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Dialéctica de la suplantación El espectador y el mito de los body snatchers Antón Varela Rodríguez
Tutor: Xavier Pérez Torio
Curs: 2017/18
Treballs de recerca dels programes de postgrau del Departament de Comunicació
Departament de Comunicació
Universitat Pompeu Fabra
Abstract: La novela Ladrones de cuerpos de Jack Finney (1953) narra el episodio de un
pueblo cuyos habitantes son suplantados uno a uno por alienígenas. Esta obra de gran
fecundidad hermenéutica ha producido además cuatro adaptaciones cinematográficas
hasta la fecha de las que la más conocida es La invasión de los ladrones de cuerpos de
Don Siegel (1956). En este trabajo analizamos dichos títulos partiendo de dos hipótesis:
(1) el proceso de suplantación de los body snatchers es análogo a la emergencia de la
imagen cinematográfica y (2) los protagonistas de la saga son análogos a los espectadores.
Examinaremos las obras antes citadas a la luz de estas analogías y a través de ellas
intentaremos probar que tanto la novela de Finney como sus adaptaciones al cine,
constituyen lúcidas reflexiones sobre la naturaleza fantasmagórica de la imagen.
Keywords: body snatchers, science fiction, pod people, duplication, doppelganger,
capgras syndrome,
5
Índice
1. Introducción .............................................................................................. 6
2. Dialéctica del doble ................................................................................... 92.1. El doble revelado ................................................................................................... 9
2.2. El hombre en la era de su reproductibilidad alienígena ....................................... 13
2.3. Suplantación digital ............................................................................................. 17
2.4. La muerte y el doble ............................................................................................ 20
2.5. Sleep No More ..................................................................................................... 24
3. Dialéctica del Capgras ............................................................................ 293.1. El reino de las miradas ......................................................................................... 29
3.2. Teoría de la intersubjetividad ............................................................................... 32
3.3. La mirada cosificadora ......................................................................................... 36
3.4. Una ventana a Santa Mira .................................................................................... 40
3.5. They’re here! You’re next! .................................................................................. 44
3.6. Encarnar al suplantado ......................................................................................... 48
4. Conclusiones ........................................................................................... 53
5. Bibliografía ............................................................................................. 56
6. Filmografía .............................................................................................. 59
7. Anexo: figuras ......................................................................................... 60
6
1. Introducción
El 13 de enero de 2014, el novelista Stephen King publicaba en su página personal de
Facebook una entrada en la que ensayaba una taxonomía del campo que constituye la
materia prima de su trabajo: el terror. Junto a «Lo Repugnante» (the Gross-out) y «el
Horror», King sitúa, como «último y peor», el Terror propiamente dicho, con te mayús-
cula, y lo ilustra evocando la sensación turbadora de «llegar a tu casa y darte cuenta de
que todo ha sido desvalijado y reemplazado por una copia idéntica»1. El escritor cifra la
forma más profunda de la angustia en ese espacio de inquietante ambigüedad en el que
conviven presencia y ausencia. Es en esta grieta en la que germina la imagen, portadora
de esa misma dialéctica y cargada con la aviesa intención de engañar a los sentidos. Esta
«función de la imagen como doble ostensivo, como simulacro»2 ha alentado temores y
desconfianzas desde la antigüedad. Encontramos ejemplos en Platón, que condenó al arte
de su tiempo, atribuyéndole el más alto grado de falsedad y denigrándolo como corruptor;
o en las interpretaciones semíticas del Antiguo Testamento, que impusieron una prohibi-
ción en torno a la producción de imágenes. A lo largo de los siglos, esta naturaleza fan-
tasmagórica de la imagen ha alimentado mitos y fábulas, desde las uvas de Zeuxis al
retrato de Dorian Gray, y ha evolucionado paralelamente al motivo literario del doppel-
ganger, quizá el más aterrador de los monstruos producidos por el sueño de la razón.
Hasta Borges dejó escrito cómo conoció «de chico ese horror de una duplicación o mul-
tiplicación espectral de la realidad»3 en Los espejos velados.
A juicio de Román Gubern, «en nuestra cultura racional e ilustrada contemporánea, la
imagen no ha perdido todavía su turbador carácter ectoplasmático»4. La «civilización de
la imagen» ha encontrado en el síndrome de Capgras el correlato clínico de esta inquietud
mítica. Quien padece este trastorno a menudo confunde el rostro de un familiar con el de
un impostor que trata de suplantarlo. Esto parece resultado de una inversión de términos
en la que lo real es puesto bajo sospecha, como inducido por el exceso de celo que re-
quiere enfrentarse al embrujo empírico de las imágenes. Sabiendo que el primer caso co-
nocido data de 1923, ¿tendría sentido pensar tal turbulencia psíquica antes de la llegada
1 https://www.facebook.com/OfficialStephenKing/posts/355794961226759 2 Gubern, Román, Del bisonte a la realidad virtual, pág. 8. 3 Borges, Jorge Luis, Obras Completas I, El Hacedor, “Los espejos velados”, pág 786. 4 Gubern, Román, op. cit., pág. 64.
7
de la imagen analógica? En La cámara lúcida, Roland Barthes trata de poner en valor «la
locura profunda de la fotografía»5 y el trastorno civilizatorio que representa. Los asisten-
tes del Salon Indien que huyeron al ver el tren llegar a la estación, los campesinos rusos
espantados ante una proyección del zar o los indios aborígenes que temían perder su alma
al ser fotografiados, son viñetas que forman parte de un mismo mosaico patológico. Bart-
hes añade algo que a mí me gustaría matizar: encuentra curioso el que sea «antes de la
Fotografía cuando los hombres hablaron más de la visión del doble»6. Yo sospecho que
ése ha sido un motivo de reflexión ciertamente recurrente en la ficción contemporánea,
pero ha tomado caminos muy particulares.
A principios de la década de los 50, varios autores de ciencia-ficción, un género que aún
no había rebasado la modesta dignidad de la literatura pulp, empiezan a tantear la idea de
una invasión alienígena en la que los asaltantes se mimetizan entre los seres humanos. En
febrero de 1956 llega a oídos de Phillip K. Dick la existencia de una película que narra la
peripecia de un pueblo cuyos habitantes han sido reemplazados por extraterrestres de
idéntica apariencia y no tarda en escandalizarse por el parecido de la trama con un relato
suyo publicado tres años antes. El episodio lo refiere Emmanuel Carrère en su biografía
de Dick, éste finalmente averigua que la película se basaba en una novela por entregas de
Jack Finney publicada al mismo tiempo que su relato y concluye que «la idea de la su-
plantación tenía que estar en el aire»7. La novela es Ladrones de cuerpos (The Body Sna-
tchers) y su adaptación cinematográfica, La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion
of the Body Snatchers), corrió a cargo de Don Siegel. Esta última inaugura una heterogé-
nea saga de adaptaciones generacionales: en 1978, La invasión de los ultracuerpos (In-
vasion of the Body Snatchers) de Phillip Kaufman; en 1993, Secuestradores de cuerpos
(Body Snatchers), de Abel Ferrara; y en 2007, Invasión (The Invasion) de Oliver Hirsch-
biegel. Por su parte, la obra seminal de Finney establece, de acuerdo con Stephen King,
«el baremo de lo que actualmente llamamos la novela de horror moderna»8. Quizá lo sea
porque da con el mecanismo que King entiende como la forma más lúcida del terror.
5 Barthes, Roland, La Cámara Lúcida, pág. 44 6 Ibid. 7 Carrere, Emmanuel, Yo estoy vivo, vosotros estáis muertos, pág. 29. 8 King, Stephen, Danza Macabra, pág. 447.
8
La definición con que abríamos este prefacio es oportuna porque sitúa en ese «encuentro
con un doble idéntico que ha reemplazado al original», un punto de convergencia entre
una cierta dimensión de la imagen y el mito de la suplantación. Un mismo «punto de
presión fóbica»9 los subyace y emparenta y en él confluyen tanto los residuos del pensa-
miento mágico y animista arcaico como el síndrome de Capgras. Este trabajo tratará de
profundizar e investigar este vínculo. Para ello partiremos de una hipótesis, a saber, que
el agente invasor en la saga de los body snatchers no es sino la imagen cinematográfica,
y los protagonistas, espectadores. Examinaremos las obras antes citadas a la luz de esta
analogía y a través de ellas intentaremos probar que tanto la novela de Finney como sus
adaptaciones al cine, constituyen lúcidas reflexiones sobre la naturaleza fantasmagórica
de la imagen.
La investigación girará en torno a dos «momentos» que pone en juego el dispositivo na-
rrativo de la suplantación: el «momento doppelganger» y el «momento Capgras». El pri-
mero comprende lo relativo a la producción de las réplicas humanas y sus propiedades
ontogénicas y se corresponde con la dimensión objetiva de la imagen en tanto que registro
impersonal de la realidad. El segundo de ellos refiere la problemática de los habitantes
ante el prójimo suplantado y sus pulsiones dramáticas, y se vincula a una dimensión sub-
jetiva, a saber, la de la imagen en tanto que testimonio de una mirada. Estas dos nociones
guiarán la estructura del texto, cuya primera parte será un análisis más bien ontológico,
mientras que la segunda tendrá un carácter fundamentalmente fenomenológico.
Las cuatro películas que tomamos como objeto no constituyen una constelación lineal
cronológica sino concéntrica en torno a la novela seminal de la que son adaptaciones. De
tal forma que cada aspecto o elemento que se proponga, lo analizaremos saltando libre-
mente de un título a otro o tomando algunos de ellos y otros no, pero, en cualquier caso,
sin presuponerles una linealidad histórica, más bien entendiéndolas como dialogando por
separado con la novela, y sólo estrechando sus connivencias entre sí cuando la referencia
intertextual es explícita.
9 Concepto de Stephen King, véase Danza Macabra.
9
2. Dialéctica del doble
2.1. El doble revelado
El doctor Miles Bennell, de veintiocho años, es el médico local de la pequeña población
de Santa Mira, donde nació y creció. Una tarde, al finalizar su jornada, se reencuentra con
Becky Driscoll, un viejo amor de juventud. A Becky le inquieta su tío Ira, está convencida
de que le sucede algo y recurre a Miles para que vaya con ella a echarle un vistazo. El
doctor no ve nada raro en él, es el señor Lentz de toda la vida. Sin embargo, tanto Becky
como su prima Wilma sospechan que el que tienen delante no es el verdadero tío Ira. A
la mañana siguiente, otra mujer acude a su consulta a informar de que su marido no es en
realidad su marido. Esa misma semana se encuentra con otros cinco casos idénticos.
Cuando ya contempla la posibilidad de una neurosis contagiosa, su amigo Jack Belicec
requiere su ayuda para esclarecer las circunstancias de la extraña aparición de un cadáver
en su sótano. El cuerpo es insólito: no parece haber en él huella alguna de muerte, está
intacto, sus rasgos son inusualmente vagos y las yemas de sus dedos no imprimen huellas
dactilares. Por su tamaño y proporciones, Bennell concluye que es un cuerpo en fase de
gestación que terminará adoptando la forma definitiva de su amigo Jack. El cariz que
toman los acontecimientos esa misma noche le lleva a una desesperada carrera en busca
de Becky. Irrumpe en su casa a través de una ventana del sótano y una vez dentro revuelve
entre los muebles, baúles y trastos allí almacenados hasta que en el estante inferior de un
aparador encuentra algo que le sobrecoge.
Una vez pude observar cómo un hombre revelaba unos negativos. Era una
fotografía que había tomado de un amigo común. Mojó el papel fotográfico
en la solución que había en la cubeta y agitó suavemente el recipiente hacia
delante y hacia atrás, iluminado por la tenue luz roja de la habitación de reve-
lado. Sumergida en aquel fluido incoloro, la imagen comenzó a aparecer, te-
nue y vagamente, pero igualmente reconocible, sin posibilidad de equívoco.
Pues bien: esa cosa que había sobre aquella balda polvorienta, iluminada por
10
la difusa luz naranja de mi linterna, era, también, una inacabada, vaga e inde-
finida Becky Driscoll. Una Becky Driscoll aún sin revelar.10
Finney, que narra las andanzas de Bennell encarnando en primera persona la memoria del
personaje, recurre al proceso de revelado fotográfico para ilustrar la génesis del doble
extraterrestre. La cualidad de estos cuerpos preliminares es el inacabamiento: son materia
a la espera de forma, sustancia indefinida sobre la que se imprimirán mecánicamente los
accidentes.
Un esbozo preliminar de lo que iba a ser una réplica perfecta e intachable:
todo indicios, todo sugerencias, nada enteramente acabado. O digámoslo de
esta forma: allí, sumergida bajo la tenue luz naranja, había una cara borrosa,
como vista tras láminas de agua, y, con todo, reconocible hasta en el más
mínimo aspecto.11
Los body snatchers no proceden de manera telepática, usurpando la subjetividad del in-
dividuo, ni lo hacen parasitando un cuerpo ya dado; tampoco gozan de poderes miméticos
que les permitan modificar su aspecto a voluntad. La suplantación es un proceso mecánico
y engorroso, que requiere tiempo y circunstancias ambientales concretas, tal y como el
revelado requiere de una sala acondicionada y unos tiempos de exposición a los químicos.
Sólo al final de este proceso emergerá al mundo un doble suplantador, que durante su
génesis no pasa de ser un mero receptáculo de indicios.
Finney empieza a vislumbrar aquí la «locura profunda de la fotografía»12 que sobrecogía
a Roland Barthes. Lo hace extrapolando, en primer lugar, el proceso de producción foto-
química de la imagen a la fisicidad del cuerpo (no)humano. Jean Mitry describe la imagen
fotográfica como resultado «de la impresión de las zonas de iluminación del sujeto gracias
a la reacción fotoquímica de una emulsión sensible adherida a un soporte de celulosa»13,
destacando así su naturaleza «indicial» antes que icónica. Los body snatchers extraen las
cualidades visibles directamente del referente (las zonas de “iluminación” del sujeto). El
10 Finney, Jack, Ladrones de cuerpos, pag 61. 11 Ibid., pág 63. 12 Barthes, Roland, op. cit., pág. 44. 13 Mitry, Jean, Estética y psicología del cine, pág. 117.
