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DOÑA BONA Mercedes Pérez Écija

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DOÑA BONA

Mercedes Pérez Écija

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Doña Bona

© Mercedes Pérez Écija

ISBN: 978-84-9948-120-3Depósito legal: A–848-2010

Edita: Editorial Club Universitario. Telf.: 96 567 61 33C/Decano, n.º 4 – 03690 San Vicente (Alicante)www.ecu.fme-mail: [email protected]

Printed in SpainImprime: Imprenta Gamma. Telf.: 965 67 19 87C/ Cottolengo, 25 – San Vicente (Alicante)[email protected]

Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede repro-ducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, inclu-yendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

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Este libro está dedicado a todas las personas que con su acción o tolerancia han hecho posible que esta obra vea la luz

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UNO

Otoño de 1765.Desde horas vespertinas, en el salón principal del palacete,

la tertulia se hallaba congregada. Después de entretenidos y animosos comentarios, llegaban a la conclusión de que Erardo era la persona más indicada, para desplazarse a la comarca vecina, y entablar fraternales conversaciones, con un importante grupo de amigos residentes allí. Entrada la noche, la velada tocaba a su fin, y Erardo se comprometía:

—Caballeros. Acepto la delegación y asumo la res- ponsabilidad: el próximo fin de semana, a la hora de siempre nos reuniremos aquí. Partiré mañana al amanecer.

***

Conforme a lo convenido, hacía rato que conocidos y alle-gados aguardaban a Erardo. Doña Bona, quien respaldaba todas las actividades desarrolladas por el círculo de amigos, que su hijo presidía, tras los coloreados vidriales, de la balco-nada principal, vigilante y preocupada le esperaba también. Desde aquel privilegiado lugar, a fondo y sin ser vista, podía inspeccionar cuanto ocurría en la céntrica plaza que abajo le quedaba. El tiempo pasaba, la luz diurna con prisa se desva-necía y, anochecido, los escasos vecinos, que por las afueras quedaban, se apresuraban para refugiarse en sus hogares, de-jando las calles silenciosas y vacías. Erardo, que habitualmente era persona puntual, por primera vez en su vida se retrasaba.

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Tanta demora la desazonaba, produciéndole la extraña sen-sación de que tiempo y vida se paralizaban. No era así, sino que progresivamente aumentaba su inquietud. Fue entonces, cuando se produjeron fuera, unos apagados rumores, que de lejos parecían venir.

Inundada de alegría, con júbilo su corazón gritó: ¡Por fin llega Erardo! No era él, verificaba decepcionada. Eran tímidos susurros,

que anunciaban la ronda diaria del farolero local. Un flaco y pequeño hombrecillo, que como momia andante, de cuerpo entero, venía envuelto en el generoso paño de su larga capa. El otoño acababa de entrar, la mañana había sido soleada, y el ocaso se comportaba más cálido de lo habitual, consiguien-temente, apenas se notaba, la húmeda frescura propia de los atardeceres, no por ello, chocantemente, y como si lo ignorase, parsimonioso y muy abrigadito, el farolero caminaba y bajo cada farol cumplía lo que parecía ser un ritual: airosamente se libraba de la envoltura de su agobiante manto, que junto al sombrero dejaba colgado de su orondo cuello, y ya liberado, desarrollaba su cometido: con la larga vara prendía fuego a la mecha del farol. Luego, a fondo volvía a encasquetarse el som-brero, y dejando las manos a salvo, como si fuera una momia otra vez se envolvía. Así de arrebujadito salvaba los contados pasos que le separaban del siguiente farol. A las puertas del pa-lacete ahora se encontraba el farolero. En circunstancias bien distintas, mucho le complacería verificar cómo aquel hombre-cillo iluminaba la fachada principal de su hogar, el cual era una espléndida casona, cuyos orígenes se remontaban al medievo, y grabados en piedra, en su portada figuraban ancestrales y heráldicos emblemas familiares. El hombrecillo acababa de ha-cer un alto en la entrada y ahora conversaba con quien era el palafrenero. Un lacayo, que ataviado con una lujosa librea azul, en noche tan significativa, se encargaba de guardar la entrada y hacía cargo de las caballerías que iban llegando. Por añadidura también vigilaba los carruajes que por allí aparcados algunos visitantes solían dejar.

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Ambos ahora conversaban y el farolero al palafrenero, decía:

—Cada vez que veo ese pañuelo rojo, me corroe la curiosidad. Me pregunto cuál será el mensaje que intenta transmitir el misterioso personaje, que prendido suele dejarlo. Me refiero a ese pingajo rojo, que de vez en cuando alguien deja atado en el brazo del farol de enfrente —y con descaro, el farolero con la caña apuntaba al lugar donde el trapo colgaba—. Apostaría que se trata de citas de amantes. Te aseguro que me tienta el deseo de prenderle fuego a tan desvergonzado colgajo.

—Amigo, no te comportes como un bellaco. Si deseas que todo te valla como la seda, te recomiendo, te abstengas de semejante insensatez. De lo contrario, perderás el cómodo trabajo de farolero, que tan plácida y holgadamente te permite vivir. ¡Piensa un poco! Con la cabeza; no con los pies —le advertía el palafrenero, propinándole con el puño un leve y amigable coscorrón—. Observa, amigo, cómo el brazo de ese farol queda demasiado alto, lugar difícil de alcanzar, para que los sencillos mozos de a pie dejen prendidos sus avisos y señales de amor. Apostaría que ese pañuelo, que de cuando en cuando vemos, lo prende un importante varón. Un caballero, desde la altura de un imponente corcel. Puede que pertenezca a algunos de los que frecuentan el palacete. Si su dueño fuere el caballero que intuyo, todo el peso de su influencia podría hacerlo valer, para en tu perjuicio presionar a doña Bona. Ten presente que de cuando en cuando, ella también se acuerda de ti, algunas de sus generosidades te llegan.

—Amigo mío, gracias por el consejo. A tu buen criterio deberé no haberme dejado llevar por el necio impulso de destruirlo. De hacer algo, mejor será que sea cosa que me reporte algún beneficio.

—Farolero, siempre que veas ese pañuelo rojo, o cualquier otro, comunícamelo. Te aseguro que si obras de esa manera, mejor será para ambos.

—Te lo prometo.

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La tarde seguía perdiendo terreno y en el salón solo faltaba él. ¡Y por Dios que se demoraba demasiado! Le esperaba para después del medio día, y no había aparecido aún. Apenas le quedaría tiempo para asearse y mudarse de ropa. Seguro que no le importaría. De cualquier modo, la de hoy sería una noche brillante y memorable. Los jóvenes ilustrados de la región, en su palacete se habían dado cita, con la convicción de colocar la primera piedra, que cimentaría una nueva época capaz de enfocar de manera novedosa tanto la existencia como el pensamiento. Y su hijo era uno de los pioneros, que en el Reino de España llevaban a cabo tan magna tarea.

Entretanto, en el salón, pacientemente los amigos espe-raban que Erardo trajera lo que constituiría el primer esbozo de una primigenia experiencia, que según les había oído co-mentar, había emprendido un grupo de jóvenes de Azcoitia, una villa, que a respetable distancia, al Este les quedaba. Ese esquema sería la génesis para comenzar a trabajar y con ima-ginación transformar el propio círculo de ilustrados en algo más. Pero ¿en qué? ¿En Sociedad de amigos de la Enciclope-dia de la Razón? ¿En Sociedad de amigos del País? ¿En ami-gos protectores de la economía? Al parecer, sobre ese tema, las noches pasadas hablaron, siendo de suponer que nada más Erardo llegara, punto por punto, tales notas leerían y a fra-ternal discusión los contertulios las someterían. Agotado su contenido, seguramente decidirían, si en parte o plenamente, aquellas bases las tomarían en consideración o, por el con-trario, redactarían por entero el propio estatuto. Sí, sería una noche brillante y memorable, y él deslumbraría con luz propia, pues, en definitiva, Erardo era un joven sencillo y lúcido, que del esfuerzo personal hacía excelente uso, y hasta la presente transitaba por la vida con absoluta independencia de los be-neficios que su espléndido linaje le reportaba: era una persona de empuje embalado, cultivada inteligencia y muy laboriosa. En esos pensamientos estaba doña Bona, cuando la puerta de su gabinete la cruzaba su hermana Inés, apartándola de las íntimas reflexiones.

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—Bona, por el salón acaba de aparecer el pintor. Le tienen cercado y acosado. No puedes ni imaginarte, lo que me costó convencerle, para que se decidiera a abandonar Madrid. Como comprenderás, no se trata de uno de los afamados retratistas de la Corte, pero puedo asegurar que posee una técnica excelente. Algunos entendidos dicen ver en sus obras a un aventajado discípulo del maestro Tiépolo. Cuando, días pasados, le propuse que viniese a tu casa, a todo mi encanto, influencia y poder de persuasión hube de recurrir. Logré fascinarle, prometiéndole que a la ribera del Cantábrico encontraría un clima más benévolo que el que le toca sobrellevar en Madrid. El artista se queja de padecer de males de huesos y de las articulaciones. La primera vez que conversamos, se lamentó del intenso frío de Castilla, que le toca soportar. Le hablé del clima que reina por estos pagos, y le dije que era algo más templado, si bien me abstuve de informarle que con frecuencia llovía. No me atreví. Esperemos que el tiempo acompañe, de lo contrario, podría cambiar de parecer, proceder a empaquetar óleos, caballete y pinceles y, rápidamente, retornar a Madrid. También le aseguré que las familias pudientes de la región les harían encargos más que suficientes, que en sus casas le hospedarían tratándole a cuerpo de rey. Le adulé diciéndole que aquí apreciarían más su arte, y le pagarían como merece, permitiéndole sanear su esquilmada bolsa. Que jamás olvidaría el buen trato que recibiría. Como ves, he cumplido al pie de la letra la promesa que te hice, cuando nos vimos la última vez. ¡Faltaría más! Entonces, te quejabas, Bona, de que fallecido tu marido, aunque te lo dio todo, te dejó sin su retrato. Lamentabas que los muros de tu casa estuvieran cubiertos de preciosos tapices, de objetos valiosos, de adornos raros, pero de Erardo solo posees un dibujillo, que le hizo un retratista aficionado, cuando tu hijo aún era demasiado niño. Y de tu marido, ni eso. Nunca creísteis que la muerte de tu esposo estuviera tan cerca. Ahora te atormenta el presentimiento de que pueda ocurrir algo similar. Me pediste que a cualquier precio te trajera un pintor que fuera buen retratista, para que pintara a Erardo, tu

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único hijo. Pues bien, Bona, entonces tomé buena nota de tus deseos. Ahora en el salón le tienes y te espera.

