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DEL SENTIMIENTO TRÁGICO DE LA VIDA Miguel de Unamuno Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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DELSENTIMIENTO

TRÁGICO DE LA VIDA

Miguel de Unamuno

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I

EL HOMBRE DE CARNE Y HUESO

Homo sum: nihil humani a me alienum puto, dijoel cómico latino. Y yo diría más bien, nullumhominem a me alienum puto; soy hombre, aningún otro hombre estimo extraño. Porque eladjetivo humanus me es tan sospechoso comosu sustantivo abstracto humanitas, la huma-nidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni eladjetivo simple, ni el sustantivado, sino el sus-tantivo concreto: el hombre. El hombre de carney hueso, el que nace, sufre y muere -sobre todomuere-, el que come y bebe y juega y duerme ypiensa y quiere, el hombre que se ve y a quiense oye, el hermano, el verdadero hermano.

Porque hay otra cosa, que llaman tambiénhombre, y es el sujeto de no pocas divagacionesmás o menos científicas. Y es el bípedo implu-me de la leyenda, el ~a-ov zoAtrucóv de Aristó-teles, el contratante social de Rousseau, el homo

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oeconomicus de los manchesterianos, el homo sa-piens de Linneo o, si se quiere, el mamífero ver-tical. Un hombre que no es de aquí o de allí nide esta época o de la otra, que no tiene ni sexoni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hom-bre.

El nuestro es otro, el de carne y hueso; yo, tú,lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pen-samos sobre la Tierra.

Y este hombre concreto, de carne y hueso, esel sujeto y el supremo objeto a la vez de todafilosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filó-sofos.

En las más de las historias de la filosofía queconozco se nos presenta a los sistemas comooriginándose los unos de los otros, y sus auto-res, los filósofos, apenas aparecen sino comomeros pretextos. La íntima biografía de los filó-sofos, de los hombres que filosofaron, ocupa unlugar secundario. Y es ella, sin embargo, esaíntima biografía la que más cosas nos explica.

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Cúmplenos decir, ante todo, que la filosofíase acuesta más a la poesía que no a la ciencia.Cuantos sistemas filosóficos se han fraguadocomo suprema concinación de los resultadosfinales de las ciencias particulares, en un perío-do cualquiera, han tenido mucha menos consis-tencia y menos vida que aquellos otros querepresentaban el anhelo integral del espíritu desu autor.

Y es que las ciencias, importándonos tanto ysiendo indispensables para nuestra vida ynuestro pensamiento, nos son, en cierto senti-do, más extrañas que la filosofía. Cumplen unfin más objetivo, es decir, más fuera de noso-tros. Son, en el fondo, cosa de economía. Unnuevo descubrimiento científico, de los quellamamos teóricos, es como un descubrimientomecánico; el de la máquina de vapor, el teléfo-no, el fonógrafo, el aeroplano, una cosa quesirve para algo. Así, el teléfono puede servirnospara comunicarnos a distancia con la mujeramada. ¿Pero esta para qué nos sirve? Toma

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uno el tranvía eléctrico para ir a oír una ópera;y se pregunta: ¿cuál es, en este caso, más útil, eltranvía o la ópera?

La filosofía responde a la necesidad de for-marnos una concepción unitaria y total delmundo y de la vida, y como consecuencia deesa concepción, un sentimiento que engendreuna actitud íntima y hasta una acción. Peroresulta que ese sentimiento, en vez de ser con-secuencia de aquella concepción, es causa deella. Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo decomprender o de no comprender el mundo y lavida, brota de nuestro sentimiento respecto a lavida misma. Y esta, como todo lo afectivo, tieneraíces subconscientes, inconscientes tal vez.

No suelen ser nuestras ideas las que noshacen optimistas o pesimistas, sino que esnuestro optimismo o nuestro pesimismo, deorigen filosófico o patológico quizá, tanto eluno como el otro, el que hace nuestras ideas.

El hombre, dicen, es un animal racional. Nosé por qué no se haya dicho que es un animal

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afectivo o sentimental. Y acaso lo que de losdemás animales le diferencia sea más el senti-miento que no la razón. Más veces he visto ra-zonar a un gato que no reír o llorar. Acaso lloreo ría por dentro, pero por dentro acaso tambiénel cangrejo resuelva ecuaciones de segundogrado.

Y así, lo que en un filósofo nos debe más im-portar es el hombre.

Tomad a Kant, al hombre Manuel Kant, quenació y vivió en Koenigsberg, a forales del sigloxviII y hasta pisar los umbrales del XIX. Hay enla filosofía de este hombre Kant, hombre decorazón y de cabeza, es decir, hombre, un signi-ficativo salto, como habría dicho Kierkegaard,otro hombre -¡y tan hombre!-, el salto de laCrítica de la razón pura a la Crítica de la razónpráctica. Reconstruye en esta, digan lo que quie-ran los que no ven al hombre, lo que en aquellaabatió, después de haber examinado y pulveri-zado con su análisis las tradicionales pruebasde la existencia de Dios, del Dios aristotélico,

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que es el Dios que corresponde al ~oov zo-AlrlKóv; del Dios abstracto, del primer motorinmóvil, vuelve a reconstruir a Dios, pero alDios de la conciencia, al autor del orden moral,al Dios luterano, en fin. Ese salto de Kant estáya en germen en la noción luterana de la fe.

El un Dios, el Dios racional, es la proyecciónal infinito de fuera del hombre por definición,es decir, del hombre abstracto, el hombre nohombre, y el otro Dios, el Dios sentimental ovolitivo, es la proyección al infinito de dentrodel hombre por vida, del hombre concreto, decarne y hueso.

Kant reconstruyó con el corazón lo que con lacabeza había abatido. Y es que sabemos, portestimonio de los que le conocieron y por testi-monio propio, en sus cartas y manifestacionesprivadas, que el hombre Kant, el solterón un síes no es egoísta, que profesó filosofía en Koe-nigsberg a fines del siglo de la Enciclopedia yde la diosa Razón, era un hombre muy preocu-pado del problema. Quiero decir del único ver-

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dadero problema vital, del que más a las entra-ñas nos llega, del problema de nuestro destinoindividual y personal, de la inmortalidad delalma. El hombre Kant no se resignaba a morirdel todo. Y porque no se resignaba a morir deltodo, dio el salto aquel, el salto inmortal de unaa otra crítica.

Quien lea con atención y sin anteojeras laCrítica de la razón práctica, verá que, en rigor, sededuce en ella la existencia de Dios de la in-mortalidad del alma, y no esta de aquella. Elimperativo categórico nos lleva a un postuladomoral que exige a su vez, en el orden teológico,o más bien escatológico, la inmortalidad delalma, y para sustentar esta inmortalidad apare-ce Dios. Todo lo demás es escamoteo de profe-sional de la filosofía.

El hombre Kant sintió la moral como base dela escatología, pero el profesor de la filosofíainvirtió los términos. Ya dijo no sé dónde otroprofesor, el profesor y hombre Guillermo Ja-mes, que Dios para la generalidad de los hom-

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bres es el productor de inmortalidad. Sí, para lageneralidad de los hombres, incluyendo alhombre Kant, al hombre James y al hombre quetraza estas líneas, que estás, lector, leyendo.

Un día, hablando con un campesino, le pro-puse la hipótesis de que hubiese, en efecto, unDios que rige cielo y tierra, Conciencia del Uni-verso, pero que no por eso sea el alma de cadahombre inmortal en el sentido tradicional yconcreto. Y me respondió: «Entonces, ¿para quéDios?» Y así se respondían en el recóndito forode su conciencia el hombre Kant y el hombreJames. Sólo que al actuar como profesores ten-ían que justificar racionalmente esa actitud tanpoco racional. Lo que no quiere decir, claroestá, que sea absurda.

Hegel hizo célebre su aforismo de que todo loracional es real y todo lo real racional; perosomos muchos los que, no convencidos porHegel, seguimos creyendo que lo real, lo real-mente real, es irracional; que la razón construyesobre las irracionalidades. Hegel, gran defini-

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dor, pretendió reconstruir el universo con defi-niciones, como aquel sargento de artillería de-cía que se construyeran los cañones: tomandoun agujero y recubriéndolo de hierro.

Otro hombre, el hombre José Butler, obispoanglicano, qué vivió a principios del siglo xvni,y de quien dice el cardenal católico Newmanque es el hombre más grande de la Iglesia an-glicana, al foral del capítulo primero de su granobra sobre la analogía de la religión (The Analo-gy of Religion), capítulo que trata de la vida fu-tura, escribió estas pequeñas palabras: «Estacredibilidad en una vida futura, sobre lo quetanto aquí se ha insistido, por poco que satisfa-ga nuestra curiosidad, parece responder a lospropósitos todos de la religión tanto como res-pondería una prueba demostrativa. En reali-dad, una prueba, aun demostrativa, de unavida futura, no sería una prueba de religión.Porque el que hayamos de vivir después de lamuerte es cosa que se compadece tan bien conel ateísmo, y que puede ser por este tan tomada

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en cuenta como el que ahora estamos vivos, ynada puede ser, por lo tanto, más absurdo queargüir del ateísmo que no puede haber estadofuturo.»

El hombre Butler, cuyas obras acaso conocie-ra el hombre Kant, quería salvar la fe en la in-mortalidad del alma, y para ello la hizo inde-pendiente de la fe en Dios. El capítulo primerode su Antología trata, como os digo, de la vidafutura, y el segundo del gobierno de Dios porpremios y castigos. Y es que, en el fondo, elbuen obispo anglicano deduce la existencia deDios de la inmortalidad del alma. Y como elbuen obispo anglicano partió de aquí, no tuvoque dar el salto que a fines de su mismo siglotuvo que dar el buen filósofo luterano. Era unhombre el obispo Butler, y era otro hombre elprofesor Kant.

Y ser un hombre es ser algo concreto, unitarioy sustantivo es ser cosa, res. Y ya sabemos loque otro hombre, al hombre Benito Spinoza,aquel judío portugués que nació y vivió en

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Holanda a mediados del siglo XVII, escribió detoda cosa. La proposición 6.a de la parte III desu Ética dice: unaquaeque res, quatenus in se est, insuo esse perseverare conatur, es decir, cada cosa,en cuanto es en sí, se esfuerza por perseverar ensu ser. Cada cosa es cuanto es en sí, es decir, encuanto sustancia, ya que, según él, sustancia esid quod in se est et per se concipitur; lo que es porsí y por sí se concibe. Y en la siguiente proposi-ción, la 7.a, de la misma parte añade: conatus,quo unaquaeque res in suo esse perseverare conaturnihil est praeter ipsius rei actualem essentiam; estoes, el esfuerzo con que cada cosa trata de per-severar en su ser no es sino la esencia actual dela cosa misma. Quiere decirse que tu esencia,lector, la mía, la del hombre Spinoza, la delhombre Butler, la del hombre Kant y la de cadahombre que sea hombre, no es sino el conato, elesfuerzo que pone en seguir siendo hombre, enno morir. Y la otra proposición que sigue a es-tas dos, la 8.a, dice: conatus, quo unaquaeque res insuo esse perseverare conatur, nullum tempus fini-

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tum, sed indefinitum involvit, o sea: el esfuerzocon que cada cosa se esfuerza por perseverar ensu ser, no implica tiempo finito, sino indefini-do. Es decir, que tú, yo y Spinoza queremos nomorirnos nunca y que este nuestro anhelo denunca morirnos es nuestra esencia actual. Y, sinembargo, este pobre judío portugués, desterra-do en las tinieblas holandesas, no pudo llegar acreer nunca en su propia inmortalidad perso-nal, y toda su filosofía no fue sino una consola-ción que fraguó para esta su falta de fe. Como aotros les duele una mano o un pie o el corazóno la cabeza, a Spinoza le dolía Dios. ¡Pobrehombre! ¡Y pobres hombres los demás!

Y el hombre, esta cosa, ¿es una cosa? Por ab-surda que parezca la pregunta, hay quienes sela han propuesto. Anduvo no ha mucho por elmundo una cierta doctrina que llamábamospositivismo, que hizo muy bien y mucho mal. Yentre otros males que hizo, fue el de traernosun género tal de análisis que los hechos se pul-verizaban con él, reduciéndose a polvo de

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hechos. Los más de los que el positivismo lla-maba hechos, no eran sino fragmentos dehechos. En psicología su acción fue deletérea.Hasta hubo escolásticos metidos a literatos -nodigo filósofos metidos a poetas, porque poeta yfilósofo son hermanos gemelos, si es que no lamisma cosa- que llevaron el análisis psicológicopositivista a la novela y al drama, donde hayque poner en pie hombres concretos, de carne yhueso, y en fuerza de estados de conciencia lasconciencias desaparecieron. Les sucedió lo quedicen sucede con frecuencia al examinar y en-sayar ciertos complicados compuestos químicosorgánicos, vivos, y es que los reactivos destru-yen el cuerpo mismo que se trata de examinar,y lo que obtenemos son no más que productosde su composición.

Partiendo del hecho evidente de que pornuestra conciencia desfilan estados contradicto-rios entre sí, llegaron a no ver claro la concien-cia, el yo. Preguntarle a uno por su yo, es comopreguntarle por su cuerpo. Y cuenta que al

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hablar del yo, hablo del yo concreto y personal;no del yo de Fichte, sino de Fichte mismo, delhombre Fichte.

Y lo que determina a un hombre, lo que lehace un hombre, uno y no otro, el que es y no elque no es, es un principio de unidad y un prin-cipio de continuidad. Un principio de unidadprimero, en el espacio, merced al cuerpo, y lue-go en la acción y en el propósito. Cuando an-damos, no va un pie hacia adelante, el otrohacia atrás: ni cuando miramos mira un ojo alNorte y el otro al Sur, como estemos sanos. Encada momento de nuestra vida tenemos unpropósito, y a él conspira la sinergia de nues-tras acciones. Aunque al momento siguientecambiemos de propósito. Y es en cierto sentidoun hombre tanto más hombre, cuanto más uni-taria sea su acción. Hay quien en su vida todano persigue sino un solo propósito, sea el quefuere.

Y un principio de continuidad en el tiempo.Sin entrar a discutir -discusión ociosa- si soy o

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no el que era hace veinte años, es indiscutible,me parece, el hecho de que el que soy hoy pro-viene, por serie continua de estados de concien-cia, del que era en mi cuerpo hace veinte años.La memoria es la base de la personalidad indi-vidual, así como la tradición lo es de la perso-nalidad colectiva de un pueblo. Se vive en elrecuerdo y por el recuerdo, y nuestra vida espi-ritual no es, en el fono, sino el esfuerzo de nues-tro recuerdo por perseverar, por hacerse espe-ranza, el esfuerzo de nuestro pasado por hacer-se porvenir.

Todo esto es de una perogrullería chillante,bien lo sé: pero es que, rodando por el mundo,se encuentra uno con hombres que parece no sesienten a sí mismos. Uno de mis mejores ami-gos, con quien he paseado a diario durante mu-chos años enteros, cada vez que yo le hablabade este sentimiento de la propia personalidad,me decía: «Pues yo no me siento a mí mismo,no se qué es eso.»

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En cierta ocasión, este amigo a que aludo medijo: «Quisiera ser fulano» (aquí un nombre), yle dije: Eso es lo que yo no acabo nunca decomprender, que uno quiera ser otro cualquie-ra. Querer ser otro, es querer dejar de ser uno elque es. Me explico que uno desee tener lo queotro tiene, sus riquezas o sus conocimientos;pero ser otro, es cosa que no me la explico.

Más de una vez se ha dicho que todo hombredesgraciado prefiere ser el que es, aun con susdesgracias, a ser otro sin ellas. Y es que loshombres desgraciados, cuando conservan lasanidad en su desgracia, es decir, cuando seesfuerzan por perseverar en su ser, prefieren ladesgracia a la no existencia. De mí sé decir, quecuando era un mozo, y aun de niño, no logra-ron conmoverme las patéticas pinturas que delinfierno se me hacían, pues ya desde entoncesnada se me aparecía tan horrible como la nadamisma. Era una furiosa hambre de ser, un ape-tito de divinidad como nuestro ascético dijo.

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Irle a uno con la embajada de que se hagaotro, es irle con la embajada de que deje de serél. Cada cual defiende su personalidad, y sóloacepta un cambio en su modo de pensar o desentir en cuanto este cambio pueda entrar en launidad de su espíritu y engarzar en la conti-nuidad de él; en cuanto ese cambio pueda ar-monizarse e integrarse con todo el resto de sumodo de ser, pensar y sentir, y pueda a la vezenlazarse a sus recuerdos. Ni a un hombre, ni aun pueblo -que es, en cierto sentido, un hombretambién- se le puede exigir un cambio querompa la unidad y la continuidad de su perso-na. Se le puede cambiar mucho, hasta por com-pleto casi; pero dentro de continuidad.

Cierto es que se da en ciertos individuos esoque se llama un cambio de personalidad; peroeso es un caso patológico, y como tal lo estu-dian los alienistas. En esos cambios de persona-lidad, la memoria, base de la conciencia, searruina por completo, y sólo le queda al pobrepaciente, como substrato de continuidad indi-

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vidual -ya que no personal-, el organismo físi-co. Tal enfermedad equivale a la muerte para elsujeto que la padece; para quienes no equivalea su muerte es para los que hayan de heredarle,si tiene bienes de fortuna. Y esa enfermedad noes más que una revolución, una verdadera re-volución.

Una enfermedad es, en cierto respecto, unadisociación orgánica; es un órgano o un ele-mento cualquiera del cuerpo vivo que se rebela,rompe la sinergia vital y conspira a un fin dis-tinto del que conspiran los demás elementoscon él coordinados. Su fin puede ser, conside-rado en sí, es decir, en abstracto, más elevado,más noble, más... todo lo que se quiera, pero esotro. Podrá ser mejor volar y respirar en el aireque nadar y respirar en el agua; pero si las ale-tas de un pez dieran en querer convertirse enalas, el pez, como pez, perecería. Y no sirvedecir que acabaría por hacerse ave; si es que nohabía en ello un proceso de continuidad. No losé bien, pero acaso se pueda dar que un pez

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engendre un ave, u otro pez que está más cercadel ave que él; pero un pez, este pez, no puedeél mismo, y durante su vida, hacerse ave.

Todo lo que en mí conspire a romper la uni-dad y la continuidad de mi vida, conspira adestruirme, y, por lo tanto, a destruirse. Todoindividuo que en un pueblo conspira a romperla unidad y la continuidad espirituales de esepueblo, tiende a destruirlo y a destruirse comoparte de ese pueblo. ¿Que tal otro pueblo esmejor? Perfectamente, aunque no entendamosbien qué es eso de mejor o peor. ¿Que es másrico? Concedido. ¿Que es más culto? Concedidotambién. ¿Que vive más feliz? Esto ya..., pero,en fin, ¡pase! ¿Que vence, eso que llaman ven-cer, mientras nosotros somos vencidos? En-horabuena. Todo esto está bien, pero es otro. Ybasta. Porque para mí, el hacerme otro, rom-piendo la unidad y la continuidad de mi vida,es dejar de ser el que soy, es decir, es sencilla-mente dejar de ser. Y esto no: ¡todo antes queesto!

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¿Que otro llenaría tan bien o mejor que yo elpapel que lleno? ¿Que otro cumpliría mi fun-ción social? Sí, pero no yo.

