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PORCA MEMORIA

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David de Jorge y Hasier Etxeberria

PORCA MEMORIA

Recuerdos de comida y cocina de un par de verracos

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© 2006, David de Jorge y Hasier Etxeberria© de esta edición: 2006, RBA Libros, S.A.Pérez Galdós, 36 - 08012 [email protected] / www.rbalibros.com

Primera edición: marzo 2006

Reservados todos los derechos.Ninguna parte de esta publicaciónpuede ser reproducida, almacenadao transmitida por ningún mediosin permiso del editor.

Ref.: onfi131 / ISBN: 84-7871-610-6Depósito legal: B-xxxxxx-2006Composición: David AnglèsImpreso en Novagràfik (Barcelona)

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Para Miguel, rediós, para Miguel.¿Para quién si no?

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Demonio, qué barullos, qué tela de araña, quépegajosidad. Entre el propio carácter y el de losdemás, casi todo induce a dejarlo correr, a meterla pata, a no poder sacarla, a ser injusto, a quesean injustos con nosotros, al malentendido, alencono.

miguel sánchez-ostiz

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índice

Introducción a modo de receta 131. Apuntes de cocina castellana 152. Cocinar hizo al hombre 233. Tecnología punta aplicada a la cocina 314. Pintaban espadas y bastos 435. Conocerse a uno mismo. (Gnoti seautón,

decían los antiguos griegos; nosce te ipsum,los latinos) 51

6. Un final para Nora 617. Apuntes portugueses 678. Gud seif de cuin 759. Sobre la hospitalidad y la guarda

de los intereses propios 8310. Puturrú de fuá gras para Idoia 9111. Cuento antropofágico 10912. De la nata sale el queso; de los quesos,

los quesitos y, de los huachinangos grandes, salen los huachinanguitos 125

13. Ostras, artistas geniales y otros asuntos 15314. Para entender de fotografía 16515. Sobre amores que matan 17716. Y bailaré sobre tu tumba 18717. Gloria bendita 20318. Vamos acabando, señoras y señores.

Rien ne va plus! 21119. Traca final 221

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introducción a modo de receta

Ingredientes para la elaboración de este libro:- 1 escritor metido a cocinero- 1 cocinero metido a escritor

- 4 manos (20 dedos humanos en total)- 1 ordenador

- 1 programa de textos

Primero se debe pedir al carnicero de confianza que deshuesey quite toda la piel posible a los dos autores con los que se co-cinará este libro.

Tener mucho cuidado con los sesos de ambos y con el li-quidillo que gotean éstos. Se ha de aprovechar todo, para queel libro tenga sustancia. Se trata de que ambos especímenesconserven el sabor de los recuerdos vividos en materia de co-mida y de cocina: chefs estrellados y medio locos, comidas ex-travagantes, cocineros mediáticos, comidas imposibles, paisa-jes marcianos, sexo impuro, restaurantes de postín, alimentoscontaminados, sombras grotescas en la pared de Baco...

Pensándolo bien, es casi mejor que nadie —ni siquiera elcarnicero— toque la parte interior de sus cabezas. Déjense,pues, tal cual. También ha de guardarse la vesícula biliar deambos ejemplares para que los adjetivos puedan brotar cuan-do resulten necesarios, y el hipotálamo, que es donde guar-dan los ecos de sus escritores preferidos: Melville, Monzó,Sarrionandia, Roth, Auster, Böll, Kafka... ¡Tantos!

Eso sí, se ha de tomar la precaución de cepillar a fondo ycon fuerza las dos lenguas antes de empezar o, en su caso, la-

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varlas con unas gotas de lejía, no vaya a ser que el resultadoprovoque luego indigestión.

Al llevarlos de la carnicería a casa, cuidado con dejarlesver u oler la cocina. Durante todo el tiempo, evitar encenderel horno o el fuego y abrir el frigorífico, pues se distraeríansin remedio. No hablarles de lo visto en el mercado y, sobretodo, ocultarles la despensa y la bodega.

Sentarlos delante del ordenador, abrir el programa de tex-tos y anular la preferencia automática del corrector de orto-grafía. Dejarlos así unas cuantas semanas encerrados. Sin luznatural, producen más.

Humedecer de vez en cuando con ron, tequila, vodka o loque se tenga más a mano. Evitar que se sequen.

No preocuparse por los ruidos ni por el olor que sale de lahabitación donde se tienen encerrados. Comprobar única-mente que el ordenador permanece encendido todo el tiem-po. Y cuando tengan el color apropiado, el del cochinillomuy tostado, desecharlos. Si no se sabe dónde tirarlos, tritu-rarlos y hacer comida para perros.

Finalmente, imprimir las páginas que han dejado escritas,y ya está.

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1

apuntes de cocina castellana

Hiroyoshi Ishida es el nuevo nombre de Dios. Su reino es deeste mundo y mide apenas 20 metros cuadrados. Da de comerlo que Él decide a quien Él elige. Ricos y locos de todo el pla-neta se pelean y se sacan los ojos por sentarse a la única mesapara ocho que hay en su casa. Pero no pueden. Ahí les pica yles toca rascarse, como perros pulgosos. Ricachones america-nos, japoneses de alma y corazón digitales, australianos forra-dos, canadienses curiosos, ministros y banqueros… Todos serascan sin parar, cuando es bien sabido que cuanto más te ras-ques, más te pica. En casa de Dios, Él es quien dispone.

Los ocho comensales que a diario Ishida y su esposa To-miko reciben, pertenecen a un grupo de clientes y amigos for-mado hace ya más de treinta años. Un club de fieles, una sectaexquisita. Además, no pueden sentarse a la mesa más de unavez al mes, pues es en ese plazo cuando Ishida renueva suscreaciones, según los productos de la temporada. Para los mi-serables dejados de lado como nosotros sólo cabe una espe-ranza: ir de la mano de alguno de los miembros del grupo deelegidos y pagar los mil euros que cuesta el cubierto.

Y todo el mundo, al menos todos los grandes santos, vesti-dos con gorro y mandil, que conocemos, sueñan con ser Dios.Él es el modelo, el único Guía en estos tiempos tan extraviados.

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Demonios, ¿de qué estamos hablando? ¿Nos referimosquizás al artista-cocinero que, como cualquier otro artista, só-lo en su proceso de creación encuentra lugar habitable? ¿Onos referimos, quizás, al cocinero-negociante, que sabe sacarlas castañas del fuego como nadie y con el mínimo esfuerzo; oa aquel otro que, necesitado de afecto y aceptación, sólo acier-ta a conseguirlos procurando la satisfacción del prójimo? Esposible que nos refiramos a ese otro cocinero condenado a ha-cer en esta vida lo único que sabe: cocinar… Aunque lo másprobable es que estemos hablando de un solo Dios que acriso-la muchos dioses menores a un tiempo. Diosecillos mezquinoso bondadosos, creadores innatos o imitadores sin remedio,patosos o despiertos, sensibles o tarugos… todos caben enuno solo y, como decimos, a un tiempo. Es cuestión de saberreconocerlos y acertar a distinguir el verdadero del falso, aun-que, para ser sinceros, el oro y el barro con frecuencia estánmezclados.

Dios es hoy un ser muy pequeño, de ojos rasgados y pira-dos, vestido de anaranjado, que casi levita sobre sus chanclasy ofrece una cocina vanguardista que se limita, prácticamen-te, a repetir platos de la cocina tradicional japonesa llamadakaiseki. La creación más actual de Ishida acostumbra a tenerno menos de trescientos años de antigüedad. Ésa es su reli-gión, ése su apostolado: importa el qué, eso es cierto, peromás importa el cómo. Lo mismo opina el Diablo, y nosotros,los dos verracos que escribimos al alimón este libro, también.

Los gorrinos (cebones, marranos, puercos, chanchos, le-chones, tocinos, tostones, cerdos… elige el término que pre-fieras) no estamos obligados, por lo general, a ser ni Dios niel Diablo. Basta con que gruñamos y saquen de nosotros ja-món del bueno. A decir verdad, nuestras luces alumbran po-ca cosa. Digamos que queremos enredar retozándonos ennuestro propio fango, y salpicarte y mancharte también a tique nos lees, lo más posible, claro. Ése podría ser el qué de es-

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te libro que te servimos. Un qué formado por el fango de re-cuerdos inconexos e injustificados de asuntos de comida ycocina. Etxebe me llaman los amigos, y soy el verraco encar-gado de comenzar a hablar en este libro. Mas no te confun-das, soy apenas un aficionado en estas cuestiones de la comi-da, un turista accidental que, para ser un gorrino como esdebido, aparenta estar recién duchado, más que sucio y enlo-dado. Si afinas el olfato, te llegará el olor de after shave bara-to que nunca me abandona. En los capítulos impares que mehan correspondido, sólo te hablaré de cosas relacionadas conla comida, o de cuestiones relacionadas lejanamente con ella,como la mención a Ishida, pues de comensal hago mejor pa-pel que de cocinero. En esto de la gastronomía, soy lo que sellama un peripatético, en el peor sentido del término y no enel otro, en el aristotélico. Esto es lo que en la distribución detareas me ha tocado, atrapar el tiempo vivido evocando losrecuerdos que habitan en mi boca. No sé si me explico. An-danzas y malandanzas poco ejemplares para quien, como tú,no necesita consejo.

David, a quien conocerás más adelante en los capítulospares, ése sí que está realmente enfangado. Más que sucio, es-tá podrido por dentro de tanta fregadera y de tanto fogón co-mo ha manejado. Y de tantos grandes santos que ha conoci-do. ¡Los más grandes, a fe mía! Hagamos una prueba: pontea pensar ahora mismo en un nombre de cocinero famoso, enun chef inmenso y europeo… Él lo conoce, no lo dudes, y si tedescuidas, lo ha sacado de más de un entuerto.

A este amigo del alma y cómplice, le duelen los riñones delevantar cacerolas y las manos de desespinar pescado. Por esohe comenzado yo, que soy más señorito y estoy más descan-sado. Él, mi colega verraco, os hablará de todo lo que queréissaber en lo que a cocinas y cocineros se refiere, claro está. Co-noce la nave por dentro: ha sido maquinista y timonel al mis-mo tiempo.

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Ten mucho cuidado con él. A veces, en lugar de lodo, sal-pica aceite hirviendo.

Digamos que con lo apuntado hasta el momento hemosperfilado ya el famoso qué de Ishida: asuntos de comida y decocina forman nuestro barro. De eso y no de otro asunto tra-ta este libro, pero ¿y el cómo? ¿De qué manera se esculpe algocon fundamento con este lodo apestoso y particular? Y ade-más, a cuatro manos, a cuatro pezuñas o como se llamen es-tas malditas durezas que limitan nuestras extremidades depuerco: un capítulo tú, y ahora apártate, que soy yo el quecontinúo. Puede resultar ciertamente complicado esto de con-jugar dos voces y hacer música coherente con dos gruñidosalternos.

Lo mejor será tranquilizarse sin ponerse a pensar si todosaldrá a la manera de Martin Amis, a la de Chesterton o a lade cualquier otro escritor metido a recrearse con su pasado.No pensar siquiera si lo que escribimos es o no literatura, cró-nica, crítica, memoria, ensayo o ficción. Quizá lo adecuadoserá dejar que todo fluya y cada cosa aquí contada tome supropio cuajo, que la forma aflore como requieran los propiosrecuerdos. Que nuestras dos voces, la de David y la mía, se di-luyan, se fundan, se contradigan o que choquen entre sí, quémás da. La cosa es convertirse en súbitos jíbaros, y reducir lascabezas de los dioses para, con un mínimo de suerte, ponerlas cosas un poco más en su sitio.

Por si acaso, yo empiezo mi andadura por donde un buenchico de mi generación debe comenzar a contar sus recuer-dos: por los tiempos de Franco. Qué remedio.

El Generalísimo no acababa de morir y yo, por entonces,había ido a estudiar a una universidad castellana pues, como auna provincia traidora correspondía, en nuestra tierra no ha-bía ni universidad ni nada que se le pareciese. Nos tocaba pa-gar deudas de guerra contraídas por nuestros padres y abuelos.

Casi todo el mundo estudiaba medicina, arquitectura y co-

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sas parecidas. Yo no. Faltaría más. En aquel centro universi-tario regido por jesuitas, me tocó el mismo asiento y pupitreque había usado muchos años antes una pieza de cuidado, untal Girón, jefe de los fascistas de aquellas tierras. Una densaniebla gris había cubierto el paisaje de nuestras vidas y pare-cía que nunca iba a cambiar. Valores Eternos llamaban a esaparticular climatología.

Eran tiempos en los que los Guerrilleros de Cristo Rey tecorrían a cadenazos si se enteraban de que habías cocinado,por ejemplo, un bacalao al pil-pil. Si se te ocurría cocinar unmarmitako, así como suena, la pena era de muerte. Sobre todopor la k de kilo que lleva su nombre y no por el atún o el boni-to que ponías o dejabas de poner en el plato. Que no se te ocu-rriera cocinar unos pimientos de Gernika, sin u después de la gy con la k correspondiente. Eran tiempos en que te corrían apalos por cuestiones de ortografía.

Mis ingenuos padres y yo mismo creíamos que estudiarpsicología de la empresa era un buen cometido para un me-quetrefe con ínfulas revolucionarias como yo. En mi fueromás íntimo, aspiraba a convertirme en un jefe de personal en-rollado, que acabaría poniendo música clásica por los altavo-ces en las grandes fábricas y acerías de la margen izquierdavizcaína, con el fin de que los obreros trabajaran más a gustoy mejor. Supongo que esto te dará idea, querido lector, del ti-po de imbécil integral que escribe estas líneas. Sin remedio,vamos.

Hasta organizar mi vida, en los primeros tiempos del exiliocastellano, habité en una pensión que se llamaba Los Carros,donde conocí a sargentos del ejército español, policías secretas(que así se llamaban entonces), obreros de la Fasa-Renault yun gitano follador y guapo de nombre Manolo. Con su bigoti-to recto y fino, recordaba a Nino Manfredi.

Fue este último quien por primera vez me reveló la exis-tencia de los travestis, un género humano que ni siquiera al-

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canzaba a imaginar a mis diecinueve o veinte añitos y que,por supuesto, entre vascos no existía ni había existido nuncadesde el inicio de los tiempos. Faltaría más.

«No puede ser», le dije, en cuanto me informó que aquellarubia, con quien yo lo había visto acaramelado y a punto de la-va volcánica, escondía muy ocultos atributos masculinos.«Tiene rabo y dos pelotas, te lo juro. Como tú o como yo», medijo. «¿Y de las tetas qué me dices? ¿Son de broma, o qué?», lepregunté. «Las tiene hermosas y son de verdad», fue su res-puesta. De no creer, amigo Miguel. Un misterio como la copade un pino, para un chaval que había nacido sin luces y sin vi-sos de adquirirlas.

Sin saberlo, Manolo me dio una lección empírica que seadelantaría a las de endocrinología que llegarían mucho mástarde en la facultad. Para cuando llegó el día de la materia enmis estudios, yo ya sabía que existían unas sustancias secretasllamadas hormonas: te las tomas y te salen dos tetas preciosas.

Aquel gitano tan bala, un neandertal muy noble de Sala-manca al que llamábamos Fonta, y yo formábamos el famosoComando Madrugada, al que también a veces se sumaba elIncreíble Fredy, el hijo tonto del dueño de la pensión. Ni Fe-derico Fellini habría conseguido mejor cuadrilla para sus es-perpentos.

De madrugada, asaltábamos a hurtadillas el frigorífico dela pensión con el fin de llevarnos al estómago la bazofia quehabía sobrado en la cena: lonchas de mortadela, tortilla depatatas fría, cortezas de cerdo fritas, algún chorizo de Sala-manca, croquetas de higadillos mil veces recalentadas... Has-ta garbanzos fríos con morcilla de arroz devorábamos con talde saciar el apetito monstruoso que la juerga nocturna solíahacer crecer en nosotros.

Para los miembros del Comando Madrugada, aquéllasfueron auténticas operaciones militares secretas que reque-rían sigilo absoluto, pues había que pasar por delante de las

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habitaciones donde dormía, siempre con un ojo abierto y dis-puesto, el señor Roque y, lo que era mucho peor, su esposaAurora, quien realmente mandaba en aquella casa digna deBerlanga.

Un día, debían de ser las tres y media de la mañana cuan-do apareció de caza el señor Roque en calzoncillos. Lo envia-ba su mujer, que nos había sentido en uno de sus numerososviajes al urinario. «Ahora ¿qué cojones voy a hacer con voso-tros?», nos preguntó, mientras enviaba a cachetazos a la ca-ma a su hijo Fredy, el tonto del haba crecidito ya, pues anda-ba por los treinta.

En aquella comprometida situación en la que, sin duda,era Manolo el gitano quien más se la jugaba —pues, ademásde ser el más antiguo de la pensión, también era el único que, devez en cuando, lograba retrasar el pago mensual que corres-pondía—, los miembros del comando me miraron como di-ciendo: «Tú, vasco de las pelotas, ¿no dices que eres universita-rio? A ver qué se te ocurre ahora. Listo, más que listo. Sácanosde ésta».

El momento era ridículo y delicado. Nos habían pillado infraganti. El silencio era pesado. Nos habían cazado con lasmanos en la masa y con la boca llena. En la mugrienta cocina,iluminada por la única luz de la bombilla del frigorífico, cua-tro hombres en paños menores y descalzos buscaban pala-bras que dieran sentido a sus vidas.

Metí la mano en unos callos fríos, solidificados y excesiva-mente pálidos que había en la parte baja de la nevera, justo allado de unas sopas de ajo mohosas. Me los llevé tal cual a laboca y, sin dejar de masticar, dije: «A los del Comando Ma-drugada nos encanta cómo cocina su señora, don Roque. Esuna cocinera estupenda. Es usted un hombre muy afortuna-do». Santo remedio. A partir de aquel día, la señora Aurorasolía dejar alguna ración extra para sus «admiradores», y elseñor Roque nos dirigía siempre un guiño cuando cerraba

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con un candado de combinación numérica la puerta de la co-cina. «Cuando caiga la noche, no se os ocurra dejar de comerlo que os ha preparado mi señora», parecía decir.

Y, aunque fría, fue así como conocí lo mejor de la cocinacastellana, y también aprendí algo que me ha servido durantemuchos años: alabar de forma indiscriminada todo lo queque te ofrecen para comer. Sea lo que sea. Te guste o no. Puessi dramático resulta decir a un artista plástico o a un escritorque su obra no te agrada, bastante más grave y, sobre todo,mucho más peligroso resulta no apreciar, como es debido, loque alguien prepara para tu boca.

Te juegas en ello la vida.

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2

cocinar hizo al hombre

Ya lo ha dicho mi compañero verraco Etxebe, pero, por si aúnno te has enterado, yo sólo soy un cocinetas, empujado a in-truso literario por él. Como somos amigos y cree conocerme,está seguro de que hilaré letras y líneas y que llegaremos abuen puerto. Él piensa, como dicen en el filme El marido de lapeluquera, que si algo no se consigue, es porque no se desea losuficiente. Así que, aquí voy, pues deseo no es lo que me falta,precisamente.

El día que nací, mi madre miraba horrorizada y con sor-presa al doctor que me sostenía cabeza abajo, como a un le-chón. En mi cara arrugada, sobre la frente, vio una pequeñamancha oscura de forma alargada que la aterrorizó. Ya oscontaré más adelante lo fetichistas que podemos llegar a seren casa. Cuentan que el alarido de mi religiosa madre excla-mando «¡Dios me perdone, tiene un antojo!» debió de oírseen la meseta. Un comienzo digno de dux veneciano.

En mi casa, cuando las mujeres están embarazadas, son deun caprichoso que ríete tú de las atenciones que requería missBette Davis en la Berlinale. La fruta fresca ha de servirse pela-da, se mueren por oler la hierba recién segada y si es necesariocomplacerlas al instante, pues nada, uno se arma de valor, secalza las botas de goma y a pasar la máquina. O las acomoda,

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cuando son presa de un ansia irrefrenable, en la tumbona alfondo del jardín, para que puedan sentir el perfume del mag-nolio en flor. En fin, cosas así, ya sabes. A veces desean ar-dientemente comer cierto alimento, beber algo misterioso otocar algo especial. Y, desde luego, es un derecho de las muje-res, que por una suerte de decreto de la naturaleza deben sa-tisfacer cualquier deseo. El que sea.

Sin embargo, hay ciertas ocasiones en que les resulta impo-sible hacerlo. En ese caso, deben andarse con cuidado, pues alno cumplir su antojo, la siguiente vez que se tocan cualquierparte del cuerpo, pueden imprimir una mancha terrible en esemismo lugar al feto que llevan dentro. Bien lo saben ellas. Poreso, cuando un antojo queda sin atender, porque no hay fre-sas, el cortacésped se quedó sin carburante o llueve torrencial-mente y no hay quien se aproxime a la flor para poder olerla,entonces, lo mejor que puede hacerse es llevar la mano inten-cionadamente a la planta del pie o, mejor, al culo, a la partedonde nace el muslamen y el pliegue esconde cualquier imper-fección. De no hacerlo, podrían tocarse irreparablemente elpómulo o, peor aún, la boca o una oreja, sin darse cuenta, ydejar así una marca permanente en la criatura recién nacida.

Así que más tarde, oyendo esto que os acabo de contar,supe que aquella mancha que aterrorizó y preocupó a mi ma-dre durante un tiempo, fue culpa de un pedazo de pastel quemi padre no fue capaz de encontrar y que llevó a mi madre atocarse la cabeza sin reparar en las secuelas que su gesto po-día producirme. Y ya veis, quedé tocado de por vida. Por untrozo de tarta. Afortunadamente, mi copiosa melena y el fle-quillo bien perfilado han resuelto el problema.

Pero poco importa. Las imperfecciones, como os contarémás adelante, son la verdadera sal de la vida. Si no reparamosen ellas, nos pueden hacer disfrutar aún más de cada momen-to, gozar de cada bocado, hacernos sentir, incluso, que nuncaantes habíamos masticado.

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Un pedazo de pastel, similar a la reseca magdalena deProust, es un buen comienzo literario de mi vida. Lástima queno me diera por escribir en vez de aventurarme desde muy pe-queño a toquetear todo lo que en una cocina, la de mi casa,podía encontrarse.

Arzakito1 me llamaban siendo yo un mocoso. Vaya gra-cia. Hace bien poco se enteró de mi antiguo mote un jefe decocina muy amigo y, desde entonces, me está dando la plastade lo lindo, recordándome aquellos tiempos, que no consigodecidir si fueron buenos o malos. Al menos, fueron los míos.

En estas líneas compartidas por capítulos, no te daré elgustazo de que me preguntes cómo se hace la salsa del redon-do de ternera, por qué no te subió el bizcocho la última vezque lo intentaste o cómo diablos hay que asar un cordero pa-ra que se deshaga en fibras melosas, empapadas en un jugodorado, aromático y sabroso, y no te quede duro y seco comola pata de un asiento. No. Aquí mando yo. Tú lee y disfruta oacuérdate de mis muertos. O de los de mi colega. Pero no se teocurra interrumpir. Y no te equivoques, aquí no aprenderás acocinar, ni escucharás lo que quieren oír tus oídos, para esoestá esa caterva de pelmazos que desde la radio, la tele, las re-vistas y los diarios pretenden hacerte la vida más fácil, expli-cándote lo listos que son y las recetas tan complicadas queson capaces de elaborar. Hablando de creatividad, filosofía ydemás rollos macabeos.

Confiesa la verdad: lo que tú quieres saber realmente escómo son, qué comen y cómo se comportan, a puerta cerra-da, los grandes de la cocina, los grandes santos que dice Et-xebe. ¿Qué ocurre en sus lares cuando nadie los ve ni los in-terroga?

1. Arzakito: derivado de Juan Mari Arzak, sumo pontífice de la NuevaCocina Vasca. ¿Lo vas pillando?

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Eres curioso (o curiosa si es que eres tía, lectora querida).Te mueres por saberlo. Estás deseando que largue pita de pes-car para ver a bordo y con tus propios ojos a ese ejemplar decocinero desvalido, ahogado y retorcido de dolor que clamapiedad con su mirada. Quieres que me convierta en Lucifer yajusticie a aquellos a los que tú ni te atreves a mentar. Erespeor que yo. Chesterton te diría: «Necesitas un alma nueva.Esa que tienes no vale ni para un perro».

Si tienes la paciencia suficiente que hay que tener para dis-frutar de una nécora a la plancha,2 éste es tu libro. Para sabo-rearlo deberás ir despacio, rompiendo con los dientes cadahuesito, cada frase, no dejar ni un solo gramo de sustancia sinchupetear. Salva la pereza que te da romper el esqueleto quese esconde en el caparazón, porque como ocurre cuando selee pausado, uno encuentra inmaculados y prietos haces decarne tersa, jugosa y de marcado sabor. Déjate llevar, hazte eltontorrón. O la tontorrona en tu caso, querida.

Pasé mi niñez mirando las faldas del maltrecho monteJaizkibel desde el comedor de casa. Era mi pasatiempo prefe-rido cuando anochecía. Me escondía tras las cortinas y mira-ba a lo alto, arriba del monte, con la esperanza de ver las lla-mas y la sirena encendida del camión de bomberos, que subíapor los caminos a toda pastilla, como una incandescente es-trella fugaz. Ese espantoso deseo de pirómano chalado era mimejor sensación de felicidad. Aún hoy ver arder me pierde.Cuida tu casa.

En uno de aquellos descomunales incendios y después deuna noche de delicioso fuego y varios vuelos rasantes de loshidroaviones amarillos, del tamaño de un trolebús, uno sedio de bruces contra el suelo, estrellando su morro en la arena

2. ¡Ay, amigo!... ¿nunca lo intentaste? A la plancha están como hacerlocon la actriz porno Jesse Capelli. Para ti, querida, no se me ocurre ningúnparalelismo, de momento.

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de la playa de Hondarribia. Murió el piloto. Eso escuché con-tar desde la cama a la Atso Beltza, a la Vieja Siniestra, cuandocon aquel cazo ortopédico llenaba la lechera que le dejabancolgada en el gancho del portón de casa.

La nata que la leche recién hervida forma en su superficiecuando se enfría y conserva en la nevera, es mi primer recuer-do repugnante de la infancia. Me producía náuseas ver metera alguien el dedo en aquella cosa. Lo que sí me gustaba era ir abuscar la leche con botellas vacías de gaseosa La Pitusa al ca-serío de la Inashi, cerca de Endarlatza, donde Navarra acaba yempieza Gipuzkoa. Hoy todo se compra empaquetado y en-vasado por el diablo. Si seguimos así, joderemos sin remedioel oficio de arqueólogo. ¿Qué dirán cuando, tras duras jorna-das de pico y pala, tropiecen con una botella de yogur de aloevera o la aparatosa carcasa de un ambientador de baño? ¡Paramorirse, vamos! No puedo imaginar las vitrinas de los museosrepletas de cartones de leche y bidones de agua mineral. ¡PorDios, qué horror!

Los que me conocen bien dicen que lo de ser cocinero se lodebo a Mari Paz, la mujer que durante muchos años nos ali-mentó y limpió las cacas. La verdad es que las mujeres de micasa deben a aquella extremeña que olía siempre a lejía haberaprendido las tres o cuatro únicas cosas que son capaces dehacer en una olla exprés o en una sartén. Cosas que acostum-bran a estar muy ricas, por cierto, a pesar de que muchas veceslas cocinen «con rabia», que es la expresión más jevimetal quehe podido escuchar en mi vida de boca de mi madre o mis her-manas. «Cocine con odio» podría titularse su exitoso colec-cionable a todo color a la venta en todos los kioscos y libreríasdel ramo.

La verdad, no sé de dónde me viene la temprana afición alos pucheros y los paseos por el campo en busca de moras, se-tas y demás delicias. O mi infantil interés por ver levantarsedel molde las masas grumosas y dulzonas, que se convertían,

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como por arte de magia, en pasteles y tartas dignas del mismí-simo Lenôtre.3

Pasé mi adolescencia entretenido entre cazuelas y receta-rios, en vez de preocuparme por pellizcarles el culo a todas lasamigas de mi hermana mayor, que estaban de muy buen ver,por cierto. Después de pasar bastantes años recluido en uncolegio religioso haciendo el mongol, uniformado y comien-do que daba pena, se me ocurrió un día la idea genial de de-cirle a un bastardo de profesor que lo que yo quería era sercocinero, que se olvidara de hacer de mí un pimpollo repeina-do listo para procesar en una universidad navarra de élite, cu-yo nombre prefiero callarme, no vaya a ser que algún día metenga que operar allá del corazón y lo terminen haciendo en-cebollado.4 Siempre quise parecerme a Koteto, mi héroe par-ticular. Menos mal que tropecé con él. Ni un cura ni la SantaCompaña al completo me iban a quitar las ganas de cortarmelos dedos con un cuchillo cebollero. Cuando salíamos de co-mer de su restaurante y nos despedía apoyado en el marco dela puerta de su parrilla, recuerdo que a través de sus piernasentreveía un mundo que me fascinaba, pucheros en los quecabían mis hermanas boca abajo, machetes, alboroto, gritos,la radio puesta a todo trapo, tipos sudando como verdaderosaizkolaris5 y, sobre todo, esa atracción ya confesada por lasllamaradas enormes de sartenes que asemejaban la mismapuerta del infierno, escupiendo fuego atizadas por chorreto-nes de brandy y caldo hirviendo. «¿Todavía sigues, eh? ¿No

3. Pastelero de la generación de Bocuse, con pinta de mariscal Otto.4. Por cierto, amigo Vicente Estelle, le pueden dar a usted por el mismí-

simo querubín, que es como llaman en los recetarios decentes, como el dela marquesa de Parabere, a esa oscura oquedad de las aves. Parte que esmejor eliminar antes de asar, no vaya a dar al jugo del asado gusto amargoy aspecto en exceso graso e indigesto. Por si no lo sabe usted, maldito mal-tratador, la cocina camina hoy por los derroteros de la ligereza y lo liviano.

5. Leñadores, cortadores de troncos.

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te has rajado, eh? Tú eres cabezón, tú eres de los míos. Bien,chaval, bien», me decía cuando me cruzaba con él por el pa-seo Colón de Irún, enterado por algún familiar de que apren-día el oficio con José Ignacio, el del Restaurante Mertxe.

Más mayor, aunque sin saber aún lo que se siente cuandoel mango de una sartén recién sacada del horno se te queda pe-gada en la palma de la mano, recuerdo que de vez en cuandosolía ir con algún amigo a comer a su casa. Mantuvo abierto elnegocio hasta muy viejo.

Koteto daba de comer de miedo. Había aprendido el ofi-cio en Maguesq, en las Landas francesas, y trabajó de charcu-tero en Hediard6 durante muchos años. El suyo era uno deesos restaurantes en los que la comida era suculenta y se tequedaba pegada en los labios, como cuando comes patas decerdo a la Saint Menehould.

Una noche, tras la cena y de camino al baño, me hizo pa-sar por primera vez a su cocina. Hacía calor y apretaba confuerza su gin-tonic helado en la mano: «Los jóvenes piensanmás en ser Arzak que en ser cocineros hechos y derechos, ycreen que cocinar es una tarea fácil que comienza por el pla-cer del mercado, cesto en ristre, o por los guisos que se esto-fan lentamente mientras los amigos pasan por la barra paraechar un trago y dar conversación —decía—. Pero no te olvi-des de que esas mamarrachadas se diluyen poco a poco al ca-lor de los fogones. A medida que las gotas de sudor van sien-do las únicas compañeras de tu pellejo y la chaquetilla se tepega por la humedad, la realidad se convierte en cosa de hé-roes». Y le daba un sorbo a su trago, que no tardaba muchoen asomar en pequeñas gotitas entre los pliegues de su frente.«No te olvides de que si lo que quieres es cocinar, tu trabajote hará feliz. ¡Mírame! —decía, golpeándose con la mano con

6. Colmado de exquisiteces parisino.

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la que agarraba la copa, derramando la mitad al suelo—, yollevo toda la vida jodido en esta cárcel de oro, pero más valemorir haciendo lo que a uno le gusta que morirse por no ha-cer lo que uno ha querido. Te prevengo sobre lo malo paraque vivas a fondo y mejor tu oficio.»

Creo que la impresión de aquel momento y ese discurso acalzón quitado superaron la ocasión en que una camarera ma-ciza, verdadera pata negra, me desvirgó a plena luz del díadentro de su auto, vestida de faena. Con el comandero7 y elbolígrafo en el bolsillo, lista para el mejor servicio8 de mi vida.Aquélla sí que me hizo un hombre. Pero ésa ya es otra historiaque no viene ahora a cuento.

7. Libreta en la que el camarero apunta los pedidos de las mesas.8. Normalmente un restaurante da dos servicios, es decir, da de comer

al mediodía y por la noche. Se pueden hacer dos turnos al mediodía y dospor noche, en locales que aprieten más la capacidad y expriman al máximoel negocio.

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3

tecnología punta aplicada a la cocina

El colega David, más que como un cerdo, está como una ca-bra y, además, no le creo una palabra: a mí la nata que se for-maba en la superficie de la leche me encantaba. La guardabadía tras día en una tacita y, cuando ya había suficiente, la es-polvoreaba de azúcar y la comía como si fuera delicia divina.Habría asesinado a cualquiera de mis hermanas si se me hu-biesen adelantado.

Con este asunto de la nata, me viene a la memoria un tal In-dalecio Bizkarrondo Bilintx, un poeta romántico donostiarradel siglo xix. Un adefesio de hombre, flaco, cojo y desmandi-bulado por una bomba carlista, eterno enamorado de las da-mas. Corrían tiempos en los que la comida era el valor máspreciado, precisamente por su carencia. Bilintx echaba anzue-los sin cesar, por si las damas picaban. Enloquecía cuando veíaalguna belleza paseándose por la calle Mayor. A una de ellas leescribió la siguiente carta que traduzco del vascuence. Creoque es inédita. Se trata de una de las declaraciones de amormás hermosas que jamás haya leído:

¡Cuándo llegará el día en que seas mía! ¡Con qué atención te hede cuidar! ¡Vaya vida dulce que te voy a ofrecer! ¡Qué esfuerzosharé para tenerte contenta!

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A la mesa tú serás a quien se sirva en primer lugar. Para ti lasmejores viandas. Cuando haya leche, para ti la nata; cuando ha-ya cuajada, para ti la capa de encima; y cuando tengamos man-zanas, peras, melocotones y frutas similares, para ti las más fi-nas, las más grandes, las más hermosas. Y cuando haya nueces,yo te las partiré, retiraré las cáscaras y pondré su carne a tu lado;y cuando tengamos castañas, yo pelaré cuantas te apetezcan...

¿Cuándo nacerá dama que a mí de esta guisa me quiera?Pero, en fin, no debo distraerme con las cuestiones del

amor y su reflejo en la literatura. Esto va de recuerdos de co-mida. En el capítulo primero, antes de que David contara esaporquería de su pérdida de la virginidad y de lo duro que iba aresultarle seguir su vocación de cocinero, se me ha olvidadodecir que, aunque mis padres más tarde algo prosperarían, enmis tiempos de universitario se las veían y deseaban para man-darme el dinero que consideraban necesario para mi subsis-tencia. Sé muy bien lo que es sacrificarse por un hijo, y tam-bién lo que significa llevar el lastre y la factura de ese sacrificioinmenso sobre mis espaldas.

Al empezar la carrera, vi la inutilidad de lo que me propo-nía estudiar. Debí haber abandonado el primer día los estu-dios de psicología. Cobarde como soy, no me atreví a cam-biar el paso.

Siempre había creído que esa institución suprema del co-nocimiento que es la universidad se dedicaba a enseñar cien-cia. Es decir, algo incuestionable, cierto, riguroso, demostra-do, empírico, infalible... Nada más lejos de la realidad.

Hasta un imbécil incapaz de cambiar su propio rumbo co-mo yo se daba cuenta de que lo que allí enseñaban tenía mu-cho que ver con milongas freudianas de tres al cuarto, dondela represión sexual exagerada lo condicionaba todo. Erantiempos miserables, parecía que la posguerra nunca acabaría.

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La Iglesia por un lado, y el Fascio por otro, atenazaban sin ce-sar. Ni a soñar te atrevías, pues todo te delataba. Cualquierpensamiento impuro, de esos que un joven no puede evitar,era sinónimo de pecado mortal. Corrían tiempos en los que lomás excitante de las revistas resultaban ser los anuncios de su-jetadores Soras o Belcor. En blanco y negro, por supuesto.

Recuerdo que de esas clases prescindibles sólo se salvabanlas magníficas lecciones de un médico sabio y anciano, rojorojísimo para más señas, que se llamaba Gómez Bosque. Unaeminencia que nos enseñaba neurofisiología, lo único científi-camente cierto de toda aquella patraña presuntuosa.

En los pupitres de al lado, durante las clases que daba unapsicoanalista sudamericana, loca como una chota de tantotumbo amoroso como daba, había media docena de policíassecretas que se desplazaban a diario desde Palencia para apren-der la porquería que nos enseñaban. En un excepcional instan-te de impagable intimidad llegaron a confesar que querían es-tudiar psicología para «interrogar mejor a los detenidos».

Es obvio que eran tan imbéciles como yo, con mi «músicapara la felicidad obrera» y toda esa cantinela. Sólo que mu-cho más cabrones y malas personas. Aquellos mequetrefes es-pigados fueron los que, en el curso siguiente, me hicieron tra-gar una pegatina blanca que llevaba en mi solapa. Así eranaquellos tiempos felices, conocidos en los actuales libros dehistoria como los de la «Ejemplar transición española».

Yo me preguntaba: «¿Qué comerán estos tíos para ser tangenuinamente fachas?». Me los imaginaba devorando torrez-nos, unos infectos trozos de tocino, fritos, endurecidos y fríos,llenos de moscas, que oscurecían algunas barras castellanas dela época. Y esa especie de peladillas amarillas que se sacabande un bidón de plástico oculto detrás de la barra al que, inevi-tablemente, caían todo tipo de chapas de refrescos y cervezas,serrín, tapones de plástico de vino barato y, en una ocasión,hasta el ojo de cristal de un camarero amigo mío.

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No hace falta decir que me mantengo virgen en cuanto aaltramuces se refiere. De esa época recuerdo con agrado unvino blanco turbio, seco y oloroso a la vez, que tumbaba almás pintado al tercer trago: el vino de Serrada.

Aquellos días fui el único que comió alimento sintético, elúnico que tuvo que devorar la pegatina que decía: nuklea-rrik ez. lemoiz gelditu,1 refiriéndose a una central nuclearque se erigía en plena costa vizcaína.2

Primero me hicieron traducir la pegatina al cristiano y des-pués me dijeron: «Tú verás, vasquito, o te la tragas o te sacu-dimos de lo lindo».

Para la ocasión se habían juntado cuatro macarras meti-dos a John Wayne. Para mí eran el enemigo, como HenryFonda cuando hacía de sheriff malísimo en las películas ame-ricanas.

El suceso de la pegatina ocurrió a una hora en la que el solde la tarde ya se había ido a descansar, no pasaba ni un almapor la calle llena de historia, y caía un frío que hacía tiritar alCristo de piedra gris que lo veía todo desde lo alto de la cate-dral. El Suicida le llamábamos, al pobre.

Gente enrollada, ciertamente, los estudiantes con pistola.Se trataba de auténticos bellacos que pagaron cara su vilezagastronómica.

Yo sabía que la pegatina que tragué con gestos de repug-nancia exagerada —pertenezco al género de quienes son ca-paces de tragar cualquier cosa sin gran esfuerzo: una zapatillade deporte, siempre que sea de buena marca; un cenicero; tresbolígrafos...— acabaría saliendo de mi cuerpo por el caminonatural y que, si no, tampoco sería difícil vomitarla.

La cuestión es que a mis amigos policías les salió un poco

1. Nucleares no. Detened Lemoiz.2. Ahí quedan los restos de su inmenso cadáver de cemento, ensuciando

nuestra costa, para quien quiera constatar su inconcebible existencia.

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cara la factura de aquella ignominia: el martes siguiente, lespincharon todas las ruedas, todas, de los dos Seat, dos, quetraían desde Palencia, mientras yo estaba en el pupitre de al la-do, en clase.

Coartada perfecta. Astucia divina. No podía haber sidoyo el autor de la masacre de neumáticos. De ninguna de lasmaneras. (Gracias, Koldo y Jaime. Mi deuda con vosotros esimpagable.)

Por fin dejé atrás la pensión Los Carros, donde además dedescubrir la existencia de travestis, aprendí otras cosas increí-bles: cómo hacer fortuna vendiendo inexistentes sistemas re-volucionarios de frenos para automóviles; cómo consigue unsueldo extra un brigada alcohólico del ejército, encargado delas compras del comedor de soldados; dónde esconder drogade todo tipo —Manolo, el gitano, escondía las bolas de ha-chís en la habitación de un sargento de artillería llamado Pe-rolas— y, sobre todo, cómo preparar unos pimientos deGuernica, con u después de la g y con c, faltaría más.

Los hacía un bilbaíno casado con una castellana que re-gentaba un bar llamado El Bollo, casi al lado de la pensión,dos portales a la izquierda.

Me han dicho mil veces que no es la forma apropiada, quelos pimientos han de echarse al aceite hirviendo para que suel-ten la primera piel, pero uno tiene sus fijaciones: el bilbaínolos ponía en una inmensa sartén con el aceite todavía frío y de-jaba los pimientos a fuego lento una eternidad. Finalmente,cuando estaban casi cocidos en aceite, subía el fuego y tapabala sartén para evitar el chisporroteo. Los sacaba a una fuente ylos salaba. Allí, en unos sencillos pimientos verdes de ortogra-fía obligatoriamente cristianizada, encontré mi patria gastro-nómica de exiliado estudiantil.

Pero, como iba diciendo, quedó atrás la pensión Los Carrosy me puse a vivir con tres compatriotas de Eibar, de esos que nidebajo de las piedras se encuentran fácilmente.

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Una castellana liberada de nombre Pilar, bastante mayorque nosotros, pero de muy buen ver, nos trajinaba sexual-mente y nos volvía locos cada vez que se lo proponía. Sobretodo a uno que guardaba cierta similitud física con CamiloSesto, una bomba sexual de la época.

Recuerdo que, cuando estaba ya fatigada, Pilar acostum-braba a comer anchoas y sardinas crudas. Tal cual. Es enCastilla donde yo vi comer pescado crudo por primera vez.Sólo años más tarde, cuando conocí la cocina japonesa en Pa-rís, alcancé a comprenderla. En aquel tiempo me parecía másfácil devorar arañas vivas que meterme una anchoa del Can-tábrico cruda en la boca.

Fue en ese piso, un bajo de una casa pobre de la periferiamás periférica, pues más allá sólo vivían las ranas de los cana-les de conducción en las charcas infectas, donde aprendí la pri-mera lección de tecnología de vanguardia aplicada a la cocina.

En la cocina inmunda, en la que hormigas, todo tipo decucarachas y mierditas de ratón —o a saber de qué— festo-neaban el terrazo siempre sucio, había un aparato de cocinarque yo nunca había visto en casa de mi madre, ni en la de miabuela, ni en casa de mis tías...

Era un monstruo metálico enorme, de marca Magefesa,que sólo el eibarrés más señorito, tan moderno y listo, se atre-vía a usar. «Si se obtura la válvula, esto explota», solía decir.Y luego contaba que un redondo de ternera entero o una colcon patatas podía salir por el agujerito hasta el techo, ponién-dolo todo perdido. En caso de mal uso, claro está.

Teníamos también una tortuga de nombre José Mari, a laque masturbábamos todos los miércoles en el lavabo del bañohasta que acabó palmándola. Luego, siguiendo una receta ca-ribeña que salía publicada en El Norte de Castilla, intentamoshacer una sopa con ella. Después, al ver la espuma y el engru-do que se formaban en la superficie del aquel caldo inmundo yverdoso, nadie se atrevió a probarla. Yo sí. Tomé, al menos,

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una cucharada: efectivamente, la sopa era vomitiva. Tambiénsoltábamos a las zarzas un conejo al que atábamos una cuerdade tres metros a una de sus patas traseras. Pretendíamos co-mérnoslo cuando engordara. Lo soltábamos por la ventana,claro, por la ventana que daba a una piscina de vecindad pro-letaria y marginal, rodeada de maleza, de aguas fétidas, llenade ratas, gatos, sillas de camping oxidadas, transistores des-trozados y hasta una moto Bultaco inservible que nadie se ex-plicaba cómo demonios había llegado hasta allí. Curro se lla-maba, el conejo. Un día desapareció y nos quedamos sinsalmorejo.

Preguntamos a los vecinos si lo habían visto por algún la-do. Preguntamos al matrimonio desquiciado del piso de arri-ba, a la familia que todas las noches convertía aquel barrio enun auténtico Bronx: televisores, sillas y mesitas volaban porlas ventanas. Sobre todo mantas y sábanas infectas, trapos decocina, paraguas descuajeringados y hasta un reloj de cuco,de los que daban en las tómbolas. Cinco o seis niños llorabana la vez mientras el padre golpeaba con las muletas a la espo-sa alcoholizada. «¡Eres una zorra!», gritaba, y yo forzaba mipoderosa imaginación, intentando entender que un hombrefuera capaz de fornicar con aquella mujer deformada por lavida, despeinada y de ojos esquivos que, de vez en cuando,me encontraba en la carnecería (sic) del barrio, pidiendo porlo bajini unos higadillos de pollo, unos despojos de cordero ounos pulmones de ternera. No tenían perro, ¿cómo demonioshacía para dar de comer con semejantes ingredientes impen-sables y surrealistas a seis o siete bocas?

En los pisos de al lado vivían gitanos de muy diferente en-jundia. Los vecinos de la izquierda habían agujereado los tabi-ques para pasar directamente de una habitación a otra, cosaque nunca alcancé a comprender, sobre todo porque habíanquemado previamente las puertas, las contraventanas y hastalos marcos de las ventanas en hogueras que hacían en mitad

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de lo que un día había sido la sala principal. En aquellas lum-bres asaban cualquier cosa que se pusiera a tiro: conejos y pa-jaritos cazados en el territorio de las ranas periféricas, algúntrozo de carne descartada... Gracias al olor y al humo que sa-lía por sus desistidas ventanas, la vecindad viajaba gratis alcentro de la plaza de Jemaa el Fna.

Los del bajo derecha eran muy diferentes. Se trataba de lafamilia del rey de los gitanos, el señor Antonio, y de su esposa,una señora muy guapa que no saludaba ni de coña y que, cuan-do te cruzabas con ella o te la encontrabas en el portal, mirabaal suelo, con un mecanismo que hoy llamaríamos «cultural» o«etnográfico». No lo sé, quizá se llamaba Fátima.

Él, en cambio, era un hombre fuerte, grande. Llevabasiempre el pelo engominado. Iba siempre trajeado, con cor-bata. Tenían mucha clase. En más de una ocasión vinieronunas parientes suyas, sobrinas creo, que cantaban muy bien,a las incontables celebraciones que solían organizar: Las Gre-cas. Aquellas de «Te estoy amando locamenti…, prefiero nosufriiir...». Un top en las ventas discográficas de la época.

Nunca pude reconocer el olor que salía de su cocina. Inten-té sin resultado espiar por la ventana del patio. Olía raro, peroolía bien. Sobre todo a aceituna. Una vez vi pasar a un par dedesconocidos, también de raza gitana, que arrastraban haciala casa un descomunal jabalí, dejando a su paso un reguero desangre por el alicatado del portal, imitando un cuadro de Tà-pies. Una escena surrealista. Sabe Dios lo que comían en aque-lla casa, pero a buen seguro lo hacían mejor que nosotros que,a partir del día 18 o 20 de cada mes, subsistíamos hasta el si-guiente giro postal con trozos de pan que hervíamos en lecheazucarada.

Ya sé que mi noción del hambre no es nada comparada conla que conoció en la posguerra la generación de mis padres.«Tú no sabes lo que es pasar hambre, chaval», es una de lasfrases que más han amartillado estos oídos de niño bien cria-

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do y afortunado, pero mi hambre es mi hambre, y siempre larepresentarán unas gachas cocidas en leche. Con un poco deazúcar, a ser posible.

Recuerdo que un primero de mes me encontraba eufóricopor el giro postal que me habían enviado mis padres, y decidícomprar un pequeño magnetófono con intención de apren-der inglés con uno de esos métodos que te enseñan idiomasmientras duermes. Como yo estudiaba psicología y ademásera, como ya he dicho, idiota, cualquier cosa me parecía posi-ble. Leía los libros del antropólogo Castaneda, que vivía lasexperiencias extrasensoriales y alucinadas de Las enseñanzasde don Juan, y también sabía que el feo de Freud contaba quelas pacientes se le echaban a los brazos desesperadas de deseo.«Transferencia» llamaba el pavo al milagro. Así pues, tampo-co parecía imposible aprender inglés sin estudiar. «La mentehumana es un misterio —me repetía—, a lo mejor cae la brevade aprender inglés sin dar un palo al agua.» Como digo, eratonto perdido.

