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Deleuze, Hume, Alicia y la cuestión de la subjetividad

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Pensar/nos evitando caer en un trascendental presenta un desafío para nada menor a nuestras subjetividades atravesadas, constituidas, por agenciamientos sobrecodificados anclados estos en los estáticos dominios del “Ser”, de lo que “ES”. La torsión que implica correrse de los principios a la hora de reflexionar en cualquier ámbito nos sitúa en el movimiento, en lo procesual, en el flujo. Bastante hemos hablado ya, en las clases y en este blog, acerca del devenir, de lo no representativo, del tiempo, de la experiencia y del tiempo de la experiencia.

Es entonces con la intención de problematizar ciertos puntos ligados a la subjetividad y a la relación entre sujeto/objeto, que propongo algunos ítems de la lectura deleuziana de Hume en conexión con un fragmento de “Alicia en el país de las maravillas” como disparador para pensar juntos.

Alicia y la Oruga

El fragmento al que me refiero se encuentra en el capítulo V del libro titulado “El consejo de una Oruga”, se trata más específicamente de la primer parte del mismo. A continuación lo reproduzco:

“ Quién eres tu”, dijo la Oruga. Esta pregunta no era muy prometedora para iniciar una conversación. Un poco avergonzada, Alicia contestó: “Yo…ahora, casi no lo sé, señora. Al menos, sé quién era cuando me levanté esta mañana, pero creo que he cambiado varias veces desde entonces.” “¿Qué quieres decir con eso?”, dijo severamente la Oruga. “¡Explícate!”. “Me temo que no puedo explicármelo ni yo misma, señora”, dijo Alicia, “porque, como ve, yo ya no soy yo misma.” “No, no veo”, dijo la Oruga. “ Me temo que no puedo decírselo más claro”, contestó Alicia muy educada, “porque, para empezar, ni yo misma lo entiendo. Y además es bastante confuso cambiar tanto de tamaño el mismo día”. “No, no lo es”, dijo la Oruga. “Bueno, quizá a usted todavía no se le parezca”, dijo Alicia, “pero cuando se convierta en crisálida…, ya sabe usted que ese día llegará…, y después en mariposa, supongo que todo le parecerá un poco raro, ¿no?”. “En absoluto”, contestó la Oruga. “Bien, quizá usted ve las cosas de otra manera”, dijo Alicia. “Lo único que sé es que a mi sí me parece”. “¡A ti!”, dijo la Oruga con desprecio, “y ¿Quién eres tú?”

Aquellos que conocen el cuento (estoy inclinado a creer que es la mayoría) sabrán que Alicia antes de llegar a esta instancia de la historia ha pasado por una serie de situaciones bastante extrañas, las cuales le resultaban inexplicables (a quienes no conozcan el cuento los invito a leerlo). Situaciones a las cuales no estaba habituada y, por tanto, no podía estimar que ocurrirían. Como tampoco podría yo (¿quién eres tú?, me diría la Oruga) si al hacerle señas a un taxi (como estamos acostumbrados a hacerlo) este en lugar de parar siguiera de largo (aunque eso no sería del todo raro), saliera volando o se convirtiera en un repollo.

Les pido que retengan esta idea de lo habitual, del hábito, a fin de meternos momentáneamente en la lectura que de Hume realiza Deleuze para luego poder contrapuntearla con algunas partes del diálogo entre Alicia y la Oruga.

Hume y Deleuze

Lo primero que Deleuze parece sentirse en la necesidad de aclarar es que hay otro empirismo distinto de aquel que la historia de la filosofía se ha contentado con anunciar oponiéndolo al innatismo diciendo: para el empirismo lo inteligible viene de lo sensible. Esta definición, según el francés, pierde de vista uno de los aportes más potentes del la reflexión empirista, no haciendo más que replicar una de las dos caras que se obtienen siempre que partimos de un primer principio. ¿De qué se trata esto? Bien, se trata de que

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al plantear la relación sujeto/objeto a partir de un principio, ya sea este lo sensible o lo inteligible solo se obtiene un dualismo estéril e irreconciliable. Por el contrario, Deleuze afirma que lo que Hume trata de señalarnos es que las cosas nunca empiezan por ningún principio. Las relaciones son exteriores a sus términos reza la pancarta empirista. Ese sería su pseudo-primer principio que operaría como límite negativo contra todos los principios.

En otras palabras, para comprender el mensaje del empirismo hay que tomarlo por el medio, partir de las relaciones. Su mensaje es que las cosas empiezan por el medio, o diciéndolo más mcluhanianamente: para el empirismo el medio es el mensaje. Al decir de Deleuze: “Las relaciones están en el medio y existen como tales. Esta exterioridad de las relaciones no es un principio, es un protesta vital contra los principios”.