11
Doctor Bennell lo descubre más adelante, cuando nos estamos ya aproximando al desen-
lace del relato. Miles y Becky se refugian en la consulta donde son finalmente acorralados
por un viejo amigo del doctor, Mannie Kaufman, ahora suplantado. Allí les anuncia que
es su turno de condescender a la nueva forma de vida mediante un proceso indoloro por
el que no deben preocuparse. Deja en manos del Profesor Budlong la explicación física
del procedimiento:
Su cuerpo contiene un registro, como toda materia viva: es la piedra angular
de la vida celular. Porque ésta se compone de diminutas líneas de fuerza eléc-
trica que mantienen unidos los átomos que constituyen su ser. Y por consi-
guiente hay un registro, infinitamente más perfecto y detallado de lo que un
mapa pueda ser, de la exacta constitución atómica de su cuerpo en este preciso
momento, (…) el intrincado registro de las líneas de fuerza eléctrica que en-
garzan cada átomo de su cuerpo para formar y constituir hasta la última célula
que hay en él puede ser transferida a otro cuerpo, lentamente. Y así, dado que
cada clase de átomo —ese pequeño ladrillo del universo— es idéntica al resto,
es como se torna posible duplicar un cuerpo con toda precisión, átomo a
átomo, molécula a molécula, célula a célula, desde la cicatriz más pequeña
hasta el vello de la muñeca.14
El autor imagina una propiedad de los átomos en virtud de la cual emiten cierta informa-
ción eléctrica susceptible de ser registrada, análogamente a como registramos «rayos lu-
minosos emitidos por un objeto iluminado de modo diverso»15 o los sonidos que produce
un determinado desplazamiento de ondas sonoras. De este modo podríamos reproducir
mecánicamente nuestros cuerpos a partir de la huella que deja esta propiedad atómica
sobre un receptor habilitado para su lectura. Al igual que la foto, la suplantación «es lite-
ralmente una emanación del referente»16.
Las escenas de suplantación a menudo tienen lugar en emplazamientos que remiten al
ambiente de una sala de revelado. Siegel es fiel a las localizaciones de la novela: el sótano
de los Driscoll, el invernadero de Bennell, las cuevas a las afueras del pueblo; la mesa de
14 Finney, Jack, op. cit., pág. 188. 15 Barthes, Roland, op. cit., pág. 142. 16 Ibid.
12
billar de los Belicec, sobre la que descansa un engendro extraterrestre, forma con la gran
lámpara que hay encima de ella un complejo similar al de una ampliadora fotográfica
(figura 1). En la adaptación de 1978 de Phillip Kaufman, los Belicec regentan un negocio
de baños de barro y masaje, que suministra a los clientes un versión fangosa del proceso
del papel fotográfico, que nada en cubetas de químicos hasta que es retirado y cuidado-
samente manipulado por manos expertas. Más evidente todavía es la similitud del labo-
ratorio del Departamento de Salud Pública en que trabajan los ahora Matthew Bennell y
Elizabeth Driscoll; por no hablar del gigantesco cuarto oscuro al que recuerda la factoría
en que se producen nuevas vainas y que termina irónicamente incinerado por la combus-
tión del sistema de iluminación. En 1993, Abel Ferrara retoma la idea del medio acuoso
como hábitat del body snatcher: Steve Malone, miembro del Departamento de Ecología
es requerido para tomar muestras y analizar la toxicidad de las aguas que abastecen a una
base militar; al mismo tiempo, vemos cómo las vainas alienígenas son extraídas por los
soldados directamente del pantano. Más adelante tiene lugar la gran escena del film: en
la que Marti Malone, la protagonista, es asaltada por los tentáculos vegetales del orga-
nismo suplantador mientras está en la bañera.
Los body snatchers encierran «la locura profunda de la fotografía» barthesiana desde su
misma génesis. Dos ideas más emparentan las reflexiones de Roland Barthes en torno a
la imagen con este mito. El autor francés entiende esta imagen como un «organismo vi-
viente» que «nace a partir de los granos de plata que germinan, alcanza su pleno desarrollo
durante un momento, luego envejece»17, una concepción que comulga con la cualidad
vegetal de los invasores, que viajan como esporas y se reproducen mediante vainas en las
que engendran a los dobles. Y, algo todavía más importante, la condición alienígena que
Barthes intuyó en la experiencia de los primeros espectadores de una fotografía:
Las primeras fotos contempladas por un hombre debieron darle la impresión
de parecerse como dos gotas de agua a las pinturas (siempre la camera obs-
cura); sabía, sin embargo, que se encontraba frente a frente con un mutante
(un Marciano puede parecerse a un hombre); su consciencia situaba el objeto
encontrado fuera de toda analogía, como el ectoplasma de «lo que había
sido»: ni imagen, ni algo real, un ser nuevo, auténticamente nuevo.18
17 Barthes, Roland, op. cit., pág. 162. 18 Ibid, pág. 151.
13
2.2. El hombre en la era de su reproductibilidad alienígena
«Un ser nuevo, auténticamente nuevo» emerge en el mundo objetivo. No es un apéndice
de la psique del sujeto, ni una ensoñación. Es «una presencia vivida y una ausencia real,
una presencia-ausencia»19, un simulacro impregnado, salpicado por lo real. El doble su-
plantado exige un examen médico, un ojo clínico que evalúe la dolencia de este extraño
cuerpo mutante. Las cinco versiones de la trama giran en torno a expertos científicos que
se enfrentan a este desafío ontológico. ¿Cuál es el diagnóstico ante el «ectoplasma de lo
que había sido»?
«La primera y extraña cualidad de la fotografía es la presencia de la persona o la cosa
que, sin embargo, están ausentes»20, sostiene Edgar Morin en su importante obra El cine
o el hombre imaginario. La «ausencia» es, de alguna forma, la sustancia sobre la que se
imprime la forma-imagen. El doble suplantado es muy extraño, es mero soporte de una
nada, está constituido de la misma «ausencia» que la imagen, ésta es su sangre. La «pre-
sencia vivida» que le atribuía Morin en una definición anterior sumerge la monstruosidad
alienígena del doble suplantado en la apariencia de un «Otro» familiar, no amenazador.
Esta característica esencial lo sitúa como inversión del tema del Frankenstein de Mary
Shelley. Isabel Burdiel sintetiza éste de la siguiente manera en la introducción de su edi-
ción crítica de la novela de Shelley:
El problema filosófico dramatizado en la novela es cómo, a pesar de las des-
figuraciones (máscaras o representaciones), podemos conocer/encontrar al
hombre (al semejante) y cómo se pueden (o no) establecer fronteras precisas
entre el hombre y el monstruo.21
Shelley ubica el drama en las apariencias, Finney lo vuelca hacia la esencia. La apariencia
amable de los suplantados no es suficiente para disfrazar la monstruosidad. El niño que,
en la adaptación de 1956, huye del abrazo fantasmagórico de su no-madre, lo hace porque
19 Morin, Edgar, El cine o el hombre imaginario, pág. 34. 20 Ibid, pág. 27. 21 Burdiel, Isabel, edición crítica de Frankenstein o el moderno Prometeo, pág. 66.
14
a pesar de la máscara, no puede «conocer/encontrar al semejante». La imagen es un mons-
truo. Las experiencias iniciales del cinematógrafo que refiere Morin, ilustran este extra-
ñamiento del espectador:
Este prodigio que se exhibe en 1895-1896, dice Marcel Lherbier, “como la
mujer con barba o la vaca de dos cabezas” tiene de prodigioso que muestra la
vaca con su única cabeza y a la mujer sin barba.22
El cinematógrafo circulaba entre las ciudades como atracción de feria, como lo hacían los
freaks, las “aberraciones” de la naturaleza, en definitiva, los monstruos. «La gente se ma-
ravillaba sobre todo de volver a ver lo que no le maravillaba: su casa, su rostro, el am-
biente de su vida familiar»23. El doble cinematográfico fascinaba a los primeros especta-
dores como si produjese una mutación controlada de la realidad, como un animal conte-
nido detrás de las rejas. Román Gubern compila varias anécdotas más que recogen el
carácter sombrío que los primeros espectadores encontraron en las imágenes en movi-
miento, como la linterna mágica del jesuita alemán Athanasius Kircher cuyas «fantasma-
góricas proyecciones eran recibidas por las gentes con auténtico estupor»24 o el caso de
los campesinos rusos de Niznhni-Novgorod, que «tomarán por brujo al operador Félix
Mesguich, empleado de Lumière, porque les hará aparecer la imagen del zar sobre una
tela blanca»25. Estas primeras experiencias denuncian el vestigio de una mirada no dócil
ante el doble, capaz todavía de desgarrar la superficie de la imagen y darse de bruces con
el vacío espectral que la sustenta. Ladrones de cuerpos no deja de ser una novela sobre
un pueblo en el que varios habitantes recuperan esa capacidad.
Los cuerpos suplantados que ocupan Santa Mira son réplicas idénticas a las que se les ha
sustraído algo en el proceso de reproducción. Finney abunda en metáforas mecánicas, no
sólo el revelado fotográfico, también recurre al grabado de medallas para ilustrar las dis-
tintas fases por las que pasa la gestación del doble26. En la imagen el cuerpo pierde algo.
Ese algo que un místico cifraría en el «alma» pero para lo que nosotros encontraremos
22 Morin, Edgar, op. cit., pág. 22. 23 Ibid. 24 Gubern, Román, Historia del Cine, pág. 15. 25 Ibid. 26 Finney, Jack, op. cit., pág. 38.
15
otras nociones más adecuadas. Benjamin sitúa la merma de la obra de arte en su repro-
ductibilidad mecánica y propone el concepto de «aura» para clarificar esta pérdida. «In-
cluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su
existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra»27. Miles Bennell traduce a su ma-
nera el extrañamiento ante la ausencia de «aura» de Mannie Kaufman:
Entonces, tras mirarle a la cara, comprendí. Es difícil decir cómo lo supe:
posiblemente los ojos carecían de cierto lustre, quizás los músculos del rostro
habían perdido algo de su tensión habitual, algo de su expresión alerta, o tal
vez no… Pero lo supe.28
El diagnóstico es singularmente parecido al juicio de Máximo Gorki en su primera expe-
riencia cinematográfica, tras la cual, cita Gubern, escribió que la pantalla presenta «una
vida carente de palabras y despojada del espectro de los colores vitales: una vida gris,
muda, desolada y lúgubre»29. Roland Barthes propone el concepto de «aire» al respecto
del visionado de la fotografía, y lo define como «esa cosa exorbitante que hace inducir el
alma bajo el cuerpo»30.
El aire es así la sombra luminosa que acompaña al cuerpo; y si la foto no
alcanza a mostrar ese aire, entonces el cuerpo es un cuerpo sin sombra, y una
vez que la sombra ha sido cortada, como en el mito de la Mujer sin Sombra,
no queda más que un cuerpo estéril.31
El niño que escapa de su madre lo hace porque no encuentra esa sombra luminosa, ese
espectro de colores vitales, ese lustre de los ojos que la caracterizó, del mismo modo que
Barthes no encontraba a su madre en su retrato fotográfico32.
El desmoronamiento de la experiencia «aurática» cobra en la saga la condición de para-
noia colectiva. Los body snatchers producen cuerpos sin «aura», «porque el aura está
27 Benjamin, Walter, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, pág. 2. 28 Finney, Jack, op. cit., pág. 182. 29 Gubern, Román, Bisonte, op. cit., pág. 111. 30 Barthes, Roland, op. cit., pág. 183. 31 Ibid., pág 185 32 «La habría reconocido entre millares de mujeres, y sin embargo no la “reencontraba”». Barthes, pág. 119.
16
ligada a su aquí y ahora. Del aura no hay copia»33. Esta es la propiedad fundamental del
suplantado. Y es la que nos da la pista del vínculo entre la invasión de ultracuerpos y la
moderna invasión de imágenes. Miriam Hansen aporta un enfoque muy interesante en su
ensayo sobre Benjamin:
La realidad transmitida a través del aparato cinematográfico no es ni más ni
menos fantasmagórico que el fenómeno “natural” de la mercancía mundial
que se replica sin cesar, y Benjamin sabía muy bien que el primer objetivo
práctico del cine capitalista era perpetuar esa cadena de espejos.34
Los alienígenas sólo tienen una intención: reproducirse. El cine es un body snatcher que
produce dobles sin deseo, espectros grises, carcasas vacías con una capacidad (auto)re-
productiva imparable. Su lógica es la misma que la lógica del capital y el proceso de la
mercancía mundial. El devenir-suplantado es un devenir-mercancía. Ladrones de cuerpos
parece adoptar un perfil paradójicamente anti-capitalista, frente a la manida lectura anti-
comunista que hicieron de ella sus contemporáneos. La insensibilidad de las nuevas cria-
turas es la condición que más aterra a los protagonistas, temen verse despojados de su
imperfecta humanidad no tanto por el proceso de homogeneización psicológica como por
el terror al vacío del aura.
Son fabricados industrialmente, compartidos colectivamente. Vuelven sobre
nuestra vida despertada para modelarla, nos enseñan a vivir o no vivir. Nos
los volvemos a asimilar, socializados, útiles, o bien se pierden en nosotros,
nos perdemos en ellos. Ahí están, ectoplasmas almacenados, cuerpos astrales
que se nutren de nuestras personas y nos nutren, archivos de alma…35
La naturaleza vírica de la imagen y su capacidad para propagarse se multiplica en la adap-
tación de 2007 de Oliver Hirschbiegel, en que los body snatchers nos enfrentan a un
nuevo desafío: el invasor digital.
33 Benjamin, Walter, op. cit., pág. 10. 34 Hansen, Miriam, La flor azul en el paisaje tecnológico. Cine y experiencia en Walter Benjamin, pág. 340. 35 Morin, Edgar, op. cit., pág. 295.
17
2.3. Suplantación digital
La psiquiatra Carol Bennell (Nicole Kidman) ya ha recibido a varios pacientes aquejados
del síndrome de Capgras cuando la empiezan a sacudir a ella los mismos síntomas. Asus-
tada, recurre a un buscador de internet para hallar información sobre el caso y descubre
que hay una epidemia a escala global. «My son is not my son», teclea nerviosa Bennell
antes de descubrir los más de un millón de resultados de esa búsqueda. La propagación
de la paranoia ya no se ciñe a la pequeña localidad de Santa Mira, ahora es una pandemia
a escala global. Hirschbiegel propone una nueva dimensión cuantitativa del síndrome que
lo emparenta indefectiblemente con la imagen digital y su capacidad de reproducirse ma-
sivamente, uniendo así su suerte a la del zombi que, con la llegada del digital, padeció el
mismo trastorno al dejar de ser zombi para convertirse en «infectado»36. Esta nueva adap-
tación pone en valor ya no la «reproductibilidad técnica» de la imagen, sino su «virali-
dad».
El agente invasor se presenta en forma de virus, parasita los cuerpos y los modifica desde
dentro. No necesita producir un doble para diseminarse a lo largo y ancho del mundo. El
body snatcher vírico no reproduce copias a partir de la «huella indicial» que absorbe de
la realidad visible, del mismo modo que «la imagen infográfica, ajena a cámaras y obje-
tivos, es autónoma respecto a las apariencias visibles del mundo físico y no depende de
ningún referente»37. De algún modo, esta vuelta de tuerca presenta a la nueva imagen
digital como suplantadora de la vieja imagen analógica. La propia película presenta, en
su fisicidad, esta característica: la primera de la saga en el que su negativo es tratado
digitalmente antes del revelado definitivo. Las «imágenes simulacro» proponen un nuevo
giro en la dialéctica de la suplantación. Ya no usurpan el lugar misterioso en que tenía
lugar el «aura», sino el propio residuo de apariencias que antes era el doble.
