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de juan radrigán

Dossier El loco y la triste - Estudio Noou

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Dossier del montaje teatral "El loco y la triste" de Juan Radrigán. Una producción de estudio creativo Noou

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de juan radrigán

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ESTUDIO CREATIVO NOOU es un especio que reúne a un equipo de artistas y creadores de diversas áreas para el diseño y producción de proyectos artísticos, culturales y/o educativos. Promoviendo siempre soluciones creativas ante las necesidades propias o de quienes cuenten con nuestros servicios.En el área teatral especí�camente, Estudio creativo NOOU ha desarrollado talleres para niños, niñas y jóvenes, con el objeto de acercar el teatro y sus dinámicas a todos/as quienes deseen indagar en este arte. Además de llevar a escena la obra El loco y la triste del connotado dramaturgo chileno Juan Radrigán. La que desde su estreno, en noviembre del 2015, hasta la fecha, ha sido montada en diversos escenarios de la

región de Valparaíso, así como en San Pedro de Atacama, siendo parte de la programación o�cial del Festival de Teatro: Teatro B.Por otro lado, también ha desarrollado proyectos en el área audiovisual como productora de los cortometrajes: Mis pagos y El vuelo del Avestruz. Así como del programa Faltan Tomates (emitido por youtube) y del teaser de la obra teatral Intolerables de La Compaññia.Para todo ello Estudio creatico NOOU cuenta con un equipo multidisciplinario compuesto por actores, actrices, diseñadores y cineastas, quienes participan y aportan en cada proyecto desde su área de conocimiento e interés.

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el loco

y

la triste

de juan radrigán

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Relata el encuentro de dos personajes marginales; Eva, una prostituta llena de frustraciones y anhelos, y el Huinca, un borracho al borde de la muerte sediento de libertad. Ambos comparten sus expe-riencias de vida que van tiñendo la historia con matices cómicos y profundos espacios de honestidad que de�enden la dignidaddel desposeído.

de juan radrigán

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EL LOCO

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LA TRISTE

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El loco y la triste de Estudio NOOU es un montaje que rescata la esencia de los personajes poniéndolos en un contexto donde sus emociones y anhelos de vida son gra�cados a través de un mecanismo visual que complementa el relato. Una obra que busca a través del humor y potentes actuaciones acercar al espectador al drama del desposeído.

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contemplamos en escena nunca (tal vez en el engañoso a�che, donde sí hay calle de ladrillo; tal vez en los focos que nos conducen al �nal...). Los personajes, en un giro retórico, llegan a crear gags de un �nísimo humor con este lenguaje que con los papelitos de colores han inventado, notas de una tierna comedia que se suma a lo entrañable que ya es la propuesta desde su escritura misma. Y en este momento desde el público ya amamos a esta pareja imposible que deseamos pueda serlo, y queremos que sus aspiraciones de normalidad se cumplan y soñamos con que él se quita del alcohol y ella se quita el maquillaje, que lo hace, ¡sí! y son humanos y pueden casarse y entonces caemos en la cuenta de que podemos vernos a nosotros mismos, también debatiendo, día tras día, con nuestra propia loca y nuestra propia tristeza para llegar a ser, día tras día, una persona normal. Porque Radrigán ahora tal vez nos hable a todos, y sus personajes no sean ya -ni mucho menos- monstruos para deleite de los espectadores morbosos de las infelicidades ajenas, porque tal vez la periferia nos haya ya alcanzado a todos y sea para todos un sueño llegar a tener una vida de cuento con �nal feliz. Porque tal vez la única alegoría que queda por aterrizar y desmentir sea la normalidad.

De camino a ver una de Radrigán, el primer Radrigán de plena dictadura, me entraba el dilema ético ¿me habré pintado y puesto tacones para ir a ver a los monstruos residuales que el neoliberalismo de primer orden dejó en la periferia chilena?, ¿Voy al zoo a ver animales que no me atrevo a mirar en la selva de la realidad? Y con este secreto remordimiento me siento, también alta -sigo mirando desde arriba-, en la grada.

De camino a ver El loco y la triste de Radrigán, el primer Radrigán -digo, decía-, me entraba la sospecha de una interpretación de dos actores apoyada en la alegoría de “la locura” como se entiende el estereotipo de alguien desencajado con aires de napoleón, y de “la tristeza” melancólica y aburrida, con vientos de llorona. Pero en la sala ya están apagadas las luces. Y la escena es inesperadamente abrupta.

