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ENERO-JUNIO DEl 2016Vol. 52, N.0 1 17revista colombiana
de antropología Aprobado: 5 de abril del 2016
RECIBIDO: 22 de enero del 2016pp. 17-39
Divergencias construidas, convergencias por construir.
Identidad, territorio y gobierno en la ruralidad colombiana
Constructed Differences, Convergences To Be Imagined. Identity, Territory, and Government in the Colombian Rurality
Odile HoffmannUrmis-IRD, Laboratorio MESO
Resumen
En este artículo exploraré el panorama histó-rico de la territorialidad y la tenencia de tie-rra en Colombia, con el fin de ubicar nuevas dinámicas políticas y reconocer el potencial transformador que las propias comunida-des rurales han desarrollado mediante el ejercicio de su imaginación geográfica y política del que se derivan experiencias de “contramodelos” territoriales. La compleji-dad del poblamiento rural contemporáneo y la ruralidad en Colombia requiere la su-peración de esencialismos exacerbados en ciertas concepciones de identidad, territorio y gobierno. Al finalizar, retomo dos ejemplos que se nutren de situaciones concretas te-rritorializadas y que evidencian que las terri-torialidades rurales desbordan las fronteras de las identidades asignadas y cuestionan la adecuación entre criterios de pertenencia étnico-racial y adscripción territorial.
Palabras clave: identidad, territorio, gobierno local, imaginación geográfica y política.
Abstract
In this article I explore the historical panorama of territoriality and land tenure in Colombia, in order to locate new political dynamics and to acknowledge the transformative potential of rural communities that have developed origi-nal territorial experiences that we interpret as "counter-models", product of their geographi-cal and political imagination. The complexity of contemporary rural settlement and rurality in Colombia requires overcoming essentialisms that are exacerbated in some conceptions of identity, territory, and government. Finally I explore two specific cases to show that rural territorialities cross the borders of assigned identities, and challenge the adequacy of cri-teria of ethnic- racial belonging and territorial affiliation.
Keywords: identity, territory, local government, geographic and political imagination.
Odile Hoffmann
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Introducción
A 25 años de la Constitución multicultural y tres años del Paro Agra-
rio Nacional del 2013, en el marco de una movilización campesina
renovada, es imposible negar las frustraciones nacidas de los dos
principales modelos que se han experimentado en América Latina
para enfrentar las formas de inclusión y exclusión en el campo: la
redistribución inconclusa, con las luchas campesinas del siglo XX, y el recono-
cimiento inacabado, con las luchas sociales de fin del siglo XX y principios del
XXI. Hoy se levantan voces para exigir el reconocimiento del campesino como
sujeto de derecho, al lado de los pueblos indígenas y comunidades negras o afroa-
mericanas. La ONU —en su Consejo de Derechos Humanos— está trabajando en
finalizar la redacción de una “Declaración sobre los derechos de los campesi-
nos y de otras personas que trabajan en las zonas rurales”, que todos los paí-
ses del planeta estarán invitados a firmar1. Esta iniciativa puede leerse como la
secuencia más reciente del ciclo multicultural iniciado en los años setenta, con
la construcción de una nueva categoría de sujetos rurales históricamente subal-
ternizados en aras de una ciudadanía inclusiva. Es decir, como una forma de
incluir a nuevos sectores de la población rural en el amplio espectro de sujetos
culturales, sociales y políticos presentes en el campo, cada uno con característi-
cas y derechos específicos.
Así como la introducción de los sujetos de derecho “afrodescendientes”
causó muchos debates en los años 1980-1990 en Colombia, y la de desplazados
igualmente ocasionó discusiones al inicio del siglo XX (Osorio 2001), la construc-
ción de un sujeto “campesino” distinto y equiparable a los indígenas y afroco-
lombianos suscita preguntas y dudas entre observadores, políticos y militantes.
En efecto, los indígenas y afrodescendientes también son campesinos y sería
arriesgado erigir fronteras entre estas categorías y propiciar así una etnización
forzada de la sociedad, llevando a la par, eventualmente, problemas de fragmen-
tación social y discriminación horizontal entre grupos étnicos y culturales. Sin
embargo, al mismo tiempo, no se puede obviar el hecho de que los campesinos
que no se reconocen como indígenas o afrodescendientes gozan de muy pocas
herramientas políticas y jurídicas para defenderse frente a los ataques a sus re-
cursos, sean materiales (tierras, aguas, suelos, vegetales, cosechas, pero también
1 El proyecto de declaración se publicó originalmente como anexo del estudio definitivo del Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos sobre la promoción de los derechos de los campesinos y de otras personas que trabajan en las zonas rurales (A/HRC/19/75).
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sus casas, huertas y solares) o inmateriales (conocimientos, sociabilidad rural,
cultura, vida). Es decir, las políticas multiculturalistas de las últimas décadas, al
reconocer derechos a ciertos sectores de la población rural bajo la bandera de los
derechos étnicos, dejaron sin defensas a otros sectores que comparten con los pri-
meros tanto los espacios de vida y producción —concebidos muchas veces como
territorios— como los problemas que se dan ahí. En estas condiciones es urgente
acercarse a la cuestión de la diferencia de una manera renovada, que no pase
forzosamente por el filtro etnicista de los años setenta.
En este artículo propongo explorar algunas vías para aprehender la di-
versidad rural en Colombia a partir de las prácticas de los actores; es decir, de
las maneras en que articulan identidad, territorio y formas de gobierno, con el
fin de ubicar eventuales dinámicas políticas novedosas. La hipótesis principal
de este trabajo es que es posible tener procesos novedosos siempre y cuando se
reconozca el potencial transformador que las propias comunidades rurales han
desarrollado mediante el ejercicio de su imaginación geográfica y política. La
imaginación es la facultad de representar o crear imágenes nuevas, inéditas, lo
que permite escapar de la realidad impuesta. En este sentido, retomo el concep-
to de Achille Mbembé cuando concibe la imaginación política, en África, como
una vía para denunciar el discurso colonial, el reduccionismo normativo que lo
acompaña y la violencia que este supone. Para Mbembé, no se trata solo de legiti-
mar la voz de nuevos sujetos resistentes a la dominación, sean subalternos o pos-
coloniales, sino de reconocer la capacidad de los actores de pensarse a sí mismos
por fuera de las normas impuestas por uno u otro tipo de actores hegemónicos.