El negativo rescataba parte de «lo real», porque cuajaban en él los efluvios del referente.
La imagen digital pierde el último remanente de aura y posibilita el practicar sobre ella
36 Sánchez, Sergi, Hacia una imagen de no-tiempo. Deleuze y el cine contemporáneo, pág. 205. 37 Gubern, Román, Bisonte, op. cit., pág. 147.
18
infinitas mutaciones, «se puede copiar y manipular hasta el infinito sin que se pierda ca-
lidad. Y, claro, nunca sabes qué hay de verdad en la imagen»38. Sólo estaba justificado
exigir verdad a la fotografía.
El doctor Stephen Galeano analiza una muestra de fluido contaminado por el virus alie-
nígena obtenida anteriormente por la protagonista. «Estamos lidiando con una entidad
completa e inteligente con el tamaño de unas cuantas células, que está invadiendo el
cuerpo de la gente, integrando su ADN y reprogramando su expresión genética durante
la noche», concluye. El invasor se introduce en el genoma, interpreta al ser humano como
texto y lo reescribe. «El 80% de lo que somos y lo que hacemos lo determina nuestra
expresión genética. La integración de un ADN extraño podría cambiar su apariencia». El
ser humano es puro código en el que el virus introduce su propia información, haciendo
suya la técnica del databending. Esta técnica, popular entre en el glitch art, trabaja alte-
rando y transformando la información (el léxico) del código fuente de la imagen, de tal
forma que la apariencia final de una obra se modifica desde su ontología lingüística. El
glitch que rompe la textura de la imagen digitalizada revela la presencia infecciosa de una
porción de código contaminado. El código genético y el código fuente son diferentes ex-
presiones de la deriva del cuerpo en texto. Esta analogía fue ensayada en Jurassic Park
(Steven Spielberg, 1995) en la que, a juicio de Román Gubern, «(l)a laboriosa producción
artificial de los dinosaurios a partir de su ADN (…) constituye una pertinente metáfora
de la construcción artificial de sus imágenes por parte del ordenador en el proceso de
producción del film39». El organismo digital es un palimpsesto, resulta de una contami-
nación de data, de una reescritura del código.
El nuevo invasor microscópico deja atrás la antigua apariencia orgánica del body snatcher
vegetal. De hecho, sólo conocemos su apariencia a través de una simulación infográfica
en el ordenador del doctor Galeano (figura 2). Hirschbiegel presenta así al antagonista en
su forma genuina, como una imagen de síntesis producida —que no reproducida— por
una máquina. De la misma manera, la transformación que opera el virus sobre el cuerpo
humano es también representada mediante CGI. La piel del actor que encarna al “en-
fermo” parece infectada por un tejido evidentemente digital de tal modo que parece que
fuese el CGI lo que lo está intoxicando (figura 3). La superficie epidérmica es la pantalla
38 Wenders, Wim, El acto de ver. Textos y conversaciones, pág. 91. 39 Gubern, Román, Bisonte, op. cit., pág. 148.
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sobre la que tiene lugar el glitch que revela la artificialidad de aquello que se nos hace
visible. Michel Larouche reflexionó al respecto del androide al que dio vida un digitali-
zado Robert Patrick en Terminator II: Judgement Day (James Cameron, 1991): «ese
cuerpo digitalizado, sirviéndose de una superficie intermedia entre el espacio de la imagen
digital y el de la imagen analógica, “contamina” la imagen analógica»40. El negativo de
Invasión sufrió en su propia materialidad esta contaminación.
El último gesto de resistencia del cuerpo infectado tiene lugar ante la cámara de un móvil.
La doctora Bennell trata de fotografiar con su teléfono al purulento Yorish, que agoniza
en su cama en estado de sueño profundo. Tras el flash de la foto, Yorish reacciona vio-
lentamente contra la doctora, como resistiéndose a convertirse en una suerte de imagen
viral que circule mundialmente entre dispositivos y que secuestre su último aliento de
aura, su aquí y ahora, como los pueblos que se negaron a ser fotografiados para conservar
su alma. El eco animista de este miedo al digital fue discernido por Wenders, que en una
conferencia en 1990 advirtió de igual forma lo oportuno de la metáfora vírica:
Esta falta de contacto con la realidad es una enfermedad de la civilización que
debemos tomar en serio. Es un virus contra el que, de momento, nadie ha
encontrado el antídoto, si es que alguien lo ha intentado. Mata más vidas que
cualquier otro virus.41
La suplantación «de síntesis», el híbrido de cuerpo fotográfico y cuerpo digital, inaugura
una nueva forma del Capgras. «Las imágenes de síntesis aspiran a integrarse en una forma
fotorrealista pero no pueden evitar llamar la atención sobre su propia dimensión artifi-
cial»42. La suplantación no tiene lugar en cuartos oscuros, sótanos o invernaderos, se pro-
duce sobre la piel, a la vista de cualquiera. La potencia vírica es tal que no necesita pasar
desapercibida. El último episodio —hasta el momento— de la saga de los body snatchers,
se pregunta también sobre la cualidad suplantadora de la imagen cinematográfica desde
el prisma contemporáneo de la «digitalidad».
40 Larouche, Michel, Las imágenes de síntesis y la contaminación de la analogía, pág. 219. 41 Wenders, Wim, op. cit., pág. 97. 42 Sánchez, Sergi, op. cit., pág. 229.
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2.4. La muerte y el doble
El doble (o más bien, la idea de duplicidad), al situarse en el territorio límite que separa
el «Yo» del «Otro» —y de un modo que los contiene a ambos—, ha sido siempre fuente
de mitos que investigan «la identidad del ser humano y el enigma de su destino dentro del
Cosmos»43. Pero no siempre el doble se manifestó como «enigmático rival del yo»44,
vinculado ineluctablemente a la muerte. El hallazgo del motivo literario del doble como
figura que «viene a perturbar el orden normal y natural de las cosas»45 (como «punto de
presión fóbica», retomando el concepto de Stephen King) lo diagnostica Zizek como una
secuela de la revolución kantiana, el nuevo estatus del individuo reubica también el del
doppelgänger:
Hasta finales del siglo XVIII este tema iba asociado en general a las tramas
cómicas; de repente, sin embargo, el tema del doble pasa a asociarse con el
horror y la ansiedad: encontrarse con el propio doble, o que éste nos persiga,
se convierte en la experiencia terrorífica por antonomasia, una experiencia
que amenaza al núcleo mismo de la identidad del sujeto46.
El gran descubridor de traumas, Edgar Alan Poe, bosquejó, entre muchos otros, el horror
del individuo al toparse con su «yo-otro». Lo hizo relatando el testimonio del desesperado
William Wilson, un joven de rancio abolengo cuya experiencia vital está marcada, en
primer lugar, por la convivencia en su adolescencia con un muchacho de idéntico nombre
y apellidos, similar apariencia y obsesionado con imitarle; y, más tarde, por la imperti-
nente ubicuidad de este mismo imitador a lo largo de su vida, obstinado en hacer aparición
en el momento más oportuno para denunciar sus indecencias y corrupciones. En dos mo-
mentos fundamentales ensaya Poe la gravedad psicológica de la autoescopia, la visión de
uno mismo como un «otro». El primero lo desarrolla en una escena en la que el protago-
nista urde una broma a su “rival” mientras éste duerme, accede a su dormitorio y cuando
se encuentra ante su semblante dormido pierde la razón. «Lo miré, y sentí que mi cuerpo
se helaba, que un embotamiento me envolvía (…) mi espíritu se sentía presa de un horror
43 Cecilia, Juan Herrero, Figuras y significaciones del mito del doble en la literatura, pág. 21. 44 Ibid. 45 Ibid., pág. 22. 46 Zizek, Slavoj, Lacrimae Rerum, pág. 275.
21
sin sentido pero intolerable»47. Poe omite describir qué ve Wilson ahora, que no había
visto antes en el otro Wilson. Nos sugiere que lo que descubre por fin es que el imitador
no sólo se parece a él sino que verdaderamente no se diferencia en nada, es él mismo. La
realidad ha producido dos entidades positivas que son la misma y cuya coexistencia in-
curre en una imposibilidad metafísica. El trastorno del protagonista podría ser equivalente
a la «microexperiencia de la muerte» que, en términos barthesianos, produce la fotografía:
Imaginariamente, la Fotografía representa ese momento tan sutil en que, a
decir verdad, no soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente
devenir objeto: vivo entonces una microexperiencia de la muerte (del parén-
tesis): me convierto verdaderamente en espectro.48
El «devenir objeto» es el proceso determinante de la experiencia de la duplicación. La
cámara actúa como body snatcher, robando el cuerpo del fotografiado e igualándolo con
el suplantado de la ficción. «Fotografiar es apropiarse de lo fotografiado»49 dirá Sontag,
«fotografiar a alguien es cometer un asesinato sublimado, un asesinato blando»50. En su
prólogo a la obra de Barthes, Joaquim Sala-Sanahuja glosa esta relación entre «muerte»
y «doble fotográfico»:
La fotografía recoge una interrupción del tiempo a la vez que construye sobre
el papel preparado un doble de la realidad. De ello se infiere que la muerte, o
lo que es lo mismo: la evidencia del esto-ha-sido, va ligada esencialmente a
la aparición (o elaboración) del doble en la imagen fotográfica.51
William Wilson no hace sino experimentar la muerte de sí mismo en vida ante la presencia
de su doble. El profesor Budlong, en el pasaje en que explica la naturaleza de los invasores
y que remitíamos en un epígrafe anterior, introduce esta misma relación tanática entre
réplica y referente: «Pero, ¿qué le sucede al original? Sucede que los átomos que ante-
riormente constituían su cuerpo pasan a ser una carga neutra, nada, un montón de pelusa
47 Poe, Edgar Alan, Cuentos I, pág. 72. 48 Barthes, Roland, op. cit. pág. 46. 49 Sontag, Susan, Sobre la fotografía, pág. 16. 50 Ibid., pág. 33. 51 Sala-Sanahuja, Joaquim, en el prólogo a Barthes, Roland, op. cit., pág. 22.
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gris»52. Tal fuerza tiene el vínculo entre la muerte y el doble que Sala-Sanahuja entiende,
y estoy de acuerdo en que Barthes podría pensar lo mismo, que «la fotografía sólo ad-
quiere su valor pleno con la desaparición irreversible del referente, con la muerte del su-
jeto fotografiado»53, igualando este proceso al de la sustitución alienígena imaginada por
Jack Finney.
La segunda escena del relato de Poe que referiré ilustra el voltaje de esta «microexperien-
cia de la muerte» y la descarga de violencia que produce el encuentro con el doble. Tiene
lugar durante un baile de máscaras. William Wilson es sorprendido una vez más por su
rival y reacciona airado, acorralándolo en un rincón y hundiéndole la espada en el pecho.
Cuando repara sobre el cuerpo herido del imitador tiene lugar un fenómeno que le deja
estupefacto:
Donde antes no había nada, alzábase ahora un gran espejo (o por lo menos me
pareció así en mi confusión). Y cuando avanzaba hacia él, en el colmo del
espanto, mi propia imagen, pero cubierta de sangre y pálido el rostro, vino a
mi encuentro tambaleándose.54
Wilson, efectivamente, no ha muerto, pero sufre en la experiencia del asesinato de su
doble, un simulacro de su propia muerte. La violencia contra el doble, como el retroceso
de un arma de fuego, se despliega siempre como violencia hacia uno mismo. Siegel, en
Invasion of the Body Snatchers (1956), construye una sugerente secuencia en la que el
doctor Bennell, armado con un rastrillo de jardinería, se propone destruir los engendros
que crecen en el invernadero. Primero se enfrenta al doble de Becky, todavía inmaduro,
envuelto en una espuma viscosa, y con el arma ya alzada se detiene, lánguido, y cambia
de objetivo. Encuentra entonces a su propio doble, la expresión de su cara cambia y pre-
cipita con furia los dientes del rastrillo sobre el pecho leguminoso del engendro. Caben
dos interpretaciones aquí: o bien se decide por su propio doble por la angustia de la «mi-
croexperiencia de la muerte» que le produce verse desdoblado en una otredad; o bien por
preferir matarse a sí mismo —asumiendo su «devenir objeto»— que destruir la “viva
imagen” de su amada. El director corta la imagen abruptamente al penetrar el rastrillo en
52 Finney, Jack, op. cit., pág. 188. 53 Sala-Sanahuja, Joaquim, en el prólogo a Barthes, Roland, op. cit., pág. 22. 54 Poe, Edgar Alan, op. cit., pág. 84.
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la piel del extraterrestre. Kaufman, en su adaptación de 1978, recoge el guante de Don
Siegel y repite la estructura de la secuencia. Antes de iniciar su huida, Matthew Bennell
se enfrenta, azada en mano, a las vainas florecientes de sus propios dobles. Primero duda
con el cuerpo de la falsa Elizabeth Driscoll, después encuentra su propia réplica y reac-
ciona con violencia sobre esta última. El director ahora no se detiene y nos deja ver el
instrumento desfigurando la cabeza del engendro hasta lo grotesco. La secuencia de ma-
yor violencia de toda la cinta. Estas dos escenas parecen demandar un último alegato de
la parte lesionada tal y como Poe consintió al imitador de William Wilson despedirse
aludiendo al protagonista: «¡En mí existías… y al matarme, ve en esta imagen que es la
tuya, cómo te has asesinado a ti mismo!»55.
El encuentro con el doble es una suerte de aberración de la experiencia del espejo laca-
niano. La «formación del yo» en este episodio psicoanalítico se transforma en una defor-
mación del yo ante su reflejo en un espejo grotesco. En lugar de nutrir al individuo me-
diante su «identificación con un fantasma»56, el encuentro con el doble suplantador pro-
duce un vacío de ego, como una inestabilidad del «aura» que hace emerger la necesidad
de destruir al «fantasma». Benjamin, a su modo, descubrió este extrañamiento en «el actor
frente al mecanismo cinematográfico», que presume «de la misma índole que el que siente
el hombre ante su aparición en el espejo. Pero es que ahora esa imagen del espejo puede
despegarse de él, se ha hecho transportable»57. Esto es como decir que mientras el espejo
lo que reproduce es un reflejo inmaterial, inasible e inofensivo, el cine produce un objeto
(«transportable») amenazador que trastorna el ego más de lo que contribuye a formarlo.