Un día de lluvia me acerqué por primera vez al señor An-tonio, que escupía peladillas con estudiada intermitencia enel bar de al lado. «Hola, soy su vecino. Uno de los estudiantesdel bajo C. ¿Puede usted conseguirme una cosa en el mercadonegro?» Así, tal cual se lo dije. Sin andarme con chiquitas.

El señor Antonio me miró de arriba abajo con sus ojos se-cretos provistos de rayos X, y cuando vio que el joven que es-taba delante de él no era más que un payo gilipollas, dijo:«Chaval, yo te consigo lo que tú quieras, desde unas bragashasta un tanque de verdad o una metralleta».

Me eché a temblar y a duras penas pude decirle que lo úni-co que quería era un magnetófono a buen precio. Sin duda,sabía que era vasco, de ahí la referencia a las armas. Me ríoyo de Vito Corleone y de la madre que lo parió. «Eso está he-cho», me dijo antes de quedarse con las cinco mil pesetas(treinta euros) que llevaba en el bolsillo y continuar escupien-

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do peladillas con estilo. Ese mes tuve que comer sopas de pany leche a partir del día 10.

Por la noche oímos en la vecindad sospechosos descorchesde cava —que entonces se llamaba todavía champán—, y hoyes el día en que si alguien me insinúa cómo es que ando por lavida sin saber inglés como es debido, respondo que la culpa esde un tal don Antonio, el rey de los gitanos.

Pero voy a lo que iba. La Magefesa diabólica, capaz de vo-lar todo el bloque de viviendas y gran parte de la ciudad, mesorprendió el día que recibí la inesperada visita de un amigo alque consideraba un hijo de papá donostiarra. Un pijo, vamos.

Lo cierto es que me alegraba de verlo en nuestra cochique-ra. «Un baño de realidad a nadie daña», pensé. Luego pre-guntó qué había para comer y cuando dije que no había nadapreparado, fue al frigorífico, sacó un pollo esmirriado, dosdientes de ajo que quedaban, media cebolla y un trozo moho-so de pimiento morrón. Regó el fondo de la bomba atómicacon un poco de aceite y puso a dorar los ajos y el pollo mien-tras picaba las hortalizas. Yo no podía imaginar que, en unaparato que creía hecho únicamente para sopas, verduras ysimilares, pudiera cocinarse un animal con huesos y todo.

Al rato añadió las verduras que había picado, les dio unavuelta en el aceite antes de incorporar medio vaso de vinoblanco y otro medio de agua, echó sal al engendro, añadiómedia pastilla de Starlux y cerró la tapa. «En quince minutosya está —dijo—, vamos a poner la mesa.»

Quizás hoy no sería capaz de comer aquel pollo, pero eldía de los hechos ni Robuchon ni Sursuncorda lo habrían su-perado. Resultó ser manduca de la buena, para lo que en casase acostumbraba.

Pero hubo una cosa que me alegró más aún: la tecnologíapunta que yo desconocía, el aparato monstruoso, me hizo verla luz. Me hizo ver que también yo podía cocinar más allá deunos huevos pasados por agua, una tortilla o un filete frito.

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Aquella puerta abierta al nuevo infinito era un camino que de-bería caminar en los tiempos venideros. ¡Viva la olla exprés!

Nunca se lo he confesado, seguro que él ni se acuerda, pe-ro la visita de ese amigo resultó ser fundacional para mí.Tampoco se lo he agradecido nunca, ni pienso hacerlo a estasalturas, pues resulta difícil reconocer que debes algo impor-tante a un niño pijo ñoñostiarra.

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pintaban espadas y bastos

Si Lou Reed no hubiera tocado en la Velvet Underground,hoy llevaría tupé y formaría parte de algún grupo de canciónligera, de esos que amenizan bautizos y bodas. Quién sabe.

Estudié en la escuela de cocina que había camino de Trint-xerpe, en San Sebastián. En aquella especie de comuna, cono-cí a los que hoy son mis socios y eran, por aquel entonces, au-ténticos azotes de reaccionarios, el brazo duro de la juventudhostelera. Aquel antro me marcó. Si no hubiera compartidocon ellos tantas horas de elucubraciones sobre la maldad quetocaba preparar aquel día, mi vida habría sido distinta. Esoseguro.

La primera manifa que tengo grabada en la memoria y ci-catrizada en la pantorrilla izquierda a la altura del ossobuco,fue allí planeada. Íbamos todos vestidos con nuestras chaque-tillas Alfil pringadas, delantal, pico al cuello y el gorro de telaplástica que, en cuanto apretaban los calores, nos dejaba lachaveta cocida y la frente enrojecida como a Cristo. Toma-mos la calle y, cortando el tráfico, llegamos a la arteria princi-pal de la ciudad, hasta el mismísimo boulevard, lanzando alaire, a voz en grito, agresivas consignas revolucionarias.

Recuerdo que toda la ira contenida de aquella reivindica-ción iba dirigida contra un director de estudios o algo así, que

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en vez de amamantar a sus mochuelos con los dictados deCarême,1 empleaba el tiempo en montar una especie de redde trata de blancas de cocineritos y cocineritas.

A cambio de una pasta gansa, enviaba a sus retoños acampos de concentración con apariencia de chiringuito en lacosta levantina, para que aprendieran el noble arte de freír lospollos enteros «por inmersión» en la freidora, hacer bocatasinfectos y paelás —como llaman los guiris gabachos a la pae-lla—, de esas que un nativo levantino no se come ni así estallela Guerra de los Mundos.

Por supuesto, si se te ocurría quejarte o llamar por teléfo-no a casa pidiendo socorro, te arriesgabas a la expulsión. Unbendito, Mauricio, que era como se llamaba ese negrero con-temporáneo. Pues como os iba contando, se nos hincharonlas criadillas y empleamos métodos violentos para que se nostuviera en cuenta y se nos cuidara un poco más. Algo conse-guimos, aparte de que nos calentaran los maderos, tal y comoacostumbran.

¡Menuda guarrada, eso de que «amasarás el pan con el su-dor de tu frente»! Siempre me he tomado con bastante pocaseriedad todos esos mandatos divinos que nos hacen esclavosdel reloj para ir al templo.

Sonia Uribe solía decir ese tipo de cosas a mis tías, inten-tando fracturar la terrible y desmedida fe cristiana que tenían.Yo acostumbraba a escuchar esas historias partiéndome lacaja. En cierta ocasión, gracias a la pelmada y el atosigamien-to al que la sometí, logré aprovecharme de su influencia para

1. Cocinero nacido en París y abandonado por su padre en la calle sien-do crío. Llegó a cultivarse extraordinariamente, dejando numerosas obrasescritas. De la casa de Talleyrand pasó sucesivamente al servicio del barónJames de Rothschild, Jorge IV de Inglaterra y los emperadores de Rusia y deAustria, y dirigió importantes banquetes europeos que lo hicieron muy co-nocido.

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que me enchufara en el restaurante que Félix Altolaguirreacababa de abrir a dos pasos del campo de golf.

Aquel cocinero era un adelantado a su tiempo. La críticagastronómica lo tildaba de iluminado y se preguntaba paraquiénes cocinaría el prodigioso joven chef. Desde luego, no seiba a ganar la vida dando de comer a periodistas: se lo comentodo, campan por tu bodega con la misma parsimonia queuna amiga golfa y, cuando menos te lo esperas, se han larga-do sin preguntar qué se debe.

¿Se habría equivocado Félix de planeta? El restauranteIllarramendi era verdaderamente una nave espacial en un pai-saje de locales donde la Nueva Cocina Vasca estaba todavíaen mantillas. Ya sabes, nataza por doquier y platos ancestra-les recuperados del olvido que ni tu abuela había probado ensu vida.

Yo quería estar allí. Vestirme de cocinero y formar partede su tripulación. Tuve suerte. Un cocinero dejó el restauran-te de la noche a la mañana y me colé. Más tarde supe que ter-minó en una caja de pino consumido por la heroína, tras unpar de años de ejercicios espirituales en Proyecto Hombre.

Lo dejó bien escrito Cayo Julio César en La guerra de lasGalias: «Es siempre una desventaja para el enemigo lucharcontra quien nada pierde en el combate». De eso me enterémucho más tarde, pero la verdad es que me hubieran venidomuy bien las enseñanzas del romano en la escuela, en lugar deaprenderme de memoria toda aquella retahíla de guarnicionesa la turca, a la griega y las distintas mantequillas sazonadaspara servir acompañando a la carne o al pescado: la maîtred’hôtel y otra cuyo nombre soy incapaz de recordar, adereza-da con puré de tomate concentrado y alcaparras. Nunca ima-giné qué mente pervertida podía comer aquellas marranadas.Yo toda la vida había hecho los filetes con ajitos y el pescadocon refrito y una pizca de vinagre de sidra.

En aquella cocina minúscula de Félix hacía labores de

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apoyo a las partidas2 que estaban en clara inferioridad numé-rica. Todos eran verdaderas máquinas de cocinar, de sacaradelante el trabajo y de hacerlo además con sumo gusto. Allíno tenía nada que perder y sí qué ganar, así que me convertíen un plis-plas en el saco de las hostias y en el esclavo númerouno del lugar: pelaba patatas, camiones de terrosas y gordaspatatas, y las dejaba listas para que las hornearan a la pana-dera, con cebolleta estofada en grasa de pato. Creo que aque-llas hebras de translúcida y dulzona cebolleta fueron acom-pañadas en varias ocasiones de algunas yemas de mis dedos.Con su trozo de uña incorporado, claro. Proteína animal yqueratina, a fin de cuentas, aunque, ahora que te lo cuentopor escrito, a ti la imagen te revuelva el estómago.

Preparar el caldo era la siguiente de las tareas diarias, perono un caldo cualquiera. Debía ser uno bien bueno, comomandan los cánones, con sus huesos dorados al horno, suverdura, gallina blanqueada y muchos cuellos de pato a losque debía retirar la grasa que aprovechábamos para cocinarcualquier otra cosa, una vez bien derretidas y eliminadas lasimpurezas. Si ahora tuviera que levantar aquellas ollas in-mensas a pulso como hacía entonces, no me podrían recom-poner las vértebras de la espalda ni en la clínica Kovacs deBarcelona.

A continuación tocaba la limpieza de las verduras de ensa-lada, para no tener más que aliñarla a puñados durante el ser-vicio cuando los camareros hacían sus pedidos y los boles vo-laban hacia la sala con ensalada de pato bien tostado aliñadacon una mayonesa de caviar; o con minúsculos salmonetesdeshuesados uno a uno, acompañados de una vinagreta agri-dulce de fresas. O una muy cachonda que, además de aren-

2. Una cocina se organiza en partidas, que son las responsables de lapreparación de los platos de la carta. Lo habitual es que esas partidas seanla de carnes, pescados, cuarto frío o entrantes y postres.

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que y anchoas ahumadas, llevaba pepino crocante y una salsade yogur picante, recia, que podría haber hecho una cocineraninfómana veinteañera. (Por desgracia, nunca tropecé conuna compañera así. Una verdadera lástima.)

Cocer y limpiar txangurros3 es una faena. Si alguno de vo-sotros ha tenido alguna vez el infortunio de tocar amianto ofibra de vidrio, sabrá lo que es tener la sensación de haber re-cibido veinte mil picotazos de alguna hormiga, de esas barri-gonas y con pinta de tener mala leche que andan sueltas porel Amazonas. Y las yemas de los dedos arrugadas como si lastuviéramos metidas cuatro días en el ojete ese que tanto gus-taba citar a Quevedo.

Había mucho que hacer: montar helados en la máquinasorbetera y dejarlos cremosos y listos; pelar pichones, patos,becacinas, becadas, perdices, malvices, urogallos, gallinas deGuinea; despellejar liebres y recuperar su sangre, que habíaque mezclar con vinagre para que no cuajara y así mantenerlalozana licuada hasta que se confeccionara la salsa del civet;4

limpiar y descamar el pescado, cortar aletas y cabeza a merosinmensos, eviscerar rapes y salmonetes teniendo la precau-ción de rescatar de estos últimos los higaditos que se aprove-chaban para hacer un arroz, limpiar anchoas y sardinas, des-pellejar lenguados y gallos, preparar al punto kokotxas demerluza y bacalao, limpiar chipirones tan pequeños que, de in-tentarlo, no les hubiera entrado la cabeza de un alfiler por elculo... Me río yo de la pericia de los que hacen encaje de boli-llos o construyen con palillos mondadientes toda una maque-ta del acueducto de Segovia, con sus centuriones romanos ytodo.

3. Se refiere al centollo o al buey de mar, según el lugar.4. Guiso de carne, normalmente liebre, jabalí o similar, en el que se em-

plea la sangre del bicho para ligar la salsa.

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Y justo antes de comenzar el servicio, había que hacer laronda por todas las partidas y comprobar que todos tuvieransu correspondiente salero y pimentero bien cargados para noquedarse sin munición en medio del fragor de la batalla.

Había que disponer bandejas de todos los tamaños, tene-dores y cucharas con las que comía el personal —metidos ensus tarros correspondientes y en agua caliente—, cazos salse-ros, sartenes antiadherentes, rustideras bajas y estrechas, dedos tamaños —para marcar los pájaros y asarlos en su jugo, ypara terminar el pescado en el horno, rociado de refrito—,platos hondos y pequeños, fuentes de todos los tamaños...

Debía de comprobar que los calientaplatos estuvieran re-pletos y a todo gas, poner paños limpios para todos, recogerlos sucios y subirlos al planchero, reponer todos los peque-ños recipientes que contenían mil y una mariconadas impres-cindibles, vaciarlos, limpiarlos, volverlos a rellenar y com-pletarlos...

Poner a punto la chalota picada, lavada en agua, escurriday seca para aliñar las ensaladas; la nata reducida para dar un-tuosidad a la pasta; el perejil también finísimamente picadopreparado para añadirse a los jugos calientes de carne junto aunas gotas de vinagre, o para rematar la salsa verde; el cebo-llino cortado con cuchillo bien afilado, para no aplastarlo ydejarlo inservible, macerado en su propio zumo; la cáscara delimón rallada para las salsas de caza; la pasta de aceitunas ne-gras para embadurnar el pato antes de hornearlo; el ajo pica-do y recubierto de aceite de girasol para que no se secara; lamantequilla clarificada; todas las hierbas perfectamente des-hojadas y metidas en recipientes con agua y cubos de hielo:perifollo, coriandro, cilantro, eneldo, perejil rizado, salvia yalbahaca...

¡Tiempo muerto! ¡Stop! ¡Un segundo de atención! Cuandococino en casa de Etxebe, en Hendaya, me suele reprochar quele gasto todo el hielo que guarda en el arcón para hacer los cu-

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batas y los frenadoles5 del final de la comida. Es verdad. Creoque no podría cocinar sin hielo. Soy un adicto al agua conge-lada: para asustar la legumbre; refrescar la verdura y fijar suclorofila; enfriar el gazpacho o el ajoblanco; limpiar la chapadespués de sacar las gambas bien tostadas de ella; resucitar lamenta marchita que lleva dos días olvidada en la cámara fri-gorífica o metérsela por el cogote al último capullo que me ro-bó el pelador y no lo dejó en su sitio exacto...

¡Seguimos! ¡Es la guerra! Bajas y lisiados. El segundo jefede partida de carnes no viene esta noche. Un jefe de rango estácon depresión. Se quiere morir. Una camarera extra que ayerse había incorporado después de un mes de baja, se ha empo-trado con su Mobylette yendo a casa y no podrá venir en unosdías... Ésos sí que son problemas y no mis brazos achicharra-dos y llenos de quemazones por cerrar la puerta del horno conel codo. Los dedos rebanados como lonchas de mortadela, lospelos del flequillo y las cejas abrasados por utilizar el sopletepara quemar los plumones de tanto pájaro, y ese dolor inten-so, siempre en el mismo lado, que de repente te das cuenta deque no te ha desaparecido un solo instante desde que empe-zaste a trabajar...

Un día me caí por la escalera con un enorme puchero debacalao a remojo que se me vino encima con muy mala leche.En casa no escatimé detalle contando a mis hermanos cómome sangraba la nariz y cómo, en aquel preciso instante, notéque se me desplazaba de su sitio todo el armazón de huesos.

Debe de ser como cuando un ballenero se da de bruces conel lomo de un cachalote, y todo el aparejo salta por los aires.Un dolor que no olvidas nunca y que tiene tintes de epopeya

5. Llenar un vaso bien ancho, como los de sidra, de cubos de hielo, has-ta el borde. Añadir un tercio de vodka helado y completar con zumo de na-ranja natural. Dar un meneo.

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literaria, pues piensas, después de haber leído los relatos deHerman Melville, que Ismael y todos los marineros del Pe-quod debieron sentir idéntica sacudida al chocar con el vien-tre de la mismísima Moby Dick.

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conocerse a uno mismo. (GNOTI SEAUTÓN,decían los antiguos griegos;

NOSCE TE IPSUM, los latinos)

Dios me libre de no haber aprendido a estas alturas la lección:nunca, jamás en la vida, se ha de hablar de ninguna dama quete haya robado el corazón. Ni bien, ni mal. Mutis por el foro,siempre. Ésa es la actitud. Quien ofende dama, injuria mundo.

Sólo diré que, después de aquel piso periférico de conejos,tortugas y cucarachas, viví en el centro mismo de la ciudadcastellana sin nombre, en la calle Don Sancho, para más se-ñas, donde seis señoritas, hijas de buenas familias guipuzcoa-nas, me acogieron con una generosidad que para sí quisiera ladifunta Teresa, la de Calcuta.

Aquellas damiselas entendieron perfectamente mi pasiónpor una de ellas y se mostraron dispuestas, como sólo las mu-jeres son capaces, a aceptar en su casa a un individuo de mi pe-laje plebeyo. Nunca oí una protesta, nunca vi un gesto torci-do, nunca atisbé una mala cara. Benditas y santas, todas ellas.

En esa casa olía muy bien, hasta perfumes de Coco Chanelusaban para el fin de semana, y además dejaron, con el tiem-po, que colgara mis pinturas informalistas de artista esnob enlas paredes. También soportaban estoicamente el Rock &Roll Animal de Lou Reed a todo volumen, y las canciones deTriana: «Hijos del agobio y del dolooor, sien fuersas inundanmi corasooon...», etcétera.

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¡Qué bonita es la primavera! Cuando llega. Aunque loque de verdad las transportaba eran Pink Floyd, con sus dis-cos menos experimentales, como el de la cara oculta de la lu-na, y la otra bazofia musical azucarada que tocaba el grupoSupertramp, tan de moda.

Armado de madera barata, construía mesas plegables deestudio en las habitaciones de cada una de ellas, arreglaba en-chufes, colocaba baldosas y les servía de cicerone cuandoosaban salir de su burbuja al mundo nocturno de la calle.Eran tiempos en los que la marihuana crecía feliz y frondosaen el balcón soleado de un octavo con ascensor, y en la coladade lencería fina mis calzoncillos baratos marca Ocean desen-tonaban. Ellas, a veces, lloraban por cosas que los chicos noentendemos, acompañadas por la música de Leonard Cohen ode un francesito llamado Maxime LeForestier, que cantabauna especie de himno sensiblero llamado San Francisco. Yome sumaba encantado a esos rituales femeninos de melancolíajuvenil.

Las seis damiselas, hoy respetables profesionales de la me-dicina y de la economía, madres amantísimas, divorciadas so-litarias o esposas sumisas, tenían el corazón más grande quela enorme catedral del Suicida, pero lo cierto es que no comíannada. Entre las anfetaminas necesarias para preparar los exá-menes —por aquel entonces la dexedrina y la centramina secompraban como hoy las aspirinas—, lo poco que sabían decocina, y la moda de la delgadez que ya se imponía, tomabanexclusivamente café con leche y galletas. Mañana, tarde ynoche.

Fue en aquella casa donde mi vocación cocinera, que veníade antiguo, encontró campo libre y bocas infinitamente agra-decidas: cocido madrileño, alubias de Tolosa, paellas de dife-rente catadura, merluzas de tres kilos al horno con patatas,marmitako con k... Era yo el que se encargaba de la compra ydel rancho, a cambio de librarme de trabajos tan insignifican-

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tes como el de la colada, plancha, limpieza del váter y demás.Fueron tiempos de felicidad completa.

Es de entonces una de mis especialidades actuales: pimien-tos del piquillo rellenos de carne picada y otras cosas.Ya séque David ha prometido que no va a contar aquí recetas. Pe-ro David es David, y yo no soy él. Hasta el momento no heprometido nada, que yo sepa.

No recuerdo con exactitud cómo hacía los pimientos relle-nos en aquellos tiempos, pero ahora, para una lata de pimien-tos del piquillo de medio kilo, como para cuatro comensales,utilizo los siguientes ingredientes:

- 1/2 kg de carne picada de ternera y de cerdo - 1 cebolla picada- 3 dientes de ajo picados- 2 huevos cocidos picados- 5 champiñones (o una latita), picados- 1/2 vaso de vino blanco- 1 cucharada de harina- 1/2 pastilla Starlux- perejil picado- sal- agua- 3 cucharadas de aceite de oliva virgen

Primero sofrío media cebolla picada a fuego medio en una in-mensa sartén con muy poco aceite. Mientras la cebolla se hace ytransparenta en la sartén, pongo en un bol la carne picada, a laque añado los huevos cocidos, el ajo crudo, los champiñones, elperejil, todo ello picado, y la cebolla de la sartén que estará he-cha en dos o tres minutos. Sazono la carne. Lo mezclo todo muybien con la mano, como si fuera un niño jugando con arena y,después, lo pongo en la sartén durante unos cinco minutos omás, hasta que la carne picada pierde su color rosado. No con-

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viene que se haga en exceso. Recomiendo no dejar de dar vueltascon tenedor o cuchara de palo. Cuando considero que el asuntoestá en su punto, lo vuelco todo al bol y lo dejo templar, parapoder rellenar (sin quemarme) los pimientos, con la ayuda deuna cucharilla.

Mientras se enfría la carne, hago una salsa española rápida,que no sé cómo se debe hacer, pero yo la elaboro de la siguienteforma: achicharro la cebolla restante en aceite, hasta que cogeun color tostado más allá de la canela, le añado la cucharada deharina, el medio Starlux y lo remuevo todo hasta que la harinaforme un grumo de color marrón. Agrego el vino blanco y unvaso de agua, y lo dejo todo cocer. (Esta salsa es muy práctica, lapuedes usar para meter en ella pollo frito, albóndigas, carne co-cida, redondo de ternera...)

Sigo rellenando los pimientos, y cuando ya están, los pongoen un recipiente holgado (una tartera de barro, una cazuela am-plia, una fuente de horno, lo que sea). Les añado la salsa rápidaque, según el ánimo, pasaré antes por el pasapuré o por el cola-dor y, luego, mirándoles fijamente, les pregunto a los pimientos«¿Qué necesitáis, chicharra o calma chicha?».

Casi siempre responden que prefieren la tranquilidad. En-tonces los meto en el horno a 150 grados y me olvido de ellosuna hora o más. Los saco, dejo que se enfríen y los vuelvo a me-ter en el horno, si es que tengo tiempo para ello. Como a la sopade pescado, los chipirones en su tinta, el redondo en salsa yotros preparados, a mis pimientos rellenos les viene bien ese jue-go de ahora os caliento y ahora os dejo enfriar. Ganan mucho.

Acostumbro a preparar este plato económico la víspera y esmagnífico cuando viene una gran cuadrilla a cenar. En lugarde una lata de pimientos, puedes hacerlo con dos o tres y máscarne e ingredientes, por supuesto. Puedes, además, espolvo-rearlo de perejil picado a la hora de servir. Una ensalada, una

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sopa o lo que sea delante, y unos quesos detrás, lo converti-rán en plato principal. Lo calientas una vez más en el horno, yya está.

Pero no quería hablar aquí de pimientos rellenos ni nadapor el estilo. Me proponía contar el instante en que me en-contré a mí mismo, en materia gastronómica, se entiende,porque en el resto de los asuntos todavía me ando buscandosin mucha fortuna.

Franco había muerto finalmente, y todo parecía posiblepara quienes, desde nuestro nacimiento y antes, vivíamos conel culo prieto, del miedo que había. Junto con tres compañe-ras de piso, seguí una huelga de hambre en demanda de unacausa justificada que no viene al caso citar.

Una asociación de vecinos enrollada nos dejó un local deuna parroquia periférica. En ella nos concentramos una trein-tena de estudiantes dispuestos a pasar hambre durante diezdías o así.

Pero había problemas mayores que hacer frente al apetito:no sabíamos si sería la Policía Nacional, la Guardia Civil olos Guerrilleros de Cristo Rey quienes iban a sacarnos a hos-tia limpia de aquellos locales de barrio proletario. Aterroriza-do, yo soñaba siempre con lo mismo, toros que me perseguíany agujeros y abismos increíbles por los que caía como un sacode harina.

Mis compañeros de carrera insistían en que los míos eran,a pesar de todo, sueños sexuales. Y debían de tener razón,pues siempre me despertaba sudado.

Una hora antes de empezar la huelga de hambre, y desobe-deciendo todas las instrucciones, me zampé un bocadillo dechorizo de media barra de pan de kilo entre pecho y espalda.Los médicos que nos asistían me dijeron que eso me perjudica-ría, que me costaría más aguantar sin comer nada, pues el bo-cata no haría más que hinchar el estómago y multiplicar la po-tencia de su demanda. Así fue, efectivamente, pero la sola idea

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de permanecer más de una semana sin comer nada me resulta-ba monstruosa. ¿Es que a nadie se le ocurriría algún caminoun poco menos masoquista para la lucha?

En aquel encierro de pesadilla, me vi rodeado de compa-ñeros y compañeras que a cada instante, cuando el hambreapretaba, hablaban de dulces, de tartas, de brioches y otraslindezas. «Hoy he soñado con una tarta de Adarraga», decían.«Pues yo con un pastel de manzana de mi abuela.»

Yo había encontrado una solución provisional para cal-mar al cocodrilo en que se había convertido mi apetito: co-mía limones como si fueran manzanas. Con piel y todo. Utili-zábamos los cítricos para hacer agua azucarada, lo único quese permitía introducir por el gaznate. Yo robaba las cáscarasexprimidas y con ellas me iba al servicio, donde, oculto, lasdevoraba. Desde entonces creo entender bien a los yonquis ensu desesperación.

Alguien debió de verme en plena faena y dio cuenta a losdemás del sacrilegio. Organizaron una asamblea para abron-carme: no se puede comer nada. Nada de nada. El limón, sóloen zumo con el agua azucarada. Hay que resistir.

La madre que los parió, pensé, sí que es dura la guerra.Día va y día viene, todos y todas seguían con la monserga

de los pasteles. No había otra conversación. Veían dulces vo-lando, tartas de almendra por las ventanas, soñaban con pe-tit chouxes, con relámpagos de chocolate, con mazapanes yturrones, con hojaldres de crema, con brazos de gitano llenosde nata...

El hambre tiene esas cosas. Cuando llevas tres o cuatro díassin probar bocado, se te pone una foto fija en la cabeza, unacosa que en televisión llamamos DLS. Una imagen que te hablaa las claras de tu alma, que te revela la esencia del monstruoque en ti habita.

También a mí me llegó la hora. Primero vi la Imagen Ver-dadera acercarse borrosamente, pero luego se mostró con

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más arte y claridad que en una pintura hiperrealista. La ima-gen de lo que yo realmente era, de lo que verdaderamente ypor encima de todas las cosas son y desean mis entrañas, se fi-jó como una lapa en mi cabeza y ya no volví a ser capaz desentir ninguna otra cosa hasta salir, días más tarde, de aque-lla interminable acción tan juvenil y tan revolucionaria. Sabíalo que verdaderamente era.

Perdí nueve kilos y medio, aguanté sin cortezas de limóntodo el tiempo que hizo falta y maldije lo más bendito por elhambre que me retorció las tripas aquellos días. Descubrítambién el olor que tendrá mi cadáver una vez muera, pues esése, y no otro, el olor que el cuerpo desprende tras cuatro díassin ingerir alimento. También aprendí una cosa que desde en-tonces me acompaña y consuela como fe absoluta. Una fraseque afirmo ante cualquiera sin titubeos de ninguna clase, sinque me tiemble la voz: soy un comedor de cuchara. Sí, seño-ras y señores, antes que el tenedor prefiero la cuchara. No losospechaba ni de lejos, pero así es. Ciertamente.

Mientras toda la gente soñaba con dulces y pasteles, yoveía un plato de lentejas bíblico, delicioso y simple, adornadocon un trozo de chorizo rojo que, con sus matices colorados,rompía el cromatismo ocre de aquella naturaleza muerta, pe-ro divina, que tenía en mi mente, como si de una foto fija encolor se tratara.

Sí, señor, en el fondo de mi alma, en el lugar donde la pri-mera célula hace crecer a todas las demás, habitan unas lente-jas con chorizo.

Ya sé que lo que digo te parece imposible, David, pero asíson las cosas. Ante los infinitos manjares que ofrece la vida,yo me quedo con las lentejas, al menos en un sentido totémi-co. No es que desprecie el resto, sabes que no se trata de eso,pero, al menos, sé de dónde he de arrancar a la hora de medirel valor del resto de las delicias.

Sinceramente, me habría parecido más elegante y digno de

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contar que lo que en verdad se encierra en mi alma es el baca-lao en salsa verde que hacía una de mis abuelas, o las natillasperfectas que hacía la otra. O unas branquias de erizo marina-das en no sé qué jugo. Pero de eso nada. Lentejas, legumbres ysopas, eso soy en esencia y me temo que eso seguiré siendohasta que muera.

Además, sólo hay un modo de saberlo: haz la prueba. Quédate sin comer unos días. Sin probar bocado durante,

al menos, cuatro jornadas. Y cuando no puedas reprimir lavoracidad y tu cuerpo huela a muerto, cierra los ojos y pre-gúntate.

Piensa qué puedes comer de entre todas las cosas que exis-ten en este planeta. Todo está a tu alcance, alimentos puros oplatos extremadamente refinados.

Ha llegado la hora: has de elegir algo para comer de ver-dad. Lo que más te apetezca por encima de todo lo demás.¿Qué es?

¡Ay, amigo! Quizá te lleves una sorpresa cuando asomenunos garbanzos por las esquinas de tus entretelas, unas sardi-nas asadas, una carne simplemente cocida con sal gruesa, unospuerros con patatas o una sopa de ajo. O unas patatas cocidasen ensalada, una col o el arroz con leche de tu tía Margarita...

Quizá ni te acuerdes de las ostras o el caviar. Ni de las tru-fas, ni del volován relleno de gelatina de ancas de rana. Ni deesas sutilezas cien veces degustadas: ofrendas de cocinerosaventurados, desarrollos olvidables, con o sin hidrógeno lí-quido, con o sin vinagres de azúcar, con o sin espumas de na-da... Para lo que tratamos ahora, toda la juguetería sobra. Noes tiempo para el pichiflús. Amanece la esencia.

En lo que a comer respecta, somos lo que realmente somos,sin saberlo, y no lo que deseamos ser. La condición nos vieneinevitablemente dada, querido amigo: esos pescados fritos,aquellas albóndigas, un caldo de gallina de quitar el hipo, unarroz como Dios manda, un trozo de pan verdadero, un boca-

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dillo inventado y sacrílego, una crema de verduras, un trozode carne que renueva la memoria... Vete tú a saber.

Al día siguiente de salir del encierro revolucionario y ham-briento, me fui a Portugal haciendo autostop, con 500 pese-tas (tres euros) en el bolsillo. Recuerdo que el billete era azuly, si no me equivoco, Zuloaga, el pintor, miraba altivo desdeel papel. Un par de años antes había sonado Grándola VilaMorena por las emisoras de radio, y una revolución de las deverdad, con claveles y todo, había triunfado allí tras tiemposde fascismo y oscuridad.

Sabía que con aquel dinero no podría comer, pero pocome importaba ya. De hecho, en cuanto llegué a Lisboa, lo uti-licé para comprar un disco grande de Lou Reed: Rock’n RollHearth, inédito en el Estado español.

Llevaba conmigo el olor a cadáver, ese tufo me perseguíamás que la sombra, pero había aprendido a vivir sin comer,que no era poco.

Estaba preparado: un frasquito de colonia barata bastaríapara la andada.

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un final para nora

Siempre desconfío de los que ponen a parir a los choperistas1

como yo y, luego, con total impunidad, salen y entran de lastascas con unas retrancas de aquí te espero. Así era Mauro,un argentino que husmeaba el rastro de cualquier mujer queanduviera sola. Aunque lo intentaba con insistencia, nuncaconseguía levantarme la compañía.

Solía merodear por el bar La Canasta, una especie de ca-baret venido a menos que tenía taburetes de cuero sobado eiluminación a media sombra, pues casi todas las bombillasestaban fundidas o las lámparas rotas.

Tomaba yo una birra helada en aquella tasca inmundaque olía a pis de gato y esperaba en compañía de Nora la lle-gada de unos colegas suyos que estaban trabajando en casade Arzak, en el alto de Miracruz, y en el Restaurante Zube-roa, en Oiartzun, de donde son los amos, los hermanos Arbe-laitz. Aquellas dos casas de comida eran para mí verdaderosreductos infranqueables en los que, se decía, era más difícilentrar a trabajar que cruzar la puerta de la prisión de Sing-Sing y saludar al madero que estuviera de guardia.

1. Poteador, bebedor de chiquitos en los bares o en cualquier sitio don-de sirvan alcohol.

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Creo que fue en ese preciso instante cuando comprendí queestaba absolutamente loco, roído por la curiosidad de sabercómo eran, qué hacían y de qué hablaban en esas cocinas enlas que mis héroes de infancia cocinaban para un público se-lecto proveniente de todos los confines del mundo civilizado.

Nora era un malagueña muy atractiva, hija de un navierovizcaíno venido a menos, por la que habría sido capaz de en-harinarme la cabeza, meterla en huevo batido y freírmela enaceite de oliva humeante. Y sacármela después rebozada, alestilo de la magnífica merluza que preparaba doña Milagrosen el bar Yola de Hondarribia.

Nora olía increíblemente bien, vestía con un desaliño muyprovocativo y tenía esa belleza salvaje que sólo puede teneruna mujer que se llame Itziar, Sara o Naiara. Nombres dehembra que para un vasco en edad de merecer evocan la llama-da al sexo salvaje o, en el peor de los casos, a la procreación.

Pues como os decía, mis ansias por entrar a trabajar enArzak o con los hermanos Arbelaitz estaban muy por encima—aunque quedo muy mal al decirlo— de las que tenía pormorder en el espinazo a aquella vasca, nacida por circunstan-cias de la vida en la soleada Andalucía.

No pensaba más que en conocer a los amigos de Nora quetrabajaban donde yo soñaba con estar algún día. Mientras,Nora me hablaba y seguramente pensaba que estaba ante unaespecie de eunuco al que habían extirpado toda la libido deun certero navajazo en la entrepierna, como a un capón. Yosólo pensaba en la gloria, soñaba con el día en que pudieratocar los fogones de esas cocinas, sordo y ciego a los encantosde aquella mujer que tanto me amaba.

Iba a conocer en un instante a sus amigos. Los imaginabatrabajando, altivos, vestidos de forma impoluta y tocados conel gorro de cocinero, mientras guisaban las exquisiteces queyo había aprendido de memoria: en Casa Arzak, el huevo es-calfado con trufa y tuétano, el arroz con almejas «calvete», el

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caldo gelatinizado de rabo de buey con caviar beluga, las mo-rillas rellenas al jugo de trufa, el begihaundi2 a la parrilla convinagreta caliente, la sopa de malvices y trufas, la majestuosaensalada de bogavante, la merluza al vapor con karrakelas,3 lacharlota de pato con su jugo reducido, el pastel fluido de cho-colate con el corazón líquido y el jugo de menta... Recetas quesabía casi de memoria y que había visto reproducidas una ymil veces en las revistas y los libros de entonces.

O los hit parades de los Arbelaitz, el puré de membrillo cu-ya elaboración era el secreto mejor guardado después de la fór-mula de la Coca-Cola. Y el puré de coliflor con caviar. O eseotro puré de patata que comparaban en cremosidad, suculen-cia y manjarosidad —como suele escribir un conocido perio-dista gastronómico apodado en petit comité Bocarrana o el Ti-gre de Bengala— con el del mismísimo Jamin parisino deRobuchon. La ensalada de ostras y caviar. La de cigalas convainas. El carpaccio de pato con trufa. El bogavante asado alvino tinto. Las kokotxas de bacalao en su jugo con patatas. Lalubina sobre fondo de tomate al tomillo. El foie gras con caldode garbanzos. O aquel otro hígado de pato salteado y servidosobre un puré untuoso de berza y salsa de Oporto. Los morrosde ternera en salsa de cebolla. El rabo guisado con romero ysalvia. O la tartaleta de chipirón encebollado con salsa negra.Y la tarta de queso que se decía llevaba entre sus ingredientesnada menos que un pedazo de queso Roquefort. ¿Roqueforten una tarta dulce? ¡Aquello era el último grito!

Finalmente conocí a aquellos dos héroes. Los interrogué yme parecieron un par de auténticos gilipollas. No vislumbra-

2. El begihaundi es un calamar muy consumido en época estival, conojos que se salen de sus órbitas tan grandes como los de Quique San Fran-cisco, ese comediante esmirriado con pinta de angula de Aguinaga que an-da suelto por ahí.

3. Bígaros.

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ban ni una cuarta parte de todo lo que yo sería capaz de ver enaquellas cocinas. Eso seguro. No eran capaces de dar detalles,nada veían más allá de sus propias tareas diarias, eran incapa-ces de describir aquellos platos ajenos a sus propias partidasde trabajo. Eran dos ciegos en un jardín lleno de ninfas. Peronos hicimos colegas en cuanto uno de ellos sacó del bolsillouna china de hachís y supe que el otro había llegado a tocar elbajo con Las Vulpes, otro de mis ídolos de juventud. Un fume-ta y un músico… olvidé esa ceguera gastronómica y duranteaños fuimos juntos de parranda a los Sanfermines.

Nos juntábamos de noche después del servicio y regresá-bamos al amanecer. El encierro de los bicharracos, con todaaquella gente corriendo, nos la pelaba. A Nora los toros leparecían lo que realmente son: una verdadera carnicería he-cha con mucho arte.

Para ir a Pamplona había que subir el puerto de Belate. Denoche era más peligroso que Despeñaperros en tiempos dePasos Largos. Pasábamos toda la noche de jota y aún nosquedaba energía al regreso, para arrear con quien se sentara acomer. Y cocinar como los ángeles.

La fiesta navarra era la Sodoma y Gomorra de todos loscocineros que, hasta el culo de trabajo, echaban allí toda labilis acumulada durante meses: todas las mesas servidas fuerade horario, las broncas con los proveedores que se pasabancuatro pueblos interpretando los pedidos enviados por fax...

En cuanto pasabas delante del bar Fitero en la Estafeta, te-nías la sensación de tener el mundo en la palma de tu mano yla certeza de que con un clic vaciabas esa papelera de reciclajede tu disco duro, llena de basura, broncas y puñados de mal-diciones divinas y de todos los santos.

Era habitual ver por allá a afamados cocineros naufragan-do, abrazados a jamelgas, comiendo churros de La Mañuetamojados en moscatel de Julián Chivite. En cuanto te veíanponían la misma cara de lelo que ese animal que se cruza en

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tu camino de noche y no puede evitar darse un tortazo morro-cotudo contra los faros de tu auto. ¡Me has pillado! Pero nun-ca fui un chivato y no lo voy a ser ahora. Aunque en estas lí-neas encontrarás de todo, a un colega no se le pueden hacermaldades tan grandes. Algunos son ya abuelos. Así que calla-ré. Ya sabes, somos la mafia. Aún no hemos llegado a ser tanterribles como los novelistas, que viven y escriben en Pande-monium y se arrojan los trastos por escrito dando de comer aldiablo. Si algún día se pone a ello, Etxebe os podría contar his-torias que quitan el sueño. Pero no lo tentemos ahora, es miturno, así que sigamos.

Nora me mandó al carajo el día que leyó mis cuadernosmanuscritos en los que había anotado cada una de las recetasque sabía de memoria. Las fórmulas de todos los restaurantesen los que trabajé, con dibujos y todo. Un auténtico chalado.Antes de meterme en la cama a su vera, anotaba las fórmulasque ese día había puesto en práctica o había visto cocinar alpastelero o cocinero de turno, haciéndome el tonto, comoque la cosa no iba conmigo. Recetas que por nada del mundohubiera apuntado in situ, en las cocinas, sacando un papel yun boli del bolsillo con cara de panoli despistado. Que te veanapuntar algo en un fogón, aunque sea en el restaurante de tumejor amigo o el de tu padre, es un desliz, una impertinenciaque no deberías cometer nunca. Que lo sepas. Ya te lo dije alprincipio, ni se te ocurra preguntar una receta. ¿O qué pensa-rías si yo te pidiera el teléfono de tu novia? No te haría nadade gracia, ya sabes de qué pie cojeo.

En aquel cuaderno anoté, una detrás de otra, con una es-crupulosa caligrafía, como hecha con una Olivetti de comisa-ría chunga de policía, todo lo que vi en las cocinas en las quetrabajé durante muchos años hasta que entré a trabajar conMartín Berasategui. Entre esbozos en los que detallaba cadauno de los ingredientes o volúmenes de cada plato, Nora en-contró una copia en papel cebolla de una carta que envié a

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Jacques Chibois,4 el gran cocinero de la Costa Azul, escri-biéndole que en cuanto él quisiera, me plantaba allá, en Can-nes. Una verdadera declaración de amor, la mía.

Nora se sintió traicionada y consideró que su novio imbé-cil, o sea, yo, no le había contado su flirteo con un tipo limusi-no con bigote. Así que me mandó al carajo, haciendo carne pi-cada mi corazón.

Al poco tiempo se lió con un rico empresario que frecuen-taba el restaurante donde ella trabajaba de camarera y se casócon él.

Luego me enteré de que enviudó. A su marido lo mató ETA.

4. Cocinero francés que, tras alcanzar la gloria en el Royal Gray, setrasladó a Grasse y abrió La Bastide Saint Antoine.

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apuntes portugueses

Hace un par de capítulos había empezado a contar que me di-rigí a tierras lusas en autostop, solo y más pelado que un gatoegipcio. Era un tiempo de efervescencia postrevolucionaria yde claveles todavía encendidos. Encontré en aquellas tierrasbrazos abiertos, hospitalidad y euforia por conocer y recibiral extraño.

Ya en la frontera de Guarda, me quedé un poco mosquea-do, sin darme cuenta de la inesperada lección que recibía, encuanto a idiosincrasia portuguesa se refiere. Pregunté al due-ño de una gasolinera qué hora era. En cuanto lo hice me arre-pentí, pues sonaban las diez en el campanario del pueblo ytambién marcaba esa misma hora un reloj enorme de agujasviejas, visible desde cualquier punto de la gasolinera. Inclusoun cuco cantó diez veces en alguna parte, en el instante mis-mo en que yo finalizaba la pregunta. Era como preguntar sillueve en medio de un chaparrón. Aun así, el hombre se le-vantó la manga y miró su pobre reloj de pulsera. Como nopodía ser de otra manera, el gasolinero respondió: «As dezem punto».

Me disponía a decirle que obrigado cuando me repitió lahora de forma más dudosa, utilizando una coletilla sorpren-dente: «As dez em punto... mais o menos».

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No podía entonces adivinar que en esa insignificante frasedubitativa se encerraba toda una manera de ser nacional que,con el tiempo, lograría cautivarme. Que «mais o menos» vie-ne a resultar una especie de himno portugués, en el que seconcentra, como en una pastilla de concentrado de carne, laesencia de los lusos.

En mi primera incursión en la geografía portuguesa, vivíprácticamente de una caridad solidaria que no olvidaré nun-ca: en cualquier lugar donde pronunciara la frase mágica«tenho fame», se organizaba inmediatamente una fiesta.

Me encantaba aquella cocina sencilla, fuera carne o pesca-do, servida con hortalizas casi siempre enteras, apenas hervi-das y regadas de aceite sabroso: coles, zanahorias, tomates,berenjenas y patatas y más patatas. Me encantaba la cocinade subsistencia y minimalista, los frijoles con tripas, el pez es-pada, las enormes fuentes de coquillas, el atún de tantas ma-neras... y ¡el bacalao!, otra de mis patrias.

La euforia de los paisanos se notaba en el hecho de que seme disputaban. Sí, señoras y señores, en el Portugal de aqueltiempo se disputaban al visitante, todo el mundo lo queríapara sí, aunque hoy algo así parezca mentira.

Si te ibas con el primero que pasaba, y era socialista, los co-munistas hacían lo posible por robarte de su compañía. O losde la extrema derecha. Vete tú a saber.

Te llevaban a su casa, a su centro de reuniones o al parquede bomberos voluntarios que controlaban en su municipio.Los maoístas, los trotskistas, los liberales o los leninistas lu-chaban encarnizadamente por conseguir llevarte con ellos. Laeuforia revolucionaria había producido una atomización po-lítica. El matiz teórico de la Revolución y, sobre todo, del fu-turo en construcción que aguardaba a los portugueses eracuestión de vida o muerte.

Recuerdo que una noche me ganaron para sí los estalinis-tas. Me sentía halagado en medio de aquella disputa soterra-

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da, cuyo único premio posible era conseguir atenderme mejorde lo que podía hacerlo la otra parte.

Me dejaba hacer y me hacía el tonto, lo cual no me costa-ba mucho esfuerzo. Cené y pasé dos noches en una de sus se-des. El partido de marras se llamaba MRPP, creo que signifi-caba Movimiento Revolucionario Popular Portugués o algoparecido, que ha devenido en la actualidad en PCTP, un par-tido marxista-leninista que sueña todavía con poner patasarriba el sistema capitalista y erigir una dictadura del proleta-rio. Quedan sueños que ni a tiros se aniquilan. Aunque todosea dicho, también los hay que enseguida se olvidan y genteque muda de color como las sepias y los pulpos. ¿No es ciertolo que digo, señor Durão Barroso, actual presidente de la Co-misión Europea?

A mí me resultaba imposible distinguir los matices de lagente que se me disputaba; daba igual si eran chinos, quetrotskos, que partidarios de Ho Chi Min o del mismo Papa.Yo quería dormir y comer. Y beber, si se terciaba.

Los estalinistas eran gente muy amable y alegre, que noparaba de llenarme el vaso de vinho verde. —Quién lo iba adecir, con la mala uva que gastaba don Joséf, el de los mosta-chos—. La mañana en que me disponía a abandonar la sede ypartir más al sur, oí el ruido de unos pasos por la ventana. Measomé. Allí estaba el pago de la ignominia. El enemigo socia-lista había pintado enormes letras rojas de un metro de alturaque disipaban toda duda: definitivamente había sido acogidoen una sede estalinista. La pintada rezaba: staline com ba-tatas!

Hay famas que se merecen, y una de ellas es la de la cocinaportuguesa, esa que dice que los paisanos de Pessoa son capa-ces de comer cualquier cosa siempre que vaya acompañadade patatas.

Años más tarde regresé motorizado con un amigo, Luisitoel panadero, a quien todos en mi pueblo conocemos como

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Fotero, por un pan antiguo que hacía como nadie, de nombrefota. Llegamos hasta donde Portugal se acaba y todo el vien-to del mundo se concentra: el cabo de São Vicente, en Sagres,donde hacen la cerveja.

Allí, en un restaurante increíble para la época, en el inte-rior de un molino como los de Cervantes, asistimos a un es-pectáculo inolvidable. Habíamos pedido unas nécoras coci-das, que Luisito nunca había probado, y almejas, entre otrascosas.

Mientras chupábamos las nécoras con deleite, vimos queel camarero venía a la mesa con una especie de brasero, bota-fumeiro o artilugio raro de color plata. Tenía dos cuerpos,uno encima del otro, y unos largos mangos de madera, parapoder sujetarlo sin quemarse.

El camarero abrió el extraño aparato y surgieron unas lla-mas enormes. «¿Qué demonios es esto?», exclamé, y en me-dio del fuego vi una cosa para la cual no estaba preparado.