La imaginación política abre horizontes que no entran en categorías preestable-
cidas: “Necesitamos entonces desarrollar una nueva inteligencia. Esta no pasa
ni por la glorificación de la diferencia y la alteridad, ni por alguna fascinación
romántica por el pobre, el oprimido y el subalterno2” (Mbembé 2003, 190). La
imaginación política existe pero falta reconocerla en sus expresiones concretas.
En una primera parte insistiré en el hecho de que las sociedades han
elaborado, a lo largo de la historia, una gran diversidad de maneras de vivir la
relación entre identidad, territorio y gobernabilidad. Esto con el objetivo de sub-
rayar que no hay “una” sino múltiples soluciones a los problemas que enfrentan
las sociedades rurales. En una segunda parte haré referencia a algunas pistas
emprendidas por grupos y actores campesinos, afrodescendientes e indígenas
2 “Nous avons par conséquent besoin de développer, au sujet de ces événements, une nou-velle intelligence. Celle-ci ne passe ni par la glorification de la ‘différence’ et de l’altérité, ni par quelque romantique fascination pour le pauvre, l’opprimé et le subalterne” (Mbembé 2003, 190).
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para gestionar situaciones complejas o conflictivas. En conclusión, sostengo que
esta reflexión puede desembocar en formas concretas de concebir y operativizar
una ciudadanía inclusiva; es decir, respetuosa de los grupos que se reconocen
como diferentes entre sí sobre una base cultural, lo que algunos llaman una ciu-
dadanía intercultural.
Antes de iniciar la revisión histórico-geográfica que permitirá lanzar
pistas de interpretación, es necesario precisar los conceptos centrales del aná-
lisis: tierras, territorios y territorialidad. El acceso a la tierra, como un recurso
para cultivar o explotar, es la base de muchas reivindicaciones campesinas. Se
diferencia del territorio, concebido como un espacio apropiado por un sujeto co-
lectivo, negociado, moldeado por generaciones y habitado por grupos sociales
(aliados o en disputa), pero también por mitos, relatos y antepasados. Si “la tie-
rra” es un recurso medible, “el territorio” implica sujeto y subjetividades. No se
define solamente por rasgos objetivables sino también por prácticas de uso, per-
cepción y representación, es decir, por juegos de territorialidades que mantienen
los actores con sus espacios (Di Meo 2011; Raffestin 1986).
Sujetos y subjetivación. No existe territorio sin sujeto social que lo conozca
y lo identifique. La noción de subjetivación define el proceso de construcción de
este sujeto territorial, en el sentido de un sujeto de derechos, pero también de la
historia de su propia historia. En esta medida, la subjetivación no se construye
desde el exterior, sino que incluye la (auto)fabricación del sujeto; es fundamento
de la ciudadanía y de cualquier relación política (definida como relación entre
sujetos legítimos) (Agier 2013).
Pluralidad y modernidad. Un abanico de figuras territoriales
La historia consta de múltiples formas de concebir la relación entre identidad,
territorio y gobernabilidad —o gobierno en el sentido de Foucault—, es decir, de
elaborar “reglas de juego” plasmadas en instituciones, prácticas sociales y téc-
nicas de gobernar poblaciones y territorios. A continuación propongo dos acer-
camientos a esta pluralidad. El primero insiste en las evoluciones históricas de
los modelos de gobiernos y territorialidades en América Latina, desde el siglo XIX
hasta la actualidad, viendo cómo estos inducen la construcción de sujetos agrarios
específicos. Una segunda mirada enfatiza la diversidad de las figuras agrarias
contemporáneas, demostrando si fuera necesario la naturaleza eminentemente
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política de las relaciones de propiedad de la tierra. Con esto queremos subrayar
la imaginación política que preside a la definición de los sujetos agrarios, ayer
como hoy.
La construcción histórica de los sujetos agrarios
La colonización europea de América supuso la invención de la comunidad in-
dígena como un lugar de reducto (siendo el arquetipo la república de indios)
que limitaba las ocasiones de contacto y competencia con los españoles o crio-
llos (o, más generalmente, los no indios). La modernización de los siglos XVIII y
XIX, y luego la industrialización, necesitaba mano de obra desvinculada de sus
terruños para adaptarse a las necesidades del mercado y de los nuevos Estados-
naciones. El sujeto agrario campesino, nacional y no-étnico fue promovido por
el capitalismo decimonónico que buscaba desarrollarse a través de la expansión
del mercado y de la construcción de unos productores-consumidores étnicamen-
te indiferenciados. Para Colombia, Orlando Fals Borda (1982) analiza cómo se
construyó el campesinado a partir de una “amalgama” entre indígenas, negros y
blancos —es decir, mestizos—, en su oposición común a la hacienda. En otros paí-
ses latinoamericanos, la historiografía de la dinámica poblacional de finales del
siglo XVIII y principios del XIX suele equipar ambos fenómenos, la campesini-
zación y la “mestización” (Caruso 2013; Tell 2008). Concretamente, los Gobiernos
inspirados en el liberalismo económico de la época buscaron eliminar los fueros
heredados de la Colonia y suprimir las figuras agrarias específicas, indígenas
en su mayoría. Este fue el caso de la desamortización en México, que pretendía
acabar con las propiedades comunales de la Iglesia y de los pueblos indígenas, o
de la extinción de resguardos en Colombia. Sin embargo, este proyecto suscitó
resistencias y nuevos arreglos territoriales que lograron eludir los objetivos de
las legislaciones liberales. Lo ilustra el caso de las propiedades mancomunadas
en México, en las que varios individuos —representantes de comunidades indí-
genas— se unían para titular propiedades legalmente privadas, aunque en sus
usos eran colectivamente apropiadas. En otros casos, las resistencias a la priva-
tización individual de las tierras obligaron a los Gobiernos a mantener espacios
reservados, como sucedió en Colombia con la Constitución de 1886, que mantu-
vo los resguardos indígenas. Al respecto, Leticia Reina (1997) incluso habla de la
reindianización de América en el siglo XIX, y señala con este término la fuerza
de la presencia indígena paralela y muchas veces contraria a los esfuerzos de los
Gobiernos liberales para desaparecerla. De hecho, nunca se concretó completa-
mente el proyecto de homogeneización agraria que tanto querían los Gobiernos
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modernos a nombre del liberalismo mercantil que concebía la tierra como una
mercancía más.