Existe un experimento interesante que pone a prueba esta fenomenología de espejos y
pantallas. En su instalación Present Continuous Past(s) (1974), el artista Dan Graham
enfrenta dos paredes: una de ellas consta de un espejo y la opuesta, de una cámara, un
circuito cerrado de televisión y una pantalla que emite la imagen registrada con ocho
segundos de retardo. El espectador convive con el obediente doble especular y con la
anárquica imagen de vídeo que parece desentenderse de su voluntad y generar una subje-
tividad propia.
55 Poe, Edgar Alan, op. cit., pág. 84 56 Metz, Christian, El significante imaginario, pág. 22. 57 Benjamin, Walter, op. cit., pág. 11.
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La coartada de la muerte y el doble nos permite una última incursión en otra ficción que
ensaya una curiosa forma de duplicación como es La invención de Morel (1940) de
Adolfo Bioy Casares. En ella un fugitivo aterriza en una isla recóndita en la que mora un
extraño grupo de personajes que no perciben la llegada del nuevo intruso. Tras días de
vigilancia, el protagonista descubre que sus vecinos son proyecciones mecánicas trans-
mitidas por un ingeniosísimo aparato diseñado por Morel, quien pretendió retener para la
eternidad la semana que pasó con sus amigos en la isla. El fugitivo, enamorado de Faus-
tine, una de las proyecciones, se entrega voluntariamente al body snatcher y graba su
propia vivencia para convertirse él mismo en una reproducción y vagar en bucle toda la
eternidad junto a su amada. De la misma forma que Finney imaginó que el referente que-
daba reducido a «un montón de pelusa gris», Bioy fuerza a su personaje a negociar los
efectos mortales de su duplicación:
Casi no he sentido el proceso de mi muerte; empezó en los tejidos de la mano
izquierda; sin embargo, ha prosperado mucho; el aumento del ardor es tan
paulatino, tan continuo, que no lo noto.
Pierdo la vista. El tacto se ha vuelto impracticable; se me cae la piel; las sen-
saciones son ambiguas, dolorosas; procuro evitarlas.58
La invención de Morel y Ladrones de cuerpos son dos visiones, una romántica y otra
paranoica, de un mismo argumento. El cine que inventa Morel con vocación prometeica
(no hay que olvidar que su proyecto comprendía un suicidio colectivo) «confunde en el
mismo acto muerte e inmortalidad»59 y se metamorfosea, una década más tarde en la obra
de Finney, en una invasión alienígena.
2.5. Sleep No More
Mientras Marti Malone (Gabrielle Anwar), protagonista en el Body Snatchers de Abel
Ferrara, duerme plácidamente en la bañera, envuelta en espuma, unas finas arterias vege-
tales trepan su pecho y se deslizan hacia su nariz (figura 4). Éstas son apéndices de una
58 Bioy Casares, Adolfo, La invención de Morel, pág. 152. 59 Morin, Edgar, op. cit., pág. 63.
25
gran vaina dentro de la cual está teniendo lugar la partenogénesis del doble de Marti.
Antes de que el proceso de duplicación haya terminado, Marti se despierta abruptamente
y se libera de la constricción de los tentáculos extraterrestres. La escena remite a un hito
fundacional del cine de terror onírico: el momento en el que Nancy Thompson (Heather
Langenkamp) recibe una visita de Freddy Krueger (Robert Ungland) tras quedarse dor-
mida en la bañera en Nightmare on Elm Street (Wes Craven, 1984). Las dos secuencias
están unidas iconográficamente: la joven, la bañera, la espuma y el mal que acecha bajo
ella, pero sobre todo, el sueño (figura 5).
El sueño es al mismo tiempo un productor de monstruos y un territorio de vulnerabilidad,
o, mejor dicho, es precisamente lo primero por ser lo segundo. La explicación del Profesor
Budlong, a la que ya recurrimos anteriormente, arroja luz también sobre la importancia
del sueño en el agónico proceso de suplantación:
Y por consiguiente hay un registro, infinitamente más perfecto y detallado
de lo que un mapa pueda ser, de la exacta constitución atómica de su cuerpo
en este preciso momento, alterada cada vez que toma aliento, a cada segundo
de tiempo en que su cuerpo cambia de forma infinitesimal. Y es durante el
sueño, casualmente, cuando los cambios son menores; es durante el sueño,
sí, cuando el registro puede ser asimilado, y absorbido, como la electricidad
estática, de un cuerpo a otro.60
El letargo indefenso del sujeto que es el sueño es la oportunidad que tiene el doble para
emerger en el mundo. No en vano, Don Siegel, el primero en adaptar la novela al cine,
propuso para el film el título de «Sleep No More» («No te duermas»)61, una recomenda-
ción que se puede hacer extensible a la saga de Wes Craven. Esta vulnerabilidad en la que
acecha el «monstruo cinematográfico» fue asimilada, en los estudios psicoanalíticos, a
una cierta cualidad del «estado fílmico» del espectador. Así, Christian Metz caracteriza
este estado por «una tendencia general a la disminución de vigilancia, por un comenzar a
dormir y a soñar»62, como un espacio ambiguo en el que el principio de realidad se di-
suelve y en el que «el sujeto dormido no está encargado del cumplimiento de ninguna
60 Finney, Jack, op. cit., pág. 188. 61 Font, Domenec, Cuerpo a cuerpo. Radiografías del cine contemporáneo, pág. 38. 62 Metz, Christian, op. cit., pág. 106.
26
tarea de realidad»63. Las condiciones ambientales del aparato cinematográfico convienen
también con la anterior explicación del profesor Budlong: «nos encontramos en una ha-
bitación oscurecida, nuestra actividad motora está reducida, nuestra percepción visual se
aumenta para compensar nuestra falta de movimiento físico»64. Al mismo tiempo, este
espacio que comporta clausura y oscuridad es una reminiscencia de la camera obscura.
La experiencia cinematográfica parece estar irremediablemente asociada a la práctica del
recogimiento y el sueño, lo que ayuda posiblemente a comprender la nocturnidad del body
snatcher.
Este proceso del sueño, que consta de una parte improductiva —dormir— y otra produc-
tiva —soñar—, reúne las mismas propiedades fantasmagóricas de la imagen como pre-
sencia-ausencia y se convierte en un caldo de cultivo ideal para ésta. Ya señaló Gubern
que «por su naturaleza icónica, las imágenes tienden a hablar el mismo lenguaje que los
sueños»65. Pero como ya hemos visto, en este punto hemos comenzado a desplazar nues-
tra lupa del «objeto» (la imagen) al «sujeto» (el espectador). El espectador en la sala de
cine renace a nuestros ojos como un Miles Bennell en las calles de Santa Mira y el sueño
como un proceso análogo a la «dialéctica del Capgras» que desarrollaremos en la segunda
parte. Profundicemos primero en esta concepción del aparato cinematográfico como un
«estado del sueño» según la teoría psicoanalítica:
El espectador del cine entra un régimen de creencia (donde todo es aceptado
como real y diáfanas imágenes bidimensionales tienen la misteriosa sustancia
de cuerpos y cosas reales) que es similar a la condición del que sueña.66
El «régimen de creencia» es el tablero sobre el que se sitúan las piezas del juego de la
suplantación. El protagonista de Finney no es sino un soñador (un crédulo) que acepta
todo cuanto ve como real hasta que poco a poco adquiere la lucidez de descubrir a los
vecinos de Santa Mira como realmente son. Se transforma el relato entonces en un «sueño
lúcido», adoptando la forma de una huida contra las «diáfanas imágenes bidimensionales»
que se han rebelado contra él. El estado de credulidad inicial en que encontramos a los
63 Metz, Christian, op. cit., pág. 121. 64 Stam, Robert, Nuevos conceptos de la teoría del cine, pág. 165. 65 Gubern, Roman, Bisonte, op. cit., pág. 76. 66 Stam, Robert, , op. cit., pág. 165.
27
Doctor Bennell y sus sucedáneos converge con la «situación de cine», que define Barthes
como un estado «pre-hipnótico»:
Todo sucede como si, incluso antes de entrar en la sala, ya estuvieran reuni-
das las condiciones clásicas de la hipnosis: vacío, desocupación, desuso; no
se sueña ante la película y a causa de ella; sin saberlo, se está soñando antes
de ser espectador67.
Otros teóricos a menudo se han servido de la noción de «hipnosis» para aproximarse el
mecanismo del cine. Así Jean Mitry también refiere que se trata «de un hecho algo seme-
jante a la hipnosis, por la “captación” de nuestra conciencia atenta»68. Este recurso al
«estado hipnótico» remite a un relato breve de 1963 de Ray Nelson cuya adaptación por
parte de John Carpenter conocimos con el título de They Live en 1988. Eight O’Clock in
the Morning es una historia de suplantación alienígena al modo de los body snatchers
pero con un punto de partida peculiar. El inicio es tal que así:
Al final del espectáculo, el hipnotizador les dijo a los hipnotizados: “Desper-
tad”. Algo extraordinario sucedió.
Uno de los hipnotizados despertó del todo. Esto nunca había sucedido antes.
Su nombre era George Nada y parpadeó entre el mar de caras en el teatro, al
principio sin ser consciente de nada fuera de lo habitual. Entonces observó,
moteadas aquí y allá en la multitud, las caras no humanas, las caras de los
fascinadores. Habían estado allí todo el tiempo, claro, pero sólo George es-
taba realmente despierto, sólo George les reconoció por lo que eran.
El descubrimiento de la suplantación es aquí concebido como el despertar de un proceso
hipnótico, de un «régimen de creencia» maligno como el del demonio cartesiano que hace
de nuestra percepción algo falible. El protagonista recuerda al Barthes que describía la
experiencia de salir del cine como quien «sale de un estado hipnótico. Y el poder que está
percibiendo, de entre todos los de la hipnosis (…), es el más antiguo: el poder de cura-
ción»69. George Nada se cura de un hechizo tras el cual la realidad se le muestra tal y
67 Barthes, Roland, Salir del cine, pág 351. 68 Mitry, Jean, op. cit., pág. 209. 69 Barthes, Cine, op. cit., pág. 350.
28
como es, lo que antes eran rostros ahora es «carne verde y reptiliana».
Esta sala de cine, como el cuarto oscuro de revelado o la vaina alienígena, constituye «una
auténtica crisálida cinematográfica»70, un espacio acotado donde «los que allí permane-
cen, lo sepan o no, se encuentran encadenados, capturados o cautivos»71, sometidos al
juego de sombras de la caverna platónica, al mecanismo de la suplantación. Una dialéctica
que comienza cuando un personaje despierta de su hipnosis y empieza a percibir al pró-
jimo como el impostor que realmente es y que consideraremos como el «momento
Capgras». Este desplazamiento de la imagen a la mirada nos deja a las puertas de la se-
gunda parte del trabajo, en que abandonamos el estudio del «doble» para investigar los
extraños pasadizos de la «paranoia» de los body snatchers.
70 Ibid., pág. 351. 71 Baudry, Jean-Louis, Ideological Effects of the Basic Cinematographic Apparatus, pág. 44.
29
3. Dialéctica del Capgras 3.1. El reino de las miradas
El sentido de la vista es más perspicaz de lo que estamos acostumbrados a
pensar; alcanza a ver más de lo que creemos. Decimos: «con mirarlo supe
que…» y, aunque a veces no seamos capaces de explicar el hecho de que así
sea, por lo general es verdad. (…) Fuera lo que fuese que daba forma a esos
huesos, se estaba debilitando. Y la mirada lo sabía.72
En este fragmento del tramo final de Ladrones de cuerpos, Finney hace algo parecido a
enseñar sus cartas. Nos revela algo que ya podíamos intuir a lo largo del relato: la pre-
eminencia de la «mirada» como dispositivo narrativo. Las pasiones de los personajes se
expresan con frecuencia en la prosa de Finney como distintas variedades del «mirar» y el
narrador en primer persona expone sus recuerdos siempre en forma de impresiones visua-
les. Buena prueba de ello la podemos descubrir en un simple recuento de las referencias
al campo semántico de la «mirada» que encontramos en los dos primeros capítulos: 66 en
apenas dieciocho páginas. Sírvanos como ejemplo de este procedimiento este otro frag-
mento posterior al descubrimiento del «cadáver» en casa de los Belicec.
—Recordad, es sólo una sugerencia. —Me incliné hacia delante en el sofá,
apoyando los antebrazos en las rodillas, y me volví hacia Theodora—: Y si
consideráis que no podréis hacerlo —proseguí, pero refiriéndome a ella—
será mejor que no lo hagáis, os lo advierto. —Miré a Jack de nuevo—. Dejad
el cuerpo donde está, sobre la mesa. Tú, Jack, debes dormir esta noche; te
daré algo para que puedas conciliar el sueño. —Pasé la mirada a Theodora—
. Pero tú debes permanecer despierta no debes dormir ni un segundo. Quiero
que cada hora, si te ves capaz de hacerlo, vayas al sótano y observes ese…
cuerpo. Si adviertes cualquier señal de cambio, corre arriba y despierta a Jack
en seguida. Sácalo de la casa, salid de aquí corriendo y venid aprisa a bus-
carme.
72 Finney, Jack, op. cit., pág. 209.
30
Jack miró a Theodora por un momento. Luego, con voz tranquila, dijo:
—Quiero que digas que no si no te ves capaz de hacerlo.
Theodora se mordía los labios, con la mirada extraviada en la alfombra. Alzó
la vista, primero hasta mí, después hacia Jack:
—¿Qué… apariencia adquirirá? ¿Si empieza a cambiar? —Nadie respondió,
y tras un segundo miró otra vez a la alfombra, mordisqueándose el labio. No
repitió la pregunta—: ¿Jack estará bien al despertarse? —Theodora me
miró—. ¿Puedo despertarle a cualquier hora?
—Sí. Una palmada en la cara y se levantará de inmediato. Pero escucha otra
cosa; incluso aunque nada suceda, despiértalo si ves que no lo puedes sopor-
tar. Y, si os parece, ambos podéis venir a mi casa a pasar el resto de la noche.
Theodora asintió, y bajó la vista de nuevo a la alfombra.
Al fin dijo:
—Creo que podré —miró a Jack, frunciendo el ceño—. Si sé que puedo des-
pertarle en cualquier momento, supongo que podré.73
La «mirada», en esta pieza, es un vehículo para la narración equivalente al plano en el
montaje cinematográfico. Finney, aun escribiendo desde el lugar de Bennell, compone un
mosaico de focalizaciones, puntos de vista y ángulos variados. En nuestra imaginación se
dibuja una puesta en escena hitchcockiana, en que la acción es conducida por el tejido de
miradas y rostros de los personajes. La mirada, dirá Aumont, está «ocupada en un trabajo
interminable, solamente comparable a la circulación de las palabras»74, su potencia ex-
presiva es comparable a la del verbo. La presencia de referencias a este campo semántico
es tal que despierta la sospecha de si no será la etimología de «mirar» la que da nombre
al pueblo ficticio: Santa Mira.