Hasta entonces había probado almejas crudas, almejas a laplancha con limón, almejas en salsa verde, almejas con arroz...Pero lo que nos habían traído era demasiado, era la contradic-ción corporeizada. Las almejas venían acompañadas de chori-zo, de tocino, de jamón, de trozos de carne de cerdo en tacos...No podía ser. Era un atentado contra la comprensión de loque un animal delicioso como la almeja significaba: sutilidad,gusto de mar, untuosidad... Sin embargo, el plato era especia-do, se presentaba ardiendo y acompañado de sacrílegos embu-tidos grasientos...

Cuando probé las almejas, sufrí un electroshock. Un ca-lambrazo que cuestionó todo lo que yo hasta entonces creíasaber. Me di cuenta de que el prejuicio es mal compañero pa-ra cualquier cosa en la vida, sobre todo para los placeres de lamesa.

Cada vez que ahora veo ese plato en alguna carta de Lis-boa, de Oporto o de Coimbra, lo pido. Amêioa na cataplana,

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o algo así creo que se llama. No las hay en todas partes, perocuando doy con esas almejas, la lección portuguesa se renue-va: déjate de convencionalismos, no seas idiota.

Desde ese día no ha habido alimento, plato o preparaciónque esta boquita haya rechazado sin probar. He comido car-nes y pescados crudos, cocidos, fritos o curados al sol, al hu-mo, a la sal... He comido arenque sueco podrido en su jugofermentado, crestas de gallo en salsa, erizos de mar y tierra,ranas, ardillas, setas y hortalizas extrañas, crustáceos y molus-cos de todo tipo, anémonas, algas, saltamontes, culebras, fru-tas desconocidas, gusanos, hormigas, armadillos del desier-to... Unos me han gustado más que otros, pero hoy es el día enque lo desconocido, lo que no he probado nunca, en vez de re-pelerme, me arrastra hacia sí, sin que pueda hacer nada pararemediarlo.

En el origen de esta pulsión convertida ahora en hábito,recuerdo cada vez el Citroën dos caballos de mi amigo Luisi-to el panadero, y las almejas parlanchinas que soltaban dis-cursos sobre mundos y conceptos desconocidos.

Años más tarde se lo conté a un gran amigo portugués,Carlos Capote, que tuvo la gentileza de preparármelas en surestaurante de Costa Caparica, a cuatro kilómetros de Lis-boa. He tenido ocasión de aprender muchas cosas con él, unaespecial bonhomía rige su forma de ser y no se cansa de ala-bar y mostrar los vinos y viandas de su tierra. Es un cocineroestrella en la televisión portuguesa, para quien escribí deasuntos de comida durante unos cuantos años, hasta hartar-me. Escribía sobre el origen de los alimentos que él usaba an-te las cámaras, anécdotas, historias diversas... Hacía de enci-clopedia, en definitiva.

Con él casi me convertí en apátrida, pues llegué a odiar elbacalao. Todos los lunes, en su programa para el canal de te-levisión SIC, Capote preparaba una receta con este pescado yyo debía contar algo diferente cada vez. Cuatro años, multi-

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plicados por cincuenta y dos semanas, la cuenta es fácil: dos-cientas dos veces tuve que escribir sobre el mismo tema. Elbacalao se convirtió en obsesión y enfermedad. Llegué a nopoder hablar de otra cosa. Cuanto libro y publicación existesobre este gádido en el mundo, ha pasado por mis manos.

Pero con Carlos Capote y su esposa Noka también apren-dí otra cosa: que la cocina no sólo puede ser diferente y extra-ña, como sucedía con el plato de almejas. También puede seral revés de lo que uno piensa. Me explico.

La cena de marras tuvo lugar en casa de un amigo de Car-los, el abogado João, ahora también amigo mío hasta que memuera. Un hombre cariñoso y listo que acostumbra a trabajardescalzo desde su casa siempre que puede. Y puede siempre.

Nos disponíamos a dar buena cuenta de un plato único:una caldereta de pescado, servida en cazuela en el centro de lamesa. Carlos y João la habían preparado con primor a lo lar-go de la tarde: hicieron caldo con restos de pescado, habíancocido en él algunas verduras y hortalizas sin que faltaran lasfamosas patatas y, finalmente, habían introducido los cara-paus,1 es decir, unos chicharrillos, en aquel totum revolutumde factura tradicional. Nada especial.

La sorpresa vino en el orden del servicio, cuando comen-zamos de primer plato con los carapaus, de segundo conti-nuamos con las verduras y hortalizas, religiosamente escurri-das y regadas de aceite, y finalizamos con el tercero: el caldoconvertido en sopa.

El orden había sido exactamente inverso al que yo podíahaber previsto. En mi casa habría servido primero el caldo,luego las verduras y finalmente el pescado. Ellos no. Sin másexplicación que la de que aquella caldereta se debía comer

1. Chicharrillos. Ese día fueron unos chicharrillos fresquísimos, captu-rados el mismo día y de un poco más de un palmo de longitud.

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así, porque así se había comido toda la vida, cometieron unacto que transgredía atrozmente mi liturgia. «¡Viva la trans-gresión!», me dije, cuando la sopa remató la magnífica cena.

También en nuestra casa, cuando casi a diario mi mujerMaite —vasca de nacionalidad y cultura francesas— sirve alfinal, justo antes de los postres, la ensalada verde con los que-sos (lechuga, canónigos, berros, endivias...), no dejo de sor-prenderme al ver al final la ensalada que mi memoria dicta alcomienzo. Este hecho cotidiano me recuerda la lección sinánimo de didactismo ofrecida por Carlos y João. Me congra-cia con las posibilidades incontables de las cuestiones del co-mer, pues, como dice con ironía un magnífico artista de nues-tra tierra, el infinito es la distancia más larga posible entredos puntos.

Soy de los que disfrutan recorriendo esa línea sin fin, y re-cibir sorpresas en el camino. Todo es poco para que un ansio-so como yo pueda sentirse vivo. La monotonía mata. La rigi-dez encarcela. La repetición ahoga. Lo superfluo perjudica.El prejuicio sobra.

Después de todo lo vivido y sentido en Portugal, con susgentes y en sus mesas, cuando algún palurdo o palurda regresade vacaciones del puente del Pilar o Semana Santa sin habersedado cuenta de que en cada lugar, pueblo y barrio de Portugalsaben hacer una sopa diferente y exquisita, casi siempre bauti-zada con nombre de virgen o de santo, y dice aquello de queen Portugal se come muy mal, me entran ganas de soltar al to-rito ese que, según dicen, todos los vascos llevamos escondidoen las tripas. Y darles allí donde se lo tienen bien merecido unpar de cornadas.

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GUD SEIF DE CUIN

No imagino al celebrado chef Tom Aikens corriendo hacia lapuerta de su restaurante con cara de haberse golpeado el de-do meñique del pie izquierdo contra el saliente de un apara-dor. Tú sabes que ese golpe duele y viaja a la velocidad de unlimaco atravesando todas y cada una de las terminacionesnerviosas, hasta que el espasmo agudo escapa por alguna detus salidas de emergencia: la boca, una oreja o la nariz.

Lo que no ocurra primero en la vieja Gran Bretaña no pue-de acontecer en ningún otro lugar del planeta Tierra. Afortu-nadamente no son ya el imperio de entonces, cuando Nelsoncampaba a sus anchas, pero muchos aún no se han enterado.No ven televisión, no escuchan la radio, no tienen tiempo.Aún quedan rosales por podar. Por eso, Sarah Roe, como bue-na irlandesa, ajena a la bruma que cada uno de los ingleses tie-ne metida en el entrecejo, da un salto retorcida como una teaen llamas y como si estuviera oyendo al mismísimo BennyMoré interpretando Camarera de mi amor, grita al chef Ai-kens: «¿Robarle yo a usted una cucharilla de café de plata?».¿A quién podría ocurrírsele esconder en el refajo una antigua-lla de ésas? Más aún. ¿Alguien creería que una mujer comoSarah daría vueltas a su café Illy tras haber arrojado en su in-terior un azucarillo Bégin Say? Pues no. Es diabética. Y alérgi-

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ca al Canderel, el aspartano que sabe a hidroxipropilmetilce-lulosa caducado.

Ya sabes, te vas a la isla de Juan Fernández, o al quinto co-ño, y te encuentras en la playa con tu vecino del sexto. Des-pués de muchos años sin ver a Sarah, en uno de mis viajes aLondres, tropiezo con la irlandesa pelirroja y me cuenta todaesta batalla del robo de la cucharilla. ¡Me quedo alelado, noentiendo un carajo! ¡Esta tipa está para encerrar!

Está igual de lozana que en los buenos tiempos, cuando laconocí en Mionnay, Chez Chapel, en pleno florecimiento desu belleza. ¡Vaya paletillas! Sus magníficos hombros caídos,que los franceses llamarían les épaules à l’impératrice, genero-samente desprendidos, estoy seguro de que son los que hacensoñar a todas las mujeres que a la velocidad del rayo se cruzancon nosotros en la puerta del restaurante Rules, en LartingtonHall Park. No han pasado muchos días, según me cuenta, des-de que la acusaran de cleptómana chorimangui en el restau-rante de Tom Aikens. La noticia ha salido en la prensa y todo.En el Evening Standard.

Saca el recorte del bolso, y como he puesto cara de ababoldurante la detallada exposición del incidente y no he dejadode apartarme para evitar ser golpeado por sus aparatososgestos durante la exposición de los hechos, despliega el recor-te con la noticia y lo planta a dos palmos de mi jeta.

—¡Joder, sigues oliendo a diosa! —le digo poniendo carade cordero degollado.

Se ruboriza. Mi novia no lo ha oído. Su novio, o lo quesea, que tiene cara de hijo de magnate ruso de alguna mafia,con las manos manchadas de morcilla, me sonríe con pinta deno haber entendido ni papa. ¡Bien! Me he librado de tenerque mirar debajo del coche cuando regrese a casa.

La verdad es que nunca vi tantas camareras vestidas conceñidos delantales a rayas blancas y negras. Se escurren a tra-vés de nosotros como pueden, y se guardan para mejor vez

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esa mirada agresiva que se escupe a los que molestan y estánquietos en mitad de una sala o de una cocina, lo mismo da:¡Nunca te quedes quieto! El lugar que ocupas, esa baldosaque invades, esos metros cuadrados que estás robando aquien estaba allá donde tú ahora pisas, son más importantesque el CO2 que necesita un litro de crema base para conver-tirse en gaseada y aérea espuma, ¿verdad, Ferran?, o que esasgotas de esencia de almendra amarga que añadidas en excesoarruinan por completo vuestro Zabaglione, cari amici CarloCracco, Ettore Bocchia. ¡Qué espumoso os quedó!, ¡etéreo!,¡inconmensurable!, ¡la caraba! —como suele escribir ese pe-riodista apodado Tigre de Bengala—. ¡Pero no hay Dios quese lo lleve a la boca! Game over! Game over!

Todas aquellas mujeres me ven tratar a sus jefes con lamisma confianza con que Sadam besaba a sus ministros deaviación y no sé yo si se fían un pelo del menda lerenda. Yo,en su lugar, no podría estar tranquilo, porque el Husein lesrebanaba el cogote así que olía un poco a pescado viejo. Elbeso de Judas. Es igual.

Neil y Frank son los que pilotan este Airbus llamado Rulescon olor a guisote en el ambiente y yo pongo cara de felicidadcuando sus manos me aprietan como si no me hubieran vistodesde el desembarco de Normandía. Hora, siete de la mañana.Lugar, Omaha Beach. Me tienen en gran estima. Yo también.

Cuando Napoleón inició su campaña en Egipto, ThomasRule, el fundador de este restaurante, ya vendía comida en elgarito. Lo abrió en 1798. Creo que en Artajona, Navarra, nose había puesto aún ni el empedrado de las calles. Aquí co-mieron Charles Dickens, William Makepeace Thakeray,John Galsworthy y H. G. Wells.1

1. Sus comedores y la gente que frecuentaba aquellos salones aparecenen los libros de Rosamond Lehmann, Evelyn Waugh, Graham Greene,John Le Carré, Dick Francis, Penelope Lively y Claire Rayner. No está nada

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A mi novia, estas historias se la traen floja. Se ha quedadofuera de la cocina hablando con Sarah. Seguro que no le inte-resa un riau las pajas mentales y la ilusión que me hace estarahora mismo aquí con estos dos pendejos, pinche güei. Noshacen pasar a la mesa.

En la carta y en letras destacadas tienen escrita toda unadeclaración de principios de la cocina de las islas: los platosprincipales incluyen patatas y verdura. Hervidas, claro.

Yo tengo decidido mi menú, así que lo canto en voz alta.Todos se apuntan, saben que cuando como y soy yo el que eli-ge, no me ando con bobadas. Porque cuando uno se va ha-ciendo senador no hay asunto que más moleste que comer loque el chef de turno decide. Y que lo aturullen, le azucen y lehagan poner cara de pobrecito para terminar diciendo: «Esque hoy me encuentro mal y prefiero comer a mi aire. ¿Me to-ca elegir? Para mí, croquetas y cocido maragato. Con poco to-cino. No tomaré postre». Así suele ser.

Bebemos todos una Ale Eldridge Pope 1880. Sabe a rega-liz y a pegamento Imedio. La bebida del yonqui. Nada deagua. Ya nos duchamos esta mañana. Comeremos con cerve-za, si no les importa. Camarero, tome nota: para comenzar,sopa de apestoso Stilton y apio, a sabiendas de que le pegare-mos también a ese queso un buen repaso antes de tomar el

mal entrar en ese selecto club. El próximo que escriba sobre esa casa de co-midas so British no tendrá más remedio que meternos a Etxeberria y a miandante figura en la lista de pelmazos que hablaron de sus paredes. ¡Hastaahora fuimos un rumor, por fin seremos leyenda! Yo conozco en Madridun asador que tiene los muros abombados de soportar a tanto tragaldabasy farrero dentro, y una placa conmemorativa clavada en la fachada en laque dice que allá se comió un cochino asado y una jarra de vino el mismísi-mo Pérez Galdós, Benito para los colegas. Y además presume el susodicholocal de haber tenido fregando platos como un desconsolado pintor de cá-mara al mismísimo Francisco de Goya y Lucientes, el atormentado genio deFuendetodos. Así que para bemoles, los del garito ese, que famosos de visi-ta tuvo, sí, pero lavando la loza como una filipina de La Moraleja.

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postre; terrina de Grouse —una especie de urogallo—, conjalea, para divertirnos con un juego digno del mismísimoPickwick: el que saque más perdigones de su boca, premio;seguiremos con salmón ahumado y cangrejo escocés, natural,del bueno; me remango y pego un trago de cerveza, se me se-ca la boca; ostras irlandesas, preparadas a la manera de Roc-kefeller, con espinacas y Pernod. Y para que no se diga y sevea que somos oriundos de las cuevas de Santimamiñe o deEkain, lo mismo da, todos primos de Atapuerca, nómadas afin de cuentas, a por el remate final: carne de buey Aberdeenasada —mi media manga y mi fantasía torera hacen quepiense que el buey de Inverurie que nos vamos a jamar es ro-busto y tocho como un armario de roble macizo—. Y así se-rá. Llegará una chuleta tan grande como la de un mamut, es-coltada con su pudding de Yorkshire, mushroom pie y kidneypie. Nos quedaremos con ganas de probar el faisán con brio-che y berza estofada. Y el pato con salvia, cebolla y jalea. Lle-van siglos cocinándolos. No quiero matar a mis amigos. Unapena.

Una vez terminado, Sarah, mi novia y el asesino ruso se re-lamen de gusto para recibir los postres. Queso Stilton azulcon galletas, apio y manzana para todos regado con una bo-tella de viejo Oporto. Y para remate, un buen pedazo de que-so Cheddar con pastel de fruta y vino de jengibre especiado.

Cuando ya oímos la máquina de espresso rugir escupien-do los vapores del café negro e intenso, aparece volando unpudding sticky toffe de proporciones descomunales. Y unacharlota de manzana con canela y naranja que sólo Frank, elpastelero, y yo sabemos que aprendió a hacer en casa de Ja-mie Oliver, un cocineta televisivo. Todos ponen en la mesacara de hastío, de no poder ni con el alma, como el fantasmade Canterbury, que no sabía dónde caerse muerto. Pero osaseguro que si en ese preciso momento a algún camarero sele ocurre retirar esas golosinas de la mesa, el daño provoca-

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do sería de irreparables consecuencias. Como poco, un para-guazo.

Estoy feliz. Es curioso, pero a lo largo de toda la historiade la cocina, cuando llegan tiempos de renovación y puesta aldía, aparecen tíos inquietos con ganas de montar barullo, sesaca el plumero y, ¡hala!, a desempolvar recetas de abuelaspaliduchas con aspecto de Virginia Woolf, arrieros, taberne-ras, pastores con kilt y gente que cocina como Dios manda.Con lo que tienen.

En cierta ocasión, leyendo viejos menús —servidos y dige-ridos por gente que duerme la siesta eterna bajo la sombraalargada de un ciprés—, resultó que los más atractivos y conpinta de haber acabado en farra descomunal y baile encimade la mesa, son los que se hicieron en el campo, en los caserí-os, en los muelles, los de gente currante. Salvo alguna honro-sa excepción de las de alto copete, los menús son aburridoslistados de lo que debían comer cuatro paliduchos de guanteblanco y bastante poco apetito, con pintas de famélicos vo-yeurs. Porque ante un buen pollo asado, cocido con gallina,cabrito asado y truchas fritas con jamón, rematadas con man-zanas asadas, arroz con leche, cuajada, uva moscatel y ponchede frutas, como que los guisantes parisien, los volovanes fi-nanciera y el pollo a la marengo se los den de comer al noviode Oscar Wilde.

Entonces, uno se da cuenta del filón que supone la cocinapopular para aquellos cocineros con dos dedos de frente, quelos ha habido y, no me cabe la menor duda, los habrá.

En un caserío cercano al monte San Marcial de Irún, hacia1890, sirvieron una comida que no tiene desperdicio. Empe-zaron con sopas de pan y pasta. Para continuar, tres clases decocido, uno de alubias blancas, el segundo con berza y morci-lla de cebolla y otro para rematar al que osara atreverse conlos anteriores, de despojos de cerdo; garbanzos con carne; to-cino, chorizo picante; una gallina entera; fritada de tomate y

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pimientos morrones. Tras unos buenos tragos de sidra, con lakupela2 bien situada bajo el arkupe3 de entrada, siguieronmerluza frita, lubina a la vinagreta, almejas en salsa verde, ja-món con tomate, corderito lechal al horno, capón a la brasa yensalada de berros, más que nada para desgrasar y digerir me-jor el condumio. Y de postre, flan; queso Idiazabal; nueces;pasas; almendras; naranjas; manzanas; pastas y almíbares deVitoria. Para beber, vino tinto navarro y jerez. Café, ron cuba-no hecho en Lesaka4 por Fanfurrio y cigarros puros para re-matar.

Leí ese menú, apuntado de su puño y letra, en un recetarioque Mesié Colifleur debió de entregar en vida a mi abueloGabriel y que éste llevó a casa para ver si todo aquello se to-maba al pie de la letra en los fogones de mi abuela, su mujer,en Beraun.

Cuentan de Delacroix que cuando pedía limosna a laspuertas del restaurante parisino Boeuf à la Mode o del Círcu-lo de Bellas Artes, y coincidía con alguna exposición de artesplásticas, solía farfullar sin darse mucha importancia, antelos que entraban y salían, que él también hacía arte, pero sinvanidad. «A mí no me hace falta exponer —decía sin vacila-ciones—. Además yo también esculpo, que es la madre de to-das las habilidades.» El pintor, cuando abandona el lienzo oel pincel, parece como si se quedara tonto, sin cerebro, da pe-na oírle hablar delante de su cuadro. Parece que el inteligentees el cuadro y no él.

Ocurre lo mismo en muchos restaurantes, cuando el chefsale a darte la murga, abre la boca y piensas quién coño coci-nó todas aquellas virguerías estando este plasta en la cocina.

2. Barrica.3. Zona porticada.4. Pueblo que uno encuentra cuando tira para la vieja Vera de Bidasoa.

Seguro que ese ron lo hacían con gasolina. Buenos son los navarros.

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Y es mucho peor en las bodegas. Los que hacen el vino pare-cen alienígenas de Mars Attack, sueltan unas bobadas incom-prensibles de agárrate que hay curvas.

Escribe Chesterton en sus memorias que, tras una acalora-da discusión con un grupo de jóvenes liberales, acude a recon-fortar su confesa glotonería a un restaurante del Soho. Unacasa de comidas apreciada por aquellos que no quieren oír ha-blar al chef, sino comer lo que éste sea capaz de preparar consus cazuelas. Lugares, según decía, en los que aún era posiblecomer. Yo no he sido nunca tan refinado como un gourmet,digámoslo ya de una vez. Así que me alegro de poder decir queme siento capaz todavía de ser un glotón avinagrado como elescritor inglés.

Éste presumía de ser un ignorante en lides gastronómicas, yconfesaba ser capaz de comer hasta en los restaurantes más demoda y caros de Londres. Es verdad. Hay veces que en esos sa-lones de lujo, habitados por las criaturas de Oppenheim y deEdgar Wallace, la comida es justo un poco peor de lo que po-dría ser. ¡Qué gozo da parecerse en algo a Chesterton! Tal ycomo me ocurre a mí, él prefería comer buenas chuletas, ver-dura y huevos revueltos, a vivir de escayola dorada, rodeadode lacayos de pantomima. Había descubierto hacía ya tiempoel camino que lo llevaba directamente a tascucios en LeicesterSquare, donde podía comer carne asada o hervida y beber bue-nas botellas de vino tinto, exquisito, por pocos peniques.

Yo no vivo echando nada en falta y mi panza no destila hu-mores melancólicos. Sarah se quiere ir, tras los cafés. Mi noviatambién. El ruso me da igual lo que haga. Acabamos de pud-ding hasta el culo. Yo sigo feliz. Doy unas vueltas a mi Oportoy pienso que las mujeres están locas. ¿Irse? ¡Pero si acabamosde empezar a beber en serio!

Yo ahora a mi hotel no voy ni loco, prefiero caer muertoaquí mismo.

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9

sobre la hospitalidad y la guarda de los intereses propios

Drew Hammond, amigo del alma de Nueva York, nos llamóun día por teléfono para pedirnos que acogiéramos, por unosdías, a un amigo suyo de Los Ángeles que nosotros no cono-cíamos ni de oídas.

Digamos figuradamente que el pájaro se llamaba Ted Fos-ses, por poner un nombre inventado que lo oculte de miradasindiscretas, no vaya a ser que algún día se traduzca este libroal inglés y alguien que no debe se entere de sus andanzas eu-ropeas.

Drew es tan amigo de sus amigos que no nos dijo ni mu so-bre el visitante. «Se trata de un amigo, nada más. Cuidádme-lo, por favor.» A chico educado, nadie gana a Drew. Pero co-mo lo conocemos, y siempre anda entre Bertoluccis, NaomiCampbells y reinas de Inglaterra, sospechamos que el tal Tedno iba a resultar ser, seguramente, el tendero o el pescadero dela tienda de al lado.

Buscamos su nombre en Google. Nos enteramos de que elpadre de Ted era un pintor muy conocido en Estados Unidos.Una suerte de Guinovart informalista y californiano.

De Ted supimos que se trataba de un rico estadounidensede unos cuarenta años, propietario, además, de grandes com-pañías industriales y empresas informáticas, de una cadena

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de restaurantes y de bares de primer orden, desde Hollywoodhasta Nueva York.

También encontramos un librito en Amazon.com: ¿Cómohace Ted Fosses para figurar los últimos cinco años en la listade los diez primeros brookers de Wall Street? O algo pareci-do. En fin, un pez gordo nuevo en la cuadrilla.

Por lo visto tenía mucho interés en conocer la Cocina Vas-ca de la que tanto le había hablado el amigo neoyorquino, yvenía a investigar si había algo en nuestra cocina que pudieraaplicarse luego en sus restaurantes. Para él era un asunto quelos estadounidenses acostumbran a llamar muy pomposa-mente research. Para nosotros, en cambio, se trataba de unembolado de cuidado.

Cuando el amigo de nuestro amigo llegó un mediodía a SanSebastián, no se nos ocurrió otra cosa que llevarlo a tomarunos pintxos por ahí: unas gildas, unos tacos de atún en aceite,chipirones a la plancha, un trozo de carne cocida con pimien-tos rojos, un poco de queso de oveja... Lo habitual, vamos.

Venía sólo para tres días, y sabíamos que era muy pocotiempo para que su research resultara efectiva. Aun así, desdeel primer momento nos dimos cuenta de que el americano co-mía como un cocodrilo y que no se quedaba atrás a la hora deprobar los generosos bocados y vinos que le ofrecíamos. Laverdad es que comía tanto o más que nosotros y disfrutaba co-mo una leona en celo al hacerlo. A nada dijo que no, y en todolo que le ofrecíamos encontraba placer sumo.

Afortunadamente, un amigo y cómplice en muchas cosas,de nombre Josu, nos acompañaba y guiaba. Productor de te-levisión, conocedor de la mentalidad estadounidense y fielcompañero de andanzas culinarias, lo organizó todo con fun-damento. Nos propusimos ofrecer a Ted una inmersión de lasque te dejan temblando.

Por la tarde lo invitamos a una sidrería, donde se extrañódel sistema tan original que permite beber la sidra que uno

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quiera y, además, de tantas barricas diferentes. Le encantó latortilla de bacalao, soltó suspiros de placer con la chuletacruda pero caliente por dentro y, a los postres, puso cara deextrañeza ante el queso de oveja con membrillo y nueces: setrataba de una combinación exótica que no entendía muybien. Hasta que probó. Luego tuvimos que levantarlo del si-tio, pues parecía que el hombre no había comido en su vida ynos daba vergüenza que nos vieran en compañía de semejanteelemento.

Al día siguiente lo llevamos a comer al restaurante delamigo Arzak, que no se cortó un pelo al hacer la factura,cuando se enteró de que el pagano iba a ser el americano.Tres estrellas Michelín alumbran mucho la inteligencia.

Llevábamos allí a Ted para que probara un poco de cocinaevolucionada, no fuera a quedarse únicamente con la imagentroglodita y bestia de la cocina de las sidrerías.

A los postres, y después de zamparse una docena de plati-tos, afirmó que nunca en su vida había comido tan bien. Ha-bíamos advertido previamente a Juan Mari que el chico eraun pez gordo, y que atinara con la oferta. Que aquel pájaroestaría acostumbrado a las mesas de Thomas Keller, J. R. An-drés, Willy Dufresne, Ken Oringer, Charlie Trotters, AlfredPortale, Marcus Samuelsson y compañía. O a la de NobuMatsuhisa, el chef fusionista, socio de Robert de Niro encuestiones de hostelería.

Del estupendo festival que nos ofreció Juan Mari, recuerdoun postre de cuajada quemada de leche de oveja que me con-virtió al comerla en pastor de ovejas de Urbia, de Urbasa o deAralar... Sin flauta ni pastora, pero con chistu. Cencerros ypaisajes bucólicos de montaña. Recuerdo que Ted, ni corto niperezoso, comentó que para sí quisiera aquel postre PichetOng, el sumo pontífice de la repostería estadounidense.

Al principio impresiona que un riquísimo yanqui que hacomido en los mejores restaurantes de todo el mundo diga

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una cosa semejante, que ha comido como nunca en su vida,pero la cosa pierde fuerza cuando, al día siguiente, lo lleva-mos al restaurante del amigo Martín Berasategui —tambiéntres estrellas Michelín—, y tras los postres concluyó: «Si ayercomí como nunca en mi vida, hoy he comido aún mejor».

La verdad es que habíamos advertido a Martín de lo quehabía acontecido la víspera —que aquel hombre había comi-do como nunca en casa de Juan Mari—, y al oírlo, un sudorfrío apenas perceptible brilló súbitamente en la cara pálida deMartín. «Esto no es broma —dijo—, si Juan Mari lleva milaños siendo el amo de la barraca, no es por casualidad. Eso esporque se lo curra.» Y se metió en su cocina para intentar su-perar al maestro de referencia.

Al oír las palabras siempre superlativas de Ted, comenza-mos a pensar que se trataba, como Drew, de un gringo educa-do en las mejores maneras de la Universidad de Columbia.Que lo suyo se trataba sólo de politesse.

Pero no. Al día siguiente lo llevamos a una sociedad gas-tronómica donostiarra, la más antigua y tradicionalista de laciudad, de la que Sabino, otro amigo nuestro, era socio. Enaquella ocasión, los cocineros íbamos a ser nosotros mismos,mejor dicho, iba a ser el verraco David, que montó un espec-táculo de fuego y olor, que todavía en aquella casa y en sus al-rededores no han olvidado.

Nos sentamos a cenar, Ted, David, Josu, Gabi (un astro-nauta de Tolosa) y yo. Preparamos unas almejas a la plancha,una ensalada de tomate con queso, bacalao al pil-pil, palo-mas con un poco de chocolate en la salsa, callos y, finalmen-te, mamia,1 de oveja, por supuesto.

Él había traído un par de botellas magnum de vino, que sa-be Dios lo que le habrían costado. Un millón de dólares, o así.

1. Cuajada de leche de oveja.

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Nosotros no podíamos ya más después del atracón de laspalomas, pero el hombre parecía dispuesto a seguir comiendohasta la eternidad. Lo acompañamos hasta el final: todo esta-ba de chuparse los dedos. David, cuando se pone, rompe yrasga.

Parecía que Ted no pensaba levantarse nunca del campa-mento base. Tuvimos que rematarlo con pacharán del que yohago en casa, después del café.

Para cuando salimos de aquel histórico lugar, la noche yallevaba tiempo mostrando su luna. Es mejor no contar nadade lo que después aconteció, aunque resulta difícil resistirse aescribir al menos un apunte: a la hora álgida de copas y cuba-tas, en un bar de jazz, el maromo, entre cigarros habanos ydemás lindezas, veía y olía fumar txirris de hachís y marihua-na. De vez en cuando miraba inquieto y temeroso a la puertadel local, como si por ella fueran a entrar la Guardia Nacio-nal Americana, o los Marines, o la Caballería Montada delCanadá. «Tranquilo, chaval —le dijimos—, estás en Donostiy ese cocoliso de ahí que está ventilándose un gin-tonic es elseñor alcalde, el major de la ciudad.»

Santo remedio. Cuando lo dejamos de madrugada en lapuerta del Hotel María Cristina, el hombre no acertaba conla manera de agradecer la velada. Los matices expresivos se leescapaban, pero en su cara de felicidad se veía que el pavo ha-bía tocado el cielo.

La verdad es que David y yo nos manejamos muy mal eninglés. El francés lo perpetramos de algún modo, y fue ésa lalengua en común con el ya para siempre amigo estadouniden-se Ted, a pesar de que él hablaba la lengua de Victor Hugoaún peor que nosotros dos.

Nos preguntaba cómo es que podíamos cocinar tan bien.La respuesta era obvia: «aquí todo el mundo cocina muybien» y, además, los verracos acabábamos de publicar un ex-tenso recetario de cocina doméstica con más de mil y una rece-

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tas fehacientemente comprobadas, de las que hacemos en lacocina de casa.

Le dijimos que su research no había hecho sino empezar yque era una pena que tuviera que tomar el avión de vuelta aldía siguiente. Se le humedecieron los ojos, y comprendimosque no debíamos hablar más de un tema tan doloroso para él.

La cuestión es que, sin darnos cuenta, entre tanta palabra,le insinuamos que en su research le faltaba por conocer la co-cina de todos los días, la que hacemos en casa con los produc-tos de temporada y de manera más suelta.

Ahora, cada vez que nos llama por teléfono para preguntaralguna receta para sus restaurantes o para sí mismo, nos diceque está preparando otro viaje para volver en plan research, acomer lo que cocinamos en casa. Al oírlo, temblamos de mie-do. Nos aterroriza la llegada de ese día.

A David y a mí nos gusta cocinar, nos encanta. Nos gustaatender y agasajar. Aunque mi afición a la cocina no se puedecomparar con su sapiencia, pensamos que lo que hacemos sebasa, sobre todo, en un especial sentido de la lógica aplicado alos productos. No somos amigos de la complejidad absurda.A lo que sabemos hacer y proponemos a los demás, nos gustallamar «cocina conclusiva». Conclusiva de conclusión, de mu-cho conocer, mucho comer, mucho decidir y mucho cocinar.

Acabamos de publicar otro libro de recetas domésticas enfrancés: La cuisine basque gourmande, que hace memoria dela cocina en la realidad de nuestras casas. Pensamos sincera-mente que va a ser un éxito editorial en el país de Escoffier, deBalzac, de Bocuse, de Guérard... Una pica, en lugar de en Flan-des, en París, en Burdeos, en Lyon... Ya veremos en qué acabaconvirtiéndose este cuento de la lechera, pero tiene buena pin-ta. Como siempre, cuando llegue lo que acabe llegando, habráque improvisar.

Pero no podemos evitar también confesar una motivaciónegoísta a la hora de justificar esta última publicación: creemos

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que si le enviamos un ejemplar de estas recetas a Ted, dejaráde acosarnos, dejará de telefonearnos con la frecuencia queacostumbra. Seguro que en sus páginas encuentra lo que tantobusca y tal vez olvide su intención de venir en plan research acomer una temporada a casa de David o a la mía.

A nadie le gusta sentar un cocodrilo más a su mesa.

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10

PUTURRÚ DE FUÁ GRAS para idoia

«¡Todos quietos, que no se mueva ni Cristo! ¡Somos la CRS!»No llevaba ni doce pichones de Bresse pelados cuando es-

cuché atónito, sin moverme de mi sitio, a un sargento de lapolicía francesa que, con pinta de Jean Paul Marat, entrabapor la puerta de servicio pistola en mano y ganas de cargarsea alguien.

En ese momento, con las manos pringadas de sangre, tri-pas, mollejas y aspecto de asesino en serie de Oklahoma, medieron ganas de tirarme al suelo, abrir piernas y brazos, y gri-tar que había dejado en la taquilla del vestuario el rifle, lasbombas de mano y el gas sarín. Me habían pillado desarma-do. ¡Dios!

Pero las plumas pegadas a la manga, mezcladas con la san-gre reseca y el olor a pájaro achicharrado, eran la coartadaperfecta para que todo el mundo se diera cuenta de que noera a mí a quien buscaban. No me había llegado aún el mo-mento de rendir cuentas ante la ley.

Se llevaron esposados y sin miramientos a un par de cama-reros y a un cocinero, de esos que ni te das cuenta de que tra-bajan mano a mano, hasta que los ves como en una rueda dereconocimiento frente a ti. Eran discretos. De los que nuncaencienden un cigarro en el callejón lleno de colillas que da al

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patio, ni merodean como lobos hambrientos alrededor de lascamareras más jamonas del lugar. Brigitte. Sandrine. Julie.No los tenía fichados. No figuraban en mis archivos.

Acusados de dar cobijo a un comando de ETA, los enmarro-naron y les quitaron las ganas de colaborar con la causa para elresto de sus días. Se acabó. No volverán a ver a Didier Oudill ensu vida. No los volveré a ver más. Soy vasco, me apellido Eceiza-barrena. Sospechoso. Así que tuve que ir a declarar a comisaríay los vi cagados, meados y convertidos en picadillo de chorizoen una cómoda y soleada suite con buenas vistas de la Gendar-merie.

Pain, Adour1 et Fantaisie es el nombre de restaurante máshortera que uno pueda echarse al macuto. El lugar es un pa-raíso y está a dos pasos de la orilla del río Adur,2 que serpen-tea entre sauces, a escasos metros del cuartucho que tengo al-quilado en el pueblo. Grenade-sûr-l’Adour se llama. Pareceque Dios, cuando le tocó dar nombre a este rincón landés, lla-mó como consejero a algún repipi. El creador, días antes, yahabía jodido in aeternum a toda la Galia cuando dejó posarseen Avignon a Mireille Mathieu. Un horror, vamos. Imaginoque la culpa será de algún Elvis o Luis Mariano, consejerosdel Santísimo. Cantantes de opereta con capa almidonada co-sida de lentejuelas que siempre me han parecido una lata.

Pero, a decir verdad, la primera vez que supe en realidadqué era ETA fue muchos años antes, cuando me estalló uncoche bomba a dos pasos, frente a la marisquería del boule-vard en San Sebastián. El olor a explosivo y a neumático decoche achicharrado se mezclaba con el del salitre, algas y yodode las ostras, gambas, camarones, percebes, centollas, carabi-neros y cigalas que saltaron también conmigo por los aires,

1. Nombre francés del río que desemboca en Baiona.2. Toponímico del río que desemboca en Baiona.

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creando una total confusión. ¡Vaya cóctel de frutos de mar!Al chaparrón de marisco, como en las grandes plagas de Egip-to que narra la Biblia, le siguió una lluvia de cristales, afiladoscomo estiletes.3

Pero no me pienso distraer. En aquel restaurante landés,todos los días comíamos huevos, pollo o peladuras de pata-tas: fritas, en puré, gratinadas, al vapor o hervidas. Entre esoy la humedad del río Adur que se colaba por la ventana, aquelpueblo del demonio estaba convirtiéndose en un infierno pa-ra mí. Sin embargo, la cocina aburguesada y la rusticidad re-novada de aquel restaurante de las Landas me supo a miel, apesar de trabajar a destajo, al son de los tantanes. Como Es-partaco en la película de Kubrick. Aquellos días dejaron me-lla en mí, como la cicatriz de aquel coche bomba que todavíahoy conservo en el costal y que se resiste a cambiar de color.Es curioso, pero tanta patata me la hinchaba y dejaba blan-quecina, no sabía que las cicatrices tuvieran vida propia co-mo Alien, el octavo pasajero.

De todo se saca provecho en esta vida. La herida de guerrame sirve para enseñarla hoy como trofeo. Y las chicas, que

3. Muerto de miedo, sintiéndome una víctima de guerra que ha salvadoel pellejo, me refugié en el bar de Chimicha, una tasca genuina de las de to-da la vida. Su propietario, dicen, jugó en la Real Sociedad, como muchosotros bravos donostiarras que se calzaban las botas antes o después de su-dar el jornal en la fábrica, la huerta o el muelle. Yo no me lo creía, no eraposible. Fumaba como un carretero. Aquel viejo no podría haber corrido nidos metros sin ahogarse y caer muerto. En su taberna no había nada; mien-to, había lo que debía haber: vino, algo que morder, un reloj de pared, me-sas, sillas, dominó y baraja para echar la partida. Elcónida, su mujer, deja-ba preparadas todas las mañanas unas fuentes de ensaladilla de cortar elhipo y pepinillos en vinagre ensartados con un buen taco de bonito en esca-beche. No había ni patatas de sobre, ni lotería, ni mecheros, ni máquinastragaperras que desafiaran con sus melodías desde el fondo de la barra. Eraun bar que tiraba con lo puesto, con lo necesario, sin más ni menos, sí, se-ñor, como está mandado.

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siempre son muy suyas, hasta que no me levanto la camiseta,piensan que es una fantasmada y yo, un farsante y mentiroso.

Y aunque no viene ahora a cuento también os diré quesiendo chaval se cruzó en mi vida Reinamora, un carpinteromuy risible que tenía su almacén cerca de casa. Me contó quehabía aprendido su oficio en Normandía, un lugar que yoimaginaba repleto de vacas gordas, bloques de mantequillainmensos y muchas virutas de madera, como las que sacabaél con su escofina. Iba y venía del trabajo en bicicleta y, cuan-do llovía, se movía en un Renault 5 azul que rebosaba serrín,listones y cosas de tío habilidoso y manitas. Solía calentar elrancho y comer escondido al fondo del taller, entre tablones,para escapar de las miradas.

Y es que comer y sentirse observado por alguien que per-manece de pie y no participa del festín es una traición. Cuan-do comemos y sabemos que lo hacemos impúdicamente (oechamos la siesta a la sombra en hora de faena, sin ser vistos),nos obligamos aún más a esa insana costumbre de ocultar lafelicidad.

Años más tarde volví a Grenade-sûr-l’Adour. Con algunoskilos de más, gafas de sol, camisa hecha en Cortés —el sastre deAlderdi-Eder—4 y ensartado a una mujer, como una brocheta.Así puedes pasar por un gigoló italiano. Sobre todo si no abresla boca y es ella quien, en un perfecto y musical francés, se diri-ge al maître y traduce todas y cada una de tus palabras.

Que traigan una botella de Vittel, por favor. Tengo sed. Ha-ce calor. Comeremos en medias raciones los siguientes platosde la carta. Foie gras de pato asado y refrescado con laurel,brioche pimentado y ensalada fresca. Luego, salmón mechadocon ajo y confitado en grasa de oca, verduras aciduladas conlavanda y jugo de asado. Rodaballo estofado con ragú de alca-

4. Lugar chic de San Sebastián.

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chofas y espárragos verdes, caldo de aceite de oliva alimonado.«Sí, ya sé que a ti no te gusta el cerdo, amor mío, pero para míaún no llegó el Ramadán.» Daube5 de carrilleras de cerdo a lamanera de Paul Louis Aïzpitarte y canelones de hierbas grati-nados con miga de pan. Dile que, de los quesos afinados porGabriel Bachelet, tomaremos un par de trozos. Que los elija él.Pero que sean de leche cruda. Y de postre, dacquoise tierna conalbaricoques salteados y helado de caramelo y ese otro postreque lleva en carta un siglo y vi hacer un millón, qué millón, untrillón de veces sin poder echarle mano: tarta de crema cocida,peras glaseadas con cacao y salsa de miel de pino. De los pana-les de Huchet, en Soustons.

Me había tocado la lotería. Nada importante. Lo justo pa-ra vencer la vergüenza y proponerme acabar con ella, asesi-narla. A la vergüenza me refiero. Y para siempre. Así que en-ganché del brazo a la que hoy no es mi mujer, Idoia, y melancé a la carretera. Vive la France! ¡Yu-bi-du-bi-du!

No sé si os dije que Michel Guérard tiene una chimenea depiedra en la cocina que, desde 1810, alberga un espetón, asa-dor y ahumador. Estos franceses le sacan un partido terrible

5. En Chez Bruno, cerca de Niza, carretera de Vidauban, había un coci-nero que guisaba una daube de cortar el hipo. Ya sabéis que en este guisohecho al horno se sazona y condimenta, vaca o cordero, según humor, contocino, manos de ternera, una cabeza de ajos, aceitunas negras, cebollastiernas y cáscara de naranja. Después de pasarse sudando unas seis horascomo un condenado, las hebras de carne aromatizadas se deshacían en laboca como si fueran compota de finas peras Williams. Bruno, como evi-dentemente se llama el autor de la receta, cocina las trufas de todas las ma-neras sensatas que uno pueda imaginar. Porque para cocinar hay que sercuerdo y dejarse de boberías. Su revuelto de trufa negra era colosal. Lamontaña de cangrejos de río al champagne no dejaba ver a tu vecino de me-sa. Si aquel sitio aún ofrece comidas, no dejes de probar las patatas «Bellede Fontenay» en ragú con hongos y foie gras. O el salmis de faisán hechocon Cabernet Sauvignon del dominio de san Juan en Villecroze. Y deja unhueco para el postre. Ríndete a una crema caramelizada con castañas y fa-llece con las torrijas con helado cremoso. Requiescat in pacem.

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al depuis.6 Allí cocina pescados, carnes y verduras, con leñade roble o sarmientos de viña. Eugénie-les-Bains es el pueblomás florido de Francia. O eso pone a la entrada en un cartelhorroroso bajo el que puede leerse: le meilleur prix à mo-noprix.7

Si uno llega al atardecer, se sabe el camino y quiere que suchica o chico se lo coma con patatas, debe dejar que sea ella oél quien vaya descubriendo que aquel lugar es lo que un serhumano hecho y derecho llama paraíso.

Todo es perfecto, la cuidada arquitectura del Couvent desHerbes,8 La Maison Rose,9 La Férme aux Grives10 o la casaseñorial que preside el pueblo son impecables. No se oye unavoz. Parece que lo han colocado todo para que venga PeterMayle11 y escriba el capítulo de uno de sus libros sobre esaFrancia que él ve desde una chaise-longue.12

Sólo se oyen los pájaros y el agua de un angosto riachuelo.En el ambiente huele a leña quemada y a una mezcla de perfu-me de los lejanos bosques de Oriente. Idoia se derrite. Semuere. Me ama. Se retuerce de rabia por no haber conocido

6. Desde el año...7. Los mejores precios en supermercados Monoprix.8. El Convento de las Hierbas.9. La Casa Rosa.10. La Granja de los Tordos.11. Escritor norteamericano, autor de Lecciones de la buena vida. El

Aleph.12. Tumbona. Si la Francia gastronómica fuera la trainera de Orio, ya

sabes, de esas que se deslizan en regata por la bahía de la Concha besando elagua con una perfección nunca vista y una belleza cromática sin parangón, yllegara Peter Mayle con su sombrero Panamá y un vaso de Beaujolais Nou-veau, seguro que exclamaría un oh là là!, ça-y-est! Pero como yo he remadodurante un par de temporadas en ella y he sudado como un mastodonte, vis-to bajas, lloriqueos y patrones insoportables y caprichosos como una dami-sela hollywoodiense, pues ¡como que tengo a Francia tatuada en mi pecherababe!, y esas historias de boullavaises, cammeberts y la grandeur, me laspongan mejor en solfa y no me las toquen con sordina. S’il vous plaît!

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al hombre de su vida, o sea, a mí, cuando empezó a caminar.Creo que me la comeré con patatas. Y que cenaré como unDios griego que ayunó durante cien años.

Viajar con intérprete es genial. No tener que hablar te dagran ventaja sobre tu enemigo. Idoia, déjate aconsejar. Yo teexplico. Dile a este señor, bonsoir monsieur, me atrevo a deciral maître, con cara de embajador sumiso que se está meando ytiene prisa por terminar, que queremos tomar un kir royal o,mucho mejor, una botella de Champagne Roederer Cristal1999. Arrancaremos con el huevo helado a la rusa con caviarde Irán, gelatina de berro, anguila ahumada y moscovita de fi-nas hierbas. Luego ravioli cremoso de muserones, morillas yespárragos. Bogavante asado y ahumado en la chimenea, an-tes de arrancarnos con las carnes. Dile que con medio bichopara cada uno es suficiente. Foie gras de pato asado con migade pan y naranja. Un pedacito de molleja de ternera asada alespeto con trufas, sólo un pedacito, lo justo para probarla.Y para el final, la pechuga de pollo landés asada con tocino ala brasa, forrada de hierbas y jugo de limón. Qué placer, macherie!

Los postres los tomaremos en la terraza. Pastel tierno de lamarquesa de Béchamel con helado de ruibarbo y un fresco ytierno soufflé de limón verde y plátano.

Si Michel Guérard fuera vasco, tocado con txapela13 yabriera un restaurante en la capital de la máquina herramien-ta, en Elgoibar, por poner un ejemplo, escribiría al inicio desu carta una breve descripción de intenciones de lo que unopodría encontrar en su mesa:

Los vascos somos gente alegre, pisamos una tierra recia, llena deritos y fiestas. Un país afortunado, la providencia nos ha colma-do de privilegios, frescos amaneceres, enormes prados que hue-

13. Boina.

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len a hierba fresca, acantilados abiertos al mar Cantábrico, gen-tes aferradas a las cosas sencillas, respetuosas con sus tradicio-nes, con tremendas ganas de vivir. Sólo así se explica la riquezade nuestra huerta: verdura tersa con olor a tierra, marmitas re-pletas de leche fresca, enormes cestos de huevos, establos siem-pre llenos de animales rollizos, de carnes suculentas. Y sobre lasbrasas, pescado empapado aún por el agua del mar. Asumimosuna gran responsabilidad. Ser fieles y respetuosos a pie de fo-gón, consecuentes con las preparaciones, precisos con los pun-tos de cocción. ¡Que a través de nuestra cocina descubran el al-ma generosa y viva de este país!

El día que comencé a trabajar en Eugénie estaba muy impre-sionado. Imagino que cuando a un cardenal lo invitan paraque acceda a la Capilla Sixtina a elegir Papa, pondrá la mismacara de circunstancias que yo. Rápidamente me puse en mar-cha. Entré a formar parte de la partida de pastelería junto a unjudío albino de la ciudad de Mulhouse que limpiaba fresas a lavelocidad del rayo. Pelé cubos de almendras tiernas que mehan deshecho las yemas de los dedos —podría atracar un ban-co sin guantes, nadie se enteraría— y corté en fina juliana cás-cara de limón para detener un convoy. Enseguida espabilé,vieron que arreaba meneo y empecé en serio. Dejaba listo to-das las mañanas, de madrugada, el desayuno para los feliceshuéspedes alojados en el hotel. Preparaba los tarros con mer-melada recubierta de crema de almendra. Horneaba los crois-sants, pasteles mirliton, brioches y el pain au chocolat, sin de-jar de vigilar los bollos de pan y las hogazas de centeno que secocían para acompañar los platos de foie gras, las aves asadasy algún guiso, bien untadas de mantequilla de Echirée.