Hoy, nuevamente, las políticas gubernamentales buscan integrar a la ma-
yoría de los sujetos de los Estados-naciones en una misma lógica de mercanti-
lización de la tierra y una amplia circulación desregulada de bienes y valores.
Asistimos a una oleada de políticas públicas que apuntan a privatizar las tierras
de tenencia común o colectiva, en toda América, a nombre de una filosofía libe-
ral asentada una vez más en los derechos de propiedad individual. Pero, de la
misma forma que en el siglo XIX no se pudieron llevar a cabo de manera comple-
ta, en el XX estas políticas de privatización tampoco pueden ignorar las demandas
organizadas de los pueblos para recuperar, mantener y ampliar sus espacios de
vida y de reproducción. A partir de los años setenta, estas demandas campesinas
incluyen y respaldan el cuestionamiento al orden y la dominación racial y étnica.
Empiezan a luchar por sus derechos —a la tierra, a la vida, al territorio— en tanto
indígenas o afrodescendientes, siguiendo paradigmas transnacionales reconoci-
dos y difundidos por agencias de la ONU, la Unesco o la OIT. La legitimidad del
sujeto étnico en América Latina, indígena y rural en su mayoría, se impone poco
a poco en la mayor parte de los países, con logros y éxitos sancionados por trans-
formaciones constitucionales y legislativas, territoriales y políticas (Duarte 2015).
Este “giro étnico” se tradujo en nuevas estrategias de movilización social.
Hasta finales del siglo XX, la lucha en el campo apuntaba a reformas agrarias
y llevaba a los pueblos indígenas a “campesinizarse”, es decir, a actuar como
miembros de una clase social, silenciando al mismo tiempo su dimensión étnica.
Hoy, muchas comunidades campesinas tienden a “indigenizarse” para acceder
a tierras y servicios dotados prioritariamente a pueblos indígenas y afrodescen-
dientes (Rincón 2009; en México, cf. Reina 1997). Esto es una muestra evidente
de que los pueblos elaboran estrategias frente a las políticas públicas o frente a
su ausencia (en cuanto al acceso a tierras, salud, educación), y no reaccionan de
manera unívoca en términos de conflictos étnicos o culturales. Esto de ninguna
forma les quita validez o pertinencia a los posicionamientos propiamente cultu-
rales o identitarios por parte de los grupos que así lo desean o escogen, pero sí
nos obliga a ser cautelosos en nuestras interpretaciones de los conflictos sociales.
A cada época le corresponden sujetos de derechos específicos. Así como el
Gobierno colonial necesitaba del indígena para asentar su dominación y el nacien-
te Estado-nación del siglo XIX necesitaba del mestizo como figura-proa de su pro-
yecto nacional (el ciudadano no-étnico), hoy el neoliberalismo y la globalización
fabrican el sujeto móvil y cosmopolita que conviene a un mercado mundial. Pero
a la vez, cada modelo conlleva sus opuestos, plasmados en colectivos sociales y en
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espacios específicos. Así, el paternalismo modernizador racista convivió durante
décadas con la figura del resguardo en el siglo XIX, y hoy el neoliberalismo se
combina con el multiculturalismo que promueve los territorios étnicos3.
A continuación describo con más detalle, en el caso colombiano, la manera
como esta subjetivación política se traduce en arreglos agrarios (tenencia de la
tierra, derecho de propiedad) y territoriales que pueden combinarse o entrar en
conflicto unos con otros.
Territorialidad y tenencia de tierras en Colombia
Los derechos territoriales no se limitan a los derechos de propiedad, aunque los
incluyen. Se fundan en el reconocimiento por terceros (vecinos, administracio-
nes, Gobiernos) del derecho a acceder y gozar de una porción del espacio, sea
como propietario (con título de propiedad), poseedor (con derecho reconocido
pero sin título), tenedor (arrendatario, mediero, etc.) u ocupante (sin derecho le-
gal, principalmente sobre baldíos de la nación). Este criterio se combina con la
dimensión individual o colectiva de la posesión o propiedad y el tipo de valida-
ción (figura legal) que le es asociada. En su conjunto, estos elementos caracte-
rizan figuras territoriales, construidas a lo largo de la historia agraria del país
y reveladoras de las relaciones de fuerza y la capacidad de negociación de los
actores rurales.
• Las dotaciones en propiedad privada. Esta categoría se forjó a lo largo de
varios siglos en Europa, a partir de la transformación de la propiedad feu-
dal de las tierras, posterior a su mercantilización y apropiación indivi-
dual. Con la conquista y colonización en América se impone esta concep-
ción limitada de la propiedad (uso y abuso), sobre concepciones mucho
más complejas y fluidas del derecho a poseer y utilizar un bien. La visión
del derecho positivo se difunde con la modernidad, con lo que permite
el acaparamiento y la concentración de tierras que de hecho determina-
ron, hasta hoy, las dinámicas de enfrentamiento entre acaparadores de
tierra y usuarios campesinos. Esto se dio no sin reticencias y resistencias
de facto. En algunos casos, las comunidades lograron mantener sus pro-
pias normas, como veremos a continuación, en otros, libraron luchas polí-
ticas (por reformas agrarias) más pacíficas o más violentas. Las dotaciones
en propiedad privada provienen de herencia, de compra o de dotación del
Gobierno en el marco de programas de adjudicaciones. Estos programas
3 Sobre las relaciones entre neoliberalismo y multiculturalismo, véase Hale (2002).
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han existido desde la colonización, siguiendo el principio de regulación
de la propiedad por el Estado. En el siglo XX llegaron a ser importantes
al dotar a más de 500.000 familias con cerca de 20 millones de hectáreas
(Mejía y Mojica 2015, 28, con base en Incoder 2013a). A principios del siglo
XXI siguen existiendo, aunque sobre superficies muy reducidas, con las
adjudicaciones del Fondo Nacional Agrario, por ejemplo, o el programa de
compra directa. “Por compra directa se hace referencia a un programa
de acceso a tierras que se impulsó con el fin de subsidiar tierras a cam-
pesinos mediante convocatorias que finalmente promovieron el mercado
entre pequeños propietarios principalmente” (Mejía y Mojica 2015, 29).
