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Dijimos que la Misa es el mismo sacrificio de la Cruz. No se repite, sino que se hace presente el sacrificio. Es la misma víctima: el mismo Cristo que

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Dijimos que la Misa es el mismo sacrificio de la Cruz. No se repite, sino que se hace presente el sacrificio. Es la misma víctima: el mismo Cristo que se está ofreciendo en la cruz y se sacrifica por nosotros. Se hace presente con todo el valor de aquel sacrificio que ahora está con nosotros.

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No sólo es la misma víctima, sino que es el mismo sacerdote que se ofrece a sí mismo en cada misa al Padre Eterno. El sacerdote visible es solamente un ministro o un instrumento, que está representando a la persona de Cristo y en su nombre ofrece este sacrificio.

Por eso dice:”Esto

es mi cuerpo”. No dice: Este

es el cuerpo de Cristo.

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“Tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrifi-cios cada día como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo” (7,26-27).

Así que el verdadero sacerdote es Jesucristo. Dice la carta a los hebreos:

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De Jesucristo se dice: “Tu eres sacerdote eterno”. Porque siempre ofrece este sacrificio, por medio del sacerdote ministerial; pero nunca dejará de ofrecerlo hasta el fin del mundo.

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La consecuencia es que por muy malo que sea el sacerdote ministerial, la misa tiene todo su valor, suponiendo que el sacerdote ministerial, a pesar de sus maldades, quiera realizar lo que quiere la Iglesia. Un ejemplo podría ser: si uno tiene que enviar una cierta cantidad de dinero. Si lo hace por medio de una persona muy mala y pecadora, pero entrega el dinero, éste no ha perdido su valor.

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Una diferencia esencial entre la cruz y el altar es que el fin del sacrificio de la cruz fue satisfacer por los pecados del mundo, mereciendo los medios de salvación eterna. La Misa no gana nuevos méritos o nuevas satisfacciones, sino que los podemos recoger según sea nuestra colaboración. Por medio de la Misa vamos recogiendo los frutos del sacrificio de Cristo.

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La cruz es como el manantial donde brota la fuente de la gracia. La misa es como el caño por donde nosotros lo recibimos. El sacramento del altar es un instrumento muy preclaro para la distribución de los méritos de la redención. Por esta razón son muchas las misas que se celebran y en tantos sitios y circunstancias diversas.

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Aunque en la misa no hay derramamiento de sangre, como en la cruz, se pueden dar circunstancias en algo parecidas, pues Cristo en su estado sacramental está a merced de los elementos que descomponen la hostia o los animales que puedan cogerlas o las profanaciones de los humanos. A veces Cristo es blasfemado, injuriado y despreciado y abandonado muchas veces por los que se creen buenos.

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Sin embargo siente el consuelo del grupo de cristianos fervorosos que están siempre a su lado, como estaba el grupito de fieles al pie de la cruz. Son los que aprecian el gran amor de Jesucristo para con la humanidad, que no se contenta con estar en un lugar y una vez, sino en todas las misas del mundo.

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Cristo sigue presentando su

sacrificio al Padre y nos da la oportunidad de

unirnos a su sacrificio, aprovechando sus

méritos, si desterramos la maldad y unimos también nuestros

pequeños sacrificios de cada día a ese Cristo Jesús que siempre es

fiel, y es nuestro hermano y compañero.

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Cristo es nuestro hermano y compañero,

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Cristo es el que sacia nuestra hambre,

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Comamos de su mesa

nuestro pan,

bebamos de su cáliz

nuestro vino.

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Señor, tu Cuerpo y Sangre nos dará la fuerza y el valor para el camino.

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Cristo es nuestro

hermano y compañero,

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Hemos dicho que la misa es el mismo sacrificio de la cruz. Pero ¿Se representa de alguna manera? Hay una especie de representación simbólica de la inmolación en la cruz por medio de la doble consagración del pan y del vino. Por las palabras de la consagración se significa,

aunque no es en

realidad, que el cuerpo

está separado de la sangre. En

realidad están

unidos, pues Cristo está glorioso.

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Así lo manifestó el papa Pío XII en una encíclica sobre la liturgia (la “Mediator Dei”): “Jesucristo, por la separación de las dos especies, demuestra que está en estado de víctima”. En la práctica tiene una consecuencia importante: Si uno consagra sólo una especie sacramental, pan o vino, aunque allí está Jesucristo verdaderamente, no es una misa, no se ha realizado el sacrificio de nuestra religión.

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Si se consagra sólo una especie, a sabiendas de no quererlo hacer con la otra especie, sería un sacrilegio muy grande. Y si sucede por un accidente al sacerdote, debería venir otro sacerdote a completar la misa.

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La representación de la separación del cuerpo y y la san-gre es lo principal para darnos a entender la destrucción mística, que no real, sino sublime. Pero también se puede entender como representación de la inmolación la diferencia de la gloria externa de la humanidad gloriosa de Cristo en el cielo y la sencillez en la hostia sagrada, expuesta a lo que quieran hacer de ella, a no ser que se realice un milagro.

