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anantes El destierro de los reyes Perpetuo Fernández

Dossier de prensa de EL DESTIERRO DE LOS REYES de Perpetuo Fernández

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Noche de elecciones. Una coalición de partidos republicanos festeja la victoria obtenida. Sigilosamente, los reyes de España, sus hijas y unas cuantas pertenencias, se introducen en un coche discreto y tratan de alcanzar la frontera con el vecino país de Cataluña… El destierro de los reyes es una obra ambientada en un futuro próximo en el que España se parece muy poco a la actual. Un provocativo planteamiento en el que Felipe VI y Letizia Ortiz afrontan su destierro de forma dispar, divididos entre la aceptación y la lucha por recuperar la corona entre fiestas, lujos, conspiraciones, proyectos, mentiras y conocidos rostros de la política, el cine o el papel cuché que adoptan el papel de aduladores, libertinos, traidores o fieles partidarios de su causa.

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El destierro de los reyesPerpetuo Fernández

El destierro de los reyes, Perpetuo Fernández Novela. 404 páginas

Editorial Anantes. Sevilla, 2015 ISBN 978-84-943670-6-9

PVP 17€

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Noche de elecciones. Una coalición de partidos republicanos festeja la victoria obtenida. Sigilosamente, los reyes de España, sus hijas y unas pocas pertenen-cias, se introducen en un coche discreto y tratan de alcanzar la frontera con el vecino país de Cataluña…

El destierro de los reyes es una obra ambientada en un futuro próximo en el que España se parece muy poco a la actual. Un provocativo planteamiento en el que Felipe VI y Letizia Ortiz afrontan su destierro de forma dispar, divi-didos entre la aceptación y la lucha por recuperar la corona entre fiestas, lujos, conspiraciones, proyectos, mentiras y conocidos rostros de la política, el cine o el papel cuché que adoptan el papel de aduladores, libertinos, traidores o fieles partidarios de su causa.

Sinopsis

El autor

Perpetuo Fernández es el nombre de uno de los personajes creados por Juan Diego Fer-nández Rosado (Jerez, 1961) para sus apari-ciones en televisión. Participó como actor en dos montajes (La Divina Comedia y Marat-Sa-de) de la compañía gaditana Teatro Carrusel. Fue cantante y letrista de los grupos musicales Affaire Niñamónica y Hambre y Moral. Tam-

bién la prensa, la radio y la televisión han sido medios en los que, además de ganarse la vida, ha jugueteado creando y creyéndose personajes, como Cruz de Avarientos, El Mono Rojo o el propio Perpetuo Fernández. En su faceta literaria, es autor del volumen Alejandro Sawa y la santa bohemia.

Capítulo I

El primer día

Letizia, febril y agitada, extendía su brazo por la cama, notando que las sábanas estaban heladas, quería saber si estaba acompañada todavía, comprobó que estaba sola. Le había costado mucho dormirse, tras llegar casi a la salida del sol, la cabeza le traía una y otra vez imágenes vividas en el día de ayer. Además tuvo más que sueños, pesadillas, con todas sus angustias de reina desterrada y caída. El tumulto callejero, las agonías en busca de una salida la agita-ban aún. Le cercaban visiones sangrientas, desagradables, sollozos, estremecimientos, crisis nerviosas. Al fin, llena de espanto, salió de aquel estado:

—¡Leonor! ¡Sofía! ¿Dónde estáis? —necesitaba ver a sus hijas sanas y salvas.Una doncella del servicio del hotel se acercó al lecho, tranquilizándola:—Están en la habitación contigua, Su Majestad. Creo que duermen.—Por favor, dígame: ¿y el rey? —preguntaba la reina con ansiedad.Felipe VI había salido antes del mediodía en un coche oficial de la Generalitat de Cataluña, junto al secretario

de la Casa Real Spottorno. Conforme la doncella Meritxell le hablaba, con su marcado acento del valle de Arán, la reina sentía disiparse sus temores. Poco a poco, mientras se levantaba, la apacible habitación apenas entrevista cuando llegó el amanecer, se le fue presentando con su vulgaridad tranquilizadora y lujosa, con sus tapices de colores pasteles, sus grandes espejos dorados y sus alfombras blancas y afelpadas. En el exterior se veía el vuelo silencioso y acompasado de las golondrinas, que se entrecruzaban a través de los visillos en amplias sombras. Eran las cinco de

El destierro de los reyes

la tarde de un día soleado que anunciaba la cercanía de la primavera. Barcelona resplandecía desde el ventanal más amplio del Hotel Rey Juan Carlos I.

Cuando Letizia se asomó al gran balcón, que enseña los jardines y las zonas verdes de la avenida Diagonal, quedó maravillada. Sobre la ancha vía, mezclado el ruido de los autos con el de la menuda lluvia del riego del parque, se acercaba una multitud de domingueros con disfraces. Se celebraba el Carnaval, ahora recordaba que en Madrid ha-bía gente disfrazada por la calle cuando huían, ellos también se disfrazaron. La música que sonaba en un templete le hizo dejar esos recuerdos y fijarse en el baile del festejo. Eran sardanas lo que interpretaba la orquesta; chinos, gatos, pollos, conejos, payasos, lobos, caperucitas, mejicanos y algún cocodrilo cogidos de las manos daban los pasos regla-mentarios de este baile. En un lado un buen número de chicos montaban un castell muy animado y la más pequeña esperaba inquieta subir a la cima. El rencor profundo de la desterrada se calmaba ante tanta alegría ajena. Se sentía como envuelta en un dulce bienestar, sus mejillas, marchitas por los insomnios y los sufrimientos, se reanimaban. «Dios mío, qué bien se está aquí.»