• Los resguardos coloniales y republicanos fueron figuras coloniales de
confinamiento y relegación —en algunos casos interpretados como de pro-
tección— de las poblaciones indígenas a espacios reservados, inaccesibles
a los no-indígenas. Fueron reactualizados a finales del siglo XX con una
inversión de significado político. Ahora son dispositivos apropiados por
las comunidades rurales indígenas que los ven como espacios de emanci-
pación y autonomía. Son idealmente espacios de autogobierno, asociados a
cabildos reconocidos como instancias autónomas para manejar servicios
de la comunidad (salud, educación, representación).
• Los territorios colectivos de comunidades negras fueron instituidos por
la Ley 70 de 1993. Se derivan de la opción multiculturalista adoptada en la
Constitución de 1991 y de las movilizaciones sociales de fines del siglo XX
contra los acaparamientos de tierras por la agroindustria transnacional,
entre otros. Los miembros de los territorios colectivos son representados
por los consejos comunitarios, que gestionan los asuntos locales pero no
gozan de prerrogativas de gobierno ni de representación política frente al
sistema administrativo nacional.
• Las zonas de reserva campesina (ZRC) son una figura creada por la Ley
160 de 1994, reglamentada en 1997. El origen de las ZRC se remonta a las
movilizaciones en el Guaviare y en La Macarena, según algunos (Ordóñez
2012), o, en general, al campesinado históricamente despojado y a la situa-
ción desastrosa del campo al finalizar el siglo XX (Rincón 2009)4. Resultan
4 “A partir de los problemas que afectaban y afectan al campesinado, relacionados con la concentración de la tierra, la ampliación de la frontera agrícola, el deterioro ambien-tal de ecosistemas, la expulsión y desplazamiento del campesinado por la presión del latifundio y el narco latifundio (que ya empezaba en los años noventa a ser evidente en las regiones del país), el desestímulo estatal a la producción campesina y el conflicto ar-mado interno, se propuso la zona de reserva campesina (ZRC) como una figura que más allá de asignar tierras, constituyera una forma organizativa para la defensa del territorio;
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de la necesidad de regular y asegurar la tenencia de la tierra en zonas de
colonización o de frontera sometidas a la violencia de actores económicos
o políticos muy potentes y muchas veces ilegales. Las ZRC son por lo tanto
un proyecto de anclaje productivo y económico del campesinado en zonas
marginadas. Según lo reglamenta el Decreto 1777 de 1996 en su artículo
1: “las zonas de reserva campesina tienen por objeto fomentar y estabi-
lizar la economía campesina, superar las causas de los conflictos sociales
que las afecten y, en general, crear las condiciones para el logro de la paz y
la justicia social en las áreas respectivas” (Salcedo 2014, s. p.). Se crearon
seis ZRC en los primeros años siguientes al decreto y hasta el 2002, ninguna
desde entonces, muestra de la extrema reticencia de los Gobiernos frente a
este dispositivo. Existe cierta incertidumbre o confusión acerca del signifi-
cado político de la figura territorial “ZRC”. El texto oficial (Ley 160) declara
que las ZRC son ante todo “áreas geográficas”5, es decir, un objeto territo-
rial con funciones productivas y ambientales. Un informe de Incoder y el
Ministerio de Agricultura, realizado con el Banco Mundial y el IICA, su-
giere por su parte que “cuando se conforma una ZRC [...] las comunidades
pueden actuar por sí mismas y para sí mismas”6, lo que podría definirlas
como un “sujeto” político. El dispositivo por ahora parece congelado a pe-
sar de que una docena de solicitudes estén en curso.
• Las dotaciones de tierras a las víctimas de desplazamiento, a principios del
siglo XXI (Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, Ley 1448 del 10 de junio
del 2011), responden a otra lógica. No se trata de redistribución agraria ni
de transformar las modalidades de acceso a la tierra, sino de responder a
es decir un espacio de protección e impulso a la economía campesina (Incora 2001, 196)” (Rincón 2009, 75).
5 “[…] áreas geográficas seleccionadas por la junta directiva del Incora, teniendo en cuenta las características agroecológicas y socioeconómicas regionales, y donde el Estado deberá tener en cuenta la efectividad de los derechos sociales, económicos y culturales de los campesinos, incorporando una propuesta de origen campesino, en la cual se establece un conjunto de actividades encaminadas a la estabilización y el desarrollo empresarial de las economías campesinas en las áreas de colonización. Este planteamiento fue concebido en sus orígenes como una estrategia productiva y ambiental, en la medida en que fue motivada por el propósito de estabilizar la frontera agrícola y la preservación de los ecosistemas frágiles” (Incora 2001, 197, citado por Rincón 2009, 76). Énfasis añadido.
6 “Cuando se conforma una ZRC, los beneficiarios pueden actuar efectivamente junto a las organizaciones y personas que representan sus intereses, así como junto a las entidades públicas y privadas que las apoyen; las comunidades pueden actuar por sí mismas y para sí mismas, teniendo en cuenta sus necesidades específicas y sus propias maneras pacíficas de resolver los conflictos…” (Incoder, Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural, Banco Mundial, IICA. Proyecto piloto Zonas de Reserva Campesina. Marco normativo de las Zonas de Reserva Campesina. Legislación vigente. Serie documentos proyecto piloto. Bogotá, Colombia, s. f.) (citado por Rincón 2009, 76). Énfasis añadido.