«¡Yo, yo, yo, siempre yo! -dirá algún lector-; y¿quién eres tú?» Podría aquí contestarle conObermann, con el enorme hombre Obermann:«para el universo nada, para mí todo»; pero no,prefiero recordarle una doctrina del hombreKant, y es la de que debemos considerar a nues-tros prójimos, a los demás hombres, no comomedios, sino como fines. Pues no se trata de mítan sólo: se trata de todos y de cada uno. Losjuicios singulares tienen valor de universales,dicen los lógicos. Lo singular no es particular,es universal.

El hombre es un fin, no un medio. La civiliza-ción toda se endereza al hombre, a cada hom-bre, a cada yo. ¿O qué es ese ídolo, llámeseHumanidad o como se llamare, a que se han desacrificar todos y cada uno de los hombres?Porque yo me sacrifico por mis prójimos, pormis compatriotas, por mis hijos, y estos a su vez

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por los suyos, y los suyos por los de ellos, y asíen serie inacabable de generaciones. ¿Y quiénrecibe el fruto de ese sacrificio?

Los mismos que nos hablan de ese sacrificiofantástico, de esa dedicación sin objeto, suelentambién hablarnos del derecho a la vida. ¿Y quées el derecho a la vida? Me dicen que he venidoa realizar no sé qué fin social; pero yo sientoque yo, lo mismo que cada uno de mis her-manos, he venido a realizarme, a vivir.

Sí, sí, lo veo; una enorme actividad social, unapoderosa civilización, mucha ciencia, muchoarte, mucha industria, mucha moral, y luego,cuando hayamos llenado el mundo de maravi-llas industriales, de grandes fábricas, de cami-nos, de museos, de bibliotecas, caeremos agota-dos al pie de todo esto, y quedará ¿para quién?¿Se hizo el hombre para la ciencia o se hizo laciencia para el hombre?

«¡Ea! -exclamará de nuevo el mismo lector-,volvemos a aquello del catecismo. P ¿Paraquién hizo Dios el mundo? R. Para el hombre.»

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Pues bien, sí, así debe responder el hombre quesea hombre. La hormiga, si se diese cuenta deesto, y fuera persona, consciente de sí mismacontestaría que para la hormiga, y contestaríabien. El mundo se hace para la conciencia, paracada conciencia.

Una alma humana vale por todo el universo,ha dicho no sé quién, pero ha dicho egregia-mente. Un alma humana, ¿eh? No una vida. Lavida esta no. Y sucede que a medida que se creemenos en el alma, es decir, en su inmortalidadconsciente, personal y concreta, se exagerarámás el valor de la pobre vida pasajera. De aquíarrancan todas las afeminadas sensiblerías con-tra la guerra. Sí, uno no debe querer morir, perola otra muerte. «El que quiera salvar su vida, laperderá», dice el Evangelio; pero no dice el quequiera salvar su alma, el alma inmortal. O quecreemos y queremos que lo sea.

Y todos los definidores del objetivismo no sefijan, o mejor dicho, no quieren fijarse, que alafirmar un hombre su yo, su conciencia perso-

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nal, afirma al hombre, al hombre concreto yreal, afirma el verdadero humanismo -fue no esel de las cosas del hombre, sino el del hombre-,y al afirmar al hombre, afirma la conciencia.Porque la única conciencia de que tenemosconciencia es la del hombre.

El mundo es para la conciencia. O, mejor di-cho, este para, esta noción de finalidad, y mejorque noción sentimiento, este sentimiento teoló-gico no nace sino donde hay conciencia. Con-ciencia y finalidad son la misma cosa en el fon-do.

Si el Sol tuviese conciencia, pensaría vivir pa-ra alumbrar a los mundos, sin duda; pero pen-saría también, y sobre todo, que los mundosexisten para que él los alumbre y se goce enalumbrarlos y así viva. Y pensaría bien.

Y toda esa trágica batalla del hombre por sal-varse, ese inmortal anhelo de inmortalidad quele hizo al hombre Kant dar aquel salto inmortalde que os decía, todo eso no es más que unabatalla por la conciencia. Si la conciencia no es,

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como ha dicho algún pensador inhumano, nadamás que un relámpago entre dos eternidadesde tinieblas, entonces no hay nada más execra-ble que la existencia.

Alguien podrá ver un fondo de contradicciónen todo cuanto voy diciendo, anhelando unasveces la vida inacabable, y diciendo otras queesa vida no tiene el valor que se le da. ¿Contra-dicción? ¡Ya lo creo! ¡La de mi corazón, quedice que sí, mi cabeza, que dice no! Contradic-ción, naturalmente. ¿Quién no recuerda aque-llas palabras del Evangelio: «¡Señor, creo; ayu-da a mi incredulidad!»? ¡Contradicción!, ¡natu-ralmente! Como que sólo vivimos de contradic-ciones, y por ellas; como que la vida es trage-dia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoriani esperanza de ella; es contradicción.

Se trata, como veis, de un valor afectivo, ycontra los valores afectivos no valen razones.Porque las razones no son nada más que razo-nes, es decir, ni siquiera son verdades. Haydefinidores de esos pedantes por naturaleza y

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por gracia, que me hacen el efecto de aquel se-ñor que va a consolar a un padre que acaba deperder un hijo, muerto de repente en la flor desus años, y le dice: «¡Paciencia, amigo, que to-dos tenemos que morirnos!» ¿Os chocaría queeste padre se irritase contra semejante imperti-nencia? Porque es una impertinencia. Hasta unaxioma puede llegar a ser en ciertos casos unaimpertinencia. Cuántas veces no cabe deciraquello de

para pensar cual tú, sólo es precisono tener nada más que inteligencia.

Hay personas, en efecto, que parecen no pen-sar más que con el cerebro, o con cualquier otroórgano que sea el específico para pensar; mien-tras otros piensan con todo el cuerpo y toda elalma, con la sangre, con el tuétano de los hue-sos, con el corazón, con los pulmones, con elvientre, con la vida. Y las gentes que no piensanmás que con el cerebro, dan en definidores; se

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hacen profesionales del pensamiento. ¿Y sabéislo que es un profesional? ¿Sabéis lo que es unproducto de la diferenciación del trabajo?

Aquí tenéis un profesional del boxeo. Haaprendido a dar puñetazos con tal economía,que reconcentra sus fuerzas en el puñetazo, yapenas pone en juego sino los músculos preci-sos para obtener el fin inmediato y concentradode su acción: derribar al adversario. Un boleodado por un no profesional, podrá no tenertanta eficacia objetiva inmediata, pero vitalizamucho más al que lo da, haciéndole poner enjuego casi todo su cuerpo. El uno es un puñeta-zo de boxeador, el otro de hombre. Y sabido esque los hércules de circo, que los atletas de fe-ria, no suelen ser sanos. Derriban a los adversa-rios, levantan enormes pesas, pero se mueren, ode tisis o de dispepsia.

Si un filósofo no es un hombre, es todo menosun filósofo; es, sobre todo, un pedante, es decir,un remedo de hombre. El cultivo de una cienciacualquiera, de la química, de la física, de la

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geometría, de la filología, puede ser, y aun estomuy restringidamente y dentro de muy estre-chos límites, obra de especialización diferen-ciada; pero la filosofía, como la poesía, o esobra de integración, de concinación, o no essino filosofería, erudición seudofilosófica.

Todo conocimiento tiene una finalidad. Lo desaber para saber, no es, dígase lo que se quiera,sino una tétrica petición de principio. Se apren-de algo, o para un fin práctico inmediato, opara completar nuestros demás conocimientos.Hasta la doctrina que nos aparezca más teórica,es decir, de menor aplicación inmediata a lasnecesidades no intelectuales de la vida, res-ponde a una necesidad -que también lo es- inte-lectual, a una razón de economía en el pensar, aun principio de unidad y continuidad de laconciencia. Pero así como un conocimientocientífico tiene su finalidad en los demás cono-cimientos, la filosofía extrínseca se refiere anuestro destino todo, a nuestra actitud frente ala vida y al universo. Y el más trágico problema

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de la filosofía es el de conciliar las necesidadesintelectuales con las necesidades afectivas y conlas volitivas. Como que ahí fracasa toda filosof-ía que pretende deshacer la eterna y trágicacontradicción, base de nuestra existencia. ¿Peroafrontan todos esta contradicción?

Poco puede esperarse, verbigracia, de un go-bernante que alguna vez, aun cuando sea pormodo oscuro, no se ha preocupado del princi-pio primero y del fin último de las cosas todas,y sobre todo de los hombres, de su primer porqué y de su último para qué.

Y esta suprema preocupación no puede serpuramente racional, tiene que ser afectiva. Nobasta pensar, hay que sentir nuestro destino. Yel que, pretendiendo dirigir a sus semejantes,dice y proclama que le tienen sin cuidado lascosas de tejas arriba, no merece dirigirlos. Sinque esto quiera decir, ¡claro está!, que haya depedírsele solución alguna determinada. ¡Solu-ción! ¿La hay acaso?

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Por lo que a mí hace, jamás me entregaré debuen grado, y otorgándole mi confianza, a con-ductor alguno de pueblos que no esté penetra-do de que, al conducir un pueblo, conducehombres, hombres de carne y hueso, hombresque nacen, sufren, y aunque no quieran morir,mueren; hombres que son fines en sí mismos,no sólo medios; hombres que han de ser lo queson y no otros; hombres, en fin, que buscan esoque llamamos la felicidad. Es inhumano, porejemplo, sacrificar una generación de hombresa la generación que le sigue, cuando no se tienesentimiento del destino de los sacrificados. Node su memoria, no de sus nombres, sino deellos mismos.

Todo eso de que uno vive en sus hijos, o ensus obras, o en el universo, son vagas elucubra-ciones con que sólo se satisfacen los que pade-cen de estupidez afectiva, que pueden ser, porlo demás, personas de una cierta eminenciacerebral. Porque puede uno tener un gran ta-lento, lo que llamamos un gran talento, y ser un

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estúpido del sentimiento y hasta un imbécilmoral. Se han dado casos.

Estos estúpidos afectivos con talento suelendecir que no sirve querer zahondar en lo inco-nocible ni dar coces contra el aguijón. Es comosi se le dijera a uno a quien le han tenido queamputar una pierna, que de nada le sirve pen-sar en ello. Y a todos nos falta algo; sólo queunos lo sienten y otros no. O hacen como queno lo sienten, y entonces son unos hipócritas.

Un pedante que vio a Solón llorar la muertede un hijo, le dijo: «¿Para qué lloras así, si esode nada sirve?» Y el sabio le respondió: «Poreso precisamente, porque no sirve.» Claro estáque el llorar sirve de algo, aunque no sea másque de desahogo; pero bien se ve el profundosentido de la respuesta de Solón al impertinen-te. Y estoy convencido de que resolveríamosmuchas cosas si saliendo todos a la calle, y po-niendo a luz nuestras penas, que acaso resulta-sen una sola pena común, nos pusiéramos encomún a llorarlas y a dar gritos al cielo y a lla-

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mar a Dios. Aunque no nos oyese, que sí nosoiría. Lo más santo de un templo es que es ellugar a que se va a llorar en común. Un Mi-serere, cantado en común por una muchedum-bre, azotada del destino, vale tanto como unafilosofía. No basta curar la peste, hay que saberllorarla. ¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso esta esla sabiduría suprema. ¿Para qué? Pregun-tádselo a Solón.

Hay algo que, a falta de otro nombre, llama-remos el sentimiento trágico de la vida, quelleva tras sí toda una concepción de la vidamisma y del universo, toda una filosofía más omenos formulada, más o menos consciente. Yese sentimiento pueden tenerlo, y lo tienen, nosólo hombres individuales, sino pueblos ente-ros. Y ese sentimiento, más que brotar de ideas,las determina, aun cuando luego, claro está,estas ideas reaccionan sobre él, corroborándolo.Unas veces puede provenir de una enfermedadadventicia, de una dispepsia, verbigracia, perootras veces es constitucional. Y no sirve hablar,

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como veremos, de hombres sanos e insanos.Aparte de no haber una noción normativa de lasalud, nadie ha probado que el hombre tengaque ser naturalmente alegre. Es más: el hombre,por ser hombre, por tener conciencia, es ya, res-pecto al burro o a un cangrejo, un animal en-fermo. La conciencia es una enfermedad.

Ha habido entre los hombres de carne y hue-so ejemplares típicos de esos que tienen el sen-timiento trágico de la vida. Ahora recuerdo aMarco Aurelio, San Agustín, Pascal, Rousseau,René, Obermann, Thomson, Leopardi, Vigny,Lenau, Kleist, Amiel, Quental, Kierkegaard:hombres cargados de sabiduría más bien quede ciencia.

Habrá quien crea que uno cualquiera de estoshombres adoptó su actitud -como si actitudesasí cupiese adoptar, como quien adopta unapostura-, para llamar la atención o tal vez paracongraciarse con los poderosos, con sus jefesacaso, porque no hay nada más menguado queel hombre cuando se pone a suponer intencio-

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nes ajenas; pero honni soit qui mal y pense. Y estopor no estampar ahora y aquí otro proverbio,este español, mucho más enérgico, pero queacaso raye en grosería.

Y hay, creo, también pueblos que tienen elsentimiento trágico de la vida.

Es lo que hemos de ver ahora, empezandopor eso de la salud y la enfermedad.

II

EL PUNTO DE PARTIDA

Acaso las reflexiones que vengo haciendopuedan parecer a alguien de un cierto caráctermorboso. ¿Morboso? ¿Pero qué es eso de laenfermedad? ¿Qué es la salud?

Y acaso la enfermedad misma sea la condi-ción esencial de lo que llamamos progreso, y elprogreso mismo una enfermedad.

¿Quién no conoce la mítica tragedia del Pa-raíso? Vivían en él nuestros primeros padres en

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estado de perfecta salud y de perfecta inocen-cia, y Yavé les permitía comer del árbol de lavida, y había creado todo para ellos; pero lesprohibió probar del fruto del árbol de la cienciadel bien y del mal. Pero ellos, tentados por laserpiente, modelo de prudencia para el Cristo,probaron de la fruta del árbol de la ciencia delbien y del mal, y quedaron sujetos a las enfer-medades todas y a la que es corona y acaba-miento de ellas, la muerte, y al trabajo y al pro-greso. Porque el progreso arranca, según estaleyenda, del pecado original. Y así fue cómo lacuriosidad de la mujer, de Eva, de la más presaa las necesidades orgánicas y de conservación,fue la que trajo la caída y con la caída la reden-ción, la que nos puso en el camino de Dios, dellegar a Él y ser en Él.

¿Queréis una versión de nuestro origen? Sea.Según ella, no es en rigor el hombre, sino unaespecie de gorila, orangután, chimpancé o cosaasí, hidrocéfalo o algo parecido. Un mono an-tropoide tuvo una vez un hijo enfermo, desde

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el punto de vista estrictamente animal o zooló-gico, enfermo, verdaderamente enfermo, y esaenfermedad resultó, además de una flaqueza,una ventaja para la lucha por la persistencia.Acabó por ponerse derecho el único mamíferovertical: el hombre. La posición erecta le libertólas manos de tener que apoyarse en ellas paraandar, y pudo oponerse el pulgar a los otroscuatro dedos, y escoger objetos y fabricarseutensilios, y son las manos, como es sabido,grandes fraguadoras de inteligencia. Y esamisma posición le puso pulmones, tráquea,laringe y boca en aptitud de poder articularlenguaje, y la palabra es inteligencia. Y esa po-sición también, haciendo que la cabeza peseverticalmente sobre el tronco, permitió un ma-yor peso y desarrollo de aquella, en que el pen-samiento se asienta. Pero necesitando para estounos huesos de la pelvis más resistentes y re-cios que en las especies cuyo tronco y cabezadescansan sobre las cuatro extremidades, lamujer, la autora de la caída, según el Génesis,

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tuvo que dar salida en el parto a una criaturade mayor cabeza por entre unos huesos másduros. Y Yavé la condenó, por haber pecado, aparir con dolor sus hijos.

El gorila, el chimpancé, el orangután y suscongéneres deben de considerar como un pobreanimal enfermo al hombre, que hasta almacenasus muertos. ¿Para qué?

Y esa enfermedad primera y las enfermeda-des todas que le siguen, ¿no son acaso el capitalelemento del progreso? La artritis, pongamospor caso, inficiona la sangre, introduce en ellacenizas, escurrajas de una imperfecta combus-tión orgánica; pero esta impureza misma, ¿nohace por ventura más excitante a esa sangre?¿No provocará acaso esa sangre impura, y pre-cisamente por serlo, a una más aguda celebra-ción? El agua químicamente pura es impotable.Y la sangre fisiológicamente pura, ¿no es acasotambién inapta para el cerebro del mamíferovertical que tiene que vivir del pensamiento?

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La historia de la Medicina, por otra parte, nosenseña que no consiste tanto el progreso enexpulsar de nosotros los gérmenes de las en-fermedades, o más bien las enfermedades mis-mas, cuanto en acomodarlas a nuestro orga-nismo, enriqueciéndolo tal vez, en macerarlasen nuestra sangre. ¿Qué otra cosa significan lavacunación y los sueros todos, qué otra cosa lainmunización por el transcurso del tiempo?

Si eso de la salud no fuera una categoría abs-tracta, algo que en rigor no se da, podríamosdecir que un hombre perfectamente sano nosería ya un hombre, sino un animal irracional.Irracional por falta de enfermedad alguna queencendiera su razón. Y es una verdadera en-fermedad, y trágica, la que nos da el apetito deconocer por gusto del conocimiento mismo, porel deleite de probar de la fruta del árbol de laciencia del bien y del mal.

17áva--s áv0pamol zóv s1 CS£Va1 óp--yovaal(pv6--1 «todos los hombres se empeñan pornaturaleza en conocer». Así empieza Aristóteles

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su Metafísica, y desde entonces se ha repetidomiles de veces que la curiosidad o deseo desaber, lo que, según el Génesis, llevó a nuestraprimer madre al pecado, es el origen de la cien-cia.

Mas es menester distinguir aquí entre el de-seo o apetito de conocer, aparentemente y aprimera vista, por amor al conocimiento mis-mo, entre el ansia de probar del fruto del árbolde la ciencia, y la necesidad de conocer paravivir. Esto último, que nos da el conocimientodirecto e inmediato, y que en cierto sentido, sino pareciese paradójico, podría llamarse cono-cimiento inconsciente, es común al hombre conlos animales, mientras lo que nos distingue deestos es el conocimiento reflexivo, el conocerdel conocer mismo.

Mucho han disputado y mucho seguirán to-davía disputando los hombres, ya que a susdisputas fue entregado el mundo, sobre el ori-gen del conocimiento; mas dejando ahora paramás adelante lo que de ello sea en las hondas

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entrañas de la existencia, es lo averiguado ycierto que en el orden aparencial de las cosas,en la vida de los seres dotados de algún cono-cer o percibir, más o menos brumoso, o que porsus actos parecen estar dotados de él, el cono-cimiento se nos muestra ligado a la necesidadde vivir y de procurarse sustento para lograrlo.Es una secuela de aquella esencia misma delser, que, según Spinoza, consiste en el conatopor perseverar indefinidamente en su ser mis-mo. Con términos en que la concreción rayaacaso en grosería, cabe decir que el cerebro, encuanto a su función, depende del estómago. Enlos seres que figuran en lo más abajo de la esca-la de los vivientes, los actos que presentan ca-racteres de voluntariedad, los que parecen li-gados a una conciencia más o menos clara, sonactos que se enderezan a procurarse subsisten-cia el ser que los ejecuta.

