álvarez, Piñero, Salazar,
Alburquerque, Cuenca, Munuera, Avellán, González, Campuzano,
Barreda, Calderón, Vicente, Ruiz, Correa, Tirado, Fuster.2
2 Fray Pedro Morote. Blasones y antigüedades de la ciudad de Lorca.
19
En los tiempos del rey Don Juan de Castila y de León, aquel
que hizo a la villa de Lorca ciudad noble, concediéndole los
fueros propios, vivía un cristiano viejo de nombre Pedro Ramírez,
que era mayoral de las heredades y ganados del alcaide del alcázar,
el caballero Martín Hernández Piñero, que habitaba con su fami-
lia en el arrabal de Los Albaricos, junto a la judería de San Lázaro.
Un día de estío después del mediodía, un hijo de Pedro Ramírez,
de nombre Juanico, un muchacho de trece años, salió de su casa a
pastar con su yegua rucia, junto con otros muchachos de su edad,
que también conducían caballos, yeguas y potrancas. Atravesaron
los zagales la Puerta del Postigo, y por el camino de Andalucía
que va a la ciudad moruna de Vera tomaron ruta hasta la Torre del
Pozo distante una legua y media de Lorca, y allí en aquellos cam-
pos, en los rastrojos del los trigales recién segados, los muchachos
pusieron sus bestias a pastar, a las que trabaron por los ronzales.
Aprovechando para guarecerse del calor se pusieron a la sombra de
los olmos que daban sombra alrededor de la fuente, y se entregaron
a la siesta, sin percatarse de la aparición de una partida de moros
de Vera, que habían salido a robar ganados y cautivar cristianos en
el término de la frontera del reino de Murcia, como era costumbre
por andalusíes y castellanos en tiempos de guerra y también en las
treguas cuando no eran respetadas.
IILaLEYENDA de LOSCABALLOS
20
Quedó solo en el campo el hijo de Pedro Ramírez que acu-
dió a tomar su yegua, pero los moros, que eran más de una doce-
na, lo cercaron, lo cogieron cautivo y lo ataron con cuerdas sobre
su cabalgadura.
Los de Vera soltaron de sus trabas y guindaletas al resto de la
manada; cabalgaron todos, que ninguno quedó peón, y tomaron
la vuelta hacia sus territorios, con el cautivo delante montado sobre
su yegua, atados los brazos a la espalda.
Cuando la comitiva llevaba un buen trecho hecho, Juanico, con
las rodillas y las piernas, guio a su yegua por fuera del camino y
obligó al animal a que volviera la cabeza a la parte de Lorca.
La jaca, que conocía los modos de su amo, le obedeció en todo
momento, iniciando un trote ligero, y luego al oír las voces y los
gritos del muchacho, entendió la orden de la galopada, y esta par-
tió presurosa hacia tierra de cristianos.
Los moros no sabían que la yegua que montaba el zagal era la
madre de toda la recua, y los animales tornaron tras la querencia
de la yegua vieja de Ramírez. Y antes de que los ladrones se dieran
cuenta del ardid, toda la cabalgada tornó derecha a la villa, no pu-
diendo los raptores frenar a los caballos por solo llevar ronzales, ni
bajarse en plena galopada por temor a quedar malparados y heri-
dos, y uno que lo hizo quedó en el campo perniquebrado.
El muchachico azuzaba a su yegua que corría como el viento, y
los potros y potrancas igual corrían en pos de la guía de la mana-
da, y en poco tiempo se acercaron a las puertas de las murallas de
Lorca, por la parte de Nogalte.
Galopaba delante el zagalico en su yegua rucia, y le seguían en
pos todas las demás bestias que montaban los salteadores, que es-
tando a merced de los animales y viéndose perdidos hacían señas a
Ramírez para que parara la veloz carrera.
Y de esta guisa llegaron a Lorca, y los defensores de las puertas
fueron obligados a salir al encuentro, secundados por muchos caba-
lleros, los que al darse razón por las señas que hacía el muchacho de
que los moros le seguían no por su voluntad, sino forzados por sus
21
cabalgaduras, a las que no podían sofrenar por solo llevar ronzales,
les acometieron y cercaron, y como el muchacho se paró con su ye-
gua, las demás bestias cortaron su correr, y los moros fueron presos,
y cautivos encerrados en la fortaleza de la Torre Alfonsina de Lorca.