La crítica a partir de un trascendente postula un sujeto como esencia y/o como dato previo. Hume, en cambio, se pregunta acerca de este sujeto ¿cómo es que se constituye en lo dado? De manera que lo dado ya no es dado a un sujeto, sino que éste último se construye EN aquel. Pero entonces esto que llamamos lo dado, si no es un algo objetivo existente fuera del sujeto, ni algo absolutamente imaginado por este, ¿qué es? La respuesta: un flujo de percepciones, lo dado es el flujo de lo sensible. Aquí, nos dice Deleuze, a propósito de lo que ocurre con la relación antes mencionada entre sujeto y objeto, “El espíritu no es ya representación de la naturaleza. Las percepciones no son tan solo las únicas substancias, sino además los únicos objetos”. Desde allí no podemos hablar más de una representación de la naturaleza por parte de un sujeto, ni de la modificación de un sujeto por la naturaleza. Podemos intuir aquí que la diferencia ya no será entre lo sensible y lo inteligible, sino entre dos tipos de ideas o impresiones: las ideas o impresiones de términos, y las impresiones o ideas de relaciones.

En una primera instancia entonces existiría un sujeto en estado larvario como conjunto de percepciones inconexas, que luego comenzarán a relacionarse entre sí conformando una estructura, un sistema… un sujeto. Lo que resulta interesante observar aquí es como al inicio de tal constitución no existe la organización, al principio sólo existe el caos.

Pero ¿cómo es que ésta colección inconexa comienza a estructurarse?, a partir del hábito y de los principios de asociación. Estos últimos son tres: contigüidad, causalidad y semejanza, y los ejemplos que Hume da para ilustrarlos son los siguientes. Semejanza: al ver una pintura nos remitimos, naturalmente, al original. Contigüidad: si en un edificio visito alguna de sus habitaciones, naturalmente puedo preguntarme por las demás. Causalidad: si pienso en una herida difícilmente pueda dejar de pensar en el dolor subsiguiente. Debemos agregar que cuando utilicemos el término estructura de ninguna manera nos estaremos refiriendo a algo estático y acabado. Por el contrario, se trata de una estructura con una inclinación hacia lo abierto que les es intrínseco.

Estos principios no se hacen efectivos sino en el tiempo, con la experiencia y con el hábito. Quiero decir, nunca experimentamos relaciones sino tan sólo una serie de casos semejantes de los cuales decimos que están conectados. Por ejemplo, en una ocasión percibo que A (una bola de billar) choca contra B (otra bola de billar) y que ésta última se desplaza, hasta ahí no hay ninguna relación. Pero si vuelvo a percibir repetidas veces que A choca a B y que B se desplaza me veré inclinado a firmar que el choque de A es

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causa del efecto de desplazamiento de B, y ahí, Sí, ya tengo una relación. Es una relación de causalidad. Pero repetimos, las relaciones son exteriores a los términos.

Ahora bien, ¿cómo definimos una relación?, como aquello que hace que pasemos de una impresión o ideas dadas, a la idea de algo que no está actualmente dado.

El sujeto, decimos, se constituye a partir de un movimiento que se inicia en lo dado, siguiendo el ejemplo anterior: A que embiste a B y B que se desplaza (colección de percepciones). Y en ese constituirse va más allá de lo dado: infiero, creo, que el choque de A contra B es causa de que el último se desplace (estructura). De la misma forma decimos que el sujeto se constituye en el tiempo, y en su constitución se vuelve síntesis del mismo: a partir de mi inferencia producto de la experiencia espero, es decir, postulo en el presente al pasado como regla del provenir. “El tiempo era estructura del espíritu, y ahora el sujeto se presenta como síntesis del tiempo”, expresa Deleuze.

De esta manera podemos afirmar con seguridad que el espíritu cuenta con una constante: los principios de asociación. Según dice Deleuze: “…lo que es universal o constante en el espíritu humano no es nunca tal o cual idea como término, sino solamente los modos de pasar de una idea particular a otra”. Y por otra parte también podemos afirmar al hábito como raíz constitutiva del sujeto.

¿Cómo definimos el habito?, como la propiedad de fundir en la imaginación de casos similares, continuando distintos y separados en el entendimiento.

Nos constituimos, entonces, en el tiempo y en lo dado. Pero esa constitución entraña ineludiblemente la síntesis del tiempo (espera) y el ir más allá de lo dado (inferencia).

Lo que nos faltó decir es que, si bien las relaciones emergen como efecto de los principios de asociación, estos últimos no las explican, tan solo las posibilitan. Es decir que, a partir del asociacionismo de Hume no podemos dar cuenta satisfactoriamente de cada relación en particular. Esto es, de que reparemos en tales objetos y no en otros, que tejamos tal relación y no cualquier otra.

Lo que ocurre es que hasta aquí hemos venido hablando de la Forma de construcción de un sujeto, entendida ésta casi en términos de arquitectura, de dispositivo de constitución. Y la Forma no resulta ser razón suficiente para entender la singularidad, la cual tan solo se explica al unir el asociacionismo con la noción de circunstancia planteada por Hume. Pero debemos advertir que tal noción, para este pensador, no designa algo que le ocurre al sujeto como si este fuera un mero espectador, por el contrario, debe leerse unida a la disposición pasional. La circunstancia entonces es indiscernible de la afectividad.