Tal es el origen que podemos llamar históricodel conocimiento, sea cual fuere su origen enotro respecto. Los seres que parecen dotados de

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percepción, perciben para poder vivir, y sólo encuanto para vivir lo necesitan, perciben. Perotal vez, atesorados estos conocimientos queempezaron siendo útiles y dejaron de serlo, hanllegado a constituir un caudal que sobrepujacon mucho al necesario para la vida.

Hay, pues, primero la necesidad de conocerpara vivir, y de ella se desarrolla ese otro quepodríamos llamar conocimiento de lujo o deexceso, que puede a su vez llegar a constituiruna nueva necesidad. La curiosidad, el llamadodeseo innato de conocer, sólo se despierta, yobra luego que está satisfecha la necesidad deconocer para vivir; y aunque alguna vez nosucediese así en las condiciones actuales denuestro linaje, sino que la curiosidad se sobre-ponga a la necesidad y la ciencia al hombre, elhecho primordial es que la curiosidad brotó dela necesidad de conocer para vivir, y este es elpeso muerto y la grosera materia que en suseno la ciencia lleva; y es que aspirando a serun conocer por conocer, un conocer la verdad

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por la verdad misma, las necesidades de la vidafuerzan y tuercen a la ciencia a que se ponga alservicio de ellas, y los hombres, mientras creenque buscan la verdad por ella misma, buscande hecho la vida en la verdad. Las variacionesde la ciencia dependen de las variaciones de lasnecesidades humanas, y los hombres de cienciasuelen trabajar, queriéndolo o sin quererlo, asabiendas o no, al servicio de los poderosos o aldel pueblo que les pide confirmación de susanhelos.

¿Pero es esto realmente un peso muerto y unagrosera materia de la ciencia, o no es más bienla íntima fuente de su redención? El hecho esque es ello así, y torpeza grande pretender re-belarse contra la condición misma de la vida.

El conocimiento está al servicio de la necesi-dad de vivir, y primariamente al servicio delinstinto de conservación personal. Y esta nece-sidad y este instinto han creado en el hombrelos órganos del conocimiento, dándoles el al-cance que tienen. El hombre ve, oye, toca, gusta

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y huele lo que necesita ver, oír, tocar, gustar yoler para conservar su vida; la merma o lapérdida de uno cualquiera de esos sentidosaumenta los riesgos de que su vida está rodea-da, y si no los aumenta tanto en el estado desociedad en que vivimos, es porque los unosven, oyen, tocan, gustan o huelen por los otros.Un ciego solo, sin lazarillo, no podría vivir mu-cho tiempo. La necesidad es otro sentido, elverdadero sentido común.

El hombre, pues, en su estado de individuoaislado, no ve, ni oye, ni toca, ni gusta, ni huelemás que lo que necesita para vivir y conservar-se. Si no percibe colores ni por debajo del rojoni por encima del violeta, es acaso porque lebastan los otros para poder conservarse. Y lossentidos mismos son aparatos de simplifica-ción, que eliminan de la realidad objetiva todoaquello que no nos es necesario conocer parapoder usar de los objetos a fin de conservar lavida. En la completa oscuridad, el animal queno perece, acaba por volverse ciego. Los parási-

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tos, que en las entrañas de otros animales vivende los jugos nutritivos por estos otros prepara-dos ya, como no necesitan ni ver ni oír, ni venni oyen, sino que convertidos en una especie desaco, permanecen adheridos al ser de quienviven. Para estos parásitos no deben de existirni el mundo visual ni el mundo sonoro. Bastaque vean y oigan aquellos que en sus entrañaslos mantienen.

Está, pues, el conocimiento primariamente alservicio del instinto de conservación, que esmás bien, como con Spinoza dijimos, su esenciamisma. Y así cabe decir que es el instinto deconservación el que nos hace la realidad y laverdad del mundo perceptible, pues del campoinsondable e ilimitado de lo posible es ese ins-tinto el que nos saca y separa lo para nosotrosexistente. Existe, en efecto, para nosotros todolo que, de una o de otra manera, necesitamosconocer para existir nosotros; la existencia obje-tiva es, en nuestro conocer, una dependencia denuestra propia existencia personal. Y nadie

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puede negar que no pueden existir y acaso exis-tan aspectos de la realidad desconocidos, hoy almenos, de nosotros, y acaso inconocibles, por-que en nada nos son necesarios para conservarnuestra propia existencia actual.

Pero el hombre ni vive solo ni es individuoaislado, sino que es miembro de sociedad, en-cerrando no poca verdad aquel dicho de que elindividuo, como el átomo, es una abstracción.Sí, el átomo fuera del universo es tan abstrac-ción como el universo aparte de los átomos. Ysi el individuo se mantiene es por el instinto deperpetuación de aquel. Y de este instinto, mejordicho, de la sociedad, brota la razón.

La razón, lo que llamamos tal, el conocimien-to reflejo y reflexivo, el que distingue al hom-bre, es un producto social.

Debe su origen acaso al lenguaje. Pensamosarticulada, o sea reflexivamente, gracias al len-guaje articulado, y este lenguaje brotó de lanecesidad de transmitir nuestro pensamiento anuestros prójimos. Pensar es hablar consigo

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mismo, y hablamos cada uno consigo mismogracias a haber tenido que hablar los unos conlos otros, y en la vida ordinaria acontece confrecuencia que llega uno a encontrar una ideaque buscaba, llega a darla forma, es decir, aobtenerla, sacándola de la nebulosa de percep-ciones oscuras a que representa, gracias a losesfuerzos que hace para presentarla a los de-más. El pensamiento es lenguaje interior, y ellenguaje interior brota del exterior. De donderesulta que la razón es social y común. Hechopreñado de consecuencias, como hemos de ver.

Y si hay una realidad que es en cuanto cono-cida obra del instinto de conservación personaly de los sentidos al servicio de este, ¿no habráde haber otra realidad, no menos real que aque-lla, obra, en cuanto conocida, del instinto deperpetuación, el de la especie, y al servicio deél? El instinto de conservación, el hambre, es elfundamento del individuo humano; el instintode perpetuación, amor en su forma más rudi-mentaria y fisiológica, es el fundamento de la

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sociedad humana. Y así como el hombre conocelo que necesita conocer para que se conserve,así la sociedad o el hombre, en cuanto ser socialconoce lo que necesita conocer para perpetuar-se en sociedad.

Hay un mundo, el mundo sensible, que eshijo del hambre, y otro mundo, el ideal, que eshijo del amor. Y así como hay sentidos al servi-cio del conocimiento del mundo sensible loshay también, hoy en su mayor parte dormidos,porque apenas si la conciencia social alborea, alservicio del conocimiento del mundo ideal. ¿Ypor qué hemos de negar la realidad objetiva alas creaciones del amor, del instinto de perpe-tuación, ya que se lo concedemos a las delhambre o instinto de conservación? Porque sise dice que estas otras creaciones no lo son másque de nuestra fantasía, sin valor objetivo, ¿nopuede decirse igualmente de aquellas que noson sino creaciones de nuestros sentidos?¿Quién nos dice que no haya un mundo invisi-ble e intangible, percibido por el sentido ínti-

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mo, que vive al servicio del instinto de perpe-tuación?

La sociedad humana, como tal sociedad, tienesentidos de que el individuo, a no ser por ella,carecería, lo mismo que este individuo, el hom-bre, que es a su vez una especie de sociedad,tiene sentidos de que carecen las células que lecomponen. Las células ciegas del oído, en su os-cura conciencia, deben de ignorar la existenciadel mundo visible, y si de él les hablasen, loestimarían acaso creación arbitraria de las célu-las sordas de la vista, las cuales, a su vez,habrán de estimar ilusión el mundo sonoro queaquellas crean.

Mentábamos antes a los parásitos que, vi-viendo en las entrañas de los animales superio-res, de los jugos nutritivos que estos preparan,no necesitan ver ni oír, y no existe, por lo tanto,para ellos mundo visible ni sonoro. Y si tuvie-sen cierta conciencia y se hicieran cargo de queaquel a cuyas expensas viven cree en otromundo, juzgaríanlo acaso desvaríos de la ima-

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ginación. Y así hay parásitos sociales, comohace muy bien notar Mr. Balfour, que recibien-do de la sociedad en que viven los móviles desu conducta moral, niegan que la creencia enDios y en otra vida sean necesarias para fun-damentar una buena conducta y una vida so-portables, porque la sociedad les ha preparadoya los jugos espirituales de que viven. Un indi-viduo suelto puede soportar la vida y vivirlabuena, y hasta heroica, sin creer en manera al-guna ni en la inmortalidad del alma ni en Dios,pero es que vive vida de parásito espiritual. Loque llamamos sentimiento del honor es, aun enlos no cristianos, un producto cristiano. Y aundigo más, y es, que si se da en un hombre la feen Dios unida a una vida de pureza y elevaciónmoral, no es tanto que el creer en Dios le hagabueno, cuanto que el ser bueno, gracias a Dios,le hace creer en Él. La bondad es la mejor fuen-te de clarividencia espiritual.

No se me oculta tampoco que podrá decírse-me que todo esto de que el hombre crea el

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mundo sensible, y el amor el ideal, todo lo delas células ciegas del oído y las sordas de lavista, lo de los parásitos espirituales, etc., sonmetáforas. Así es, y no pretendo otra cosa sinodiscurrir por metáforas. Y es que ese sentidosocial, hijo del amor, padre del lenguaje y de larazón y del mundo ideal que de él surge, no esen el fondo otra cosa que lo que llamamos fan-tasía e imaginación. De la fantasía brota larazón. Y si se toma a aquella como una facultadque fragua caprichosamente imágenes, pregun-taré qué es el capricho, y en todo caso tambiénlos sentidos y la razón yerran.

Y hemos de ver que es esa facultad íntima so-cial, la imaginación que lo personaliza todo, laque, puesta al servicio del instinto de perpetua-ción, nos revela la inmortalidad del alma y aDios, siendo así Dios un producto social.

Pero esto para más adelante.Y ahora bien; ¿para qué se filosofa?, es decir,

¿para qué se investigan los primeros principiosy los fines últimos de las cosas? ¿Para qué se

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busca la verdad desinteresada? Porque aquellode que todos los hombres tienden por naturale-za a conocer, está bien; pero ¿para qué?

Buscan los filósofos un punto de partida teó-rico o ideal a su trabajo humano, el de filosofar;pero suelen descuidar buscarle el punto de par-tida práctico y real, el propósito. ¿Cuál es elpropósito al hacer filosofía, al pensarla y expo-nerla luego a los semejantes? ¿Qué busca enello y con ello el filósofo? ¿La verdad por laverdad misma? ¿La verdad para sujetar a ellanuestra conducta y determinar conforme a ellanuestra actitud espiritual para con la vida y eluniverso?

La filosofía es un producto humano de cadafilósofo, y cada filósofo es un hombre de carney hueso que se dirige a otros hombres de carney hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofa,no con la razón sólo, sino con la voluntad, conel sentimiento, con la carne y con los huesos,con el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofael hombre.

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Y no quiero emplear aquí el yo, diciendo queal filosofar filosofo yo y no el hombre, para queno se confunda este yo concreto, circunscrito,de carne y hueso, que sufre del mal de muelas yno encuentra soportable la vida si la muerte esla aniquilación de la conciencia personal, paraque no se le confunda con ese otro yo de matu-te, el Yo con letra mayúscula, el Yo teórico queintrodujo en la filosofía Fichte, ni aun con elúnico, también teórico, de Max Stirner. Es me-jor decir nosotros. Pero nosotros los circunscri-tos en espacios.

¡Saber por saber! ¡La verdad por la verdad!Eso es inhumano. Y si decimos que la filosofíateórica se endereza a la práctica, la verdad albien, la ciencia a la moral, diré: y el bien ¿paraqué? ¿Es acaso un fin en sí? Bueno no es sino loque contribuye a la conservación, perpetuacióny enriquecimiento de la conciencia. El bien seendereza al hombre, al mantenimiento y per-fección de la sociedad humana, que se componede hombres. Y esto; ¿para qué? «Obra de modo

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que tu acción pueda servir de norma a todos loshombres», nos dice Kant. Bien ¿y para qué?Hay que buscar un para qué.

En el punto de partida, en el verdadero puntode partida, el práctico, no el teórico, de todafilosofía, hay un para qué. El filósofo filosofapara algo más que para filosofar. Primum vivere,deinde philosophari, dice el antiguo adagio latino,y como el filósofo, antes que filósofo es hombre,necesita vivir para poder filosofar, y de hechofilosofa para vivir. Y suele filosofar, o para re-signarse a la vida, o para buscarle alguna fina-lidad, o para divertirse y olvidar penas, o pordeporte y juego. Buen ejemplo de este último,aquel terrible ironista ateniense que fue Só-crates, y de quien nos cuenta Jenofonte, en susMemorias, que de tal modo le expuso a Teodotala cortesana las artes de que debía valerse paraatraer a su casa amantes, que le pidió ella alfilósofo que fuese su compañero de caza, av-vOilpazds, su alcahuete, en una palabra. Y esque, de hecho, en arfe de alcahuetería, aunque

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sea espiritual, suele no pocas veces convertirsela filosofía. Y otras en opio para adormecer pe-sares.

Tomo al azar un libro de metafísica, el queencuentro más a mano. Time and Espace. A me-taphysical essay, de Shayworth H. Hodgson; loabro, y en el párrafo quinto del primer capítulode su parte primera leo: «La metafísica no es,propiamente hablando, una ciencia, sino unafilosofía; esto es, una ciencia cuyo fin está en símisma, en la gratificación y educación de losespíritus que la cultivan, no en propósito algu-no externo, tal como el de fundar un arte con-ducente al bienestar de la vida.» Examinemosesto. Y veremos primero que la metafísica noes, hablando con propiedad properly speaking-,una ciencia, «esto es», that is, que es una cienciacuyo fin etcétera. Y esta ciencia, que no es pro-piamente una ciencia, tiene su fin en sí, en lagratificación y educación de los espíritus que lacultivan. ¿En qué, pues, quedamos? ¿Tiene sufin en sí, o es su fin gratificar y educar los espí-

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ritus que la cultivan? ¡O lo uno o lo otro! Luegoañade Hodgson que el fin de la metafísica no espropósito alguno externo, como el de fundar unarte conducente al bienestar de la vida. Pero esque la gratificación del espíritu de aquel quecultiva la filosofía, ¿no es parte del bienestar desu vida? Fíjese el lector en ese pasaje del me-tafísico inglés, y dígame si no es un tejido decontradicciones.

Lo cual es inevitable, cuando se trate de fijarhumanamente eso de una ciencia, de un conocer,cuyo fin esté en sí mismo; eso de un conocerpor el conocer mismo de un alcanzar la verdadpor la misma verdad. La ciencia no existe sinoen la conciencia personal, y gracias a ella; la as-tronomía, las matemáticas, no tienen otra reali-dad que la que como conocimiento tienen enlas mentes de los que las aprenden y cultivan. Ysi un día ha de acabarse toda conciencia perso-nal sobre la tierra; si un día ha de volver a lanada, es decir, a la absoluta inconsciencia deque brotara el espíritu humano, y no ha de

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haber espíritu que se aproveche de toda nuestraciencia acumulada, ¿para qué esta? Porque nose debe perder de vista que el problema de lainmortalidad personal del alma implica el por-venir de la especie humana toda.

Esa serie de contradicciones en que el ingléscae, al querer explicarnos lo de una ciencia cu-yo fin está en sí misma, es fácilmente compren-sible tratándose de un inglés que ante todo eshombre. Tal vez un especialista alemán, unfilósofo que haya hecho de la filosofía su espe-cialidad, y en esta haya enterrado, matándolaantes, su humanidad, explicara mejor eso de laciencia, cuyo fin está en sí misma, y lo del co-nocer por conocer.

Tomad al hombre Spinoza, aquel judío por-tugués desterrado en Holanda; leed su Ética,como lo que es, como un desesperado poemaelegiaco, y decidme si no se oye allí, por debajode las escuetas y al parecer serenas propo-siciones expuestas more geometrico, el eco lúgu-bre de los salmos proféticos. Aquella no es la

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filosofía de la resignación, sino la de la desespe-ración. Y cuando escribía lo de que el hombrelibre en todo piensa menos en la muerte, y es susabiduría meditación no de la muerte, sino dela vida humana -homo librr de nulla re minusquam de morte cogitat et euis sapientiam non mor-tis, sed vitae meditatio est (Ethice, pars. IV prop.LXVII); cuando escribía, sentíase, como nossentimos todos, esclavo, y pensaba en la muer-te, y para libertarse, aunque en vano, de estepensamiento, lo escribía. Ni al escribir la pro-posición XLII de la parte V de que «la felicidadno es premio de la virtud, sino la virtud mis-ma», sentía, de seguro, lo que escribía. Puespara eso suelen filosofar los hombres, paraconvencerse a sí mismos, sin lograrlo. Y estequerer convencerse, es decir, este querer violen-tar la propia naturaleza humana, suele ser elverdadero punto de partida íntimo de no pocasfilosofías.

¿De dónde vengo yo y de dónde viene elmundo en que vivo y del cual vivo? ¿Adónde

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voy y adónde va cuanto me rodea? ¿Qué signi-fica esto? Tales son las preguntas del hombre,así que se liberta de la embrutecedora necesi-dad de tener que sustentarse materialmente. Ysi miramos bien, veremos que debajo de esaspreguntas no hay tanto el deseo de conocer unpor qué como el de conocer el para qué; no de lacausa, sino de la finalidad. Conocida es la defi-nición que de la filosofía daba Cicerón llamán-dola «ciencia de lo divino y de lo humano y delas causas en que ellos se contienen», retum di-vinarum et humanarum, causarumque quibus haeres continentur; pero en realidad, esas causasson para nosotros, fines. Y la Causa Suprema,Dios, ¿qué es sino el Supremo Fin? Sólo nosinteresa el por qué en vista del para qué; sóloqueremos saber de dónde venimos para mejorpoder averiguar adónde vamos.

Esta definición ciceroniana, que es estoica, sehalla también en aquel formidable intelectualis-ta que fue Clemente de Alejandría, por la Igle-sia católica canonizado, el cual la expone en el

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capítulo V del primero de sus Stromata. Peroeste mismo filósofo cristiano -¿cristiano?- en elcapítulo XXII de su cuarto stroma nos dice quedebe bastarle al gnóstico, es decir, al intelectual,el conocimiento, la gnosis, y añade: «y me atre-vería a decir que no por querer salvarse esco-gerá el conocimiento el que lo siga por la divinaciencia misma: el conocer tiende, mediante elejercicio, al siempre conocer; pero el conocersiempre, hecho esencia del conocimiento porcontinua mezcla y hecho contemplación eternaqueda sustancia viva; y si alguien por su posi-ción propusiese al intelectual qué prefería, o elconocimiento de Dios o la salvación eterna, y sepudieran dar estas cosas separadas, siendo co-mo son, más bien una sola, sin vacilar escogeríael conocimiento de Dios». ¡Que Él, que Diosmismo, a quien anhelamos gozar y poseer eter-namente, nos libre de este gnosticismo o inte-lectualismo clementino!

¿Por qué quiero saber de dónde vengo yadónde voy, de dónde viene y adónde va lo

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que me rodea, y qué significa todo esto? Porqueno quiero morirme del todo, y quiero saber sihe de morirme o no definitivamente. Y si nomuero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nadatiene sentido. Y hay tres soluciones: a) o sé queme muero del todo y entonces la desesperaciónirremediable, o b) sé que no muero del todo, yentonces la resignación, o c) no puedo saber niuna cosa ni otra cosa, y entonces la resignaciónen la desesperación o esta en aquella, una re-signación desesperada, o una desesperaciónresignada, y la lucha.