—No sabes cuánto te lo agradezco, Inés. Hazte cargo de él, y para cuando termine los retratos familiares, hay que buscarle clientes. En cuanto llegue Erardo, le atenderé.

—Bien. Continuaré substituyéndote en tus deberes. Te recuerdo que ya deberías encontrarte en el salón. Sabes que no puedo dedicar mucho tiempo a suplirte. Tengo que despedirme de las amistades. Sin demora debo regresar a Madrid. Me reclaman mi esposo, mis hijos y un montón de obligaciones. Ni te imaginas cómo se amontonan los acontecimientos, que en los próximos días ineludiblemente deberé atender.

Quedó sola, atenta al menor ruido, con la vista puesta en la calle vacía, y al instante empezó a notar los amortiguados pasos de una caballería, que por momento iba ganando en intensidad.

Ya está ahí —con desahogo suspiraba—. Pero ¡oh no!, sin invitarle, el reverendo don Sixto en el palacete se presentaba. Aquel difícil varón tenía el don de la inoportunidad. Asistía el día más inconveniente y su presencia podría resultar muy problemática. En cuanto descubriera cuál era el proyecto que los contertulios urdían, seguro que acabaría pasándose de la raya, enfrentándose al resto de los invitados. En definitiva, arruinando todas las conversaciones y amargándoles la fiesta. Era inconcebible que aquel pesado jesuita, de mente estrecha y espíritu encogido, se atribuyera tantas prerrogativas. Todas. Incluso mas allá de las concernientes. Y solo, porque durante años había controlado la enseñanza, moldeado el pensamiento y configurado los ideales de las personas que regían los destinos de la gente sencilla, de las condenadas de por vida a obedecer sin rechistar. ¿Cómo era posible que aún no se hubiese percatado de que había cambiado el mundo? A medida que el tiempo transcurría, aumentaba el número de personas que se atrevían a pensar; los más avanzados clericales le tachaban a él y al resto de los jesuitas de enemigos; dentro y fuera de la jerarquía eclesiástica existían personas dispuestas a cercenar su

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poder; y, para colmo, el intolerante pero ingenuo don Sixto, con sus desfasados fueras de tono, no paraba de señalarse. Le acusaban de ser persona a la que le gustaba figurar, que con tal de conseguirlo, envidiosa y estúpidamente, arrojaba piedras para arriba, que naturalmente revertían y dañaban el tejado propio y el de la colectividad; y es que, la estupidez y la envidia son defectos a cual peor. El estúpido carece de cura y, el envidioso, con tal de menoscabar la integridad de los que considera sus rivales, persigue y elige lo peor. Tal y como la noche se presagiaba, el tal don Sixto no pararía de hacer inconvenientes. No les quedaría otro remedio que, en los momentos más significativos, apartarle del salón. ¡Y por Dios que no se desmandara! De hacerlo, a destiempo se apoderaría del turno de palabras y, cuanto le apeteciera, lo prolongaría para descalificar y coaccionar.

En el preciso momento en que el palafrenero ayudaba a don Sixto a desmontar, un par de jóvenes abandonaba el palacete, y al lacayo se dirigieron:

—Palafrenero, trae nuestros caballos. Vamos a buscarle. —¿A quién vais a buscar? —preguntó don Sixto.Lo que ocurrió impidió a los jóvenes responder. A lo

lejos, comenzó a reverberar el inconfundible y bravo galope de una cabalgadura, que alborotada y poderosa pisaba el empedrado suelo de la villa. Alertas y profundamente callados, permanecieron mientras el paulatino y hueco resonar iba ganando intensa nitidez. Radiante uno de los jóvenes afirmó:

—Ya llega Erardo.Defraudados quedaron, cuando por la bocacalle vieron

aparecer un corcel. Venía sin jinete, desbocado y ante las puertas del palacete finalmente paró. Era el caballo de Erardo.

—Vamos a buscarle. Al parecer, debe haberle ocurrido algo. Quizás haya caído o de la silla le ha tirado el caballo.

—Os acompaño. Puede que necesite de mis oraciones.—Quédese…A ninguno de los jóvenes le agradaba la idea de que aquella

incómoda e intragable castaña punzante les acompañase. Es-

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taban cansados de oírle, de tragarse estoicamente sus pláticas derrotistas, sus machaconas afirmaciones, sus sesgados e in-concebibles juicios, los cuales, nadie entendía o creía, pero que la firmeza de su autoridad y arrogante ejercicio de su poder imponían como si fueran verdades o hechos irrebatibles. A sus constantes salidas de tono, ni caso le hacían. Pero en momento tan crucial, flacos de reflejos, incapaces fueron de persuadirle con algunas de las argucias que con éxito en otras ocasiones utilizaban. Por el contrario, el mutis de los jóvenes no causaba mínima mella en la determinación del clérigo, quien decidida-mente les acompañó.

Llegada la noticia arriba, el murmullo organizado y quedo, predominante en el salón, instantáneamente se tornaba en un caótico conglomerado de gente aturullada, que intercambiando escuetos comentarios, en barahúnda vagaba consternada. Luego reinó un clima de expectante temor y en un profundo silencio quedaron sumidos, el cual duró, hasta que los amigos llegaron con el cuerpo desmadejado de Erardo y se supo lo ocurrido.

***

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DOS

Aquella quisquillosa avara, la Vieja, era toda una experta en el arte de engatusar y liar, rumiaban los Fernán, un trío de pescadores, que embarcados en un falucho, ahora se encontraban a merced a una feroz tormenta, la cual no paraba de vapulearles. Aquellos momentos eran los más negros de sus vidas. Sí, la Vieja era una dura e intransigente negociadora, que solo prestaba atención a asuntos que fueran de su interés. Los ajenos siempre le sacaban de quicio, y groseramente los rechazaba; para no oírlos, descaradamente, con las manos se tapaba las orejas. Enriquecerse era la meta de la Vieja y toda su inteligencia y cínica vida se encaminaban a ese fin. Siempre le importaba un comino tener que acudir al fácil recurso de oprimir a las almas que, para subsistir, temporalmente se veían obligadas a utilizar sus vetustas barquichuelas y artes de pesca. Sí, aquella mujer solo pensaba en liarles, habiéndolo conseguido. Pero ellos tenían familias y, puestos a elegir, habían preferido bregar en la mar, a sucumbir en brazos de la peor de las miserias; del hambre. Esa sí que acabaría con la entereza y salud familiar. La mera posibilidad de que llegado el invierno la inestabilidad estacional les impidiera salir y echar las redes a la mar, para buenamente arrebatarles sus riquezas, les horrorizaba. En las aguas eran valientes y temerarios, pero les acongojaba la sola idea de que las despiadadas hambrunas de tierra pudieran constituirse en inseparables sombras, que en el futuro les persiguieran. En el pasado tanta penuria había llevado a la tumba a demasiada gente pobre. De todos esos

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temores ocultos, se había aprovechado la Vieja, atrapándolos con su maraña de argucias y promesas. Para que ellos, los Fernán, arriesgaran sus vidas hasta el extremo de jugárselas.

Días antes, desoyendo los pronósticos de ancianos y exper-tos marineros, que anunciaban que las condiciones atmosféri-cas cambiarían a peor, ellos habían zarpado. Aquella fea y em-baucadora bruja, con sus malas artes, les había encantado. Les había preñado de ilusiones y de amenazas también. Nada más iniciar tratos, sin la menor contemplación, sobre la mesa de su almacén les había arrojado sus condiciones. Primeramente, les advirtió que el tiempo para ella era algo precioso y no pensaba perderlo en vanas y largas disquisiciones. Acto seguido, áspe-ramente les cantaba que ella solo entablaba y cerraba negocia-ciones con personas que acostumbraran a trabajar con entrega total, es decir, con gente dispuesta a conseguir los máximos rendimientos. Si esa propuesta no les interesaba convendría compromiso igual o mejor con pescadores que fueran más la-boriosos y osados; con varones valientes dispuestos a faenar más; con marinos intrépidos, de esos que contra vientos y tem-pestades siempre andan preparados y dispuestos a hacerse a la mar; con varones a quienes importara un bledo que hiciera buen tiempo, malo o regular; que antes de decidirse, se pensa-ran muy bien su propuesta. Si la rechazaban, de inmediato se comprometería con otros, a quienes en adelante otorgaría sus favores, debiendo ellos olvidarse para siempre de su falucho, de manera tan descarnada les presionó, que ellos aceptaron. Luego les detalló: que ella ponía el falucho, un barco de su propiedad, el cual contaba con todas las autorizaciones habidas y por haber, y ellos pondrían su trabajo. Pactado quedaba, que cuanta pesca obtuvieran, deberían entregársela preparada, ahu-mada o salada, o sea, en condiciones adecuadas para venderla en su almacén; que a medias se repartirían las ganancias que obtuvieran; que había revisado la cuenta de anteriores entregas, y calculaba que cuando regresaran podría proveerles de ropas y víveres para todo el año. También podrían retirar la vaca le-chera que le reclamaban. Esas eran las cuentas de la Vieja, y les

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tenía sujetos como a bueyes a punto de ser capados, inmovili-zados por el yugo de hierro, que en el cuello les había puesto. Sujetos. Bien sujetos.