Estos consuelos, casi inconscientes, se encuentran hasta en los mayores infortunios y no nacen de las personas, sino de la múltiple elocuencia de las cosas, estas hablan a su manera. Ninguna fórmula humana hubiera podido dar con-suelo a aquella reina desposeída, lanzada al exilio con su marido y sus dos hijas por una de esas conmociones populares que hacen pensar en movimientos sísmicos. En los que se abren grietas, como arrugas en la frente, abismos, como tem-pestades emocionales. Su frente, que por poco tiempo había sostenido la corona, ya la echaba de menos, aunque fuera también un duro peso. Y aquí la naturaleza, espontánea y feliz, que se colaba por el balcón, le hablaba de esperanza, de resurrección, de paz. Pero cuando sus nervios contraídos se dilataban, cuando sus pupilas bebían la luz de aquel hori-zonte verde y limpio, la desterrada se estremeció… A su izquierda, hacia la entrada del jardín, se alzaba un monumento espectral, por lo abandonado y sucio: era su suegro el rey Juan Carlos I, manco y con churretes de pintadas.

Y entonces sintió una emoción profunda, el aturdimiento de unas vivencias de hace unos cuantos años en ese mismo hotel. Era todavía princesa de Asturias, recién casada, todos la agasajaban y la acogían con respeto y cariño.

Capítulo I

¿No fue allí mismo donde se dio una recepción con los personajes más selectos de la sociedad barcelonesa? La escul-tura del rey lucía brillante en su glorioso pedestal. El héroe de la Transición a la Democracia Española, el más cam-pechano de los monarcas, era admirado por todos. El salvador de la patria, en aquel intento de golpe de Estado, era el mejor de los embajadores de la marca España. De repente la suerte cambió, el yerno metió la pata y él se lesionó la pierna, yendo de caza mayor: elefante y princesa alemana. Las corruptelas familiares y sus aficiones le hicieron bajar grados en las simpatías del pueblo. Se había convertido en el rey de los chistes… «¡Duelo sobre duelos! ¡Desastre sobre desastres! ¡Dios no está ya del lado de los reyes!»

La muchedumbre seguía divirtiéndose al aire libre, sin mayores preocupaciones. Ella también fue ciudadana, una plebeya más, con sus irrelevantes responsabilidades cotidianas. Por amor se complicó la vida y se la complicó a su familia. Veía el juego de un corro de niñas y pensaba en su hermana, la que se quitó la vida por no aguantar la exposición pública. La prensa, despiadada y cruel, que la etiquetaba, que la despellejaba tan gratuitamente: atea, republicana, anoréxica, operadísima, soberbia, urdidora de contubernios… «¿Es que Letizia nació sabiendo proto-colo, no podía equivocarse?» Y junto a estas angustias por su imagen en papel cuché, había otras tristezas solo de ella conocidas, ocultas en el rincón más secreto de su orgullo de mujer. El corazón de los pueblos no es más constante que el de los reyes. Un día sin saber por qué, esa España que tanto los había festejado en su coronación, tras la ab-dicación de Juan Carlos I, se cansó de sus reyes. «¿Pero qué querían?» Se apartó la mala hierba, se redujo el número de miembros de la familia real y sus sueldos, se condujo cada acción y gesto con sumo cuidado, que nada pudiera molestar a ninguna minoría, jugándosela con la mayoría. Nacieron las malas inteligencias, las dudas, las desconfian-zas, el odio en fin, ese odio que ella sentía en el aire, en el silencio de las calles, en la expresión de las miradas, en las arrugas de las frentes encorvadas. Ese odio que le hacía temer mostrarse a una ventana, obligándola a permanecer en el fondo del coche durante sus viajes. ¡Oh!, ese último coche que cogieron para escapar de España…

El presidente del Gobierno, ese nefasto don Tancredo de la política —como Letizia y Felipe le llamaban—, les había convocado, a la familia al completo, en el Palacio Real para estudiar los resultados de las elecciones generales.

El destierro de los reyes

Parece que se confirmaba la victoria, por mayoría absoluta, de la coalición republicana de izquierdas. Cuando lle-garon estaban ya todos los ministros, lívidos y fumando como carreteros. El rey y el presidente se reunieron a solas en las bodegas de Palacio. Después de una hora de dimes y diretes, con copas y brindis incluidos, salieron con caras circunspectas, pero dispuestos a ofrecer al Consejo de Ministros las opciones factibles en esta situación tan crítica. Unos apostaban por la solución armada: «El Ejército nos secundará, hay que defenderse… Estos rojeras no se van a cortar, vienen a por todas». Otros preferían una salida más diplomática: «Sus Majestades deben huir… Esperar fuera del país y nosotros, los políticos, trabajaremos desde aquí para que volváis pronto. Lo primero es que la familia real esté en lugar seguro». Al final fue Felipe VI el que decidió, con cordura y generosidad, eligió escapar, no quería que su nombre se recordara en la Historia de España con un nuevo derramamiento de sangre del pueblo: «Ni una gota de sangre perdida por mi persona». Un siglo después, igual que su bisabuelo, el rey salía por la puerta de atrás, rechazado por unas urnas, esta vez tras la proclamación de la III República.