Entro al teatro a ver una de Radrigán, el primer Radrigán, pero estamos en el 2016, toda la maquinaria neoliberal ha

avanzado hasta hacerse invisible y ¿desaparecer? Los dos actores han aterrizado al loco en alguien enajenado por el alcohol pero lúcido en conclusiones vitales y a una triste frustrada, sí, pero con esperanzas y deseos por cumplir. O sea, a un loco no tan loco y a una triste no tan triste. El tercer personaje en escena es un retroproyector, aparato que de aburrir en las salas de clase ha pasado a ser, con este montaje, un objeto de in�nitas posibilidades estéticas. En esta propuesta se hace un uso preciso y precioso de este aparato que de retro nos conecta con la época en que se escribió esta obra (al igual que los cassettes que conforman la música que sale de la propia radio), pero nos actualiza en el uso que a este se le da. Todo un mundo visual que podría salir de la cabeza del cineasta Michel Gondry pero afín al lenguaje teatral y mostrando toda la artesanía que este aparataje conlleva. Los personajes manipulan este lenguaje de papel y luz siguiendo con el texto con toda naturalidad. El público sentimos cómo se nos dá en el gusto estético, ya que vemos como pasan de �ltros de colores a diluir líquidos y podemos apreciar cómo estas sustancias se expanden y repelen, como bailan en la proyección mientras nuestro loco, que ni tanto, y nuestra triste, que tampoco, juegan -inmersos en este espectáculo visual- a que se enamorarían si es que el mundo fuera más de juguete que el que ellos se imaginan. El mundo real no lo

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contemplamos en escena nunca (tal vez en el engañoso a�che, donde sí hay calle de ladrillo; tal vez en los focos que nos conducen al �nal...). Los personajes, en un giro retórico, llegan a crear gags de un �nísimo humor con este lenguaje que con los papelitos de colores han inventado, notas de una tierna comedia que se suma a lo entrañable que ya es la propuesta desde su escritura misma. Y en este momento desde el público ya amamos a esta pareja imposible que deseamos pueda serlo, y queremos que sus aspiraciones de normalidad se cumplan y soñamos con que él se quita del alcohol y ella se quita el maquillaje, que lo hace, ¡sí! y son humanos y pueden casarse y entonces caemos en la cuenta de que podemos vernos a nosotros mismos, también debatiendo, día tras día, con nuestra propia loca y nuestra propia tristeza para llegar a ser, día tras día, una persona normal. Porque Radrigán ahora tal vez nos hable a todos, y sus personajes no sean ya -ni mucho menos- monstruos para deleite de los espectadores morbosos de las infelicidades ajenas, porque tal vez la periferia nos haya ya alcanzado a todos y sea para todos un sueño llegar a tener una vida de cuento con �nal feliz. Porque tal vez la única alegoría que queda por aterrizar y desmentir sea la normalidad.

De camino a ver una de Radrigán, el primer Radrigán de plena dictadura, me entraba el dilema ético ¿me habré pintado y puesto tacones para ir a ver a los monstruos residuales que el neoliberalismo de primer orden dejó en la periferia chilena?, ¿Voy al zoo a ver animales que no me atrevo a mirar en la selva de la realidad? Y con este secreto remordimiento me siento, también alta -sigo mirando desde arriba-, en la grada.

De camino a ver El loco y la triste de Radrigán, el primer Radrigán -digo, decía-, me entraba la sospecha de una interpretación de dos actores apoyada en la alegoría de “la locura” como se entiende el estereotipo de alguien desencajado con aires de napoleón, y de “la tristeza” melancólica y aburrida, con vientos de llorona. Pero en la sala ya están apagadas las luces. Y la escena es inesperadamente abrupta.

Entro al teatro a ver una de Radrigán, el primer Radrigán, pero estamos en el 2016, toda la maquinaria neoliberal ha