«Lo mejor es -dirá algún lector- dejarse de loque no se puede conocer.» ¿Es ello posible? Ensu hermosísimo poema El sabio antiguo (Theancient sage), decía Tennyson: «No puedes pro-bar lo inefable (The Nameless), ¡oh hijo mío, nipuedes probar el mundo en que te mueves; nopuedes probar que eres cuerpo sólo, ni puedesprobar que eres sólo espíritu, ni que eres ambosen uno; no puedes probar que eres inmortal, nitampoco que eres mortal; sí, hijo mío, no pue-

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des probar que yo, que contigo hablo, no erestú que hablas contigo mismo, porque nada dig-no de probarse puede ser probado ni des-probado, por lo cual sé prudente, agárratesiempre a la parte más soleada de la duda ytrepa a la Fe allende las formas de la Fe!» Sí,acaso, como dice el sabio, nada digno de pro-barse puede ser probado ni des-probado.

for nothing worthy proving can be proven,nor yet disproven;

¿Pero podemos contener a ese instinto quelleva al hombre a querer conocer y sobre todo aquerer conocer aquello que a vivir, y a vivirsiempre, conduzca? A vivir siempre, no a cono-cer siempre como el gnóstico alejandrino. Por-que vivir es una cosa y conocer otra, y comoveremos, acaso hay entre ellas una tal oposiciónque podamos decir que todo lo vital es antirra-cional, no ya sólo irracional, y todo lo racional,

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antivital. Y esta es la base del sentimiento trági-co de la vida.

Lo malo del discurso del método de Descartesno es la duda previa metódica; no que empeza-ra queriendo dudar de todo, lo cual no es másque un mero artificio; es que quiso empezarprescindiendo de sí mismo, del Descartes, delhombre real, de carne y hueso, del que no quie-re morirse, para ser un mero pensador, esto es,una abstracción. Pero el hombre real volvió y sele metió en la filosofía.

«Le bon sens est la chose du monde la mieux par-tagée.» Así comienza el Discurso del Método, yese buen sentido le salvó. Y sigue hablando desí mismo, del hombre Descartes, diciéndonos,entre otras cosas, que estimaba mucho la elo-cuencia y estaba enamorado de la poesía; quese complacía sobre todo en las matemáticas, acausa de la certeza y evidencia de sus razones,y que veneraba nuestra teología, y pretendía,tanto como cualquier otro, ganar en el cielo, etprétendais autant qu'aucun autre á gagner le ciel. Y

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esta pretensión, por lo demás creo que muylaudable, y sobre todo muy natural, fue la quele impidió sacar todas las consecuencias de laduda metódica. El hombre Descartes pretendía,tanto como otro cualquiera, ganar el cielo; «pe-ro habiendo sabido, como cosa muy segura,que no está su camino menos abierto a los másignorantes que a los más doctos, y que las ver-dades reveladas que a él llevan están por en-cima de nuestra inteligencia, no me hubieraatrevido a someterlas a la flaqueza de mi razo-namiento y pensé que para emprender el exa-minarlos y lograrlo era menester tener algunaextraordinaria asistencia del cielo y ser más quehombre». Y aquí está el hombre. Aquí está elhombre que no se sentía, a Dios gracias, encondición que le obligase a hacer de la cienciaun oficio -métier- para alivio de su fortuna, yque no se hacía una profesión de despreciar, encínico, la gloria. Y luego nos cuenta cómo tuvoque detenerse en Alemania, y encerrado en unaestufa, poele, empezó a filosofar su método. En

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Alemania, ¡pero encerrado en una estufa! Y asíes, un discurso de estufa, y de estufa alemana,aunque el filósofo en ella encerrado haya sidoun francés que se proponía ganar el cielo.

Y llega al cogito ergo sum, que ya san Agustínpreludiara; pero el ego implícito en este enti-mema ego cogito, ergo ego sum, es un ego, un yoirreal, o sea ideal, y su sum, su existencia, algoirreal también, «pienso luego soy», no puedoquerer decir sino «pienso, luego soy pensante»;ese ser del soy que se deriva de pienso no esmás que un conocer; ese ser es conocimiento,mas no vida. Y lo primitivo no es que pienso,sino que vivo, porque también viven los que nopiensan. Aunque ese vivir no sea un vivir ver-dadero. ¡Qué de contradicciones, Dios mío,cuando queremos casar la vida y la razón!

La verdad es sum, ergo cogito: soy, luego pien-so, aunque no todo lo que es piense. La con-ciencia de pensar, ¿no será ante todo concienciade ser? ¿Será posible acaso un pensamientopuro, sin conciencia de sí, sin personalidad?

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¿Cabe acaso conocimiento puro, sin sentimien-to, sin esta especie de materialidad que el sen-timiento le presta? ¿No se siente acaso el pen-samiento y se siente uño a sí mismo a la vezque se conoce y se quiere? ¿No puede decir elhombre de la estufa: «siento, luego soy»; o«quiero, luego soy»? Y sentirse, ¿no es acasosentirse imperecedero? Quererse, ¿no es que-rerse eterno, es decir, no querer morirse? Loque el triste judío de Amsterdam llamaba laesencia de la cosa, el conato que pone en perse-verar indefinidamente en su ser, el amor pro-pio, el ansia de inmortalidad, ¿no será acaso lacondición primera y fundamental de todo co-nocimiento reflexivo o humano? ¿Y no será, porlo tanto, la verdadera base, el verdadero puntode partida de toda filosofía, aunque los filóso-fos, pervertidos por el intelectualismo, no loreconozcan?

Y fue además el cogito el que introdujo unadistinción que, aunque fecunda en verdades, loha sido también en confusiones, y es la distin-

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ción entre objeto, cogito, y sujeto, sum. Apenashay distinción que no sirva también para con-fundir. Pero a esto volveremos.

Quedémonos ahora en esta vehemente sospe-cha de que el ansia de no morir, el hambre de lainmortalidad personal, el conato con que ten-demos a persistir indefinidamente en nuestroser propio y que es, según el trágico judío,nuestra misma esencia, eso es la base afectivade todo conocer y el íntimo punto de partidapersonal de toda filosofía humana, fraguadapor un hombre y para hombres. Y veremoscómo la solución a ese íntimo problema afec-tivo, solución que puede ser la renuncia deses-perada de solucionarlo, es la que tiñe todo elresto de la filosofía. Hasta debajo del llamadoproblema del conocimiento no hay sino el afec-to ese humano, como debajo de la inquisicióndel por qué de la causa no hay sino la rebuscadel para qué, de la finalidad. Todo lo demás es oengañarse o querer engañar a los demás. Y que-

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rer engañar a los demás para engañarse a símismo.

Y ese punto de partida personal y afectivo detoda filosofía y de toda religión es el sentimien-to trágico de la vida. Vamos a verlo.

III

EL HAMBRE DE INMORTALIDAD

Parémonos en esto del inmortal anhelo deinmortalidad, aunque los gnósticos o intelec-tuales puedan decir que es retórica lo que siguey no filosofía. También el divino Platón, al di-sertar en su Fedón sobre la inmortalidad delalma, dijo que conviene hacer sobre ella leyen-das, uv0o, oy--i v.

Recordemos ante todo una vez más, y no serála última, aquello de Spinoza de que cada ser seesfuerza por perseverar en él, y que este esfuer-zo es su esencia misma actual, e implica tiempoindefinido, y que el ánimo, en fin, ya en sus

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ideas distintas y claras, ya en las confusas, tien-de a perseverar en su ser con duración indefi-nida y es sabedor de este su empeño (Ethice,part. HI, props. VI-1X).

Imposible nos es, en efecto, concebirnos comono existentes, sin que haya esfuerzo alguno quebaste a que la conciencia se dé cuenta de la ab-soluta inconsciencia, de su propio anonada-miento. Intenta, lector, imaginarte en plena velacuál sea el estado de tu alma en el profundosueño; trata de llenar tu conciencia con la re-presentación de la inconsciencia, y lo verás.Causa congojosísimo vértigo el empeñarse encomprenderlo. No podemos concebirnos comono existiendo.

El universo visible, el que es hijo del instintode conservación, me viene estrecho, esme comouna jaula que me resulta chica, y contra cuyosbarrotes da en sus revuelos mi alma; fáltame enél aire que respirar. Más, más y cada vez más;quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser ademáslos otros, adentrarme a la totalidad de las cosas

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visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitadodel espacio y prolongarme a lo inacabable deltiempo. De no serlo todo y por siempre, es co-mo si no fuera, y por lo menos ser todo yo, yserlo para siempre jamás. Y ser yo, es ser todoslos demás. ¡O todo o nada!

¡O todo o nada! ¡Y qué otro sentido puede te-ner el «ser o no ser»! To be or no to be shakespe-riano, el de aquel mismo poeta que hizo decir aMarcio en su Coriolano (V, 4) que sólo necesita-ba la eternidad para ser dios; he wants nothing ofa god but eternity? ¡Eternidad!, ¡eternidad! Estees el anhelo: la sed de eternidad es lo que sellama amor entre los hombres; y quien a otroama es que quiere eternizarse en él. Lo que noes eterno tampoco es real.

Gritos de las entrañas del alma ha arrancadoa los poetas de los tiempos todos esta tremendavisión del fluir de las olas de la vida, desde el«sueño de una sombra» óxtas óvap de Píndaro,hasta el «la vida es sueño», de Calderón y el«estamos hechos de la madera de los sueños»,

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de Shakespeare, sentencia esta última aún mástrágica que la del castellano, pues mientras enaquella sólo se declara sueño a nuestra vida,mas no a nosotros los soñadores de ella, elinglés nos hace también a nosotros sueño, sue-ño que sueña.

La vanidad del mundo y el cómo pasa, y elamor son las dos notas radicales y entrañadasde la verdadera poesía. Y son dos notas que nopueden sonar la una sin que la otra a la vezresuene. El sentimiento de la vanidad del mun-do pasajero nos mete el amor, único en que sevence lo vano y transitorio, único que rellena yeterniza la vida. Al parecer al menos, que enrealidad... Y el amor, sobre todo cuando la lu-cha contra el destino súmenos en el sentimientode la vanidad de este mundo de apariencias, ynos abre la vislumbre de otro en que, vencido eldestino, sea ley la libertad.

¡Todo pasa! Tal es el estribillo de los que hanbebido de la fuente de la vida, boca al chorro,

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de los que han gustado del fruto del árbol de laciencia del bien y del mal.

¡Ser, ser siempre, ser sin término, sed de ser,sed de ser más!, ¡hambre de Dios!, ¡sed de amoreternizante y eterno!, ¡ser siempre!, ¡ser Dios!

«¡Seréis como dioses!», cuenta el Génesis (111,5) que dijo la serpiente a la primera pareja deenamorados. «Si en esta vida tan sólo hemos deesperar en Cristo, somos los más lastimosos delos hombres», escribía el Apóstol (1 Cor., XV,19), y toda religión arranca históricamente delculto a los muertos, es decir, a la inmortalidad.

Escribía el trágico judío portugués de Ams-terdam que el hombre libre en nada piensa me-nos que en la muerte; pero ese hombre libre esun hombre muerto libre del resorte de la vida,falto de amor, esclavo de su libertad. Ese pen-samiento de que me tengo que morir y el enig-ma de lo que habrá después, es el latir mismode mi conciencia. Contemplando el serenocampo verde o contemplando unos ojos claros,a que se asome un alma hermana de la mía, se

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me hinche la conciencia, siento la diástole delalma y me empapo de vida ambiente, y creo enmi porvenir; pero al punto la voz del misteriome susurra ¡dejarás de ser!, me roza con el alael Ángel de la muerte, y la sístole del alma meinunda las entrañas espirituales en sangre dedivinidad.

Como Pascal, no comprendo al que asegurano dársele un ardite de este asunto, y ese aban-dono en cosa «en que se trata de ellos mismos,de su eternidad, de su todo, me irrita mas queme enternece, me asombra y me espanta», y elque así siente «es para mí», como para Pascal,cuyas son las palabras señaladas, «un mons-truo».

Mil veces y en mil tonos se ha dicho cómo esel culto a los muertos antepasados lo que ence-ta, por lo común, las religiones primitivas, ycabe en rigor decir que lo que más al hombredestaca de los demás animales es lo de queguarde, de una manera o de otra, sus muertossin entregarlos al descuido de su madre la tie-

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rra todoparidora; es un animal guardamuertos.¿Y de qué los guarda así? ¿De qué los ampara elpobre? La pobre conciencia huye de su propiaaniquilación, y así que un espíritu animal des-placentándose del mundo, se ve frente a este ycomo distinto de él se conoce, ha de querer te-ner otra vida que no la del mundo mismo. Y asíla tierra correría riesgo de convertirse en unvasto cementerio, antes que los muertos mis-mos se remueran.

Cuando no se hacían para los vivos más quechozas de tierra o cabañas de paja que la in-temperie ha destruido, elevábanse túmulospara los muertos, y antes se empleó la piedrapara las sepulturas que no para las habitacio-nes. Han vencido a los siglos por su fortalezalas casas de los muertos, no las de los vivos; nolas moradas de paso, sino las de queda.

Este culto, no a la muerte, sino a la inmortali-dad, inicia y conserva las religiones. En el deli-rio de la destrucción, Robespierre hace declarara la Convención la existencia del Ser Supremo y

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«el principio consolador de la inmortalidad delalma», y es que el Incorruptible se aterraba antela idea de tener que corromperse un día.

¿Enfermedad? Tal vez, pero quien no se cuidade la enfermedad, descuida la salud, y el hom-bre es un animal esencial y sustancialmenteenfermo. ¿Enfermedad? Tal

vez lo sea como la vida misma a que va presa,y la única salud posible la muerte; pero esaenfermedad es el manantial de toda salud po-derosa. De lo hondo de esa congoja, del abismodel sentimiento de nuestra mortalidad, se sale aluz de otro cielo, como de lo hondo del infiernosalió el Dante a volver a ver las estrellas (Inf.,XXXIV, 139).

e quindi uscimmo a riveder le stelle.

Aunque al pronto nos sea congojosa esta me-ditación de nuestra mortalidad, nos es al cabocorroboradora. Recógete, lector, en ti mismo, yfigúrate un lento deshacerte de ti mismo, en

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que la luz se te apague, se te enmudezcan lascosas y no te den sonido, envolviéndote en si-lencio, se te derritan de entre las manos los ob-jetos asideros, se te escurra de bajo los pies elpiso, se te desvanezcan como en desmayo losrecuerdos, se te vaya disipando todo en nada ydisipándote también tú, y ni aun la concienciade la nada te quede siquiera como fantásticoagarradero de una sombra.

He oído contar de un pobre segador muertoen cama de hospital, que al ir el cura a ungirleen extremaunción las manos, se resistía a abrirla diestra con que apuñaba unas sucias mone-das, sin percatarse de que muy pronto no seríaya suya su mano ni él de sí mismo. Y así cerra-mos y apuñamos, no ya la mano, sino el co-razón, queriendo apuñar en él al mundo.

Confesábame un amigo, que previendo enpleno vigor de salud física la cercanía de unamuerte violenta, pensaba en concentrar la vida,viviéndola en los pocos días que de ella calcu-

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laba le quedarían para escribir un libro. ¡Vani-dad de vanidades!

Si al morírseme el cuerpo que me sustenta, yal que llamo mío para distinguirme de mí mis-mo, que soy yo, vuelve mi conciencia a la abso-luta inconsciencia de que brotara, y como a lamía les acaece a las de mis hermanos todos enla humanidad, entonces no es nuestro trabajadolinaje humano más que una fatídica procesiónde fantasmas, que van de la nada a la nada, y elhumanitarismo lo más inhumano que se cono-ce.

Y el remedio no es el de la copla que dice:

Cada vez que consideroque me tengo que morir,tiendo la capa en el sueloy no me harto de dormir.

¡No! El remedio es considerarlo cara a cara,fija la mirada en la morada de la Esfinge, que es

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así como se deshace el maleficio de su aloja-miento.

Si del todo morimos todos, ¿para qué todo?¿Para qué? Es el ¿para qué? de la Esfinge, es el¿para qué? que nos corroe el meollo del alma,es el padre de la congoja, la que nos da el amorde esperanza.

Hay, entre los poéticos quejidos del pobreCowper, unas líneas escritas bajo el peso deldelirio y en las cuales, creyéndose blanco de ladivina venganza, exclama que el infierno podráprocurar un abrigo a sus miserias.

Hell might afford my miseries a shelter

Este es el sentimiento puritano, la preocupa-ción del pecado y de la predestinación; peroleed estas otras mucho más terribles palabrasde Sénancour, expresivas de la desesperacióncatólica, no ya de la protestante, cuando hacedecir a su Obermann (carta XC): «L'homme estpérissable. íl se peut; mais, périssons en résis-

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tant, et, si le neant nous est resérvé, ne faisonspas que ce soit une justice.» Y he de confesar,en efecto, por dolorosa que la confesión sea,que nunca, en los días de la fe ingenua de mimocedad, me hicieron temblar las descripcio-nes, por truculentas que fuesen, de las torturasdel infierno, y sentí siempre ser la nada muchomás aterradora que él. El que sufre vive, y elque vive sufriendo ama y espera, aunque a lapuerta de su mansión le pongan el «¡Dejad todaesperanza!», y es mejor vivir en dolor que nodejar de ser en paz. En el fondo, era que nopodía creer en esa atrocidad de un infierno, deuna eternidad de pena, ni veía más verdaderoinfierno que la nada y su perspectiva. Y sigocreyendo que si creyésemos todos en nuestrasalvación de la nada seríamos todos mejores.

¿Qué es arregosto de vivir, la joie de vivre, deque ahora nos hablan? El hambre de Dios, lased de eternidad, de sobrevivir, nos ahogarásiempre ese pobre goce de la vida que pasa yno queda. Es el desenfrenado amor a la vida, el

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amor que la quiere inacabable, lo que más sueleempujar al ansia de la muerte. «Anonadado yo,si es que del todo me muero -nos decimos-, seme acabó el mundo, acabóse, ¿y por qué no hade acabarse cuanto antes para que no vengannuevas conciencias a padecer el pesadumbrosoengaño de una existencia pasajera y aparencial?Si deshecha la ilusión de vivir, el vivir por elvivir mismo o para otros que han de morirsetambién no nos llena el alma, ¿para qué vivir?La muerte es nuestro remedio.» Y así es comose endecha al reposo inacabable por miedo a él,y se le llama liberadora a la muerte.

Ya el poeta del dolor, del aniquilamiento,aquel Leopardi que, perdido el último engaño,el de creerse eterno

Peri l'inganno estremoch'etemo io mi credei,

le hablaba a su corazón de l'infinita vanitá deltutto, vio la estrecha hermandad que hay entre

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el amor y la muerte y cómo cuando «nace en elcorazón profundo un amoroso afecto, lánguidoy cansado juntamente con él en el pecho, undeseo de morir se siente». A la mayor parte delos que se dan a sí mismos la muerte, es el amorel que les mueve el brazo, es el ansia supremade vida, de más vida, de prolongar y perpetuarla vida lo que a la muerte les lleva, una vez per-suadidos de la vanidad de su ansia.