¿Cómo salir de España en una noche de Carnaval y de fiesta electoral? Ya no se fiaba nadie de los aviones ni de los trenes. Corría el rumor de que había sectores de las fuerzas de orden público, afines a los ganadores izquierdistas, que controlaban las principales salidas del país. Aunque era lo más lento, parecía lo más seguro: un coche. En él cabían justo los reyes y sus dos hijas. En la plaza de Oriente el gentío agolpado con máscaras, sobre rostros mal encarados, ondeaba la tricolor y ya lanzaba proclamas: «¡Por fin España es republicana!». Y otras más salvajes: «¡Felipe VI, tu cabeza al cesto!». También quedaba algún valiente, con boina roja, camisa azul, cabellos sueltos al viento y una voz potente, que gritaba: «¡Viva el Rey!». Sí, se disfrazaron de gente nor-mal, porque para llegar hasta el coche había que sortear algunas calles y un ambiente hostil. Veían al pueblo sublevado, rugiente, ebrios de libertinaje, fogatas de banderas rojas y gualdas en alguna esquina —el fuego purifica—, empujones, caos. «Mascarita, mascarita… ¿Quién eres?» Por fin llegan al coche y escapan dispara-dos hacia la frontera con Cataluña. La vida, a veces, es una auténtica broma: los reyes de España huyen a la independiente República Catalana para no perder sus cabezas en Madrid. Eligen entrar por Tarragona, condu-

Capítulo I

ciendo por carreteras comarcales, donde no hay controles. La reina se emociona, cuando en una parada para estirar las piernas, una payesa de La Sénia les entrega sendos vasos de leche a las niñas.

—¿Está bonita Barcelona, verdad? —dijo de pronto junto a ella una voz masculina alegre y juvenil, incluso ga-lleaba. El rey acababa de asomarse al balcón, con la pequeña infanta Sofía de la mano, mostrándole aquel horizonte de árboles, de tejados, de cúpulas y la animación de la calle a la pálida luz del crepúsculo.

—¡Oh!, sí, muy bonito… ¡Ven Leonor! ¡Mira los disfraces! —la tos le dificultaba al hablar, pero quería compartir con su hermana la feliz tranquilidad del momento, después del terror que habían vivido.

Por ahora el destierro se anunciaba para la familia real de un modo sosegado y festivo. Tampoco el rey parecía tris-te. Después de despachar con el president del Govern de la Generalitat, paseó por las Ramblas, como un ciudadano más, aunque una pareja de mossos d’esquadra vigilaba de cerca por su seguridad, y ahora se le veía con una fisono-mía radiante, animada, como más ligero, que contrastaba con el pesar de la reina. La prensa siempre había resaltado la buena pareja que hacían, lo compenetrados y complementarios que parecían. Felipe, ante ella, guardaba una actitud sumisa, como de marido que aceptó demasiada abnegación, demasiados sacrificios. Letizia se había ganado, desde el principio, cierta fama de chica con carácter, de no pasarle una… El rey seguía conservando su aspecto algo infantil, irresoluto en la mirada, el eterno príncipe que no quiso crecer y, a la fuerza, tuvo que agarrar una corona demasiado grande para su cabeza. La reina, en cambio, había madurado como las manzanas de su tierra asturiana, y parecía que, en los peores momentos, era cuando más se crecía, como si el piloto rojo, que tanto conocía de cuando los telediarios en la televisión, estuviese encendido todo el rato desde la huida. Él, tocándose la barba de varios días, informábase con dulzura de su salud, de si había dormido y descansado ya del viaje aciago. Ella le respondía con agrado, llena de condescendencia, pero ocupándose más, en realidad, de mirar a sus hijas, a las que acaricia mientras habla y cuyos movimientos espía con ansiedad de madre.

—Parece que está mejor, no tiene fiebre… —decía el padre sobre la salud, siempre frágil, de la pequeña Sofía.—Sí, tiene mejor color… —contesta Letizia en tono íntimo.

El destierro de los reyes

Las niñas sonreían al uno y a la otra, aproximando sus menudos cuerpos a los de sus progenitores y cogiéndose las manos, formando entre los cuatro una cordillera compacta con dos cimas y dos valles. En las aceras, algunos curiosos, enterados de la llegada de los reyes, se habían detenido desde hacía un momento, con los ojos fijos en la familia del balcón, cuyos retratos figuraban en las primeras planas de los periódicos. Poco a poco, como se mira una paloma en el alero de un tejado o un loro escapado de su jaula, fueron agrupándose cada vez más ciudadanos entrometidos, con la cabeza levantada. Formábase delante del hotel un gran corro de gente y sus miradas atraían las otras miradas, las de los que pasaban, sobre aquellos viajeros. Había risas, algunas caras desagradables y algunos puños en alto; pero los comentarios no llegaban al balcón.

—¿Venís, Letizia? —dice de pronto el rey, contrariado por la actitud de la plebe.Pero ella, erguida la cabeza, en actitud de reina acostumbrada a desafiar el odio de las multitudes, contesta:—¿Por qué? Se está muy a gusto aquí. Es un día espléndido.—Es que… me había olvidado. El conde de Godó está ahí, con su hijo y su nuera. Desea veros.Al nombre de Javier Godó, que le recordaba tan buenos y leales servicios en otras visitas a Cataluña, brillaron los

ojos de la reina:—Mi buen conde. Le esperaba…Y antes de entrar en la habitación dirigió una mirada altiva a la calle. Un hombre lanzó algo al aire, envalentona-

do por la masa, que no llegó hasta su altura. Letizia pensó, por un momento, en un atentado y retrocedió. Cuánto le confortó cerrar el balcón, el silencio volvía al interior del hotel. Se sintió arropada, por un calor muy confortable, al ver a los suyos en paz, y la vista del anciano conde completó esta benéfica reacción.