En cuanto entraba Gary Duhr, el mejor jefe de cocina quejamás tuve, nos poníamos en marcha con la preparación de lamise en place. Recibir los pedidos y ordenarlos en la cámara

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frigorífica. Retirar cajas vacías y apilar en los estantes losmazos de berros, los espárragos blancos de Pontonx, rába-nos picantes, nabos, acederas, acelgas, apio, canónigos y car-dillos. Limpiar los cajones de patatas y amontonar al fondolas recién traídas. Almacenar aparte las del tipo Roseval, pa-ra no magullarlas. Hacer lo propio con fruta, verduras y lascarretas de cebollas que utilizábamos a cientos. Después deordenar los pedidos, limpiar el pescado y las carnes. Rescatarvieiras de sus conchas, procesar berberechos, navajas y meji-llones, hacer el caldo de moluscos de rigor, con mucha chalo-ta gris, laurel, pimienta negra y vino blanco de Tursan. Cocerbogavantes y dejarlos listos para ahumar en la chimenea.Limpiar patos de Barberie, conejos de Chalosse, faisanes, lie-bres y guardar los hígados de oca en leche para hacer las terri-nas y el foie gras au torchon. Los recortes de hígado y las vís-ceras de carne, mollejas y pulmones, para hacer aligot, unaespecie de picadillo muy aromatizado que acompañaba a lapintada a la pimienta con endivias y el relleno de la torta ca-liente de pato.

Llegaba el mejor momento. Para echar un pitillo, estirarlas piernas y charlar un rato con Renaud, el jardinero, quienmantenía parte de aquellos dominios, casi tan grandes comolos jardines de las Tullerías. El mejor huerto de todos era elllamado «el del cura», de donde, en un canasto, traíamos es-pliego recién cortado, brotes de espinaca, menta piperita, pe-rejil, orégano, perifollo, romero, salvia y enormes hatillos deverbena limonera, la hierba que todavía hoy, la huela en To-kio, Berlín, Sebastopol o Nueva Delhi, me sigue recordandoal helado ácido y untuoso que confeccionábamos con ella.Y al dedo amputado que el capullo del jardinero se tajó un díafrente a la ventana de la cocina, la que daba al cuartucho delas cortadoras de césped. Podando una higuera, la armó biengorda. Un belga con pinta de gitano de Montoro se lo llevó alcuarto de socorro y me hice cargo de sus guarniciones y las

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carnes. Me tembló un instante el pulso pero inmediatamentecontrolé la situación.

Volaban las bandejas de col estofada con jengibre para elpato, las patatas asadas con ajos y romero para el pichón, losraviolis de setas en el horno y los canelones finos de hierbas yduxelle de champiñón que se acompañaban con una venecianade pies de cerdo, mollejas y albahaca. O sea, al revés, el rellenofuera y dentro de la pasta desinflada el vacío de unas pocashierbas y unas láminas crudas de champiñón. Un Jorge Oteizaeste Guérard. Un verdadero genio con muy malas pulgas, co-mo los buenos genios. El día que me fui de allí, me escribió enuno de sus libros que guardo celosamente en mi biblioteca, LaCuisine Gourmande, «Para mi amigo David, el vasco, por to-dos los buenos momentos que pasamos juntos en la cocina deEugénie». À la votre, cher Michel!

Lo que sí he contado a Idoia, para que vaya pillando elpunto a estos galos, es una historia curiosa acerca del escru-puloso y estricto Alain Ducasse. Ireeeemos, no te preocupes.

La última vez que estuve, en su viejo restaurante parisinode la rue Raymond Poincaré, una japonesa con cara de geishase pasó toda la comida tocando el paquete a una especie dedirectivo canijo de Nintendo que tenía delante. Estoy segurode que no vi visiones.

Lo que comí me gustó, pero no me entusiasmó. Es normal.Si se estaba rodando El Imperio de los Sentidos, cómo diablosiba yo a fijarme en el foie gras de pato de las Landas cocinadoen hoja de higuera con vinagre viejo y pimienta negra o en ellenguado de lancha con vienesa de avellanas frescas. Luego lesiguió un grueso ossobuco de jarrete de ternera en su jugo conguarnición Crécy, los quesos afinados y un crujiente de pralinéde postre al que sólo le faltaba un polo Camy-Rock de guarni-ción. Pero en fin. No le quita méritos a monsieur Alain. Es unmonstruo. Un crack, como dicen ahora los chavales.

Ducasse cocina en muchos sitios, Idoia, pero en París lo

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hace en un hotel de esos que uno piensa que sólo existen enlas películas de Hitchcock. Se pasea rodeado de sus marisca-les, obsesionado por la calidad de los productos que luego co-cinará su equipo. Sí, sí, los cocineros son como Pelé, tienenequipos. Antes se decía «plantilla». El chef se sienta en una si-lla de mimbre en la entrada de la cocina, y junto a su gente re-pasa los cestos de marisco que le traen de las rocas de Canca-le, los canastos de verdura que los comerciantes de Les Hallesle traen repletos de tomates, guisantes, cebolletas, vainas, hi-nojos, zanahorias, tirabeques, alcachofas violeta, patatas mo-na lisa y demás exquisiteces de la tierra.

Todo esto ocurre allí, mi amor. Le traen las mejores beca-das hasta los fogones del hotel. Eso sí, las que tengan las alasrotas o la cabeza destrozada por un desafortunado perdigóndesviado de su trayectoria, no entran en sus cazuelas y se van,dando media vuelta recostadas sobre hojas de helecho en elmismo cesto. Lo mismo con la fruta magullada, el corderomuy crecidito, las trufas negras poco fragantes, las hierbasmarchitas, la mantequilla demasiado pálida, las frutas rojassobremaduradas o las lubinas que, sostenidas con una solamano, no se mantengan tiesas y duras como un tablón.

Idoia dice que ese cocinero está loco. Lo están todos. Yopensaba que sólo ella estaba loca, pero todas las mujeres quehe conocido también lo están. Como Olivier Roellinger, loshermanos Pourcel, Georges Blanc, Fermin Arrambide, JeanMarie Amat, Gilles Choukroum, Alain Passard, Jacques De-coret, Pascal Barbot, Guy Martin, Pierre Hermé, Jacques Ma-ximin, Fredy Girardet, Alain Senderens, Marc Veyrat, PierreGagnaire,14 el difunto Bernard Loiseau, Alain Chapel o Pros-

14. Escuchar a algunos es, a veces, un atropello a la razón, y en otros ca-sos, un auténtico deleite, os lo aseguro. Pero, de entre todos ellos, PierreGagnaire, sin duda, es quien dice las frases más delicadas. Oigan: «El ritmoen la cocina es fundamental. Lo comprendí cuando escuché el primer acorde

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per Montagné. Una locura maravillosa. Como la de las muje-res, que no hay Dios que las entienda, pero da gusto sentirlascerca. A pesar de que digan que son seres maravillosos pero,como los elefantes, es mejor no tener nunca una en casa.Quien dijo eso era un cagón. Y un pichaflús.

Muchas veces se ha escrito y dicho —y muchos poncios lehemos robado la expresión a Gómez de la Serna una y mil ve-ces— que el plato rey de la cocina vasca, qué vasca, europea,qué europea ni qué leches, ¡mundial!, es el bacalao al pil-pil.Que consiste en coger un pedazo de saco salado —el baca-lao—, un chorro de aceite de oliva, una brizna de perejil, unpoco de ajo y mucho tiento para hacer con todo ello un plata-zo para perder el sentido. Porque, decía el escritor, coger una

de jazz, en mi juventud. El jazz es la música del mundo y, como la cocina, seme antoja multiforme, poco rítmico, a veces, como la vida. La música estápresente en el tempo de una comida, con sus instantes de plenitud y de va-cío, sus ritmos acompasados y sus rupturas, lo caliente, lo frío, el caldo quefluye… en la cocina, el ritmo se impone. Intento, además, capturar la espon-taneidad. El producto es fundamental, sí, pero también lo es el instinto y eltrabajo previo bien resuelto. O el sazonamiento y la cocción correcta. Se tra-ta de encontrar el buen tono, la regularidad, el equilibrio. La noción de equi-po es fundamental. Yo imagino, sí, concibo mis platos y los veo en mi cabe-za, pero para hacerlos realidad, debo motivar a quienes me rodean. Todoslos que luego traducen mi imagen y la hacen real, la construyen. Porque unplato debe estar bueno. Y estar bueno significa abrir el campo a las emocio-nes. Un ejemplo: cómo sazono últimamente los cangrejos de río. Los cuezovolando en un caldo corto muy sabroso, los pelo y los salteo con arroz tos-tado y corteza de limón. Añado entonces unas setas de primavera salteadasy sazonadas con un jugo de ternera y remato con unos dados de pepino lige-ramente embadurnados en mantequilla caliente y menta fresca. Estos ele-mentos, así, juntos, aunque diferentes en su sabor y en su textura, se combi-nan a la perfección en el momento que añado una pizca de crema sabayóntibia. Todo se hace uno. Sin duda, es un buen plato. Eso me parece. Peropuede irse al garete con facilidad, pues encontrar el equilibrio entre esos cin-co productos es asumir cinco opciones de fracaso, cinco riesgos. Así es micocina, siempre en el filo de la navaja, al borde del precipicio. Ahí me sientocómodo, cuando el vértigo me recorre en un espasmo».

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pularda de Bresse y rellenarla de trufas y de foie gras no tieneningún mérito. ¡Así cualquiera!

Pena que la frase, muy atinada para años de guerra y ham-bruna, pierda fuerza ahora. Porque mira que se comen mier-das rebozadas en foie gras y trufa del frasco carrasco por endeallá los mares, marinero. Y, sin embargo, el bacalao al pil-pilparece que no lo hubiéramos comido nunca, que, como lasangulas,15 nunca existieron realmente en los recetarios. ¡Másbacalao y menos pularda nos dé Dios!

Veo, Idoia, que te sale la cocina por las orejas. Te daré unrespiro. Y mientras hacemos ruta hasta Laguiole, te contaréque el galo más rufián que debió de existir jamás ni fue asa-dor, ni parrillero, ni guisandero. Se llamaba Pellot, capitánPellot16 lo llamaban sus numerosos y tuertos enemigos. Hen-dayés muy mujeriego, su afición a las hembras de postín lollevó a la ruina en distintas ocasiones a lo largo de su azarosavida. Robó cuantos tesoros pudo, y escondía su botín en losrompientes cercanos al castillo de San Telmo.

Todavía se conservan en el Museo del Ejército de París,perdona, Idoia, pero a dos pasos del restaurante L’Ambroisiede Bernard Pacaud, las herramientas de navegación que em-pleó el capitán Pellot, y sus escritos de puño y letra, ajadospor el salitre y el vaivén de la mala vida de a bordo. En uno deesos pliegos he llegado a leer, no sin dificultad por el reflejo

15. El colega Etxebe se atrevió en una ocasión a escribir que las angulasno han existido nunca, que son pura imaginación popular. Que son crinesde caballo que cayeron al río y las pescó un angulero de Aginaga. Os locuento para que sepáis con quién tratáis.

16. Aunque, a veces, todo sea dicho, al colega se le puede perdonar al-guna cosa. Lee, si quieres ser más feliz, La Balada de Inesa. (En castellano ycatalán, Ediciones La Galera; Barcelona y, en francés, Editorial Quai Rou-ge, Baiona.) En ella una moza de nombre Inesa se busca la vida para hacer-se valer y enrolarse con nuestro Pellot, el pirata más auténtico que jamás pi-só los océanos. Una historia deliciosa.

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de los focos sobre el cristal de la vitrina, una de sus máximasmás gloriosas: «El puerto es el lugar en el que los barcos estánal abrigo de las tempestades y expuestos a la furia de lasaduanas».

Guapa, prepara la documentación que parece que la pas-ma está al acecho. Baja los pies y abróchate el cinturón, nonos vayan a empapelar. Llevamos matrícula San Sebastián.SS. Malo.

Antes nadie se abrochaba el cinturón para andar en auto.Ni tampoco hacía falta ponerse casco para andar en moto.Pero para comprar alcohol o una buena conserva de hígadode pato —¿te acuerdas?— hacían falta cursos de contraespio-naje en la antigua Alemania del Este.

Hendaya17 estaba llena de viciosos, que venidos desde elotro lado de la muga18 con cara de tontos y sabiéndose mediodelincuentes, entraban en los comercios de monsieur Eguiaza-bal, madame Darraidou o monsieur Pardo para comprar cham-pagne rosado o divino foie gras en latas de medio kilo.19

Tengo hambre. Las tripas me recuerdan, con un aullido,que falta poco para llegar a casa de Michel Bras, en el Avey-ron francés.

17. Hendaya está al otro lado del río Bidasoa. Es la primera localidaddel Estado francés al que se accede desde Hondarribia o Irún. Lugares ex-tremadamente fronterizos los tres: contrabandistas, carabineros... Ya meentiendes.

18. Frontera.19. Chapete decía que en Casa Pardo las mejores conservas de oca se

guardaban y enviaban a cierto palacio de Madrid. Según tengo entendido,el canijo de El Ferrol nunca pasó de la tortilla francesa reseca que le hacíaCarmencita Collares, la perdiz con regusto a culo de vieja y el filete connervio. No era precisamente un ejemplo de resabiado gourmet, ni de mu-chas otras cosas. Quizá por eso, por lo de no comer en su casa lo que comíaesa mala bestia, nos cebó mi madre en navidades con nada de hígado depalmípedo y mucha tortilla de patata. Algo que por otra parte nos parecía,y nos sigue pareciendo, un manjar digno de Afrodita.

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Allá en la cima de un monte, como si de un monasterio bu-dista se tratara, está su restaurante, con aspecto, para sertesincero, de observatorio meteorológico. O de platillo volante.

Todo está preparado para agradar, que uno tenga la sensa-ción de recompensa después de haber hecho el camino —¡co-mo Alain Prost!, me dice Idoia, cagándose en mis muertos—por una carretera que no lleva a ningún sitio. Como los pue-blos felices, en los que habitan locos de remate, gente que de-bería estar atada con grilletes o embridada con una buena ca-misa de fuerza.

Idoia está feliz en este lugar. No me extraña. En el bañohay champú de crocus sativum, tónico de spilax asmera, jabo-nes de flores reina de los prados y acondicionador de pelo quehuele a yema de huevo y flores de saúco. Pero no se comen,aún no pasamos a la mesa. Echaremos una siesta, si se tercia.

Idoia, dile a este señor que estamos encantados de estaraquí sentados. Y que presente nuestros respetos en la cocina.Hoy tienes fiesta. Nada de caprichos de senador romano. Na-da de traducir. Que decida el chef, que sea él quien escoja quéhemos de cenar. Sin que sirva de precedente. «Bien, señor. Asíserá. Que tengan una buena cena. ¿Beberán agua? ¿Vittel,Vichy, Sanpellegrino?»

¡Rediós! El maître se llama Serge y es argentino. Soy unboludo, cierro mi boquita de pitiminí.

Aterriza en nuestra mesa la Gargouillou clásica de verdu-ras, guarnecida con hierbas silvestres y granos germinados.Un plato del que pediría doble ración si fuera vaca y pudierahablar. Para llevar una muestra al granjero y explicar que sí,que seguro que es aquello lo que come la vache qui rit para es-tar todo el día con esa sonrisa de felicidad entre sus cuernos.Cigalas crujientes en un caldo espumoso de muserones, paraseguir. Foie gras de pato asado, hierba pourpier y tomates asa-dos con melaza y su jugo de cocción. Impecable. Puerros tier-nos en ensalada, copos de trufa de verano, tuber aestivum y

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una vinagreta de trufa negra, tuber melanosporum. Lomo decordero asado con hueso, patatas hervidas en caldo y un to-que de livèche. Queso de Laguiole; azules y quesos del merca-do. Tarta de frambuesas y jalea de fruta del momento, cremaespesa y toque de vainilla. Pera verde del país cocida con hojasde mélilot, praliné y sirope tibio de la cocción. Licor de leche ychocolate.

Copas, risas, caricias y subidón. A dormir.Tiziano decía que el sueño de un cobarde es cobarde. Yo

he sobado a pierna suelta. Me ha tocado la lotería y tengouna eibarresa en el lecho que rompe la pana. Y me preguntosi no hubiera salido también de boca del artista italiano quela pintura de un pintor con oficio se convierte a la larga enuna pintura que enmascara la imaginación. Quizá por eso in-quiete mucho a los pintores la acuarela, porque en ella loserrores son irreparables. ¿Y a quién no le gusta corregir? Sólola experiencia nos enseña que en la vida, seguramente comoen la pintura o en la cocina, hay mucho que corregir, pero noconviene rectificar demasiado. Los errores son a menudo mu-cho más gratificantes que la perfección. Y dan menos doloresde cabeza.

Volvemos a casa. Se acaba la pasta, a pesar de que antesllegaremos hasta la Riviera francesa, Côte d’Azûr. La vuelta lapasaremos a dieta de tortilla de patata y ensalada de tomate.No es mal negocio. La alta cocina cansa. Más si la ejerces enserio, en plan periodista. No lo puedo creer cuando veo a esosclientes que repasan la lista de lo que comieron y, con todoslos huevos que lleva un tocino de cielo, dicen, sin ruborizarse,lo que falta y lo que sobra. O lo que es peor, lo que añadirían yquitarían.

Como si cocinar fuera ir dando saltitos por un fogón conpinta de tío lila y añadiendo al antojo hierbitas, especias y de-más primores, mientras suena por el hilo musical Prudencede Wim Mertens. No te jode.

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Yo, como Descartes, tras muchos años de no saber nada,sigo sin tener ni pajolera idea de mi oficio.

Aunque no tiene mucho que ver con Francia, aprovechopara contarte que existió un tipo vizcaíno que se llamaba Ge-naro, un personaje de esos que nacen muy de vez en cuando.Y que fue uno de mis verdaderos héroes de juventud. Comomi madre, luego las amigas de mi hermana, el guitarrista PatMetheny, El Greco, Oscar Peterson al piano o Rafael, no San-zio sino el difunto jardinero de Villa Kurlinka, la casa de mispadres. O Miguel Delibes, Rank Xerox, Dino Buzzati el cuen-tista, Thelonious Monk, mi tío Luis y el Ché. El Bosco, Álva-rez Rabo, Miles Davis, Brueguel, Frank Sinatra, The Kinks oRoger Vergé.

Mantuve con él, con Genaro, una correspondencia queduró años. Escribía sus cartas a mano y siempre me alentó, enmomentos duros en los que tuve la sensación de ser un mo-jón: que siguiera, que no me rindiera, como decía tambiénKoteto.

Me prometió una comida en su viejo Guria cuando volvie-ra a casa. «En ningún sitio estarás mejor que aquí, en Euska-di», me escribía con pulso firme y letra impecable.

El día que regresé lo llamé desde el aeropuerto. «¡Sube!»,me dijo justo antes de colgar el teléfono.

Cocinó para mí: centollo en ensalada; una rica sopa de pes-cado a la ondarresa; revuelto de zizas20 de primavera; bogavan-te del Cantábrico asado a la mostaza. Y los cuatro bacalaos:pil-pil, vizcaína, club Ranero y del chef. Medallón de terneraElixabete. Steak tartare aliñado con whisky y manitas de cerdocon morros a la vizcaína. Tostadas Guría y mantecado.

Cuando sólo me quede la comida y no pueda ya con ella,cuando me agarre a los recuerdos de mesa y mantel y alivie a

20. Setas de San Jorge, Calocybe gambosa o Tricholoma georgii.

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ese náufrago que ha creado mi propia vida, recordaré a Ge-naro Pildaín ajustándose el mandil y repitiendo una y otravez que la mejor gelatina del bacalao está en la cola, no en loslomos. Esa miel del pescado que se te pega en los labios y res-bala por la boca hasta las cocinas del estómago.

Yo, que cojo kilos con una facilidad pasmosa, y no preci-samente por tener nervios de esos que hacen engordar, hedescubierto una nueva y fabulosa manera de comer: la de laescritura.

Al igual que hacía Jean-François Revel —salvando las dis-tancias, of course—, este festín de palabras me hace feliz. Pre-dispone a una nueva digestión, un ratito de siesta y a seguircontando batallitas, comiendo sin piedad.

Si es que no muero ahora mismo, joven y empachado, co-mo James Dean o Jimmi Hendrix.

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11

cuento antropofágico

Hace unos años, invité al escritor Enrique Vila-Matas a uncurso de literatura que se organizaba en la Universidad Vascade Verano. Estábamos los dos en la mesa central, soportandola mirada atenta de los alumnos, cuando Enrique comenzó,súbitamente, a toser y a asfixiarse. Le di unas palmadas en laespalda, le ofrecí agua… Nada. Estaba escrito que mi admi-rado escritor iba a morir aquel día allí mismo: todos los queasistimos a la conferencia nos inquietamos con el inesperadoespectáculo hasta que el buen hombre recuperó, por fin, larespiración.

Al mediodía tuve ocasión de comprobar que hay personasque no saben comer, que no aman la comida. Hay seres, co-mo el admirado Vila-Matas, incapaces de devorar lo que aotros produce placer inenarrable. Me acuerdo de que en lacomida hubo pichón asado, entre otros alimentos. Enriqueno podía. Por lo visto, ningún bicho que en vida se movierapuede entrar por su boca. Sólo le gusta la pasta con un pocode tomate. C’est tout.

Pero a lo que iba: en aquella comida, en la que también es-taba su mujer, asistí a una lección impagable sobre lo que aconfundir literatura y vida se refiere. Quiero decir con esto queEnrique Vila-Matas no distingue muy bien qué es vida y qué es

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literatura. O que, en caso de distinguirlas, ha decidido que am-bas cosas sean la misma. Por ello me gusta tanto su escritura.Enrique escribe, por ejemplo, que André Gide, Proust, Duras,Hemingway o quien sea, dijo algo que cita entre comillas, peronunca sabes, a ciencia cierta, si es el propio Enrique quien lodice, o si se trata de una cita verdadera. Con él nunca se sabedónde comienza la realidad y dónde la ficción. La lectura desus obras provoca, cuando menos, zozobra.

En resumidas cuentas, Enrique dijo a su mujer en la comi-da: «En la conferencia me ha quedado muy bien la parte en laque me asfixiaba».

Es decir, Enrique tenía previsto asfixiarse realmente en unmomento dado de su intervención como apoyo a lo que decía.

Increíble. Inaudito. Magnífico. Genial.Salvando las distancias, y con aviso previo, me propongo

ahora imitar al amigo Vila-Matas, rompiendo el tono que has-ta ahora tenía mi escritura. Nada que ver con todo lo que hastaahora has leído en este libro que, más o menos, ha tratado derecuerdos exagerados. Lo que viene a continuación está cons-truido con otro tipo de material, además del que le es propioa la memoria. Es más, en ocasiones, para contar fehaciente-mente alguna realidad, no cabe otra que sentar la ficción a lamesa.

El recuerdo de comidas puede contarse de mil maneras, lasformas del relato son infinitas, pero, si me lo permites, megustaría escribir ahora un cuento referido al simbolismo de lacomida o, mejor aún, al hecho mismo de comer. No se meocurre otra forma que el cuento para explicar lo que quierodecir.

Ya he dicho que, con frecuencia, se necesita de lo imagina-do para narrar las cosas con exactitud. A veces es en la huidadonde uno se encuentra de verdad, en la ficción donde uno re-conoce como en ningún otro lugar la realidad. También esmuy posible que todo esto sea un síntoma psicótico ocasiona-

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do por la lectura del capítulo anterior de David, tan trufadode excesos e incontinencias. No lo sé, pero además de quererentretenerte con asuntos de comida y cocina, este libro tam-bién procura dar alivio espiritual a sus autores gorrinos. Paraque no acaben reventando.

La cuestión es que quiero referirme, metafóricamente ydesde cierta distancia, a la figura del padre. En estos asuntosdel comer y de la mesa, siempre acude la imagen de la madreo la abuela, la de la mujer, en definitiva. Pero ¿qué pasa con elpadre? ¿Dónde se mete ese señor que estaba leyendo el perió-dico hasta hace un ratito y que súbitamente ha desaparecidocuando se han encendido los fuegos de la cocina? ¿Dónde es-tá ahora que los cachorros reclaman manduca? ¿Surge de élese silbido que escuchamos desde la vía?

Se trata, sin duda, de un enigma de los que las enciclope-dias no resuelven. Seguramente habrá salido de la cueva a ca-zar algún bisonte mientras ellas se dedican a lo superfluo.

Menos mal que existen excepciones. Contemos el cuentode Horacio. Y el de su padre, que, aunque muere con más pe-na que gloria al comenzar el relato, tiene un papel estelar,francamente importante.

—Me voy con dos penas en el alma, Horacio. Te dejo en estemundo más solo que la una, y me muero sin haber visto nun-ca Moscú. ¡Qué pena!

Horacio, sentado en la cama de hospital de su padre, ape-nas notó un ligero temblor en aquella mano fría que guarda-ba entre las suyas. Ni siquiera dio importancia a la palidez sú-bita en el rostro del anciano.

Lo cierto es que tenía perdida la conciencia más allá delcristal de la ventana de la habitación del hospital, donde enun jardín interior y excesivamente forzado, veía llegar hastala altura del tercer piso las ramas más altas de dos abedules.

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Tuvo que ser una enfermera que venía a reponer el sueroquien le diera la noticia:

—Horacio, tu padre acaba de morir —dijo, mientras reti-raba la mano del muerto de entre las de Horacio.

El chico, ya hombretón, pensó entonces que si los abedu-les hubieran sido plantados a campo abierto, habrían sido ca-paces de crecer hasta el cuarto piso y más. Quizás, incluso,hasta más arriba de la azotea.

En un par de días, todo se hizo tal y como su padre habíaprevisto: ni funerales ni gaitas benditas. Horacio se encontróa las puertas del crematorio con un recipiente de metal dora-do donde se guardaban las cenizas del difunto.

El recipiente que su padre había elegido parecía un huevode avestruz extraño, lo había elegido su padre de un catálogoque circulaba por las habitaciones del hospital. funeraria elreposo, rezaba en la parte superior, y más abajo, encima depequeñas fotos que reproducía modelos diversos, se podía leerun texto entre paréntesis: gran surtido en urnas funerarias, ni-chos y panteones.

Lo primero que hizo Horacio al llegar a casa fue mirar elhorario de trenes en Hendaya. Luego, en una mochilita, me-tió lo imprescindible: mudas suficientes, un jersey, una cami-sa, el neceser y una gabardina. También metió un libro. Me-jor dicho, el libro, el único que cientos de veces había leído ensu vida: Los cuentos de la selva, de Horacio Quiroga.

«Tu madre y yo te pusimos el nombre en su honor, Horacio—le había dicho docenas de veces su difunto padre—. Léelosiempre que puedas. En esas páginas encontrarás todas las res-puestas.»

Después Horacio metió en su cartera aquellas tres tarjetasde plástico que su padre había previsto para él. También me-tió una cajita de madera, en la que su progenitor guardaba lacolección de billetes y monedas.

«Con estas tarjetas, podrás conseguir el cielo y la tierra —le

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había dicho—. Aunque parezca mentira, hoy en día las cosasson así: metes estas tarjetas en la ranura, y sale todo el dineroque necesitas. No lo olvides nunca.»

Horacio no iba a olvidarlo. No iba a olvidar ninguna delas cosas que su padre le había enseñado. A él le bastaban pa-ra la vida todas las enseñanzas recibidas. De su padre, y delajado libro de Quiroga.

«Confunden la felicidad con otra cosa, Horacio —le habíadicho su padre en otra ocasión—. Quieren tener las cosas re-petidas: dos autos, dos pares de zapatos, dos gabardinas, dosmujeres, dos casas... ¿Para qué diablos quieren dos casas, sisólo pueden estar en una? No lo olvides nunca, Horacio, elmás rico es aquel que no necesita nada.»

Cuando llegó a la estación, pidió un billete a París, a la vezque soltaba la tarjeta American Express en la ventanilla. Unaseñora con gafas le expidió el billete del TGV, antes de decir-le: «Merci, monsieur».

Horacio tenía hambre y enfrente de la misma terminal, alotro lado de la carretera, vio unos panes en un escaparate. Enletras blancas se leía boulangerie.

—Chocolate y pan —dijo.—Oui, monsieur —le respondieron, antes de ofrecerle una

tableta y una baguette. Horacio llevó el dedo índice al pan y después alzó dos de-

dos en vertical. Quería dos barras de pan y no una, y tambiéndos tabletas de chocolate. Se las dieron, pagó con un montónde monedas que ofreció en la palma de su mano abierta, puesél no sabía cuánto valían los francos franceses, ni falta que lehacía. La panadera se sirvió a gusto, devolviéndole el cambio,tres monedas más pequeñas.

Salió del establecimiento y se sentó en uno de los bancosvacíos, frente a la estación. Abrió una de las tabletas con an-siedad y se puso a comer. Arrancó con la mano un trozo depan y, a sus migas, acudió un perrito de color oscuro, con as-

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pecto de haberse peleado con todos los gatos del lugar: eratuerto, y en el hocico tenía cicatrices que hablaban de cruen-tas trifulcas.

Horacio lo bautizó de inmediato: Turco. Y le lanzó —aun-que sabía que a los perros no les conviene— un trozo de cho-colate. Su padre le había enseñado que el chocolate era muymalo para los perros, que no pueden digerirlo y que unas toxi-nas quedan para siempre acumuladas en su sangre. Pero tam-bién le había enseñado que, a veces, hay que hacer cosas queno convienen o no están del todo bien, si con ello se siente unomejor. Como cuando lo llevó a casa de Adela, para que sintie-ra que la piel de las mujeres es diferente a la de los hombres.

Y vaya si lo era. No lo olvidaría nunca. Su padre le habíadicho que había llegado la hora. Que iban a ir a casa de Adela.Que hasta su difunta esposa vería con buenos ojos una cosaasí. Era un 7 de abril, el día que Horacio cumplía veinticuatroaños.

En el interior de aquella habitación, Horacio comprendióque en la vida hay cosas que no se pueden explicar, cosas que nisiquiera puedes haber imaginado. Por ejemplo, la boca de Ade-la, las manos de Adela, los pechos de Adela, la cintura de Adelay aquello otro que tenía Adela. «Tráelo de vuelta cuando quie-ras, Antón —dijo Adela a su padre, cuando Horacio salió de lahabitación—, no es preciso esperar hasta el año que viene. Estosí que es un chaval como Dios manda, y no esos pitocortos quenos frecuentan.»

Lanzó otro trozo de chocolate a Turco, que lo cazó en elaire, como si tragara de golpe una avispa, sin dar tiempo si-quiera a que tocara el suelo. Luego sonó una llamada en el al-tavoz y Horacio se levantó para coger el tren.

—Adiós, Turco —dijo al perro, soltándole un último tro-zo, antes de guardar los restos en la mochilita. Luego observóque el perrito lo seguía hacia el andén, y dijo—: Tú no poderentrar en tren. Yo, Moscú. Perros prohibido.

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Horacio se acomodó en su asiento tras haber dispuesto lamochila y el huevo de avestruz en el portaequipajes. Compro-bó una y otra vez que el recipiente permanecía perfectamentecerrado. Se sentó en su asiento sin mirar a los demás pasaje-ros, apoyó la cabeza contra el cristal de la ventana e, inmedia-tamente, empezó a emitir un leve ronquido, sin darse cuentade la increíble velocidad que era capaz de desarrollar el tren ysin hacer caso al paisaje verde y llano que pasaba como enuna película excesivamente acelerada.

Cuando, al rato, el revisor lo despertó para pedirle el bille-te, otro asunto más urgente preocupaba a Horacio: se habíadado cuenta de que el perrito de la estación estaba oculto de-bajo del asiento, y se refugiaba detrás de sus talones. No sin-tió curiosidad por saber cómo había hecho el perro para lle-gar hasta el interior del tren. Le inquietaba que el revisor, ocualquier pasajero del vagón, pensara que aquel perro le per-tenecía. «Los perros, los gatos, los peces y los pájaros no sonde nadie, Horacio —le había dicho en una ocasión su pa-dre—. Se pertenecen a sí mismos y no se deben comprar nivender nunca. Desconfía de quien los posea.»

El paisaje había cambiado. Cientos de miles de eucaliptosverticales lo cubrían todo hasta el horizonte. A Horacio le pa-reció haber visto un oso panda colgado de una rama, peroluego se dijo que eso era imposible. Que los osos pandas vi-ven exclusivamente en bosques de bambúes, de cuyas hojas sealimentan. Que de haber algún animal en aquellos árboles,debía de tratarse de algún koala, pues ésos sí que comen hojasde eucalipto. Luego volvió a apoyar la cabeza en el cristal, ysintiendo al perro dormido en sus tobillos, hizo lo mismo queel animal.

La estación de París era por lo menos veinte veces másgrande que la de Hendaya. Horacio nunca había imaginadoque tanta gente se pudiera dar cita en un mismo lugar. Entrela multitud que iba y venía acelerada, casi se le cayó dos veces

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la urna. Finalmente vio la palabra berlín escrita en un cartelde luces rojas. Turco no se separaba medio metro de sus talo-nes. Se acercaron a buscar un billete.

—Berlín —dijo, al tiempo que mostraba una de aquellastarjetas de plástico.

—Le passeport, s’il vous plaît, monsieur —le exigió el dela ventanilla.

Para esperar la hora entera que faltaba para la salida deltren, Horacio sacó su libro de la mochila y se puso a leer porenésima vez la historia del yarará de Quiroga. Turco habíadesaparecido, pero Horacio tenía la impresión de que antes odespués volvería a aparecer.

El tren hacia Berlín era muy diferente del que lo había lle-vado a París. No era tan rápido, y además estaba organizadode otra forma: a lo largo del pasillo tenía compartimientosque se ocultaban tras cortinas bastas de flores y colores. Eltren iba medio vacío y Turco y él eran los únicos viajeros en elcompartimiento donde cabían seis personas. Horacio se tum-bó en toda la longitud que permitía el asiento. Turco perma-neció oculto.

Lo despertó la aminoración de la marcha. El tren perdíavelocidad y en un cartel de letras blancas pudo leer: Frank-furt. El tren paró en la estación y una señora, bastante gorda,entró en el compartimiento. También el revisor.

—Verzeihung, wir treffen in Berlin ein. Wenn Sie weiternach Warschau wollen, können Sie im Zug bleiben, aberdann werden Sie zwei Stunden noch warten.

—Yo, Moscú —dijo Horacio, dándose cuenta de que erala primera vez que oía hablar en aquella lengua tan extraña,llena de jotas y zetas.

—Sehr gut, dann gebe Ich Ihnen einen Fahrtzuschlag bisBerlinen —dijo el hombre, sacando una maquinita de una es-pecie de bolsa de cuero. Después tendió el billete a Horacio—.175 Mark.

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Horacio miró el papel sin haber entendido nada. Él queríaun billete hasta Moscú, pero en el papel venía bien claro eldestino: Berlín. Y al lado una inscripción en tinta: 175 Mark.Dedujo que era el precio del billete hasta Berlín y extendióuna de sus tarjetas al revisor. Éste dijo «Danke» y la pasó porla maquinita. Luego le ofreció un recibo y un bolígrafo, con elque Horacio escribió, como pudo, la gran H que le servía defirma. Su padre se lo había enseñado a hacer a la perfección.

Finalizado el trámite de los billetes, el revisor cerró la puer-ta del compartimiento y Horacio se puso a leer de nuevo, ha-ciendo caso omiso de la dama, que constantemente sonreía.

No podía leer más. No es que estuviera cansado, pero hacíamás de doce horas que había comenzado el viaje. Apoyó la ca-ra en el cristal de la ventana; en lugar de encontrar descanso,halló excitación: el cristal vibraba con el traqueteo, y aquellascosquillas despertaron el recuerdo de Adela y, con ello, el pája-ro —como decía su padre— empezó a aumentar de tamaño.

Fue entonces cuando la señora se puso en pie, cerró concuidado las cortinas del compartimiento, echó el pestillo y di-jo: «Ich Anna».

Horacio quiso responderle que él se llamaba Horacio, perono le salían las palabras. La señora puso una de sus manos enlos muslos de Horacio y más arriba, donde anidan los pájaros.Con la otra sacó sus pechos enormes por encima del escote yHoracio vio que aquellas cumbres se parecían a las de Adela.

Turco permaneció en silencio y quieto todo el tiempo.Apenas si alzaba los ojos para ver la escena, aunque en unaocasión tuvo que apartarse al otro lado, para dejar pasar larodilla de Anna, que se le venía encima.

Cuando descendieron en la estación de Berlín, Anna dijoauf wiederseen a Horacio, a la vez que le ofrecía una bolsa deplástico verde. Dentro había un gran pastel de frutas rojas ychocolate, una sachertorte. Distraído con aquella delicia, Ho-racio no pudo ver por dónde había desaparecido Anna.

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Era increíble, en aquella estación había aún más gente queen la de París. Horacio vio enseguida las gorras exageradasde los policías germanos y miró a su espalda buscando a Tur-co: no estaba.

Se dirigió hacia donde apuntaba una flecha que rezabamoskau. Antes de llegar a la taquilla le indicaron que era ne-cesario pasar por el detector de metales. Un policía habló eninglés con él, cuando vio pasar el pastel de Anna, la mochila yla urna por el detector. Señalando esta última, dijo:

—What is this?—Yo no comprender —respondió Horacio. Cuando Horacio vio que aquel hombre se disponía a abrir

el recipiente —seguramente para ver si dentro había droga—,dijo: «Eso, mi padre», pero el policía no debió de entendermuy bien lo que decía, pues abrió el huevo gigante, introdujoun dedo en el polvo oscuro, y se lo llevó primero a la nariz ydespués a la lengua.

Cuando el policía se dio cuenta de que realmente eran ce-nizas de un muerto, salió pitando buscando un baño. Otropolicía indicó a Horacio que podía pasar y sacar su billete, deuna santa vez.

Cuando lo hizo, escogió un lugar tranquilo para la largaespera y comenzó a comer el pastel de Anna. Una delicia. Poruna esquina apareció Turco y también hubo ración para él.El perro movía la cola cada vez que recibía un trozo. A Hora-cio le daba lo mismo pero, puestos a pensar, casi era preferi-ble viajar acompañado de aquel chucho.

Hacía mucho que había anochecido, y fuera llovía. Horacioabrió al tuntún el libro de Quiroga, que nuevamente le atrapóentre helechos y brumas de la selva. Luego se quedó dormido.

El tren que iba a Moscú era idéntico al que lo había lleva-do a Berlín. A Horacio le parecía que se trataba del mismo,pues las cortinas de los compartimientos eran iguales. El olortambién era idéntico, como a fresas de ambientador de bote.

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En el compartimiento que le había tocado no había ahoraninguna Anna. Sólo tres chicos morenos que no paraban dehablar entre ellos. Cuando vieron a un hombretón como él, se-guido de un perro tan chiquito entrando en el compartimiento,rieron sin disimulo. De toda la perorata, Horacio sólo pudo re-conocer el nombre Bucarest. Quizá fueran rumanos. Llevabanel pelo engominado y, cada dos por tres, sacaban un peine delbolsillo trasero del pantalón. No paraban de peinarse, como situvieran un tic nervioso.

Horacio no se fiaba de su aspecto. De las muñecas les col-gaban grandes pulseras brillantes y del cuello cadenas que pa-recían de oro.

«El que verdaderamente posee riquezas no necesita mos-trar nada —otra enseñanza de su padre—. Desconfía de laopulencia, sobre todo si es muy aparente.»

Dejó la mochila y la bolsa de Anna con restos de pastel enel portaequipajes, pero no estaba dispuesto a separarse delhuevo de oro que aquellos tres individuos de vez en cuandomiraban.

Más allá del cristal de la ventana, no se veía nada. Debía deser medianoche. Sólo puntos de luz desconocidos, que pasabancomo luciérnagas en la oscuridad. Tenía el libro al lado, enci-ma del asiento vacío, pero no había luz suficiente para la lectu-ra. También Turco parecía intranquilo, oculto a sus pies. Se lenotaba en la forma de respirar y en la posición de las orejas. Fi-nalmente, Horacio se quedó dormido, abrazado al huevo.

Sintió algo y despertó. Los tres muchachos tenían en susmanos la urna que le pertenecía. También su padre le habíaenseñado que había que guardar lo que era de uno, y que sedebía estar dispuesto a defenderlo. Horacio agarró a uno delos muchachos por el brazo y se lo retorció con fuerza. Luegosintió el filo de una navaja en la garganta. Recordó con másprecisión la enseñanza paterna: «Hay que defender lo que esde uno y se ha de estar dispuesto a luchar por ello siempre.

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Hasta un punto, claro. Porque si el riesgo aumenta, hay quedecidir si el precio merece la pena».

Horacio sabía que aquel huevo de oro falso no valía lo queen aquel instante se jugaba, e hizo indicaciones de que se cal-maría. Luego gesticuló para decir que no era el huevo lo queél quería guardar y, metiéndose en la boca todos los trozos depastel que quedaban, ofreció a los jóvenes la bolsa de plásticovacía para que introdujeran allí lo que en la hornacina había.

Uno de los jóvenes, el que tenía los colmillos forrados, sedio cuenta de lo que sucedía y, tras poner cara de asco, arrojócon violencia el huevo de oro que, abriéndose, esparció todoel polvo en el suelo del compartimiento.

Al ver el espectáculo, otro de los jóvenes recogió los dosmedios huevos del suelo y, a continuación, agarrando la mo-chila de Horacio del portaequipajes, dio instrucciones a losotros dos: los tres huyeron por el pasillo.

Horacio, agachado, recogía todas las cenizas que podía.No quería ver así a su padre. Necesitaba la compañía de aquelpolvo; sin él, se moriría.

Cuando conseguía reunir un puñado, lo introducía en labolsa que Anna le había dado. Lo más difícil fue al final,cuando ya sólo quedaba una capa de polvo, imposible deamontonar. Horacio cogió el libro por los bordes y consiguióhacer pequeñas rayas que incorporaba con los dedos a lo re-cogido en la bolsa. Pero siempre quedaba más, motas de pol-vo que no lograba recoger.

Se puso de pie y se llevó la mano libre al bolsillo trasero delpantalón: efectivamente, la cartera seguía en su sitio. Luegomiró a la bolsa, y veía que parte del polvo quedaba pegada alplástico, donde el pastel de Anna había dejado su dulce rastro.Y luego lo vio. Vio el minúsculo agujero que la bolsa tenía enel fondo. Y el chorrito de polvo que caía como en un reloj ro-mano, buscando de nuevo el suelo.

Tapó el agujero con la mano que había usado para palpar-

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se la cartera. Con la otra sostenía la bolsa. Se sentó con la es-palda rígida, con la vista fija en la bolsa de Anna y en el agu-jerito que comprimía con una mano. Todavía quedaban res-tos de ceniza en el suelo. No podía recogerlos, tenía las dosmanos ocupadas.

Estuvo así erguido más de media hora. Había comprobadoque los rumanos no se habían llevado la gabardina que, plega-da, había quedado fuera de la mochila. Ni el libro de Quiroga,que continuaba a su lado, sobre el asiento. En su desgracia,Horacio sintió una especie de felicidad al ver sus gastadas cu-biertas. Se sentía acompañado.

Los altavoces anunciaron que pronto llegarían a Praga.Horacio debía tomar una determinación. No podía continuarcon las dos manos ocupadas con la bolsa, y tampoco podíadesprenderse de las cenizas antes de llegar a Moscú. Se mori-ría de pena, por no cumplir el último deseo de su padre, aquien tanto debía y amaba.

Consiguió meter dentro la mano que sujetaba la bolsa.Tomó un poco de polvo y se lo llevó a la boca. Lo tragó. Pocoimportaba el medio de transporte. A su padre le daba igualviajar en un huevo de oro, en una bolsa de plástico o en el es-tómago de Horacio. Con tal de llegar a Rusia.

Decidió que guardaría lo que cupiera en los bolsillos delpantalón, y la otra mitad se la tragaría.

Cuando hubo completado los bolsillos, continuó con lafaena. El polvo no tenía sabor especial, ni bueno ni malo. Nosabía a nada. Pero a cada puñado que tragaba, la sed aumen-taba. Cuando Horacio se llevó el último puñado a la boca, losaltavoces anunciaron que habían llegado a Praga. Turco, aje-no a lo que sucedía, permanecía dormido debajo del asientoque Horacio ocupaba.

Por la ventana no se veía a nadie en la estación. Sólo uncartel que rezaba en letras grandes: praha.

Dos mujeres enormes, que no había visto subir al tren, en-

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traron en el compartimiento muy cargadas. Horacio las ayu-dó a poner las cosas en el portaequipajes de arriba. Las muje-res le sonrieron hasta que vieron a Turco moverse. EntoncesHoracio dijo:

—Ese Turco, yo Horacio. Perros prohibido. Ustedes silen-cio —y las mujeres se sentaron en su lugar, desconcertadas.

Amanecía ya. El tren pitó y al rato las dos mujeres se que-daron dormidas, apoyadas la una en la otra. Horacio no qui-taba ojo de una botella de agua que asomaba de una de lasbolsas: se moría de sed. Se dijo que era una pena no conocerlenguas. Luego él también se durmió.

Cuando despertó, vio que las dos mujeronas le mirabansonrientes. Hizo el gesto de beber con la mano y luego señalóla botella. Las mujeres le respondieron que sí con la cabeza yHoracio, levantándose, cogió la botella, la abrió y de un tra-go bebió casi todo el contenido.

Sintió cómo su boca se regaba, cómo el agua arrastraba elpolvo del camino y cómo, finalmente, formaba una papilla enel estómago. Hizo un gesto de agradecimiento a las mujeresque continuaban sonriendo, dejó la botella en el lugar que lecorrespondía y se quedó de nuevo adormilado.

Cuando despertó, las mujeres ya se habían ido. No las ha-bía sentido partir y Turco no le había avisado. Las habríaayudado con mucho gusto con el equipaje.

Por unas largas y quemadas chimeneas que Horacio vio ve-nir por la ventana, supo que por fin llegaban a Moscú. Ya erahora. Las casas y los edificios que divisaba le parecieron másgrises de lo habitual, como si estuvieran construidos de ceniza.Con la frente pegada al cristal, se dijo que nunca había vistouna luz semejante, como si no consiguiera iluminar las cosasque alumbraba. Nada brillaba. Los negros de los techos de pi-zarra, los rojos de las tejas, los verdes de las planchas de zincoxidadas, parecían apagados, de una gama hasta entoncesdesconocida.

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En la estación volvieron a pedirle el pasaporte en inglés y vioa tres policías que, descamisados, corrían detrás de un perritonegro gritando Niet!

Luego le gritaron a él en ruso. Seguramente le decían queno se podía traer perros a Rusia, que no se podía viajar conperros en tren, que estaba prohibido llevarlos sin papeles ysin correa...

—Perro no mío. Turco, muy suyo —dijo desentendiéndo-se, y lo dejaron marchar.

Cuando salió de la estación, y mientras se aseguraba de quela mitad de su padre seguía en los bolsillos, Turco acudió a suspies raudo. Aquella ciudad aparentaba estar construida a par-ches y, además, hacía un frío del demonio. Horacio se abrochóel último botón de la gabardina y se dirigió a una calle tan lar-ga que no se veía dónde acababa. Poco importaba lo que a él lepareciera todo lo que veía o pudiera ver. Su padre ya estaba enMoscú, y era eso lo que contaba.

Al caminar calle arriba, sintió un cosquilleo en el musloderecho: perdía a su padre en un hilillo. Sin esperar más, co-gió todo el polvo que pudo y se lo tragó de un golpe. En mi-tad de la calle.

Continuó caminando hasta una plaza donde había doce-nas de viejos autobuses aparcados. Apenas pasaban automó-viles y tampoco había mucha gente. Se dijo que se debería a lahora tan temprana. También se preguntaba si aquella plaza legustaba a su padre, si era así como él imaginaba la ciudad desus sueños.

Luego se dirigió a un enorme parque que se divisaba al otrolado de la plaza y se sentó en uno de los bancos. Tiritando defrío, se metió las manos en los bolsillos, y en el izquierdo com-probó que allí seguía su padre, o lo que de él quedaba. Primeroun puñado, luego otro, acabó por comérselo del todo.

En el parque había una gran escultura caída. Eran restosde un monumento a un hombre con perilla y bigotito. De ca-

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ra un poco achinada. No podía aguantarse más las ganas, yorinó allí mismo, sobre la enorme cabeza de la estatua derrui-da. Turco hizo lo propio, levantando la patita.

Se volvió a sentar en el banco, y esa vez sí, con las dos ma-nos completamente metidas en los bolsillos, se preguntó quées lo que debía hacer ahora. Nunca en la vida se había sentidotan solo.