avanzado hasta hacerse invisible y ¿desaparecer? Los dos actores han aterrizado al loco en alguien enajenado por el alcohol pero lúcido en conclusiones vitales y a una triste frustrada, sí, pero con esperanzas y deseos por cumplir. O sea, a un loco no tan loco y a una triste no tan triste. El tercer personaje en escena es un retroproyector, aparato que de aburrir en las salas de clase ha pasado a ser, con este montaje, un objeto de in�nitas posibilidades estéticas. En esta propuesta se hace un uso preciso y precioso de este aparato que de retro nos conecta con la época en que se escribió esta obra (al igual que los cassettes que conforman la música que sale de la propia radio), pero nos actualiza en el uso que a este se le da. Todo un mundo visual que podría salir de la cabeza del cineasta Michel Gondry pero afín al lenguaje teatral y mostrando toda la artesanía que este aparataje conlleva. Los personajes manipulan este lenguaje de papel y luz siguiendo con el texto con toda naturalidad. El público sentimos cómo se nos dá en el gusto estético, ya que vemos como pasan de �ltros de colores a diluir líquidos y podemos apreciar cómo estas sustancias se expanden y repelen, como bailan en la proyección mientras nuestro loco, que ni tanto, y nuestra triste, que tampoco, juegan -inmersos en este espectáculo visual- a que se enamorarían si es que el mundo fuera más de juguete que el que ellos se imaginan. El mundo real no lo

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contemplamos en escena nunca (tal vez en el engañoso a�che, donde sí hay calle de ladrillo; tal vez en los focos que nos conducen al �nal...). Los personajes, en un giro retórico, llegan a crear gags de un �nísimo humor con este lenguaje que con los papelitos de colores han inventado, notas de una tierna comedia que se suma a lo entrañable que ya es la propuesta desde su escritura misma. Y en este momento desde el público ya amamos a esta pareja imposible que deseamos pueda serlo, y queremos que sus aspiraciones de normalidad se cumplan y soñamos con que él se quita del alcohol y ella se quita el maquillaje, que lo hace, ¡sí! y son humanos y pueden casarse y entonces caemos en la cuenta de que podemos vernos a nosotros mismos, también debatiendo, día tras día, con nuestra propia loca y nuestra propia tristeza para llegar a ser, día tras día, una persona normal. Porque Radrigán ahora tal vez nos hable a todos, y sus personajes no sean ya -ni mucho menos- monstruos para deleite de los espectadores morbosos de las infelicidades ajenas, porque tal vez la periferia nos haya ya alcanzado a todos y sea para todos un sueño llegar a tener una vida de cuento con �nal feliz. Porque tal vez la única alegoría que queda por aterrizar y desmentir sea la normalidad.

De camino a ver una de Radrigán, el primer Radrigán de plena dictadura, me entraba el dilema ético ¿me habré pintado y puesto tacones para ir a ver a los monstruos residuales que el neoliberalismo de primer orden dejó en la periferia chilena?, ¿Voy al zoo a ver animales que no me atrevo a mirar en la selva de la realidad? Y con este secreto remordimiento me siento, también alta -sigo mirando desde arriba-, en la grada.

De camino a ver El loco y la triste de Radrigán, el primer Radrigán -digo, decía-, me entraba la sospecha de una interpretación de dos actores apoyada en la alegoría de “la locura” como se entiende el estereotipo de alguien desencajado con aires de napoleón, y de “la tristeza” melancólica y aburrida, con vientos de llorona. Pero en la sala ya están apagadas las luces. Y la escena es inesperadamente abrupta.

Entro al teatro a ver una de Radrigán, el primer Radrigán, pero estamos en el 2016, toda la maquinaria neoliberal ha

avanzado hasta hacerse invisible y ¿desaparecer? Los dos actores han aterrizado al loco en alguien enajenado por el alcohol pero lúcido en conclusiones vitales y a una triste frustrada, sí, pero con esperanzas y deseos por cumplir. O sea, a un loco no tan loco y a una triste no tan triste. El tercer personaje en escena es un retroproyector, aparato que de aburrir en las salas de clase ha pasado a ser, con este montaje, un objeto de in�nitas posibilidades estéticas. En esta propuesta se hace un uso preciso y precioso de este aparato que de retro nos conecta con la época en que se escribió esta obra (al igual que los cassettes que conforman la música que sale de la propia radio), pero nos actualiza en el uso que a este se le da. Todo un mundo visual que podría salir de la cabeza del cineasta Michel Gondry pero afín al lenguaje teatral y mostrando toda la artesanía que este aparataje conlleva. Los personajes manipulan este lenguaje de papel y luz siguiendo con el texto con toda naturalidad. El público sentimos cómo se nos dá en el gusto estético, ya que vemos como pasan de �ltros de colores a diluir líquidos y podemos apreciar cómo estas sustancias se expanden y repelen, como bailan en la proyección mientras nuestro loco, que ni tanto, y nuestra triste, que tampoco, juegan -inmersos en este espectáculo visual- a que se enamorarían si es que el mundo fuera más de juguete que el que ellos se imaginan. El mundo real no lo