Trágico es el problema y de siempre, y cuantomás queramos de él huir, más vamos a dar enél. Fue el sereno -¿sereno?- Platón, hace yaveinticuatro siglos, el que, en su diálogo sobrela inmortalidad del alma, dejó escapar de lasuya, hablando de lo dudoso de nuestro ensue-ño de ser inmortales, y del riesgo de que no seavano aquel profundo dicho: ¡hermoso es elriesgo! Ka,ós yáp ó xívóvvoS hermosa es lasuerte que podemos correr de que no se nosmuera el alma nunca, germen esta sentencia delargumento famoso de la apuesta de Pascal.

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Frente a este riesgo, y para suprimirlo, medan raciocinios en prueba de lo absurda que esla creencia en la inmortalidad del alma; peroesos raciocinios no me hacen mella, pues sonrazones y nada más que razones, y no es deellas de lo que se apacienta el corazón. No quie-ro morirme, no, no quiero ni quiero quererlo;quiero vivir siempre, siempre, siempre, y viviryo este pobre yo que me soy y me siento serahora y aquí, y por esto me tortura el problemade la duración de mi alma, de la mía propia.

Yo soy el centro de mi universo, el centro deluniverso, y en mis angustias supremas gritocon Michelet: «¡Mi yo, que me arrebatan miyo!» ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundotodo si pierde su alma? (Mat. XVI, 26). ¿Egoís-mo decís? Nada hay más universal que lo indi-vidual, pues lo que es de cada uno lo es de to-dos. Cada hombre vale más que la humanidadentera, ni sirve sacrificar cada uno a todos, sinoen cuanto todos se sacrifiquen a cada uno. Esoque llamáis egoísmo, es el principio de la gra-

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vedad psíquica, el postulado necesario. «¡Amaa tu prójimo como a ti mismo!», se nos dijo pre-suponiendo que cada cual se ame a sí mismo; yno se nos dijo, ¡ámate! Y, sin embargo, no sa-bemos amarnos.

Quitad la propia persistencia, y meditad loque os dicen. ¡Sacrifícate por tus hijos! Y te sa-crificarás por ellos, porque son tuyos, parteprolongación de ti, y ellos a su vez se sacrifi-carán por los suyos, y estos por los de ellos, yasí irá, sin término, un sacrificio estéril del quenadie se aprovecha. Vine al mundo a hacer miyo, y ¿qué será de nuestros yos todos? ¡Vivepara la Verdad, el Bien, la Belleza! Ya veremosla suprema vanidad, y la suprema insinceridadde esta posición hipócrita.

«¡Eso eres tú!» -me dicen con las Upanisadas-.Y yo les digo: sí, yo soy eso, cuando eso es yo ytodo es mío y mía la totalidad de las cosas. Ycomo mía la quiero y amo al prójimo porquevive en mí y como parte de mi conciencia, por-que es como yo, es mío.

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¡Oh, quién pudiera prolongar este dulce mo-mento y dormirse en él y en él eternizarse!¡Ahora y aquí, a esta luz discreta y difusa, eneste remanso de quietud, cuando está aplacadala tormenta del corazón y no me llegan los ecosdel mundo! Duerme el deseo insaciable y niaun sueña; el hábito, el santo hábito reina en mieternidad; han muerto con los recuerdos losdesengaños, y con las esperanzas los temores.

Y vienen queriendo engañarnos con un enga-ño de engaños, y nos hablan de que nada sepierde, de que todo se transforma, muda ycambia, que ni se aniquila el menor cachito demateria ni se desvanece del todo el menor gol-pecito de fuerza, ¡y hay quien pretende darnosconsuelo con esto! ¡Pobre consuelo! Ni de mimateria ni de mi fuerza me inquieto, pues noson mías mientras no sea yo mismo mío, estoes, eterno. No, no es anegarse en el gran Todo,en la Materia o en la Fuerza infinitas y eternas oen Dios lo que anhelo; no es ser poseído porDios, sino poseerle, hacerme yo Dios sin dejar

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de ser el yo que ahora os digo esto. No nos sir-ven engañifas de monismo; queremos bulto yno sombra de inmortalidad.

¿Materialismo? ¿Materialismo decís? Sin du-da; pero es que nuestro espíritu es también al-guna especie de materia o no es nada. Tiembloante la idea de tener que desgarrarme de micarne; tiemblo más aún ante la idea de tenerque desgarrarme de todo lo sensible y material,de toda sustancia. Si, acaso esto merece el nom-bre de materialismo, y si a Dios me agarro conmis potencias y mis sentidos todos, es para queÉl me lleve en sus brazos allende la muerte,mirándome con su cielo a los ojos cuando se mevayan estos a apagar para siempre. ¿Que meengaño? ¡No me habléis de engaño y dejadmevivir!

Llaman también a esto orgullo; «hediondoorgullo» le llamó Leopardi, y nos preguntanque quiénes somos, viles gusanos de la tierra,para pretender inmortalidad; ¿en gracia a qué?¿Para qué? ¿Con qué derecho? ¿En gracia a

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qué?, preguntáis, ¿y en gracia a qué vivimos?¿Para qué?, ¿y para qué somos? ¿Con qué dere-cho? ¿Y con qué derecho somos? Tan gratuitoes existir, como seguir existiendo siempre. Nohablemos de gracia, ni de derecho, ni del paraqué de nuestro anhelo que es un fin en sí, por-que perderemos la razón en un remolino deabsurdos. No reclamo derecho ni merecimientoalguno; es sólo una necesidad, lo que necesitopara vivir.

¿Y quién eres tú?, me preguntas, y con Ober-mann te contesto: ¡para el universo nada, paramí todo! ¿Orgullo? ¿Orgullo querer ser inmor-tal? ¡Pobres hombres! Trágico hado, sin duda,el tener que cimentar en la movediza y delez-nable piedra del deseo de inmortalidad la afir-mación de esta; pero torpeza grande condenarel anhelo por creer probado, sin probarlo queno sea conseguidero. ¿Que sueño...? Dejadmesoñar; si ese sueño es mi vida, no me despertéisde él. Creo en el inmortal origen de este anhelode inmortalidad que es la sustancia misma de

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mi alma. ¿Pero de veras creo en ello...? ¿Y paraqué quieres ser inmortal?, me preguntas, ¿paraqué? No entiendo la pregunta francamente,porque es preguntar la razón de la razón, el findel fin, el principio del principio.

Pero de estas cosas no se puede hablar.Cuenta el libro de los Hechos de los Apósto-

les que a donde quiera que fuese Pablo se con-citaban contra él los celosos judíos para perse-guirle. Apedreáronle en Iconio y en Listra, ciu-dades de Licaonia, a pesar de las maravillasque en la última obró; le azotaron en Filipos deMacedonia y le persiguieron sus hermanos deraza en Tesalónica y en Berea. Pero llegó a Ate-nas, a la noble ciudad de los intelectuales, sobrela que velaba el alma excelsa de Platón, el de lahermosura del riesgo de ser inmortal, y allídisputó Pablo con epicúreos y estoicos, quedecían de él, o bien: ¿qué quiere decir este char-latán (óZepuo~óyos)?, o bien: ¡parece que espredicador de nuevos dioses! (Hechos, XVII,18), y «tomándole le llevaron al Areópago, di-

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ciendo: podremos saber qué sea esta nuevadoctrina que dices, porque traes a nuestros oí-dos cosas peregrinas, y queremos saber quéquiere decir eso» (versículos 19-20), añadiendoel libro esta maravillosa caracterización deaquellos atenienses de la decadencia, de aque-llos lamineros y golosos de curiosidades, pues«entonces los atenienses todos y sus huéspedesextranjeros no se ocupaban de otra cosa sino endecir o en oír algo de más nuevo» (v. 21). ¡Ras-go maravilloso, que nos pinta a qué habían ve-nido a parar los que aprendieron en la Odiseaque los dioses traman y cumplen la destrucciónde los mortales para que los venideros tenganalgo que contar!

Ya está, pues, Pablo ante los refinados ate-nienses, ante los graeculos, los hombres cultosy tolerantes que admiten toda doctrina, toda laestudian y a nadie apedrean ni azotan ni encar-celan por profesar estas o las otras; ya estádonde se respeta la libertad de conciencia y seoye y se escucha todo parecer. Y alza la voz allí,

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en medio del Areópago, y les habla comocumplía a los cultos ciudadanos de Atenas, ytodos, ansiosos de la última novedad, le oyen,mas cuando llega a hablarles de la resurrecciónde los muertos, se les acaba la paciencia y latolerancia, y unos se burlan de él y otros le di-cen: «¡ya oiremos otra vez de esto!», con propó-sito de no oírle. Y una cosa parecida le ocurrióen Cesarea con el pretor romano Félix, hombretambién tolerante y culto, que le alivió de la pe-sadumbre de su prisión, y quiso oírle y le oyódisertar de la justicia y de la continencia; mas alllegar al juicio venidero, le dijo espantado(éu(poOos y--vouévos): «¡Ahora vete, te vol-veré a llamar cuando cuadre!» (Hechos, XXIV,22-25). Y cuando hablaba ante el rey Agripa, aloírle Festo, el gobernador, decir de resurrecciónde muertos, exclamó: «Estás loco, Pablo; lasmuchas letras te han vuelto loco» (Hechos,XXVI, 24).

Sea lo que fuere de la verdad del discurso dePablo en el Areópago, y aun cuando no lo

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hubiere habido, es lo cierto que en este relatoadmirable se ve hasta dónde llega la toleranciaática y dónde acaba la paciencia de los intelec-tuales. Os oyen todos en calma, y sonrientes, ya las veces os animan diciéndoos: ¡es curioso!, obien, ¡tiene ingenio!, o ¡es sugestivo!, o ¡quéhermosura!, o ¡lástima que no sea verdad tantabelleza!, o ¡eso hace pensar!; pero así que leshabláis de resurrección y de vida allende lamuerte, se les acaba la paciencia y os atajan lapalabra diciéndoos: ¡dejadlo, otro día hablarásde esto!; y es de esto, mis pobres atenienses,mis intolerables intelectuales, es de esto de loque voy a hablaros aquí.

Y aun si esa creencia fuese absurda, ¿por quése tolera menos el que se les exponga que otrasmuchas más absurdas aún? ¿Por qué esa evi-dente hostilidad a tal creencia? ¿Es miedo? ¿Esacaso pesar de no poder compartirla?

Y vuelven los sensatos, los que no están a de-jarse engañar, y nos machacan los oídos con elsonsonete de que no sirve entregarse a la locura

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y dar coces contra el aguijón, pues lo que nopuede ser es imposible. Lo viril, dicen, es resig-narse a la suerte, y pues no somos inmortales,no queramos serlo; sojuzguémonos a la razónsin acongojarnos por lo irremediable, entene-breciendo y entristeciendo la vida. Esa obse-sión, añaden, es una enfermedad. Enfermedad,locura, razón... ¡el estribillo de siempre! Puesbien: ¡no! No me someto a la razón y me rebelocontra ella, y tiro a crear en fuerza de fe a miDios inmortalizador y a torcer con mi voluntadel curso de los astros, porque si tuviéramos fecomo un gramo de mostaza, diríamos a esemonte: pásate de ahí, y se pasaría, y nada nossería imposible (Mat. XVII, 20).

Ahí tenéis a ese ladrón de energías, como élllamaba torpemente al Cristo, que quiso casaral nihilismo con la lucha por la existencia, y oshabla de valor. Su corazón le pedía el todoeterno, mientras su cabeza le enseñaba la nada,y desesperado y loco para defenderse de símismo, maldijo de lo que más amaba. Al no

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poder ser Cristo, blasfemó del Cristo. Henchidode sí mismo, se quiso inacabable y soñó con lavuelta eterna, mezquino remedio de la inmorta-lidad, y lleno de lástima hacia sí, abominó detoda lástima. ¡Y hay quien dice que es la suyafilosofía de hombre fuerte! No; no lo es. Mi sa-lud y mi fortaleza me empujan a perpetuarme.¡Esa es doctrina de endebles que aspiran a serfuertes; pero no de fuertes que lo son! Sólo losdébiles se resignan a la muerte final, y sustitu-yen con otro el anhelo de inmortalidad perso-nal. En los fuertes, el ansia de perpetuidad so-brepuja a la duda de lograrla y su rebose devida se vierte al más allá de la muerte.

Ante este terrible misterio de la inmortalidad,cara a cara de la Esfinge, el hombre adopta dis-tintas actitudes y busca por varios modos con-solarse de haber nacido. Y ya se le ocurre to-marla a juego, y se dice con Renán, que esteuniverso es un espectáculo que Dios se da a símismo, y que debemos servir las intencionesdel gran Corega, contribuyendo a hacer el es-

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pectáculo lo más brillante y lo más variado po-sible. Y han hecho del arte una religión y unremedio para el mal metafísico, y han in-ventado la monserga del arte por el arte.

Y no les basta. El que os diga que escribe, pin-ta, esculpe o canta para propio recreo, si da alpúblico lo que hace, miente; miente si firma suescrito, pintura, estatua o canto. Quiere, cuandomenos, dejar una sombra de su espíritu, algoque le sobreviva. Si la Imitación de Cristo esanónima, es porque su autor, buscando la eter-nidad del alma, no se inquietaba de la delnombre. Literato que os diga que desprecia lagloria, miente como un bellaco. De Dante, elque escribió aquellos treinta y tres vigorosísi-mos versos (Purg. XI, 85-117), sobre la vanidadde la gloria mundana, dice Boccaccio que gustóde los honores y las pompas más acaso de loque correspondía a su ínclita virtud. El deseomás ardiente de sus condenados es el de que seles recuerde aquí, en la tierra, y se hable deellos, y es esto lo que más ilumina las tinieblas

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del infierno. Y él mismo expuso el concepto dela Monarquía, no sólo para utilidad de los de-más, sino para lograr palma de gloria (lib. I,cap. 1). ¿Qué más? Hasta de aquel santo varón,el más desprendido, al parecer, de vanidadterrena, del Pobrecito de Asís cuenta los TresSocios que dijo: adhuc adorabor per totum mun-dum! ¡Veréis cómo soy aún adorado por todo elmundo! (11 Celano, 1, 1). Y hasta de Dios mis-mo dicen los teólogos que creó el mundo paramanifestación de su gloria.

Cuando las dudas invaden y nublan la fe enla inmortalidad del alma, cobra brío y dolorosoempuje el ansia de perpetuar el nombre y lafama. Y de aquí esa tremenda lucha por singu-larizarse, por sobrevivir de algún modo en lamemoria de los otros y los venideros, esa luchamil veces más terrible que la lucha por la vida,y que da tono, color y carácter a esta nuestrasociedad, en que la fe medieval en el alma in-mortal se desvanece. Cada cual quiere afirmar-se siquiera en apariencia.

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Una vez satisfecha el hambre, y esta se satis-face pronto, surge la vanidad, la necesidad -quelo es- de imponerse y sobrevivir en otros. Elhombre suele entregar la vida por la bolsa, peroentrega la bolsa por la vanidad. Engríese, a faltade algo mejor, hasta de sus flaquezas y mise-rias, y es como el niño, que con tal de hacersenotar se pavonea con el dedo vendado. ¿Y lavanidad qué es sino ansia de sobrevivirse?

Acontécele al vanidoso lo que al avaro, quetoma los medios por los fines, y olvidadizo deestos, se apega a aquellos en los que se queda.Al parecer algo, conducente a serlo, acaba porformar nuestro objetivo. Necesitamos que losdemás nos crean superiores a ellos para creer-nos nosotros tales, y basar en ello nuestra fe enla propia persistencia, por lo menos en la de lafama. Agradecemos más el que se nos encomieel talento con que defendemos una causa, queno el que se reconozca la verdad o bondad deella. Una furiosa manía de originalidad soplapor el mundo moderno de los espíritus, y cada

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cual la pone en una cosa. Preferimos desbarrarcon ingenio a acertar con ramplonería. Ya dijoRousseau en su Emilio: «Aunque estuvieran losfilósofos en disposición de descubrir la verdad,¿quién de entre ellos se interesaría en ella? Sabecada uno que su sistema no está mejor fundadoque los otros, pero le sostiene porque es suyo.No hay uno solo que en llegando a conocer loverdadero y lo falso, no prefiera la mentira queha hallado a la verdad descubierta por otro.¿Dónde está el filósofo que no engañase debuen grado, por su gloria, al género humano?¿Dónde el que en el secreto de su corazón seproponga otro objeto que distinguirse? Con talde elevarse por encima del vulgo, con tal deborrar el brillo de sus concurrentes, ¿qué máspide? Lo esencial es pensar de otro modo quelos demás. Entre los creyentes es ateo; entre losateos sería creyente.» ¡Cuánta verdad hay en elfondo de estas tristes confesiones de aquelhombre de sinceridad dolorosa!

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Nuestra lucha a brazo partido por la sobrevi-vencia del nombre se retrae al pasado, así comoaspira a conquistar el porvenir; peleamos conlos muertos, que son los que nos hacen sombraa los vivos. Sentimos celos de los genios quefueron, y cuyos nombres, como hitos de la his-toria, salvan las edades. El cielo de la fama noes muy grande, y cuantos más en él entren,menos toca a cada uno de ellos. Los grandeshombres del pasado nos roban lugar en él; loque ellos ocupan en la memoria de las gentesnos lo quitarán a los que aspiramos a ocuparla.Y así nos revolvemos contra ellos, y de aquí laagrura con que cuantos buscan en las letrasnombradía juzgan a los que ya la alcanzaron yde ella gozan. Si la literatura se enriquece mu-cho, llegará el día del cernimiento y cada cualteme quedarse entre las mallas del cedazo. Eljoven irreverente para con los maestros, al ata-carlos, es que se defiende: el iconoclasta o rom-peimágenes es un estilita que se erige a sí mis-mo en imagen, en icono. «Toda comparación es

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odiosa», dice un dicho decidero, y es que, enefecto, queremos ser únicos. No le digáis aFernández que es uno de los jóvenes españolesde más talento, pues mientras finge agradecé-roslo, moléstale el elogio; si le decís que es elespañol de más talento... ¡vaya!... pero aún no lebasta; una de las eminencias mundiales es yamás de agradecer, pero sólo le satisface que lecrean el primero en todas partes y de los siglostodos. Cuanto más solo, más cerca de la inmor-talidad aparencial, la del nombre, pues losnombres se menguan los unos a los otros.

¿Qué significa esa irritación cuando creemosque no roban una frase, o un pensamiento, ouna imagen que creíamos nuestra; cuando nosplagian? ¿Robar? ¿Es que acaso es nuestra, unavez que al público se la dimos? Sólo por nues-tra la queremos, y más encariñados vivimos dela moneda falsa que conserva nuestro cuño,que no de la pieza de oro puro de donde se haborrado nuestra efigie y nuestra leyenda. Suce-de muy comúnmente que cuando no se pro-

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nuncia ya el nombre de un escritor es cuandomás influye en su pueblo desparramado y en-fusado su espíritu en los espíritus de los que leleyeron, mientras que se le citaba cuando susdichos y pensamientos, por chocar con los co-rrientes, necesitaban garantía de nombre. Losuyo es ya de todos y él en todos vive. Pero ensí mismo vive triste y lacio y se cree en derrota.No oye ya los aplausos ni tampoco el latir si-lencioso de los corazones de los que le siguenleyendo. Preguntad a cualquier artista sinceroqué prefiere, que se hunda su obra y sobrevivasu memoria, o que hundida esta persista aque-lla, y veréis, si es de veras sincero, lo que osdice. Cuando el hombre no trabaja para vivir, eirlo pasando, trabaja para sobrevivir. Obrar porla obra misma es juego y no trabajo. ¿Y el jue-go? Ya hablaremos de él.