Al rato sintió como si alguien hablara en su estómago:«Moscú es bonito, pero hace un frío del carajo. Vámonos a LaHabana».

Horacio se levantó y se puso a caminar con decisión, pre-guntando a Turco si lo acompañaba al aeropuerto.

El perro, moviendo el rabo, se dijo que no era del todo malplan seguir los pasos de aquel chicarrón tan elemental.

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de la nata sale el queso; de los quesos, los quesitos y, de los huachinangos grandes,

salen los huachinanguitos

Dan las siete de la mañana y la radio anuncia un día de ago-biante chicharra. Apuro el café con hielo. Mientras, observoque una china avanza hacia mí con su mazo de rosas, desde elfondo de la barra. De un brinco me planto en la calle, no vayaa ser que me cuelgue una en la solapa. Aborrezco las rosas ylos claveles.

Algunas caseras aún no han llegado y Alicio ya está mero-deando como un yonqui entre los puestos del mercado. Es unviejo rockero, cocinero de la antigua escuela que nunca insta-laría un teléfono a pie de fogón. A él, que no le den la murga.Eso de comprar por teléfono es de pichaflojas.

Este navarro con pinta silvestre es el mejor cocinero deSan Sebastián, que es como decir casi del mundo entero. Laprimera vez que Julián Armendáriz1 me extendió la patentede corso para entrar en las aguas del restaurante Ibai, supeque quien cocinaba aquellas virguerías madrugaba mucho.Porque el parné, aunque muchos jorotos piensen que todo lo

1. A éste lo conozco desde que mi padre me lo presentó, cuando yo lle-vaba pantalón corto y las rodillas plagadas de postillas. Es un Pantaleóncon muchos y muy buenos amigos, que anda por la vida intentando echarun cable a los demás, siempre que sea posible. También conoce a todos y

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puede, no es lo único que hace falta para conseguir una exce-lente cesta de la compra. Y cuando se sabe comprar comoAlicio, el resto es cuestión de insistir y de cocinar mucho.

Pocos garitos estrellados manejan productos de semejantecalidad en sus cocinas.2 En la ciudad, ninguno.

No hay carta, ni falta que hace. Y empieza el asunto: hoytengo verdura, guisantito de Ulia, habita de Hondarribia, pata-ta nueva, zizas,3 espárrago navarro. Os puedo poner encima unhuevo escalfado. Anchoa pequeña de arena, de las de cebo, ocrecidita y más sabrosa. La que prefiráis. Bacalao ligado en ajo-arriero. Kokotxa rebozada o en salsa. Tengo percebe gordo ga-llego, cigala irlandesa a la plancha y chipirón de la bahía, queos puedo hacer con ajos. También se puede en su tinta. Almejacon arroz —muy distinto de un arroz con almejas, así, en plu-ral—, cabrarrocas en salsa con patatitas —os puedo meterunos guisantes, como le gusta a Fernando Gárate—. Mero. Ra-pe asado al horno con pimientos morrones. Lenguado de kiloseiscientos. Y vaca de aquí. Tengo guisados los callos con patasy morros a la vizcaína. La chuleta de lomo bajo y el solomillo.

cada uno de los cocineros de este país y los mejores vinateros, y se echa lasmanos a la cabeza para no desternillarse cuando, en plena conversación,Juan Mari Arzak se echa un pedo sin ningún pudor, uno de esos que sueltapensando que nadie lo puede oír. O cuando Ferran Adrià se atraganta ylanza un felipón en plena ingesta de aceitunas rellenas de anchoa, o cuandoRamón Roteta se mancha el pantalón de discreto estampado a cuadrosazul celeste escocés con un churrete del bocata de sardinas con membrilloque se está metiendo entre pecho y espalda.

2. Alicio no se anda con tonterías. Para empezar, entras en su local yJuantxo le cubre la retaguardia, mientras él se toma un chiquito camufladoentre los taburetes de la barra. Los que conocemos cómo funciona aquello,sabemos que hemos de tirar hasta el fondo y descender por las escaleras,sin remilgos, con decisión y valentía. Sin preguntar nada, un leve saludo yhasta el fondo. Sólo quien pregunta si allá dan de comer o calza pintas decocinero listillo o periodista capullo, tiene cerradas a cal y canto las puertasdel paraíso. A la puta calle.

3. Setas de primavera, setas de san Jorge.

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Y el resto del año, malvices con arroz, pochas viudas, car-do, borraja, angula en ensalada o en cazuela, como toda la vi-da. Becada asada, patata con trufa y huevo, ostras con caviaro nécora cocida o a la plancha.

Un queso de Urbia de cortar las hemorragias, el chorizo co-cido de aperitivo y la sonrisa de Isabel son suficientes alicien-tes para un lugar en el que me siento como en casa, pero con laventaja de no estar obligado a meter nada en el lavavajillas.

Además, he de esperar un buen rato. He pedido en nume-rosas ocasiones que me dejen pasar a la cocina, o estar allíuna mañana. No hay manera. Como ocurre en las grandesguerras, creo que aún no tengo suficientes tiros pegados paraque me dejen entrar a la reserva. Yo, que me he colado comohe podido en tantas y tantas cocinas pomposas, no he podidoaún entrar en ésa a echar el ojo. Algo que me pone mucho,por cierto. Creo que Alicio sabe ya que soy un cocodrilo y to-ma sus precauciones. Por si acaso.

Como en las películas de gansters, es frecuente que en supuerta se agolpen los autos de la camorra local. Allí suelen es-perar chóferes y guardaespaldas a que sus amos apuren lascopas y salgan con un cigarro habano y los malos humosatemperados.

En ese mismo lugar, se sientan muy a menudo los mejorescocineros que todos conocemos. Pedro Subijana, Martín Be-rasategui, Iñaki Oyarbide, Manolo de la Osa, Hilario Arbe-laitz, Juan Mari Arzak, Santi Santamaría, Ferran Adrià, JoanRoca o Andoni Luis Aduriz.4 Unos van haciendo de padrinos

4. Por cierto, habéis de saber del colega Andoni, de una vez por todas,para toda la vida, que tenéis al hombre torturado, que Luis es primer apelli-do, Andoni nombre y Aduriz segundo apellido. Que ya está bien. O sea, que niAndoni Aduriz ni monsergas por el estilo, que seguro que a Berasategui no legustaría que lo llamaran Martín Olazábal; ni a Subijana, Pedro Reza; ni al se-ñor Arzak, Juan Mari Arratibel. ¡Por Dios! Aunque a este último, mucho lis-to que dice conocerlo lo llame Jose Mari, que es nombre de forzudo pelotari.

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de los otros, para que Alicio ande tranquilo y sepa que el queentra por primera vez es de fiar. Que es lo mismo que compor-tarse y no decir ni mu a todo lo que sale de la cocina. Chitón.

En el viejo Bodegón Alejandro, el padre de Martín Berasa-tegui decidía quién entraba y quién no. Y si a algún despistadose le ocurría sugerir alguna patochada o poner peros a la tem-peratura del vino, a la iluminación o al volumen alto de la con-versación de la cuadrilla vecina, los subía hasta la calle FermínCalbetón, desde la que se podían ver los balcones de Casa Ni-colasa. Y señalando el camino, para que no tuvieran duda, lesindicaba el restaurante en el que debían continuar la comida.A tomar por culo.

Por aquellos años, el restaurante de Nicolasa Pradera era elmejor de la ciudad. Ubicado en un céntrico primer piso cerca-no al hotel María Cristina, fue refugio de políticos, aristócra-tas y caciques adinerados que se refugiaban en sus mesas paraprobar los platos sabrosos y refinados de una guisandera le-gendaria. Una cocina con espíritu y hechuras francesas, adap-tada a la cesta de la compra y al gusto de los donostiarras y ve-raneantes de alto copete, que como todos sabemos, en mayoro menor medida, hartos de comer cualquier cosa con nombrerimbombante, encontraban en los fogones de la calle Aldamaralimento para regocijo de su gula y calmaban sus ansias dehincar el diente a algo sólido y con fundamento.

Yo conocí a Conchita, una «heroína de guerra», cocinerade la Nicolasa, que tras muchos años de trabajo en cocina yhabiendo pasado una buena temporada aprendiendo el oficioen la Mére Brazier, trabajó mano a mano con la Pradera. Y deallí regresó a Irún, lugar en el que abrió su flamante Cantábri-co. A aquel excelente restaurante, que llegó incluso a teneraparcacoches, acudían variopintos clientes, confiando en lahabilidad de la cocinera en los fogones, para encargar todo ti-po de celebraciones, compromisos que siempre debían con-cluir en un buen banquete.

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Quienes tuvimos la suerte de conocerlo, no olvidaremos alGrumete, el marido de Conchita, tomando su copa de anísMachaquito en la barra de entrada al comedor. Y cagándoseen la madre de todos los periodistas que por aquel entoncesya frecuentaban el restaurante de su mujer para escribir decocina en las gacetillas de la época. O sea, lo que hoy llama-mos «crítico gastronómico», figura que por aquel entonces sepaseaba por los restaurantes más por apaciguar el hambreque por otra cosa. Algo que no deberían olvidar todos aque-llos que ejercen la profesión en nuestros días. Saber que en al-gún momento pasaron de la lata de sardinas a comer caliente.Y eso, mal que les pese, se lo deberían agradecer a gentes co-mo aquella mujer, que empleaba todo su tiempo limpiandoverdura, preparando las aves para el asado, poniendo al fuegoel caldo de ternera o encendiendo la económica para soasar,freír o poner las sartenes a todo trapo y dar de comer a esosmuertos de hambre que han evolucionado hasta lo que hoyson. Gentes que ya no frecuentan los restaurantes para poderluego ir a la cama y conciliar el sueño, sino para ganar dineroy posición social a costa del esfuerzo y el sudor de los demás.Más les valdría leer y estudiar un poco y aplicarse, pensar me-nos en ellos mismos y agradecer a todas aquellas cocinerasque, como la irunesa, apagaron un día sus rugidos y retortijo-nes de estómago. ¡Ea!

Y mientras algunos comían en la Nicolasa supremas de po-llo Georges Sand o corazones de alcachofa giralda, Gabriela yMaría, la madre y la tía de Martín, como tantas otras mujeresque en el Barrio Viejo se batían el jornal, cocinaban en el Bo-degón Alejandro para todos los incondicionales asiduos de unlocal pequeño pero entrañable. Gentes que eran capaces decruzar toda la provincia, de venir desde bien lejos, para echarun trago con ellas y comer una buena sopa de pescado, unaspatatas en salsa verde o un pollo guisado. Sin florituras.

Ellas y muchas otras que se pasean hoy elegantemente ves-

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tidas por la Avenida, agarradas a un bastón o ayudadas porlas sobrinas, son la herencia gastronómica de un pasado quemuchos creen caído del cielo, como las ranas llovidas delcuento. Pues han de saber los ilustrados, emperadores toca-dos con capa de armiño, que en las tribus del África central aquienes no profesan un respeto reverencial a sus viejos losmandan a cortar la hierba al quinto pino en la sabana. Paraque se los coman las hienas pardas.

La verdad, si uno mira hacia atrás sabiendo mirar, mode-los que seguir no faltan. Lástima este tiempo que corre, tanposmoderno, donde merinas se cruzan con churras.

Y busco y rebusco en la memoria, intentando hacer cua-drar una suerte de contabilidad particular. Pongo cosas en elhaber y pongo cosas en el debe. Bonjour mes amis. He traba-jado al lado y junto a cientos de cocineros, he servido miles deplatos en restaurantes de postín... Pero es hora de hacer ba-lance: ¿cuáles son los cocineros que admiro y por qué?

Ya he hablado de Koteto y de los cocineros de mis prime-ras experiencias profesionales, José Ignacio, Félix, Genaro...Ahora he de armarme de valor y disponerme a perder ami-gos, si hace falta. Estas puercas memorias también han de ser-vir para ajustar cuentas esenciales.

Los cocineros acostumbran a leer con lupa todo aquelloque se escribe sobre ellos. De todo se enteran, de todo pidencuentas, de la frase oscura, poco precisa, vaga, o hasta del elo-gio, pues saben que tras la alabanza vendrá el mazo. Leen antesque tú la prensa. Y cuando menos lo esperan, cuando la luz deun nuevo día ilumina sus cocinas, entonces, ¡zas!, se deslizadesde el fax la copia de un artículo que, escrito desde las maz-morras de algún periodista resacoso, los pone a parir o los esti-mula a trabajar un poco más, a no dejarse vencer por el inmo-vilismo o la tradición.

Los que, por culpa del maldito fax, hemos vivido un re-pentino cambio de humor del chef, sabemos, vaya que si lo

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sabemos, que basta que cites su nombre, que lo nombres, queaparezca escrito en algún lugar, para que acudan voraces a lalectura. Y salgan de ella convertidos en avispas o libélulas, se-gún los adjetivos que les adjudiquen. Temen más a la letraimpresa que a los cuchillos que cuelgan de los imanes o a lasfacturas de los proveedores.

Aprovecho también para preguntármelo a mí mismo en se-rio. Quiero saber cuáles son las cualidades fundamentales quedebe reunir un buen cocinero y, también, cuáles son las que,con tanta frecuencia, convierten a un obrero-artista de la coci-na en un descarriado con la brújula estropeada. Me aprieto losmachos.

Hace una docena de años que trabajo codo con codo conMartín Berasategui. El día que lo conocí, nos dejó boquia-biertos a todos los que allí estábamos. Tras aterrizar apresu-rado en una cocina en la que se preparaba un banquete depostín y requerido por un pastelero desorganizado que habíaolvidado confeccionar el helado para el postre, improvisó enun santiamén una ingente cantidad de crema helada de miel,que elaboró recordando las cantidades de memoria y ante elasombro de los presentes.5 Chúpate ésa, Geroma.

Por aquellos años, se estaba fraguando esa leyenda que,como al Cid Campeador, persigue a Martín desde entonces.Esa que cuenta que apenas dormía y apuraba su tiempo paracruzar la frontera y visitar a André Mandion o a un viejo co-

5. Pensé que me llevaría la anécdota a la tumba, pero, ya que estamos,he de contar algo que me ocurrió en aquella ocasión. Enterado Benitín deque su mismísima Majestad acudiría a aquel banquete, quiso buscar cóm-plices que pudieran echar algún laxante en la sopa real. Pero uno tenía quecumplir con sus obligaciones e intentar que, ante todo, el servicio salieraimpecable y todos se fueran bien comidos y mejor atendidos. Y dejar laguerrilla o la acción militar para cuando se saliera a la calle, que con la co-mida no se juega. Coño.

Además, si algo me ha enseñado la mafia es a dar de comer sin pregun-

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nocido de estos relatos, Didier Oudill, para empaparse de to-do lo que pudiera olfatear o anotar en su libreta.

De allá se trajo esa insana costumbre que tienen los fran-ceses de saludar dándose la mano a todas horas y que a mí meparecía propia de seminarista viciosillo. Luego, con el tiempoy tras pasar en Francia largas temporadas, comprobé que esacostumbre que me parecía tan chocante y absurda, se apode-ró también de mí y me contagió como una lepra que se cuelapor todos los poros de una piel de melocotón, sana y joven.

Yo también regresé allí enfermo, saludando a diestro y si-niestro, sin poder dejar de dar la mano hasta que el último delos compañeros de trabajo, aquel que friega y está escondidocomo una comadreja detrás de una pila de platos sucios, tanalta como la Torre de Babel, queda también saludado.

Todavía hoy, que veo a Martín casi a diario, nos damos lamano como dos capitanes de la marina mercante. Qué le va-mos a hacer. No podemos dejar de hacerlo, tal y como le ocurreal obsesivo compulsivo, que, caminado por la calle, no es capazde pisar las juntas del adoquinado del suelo y avanza a unaconstante velocidad de crucero, haciendo quiebros y movi-mientos acompasados constantes. ¡Vaya papelón!

Pues como iba contando, por aquellos años Martín remo-dela la cocina heredada de su madre, la derrumba y la vuelvea organizar alrededor de una isla central, en la que se dispo-nen los fogones, ganando metros al comedor. Muy metódicoy disciplinado, va elaborando un recetario, trabajando técni-cas y formas de cocinar que adapta a los ingredientes nobles,

tar filiación política ni monsergas. Que todos tienen derecho, si pagan, aque se les sirva como a un monarca. Sean lo que sean. Obispos, cardenaleso capellanes. Concejales, alcaldes, diputados o senadores en Madrid. Pu-tas, supernumerarios, simpatizantes de la sociedad deportiva Eibar o caje-ras del Sepu. Buenos somos. Como para andarnos con remilgos estamos,con lo cara que está la lubina, el precio desorbitado del solomillo y lo quecuesta pagar a la Seguridad Social.

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baratos y poco utilizados en la alta cocina: codornices, cue-llos de pato, tocineta, cebolletas frescas para guisar, mejillo-nes, champiñones, conejo y un largo sinfín de productos, queluego se transformaban en la carta en rimbombantes y ele-gantes nombres como faisán, gallina de guinea o perdiz decampo. Tonto el que no vuela.

Pero, poco a poco, enriquece esa cesta de la compra, cono-ce a proveedores que nunca antes habían cruzado la fronteray, esta vez sí, le traen hasta su restaurante pichones cebados,cordero de pasto, especias ardientes, embutidos franceses deprovincias y semillas de hierbas aromáticas que empieza a cul-tivar en los terrenos en los que más tarde construirá su nuevacasa en Lasarte. Aquí, por entonces, las únicas hierbas conoci-das eran el perejil para la merluza y la marihuana para dormirbien. Y las infusiones de bolsita.

En esos años forja un recetario extensísimo. Cocina de sa-bores rústicos, muy elaborada, largas preparaciones —royalesde liebre, rabos guisados y estofados en el horno—. Domina laelaboración de los caldos, jugos y salsas, cuando en aquel en-tonces el caldo dominante en la cocina de los grandes maes-tros era el puchero sin fondo. Una cazuela alta, inmensa, queno se apaga, en marcha noche y día y en la que hierve sin con-trol cualquier cosa, peladura, piel, despojo o resto de dudosaprocedencia que sea susceptible de ir a parar al cubo de la ba-sura. Todo para dentro. Y cuando de esa marmita empieza asalir un tufo nauseabundo, o lo que es peor, salen voces de ca-verna pidiendo clemencia, o una mano reclamando piedad,pues se tira todo, se pasa un poco de agua y a empezar de nue-vo. Ése es el caldo con el que han crecido nuestros abuelos. Yolo he visto en cocinas de postín.

Hoy, sin embargo, la pastilla de sopicaldo, o los concentra-dos en polvo «especial chef», hacen estragos y no hay pirulíque prepare un caldo como es debido. Además, no es necesa-rio. Hay más preocupación por encontrar un buen proveedor

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de goma gelam o de agar-agar,6 que por tropezar con algúncarnicero despistado que nos dé por cuatro duros esqueletosde pollo de grano o espinazos de cerdo para hacer un caldoque resucite a un muerto.

Martín define un estilo de cocina. Caldos de una sola utili-zación, con un tiempo limitado de preparación y hervido,muy ligeros y aromáticos, para elaborar las salsas y los jugos.

Pone en práctica una cocina del momento, de tal formaque de un servicio para otro, prácticamente todo ha de serelaborado de nuevo: purés, guarniciones, salsas que se mon-tan y se ponen a punto a partir de un jugo limpio de almido-nes y grasas, por reducción. Los helados se montan en la sor-betera dos veces al día, para que resulten cremosos y bienuntuosos. Los pasteles y las tartas se hornean al momento ymultitud de otras preparaciones más se hacen à la minute. Aligual que su cocina salada, empieza a construir un importan-

6. Cuando un chef de la nouvelle vague te explica que vas a comer un ra-violi que cambia de color al rozar el caldo hirviente, o ves que un pastelillocaliente, de apariencia normal, esconde en su interior un corazón líquido yfrío, o hincas el diente a un helado tibio, o a una gelatina templada, o unasopa echa un humo endiablado y burbujea en contacto con tu boca, es en-tonces cuando los gelificantes, texturizantes y juguetes por el estilo han en-trado a formar parte de tu dieta, amigo, amiga. Y me acuerdo de JuanilloMendigorria, cuando pasaba frente al café Suizo y, escuchando el silbido dela máquina de espresso, levantaba encolerizado sus brazos esmirriados, per-jurando contra la mecanización de un pueblo que hasta hace bien poco be-bía café, sí, pero de puchero. Nunca sabe uno, pero creo que mis paisanosllegarán a conocer algún día el robot gourmet. Espero que los comensales serijan por la libertad en el comer y en el beber y no tengan que mosquearse,como le ocurre a Juanillo, al ver salir una bechamel del interior de una bom-bona ultrasónica fabricada en serie. Si a eso llegamos, la civilización serásalvada por aquellos que cocinen anchoas en primavera o frían el tocino en-treverado en una sartén, como mandan los cánones y las Sagradas Escritu-ras. Uno debe adaptarse al mundo porque nuestra cabeza es demasiado pe-queña para que el mundo se adapte a ella. Confiemos en esa legión dehombres y mujeres libres, que, saliendo sublevados de los fogones y la bode-ga, destruyan ese reino insoportable de cartón pluma que nos anuncian.

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te recetario de postres empleando los mejores ingredienteshasta entonces poco utilizados: gruesas vainas de vainilla deMartinica, astillas de canela de Ceilán, chocolates aromatiza-dos, cacao de distintas procedencias, postres de leche, frutacocinada y un sinfín de ingredientes más.

¡Hay que probar, hay que probar todo! ¿Lo habéis proba-do? ¡Que no salga nada al comedor sin que se pruebe antes!,solía ser el grito de guerra habitual cuando en la retaguardiaMartín emplataba dos raviolis y tú te arrancabas con un me-ro. El cocinero debe seguir la evolución de sus preparaciones,de sus guisos, de sus salsas.

Cada producto que se añade a la cazuela debe ir acompa-ñado de su sal y de su golpe de molinillo de pimienta negra.¿Hoy qué cachorros son educados de esa manera? Pocos. Eljoven e iluminado chef quiere empezar a montar un cristo an-tes de tener nociones sobre pólvora. No sabe que en contactocon el agua no hay mecha que funcione y pretende inventar labomba japonesa. Cuando lo único que consigue son aparen-tes bengalas, muy ruidosas, sí, pero que no valen ni para lan-zar en una verbena con vaquillas emboladas.

Siempre verás a Martín con una libreta y un bolígrafo en elbolsillo, para anotar todo cuanto ocurre ante sus ojos. El ex-ceso de recetas que ha acumulado es de proporciones tan des-comunales, que tuvo que habilitar una habitación en la quepoder ordenar todos y cada uno de esos archivadores. La ver-dad, esto suena un poco a Hannibal Lecter, el sibarita prota-gonista de El silencio de los corderos. Por temporadas, arran-cando en la primera época del Bodegón Alejandro y hastallegar a la última prueba que haya hecho de alguno de sus pla-tos recientes.

Hace bien poco ha hecho un hueco en esa habitación y laha habilitado como despacho. No mete allá su cama porqueOneka, su mujer, no se lo permite. Si lo visitas, será el primerlugar al que te llevará. Es el único sitio al que las llamadas de

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teléfono le llegan perfectamente filtradas, para molestar loimprescindible. Además no hay cobertura, así que el teléfonomóvil no os molestará. Si tienes curiosidad, provócale paraque te enseñe los recetarios de sus primeras épocas: creerásenloquecer. No darás abasto. Recetas y más recetas. Viejasglorias a tutiplén.7

La verdad es que es divertido poder entrar en esos reduc-tos en los que se agolpan todos los recuerdos que ya no cabenen el propio restaurante.

Martín ha sido el primer cocinero vasco en romper los mol-des del «artesano» que siempre se ha tenido en la mente. El delnegocio familiar. Yo me lo guiso, yo me lo como. Y si no, a laspruebas me remito: cocineros inmensos como Bixente Arrieta,Jesús Cabrillo, Martxel Arozena, Cristina González, MateoBeltrán, Juan Garciarena, Mikel Gallo, Joseba Lezama, AitorMartija, Eli Abad, David Beltrán, Iñaki Arregi, David García,Josean Martínez Alija o Raúl Cabrera y todos aquellos que hoy,si es necesario, podrían dar de comer impecablemente en el lu-gar más inhóspito de la tierra: en un monte, rascacielos, en elfondo marino o sobre la lona de un dirigible, en pleno vuelotransatlántico.

Muchos aludieron a la ambición de Martín para arreme-ter contra su cocina. ¿Disperso?, ¡pobres infelices! Sin embar-

7. Suyas son la lasaña de anchoas frescas con salsa de gazpacho vasco o laterrina de cocido vasco, con berza y una vinagreta de jugo de carne de agárra-te que hay curvas. La ensalada de bogavante con patatas guisadas con tocine-ta y vinagreta de corales, el bacalao al pil-pil con pulpo, trigueros y alcacho-fas, el bonito asado con compota de cebolla y piquillos o el lenguado asado ala parrilla con vinagreta de almejas. Pescados de hechuras estratosféricas, deuna época en la que el rape a la americana era el último grito. Y cuando lo ha-bitual eran unos postres tan parcos en dulzor como de palabras lo es un viejomarinero, Martín no se andaba con chiquitas: sopa de manzana con mentanegra, crema helada de cáscara de limón y pomelo. Helado de mamia con ja-lea de manzana, nougatina de nuez y mousse de leche o una terrina de choco-late y frutos secos crujientes con crema helada de caramelo.

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go, quienes lo criticaban hoy dan banquetes sin ningún pu-dor. ¿No hay que tener vergüenza para dar de comer bien?Pues vete tú a saber.

También te diré que si alguna vez tienes la fortuna de de-jarte caer por Villa Eguzki-Alai, donde vive Juan Mari Arzakcon sus perros Andrés y Peio, a dos pasos de su restaurante,podrás comprobar que su cocina, en casa, es un auténtico lu-jo de normalidad, luminosidad y aprovechamiento del espa-cio. No hay una sola estantería en la que no puedas ver unalata de berberechos, sardinillas picantes, mejillones Miau omaruca en aceite vegetal. Ya sabes, el kit de quien se acuestatarde o vuelve de farra. Y se come la puerta.

De su cocina del alto de Miracruz, nada te digo. Ya lo sa-bes todo, la has visto en el telediario, en el periódico, te la en-señará él mismo si lo visitas. Es su niña bonita, como Nora,su nieta. Imagino que si visitas a Miguel Zugaza en el Museodel Prado, hará lo mismo, te llevará a ver sus Goyas, Veláz-quez o Grecos, todos esos cuadros donde se cocina la pintura.Pero tú donde quisieras fisgar es en las bodegas, donde nadiepisa, donde se agolpa todo aquello que no puede exhibirsepor falta de espacio. O ver las joyas que ya estuvieron colga-das y ahora duermen sepultadas. Por eso te hablo de Eguzki-Alai. La otra cocina, donde trabaja, la has visto mil veces. Sino es así, te la imaginas.

Allí, lo que verdaderamente es un tesoro digno del rey Salo-món, son las pilas de libros y recuerdos que almacena con ex-quisito orden y respeto. Sus viejísimas y minúsculas cartas enlas que, tras un escueto «Arzac», teléfono 51163, uno puedeleer los platos que tuvo que guisar para cocinar hoy lo que se lepone en el badajo: a treinta y cinco pesetas la ración, cardo,crema de espinacas y alcachofas. A cuarenta y cinco, habas conjamón, alubias rojas y menestra. Setenta calas el hígado de ter-nera. Noventa pelas la merluza plancha especial, el rape y lasangulas de Aginaga. Y diecinueve duros los salmonetes fritos,

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el pichón guisado o el besugo. Ración de ensalada o de pimien-tos, tres duretes. Y los postres a veinticinco, crêpes, cuajada yarroz con leche. Cocina de la fina.

Sigue la visita, no pierdas detalle. Verás grabados con mo-tivos gastronómicos elegantemente enmarcados; primerasediciones valiosísimas de Francisco Martínez Montiño y Juande Altimiras; cuadros de Andrés Nagel en los que revoloteanzanahorias y tienen orejas y patas las longanizas; vísceras san-guinolentas del artista José Ramón Amondarain o los puerrosencapuchados del amigo pintor Vicente Ameztoy. Entre meda-llones y distinciones del más diverso pelaje, encontrarás, si tepresentas con un Salakoff y pinta de ayudante de lord Carna-von, enormes y viejos carros de alpaca para el servicio de losquesos o los sorbetes. Como en la tumba de Tuttankhamon.

O las vajillas que han ido vistiendo las mesas de sus come-dores. Cristalerías del año de la polca, copas de cristal verde deRiesling, para el servicio del vino blanco. O esas otras de cris-tal rojo, en las que nunca supe qué podrá servirse, si no es lasangre de alguna inocente ninfa a la que se le olvidó colgarseunos ajos en el escote. Y los platos, las fuentes, las salseras, laslegumbreras, las bandejas para el servicio de los espárragos,las hueveras de porcelana, desde las más sencillas de Bidasoahasta las más exquisitas de Limoges, revestidas de filigranas ycordones rojos y ese logo que, creo, le hizo Laura Esteve a ima-gen y semejanza de lo que es su propietario: un tipo incansablee insaciable con cabeza de ave, cuerpo resbaladizo de lubina ycola de faisán. O algo así.

Creo que ha quedado claro, y si no es así es una lástima quenos fallen las entendederas, a vosotros y a mí, queridos, queri-das, que es fundamental para este oficio el manejo de los fue-gos, serenidad, mucha salud mental y un buen conocimientode la cocina del terruño que cada uno pise. Conocer las raíces,que diría el técnico, aunque el término, raíces, no me hagamucha gracia: nos chantajea y casi siempre nos tiene cautivos.

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Que no le pille a uno el halago o la voraz crítica con el esta-do de ánimo acelerado o en la más profunda de las simas, por-que entonces, si uno no tiene la chaveta bien amueblada, tedescoyuntas y te vuelves lelo. Ya lo decía Krishnamurti, creo,«balancéate como el cañaveral, a merced del viento, porque sino lo haces, te partirás en dos, como el árbol, que unido al fir-me no es capaz de doblegarse y entrega su tronco al caprichode las tempestades». Este Krishnamurti, seguro, fue cocineroen una vida anterior.

Pues, la verdad, es necesario ser un poco cañaveral paraejercer de cocinetas. Y no creerse mucho lo que de uno escri-ban o digan, sea bueno, malo o lo peor.

Yo todavía me acuerdo, cuando Ferran Adrià ejercía deRobinson Crusoe en su Cala Montjoi, que el personal, losmariscales de entonces que hoy siguen en la brecha, se mon-daban de risa y ponían a parir las ocurrencias del cocinero ca-talán, cuestionaban su cordura y se partían la caja por todoaquello que salía de su imaginación, y ponían sobre la mesa ély los cuatro locos que lo secundaban en los fogones. Cosas dela tramontana, decían muchos. Esto no prospera. Y mira tú.Hoy quienes antaño se tronchaban, manchan de baba su pe-chera hablando de El Bulli. En fin, la vida misma.

Pero, fíjate por dónde, aquel «Mal de Montano» culina-rio, la sempiterna obsesión por la cocina, cocina y más cocinaque taladra la sesera de Ferran, el estar todo el día intentandoconvertir en gaseoso lo sólido, en marinero un gazpacho o enuna nube el ingrediente más pesado y graso, ha conseguidoque tanto él como sus compinches, currando como mulas,claro está, se paseen hoy por los mundos del comer como ver-daderos «ayatolás» iluminados.

Cuando B. B. King, el bluesman de Mississippi llega a tuciudad y se dispone a acariciar su guitarra Lucille, para arran-carle sus lamentos, justo un instante antes de saltar al escena-rio, un negrazo de dos metros de alto con pinta de armario em-

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potrado vocifera a grito pelado, para que todos se enteren, queel gran B. B., sí, el inigualable, el insustituible B. B., ya está entu ciudad, cerca de ti.

Como Ferran. Igualito. Cuando llega y ves a sus guitarras,Albert y Oriol, a sus baterías, a los teclistas, al bajo o a su ma-nager, el Juli —no confundir con el torero—, sabes que con-vertirán en lluvia un rabanito, en escarcha el vino tinto, en ju-goso ravioli un polvorón o en suspiro la alveolada carne deun pulmón. Todo un recital.

Y que al terminar, firmarán autógrafos a la concurrencia, re-galarán púas de guitarra y lanzarán besos y guiños a todosaquellos que saben que, tarde o temprano, este hombre de an-dares torpones, desaliñado en el vestir, encorvado, que se muer-de la lengua cada vez que emite un sonido o farfulla una frasesin que se entienda nada de lo que larga, mandará todo al cara-jo y se dedicará a hacer lo que más le plazca, sin que le den lamurga.

Aunque yo no me fiaría un pelo. Quizá, como Walt Disneyo Austin Powers, esté tramando criogenizarse o congelarse, co-mo un sorbete, para resucitar dentro de algunos años. Paracomprobar si dentro de una eternidad seguirán cocinando confuego y aceite de oliva o todo se convertirá, al más puro estiloBlade Runner, en bandejas oscuras repletas de comida procesa-da, lista para ser consumida dándole marcha a una manivela.

Y si esto último prospera, fíjate tú, amigo Lopera, hará larevolución a la inversa. Les descubrirá lo que es un suquet y leshablará del mercado y del Ampurdán y de las croquetas, los se-sos rebozados, la esqueixada y la escalivada. De la olla exprésy de la escudella i carn d’olla. Y alucinarán, quienes vean a estetipo bajito, recién descongelado, haciendo la revolución conun pimiento, con una sartén, con pan rallado y huevo batido,dirán «qué tío, vaya artista». Menudo es él. A todas se apunta.

Otro que también se las calza es el colega Dani García, unchaval pequeño, con pinta de bruto, nacido en Marbella, an-

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taño feudo aduanero, patria del Miguelete, lugar en el que lasierra se convierte en llano y no pacen los bandoleros… mi cu-chillo de Albacete, aquel que tenía un letrero en su hoja fina yfuerte que decía: BIBA MI DUEÑO, CONTRABANDISTA BALIENTE.

Cuando uno viaja al sur y el calor seca en pocas horas susentrañas empapadas y la humedad del esparto de sus alparga-tas, entonces, le cuesta un triunfo a uno regresar. Volver alcorazón de la niebla o a Baiona, bajo los porches.

Yo, cada vez que escucho a los padres de la patria, a los re-sabiados críticos gastronómicos analizar la cocina de Dani o decualquier otro jovenzuelo incauto, me parece una indignidadque no sean capaces de ver algo más allá de las nieves, los gra-nizados, los hielos o las palomitas congeladas, que es en lo queeste insolente transforma los estofados, las sopas moras, el so-frito de los caracolillos o los gazpachuelos. Los de toda la vida.

Los mismos que sorbía el bandido Diego Corrientes en elcortijo de La Colorá, cuando muerto de sed se refugiaba allí yle servían un buen cuartillo de sopa fresca y vino. Quien lealas memorias de otro malandrín, El Vivillo, el bandolero quepor aquella serranía echó los restos, nunca podrá quedarsesólo con el ornamento y la técnica que utilizan muchos coci-neros andaluces para cocinar… una mujer fue la causa de miperdición primera, que no hay desgracia en el mundo que pormujeres no venga. La cocina de aquella tierra a mí me huele abandoleros en estampida.

Tragabuches8 fue un gitano de Arcos, subalterno, hombrede voraz apetito que abandonó a su mujer, Catalina, parahuir con María la Nena, una bailaora malagueña envidia delas solteronas ociosas, que todavía hoy matan sus horas te-jiendo infundios de amantes burlados y malqueridas infieles.

8. Hasta hace bien poco, cuando marchó con su macuto a otra parte,Tragabuches fue el nombre de su restaurante, en el centro de Ronda, a dospasos del Tajo y de la Real Maestranza.

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Pero La Nena, que era pendón desorejado, aprovechandoque Tragabuches cabalgaba hasta Málaga para asistir en unacorrida a su maestro, José Romero, mete en su alcoba a Pepeel Listillo, con el que retoza y ve las estrellas durante un buenrato. No lo esperan esa noche, pero por un revés del destino,no lleva el subalterno tres leguas recorridas cuando se le enca-brita el caballo y le manda al suelo y, con el golpe, se disloca elbrazo y debe regresar.

A su vuelta se encuentra todo el tomate, a Pepe el Listilloagazapado en una tinaja con el agua al cuello y hecho un ba-calao. Tragabuches, que es hombre de honor, ni corto ni pere-zoso saca el cuchillo de la faja y taja a Pepe abriéndolo en ca-nal como un ternasco aragonés. Tras tirar a La Nena por elbalcón, que derrama sus pensamientos por el suelo, corre almonte y se dedica el resto de su vida a escapar de la justicia,noble arte donde los haya, junto a los Siete Niños de Écija. Va-ya panda.

Es fácil intuir la moraleja. A pesar de que aquí hablemosde cocina y cocineros, ya veis que hasta ciertos consejos da-mos: nadie debe meterse en belenes con la gachí del prójimo.Pero si la debilidad de la carne propicia el encuentro, si unosucumbe al muslamen que no es suyo, debe hacer lo que sea,todo, menos alojarse en el interior de una tinaja.

Tragabuches tuvo que abandonar Ronda para siempre,tremendo castigo, vive Dios. Pero Dani, que sabe cómo gas-társelas, rindió cuentas a la historia y recuperó la figura delbandolero, con el que cocina desde entonces mano a mano,como un truchimán por lo fino, más vivo que un buscapiés.

Las cocinas están llenas de deslenguados y de faltas de orto-grafía y yo me acuerdo de cuando podías tropezar con gentescomo Tomás Herranz, un tipo de esos que tiraban la capa alcharco para que la jeba de rompe y rasga no se mojara el ta-cón. Este hombre espigado de coleta torera era una especie yaextinta de cocinero casta, bravo, desinhibido y sin ínfulas de

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fantasma de vodevil, de esos que se les transparentan las ena-guas. Hizo su revolución hace muchos años y se encasquetó lavanguardia como gorra, antes que se descubriera el sifón y lascocinas se llenaran de aire, piruletas, sal de escamas y agar-agar. Estará de acuerdo conmigo Gregorio Morán, al que hepodido leer no hace mucho: «Los platos no pasan a la historiasi no se han consumido sobre el papel couché, y el presente dela cocina es el mercado. Pero fíjense en el detalle. Antes se de-cía cocina del mercado haciendo referencia a la compra de losproductos directamente en el mercado, especialmente en los dela Brecha de San Sebastián y la Boquería de Barcelona. Hoy lacocina de mercado quiere decir del negocio, porque el chef esuna especie de ciclista de elite que no puede quedar fuera de losprimeros lugares».

Recuerdo de chaval, cuando la cocina internacional y lavulgaridad hacían estragos y los camareros vestían de blanco,como militares, con sus galones y charreteras y todo, que To-más cocinaba como una auténtica gloria. Aún me relamo, co-mo si ayer las hubiera comido, con sus patatas a la importan-cia, la sopa de centolla y maíz, los huevos fritos con caviar ypan con tomate o los sesos empanados. Los rollitos de acel-gas, la hamburguesa de pato con ketchup casero, la lubina ala parrilla con aleta de tiburón y ostras, o los bartolillos concrema y cabello de ángel.

Hoy lo más parecido a todo aquello lo hace en Madrid Al-berto Chicote, ese cocinero que, en vez de calarse el gorro al-midonado, se planta en lo más alto de su cebolla una especiede gorra oscura que le da un aire de personaje de novela deDai Sijie. Me gusta el detalle. Y adoro a quienes cocinan sinmeter prisa, despacio, sin calza en la espalda. Los que cocinanel mundo, callados, sin dar la pelmada insinuando cómo se hade comer. Estamos ya hartos de los cronistas del rey Salomóny de tantas pirámides andantes, que se vayan a Egipto y nosdejen en paz.

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Santi Santamaría es también un tipo que convierte cada lí-nea que escribe en fuente inagotable de polémica. Se ha de serjusto con quien muchas veces es acusado de lanzar tormentasbien cargadas. Y reconocer que todo lo que redacta y, sobretodo, cuanto cocina, está tocado con el don de la erudición ydel buen gusto. Escribe su historia, sus tropelías y correríasmandil en ristre, lo que lleva en su macuto, lo que come o loque para él es políticamente incorrecto. Es cocinero de insig-nias, de salvaguarda, de autoafirmación y todo cuanto piensay cree a pies juntillas, lo que le gusta de verdad, lo da de comero lo escribe y se queda tan pancho. Un cocinero al más puroestilo de otro guisandero, Macio, el romano fiel a Marco TulioCicerón, que muchos siglos antes que el catalán, cuenta la his-toria, se metió en un gran lío al intentar convencer a un tribu-no de que ciertas exquisiteces traídas de fuera del Imperio eransuperiores que las propias y recolectadas en la noble patria deRómulo y Remo. Pues eso, que por la discusión de si un higomás o menos patricio es, al tal Macio casi lo rebanan.

Dichosos los que relativizan, en gastronomía, las cuestio-nes del comer. Que por ciertas cosas no vale la pena perder lasalud, vamos. Pero no exageremos, tampoco, no vaya a ser quecomo Luis XVI, hombre poco perspicaz, anotemos en nuestrodiario como él hizo el día de la toma de la Bastilla: «Nada».Todo lo contrario del cardenal Roncalli, que anotó en el suyo:«Hoy me han hecho Papa». Ni tanto ni tan calvo.

No sé por qué cultivaré también yo esa extraña afición fe-tichista de anotarlo todo; un epitafio emocionante grabadoentre el verdín de un cementerio, esa frase lapidaria esculpidaen el frontón de una vieja casona, aquella palabra robada alvuelo, dicha con gracejo y terrible malicia entre ancianos quede tanto verse, se dan el gustazo de maltratarse con muchoencanto.

O aún peor, esa inconfesable afición a guardar de casi to-do en los lugares más insospechados. Aquello que otros tira-

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rían por convertirse en trasto, fondo de cartera, papeles viejoso cachivaches a fin de cuentas. En casa, siempre nos hemoscolgado al cuello los primeros dientes caídos o las viejas mue-las arrancadas, hemos guardado en los libros tréboles, rami-tas de helecho o curiosas hojas recogidas por el campo. Porallá, incluso, anduvo una colección de insectos cuyos fondosse fueron incrementando con el paso de las primaveras. Na-die supo nunca identificar aquellos inofensivos animales, pe-ro adormecerlos con un buen chorretón de éter y clavarlos ennuestra contabilidad particular de seres capturados y almace-nados, fue pasatiempo que hoy se sigue disfrutando. Hacebien poco he visto en una de esas cajas, la última gran incor-poración a los fondos de la colección, una especie de ciervovolante con pinta de poder comerse él solo un rosal enterito,con sus tutores de madera y todo. ¡Vaya bestia! «Coleópteromisterious» lo han bautizado.

Qué enfermedad la de guardar. Entradas de viejos concier-tos en las fundas de los discos, viejas fotografías en tarros olvi-dados en lo alto de los estantes de la cocina, piedras de formassinuosas, palos ajados y moldeados de formas caprichosas re-cogidos en un paseo por la playa, etiquetas de viejas conservasde pescado, de grandes botellas de vino, anillas de cigarros ha-banos, el periódico del 23-F, la esquela recortada de la tía Jesu-sa, un librillo de papel de fumar de la mismísima República…

O rescatar viejas recetas para hacer la liebre a la Royale, eltocino de cielo, la ratafia, la gaseosa, extraer el perfume a unavioleta, asar hortelanos o guisar la lengua de ballena. Aficiónque, parece, comparto con Fermí Puig. A veces pienso que másvaldría que enseñaran a los chavales cosas así en la escuela,que tenerlos soasados con el Teide, el misterio de la SantísimaTrinidad o las leyes de Mendel.

Ustedes perdonen, que me pongo estupendo. Les explicaréalgo más interesante, quién es este Fermí. Un cocinetas que,sin darse mucha importancia, se guisa en el Drolma de Barcelo-

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na unas ventrescas que se salen por las ventanas, calderetas debogavante, pollo del Prat y rossinyols para zambullirse en ellosy unos risottos de trufas mundiales, en cuanto aprietan las pri-meras heladas. Todo lo que hace es pura y fina golosinería: ca-nalones de faisana con trufa negra; pulpitos con cebolla y pata-ta; cochinillo con cap i pota; bacalao con patatas al mortero yallioli con tripitas; cabrito embarrado a la cuchara; rodaballosalvaje en su jugo; dorada real de Adrian Marin; becada asadacon ostras; trufas en torta de hojaldre con panceta y pularda depata azul o las dos mejores liebres à la Royal que uno puedapapearse en la cocina cristiana de Occidente, cocinada, una, alestilo del senador Couteaux, a la manera de Poitiers, y a la Pe-rigordina, la otra. El Baba al ron con helado de vainilla, losquesos y ese pan hojaldrado que haría morir de placer al mis-mísimo Escrivá de Balaguer, si lo probara. A este Fermí, se lohe dicho mil veces, cualquier día lo excomulgan por vicioso.

Además, con este tipo de Granollers, comparto una virtudque lo hace aún más respetable, si cabe. Haber trabajado,igual que él, en el Royal Gray de Cannes, con Jacques Chibois,el mismo que me separó de Nora y me adoctrinó en esas ben-ditas y demasiado sobadas leyes de la cocina mediterránea.Ese cuento chino que sirve para que muchos intenten vender-nos desde un yogur hasta una lasaña, una silla de jardín, unautomóvil o unas plantillas para los pies.

Cocinar ha de ser una manera de vivir que tenga su partede morbo y su parte de vicio. Hemos de convertirnos en gam-berros y gansters cada vez que empuñemos la sartén o agarre-mos el perol. Porque de lo que se trata es siempre de montaruna fiesta, como en las tascas de toda la vida, en las que nadiepregunta por qué quieres lo que pides. Convertir la casa deuno o la del colega en un lugar relajado, para charlar y comeren calma, para reírse, para compartir. Por ahí he leído una ymil veces que la buena cocina une. Como los lamentos de TheGolden Gate Quartet o The Blind Boys of Alabama.

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Y a propósito de Estados Unidos, me acuerdo de algo quedijo mi colega chancho rememorando la cocina portuguesa.Que desconfíes de quien vuelva de allí haciendo ascos. Ocurrelo mismo al otro lado del Atlántico. Viven y comen fuerte. Sucocina se agarra a la tierra y vive de ella, con sus colores vivos,siempre al límite. Y las cuchipandas en los States son festivalesen los que uno combina lo que quiere comer, sin miramientos,de manera descarada. Y comes y bebes como si no hubiera na-da más en el mundo, con la energía de un trueno y de ToroSentado. Y luego, en pelotas al agua. Allí nadie se va a la cama.

Proust, ese escritor enfermizo que fue todo delicadeza yfragilidad, en su En busca del tiempo perdido inmortaliza lacama y el acostarse temprano desde la primera línea: durantelargo tiempo, me acosté temprano, un comienzo inmejorablepara una novela inabarcable. Aunque tampoco al buen hom-bre le faltó quien lo satirizara, otro grande, George Perec: du-rante largo tiempo, me acosté por escrito.

Así, por escrito, recibí la primera nómina que he cobrado enmi vida en un restaurante. Me la pagó la familia Arbelaitz, losamigos Hilario, Eusebio y Joxemari. Todavía recuerdo mi im-paciencia, cómo destrocé el sobre que contenía los billetes, den-tro de un Seat 131 diplomatic azul que me llevaba todos los díashasta el Zuberoa, en Oiartzun, hace ya un millón de años.

Mucho ha llovido desde entonces, unos se fueron y ellos,allá siguen, hace tiempo que perdí la buena costumbre de visi-tarlos de madrugada. Durante años paré muchos días a tomaruna cerveza en la barra de entrada al restaurante. Siempre hedicho que en Zuberoa aprendí a cocinar de verdad, a guisar.

Guardo muchos recuerdos de las charlas con Hilario sobrecocina, mientras daba buena cuenta de un generoso trozo deasado, bien tostado y empujado con un trago fresco de cham-pagne. O los consejos de las tías, Ángeles y Rosario, de María:«ojo con esa cebolla», «el gato se está llevando un costillar deciervo» o «cuidado con esas perdices que se ventilan en el cuar-

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to de atrás, que los perros de caza de Joxemari andan sueltos».Cosas así.

Podría llenar páginas y más páginas, hablando de lo impor-tante que ha sido para mí esta gente. La periodista estadouni-dense Patricia Wells ya lo anunció hace mucho tiempo, a pesarde que numerosos algarrobos no se hayan enterado. Mientrasqueden quienes piensan que han descubierto la textura de losmorros de ternera, la gelatinosidad de un rabo de vaca, o pien-sen que el mejor puré de patata lo sacan ellos del pitorro de unsifón, no habremos avanzado mucho, no señor. Estos tipos deOiartzun, sí, ellos solitos, son la cocina con mayúsculas.