La importancia de este dispositivo excede lo meramente formal y podríamos considerarla
como parte del subtexto filosófico de la obra. La «mirada» es el elemento primordial de
Ladrones de cuerpos, es ella la que pone en juego el sistema que ha de terminar patas
arriba, es en ella en donde se manifiestan los síntomas patológicos del Capgras. Sin un
«trastorno del mirar» no se entendería la dimensión dramática de la suplantación. Y por
ello será la noción central de esta segunda parte. Para comprender hasta qué punto es el
73 Finney, Jack, op. cit., pág. 45-46. Las cursivas son mías. 74 Aumont, Jacques, El rostro en el cine, pág. 59.
31
campo de la mirada lo que se disputan los body snatchers es útil atender a la descripción
que hace el Doctor Bennell de su primer encuentro con un suplantado:
Por un instante permaneció inmóvil, recorriendo inútilmente con la mirada mi
rostro y el de Becky, en completo desconcierto; (…) detuvo su mirada en mí,
mientras su rostro pasaba de la rigidez al vacío, hasta adquirir una expresión
absolutamente ajena, fría e implacable. Ya no había nada en aquella mirada
que pudiera tener algo en común con lo que yo era; un pez habría tenido más
parentesco conmigo que lo que había ahí ante mí, mirándome de hito en hito.75
El campo diegético se compone de miradas, de ojos y de rostros que intervienen en el
desarrollo dramático de la escena. Pero, ¿podría ser esto un mero rasgo de estilo del autor?
Comparémoslo a una escena de El ahorcado, un relato breve de Phillip K. Dick de 1953
que prefigura la idea de una sociedad de alienígenas infiltrados. El fragmento corresponde
a una escena en que el protagonista es cercado por dos body snatchers.
El hombre volvió a mirarle. Pequeños ojos oscuros, vivos e inteligentes. As-
tuto. Un hombre demasiado astuto para ellos…, o una de aquellas cosas, un
insecto extraterrestre. El autobús se detuvo. Un anciano subió con lentitud y
dejó caer una ficha en la ranura. Avanzó por el pasillo y se sentó frente a
Loyce. El anciano captó la mirada del otro hombre. Durante una fracción de
segundo, una corriente se estableció entre ambos.76
Parece evidente que el motivo de la suplantación alienígena, tal y como se manifestó
inicialmente en la literatura sci-fi, se basa en una concepción fenomenológica de la exis-
tencia que entiende las relaciones humanas como una «construcción óptica». «El sentido
de la vista alcanza a ver más de lo que creemos», rezaba Miles Bennell en la reflexión
con que introducíamos este apartado. Los body snatchers miran y también se descubren
al ser mirados. Queda inaugurado un «reino de las miradas» que, antes que reino, podría
ser telaraña.
75 Finney, Jack, op. cit., pág. 139. 76 Dick, Phillip K., El ahorcado, pág. 7.
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Con esto se pretende justificar la aproximación a la figura protagonista de este relato en-
tendiéndolo como una alegoría del espectador de cine. Antes incluso de haberse conver-
tido en una saga fílmica, Ladrones de cuerpos contenía suficientes pistas que permiten
una lectura en esta clave. El Doctor Bennell que narra lo sucedido desplegando una suerte
de «guion técnico» de imágenes no difiere del espectador que, a juicio de Metz, se «iden-
tifica a sí mismo como puro acto de percepción», como «condición de posibilidad de lo
percibido»77. Por esta razón a la obra le conviene el punto de vista del narrador-protago-
nista, más que el narrador testigo o el omnisciente, porque el primero sí puede encarnar
esa «especie de sujeto trascendental, anterior a todo hay»78 que Metz define como espec-
tador. Bennell es el grado cero del sistema-mundo de Santa Mira y ante el que se despliega
el «reino de las miradas». Este reino fue conjeturado también por la teoría psicoanalítica.
En su interesante compendio de teorías, en el apartado dedicado al psicoanálisis, Flitter-
man-Lewis enuncia y clasifica este campo:
un sistema de miradas, un reino estructurado de miradas: 1) desde el realiza-
dor cinematográfico/enunciador/cámara del hecho profílmico (la escena ob-
servada por la cámara); 2) entre los personajes dentro de la ficción; y 3) a
través del campo visual del espectador en la pantalla.79
3.2. Teoría de la intersubjetividad
Antes de aplicar bisturí a ese tejido fibroso de miradas, ojos y planos conviene abrigarse
con algunos conceptos tomados de la fenomenología de Sartre. En especial, su noción de
«mirada» como una cierta función de la matemática del «sujeto». En El ser y la nada,
concretamente en el primer capítulo de la tercera parte que ensaya sobre «La existencia
del prójimo», desarrolla las características de la percepción del «prójimo» y su efecto
sobre nuestra conciencia. En palabras de Sartre, «nuestra realidad humana exige ser si-
multáneamente para-sí y para-otro»80, dando valor ontológico a las dimensiones de «su-
77 Metz, Christian, op. cit., pág. 63. 78 Ibid. 79 Stam, Robert, op. cit., pág. 193. 80 Sartre, Jean-Paul, El ser y la nada. Ensayo de ontología fenomenológica, pág. 309.
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jeto» y «objeto». Construye así una dialéctica de la experiencia del encuentro con el «pró-
jimo» en la que captamos a este como ser-sujeto en la medida en que nos vemos recípro-
camente captados por su mirada. «En la revelación y por la revelación de mi ser-objeto-
para-otro debo poder captar la presencia de su ser-sujeto»81. La concepción sartreana de
la «mirada» es, en palabras de Lacan, «la mirada que me sorprende porque cambia todas
las perspectivas, las líneas de fuerza, de mi mundo y lo ordena, desde el punto de nada
donde estoy, en una especie de reticulación radiada de los organismos»82. Es una mirada
constituyente en el contexto de una experiencia intersubjetiva en la que «mi vinculación
fundamental con el prójimo-sujeto ha de poder remitirse a mi posibilidad permanente de
ser visto por el prójimo»83. Resumiendo: nuestro «ser-sujeto» en el mundo, salvo obje-
ciones solipsistas, depende enteramente de la experiencia de «ser-objeto-para-otro», de
ser descubiertos por la mirada ajena, como en una actualización del esse est percipi de
Berkeley.
Los body snatchers no hacen sino alienar este «régimen de intersubjetividad» en que se
inscriben los sujetos. El Capgras es una interrupción del flujo intersubjetivo tal que donde
deberíamos ver un prójimo-sujeto, vemos a un impostor, una cosa, un objeto. Si «en el
fenómeno de la mirada el prójimo es, por principio, lo que no puede ser objeto»84, el
Capgras es una merma de este principio. La mirada del body snatcher no puede ser
aprehendida como la de un prójimo, es una mirada rota, insuficiente. Y lo que uno sufre
en este proceso podría ser similar a lo que Sartre categoriza como la «vergüenza», esto
es, el sentimiento «de ser un objeto, o sea, de reconocerme en ese ser degradado, depen-
diente y fijado que soy para otro»85. Es pertinente también una lectura de este fenómeno
desde la perspectiva de la experiencia aurática de Benjamin, que también participa en la
economía de la intersubjetividad. Él mismo tuvo en consideración la idea de «reciproci-
dad» entre ver y ser visto:
Lo que tenía que ser sentido como inhumano, diremos incluso que como mor-
tal en la daguerrotipia, era que se miraba dentro del aparato (y además dete-
nidamente), ya que el aparato tomaba la imagen del hombre, y no le era a éste
81 Sartre, Jean-Paul, op. cit., pág. 285. 82 Lacan, Jacques, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, pág. 91. 83 Sartre, Jean-Paul, op. cit., pág. 285 84 Ibid., pág. 296. 85 Ibid., pág. 316
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devuelta su mirada. Pero a la mirada le es inherente la expectativa de que sea
correspondida por aquél a quien se le otorga. Si su expectativa es correspon-
dida (…), le cae entonces en suerte la experiencia del aura en toda su plenitud.
(…) La experiencia de ésta consiste por tanto en la transposición de una forma
de reacción, normal en la sociedad humana, frente a la relación de lo inani-
mado de la naturaleza para con el hombre. Quien es mirado o cree que es
mirado levanta la vista. Experimentar el aura de un fenómeno significa dotarle
de la capacidad de alzar la vista.86
El «ser mirado» es una experiencia constituyente para el sujeto a la que toda mirada as-
pira. «La mirada que está afuera me determina intrínsecamente»87, dirá Lacan. El Capgras
es lo «inhumano» o «mortal» que Benjamin encontraba en el procedimiento del dague-
rrotipo. Miriam Hansen dirá al respecto que «el cine epitomiza, en la estructura misma
del aparato, la decadencia de la capacidad humana de devolver la mirada»88. Finney pone
en palabras de Bennel este desmoronamiento cuando dice de su encuentro con un suplan-
tado que «ya no había nada en aquella mirada que pudiera tener algo en común con lo que
yo era»89. O más adelante, cuando tras un encuentro con el Doctor Kaufman dice: «en-
tonces tras mirarle a la cara comprendí»90. No es el apretón de manos o algo que dice o
su forma de decirlo, es a través de la mirada como comprende que su amigo es ahora un
doble alienígena.
Esta teoría de la intersubjetividad que intento esbozar aquí concibe la «mirada» como una
suerte de test de Voight-Kampff91 donde se dirime la cuestión del «prójimo suplantado»
(figura 6). Inscribir al espectador de cine en este circuito «escópico» parece complicado
dada su flexibilidad y la aparente unilateralidad de la comunicación cinematográfica, sin
embargo, es posible que la teoría psicoanalítica de nuevo preste ayuda a la resolución de
este punto. Janet Bergstorm describió a un espectador capaz «de ocupar múltiples posi-
ciones identificatorias, bien sucesiva o simultáneamente»92, de tal modo que a menudo
86 Benjamin, Walter, Iluminaciones II. Baudelaire, un poeta en el esplendor del capitalismo, pág. 163. 87 Lacan, Jacques, op. cit., pág. 113. 88 Hansen, Miriam, op. cit., pág. 338. 89 Finney, Jack, op. cit., pág. 139. 90 Ibid., pág. 182. 91 Prueba que realizan en Blade Runner (Ridley Scott, 1982) a los replicantes. 92 Stam, Robert, op. cit., pág. 179.
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puede encarnar una parte o la otra en la dialéctica del Capgras. Mulvey juzgó que el deseo
del espectador comprendía dos cargas diferentes:
El instinto escoptofílico (placer en mirar a otras personas como objetos eróti-
cos), y, en contradicción, la libido del ego (que organiza los procesos de iden-
tificación) funcionan como formaciones, mecanismos, con los que el cine ha
jugado93.
Asimilando estas dos categorías a nuestro «régimen de intersubjetividad» podríamos en-
tender el «instinto escoptofílico» como la potencia «cosificadora» de la mirada —esa mi-
rada que nos devuelve un body snatcher— y los «procesos de identificación», como las
instancias en que somos producidos como «ser-sujeto» en la mirada del prójimo. El pro-
pio aparato cinematográfico también puede ser agente «subjetivador»: en palabras de
Baudry, éste «se activa para provocar (…) una simulación de una condición de sujeto,
una posición del sujeto»94, la pantalla de cine también devuelve una mirada constituyente.
A la inversa, Metz descubre en el espectador la potencia de hacer que la película «sea» a
través de su mirada:
Estoy en el cine. Asisto a la proyección de la película. Asisto. Igual que la
comadrona que asiste a un parto y que, por eso mismo, asiste a la parturienta.
Me hallo presente en la película según la doble modalidad (única sin em-
bargo) del ser-testigo y del ser-ayudante: miro, y ayudo. Al mirar la película,
la ayudo a nacer, la ayudo a vivir, puesto que vivirá en mí y puesto que para
esto se ha realizado: para que la mire, es decir, para que consiga su ser única-
mente a través de la mirada95.
Son varios los procesos en los que se ve envuelto el espectador, «Freud demuestra la
posibilidad para el sujeto de la fantasía de participar en una variedad de papeles, desli-
zándose, intercambiándose y duplicándose en las posiciones intercambiables de sujeto,
93 Mulvey, Laura, Placer visual y cine narrativo, pág. 8. 94 Stam, Robert, op. cit., pág. 169. 95 Metz, Christian, op. cit., pág. 95.
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objeto y observador»96. Lo que nos interesa es investigar estos procesos tanto en la dié-
gesis de las películas analizadas como en la experiencia cinematográfica del espectador
frente a estos títulos. Si seguimos la máxima de Lacan que asume que somos «seres mi-
rados, en el espectáculo del mundo»97 no será difícil descubrirnos como un Miles Bennell
encerrado en una jaula de miradas de la que el cine, y más específicamente el «aparato
cinematográfico», no es sino un simulacro en el que los personajes:
(v)iven de la vida que nos es absorbida. Nos han tomado nuestras almas y
nuestros cuerpos, los han ajustado a sus dimensiones y pasiones… Más bien
somos nosotros quienes, en la sala oscura, somos sus fantasmas, u ectoplas-
mas espectaculares. Muertos provisionalmente, miramos a los vivos…98
3.3. La mirada cosificadora
A mitad de metraje de Secuestradores de Cuerpos de Abel Ferrara tiene lugar una escena
perturbadora y aparentemente desconectada de las tramas principales. En cierto modo
parece el remanente de una subtrama mutilada en el montaje final, pero por su situación
—exactamente el intervalo central de la cinta, precediendo a la explosión de aconteci-
mientos— reclama sobre sí una atención especial. Carol Malone (Meg Tilly), madrastra
de la protagonista y primera suplantada del relato, se detiene frente a la ventana como si
algo llamase poderosamente su atención (figura 7). La vemos desde el exterior, oculta
parcialmente por las persianas a medio extender. La cámara nos acerca a ella con timidez.
Su contraplano es el de otra mujer con un bebé en brazos que, aparentemente hostigada
por la mirada díscola de la vecina, hace un ademán de proteger a su criatura (figura 8).
Este plano también avanza lentamente hacia el rostro de la actriz. Durante al menos veinte
segundos se nos presenta una secuencia de plano/contraplano en la cual la atención sobre
el rostro y especialmente sobre los ojos va in crescendo. La última imagen antes del corte
a la siguiente escena es un primerísimo primer plano de los ojos de Carol Malone, tan
cercano como uno de Sergio Leone, en el que las persianas en primer término están tan
96 Stam, Robert, op. cit., pág. 180. 97 Lacan, Jacques, op. cit., pág. 82. 98 Morin, Edgar, op. cit., pág. 205.
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desenfocadas que desaparecen (figura 9). No sabemos si la vecina es también un aliení-
gena y se están comunicando a través de una suerte de mirada telepática. Tampoco si lo
que estamos viendo es una amenaza velada. El segundo personaje no vuelve a aparecer
en la trama y es difícil averiguar el sentido de la escena. ¿Y si lo que estamos viendo es
sencillamente una erupción del Capgras? ¿Se puede releer la escena a la luz de la dialéc-
tica intersubjetiva que se trató de hilvanar en el apartado anterior? ¿Qué extraña corriente
eléctrica circula a través de esas dos miradas?