El frío viento de la galerna soplaba y, merced a su fuerte oleaje, los tres Fernán permanecían atrapados, en un barco del que imposible era huir. Y en juego tenían algo más que las pelotas, eran sus vidas las que estaban en juego. Y los cielos y el mar, los cuales por momentos empeoraban, parecían dispuestos a cobrárselas. Al menos, a los cielos podían dar gracias, por la acertada ocurrencia de dejar en tierra a Delfín. De ocurrirles lo peor, sucumbirían, con la tranquilidad de que el muchacho estaba a salvo. Los tres hermanos Fernán, con grave riesgo de sus vidas, habían aceptado la descabellada propuesta de aventurarse una vez más en la mar. Lo habían hecho con el prioritario fin de conseguir una vaca lechera, la cual desahogadamente les permitiría alimentar a la familia y liberarles de algunas de las penosas dependencias económicas. Su producción, unida a la de otra vaca, que ya poseían, les permitiría hacer queso para consumir o vender. Empobrecidos hasta la médula, a algunos vecinos de la hidalga villa de Santillana del Mar no les había quedado otro recurso que empeñar sus vidas faenando en la mar. En una mar que por momentos embravecía y como titanes hacían frente los tres Fernán. La intensa marejada desatada, al pescador más experto apenas le permitía gobernar el timón. Uno de ellos miró a los cielos e, impulsadas por el viento, espesas nubes plomizas se deslizaban. Como movidas por alas, se habían acumulado, formando un denso y oscuro nubarrón, que obscurecía la visible bóveda celeste. Cuando la violenta tempestad se desató, se encontraban mar adentro, sin tiempo para dar marcha atrás y encontrar un abrigo natural donde poder guarecerse. Sabían que no tenían solución. Aquellos intensos vendavales, aquellos bravíos oleajes, parecían tenerles la muerte jurada. En tal contingencia, poco o nada podían hacer. Solo dejarse llevar por los vientos y esperar. Y así debió ocurrir, pues de lo único que estaban seguros era de que estaban perdidos, en

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un furioso mar abierto, abandonados a la mano de Dios y con las esperanzas idas a pique. El racamento crujió, y la verga se desplomaba junto con la vela, yendo ambas a caer, justamente, sobre el cuerpo del más joven pescador, robándole en el acto la vida. Incontrolables bofetadas de agua lamían sus cuerpos, y ateridos de frío, los sentían. Estaban agotados y a punto de sucumbir. Estirados en el fondo del barquichuelo, navegaban sin timón, merced del mar y del viento, por lo que era la cresta de una enorme ola. Finalmente, el frágil casco, en un abismo de espuma se hundía, que como inmensa sima, a sus pies se abrió, precipitándolos en su vacío. Resignados aceptaban lo que el destino les había reservado. Que aquella tempestad acabaría con sus vidas, y aquel lugar sería su tumba. Que la mar ahogaría sus ilusiones, y la misericordia de Dios y la eternidad aliviarían sus pesares. A partir de ahora, sus desamparadas familias deberían retomar sus luchas para satisfacer iguales necesidades y más agravadas aún si caben.

***

—Hace días que deberían haber alcanzado puerto —se lamentaba la más joven de las tres mujeres que, desde el borde del acantilado, dirigían sus tristes miradas hacia el plomizo azul del mar.

—Escuché a un viejo pescador cómo a otro comentaba que nuestros maridos deberían ser criaturas sobrehumanas, para no perecer, a merced de las tormentas que días pasados se desataron.

—Sí. Hace demasiados días que partieron, y si las aguas, vivos o muertos, no los devuelven, será porque se los ha tragado la mar.

—Eso fue lo que tu hijo Delfín oyó comentar a unos pescadores, en el embarcadero.

—Siempre hay gentes, que más que personas de bien, parecen pájaros de mal agüero. Yo tengo fe y prefiero creer que las furias de la tempestad y de los vientos les han empujado

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tan lejos que seguramente han arribado en suelo francés o inglés. O en alguna otra costa lejana han encontrado abrigo en algún resguardado fondeadero. Allí permanecen amarrados a la espera de que la tempestad amaine. Confío que las brillantes candilejas de los cielos y los sencillos bosquejos cartográficos, de los mapas portulanos, que suelen llevar, les hayan ayudado a salvar sus vidas.

Por espacio de largos e interminables días, los miembros de la familia permanecieron a la espera del regreso de los Fernán. Enmudecidos consumían el tiempo con el corazón cabizbajo y la mirada asomada a la mar. A veces estaban todos, otras entre ellos establecían turnos y relevos. El temporal amainó y un tiempo bonancible acabó adueñándose del litoral. Como se estaba haciendo costumbre, al asomo del alba, una vez más se dispersaron a lo largo del culebreante sendero, que bordeaba el acantilado. Con ojos vidriosos, mujeres y acongojados chiquillos, que de cuando en cuando a manotazos ponían orden a sus incontrolables lágrimas, alternaban cortas y nerviosas caminatas, con secas paradas, para desde lo alto ojear hasta donde la vista les permitía alcanzar. En instantes tan críticos, sus miradas parecían volar y perderse más allá de la línea del horizonte; luego, cuando se encontraban, negros comentarios cruzaban.

Entonces, a lo lejos vieron venir al Colgado y de golpe todos los pensamientos y suspiros desaparecieron. Priscila anunció:

—Mala señal. Mirad. Por allí se aproxima, el agorero de siempre.

—Por la villa y alrededores, a gritos debe correr la triste noticia de que nuestros maridos jamás volverán. En cuanto la Vieja ha llegado a esa conclusión, no le ha faltado tiempo para enviarnos a su recadero. Un cataclismo sentimental y material se cierne sobre nuestras cabezas.

Sin apartarse del lugar, esperaron a que les alcanzase el desdeñable mensajero; un joven de rostro aceptable, que con semblante tristón, sobrellevaba el peso de su corcovada espalda. En torno a él se apiñaron las tres esposas y la chiquillería.

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Incómodo, el mensajero adoptaba una postura impersonal y, con miraba huidiza, las saludaba. Temía cruzarse con alguno de aquellos ojos que calladamente le recriminaban.

Tras breve salutación, sin rodeos les soltó:—Señoras, la dueña del almacén me envía para que les

recuerde que deben pasarse por su casa.—¿Acaso le debemos algo? Nuestros maridos llevaban

toda la campaña entregándoles la pesca, por tanto, ella es quien nos adeuda. Según tenemos entendido, ésta iba a ser su última salida de temporada.

—¿De quién era el barco? —insinuó el Colgado, con aires de suficiencia—. ¿Quién se lo devolverá a mi señora, si, los que saben de mar, se inclinan a confirmar que sus maridos jamás volverán? Señoras, ése es el argumento, que día tras día oigo farfullar a la Vieja. Comprendan que solo soy un mandado, que la dueña del almacén reclame vuestra presencia no es cosa mía. Señoras, ¿qué desean que les comunique?

Las mujeres callaron. Intuían que por vil jugarreta del destino, estaban frente a lo irremediable. Del cielo les caían los primero quebraderos de cabeza, que prontamente deberían afrontar. Finalmente, con autoridad, Ágata las comprometía.

—Mañana. Mañana pasaremos por el almacén. Y sin más el Colgado marchaba y, ensimismado, por el ca-

mino iba dándole vueltas y más vueltas a asuntos de su absoluto interés. Hoy experimentaba gran intranquilidad. Nada más le-vantarse, había topado con uno de esos días inenarrables. Antes de aparecer por el almacén, es decir, bien temprano, como de costumbre, se había pasado por los establos para saludar al an-ciano vaquero Miqueas. Le había encontrado abatido y más can-sado que nunca. En cuanto pudiera, le ayudaría en su faena o, de lo contrario, al buen hombre imposible le sería finalizar. Era su amigo y le conocía desde que muy niño, por primera vez, atrave-só el umbral de la casa de la Vieja. El anciano era un trabajador a carta cabal, de cualidades admirables, y uno de los pocos, por no decir el único, que de cuando en cuando tenía la valentía de contrariar a la Vieja. Inexplicablemente, la ponzoñosa y antipáti-

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ca mujer se lo consentía. Diariamente intercambiaban amistosas palabras, pero aquella mañana la chispa del anciano parecía tan apagada que sus labios solo fueron capaces de hacerle recordar algo que ya le había mencionado:

—Jonás (le agradaba que aquel hombre se abstuviera de lla-marle Colgado. Miqueas siempre le llamaba por su nombre de pila), Jonás, jamás abandones esta casa. Aquí está tu presente y, en algún lugar, seguro que también estará escondido tu origen y porvenir. Puede que te parezca mentira, pero tu futuro podría ser más venturoso de lo que imaginas. Algún día ella se irá y tú permanecerás…

Más de una vez le había dejado caer similares incongruencias, y si bien siempre le solicitaba que fuera más explícito, nunca le llegó a aclarar qué quería decir ni la razón de su oscuridad. Hoy había iniciado el día torcido y más torcido lo acababa. Odiaba que la Vieja se sirviera de él, que le utilizara como mensajero de sus malas noticias. Y muchísimo más odiaba que le utilizara como látigo de sus muchas bellaquerías. Pero, tal cual estaba la vida y el trabajo, no le quedaba otro remedio que aguantar.

—Si la Vieja ha decidido enviarnos a su recadero, seguro que ya ha hecho los leoninos cálculos que acostumbra. Temo que después de nuestras desdichas haya decidido no soltar prenda.

—En nuestras circunstancias no se atreverá. Iremos con nuestros hijos.

—Claro que se atreverá. Nos echará a patadas y nos dejará tan derrotadas que en el futuro no podremos recurrir a ella. Es una codiciosa bruja, fea y cruel. Acabamos de comprobarlo. Lo que los vecinos no se atrevían a comunicarnos, ella lo acaba de confirmar. La mar ha sido la tumba de nuestros queridos maridos. Somos un trío de viudas con un puñado de huérfano a quienes criar —se lamentaba una, mientras miraba al recién nacido que en los brazos acunaba y, alternativamente, a los pequeños que a las faldas de las otras se agarraban.

—¿Y ahora cómo sobreviviremos y les criaremos? Ya era difícil cuando ellos vivían. Solas, será imposible —musitó

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otra, afligida por la asfixiante angustia de sus pérdidas y desamparo.