Y de esta manera, el hijo de Pedro Ramírez, cautivó a los moros
salteadores, lo que fue muy celebrado por toda la ciudad y los pue-
blos de la comarca.
Y después, el alcaide mandó pintar en una tabla la hazaña del
astuto muchacho contra los musulmanes robadores, y por ser el día
que tal sucedió víspera del día del Señor Santiago, patrón y defen-
sor de España, se puso la pintura junto a su altar, en la iglesia de
su parroquia, y las gentes todas se hacían lenguas de la proeza del
Muchacho de Lorca, hasta hoy.
El amanuense da fe de la historia: aconteció hace 60 años cum-
plidos, y se escribe ahora para el noble caballero virtuoso Mosén
Julio Cabrero, Corregidor y Justicia Mayor de la Ciudad del Sol.
Y fi rma el documento:
Yo Alfonso García de Alcaraz, Escribano de Cámara de sus
Altezas y Notario Público de esta ciudad lo hice escribir. - Alfon
Grass sno (rúbrica).
Gonzalo Correas, catedrático en Salamanca de caldeo, hebreo y
griego, en el siglo xvii, cita este suceso en su obra Vocabulario de re-
franes y frases proverbiales, en la página 106:
El muchacho de Lorca, o el muchachito de Lorca, o el niño de
Lorca, y fue la historia que un muchacho guardaba unas yeguas,
llegaron moros e hicieron presa de él y de ellas; era cuando los ha-
bía en Granada. El muchacho se fi ngió enfermo y de poco saber;
dijo que le subiesen en una yegua vieja, que era madre y guía, y le
atasen los pies por debajo, y ellos subiesen en las otras; cuando vio
que todos estaban a caballo, y que podía correr, picó para Lorca,
su lugar, y luego las otras yeguas corrieron tras la madre, llegó el
22
mozo en salvo y algunos moros tras él, por no se matar cayendo;
otros se echaron de las yeguas y se descalabraron o perniquearon,
y fueron presos y cautivos.
Fernando Hermosito y Parrilla, poeta y escritor murciano del
siglo xviii, cita el caso del muchacho de Lorca, en un manuscrito
inédito, Apuntes Históricos del Reino de Murcia, en el tomo IX de la
colección de escritos de Vargas Ponce, que fi gura en la biblioteca
de la Real Academia de la Historia:
«Que estando unos muchachos apacentando unas yeguas en el
paraje que llaman Torre del Pozo, del término de Lorca, les asalta-
ron unos moros, viéndose obligados los muchachos a huir, menos
uno que por descuido o atrevido se quedó, siendo apresado con las
yeguas. El rapaz, sin turbación alguna, les dijo que fuesen subiendo
en ellas para caminar más cómodamente; hiciéronlo así, montan-
do él en la más vieja y madre de todas, y cuando estuvieron mon-
tados echó delante y avivando al animal lo guió por atajos peñas-
cosos, y como su yegua corría a más no poder, seguían las otras la
misma marcha y de esta manera se entró con ellas en Lorca, con
algunos moros que por no estrellarse, temerosos y fi rmes se man-
tenían montados, excepto uno que quiso bajarse y del golpe que
recibió no quedó para contarlo. Cuando en la ciudad se vio entrar
con tal intrepidez tan inesperada cabalgata no sabían a que atri-
buirlo, hasta que el arrojado zagal refi rió el caso; quedaron cautivos
los moros, se celebró el caso por bastante tiempo, se mandó pintar
el suceso, olvidándose lo principal, o sea de escribir el nombre del
chico, quedando aplaudida tal acción con el nombre del Muchacho
de Lorca». Francisco Cáceres Pla escribió en el año 1902 un libro
titulado Lorca, y en la página 224 hace referencia al suceso:
Más pillo que Ramírez el de Lorca.3
3 Esta leyenda fue recogida por Andrés Espín Rael con el nombre «El mucha-cho de Lorca», y publicada por el Centro de Cultura Valenciana en 1958.
23
Y se pregunta por el signifi cado de este dicho popular:
En muchos pueblos de Andalucía es bastante repetida esta frase,
cuya signifi cación ignoramos a pesar de las pesquisas que hemos
hechos en varias ocasiones.