El conde de Godó, don Javier, había tenido una intervención en la época anterior a la independencia de Catalu-ña muy controvertida. Dueño de uno de los principales rotativos de Barcelona, en Madrid se le criticaba el apoyo sin tapujos a la causa nacionalista, el dinero que aportaba la Generalitat a los medios de comunicación tenía que notarse… Pero escocía que habiéndolo nombrado el rey Juan Carlos I con el título de Grande de España, trai-

Capítulo I

cionara de esa guisa la unidad del Estado. También podía ser que el aristócrata empresario estuviera molesto por los acercamientos del monarca hacia su competidor más directo, José Manuel Lara, nombrándolo marqués de El Pedroso. Posibles celillos del viejo conde o fidelidad a aquella frase tan catalana de «la pela es la pela». Sin embargo, a la primera noticia de la llegada de los reyes de España a Barcelona acudió a ellos sin titubear. Y de pie, en medio del salón, irguiendo su estatura encorvada todo lo que podía, esperaba con suma emoción el favor de una benévola acogida. Podían verse temblar sus piernas y respirar con dificultad, bajo el gran cordón de la Orden de San Mauricio y San Lázaro de la Casa de Saboya, su pecho amplio y cubierto de un frac azul, de cierto corte militar. El rey Felipe VI, enemigo de las emociones fuertes desde hoy mismo, y a quien esta entrevista molestaba un poco, salió al paso diciendo jovial y cordialmente:

—Teníais razón, conde —y se acercaba a él con las manos extendidas—. Aflojé mucho las bridas… Me han sacudido y de firme… Pero eso era lo que queríais todos, los catalanes fuisteis los primeros…

Después, viendo que el Grande de España doblaba la rodilla, lo levantó con un movimiento lleno de rancia nobleza y lo estrechó largo rato contra su pecho. Pero no pudo impedir que el conde se arrodillara ante la reina a quien, el beso del anciano en su mano, produjo una sensación añeja que creía que no volvería a repetirse, tras la huida de Madrid:

—¡Ay!, mi querido Javier —murmuró.Y en ese mismo momento el conde de Godó cerraba fuertemente los ojos para evitar la caída de alguna lágrima,

de esta forma expiaba sus culpas por sus acciones dudosas del pasado. Se levantó y abriendo los ojos se encontró con los de la reina, que también estaban húmedos. Ella había sufrido en estos últimos años, desde luego, en su rostro aún joven dejaban ligeras marcas el insomnio, las angustias y otras tantas señales que las mujeres creen ocultar en lo más profundo de su ser y que brotan al exterior como las menores agitaciones del agua. Para ocultar tantas emo-ciones, el conde quiso pasar a otro asunto y se dirigió a su hijo y a su nuera, que habían permanecido retirados en un extremo de la sala:

—Maite, Carlos, venid a saludar a vuestra reina.Carlos de Godó, más espigado y atlético que su padre, con mandíbula prominente y sonrosadas mejillas, se acer-

có seguido de su joven esposa, iba lesionado de un brazo. Es un gran aficionado al tenis, no falta nunca al famoso torneo que lleva su apellido y que se celebra todos los años en la Ciudad Condal. Ella es Maite de Obes, de la alta burguesía catalana, actriz, modelo y ahora también hace sus pinitos como psicóloga gestáltica. Esto último se lo está tomando muy en serio para llevarlo a rajatabla en lo personal, se trata de la psicología de la posmodernidad, la cual se caracteriza por no estar enfocada, exclusivamente, a tratar a enfermos y sus psicopatologías, sino también para desarrollar el potencial humano de cualquiera, desde un ejercicio de positivismo diario. Por lo menos, eso aprendió en el máster.

La reina sonríe a los dos y les tiende cordialmente la mano. Felipe, tocándose la barba, un tic ya ordinario en él, mira con ávida curiosidad a aquella joven esbelta y simpática, linda y pizpireta. «¡Demonio de Carlos! ¿Cómo habrá conseguido una joya como esta?», piensa envidiando al hijo del conde y pareciéndole, por lo demás, que este destierro puede tener sus cosas buenas, aunque está convencido de que el exilio durará poco. Su pueblo se cansará pronto de la República. Será cuestión de tres o cuatro meses, unas vacaciones reales, que conviene emplear del modo más beneficioso posible.

—¿Creeréis, amigo conde —dice riendo—, que ya han querido hacerme comprar una casa esta misma mañana? Un señor que sin duda conoceréis... Estaba empeñado en procurarme un chalet magnífico, amueblado, con tapices, caballos en la cuadra, coches de lujo, ropa, vajilla de plata, servicio... Me aseguraba que todo lo tendría dispuesto en cuarenta y ocho horas y, además, en el barrio que yo eligiera.

—Claro que lo conozco, señor. Es Oleguer Pujol, el conseguidor universal... Ya antes de la muerte de su padre, don Jordi, cuando quedaba poco para finalizar su proceso en los tribunales, era el que manejaba el cotarro en la fa-milia. Pero la sentencia le fue desfavorable y tuvo que entrar en prisión. Mas llegó la independencia y con la amnistía general declarada por la Generalitat quedó libre sin cargos…

El destierro de los reyes

—Exacto, digno hijo de su padre, el molt honorable —apuntilló el rey.—Todos los extranjeros con posibles, al llegar a Barcelona, reciben su visita... Pero deseo a Vuestra Majestad que

el conocimiento no pase de ahí.La atención particular con que Carlos Godó, desde que se habló del hijo menor de los Pujol Ferrusola, se puso a

mirar los cordones de sus zapatos, y la mirada furtiva que Maite de Obes dirigió a su marido, hicieron comprender a Felipe VI que, si necesitaba noticias del ilustre conseguidor, ellos podrían proporcionárselas. Pero, después de todo, ¿para qué necesitaba la agencia de Oleguer? No deseaba casa ni coche y contaba con pasar en el hotel los pocos meses de residencia en Barcelona:

—¿No es también vuestro parecer, Letizia?—¡Oh! Seguramente es lo mejor —contestó la reina, aunque en el fondo de su corazón no compartía las ilusiones

de su marido, en la pronta vuelta a España, ni su gusto por las instalaciones provisionales.El viejo conde arriesgó, a su vez, algunas observaciones. La vida de hotel no le parecía lo más conveniente a la

dignidad de la Corona de España. Barcelona, en aquel momento, contaba con distintos personajes de casas reales o de nobleza contrastada también asilados. Y todos habían terminado cogiendo casa en la ciudad, unas más suntuosas que otras. Él veía bien que hubiera siempre un lugar particular al que pudieran acercarse los súbditos, que diera apariencia de corte.