—De ellos algo aprendimos y les imitaremos. Podemos luchar hasta morir, pero en vida nunca nos dejaremos vencer.

—¿Cómo te quedan gotas de optimismo? —casi gritaba otra.

—Sí. ¿Cómo sobreviviremos y sacaremos adelante a nuestra numerosa familia? ¿Cómo nos la apañaremos para mitigar el apetito de chiquillos en edades tan voraces?

—De la única manera posible. Conviviremos y actuaremos como familias unidas, que navegan en barco a la deriva, que en nuestro caso debe resultarnos más fácil. Nuestros maridos nacieron hermanos, como hermanos trabajaron, pescaron y unidos hasta morir lucharon. Si permanecemos unidas, quizás logremos superar las dificultades que se nos avecinan. Acaba de surgir el primer obstáculo y a él habremos de hacer frente. Vamos a reclamarle a la Vieja todo lo que nos pertenece.

—¡Vayamos!—Soseguémonos. Antes de actuar, razonemos con sen-

satez. Residimos en las afueras y ella apenas se mueve de su almacén. Cuando sale, jamás pasa por aquí. Tiene todas nuestras referencias pero ignora nuestra identidad. Si es ver-dad todo cuanto de ella cuentan, es de temer que con ella debamos librar una durísima discusión, que podría llegar a palabras mayores. Pecaríamos de necedad, si nos enfrentára-mos y enemistáramos las tres. Iré yo, y vosotras os reservaréis. Dada su posición, la de dueña del único almacén de la villa, y su carácter hostil, en el futuro con ella irremediablemente tendremos que regatear y reñir. Por lo menos, de momento tengamos la acertada cordura de privarla de ese placer, de que cada vez que a su comercio tengamos que recurrir, pagando o de fiado abastecernos, no pueda tomarse venganza negán-donos las mínimas provisiones. De hacerlo, precisamente nos comportaríamos como a ella le apetece, dándole la oportuni-dad de humillarnos y zaherirnos. Una situación que, a toda costa, debemos evitar.

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—Llevas razón. Meditemos esta noche con la almohada y mañana decidiremos cómo actuar —musitó una, con asfixiante angustia.

***

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TRES

Zita, antes de que amaneciera, ya se había despertado, e incapaz de conciliar el sueño, abandonaba el lecho y se dirigía al acantilado para, desde la distancia, dar a la mar el primer repaso que acostumbraba. La aurora de rojo encarnaba la línea del horizonte y, allí, permaneció hasta ver nacer al sol y cómo se alzaba medio disco sobre las aguas. Aunque las tempestades habían amainado, la mar permanecía desnuda de barquichuelas. Solo las aves marinas, como las gaviotas, los alcatraces y las golondrinas blancas osaban transitar por aquellas inmensidades azules y en picado contra la acuosa superficie se dejaban caer. A casa retornó y, caprichoso, el humo escapaba por la negra obertura de la chimenea, confirmando que la familia ya estaba levantada.

La mañana estaba fresca y el cielo despejado. Para ordeñar la única vaca que poseían Ágata se dirigió a la parte trasera de su casa. Posteriormente, de las tres viviendas, que en el prado se alineaban, a la central se encaminó y su estancia principal ya estaba caliente. En torno a su lumbre los más frioleros se agazapaban y los más voraces sentados en torno a la mesa esperaban la llegada con la leche recién ordeñada. A ojo calculó cuánta necesitaba. La vertió en un caldero, que colocó a hervir, colgándolo del gancho que quedaba sobre los rescoldos que había en el interior de la chimenea. Los más pequeños parecían inquietos y no paraban de revolotear de acá para allá. En una pequeña y maciza mecedora de pino Priscila daba el pecho a su bebé. Zita apareció, y bajo el brazo traía algunas prendas.

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Pensaba vestir a los pequeños, que ligeros de ropa habían abandonado las alcobas.

—Es de agradecer la posesión de una vaca. Al menos ellos —y señaló a los más pequeños— y también nosotros, cada mañana con su leche podremos calentarnos. Sin vuestros padres, a quienes tanto echamos en falta, la vida nos será muy dura y difícil —casi susurraba Zita, al tiempo que con temblorosa voz y ojos vidriosos, los cuencos de los muchachos llenaba—. Y podría empeorar si perdiéramos a nuestra única vaca. Por conseguir otra, vuestros padres se jugaron la vida. No dejéis jamás en olvido esa advertencia. Y demos gracias a Dios de que aún hoy podamos disponer de esta leche y de una hogaza de negro pan. Por juventud ignoráis cuánto cuesta, en estos tiempos, regalarse la boca con unos bocados de pan candeal. Por eso, aunque duela, debéis conocer que dentro de nada, hasta un cuscurro de pan podría llegarnos a faltar. En la alacena solamente quedan algunas castañas y algo de pescado seco. Prestad atención, y después moveos. De la intemperie vengo y, aunque estamos en otoño, parece que el día comienza despejado y lucirá el sol. Llevad a la vaca al prado a pastar, y mucho ojo. No permitáis que nadie se le acerque. Absteneos de permanecer en corrillo, contemplando al animal, como si de una imagen sagrada se tratara. Basta con que una de vosotras permanezca a su lado; eso sí, provista de un buen garrote, que siempre tendréis a mano. Por lo que pueda ocurrir —dijo señalando a sus cuñadas—, y tened siempre próximos a un par de muchachos: uno que sea fuerte y otro de ágiles piernas, por si tiene que echar a correr para avisar a los demás. Y nada de perder el tiempo en suspiros, lamentaciones y miraditas al cielo. Las miraditas, ya sabéis, alternadas; unas al animal y otras al suelo. En el prado aún podéis recolectar diente de león y por los campos quizás queden algunos cardillos. Delfín, cuando esta mañana el sueño me abandonó, hacia el acantilado corrí, para ver si ellos regresaban y eran los de la villa quienes se habían equivocado. No fue así. Las aguas estaban tan calmadas que desde lo alto podrás pescar. A medida que el tiempo lo

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permita, enseña a los demás. Y aproxímate a quienes, tendiendo redes y colocando trampas, sepan cazar pájaros o cualquier otro animalillo comestible. Procura aprender.

—Puedo intentar enrolarme en alguna otra tripulación. —El invierno se aproxima y, a partir de ahora, pocos saldrán

a pescar. Por otro lado, ese sería el mayor desatino que en tu vida podrías cometer. No lo vamos a permitir. Por edad, aún no has cumplido con la novedosa obligación patria de alistarte en la Matrícula de mar que, según parece, deben cumplir todos los jóvenes de estas tierras que piensen dedicarse a la mar. En tu situación, los contados patrones que a enrolarte se arriesgaran lo harían temerosos de llevar en su barco a un joven que no reúne los requisitos exigidos. En tus condiciones, a cambio de tu trabajo poco o nada te pagarían. Preferible será que permanezcas en tierra y sigas nuestras recomendaciones. Los demás, marchad al monte, donde espero que al pie de los árboles aún queden algunas castañas y bellotas. Recolectadlas. Cuanto más pronto nos hagamos a la idea de que si queremos subsistir, estamos condenados a agudizar el ingenio y a trabajar de sol a sol, más llevadera será nuestra penuria. Cualquier vana ilusión que ingenuamente nos hagamos podría engañarnos hasta el extremo de acabar víctimas del hambre y de la miseria.

Preocupadas, las otras dos mujeres a Zita miraban y calladamente especulaban: se le han recalentado los sesos de tanto pensar.

—Zita, es imposible hacer todo lo que has planeado. Recuerda el aviso de la Vieja.

—Solo me conoce a mí. Y muy poco. Acudiré sola y llevaré a tu pequeño en mis brazos. Andrés, tu hijo mayor, que parece espabilado, me acompañará. La Vieja solo tendrá la oportunidad de destrozar a una de nosotras. Espero que no lo consiga. Vosotras quedaréis indemnes y, si fuere preciso, hasta amistosas. El pequeño soltó el pezón y, arrebujadito, en su mantón de lana, se encogía. Su madre, con tiernos arrullos, le acunó. Zita, complacida, se inclinó para admirar al adormilado bebé y suspiraba:

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—¡Qué feliz es! Le llevaré en mis brazos y hasta puede que enternezca el corazón de la Vieja.

—Le acabo de amamantar y ha quedado satisfecho y vencido de sueño. En largo rato no espabilará. Le gustan tus brazos y no los extraña.

***

Caminaban Zita y Andrés por la serpenteante vereda que conducía a la villa, y de lejos les iban llegando los murmullos de los muchachos que, con la alegría propia de la edad, de buen grado seguían las indicaciones de dirigirse al monte y a los pastizales. Atrás quedaban las tres pequeñas viviendas, que de pertenecerles en propiedad con orgullo podían presumir. Ubicadas en un lugar tranquilo y soleado, podía decirse que quedaban a escasos pasos del litoral y a algo más de media legua de la villa natal. Una población que, aunque a tiempos medievales se remontaba, nada sería de extrañar que sus orígenes se perdieran en los albores de la historia. Sus edificios, construidos en piedra e impregnados de tradición, destacaban por los dorados tonos de los bloques empleados y los escudos de armas, que tallados en las fachadas, hacían alusión a heráldicos emblemas de lugareñas familias nobles e hidalgas. En cambio, los Fernán, hidalgos también, hidalgos como los que más, que el devenir de los malos tiempos había arruinado, al menos podían contar con la satisfacción de residir en sus propias casitas, las cuales, como otras muchas, por el extrarradio se dispersaban. Las suyas, concretamente, se encontraban dentro de un prado y por la espalda limitaban con los comunales terrenos de un monte. Conocía Zita cómo, desde tiempo inmemorial, la familia Fernán podía aprovecharse tanto de la leña y frutos de un bosquecillo colindante como de la hierba del pequeño prado existente, entre el monte, las comunales tierras yermas de nadie y el borde del acantilado. Desde la distancia, en medio del verde y ondulado prado, resaltaban las tres viviendas familiares: la

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de construcción más sólida y añeja poseía el singular aspecto de una modesta casona. A sendos lados destacaban las otras dos, construidas bastante tiempo después, cuando la situación familiar empezaba a declinar. Sus apariencias eran más humildes y sus extensiones más reducida pero, al menos, armonizaban cuando de lejos se las miraba.