A fi nales del siglo xviii y principios del xix, los poetas y lite-
ratos de Lorca realizaban tertulia en los bajos de la sala capitu-
lar de la colegiata de San Patricio, en la Plaza Mayor, ahora Plaza
de España, y allí ofrecían a los asistentes los frutos de sus com-
posiciones literarias, unas veces satíricas, otras burlonas, algunas
dogmáticas, los sermones de los canónigos, críticas políticas, di-
chos y sucesos procaces o escatológicos que se propagaban por
toda la ciudad en ejemplares manuscritos por escribanos y nota-
rios, que siempre iban fi rmados por el seudónimo, Juan Carambel.
El pueblo comenzó a llamar a los libelos «carambeles», y eran es-
perados con avidez por la población que los leía con fruición y re-
gocijo, siendo difundidos en voz alta en las reuniones donde los
curiosos eran analfabetos.
Uno de estos «carambeles» es el romance «El muchacho de
Lorca», fechado en 1817.
25
En el año cristiano de 1248, una tribu bereber procedente del
desierto del Sahara —los Banu Marín («los hijos de Marín»)
o Benimerines— inició el saqueo del despojos del fi niquitado im-
perio almohade, y conquistaron la ciudad de Fez y la de Marraquex
en el año 1269. Dirigidos por Abul Hassan, el «Sultán Negro»,
consolidaron un nuevo imperio que abarcaba desde Túnez hasta el
océano Atlántico.
Las 14 millas marinas del estrecho de Gibraltar eran la úni-
ca barrera para su codicia, pues había puesto su mirada en el fér-
til valle del Guadalquivir y en las tierras feraces de Al-Ándalus.
Envió a su hijo Omar a combatir en el asedio de Jerez de la
Frontera, con tan mala fortuna que alcanzó la muerte a manos de
los ballesteros de Guzmán «el Bueno».
Entonces la ira se apoderó de él y de todos sus pensamientos,
y con el afán de la venganza organizó un ejército para derrotar de
una vez por todas a los reyes cristianos de Hispania y extender sus
dominios por el sur de Europa.
Equipó una belicosa harka de 70.000 jinetes y 400.000 guerre-
ros de a pie, y puso rumbo a la ciudad de Ceuta, donde embarca-
ron en 250 bajeles y 70 galeras, rumbo a las costas ibéricas. A los
cinco meses posaron en un gigantesco campamento, presidido por
la tienda negra del sultán, a poca distancia de la ciudad castella-
III
LA BANDERACOMPARTIDA
26
na de Tarifa, de la que era alcaide el caballero Alonso Fernández
Coronel, y la cercaron con tropas y máquinas de guerra enviadas
por Yusuf Nars, VII emir de Granada.
Sabedor el rey de Castilla, Don Alfonso XI, de la expedición
organizada por el sultán Benimerín, envió al Almirante Alonso
Tenorio con la fl ota castellana para que abortara el paso de los ára-
bes por el Estrecho de Gibraltar.
Cuando las naves de Tenorio arribaron al Estrecho, los faluchos de
Abul Hassan ya habían atracado en las playas hispanas, a excep-
ción de algunos bajeles rezagados.
El rey castellano envió a su almirante ocho galeras desde el
Puerto de Santa María, pero este acometió a los bereberes a pesar
de que estos le cuadriplicaban en número. Los cristianos comba-
tieron bravamente pero la fl ota Alfonsina quedó deshecha, y la ga-
lera de Alonso Tenorio apresada. El Almirante se hizo fuerte en el
castillete de popa abrazado al pendón de Castilla. Los benimerines
se abalanzaron sobre él, le cortaron los brazos y le dieron horrible
muerte. Solo se salvaron de esta espantosa acción de guerra cinco
galeras que se pusieron al pairo de las murallas de Tarifa, que ya
había sido reforzada, y sustituido su alcaide por Don Juan Alonso
de Benavides.
El onceavo de los Alfonsos de Castilla pidió ayuda al rey de
Aragón y al de Portugal, pues la invasión de los benimerines de-
jaba abierta castilla y todo el orbe cristiano a una nueva invasión
norteafricana.
El rey portugués Don Alfonso IV colaboró en la campaña con
su fl ota, al mando del genovés Manuel Pezagno, que se unió a las
doce naves aragonesas que le esperaban en Cádiz.