—Sin duda —decía Felipe VI impaciente—, pero no es lo mismo, no comparéis... Esos no han de salir en la vida de Barcelona... Para ellos es cosa ya resuelta, definitiva, mientras que nosotros... Además, hay una razón para que no compremos palacio, amigo Javier. Nos lo van a quitar todo... Unos fondos en Suiza y nuestra pobre corona, que la reina ha podido salvar dentro de una caja de zapatos y poco más es todo lo que nos queda. El mundo sabía que nuestra Mo-narquía era de las más pobres de Europa. Pues bien, es cierto. ¡Tiene mucha gracia que ahora en España lo descubran!...

La puerilidad se sobreponía. Se reía de su escasez de recursos como de la cosa más graciosa del mundo. El conde, en cambio, dijo conmovido:

Capítulo I

—Señor —le temblaban las arrugas—, hace un momento me hicisteis el honor de decidme que sentíais haberme dejado tanto tiempo lejos de vuestros consejos y vos de los míos... Pues bien, voy a pediros, en cambio, un favor... En tanto que dure vuestro destierro, todos los gastos en el hotel correrán de mi cuenta…

—Anda, mira el catalán roñoso... Vaya falsa que es su leyenda —dijo el rey entre risas—. Bueno, pero se devol-verá todo en cuanto volvamos a España... ¿Le queda claro, señor jefe de la Casa Real de España en el exilio?

El anciano conde volvía a emocionarse, tras concederle Felipe VI el título que ansiaba. No obstante, siguió pi-diendo:

—Y además me atrevo a solicitar un último favor... ¿Vuestra Majestad querrá aceptar a mi hijo Carlos como ayudante de campo y también nombrar dama de honor y de compañía de la reina, y de vuestras hijas, a mi querida nuera Maite de Obes?

—Concedido por mi parte, conde —dijo la reina dirigiéndole una sonrisa a la joven, que estaba deslumbrada de aquella nueva dignidad que recibía.

En cuanto a Carlos Godó, para dar gracias a su soberano que le nombraba su ayudante de campo, hizo una gran reverencia, juntando los talones y llevando la cabeza lo más baja que pudo y que le permitía el brazo que tenía entablillado.

—Mañana os presentaré los tres nombramientos a la firma —continuó Javier Godó con tono respetuoso, pero breve, indicando que se consideraba ya en el desempeño de sus funciones.

Al escuchar aquella voz y aquella fórmula que tan largo tiempo y con tanta solemnidad le había perseguido des-de que era niño, el rey dejó ver en su semblante cierta expresión de abatimiento y de fastidio. Después se consoló mirando a la dama de honor recién nombrada, a quien la dicha del título embellecía y transfiguraba, como sucede a esas fisonomías que no carecen de belleza, pero cuyo mayor atractivo está en su expresión animada y sin cesar volu-ble. «¡Imaginad! ¡Dama de honor de la reina Letizia, ella, Maite de Obes! ¡Qué dirán ahora en esos salones exclusivis-tas, en esas tertulias de aristócratas y hombres de dinero, en donde le señalaban a ella, una simple burguesa catalana,

El destierro de los reyes

con aficiones frívolas, que se emparentó con la estirpe de un Grande de España!» Ya su imaginación viajaba por una corte fantástica. Pensaba en las tarjetas de visita que se mandaría hacer, ampliaría lo de actriz, modelo, psicóloga… Tendría que renovar trajes, zapatos y adornos. Pero la voz del rey le hizo volver a la realidad:

—Es nuestra primera comida en el destierro —decía al conde, con tono medio serio e intencionadamente enfá-tico—. Quiero que la mesa esté alegre y rodeada de buenos amigos.

Y viendo el aire asustado del anciano conde, ante esta inesperada invitación, lo tranquilizó:—¡Ah! Sí, es cierto, la etiqueta, las formalidades… ¡Cáspita! Hemos de recuperar el protocolo con naturalidad y

el jefe de nuestra casa ha de introducir las reformas que convengan según este nuevo estado de cosas, tan distinto a todo lo que conocíamos… Pero hagámoslo sin prisas.

El jefe de comedor del hotel anunciaba la comida de Sus Majestades, mientras las dos hojas de la puerta se abrían enteramente. Felipe VI ofrecía el brazo a la reina Letizia, sin ocuparse de los invitados, y la conducía con solemne caballerosidad al comedor. Todo el ceremonial de la corte no había sido olvidado, por supuesto.

El tránsito de la luz del sol a la luz artificial detuvo un instante a los invitados antes de entrar. A pesar de la araña, los candelabros y dos hermosas lámparas puestas en los aparadores, se distinguían apenas los objetos, como si la luz del día, bruscamente expulsada antes de tiempo, dejara sobre ellos la vaguedad del crepúsculo. Aumentaba también aquella apariencia triste la desproporción entre la longitud de la mesa y el pequeño número de convidados. Habíase preparado los asientos, conforme a las exigencias de la etiqueta, y en ella el rey y la reina se sentaron juntos en uno de los extremos, sin tener a nadie enfrente ni a sus lados. Esto llenó de sorpresa y admiración a Maite, la dama de honor, para ella todo era nuevo, soñaba con el protocolo, gustaba sentirse abandonando una clase social basada en «tanto tienes tanto vales» y pasar a otra donde «la sangre era azul», al menos ilusoriamente. Todavía las vestimentas no eran las más propias para una etiqueta, la mezcolanza dominaba en este primer banquete en el destierro: Felipe de americana con cuadros, Letizia con su sencillo vestido de viaje de dos piezas, Carlos y su mujer en ropa deportiva de paseo, el obispo auxiliar de Barcelona Sebastià Taltavull con traje negro y clériman, el conde de Godó con traje