¿Es así, o es que ahora, en estos álgidos momentos de necesidad, cuando desde la distancia las contemplo, en mayor medida, valoro la seguridad que nos reporta el hecho de saber que al menos disponemos de un techo donde cobijarnos, de unos muros de piedras que nos protegen y del calor de un hogar que generosamente provisto de leña y follaje nos calienta? —calladamente se decía.

Tanta complacencia se esfumó cuando, súbitamente, ex- perimentó una fuerte punzada en la planta del pie. Mortificada, por el dolor, no le quedó otro remedio que detenerse. Plegó la ro- dilla, elevó el pie y en la suela de la bota encontró clavado un pequeño y estriado guijarro que mentalmente la llevó a gritar:

—¡Dios! ¡Cuántas necesidades hemos pasado por alto! —Prosiguió en su caminar y, una por una, calladamente las fue evaluando.

Según calculaba, alimentarse sería el menor de los apre-miantes problemas a los que en adelante deberían enfrentarse. Vestirse y calzarse serían necesidades imposibles de satisfacer. ¡Doce almas eran en total! Doce entre las tres familias. Lo cual venía a significar que si en las respectivas economías hogareñas no entraban algunos reales, pronto irían descalzos y vestirían harapos. O sea, que la situación era fatal, y debían tomársela muy en serio para no acabar hechos unos indigentes. Puesta en esa tesitura, Zita se imaginaba lo peor, que las penalidades visiblemente deteriorarían el aspecto familiar, y los demás les tratarían como si fueran un puñado de facinerosos condenados de por vida a entregar pellejo y sudor. Ensimismada, conse-cuentemente iba haciéndose esos cálculos, y amén de lo que la Vieja les adeudaba y debía liquidarles, lo cual, bien adminis-trado, durante un año les permitiría ir tirando, después solo

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contarían con lo que Delfín desde tierra pescara, las hierbas y frutos silvestres que en los campos recolectaran y la leche de una vaca. Tan escasas provisiones, el hambre de tantas bocas apenas lo despejaría pero al menos lo distraería. El vestido y el calzado podrían sufragarlo con el queso procedente de la vaca que la Vieja hoy les entregaría. Nada más pisar una de las calles, de la empedrada villa, Zita experimentaba la necesidad de palpar el capital familiar, consiguientemente hurgó entre los vuelos de su saya, topando con la abertura que daba paso a las enaguas. Escondida y colgada de la cintura, llevaba la faltrique-ra, que solía ponerse más por pura rutina que por auténtica necesidad, pues en ella solo un real llevaba. Una cantidad que, aunque pequeña, hacía tiempo que guardaban, pues ni entre todos los miembros de la familia ahora la conseguirían reunir. Zita introdujo la mano y, palpando la moneda, se dijo:

—¿Qué puedo hacer con ella? Por más que cavilaba, no se le ocurría idea brillante, que

doble o triple satisfacción le reportara. Así que a su sobrino le propuso:

—Andrés, mejor será que entre sola. Espera fuera un momentito. Luego pasa. Ya dentro hazte el remolón. Observa lo que ocurra y cuando regreses a casa nos lo comentas. Procura que de ningún modo la Vieja te asocie a la familia. Nada más abandone la tienda, con esta moneda compra una hogaza de pan y toda la harina posible.

—Tía Zita, creí que la acompañaba para ayudarla a recoger algunas cosillas, que a nuestros padres la dueña les dejó a deber. Si me quedo fuera no podré auxiliarla.

—Ya me ayudarás, si todo sale bien. Y si no sale, más nos ayudarás, si no te involucras en lo que pueda ocurrir. Tengo el presentimiento de que nada bueno será.

Era temprano cuando llegaron al almacén y, de par en par, la dueña ya tenía abierto el viejo y estriado portalón. Desde fuera, a través de los vidrios de una segunda puerta, vagamente podía entreverse qué ocurría en el interior.

—Allí estará la Vieja —se dijo.

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Conviene decir que la Vieja era una mujer de edad madura y bastante más joven que su popular apodo. Dueña de un rostro asimétrico, sus rasgos eran tan heterodoxos como imposibles de clasificar. Dolicocéfala era su cabeza y alargado y huidizo su frontal. Y en sus mejillas, descarnadamente secas, inexistentes resultaban sus largos y finísimos labios y prominente era su mentón. Probablemente, de ahí le venía el malintencionado sobrenombre de «la Vieja», de que cuanto cavilaba, y lo hacía muchísimo, hundía y embebía la boca como si careciera de dien- tes, que sí los tenía, pero, por lo que fuera, jamás se le veían. Su nariz era aquilina y, cuando se enardecía, sus finísimas alas parecían palpitar. Entonces, su rostro se tornaba tan fiero que a más de un prójimo, temor infundía. Sus vigilantes ojos, pe-queños, hundidos y negros, parecían puñales dispuestos a de-gollar a todo aquel que, predispuesto a importunar, por su casa osara aparecer. Quienes mejor la conocían comentaban que cuando se adentraba por los intrincados misterios del cálculo, miraba a los cielos y con los ojos puestos en blanco en un periquete operaba, haciéndolo con absoluta precisión. Aseguraban que sin recurrir al ábaco, a la pizarra o al papel en cuestiones de cuentas era más rápida y precisa que el mejor. Y que nadie discutiera su solución. De atreverse, la mujer explo-taba con alguna de sus frecuentes y malhumoradas salidas, y contra el ingenuo de turno, al completo descargaba su saco de mezquindades, las cuales, con resabida petulancia, a lo largo de todo el negocio apuraba. Sí. La Vieja no era tan vieja, pero por genio y figura a pulso tal sobrenombre se había ganado.

Zita calladamente suspiró, notando un intenso olor a estiér- col. Procedía de la parte trasera del edificio, donde radicaba el establo, y aquella usurera y taimada comerciante seguramente tendría estabulada a su vaca. Tal descubrimiento la incitaba a decidirse. Empujó la segunda puerta, la que daba paso al almacén, y el resorte golpeó una campanilla que aguda y vibrante resonó. Ya no había vuelta atrás. Dio unos pasos, miró a su derredor y se encontraba en el cogollo de una amplísima y desorganizada estancia, que estaba abarrotada

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de todo lo imaginable y de lo inconcebible también, a la que daban todos los usos factibles: almacén, punto de venta y oficina personal, pues en un extremo y tras el mostrador tenía instalado un escritorio, es decir, una mesa repleta de trastos, en la que reinaba un desbarajuste mayúsculo. Situada, en el escaso espacio existente, entre la mesa y el mostrador, la Vieja a un cliente atendía. Entre tanto, en el otro extremo el Colgado plegaba géneros. Zita notaba cómo desmesurado el corazón se la aceleraba experimentando la desagradable sensación de estar a punto de escapársele por entre las cintas del corpiño. Trató de calmarlo, arrebujando en su regazo al pequeño Amós, y a duras penas lo conseguía. Aquel día el rostro de la Vieja tenía todos los visos de haber dormido bien y despertar mejor. A todas luces estaba en su salsa, pues magnánima atendía al madrugador cliente, conversando con muy buenas maneras. En cuanto la vio, miró al Colgado, y Zita tuvo toda la impresión de que visualmente le insinuaba algo. Éste ni se inmutó. Continuó igual de tranquilo y en su tajo. La mujer nuevamente recurría al extraño guiño, si bien ahora, a su ayudante parecía querer fulminar, quien por lo visto no cumplía con los mandatos establecidos. Éste ni caso hacía a las graves insinuaciones visuales, que de cuando en cuando formulaba. Muy aplicado y parsimonioso proseguía con su trabajo de plegar y colocar mercancías.

En cuanto la tendera acabó con el cliente, la buena salsa se le tornaba en mala leche, arremetiendo verbalmente contra su ayudante.

—¡Rácano! No te necesito, para que sin más andes a todas horas distribuyendo sacas por donde te apetezca. Y colgando mercancías. Colgado. Eso es lo que eres: un colgado. Te tengo ordenado que nada más llegar un cliente, si estoy ocupada, debes atenderle.

—Cierto, doña Gelasia. Como también, que no pierda el tiempo atendiendo asuntos que no son de mi incumbencia. A la señora solo puede atenderla usted.

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—¿Pero crees que puedes engañarme? Mientras despacho, también te observo. No me ha pasado por alto que no has preguntado a la señora, qué desea.

Y aunque Zita estaba algo distanciada de donde se libraba tan estúpida trifulca, le llegaban las voces de tan injusta regañina, incomodándola aún más. En cambio, al habituado Colgado, tan aparatosos prontos y gritos parecían tenerle sin cuidado. Sin el menor rencor, a la oreja de la ponzoñosa dueña se aproximaba y susurraba:

—Señora. Es una de las viudas de los hermanos Fernán.Tan de mañana, la dueña no solía encontrarse en forma,

para, con cierto regusto, solventar uno de sus muchos ne-gocios peliagudos. Esos donde ella se llevaba el gato al agua y los prójimos apechugaban con las cargas. En este caso las prójimas eran las viudas. Mental y concienzudamente nece-sitaba prepararse. Así que, haciéndose la remisa, frunció el ceño, inclinó la cabeza y con los ojos puestos en el pavimento, con vertiginosa rapidez mental, su privilegiada cabeza diseña-ba el mejor modo de proceder, tiempo que aprovechaba para de los bajos de su ribeteado y precioso jubón tirar y respirar profundamente, es decir, para a su reducido busto, que era de lo más raso, dar más volumen. Ya a punto, dilató el cuello, elevó la barbilla y arrogantemente desde la distancia analizaba a Zita y, sin mediar palabra, salvaba el trayecto, transmitiendo con la mirada un afecto tan engañoso como circunstancial, el cual enmascaraba su escasa piedad. La desvalida Zita inter-pretaba aquellos viscosos gestos de amabilidad, que por todos los poros aquella mujer traslucía, como si sobre su cabeza se cerniera una cercana amenaza: subrepticiamente, la dueña le indicaba que acababa de colocarse su acostumbrada arma-dura, y protegida de recia coraza, ya estaba preparada para propinarle puyazos por doquier, a la inamovible visitante, que más tiesa que un mástil, en el centro de la estancia esperaba.