Reseña de El loco y la tristepor Maite Colodrón

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contemplamos en escena nunca (tal vez en el engañoso a�che, donde sí hay calle de ladrillo; tal vez en los focos que nos conducen al �nal...). Los personajes, en un giro retórico, llegan a crear gags de un �nísimo humor con este lenguaje que con los papelitos de colores han inventado, notas de una tierna comedia que se suma a lo entrañable que ya es la propuesta desde su escritura misma. Y en este momento desde el público ya amamos a esta pareja imposible que deseamos pueda serlo, y queremos que sus aspiraciones de normalidad se cumplan y soñamos con que él se quita del alcohol y ella se quita el maquillaje, que lo hace, ¡sí! y son humanos y pueden casarse y entonces caemos en la cuenta de que podemos vernos a nosotros mismos, también debatiendo, día tras día, con nuestra propia loca y nuestra propia tristeza para llegar a ser, día tras día, una persona normal. Porque Radrigán ahora tal vez nos hable a todos, y sus personajes no sean ya -ni mucho menos- monstruos para deleite de los espectadores morbosos de las infelicidades ajenas, porque tal vez la periferia nos haya ya alcanzado a todos y sea para todos un sueño llegar a tener una vida de cuento con �nal feliz. Porque tal vez la única alegoría que queda por aterrizar y desmentir sea la normalidad.

De camino a ver una de Radrigán, el primer Radrigán de plena dictadura, me entraba el dilema ético ¿me habré pintado y puesto tacones para ir a ver a los monstruos residuales que el neoliberalismo de primer orden dejó en la periferia chilena?, ¿Voy al zoo a ver animales que no me atrevo a mirar en la selva de la realidad? Y con este secreto remordimiento me siento, también alta -sigo mirando desde arriba-, en la grada.

De camino a ver El loco y la triste de Radrigán, el primer Radrigán -digo, decía-, me entraba la sospecha de una interpretación de dos actores apoyada en la alegoría de “la locura” como se entiende el estereotipo de alguien desencajado con aires de napoleón, y de “la tristeza” melancólica y aburrida, con vientos de llorona. Pero en la sala ya están apagadas las luces. Y la escena es inesperadamente abrupta.

Entro al teatro a ver una de Radrigán, el primer Radrigán, pero estamos en el 2016, toda la maquinaria neoliberal ha

avanzado hasta hacerse invisible y ¿desaparecer? Los dos actores han aterrizado al loco en alguien enajenado por el alcohol pero lúcido en conclusiones vitales y a una triste frustrada, sí, pero con esperanzas y deseos por cumplir. O sea, a un loco no tan loco y a una triste no tan triste. El tercer personaje en escena es un retroproyector, aparato que de aburrir en las salas de clase ha pasado a ser, con este montaje, un objeto de in�nitas posibilidades estéticas. En esta propuesta se hace un uso preciso y precioso de este aparato que de retro nos conecta con la época en que se escribió esta obra (al igual que los cassettes que conforman la música que sale de la propia radio), pero nos actualiza en el uso que a este se le da. Todo un mundo visual que podría salir de la cabeza del cineasta Michel Gondry pero afín al lenguaje teatral y mostrando toda la artesanía que este aparataje conlleva. Los personajes manipulan este lenguaje de papel y luz siguiendo con el texto con toda naturalidad. El público sentimos cómo se nos dá en el gusto estético, ya que vemos como pasan de �ltros de colores a diluir líquidos y podemos apreciar cómo estas sustancias se expanden y repelen, como bailan en la proyección mientras nuestro loco, que ni tanto, y nuestra triste, que tampoco, juegan -inmersos en este espectáculo visual- a que se enamorarían si es que el mundo fuera más de juguete que el que ellos se imaginan. El mundo real no lo

Maite Colodrón, Licenciada en Filología Hispánica y Diplomada

en Teatro.