Este fragmento, sobre el que volveremos más adelante, introduce a la perfección el objeto
de estudio de este apartado: una cierta facultad «creadora» o «cosificadora» de la mirada.
«Creadora» en el sentido de que no consiste en una mera percepción pasiva de los fenó-
menos sino que comunica activamente, produce algo. «Duchamp dejó establecido que
“quien mira es quien hace el cuadro”»99. Y «cosificadora» porque el producto de esa mi-
rada es precisamente la cosa, el objeto degradado en contraposición al sujeto. El body
snatcher es portador de esa mirada pero también lo es el sujeto, también el espectador y,
sobre todo, la cámara. Los mitos animistas que acompañaron el nacimiento de la fotogra-
fía remiten a una amenaza esencial: la capacidad de la cámara de «expropiarle su alma»100
a la persona fotografiada. La generosidad de ciertas culturas primitivas de atribuirle un
poder destructor a tan inocuo instrumento no ha de ser desdeñada, también Truffaut le
atribuía a Cocteau la frase «filmar es quitar vida».
Si esta «mirada creadora» es también un agente suplantador lo analizaremos a partir de
una escena de la adaptación de Phillip Kaufman de 1978. La suspicaz Elizabeth Driscoll
(Brooke Adams) se despierta con un mal presentimiento al respecto de su novio Geoffrey.
Sale de la cama para ver qué está haciendo, le sigue con la vista mientras éste transporta
el cubo de basura. Cuando Geoffrey sale al exterior a vaciar el cubo en un oportuno ca-
mión de recogida que le espera en la puerta, Elizabeth le observa desde la ventana (figuras
10 y 11). Esa misma noche, se repite la escena cuando Geoffrey alega que tiene una cita
y se marcha sin mediar explicación. Elizabeth vuelve a perseguirle con la mirada desde
su habitación mientras él abandona la casa (figuras 12 y 13). A la mañana siguiente, ella
se planta en el despacho de Geoffrey y al encontrar éste cerrado se aproxima a la ventana
del pasillo, desde donde le ve abandonar el edificio. Le persigue allá donde va, espiándolo
99 Gubern, Román, Bisonte, op. cit., pág. 26. 100 Ibid., pág. 62.
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desde la distancia, sometiéndolo a un examen completo. La puesta en escena se repite
varias veces: Elizabeth espectadora, viendo sin ser percibida y precisamente desde ese
punto de vista privilegiado, transformando cada movimiento de Geoffrey en algo extraño,
sospechoso, alienígena (figuras 14 y 15). Es la propia jerarquía visual de los personajes
(Elizabeth como un ojo panóptico, Geoffrey como un organismo unicelular frente aun
microscopio) la que aliena al objeto de la mirada y lo cosifica. Elizabeth usurpa la función
de la cámara, más en particular, del cine, como Godard desmenuzando la realidad a través
del montaje. De este mismo dice Sergi Sánchez que su uso del ralentí en France detour
deux enfants «transforma un movimiento cotidiano en un gesto alienígena, que transmite
una ineludible sensación de extrañamiento»101. ¿Pero no fue esta descomposición del mo-
vimiento el objetivo de los trabajos de Edward Muybridge entre 1878 y 1881? Los pri-
meros prototipos de cinematógrafo eran máquinas de descomponer sujetos.
Para Muybridge, Marey, Démeny, el cinematógrafo, o sus predecesores in-
mediatos como el cronofotógrafo, son instrumentos de investigación “para
estudiar los fenómenos de la naturaleza”, y “rinden el mismo servicio que el
microscopio para el anatomista”.102
Tal es la violencia que estos instrumentos ejercen sobre su objeto que el propio cronofo-
tógrafo de Étienne-Jules Marey, que se conoció también por «fusil fotográfico», funcio-
naba con el mecanismo de un arma de fuego. Ramón Moreno, apunta al respecto de estos
experimentos fundacionales que «al descomponer el movimiento en fases acceden a vi-
siones que el ojo no puede seguir ni definir; solidifican esos “fantasmas en la visión” que
se ocultan tras nuestra limitación fisiológica»103. Elizabeth, en su paciente y obstinado
escrutinio, encuentra también el «fantasma» de Geoffrey, esto es, el organismo suplanta-
dor.
Elizabeth sigue a Geoffrey, le vigila y le espía en una serie de momentos aislados e inco-
nexos, que ella debe recomponer en su cabeza, se recoloca, busca el espacio donde si-
tuarse y desde el que encuadrar al objeto: su trabajo es singularmente parecido al del
camarógrafo. Geoffrey se convierte en este contexto en un actor de cine, como el que
101 Sánchez, Sergi, op. cit., pág. 127. 102 Morin, Edgar, op. cit., pág. 12. 103 Moreno, Ramón, El fantasma que vivía en la caverna, pág. 93.
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describió Benjamin, al cual se expropia de su aura, pues su «ejecución no es unitaria, sino
que se compone de muchas ejecuciones»104. Son las «necesidades elementales de la ma-
quinaria las que desmenuzan la actuación del artista en una serie de episodios monta-
bles»105. Es la propia acción de Elizabeth la que descompone, cosifica y, en definitiva,
expropia el aura de Geoffrey. Nuestra experiencia como espectadores es que es su mirada
la que produce la suplantación, del mismo modo que en Doble Cuerpo (Brian de Palma,
1984) es Jake (Craig Wasson) el que produce el crimen en su obsesión por observar a la
vecina. Y de un modo muy parecido a como Truman (Jim Carrey), agazapado en el
asiento delantero de su coche, construye a sus vecinos como impostores al examinar su
comportamiento desde el espejo retrovisor en El Show de Truman (Peter Weir, 1998). La
mirada abandona su función pasiva y, como el dispositivo cinematográfico, corta «a tra-
vés del tejido de la realidad como un instrumento quirúrgico»106.
Lo mismo sucede con el rostro de Carol Malone, en la escena que describíamos en el
inicio, conforme la cámara recorta sus ojos en un primerísimo primer plano. Dice Aumont
al respecto de los rostros en los primeros planos de Leone: «escrutados muy de cerca, por
una cámara, de pliegues de ojos, de barbas, de sudor que brota de los poros: des-figurados
ya, transformados en cosas sucias, monstruosas, tan referencialmente repulsivas como
retóricamente agradables»107. El zoom nos aproxima al «no-rostro» de Carol, ese no-ros-
tro que «ocurre bajo el rostro, la necrosis, la gangrena, la ruina»108. El body snatcher
emerge bajo la epidermis humana gracias al poder de la mirada.
Ferrara construye un circuito escópico entre los dos personajes y el espectador que revela
esta potencia cosificadora. Entre plano y contraplano estalla una suerte de efecto Kules-
hov infeccioso, como si el primero le robase vida al segundo. La cámara es también un
body snatcher. Domenec Font acierta al afirmar que «la madre “snatchada” (Meg Tilly)
es la viva imagen de la Gorgona, de la Medusa»109. En efecto, el mito de la Medusa le
atribuía la invencible facultad de petrificar a cualquiera que intentase mirarla y convertirlo
104 Benjamin, Walter, op. cit., pág. 10. 105 Ibid. 106 Hansen, Miriam, op. cit., pág. 346. 107 Aumont, Jacques, op. cit., pág. 161. 108 Ibid., pág. 165. 109 Font, Domenec, op. cit., pág. 263.
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en estatua. A la Fotografía igualmente se le atribuyó, Barthes lo hizo, este poder de trans-
formar «el sujeto en objeto e incluso, si cabe, en objeto de museo»110. Esta «mirada des-
tructiva» vive también en mitos como El hombre con rayos X en los ojos (Roger Corman,
1963) o el Cíclope de Marvel, capaz de emitir rayos de energía a través de sus ojos. Pero
también subyace a una cierta dimensión psicoanalítica de la mirada que vemos cuando
Metz dice de ésta que es «una especie de chorro» que se «derrama sobre el mundo»111.
La potencia destructiva de esta mirada la denuncia Aumont en El rostro en el cine, cuya
tesis principal sería que «a fuerza de ser blanco de miradas, el rostro acaba desfigu-
rado»112.
En una parte, tal vez marginal pero seguramente significativa, de la produc-
ción cinematográfica reciente, el rostro se trata, de manera insistente, como
prohibía la tradición: como un objeto. Su propia belleza, su significación, su
expresión misma son eliminadas. Desprovisto de sentido, desprovisto de va-
lor, ese rostro apenas entra en un intercambio cualquiera e impide la contem-
plación113.
3.4. Una ventana a Santa Mira
La premisa de la novela Ladrones de cuerpos, y su primera adaptación es fiel a ella, sitúa
como punto de partida la consulta médica del pueblo. A ella acuden pacientes aquejados
de una extraña neurosis colectiva. Como en una ficción policíaca, el doctor protagonista
empieza el relato como un observador externo al conflicto que se inmiscuye para escla-
recer la verdad de lo ocurrido. Los habitantes de Santa Mira, como espectadores de su
propia ficción, han perdido la facultad de suspender voluntariamente su incredulidad. El
primer punto de giro lo envuelve irreversiblemente en los acontecimientos y se convierte
en una víctima más de la neurosis, en un espectador incrédulo.
110 Barthes, Roland, Cámara, op. cit., pág. 45. 111 Metz, Christian, op. cit., pág. 65. 112 Aumont, Jacques, op. cit., pág. 16. 113 Aumont, Jacques, op. cit., pág. 154.
41
Los espectadores del cinematógrafo Lumière se asustaron en la medida que
creyeron en la realidad del tren que se echaba sobre ellos. En la medida que
vieron “escenas asombrosas de realismo” se sintieron a la vez actores y es-
pectadores.114
El mito de los espectadores del Salon indien du Grand Café que huyeron despavoridos al
ver que el tren se les venía encima, es una experiencia primordial del inconsciente colec-
tivo que todo espectador ocasional frente a una pantalla anhela repetir. La sala de cine,
con su arquitectura hipnótica, es una Santa Mira en calma. En ella tiene lugar la concep-
ción del cine de Zunzunegui como «una especie de psicosis artificial con posibilidad de
control (la salida de la sala)»115. El público entra con conocimiento de causa, sabe que
asistirá a un simulacro lumínico y no pierde la memoria durante la proyección, sin em-
bargo, «reviste la mayor importancia, para el buen desarrollo del espectáculo, el hecho de
que esta simulación obtenga un respeto escrupuloso (en cuyo defecto la película de fic-
ción merecerá que la califiquen de “mal hecha”), y de que todo entre en juego con objeto
de que resulte eficaz el engaño y tenga aspecto convincente»116. Es fundamental que la
audiencia mantenga un cierto nivel de docilidad ante lo que ve, como una confianza ciega
en la realidad de la pantalla. «Un espectador de cine es, en primer lugar y ante todo, un
espectador crédulo»117. La naturalidad con la que Miles Bennell mira por la ventana al
inicio de La invasión de los ladrones de cuerpos (1956): «Ahí está Wally Eberhard, tra-
tando de vender un seguro. Todo va bien. Y Bill Bitner saliendo a almorzar con su secre-
taria». No hay nada raro en el espectáculo humano de Santa Mira, es una máquina cine-
matográfica perfecta (figuras 16 y 17). Bennell, en tanto que espectador crédulo, «se cons-
tituye en una persona separada, una persona totalmente embaucada por la diégesis»118.
Esta instancia es la casilla de salida de los protagonistas de la saga. El Capgras trastorna
la confianza en el prójimo y precipita el conflicto. Empiezan a presentarse en la consulta
«espectadores incrédulos». Bennell, un «crédulo», diagnostica un delirio colectivo, pero
la paranoia terminará por arrastrarle también a él, como el protagonista del relato de Ray
114 Morin, Edgar, op. cit., pág. 125. 115 Zunzunegui, Santos, Pensar la imagen, pág. 153. 116 Metz, Christian, op. cit., pág. 84. 117 Stam, Robert, op. cit., pág. 173. 118 Metz, Christian, op. cit., pág. 85.
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Nelson que se despierta y no puede evitar ver la auténtica realidad ontológica de los in-
filtrados alienígenas. «El espectador es, en cierto sentido, un espectador doble cuya divi-
sión del yo es, extrañamente, como aquella entre lo consciente y lo inconsciente»119. La
situación de Bennell en el primer tramo del relato simula la vacilación del espectador
entre las dos instancias.
El efecto total de la situación de visionado de la película depende de este con-
tinuo retroceso y avance del conocimiento y la creencia, esta escisión en la
conciencia del espectador entre «Yo sé muy bien» y «Pero, sin embargo».120
El Capgras consiste, pues, en la preeminencia patológica de la instancia de incredulidad,
que emerge como un dique que interrumpe violentamente el flujo de miradas. El espec-
tador renace incrédulo, cosificador. Su mirada penetra la epidermis de los suplantados y
descubre la impostura. Los body snatchers reviven el mito de Petrushka que narra Edgar
Morin.
El telón se levanta. La marioneta se agita a voluntad de los hilos, animada por
el rasgueo del violín. Y de repente, prendida por el amor, se evade, corre entre
los espectadores de la feria, sufre, llora, desea y muere. Sin embargo, de su
vientre reventado no surge más que paja. Y nosotros, ¿quiénes somos noso-
tros? Esa es la cuestión última que nos plantea la marioneta: “si vosotros,
espectadores, habéis creído en mí, si por vosotros he vivido con cuerpo, alma,
corazón, al igual que vosotros y si yo muero como vosotros vais a morir, ¿sois
más que yo? ¿Sois carne o paja? Sois mucho menos que yo, que renazco en
cada representación”.121
La marioneta desafía la condición del hombre como espectador. Ella renace en cada re-
presentación, como las proyecciones de la máquina de Morel. El despertar al simulacro
es un despertar a la propia mortalidad. La «mirada incrédula» contiene su propio veneno,
la alienación rebota hacia el sujeto. El suplantado es una suerte de superficie especular,
como el doble de William Wilson, que devuelve una mirada «petrificante» al espectador.