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las demandas de justicia expresadas por las poblaciones desplazadas, vícti-
mas del conflicto, en términos de acceso a espacios de protección de la vida
y la sobrevivencia. Aquí el sujeto es político antes de ser agrario, y de he-
cho interviene poco en los debates sobre dinámicas rurales y transforma-
ciones del campo. Las superficies en cuestión están reducidas y el proceso
es tan lento y complejo que muy pocas han sido dotadas7. Sin embargo, en
su principio el objetivo de la ley no es nada desdeñable, pues pretendía dis-
tribuir hasta dos millones de los seis y hasta ocho millones de hectáreas
que fueron abandonadas o despojadas (cf. Amnistía Internacional 2012).
Existen otras figuras territoriales originales, surgidas de la necesidad de
protección de la vida de las personas y comunidades desplazadas por la
violencia, como son las zonas humanitarias y de biodiversidad, que sin
tener ningún fundamento legal específico gozan de una legitimidad míni-
ma pero suficiente para tener peso en las negociaciones entre los distintos
actores presentes en las áreas de conflicto (Corredor 2015).
• Otras figuras se refieren al derecho de acceder y usar porciones del espa-
cio, por parte no de particulares sino de los gobiernos nacionales y locales.
Son las áreas de parques naturales, reservas forestales, terrenos baldíos, re-
servas territoriales urbanas, patrimonio nacional, es decir, las zonas cuyo
sujeto legítimo de derecho es el Estado. Constituyen espacios sustraídos al
intercambio mercantil y pueden alimentar los programas de adjudicación
(Banco de Tierras, Fondo Nacional Agrario). Pueden, en algún momento,
entrar en competencia con otras territorialidades rurales, como es el caso
frecuente de áreas protegidas con territorios colectivos y resguardos. Son
también áreas que los Gobiernos pueden dar en concesiones petroleras o
mineras, con las consiguientes restricciones a la adjudicación a campesinos.
Las tablas 1 y 2 recogen la información cuantitativa disponible sobre
estos dispositivos que, en su conjunto, cubren la superficie nacional. De la su-
perficie total del país (aproximadamente 112 millones de hectáreas), un 32,4 %
(36.997.495 hectáreas) corresponde a propiedad privada de carácter colectivo de
los resguardos indígenas y territorios colectivos de comunidades negras (Mejía y
Mojica 2015, 31). Cerca del 20 % corresponde a terrenos titulados a campesinos y
colonos desde la década de 1960. Es decir, en más de la mitad del país, la tenencia
7 Según el Registro Único de Predios y Tierras Abandonados por la Violencia (Rupta), “a di-ciembre del 2014 se realizaron 56.288 registros de protección individual, solo 14.903 (26,4 %) de estas solicitudes tuvieron anotación en los folios de matrícula y 32.362 (57,4 %) tuvieron nota devolutiva principalmente por no tener folio de matrícula, es decir por encontrarse en estado de informalidad” (Mejía y Mojica 2015, 26).
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resulta de una negociación política entre el Estado y los actores rurales, llevada
a cabo en el siglo XX.
Las figuras territoriales remiten a momentos particulares de la historia
nacional. Emergen de las negociaciones políticas, locales y globales, y dan na-
cimiento a un perfil de sujeto agrario aceptado o promovido por el Estado. La
definición de cada una depende de la capacidad de los actores presentes, sean
individuos, movimientos sociales o instituciones de gobierno, de pugnar por dis-
positivos adaptados a sus intereses y a los contextos. Es decir, se enmarcan en
relaciones de fuerzas y de poder locales, pero también nacionales e internacio-
nales. Lógicamente, las figuras territoriales resultantes son muy disímiles. Com-
binan distintas formas de propiedad y de tenencia (privada o pública, individual
o colectiva); algunas siguen pautas de ordenamiento colectivamente acordadas
y otras no; algunas se rigen por instancias de gobierno local (cabildo) y otras no;
algunas sacan parte de su legitimidad de alianzas políticas con instancias extra-
locales, como ciertas agencias internacionales que las promovieron y protegen;
finalmente, cada una activa un registro de legitimación específico (la tabla 3
señala estas semejanzas y diferencias). Esta rápida recapitulación, que por su-
puesto no es exhaustiva, pone en evidencia fuentes de posible fricción entre las
distintas formas de tenencia —mejor dicho, entre sus beneficiarios o promoto-
res—. En efecto, cada una de las figuras de tenencia se ancla en una legitimidad
propia y prioritaria: la ancestralidad, la víctima desplazada, etc., a partir de la
cual puede pretender imponerse en aras de conseguir alguna dotación o alguna
posición favorable para los beneficiarios. La competencia por recursos escasos
—la tierra— se desarrolla en medio de rivalidades entre instituciones que exis-
ten en gran parte fuera del ámbito agrario o territorial, e introduce nuevas di-
mensiones a conflictos que de esta forma rebasan a los actores locales.
Ahora bien, considerando que cada figura territorial traduce, a la vez que
induce, relaciones específicas con el espacio y relaciones de poder inscritas en el
espacio, es posible llevar la reflexión a las territorialidades.
Podemos decir, por un lado, que estas legitimidades territoriales complejas
son geografías poscoloniales, en el sentido de que son espacios materialmente
construidos y representados en el proceso histórico de colonización —incluyen-
do los procesos de descolonización—. Por el otro, son producto de relaciones de
dominación heredadas, resignificadas en tanto subalternas, que son a la vez he-
rederas de la colonia y nacidas de la globalización (Collignon 2007). Se pueden
calificar de poscoloniales en tanto incluyen los discursos de derechos colecti-
vos, el reconocimiento a la diferencia, la ciudadanía diferencial y los derechos
humanos. Son fruto de reivindicaciones sociales que enarbolan demandas de
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emancipación vis a vis el Estado y los actores regionales dominantes que tra-
dicionalmente los han mantenido en la dependencia política y económica. Son
poscoloniales también en el sentido de que corresponden a paradigmas de la
pluralidad, contrario a los modelos anteriores fundados en una sola lógica homo-
geneizadora hija de la modernidad: un territorio, un pueblo, una lengua. A escala
nacional, los territorios étnicos aprobados ocupan las partes geográficamente
marginales del país, pero tanto las solicitudes de zonas de reserva campesina, de
títulos colectivos administrados por consejos comunitarios afrodescendientes y
de resguardos para numerosos cabildos indígenas, se ubican en la parte central
del país (figura 1).