Abrumado por el avance de los benimerines enardecidos por la
victoria, el monarca castellano convocó una junta de prelados y de
grandes del reino en su palacio de Sevilla, y una vez reunidos los
llamó al combate.
27
Después de largas deliberaciones, la corona envió a Roma como
embajador a Don Juan Martínez de Leiva con el encargo de con-
seguir indulgencias plenarias para todos los que fuesen a la guerra,
y el Papa acordó otorgar remisión de todos los pecados a los gue-
rreros que combatieran durante tres meses seguidos, bajo la super-
visión cristiana del arzobispo Gil de Albornoz, a su vez nombrado
legado del Sumo Pontífi ce.
II
Alrededor de 13.000 caballeros castellanos, 1.000 lusitanos y
25.000 infantes emprendieron la marcha el lunes 16 de octu-
bre desde la base general de Sevilla. Esa misma noche posaron
en Utrera. El martes arribaron a Torres de Alocaz, y el miérco-
les a Coyos en las proximidades de Lebrija. El jueves acamparon
en Jerez de la Frontera, donde se le unieron las mesnadas de su
concejo, y las tropas reclutadas por el concejo de Lorca, que des-
de la frontera nazarí acudieron a la llamada de la cruzada. El vier-
nes posaron sus tiendas en las riberas del río Guadalete, de funesto
recuerdo para los cristianos, pues en sus aguas desapareció para
siempre el rey visigodo Don Rodrigo, intentando repeler la prime-
ra invasión musulmana. Permanecieron apostados en sus orillas,
sábado, domingo y lunes, esperando a los guerreros enviados por
los concejos castellanos.
Con la llegada del resto de la hueste, el ejército continuó su
destino, y el miércoles los guerreros durmieron en los aledaños de
Medina-Sidonia. Al alba emprendieron el paso hasta Beralup, y el
viernes divisaron las aguas del río Almodóvar, donde vivaquearon
una jornada, y el domingo día 29 de octubre de 1340 se detuvieron
en Valdevaqueros, a 10 millas de las murallas de Tarifa.
El rey Alfonso XI de Castilla envió heraldos al «Sultán Negro»,
Abul Hassan, retándole a pelear en las llanuras de la Laguna de la
Janda, y esperó la vuelta de los emisarios.
28
Los reyes moros, cuando escucharon a los emisarios, contesta-
ron altaneros:
—¡Decidles a los Alfonsos que estamos dispuestos para la bata-
lla, y que después de la pelea recuperaremos Tarifa y otras ciudades
para el Islam, pues hemos pasado el estrecho para ocupar total-
mente Al-Ándalus!
Mientras los correos volvían a todo galope, abandonaron el cerco
de Tarifa, quemaron las máquinas de asedio, tomaron posiciones y
se atrincheraron en la peña del Ciervo, y el sultán dejó al frente de
la gran zanja excavada, a su hijo, Aben, para que controlase el pun-
to más estrecho del río Salado, que dividía ambas formaciones.
Este mismo día, 1.000 caballeros y 4.000 peones de Castilla
cruzaron la corriente y expulsaron a los moros del Puerto de la
Peña, que se defendieron con valor. Después del primer golpe de
mano, el rey Alfonso XI examinó el terreno con el alférez Real,
Don Diego de Moncada, y con el arzobispo Gil de Albornoz, y
ordenó que se explanara el atrincheramiento, que se realizaran
obras de contención y que se abrieran pozos de lobo, para difi -
cultar la zona costera pues presagiaba que allí se daría la batalla
fi nal.
Mientras tanto el sultán había dispuesto su campamento real al
fi nal de una cañada, en un otero distante 4 millas de Tarifa en el
camino de Algeciras, que se elevaba a una altura de 185 varas, des-
de el cual dominaba la alcazaba de Guzmán «el Bueno», los llanos
de la Vega y los cerros próximos.
Defendían el alfaneque del sultán Benimerín 6.000 guerreros
a caballo y 8.000 infantes, emboscados tras una empalizada y tres
barreras de lanzas, con la misión añadida de frustrar cualquier mo-
vimiento envolvente surgido desde el interior de la ciudad.