Capítulo I

príncipe de Gales y corbata roja, el abogado Miquel Roca con traje claro primaveral sin corbata. Lo más imponente fue la oración del eclesiástico invocando la bendición divina para esa primera comida en Barcelona:

—Quae sumus sumpturi prima die in exilio… —rezaba el obispo con los brazos abiertos y extendidas las ma-nos. Y estas palabras, pronunciadas lentamente, parecían prolongar en el porvenir las deseadas cortas vacaciones de Felipe VI.

—¡Amén! —respondió gravemente el soberano destronado, como si en el latín de la Iglesia acabara, en fin, de sentir los lazos rotos, animados todavía, que arrastran consigo los proscritos de todos los tiempos, de igual modo que los árboles desgajados conservan las raíces vivientes.

Sin embargo, en aquella naturaleza borbónica, las impresiones más fuertes no eran duraderas. En cuanto estuvo sentado recobró su jovialidad, su aire ligero y empezó a conversar mucho, poniendo su empeño, en atención a los catalanes que tenía invitados, en hablar catalán, con mucha pureza, pero también con cierto acento cómico. Por for-tuna, pensaba la reina, las niñas comían en sus habitaciones con la doncella y así no escuchaban a su padre bromear con los asuntos tan serios vividos en Madrid aquella noche:

—Escolti, ¿sabéis cuáles fueron esas últimas copas que nos tomamos en el Palacio Real? El presidente Tancredo, un rioja y yo, un jerez… —Felipe se dispuso a entonar cuando servían el vino en la mesa—. Como dice la copla, son los colores que tiene la banderita española…

Diríase que, a fuerza de ligereza, quería vengarse de la gravedad de las circunstancias. Fue Spottorno, el fiel secre-tario que volvió al servicio, tras el paréntesis por la causa judicial de la infanta Cristina y su esposo, que guardaba un aspecto de edad indeterminada, tímido y dulce, con ojos de liebre, que miraban siempre de lado, sabio jurisconsulto y apasionado por la botánica, el siguiente blanco del monarca:

—Figúrate, mi pobre Spottorno —decía Felipe VI para asustarlo—, qué hoguera tan hermosa habrán hecho esos pijiprogres republicanos con todas tus plantas exóticas y hojas secas de colección, incapaces de apreciar las delica-dezas herbóreas.

El destierro de los reyes

El consejero secretario reía como los demás, pero sus gestos y sus palabras no encubrían del todo sus infantiles terrores.

«¡Qué simpático es el rey! ¡Qué chistoso! ¡Y qué ojazos tiene!», pensaba la joven Maite de Obes, hacia la cual se inclinaba Felipe a cada instante, tratando de acortar la distancia que el ceremonial imponía entre ellos. Era encan-tador verla cómo gozaba bajo la complacencia indudable de aquella augusta mirada, verla jugar con su abanico, inclinar su talle esbelto cuando palpitaba la risa en ondas sonoras y claras, dejando escapar impostados grititos. La reina, por su actitud, y la conversación íntima que sostenía con el conde de Godó, su vecino en la mesa, parecía ais-larse de aquella expansiva alegría. Dos o tres veces, al hablar la mayoría sobre la huida de España, pronunció algunas palabras, siempre para afianzar la conducta llevada a cabo por su esposo en esos históricos momentos, volviendo en seguida a continuar su conversación aparte.

El incondicional conde iba informándole de los cortesanos fieles que podían encontrar en esta Cataluña independiente. Entre ellos, Miquel Roca, el famoso abogado, en un tiempo portavoz nacionalista en el Par-lamento de Madrid, del litigio de la infanta Cristina en el caso Urdangarín. A la reina Letizia este siniestro personaje de las mil caras no le terminaba de parecer trigo limpio; pero no quería que se le notara y guardaba todas las reglas de cortesía, ya que el rey conservaba buena sintonía con él. La verdad es que, aunque el ve-redicto no resultó del todo satisfactorio para la Corona, podría haber sido peor, al menos la hermana del rey no pisó la cárcel. Su marido seguía en prisión y ella en Suiza con los niños, sin arriesgarse a ir a España para cumplir un vis a vis.

Acabada la comida, cuando volvieron al salón más amplio de la suite, la reina pareció olvidar algo la tristeza que le dominaba en casi todo el día. Hizo sentar a su dama de honor a su lado, en un diván, y le habló con esa familia-ridad afectuosa que le valía para atraerse las simpatías de los que la rodeaban. Luego exclamó de repente, cogiendo a Maite por un brazo:

—¡Vamos a ver acostarse a las niñas!

Capítulo I

Al extremo de un corredor lleno, como las habitaciones, de cajas amontonadas, de maletas abiertas y atestadas de ropas y efectos, en el desorden todavía de la llegada, estaba la habitación de las niñas, iluminada por una lámpara cuya claridad, entibiada por una pantalla, se detenía en el borde de las azuladas cortinas de la ventana. Meritxell, la doncella del hotel, ayudaba a sacar vestidos de una maleta y se los iba pasando a la princesa Leonor. Al entrar la reina en la alcoba, con un gesto amable, ordenó a la sirvienta que las dejara a solas. La infanta Sofía estaba echada en una de las camas, veía entretenida cómo su hermana colgaba ropa en el armario empotrado. Su madre la tocó y besó en la frente, notándola algo destemplada, la garganta y los bronquios seguían molestando a la pequeña.