Es la disposición pasional la que nos inclina en la práctica a considerar tales o cuales ideas, a establecer tales o cuales relaciones, en otras palabras, la que nos singulariza. Son las circunstancias las que singularizan al sujeto.

Al decir de Deleuze: “…si la relación no se separa de las circunstancias, si el sujeto no puede separarse de un contenido singular que le es estrictamente esencial, entonces quiere decir que la subjetividad es, en su esencia, práctica… El hecho de que no haya subjetividad teórica y no pueda haberla se vuelve la proposición fundamental del

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empirismo. Y si el sujeto se constituye en lo dado, no hay, en efecto, un sujeto distinto de la práctica.”

Retomando el diálogo entre Alicia y la Oruga.

¿Quién eres tú?, es la pregunta que la Oruga del cuento de Lewis Carroll lanza una y otra vez sobre Alicia, quien parece quedar a la intemperie de lo indecible ante el insistente interrogante. Como si se diera de bruces contra aquello que en primer término simula poder ser dicho, pero que al poco de querer verbalizarlo devela su carácter caprichoso de no dejarse asir por el lenguaje.

A primera vista la misma pregunta que le es lanzada a Alicia nos inquietaría poco o nada si nos la hicieran a nosotros. Sin mayor inconveniente responderíamos pronunciando nuestro nombre y apellido, y hasta tal vez accediéramos a decir algo sobre nuestra profesión, lugar de nacimiento, estado civil, gustos o preferencias, etc., llegado el caso de que nuestro interlocutor se tornara muy insistente.

Lo que cabría preguntar en este momento, es si nuestra situación es tan distinta a la de Alicia como para suscitar una respuesta tan dispar a la suya.

La niña del cuento transita un mundo (el de la maravillas) en el que es sometida continuamente al cuestionamiento de sus hábitos. Como si se le hiciera patente a cada paso que aquello que hasta el momento consideraba natural resultaba inadecuado para afrontar las situaciones a las que se encuentra expuesta. Si hasta su propio cuerpo sufre bruscas mutaciones.

Nosotros, en cambio, nos aferramos tanto a nuestros hábitos que hasta llegamos a jurar que el mundo es objetivamente como creemos que es. Tal vez vivimos muchas maravillas, tal vez casi tantas como Alicia, pero no son suficientes como para licuar nuestras certezas y lanzarnos hacia la apertura. Nos cuesta soltarnos del brazo de los trascendentes.

Si bien es cierto que la protagonista también se ve tentada a caer en trascendentes para fundamentar una respuesta (“porque, como ve, yo ya no soy yo misma.”; “quizá a usted todavía no se le parezca, pero cuando se convierta en crisálida…, ya sabe usted que ese día llegará…”) termina por desmarcarse de estos admitiendo, con una liviandad de niña, que ahora no sabe quien es, aunque si supiera quien era en otro tiempo (“Yo…ahora, casi no lo sé, señora. Al menos, sé quién era cuando me levanté esta mañana”). Es claro que su ahora no indica que en futuro sepa quien es.g Como si no le temiera al juego, al que se ve incitada por la Oruga, de mirar la transparencia. Transparencia que se ubica justo allí donde la estructura (el sujeto) no cierra, no coagula.

Ese allí de la apertura es el tiempo, el tiempo de la experiencia (o deberíamos decir de la memoria bergsoniana?), el mismo tiempo donde según Hume se hace el sujeto, ese tiempo que es trascendido por el propio sujeto una vez que se constituye. “Al menos, sé quién era cuando me levanté esta mañana”, dice Alicia apelando al estatismo del recuerdo (Cronos), pero también se sumerge en el devenir (Aión) impersonal cuando dice “ahora, casi no lo sé, señora”.

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En el sueño convergen las dos temporalidades, como apunta Adriana Zambrini en su libro “El deseo nómade”: “El sueño, testigo de dos mundos, el del dormir y el de la vigilia, recuerdo y memoria, pero esta última se impone desarmando todo intento de despejar lo paradójico en un relato coherente”. Y claro, como ya sabemos Alicia sueña, como todos los chicos se despierta en sueños y sueña despierta, no en vano la tercer metamorfosis del espíritu era para Nietzsche la del niño.

Como si se tratase del mito de narciso, Alicia mira en el río de la pregunta del “quién eres” y jovialmente responde con las únicas palabras que el devenir deja salir de su boca: “no lo sé”. Lo inefable de la apertura, de lo otro que le es constitutivo, no la hace huir hacia lo estático, ella mira de frente a lo que la corriente le devuelve. Y eso es lo que la diferencia de nosotros, quienes como buenos sujetos modernos le huimos al devenir y convertimos a lo otro, a lo inefable en un pobre reflejo de nosotros mismos como si nosotros mismos fuéramos tan solo nosotros mismos.

Ningún hábito es natural, decía Bergson, sólo el hábito de adquirir hábitos, y Alicia ya lo sabe. La niña no le teme a la sensación, se hace eco de ella. Abraza la imagen que no coagula, que no representa, la imagen del tiempo de la memoria, del otro, en el otro y en ella, del otro ahí… imagen cristal.

…¿Quién eres tú?

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