119 Stam, Robert, op. cit., pág. 173. 120 Ibid. 121 Morin, Edgar, op. cit., pág. 179-180.
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Así, mientras Bennell permanece crédulo, el «régimen intersubjetivo» opera con toda
normalidad: todos los vecinos son «subjetivados» a los ojos del protagonista. Cuando
emerge la duda, que deviene luego en Capgras, se desploma este régimen inicial. La ima-
gen que mejor ilustra este juego es la del doctor, observando la plaza del pueblo desde su
ventana. La escena que describimos al inicio tiene su secuela en el último tercio. Miles y
Becky, que ya se saben perseguidos por los ladrones de cuerpos, se han refugiado en la
consulta y desde allí vigilan los acontecimientos del exterior. «Igual que cualquier sábado
por la mañana. Len Pearlman, Bill Bittner, Jim Clark y su esposa Shirley, y sus hijos.
Gente que conozco de toda la vida». La línea de diálogo es casi idéntica a la de la primera
parte y, no obstante, entraña un sentido completamente diferente. Lo que ha cambiado es
la naturaleza de la mirada. Donde antes encontraban las huellas de la realidad ahora des-
cifran una aterradora puesta en escena. Finney recogió también este pasaje del doctor
frente a la ventana y describe esta sensación con gran elocuencia:
Caminé hacia el ventanuco donde de niño solía sentarme a leer, y contemplé
Santa Mira, extendida bajo mis pies, en la oscuridad. (…) Los conocía a
todos, al menos de vista, o de saludarlos y hablar con ellos en la calle. Había
crecido aquí; desde mi niñez conocía cada calle, cada casa y sendero, la ma-
yoría de los jardines traseros y cada colina, campo y camino en kilómetros
a la redonda.
Y ahora no conocía nada. Sin cambio alguno para la mirada, lo que estaba
viendo ahí fuera —a través de mis ojos, y más allá de ellos, en mi mente—
era algo totalmente ajeno. El óvalo de luz sobre el asfalto, los porches de
cada casa conocida, y los oscuros bultos de los edificios y la ciudad que
había más allá de ellos me aterraban. Ahora, todos aquellos rostros y cosas
tan familiares suponían una amenaza; la ciudad había cambiado, o estaba
cambiando, hacia algo verdaderamente terrible, algo que me seguía los pa-
sos.122
Los objetos permanecen pero los sujetos se han esfumado. El terror no se construye me-
diante lo grotesco sino mediante la duda ontológica ante lo visible. «Uno realmente no ve
lo que le es familiar hasta que su presencia, por algún motivo, no se le impone»123, añadirá
122 Finney, Jack, op. cit., pág. 106-107. 123 Ibid., pág. 129.
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el narrador más adelante. El drama del espectador incrédulo contiene el mecanismo del
Terror de la definición de Stephen King que evocábamos al inicio del trabajo. No obs-
tante, cabe señalar una cuestión que ayuda a entender la importancia de la adaptación
cinematográfica de Siegel. Finney propone la siguiente descripción como método para
desplegar visualmente el extrañamiento de Bennell al contemplar Santa Mira:
Si yo fuera un artista que se detuviese a pintar lo que la calle Etta, al caminar
por ella junto a Becky, le sugería, creo que distorsionaría las ventanas de las
casas por las que pasamos. Las mostraría con las persianas medio cerradas y
el borde inferior de cada una curvado hacia abajo, de forma que se asemejasen
a unos ojos en actitud vigilante, unos ojos de párpados pesados, callada y te-
rriblemente conscientes de nuestra presencia en aquella calle silenciosa.124
Describir emociones mediante recursos pictóricos puede funcionar relativamente en el
desarrollo de la novela, al fin y al cabo, quien mira es quien hace el cuadro, que diría
Duschamp, pero su traducción a imágenes sería absolutamente ineficaz. Conviene aquí
recoger la lección de Morin sobre el fracaso del decorado subjetivo del expresionismo
alemán. «La cámara puede jugar libremente con las formas, pero no el decorador. La
cámara puede y debe ser subjetiva, no el objeto. El cine puede y debe deformar nuestra
toma de vista sobre las cosas, no las cosas»125. Santa Mira es una perfecta máquina cine-
matográfica precisamente en la medida en que su apariencia se nos hace tan familiar y
«sin embargo, de su vientre reventado no surge más que paja».
3.5. They’re here! You’re next!
Siguiendo a la escena que vertebrará el último apartado, Miles inicia una huida desespe-
rada más allá de los límites de Santa Mira. «Tenía que salir de Santa Mira, llegar a la
carretera. Advertir a los demás de qué estaba pasando», dice la voz en off del protagonista.
Miles alcanza la autopista, perseguido por una horda suplantada. Intenta detener varios
vehículos al grito de «¡no queda un solo humano en Santa Mira!», intercepta un camión
124 Finney, Jack, op. cit., pág. 129. 125 Morin, Edgar, op. cit., pág. 216.
45
y se sube al montacargas, repleto de vainas alienígenas. Se baja y deambula trastornado
entre el tráfico, trata de llamar la atención de los conductores. «¡Estáis en peligro! ¿No lo
veis? ¡Van a por vosotros! ¡Van a por todos nosotros!». En pleno alegato, Miles nos sor-
prende mirando directamente a cámara y proclamando «¡Están aquí! ¡Tú eres el si-
guiente!» (figura 18).
Originalmente, el film fue concebido para terminar con esa ruptura de la cuarta pared, sin
embargo, el estudio se opuso a este final pesimista y obligó a Siegel a rodar una conclu-
sión esperanzadora que asegurase a la audiencia que el esfuerzo del héroe no había sido
en vano. El nuevo material se añadió como epílogo y prólogo, dándole a la película esa
extraña (e innecesaria) forma final de flashback. Frente a la novela, que sí comprendía
una victoria definitiva de la raza humana sobre los invasores, Don Siegel asumió una
visión más oscura de la amenaza alienígena. ¿Fue sólo la conclusión descorazonadora lo
que echó para atrás a los productores o fue quizá también el potencial expresivo de esa
mirada a los ojos del espectador?
Las miradas y las palabras hacia cámara tienen el poder de «encender» las
estructuras basilares de un film: ya sea porque llegan a indicar lo que por
costumbre se esconde, la cámara y el trabajo que ésta cumple; ya sea porque
llegan a imponer la apertura al único espacio irremediablemente diferente, al
único fuera de campo que no puede transformarse en campo, es decir, a la
sala que está frente a la pantalla126.
La mirada a cámara, es un mecanismo efervescente en la dialéctica intersubjetiva. La
ruptura de la cuarta pared adjudica a la mirada del espectador un cierto estatuto de inter-
locución, como si lo incorporase a la diégesis y, a menudo, dicho recurso despierta el
recelo del mismo espectador. La película parece revelar sus tripas —llenas de paja como
Petrushka—, se produce un «desgarro en el tejido de la ficción, gracias al surgir de una
consciencia metalingüística —“estamos en el cine”— que desvelando el juego lo des-
truye127». El personaje, cuidadosamente instituido como un sujeto de una cierta autono-
mía en la diégesis, se revela en esta escena como un simple objeto de nuestra mirada —
precisamente cuando parece haber tomado conciencia de su naturaleza—. El espectador
126 Casetti, Francesco, El film y su espectador, pág. 39. 127 Ibid.
46
sufre, inequívocamente, una experiencia de Capgras, pareja a la que padece Miles en la
escena inmediatamente precedente en la que Becky se descubre como suplantada y que
se analizará en el próximo apartado.
La imagen es puesta bajo sospecha. La propia forma cinematográfica se contagia del mo-
tivo de la «suplantación». «Las miradas y las palabras hacia la cámara se perciben como
infracción de un orden canónico, como atentado al “buen” funcionamiento de una repre-
sentación o de una narración fílmica»128, como los familiares ven en ciertos rasgos de sus
familiares suplantados un «atentado al buen funcionamiento» que les caracterizaba.
Ahora vemos al actor y lo imaginamos en su diálogo de sordos con el camarógrafo. He-
mos despertado de la hipnosis como en el relato de Ray Nelson o, mejor dicho, hemos
despertado demasiado.
Phillip Kaufman reivindica esta escena en su adaptación de 1978. Matthew y Elizabeth
van en coche cuando un espontáneo se abalanza sobre el capó y grita «¡Ayuda! ¡Ayuda!
¡Se acercan!» (figura 19). El actor es Kevin McCarthy, quien interpretó a Miles Bennel
en 1956 y vuelve a hacerlo dirigiéndose directamente a la cámara —que ahora puede ser
interpretado como un plano subjetivo desde el punto de vista de alguno de los ocupantes
del coche—. Este guiño remite no sólo a la influencia de la obra de Siegel sino además a
la potencia simbólica de la ruptura de la cuarta pared. También Ferrara se apropia de este
mecanismo y lo introduce en la presentación de su película. Antes de que la familia llegue
a la base militar donde sucede la acción, paran en una gasolinera y Marti deja a la familia
para ir al servicio. Agazapado en el cuarto de baño se encuentra un soldado aterrorizado,
que mirándola fijamente a los ojos —mirada de la que el espectador es también deposita-
rio en un plano subjetivo— le advierte: «¡Están ahí fuera! ¡Están en todas partes! ¡Te
agarran cuando duermes! ¡Vete o serás la siguiente!» (figura 20).
Esta particularidad de estos films que tienden a producir fisuras extradiegéticas en su
metraje es una forma de hablar de uno de los motivos centrales: el pasar desapercibido.
La película, al llamar la atención sobre sí misma, reflexiona sobre el peligro de ser des-
cubierto. Los personajes, una vez que se saben cercados por suplantados, deben caminar
entre ellos fingiendo ser uno más de la horda. También la novela recoge este episodio:
128 Casetti, Francesco, op. cit., pág. 40
47
—Mantén la mirada vacía, y trata de no mostrar ninguna expresión, pero sin
exagerar. —Abrí las puertas y salimos a la calle, para mezclarnos entre la
gente de nuestra yerta y abandonada Santa Mira.
La adaptación de Hirschbiegel abunda especialmente en escenas en que Nicole Kidman
transita las calles inalterable, asediada por miradas inquisidoras que tratan de delatarla.
Uno de los principios de verosimilitud del cine opera en este mismo sentido. «La película
de ficción es aquella en la que el significante cinematográfico no trabaja por cuenta pro-
pia, sino que se dedica enteramente a borrar las huellas de sus pasos, a abrirse de inme-
diato sobre la transparencia de un significado, de una historia»129. Así, entre los ojos acu-
sadores de los espectadores la película debe pasar desapercibida. Tanto la institución ci-
nematográfica como el propio texto fílmico participan de la dialéctica de la suplantación.
La película es un discurso falsamente envuelto en una historia, en una superficie de reali-
dad que debe tejer sobre sí con cautela, «el mismo principio de su eficacia como discurso,
consiste precisamente en que borra los rasgos de enunciación y se disfraza de historia»130.
Los suplantados disfrazan de «sujeto» un objeto vacío, un «otro» alienante. Reconocer al
objeto en el disfraz de sujeto equivale a reconocer el discurso (programado, instituciona-
lizado) en su disfraz de historia, que pretende tener una existencia natural y autónoma.
No hay que olvidar que los films de terror y fantástico deben cuidar mejor que nadie su
apariencia de verosimilitud y solidez realista, para que las irrupciones de fantasía tengan
efecto.
Kaufman vuelve a jugar con un guiño a la primera versión de la saga para tratar este
episodio. Matthew y Elizabeth tratan de pasar desapercibidos entre los suplantados, ca-
minando como autómatas entre ellos. En cuanto tienen ocasión se meten en un taxi y le
indican que se dirija al aeropuerto. Durante el trayecto, el taxista les interroga con la clara
intención de averiguar si son todavía seres humanos. En mitad de la carretera, un control
policial detiene el tráfico. El taxista delata a los dos protagonistas pero éstos ya han huido
sigilosamente.
El taxista es interpretado por Don Siegel.
129 Metz, Christian, op. cit., pág. 55. 130 Ibid., pág. 94.
48
3.6. Encarnar al suplantado
Miles y Becky huyen juntos de Santa Mira mientras son perseguidos por una turba de
vecinos suplantados. Se refugian en un túnel y, ocultos bajo un camino de madera, logran
pasar inadvertidos y deshacerse de sus perseguidores. Deambulan exhaustos en busca de
agua y una salida segura. De lejos llega el murmullo de una música alegre y esperanza-
dora. Miles se compromete a averiguar el origen de tan consoladora señal mientras Becky
permanece en el escondite descansando. El sonido, descubre entonces, procede de un ca-
mión que está recogiendo vainas alienígenas para extender la invasión a todo el país.
Regresa junto a su amante y la encuentra dormida. La toma en brazos e inician de nuevo
la huida pero antes de abandonar el túnel caen sobre un charco extenuados. En un último
gesto de determinación se funden en un apasionado beso.
Hablamos, claro, de la versión de Don Siegel de 1956. Esta escena introduce varias claves
dramáticas importantes. Al separar sus labios, un primer plano de Becky nos introduce en
la visión subjetiva de Miles (figura 21). El «no-rostro» de Becky emerge a la superficie
de la pantalla. Como por una emanación extraña del encuadre, sabemos que ya no es la
de antes y que mientras dormía ha sido sustituida por un doble alienígena. Entonces el
director corta a un primer plano del doctor aterrorizado. Esta vez encarnamos la mirada
de la suplantada (figura 22). El plano-contraplano se repite una vez más con dos ligeros
zoom out hasta que los dos personajes se separan el uno del otro y la cámara vuelve a
desplazarse sobre el eje. El clímax romántico de la cinta se resuelve visualmente con dos
planos subjetivos y unas breves líneas de diálogo. Quisiera investigar ahora la eficacia y
fecundidad de significados que encierra el uso de estos dos planos.
En primer lugar, y como ya sugerimos más arriba, el primerísimo primer plano de Becky
que la recorta desde el labio inferior a las cejas, funciona del mismo modo que se explicó
en un apartado anterior al respecto de la escena de Meg Tilly en Secuestradores de cuer-
pos (1993), como una «cosificación» del rostro. Sin embargo, en esa anterior escena el
plano no apuntaba frontalmente a los personajes sino oblicuamente, de tal forma que el
espectador sólo encarna «la actitud examinadora, crítica e impersonal de los aparatos»131,
identificándose con «un “otro” ausente cuya función principal es significar un espacio
131 Hansen, Miriam, op. cit., pág. 342.
49
para ser ocupado»132. Ahora podemos mirar a los ojos a Becky y a Miles y somos mirados
por ellos, lo que induce un extraño efecto en el espectador. En primer lugar, porque nos
hace partícipes de la red intersubjetiva, percibimos el tránsito comunicativo con mayor
viveza (y de ahí quizá la eficacia de la escena). Y, en segundo término, porque nos con-
vierte en huéspedes del cuerpo de los personajes. El plano subjetivo simula la experiencia
de suplantación primero en el cuerpo de Miles, después en el de Becky, obedeciendo a la
flexibilidad de puntos de vista que puede adquirir el ojo espectador, capaz «de participar
en una variedad de papeles, deslizándose, intercambiándose y duplicándose en las posi-
ciones intercambiables de sujeto, objeto y observador»133. La potencia de la escena reside
en la cualidad de la imagen de acoger la psique del espectador en el juego mismo de
miradas que está narrando y hacerle partícipe de esa circulación óptica inoperante.