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Juan radrigándramaturgia

mauricio dailledirección

javiera quezadaactriz

Nestor carvajalactor

contemplamos en escena nunca (tal vez en el engañoso a�che, donde sí hay calle de ladrillo; tal vez en los focos que nos conducen al �nal...). Los personajes, en un giro retórico, llegan a crear gags de un �nísimo humor con este lenguaje que con los papelitos de colores han inventado, notas de una tierna comedia que se suma a lo entrañable que ya es la propuesta desde su escritura misma. Y en este momento desde el público ya amamos a esta pareja imposible que deseamos pueda serlo, y queremos que sus aspiraciones de normalidad se cumplan y soñamos con que él se quita del alcohol y ella se quita el maquillaje, que lo hace, ¡sí! y son humanos y pueden casarse y entonces caemos en la cuenta de que podemos vernos a nosotros mismos, también debatiendo, día tras día, con nuestra propia loca y nuestra propia tristeza para llegar a ser, día tras día, una persona normal. Porque Radrigán ahora tal vez nos hable a todos, y sus personajes no sean ya -ni mucho menos- monstruos para deleite de los espectadores morbosos de las infelicidades ajenas, porque tal vez la periferia nos haya ya alcanzado a todos y sea para todos un sueño llegar a tener una vida de cuento con �nal feliz. Porque tal vez la única alegoría que queda por aterrizar y desmentir sea la normalidad.

De camino a ver una de Radrigán, el primer Radrigán de plena dictadura, me entraba el dilema ético ¿me habré pintado y puesto tacones para ir a ver a los monstruos residuales que el neoliberalismo de primer orden dejó en la periferia chilena?, ¿Voy al zoo a ver animales que no me atrevo a mirar en la selva de la realidad? Y con este secreto remordimiento me siento, también alta -sigo mirando desde arriba-, en la grada.

De camino a ver El loco y la triste de Radrigán, el primer Radrigán -digo, decía-, me entraba la sospecha de una interpretación de dos actores apoyada en la alegoría de “la locura” como se entiende el estereotipo de alguien desencajado con aires de napoleón, y de “la tristeza” melancólica y aburrida, con vientos de llorona. Pero en la sala ya están apagadas las luces. Y la escena es inesperadamente abrupta.

Entro al teatro a ver una de Radrigán, el primer Radrigán, pero estamos en el 2016, toda la maquinaria neoliberal ha

avanzado hasta hacerse invisible y ¿desaparecer? Los dos actores han aterrizado al loco en alguien enajenado por el alcohol pero lúcido en conclusiones vitales y a una triste frustrada, sí, pero con esperanzas y deseos por cumplir. O sea, a un loco no tan loco y a una triste no tan triste. El tercer personaje en escena es un retroproyector, aparato que de aburrir en las salas de clase ha pasado a ser, con este montaje, un objeto de in�nitas posibilidades estéticas. En esta propuesta se hace un uso preciso y precioso de este aparato que de retro nos conecta con la época en que se escribió esta obra (al igual que los cassettes que conforman la música que sale de la propia radio), pero nos actualiza en el uso que a este se le da. Todo un mundo visual que podría salir de la cabeza del cineasta Michel Gondry pero afín al lenguaje teatral y mostrando toda la artesanía que este aparataje conlleva. Los personajes manipulan este lenguaje de papel y luz siguiendo con el texto con toda naturalidad. El público sentimos cómo se nos dá en el gusto estético, ya que vemos como pasan de �ltros de colores a diluir líquidos y podemos apreciar cómo estas sustancias se expanden y repelen, como bailan en la proyección mientras nuestro loco, que ni tanto, y nuestra triste, que tampoco, juegan -inmersos en este espectáculo visual- a que se enamorarían si es que el mundo fuera más de juguete que el que ellos se imaginan. El mundo real no lo

equipo

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marco trigoactor

pablo lobostécnico

violeta tapiamaquilaje

victor zúñigafotografía

contemplamos en escena nunca (tal vez en el engañoso a�che, donde sí hay calle de ladrillo; tal vez en los focos que nos conducen al �nal...). Los personajes, en un giro retórico, llegan a crear gags de un �nísimo humor con este lenguaje que con los papelitos de colores han inventado, notas de una tierna comedia que se suma a lo entrañable que ya es la propuesta desde su escritura misma. Y en este momento desde el público ya amamos a esta pareja imposible que deseamos pueda serlo, y queremos que sus aspiraciones de normalidad se cumplan y soñamos con que él se quita del alcohol y ella se quita el maquillaje, que lo hace, ¡sí! y son humanos y pueden casarse y entonces caemos en la cuenta de que podemos vernos a nosotros mismos, también debatiendo, día tras día, con nuestra propia loca y nuestra propia tristeza para llegar a ser, día tras día, una persona normal. Porque Radrigán ahora tal vez nos hable a todos, y sus personajes no sean ya -ni mucho menos- monstruos para deleite de los espectadores morbosos de las infelicidades ajenas, porque tal vez la periferia nos haya ya alcanzado a todos y sea para todos un sueño llegar a tener una vida de cuento con �nal feliz. Porque tal vez la única alegoría que queda por aterrizar y desmentir sea la normalidad.