Cuando la imaginación geográfica abre pistas políticas: dos ejemplos
Acabamos de ver que los arreglos territoriales se insertan en contextos históri-
cos y geográficos precisos. Remiten a dispositivos de poder y dominación, pero
también a resistencias que a su vez desarrollan contramodelos más o menos pú-
blicos u ocultos (Scott 1990). Lo que me interesa ahora es describir algunas de
estas experiencias de contramodelos territoriales. Estas propuestas no prospera-
ron a cabalidad pero son indicios de lo que, haciendo referencia a la imaginación
política aludida, propongo llamar imaginación geográfica, en la medida en que
se nutren de situaciones concretas, territorializadas, para proponer nuevas vi-
siones que de sí mismos elaboran los actores del campo colombiano.
Las propuestas de territorios colectivos incluyentes: Nariño, 1997
Los territorios colectivos de comunidades negras son legalmente instituidos con
la adopción del multiculturalismo en la Constitución de 1991, cuando el Estado
reconoce los derechos territoriales colectivos de las “comunidades negras del Pa-
cífico” mediante la Ley 70 de 1993 y sus reglamentos (en 1995). A partir de estas
medidas se desata una movilización política, social y cultural intensa. Esta se da
en escenarios y niveles de acción muy diversos, desde lo más local, con la creación
de múltiples “consejos comunitarios”, hasta la constitución de grupos de presión
en la ONU, pasando por colectivos nacionales más o menos consolidados (Agudelo
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Figura 1. Territorialidades rurales en Colombia
Fuente: Instituto de Estudios Interculturales, Pontificia Universidad Javeriana de Cali, 2016.
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2005). Por primera vez aparecían en el escenario nacional representantes de las
poblaciones negras descendientes de esclavos, quienes desarrollaron sus propias
alianzas y estrategias políticas a escala internacional8.
Ahora bien, a escala local en los años noventa, los territorios colectivos de
comunidades negras se constituyen a partir de una adecuación de los criterios
de pertenencia étnico-racial (comunidad negra) y los de adscripción territorial
(residentes en los baldíos ribereños del Pacífico). Sin embargo, este modelo apa-
rentemente simple no siempre corresponde a la realidad, lo que en ocasiones
ha llevado a la exclusión de residentes no afrodescendientes (indígenas o “blan-
cos”), y afrodescendientes no residentes en términos de la ley. Es decir, el modelo
previsto por la Ley 70 es tan solo una de las opciones que las comunidades rura-
les desarrollaron históricamente en sus regiones para vivir y sobrevivir.
Cuando se trató de instaurar y delimitar los territorios colectivos —condi-
ción de inclusión ciudadana por medio de la Ley 70—, las comunidades locales,
reunidas en asambleas, tuvieron que debatir estas cuestiones. Así, en Tumaco,
en el litoral de Nariño que es frontera con Ecuador, los habitantes propusieron
varias modalidades de aplicación de la Ley 70 que no respondían exactamente a
los esquemas étnico-territoriales indicados en el texto oficial (Hoffmann 2007).
Es lo que interpretamos como innovaciones territoriales y políticas.
Una de ellas consistió en establecer territorios binacionales, de lado y lado
de la frontera entre Colombia y Ecuador, buscando así integrar en una sola enti-
dad la realidad de esta área caracterizada por una alta movilidad cotidiana de
individuos, productos —y afectos— entre ambos lugares. Otra propuesta hecha
por los habitantes al momento de dibujar y negociar su territorio colectivo fue in-
cluir a todos los residentes de las localidades, independientemente de que fueran
reconocidos como “blancos” o “negros”. Es decir, para ellos la legitimidad territo-
rial se basaba en la residencia efectiva y el uso pacífico de las tierras, más que en
una pertenencia étnica o racial instituida legalmente. Una tercera innovación,
no prevista en los textos legales, consistía en integrar en un mismo territorio a
habitantes con estatutos agrarios distintos: tanto los “nuevos” poseedores bene-
ficiados por la Ley 70, como algunos que ya tenían títulos de propiedad privada
y no querían cederlos a los consejos comunitarios. Es decir, según los habitantes,
un mismo territorio colectivo podía albergar varias figuras legales de propiedad.
8 Al lado o más allá de los beneficios territoriales inmediatos, los actores y negociadores afrocolombianos se basaron en las reivindicaciones territoriales para lograr posiciones y puestos de poder que les permitieran incidir en el juego político nacional (como represen-tantes en la Asamblea legislativa, por ejemplo) y existir en las redes y las arenas trans-nacionales (Grupo de trabajo de la ONU, Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD], Banco Interamericano de Desarrollo [BID], Banco Mundial, Fundación Ford).
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Estas tres propuestas dan fe de que los habitantes, a escala local, conce-
bían su territorio como un espacio de vida complejo, habitado por poblaciones
diversas en sus orígenes, color de piel y adscripción étnica; construido por migra-
ciones históricas sucesivas, cargado de memoria social que no podía fácilmente
ordenarse en un “patrón étnico-racial” único. Sin embargo, estas concepciones
del espacio estaban alejadas del esquema de adecuación entre territorio colec-
tivo e identidad, tal y como era defendido por la Ley 70 y por los movimientos
sociales. Las tres propuestas fueron rechazadas por las instituciones encargadas
de delimitar y validar los territorios colectivos.
El segundo ejemplo, más reciente, ya no concierne a un grupo étnico par-
ticular. No obstante, a imagen de las iniciativas de los campesinos afrocolombia-
nos de Nariño, las propuestas analizadas a continuación también buscan rebasar
las fronteras de las identidades culturales asignadas.
Las zonas interculturales de protección territorial, 2010
En ausencia de una verdadera reforma agraria, las desigualdades en el acceso a
tierras persisten en Colombia en un grado muy elevado (Forero y Salgado 2010).
Incluso empeoraron considerablemente al final del siglo XX con los desplaza-
mientos forzosos de la década de los noventa, los abandonos o ventas forzadas de
predios a agronegocios y a grupos paramilitares, a veces seguidos de la llegada
de “repobladores” que se instalan sobre las tierras recién despojadas a los cam-
pesinos (Corredor 2015). Se agudiza la complejidad de una situación agraria de
por sí complicada por el alto grado de informalidad en la tenencia.