Esta suplantación, además, involucra el trabajo del actor, que se inscribe en esta dialéctica
en el proceso de rodaje. En el plano subjetivo, los actores «saben que al confrontar la
mirada inhumana de la cámara, ésta sustituye a otra mirada, físicamente ausente aunque
presente intencionalmente, la de la audiencia»134, pero al mismo tiempo también la del
otro actor, que no está presente y cuyo lugar es usurpado por el camarógrafo, que ocupa
su cuerpo. La mirada del espectador es doblemente suplantadora. Hansen concluye que
«el actor se convierte en un doble, un representante de su propia batalla diaria con la
tecnología alienante»135. Recordamos entonces a Benjamin citando a Pirandello:
«El actor de cine», escribe Pirandello, «se siente como en el exilio. Exiliado
no sólo de la escena, sino de su propia persona. Con un oscuro malestar per-
cibe el vacío inexplicable debido a que su cuerpo se convierte en un síntoma
de deficiencia que se volatiliza y al que se expolia de su realidad, de su vida,
(…) La pequeña máquina representa ante el público su sombra, pero él tiene
que contentarse con representar ante la máquina.136
Una última observación al respecto de esta escena invita a aplicarle el filtro de la teoría
feminista. Tomaremos como punto de partida el principio de Mulvey de «La mujer como
132 Stam, Robert, op. cit., pág. 193. 133 Ibid., pág. 180. 134 Hansen, Miriam, op. cit., pág. 341. 135 Ibid. 136 Benjamin, Walter, op. cit., pág. 9.
50
imagen, el hombre como poseedor de la mirada»137, que utilizó como enunciado de uno
de los apartados de su trabajo “Placer Visual y cine narrativo”. A pesar de que la escena
nos implica en la mirada de sendos personajes, la realidad es que el giro que tiene lugar
es precisamente el devenir de Becky en esa forma peculiar de presencia-ausencia que
hemos identificado con el doble suplantador y con la imagen cinematográfica. La mirada
que domina la escena es la de Miles, que asiste horrorizado a la transformación de su
amante.
La mirada masculina determinante proyecta sus fantasías sobre la figura fe-
menina que se organiza de acuerdo con aquella. En su tradicional papel ex-
hibicionista las mujeres son a la vez miradas y exhibidas, (…) la mujer sos-
tiene la mirada, representa y significa el deseo masculino.138
Cuando Miles descubre que Becky es sólo una proyección de vida vegetal se rompe el
hechizo de su fantasía masculina. El alien ya no significa el deseo, sino el miedo al otro
femenino. La escena representa ese punto de giro tras el cual el «mundo ordenado por el
placer de mirar»139 se viene abajo. Un terremoto cuya onda desborda la diégesis y alcanza
al espectador:
Tradicionalmente, la mujer exhibida ha funcionado en dos niveles: como ob-
jeto erótico para los personajes de la historia que se desarrolla en la pantalla,
y como objeto erótico para el espectador en la sala, con una tensión movediza
entre las miradas que se despliegan a cada lado de la pantalla.
La mujer se esfuma y sólo queda la imagen, pura apariencia, el espectador masculino
incrédulo asimila entonces la debilidad del orden simbólico en el que la mantenía prisio-
nera y huye. En Vertigo (1958), Hitchcock juega con estos valores invertidos, en la escena
del beso entre Scott (James Stewart) y Judy (Kim Novak). En ella el protagonista «llega
a besarla y piensa que está besando a la otra. Por tanto, para Scott en estos momentos sólo
cuenta la apariencia, con su capacidad de dar, sin embargo, cuerpo a un deseo»140. En el
beso hitchcockiano opera una transformación de la fantasía (que representaba Judy) en la
137 Mulvey, Laura, op. cit., pág. 4. 138 Ibid. 139 Ibid. 140 Casetti, Francesco, op. cit., pág. 99.
51
sustancia real (Madeleine). Vertigo propone la epopeya del «espectador crédulo», un es-
pectador que «está tan cogido por la puesta en escena, como para hacer de ello un universo
exhaustivo y exclusivo: es uno de esos espectadores que participan con tal intensidad en
el film, que llegan a someter la vida al cine y nunca viceversa»141 y que ve cómo su «mi-
rada deseante» es capaz de producir el objeto de su deseo. A Miles Bennell, sin embargo,
se le escapa como agua entre los dedos, se le presenta como pura apariencia, como tram-
pantojo, como pesadilla. En el momento mismo en que separan sus labios, la expresión
de Becky se nos presenta como exánime pero un elocuente alzamiento de su ceja izquierda
revela la irreverencia de una femme fatale. La secuencia termina con la imagen de Miles
huyendo de Becky como el niño que al principio de la película huía de su madre.
Si bien la principal tesis de Mulvey es que «el inconsciente de la sociedad patriarcal ha
estructurado la forma cinematográfica»142 podemos percibir una cierta evolución a lo
largo de la saga, de tal forma que se va emancipando de la preeminencia de la mirada
masculina. La versión de 1978 presenta un co-protagonismo equitativo entre Mathew
Bennell y Elizabeth Driscoll; Ferrara en 1993 se centra en la mirada de la joven Marti
Malone; la adaptación de Hirschbiegel está ya protagonizada por una doctora Bennell
(Nicole Kidman). Y este proceso no sólo tiene que ver con un cambio de tendencia en el
cine contemporáneo sino con una cuestión más profunda. Hansen habla de que «la mirada
de la mujer ocupa un lugar precario, porque se mantiene demasiado cercana al cuerpo,
narcisistamente sobre-identificada con la imagen»143, y más tarde añade:
En su estudio de 1914 sobre las espectadoras de películas e imágenes en mo-
vimiento, Emile Altenloh mostró que las mujeres respondía generalmente
más fuerte que los hombres aficionados al cine a los aspectos sinestésicos y
kinéticos del film, y expresaban un interés más grande en el melodrama so-
cial.144
¿No podría explicar esta «sobre-identificación» de la mirada femenina con la imagen la
predisposición de los personajes femeninos a ser los primeros en revelar el Capgras? La
141 Casetti, Francesco, op. cit., pág. 99. 142 Mulvey, Laura, op. cit., pág. 1. 143 Hansen, Miriam, op. cit., pág. 354. 144 Ibid., pág. 356.
52
gran virtud de este mito (y la razón de su gran fecundidad) es precisamente el vigor con
el que resignifica todas las miradas y a todos los «mirantes». Igual que el personaje de
James Stewart en Rear Window de Hitchcock (1954) se convirtió en una metáfora del
espectador, Miles Bennell constituyó su reverso patológico, el espectador capaz de cono-
cer la otra cara de las imágenes.
53
4. Conclusiones Hasta aquí se ha intentado desarrollar una aproximación a las dos hipótesis que fundaron
el trabajo: (1) el proceso de suplantación de los body snatchers es análogo a la emergencia
de la imagen cinematográfica y (2) los protagonistas de la saga son análogos a los espec-
tadores. En primer lugar, se ha tratado de justificar, ya semióticamente, ya filosófica-
mente, la pertinencia de estas dos analogías; después, extraer una serie de consecuencias
derivadas de ese planteamiento sin la intención de agotar todas las posibilidades y signi-
ficados.
La dimensión objetiva de la imagen —sus propiedades ontogénicas, su naturaleza indi-
cial— orientó la primera parte, en que se analizó la hipótesis número uno. Partimos de la
propia concepción de Finney del doble inacabado como imagen sin revelar y del proceso
de suplantación como un registro (y posterior reproducción) de la información atómica
proyectada por un cuerpo. Concebida así, la suplantación no puede sino erigirse como
una alegoría de la imagen fotoquímica, punto que sustentará todo el esfuerzo teórico del
trabajo, con una salvedad: el último título de la saga profundizaría en una versión digital
del mito en el que el alienígena se presentaría como un virus. Este doble suplantado, asi-
milado a la imagen fotográfica, adolece de un cierto desmoronamiento de su «aura», en
términos de Benjamin, o de su «aire», según la concepción de Barthes, y es en esta pérdida
donde ciframos el trauma de la suplantación. De esta forma, descubrimos que el body
snatcher está inserto en la tradición del motivo literario del doppelganger y que abraza la
misma querencia por la muerte que el William Wilson de Poe o las réplicas de La Inven-
ción de Morel de Bioy Casares. Esta primera fase de la investigación converge con la
segunda en el motivo iconográfico del sueño: momento en el que actúa el body snatcher
al tiempo que régimen que envuelve al espectador.
Así pasamos a desarrollar la segunda hipótesis, donde tomamos a la imagen desde su
dimensión subjetiva, concebida como el testimonio de una mirada y dirigida a la concien-
cia de un sujeto espectador. De nuevo recurrimos a Finney para verificar la preeminencia
de la «mirada» como dispositivo narrativo. Esta «mirada» no es propiamente equivalente
a la del espectador, ni tampoco es exclusivamente la mirada diegética de los personajes,
sino que es el receptáculo de las muchas posiciones de sujeto que puede ocupar un mismo
espectador durante la «fantasía». Partimos entonces de la concepción sartreana de mirada
54
como experiencia intersubjetiva constituyente para elucubrar una teoría de las miradas
dentro del universo body snatcher. Si sólo al reconocer como sujeto al prójimo nos en-
contramos a nosotros mismos siendo sujetos, la dialéctica de la suplantación es precisa-
mente la corrupción de este régimen orgánico de intersubjetividades. Partiendo de este
principio encontramos en las adaptaciones varias escenas clave que despliegan formas
alienantes de la mirada. El mismo espectador se ve inserto en una dicotomía entre la
credulidad y la incredulidad ante lo que ve, y que es encarnada también por los protago-
nistas de la saga. Hemos esbozado de este modo el Capgras: el motivo central del mito
de los body snatchers. Este dispositivo se mimetiza con la propia forma cinematográfica
en forma de rupturas de la cuarta pared o planos subjetivos de alto voltaje expresivo. El
espectador es a veces huésped suplantador y otras un vecino acorralado por las réplicas
alienígenas. También la película se contamina del Capgras y ella misma presenta fisuras
bajo las cuales supura su condición fantasmagórica.
Las ideas expuestas no tratan de agotar todas las posibilidades hermenéuticas que ofrecen
estas dos hipótesis sino que más bien se proponen instituir un camino interpretativo que
pueda producir más ideas a partir de la saga. Con toda seguridad, en el futuro conocere-
mos nuevas adaptaciones de la obra de Finney que será interesante analizar a la luz de lo
aquí propuesto. En verano de 2017 conocimos la puesta en marcha de un nuevo proyecto
de adaptación producido por John Davis y escrito por David Leslie Johnson145, pero a
mayo de 2018 todavía no hemos tenido noticias. Modestamente me permito sugerir algu-
nas ideas que podría tratar una revisión actual del mito. ¿Cómo se inscribe la dialéctica
de la suplantación en un momento histórico en el que los dispositivos móviles y las pan-
tallas han reemplazado la ausencia de nuestros prójimos? ¿Podría un protagonista reco-
nocer la suplantación de sus padres a través de Skype, habida cuenta de que que a través
de la pantalla es imposible mirar a los ojos (o miras la pantalla, o miras la cámara)? Otro
caso: ¿podrían los seguidores de un youtuber famoso descubrir que ha sido suplantado en
sus vídeos recientes? Un fenómeno similar al sucedido con la británica Marina Joyce, que
durante meses despertó sospechas entre sus seguidores y suscitó una suerte de paranoia
colectiva al empezar a presentar comportamientos extravagantes en sus vídeos, llegando
145 http://variety.com/2017/film/news/invasion-of-the-body-snatchers-remake-warner-bros-1202500763/
55
a la prensa la idea de que había sido secuestrada por su pareja, quien le obligaba a apa-
rentar que llevaba una vida normal aun durante su reclusión. ¿El Capgras de nuestro
tiempo no podría parecerse a eso?
En cualquier caso, concluiremos que una invasión de ladrones de cuerpos es un motivo
de gran fecundidad que tiene en sí la semilla de un incalculable número de variaciones
posibles en las que siempre buceará una particular exploración del misticismo trágico del
cine, de la cara B del fetichismo de las imágenes. El cine, que se presenta como reflejo
exterior, como huella de lo real, contiene dentro de sí la manifestación del simulacro, del
trampantojo. Así parece que la moraleja de esta saga, en términos de teoría cinematográ-
fica, sería la idea de que detrás de la mirada escrutadora de la realidad de los hermanos
Lumiére se esconden los monstruos de Méliès.
56
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59
6. Filmografía Títulos principales:
Ferrara, Abel Secuestradores de cuerpos (1993) Kaufman, Phillip La invasión de los ladrones de cuerpos (1978) Hirschbiegel, Oliver Invasión (2007) Siegel, Don La invasión de los ladrones de cuerpos (1956)
Otros títulos aludidos:
Cameron, James Terminator II: Judgement Day (1991) Carpenter, John They Live (1988) Corman, Roger El hombre con rayos X en los ojos (1963) Craven, Wes Pesadilla en Elm Street (1984) De Palma, Brian Doble cuerpo (1984) Hitchcock, Alfred Vertigo (1958) Scott, Ridley Blade Runner (1982) Spielberg, Steven Jurassic Park (1995) Weir, Peter El show de Truman (1998)
Anexo: Figuras
Figura 1: Invasión de los ladrones de cuerpos (1956)
Figura 2: Invasión (2007)
Figura 3: Invasión (2007)
Figura 4: Secuestradores de cuerpos (1993)
Figura 5: Pesadilla en Elm Street (1984)
Figura 6: Blade Runner (1982)
Figura 7: Secuestradores de cuerpos (1993)
Figura 8: Secuestradores de cuerpos (1993)
Figura 9: Secuestradores de cuerpos (1993)
Figura 10: La invasión de los ladrones de cuerpos (1978)
Figura 11: La invasión de los ladrones de cuerpos (1978)
Figura 12: La invasión de los ladrones de cuerpos (1978)
Figura 13: La invasión de los ladrones de
cuerpos (1978)
Figura 14: La invasión de los ladrones de
cuerpos (1978)
Figura 15: La invasión de los ladrones de
cuerpos (1978)
Figura 16: La invasión de los ladrones de
cuerpos (1956)
Figura 17: La invasión de los ladrones de cuerpos (1956)
Figura 18: La invasión de los ladrones de cuerpos (1956)
Figura 19: La invasión de los ladrones de cuerpos (1978)
Figura 20: Secuestradores de cuerpos (1978)
Figura 21: La invasión de los ladrones de
cuerpos (1956)
Figura 22: La invasión de los ladrones de cuerpos (1956)