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Al hablar del sacrificio de la misa, debemos decir que no sólo es el sacrificio de Jesucristo, sino que también es el sacrificio de la Iglesia. Esto es porque ella se ofrece juntamente con Cristo, por estar unida a Él como el cuerpo con la cabeza. Y es también de la Iglesia, porque toda ella ofrece el divino sacrificio.

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La Iglesia no sólo ofrece a Jesucristo, sino que se ofrece juntamente a sí misma, pues su misión es de unidad con Cristo y nunca se verá tan íntimamente unida a su Señor, nunca más será la esposa de Cristo que cuando juntamente con Él ofrece tal sacrificio a Dios.

La Iglesia se siente unida a Jesús. Y por eso canta a ese Señor que nos reúne.

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cantemos todos al Señor que nos reúne.

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Veni-mos

desde lejos ante

el Señor

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Los que somos

llamados a la

Iglesia

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cantemos todos al Señor que nos

reúne.

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cantemos todos al Señor

que nos reúne.

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El sacrificio de la cruz de Cristo no es un acontecimiento aislado que se apoya en sí mismo. Cristo se ofrece más bien como cabeza de la humanidad, de todo el mundo. Así que en este sacrificio está incorporado todo el mundo. Decía san León Magno: “La cruz de Cristo es el sacramento del verdadero y prometido altar en el que se celebra por medio de la ofrenda saludable el ofrecimiento de toda la naturaleza humana.”

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Esta participación de toda la creación en el sacrificio y en la glorificación de Cristo no conduce de una manera natural a la gloria de cada uno de los individuos. Se hace digna y saludable cuando uno se une a Cristo por la fe y la caridad. Entonces la obra de Cristo recibe su plenitud. Como decía san Pablo: Sufre en su cuerpo lo que falta a la Pasión de Cristo.

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Con el bautismo participa el hombre de la muerte y resurrección de Cristo; pero luego nos vamos incorporando mucho más y esta entrega se realiza de forma completa cuando nos unimos plenamente en la santa misa. En Pentecostés se realiza el primer paso de esta entrega de la Iglesia. La plenitud será cuando vuelva Cristo al fin del mundo.

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Para cada uno en particular el bautismo es el primer paso hacia la entrega al Padre. El cielo es su plenitud. La Eucaristía es la más perfecta entrega en el sacrificio del Señor durante este tiempo entre el bautismo y la plenitud.

Por eso el bautismo está ordenado a la Eucaristía, en la que tiene su plena realidad y sentido.

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Cuando se dice que el sacrificio de la misa es de Cristo y de la Iglesia, no es que le falte algo al de Cristo, sino que el hombre debe cooperar con Cristo para participar de su salud. Así Cristo nos dará parte de aquel fruto inmenso destinado a todo el mundo. De esta manera el hombre participa en la actividad salvífica de Cristo.

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Esta palabra significa la aplicación de la herencia a los que van a ser herederos. La entrada en vigor presupone la muerte de quien está haciendo ese testamento. De aquí que su muerte es el don de salvación y la Eucaristía es la aplicación de ese don de salvación.

Cuando Jesús en la

Última Cena

realizaba la consagra-

ción sobre el cáliz

hablaba del testamento.

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Aunque la Eucaristía es un sacrificio de todo el mundo, de manera especial es de la comunidad cristiana, porque Jesús la encomendó a una comunidad. Y especialmente a los miembros escogidos. Así cuando Jesús dijo: “Haced esto en memoria mía”, estaba ordenando a los apóstoles como sacerdotes para que le puedan representar en algo tan importante como es la misa.

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Estos poderes sacerdotales han sido transmitidos por los

apóstoles a sus sucesores, los obispos, y éstos a sus auxiliares en

el sacerdocio. Y solamente a ellos. De

modo que nadie que no haya recibido el

sacramento del orden sacerdotal puede

representar a Cristo en el sacrificio del altar.

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El sacerdote ministerial no sólo representa a Cristo, sino también a todos los fieles. Por eso las oraciones de la misa suelen estar en plural, porque ora en nombre de todos. Después del ofertorio dice a los fieles que oren para que “este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios Padre”. Así que el sacrificio no es sólo del sacerdote sino de todos los cristianos.

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Todo dependerá del grado de

participación que tengan, de lo que trataremos en el

siguiente tema. De hecho cuanto más

se unan internamente al

sacrificio de Cristo, más

participarán de sus dones y

gracias.

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Dentro de la comunidad sacerdotal se representa más la unidad con toda la Iglesia cuando se concelebra.

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En la primitiva cristiandad sólo el obispo solía celebrar la misa y los sacerdotes concelebraban con él. Después quedó esto para algunos momentos pues las necesidades aumentaron en los pequeños pueblos y campos. La concelebración se fue dejando hasta que en el Concilio Vaticano II resurgió la conveniencia, expresando mejor la unidad del sacerdocio.

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Mucho más nos debemos unir al participar en la Eucaristía, signo de unidad y de amor.

En la vida nos solemos unir en un mismo trabajar.

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Unidos en la vida

en un mismo

trabajar,

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nos unimos en la fiesta, compartiendo el mismo pan.

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Con María,

la Madre.

AMÉN