Otra fuente de conflictos se deriva de casos de superposición de porciones
de territorios dotadas por el Estado a varias entidades y comunidades indígenas
o afrodescendientes, ya sea por error, confusión o manipulación política. Hoy,
frente a estas crisis asociadas con la violencia física (asalto, asesinato, desplaza-
miento forzoso), algunos actores locales se organizan para ofrecer alternativas
al orden territorial segmentado que ya no garantiza su seguridad, ni agraria ni
física. Algunos proponen la creación de territorios campesinos interculturales
(cf. Salcedo 2014), otros hablan de territorios interétnicos (propuestos por un di-
rigente indígena del Cauca en un encuentro de 2012, cf. Tobón 2012) y también se
idean otras figuras como los territorios agroalimentarios.
En un documento titulado “Insumos para la mesa de concertación de los
Montes de María, septiembre del 2013” (Incoder 2013b), elaborado por organiza-
ciones campesinas, afrocolombianas e indígenas y presentado al Incoder en un
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encuentro, los delegados de las organizaciones proponían la creación de una
nueva entidad territorial denominada zona intercultural de protección territo-
rial (ZIPT). Sería un lugar “en el que se engloben las diferentes figuras de orde-
namiento territorial, tanto colectivas como individuales (resguardos indígenas,
consejos comunitarios afrodescendientes y zonas de reserva campesinas)”
(Incoder 2013b, 8). Estas áreas respetarían la gobernabilidad y las decisiones de
cada entidad incluida, étnica y cultural. La incorporación de la dimensión pro-
piamente cultural de las entidades territoriales, junto a la étnica, permite incluir
a los campesinos no indígenas ni afrodescendientes al lado de las autoridades
de cabildos y de consejos comunitarios, y el reconocimiento de su pretensión de
constituirse eventualmente en zonas de reserva campesina (ZRC).
Como su nombre lo indica, la zona intercultural de protección territorial
tendría como objetivo superar las divisiones étnicas y culturales sin ignorarlas.
Está pensada ante todo para protegerse contra las amenazas que representa el
avance de las plantaciones agroindustriales (palma africana) y forestales (teca,
melina), y de las empresas petroleras, mineras y ganaderas. A partir de esta
propuesta, los actores pretenden construir alianzas entre representantes de los
territorios ya constituidos. Para ellos, esta “territorialidad intercultural” posi-
bilitaría la vigencia de una “economía tradicional campesina, afro e indígena”
(Incoder 2013b, 12) susceptible de capitalizar los saberes, las técnicas y prácticas
de cada colectivo para el beneficio de todos.
En estas propuestas, el espacio correspondiente a la ZIPT se califica y se
instituye durante la movilización. Como lo analizó un geógrafo francés en el caso
de conflictos urbanos: “El territorio que se trata de proteger no preexiste al con-
flicto; se construye en el momento en que se tiene que defender” (Melé 2008, 12).
En estas circunstancias el territorio no solo es objeto de lucha social, se vuelve
agente promotor de nuevos arreglos políticos. Es a nombre de la ZIPT —aunque
todavía no exista— que sus habitantes pretenden negociar y actuar como sujetos
políticos. En este sentido, las ZIPT se pueden interpretar como nuevas “tecnolo-
gías territoriales”. En ellas no se pretende incorporar a todos los residentes en
una nueva entidad colectiva que suprimiría las preexistentes, sino combinar los
registros de legitimidad territorial (afro, indígena, campesino). La ZIPT se piensa
como una figura territorial que lleva a inventar nuevas configuraciones políti-
cas. Es decir, a la inversa del planteamiento comúnmente aceptado, podríamos
decir que no es el sujeto político étnico instituido por la política multicultural que
reivindica y de alguna manera fabrica su territorio, sino al revés, el nuevo terri-
torio que crea nuevos sujetos políticos. Las territorialidades están en el corazón
del juego político. La legitimidad territorial adquirida en el terreno, en la ZIPT,
Divergencias construidas, convergencias por construir
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confiere mayor capacidad de negociación política con las autoridades políticas y
administrativas, o incluso con las empresas agroindustriales o forestales.
Este mismo mecanismo se puede observar en un contexto no de resistencia
sino al contrario, de construcción de hegemonía, en el mismo sector rural agrario.
La iniciativa de ley para la constitución de zonas de interés de desarrollo rural,
económico y social (Zidres) puede interpretarse como una tecnología territorial
elaborada por sectores empresariales aliados con el Gobierno para eludir ciertas
restricciones legales a la acumulación irregular de baldíos. “El ejecutor de la
Zidres podría comprar, arrendar, asociarse, entre otros, hasta completar el área
que requiera para su proyecto, es decir, no hay límites como la UAF (unidad agrí-
cola familiar)” (“¿Qué es el proyecto de ley de Zidres?” 2016). Bajo una norma-
tividad presentada como técnica, pensada oficialmente con el objetivo único de
mejorar la productividad agrícola en el campo, se crean nuevas entidades terri-
toriales cuyos portadores serán en el futuro, inevitablemente, actores predomi-
nantes en muchos otros ámbitos de la vida rural (seguridad, ordenamiento, etc.).
Coincidimos entonces con Nicholls, Miller y Beaumont (2011) en la conclu-
sión de sus trabajos sobre la construcción conjunta de espacios en contextos con-
tenciosos:
Las territorialidades deben considerarse como tecnologías espaciales
de poder que son contextualmente y estratégicamente empleadas como
un componente central del “juego” de las disputas políticas. Los esfuer-
zos para transformar las relaciones de poder son al mismo tiempo es-
fuerzos para transformar las relaciones espaciales: la lucha política y
social es, simultáneamente, una lucha para transformar, desviar o fijar
territorialidades. Entender la producción de territorialidades como un
producto y como una tecnología de lucha nos permite comprender las te-
rritorialidades y sus implicaciones, en su naturaleza contextual y diná-
mica. (26)9
Y esto vale tanto para los actores hegemónicos como para los sujetos subal-
ternizados.