Tremenda pasión esa de que nuestra memo-ria sobreviva por encima del olvido de los de-más si es posible. De ella arranca la envidia a laque se debe, según el relato bíblico, el crimen

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que abrió la historia humana: el asesinato deAbel por su hermano Caín. No fue lucha porpan, fue lucha por sobrevivir a Dios, en la me-moria divina. La envidia es mil veces más terri-ble que el hambre, porque es hambre espiritual.Resuelto el que llamamos problema de la vida,el del pan, convertiríase la tierra en un infierno,por surgir con más fuerza la lucha por la sobre-vivencia.

Al nombre se sacrifica no ya la vida, la dicha.La vida desde luego. «¡Muera yo; viva mi fa-ma!», exclama en Las Mocedades del Cid RodrigoArias, al caer herido de muerte por don Diegode Ordóñez de Lara. Débese uno a su nombre.«¡Ánimo, Jerónimo, que se te recordará largotiempo; la muerte es amarga, pero la fama eter-na!», exclamó Jerónimo Olgiati, discípulo deCola Montano y matador, conchabado conLampugnani y Visconti, de Galeazzo Sforza,tirano de Milán. Hay quien anhela hasta el pat-bulo para cobrar fama, aunque sea infame: avi-dus malae famae, que dijo Tácito.

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Y este erostratismo, ¿qué es en el fondo, sinoansia de inmortalidad, ya que no de sustancia ybulto, al menos de nombre y sombra?

Y hay en ellos sus grados. El que desprecia elaplauso de la muchedumbre de hoy, es quebusca sobrevivir en renovadas minorías duran-te generaciones. «La posteridad es una super-posición de minorías», decía Gounod. Quiereprolongarse en tiempo más que en espacio. Losídolos de las muchedumbres son pronto derri-bados por ellas mismas, y su estatua se deshaceal pie del pedestal sin que la mire nadie, mien-tras que quienes ganan el corazón de los esco-gidos recibirán más largo tiempo fervorosoculto en una capilla siquiera recogida y peque-ña, pero que salvará

las avenidas del olvido. Sacrifica el artista laextensión de su fama a su duración; ansía másdurar por siempre en un rinconcito, a no brillarun segundo en el universo todo; quiere más serátomo eterno y consciente de sí mismo que

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momentánea conciencia del universo todo; sa-crifica la infinidad a la eternidad.

Y vuelven a molernos los oídos con el estribi-llo aquel de ¡orgullo!, ¡hediondo orgullo! ¿Or-gullo querer dejar nombre imborrable? ¿Orgu-llo? Es como cuando se habla de sed de place-res, interpretando así la sed de riquezas. No, noes tanto ansia de procurarse placeres cuanto elterror a la pobreza lo que nos arrastra a los po-bres hombres a buscar el dinero, como no era eldeseo de gloria, sino el terror al infierno lo quearrastraba a los hombres en la Edad Media alclaustro con su acedía. Ni esto es orgullo, sinoterror a la nada. Tendemos a serlo todo, por veren ello el único remedio para no reducirnos anada. Queremos salvar nuestra memoria, si-quiera nuestra memoria. ¿Cuánto durará? A losumo lo que durase el linaje humano. ¿Y sisalváramos nuestra memoria en Dios?

Todo esto que confieso son, bien lo sé, mise-rias; pero del fondo de estas miserias surgevida nueva, y sólo apurando las heces del dolor

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espiritual puede llegarse a gustar la miel delposo de la copa de la vida. La congoja nos llevaal consuelo.

Esa sed de vida eterna apáganla muchos, lossencillos sobre todo, en la fuente de la fe reli-giosa; pero no a todos es dado beber de ella. Lainstitución cuyo fin primordial es proteger esafe en la inmortalidad personal del alma es elcatolicismo; pero el catolicismo ha querido ra-cionalizar esa fe haciendo de la religión teolog-ía, queriendo dar por base a la creencia vitaluna filosofía y una filosofía del siglo XIII. Va-mos a verlo y ver sus consecuencias.

IV

LA ESENCIA DEL CATOLICISMO

Vengamos ahora a la solución cristiana católi-ca, pauliniana o atanasiana, de nuestro íntimoproblema vital: el hambre de inmortalidad.

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Brotó el cristianismo de la confluencia de dosgrandes corrientes espirituales, la una judaica yla otra helénica, ya de antes influidas mutua-mente, y Roma acabó por darle sello práctico ypermanencia social.

Hase afirmado del cristianismo primitivo,acaso con precipitación, que fue anescatológico,que en él no aparece claramente la fe en otravida después de la muerte, sino en un próximofin del mundo y establecimiento del reino deDios, en el llamado quiliasmo. ¿Y es que no eranen el fondo una misma cosa? La fe en la inmor-talidad del alma, cuya condición tal vez no seprecisaba mucho, cabe decir que es una especiede subentendido, de supuesto tácito, en el Evan-gelio todo, y es la situación del espíritu de mu-chos de los que hoy le leen, situación opuesta ala de los cristianos de entre quienes brotó elEvangelio, lo que les impide verlo. Sin duda,que todo aquello de la segunda venida de Cris-to, con gran poder, rodeado de majestad y entrenubes, para juzgar a muertos y a vivos, abrir a

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los unos el reino de los cielos y echar a los otrosa la gehena, donde será el lloro y el crujir dedientes, cabe entenderlo quiliásticamente, yaún se hace decir al Cristo en el Evangelio(Marcos IX, 1), que había con él algunos que nogustarían de la muerte sin haber visto el reinode Dios; esto es, que vendría durante su gene-ración; y el mismo capítulo, versículo 10, sehace decir a Jacobo, a Pedro y a Juan, que conJesús subieron al monte de la transfiguración yle oyeron hablar de que resucitaría de entre losmuertos aquello de: «y guardaron el dicho con-sigo, razonando unos con otros sobre qué seríaeso de resucitar de entre los muertos».Y en todocaso, el Evangelio se compuso cuando esa cre-encia, base y razón de ser del cristianismo, seestaba formando. Véase en Mateo XXII, 29-32;en Marcos XII, 24-27; en Lucas XVI, 23-31; XX,34-37; en Juan V, 24-29; VI, 40, 54, 58; VIII, 51;XI, 25, 26; XIV, 2, 19. Y sobre todo, aquello deMateo XXVII, 52, de que al resucitar el Cristo

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«muchos cuerpos santos que dormían resucita-ron».

Y no era esta una resurrección natural, no. Lafe cristiana nació de la fe de que Jesús no per-maneció muerto, sino que Dios le resucitó yque esta resurrección era un hecho; pero eso nosuponía una mera inmortalidad del alma, almodo filosófico. (Véase Harnack, Dogmenges-chichte. Prologómena, 5.4.) Para los primerosPadres de la Iglesia mismos, la inmortalidaddel alma no era algo natural; bastaba para sudemostración, como dice Nemesio, la enseñan-za de las Divinas Escrituras, y era, según Lac-tancio, un don -y como tal gratuito- de Dios.Pero sobre esto más adelante.

Brotó, decíamos, el cristianismo de una con-fluencia de los dos grandes procesos espiritua-les, judaico y helénico, cada uno de los cualeshabía llegado por su parte, si no a la definiciónprecisa, al preciso anhelo de otra vida. No fueentre los judíos ni general ni clara la fe en otravida; pero a ella les llevó la fe en un Dios per-

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sonal y vivo, cuya formación es toda su historiaespiritual.

Yavé, el dios judaico, empezó siendo un diosentre otros muchos, el dios del pueblo de Israel,revelado entre el fragor de la tormenta en elmonte Sinaí. Pero era tan celoso, que exigía sele rindiese culto a él solo, y fue por el monocul-tismo como los judíos llegaron al monoteísmo.Era adorado como fuerza viva, no como enti-dad metafísica, y era el dios de las batallas. Pe-ro este dios, de origen social y guerrero, sobrecuya génesis hemos de volver, se hizo másíntimo y personal en los profetas, y al hacersemás íntimo y personal, más individual y másuniversal, por lo tanto. Es Yavé, que ama a Is-rael no por ser hijo suyo, sino que le toma porhijo porque le ama (Oseas XI, 1). Y la fe en elDios personal, en el Padre de los hombres, llevaconsigo la fe en la eternización del hombre in-dividual, ya que en el fariseísmo alborea, aunantes de Cristo.

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La cultura helénica, por su parte, acabó des-cubriendo la muerte, y descubrir la muerte esdescubrir el hambre de inmortalidad. No apa-rece este anhelo en los poemas homéricos queno son algo inicial, sino final: no el arranque,sino el término de una civilización. Ellos mar-can el paso de la vieja religión de la Naturaleza,la de Zeus, a la religión más espiritual de Apo-lo, la de la redención. Mas en el fondo persistíasiempre la religión popular e íntima de los mis-terios eleusinos, el culto de las almas y de losantepasados. «En cuanto cabe hablar de unateología délfica, hay que tomar en cuenta, entrelos más importantes elementos de ella, la fe enla continuación de la vida de las almas despuésde la muerte en sus formas populares y en elculto a las almas de los difuntos», escribe Rho-de. Había lo titánico y lo dionisiaco, y el hom-bre debía, según la doctrina órfica, libertarse delos lazos del cuerpo en que estaba el alma comoprisionera en una cárcel. (Véase Rhode, Psyche,«Die Orphiker», 4.) La noción nietzschiana de

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la vuelta eterna es una idea órfica. Pero la ideade la inmortalidad del alma no fue un principiofilosófico. El intento de Empédocles de herma-nar un sistema hilozoístico con el espiritualis-mo, probó que una ciencia natural filosófica nopuede llevar por sí a corroborar el axioma de laperpetuidad del alma individual; sólo podíaservir de apoyo a una especulación teológica.Los primeros filósofos griegos afirmaron lainmortalidad por contradicción, saliéndose dela filosofía natural y entrando en la teología,asentando un dogma dionisiaco y órfico, noapolíneo. Pero «una inmortalidad del almahumana como tal, en virtud de su propia natu-raleza y condición como imperecedera fuerzadivina en el cuerpo mortal, no ha sido jamásobjeto de la fe popular helénica» (Rhode, obracitada).

Recordad el Fedón platónico y las elucubra-ciones neoplatónicas. Allí se ve ya el ansia deinmortalidad personal, ansia que, no satisfechadel todo por la razón, produjo el pesimismo

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helénico. Porque como hace muy bien notarPfleiderer (Religionsphilosophie auf geschichtlicherGrundlage, 3, Berlín, 1896), «ningún pueblo vinoa la tierra tan sereno y soleado como el griegoen los días juveniles de su existencia histórica...,pero ningún pueblo cambió tan por completosu noción del valor de la vida. La grecidad queacaba en las especulaciones religiosas del neo-pitagorismo y el neoplatonismo, consideraba aeste mundo, que tan alegre y luminoso se leapareció en un tiempo, cual morada de tinie-blas y de errores, y la existencia terrena comoun período de prueba que nunca se pasaba de-masiado deprisa». El nirvana es una nociónhelénica.

Así, cada uno por su lado, judíos y griegos,llegaron al verdadero descubrimiento de lamuerte, que es el que hace entrar a los pueblos,como a los hombres, en la pubertad espiritual,la del sentimiento trágico de la vida, que escuando engendra la humanidad al Dios vivo. Eldescubrimiento de la muerte es el que nos reve-

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la a Dios, y la muerte del hombre perfecto, deCristo, fue la suprema revelación de la muerte,la del hombre que no debía morir y murió.

Tal descubrimiento, el de la inmortalidad,preparado por los procesos religiosos, judaico yhelénico, fue lo específicamente cristiano. Y lollevó a cabo sobre todo Pablo de Tarso, aqueljudío fariseo helenizado. Pablo no había cono-cido personalmente a Jesús, y por eso le descu-brió como Cristo. «Se puede decir que es, engeneral, la teología del Apóstol la primera teo-logía cristiana. Era para él una necesidad; susti-tuirle, en cierto modo, la falta de conocimientopersonal de Jesús», dice Weizsácker (Das aposto-lische zeitalter der christlichen Kirche, Freiburg i.B., 1892). No conoció a Jesús, pero le sintió re-nacer en sí, y pudo decir aquello de «no vivo enmí mismo, sino en Cristo». Y predicó la cruz,que era escándalo para los judíos y necedadpara los griegos (1, Cor.,1, 23), y el dogma cen-tral para el Apóstol convertido fue el de la re-surrección de Cristo; lo importante para él era

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que el Cristo se hubiese hecho hombre y hubie-se muerto y resucitado, y no lo que hizo en vi-da; no su obra moral y pedagógica, sino su obrareligiosa y eternizadora. Y fue quien escribióaquellas inmortales palabras: «Si se predica queCristo resucitó a los muertos, ¿cómo dicen al-gunos entre vosotros que no hay resurrecciónde muertos? Porque si no hay resurrección demuertos, tampoco Cristo resucitó, y si Cristo noresucitó, vana es nuestra predicación y vuestrafe es vana... Entonces los que dur

mieron en Cristo se pierden. Si en esta vidasólo esperamos en Cristo, somos los más mise-rables de los hombres» (1, Cor., XV, 12-19).

Y puede, a partir de esto, afirmarse que quienno cesa en esa resurrección carnal de Cristo,podrá ser filocristo, pero no específicamentecristiano. Cierto que un Justino mártir pudodecir que «son cristianos cuantos viven con-forme a la razón, aunque sean tenidos por ate-os, como entre los griegos Sócrates y Heráclito

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y otros tales»; pero este mártir, ¿es mártir, esdecir, testigo del cristianismo? No.

Y en torno al dogma, de experiencia íntimapauliniana, de la resurrección e inmortalidaddel Cristo, garantía de la resurrección e inmor-talidad de cada creyente, se formó la cristologíatoda. El Dios hombre, el Verbo encarnado, fuepara que el hombre, a su modo, se hiciese unDios, esto es, inmortal. Y el Dios cristiano, elPadre de Cristo, un Dios necesariamente antro-pomórfico, es el que, como dice el Catecismo dela doctrina cristiana que en la escuela nos hicie-ron aprender de memoria, ha creado el mundopara el hombre, para cada hombre. Y el fin dela redención fue, a pesar de las apariencias pordesviación ética del dogma propiamente reli-gioso, salvarnos de la muerte más bien que delpecado, o de este en cuanto implica muerte. YCristo murió, o más bien resucitó, por mí, porcada uno de nosotros. Y establecióse una ciertasolidaridad entre Dios y su criatura. Decía Ma-lebranche que el primer hombre cayó para que

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Cristo nos redimiera, más bien que nos redimióporque aquel había caído.

Después de Pablo rodaron los años y las ge-neraciones cristianas, trabajando en torno deaquel dogma central y sus consecuencias paraasegurar la fe en la inmortalidad del alma indi-vidual, y vino el Niceno, y en él aquel formida-ble Atanasio, cuyo nombre es ya un emblema,encarnación de la fe popular. Era Atanasio unhombre de pocas letras, pero de mucha fe, ysobre todo, de la fe popular, henchido de ham-bre de inmortalidad. Y opúsose al arrianismo,que como el protestantismo unitario y sozianoamenazaba, aun sin saberlo ni quererlo, la basede esa fe. Para los arrianos, Cristo era ante todoun maestro, un maestro de moral, el hombreperfectísimo, y garantía, por lo tanto, de quepodemos los demás llegar a la suma perfección;pero Atanasio sentía que no puede el Cristohacernos dioses si él antes no se ha hecho Dios;si su divinidad hubiera sido por participaciónno podría habérnosla participado. «No, pues -

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decía-, siendo hombre se hizo después Dios,sino que siendo Dios se hizo después hombrepara que mejor nos deificara (B--ozoi46rl) (Orat.1, 30). No era el Logos de los filósofos, el Logoscosmológico el que Atanasio conocía y adoraba.Y así hizo se separasen naturaleza y revelación.El Cristo atanasiano y niceno, que es el Cristocatólico, no es el cosmológico ni siquiera enrigor el ético, es el eternizador, el deificador, elreligioso. Dice Harnack de este Cristo, del Cris-to de la cristología nicena o católica, que es enel fondo docético, esto es, aparencial, porque elproceso de la divinización del hombre en Cristose hizo en interés escatológico; pero ¿cuál es elCristo real? ¿Acaso ese llamado Cristo históricode la exégesis racionalista que se nos diluye enun mito o en un átomo social?

Este mismo Harnack, un racionalista protes-tante, nos dice que el arrianismo o unitarismohabría sido la muerte del cristianismo, redu-ciéndolo a cosmología y a moral, y que sólosirvió de puente para llevar a los doctos al cato-

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licismo, es decir, de la razón a la fe. Parécele aeste mismo docto historiador de los dogmas,indicación de perverso estado de cosas, el queel hombre Atanasio, que salvó al cristianismocomo religión de la comunión viva con Dios,hubiese borrado a Jesús de Nazaret, al histó-rico, al que no conocieron personalmente niPablo ni Atanasio, ni ha conocido Harnackmismo. Entre los protestantes, este Jesús histó-rico sufre bajo el escalpelo de la crítica mientrasvive el Cristo católico, el verdaderamente histó-rico, el que vive en los siglos garantizando la feen la inmortalidad y la salvación personales.

Y Atanasio tuvo el valor supremo de la fe, elde afirmar cosas contradictorias entre sí; «laperfecta contradicción que hay en el óuovózostrajo tras de sí todo un ejército de contradiccio-nes, y más cuanto más avanzó el pensamiento»,dice Harnack. Sí, así fue, y así tuvo que ser. «Ladogmática se despidió para siempre del pensa-miento claro y de los conceptos sostenibles, y seacostumbró a lo contrarracional», añade. Es que

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se acostó a la vida, que es contrarracional yopuesta al pensamiento claro. Las determina-ciones de valor, no sólo no son nunca racionali-zables, son antirracionales.

En Nicea vencieron, pues, como más adelanteen el Vaticano, los idiotas -tomada esta palabraen su recto sentido primitivo y etimológico-, losingenuos, los obispos cerriles y voluntariosos,representantes del genuino espíritu humano,del popular, del que no quiere morirse, diga loque quiera la razón; y busca garantía, lo másmaterial posible a su deseo.

Quid ad aeternitatem? He aquí la pregunta ca-pital. Y acaba el Credo con aquello de resurrec-tionem mortuorum et vitam venturi saeculi, la re-surrección de los muertos y la vida venidera.En el cementerio, hoy amortizado, de Mallona,en mi pueblo natal, Bilbao, hay grabada unacuarteta que dice:

Aunque estamos en polvo convertidos,en ti, Señor, nuestra esperanza fía,

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que tornaremos a vivir vestidoscon la carne y la piel que nos cubría,

o como el Catecismo dice: con los mismoscuerpos y almas que tuvieron. Apunto tal, quees doctrina católica ortodoxa la que la dicha delos bienaventurados no es del todo perfectahasta que recobran sus cuerpos. Quéjanse en elcielo, y «aquel quejido les nace -dice nuestrofray Pedro Malón de Chaide, de la Orden deSan Agustín, español y vasco- de que no estánenterrados en el cielo, pues sólo está allá el al-ma, y aunque no pueden tener pena porqueven a Dios, en quien inefablemente se gozan,con todo eso parece que no están del todo con-tentos. Estarlo han cuando se vistieren de suspropios cuerpos».

Y a este dogma central de la resurrección enCristo y por Cristo, corresponde un sacramentocentral también, el eje de la piedad popularcatólica, y es el sacramento de la Eucaristía. En

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él se administra el cuerpo de Cristo, que es pande inmortalidad.