Me vienen estos recuerdos al pelo para deciros que hoy al-gunos críticos sólo saben valorar en función de que todo seajuste a sus gustos. Puro capricho de niño pijo. Un guiso deimpecable factura servido en una casa de comidas, con man-tel a cuadros, platillo de loza y cubertería corriente, puede es-tar fetén y la puntuación siempre deberá ser alta. ¿O es quenunca se prepararon ellos mismos la comida y vieron lo difí-cil que es ligar la salsa de un estofado o aliñar una ensalada?

Sin embargo, hay ganado de pezuña hendida que si no ru-mia en porcelana de la fina, chupa de copa de cristal soplado,mancha mantel de hilo o empuña preciosa cubertería, tomapor despreciable el establecimiento. Estos atracatrenes desco-nocen que la grandiosidad de la cocina se basa en su plurali-dad. Durante siglos, fenicios, celtas, íberos, romanos, visigo-dos, árabes y la madre que los parió a todos, vertieron susconocimientos en un maravilloso crisol que dio como fruto lavariopinta diversidad gastronómica.

Por eso estos cagasietes, que ya os dije que no comieroncaliente hasta que empezaron a escribir de gastronomía, ig-noran y desprecian cuanto ante ellos se presenta y pretendenadobar con sus caprichos toda la cocina que prueban, azotar-la desmedidamente para que cada día se parezca más una me-sa de Redondela a otra de Lerma o de Carmona.

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Recientemente ha habido algún intento por ordenar un po-co este jolgorio en el que se ha convertido la prensa gastronó-mica y muchos de ellos se han reunido en mesa redonda, comolos caballeros del rey Arturo, los de los bosques de Sherwood.Han montado un congreso de periodistas. Pero, por lo visto,de lo que allí se dijo, nadie dio cuenta, ni se elaboró nota deprensa, ni se sacaron conclusiones. Nada. La intentona ha pre-tendido constituir una asociación seria, una especie de gremio,ya sabes, querido, querida, organizar la camorra en plan cons-tructor masón de moles catedralicias. Y ni para comprar balasse han debido de poner de acuerdo. Una pena.

Pocos quieren doblegarse, apoyar el lomo bajo el pie delos periodistas jefes, los capos, quienes, seguro, habrán queri-do controlar el cotarro. Pero fíjate tú, algunos gacetilleros en-fadados allí presentes, tras desandar el camino de vuelta ensus rocines, al galope, han puesto el grito en el cielo.

Los imagino yo, como una especie de cardenales con malgenio, largando todo lo que ocurrió en la Capilla Sixtina. Al-gunos, digo, han escrito recientemente que no estaría malacotar el ejercicio profesional de la crítica.

Pero ése no ha sido el objetivo real de ese cónclave, seguro.Probablemente, lo que encontrarían quienes acudieron seríaa algún Jesús largando verbo, vestido con pieles de cordero.Como en la Biblia. Pero parece que algunos se han dadocuenta de que no son mesías quienes los han sermoneado, si-no algunos meacamas bien humanos, nada divinos.

Se avecinan tiempos de chubasquero, todos a guarecerseen el refugio (anti)atómico. Muchos periodistas, a quienes hon-ra el comentario, no ceden a que se les diga lo que han de lar-gar, ni para quiénes han de trabajar. Vaya tela, María Isabela.

Dejo el último a Pedro Subijana, como las patatas crujien-tes que uno aparta del solomillo para saborear al final o comola yema de un huevo frito, que queda aislada en el centro deuna clara ya jamada entre dos trozos de pan, en fino bocata.

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Pedro tiene el mejor restaurante que conozco. Construidoexclusivamente para dar bien de comer. Antes que Akelarreallá estuviera, poco había, ni borda, ni casa de postas, ni fa-ro, ni nada. Sólo rocas. Allí me enamoré yo una y mil vecesde unas camareras que hoy peinan a sus hijos mientras yo si-go erre que erre, siempre apuntalando mi vida, como las vie-jas y respetables ruinas. E incluso hice tele, acompañé a Pedroen sus primeros programas de cocina. Ya ves, colega verraco,no eres el único que en esas lides audiovisuales se desenvuelvecomo pez en el agua.

A todos ellos, a los aquí citados, a los que mi torpe memo-ria olvidó o voluntariamente ignora, periodistas no nombra-dos pero presentes, vinateros y demás fauna, os ofrezco la re-ceta más suculenta que jamás gustarán vuestras papilas,contemplarán vuestros ojos.

A todos los que han probado el amargo sabor de la decep-ción o el dulce almíbar del éxito, qué más da, no es momentode recuentos, les dedico esta receta: cómo asar un pájaro, sí, eseque nunca te atreviste a increpar. Que cada uno elija su pieza.

Para ello, necesitaremos un plasta vivo, un gañán, un des-lenguado que no soportéis ya más. Además, una pizca demanteca de cerdo, una manzana cortada en gajos, un golpede miel, agua, vino y un átomo de sal. Procederemos.

Toma vivo al majadero que te estorbe y quítale todas lasplumas del cuerpo, incluidas las estilográficas. Despelléjalo sies ejemplar duro, ya sabes: gallina vieja no hace buen caldo.Ten precaución con su cabeza y cuello. Úntalo bien con man-teca de cerdo, después haz un fuego alrededor de él, con cui-dado de que no quede demasiado cerca y, de esa forma, el hu-mo no lo asfixie, ni el fuego lo mate antes de tiempo; perotampoco demasiado lejos, no vaya a ser que escape.

Dentro del círculo de ardientes brasas debe haber peque-ños botes de fina porcelana, con agua, sal y miel, y tambiénmanzanas cortadas en trozos pequeños puestas en un plato.

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Después, sin demasiada prisa, conviene que los comensalesconvocados se deleiten en contemplar cómo se va tostandopoco a poco. El individuo camina de aquí para allá e intentaescapar, pero el fuego y la falta de fuerza se lo impiden. Beberáentonces del agua para saciar la sed y enfriar el corazón, co-merá la manzana y ésta lo hará defecar y limpiarse, además deaportar a la carne un delicioso aroma entre dulce y ácido.

Según se vaya asando, es conveniente regarle la cabeza y elpecho con agua y vino empapados en una esponja, para hi-dratar la carne y prolongarle el resuello. Así, cuando tropiecemareado, será que la sequedad le alcanzó el corazón y es laseñal de que ya está asado y en su punto.

Sácalo y sírvelo a tus invitados aún vivo, de modo que to-dos puedan oír cómo grita cuando se le cortan las patas, se lerebanan las pechugas, os comáis sus manos. Lo ideal es queaguante vivo hasta que sea comido casi del todo. Si eso seconsigue, resulta una experiencia inenarrable.

Perdonad pues, amigos. Al final, entre tanta politesse —miquerido colega verraco—, es este ser incontrolado el que medictó esta receta, el verdadero cocinero en el que todos aspi-ramos convertirnos algún día. Ese chef que habita en nuestrointerior y nunca se viste de blanco.

Un monstruo que más vale no nos cocine nunca.

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13

0stras, artistas geniales y otros asuntos

Me dispongo a hacer una entrevista de televisión a Castillo elViejo1 para mi exitoso programa gastronómico semanal. Correel año 1983. Todo el equipo está preparado y en su puesto: trescámaras, un par de luminotécnicos, varios encargados de soni-do, unos cuantos operadores de vídeo, un realizador, una uni-dad móvil al completo, un productor, dos ingenieros, un chó-fer, un par de montadores, varias maquilladoras... El invitadoy yo estamos sentados a una mesa en mitad del decorado. Lle-vamos varias horas preparando el asunto. Cuando por fin lle-gue el aviso del regidor, empezaremos la entrevista. De unasanta vez.

Dada la avanzada edad del invitado, he mantenido previa-mente con él una larga conversación: siéntese como en su ca-sa, esté usted tranquilo, tenemos confianza entre nosotros, yame conoce, fíese de mí, lo único que pretendo es que ustedsalga bien en la pantalla, no se preocupe, olvídese de las cá-maras, míreme a mí, lo hará usted muy bien, etc.

1. Juan José Castillo —padre de José Juan, otro cocinero de primera fi-la, el de Casa Nicolasa— pasó mucha hambre en su infancia. Hijo de ma-dre maestra, decidió meterse a cocinero para tener qué comer. Autor de ex-celentes libros de cocina, entre los que destaca el trabajo etnográfico ygastronómico Recetas de abuelas vascas (dos tomos). Una maravilla.

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El regidor dice a voz en grito:—¡Silenciooo! Todo el mundo en su puesto. Estamos gra-

bando. Cinco, cuatro, tres...Miro a la cámara. Me dispongo a saludar y a presentar al

impresionante invitado que he conseguido, un mito para mí.(Aún hoy cocino el rape con almejas y langostinos en salsaamericana, y otros muchos platos, tal y como él dice en sus ex-traordinarios libros.) Se trata del maestro por antonomasia, elhombre que mejor ha entendido y explicado la cocina vascatradicional y la Cocina en general. Con mayúscula. Un super-viviente del hambre. Un artista de la pista. Un etnógrafo de al-tura, sin él saberlo. Una momia viviente, la conexión con elpasado. Un monstruo. Además, nunca ha sido entrevistado entelevisión. La ocasión se las trae. Me concentro. Cuento men-talmente dos y uno, siguiendo las órdenes del regidor. ¡Cero!Ahí vamos.

De reojo veo que Castillo se lleva la mano a la boca, sequita la dentadura postiza y se la guarda en el bolsillo.

No sé qué hacer. Los reflejos me fallan. No sé si reír o llo-rar. Digo «¡corten!». Todo el equipo resopla de cansancio y dehastío, como diciendo «ya están estos dos haciendo el indio».

—Pero ¿qué hace? —le pregunto a Castillo.—Me haf dicho que me ponga cómodo, como fi eftuviera

en mi propia cafa. Ef lo que he hecho. Me fiento mucho maftranquilo fin lof dientef poftifof. Efa ef la pura ferdad.

Luisito, mi eterno amigo de infancia, tan solitario él, suele decirque nací de pie y con un pan debajo del brazo. Que soy de losque nacen con estrella y no de los estrellados. Debe de tener ra-zón, pues en casi todas las cosas de la vida encuentro deleite.Me da mucha pena esa gente que dice que no le gusta el jazz,que no le gusta el arte contemporáneo, que no le gusta leer, elrock & roll, ni ir a por setas, ni pasear, ni comer, ni nada de

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nada. Yo creo que no respiran como es debido, que les falta unmúsculo, el alma o algún otro órgano fundamental.

A mí, por ejemplo, cada cosa que deja de gustarme me hacesufrir. No me gusta el fútbol, por ejemplo, y me dan muchaenvidia esos amigos que disfrutan con los partidos como cosa-cos de Kazán, que sobre caballo van, sin temor y sin desmayo.Estoy en ello, insisto una y otra vez, veo algún que otro partidopor televisión y creo que, al final, conseguiré que acabe gus-tándome el dichoso balompié. Es una pena no poder gozar dealgo, pues se trata de una ocasión que te pierdes, de algo queno alcanzas. Si crees que una cosa no tiene ningún valor parati, no lo tendrá en absoluto, pero si decides que es un asuntovalioso, acabará siendo absolutamente valioso.

Digamos que, como norma, es mucho más práctico y enri-quecedor para la vida que te gusten toda suerte de cosas. Aun-que nadie debe llamarse a engaño: que me guste todo no quie-re decir que me guste cualquier cosa. Ya se me entiende, creo.

También me gusta mi trabajo actual, como no podría serde otra forma. Ahora que me afeito esta barba ante el espejoy observo, por vez primera, que a los lados de la barbilla pin-ta cano, me acuerdo del Chesterton, que decía que, de mayor,ni la dentadura ni los malos amigos le incomodaban. Losdientes, porque ya no los tenía, y los malos amigos, porquelos mandaba a tomar viento. O algo así.

Siempre me ha atraído la carpintería, como a HarrisonFord, pero nunca me ha caído esa breva. En esta faceta no heevolucionado mucho desde que construí aquellas mesas deestudio en un piso de señoritas. Eso sí, he trabajado haciendomedio millón de llaveros redondos para Jimmy Carter. Depeón, de carnicero, de profesor de lengua y de literatura...hasta que un día me dije «qué diablos, si a mí lo que verdade-ramente me gusta es escribir». ¿Qué hago metido en esto?

Me dijeron que no se podía. Que de escribir no puede vivirni Dios.

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Comencé en la radio y conseguí una plaza de guionista enEuskal Telebista, la incipiente televisión vasca, en 1982. Apartir de entonces no he parado de escribir aquí, allá y acullá.

Es curioso, me gusta todo lo que tenga que ver con la es-critura. Sería capaz de encontrar placer incluso escribiendoprospectos para medicinas o envoltorios de papel higiénico.Con tal de escribir, soy feliz.

No sabría quedarme con un solo género o disciplina. Bienque mal, escribo todos los días y continúo publicando nove-las, cuentos, artículos periodísticos, obras de teatro, libros deentrevistas, guiones para actos institucionales, libros de gas-tronomía, catálogos de arte, algún que otro discurso oficial,anuncios de publicidad, conferencias... y, curiosamente, enveintitrés años de oficio, nunca en la tele me han pedido queescriba una sola línea, labor para la que, en teoría, entré en esemedio. Aunque nazcas para martillo, del cielo a veces caen es-tropajos.

No me quejo. Trabajar en el medio audiovisual, y concre-tamente en esta mi casa, es una de las grandes fortunas de mivida. He hecho programas de todo tipo, hago de periodistaen los informativos, desde hace veinte años salgo práctica-mente todas las semanas en antena, he dirigido espacios deentrevistas, series documentales... He conocido al, llamé-moslo así, variopinto género humano: premios Nobel, car-boneros ancianos, filósofos profundos, políticos del tres alcuarto, gente buena, ordinaria, mala, guapa y fea... Digamosque he conseguido ese grado de sapiencia habitual en los pe-riodistas: ese escaso dedo de profundidad en el conocimientode casi todos los ámbitos de la vida. No está mal para un sal-sero de mi talla.

He presentado programas culturales, especiales informati-vos, programas de Nochevieja, festivales de cine con la Mau-ra y otras estrellas impresionantes... En la actualidad presen-to un programa de literatura. Me ha tocado hacer de todo y

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disfrutar y aprender con muchas cosas, aunque luego, la ver-dad sea dicha, me luce muy poco el pelo. Sea como fuere, escierto lo que dice Luisito: nací con mucha suerte.2

Lo que cuento ahora no tiene que ver con la tele, pero sícon el hecho de escribir. Un día publiqué un largo artículo enel periódico El Mundo. Se titulaba «Oteiza: Sísifo jugando almus», a raíz de la publicación de un maravilloso libro que elpropio Jorge Oteiza escribió: El libro de los plagios.

Cada cual tiene en este mundo sus ídolos. Para mí, el es-cultor Jorge Oteiza ha sido la persona más importante que heconocido en la vida. Mi amistad con él viene de antiguo, loconocí a mis veinte añitos o así, en su casa de Altzuza, peronuestra amistad creció mucho más tarde, precisamente trasese artículo en el que yo decía que muchas obras de Chillida—al que también tuve el gusto de tratar y querer— ya las ha-bía hecho Oteiza veinte años antes.

Por lo visto ese artículo llegó en el momento justo y Oteizano paraba de llamarme por teléfono, diciendo burradas, co-mo de costumbre:

—Me quieren poner un marcapasos. Les he dicho que selo metan por el culo.

—Si no te lo ponen, te vas a morir.—Ya estoy muerto, hace mucho tiempo.Y en parte tenía razón: su última escultura la realizó el año

de mi nacimiento. Ahora estudian su obra en universidades detodo el mundo, y artistas como Richard Serra reconocen queno se pueden recorrer caminos en el arte sin tropezar con laobra precursora de Oteiza. En 1958 llegó a donde muchos lle-

2. Espero que nadie se confunda. No todo ha sido bueno. En la tele nosha tocado ver cosas increíbles. Desde directores generales que contratabanelefantes para sus paseíllos triunfales de alcaldes a la americana, hasta ener-gúmenos sin materia gris ni blanca que, de tan preocupados por servir a lavoz de su amo, dan vergüenza ajena. Y ahí siguen, siempre malmandando,con el carné del partido en la boca y moviendo la cola. Cosas de la vida.

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garán probablemente algún día en el futuro. Si tienen muchasuerte y gran ingenio.

Todo era de esta guisa con él. Las palabras proveníansiempre de más allá del país de los superlativos. Estaba viejo,solo y jodido, pero era un genio. No he conocido a nadie co-mo él. Al mismo tiempo también era un niño caprichoso, va-nidoso y malcriado.

Por aquel tiempo tenía un juicio pendiente en los juzgadosde Pamplona. La causa era que, cuando Itziar —su gran amory santa esposa—, estaba en el hospital moribunda, no la aten-dían como era debido. O eso creía Jorge. Ni corto ni perezo-so, sacó una pistola al aire y disparó un par de tiros. Dijo queaquello se había acabado, que debían poner a su mujer enuna habitación individual y que la atendieran como era me-nester. Que si no se cargaba a todo Dios y a la madre que losfundó. No es difícil imaginar las caras de pánico de médicos yenfermeras corriendo por pasillos y escaleras, ante un ancia-no atómico de más de ochenta años, armado con una pistolacargada.

—¿Cómo puedes haber hecho una cosa así? —le pregun-taba.

—¿Qué quieres que haga un anciano desvalido como yo?Si no saco la pistola, no me habrían hecho ni caso.

La última vez que me llamó desde su casa de Zarautz,unos meses antes de morir, me preguntó dónde me encontra-ba. Cuando le contesté que estaba en mi casa, en Hendaya,me dijo:

—Prepara algo de cenar. ¡Voy nadando!Para quien no lo sepa, entre Zarautz y Hendaya hay unos

cuarenta kilómetros de costa, con olas que hacen naufragaral más avezado lubinero y alimentan percebes con su espuma.

Oteiza era un gran comilón, un sibarita enamorado de lospescados y mariscos. Si le confesabas que te gustaba la merlu-za, por ejemplo, empezaba a insultarte. Para él, la merluza

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era una sinsorgada, sin sabor, ni gracia, ni nada de nada. Unpescado muerto. Le gustaban los pescados sabrosos, los azu-les, el rodaballo asado en parrilla, los salmonetes...

Un día entramos los dos a comer en un establecimiento deGetaria. Me había llamado para que organizara un comandoa fin de matar al entonces consejero de Cultura del Gobiernovasco, Joseba Arregi. Decía que era muy fácil, que con un ri-fle de mira telescópica desde un tejado bastaría. También de-cía que él correría con todos los gastos, pero que debía ser yoquien organizara la carnicería.

Cuando le dije que estaba como una cabra, que yo soy untipo muy pacífico y que cómo era posible que se le ocurrierapedirme una cosa semejante, me respondió que al terrorismocultural de algunos políticos sólo se puede combatir con elterrorismo auténtico. Al negarme a participar en aquel teatroexagerado, intentó insultarme lo más que pudo:

—Etxeberria, tú, en el fondo, eres un cristiano.Entramos en el restaurante acalorados, enzarzados en una

discusión. Miraba al Ratón de Getaria3 y decía que el pueblovasco es un desastre, un pueblo totalmente equivocado, tuer-to y ciego, formado por gente que miraba aquella roca y veíaen ella la forma de un ratón, cuando, en realidad, se tratabade una ballena varada que había decidido morir en nuestrascostas. Que nadie se puede fiar de un pueblo que confundeuna ballena con un ratón. Y así.

Oteiza era, también, muy generoso: regalaba esculturas alos amigos y siempre pagaba él la comida o la cena. No habíamanera de impedírselo. Ni a cañonazos.

Al entrar preguntó, aún de pie en medio del restaurante, sitenían percebes frescos. Le dijeron que aquel día no había.Entonces desenvainó un florete que llevaba camuflado en el

3. El Ratón de Getaria es una pequeña península rocosa con forma deratón que sale en casi todas las postales de la zona.

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interior del bastón, lo blandió en el aire aterrorizando a cuan-ta camarera y comensal había en el lugar, y se puso a jurar enarameo.

—¡Ya te decía que este pueblo es un desastre! ¿Cómo esposible que no haya percebes en Getaria?

Vino el dueño y casi lo mata allí mismo. Oteiza al dueño,quiero decir. Menos mal que ya lo conocían en aquella casa.«Don Jorge» le llamaban.

Para calmarlo le dijeron que había nécoras, cigalas y os-tras. ¡Ostras! La debilidad de Oteiza y un verdadero martiriopara mí. Lo había intentado docenas de veces, pero nunca ha-bía conseguido tragar ni una sola. Me daba mucha pena per-derme el gozo, pero eran demasiado para este paladar sensi-ble. Oteiza pidió cuatro docenas para los dos.

Cuando las trajeron a la mesa, no tuve bemoles para confe-sarle que no podía con ellas. De confesárselo, me habría insul-tado y humillado, me habría clavado el florete, habría llamadoa un taxi para irse y me habría dejado allí solo, abandonado,desangrándome y sin pedir una ambulancia. Me lo tenía bienmerecido por no apreciar las ostras.

Empecé a comer una, disimulando la repugnancia inmen-sa, haciendo de tripas corazón. Seguí con otra y luego con unatercera. Así hasta las veinticuatro que me tocaban, pues Otei-za las había contado todas. Una a una. Temía que le robara al-guna de las suyas.

Aquí estamos ahora, unos pocos años más tarde: anochecomí una docena de ostras con un placer inmenso. Tambiénle debo eso a Oteiza. Cada vez que me llevo una a la boca, meacuerdo de él y de aquel día.

Pero no he de distraerme, ni dejarme llevar por el recuerdointenso del genio. Estaba hablando de televisión y de la pre-sencia de la cocina y de los cocineros en ella.

Para que se me entienda, digamos que me han tocado«tiempos históricos y pioneros» en lo que a televisión se refie-

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re, y que hasta cargos ejecutivos he tenido que asumir, con res-ponsabilidades como la de eliminar de la programación la mi-sa de los domingos, por falta de presupuesto, claro.

—No puede ser —me decían en reunión los obispos y susenviados—. Es inconcebible una televisión vasca sin misa losdomingos.

—Ya, ya, pero es que no hay dinero y, además, en todo ca-so, deberíamos ofrecer atención proporcional a las demás re-ligiones: musulmanes, budistas...

—Está usted loco.—Cumplo con mi trabajo.—¡No puede haber domingos sin misa!—Entonces, pondremos las que grabamos el año pasado y

listo. Si no estoy mal informado, la liturgia se repite y las mi-sas son siempre iguales.

¡Era una solución genial! ¿Cómo no se me había ocurridoantes?

Los obispos se levantaron de la mesa de golpe, sacudiendocon violencia las sotanas, y no me mandaron al infierno allímismo porque su corazón, ya se sabe, es inmensamente com-pasivo.

Un desastre, vamos. Hay trabajos para los que uno no hanacido y para los que no valdrá nunca.

Pero en lo concerniente a estas puercas memorias, he demencionar que en mis inicios tuve una fortuna que ni merecíani esperaba. Me tocó, de rebote, hacerme cargo de la direccióny la presentación de un programa de cocina, Zopa Haundi (LaGran Sopa), que fue todo un éxito. Hasta en Madrid nos die-ron un premio: la Antena de Oro.

Semana tras semana ofrecíamos reportajes de contenidogastronómico: pesca de la angula, engorde de patos, secadodel bacalao, captura del atún, elaboración de productos arte-sanos, ritos y fiestas en torno a productos, hábitos culinarios,delicias secretas... Fue mi universidad gastronómica.

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No obstante, el grueso del programa se lo llevaba la sec-ción de sociedades gastronómicas,4 fenómeno social dondelos haya, de sustrato idiosincrásico muy vasco, dicen. Todaslas semanas sacábamos la cocina y los cocineros de una deellas. Era un concurso en el que se puntuaba el resultado paraver en cuál se cocinaba mejor. Siempre ganaban los de Bayo-na, que hacían cuisine française. El no va más, vamos.

Nunca he podido tragar el asunto de las sociedades. Desdepequeñito. Sé que hay excepciones pero, a mi juicio, las socie-dades gastronómicas son, en muchos casos, cuevas malolien-tes donde se encierran machos machísimos, medio alcoholi-zados y triperos, con nostalgia infinita de la comida de mamáy, si te descuidas, de la cocina ancestral de la abuelita, que re-zaba el santo rosario, y aun siendo tan hijos de sus madres,sólo permiten la entrada a las mujeres a la hora de fregar y delimpiarlo todo. ¡Que resucite y hable Freud, para explicar elfundamento de todo esto!

4. Para quien no lo sepa, una sociedad gastronómica, sociedad a secas,o txoko, es un local con cocina y comedor, una especie de club al que sólose puede entrar de la mano de algún socio. Es un sistema económico intere-sante, donde se reparten las labores de presidente, tesorero, bodeguero...Los socios utilizan la cocina para preparar la comida que ellos mismos lle-van y se sirven de beber lo que prefieren. Finalmente hacen la suma de loque han consumido e introducen el pago en un sobre. Casi nunca falta di-nero. Es un sistema, digamos, «responsable», que permite comer y beber amejor precio que en bares y restaurantes. La mayor parte de las sociedadesorganiza algún acto «cultural» a lo largo del año. Las hay micológicas,atléticas, musicales... Pero no nos engañemos, el principal cometido es po-der comer y beber rodeados de la sempiterna cuadrilla. En los tiempos quecorrían y que aquí narro, 1984-1985, en casi todas ellas se prohibía la en-trada a las mujeres. En la actualidad la cosa ha cambiado, aunque quedanunas cuantas que se erigen en bastiones tradicionalistas y siguen con la ma-traca. Me acuerdo de lo que hizo la difunta Pilar Miró en una de ellas,cuando le dieron un premio en San Sebastián y supo que no podía entrar acelebrarlo en la comida organizada por el alcalde en una sociedad con sole-ra. Ni corta ni perezosa, se fue a comer a Casa Arzak, a cuenta del munici-pio. Ni follón ni ocho cuartos. Menuda era ella.

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Y yo también, qué carajo. Tengo mi propia visión del asun-to: si en tan baja consideración tienen a sus mujeres, ¿qué ha-cen que permanecen casados? ¿Será que también ellas son feli-ces con el sistema de sociedades gastronómicas, a sabiendas deque los jueves y viernes (o los martes y sábados, etc.) quedanlibres el sofá, el frigo y la tele? ¿Será que también a ellas lesconviene el plan?

Conozco a más de una que aprovecha esa regularidad deasistencia de su marido a la sociedad para echar una canita alaire. De cinq à sept llaman a esa hora pecaminosa los france-ses y las francesas. Aquí el horario es otro, que para algo sonlos franceses unos adelantados: de siete a diez.

A esa hora toca polvete con el otro, con el que de verdadme desea, y no con el maromo de siempre que ronca, le hue-len los pies y cosas mucho peores. En el Hotel Campanille, sies en el lado norte de la frontera, y en el Hotel Ulía si es en elotro. O donde se tercie.

En fin, corramos un tupido velo, no vaya a ser que alguiense enfade por hablar aquí de asuntos que, en definitiva, medejan templado. Allá ellos y ellas, y que les aproveche a to-dos. Estuvimos dos años en antena de esa guisa. Incluso orga-nizamos una final de cocineros de sociedades en un polide-portivo abarrotado. Cuanta más gente me felicitaba por mitrabajo, peor me sentía yo. Sabía que predicaba un ejemploretrógrado y nocivo al promocionar las sociedades. Percibíaque la cocina era y debía ser otra cosa.

A pesar de la renuencia del entonces director de EuskalTelebista, abandonamos el modelo exitoso e hicimos un pro-grama nuevo. Esta vez con cocineros profesionales, sin con-curso, con afán de enseñar lo que se hacía en las cocinas másavanzadas del país. En las cocinas había estallado una revolu-ción, y una tele pública como la nuestra no podía dejar demostrarla.

La emisión se llamó Lapikoka (algo así como «A cazuela-

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das») y, aunque no fue nada del otro mundo, sirvió para quela Nueva Cocina y, sobre todo, los cocineros, saltaran a laspantallas de televisión.

Lo más granado de la cocina vasca pasó por allí. Miroahora los archivos y compruebo que fueron más de cuarentalos que pasaron, los primeros del ranking, siempre que supie-ran vascuence, claro está, pues en esa lengua emitía la cadena:Irizar, Arzak, Arbelaitz, Berasategui, Arguiñano, Pildain, Ro-teta, Iza, Muguruza... Luego vino todo lo que vino.

Pero, si me lo permites, te lo contaré en otro sitio, un pocomás adelante, después de que David se quede a gusto, tras daralgunas pistas exageradas sobre cómo debe uno situarse antela gente que maneja el asunto culinario que aquí nos entretie-ne y él suele llamar mafia.

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para entender de fotografía

El mundo de la cocina es un gran reino de Taifas. Cada peque-ño reino tiene a su vez sus propios jefes de tribu, sus curande-ros, sus directores espirituales, sus ejércitos, sus incondiciona-les acólitos, que serían capaces de rebanar a cuchillo a quienesosaran cuestionar los preceptos que rigen la comunidad. Enestas cinco líneas está la clave del asunto, el sofrito a fin decuentas.

Has de ser observador y a partir de hoy intentar leer entrelíneas, fijarte bien en las fotografías que te encuentres en laprensa, sobre todo en la que veas a un nutrido grupo de cocine-ros con pintas de pertenecer a ese club Bilderberg de la puñeta.

Cuanto más viejos sean, más pintas tendrán de controlarel cotarro, de tener las espaldas cubiertas, de dormir a piernasuelta. Ya han trabajado lo suficiente, aunque se afanen enmorir a pie de cañón, con las botas puestas, como un mariscalde hierro que a pesar de haber terminado la guerra no se per-mite un minuto de descanso y ya está tramando qué hará consus muertos y a quién deberá pasar la factura. No hay un mi-nuto que perder.

Si te fijas, verás que siempre hay pequeños grupos que se si-túan en el centro de la fotografía. Junto a una gigantesca bote-lla de champagne, que le da un toque poco serio, la verdad.

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Otros, sin embargo, nunca se tocan y permanecen en extre-mos opuestos. Con cara de felicidad, eso sí. Mi compañeroEtxebe ya te hablará de la politesse que gastan. Se rascan encasa, te lo digo yo. Y también se nota que no estaba previstoque algunos salieran inmortalizados para la posteridad y loshan colado en el último minuto. Están demasiado serios. O lle-van el gorro mal ajustado, no se amarraron el delantal a la cin-tura. Ponen cara de mono de feria. Ésos están siempre en losextremos, pero en las filas de atrás. Muchas veces medio ocul-tos. Has de sufrir para volverte una rata de cloaca y ser prota-gonista de la foto. ¡Todos quietos!, ¡flash!, ¡flash! Si sobrevi-ves, llegarás.

Saltarte las reglas se paga muy caro. No hay foto. No exis-tes. Estás en tu guerra y no puedes pedir socorro. Nadie te oi-rá. Te pudrirás. Si se te ocurre saltar la frontera que divide alos reinos, ¡zas!, te pegarán tantos tiros como sean necesariospara dejarte como un chino-colador.

La independencia se paga muy cara, sobre todo si ésta in-cluye no apreciar a tu vecino. Consuélate, en las películas deTakashi Mihike directamente te sacan el ojo con un punzón.

En resumidas cuentas, hay que saber moverse para estar,para ser alguien. Dependiendo de tu habilidad, subirás o ba-jarás. Y al final del juego, si consigues llegar con vida, te res-petarán.

Otra cosa que se las trae es que los cocineros resulten sersiempre los títeres de la prensa gastronómica. El éxito consis-te precisamente en eso, en ser un títere y no parecerlo. Ríetetú de las historias espeluznantes de sir Arthur Conan Doyle.¡Uy, qué miedo!

Los viejos del lugar vivieron tiempos en los que la prensaactuaba con pasión y entraba con educación y tocando lapuerta. Es decir, el periodista, tras unos años de no saber dón-de caerse muerto y pasar de redacción en redacción cubriendoaccidentes de tráfico, escribiendo sobre deporte rural o entre-

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vistando a viejas glorias del noble arte del boxeo, descubre ysiente que todo un mundo de delicadeza y hedonismo se abreante él. Vamos, que van a comer y beber de gorra durante unabuena temporada. Siempre es mejor comprobar fehaciente-mente que el vino y el jamón saben muy bien, que imaginarlo.Ya lo decía Brillat-Savarin: «dime lo que no comes y te dirécómo serás».

Pues fíjate tú por dónde, hoy la pasión no está de moda.Está out, démodé. Prima el negociete por encima de todo. Elpapel verde es el que manda y ordena a tu pasión que salgapor la puerta de atrás sin meter mucho ruido, para que no sedespierte nadie con el portazo. Y ahí estamos todos dormi-dos, con pinta de no haber roto un plato y sin querer menear-nos, no vaya a ser que se enfade papá y nos deje sin cenar.

Hasta tal punto llega el desfás, amigo Jonás, que muchosperiodistas hoy ya no van siquiera a los restaurantes. No co-men. No les gusta. Se han cansado. Están empachados. Se de-dican a cuidar sus rebaños y a dar de comer a sus amos. De ahíese rumor ya muy extendido y de sobra conocido entre la ma-fia cocineril de andarse con sumo cuidado cuando tienes éxitoy trabajas, no vaya a ser que mosquees a nuestro crítico favo-rito, Fermín Galarga, lo enfades, y considere, con el celo subi-do, que estás robándole los cuartos, os cartiños, como dicenen Lalín. Y diga luego que te distraes, que no te centras en eltrabajo, que pasas demasiadas horas con corbata y pocas conel mandil ceñido. El crítico necesita cocineros sumisos paraalimentar los chanchulletes que le proponen. Y no tolera quele mangoneen así, a porta gayola, en plan torero. A pecho des-cubierto. ¿Cocineros con iniciativas? No, no, no, no. Eso síque no.

Entre toda esta variada fauna de famélicos, alcohólicos eincluso bulímicos reporteros dicharacheros a los que sólo lesgusta fumar puros y beber mucho, desde champagne a Marti-ni Rosso, pasando por el vodka helado, el gin-tonic o el hu-

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milde pacharán, destaca nuestro querido amigo Fermín, quientiene la peculiaridad de que tuvo, a buen seguro, una infanciadura, exenta de cariño y amor paternal.

Se dedica a subir y bajar la puntuación de sus restaurantesfavoritos, a los que tortura con sus frecuentes visitas dignas decatálogo sadomaso. De repente, como por arte de magia, sincomerlo ni beberlo, deja de premiarte con sus atenciones. Yano va a verte. Te castiga si te portas mal. Nene malo. Te voy adar un cachete. Nene caca. Nene no tocar mis cositas. Que tedespistas y se te olvida quién es el papá, con acento o sin acen-to, pero con mayúscula: el Papa.

Muchos de esos elementos, temidos personajillos de tres alcuarto, pero personajillos a fin de cuentas, presumen de ha-ber follado en toda su vida más que la banda completa de losRolling Stones, incluyendo montadores de escenario, chófe-res y técnicos de sonido.

No podemos olvidarnos de la figura de nuestro querido Fer-mín, que tiene ganada su plaza para la posteridad en el univer-so puteril. Este Fermincho, que es un cachondo, presume deque podría firmar, si alguien pagara la costosa edición, unacompleta y minuciosa guía de casas de alterne. Las rutas. Dón-de están. Y con todo lujo de detalles, no como muchas guías,tan escuetas en comentarios. Así sabremos si en La Malmaisonse dejan clavar por detrás, hay bidet, toallas limpias o si uno de-be andarse con cuidado antes de subir. Señalado con su corres-pondiente icono de calificación, no vaya a quedarse el lector dela guía sin dignidad y sin cartera tras pedir una copa de cavaantes de sacar el canario de paseo.

Pero quitemos un poco de hierro al asunto, en plan cha-tarrero de sucio malecón. A pesar de que en estas cuestionesde las calificaciones de las guías, al contrario que en botica,hay mucha sosa cáustica y poco ungüento y pomada.

Y no quisiera olvidarme del funcionariado, que avión arri-ba, avión abajo, surca los cielos de Europa con la americana

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bien ajustada y la ración de caspa sobre los hombros: los te-midos inspectores de las guías.

Curiosa fauna. Deben de comer tanto y en tan poco tiempoque si por ellos fuera, traerían bocadillo en papel Albal o fiam-brera. Así, con un pequeño paseíto por las instalaciones, unaojeadita al baño, otra a la cocina, ¿qué hace usted aquí?, ¡uy,perdón, buscaba el urinario!, y una tacita de café, pues comoque ya está, la factura, por favor, y con eso y un bizcocho has-ta mañana a las ocho.

Pero no. Tienen que currárselo, gastar tinta y rellenar elcuestionario que deben entregar a su regreso a quienes pagansus nóminas. Bastante hacen. Se toman la molestia de madru-gar, ducharse, leer la prensa, tomarse un cafecito y un zumo denaranja, coger un taxi, ir al aeropuerto, embarcar, aguantarlas turbulencias, aterrizar, descubrir que han extraviado subolsón de mano, coger un taxi, aguantar al taxista y llegar has-ta la puerta de tu restaurante, querido hostelero, que con tantodeleite lees esto que padeces y tan bien conoces y te contamosdos gamberros que escriben al alimón. Sí, señor. Y luego sesientan a la mesa y esperan a que los platos aterricen. Siemprecomen a la carta, no se fían del chef, que el cocinero siempreha tenido mala fama y te va a intentar colar ese pescado quecanta por seguidillas en la nevera.

Pero, bueno, por lo menos al final piden la factura, paganreligiosamente, algo que les honra, y se marchan como gent-lemen. Y el fin de semana, fiesta. Normal, están empachados,tirando de manzanilla y tila, los imagino repanchigados ensus sofás. Tomando verdura hervida y sal de frutas Heno.

Lo que pasa es que no son tiempos para la lírica, el punk-chill-out arrasa y vivimos en la modernidad. Ríete de PalomaChamorro. Los inspectores no se enteran, y quienes pagan susnóminas, los dueños de las guías, tampoco. Nadie se entera.Vaya panda de listos. Ya pronto no sabremos ni por dóndeentran las tormentas.

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Por eso, llega el día en que hasta el mismísimo Alain Sende-rens, cocinero de la vieja guardia, anuncia el cierre de su res-taurante parisino de la Place de la Madeleine, el laureado Lu-cas Carton, para ponerse a hacer cocina del terruño, a guisarcomo su abuela, vamos: pot-au-feu, gratinado dauphinois,choucroute, pastel clafoutis, poule au pot, buey bourguignon,quiche lorraine, cassoulet, tarta tatin… sin más explicaciones.¡Qué felicidad! Poco más se le puede exigir y menos reprocharal amigo Alain. Toda la vida trabajando, sí, pero se da el piro,cuelga la chaquetilla de cocinero «creativo», sin dar las graciasa esas guías a las que la noticia se les viene encima como unjarro de agua fría: el esfuerzo del chef, claro está, además de lasaltas calificaciones, le ha permitido cobrar una tela marinerapor el cubierto desde hace treinta años. Honradez con el co-mensal, dice Senderens, sí, pero después de dejar a sus clienteslas alforjas tiesas.

En el fondo de todo esto subyace una reflexión que han dehacerse quienes califican y examinan a los grandes restauran-tes con una vara de medir anticuada, obsoleta y, desde luego,poco apropiada para los tiempos que nos tocan vivir. Por esoAlain, harto de aguantar la presión, vamos, digo yo, y de gas-tar menos en aceite de oliva que en cera Alex y Netol paraabrillantar todos los días tanta caoba y jarra de plata, dice quechapa aquello y au revoir.

¿Qué ocurre?, ¿qué funciona mal?, tiemblan los cimien-tos, alguien deberá poner al día, reinterpretar o como quieranllamarlo, el concepto del lujo.

¿Qué significa lujo para «mesié» l’inspecteur? Imagino,claro está, que esa denominación la entiende como los realesacadémicos de la lengua española: demasía en el adorno, en lapompa y en el regalo, o abundancia de cosas no necesarias, to-do aquello que alguien con recursos normales no alcanza aofrecer. Un poco obtusos también estos padres de la lengua.Se ve que han sobrevivido a guerras y arriesgadas operaciones

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de corazón, que han pasado más hambre que Carpanta. Yaque, efectivamente, el concepto del lujo lo entienden, y así loexpresa el diccionario, desde la ostentación, la opulencia y eldespilfarro. Como la mente de ciertos inspectores o de mu-chos de ellos, que no es bueno hablar en términos absolutos.

Conozco cierto restaurante muy famoso y respetable que,queriendo deslumbrar con una carta de vinos estratosférica-mente cara, manda un taxi a la vinoteca en busca de las botellasmás exclusivas, en cuanto las pide un cliente con rancho en LasVegas y American Express Platinum. Quiero decir con esto quetodo vale con tal de impresionar. Las botellas están en la carta,sí, pero no las tiene en el local. Es para que el inspector alucine,más que con un chute de Benedictine. ¿Quién puede tener enuna carta de vinos grandes añadas de Chateau d’Yquem, Mar-gaux, Petrus, Vega Sicilia, Mouton Rostchild o néctares simila-res? Normalmente nunca se venderán. Estarán quietos en la bo-dega como floreros. Pocos restaurantes se pueden permitir ellujo. ¿Lujo? Pero a las guías eso les pone. Como a las mujeres losdiamantes o a nosotros un motor echando humo: ¡Pof!, ¡pof!,¡pof!

Efectivamente, habrá, por contra, otros que pensarán quelo realmente lujoso es vivir, sentir, poseer aquello que no setiene, al menos durante un pequeño instante. A veces esa este-la que deja el perfume de una mujer cuando pasa al lado, esospocos segundos que se lleva el viento, son un verdadero lujoincluso para quienes viven rodeados de ellas. Y esos segundosson mágicos, únicos, siempre y cuando uno no sea un muertode hambre o un empachado y la desidia no figure en su carnetde identidad.

Para el solitario, el lujo es una concurrida compañía; parael falto de cariño, un beso o, mejor, una caricia; para el insatis-fecho, un instante en un velatorio; para el parado, trabajar; pa-ra el acelerado ciudadano, el descanso de unos días en el cam-po, escuchando el rumor de un riachuelo o el canto del cuco.

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Hoy, la complejidad de las relaciones, de la vida, no produ-ce más que ovillos mentales y muchos llevan su inquietud, susdudas, sus complejos y sus juicios a la mesa. La riqueza bienentendida, el lujo, no se debería representar por la opulencia,sino, justamente, por su contrario: por la esencia, por la re-ducción, por la simplificación. ¿No les parece, inspectores?

¿Por qué entonces insisten en seguir premiando lo suntuo-so y recargado si es lo contrario lo que da paz y sosiego? ¿Porqué la plata, el oro, las volutas, el esmoquin, la corbata,1 elguante blanco o una calesa llena de quesos o pastelillos, conruedas que chirrían mientras avanzan por una moqueta, me-recen mayor respeto que un horizonte limpio, una arquitectu-ra sobria o el tacto del papel y la madera?

Determinada elite gastronómica nada en la mediocridad,sin saberlo. Las cartas de los restaurantes de alto copete estándesbordadas de carnaza y chicha vestida con celofán y muchasal Maldon. Alfombras rojas que ocultan espléndidos firmesde madera de roble. Escayola que se cuela por los poros de lapiedra. Lámparas de araña que centellean sobre una sala me-

1. Los restaurantes de toda la vida son como moles catedralicias, vesti-gios de la mejor cocina. Unos eliminan el olor a alcanfor, abren sus ventanaspara airear. Y otros, erre que erre, no hay manera. Viene esto al caso por al-go que me ocurrió hace poco en un pomposo restaurante madrileño connombre de hombre diestro en la equitación, muy cercano al Ministerio delInterior, lugar que me produce, por cierto, grandes flatulencias. En ese local,tras hacer reserva telefónica y sin que nadie nos advierta que ha de acudirsecon corbata anudada al cuello, acudo con mi respetable y venerado padre,vestidos como pimpollos y perfumados como virreyes, dispuestos a todo.¿A todo? Lo que nos ocurrió no tiene palabras. Se nos niega la entrada porno estar encorbatados, o lo que es lo mismo en el argot culinario, correcta-mente «embridados». Una lástima, atónitos por la invitación a salir, nosquedamos con las ganas de dar cuenta de unos callos estofados, especialidadde la casa. Se acabó el festejo. En este caso, prefiero la mala cocina de la go-minola, sí, menos sabrosa, pero mucho más amable, que quedarnos sin ce-nar. Hay ciertos clásicos que entierran a su futura clientela. Mueren. ¡Ya seoye la marcha fúnebre!

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rengada y no dejan percibir la luz natural. El terciopelo nuncafue buena tela para hacer cortinas. El lino da frescura, dejafiltrar la luz y ondula con suavidad, mecido por el viento quese cuela por las ventanas. Una persona sensible, un comensalfeliz, nunca consentiría comer cerca del perfume del alcanfor.Se conforma con poder sentarse con comodidad, sin perder elsentido de la orientación: sólo quiere saber por dónde se poneel sol para verlo pasar y recibir su luz.

Señores inspectores, los objetos de marca, los vinos caros,las joyas, las vajillas de mírame y no me toques, son mercade-ría que puede adquirirse fácilmente en cualquier aeropuerto,en Internet. Es cuestión de dinero. De apretar un botón.

El espacio amplio, el aire limpio, el silencio total, el tiem-po pausado, la tranquilidad, un tomate cortado de su mata,un solo tallo de espinaca recién recolectado, un chipirón fres-co traído empapado hasta una mesa en el cesto de un hombrejubilado que los cambia por un trago de vino, el agua de unmanantial servido en una copa, son la verdadera esencia dellujo. Son bienes escasos muy difíciles de conseguir.

El buen gourmet, aquel que prefiere la naturalidad en el vi-vir, sabe que el consumismo gastronómico decadente y esnobperecerá, no va con los tiempos. La pasión por el derroche ab-surdo ha de ser sustituida por el intento de honrar la vida através de la sencillez y la contemplación del arte y la creaciónen la mesa.

He leído hace poco que en Gran Bretaña, en la que reinanuestro amigo Heston Blumenthal, el respetado RaymondBlanc, gran cocinero, sirve en su restaurante de Oxford unplato que es el resumen de toda esta locura. Sea and earth sa-lade, mil euros de ensalada por ración, en la que conviven, sindisimular la estridencia, dos clases diferentes de caviar, tru-fas, cigalas, patatas, calabacines, lechuga, pan de oro, langos-ta de Cornualles, aceite y vinagre balsámico. ¿Un manjar derey destronado? ¿El plato que pediría comer un reo de Guan-

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tánamo condenado a muerte? ¿Exageración del periodistaque reflejó la noticia al recibir una nota de agencia inflada co-mo la bola de nieve que forma al final de la pendiente un mi-núsculo copo de nieve?

Recientemente, en un restaurante estadounidense, alardea-ban de confeccionar la tortilla más cara del mundo, a reventarde granos de esturión y veteada con grasientas estacas de foiegras de oca.

Para morirse de asco.A los cocineros les resulta realmente complicado no su-

cumbir en la hoguera de las vanidades. Sólo hay que abrir loslibros de historia de la gastronomía. Es posible que, atrapadoscomo estamos, nunca podamos prescindir de lo superfluo y delo innecesario, que jamás podamos ganar del todo la batalla alas pasiones sin sentido que, creo, nos dominarán siempre. Pe-ro nos queda desear que el poder simbólico del lujo bien en-tendido acelere la transición hacia esa naturalidad y esa sere-nidad tan deseadas. Y traiga sosiego y mayor tranquilidad atanta cocina alterada, y mansedumbre a las vidas de tanto co-cinero encabritado y encolerizado.

Por eso aplaudo bien fuerte las imperceptibles voces dequienes no se contentan con el panorama que los circunda.Benjamin Tourcel, un jovencísimo y sin duda inteligente coci-nero francés, ha dicho recientemente la genialidad más gran-de, sincera y coherente que podría venir de alguien que sienteel estilete de los proveedores y de la hipoteca del banco en sucostal. Algo que deberían escuchar bien todos aquellos quepresumen de rebozar el aire: «Los cocineros jóvenes —diceBenjamin— debemos dar una patada a ese gran hormigueroen que se ha convertido la generación de los grandes cocineros,que nos han instruido en el sabor, en el gusto, sí, pero que nosaburren ya con sus cartas repletas de vieiras, trufas, foie gras ybogavante». ¡Bien, chaval, bien! ¡Con dos huevos!

Ojalá el espíritu de este libro —¿verdad que estás de acuer-

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do conmigo, Etxebe?— os haga descubrir el verdadero sabordel lujo.