9 “Spatialities (are) to be regarded as spatial technologies of power that are strategically and contextually employed as a central component of the ‘game’ of contentious politics. Attempts to transform power relations are simultaneously attempts to transform spatial relations: social and political struggle is simultaneously struggle to transform, shift, and/or fix spatialities. Understanding the production of spatialities as both a product and a technology of struggle allows us to understand spatialities, and their co-implications, as contextual and dynamic” (Nicholls, Miller y Beaumont 2011, 26).
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Conclusión
En el último tercio del siglo XX, en muchos países de América Latina, la adopción
del modelo multicultural de nación significó un giro en las políticas públicas de
lucha contra la exclusión, pues se pasó de una política redistributiva —basada
en criterios económicos— a una política del reconocimiento —con integración
de criterios de pertenencias culturales o étnicas—. Hoy nos encontramos en una
nueva fase de tensión, frente a las fallas evidentes de las políticas de reconoci-
miento. Estas no lograron acabar con todas las injusticias y a la vez suscitaron
frustraciones entre los grupos rurales que, por no pertenecer a alguno de los
“grupos étnicos” de la nación, se sienten excluidos de estas políticas. De ahí la
tentación, para muchos campesinos y organizaciones rurales no-étnicas, de des-
calificar las orientaciones multiculturalistas que —sienten— los excluyen, o al
contrario, de incorporarse en ellas para constituirse en un nuevo sujeto de dere-
cho no indígena sino campesino, susceptible de beneficiarse de políticas públi-
cas en igualdad de condiciones que los indígenas y afrodescendientes.
¿Significaría esto el fin del modelo multicultural, a escaso cuarto siglo de
su instalación? O, al contrario, ¿su agudización y deformación en una carrera sin
fin hacia la diferenciación, donde cada segmento de la población intenta buscar
una manera de “caber” en las políticas de reconocimiento? Tal como los afro-
descendientes se inspiraron en la experiencia indígena (con un largo y complejo
proceso de alianzas y aprendizajes) y lograron la expedición de la Ley 70, así los
mestizos campesinos podrían estar tentados de erigirse como un grupo étnico
más, para lograr una equidad comparable con los demás en cuanto a los registros
de legitimación de sus demandas (por tierras, territorios o servicios). De alguna
forma, esto abriría la puerta a una competencia interétnica formalmente más
equilibrada entre los grupos. Esta “solución” política supondría la existencia de
tres sujetos rurales (afros, indígenas, campesinos) diferenciados, cada uno con sus
derechos e identidades, como si fueran evidencias naturales y tuvieran intereses
contrapuestos, o por lo menos diferenciados, unos de otros. Con esto habríamos
caído en el riesgo señalado por Fraser en el 2008, cuando apuntaba a una peligro-
sa reificación de las identidades, que llegaría incluso a esencialismos exacerbados
que no dan cuenta de la complejidad del poblamiento rural contemporáneo.
El desafío es reconocer lo común (todos son campesinos, rurales, subal-
ternos), y a la vez, reconocer la diferencia (por construcción histórica de cultura,
etnia, raza). Es decir, reconocer la indisolubilidad de ambas perspectivas, la de
clase y la étnica, sin confundirlas. Si uno se enfoca solo en un lado (el campesi-
no indiferenciado, como en el siglo XIX), o en el otro (el campesinado triétnico,
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según la tentación etnicista actual), va al fracaso, pues ignora y descalifica la
otra faceta de la realidad rural, la que no cabe en estos polos identitarios y que es
la mayoría. Además, retroceder en los derechos indígenas o afros con el pretexto
de suprimir “privilegios étnicos” sería retroceder en los derechos ciudadanos en
general. En esto coincido totalmente con Nancy Fraser cuando se pregunta: “¿Po-
lítica de clase o política de identidad? ¿Multiculturalismo o so cialdemocracia? Yo
sostengo que estas son falsas antítesis. Mi tesis general es que, en la actualidad,
la justicia exige tanto la redistribución como el reconocimiento. Por separado,
ninguno de los dos es suficiente” (Fraser 2008, 84). Y, para lograrlo, Fraser (2008)
insiste en la naturaleza bidimensional de las diferenciaciones —diferencia de cla-
se, diferencia de estatus—. Parafraseándola e intercambiando —como ella lo su-
giere en el mismo artículo— género por la categoría de campesinado, tenemos que:
[...] campesinado es una diferen ciación social bidimensional. El campe-
sinado no es una simple clase ni un mero grupo de estatus, sino una ca-
tegoría híbrida enraizada al mis mo tiempo en la estructura económica
y en el orden de estatus de la sociedad. Por tanto, comprender y reparar
la injusticia (sufrida por el) campesinado, requiere atender tanto a la
distribución como al reconocimiento. (91-92)
Y, de hecho, es la vía emprendida en el contexto del paro agrario que se
dio entre el 19 de agosto y el 12 de septiembre del 2013, cuando se constituyó
la Cumbre Agraria Campesina, Étnica y Popular (Cacep), la misma que incluyó
entre sus miembros a organizaciones netamente campesinas y otras netamente
étnicas (como el Proceso de Comunidades Negras [PCN] o la Organización Nacio-
nal Indígena de Colombia [ONIC], entre otras). Esta se impuso como interlocutor
único en las negociaciones con el Estado, y asumió la necesaria coordinación de
los distintos sectores subalternos.
Con esta conclusión quisiera insistir en que existen experiencias que bus-
can articular las diferencias, y no yuxtaponerlas ni ponerlas a competir; pero
nos hace falta conocerlas mejor. En este artículo propuse empezar por descri-
bir, desde lo concreto y lo territorial, la manera en que algunos colectivos rura-
les lo están logrando o se proponen lograrlo. Si entendemos las condiciones que
presiden a la subjetivación de los actores (indígenas, afrodescendientes y cam-
pesinos, pero también migrantes, desplazados, víctimas, hombre/mujer, etc.), y
analizamos en particular las tecnologías territoriales que subyacen a las catego-
rizaciones, podemos explorar espacios de convergencias e identificar lugares de
fricción o conflicto. En otras palabras, propongo poner la imaginación geográfi-
ca al servicio de la imaginación política.
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Vol. 52, N.0 1revista colombiana de antropología
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