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Carta de Descartes a la princesa Elizabeth
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Carta de Descartes a Elizabeth (4 de agosto de 1645) 1
[AT IV, 263-268]
Señora,
Cuando elegí el libro de Séneca De vita beata, para
proponerlo a Vuestra Alteza como una plática que le pudiera
agradar, sólo consideré la reputación del autor y la dignidad de la
materia; no reparé en la manera como la trata, la cual, al considerarla
luego, no encontré bastante exacta para que valga la pena seguirla.
Pero, para que Vuestra Alteza pueda decidir más fácilmente al
respecto, probaré de explicar aquí cómo, a mi parecer, un filósofo
como aquél, que, al no ser iluminado por la fe se guiaba por la sola
razón natural, hubiera debido tratar esta materia.
Él dice muy bien, al principio, que vivere omnes beate volunt,
sed ad pervivendum quid sit quod beatam vitam efficiat, caligant
[todos desean vivir bienaventuradamente pero andan a ciegas en el
conocimiento de aquello que hace bienaventurada la vida]. Pero,
hace falta saber qué es vivere beate: yo diría en romance, vivir
dichosamente, salvo que hay diferencia entre dicha y felicidad. La
1 Descartes, Cartas sobre la moral, trad. intro. y notas de E. Goguel, La Plata-Buenos Aires-Tucuman, Editorial Yerba Buena, pp. 79-83.
dicha no depende más que de cosas que están fuera de nosotros, de
donde resulta que se estima “más dichosos que sabios” a los que
recibieron algún bien sin hacer nada de su parte; mientras que, a mi
parecer, la felicidad consiste en un perfecto contento de espíritu y en
una satisfacción interior que no suelen poseer los más favorecidos
por la fortuna, y que los sabios adquieren sin ella. Así, vivere beate,
vivir en felicidad, no es otra cosa que tener el espíritu perfectamente
contento y satisfecho.
Luego, cuando considero qué es quod beatam vitam efficiat
[aquello que hace bienaventurada la vida], es decir, qué cosas nos
pueden dar este sumo contento, reparo en que hay dos clases de
ellas, a saber: las que dependen de nosotros como la virtud y la
sabiduría, y las que no dependen de nosotros, como los honores, las
riquezas y la salud. Imaginemos a un hombre bien nacido, que no
esté enfermo, a quien no le falta nada y que, además, sean tan sabio
y virtuoso como otro que es pobre, enfermizo y achacoso; pues bien,
ciertamente el primero puede gozar de un contento más perfecto que
el segundo. Sin embargo, un vaso pequeño puede estar tan lleno
como otro más grande, aunque contenga menos líquido; del mismo
modo, si entendemos por el contento de cada uno la plenitud y el
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cumplimiento de sus deseos regulados por la razón, no dudo que los
más pobres y desgraciados puedan estar tan enteramente contentos y
satisfechos como los demás, aunque no gocen de tantos bienes. Y
no se trata aquí más de esta clase de contento: pues, ya que la otra no
está en ningún modo a nuestro alcance, su examen sería superfluo.
Ahora bien, me parece que cada uno puede procurarse
contento por sí mismo y sin esperar nada de otra parte, con sólo
observar tres cosas, a las cuales se refieren las tres reglas de moral
que puede en el Discurso del método.
La primera es que siempre tratemos de emplear nuestro
espíritu lo mejor que podamos, para conocer lo que debemos o no
debemos hacer en todas las circunstancias de la vida.
La segunda, que tengamos una resolución firme y constante
de ejecutar cuanto la razón nos aconseje, sin que nuestras pasiones o
nuestros apetitos nos desvíen de ellos; y es la firmeza de esta
resolución la que, creo, debemos considerar como virtud, aunque no
sepa que nadie lo haya explicado así nunca, sino que la dividieron en
varias clases, a las cuales dieron nombres diversos a causa de objetos
diversos a que se extiende.
La tercera que, mientras así nos conducimos conforme a la
razón tanto como podemos, consideremos que todos los bienes que
no poseemos están por igual fuera de nuestro alcance: por este
medio, nos acostumbramos a no desearlos. En efecto, tan sólo el
deseo y el pesar o arrepentimiento pueden impedirnos estar
contentos. Mas, si cumplimos siempre todo cuanto nos dicta la
razón, nunca tendremos motivo alguno de arrepentimiento, incluso si
los acontecimientos nos revelasen luego que nos hemos engañado,
puesto que no habría sido por culpa nuestra. Si no deseamos tener,
por ejemplo, más lenguas o más brazos de los que tenemos, mientras
que deseamos tener mejor saludo o más riquezas, es tan sólo porque
imaginamos que podríamos adquirir estas cosas por medio de
nuestra conducta; o bien, que éstas dependen de nuestra índole
particular, mientras no sucede lo mismo con las otras. Podremos
despojarnos de tal opinión al considerar que si hemos seguido
siempre el consejo de nuestra razón, no hemos omitido nada de lo
que estaba en nuestro poder, y que las enfermedades y las desgracias
no son menos naturales en el hombre que la prosperidad y la salud.
Por lo demás, toda clase de deseos no son incompatibles con
la felicidad; lo son tan sólo los deseos acompañados de impaciencia
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y de tristeza. Tampoco es necesario que nuestra razón no se
equivoque nunca; basta que nuestra conciencia nos atestigüe que no
nos faltaron jamás resolución y virtud para ejecutar todas las cosas
que nos parecieron las mejores. Por consiguiente, la virtud sola basta
para contentarnos en esta vida. Pero, con todo, cuando la virtud no
está iluminada por el entendimiento, puede ser falsa, es decir que la
voluntad y la resolución de obrar bien pueden conducirnos a cosas
malas que tomamos por buenas; por lo tanto, el contento que de ella
depende no es sólido; y como se suele poner esta virtud a los
placeres, apetitos y pasiones, es muy difícil de practicar. Mientras
que, el uso recto de la razón, como da un conocimiento verdadero
del bien, impide que la virtud sea falsa; más aún, como la concilia
con los placeres lícitos, facilita tanto su práctica, y, al descubrirnos
la condición de nuestra naturaleza, limita tanto nuestros deseos, que
es necesario reconocer que la mayor felicidad del hombre depende
de este uso recto de la razón; luego, el estudio por el cual se puede
adquirirlo es la ocupación más útil que uno pueda tener, como es
también sin duda la más agradable y sosegada.
Por lo tanto, me parece que Séneca hubiera debido
enseñarnos todas las verdades principales cuyo conocimiento hace
falta para facilitar el uso de la virtud y moderar nuestros deseos y
nuestras pasiones, y, de este modo, alcanzar la felicidad natural; lo
cual hubiese hecho de su libro el mejor y más útil que un filósofo
pagano hubiera podido escribir. Sin embargo, eso no es más que mi
opinión, la cual someto al juicio de Vuestra Alteza. Si me hacéis el
gran favor de advertirme en qué fallo, os quedaré muy agradecido y
manifestaré, corrigiéndome, que soy, Señora, de Vuestra Alteza el
muy humilde y obediente servidor,
Descartes.