En fin, que así lo deseo. Y ya puestos, que ciertas guías ysus inspectores se den por aludidos. Aunque pensándolobien, que cada cual arree con sus varices. Qué demonios.

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sobre amores que matan

Se dice que la Nueva Cocina Vasca es deudora de la francesa.Si a alguien le sirve para algo, así lo certifico aquí. El modeloque seguir era Paul Bocuse, y no sólo en cuestiones de cocina.

Los cocineros se enfrentaban en la época (comienzo de losochenta) a un problema mayor aún que el de acertar a coci-nar platos nuevos que, más allá de saciar el hambre, revolu-cionaran el mundo culinario.

Las cosas no debían ser como siempre habían sido. Nue-vos gustos, nuevas maneras, nuevas teorías, nuevos valoreslo inundaban todo: cocciones ajustadas, no mezclar saboresal tuntún, utilizar productos de temporada, renovar la tradi-ción propia, cuidar la presentación, ensalzar los productosdel lugar...

Pero los cocineros todavía no estaban valorados social-mente, ni se reconocía su labor profesional. Bocuse —y, mu-cho antes que él, Raymond Olivier— manejaba los medios decomunicación mejor que un brujo y en él se fijaron los vas-quitos. Más tarde, seguirían a estos últimos los españolitos ylos catalancitos, aunque ahora les pique reconocerlo: si loscocineros vascos crecieron mirando a los franceses, los delEstado español lo hicieron sin quitar el ojo a aquéllos.

En la cocina tradicional, todo había sido ocultismo y secre-

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to y, de pronto, se hacía súbitamente la luz. Los cocineros co-menzaron a tratar a los medios con exquisitez, y recibieron elpremio merecido: se pusieron a la altura de los artistas plásti-cos, de los escritores, de los políticos... Los cocineros salían delas catacumbas y se convertían en estrellas populares y de pres-tigio. Se pusieron de moda. Todo el mundo quería una fotocon ellos.

Los pobres no se dieron entonces cuenta (y yo tampoco)de que tanto como ellos necesitaban la televisión, necesitabala televisión de ellos: eran un contenido aceptado, un recursode éxito, un concepto que servía para dar prestigio a cual-quier cadena...

Aun así, en televisión tuvimos algunos problemas para lle-var a cabo el cometido. Destaco dos: la traducción a la panta-lla de aquello que se cocinaba, y la incapacidad para la comu-nicación por parte de los propios cocineros.

Me explico.Actualmente, llevar a la pantalla un plato o un menú com-

pleto no reviste ninguna complejidad. Todo el mundo sabehacerlo. Parece sencillo, que ha sido así toda la vida. Es comoun cuadro de Miró, de esos que cualquier abedul metido amoderno te dice «eso lo puede hacer mi niño».

En aquellos tiempos se tuvo que andar el camino enterito,grabando platos eternos de cabo a rabo, en condiciones muyprecarias. Hubo días en que, para grabar tres platos, tardába-mos más de diez horas a pesar de trabajar con una unidadmóvil de cuatro cámaras y una veintena de técnicos profesio-nales: los realizadores no sabían, yo no sabía, nadie sabía...Todos tuvimos que aprender que los programas de cocina tie-nen su propia narrativa, sintaxis y ortografía.

El segundo problema concernía a la capacidad comunicati-va de los cocineros vascos. Bocuse era mucho Bocuse, y no di-gamos Guérard y compañía. Los vascos sabían cómo debíanhacer su trabajo, tenían modelos que seguir e imitar, pero no

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podían. Resultaba más sencillo conseguir que ladrara un gato.Si se rescataran aquellos programas del archivo, más de uno seruborizaría. Yo el primero.

Para empezar, digamos que un cocinero es sólo un cocine-ro. No es ningún orador o charlatán y, además, generalmente,acostumbra a ser una persona muy obsesiva que únicamentesabe hablar de lo suyo. Patata, patata, patata y poco más. Siacaso, algún comentario climatológico. Al igual que muchosfutbolistas y otras gentes, nada de nada. En su mayoría, ceropatatero.

Sucede también que, a cuantas más estrellas, surtidores osoles ofrecen a un cocinero, más incapaz resulta de articularuna frase común y corriente, con su correspondiente sujeto ypredicado. Por lo visto, las estrellas provocan afasia o, dicho ala inversa, cuanto más afásico seas, y no sepas más que mediohablar de tus comidas, más posibilidades tienes de ser estrella-do, perdón, laureado. Nunca he visto cosa igual. A medidaque te conceden estrellitas, vas perdiendo capacidad verbal yde comunicación en general.

En el asunto este del reconocimiento, deberían de poner unpar de cartelitos, como en las cajas de tabaco: «Las estrellasMichelín perjudican gravemente su salud y la de los que estána su alrededor». O aquel otro que dice: «Las estrellas Miche-lín producen impotencia». O el más directo: «Las estrellas Mi-chelín matan». Para cumplir con su cometido, el Ministerio deSanidad, o quien corresponda, debería tomar cartas en elasunto, si es que le interesa verdaderamente el bienestar de suscontribuyentes.

Además, ya hemos dicho que aquellos primeros progra-mas se hacían en vascuence. Pocos lo hablaban con fluidez.Aún hoy es muy difícil encontrar un cocinero dicharacheroen esta lengua. Las cartas de los restaurantes las encontrarástodavía en castellano, en inglés y en francés, si se tercia, peroson pocos los que las tienen en la lengua de su propia tierra.

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Y cuando las hay, o están mal traducidas o presentan humi-llantes faltas de ortografía. Por poner un ejemplo equivalen-te, esqalfado uebo sovre jisantez, y así. Peor imposible.

Sigue siendo ésta una asignatura pendiente en cuanto aatender al cliente se refiere.1 ¿Se imagina a algún comensal es-pañol, francés, italiano o alemán, que se encuentre con que lacarta del restaurante de al lado no esté escrita en la lengua desu país? Y en los casos excepcionales en que lo está, ¿que apa-rezca redactada con un descuido tal que ruboriza al más pin-tado? De no creer, amigo Miguel. Para que luego el chef deturno te venga a hablar de filosofías profundas.

En aquellas tortuosas grabaciones vimos cocineros atasca-dos, sudorosos, nerviosos... cagados de miedo. Pero nuncanadie dijo que no. Todos sabían que salir en pantalla era casimás importante que dejarse la piel en la cocina.

Lo pasaron fatal, fue un martirio, una tortura, pero lo hi-cieron. Nunca oí una protesta, nunca unos celos por invitar aunos y no a otros... En algunos asuntos, los cocineros resul-tan ejemplares para cualquiera. Son los amos en cuestionesde politesse y en el elogio del gremio, del compañero, del ri-val, de la competencia. Si algo les pica, se rascarán en casa,digo yo. Al menos nunca los he visto tan picajosos como mu-chos otros: políticos, artistas plásticos, escritores...

En aquellos programas, vi a cocineros de estrellas Miche-lín con gotas de sudor aflorando de golpe como garbanzos ensu frente. A causa de los nervios, claro. «¡Corten!», decía yo,del asco que me daba ver el líquido corporal cayendo sobreuna menestra o un huevo al vapor.

He visto cocineros tan distraídos delante de las cámarasque olvidaban la sal en una papillote de lubina, por ejemplo.«¡Corten!», volvía a decir, para sacar el pescado del horno y

1. En esta y otras cuestiones, es de destacar la excepción de los Arbe-laitz del Zuberoa de Oiartzun. Al César lo que es del César.

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quitar todo el papel de la papillote e incluir el plano de la sal.¡Tantos!

También me acuerdo de un veterano cocinero de Henda-ya, Beñat Arambure, el dueño del antiguo Hotel La Gitanilla,que quería preparar una ensalada de bogavante a la plancha.

Aquel día fui yo quien se llevó la sorpresa y quien no supoestar a la altura que requerían las cámaras: el cocinero puso elbogavante vivo sobre la tabla, lo viviseccionó con un gran cu-chillo, y yo grité «¡Qué burrada, Dios mío!», al ver que lasdos mitades del bicho seguían moviendo las patas cada unapor su lado. Tuvimos que cortar, claro, por la inesperada im-presión que me produjo el asunto.

En aquellos tiempos, un director-presentador se tenía quepreocupar de todas las cosas, de los matices, de los resulta-dos. Concentrado en otras cuestiones como estaba, o distraí-do, quién sabe, no esperaba tamaña carnicería en mi espacio.

El problema era que no había más bogavante, y hubo derepetirse la escena con el mismo bicho demediado y de algunamanera recompuesto. Para que luego hablen de lo complica-do de los efectos especiales de Spielberg o del Lucas ese.

También acabé harto de aquello, fundamentalmente abu-rrido y agotado de tanto cocinero mudo. Eran buena gente.Y lo siguen siendo. Me cuidaban en sus casas como a un rey,pero, en realidad, tal y como ya he dicho, se trataba de unostimoratos sin remedio, que querían imitar a chefs franceses,sin tener la labia, la tradición y el conocimiento de éstos.

Eran unos obreretes metidos a intelectuales, unos plebe-yos sentados en tronos demasiado grandes y, aunque me vayaa costar caro decirlo, en su mayoría, veinte años más tarde, losiguen siendo.

Supongo que, después de escribir esto, debo despedirmede sus atenciones especiales. Ahora dejarán de agasajarme, depasarme a sus territorios secretos en la cocina, me salpicaránde caldo hirviendo, tendré que pagar el café extra, habré de

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habituarme a las maneras que aplican a cualquiera de susenemigos, etc.

Lo mismo da: para una vez que me pongo, no pienso an-dar templando gaitas. Para sacarles tres palabras delante delas cámaras, y dos frases seguidas con algún sentido, yo teníaque sufrir horrores. Entonces tuve la genial ocurrencia.

Conocía a Arguiñano de antiguo. Ya en tiempos de la ra-dio nos hicimos amigos. Le había cogido el tranquillo: no eratan gran cocinero como aparentaba (por aquel entonces notenía ni repajolera idea de cómo preparar unas carrilleras deternera, por ejemplo), pero era (y es) un monstruo. Tenía cua-lidades insuperables y únicas: las mejores croquetas de maris-co las he comido en su cocina, que no es poco, y es la únicapersona con la que he caído agotado de tanto reír.

Para mí, Arguiñano y los de su guisa pertenecen a la estirpeque siempre llamo «de los Rolex». Me refiero a aquellos niñosde familias pobres de la posguerra, que te puedes encontrar enlos negocios más dispares. Por ejemplo, en cualquier aero-puerto del mundo vendiendo relojes falsos, traficando consustancias prohibidas, descargando tabaco sin impuestos enlanchas que llegan hasta la playa, o montando una casa de al-terne o cualquier otro asunto que se acomete con la nariz bientapada con dos dedos. Cualquier cosa con tal de salir del des-tino al que estaban abocados: lijar los vagones de tren que sehacían en su pueblo, o algo parecido. Actualmente son gentede provecho, han tenido agallas para cambiar su destino y tie-nen un apartamento —con amante incluida, si te descuidas—mirando al mar. Los típicos espabilados, pero un poco másque los demás.

Karlos y yo sintonizábamos, salíamos por ahí y todo eranrisas. Estaba en apuros por levantar su hotel sobre la playa,me había pedido ayuda y yo intentaba resolverle un trocitode su vida y de su economía con un programa nuevo de coci-na. A cambio, él me contaba chistes de categoría ética dudo-

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sa, pero muy graciosos ciertamente. Entonces no se sabía na-da de machismo, ni de xenofobia, ni de todas esas cosas tanactuales de lo políticamente correcto. Esas cuestiones no exis-tían, ni las olíamos. Éramos unas bestias pardas, todo valía.Los chistes ofenderían hoy a cualquiera, mejor no poner nin-gún ejemplo. Además, lo reconozco, yo era el imbécil que enprimer lugar se reía de aquel tipo de gracias.

Afortunadamente, aquel mono que bajó un día del árbolsigue aún evolucionando a base de comer yogures y todos he-mos cambiado a mejor, o eso parece. Ahora somos un pocomás civilizados y globalizados. Incluidos él y yo.

Karlos ya era el monstruo que ahora es: no hay nadie enel mundo tan dicharachero ni divertido. Eso lo sabe todoquisque. No nos referimos a la cocina, claro está, hablamosde televisión y, sobre todo, del poder de comunicación. Es ungenio.

Propuse hacer un programa con él. Dirigiría yo y Karlosdebía ir a casa de otros cocineros para cocinar a su lado, unpoco al modo que la Santonja había hecho tiempo atrás consu histórica emisión Con las manos en la masa, de TVE. Asíme libraba de tener que andar buscando todas las semanas uncocinero capaz de decir dos frases sin que le temblaran laspiernas. Karlos me había pedido ayuda, y yo se la ofrecía. Lohabría hecho de todas formas, pues, además de ser el mejor,era el único que valía para ello.

En esa época (1986), recuerdo que ofrecimos a Karlos porsu colaboración la miseria habitual destinada a los presenta-dores que no eran de plantilla en nuestra casa. Éramos una te-le pobre, autonómica y recién nacida. Que yo sepa, nadie seha hecho rico en nuestra televisión, al menos trabajando.

Karlos pidió diez veces más de lo que le ofrecíamos, debíapagar la construcción del hotel y otras virguerías que lo teníanatenazado. Pero, créeme, no era para tanto lo que demanda-ba. A decir verdad, se mire por donde se mire, se trataba de

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una miseria. Aunque recuerdo perfectamente las cifras, no telas digo. Hay cosas que da asco contar. Además, te partirías lacaja con los números, si los comparas con lo que hoy puedeganar Karlos en un plis-plas.

En una tele con misión divina y enrollada como éramos,los directivos respondieron que no, que no se le podía pagartanto. Que iba a resultar un precedente pernicioso. Los ejecu-tivos, como siempre, tuvieron una idea genial: búscate otro.

Fui tajante: no hay ningún otro, ha de ser Karlos Arguiñano.Esta rotundidad por mi parte, esta determinación irrenun-

ciable, creo que afianzó nuestra amistad, y ahí anduvimos deun lado para otro durante un tiempo, grabando emisiones encasa de otros cocineros. Fueron sus comienzos.

Tanto Karlos como yo aprendimos los problemas narrati-vos, de imagen y de contenido, que tienen los programas gas-tronómicos en televisión. A él, al menos, de algo le ha servido.

Cuando esa serie se acabó, de lo agotados pero felices queambos estábamos, nos hicimos una promesa sagrada, una de-claración de amor de esas que sólo se hacen entre amigos: ni élni yo haríamos ninguna otra cosa de cocina en televisión a noser que se tratara de trabajar juntos. Seguro que ahora ni seacuerda del juramento.

Como buen superviviente, Karlos se las piró con el prime-ro que pasaba por allí, un productor mencionado ya en el ca-pítulo del estadounidense, el amigo Josu, que nada sabía denuestro trato. Ambos saltaron a otras cadenas y continuó elfenómeno Arguiñano. Bingo.

Al cabo de un tiempo, también Josu se quedó en la cuneta,solo y abandonado. Así es la vida con los de la cuadrilla delRolex, no atienden a escrúpulos, ni a lazos sagrados, en cuan-to la pasta asoma la patita.

Años más tarde, cuando Karlos ya era Dios, le llamé por te-léfono. Me sentía asfixiado y necesitaba alejarme un tiempo dedonde estaba. Le pedí cualquier tipo de trabajo. Algo habría

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para mí. Con un poco de suerte, de carpintero de decorados.Cualquier cosa.

Sí, sí, sí. Faltaría más. Pronto te llamo. Descuida.Si te he visto no me acuerdo. Perfecto. E la nave va. Ahora, cuando nos vemos de ciento en viento, me dice que

hace mucho tiempo que no voy por su casa. Calamidades de la vida. Arguiñano siempre ha sido y se-

guirá siendo un bandido. Un bandido irresistible al que nun-ca podré dejar de querer, ni aun queriendo.

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16

y bailaré sobre tu tumba

Mi querido amigo verraco, de lo viejo que empieza a ser,cuenta historias de televisor de baquelita que uno sólo puedeimaginar en blanco y negro. ¡Vaya fiera! Yo, como el judíoerrante, os seguiré narrando mis batallas por intentar ser uncocinero de provecho.

Desde que anudé un mandil a mi cintura, sigo pensandoque aquello a lo que me dedico día tras día, contra viento y ma-rea, es lo que siempre he deseado hacer. A éste se le ve el plu-mero, diréis. Nunca fue buen negocio escribir lo que se piensay pocas veces se dice en voz alta. Sólo saben sacarle provechoal fenómeno algunos psiquiatras que en sus consultas tratanla enfermedad con ansiolíticos o neurolépticos. Y es que noson buenos tiempos para la desinhibición mental. Ni en gas-tronomía.

Yo, en este libro, además de marearte, sólo pretendo aca-llar los ruidos alojados en mi sesera. Pero ¿qué recuerdo ver-daderamente de mis primeros tiempos de profesional entrelos fogones? ¿Qué momentos, qué hallazgos me hicieron real-mente feliz? ¿Qué tipo de cocina me hacía sentir un hormi-gueo en el estómago?

Para responder, quizá deba hablar primero del contexto.De cómo funciona un restaurante de la mañana a la noche, y

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de la noche a la mañana. Pues es en esas duras condiciones enlas que un cocinero trabaja a destajo. Conozco a muchos que,huyendo del bombardeo, viven de contar la misma mandangauna y otra vez. Y no todos son cocineros precisamente. Quierodecir con esto que, si no se sale cuerdo del envite, uno arrastrala imbecilidad de por vida, o se convierte en un senador respe-tuoso y respetado, que haberlos haylos, aunque no abunden.

He de decir también que no todas las cocinas se organizande la misma manera. Las hay que se estructuran en jerarquíasmilitares, y las hay que se constituyen en asamblea. Unas pare-cen el penal del Dueso y otras, sin embargo, son un claro ejem-plo de que, a pesar de lo que piensen los viejos mariscales, sepuede cocinar pensando y en silencio. Sin mentir, sin golfear,sin miedo, sin que te pongan la mano encima. Poniendo todoen tela de juicio, incluso aquellos gestos que nadie osa cuestio-nar y mucho menos poner en entredicho. Dudar.

Pero preguntarse el porqué de las cosas, como en la vida,trae consigo muchos dolores de cabeza y sacos y sacos de tra-bajo. Se te encorva la espalda. Y a muchos les conviene seguirviviendo de la vulgaridad, poniendo, eso sí, gesto de Pitágo-ras. No vaya a ser que los pongan de patitas en la calle.

Muchas veces he dicho que hay ciertos libros que uno es-cribe por contentar a su voz interior, tan traicionera y lasti-mera. Sin embargo, hay otros que pretenden dar respuesta atodas aquellas personas que una y mil veces vienen pregun-tando más de lo mismo, desde que el mundo es mundo: el flanlleva caramelo y el sol sale por Antequera. Para resolver estasdos cuestiones hay aquí para dar y tomar. Y que nadie sigapaseando sus dudas.

Para quienes piensen que el cocinero no madruga y los cal-dos y las salsas, como por arte de magia, salen a borbotonesde un grifo misterioso que ha instalado en tu cocina una com-pañía propiedad de Lewis Carroll, aquí viene la verdad de laverdad. Apriétense los cinturones.

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Siete treinta de la mañana. Entran por la puerta Mateo yNelly. Hace frío fuera y aún es de noche. Y bien cerrada. Danpotencia a los quemadores de los fuegos sobre los que hier-ven suavemente los caldos que se colarán en un rato y que to-da la noche estuvieron borboteando muy suavemente con elleve tintineo de la llama del piloto de los fuegos. Encienden lacafetera espresso y guardan bajo techo las primeras cajas quealgunos proveedores dejaron muy de madrugada en la puer-ta del almacén, a la intemperie. Verdura, un par de cajas deleche concentrada y un enorme paquete con pegatinas fluo-rescentes que indican su llegada desde muy lejos. Será la sal-sa de soja o los mazos de vainilla que se esperan desde hacecasi un mes.

Tras un par de cafés bien oscuros y el intercambio del par-te meteorológico de rutina, se calan el delantal de peto y po-nen rumbo al comedor. Son la clave para que más tarde loscamareros, que llegarán hacia las once, se ocupen exclusiva-mente de su trabajo. Dan un repaso a la sala y al bar, elimi-nando todos aquellos rastros que los clientes dejaron a su pa-so ayer noche. Reponen manteles y, una vez estirados sobrelas mesas, los planchan, para eliminar todo rastro de pliegueso arrugas. Han de quedar impecables. Montan las mesas: co-locan copas, vajilla y cubiertos en sus respectivos sitios. Posa-dos con precisión de ajedrecista, sin dudar, en su lugar exac-to. Ya sabes, ficha tocada, ficha movida.

Mientras uno repone las cámaras frigoríficas casi vacíasde agua, refrescos y botellines de cerveza, otro vacía cubiterasy baja a la bodega con la mantelería sucia para reponer en elcarro todas las botellas de la bodega que anoche se bebieronlos clientes, además de subir la mantelería limpia que trajo elcamión de la lavandería hace ya unas horas.

Poco a poco va llegando el personal. Up in the morning, upin the morning!!!!, Van Morrison canta a todo trapo en el co-medor y entre bostezo y bostezo, en un abrir y cerrar de ojos

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se han plantado siete cocineros ante la cafetera que escupe, atodo gas, tazas y más tazas. Las caras son un poema. Todos seacostaron tarde, demasiado tarde y están muy cansados paraser personas a las ocho y media de la mañana de un día gris. Sial mismísimo León de Belfast le dicen que tiene que dar unconcierto al mediodía y otro por la noche, como estos locos yvalientes cocinetas dan de comer y cenar todos los días, man-da a hacer puñetas la guitarra, el soul y los botos de piel deserpiente. Me apuesto un pie con juanete incluido.

Llegan tres zombis más y todos, sin mediar palabra, comoen las procesiones de la Semana Santa cordobesa, se tiran alfogón con menos ganas de que los llamen al orden que un re-cluso. Saben que las hostias llegarán cuando menos lo espe-ren. Y así es. En cuanto se pone en marcha la campana extrac-tora y se retiran del fuego los caldos bien calientes, aparecepor la puerta el carnicero con un quintal de cuellos de patoque habrá que pelar uno a uno, dejándose las uñas, el alma yla dignidad, si es que alguien la conserva aún. Además, uncongelador se paró esta noche y echó a perder todas las cre-mas heladas que se dejaron listas. Han fermentado sin reme-dio. Son irrecuperables.

En menos de treinta minutos, apenas después de recibir elpescado, se ordenó la verdura, se pusieron en marcha los ba-ños maría y los hornos y se encendieron salamandras y fuegos.Sonó el teléfono al menos doce veces. El proveedor de la man-tequilla dice que pasará mañana, que hoy hay huelga de gana-deros a las puertas de la central lechera y que no quiere que lequemen el camión de reparto. Dos reservas para cenar hoy.Un pelmazo que dice que anoche perdió en el parking un para-guas y el frontal del aparato de radio de su coche. Pues que lla-me a objetos perdidos en el Ayuntamiento. Una tipa de Voda-fone preguntando por el gerente. Una especie de hilo fino devoz, con acento nigeriano, que pregunta por un tal Nkechi,que dejó de trabajar aquí al menos hace diez semanas. Se llevó

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una caja de Havana Club el muy canalla. Se lo digo a su cole-ga y me cuelga, ¡clac! Éste también bebió cubatas.

Un respiro. Aquí hay vida. ¡Ehhhhh!, atentos, que pasandos diosas. Marisa y Mariate, las dos camareras más bellasdel mundo mundial, desfilan ante los ojos de diez energúme-nos que serían capaces de hacer paté con sus propias víscerasa cambio de una mirada o de rozarse con el pandero de esasdos deidades. Ya sabes, en los restaurantes los cocineros secasan con las camareras1 y las camareras se pasan por la panaa quien sepa cuidarlas y las trate con un poquito de mimo.Condición imprescindible resulta no mirarlas con pinta demono baboso gibraltareño.

Todavía no se ha inventado un restaurante en el que se co-cine apretando un botón. Ya nos gustaría. Han descargado almenos cuatro camiones de reparto y ninguno trajo lo que de-bía. Las patatas nuevas están verdes. La reposición de vajillano es la correcta y enviaron el modelo eclipse grande, en vezdel pequeño. Todo de vuelta. Trajeron huevo pasteurizado envez de claras congeladas y el transportista de Seur extravió lamitad del pedido de pasta torrefacta de avellanas. O se quedóen algún lugar del almacén o se la ha comido para desayunarel chófer que conduce la camioneta con pinta de psico-killerde peli de Jess Franco. Una de dos.

Para cuando dan las once, la sala luce ya un esplendor quepara sí quisieran los bellezones que salen en el Marie Claire.Nelly remató la faena colocando encima de las mesas unosjarrones de frágil cristal en los que asoman astromelias, jaz-mines y peonias, recién cortados del invernadero que hay de-trás del comedor.

1. Me hace un apunte el amiguete Aurelio y tiene razón. Camareras só-lo abundan en Euskadi. Es raro ver un servicio de sala femenino más allá deVitoria. Así que lo que en el resto del mundo habrá serán muchas cocinerassalvajes en busca de bravíos y pletóricos camareros. No sé.

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A pesar de que todos y cada uno de los proveedores sabenque su visita será en vano si no apañan una entrevista con elgerente o el jefe de cocina, hay que mandar además a paseo atodos aquellos que con carpeta en ristre, encorbatados y son-risa de Jocker, se cuelan hasta los mismos fogones en los quese refríen los muslos de pato que luego se confitarán en grasa,con tomillo y montañas de cabezas de ajo. Son los proveedo-res espontáneos. Abren su catálogo y lanzan aquello de «ten-go pimientos, tengo foie gras, tengo paleta ibérica y meloco-tón en almíbar. Si me llevas cuatro te cobro tres y, si me hacestu pedido este mes, te regalo una cadena de música, una bici-cleta y una estupenda raqueta. Arzak también me compra».Evualá. Qué burdel. Vaya tontos del haba. Y yo con todo alfuego.

Antes de sentarse a comer a mediodía —en las cocinas se co-me a horas más tempranas que en El Elíseo—, debe quedar listotodo aquello que no puede hacerse al momento y necesitas parapoder servir aquello que se puede leer y pedir tras echar un vis-tazo a la carta. Y claro está, no se da de comer a una sola mesa,como hace Mibu, el cocinero japonés, sino que en muchos ca-sos, a pesar de poner los medios y el orden para que la entrada amesa sea pausada y ordenada, los clientes llegan cuando pue-den, como pueden y se sientan con la clara percepción de quecada uno de ellos, y sólo ellos, son seres merecedores del másexquisito cuidado y mimo y deben ser atendidos mucho antesque el capullo que se sentó a la mesa de al lado. Así es. Vértigototal. Torea esto, Manolete.

Por poner un ejemplo y para que tú, lector, querido o que-rida, te hagas una idea, explicaré cómo se resuelve un plato.Uno solo. Hacerlo como Dios manda es la tarea del funám-bulo de los fogones, que debe hacer su recorrido por el alam-bre sin titubear, mirando al frente, sin que asome una sola go-tita de sudor en su piel y sin perder el paso, no vaya a darseun trompazo de muerte. Si quienes aquello prueban tienen

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una sola pega de lo que allí se come, una sola, no volveránmás. Y encima dirán que eres un estafador. Así funciona elcirco.

Una merluza en salsa verde con almejas. Un plato clásicodonde los haya, la más pura tradición. Una salsa aterciopela-da que es la madre, dicen, de todas las salsas. Casi un día antesde que tú te la comas, tu voraz apetito envía una señal a tu ce-rebro para aguzar la vista y enfocar allá donde pone m-e-r-l-u-z-a, con sus siete letras, y la imagines inmaculada, aterciopela-da, sobre una salsa untuosa salpicada de micropartículas dearomático perejil verde y profundo ajo, con siete almejonesde cortar el hipo; mucho antes, te decía, casi dieciocho horasantes de tu sabia elección, Nicolás, nuestro riguroso y eficazjefe de partida de pescados, hacía su pedido a la una de la ma-drugada, que es cuando un cocinero ve el poco pescado frescoque queda en su cámara frigorífica.

Levanta de la cama al pescadero o deja el recado en el con-testador telefónico y le indica que quiere un merluzón del ta-maño de un dirigible, bien prieto, con su ojo brillante, lasagallas bien encarnadas y ni un solo golpe en su frágil y deli-cada carne. Y las correspondientes almejas, en su malla biencerradas, para que no aterrice ninguna medio abierta y ten-gan que hacer el camino de regreso. Del resto de ingredientes,Nicolás, que trabaja en una organización bien orquestada yeficaz, se preocupa lo justo: el aceite estará en su sitio. Lasverduras necesarias para el caldo y los aderezos, también.

En cuanto llega el pescado, bien temprano, derechito y sinperder un segundo lo introduce en lo más profundo de la cá-mara frigorífica. Después de haberlo descamado, destripadoy haberle cortado las aletas, claro está. Humedece un paño,lo escurre y cubre con él el animal, para que no pierda su hu-medad natural y el frío seque su piel. Más tarde volveremosde nuevo a la merluza: habrá que trocearla.

Mientras tanto y entre la vorágine de otras muchas tareas

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similares, como hacer aceite de ajos, licuar zanahorias paraobtener un zumo con el que soasar el mero, o limpiar las mi-núsculas kokotxas de bacalao para que estén listas, uno ha deelaborar un buen caldo de pescado, sabroso, profundo y her-vido en su justa medida. Con las espinas o cabezas de merluzaque pueda agenciarse, cebolleta fresca, zanahoria tierna, unapizca de puerro, tallos de perejil, un derrame suave de aceitede oliva virgen, vino blanco seco y agua pura y cristalina. Sehierve durante cuarenta y cinco minutos, vigilando para queno desborde y mantenga un borboteo suave y muy constante,para que no enturbie.

Además, mientras a uno lo distraen con mil y un aconteci-dos, el jefe que no calla, el culo de Mari Tere, el teléfono y lamadre que lo fundó —no te olvides, querido, querida, coci-nar es lo más fácil—, uno, repito, deberá retirar con un pe-queño cazo las impurezas que en forma de espuma blanqueci-na y cuajada se formarán en la superficie del líquido enebullición. Colarlo y listo. Parece fácil.

Mientras esto ocurre, las almejas se habrán lavado enagua, volando, y envuelto en otro paño humedecido y bienescurrido, perfectamente prietas en un bol. Allá quedarán.

El ajo se pela bien de mañana y se pica a cuchillo hasta de-jarlo en partículas tan finas y delicadas que en el hueco queocupa el corazón de un átomo podríamos introducir un dien-te de ajo entero. Y para que no se oxide, cubriremos nuestrapicada con aceite de girasol. Y a la cámara con ella.

Es el turno del perejil. Se deshoja —recuerda, los tallos seañadieron al caldo—, se lava, escurre y pica utilizando el filode un cuchillo tan preciso como la katana de Uma Thurmanen Kill Bill. Si tu arma no está afilada, aplastará el perejil y noservirá. Se recocerá en un zumo apestoso y quedará muerto einservible para la salsa verde de la merluza. Nicolás lo sabe ylo hace con cuidado. Con sumo cuidado. Rebana también enfinos y delgados filamentos una guindilla seca, que dará al

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plato ese ligero ardor que tienen los platos vascos de pescado,fritos o, como en este caso, en salsa. ¿Qué sería de un marmi-tako, de unas anchoas fritas, del bacalao al pil-pil o de las an-gulas, sin ese leve toque de alegría riojana? En alguna traineravizcaína, allá en Terranova, hace mil años, subió un tipo deTijuana, seguro.

El vino blanco también estará cerca. La cazuela baja en laque se guisará el pescado también. Bien limpia y a pocos centí-metros de su mano, para poder cogerla con celeridad y arran-carse en cuanto escuche que su jefe de cocina canta una co-manda y sus labios pronuncian esas siete letras, m-e-r-l-u-z-a.

Hacia la una del mediodía, justo antes de empezar el servi-cio, suele ser el momento de trocear el pescado. De deslizar elcuchillo entre sus carnes y diseccionarlo perfectamente, elimi-nando la espina, las magulladuras, las pieles oscuras que tapi-zan su vientre y, claro está, las pequeñas espinas que salpicanlos músculos de carne, que se retiran con pequeñas pinzas.Afortunadamente, la merluza tiene pocas, alguna en el lomoalto, cerca del cogote. Pero ¿los salmonetes?, ¿el congrio?, ¿eljurel?, ¿las sardinas?, ¿la cabrarroca? Para morirse. Trabajode chinos.

Bueno, pues como decía, tras separar el cogote, retirar lasespinas grandes a los dos lomos y las pequeñas con unas pin-zas, llega el momento de cortar la merluza en raciones de cien-to ochenta gramos, que se dejarán listas y bien ordenadas.

También hará falta sal.Rewind. En la cámara, merluza y almejas. Recién hecho,

en un costado del fogón, el caldo de pescado, bien colado. So-bre la encimera, a un tris del alcance de la mano —ya sabes,economía de movimientos—, aceite de oliva, ajo picado,guindilla laminada, perejil picado y vino blanco.

Pero, claro, llega el Grand Prix. Aterrizan los clientes. El je-fe de sala, o quien se encargue de tomar nota de las comandas,apunta en su libreta una merluza en salsa verde con almejas,

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junto a pequeñas notas al margen que sirven de referencia alos cocineros y para servir luego el plato. Las comandas sonpequeños jeroglíficos intraducibles, ríete tú del Champollionese. En ellas se apunta todo: «mh», muy hecha; «ph», pocohecha; «sa», sin almejas; «r», ¡ay!, tipo raro —la «r» es muytemida, significa que es un cliente con ganas de tangana—, sinajo o lindezas por el estilo, además de una letra, normalmenteen mayúsculas, I, J, K, L…, que asigna el plato a un comensaldeterminado en la mesa, para que no ocurra eso tan horriblede: ¿la merluza para quién era?

La comanda entra en cocina y su portador distribuye cua-tro copias calcadas que irán a sus respectivos destinos. La ori-ginal se queda en sala, cerca de la mesa, para que los camare-ros puedan ir anotando en ella las reposiciones de bebidas,cigarros puros fumados o tazas de café. Es con esa nota con laque luego se confeccionará la maldita cuenta. O bendita, se-gún se mire.

Una segunda nota se la queda el jefe de cocina y es con laque se monta el cisco: «te he dicho que sólo me quedan dos ra-ciones y me traes tres», «por qué no me vendes las paletillas quete he dicho que están terribles», «deberías haberles hecho unmenú a todos y no traerme este bodrio de pedido». La clava ensu comandero. Es suya, sólo suya.

Otra copia se la queda el pastelero, pues ya sabes, «lospostres son de elaboración inmediata y necesitan pedirse consuficiente antelación», rezan muchas cartas. Y es verdad, haydulces que dan más currelo que subir el Aconcagua a la patacoja y con el culo al aire.

Y la última, normalmente, es para el cuarto frío, o paraque se me entienda bien, aquellos que montan aperitivos, en-saladas, cortan jamón, hacen la pasta, el arroz o platos por elestilo. Vamos, con lo que nos arrancamos en cuanto nos sen-tamos a la mesa.

Ya está el lío servido. El jefe de cocina canta la comanda y

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todos los cocinetas se activan, retienen lo que escuchan y sepreparan para la guerra. Tantas veces como mesas entren,claro está. Dependerá de la pericia del jefe de sala tomandonotas, y del jefe de cocina espaciando las comandas, para quese monte gorda o todo fluya como el mercurio cuando se alo-ja y pasea por un culo, arriba y más arriba: fiebrón.

Pero, claro está, en toda esa maraña de medias raciones oraciones enteras de ensaladas de cigalas con frutos secos, terri-nas frías, gambas salteadas con hierbas, sopas frías de bueyde mar, mendreskas de atún con virutas de almendra, caldos debacalao, costillares de cordero asados al horno, lomos bajosde vaca asados con carbón y sarmientos, el pichón con remola-cha, el foie gras ahumado a la parrilla, los quesos, el ponche defrutas, el helado de pulpa de calabaza o los posos de café conpiel de leche, nosotros centramos nuestra atención en un soloplato, uno solo de entre todo este cristo que tenemos aquímontado y se nos viene encima. ¡Marcha la mesa siete!, ¡pasalos segundos de la trece!, ¡marcando los postres de la tres, perono caramelices aún las torrijas!, ¡no saquéis aún los primerosde la nueve!

Lo que tanto nos entretiene, recuérdalo, sólo son nuestrassiete letras favoritas: m-e-r-l-u-z-a.

Cuando oímos que la canta el jefe, sea una ración o mil,variará el tamaño de la cazuela y el número de manos dandomeneos en vaivén a las perolas.

Y Nicolás tomará la cazuela entre sus curtidas manos y laposará en la chapa, mientras abre la cámara frigorífica con elpie y rescata de su interior una ración de merluza y siete alme-jones como cantos rodados. Posará el lomo de merluza sobrela tabla de cortar y lo sazonará por sus dos lados, delicadamen-te, mientras añade en el interior de la cazuela, que está tibia alfuego, una pizca de ajo picado, guindilla y un buen chorretónde aceite de oliva. Dejará que comience a bailar el ajo, sin quetome color para que no estropee y amargue la salsa, y posará

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allá, siempre con el fuego muy bajo, el lomo de merluza con lapiel mirando al cielo. Comenzará a menear aquello —no te ol-vides de que, mientras hace esto, controla que el bacalao no seseque en el baño de aceite de ajos, da vueltas al estofado deacelgas y tuétano de vaca que sirve como guarnición de lasmendreskas, y echa un cable a la partida de carnes para pasarlos seis pichones de la mesa once—, observando cómo desde elfondo de la cazuela surgen unas pequeñas gotitas de plasma,la gelatina natural del pescado, que comenzarán a emulsionarel escaso fondo graso de aceite de oliva y ajo. ¡Flop!, ¡flop!,¡flop! Será el momento, y no antes, de añadir un golpe de vinoblanco, para que baje aún más la temperatura de la emulsióny, sin dejar de dar vueltas a aquello, empezar a añadir, tam-bién con suma delicadeza, lágrimas de caldo de pescado, quecomenzarán a formar una salsa más abundante y untuosa. Yahí va el perejil picado —se agrega en dos veces, ahora, paraque deje su sabor, y al final, para que vista con su manto verdeuna salsa perfumada y de profundo sabor marino—. Se retirala cazuela del fuego y se añaden alrededor de la merluza, en lasalsa, los siete pedruscos con forma de almeja. El pescado, ensu interior, estará crudo, no hemos hecho más que empezar.Cubrimos la cazuela.

El jefe de cocina reclama seis helados de calabaza que hande montarse entre tres personas, para que, mientras uno colo-ca bolas de helado, los otros dos dibujen el fondo del platocon un trazo de regaliz y apoyen las tejas de pipas y vinagreque rematan la faena. Allá va Nicolás, invitado a echar un ca-ble, mientras Dani despelleja las siguientes mendreskas quearrimará a la parrilla.

Cuando el afortunado comensal que fijó su mirada sobrelas siete letras, m-e-r-l-u-z-a, termina de hincarle el diente aesa terrina fría y le retiran el plato y le preguntan si le ha gus-tado, le cambian los cubiertos, le sirven un poco más de aguay Viña Vitarán riojano en su copa Riedel, mientras todo eso

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ocurre como si nada pasara, digo, marcharon en la cocina lamerluza en salsa verde con almejas que se servirá en nuestramesa.

Vuelta al fuego, muy pausado, ¡chop!, ¡chop!, ¡chop!, unpoco más de caldo, deslizado con cuidado sobre el lomo. Encuanto la salsa recobra ese ligero hervor a ritmo lento, comouna delicada pieza de piano de Maurice Ravel, se le da la vuel-ta de forma que la piel, esta vez, entre en contacto con la salsay la carne blanca, inmaculada, sin pecado concebida, mire alcielo como la dulce pastorcilla Bernardette Soubirou.

Un meneo delicado, un poco más de caldo y las almejas em-pezarán a abrirse, a derramar su jugo oceánico y a empapar lasalsa de un gusto yodado, tan imprescindible en este plato co-mo lo es el delicado timbre en la voz de Maria Callas. Con unacuchara rociaremos la panza del lomo de pescado para que sele infiltre el calor y conseguir así un corazón sonrosado y melo-so, jugando con el movimiento para que la salsa vaya teniendola textura y el espesor deseados. Sin harina, sin prisas, pausa-damente.

Un golpe de perejil al final y veremos cómo aquello se con-vierte, de repente, en un manto de color verde digno del mis-mísimo jardín de Giverny, de Monet.

A pesar de todo, amigo, amiga, puede ocurrir que una al-meja se abra y vierta un puñado de arena alojada en su interiorsuficiente como para que tengamos que empezar todo de nue-vo, cuando el resto de la mesa, los pichones, el costillar de cor-dero poco hecho, la mendreska, la lubina limpia a la parrilla ylas cigalas recién tostadas esperan ya emplatados a la merluzapara salir en grupo y hacer así feliz a toda una mesa que esperafuera con las servilletas anudadas al cuello.

Es el fin, te quieres morir, todo para atrás, no sale nada,los platos de la mesa han de salir juntos y tú te quedas ahí cla-vado, con una cara que es un poema dadá. Nadie entiendenada. Tú no entiendes nada, un almejón que pagaste a seten-

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ta euros el kilo, al que has mimado y envuelto en paños fríos,te la ha jugado y tú sólo quieres desplomarte en el suelo ymorir.

Ya sabes, si tu mesa se retrasa, no te inquietes. Hay unmuerto y el resto de la brigada busca una solución.

Ya os lo dije, amiguitos, amiguitas, lo más fácil es cocinar.Éstos son los recuerdos que me hacen feliz, mientras todo

esto os escribo. Saber que de todas estas jugarretas sale unocomo puede, como le dejan. Y casi siempre victorioso.

Y es que hace falta ser un loco para ligar una salsa pil-pil sinbacalao o dar brillo a una salsa apagada con un poco de gelati-na y un golpe de Turmix. O arrancar el hervor de un cazo pro-vocando un incendio en la chapa incandescente con una gotade aceite, o dejar reposar un ave asada en el hueco de la chime-neta de carbón en la que se ahúma el salmón una vez al mes.Y dar gusto a jamón ibérico a unas croquetas, sin emplear ungramo de puerco o cochino, o darte cuenta de que faltan aúnveinte tipos en sala a los que no se les ha servido el solomillode buey porque alguien contó mal con sus deditos. Y están demanga y con hambre. Todo tiene solución. Hasta esa boda quelleva esperando diez minutos —te aseguro, eso es una eterni-dad— para cortar la tarta y hacerse la foto, y la orquesta quedebe tocar la marcha nupcial no está ni siquiera en camino. Noexiste, están en otra boda, en el golf de Zarautz. Quieres mo-rirte, pero no puedes, doscientos tipos esperan a Wagner. Tebuscas la vida. Y te jodes.

Por eso, como dicen esas otras dos manos que escriben estedespropósito de libro, los platos que más me seducen, los quemás me gustan, los que me provocan ese hormigueo que sólosentimos quienes vivimos apasionadamente la vida, son losque no guiso yo, los que me sirven mientras me rasco la barri-ga o pego un trago de cerveza helada, sin inquietarme por si seme quema la leche puesta al fuego o se pasa el punto del sal-món que se confita lentamente. Éste es el hallazgo de mi vida,

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el momento más especial al que puedo aspirar. Que me den decomer sin arrollar, con respeto, sin dar la lata o atosigar de-masiado. Y a mi ritmo. Soy quien pone las reglas. No tengotiempo que perder.

Por cierto, cuando dan las cinco de la tarde en el reloj de lacocina, aquello parece la batalla de las Navas de Tolosa. Arra-sado. Hay que limpiar fogones, parrillas, levantar quemado-res, chapas, baldas, encimeras, cuchillos, hornos, fregaderos,puertas de cámaras y rellenar los calientaplatos para la noche.Cepillar el suelo con jabón, pasar las gomas y levantar sumide-ros, para dejar aquello como el quirófano de la clínica Quirón.Repasar pedidos, aunar esfuerzos y apretarse el culo si todavíaquedan cuellos de pato y hay que pelarlos. Coraje, amigos, conun poco de suerte echaremos una siestecilla. Un sueñecito re-parador.

Y a las siete y media de la tarde, repetir la función, cenaratropelladamente, de pie si no quedan cajas de cerveza vacíassobre las que apoyar las posaderas. Engullir un yogur de plá-tano y beberse un litro de café negro como un tizón.

Y esperar a oír eso de la m-e-r-l-u-z-a o que te cuenten unamilonga de que ha entrado un alérgico a la cebolla y se hasentado un celíaco en la mesa tres.

Así hasta que es medianoche, se hace tarde, muy tarde ydespués de fregar, recoger, llamar al pescadero y olvidar ladignidad en la taquilla y no llevarla puesta a casa, a uno no lequedan ya ganas ni de dormir, porque el sueño se lo ha lleva-do el diablo y me he rebanado el dedo gordo de la mano porculpa del cabronazo de la mesa tres, que se ha comido un len-guado con el que me he pegado un tajo del copón.

Y siento allá, en su extremo, bajo la uña que frenó la hojadel cuchillo bien afilado, el palpitar de mi corazón latiendocomo un verraco, a mil por hora. ¡Bum!, ¡bum!, ¡bum!

Así no hay quien duerma y mañana volverán otra vez abuscarme, pasarán a por mí y yo aquí estoy en mi cama…

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—¡Música, por favor!2

—Ua churugüéi, ua churuguá, te mataré con mis zuecosde Bragard,3 te asfixiaré con mi malla de garbanzos, te ahor-caré con mi chaquetilla y morirás mientras ríen los clientes.Te degollaré con un cuchillo afilado, ua churugüéi, ua churu-guá, te clavaré mi puntilla, te aplastaré con mi sifón, te dego-llaré con mis platillos, te trepanaré con mi órgano Hammondy bailaré sobre tu tumba, ua churugüéi, ua churuguá.

2. Venga, haz un esfuerzo y tatarea la musiquilla pegadiza de Bailarésobre tu tumba, de Siniestro Total.

3. Marca de ropa carísima para cocineros. Un delantal de peto, veintetalegos.

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17

gloria bendita

David, que siempre anda montando líos, me dijo un día delverano de 2004 que un tal Lubow andaba por Donosti. A mílo mismo me hubiera dado, si en lugar de Lubow, el pavo sehubiese llamado Pérez o Imanquiewicz, por poner un par deejemplos. Cuando uno es sordo, no puede escuchar caer lalluvia.

Resultaba, sin embargo, que Lubow es un notabilísimo pe-riodista del New York Times, que también publica en Gour-met Magazine. Una voz de prestigio que escribe de arte, deviajes, de comida... Un pope de esos que puede hacer y desha-cer a su antojo lo que se proponga, como si de un pequeñodios se tratara. De los que en Europa no tienen parangón. Pa-ra que se me entienda, es quien sacó a Ferran Adrià en la por-tada del New York Times Magazine.

¡Mira que hay restaurantes bien buenos en Donosti! ¡Miraque hay cocineros estrellados por estos pagos! ¡Mira que haycocinas excelsas! Pues no. David quería traer a Lubow a micasa, a nuestra humilde cocina. Un hombre que podía comeren el lugar del mundo que se le antojara, se iba a sentar en unade nuestras destartaladas sillas que crujen cuando uno mueveel culo, iba a comer en nuestra larga mesa de cocina de made-ra torpemente lijada y barnizada por mí mismo, pues en casa

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no disponemos de comedor separado. Se trata de una cocinamás o menos amplia, ciertamente, donde a un lado están losfuegos de gas, la campana extractora y el horno, a otro la fre-gadera con agua, y en un extremo la mesa que recuperé hacemuchos años de una sidrería. En las paredes cuelgan herra-mientas y trapos de cocina, y también pinturas y recuerdos va-rios que no acertamos a colocar en ningún otro sitio de la ca-sa. Nada del otro jueves, vaya. Una cocina normalita.

Pensábamos que Lubow estaría harto de comer novedadesy experimentos de todo tipo. Cualquier delicia excepcionalque pudiésemos conseguir, la habría probado ya. El reto selas traía pero, al mismo tiempo, queríamos deslumbrarlo ymostrar cómo entendemos por aquí la hospitalidad ilustrada.¿Cómo puede atender uno en su casa a alguien así, sin que letiemblen un poco las piernas y el alma entera?

Decidimos relajarnos y disfrutar. Dejarnos de zarandajas.Le ofreceríamos un menú compuesto de platos tradicionalesy, por si fuera poco, en lugar de hablar de cocina, hablaríamoscon él del estado de la literatura vasca, de nuestros artistasplásticos y también de ciencia. ¿Por qué no? Los vascos, ade-más de comer, también sabemos hacer otras cosas, aunque aveces nadie se lo crea. Queríamos ofrecerle un panorama com-pleto, además de cocinarle exponentes de nuestra gastrono-mía que, por cierto, él seguramente ya conocía. No era su pri-mera visita al país.