De camino a ver una de Radrigán, el primer Radrigán de plena dictadura, me entraba el dilema ético ¿me habré pintado y puesto tacones para ir a ver a los monstruos residuales que el neoliberalismo de primer orden dejó en la periferia chilena?, ¿Voy al zoo a ver animales que no me atrevo a mirar en la selva de la realidad? Y con este secreto remordimiento me siento, también alta -sigo mirando desde arriba-, en la grada.

De camino a ver El loco y la triste de Radrigán, el primer Radrigán -digo, decía-, me entraba la sospecha de una interpretación de dos actores apoyada en la alegoría de “la locura” como se entiende el estereotipo de alguien desencajado con aires de napoleón, y de “la tristeza” melancólica y aburrida, con vientos de llorona. Pero en la sala ya están apagadas las luces. Y la escena es inesperadamente abrupta.

Entro al teatro a ver una de Radrigán, el primer Radrigán, pero estamos en el 2016, toda la maquinaria neoliberal ha

avanzado hasta hacerse invisible y ¿desaparecer? Los dos actores han aterrizado al loco en alguien enajenado por el alcohol pero lúcido en conclusiones vitales y a una triste frustrada, sí, pero con esperanzas y deseos por cumplir. O sea, a un loco no tan loco y a una triste no tan triste. El tercer personaje en escena es un retroproyector, aparato que de aburrir en las salas de clase ha pasado a ser, con este montaje, un objeto de in�nitas posibilidades estéticas. En esta propuesta se hace un uso preciso y precioso de este aparato que de retro nos conecta con la época en que se escribió esta obra (al igual que los cassettes que conforman la música que sale de la propia radio), pero nos actualiza en el uso que a este se le da. Todo un mundo visual que podría salir de la cabeza del cineasta Michel Gondry pero afín al lenguaje teatral y mostrando toda la artesanía que este aparataje conlleva. Los personajes manipulan este lenguaje de papel y luz siguiendo con el texto con toda naturalidad. El público sentimos cómo se nos dá en el gusto estético, ya que vemos como pasan de �ltros de colores a diluir líquidos y podemos apreciar cómo estas sustancias se expanden y repelen, como bailan en la proyección mientras nuestro loco, que ni tanto, y nuestra triste, que tampoco, juegan -inmersos en este espectáculo visual- a que se enamorarían si es que el mundo fuera más de juguete que el que ellos se imaginan. El mundo real no lo

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el loco

y

la triste

de juan radrigán

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el

retroproyector

Un retroproyector es una variación de un proyector de diapositivas que se utiliza para

proyectar imágenes a una audiencia.

El retroproyector consiste típicamente en una caja grande que contiene una lámpara muy

brillante y un ventilador para refrescarla, en la tapa de la cual hay una lente de fresnel grande que enfoca la luz. Sobre la caja, típicamente en el extremo de un brazo largo, hay un espejo y

una lente que enfoca y vuelve a proyectar la luz adelante en vez de para arriba.

Este mecanismo visual es el principal aparato que se utiliza en él montaje de El loco y la triste.

Desde el se proyecta sobre un telón las imágenes y texturas que simbolizan la

escenografía y el universo poético de la obra y los personajes.

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El espacio mínimo requerido para la obra es de una super�cie de 3x3 mts.También se requiere un muro de 3x3 para colgar un telón donde se proyectarán las imágenes.

requerimiento espacial

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1 Telón blanco proyectable de 3x3 mts.

ILUMINACIÓN4 Focos par 56

6 Extensiones 15 a 20 mts

1 Consola ETC ION 2000, FADERWING, FADW 2X20 ó similar de 12 canales 3 Zapatillas de 4 enchufes 15 mts

SONIDO1 Consola de Sonido con sus respectivos cables

2 Cajas acústicas 500 w o similar

requerimientos tecnicos

Espacio escénico3mts

Telón proyectable

Retroproyectorde transparencias

3mts

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contacto

[email protected]: Estudio Noou

Fono: +56984583475

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valparaiso

2016

chile