Allí ya olía a chamusquina. El Colgado, quien era experto en husmearla, notaba cómo por momentos la atmósfera se caldeaba. Con toda probabilidad, la refriega que se avecinaba

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sería de las sonadas. Así que acudió a la fácil táctica de poner tierra de por medio. Tan rápido como una lagartija, se deslizó, guareciéndose tras una pila de mercancías.

—¿Señora...? —preguntaba la Vieja, con engañoso gesto amable

—Zita. Puede llamarme Zita. Vengo en representación de las tres familias —puntualizó la viuda, arrebujando al bebé, quien acababa de introducirse el pulgar en la boquita.

—Señora, lamento que la mar se haya llevado a sus esposos, cabezas de familia y valientes marineros. Los avatares del destino hay que aceptarlos tal cual vienen y tocan. A ellos se los tragó el mar, y los que quedamos en tierra, los vivos, hemos de sobrevivir y asumir tanto las obligaciones que los difuntos dejan, como las que conlleva el simple hecho de nuestra existencia.

Aquellas enrevesadas y pringosas palabras, las cuales le decían que, más pronto que tarde, a su familia el destino le pasaba factura, tocándoles ahora pagar, aún más atribulaban a Zita. Profundamente respiraba, intentando ahogar su temor.

—Gracias, señora Gelasia, por su misericordia. Pero no todos los pescadores están condenados a navegar en iguales condiciones. Ni todos los huérfanos y viudas quedan igual de desamparados, condenados a sobrevivir con medios tan escasos.

—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno! —con el desaire y la altivez que la caracterizaba, cuando alguien le llevaba la contraria, la Vieja exclamó—. Que soy viuda también. Hace años que mi marido desapareció y no puedo permitirme el dispendio de perder esa barca que también es mi sustento. Así, sin más.

¡Cómo es posible que la Vieja siempre salga al trapo, con la cantinela de que es viuda! —pensaba y callaba Zita—, cuando por la boca de las gentes circulan incontables habladurías sobre las pasadas calaveradas de su marido. Si ella tuviera la descortesía de por el rostro restregárselas, la harían palidecer. ¡Con razón prefiere dárselas de viuda, antes que admitir la veracidad de los infamantes chismes que por la villa y alrededores corren!

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Mucho la hería el hecho de que la Vieja pretendiera establecer semejantes identidades, mas dadas las circunstancias, sensato sería amoldarse y educado morderse la lengua, aunque los pensamientos se le sublevaran: ¡Menuda desfachatez se gasta! ¡Será posible, que se atreva a tanto! A dárselas de viuda, cuando todo hijo de vecino conoce que su marido andaba liado con su hermana. Juntos los dos, un día desaparecieron y de ninguno nunca más se supo.

—Sí, doña Gelasia, así es la vida pero no establezca igualdades donde no las hay. Nosotras hemos perdido parte de nuestras vidas, las cuales nos eran muy queridas y jamás les recuperaremos. En cambio usted solamente ha perdido una vieja barca, que al máximo la aprovechaba, y cuando lo desee la podrá reponer.

Tanta porfía desquiciaba a la Vieja, que no estaba acostum-brada a que la contrariaran. Nuevamente estiró el talle, ensanchó el pecho, dilató el cuello, frunció el rostro y, como mitológica bicha, lentamente parecía desenroscarse, mirando a su prójima con desafiante fijeza hipnótica. Pensaba que desmedidamente la fastidiaba, aquella necesitada y descarada mujer, que dada su situación, como todas las gentes que de ella dependían, a sus pies debía arrastrarse.

—¡Por supuesto que la voy a reponer! En cuanto me la paguen, señoras. Como ya he adelantado, no puedo permitirme perderla —con tono seco e inmisericorde apostilló.

—Señora, ignoro sus cuentas, pero, por lo que oigo, abis-malmente difieren de las nuestras. Traigo detallada relación de las entregas por ellos realizadas. En casa guardamos los reci-bos que usted firmaba y, por supuesto, recordamos sus pala-bras. Palabras veraces, de caballeros hidalgos, los cuales, cuando a casa regresaban, relataban cómo ambas partes contabilizaban la pesca. En su libreta usted las anotaba y, en contrapartida, les daba un recibo, en el que señalaba el número de piezas fres-cas recibidas. De igual manera, con las piezas saladas y las se-cas procedían. Su avidez, señora, fue la causa que impidió que ellos regresaran. El invierno se aproximaba, y con las condicio-

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nes atmosféricas tan revueltas, ningún pescador osaba zarpar. Consiguientemente, sus barcos quedaban condenados a perma-necer amarrados e improductivos. Idea que muchísimo le des-agradaba y, para evitarlo, procuró granjearse sus voluntades. Les azuzó, para que antes del descanso de temporada, hicieran una salida más: de lo último que pescaran les ofreció la mitad. En pago a esa y otras anteriores entregas les prometió que, hasta el sustancioso montante de reales que figura en esta nota, abas-tecería durante el invierno de víveres, ropa y calzado a las tres familias. También les dio solemne palabra de que les entrega-ría una joven vaca lechera, que estuviese en pleno rendimiento.

—¡Habrase visto semejante desfachatez! Señora, ¿preten-dían sus maridos llevarme las cuentas? Dudo que supieran contar y leer. Y usted también.

Semejante salida de madre abochornaba y sacaba de quicio a Zita. Por instantes la sangre se le agolpaba en la cabeza y, como mejor podía, renunciaba a pronunciar las muchas recriminaciones que a borbotones le bullían.

¿Pero qué se habrá creído esta sabihonda? ¿Que es la única persona interesada en aprender? ¿Que trata con una analfabeta pechera? ¿Que constituimos una ignorante y desidiosa familia? ¡Pues está muy equivocada! Bien, que nos hemos preocupado, primero de aprender, para luego poder cumplir con las obligaciones paternales de educar e instruir a nuestros hijos.

De pequeños, al completo la familia había asistido a la escuela, el tiempo suficiente para aprender a contar, a calcular y a leer, y en el hogar les gustaba practicar. Con frecuencia releían los escasos papeles impresos que en sus manos caían y guardaban en una caja de madera: coleccionaban hojillas sueltas de la gaceta, trozos de libros viejos y algún que otro bando civil o religioso que en fachadas o tablones de anuncios algún tiempo habían permanecido prendidos. Y a menudo se entretenían jugando a contar y a calcular. ¡Qué tiempos aquellos en que todos jugaban y participaban de las bromas familiares! Y es que, hasta ahora, el hogar de los Fernán había vivido bajo una atmósfera pletórica de risas y de calidez.

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—Señora. Nuestros maridos sabían contar, tasar su trabajo y, a su justo precio, asumir riesgos y responsabilidades. En cambio usted parece no estar por la labor de afrontar las suyas. Bien sabido tenemos que usted es la deudora, por tanto, respete sus compromisos. Vengo a cobrar: entrégueme la vaca y provéame de los víveres necesarios.

—Tenga por seguro que jamás les entregaré la vaca. Mi barco valía mucho más —con desafiante gesto avinagrado, aseveró.

—Su falucho era un viejo cascarón, que todo pescador que podía le daba de lado. A nuestros maridos usted los necesitaba, y de mala manera los pescó: con un pacto, que no pensaba cumplir. Les hizo una oferta, aparentemente generosa, porque usted tenía todas las de ganar. Les lió, para que se arriesgaran más de lo conveniente. Usted nunca pierde. Si le traían buena pesca, bien para usted. Y si perecían en el intento, tanto mejor. Usted ya tenía en mente no asumir su parte de riesgo.

—¿Acaso pretenden culparme de la bravura de la mar? ¿De movilizar esas tempestades, que tan fatales resultaron para sus maridos?

—No. Pero le recuerdo que usted exprimía al máximo a su falucho. Organizaba su explotación, de forma que permaneciera en puerto el justo tiempo para descargarlo y armarlo con nuevos pescadores: como máximo solía estar amarrado una noche, y sin importarle las condiciones atmosféricas y si estaba en buen estado, otra vez lo echaba a la mar.

—Sepa, señora, que como moscas sobre desechos de pesca-do, en torno a mis barcos demasiados pescadores revolotean.

—No. No le culpo de eso, sino de apurar desmedidamente un barco harto viejo. Según ellos, su falucho pedía a gritos que en dique seco le dieran un buen repaso de carena. Y de lucrarse a expensas de la vida y sudor de gentes muy necesitadas. Y ahora, eludiendo la responsabilidad de asumir sus pérdidas, pretende aprovecharse de viudas y huérfanos —y Zita, la cual había perdido su humilde talante, descarada y sacada de quicio, con ardorosa pasión tiraba de lo suyo.

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—¡Pérdidas! ¿Qué pérdidas?—Sí. Señora. Usted siempre anota a su favor, el mejor

bocado de los beneficios, pero, llegadas las pérdidas, las apunta en cuenta ajena. Según el pacto verbal, entonces establecido, usted ponía el barco, y ellos el trabajo. Ellos asumieron su riesgo y lo han perdido todo, hasta sus vidas; usted, en cambio, solo ha perdido su cascarón. Liquide cuanto nos debe y entréguenos la vaca.

—¿Pero qué cuentas se hacen? Yo les arrendaba el barco, y no me ha sido devuelto. Vosotras sois las deudoras, y debéis pagar por él, de lo contrario jamás os llevaréis la vaca. Y olvidaos de las provisiones —demoliendo su necesitada dignidad, le confirmó.

Estaba más que visto que, en ningún caso, aquella arpía pensaba claudicar. Consciente Zita, de llevar las de perder, fuera de sus casillas y como nunca subida a la parra, se las iba a cantar: en el lugar que se merecía, la pensaba poner.