Es el sacramento genuinamente realista, din-glich, que se diría en alemán, y que no es granviolencia traducir material, el sacramento másgenuinamente ex opere operato, sustituido entrelos protestantes con el sacramento idealista dela palabra. Trátase, en el fondo, y lo digo contodo el posible respeto, pero sin querer sacrifi-car la expresividad de la frase, de comerse ybeberse a Dios, el Eternizador, de alimentarsede Él. ¿Qué mucho, pues, que nos diga santaTeresa que cuando estando en la Encarnación elsegundo año que tenía el priorato, octava desan Martín, comulgando, partió la Forma elpadre fray Juan de la Cruz para otra hermana,pensó que no era falta de forma, sino que lequería mortificar, «porque yo le había dichoque gustaba mucho cuando eran grandes lasformas, no porque no entendía no importabapara dejar de estar entero el Señor, aunque fue-se muy pequeño el pedacito»? Aquí la razón va

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por un lado, el sentimiento por otro. ¿Y quéimportan para este sentimiento las mil y unadificultades que surgen de reflexionar racio-nalmente en el misterio de ese sacramento?¿Qué es un cuerpo divino? El cuerpo, en cuantocuerpo de Cristo, ¿era divino? ¿Qué es un cuer-po inmortal e inmortalizador? ¿Qué es una sus-tancia separada de los accidentes? ¿Qué es lasustancia del cuerpo? Hoy hemos afinado mu-cho en esto de la materialidad y sustancialidad;pero hasta Padres de la Iglesia hay para loscuales la inmaterialidad de Dios mismo no erauna cosa tan definida y clara como para noso-tros. Y este sacramento de la Eucaristía es elinmortalizador por excelencia y el eje, por lotanto, de la piedad popular católica. Y si cabedecirlo, el más específicamente religioso.

Porque lo específico religioso católico es lainmortalización y no la justificación al modoprotestante. Esto es más bien ético. Y es enKant, en quien el protestantismo, mal que pesea los ortodoxos de él, sacó sus penúltimas con-

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secuencias: la religión depende de la moral, yno esta de aquella como en el catolicismo.

No ha sido la preocupación del pecado nuncatan angustiosa entre los católicos, o por lo me-nos, con tanta aparencialidad de angustia. Elsacramento de la confesión ayuda a ello. Y talvez es que persiste aquí más que entre ellos elfondo de la concepción primitiva judaica y pa-gana del pecado como de algo material e infec-cioso y hereditario, que se cura con el bautismoy la absolución. En Adán pecó toda su descen-dencia, casi materialmente, y se transmitió supecado como una enfermedad material setransmite. Tenía, pues, razón Renán, cuya edu-cación era católica, al resolverse contra el pro-testante Amiel, que le acusó de no dar la debidaimportancia al pecado. Y, en cambio, el protes-tantismo, absorto en eso de la justificación, to-mada en un sentido más ético que otra cosa,aunque con apariencias religiosas, acaba porneutralizar y casi borrar lo escatológico, aban-dona la simbólica nicena, cae en la anarquía

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confesional, en puro individualismo religioso yen vaga religiosidad estética, ética o cultural. Laque podríamos llamar allendidad, Einseitigkeit, seborra poco a poco detrás de la aquendidad, Die-seitigkeit. Y esto, a pesar del mismo Kant, quequiso salvarla, pero arruinándola. La vocaciónterrenal y la confianza pasiva en Dios dan suramplonería religiosa al luteranismo, que estu-vo a punto de naufragar en la edad de la Ilus-tración, de la Aufklürung, y que apenas si elpietismo, imbuyéndole alguna savia religiosacatólica, logró galvanizar un poco. Y así resultamuy exacto lo que Oliveira Martins decía en suespléndida História da civilização iberica, libro 4.°,capítulo III; y es que «el catolicismo dio héroesy el protestantismo sociedades sensatas, felices,ricas, libres, en lo que respecta a las institucio-nes y a la economía externa, pero incapaces deninguna acción grandiosa, porque la religióncomenzaba por despedazar en el corazón delhombre aquello que le hace susceptible de lasaudacias y de los nobles sacrificios». Coged una

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Dogmática cualquiera de las producidas por laúltima disolución protestante, la del nietzschia-no Kaftan, por ejemplo, y ved a lo que allí que-da reducida la escatología. Y su maestro mis-mo, Albrecht Ritschl, nos dice: «El problema dela necesidad de la justificación o remisión delos pecados sólo puede derivarse del conceptode la vida eterna como directa relación de finde aquella acción divina. Pero si se ha de apli-car ese concepto no más que al estado de lavida de ultratumba, queda su contenido fuerade toda experiencia, y no puede fundar cono-cimiento alguno que tenga carácter científico.No son, por lo tanto, más claras las esperanzasy los anhelos de la más fuerte certeza subjetiva,y no contienen en sí garantía alguna de la inte-gridad de lo que se espera y anhela. Claridad eintegridad de la representación ideal son, sinembargo, las condiciones para la comprensión,esto es, para el conocimiento de la conexiónnecesaria de la cosa en sí y con sus datos presu-puestos. Así es que la confesión evangélica de

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que la justificación por la fe fundamental llevaconsigo la certeza de la vida eterna es inaplica-ble teológicamente, mientras no se muestre enla experiencia presente posible esa relación defin» (Rechtfertigund and Versóhnung, 111, capí-tulo VII, 52). Todo es muy racional, pero...

En la primera edición de los Loci communes,de Melanchton, la de 1521, la primera obra te-ológica luterana, omite su autor las especula-ciones trinitaria y cristológica, la base dogmáti-ca de la escatología, y el doctor Hermann, pro-fesor en Marburgo, el autor del libro sobre elcomercio del cristiano con Dios (Der Verkehr desChristem mit Gott), libro cuyo primer capítulotrata de la+oposición entre la mística y la reli-gión cristiana, y que es, en sentir de Harnack, elmás perfecto manual luterano, nos dice en otraparte refiriéndose a esta especulación cristoló-gica -o atanasiana-, que «el conocimiento efec-tivo de Dios y de Cristo en que vive la fe esalgo enteramente distinto. No debe hallar lugaren la doctrina cristiana nada que no pueda

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ayudar al hombre a reconocer sus pecados,lograr la gracia de Dios y servirle en verdad.Hasta entonces (es decir, hasta Lutero) habíapasado en la Iglesia como doctrina sacra muchoque no puede en absoluto contribuir a dar a unhombre un corazón libre y una conciencia tran-quila». Por mi parte, no concibo la libertad deun corazón ni la tranquilidad de una concienciaque no estén seguras de su perdurabilidad des-pués de la muerte. «El deseo de la salvación delalma -prosigue Hermann- debía llevar final-mente a los hombres a conocer y comprender laefectiva doctrina de la salvación.» Y a este emi-nente doctor en luteranismo, en su libro sobreel comercio del cristiano con Dios, todo se levuelve hablarnos de confianza en Dios, de pazen la conciencia y de una seguridad en la salva-ción, que no es precisamente y en rigor la certe-za de la vida perdurable, sino más bien de laremisión de los pecados.

Y en un teólogo protestante, en Ernesto Tro-eltsch, he leído que lo más alto que el protes-

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tantismo ha producido en el orden conceptuales en el arte de la música, donde le ha dadoBach su más poderosa expresión artística. ¡Eneso se disuelve el protestantismo, en músicacelestial! Y podemos decir, en cambio, que lamás alta expresión artística católica, por lo me-nos española, es en el arte más material, tangi-ble y permanente -pues a los sonidos se los lle-va el aire- de la escultura y la pintura, en elCristo de Velázquez, ¡en ese Cristo que estásiempre muriéndose sin acabar nunca de mo-rirse, para darnos vida!

¡Y no es que el catolicismo abandone lo ético,no! No hay religión moderna que pueda sosla-yarlo. Pero esta nuestra es en su fondo, y engran parte, aunque sus doctores protesten con-tra esto, un compromiso entre la escatología yla moral, aquella puesta al servicio de esta.¿Qué otra cosa es sino ese horror de las penaseternas del infierno que tan mal se compadececon la apocatástasis pauliniana? Atengámonosa aquello que la Theología deutsch, el manual

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mítico que Lutero leía, hace decir a Dios y es:«Si he de recompensar tu maldad tengo quehacerlo con bien, pues ni soy ni tengo otra co-sa.» Y el Cristo dijo: «Padre, perdónalos, puesno saben lo que se hacen», y no hay hombreque sepa lo que se hace. Pero ha sido menesterconvertir a la religión, a beneficio del ordensocial, en policía, y de ahí el infierno. El cristia-nismo oriental o griego es predominantementeescatológico, predominantemente ético el pro-testantismo, y el catolicismo un compromisoentre ambas cosas, aunque con predominanciade lo primero. La más genuina moral católica,la ascética monástica, es moral de escatologíaenderezada a la salvación del alma individualmás que al mantenimiento de la sociedad. Y enel culto a la virginidad, ¡no habrá acaso unacierta oscura idea de que el perpetuarse enotros estorba la propia perpetuación? La moralascética es una moral negativa. Y, en rigor, loimportante es no morirse, péquese o no. Ni hayque tomar muy a la letra, sino como una efu-

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sión lírica y más bien retórica, aquello de nues-tro célebre soneto:

No me mueve, mi Dios, para quererte,el cielo que me tienes prometido,

y lo que sigue.El verdadero pecado, acaso el pecado contra

el Espíritu Santo, que no tiene remisión, es elpecado de herejía, el de pensar por cuenta pro-pia. Ya se ha oído aquí, en nuestra España, queser liberal, esto es, hereje, es peor que ser asesi-no, ladrón o adúltero. El pecado más grave esno obedecer a la Iglesia, cuya infalibilidad nosdefiende de la razón.

¿Y por qué ha de escandalizar la infalibilidadde un hombre, del Papa? ¿Qué más da que seainfalible un libro: la Biblia, una sociedad dehombres: la Iglesia, o un hombre solo? ¿Cambiapor eso la dificultad racional de esencia? Y puesno siendo más racional la infalibilidad de unlibro o la de una sociedad que la de un hombre

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solo, había que asentar este supremo escándalopara el racionalismo.

Es lo vital que se afirma, y para afirmarsecrea, sirviéndose de lo racional, su enemigo,toda una construcción dogmática, y la Iglesia ladefiende contra racionalismo, contra protestan-tismo y contra modernismo. Defiende la vida.Salió al paso Galileo, e hizo bien, porque sudescubrimiento, en un principio, y hasta aco-modarlo a la economía de los conocimientoshumanos, tendía a quebrantar la creencia an-tropocéntrica de que el universo ha sido creadopara el hombre; se opuso a Darwin, e hizo bien,porque el darwinismo tiende a quebrantarnuestra creencia de que es el hombre un animalde excepción, creado expreso para ser eterniza-do. Y, por último, Pío IX, el primer pontíficedeclarado infalible, declaróse irreconciliablecon la llamada civilización moderna. E hizobien.

Loisy, el ex abate católico, dijo: «Digo senci-llamente que la Iglesia y la teología no han fa-

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vorecido el movimiento científico, sino que lohan estorbado más bien en cuanto de ellas de-pendía, en ciertas ocasiones decisivas; digo,sobre todo, que la enseñanza católica no se haasociado ni acomodado a ese movimiento. Lateología se ha comportado y se comporta to-davía como si poseyese en sí misma una cienciade la naturaleza y una ciencia de la historia conla filosofía general de estas cosas que resultande su conocimiento científico. Diríase que eldominio de la teología y el de la ciencia, distin-tos en principio y hasta por definición del con-cilio del Vaticano, no deben serlo en la práctica.Todo pasa poco más o menos como si la teolog-ía no tuviese nada que aprender de la cienciamoderna, natural o histórica, y que estuviese endisposición y en derecho de ejercer por sí mis-ma una inspección directa y absoluta sobre to-do el trabajo del espíritu humano» (Autour d'unpetit livre, pags. 211-212).

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Y así tiene que ser y así es en su lucha con elmodernismo de que fue Loisy doctor y caudi-llo.

La lucha reciente contra el modernismo kan-tiano y fideísta es una lucha por la vida. ¿Puedeacaso la vida, la vida que busca seguridad de lasupervivencia, tolerar que un Loisy, sacerdotecatólico, afirme que la resurrección del Salva-dor no es un hecho de orden histórico, demos-trable y demostrado por el solo testimonio de lahistoria? Leed, por otra parte, en la excelenteobra de E. Le Roy, Dogme et Critique, su exposi-ción del dogma central, el de la resurrección deJesús, y decidme si queda algo sólido en queapoyar nuestra esperanza. ¿No ven que másque de la vida inmortal de Cristo, reducidaacaso a una vida en la conciencia colectiva cris-tiana, se trata de una garantía de nuestra resu-rrección personal, en alma y también en cuer-po? Esa nueva apologética psicológica apela almilagro moral, y nosotros, como los judíos,queremos señales, algo que se pueda agarrar

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con todas las potencias del alma y con todos lossentidos del cuerpo. Y con las manos y los piesy la boca si es posible.

Pero ¡ay! que no lo conseguimos; la razón ata-ca, y la fe, que no se siente sin ella segura, tieneque pactar con ella. Y de aquí vienen las trági-cas contradicciones y las desgarraduras de con-ciencia. Necesitamos seguridad, certeza, seña-les, y se va a los motiva credibilitatis, a los mo-tivos de credibilidad, para fundar el rationaleobsequium, y aunque la fe precede a la razón,fides praecedit rationem, según san Agustín, estemismo doctor y obispo quería ir por la fe a lainteligencia, per fidem ad intellectum, y creer paraentender credo ut intelligam. Cuán lejos de aque-lla soberbia expresión de Tertuliano: et sepultusresurrexit, certum est quia imposible est! «y sepul-tado resucitó: es cierto porque es imposible», ysu excelso: credo quia absurdum!, escándalo deracionalistas. ¡Cuán lejos de il faut s'abétir, de -

Pascal, y de aquel «la razón humana ama el

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absurdo», de nuestro Donoso Cortés, que debióaprenderlo del gran José de Maistre!

Y buscóse como primera piedra de cimientola autoridad de la tradición y la revelación de lapalabra de Dios, y se llegó hasta aquello delconsentimiento unánime. Quod apud multosunum invenitur non est erratum, sed traditum, dijoTertuliano, y Lamennais añadió, siglos mástarde, que «la certeza, principio de la vida y dela inteligencia... es, si se me permite la expre-sión, un producto social». Pero aquí como entantas otras cosas, dio la fórmula supremaaquel gran católico del catolicismo popular yvital, el conde José de Maistre, cuando escribió:«no creo que sea posible mostrar una sola opi-nión universalmente útil que no sea verdade-ra». Esta es la fija católica; deducir la verdad deun principio de su bondad o utilidad suprema.¿Y qué más útil, más soberanamente útil, queno morírsenos nunca el alma? «Como todo seaincierto, o hay que creer a todos o a ninguno»,decía Lactancio; pero aquel formidable místico

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y asceta que fue el beato Enrique Suso, el do-minicano, pidióle a la eterna Sabiduría una solapalabra de qué era el amor; y al con'testarle:«Todas las criaturas invocan lo que soy», re-plicó Suso, el servidor: «Ay, Señor, eso no bastapara un alma anhelante.» La fe no se siente se-gura ni con el consentimiento de los demás, nicon la tradición, ni bajo la autoridad. Busca elapoyo de su enemiga la razón.

Y así se fraguó la teología escolástica, y sa-liendo de ella su criada, la ancilla theologiae, lafilosofía escolástica también, y esta criada saliórespondona. La escolástica, magnífica catedralcon todos los problemas de mecánica arqui-tectónica resueltos por los siglos, pero catedralde adobe, llevó poco a poco a eso que llamanteología natural, y no es sino cristianismo des-potencializado. Buscóse apoyar hasta dondefuese posible racionalmente los dogmas; mos-trar por lo menos que si bien sobrerracionales,no eran contrarracionales, y se les ha puesto unbasamento filosófico de filosofía aristotélico-

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neo-platónica-estoica del siglo xui; que tal es eltomismo, recomendado por León XIII. Y ya nose trata de hacer aceptar el dogma, sino su in-terpretación filosófica medieval y tomista. Nobasta creer que al tomar la hostia consagrada setoma el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesu-cristo; hay que pasar por todo eso de la transus-tanciación, y la sustancia separada de los acci-dentes, rompiendo con toda la concepción ra-cional moderna de la sustancialidad.

Pero para eso está la fe implícita, la fe del car-bonero, la de los que, como santa Teresa (Vida,cap. XXV, 2), no quieren aprovecharse de teo-logías. «Eso no me lo preguntéis a mí que soyignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesiaque os sabrán responder», como se nos hizoaprender en el Catecismo. Que para eso, entreotras cosas, se instituyó el sacerdocio, para quela Iglesia docente fuese la depositaria, depósitomás que río, reservoir instead of river como dijoBrooks, de los secretos teológicos. «La labor delNiceno -dice Harnack (Dogmengeschichte, II, I,

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cap. VII, 3)- fue un triunfo del sacerdocio sobrela fe del pueblo cristiano. Ya la doctrina delLogos se había hecho ininteligible para los noteólogos. Con la erección de la fórmula niceno-capadocia como confesión fundamental de laIglesia, se hizo completamente imposible a loslegos católicos el adquirir un conocimientoíntimo de la fe cristiana según la norma de ladoctrina eclesiástica. Y arraigóse cada vez másla idea de que el cristianismo era la revelaciónde lo ininteligible.» Y así es en verdad.

Y ¿por qué fue esto? Porque la fe, esto es, lavida, no se sentía ya segura de sí misma. No lebastaba ni el tradicionalismo ni el positivismoteológico de Duns Escoto; quería racionalizarse.Y buscó a poner su fundamento, no ya contra larazón, que es donde está, sino sobre la razón, esdecir, en la razón misma. La posición nomina-lista o positivista o voluntarista de Escoto, la deque la ley y la verdad dependen, más bien quede la esencia, de la libre e inescudriñable volun-tad de Dios, acentuando la irracionalidad su-

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prema de la religión, ponía a esta en peligroentre los más de los creyentes dotados de razónadulta y no carboneros. De aquí el triunfo delracionalismo teológico tomista. Y ya no bastacreer en la existencia de Dios, sino que cae ana-tema sobre quien, aun creyendo en ella, no creeque esa su existencia sea por razones demos-trables o que hasta hoy nadie con ellas la hademostrado irrefutablemente. Aunque aquíacaso quepa decir lo de Pohle: «si la salvacióneterna dependiera de los axiomas matemáticos,habría que contar con que la más odiosa sofis-tería humana habríase vuelto ya contra su vali-dez universal con la misma fuerza con que aho-ra contra Dios, el alma y Cristo».

Y es que el catolicismo oscila entre la mística,que es experiencia íntima del Dios vivo en Cris-to, experiencia intransmisible, y cuyo peligroes, por otra parte, absorber en Dios la propiapersonalidad, lo cual no salva nuestro anhelovital, y entre el racionalismo a que combate(véase Weizsácker, obra citada), oscila entre

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ciencia religionizada y religión cientificada. Elentusiasmo apocalíptico fue cambiado poco apoco en misticismo neoplatónico, a que la teo-logía hizo arredrar. Temíanse los excesos de lafantasía, que suplanta a la fe creando extrava-gancias gnósticas. Pero hubo que afirmar uncierto pacto con el gnosticismo y con el raciona-lismo otro; ni la fantasía ni la razón se dejabanvencer del todo. Y así se hizo la dogmática cató-lica un sistema de contradicciones, mejor o peorconcordadas. La Trinidad fue un cierto pactoentre el monoteísmo y el politeísmo y pactaronla humanidad y la divinidad en Cristo, la natu-raleza y la gracia, esta y el libre albedrío, estecon la presciencia divina, etc. Y es que acaso,como dice Hermann (loco citato), «en cuanto sedesarrolla un pensamiento religioso en sus con-secuencias lógicas, entra en conflicto con otrosque pertenecen igualmente a la vida de la reli-gión». Que es lo que le da al catolicismo su pro-funda dialéctica vital. Pero ¿a qué costa?