Los comensales íbamos a ser diez en total, pues no cabenmás a nuestra mesa: un editor llamado Jorge; Marijo, unaprofesora de literatura y también crítica literaria; Unai, unamigo científico que se dedica a hongos invisibles y levadurasvarias; dos periodistas de la buena vida, Iñigo y Mitxel; mimujer y yo. Finalmente los amigos David y Andoni Luis Adu-riz, quienes se iban a preocupar de cocinar, también disfruta-rían de la velada.

Si la presencia de Lubow me inquietaba, ver moverse en

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nuestra cocina a dos cocineros laureados como David y An-doni me iba a producir una sensación extraña, algo parecidoa que Tom Waits te cante al oído una balada con su guitarra.¿Encontrarían todo lo que iban a necesitar para cocinar? ¿Sesentirían cómodos en una cocina doméstica? ¿Qué vinos íba-mos a servir? ¿Qué debía hacer yo, el café y las copas, quizás?

¡Vaya lío, Mari Loli! Y, por si fuera poco, aparte del amigocientífico que es casi un hermano, el resto de los comensalesacudía por primera vez a casa. A uno, al tal Iñigo, ni siquieralo conocía. ¿Qué pensarían de todo aquello? No es lo mismoorganizar un banquete en un restaurante que traer personassignificadas a casa. «David, yo te mato», me decía, por haber-me dejado liar en aquella embarcada. Y, además, la casa iba aquedar patas arriba. Mi mujer me asesinaría por haberla liadouna vez más. Habría que fregar, limpiarlo todo para cuandoregresaran los niños por la tarde...

Pensé que si se trataba de ofrecer atención doméstica a Lu-bow, ninguna otra cosa diferente podría encontrar allí: la la-vadora en marcha, nuestras dos perras dando vueltas y mo-lestando, llamadas telefónicas de la familia, el cartero quetraía un paquete a la puerta... Realmente familiar, sí, señor.

De Andoni Luis Aduriz sé alguna cosa, pues además de co-nocer de cerca sus propuestas, he colaborado con él en variaspublicaciones y sido cómplice en otras cuantas. Digamos quelo considero un amigo de los de vía única: tan sensible, tanvanguardista, tan emocionado con la naturaleza y la esenciade su oficio... no recuerdo haber hablado con él de otra cosaque de comida y cocina. Tiene la misma pasión obsesiva delos artistas.

Andoni se levanta por la mañana, camina por el campo ylos montes que rodean su restaurante Mugaritz y recoge cui-dadosamente hierbas y flores, brotes de helecho y otras minu-cias, antes de que el rocío desaparezca. Los manda analizarpor si son tóxicos y, si no lo son y valen para la manduca, em-

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pieza la danza. Construye platos de una sutileza exquisita,donde cada bocado estalla en mil matices expresivos. No yacada propuesta, cada bocado es único e irrepetible. Genial.

Es un adelantado que se debate entre hacer lo que a la gen-te le puede gustar, o hacer que a la gente le acabe gustando loque él verdaderamente aprecia. Así formulado, parece un lío,pero sé lo que me digo, aunque no lo parezca.

En más de una ocasión le había yo comentado que todo loque hace en su cocina me parece muy bien, pero que lo quisie-ra ver cocinando unos platos de los de toda la vida, de los queyo llamo «conclusivos», de esos que aplican el sentido comúny todo lo aprendido a la tradición.

Probablemente exagero, pero para mí un cocinero que nosabe hacer una exquisita sopa de pescado o una carne en sal-sa como es debido, pongamos por caso, es un bluf por mu-chas florituras e innovaciones que le asistan. Andoni siempresonreía al oír mis irónicos comentarios, como pensando quealguna vez llegaría el día en que haría callar para siempre estaboquita mía.

Vaya que si llegó. En mi propia casa. No recuerdo felici-dad semejante, sentado a una mesa. Andoni ofició de chef, yDavid de ayudante, un lujo que ni la reina de Inglaterra po-dría pagar.

El menú: las primeras pochas del año, completamente viu-das y hervidas en su punto con apenas un poco de verdura;kokotxas de merluza rebozadas primero y en salsa verde des-pués; marmitako de bonito; chipirones en su tinta, y una ta-bla con quesos excelsos de la tierra.

Los dos cocineros nos ofrecieron primero un ballet y luegouna sinfonía.

El ballet vino cuando ambos comenzaron a cocinar: eco-nomía de movimientos, pulcritud con los alimentos, con losutensilios... Cada cosa que utilizaban, a continuación la fre-gaban, secaban y colocaban en su sitio. Cada cuchillo, tabla,

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cacerola o sartén, brillaba como nunca. Armonía mágica dequienes, más que saber estar en un sitio, pertenecían a él. Pa-recía que toda la vida habían estado en nuestra cocina, queconocían dónde estaba la sal, dónde la cebolla o el perejil,dónde cada utensilio. Además, fueron ellos mismos quienesse encargaron del servicio de mesa.

Y llegó la sinfonía. Andoni nos había advertido que de en-trada las pochas nos iban a resultar un poco sosas, que si-guiéramos sin añadir sal hasta el tercer bocado. Efectivamen-te. A partir de ese momento, uno sentía que era la primeravez que comía pochas verdaderamente. Luego vinieron laskokotxas rebozadas y fritas, de una sutilidad que hacía llorarde emoción.

Los comensales no se acaban de creer lo que comían, esta-ba hecho de la misma materia que en otras ocasiones. Todoera lo mismo de siempre, pero resultaba ser otra cosa. Co-menzaron las loas a los cocineros, resultaba imposible hablarde literatura, de artes plásticas, de ciencia. No conseguíamoshablar de ningún asunto más que de lo que a cada plato senos ofrecía. De tan elevado que todo resultaba.

Luego volvieron las kokotxas, ligadas esta vez en una sal-sa verde perfecta donde la untuosidad llenaba todo el pala-dar. Más tarde el marmitako de bonito, que nada tenía quever con el socorrido plato marinero tan habitual en nuestrasmesas de verano. Un par de veces me había tocado ser miem-bro de algún concurso de marmitako, alguno de ellos con elpomposo nombre de Campeonato del Mundo. Repito: nadaque ver con aquello que Andoni y David nos ofrecían. Muchomás sutil y a la vez sabroso. La patata se deshacía lo justo enel tenedor, el bonito se fundía en la boca, el caldo era prácti-camente una salsa deliciosa... Increíble.

En una esquina de la mesa, Lubow sonreía y tomaba notade cada cosa. En sus ojos se veía que se lo estaba pasandobomba. Apuntaba lo que le decíamos y todo aquello que se le

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ocurría. Estaba tranquilo y cómodo. Estaba feliz. Habíamosacertado y eso nos tranquilizaba. Hacía preguntas, participa-ba con inteligencia en la conversación, todos los asuntos le in-teresaban. El hombre, al igual que el resto de los comensales,incluidos los anfitriones, estaba en el cielo. Sin protocolos, singaitas, sin bobadas. Todos nos lo estábamos pasando comonunca y el temido crítico había resultado ser una persona ex-tremadamente agradable, interesante y sincera. Una santidadfranciscana, para tratarse de un monstruo judío que podía le-vantar y tumbar él solo las catedrales más altas. Una maravi-lla de persona.

En nuestra mesa hablamos aquel día en cuatro lenguas si-multáneamente, dependiendo del tema y de los contertuliosque participaban: en inglés, francés, castellano y vascuence.Fue una delicia. Una Torre de Babel ordenada y afectuosa,como nunca jamás en otro lugar he visto.

Llegaron los chipirones en su tinta. Andoni dijo que los ha-bía hecho como siempre los hacía su madre, pero mentía. Ja-más he visto chipirones tan lustrosos, la suculenta salsa negraparecía de charol. Tuvo que contar el secreto de aquella mara-villa: había mezclado la salsa tradicional con un poco de gela-tina de bacalao para conseguir aquel brillo impresionante.

Y, finalmente, seis quesos diferentes en pequeñas porcionesque recorrían toda nuestra geografía de montaña y llanura.1

Entre una cosa y otra, había llegado mi hora. A causa del ser-vicio tan perfecto y armonioso, en toda la comida no había

1. 1: Queso de vaca elaborado con leche pasteurizada de Saint Jean LeVieux, Baja Navarra. 2: Queso de oveja «Latxa» (tipo Roncal) de pastaprensada elaborado con leche cruda, de Isaba, Navarra. 3: Queso de cabrade pasta blanda sin prensar elaborado con leche pasteurizada, del Valle deAyala, Álava. 4: Queso de oveja «Manex» de pasta prensada elaboradocon leche cruda, de Saint Michel, Baja Navarra. 5: Queso Idiazábal elabo-rado con leche cruda de oveja «Latxa», de Larrea, Álava. 6: Queso azul decabra, de Artziniega, Álava.

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hecho falta que me moviera de mi sitio. También eso resultóser una excepción en nuestra casa, donde normalmente soyyo el que trajina. Pero había llegado el turno del horrorosocafé que acostumbro a hacer y del pacharán que elaboro sinconseguir nunca que sea gran cosa.

El milagro continuó, pues todo estaba delicioso, incluidomi mediocre espirituoso. Aparecieron también unos pastelitosincreíbles de Tolosa, Xaxus creo que se llaman, y ya en la so-bremesa del jardín, se nos unió José Luis, otro amigo pintor.

La tertulia continuó hasta bien entrada la tarde. Lubow sedivertía, hablaba en francés con unos, en inglés con otros, encastellano con quien ninguna otra lengua sabía. Hablaba yopinaba de cocina, de artes plásticas, de literatura...

Le interesó todo lo que había visto y oído durante la comi-da. Disfrutó de lo que alcanzó a sentir: afecto y amistad, bue-na comida, conversación interesante y entretenida, sentido dela hospitalidad, los pequeños placeres de la vida...

En la despedida lo cargamos con media tonelada de libros:de poesía traducida al inglés, de antologías narrativas, de li-bros de arte, de libros de cocina... Y así se fue, por el mismo ca-mino que vino, con sonrisas y miradas sinceras y agradecidas.

Ahora que me hallo perpetrando estas líneas, me dicenque Lubow ha escrito en Gourmet Magazine un artículo don-de menciona ese día en nuestra casa. No sé lo que dirá en él,aún tardará un mes en llegar a mis manos la revista, pero pue-do imaginar lo que afirma.

Estoy seguro de que escribe que también él sabe de quétrata la verdadera gloria bendita.

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18

vamos acabando, señoras y señores. RIEN NE VA PLUS!

Pedrito el Bizco me ha dicho en más de una ocasión que siem-pre hay gente con oído y gusto para la música. Como él. Sí,buen gusto, eso que afortunadamente no se compra sino queuno hereda o le viene dado. La clave para escribir con duen-de, cocinar como los ángeles o tocar el piano y hacer que to-dos enmudezcan a tu alrededor.

Pedrito es un adelantado a su tiempo y digno heredero desu padre en el vestir, la pasión por el jazz y su pegadizo swing.Hoy uno puede sentarse a escuchar la música endiablada deun cuarteto de Detroit cómodamente vestido y con una gorraencasquetada. En su época, cuando era joven, si te gustaba eljazz, había que vestirse ad hoc. Ser un «percha». Su aficiónera tal, que recitaba de memoria los músicos de sus bandaspreferidas escritos en las contraportadas de los discos de laVerve, como si fueran alineaciones de fútbol.

Hace poco he leído en una biografía de un trompetista quepara estar en el escenario y disfrutar hay que olvidarse de loque uno es antes de subir. Nada más. Y no tocar por dinero,porque llega el día que te aburre, y si eso te sucede es mejor pi-car carbón en una mina. Si sufres, es mejor ganarse la vida deotra forma. Pintando, repartiendo leche o desplumando po-llos. Haz algo que no te dé dinero y disfruta, algo que parta de

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ti y, al mismo tiempo, acabe regresando hacia ti. De lo contra-rio estás perdido.

De todas formas, no se puede pedir a todo el mundo que secomporte como un héroe o se coma la mala baba al horno, en-tre pan y pan. Ser cocinero es una aventura arriesgada, puedesperder el pellejo como un bosquimano. O quedarte bizco, co-mo Pedrito.

Eso sí, en el caso de que te vean en forma, sin comerlo nibeberlo, te cae del cielo un distinguido premio nacional o in-ternacional. O mundial, qué puñetas, el mundo ahora es muypequeñito. Para que veas que también se enrollan. Y que en elfondo no son tan mala gente.1 ¡Qué miedo!

Siendo chaval, en una de aquellas tardes de verano en lasque se hacía de noche en el jardín de Villa Kurlinka, rematá-bamos con una merienda que se convertía en cena gracias a laluz de las farolas, las botellas de vino y los bocadillos de torti-lla fría, y hablábamos de miedos y de los ruidos en la oscuri-dad del jardín. Entonces mi padre dijo en tono inquietante:

—¿Ruido, miedo? Quizá sea una vigueta de este porchetan delicioso, que el viento mueve de vez en cuando y enton-ces cruje...

—Pero ¿hace viento? —decía mi tía Gloriatxo, al observarque ni las hierbas se movían.

—En ese caso será un niño haciendo travesuras —respon-

1. ¡Qué bonitos son los premios! Nadie le hace ascos a salir en la prensay ver incrementada su cuenta de resultados. Eso sí, de pagar el impuesto co-rrespondiente no se libra ni Bartolo. Luego hay que saber llevar con digni-dad la distinción, que pesar, pesa lo suyo. Un quintal, por lo menos. Comi-dita por allí, cenita por allá para tu presentación a la alta sociedad. Ya estáslisto y peinado para que te propongan asesorar catorce campos de golf consu terrenito de prácticas y putting-green incluido, o te tengan en cuenta pa-ra mercadear en tu nombre y te presenten al Genovese o Gambino de tur-no. Para que sepa que un chef de nuevo cuño va a supervisar sus miles demetros cuadrados de instalaciones hosteleras. Y la ruleta siga dando vuel-tas. Y más vueltas...

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día mi padre con cara seria y semblante preocupado—. Unniño que convierte el juego en temor para quienes escucha-mos las piezas de su mecano caer, un piso más abajo. O ungato, o un pájaro nocturno, metódico, que vuela describien-do trayectorias siempre iguales, con su gemido lastimero.

»O quizá no sea realmente nada, seamos nosotros quienesimaginamos oír algo. Así suele ser. Nada, nunca hay nada enlos jardines húmedos y desnudos, ni siquiera el recuerdo delos muertos.

En otra ocasión, mi madre, que no bebe, ni fuma ni nadade nada, durmió toda la noche agarrada a mi hermana Tati,que era un bebé, porque un alma en pena del cementerio cer-cano, o unos cacos en busca del tesoro del capitán CorneliusPatrick Webb, entraron en casa en busca de su botín. Al díasiguiente, gracias a la magia negra de Bartolomew Sharp,otro pirata con el que se cruzaron en el salón, mi madre losencontró convertidos en naranjas de mesa caídas del frutero.

El miedo es un ente autónomo e inesperado que, cuandodecide presentarse, se pasea sin que tú ni nadie pueda evitarlo.

Cuando pienso en todo lo que hemos pasado, me acuerdode los que se quedaron en el intento y de los peligros sorteados,a golpe de machetazo, como un doctor Livingstone abriéndo-se paso entre la maraña y la espesura. Así veo también todosesos congresos gastronómicos de reciente cuño que se hanpuesto tan de moda y que, al paso que vamos, van a acabarcon la salud de más de un profesional. A la salud mental, merefiero.

En un reciente acontecimiento de este tipo, en el que los co-cineros son presentados como si de candidatos republicanosyanquis se tratara, charlé abiertamente del fenómeno —unono tiene pelos en la lengua— con un colega cuyo derecho alanonimato respetaré, no vaya a ser que deje de enviarme esasbotellas de Montrachet blanco que todos los años me rejuve-necen el cutis.

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Me cuenta que su padre, un hombre de muchos pudores,estando preso en la guerra, cierto día le susurró que si no hu-biera sido por la escritura, habría muerto irremediablemente.Y que le dejó bien claro que, después de haberlo pasado tanmal allá encerrado, se dio cuenta de que la soledad era unabuena compañera de celda.

Mi colega verraco me ha repetido las palabras de un escri-tor admirable y anciano, Ramiro Pinilla: «Todo hombre pue-de conseguir ser libre del todo, incluso en condiciones extre-mas como la cárcel. Claro está, siempre que le dejen estar soloen su celda».

Es verdad que la excitación de quien escribe o cocina, cuan-do está delante de una hoja en blanco o el puchero vacío, haceolvidar a uno su semblante solitario. Además, los cocineros, aligual que los escritores, tienen muy pocas cosas que decir. Hande echar los restos trabajando, manchando el fogón, emborro-nando el papel, gastando cartuchos de impresora.

No me canso de escribirlo, tengo cada vez más claro quees mejor no dejar a los cocineros hablar de su trabajo una vezterminan la faena. En eso juegan con clara desventaja respec-to a los escritores: pocos conozco que escriban bien y sean ala vez bastante burros. Bueno, alguno sí que hay, no lo niego.

Quienes escriben o sudan con el mandil anudado, temenlo mismo: contar historias o cocinar lo que otros ya han escri-to y guisado mejor una y mil veces. Repetirnos. Todos lo ha-cemos alguna vez, sin poder evitarlo. El problema es que mu-chos han perdido el pudor y lo han convertido en sistema. Nose cortan un pelo. Así les luce la melena.

Todos aquellos que creen que inventaron la fritura, queson imprescindibles para que el negocio marche, o peor aún,quienes creen que antes de ellos, sus majestades, no se cocina-ba ni comía en condiciones, deben saber que ya les vale.¡Quieto parado! Y que se hagan mirar esas ínfulas de porterode discoteca que se las sabe todas en algún centro clínico o en

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el seguro médico, no vaya a ser que finalmente se quede ensimple tontería patológica.

Balzac se pasó la vida intentando demostrar que se llamabaDe Balzac. Cagliostro se refería con pasmosa naturalidad a susilustres antepasados, Mahoma, Juana de Arco o el Arciprestede Hita. Cartouche aseguraba descender de un gran maestre deMalta. Sacha Stavisky, de un cosaco, y Orsini, de un abisinio.

Y hay quienes se repiten una y otra vez, sin ningún pudor,pensando que son ellos quienes han descubierto las fuentesdel Nilo, cuando fue Antoine D’Abbadie en el siglo xix quienlas encontró, aunque clavó en sitio equivocado la bandera.Hoy, en pleno siglo xxi, los hombres pueden ser imbécileshasta cuando tienen talento.

Voy apurando. ¿Qué es un cocinero? No sé si a estas altu-ras te habrás enterado de algo. Confío en que sí. En ciertaocasión, mi querido colega Andoni me explicó que un cocine-ro es quien sabe mirar. Una tarde paseando por la orilla delmar me detuvo ante un gran charco de agua estancada entrelas rocas. Señalándolo me preguntó:

—¿Qué ves? —Nada, no veo más que agua sucia —respondí. —Pues mira de nuevo —insistió.Agucé la vista y vi esta segunda vez muchas más cosas que

antes no había visto. Diminutas manchas de gasóleo que colo-reaban la superficie, algas de atractivos colores, un cangrejomuerto y las rocas distorsionadas en el agua. Es muy impor-tante mirar bien, porque cuando se enfoca como es debido, latentación inmediata es escribir, cocinar, pintar o enamorarsede la primera mujer guapa con la que uno se cruza.

Pocas cosas del comer le conmueven a uno ya. Las croque-tas de mi madre, dirán unos. O la tortilla de patatas del Bolo,la cazuela de rape en salsa que los domingos guisaba Aparicien el voladizo del Club Náutico, dirán otros.

Pero yo me refiero a esa cocina que te quita el habla, te des-

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nuda ante el plato y no sabes si te gusta o no, si has de reír ollorar. Como las obras de Bill Viola, que son emociones captu-radas en momentos que a veces se hacen eternos y que, de re-pente, cuando menos te lo esperas, te transportan al interiorde un cuadro, al pasaje de una novela o a los versos de tu poe-ta favorito. Pura conmoción.

A mí, la cocina de Mugaritz me parece eso, un escaparatede emociones que a uno le conmueven. Y lo sumergen en la es-pesura, en la neblina. Y eso me gusta: es emoción pura. Dondetú ves sólo hierba, él ve vida infinita, donde tú una simple flor,él una arquitectura que palpita. El equilibrio justo entre elcientífico despistado y el artista.

Yo, hace ya tiempo, cuando como, no me detengo en losdetalles, no son necesarios para saber si lo que trago me placeo me disgusta. Sé distinguir lo extraordinario. Lo huelo. Ten-go esa suerte. Sin embargo, otros, a los que envidio con locu-ra, disfrutan como monos en una única lectura con las novelasde Lobo Antunes, Antonio Tabucchi o Vila-Matas, o jueganal ajedrez con estrategia, agresivamente, algo que siempre meha parecido extraordinario.

A mí, que me gusta el jazz a rabiar, cuando lo escucho, lapiel me dice si quien lo interpreta, soplando una trompeta oaporreando una batería, es un tipo grande con genio o unpanderetero. Y no tengo ni pajolera idea de solfeo. Es igual.En cocina es parecido. Hay comedores en los que se escuchauna música celestial. Difícil, a veces, pues digerir con la cabe-za nunca es tarea fácil. Pero sabes que aquello es grande. Co-mo el piano de Thelonious Monk.

Y he comido tanto y en tantos lugares, que al final sólo mequedo con la percepción, las sensaciones. De eso sé mucho.Esas que te dicen si has estado cómodo y bien, sin más, o por elcontrario, si lo que has comido ha sido importante, premedita-do, un ejercicio artístico. O, como a veces sucede, todo era me-diocridad, quiero y no puedo, querer hacer lo que pocos sa-

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ben. Molestar, a fin de cuentas. En este último caso, y ya quemencionamos más arriba a Vila-Matas, muchos podrían to-mar ejemplo del doctor Pasavento o de Robert Walser y to-marse la molestia de ir desapareciendo poco a poco, o mejor,de golpe y porrazo, para no dar más la murga. Valiente ejerci-cio el de pasar inadvertidos, ese viaje valiente al manicomio deHerisau que acaba con nuestros huesos en tierra, bajo la nieve.

Y aunque no he hecho más que empezar, voy terminandoya. Tengo cuerda para rato, pero es suficiente por esta vez. Novayas a empacharte. Te podría contar historias que discurrencasi siempre en la penumbra, aderezadas con buenos chorre-tones de vanidad, sexo impúdico, drogas, cocinas repletas dedepravados que serían capaces de empanar a su propia madreo, peor, caramelizarla en un horno de vapor presión..., perome lo guardo todo para mejor vez.

Has leído ya suficiente ración, por el momento. Hablarécon Etxebe, que tiene cuerda para rato, eso seguro. Menudarata es. Lo conozco bien. Estará deseando leer esto que ahoraescribo y que aún no vieron sus ojos, lo que tú estás leyendo eneste preciso instante. Y cuando lo haga, se frotará las manos yencontrará en su memoria un buen puñado de maldades quese puedan escribir en próxima ocasión con tinta, sobre papel.Pondrá esa mueca prieta que sólo él sabe adoptar y me dirácon cara de Humphrey Bogart, dando una calada a esos puri-tos infumables que quema con más ansia que deleite: «Bien,pequeño karramarro,2 bien, muy bien. Ni tú mismo creías quete ibas a convertir en hombre de letras. Sólo yo albergaba esacerteza».

Él ya lo sabe, pero en vinos, como en cocina, poco más sepuede innovar. Se le levantará la gorra a más de uno con se-mejante afirmación, pero qué queréis que yo os diga a estas

2. Cangrejo.

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alturas. No os descubro Roma. Se me ve el plumero hace mu-chas páginas ya: un cocinero que ama la literatura, poco más.

El arquitecto Pedro Mourlane Michelena solía decir quesin vino, no hay cocina, y que sin cocina no hay salvación po-sible, ni en este mundo ni en ningún otro.

A Dios gracias, mi colega en este libro es de la misma opi-nión. Dice estar seguro de que no hay escritores en el infierno,cosa que yo creo improbable, pues méritos para ello no les fal-ta. De lo que sí estoy seguro es de que todos los editores estánallí alojados.3 Que es el sitio que les corresponde. Al igual quea los vinateros, a los periodistas gastronómicos o a los cocine-ros que, como es bien sabido, llenan los dominios de Luciferde pelmas, mentirosos, prevaricadores y químicos.

Huele a otoño en el ambiente y las cepas estarán en Riojareventadas de fruta, no podrán ya ni con su alma. No hay na-da más delicado que un racimo. Ni las alas de una libélula, nilos labios ardientes de una amante, ni el último suspiro deuna vela.

Una llovizna de primavera, la neblina de San Juan, las no-ches frescas de septiembre... todo deja su impronta en el vinoque bebo mientras apuro este folio. Un consejo, por si te vale:nunca bebas solo, como yo hago ahora. Y menos algo tan de-licioso.

Tómate todo lo que aquí dije con mucho sentido del hu-mor. No te olvides de que uno es hijo de gallego y vasca, ade-más de cocinero. Soy de un país en el que habita un gigante dedescomunal hechura y pelo largo que, bajo la Peña Arkale, vi-ve de comer las ovejas que pastan en los montes. Galtzazuri, elpastor cojo que anda en bicicleta, me dijo cierta vez, más pan-cho que ancho, que ese gigante estaba triste y paseaba su me-

3. Algunos, muy malos, reservaron ya su sitio, palco preferente con vis-tas, sentados junto a Belcebú: Luis Haranburu, sí, con hache, mercachifle,malandrín donde los haya… ¡No te escondas, que te veo!

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lancolía intentando ayudar a los demás. Y que a él mismo, pa-ra llegar puntual a escuchar misa, cogiéndolo por la cinturacomo a un cordero, lo llevó en tres zancadas hasta la parro-quia, desde un lugar en el que, en auto, al menos cuarenta mi-nutos le hubiera llevado llegar. Todavía hoy pueden verse esastres enormes huellas. La primera, junto a la fuente cercana alsantuario de Guadalupe, en Jaizkibel. Otra, un profundo so-cavón cerca de Saindu, la vieja ermita roja al fondo del valle.Y la última, bien profunda, en lo alto de la calle Mayor, juntoa la iglesia, una horma de un zapato en la que caben, sin apre-turas, tres pollos de grano bien gordos.

Siento insistir, pero si callo, muero. A dos pasos de Gorritxenea, donde resido, hay un caserío

habitado por enanos, que labran los campos con arados mi-núsculos tirados por cerdos de colores. Y en el río Bidasoa, ados pasos de casa, vive una trucha descomunal. Una hembrade un centenar de kilos que no pica los anzuelos de los pesca-dores y que para sortearlos pone aletas en tierra, cruzandohuertas y maizales para escapar hasta aguas más tranquilas.

Ya sabes que un hombre que cuenta y cree este tipo de his-torias, no está en sus cabales. De ésos somos.

Sólo tengo un consejo antes del capítulo final: fíate de lasmujeres. Menudas son. Yo ya os hablé un poco de las mías.Mi madre, sin faltarle razón, dice que todo esto que escribe supobre hijo no es más que una soberana tontería.

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19

traca final

Y bien, ¿a qué conduce todo esto? ¿De qué trata realmente estelibro que acabas de leer? ¿Qué es, en verdad, este contenedorhíbrido y expansivo que no se asemeja a nada? ¿Es un libro decocina? ¿De memorias, quizás? ¿No será que, en esencia, estácocinado con ingredientes de literatura fraudulenta?

Lo mismo da, si hasta aquí has venido.Y en eterno agradecimiento por tu esfuerzo, nos queremos

contradecir a la vista de todos, en mitad de esta plaza: prome-timos que no te enseñaríamos a cocinar, que no admitiríamospreguntas, que aquí no se dan respuestas.

Vamos a hacer lo contrario. A cuatro manos o pezuñas,como prefieras. No podemos resistirnos.

Somos de esos que, cuando explican una receta, se metenen el papel, introducen la cabeza en el horno, nos vemos en lasartén chisporroteando y con las carnes abrasadas.

Nos retorcemos, hacemos lo posible por transmitir qué as-pecto ha de tener un asado de cordero. (Encender el hornomedia hora antes. Cordero de unos 5 kg. Echar sal. Colocaren bandeja, con ajos con piel. Un dedo de agua. Meter en hor-no a 160 grados. Esperar hora y tres cuartos. Dar vuelta. Re-gar con el jugo que se forma. Que nunca falte líquido en elfondo. Otros 40 minutos. Subir temperatura horno para tues-

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te final. Dejar reposar fuera del horno un cuarto de hora.Trinchar. Ya está.)

Sabemos que el lujo de detalles y la mala prosa perjudicanla comunicación de las cuestiones del fogón. De esta formaque has visto entre paréntesis, la comprensión está aseguraday, por lo menos, sabes cómo emplearás el horno para asar tucorderito, cuando toque. Eso te quedó claro. No te quejes delprecio que has pagado por este libro. Haz el cordero como tehemos explicado y verás que queda compensado el gasto. In-versión, lo llaman algunos.

Pero, sigamos, aunque, si no eres profesional de la cocina,puedes saltarte lo que viene a continuación, y engancharte ala lectura un par de páginas más adelante, que lo que allí con-tamos para todo quisque vale.

Pero, en el caso de que pertenezcas a esta mafia, quizápuede interesarte lo que al respecto pensamos. ¿Cómo debeactuar un cocinero? ¿Qué puede hacer para resultar ser real-mente bueno? ¿Cuál ha de ser su filosofía?

Te lo podemos contar resumidito, en forma de manifiestoo, si lo prefieres, en forma de:

decálogo para cocineros

1. la buena cocina ha de ser verdadera. Ha de contener ensí misma la verdad de la naturaleza —los mejores productos en sumejor sazón—, así como la verdad del comensal. A estas dos ver-dades ha de ceñir su ejercicio, huyendo de todo lo demás: presio-nes comerciales, modas, dictados de la crítica gastronómica…

2. el cocinero es crisol de conocimiento y de inter-pretación. Conocimiento —de la naturaleza, de las técnicasde trabajo, de la propia tradición gastronómica— e interpreta-ción del mundo, de la naturaleza, de la vida. Los más hábiles,además, serán generadores de propuestas de avance. El buen co-

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cinero ha de saber que, con su ejercicio, contribuye al enriqueci-miento del patrimonio cultural.

3. el cocinero ha de ser auténtico en el sentido de que nila falsedad ni lo superfluo han de tener cabida en su propuesta.

4. el éxito del cocinero debe estar basado exclusivamente enla felicidad del comensal y en el ejercicio honesto de su trabajo.

5. el binomio cocinero/comensal ha de erigirse en el interésmutuo. Ni en nombre de la tradición, ni en el de la modernidad,ha de despreciar el cocinero al comensal. Desterremos la falta derespeto y el todo vale de las cocinas. Asimismo el comensal debeconciliar predisposición al disfrute, mente abierta, falta de pre-juicios y mucho sentido del humor. Si un restaurante no es delagrado del comensal, bastará con no frecuentarlo. No es verdadque el cliente siempre tiene la razón.

6. un cocinero nunca ha de proponer algo que no superelo que anteriormente existe. De no ser así, la repetición y mejorade lo conocido es preferible a la mala creación.

7. un cocinero ha de ser modesto. Nadie es Adán. El cono-cimiento y la lectura detenida de los recetarios y los ensayos lite-rarios que forman parte de la historia, demuestran que antes quenosotros ya se ocupaban otros de prepararnos el terreno y de co-cinar o escribir divinamente. (Leer el Sent Soví, a Teodoro Barda-jí, Domenech, Luján, Castroviejo, Cunqueiro, Ángel Muro,Martínez Montiño, Alejandro Dumas, Altimiras, Carême, Gouf-fé, Escoffier, Busca Isusi, Curnonsky, Flandrin, Montanari…)

8. un cocinero ha de tener serenidad emocional tantofrente al halago exagerado como ante la crítica atroz, para noacabar siendo un títere en manos de la prensa gastronómica en-

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gorda su propia vanidad y su cartera debido al ansia de muchoscocineros por verse en las calificaciones de las guías, en los do-minicales, en las revistas especializadas…

9. el territorio del cocinero ha de ser un amplio espaciode libertad para sí y para sus clientes, donde se trabaja con nor-malidad y alegría. Para conseguirlo, basta con que cumplas lospostulados de este decálogo.

10. el cocinero insumiso a este decálogo puede alcanzarla felicidad por otra vía: ha de buscar tiempo para la lectura dePlutarco y sus obras morales. En su defecto, debe bucear en losaforismos de Virgilio o, en último caso, leer a Petrarca y su Me-dida del hombre. Fortalecer el espíritu es tarea tan encomiablecomo buscar los mejores primores de la huerta. Leer a los clási-cos dibuja mejor el mapa de un territorio inmutable: el de lacondición humana.

Bien, bien, continuemos con la traca final, autorizada paratodos los públicos. Abres el diario y ahí están. La recomenda-ción del día, junto al horóscopo y el santo que iluminará tuvida. Y el Bush de turno, claro.

El menú de hoy. Patatas gratinadas. Gallo bella molinera yflan de café. Vale. Pero ¿cómo se hace? ¿Es que nadie pone elgrito en el cielo y reclama a los redactores cómo meterles ma-no a las patatas, al gallo o al flan? ¿Se pelan las patatas? ¿Elgallo es marino o de corral, bucea o cacarea? ¿He de untar miflanera con caramelo? Nadie se queja. No pasa nada. Nunca.

Las revistas vienen infestadas de recetas. Especial Brunch.Recibe en casa como un rey. Un menú desenfadado. Un desa-yuno completo. El picnic más especial. Extraordinaria cenapara la Nochebuena. Lúcete ante tu chico o chica. Una comi-da de domingo informal. Sopas: un toque chic... La madre

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que los parió. Pero ¿qué es eso? ¿A quién quieren engañar?¿Alguien se ha tomado la molestia de intentar arrancarse conalguna?

Las recetas lo invaden todo. A la vuelta de este envase en-contrarás nuestras recomendaciones para cocinar con Flora.En el dorso de esta etiqueta, muchas ideas para gozar conAmora. ¿Y esta viciosa quién es? Envía dos códigos de barras ya la vuelta de correo recibirás más de mil razones para quererbeber más Danao. Sí, claro. Detrás de este tapón verás París,no te jode.

No peques de ingenuidad. Respira hondo. Saca fuerzas deflaqueza. Y no te rindas. Has de saber que las recetas apabu-llan. Crean confusión. Frustran. Si no tienes la soltura sufi-ciente y la experiencia no es tu inseparable consejera, olvídatede ellas. Además, casi todas las recetas que puedes leer en laprensa, en las revistas o en el bote de tu cacao soluble preferi-do, son un verdadero timo. Siempre hay excepciones, claro,pero no tenemos ahora sitio ni ganas para crearte un leve res-quicio de ilusión.

No preguntes a nadie cómo se hace un bizcocho, un hojal-dre, un helado... La gente no tiene ni la más remota idea.Además, para cuando aciertes con algún listo verdaderamen-te docto en la materia, habrás tirado a la basura una cantidadconsiderable de harina, mantequilla y huevos, suficiente paradar de comer un año y medio a todo el Zaire.

Acostúmbrate a comprar tus dulces preferidos donde lossaben hacer. No los hagas en casa. No merece la pena. El hela-do de tu sabor favorito. Ese hojaldre que se te deshace en finostrozos en tu mano. O las yemas de Santa Teresita del JesúsHermoso. Si se te ocurre hacer en casa yemas, o polvorones, omantecados o huesos de San Expedito, o rosquillas de San Si-sebuto, es como para romperte las rodillas a golpes de maza.No seas insensato. Además, si las pastelerías te resultan un lu-jo inalcanzable, te entendemos de primera. A nosotros tam-

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bién nos pasa: el bocadillo de plátano con chocolate es unadelicia.

No leas los artículos de opinión sobre cocina, gastronomíao vinos. Casi todos son una falacia. Ningún periodista escribeya para los lectores. Se han convertido todos en unos esnobsque han de redactar aquello que les dicta la voz de su amo.

¿Te fiarías del criterio de quien presume recibir tanto vinoen su casa que lo emplea para darse baños de tintorro en la ba-ñera? ¿O de alguien que sabes que derrama un Vega Siciliaúnico, un Valbuena quinto año, o una botella de moscatel na-varro, por el caño de su fregadero high-tech? ¿O de quien pre-sume de dar de comer exquisitas conservas de pescado, an-choas en semisalazón, mendreskas gelatinosas o almejas deCarril a su amanerado y castrado minino?

No tengas dudas: hazte objetor de conciencia del periodistagastronómico. No lo leas. Ignóralo. Salta su artículo de opinióntal y como lo haces cuando llegas al suplemento central de co-lor asalmonado de tu diario del domingo. No te arrepentirás.

No leas cualquier cosa. Sé escrupuloso. Recurre sólo a lasexcepciones. Por ejemplo, si te es posible, consigue Crítica dela gastronomía pura, de Arturo Pardos. Podrás leer cosas co-mo ésta: «Lo bueno, lo verdadero y lo bello son las tres cate-gorías que deberían definir las consignas del deber gastronó-mico, consignas análogas a las del deber jurídico: 1. Honestecoquere, cocinar con dignidad, respetando la tradición, fuentedel conocimiento. 2. Suun cuique exigere, cobrar a cada unolo suyo, ser honrado, es decir, auténtico. 3. Alterum non vene-nare, no intoxicar al prójimo, o sea, amar al comensal». Tam-bién hay otros libros, pero son los menos. Algunos te los he-mos citado ya en el decálogo para cocineros.

Todos y cada uno de nosotros, de eso estamos seguros, sa-bemos hacer algo en la cocina. Aunque sea en el microondas:montar un bocata, cocer arroz o hervir un puñado de pasta.

Sé consciente de tus limitaciones. Si eres de los que no saben

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cambiar el filtro de la cafetera, o crees que la babilla es el men-tón de un mamífero que vende en la carnicería tu amigo Igna-cio, ¿para qué sirve meterte en el lío de invitar a tu cuadrilla acenar a casa y comprar un rodaballo de tres kilos, tan grandecomo el alerón trasero de un McLaren? Nosotros no lo haría-mos, forastero. Deleita a tus amigos con tu sándwich preferidode pollo frío y ketchup, o con ese pastel de queso hecho conpan Bimbo que aprendiste a hacer en la oficina. Sé realista ycocina según tus posibilidades, o no lo hagas en absoluto.

Si no dispones de un utillaje razonable, es mejor que pre-cintes tu cocina. Como en las películas de Tarantino. No seaslelo. Si a tu sartén se pega hasta el más graso de los alimentos,tírala, haznos el favor.

En el caso de que finalmente te decidas a dar de comer a al-guien, aunque se trate únicamente de tu cuerpo serrano, sé or-denado y ten todo a mano. Asegúrate de que tu nevera enfríacomo es debido y tus cervezas salen heladas de sus estantes.

Guarda las verduras y los quesos en los cajones inferiores.La carne fresca o el pescado, herméticamente cerrados en ca-jas bien limpias. Saca la fruta de las bolsas de plástico, tira elcartón de los yogures o almacena como es debido tus huevos.

Si tienes tu armario ropero como la leonera del circo Raluy,nos da igual. Tu nevera, en cambio, ha de estar ordenada y lim-pia como si te fuera en ello la vida. Además, los ligues, cuandoentren en casa, lo primero que harán será abrirla, con la excusade servirse un poco de agua fresca o picar una ciruela. Si venque eres un desastre, no querrán saber nada de ti. Te abando-narán y estarás condenado a encender irremediablemente la te-le. La depresión te devorará y no te hará caso ni Woody Allen.

Necesitarás una sartén antiadherente. O dos. A poder seruna grandecita y otra más pequeña. Alguna cuchara de palo.Un escurridor. Un par de cazuelas. Aunque sea para cocermacarrones o hervir arroz. La salsa de tomate la puedes com-prar enlatada, aunque, sinceramente, te aconsejamos hacerla.

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Ten los cuchillos bien afilados y agénciate un abrelatas, unsacacorchos y alguna pinza para no quemarte cuando des lavuelta a tu filete. Compra una tabla de cortar en condiciones,amplia, a poder ser de madera. Ten una espumadera y algunaespátula. No te vendrán mal.

Almacena una mínima cantidad de sal, azúcar, harina ypan rallado. Una aceitera bien a mano y una botella de vinoblanco, vinagre, un aceite de oliva majo para las ensaladas yun delantal grande para no pringarte como un marrano.

Y, sobre todo, sé imaginativo. Los recursos que adquieraste ayudarán a vencer la pereza que te produce ahora abrir lapuerta de la cocina.

Sácale chispas a tu microondas. Fríe chorizo, beicon, txis-torra o jamón en él. Es cuestión de práctica y te evitarás fre-gar sartén y fuegos como un pobre miserable. Utilízalo tam-bién para cocinar verdura, frutas o patatas, el trasto no sólosirve para calentar tu café con leche matutino. En el microon-das podrás hacer purés, compotas o una sopa de ajo de cortarel hipo. Si te lo propones.

Vuelca tu tostadora y utilízala como improvisado gratina-dor, para no tener que esperar a que se caliente tu horno. Hazlo que se te ocurra, pero hazlo. A tu manera.

Muévete con economía de movimientos. Aprovecha losviajes a la fregadera y los de vuelta. Si tienes balcón o terraza,pon tres tiestos, con perejil, con albahaca, con menta... Cuel-ga en tu cocina embutidos, cabezas de ajo y cebollas. Date co-lor. Esconde el chocolate muy lejos y el queso muy cerca.

Nunca digas que no tienes nada en la despensa. De cuandoen cuando, cada vez que sientas que toca zafarrancho, invitaa alguien a comer a tu casa sin decidir previamente lo que vasa cocinar. No compres nada de nada. Déjate llevar. Siemprehay algo. Rasca armarios, frigorífico y despensa. Saca arroz,un poco de pasta, las patatas de la cesta, una lata de sardinas,aquella carne cocida que sobró el martes pasado, el caldo que

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guardaste en el congelador... Fríe unos huevos, haz unos pi-mientos en su salsa. Corta un tomate, saca unas anchoíllas.Prepara un festival de posibles, y goza.

Cuando vayas de restaurantes, no hagas el ridículo. Condú-cete con cautela. Elige bien, pero ríete osadamente de las pro-puestas «revolucionarias» que no superen las ya conocidas.Manda retirar de inmediato esos ridículos chipirones esmirria-dos a la menta. Di abiertamente que prefieres los de tu abuela.Que no te gusta el vino que has probado. Que te traigan otro.Que te has quedado con hambre, que la ración ha sido poca.

Huye de la decoración superflua. De los platos huecos conostentación. Evita el lujo innecesario. Reclama la atención jus-ta. Si a cada plato te pregunta el camarero si te gusta lo queacabas de comer, mándalo a paseo. Se creen que está de modahacerlo. El esnobismo y los nuevos ricos sobran. Responde só-lo al final, si te da la gana y el chef te lo pregunta. Di siempre laverdad: que la merluza no era tan fresca, que el jamón estabarancio o que la sopa muy sosa. O di todo lo contrario, que tesientes feliz, que has comido como un dios o como una diosa.

Ábrete, sí, pero no a cualquier cosa. Huele los alimentos,olfatéalos como un jabalí, disfruta del color, de la textura, delaroma. Cierra los ojos y guíate con tu boca. No permitas quete tomen el pelo. Paladea todo con agrado, y si no te gusta, note gusta. Vaya faena.

Encuéntrate a ti mismo. Búscate. Siente. Nota. Observa.Memoriza. Recuerda. ¿Eres de cucharada o de tenedor? Qui-zá te gusten las dos cosas. Lo dulce y lo salado, lo crudo y lohervido, lo frío y lo caliente. Mucho mejor todavía.

Desconfía de las cosas siempre dulzonas. Lo amargo esbueno. Lo ácido, lo salado, lo picante, lo soso... también. Enlugar de reducirte, amplía. Busca colores. No te cortes, quemañana te mueres.

Si pruebas algo por primera vez, conviértete en una tablarasa. Bórralo todo. No hay registros. No tienes memoria. No

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eres nadie. No existes. No lo compares con nada. No encuen-tras antecedentes en el archivo, no tienes ayuda. Debes decidirtú si en verdad te gusta. No importa lo que te digan, ni cuántasestrellas, tenedores o solecitos tengan. No importa lo que quie-ren que creas. Eres tú quien manda. Lo que has leído en el pe-riódico o en esa revista de los domingos no cuenta. Se trata deti. Pregúntatelo y disfruta. Eres Dios, por una vez en la vida.

Qué mantel tan mullido. Qué servilletas horrorosas. Túdecides. Sobran vasos. Faltan cubiertos. El agua demasiadofría. El vino en su punto. Me apetece una cuchara salsera. Unpoco de sal, por favor, y un poco de pimienta. Lo que tú ver-daderamente quieras. Un poco más de mayonesa. Quítemelas flores de plástico, por favor, que son una molestia.

Y valora. Decide si el esfuerzo en cocina es auténtico, si laspropuestas son serias y merecen la pena, si los productos uti-lizados son de primera, como si para ti a diario lo fueran. Si lafactura te duele o no en la cartera.

Piensa cuánta gente, cuánto trabajo y cuánto calor encuen-tras en ese plato o en esa tartera. Y si no lo hay en absoluto, novuelvas. Haz una cruz en tu agenda.

Cuéntanos cuanto te parezca en la web que acompaña a es-te libro, www.porcamemoria.com se llama. Pon la direcciónentre tus favoritos. Te hablamos de lo mismo, pero encontra-rás más cosas: recetas, noticias, comentarios… y, sobre todo,encontrarás un espacio para tu libertad. Ya basta de santonesy sumos sacerdotes. Tus boñigas y tus flores, las esperamos to-das. Esa comida excelsa que has probado, aquella lectura inte-resante o el restaurante al que nunca más piensas volver. Tusopiniones nos encienden. Y, descuida, que te responderemos.Hay cosas en las que los verracos nunca fallamos.

Alégrate cuando encuentres al artista. Celébralo cuando ca-da cosa te hable de sí misma. Utiliza los cubiertos, adiéstrate.Pero utiliza las manos cuando lo creas necesario. Chúpate losdedos, sin hacer ruido si tienes compañía. Deja los vasos sin le-

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vantarlos en la mesa cuando te los llenan. Tu pan es el de la iz-quierda. Ponte la servilleta como te parezca. Cuida el tintineode la cucharilla del café, pues dice mucho de ti. No mires a lasdemás mesas. Qué te importa. Concéntrate. Erige una burbuja.Diviértete con la comida. Habla. Descríbela. Si te inspira, ponadjetivos. Exagera. Di que no has comido tan bien, nunca.

De entrada, siéntate feliz a la mesa, hoy tienes la suerte deestar de fiesta. No eres tú quien trabaja. Alguien lo hace porti. Seguramente alguien que no es capaz de hacer otra cosa.Alguien que no lee, que no va al cine, o que piensa que Wins-ton Churchill es una marca de mostaza inglesa que no tiene elgusto de conocer todavía.

—En la cara se le ve que está usted borracho, señor Chur-chill.

—Efectivamente, señora, pero a mí se me pasará mañana,mientras que a usted le quedará siempre puesta esa cara tanfea con la que nació y aún guarda.

—Es usted un grosero insufrible. —Si a usted se lo parece, señora, así será, con certeza.—Si yo fuera su esposa, le pondría veneno en el café del

desayuno.—Y si yo fuera su esposo, sin duda me lo tomaría.Déjate de historias. Agarra y parte el pan con gusto. Has de notar cómo cruje.

Huélelo. Pruébalo. Mastica, traga y cómetelo. Es para ti.Rebobina: tiempo exacto en el horno, temperatura preci-

sa, masa de panadero, harina, agua, sal y levadura, campesi-nos con abrigo en tiempo de siembra y con sombrero de pajaen el de cosecha, molino, trigo y semilla, minerales en la tierraque las lombrices sin proponérselo orean, malvices, perdicesy codornices que las acechan, amapolas, liebres y conejos queaceleran su paso cuando en lo alto del cielo atisban algunarapaz grande, búhos y mochuelos cuando la luz ceja, ratones ylagartijas, el humo de los rastrojos que ciega la carretera, no

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cierres la ventanilla, huélelo, siente y goza... ¿Qué música lle-vas puesta?

El trigal aparece blanco con la nieve y oscuro cuando latormenta. Verde en mayo y amarillo en agosto, con sol, vien-to y lluvia, según las nubes digan.

En un trozo de buen pan, bien que lo sabes, cabe todo esemundo que sólo tú decides que quepa.

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