—Usted es un mal bicho, una persona que no respeta la palabra dada. Siempre tiene que ganar y, cuando irremediable-mente pierde, se las ingenia para endosar sus pérdidas a quie-nes no pueden defenderse. Si al alcance de su mano estuviera, usted acabaría hasta con la legítima pacotilla de los marineros. Espero que acabe en los infiernos, vieja usurera —tal y como lo sintió, lo soltó.

—¡Salga de mi casa! Y jamás vuelva a pisar mi almacén.—¡Quédese con su miseria, Vieja! Y que le aproveche en los

infiernos —acometida de impotente rabia, con toda ordinariez y desquite la maldecía, aun a sabiendas de quedar igual de necesitada y escarmentada.

El Colgado, escondido tras una pila de garrafas de media arroba y como si la discutida reyerta fuera motivo de su total incumbencia, punto por punto la seguía. Le regocijaba que aquella desvalida y admirable mujer tan directamente reprendiera la mezquindad de la dueña.

Andrés, siguiendo las indicaciones de Zita, un poquito había demorado su entrada y, como camaleón que entre las

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mercancías se despista, callada e interesadamente escuchaba la encarnizada disputa. Daba por cantado que de toda aquella trifulca, nada provechoso o comestible su tía sacaría, salvo otro disgusto y más desolación. En cuanto ella marchara, él actuaría. Por lo pronto intentaría conseguir algo palpable y sustancioso, a cuenta de lo mucho que aquella bruja les debía. A la derecha había un saco de alubias, y de unos cuantos puñados se apropió. Al fin y al cabo, con sus vidas, sus mayores de sobra las habían ganado. A punto estaba de guardársela, cuando cayó en la cuenta de que nada sería de extrañar que semejante mujer pecara de desconfiada, colocándole seguramente en una situación de lo más comprometida. Para cachearle, imaginariamente, ya la veía venir.

¿Será capaz de registrarme el pecho? ¿De hurgarme el vientre? ¿De palparme las vergüenzas?

Seguro que sí. Seguro que de él dudaría y le registraría de arriba abajo. Pero también podría pasársele por alto. Estaba en esas reflexiones, cuando se percató de que pasos atrás había unas cajas apiladas, repletas de higos secos. Abierto el primer envase del montón, mostraba una tentadora capa de sus sabrosos frutos, los cuales estaban a su entera disposición. Aprovecharía la ocasión para recuperar una migaja de lo mucho que les había birlado. De no hacerlo, se odiaría, por no hallarse a la altura de los desaparecidos varones del clan. Y si aquella mujer, finalmente, decidía registrarle, con algo de suerte, puede que confundiese la blandura de los higos, pues a lo largo del cuerpo pensaba repartirlos.

La Vieja, plantada y con las manos colocadas en jarra, con dulce y desafiante placer, contemplaba cómo de vacío, la tal Zita abandonaba su local. Con regusto saboreaba la dicha que le reportaba saberse dueña y señora de aquella situación y arrogante triunfadora del desagradable incidente. Mantuvo la apabullante postura todo el tiempo que la derrotada pedigüeña empleaba en cruzar el recinto, alargándolo hasta verla traspasar la puerta, que accionada por el artesanal contrapeso de un saquito de arena, por sí sola se cerró.

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El invisible Andrés, inerte, aguardaba que la Vieja abando-nara su pose bizarra. Nada más deponerla, sumiso al encuentro le salió. De manera obsequiosa, con los dedos índice y pulgar sostenía la única moneda que la familia poseía, la cual mostraba como si a dueña se la ofreciera.

El agraciado e ingenuo rostro del muchacho, que algo asustado parecía, operaba como un curativo bálsamo, sobre el terrible pronto de la dueña, quien amable le preguntó:

—¿Qué quieres? —Un par de hogazas de pan y dos medidas de harina.De vueltas de todo, y con ganas más que sobradas, de

sacudirse a bajo costo, la mala fama que arrastraba, de forma intencionada procuraba dulcificar su reciente conducta, y risueña y con inútil gracejo, condescendiente preguntaba:

—¿Todo eso quieres por esa moneda?El muchacho se encogió de hombros y añadió:—Justo lo que me han encargado —mansamente precisó.—El valor de esa moneda solo te alcanza para comprar una

hogaza de pan. —¿Y qué podría hacer, para que usted me diera todo lo que

necesitamos? —En mi casa nada. Búscate algún trabajo en el pueblo.Con tristeza, Andrés entregó la moneda y se dirigió a un

cesto repleto de hogazas. De entre todas eligió la que le pareció inmejorable.

El avispado Colgado, quien preocupado por la salud de Miqueas, desde el amanecer varias veces había pasado por los establos, confirmando la ausencia del vaquero, a quien la enfermedad debía atenazar, al vuelo cazaba que aquel muchacho bien podría ser la persona más indicada para que él pudiera escurrir el bulto de acabar el día a los pies de las vacas, ordeñando el numeroso ganado lechero que la Vieja poseía. A la oreja de la Vieja se aproximo y le cuchicheó:

—Señora. Mire la hora que marca el reloj de sol —y a través de la ventana señaló el que había dibujado en la pared—, acabo de pasar por el establo, y el vaquero aún no se ha presentado.

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Desde que le conozco, con íntegra resistencia y tesón, Miqueas jamás ha faltado al trabajo ni aunque le aquejaran males pasajeros o menores. Cuando ayer marchó, le vi muy enfermo. Me asusta que se encuentre muy malito. Considere sus muchos años y prevea: quizás, en adelante, permanezca postrado en la cama, de la que no saldrá hasta llegado el momento en que amigos y vecinos le digamos el último adiós. Doña Gelasia, ese muchacho es su ocasión. Aprovéchela. Puede sacarle las castañas del fuego. Sabe que ordeñar no se me da bien. Nada más traerme, usted me destinó a esa actividad, pero tan escaso tiempo permanecí, que apenas me cunde. Y usted, doña Gelasia, jamás se ha dignado a efectuar tan bajo menester: lo considera propio de gentes sin condición. Contrate a ese muchacho, ahora que está a su alcance. Si desaprovecha la oportunidad, a toda prisa deberé buscarle un vaquero, de entre los parados que buscan tajo en la plaza del pueblo. A estas alturas de la mañana puede que no le encuentre. En ese caso, ambos tendremos que atender al ganado —le susurraba—. Seguro que ese muchacho se conforma con poco.

Con sordo gesto de conformidad, la astuta mujer achicaba sus malévolos ojillos y con el mentón asentía. Rauda se dirigió a Andrés apropiándose de la hogaza que sostenía bajo el brazo.

—¡Señora, es mía! Acabo de pagarla. —Por supuesto que es tuya. Voy a hacerte una interesante

proposición, que no podrás eludir. Si eres capaz de servirme como vaquero, podrás llevarte todo eso que, según dices, en tu casa necesitan. Será, si a diario ordeñas mis vacas, las sacas al prado a pastar y, entre tanto, acondicionas el establo, para que ya limpio mi ayudante las recoja al anochecer. ¿Sabes y puedes?

—Puedo, señora. Pero no quedaré a su servicio mientras el ganado pasta. Marcharé inmediatamente después de acon- dicionar el establo.

—Por supuesto. Por segunda vez la Vieja intentó apoderarse de la hogaza, y

reculando Andrés bajo el brazo aún la apretaba más, oponién-dose a entregársela.

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—¿Desconfías?Costaba negarlo, pero hasta el último de sus entresijos

desconfiaba de aquel bicho, que a su entender acababa de hacerle una propuesta confusa e indeterminada. Para no caer en alguna de sus tramposas jugarretas, puntualizaría todos los términos. De dejarlo para otro momento, seguro que llevaría las de perder.

—Señora, le ruego que con exactitud determine las mercancías que en pago por mi trabajo cada día me entregará. ¿Serán dos hogazas de pan y dos medidas de harina además de la que acabo de pagarle? ¿Podré llevármelas diariamente a casa?

—¡Vaya! Parece que hago tratos con un joven muy descon-fiado. Por supuesto que además de la que acabas de pagar te entregaré otras dos hogazas y la harina —más que sorprendida, la Vieja precisaba—. Serán tres y dos las que hoy te llevarás.

—Señora, acepto su oferta. Aún no he probado bocado y, si no tomo algo, creo que pronto desfalleceré. Si no pone objeción, guardaré mi hogaza en ese talego vacío. Mientras llego al lugar donde tiene estabulado el ganado, un trozo me comeré.

—Colgado, acompáñale. Y adviértele que no pierda mucho tiempo en comer.

***

Tímidamente, en el prado se elevaba el sol, cuando, con amarga impotencia, Zita retornaba al hogar. Por entero, aquella mujer había demolido sus esperanzas y, en adelante, les toca-ría ejercitar la paciencia y malvivir. El pequeño y acurrucado Amós, que todo el tiempo había permanecido adormecido, empezaba a dar muestras de inquietud: presuroso se chupaba el pulgar, como si le apremiara el apetito. La familia, que vigi-lante permanecía, nada más verla, intentaba adivinar las nove-dades. A lo lejos, su cabizbajo andar, nada halagüeño reflejaba y, de cerca, en el rostro llevaba plasmada la viva imagen de

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la derrota. Sin mediar palabras, Zita a su madre entregaba el bebé, quien, fuera de lo habitual, esta vez lo tomaba en brazos sin apenas prestarle atención.

—He fallado. La Vieja ya tenía decidido quedarse con nuestra vaca y con todo lo demás. Hemos cruzado palabras muy fuerte y, sin miramientos, me ha echado de su almacén. No podéis imaginaros las infamias que he tenido que soportar. Si me lo permitís, preferiría dejarlo para luego. Para cuando me haya serenado —filtrando amargura y dolorosa decepción, les resumía.

—Llevabas razón, cuando sugeriste que no te acom- pañáramos. ¿Y Andrés dónde está?

—Lo pensé mejor. A poco de llegar, temerosa de lo que pudiera ocurrir, le recomendé que se quedara afuera, que luego entrara, y que como persona ajena a la familia e inocente testigo observara. También que se encargara de comprar el pan y la harina. Allí ha quedado.