—Buenas noches, mami —dijo la infanta entre alguna tos—. ¿Ya nos quedamos aquí, verdad?Con esta pregunta, resignada y conmovedora, adivinábase lo que había sufrido y lo que deseaba que no se repi-

tiera más: una fuga a oscuras.—Claro que sí, hija mía, estamos ya en lugar seguro.—¡Oh! ¡Qué bien!—Os presento a Maite, ahora ella estará con vosotras para haceros compañía. Tratadla como a mí misma. Es de

confianza.Conforme hablaba iba arreglando la almohada de Sofía. Acomodábale en su reposo con igual cariño que hubie-

ra podido hacerlo una mujer cualquiera, lo cual trastornaba ciertas ideas grandiosas de Maite de Obes, señora de Godó, sobre la realeza. Luego la madre besó a sus hijas, deseándole unos bonitos sueños:

—Leonor, no tardes en acostarte… Ya tendrás tiempo para ordenarlo todo. Mañana mismo te ayudará Maite con el equipaje.

—Desde luego —dijo resuelta la dama de honor.Cuando Letizia y su dama de honor volvieron al salón encontraron en él a una mujer de espaldas, con aires de

gran dama, hablando de pie con el rey. El tono familiar de la conversación y la distancia respetuosa a que los demás se mantenían, indicaban que era un personaje de importancia. La reina, conmovida, dio un grito al verla:

El destierro de los reyes

—¡Sofía, Majestad!—¡Letizia, hija!Y el mismo movimiento de ternura las hizo estrecharse mutuamente. A una pregunta muda de su mujer, Carlos Godó

nombró en voz baja a la ilustre señora: «La reina Sofía». Estaba delgada y conservaba su porte recto, los años no pasaban por ella, siempre digna y muy elegantemente arreglada, el ejemplo a seguir. ¡Cuántas veces refregaron a Letizia la pro-fesionalidad de Sofía, como esposa y como reina de España! La habían querido enfrentar las malas lenguas, pero nunca hubo roces, el cariño y la admiración limaron asperezas muy pronto. La alumna aprendió de la maestra y ahora estaban orgullosas y dispuestas a cumplir con la tradición establecida, por muy difícil que fuera andar por este camino de espinas.

—Ya ves, no he podido esperar más —decía la reina Sofía, conservando apretadas las manos de Letizia—. He cogido el primer vuelo desde Atenas. ¡Estaba impaciente, inquieta! Deseaba veros a todos, tranquilizarme viendo a las niñas. ¿Cómo están?

—Venga, antes de que se duerman —y se acercaron al dormitorio.La reina Sofía, desde la abdicación de Juan Carlos I en su hijo Felipe VI, residía cada vez más en Grecia, con su

hermana Irene, que en España, y aunque un gobierno populista, también de izquierdas, le hizo temer lo peor, ahora vive tranquila en su tierra, apartada de toda actividad pública. Y después de la muerte de su esposo en extrañas circuns-tancias, más apartada todavía. No quiere oír las explicaciones ni las críticas al final de la trayectoria del rey, su esposo. Para ella, de nuevo la profesional impenitente, fue un infarto en una visita a Londres lo que acabó con su vida. El caso es que apareció muerto en una suite de un hotel de la capital inglesa, después de que una chica pasara la noche con él… Rumores, páginas del cuore, mucha tinta corrida por este monarca, digno Borbón en lo bueno y en lo malo, hijo de su tiempo convulso que abrió las puertas de la democracia en España, después de una larga dictadura.

Tras abrazar a sus nietas, soltando alguna que otra lágrima, a pesar de su carácter germánico se había hecho muy pasional con tanto Mediterráneo en sus días, volvió donde estaba su hijo, su preferido, entrenado desde pequeño para que respondiera como respondió en Madrid, en su último día de reinado.

Capítulo I

—Estuviste magnífico —afirmó Sofía de Grecia—. Tu padre hubiera hecho lo mismo y estaría muy orgulloso de ti, no se puede derramar más sangre en España, ya han sido demasiadas guerras civiles…

—Eso mismo pensé yo, madre —corroboraba Felipe VI.—El mundo está loco, queridos míos. Ya no es como antes, que las coronas eran solidarias, se apoyaba a la que

pasaba por dificultades… Ahora cada uno va a lo suyo…De todos modos, te felicito, hijo. Has caído como un rey… —dijo esto mirando de soslayo a Letizia, como si

quisiera compartir con ella el halago.Felipe VI no quería escuchar más referencias monárquicas sobre el pasado ni de su misma madre. Inclinose be-

sándola, hizo una pirueta y dijo a su ayudante de campo:—Carlos, vamos a echar un pitillo.Y se fueron al balcón. La noche era tan espléndida que invitaba a salir. Las luces de la calle competían en brillo con las

estrellas del cielo, sin una nube. Este fondo de frescura, este espacio que ofrecía el jardín era el idóneo para que se dilataran los ruidos de la multitud. Lo que ellos oían desde la avenida Diagonal era un mero prólogo de la inmensa agitación de la ciudad en fiestas por Don Carnal. El placer, que durante el invierno se esconde detrás de las ventanas cerradas y cubiertas de colgaduras, cantaba libremente, reía, vagaba a su capricho, haciendo lucir sombreros de flores, vestidos ligeros de char-lestón, mantillas flotantes de encajes seductores sobre cuellos blancos que semejaban cisnes y muchos colores iluminados al paso por algún farol. Se adivinaban los cafés repletos de mesas en las aceras, ajenos a tragedias palaciegas…

—Esta Barcelona es incomparable —decía Felipe echando bocanadas de humo en la sombra—. Se respira aquí un aire distinto, algo que embriaga, será el mar… Cuando pienso la de años que me he tirado sin ocio, sin poder disfrutar de lo más cotidiano para cualquiera. Espero que mi ayudante de campo me inicie en los placeres barcelo-neses. Llevo mucho tiempo de retraso…

—Bueno, señor —contestó Carlos con voz trémula ante las ansias del monarca—, yo también llevo un tiempo fuera del mercado, desde que me casé…

El destierro de los reyes

Mientras Felipe VI se hacía explicar ante el hijo del conde, las dos reinas que, para hablar con más libertad, ha-bían entrado en la alcoba de Letizia, se extendían en largos relatos, en tristes confidencias, cuyo murmullo se oía a través de la persiana entreabierta.