El emir de Granada situó sus tiendas junto al campamento
benimerín y las tropas de Abul Hassan, que había distribuido a
sus guerreros, por tribus y estirpes llegando hasta la orilla del río
29
Salado. En total sumaban una fuerza de 40.000 jinetes y 60.000
muyahidines, reclutados entre las tribus Ayera y Arga, en la ciudad
santa de Xauen, Marraquex y en los oasis de Yerbala.
Pronto las vanguardias llegaron a la lucha cuerpo a cuerpo, y los
castellanos al frente de su rey se lanzaron en tromba hacia la tien-
da negra del sultán, escarpando una empinada roca muy bien de-
fendida por los arqueros de la tribu Ayera, la más belicosa del Rif,
en cuya cima el jefe de los bereberes aparecía rodeado de un gran
fuerza combatiente, y desde la que se divisaba todo el campo de
batalla y el retorno a la ciudad de Algeciras. Por el fl anco izquierdo
los peones castellanos se unieron a los portugueses. Los cruzados
avanzaron hasta el riachuelo saladillo afl uente del Salado y se detu-
vieron al estar defendido por una avanzadilla musulmana.
La cruzada constaba de vanguardia, cuerpo central, dos fl an-
cos y zaga. La costanera izquierda estaba conformada por peones,
al mando de Don Pedro Núñez de Guzmán, y la derecha, por los
donceles del rey, que montaban a la jineta, como los moros, al man-
do de Don Alvar Pérez de Guzmán.
El paso del río Salado se efectuó por los parajes que llevaban el
nombre de un bravo caballero de León, Don Pedro Valiente, que se
extendía por un llano de una milla y media de ancho, desde la costa
desde la playa de Los Lances hasta la loma de Los Prados.
Los lusos cruzaron el Salado sin encontrar oposición por la desem-
bocadura que conducía al puerto de Piedra Cana, donde se encon-
traba al acecho el rey de los nazaritas.
La retaguardia quedó expectante en las laderas de la roca de la
Peña, y los defensores de Tarifa se vieron reforzados por un des-
tacamento que la noche anterior había conseguido burlar a los es-
cuchas mahometanos, secundados por los marineros de la fl ota
aragonesa fondeada en el estrecho.
A una señal los tarifeños abrieron las puertas de la ciudad y se
abatieron sobre los benimerines que pasaron de asaltantes a ser
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asediados, provocando un movimiento envolvente que asfi xiaba a
los moros en una burbuja de fl echas y lanzas.
El sol se encontraba justo encima de la vanguardia musulma-
na, cuatro horas después de haber amanecido, y entonces comen-
zó la batalla.
Don Alfonso cruzó el río Salado y cargó contra una belicosa
mehala de benimerines, que al grito de ¡Allah es grande! le hicie-
ron frente azuzados por los imanes, que les recordaban que los que
murieran en el combate irían directamente a un paraíso de fértiles
palmerales donde corrían ríos de agua, de leche y miel, y donde se-
rían servidos eternamente por bellas huríes de ojos negros.
El retumbar de los tambores, los alaridos de los gurkas provo-
cando la carrera de los camellos meharíes, los relinchos ner-
viosos de los pequeños caballos bereberes, las pezuñas de los
animales pisoteando los guijarros de las riberas del río, el silbi-
do de las fl echas surcando el aire, los reniegos e imprecaciones de
los jinetes, el entrechocar de los hierros de las lanzas y las ban-
deras al viento, provocaron en los cristianos la idea de la muer-
te inminente, encogiendo el ánimo de los más débiles, que ante
las espantosa visión del avance de las turbas rifeñas envueltas en
nubes de polvo, creyeron morir de pánico en el mismo momento.
Para templar las voluntades, Alfonso XI avanzó sobre sus líneas
caracoleando con su caballo blanco de pura raza astur, de fuertes
patas, panzudo, de cabello corto, voluminosa cabeza y pelaje ensor-
tijado. Una saeta surgió del bando musulmán y se clavó en la silla
de montar del monarca, que se desesperó y se encomendó a la parca,
estando a punto de ser rodeado por los magrebíes, pero el arzobispo
de Toledo se adelantó dando cintarazos con su látigo de nueve co-
las y cogió por las riendas el caballo del rey cristiano, devolviéndolo
con las mesnadas de los concejos castellanos, diciéndole:
—Mi señor, ¡poned la confi anza en Dios que es el que preside
esta batalla!