—Mi Andrés es un muchacho espabilado y hará bien el encargo.

***

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CUATRO

Tal cual le había indicado el Colgado, Andrés llenaba cubas tras cubas, que enfiladas y listas para cargarlas, las adosaba a la fachada del establo, el cual abría sus puertas al callejón que daba la espalda a la entrada principal. Tenía las manos doloridas y la tarea inconclusa, cuando de lejos empezó a llegarle el característico y tosco ruido de una pesada carreta que, por los comienzos de la empedrada calle, debía de rodar. El fino oído de la dueña debió identificarla, pues presurosa abandonó sus ocupaciones y, según lo habitual, rauda se presentaba en el establo, para atender al carretero que venía a recoger su blanca y preciada producción. Aún estaban por ordeñar algo menos de la cuarta parte de las vacas.

—¿Cómo es posible que te queden tantas? —preguntó quisquillosa al tiempo que le pasaba revista.

—Señora, lo lamento. Sé hacerlo y ordeño a buen ritmo, pero usted me pide imposibles.

Calló y muy aplicado prosiguió exprimiendo ubres. Expe-rimentaba total serenidad; en cambio, la dueña estaba hecha un manojo de nervios y no paraba de trastear e ir de acá para allá, a deducir de los descontrolados pasos, que a su espalda oía, los cuales revelaban que había protegido su bonito calzado con el par de viejas almadreñas de madera que de los muros colgaban.

En la calle, un joven arriero acababa de dar el «so» a una recua de musculosos caballos percherones; aparca la carreta ante la puerta trasera, y conversa con la dueña. A doña Gelasia parece

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preocuparle demasiado su rara y ocasional informalidad: por primera vez en su vida, hoy no podía entregar la totalidad de su producción lechera. Nada más despachar al arriero, silenciosa se colocaba a su espalda y, Andrés, a socaire del buen trabajo que a la vista de la dueña desarrollaba, permanecía imperturbable, guardándose de provocarle otro arrebato de mal humor. Ya los conocía y, seguramente, estaba más que tentada de descargar sobre sus hombros toda su frustración.

—¿Qué estará cavilando? —intrigado se preguntaba Andrés.

Y por supuesto que cavilaba, y mucho. Gelasia íntimamente se decía: —¿Será posible que tenga que estar en todo? ¿Qué sería

de esta hacienda, si noche y día no permaneciera al pie del ca-ñón? —con satisfacción razonaba. Acababa de presentársele un contratiempo y, como si nada, en un santiamén lo había dejado zanjado. Nada más el Colgado comunicarle la ausen-cia de Miqueas, su hija se pasaba por el almacén, confirmando que su estado era grave y seguramente no volvería a trabajar. Antes de que suceso tan irremediable la perjudicara, rápida y provechosamente estaba resuelto, apalabrando a aquel desco-nocido muchacho, que como agua de santo, inesperadamente se había presentado e iba a darle la oportunidad de lucrarse aún más —con retorcido y avaro cálculo, sopesaba todos los inconvenientes y ventajas, mientras le observaba con placen-tera autosuficiencia—. No le agradaba que fuera tan joven, pero observaba que ordeñaba bien y rápido. Visiblemente era eficiente e iba a salirle bastante más barato. A éste jamás le permitiría que se le subiera a las barbas. Forzada por las cir-cunstancias, mucho le había consentido al anciano Miqueas. En consecuencia, a este jovenzuelo a su antojo modelaría sin dejarle pasar una. Demasiados sarcasmos y desplantes tuvo que aguantar al vaquero pero, a partir de ahora, todo eso sería agua pasada. Sí. Ella sabía sacarle buen partido a todos los contratiempos y éste no sería menos.

—¿Qué edad tienes, muchacho?

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—Pronto cumpliré dieciséis años. —Demasiado joven. Con razón el carro ha pasado antes

de que finalizaras —afirmó la mujer con la malévola intención de devaluar el trabajo del muchacho.

Después de presenciar el despiadado trato dado a su tía, Andrés, que estaba más que escarmentado, profundamente desconfiaba, y mucho se guardaba de caer en algunas de sus artimañas. ¡Faltaría más! Consideraba preferible jugarse el todo por el todo a acabar siendo una víctima más. O la Vieja aceptaba sus condiciones, o sin más estaba dispuesto a dejarla abandonada y con la vaquería manga por hombro. Soltó las ubres y firmemente puesto de pie, afirmó:

—Sé de lo que soy capaz. Ordeñar tantas vacas, en tan corto espacio de tiempo, es imposible. Ahora bien, si mi trabajo le desagrada págueme y me marcho.

—No. No. Acaba. Si te interesa el puesto de vaquero, puedes ocuparlo, siempre y cuando te comprometas a acudir y acabar a tiempo la tarea todos los días del año incluidos los festivos. El ganado no entiende de fiestas de guardar. El ordeño debe estar acabado antes de que pase el carro. En invierno debes acudir antes de que amanezca.

—Acudiré. Había dejado el ganado pastando, limpio el establo y todo

preparado, para cuando anocheciera el Colgado lo volviese a estabular. Concluida la faena, se dirigió al almacén con intención de despedirse y cobrar. Acomodada tras la mesa de su escritorio, la dueña atendía a un individuo, que sentado en la silla de enfrente, aparentaba ser algo más que un sencillo parroquiano.

¡Qué contrariedad! Estaba impaciente por llegar a casa, y si inoportunamente la abordaba, seguro que se irritaría —du-bitativo se decía Andrés—. Su ansiedad se calmó, cuando de las palabras y tono de la conversación deducía que aquel pa-rroquiano encubiertamente se quejaba. Interesado en averiguar cuál era el trato que a los demás prodigaba, prefirió esperar y discretamente escuchar. Sabía que apostado en aquel lugar, pa-saría desapercibido.

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—¡Vamos, Doña Gelasia! Debería prestarme más atención, más consideración en los negocios que antaño emprendimos. Cómo me gustaría experimentar plena satisfacción. En cam-bio, por sinceridad, debo manifestarle mi descontento. Hará como cuatro años, a muy buen precio, usted se comprometía a hacerse cargo de una parte de mi producción lanera, pero fijó una cantidad límite que no sé por qué no me permite sobrepa-sarla. Y con respecto al pago de las balas de vellón, usted algu-nas otras condiciones también me impuso —quedamente se expresaba el caballero, que por las trazas de su atuendo tenía toda la pinta de pertenecer al honrado gremio de la mesta. Una prepotente agrupación de productores dedicados a la trashu-mancia y extensiva cría del ganado lanar, cuyos miembros, en razón de su actividad, acostumbraban a conducirse por la vida dándoselas de personas importantes, pues de las bien miradas y, por ende, protegida, era su profesión. Lo sería, pero a su juvenil entender y olfato, que por cierto era bastante sensible, por más perfume que aquel individuo sobre su bronceada piel se rociara, jamás despistaría su pestilente halo de ovejero. De-seoso de desentrañar los tejemanejes y chanchullos a los que aquella fullera solía recurrir para embrollar a los apremiados, a los necesitados y a los cándidos; su instintiva repulsa olfativa procuraba controlar y, sin hacerse notar, hecho todo oídos, celosamente les acechó.

—Le presto todas las consideraciones que me son posibles —apostilló la mujer.

—No opino igual. Le proporciono lana merina de excepcional calidad, que demasiada dedicación y cuidados me exigen y creo que ya va siendo hora de que revisemos al alza el negocio que antaño entablamos. Por otro lado, no concibo su limitado modo de comerciar. Siempre anda usted liada y al retortero, negociando con un montón de productores de vellón, cuando más acertado y beneficioso para ambos sería que usted se hiciese cargo de mi total producción, en lugar de negociar un poquito de aquí, un poquito de allá y otro poquito de más allá. Alíese conmigo y en exclusiva. También

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Doña Bona

le traigo algunas objeciones respecto a la forma en que realiza sus pagos.

—No puedo atender su petición.—¿No acepta mi oferta y prefiere el enredo que supone

tratar con numerosos productores que solo le hacen pequeñas entregas? Recuerde, doña Gelasia, cómo su padre me apreciaba. De sobra sabe que un lejano parentesco nos une. Me disgusta que olvide pasadas y fructíferas relaciones, que trascendían al ámbito comercial, y encarecidamente le ruego que me pague de otra manera. Entonces establecimos el trueque, pero hoy por hoy, tal modalidad ha dejado de interesarme: bien surtido y saturado de todo tengo a mi hogar. Empiezan a estorbarme los muchos enseres que me he visto obligado a retirar de su almacén y, en cuanto a indumentaria, estamos más vestidos que los palmitos. A todos nos sobra ropa. Las últimas piezas de tejidos brocados y de terciopelo que en pago me entregó, en el arca acabaron guardadas y apolilladas están. Y eso que mi señora no olvidó colocarle algunas bolitas de alcanfor. Y en cuanto a ese dinero de papel que usted llama bonos, acciones, pagarés y no sé qué otros nombres suele darle, los que en pago de anteriores negocios usted me entregó, le adelanto que no llegan a convencerme. Y ni se imagina cómo desagradan a mi señora esposa. Según usted se trata de documentos seguros, con mucho futuro, que a la menor necesidad o cuando se desee se pueden negociar en esa bolsa negra de la que a usted tanto le gusta hablar. Y lo serán, señora. Pero mi esposa no para de machacarme con la musiquilla de que deberíamos limpiar el arca de incomprensibles documentos que ya empiezan a amarillear. Me dice que los ratones no sabrán leer pero sí saben roer, dándome a entender que acabarán totalmente devorados o hechos serrín. Aconseja que mejor sería sanear nuestras finanzas, sustituyendo por bienes más sólidos, ese papel, que para hacerlo efectivo, irremediablemente requiere negociarse, en una bolsa negra, cuando lo que a ella le gustaría sería poseer contantes y sonantes monedas de oro, que en grandes bolsas de piel, bien guardadas en el arca mantendría. No puede imaginarse,