—Te quieres creer que el díscolo Froilán ha salvado a su madre de una posible investigación sumarísima —Sofía daba las últimas noticias de la familia—. La querían encerrar estos bárbaros…

—Lo que ha sufrido Elena con él —Letizia se apiadaba, aunque en muchas ocasiones había chocado con su cuñada—, y ahora, de remate, estos coqueteos con la izquierda antisistema.

—Es un caso, se hace llamar el príncipe rojo y sirve de risa para el populacho…En el salón el obispo y el conde conversaban también en voz baja.—Veo algo cambiado al rey, sin duda le ha afectado este mazazo, es natural —decía el canónigo Taltavull—, a

cualquiera le pasaría; pero lo veo distraído, como buscando otra salida, distinta a la de volver al trono. Y, por su parte, la reina está preocupada, no se le quita de la cabeza lo sucedido, tiene un peso encima, es como si el Espíritu Santo hubiera bajado en ella y le otorgara toda la responsabilidad de volver a instaurar esta monarquía de siglos… Él está falto de entusiasmo, de fe. ¡Y para ganar el cielo, lo mismo que para salvar una corona, señor conde, se necesita fe!

—Más bajo, padre —le decía Javier Godó temeroso de que le oyeran.—Recibo llamadas de España, hay muchos dispuestos a movilizarse, no solo de rezos vive el hombre leal…—Todavía es pronto. Dejemos que corra un tiempo…—Pasando el Carnaval, entraremos en la Cuaresma. Entonces será el momento de los sacrificios —apostilló el

obispo auxiliar de Barcelona.Maite, la dama de honor, se había quedado abandonada al secretario Spottorno y a uno de los padres de

la Constitución de 1978, Miquel Roca, que mezclaban los términos jurídicos con los detalles minuciosos de botánica. La conversación olía a hierba seca y a polvo removido de viejas bibliotecas. Es decir, que la joven señora de Godó estaba presente, pero con la cabeza en otra parte… Hay en todo lo que es grande tan poderoso

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atractivo, la atmósfera que exhala embriaga tanto y tan deliciosamente a ciertas naturalezas pequeñas, ávidas de aspirarla, que Maite de Obes, la de los bailes de la alta sociedad, la de las celebraciones deportivas y la de los estrenos teatrales, siempre en la vanguardia de la Barcelona que se divierte, escuchaba con su más linda sonrisa las más áridas nomenclaturas de sus acompañantes. Bastábale saber que un rey conversaba en aquel balcón con su marido, que dos reinas cambiaban sus confidencias en la pieza inmediata, para que la sala del hotel, de vulgar y marchita elegancia, se llenase de la grandeza, de la majestad severa y del glamour propios de los más lujosos palacios. Hubiera permanecido extasiada allí hasta medianoche, sin moverse, sin fastidiarse, un poco sí intrigada de la larga charla de Felipe con Carlos. «¿Qué graves cuestiones estarían tratando? ¿Qué grandes proyectos de restauración monárquica?» Su curiosidad aumentó al verlos presentarse con el semblante animado, la mirada resuelta y brillante.

—Voy a salir con Su Majestad —le dijo Godó hijo en voz baja—. Mi padre te acompañará a casa.El rey se acercó a su vez:—No me guardaréis mucho rencor, querida Maite. Empieza ya su servicio...—Todos los instantes de nuestra vida pertenecen a Vuestras Majestades —respondió la joven, convencida que se

trataba de algún paso importante y misterioso, quizá de alguna primera reunión de conjurados monárquicos. Felipe VI se había adelantado hacia la habitación de la reina, que aún hablaba con su madre, pero, ya junto a la

puerta, se detuvo:—Hay lágrimas —dijo a Carlos, volviéndose—. Buenas noches, no entro.Una vez en la calle hizo un movimiento de expansiva felicidad, pasó el brazo sobre el hombro del ayudante, des-

pués de encender otro cigarro en el vestíbulo del hotel, y dijo:—Ya lo ves, es un gusto poder salir solo, caminar por entre la multitud, como los demás, ser dueño de sus pala-

bras, de sus gestos y al pasar una muchacha bonita poder volver la cabeza sin que se conmueva Europa. Es la ventaja del destierro… Cuando venía a Barcelona no disfrutaba de ella, la veía desde ventanas de hoteles o de coches. Ahora

El destierro de los reyes

quiero conocerlo todo, ir a todas partes… ¡Caramba! No me acordaba, te estoy dando en el hombro de tu brazo dañado, mi pobre Carlos, perdóname, la que te ha caído conmigo… Tomemos un taxi.

El ayudante de campo no se quejaba, aunque no era lo que más deseaba hacer en esta noche, pensaba en su esposa; pero el deber le llamaba y él, a la vista de su padre, lo había jurado. Llegó el coche y el rey se introdujo con ligereza en su interior.

—¿A dónde vamos, Majestad? —dijo el taxista, que lo había reconocido.Y Felipe VI, libre de España, respondió con voz de colegial emancipado:—¡Al Paralelo!

Capítulo I

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