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A costa, preciso es decirlo, de oprimir las ne-cesidades mentales de los creyentes en uso derazón adulta. Exígeseles que crean o todo onada, que acepten la entera totalidad de ladogmática o que se pierda todo mérito si se re-chaza la mínima parte de ella. Y así resulta loque el gran predicador unitario Channing de-cía, y es que tenemos en Francia y España mul-titudes que han pasado de rechazar el papismoal absoluto ateísmo, porque «el hecho es que lasdoctrinas falsas y absurdas, cuando son expues-tas, tienen natural tendencia a engendrar escep-ticismo en los que sin reflexión las reciben, y nohay quienes estén más pronto a creer demasia-do (believing too much)». Aquí está, en efecto, elterrible peligro, en creer demasiado. ¡Aunqueno!, el terrible peligro está en otra parte, y es enquerer creer con la razón y no con la vida.

La solución católica de nuestro problema, denuestro único problema vital, del problema dela inmortalidad y salvación eterna del almaindividual, satisface a la voluntad, y, por lo

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tanto, a la vida; pero al querer racionalizarlacon la teología dogmática, no satisface a larazón. Y esta tiene sus exigencias, tan imperio-sas como las de la vida. No sirve querer forzar-se a reconocer sobrerracional lo que claramentese nos aparece contrarracional, ni sirve quererhacerse carbonero el que no lo es. La infalibili-dad, noción de origen helénico, es en el fondouna categoría racionalista.

Veamos ahora, pues, la solución, o mejor, di-solución, racionalista o científica de nuestroproblema.

V

LA DISOLUCIÓN RACIONAL

El gran maestro del fenomenalismo raciona-lista, David Hume, empieza su ensayo Sobre lainmortalidad del alma con estas definitivas pala-bras: «Parece difícil probar con la mera luz dela razón la inmortalidad del alma. Los argu-

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mentos en favor de ella se derivan comúnmentede tópicos metafísicos, morales o físicos. Peroes en realidad el Evangelio, y sólo el Evangelio,el que ha traído a la luz la vida y la inmortali-dad.» Lo que equivale a negar la racionalidadde la creencia de que sea inmortal el alma decada uno de nosotros.

Kant, que partió de Hume para su crítica,trató de establecer la racionalidad de ese anheloy de la creencia que este importa, y tal es elverdadero origen, el origen íntimo de su críticay de la razón práctica y de su imperativo ca-tegórico y de su Dios. Mas a pesar de todo ello,queda en pie la afirmación escéptica de Hume,y no hay manera alguna de probar racional-mente la inmortalidad del alma. Hay, en cam-bio, modos de probar racionalmente su mor-talidad.

Sería, no ya excusado, sino hasta ridículo, elque nos extendiésemos aquí en exponer hastaqué punto la conciencia individual humanadepende de la organización del cuerpo, cómo

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va naciendo, poco a poco, según el cerebro re-cibe las impresiones de fuera, cómo se in-terrumpe temporalmente, durante el sueño, losdesmayos y otros accidentes, y cómo todo noslleva a conjeturar racionalmente que la muertetrae consigo la pérdida de la conciencia. Y asícomo antes de nacer no fuimos ni tenemos re-cuerdo alguno personal de entonces, así des-pués de morir no seremos. Esto es lo racional.

Lo que llamamos alma no es nada más queun término para designar la conciencia indivi-dual en su integridad y su persistencia; y queella cambia, y que lo mismo que se integra sedesintegra, es cosa evidente. Para Aristótelesera la forma sustancial del cuerpo, la entele-quia, pero no una sustancia. Y más de un mo-derno la ha llamado un epifenómeno, términoabsurdo. Basta llamarlo fenómeno.

El racionalismo, y por este entiendo la doctri-na que no se atiene sino a la razón, a la verdadobjetiva, es forzosamente materialista: y no seescandalicen los idealistas.

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Es menester ponerlo todo en claro, y la ver-dad es que eso que llamamos materialismo noquiere decir para nosotros otra cosa que la doc-trina que niega la inmortalidad del alma indi-vidual, la persistencia de la conciencia personaldespués de la muerte.

En otro sentido, cabe decir que como no sa-bemos más lo que sea la materia que el espíritu,y como eso de la materia no es para nosotrosmás que una idea, el materialismo es idealismo.De hecho y para nuestro problema -el más vital,el único de veras vital-, lo mismo da decir quetodo es materia como que es todo idea, o todofuerza, o lo que se quiera. Todo sistema monís-tico se nos aparece siempre materialista. Sólosalvan la inmortalidad del alma los sistemasdualistas, los que enseñan que la concienciahumana es algo sustancialmente distinto y di-ferente de las demás manifestaciones fenomé-nicas. Y la razón es naturalmente monista. Por-que es obra de la razón comprender y explicarel universo, y para comprenderlo y explicarlo,

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para nada hace falta el alma como sustanciaimperecedera. Para explicarnos y comprenderla vida anímica, para la psicología, no es me-nester la hipótesis del alma. La que en un tiem-po llamaban psicología racional, por oposicióna la llamada empírica, no es psicología, sinometafísica, y muy turbia, y no racional, sinoprofundamente irracional o más bien contra-rracional.

La doctrina pretendida racional de la sustan-cialidad del alma y de su espiritualidad, contodo el aparato que la acompaña, no nació sinode que los hombres sentían la necesidad deapoyar en razón su incontrastable anhelo deinmortalidad y la creencia a este subsiguiente.Todas las sofisterías que tienden a probar queel alma es sustancia simple e incorruptible, pro-ceden de ese origen. Es más aún, el conceptomismo de sustancia, tal como lo dejó asentadoy definido la escolástica, ese concepto que noresiste la crítica, es un concepto teológico ende-

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rezado a apoyar la fe en la inmortalidad delalma.

W. James, en la tercera de las conferenciasque dedicó al pragmatismo en el Lowel Institu-te de Boston, en diciembre de 1906 y enero de1907, y que es lo más débil de toda la obra delinsigne pensador norteamericano -algo excesi-vamente débil-, dice así: «El escolasticismo hatomado la noción de sustancia del sentidocomún haciéndola técnica y articulada. Pocascosas parecerían tener menos consecuenciaspragmáticas para nosotros que las sustancias,privados como estamos de todo contacto conellas. Pero hay un caso en que el escolasticismoha probado la importancia de la sustancia ideatratándola pragmáticamente. Me refiero a cier-tas disputas concernientes al ministerio de laEucaristía. La sustancia aparecería aquí con ungran valor pragmático. Desde que los acci-dentes de la hostia no cambian en la consagra-ción y se ha convertido ella, sin embargo, en elcuerpo de Cristo, el cambio no puede ser más

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que de la sustancia. La sustancia del pan tieneque haberse retirado, sustituyéndola mi-lagrosamente la divina sustancia sin alterarselas propiedades sensibles inmediatas. Pero auncuando estas no se alteran, ha tenido lugar unatremenda diferencia; no menos sino el que no-sotros, los que recibimos el sacramento, nosalimentamos ahora de la sustancia misma de ladivinidad. La noción de sustancia irrumpe,pues, en la vida con terrible efecto si admitísque las sustancias pueden separarse de sus ac-cidentes y cambiar estos últimos. Y es esta laúnica aplicación pragmática de la idea de sus-tancia de que tenga yo conocimiento, y es obvioque sólo puede ser tratada en serio por los quecreen en la presencia real por fundamentos in-dependientes.»

Ahora bien; dejando de lado la cuestión de sien buena teología, y no digo en buena razón,porque todo esto cae fuera de ella, se puedeconfundir la sustancia del cuerpo -del cuerpo,no del alma- de Cristo con la sustancia misma

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de la divinidad, es decir, con Dios mismo, pare-ce imposible que un tan ardiente anhelador dela inmortalidad del alma, un hombre como WJames, cuya filosofía toda no tiende sino a esta-blecer racionalmente esa creencia, no hubieraechado de ver que la aplicación pragmatica delconcepto de sustancia a la doctrina de la tran-sustanciación eucarística no es sino una conse-cuencia de su aplicación anterior a la doctrinade la inmortalidad del alma. Como en el ante-rior capítulo expuse, el sacramento de la Euca-ristía no es sino el reflejo de la creencia en lainmortalidad; es, para el creyente, la pruebaexperimental mística de que es inmortal el almay gozará eternamente de Dios. Y el concepto desustancia nació, ante todo y sobre todo, delconcepto de la sustancialidad del alma, y seafirmó este para apoyar la fe en su persistenciadespués de separada del cuerpo. Tal es su pri-mera aplicación pragmática y con ella su ori-gen. Y luego hemos trasladado ese concepto alas cosas de fuera. Por sentirme sustancia, es

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decir, permanente en medio de mis cambios, espor lo que atribuyo sustancialmente a la genteque fuera de mí, en medio de sus cambios,permanece. Del mismo modo que el conceptode fuerza, en cuanto distinto del movimiento,nace de mi sensación de esfuerzo personal alponer en movimiento algo.

Léase con cuidado, en la primera parte de laSumma Theologica de santo Tomás de Aquino,los seis artículos primeros de la cuestión LXXV,en que trata de si el alma humana es cuerpo, desi es algo subsistente, de si lo es también el al-ma de los brutos, de si el hombre es alma, de siesta se compone de materia y forma, y de si esincorruptible, y dígase luego si todo aquello noestá sutilmente enderezado a soportar la creen-cia de que esa sustancialidad incorruptible lepermite recibir de Dios la inmortalidad, puesclaro es que como la creó al infundirla en elcuerpo, según santo Tomás, podía al separarlade él aniquilarla. Y como se ha hecho cien veces

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la crítica de esas pruebas no es cosa de repetirlaaquí.

¿Qué razón desprevenida puede concluir elque nuestra alma sea una sustancia del hechode que la conciencia de nuestra identidad -yesto dentro de muy estrechos y variables lími-tes- persista a través de los cambios de nuestrocuerpo? Tanto valdría hablar del alma sustan-cial de un barco que sale de un puerto, pierdehoy una tabla que es sustituida por otra deigual forma y tamaño, luego pierde otra pieza yasí una a una todas, y vuelve el mismo barco,con igual forma, iguales condiciones marineras,y todos lo reconocen por el mismo. ¿Qué razóndesprevenida puede concluir la simplicidad delalma del hecho de que tengamos que juzgar yunificar pensamientos? Ni el pensamiento esuno, sino varios, ni el alma es para la razónnada más que la sucesión de estados de con-ciencia coordinados entre sí.

Es lo corriente que en los libros de psicologíaespiritualista, al tratarse de la existencia del

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alma como sustancia simple y separable delcuerpo, se emplee una fórmula por este estilo:Hay en mí un principio que piensa, quiere ysiente... Lo cual implica una petición de princi-pio. Porque no es una verdad inmediata, nimucho menos, el que haya en mí tal principio;la verdad inmediata es que pienso, quiero ysiento yo. Y yo, el yo que piensa, quiere y sien-te, es inmediatamente mi cuerpo vivo con losestados de conciencia que soporta. Es mi cuer-po vivo el que piensa, quiere y siente. ¿Cómo?Como sea.

Y pasan luego a querer fijar la sustancialidaddel alma, hipostasiando los estados de concien-cia, y empiezan porque esa sustancia tiene queser simple, es decir, por oponer, al modo dedualismo cartesiano, el pensamiento a la exten-sión. Y como ha sido nuestro Balmes uno de losespiritualistas que han dado fuerza más concisay clara al argumento de la simplicidad del al-ma, voy a tomarlo de él tal y como lo expone enel capítulo 1 de la Psicología de su Curso de

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Filosofa Elemental. «El alma humana es simple»,dice. Y añade: «Es simple lo que carece de par-tes, y el alma no las tiene. Supóngase que hayentre ellas las partes, A, B, C; pregunto: ¿Dóndereside el pensamiento? Si sólo en A, están demás B y C; y, por consiguiente, el sujeto simpleA será el alma. Si el pensamiento reside en A, By C, resulta el pensamiento dividido en partes,lo que es absurdo. ¿Qué serán una percepción,una comparación, un juicio, un raciocinio, dis-tribuidos en tres sujetos?» Más evidente peti-ción de principio no cabe. Empieza por darsecomo evidente que el todo, como todo, no pue-de juzgar. Prosigue Balmes: «La unidad de con-ciencia se opone a la división del alma; cuandopensamos, hay un sujeto que sabe todo lo quepiensa, y esto es imposible atribuyéndole par-tes. Del pensamiento que está en la A, nadasabrán B ni C, y recíprocamente; luego no habráuna conciencia de todo el pensamiento; cadaparte tendrá su conciencia especial, y dentro denosotros habrá tantos seres pensantes cuantas

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sean las partes.» Sigue la petición de principio;supónese, porque sí, sin prueba alguna, que untodo como todo no puede percibir unitariamen-te. Y luego, Balmes pasa a preguntar si esaspartes A, B, C, son simples o compuestas y re-pite el argumento hasta venir a parar a que elsujeto pensante tiene que ser una parte que nosea todo, esto es, simple. El argumento se basa,como se ve, en la unidad de apercepcion y dejuicio. Y luego trata de refutar el supuesto deapelar a una comunicación de las partes entresí.

Balmes, y con él los espiritualistas a priorique tratan de racionalizar la fe en la inmortali-dad del alma, dejan de lado la única explicaciónracional: la de que la apercepción y el juicio sonuna resultante, la de que son las percepciones olas ideas mismas componentes las que se con-cuerdan. Empiezan por suponer algo fuera ydistinto de los estados de conciencia que no esel cuerpo vivo que los soporta, algo que no soyyo, sino que está en mí.

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El alma es simple, dicen otros, porque sevuelve sobre sí toda entera. No, el estado deconciencia A, en que pienso en mi anterior es-tado de conciencia B, no es este mismo. O sipienso en mi alma, pienso en una idea distintadel acto en que pienso en ella. Pensar que sepiensa, nada más, no es pensar.

El alma es el principio de la vida. Sí; tambiénse ha ideado la categoría de fuerza o de energíacomo principio del movimiento. Pero esos sonconceptos, no fenómenos, no realidades exter-nas. El principio del movimiento, ¿se mueve? Ysólo tiene realidad externa lo que se mueve. ¿Elprincipio de la vida vive? Con razón escribíaHume: «Jamás me encuentro con esta idea demí mismo, sólo me observo deseando u obran-do o sintiendo algo.» La idea de algo indivi-dual, de este tintero que tengo delante, de esecaballo que está a la puerta de casa, de ellos dosy no de otros cualesquiera individuos de suclase, es el hecho, el fenómeno mismo. La ideade mí mismo soy yo. Todos los esfuerzos para

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sustantivar la conciencia, haciéndola indepen-diente de la extensión -recuérdese que Descar-tes oponía el pensamiento a la extensión-, noson sino sofísticas argucias para asentar la ra-cionalidad de la fe en que el alma es inmortal.Se quiere dar valor de realidad objetiva a lo queno la tiene, a aquello cuya realidad no está sinoen el pensamiento. Y la inmortalidad que apete-cemos es una inmortalidad fenoménica, es unacontinuación de esta vida.

La unidad de la conciencia no es para la psi-cología científica -la única racional- sino unaunidad fenoménica. Nadie puede decir que seauna unidad sustancial. Es más aún, nadie pue-de decir que sea una sustancia. Porque la no-ción de sustancia es una categoría no fenoméni-ca. Es el número y entra, en rigor, en lo incono-cible. Es decir, según se le aplique. Pero en suaplicación trascendente es algo en realidad in-conocible y en rigor irracional. Es el conceptomismo de sustancia lo que una razón despreve-nida reduce a un uso que está muy lejos de

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aquella su aplicación pragmática a que James serefería.

Y no salva esta aplicación el tomarla idealísti-camente, según el principio berkeleyano de queser es percibido, esse est percipi. Decir que todoes idea o decir que todo es espíritu, es lo mismoque decir que todo es materia o que todo esfuerza, pues si siendo todo bien o todo espíritu,este diamante es idea o espíritu, lo mismo quemi conciencia; no se ve por qué no ha de persis-tir eternamente el diamante, si mi conciencia,por ser idea o espíritu, persiste siempre.

Jorge Berkeley, obispo anglicano de Cloyne yhermano en espíritu del también obispo angli-cano José Butler, quería salvar como este la feen la inmortalidad del alma. Desde las primeraspalabras del Prefacio de su Tratado referente a losprincipios del conocimiento humano (A Treatiseconcerning the Principles of human Knowledge),nos dice que este tratado parece útil, especial-mente para los tocados de escepticismo o quenecesitan una demostración de la existencia e

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inmaterialidad de Dios y de la inmortalidadnatural del alma. En el capítulo CXL estableceque tenemos una idea o más bien noción delespíritu, conociendo otros espíritus por mediode los nuestros, de lo cual afirma redondamen-te, en el párrafo siguiente, que se sigue la natu-ral inmortalidad del alma. Y aquí entra en unaserie de confusiones basadas en la ambigüedadque al término noción da. Y es después dehaber establecido casi como per saltum la inmor-talidad del alma porque esta no es pasiva, comolos cuerpos, cuando pasa en el capítulo CXLVIIa decirnos que la existencia de Dios es más evi-dente que la del hombre. ¡Y decir que hayquien, a pesar de esto, duda de ella!

Complicábase la cuestión porque se hacía dela conciencia una propiedad del alma, que eraalgo más que ella, es decir, una forma sustan-cial del cuerpo, originadora de las funcionesorgánicas todas de este. El alma no

sólo piensa, siente y quiere, sino mueve alcuerpo y origina sus funciones vitales; en el

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alma humana se unen las funciones vegetati-vas, animal y racional. Tal es la doctrina. Peroel alma separada del cuerpo no puede tener yafunciones vegetativas y animales.

Para la razón, en fin, un conjunto de verdade-ras confusiones.

A partir del Renacimiento y la restitución delpensamiento puramente racional y emancipadode toda teología, la doctrina de la inmortalidaddel alma se estableció con Alejandro Afrodi-siense, Pedro Pomponazzi y otros. Y en rigor,poco o nada puede agregarse a cuanto Pompo-nazzi dejó escrito en su Tractatus de inmortalitateanimae. Esa es la razón y es inútil darle vueltas.

No han faltado, sin embargo, quienes hayantratado de apoyar empíricamente la fe en lainmortalidad del alma, y ahí está la obra deFrederic W. H. Myers sobre la personalidadhumana y su sobrevivencia a la muerte corpo-ral: Human personality and its survival of bodilydeath. Nadie se ha acercado con más ansia queyo a los dos gruesos volúmenes de esta obra, en

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que el que fue alma de la Sociedad de Investi-gaciones Psíquicas -Society for Psychical Rese-arch- ha resumido el formidable material de da-tos, sobre todo género de corazonadas, apari-ciones de muertos, fenómenos de sueño, tele-patía, hipnotismo, automatismo sensorial, éxta-sis y todo lo que constituye el arsenal espiritis-ta. Entré en su lectura, no sólo sin la prevenciónde antemano que a tales investigaciones guar-dan los hombres de ciencia, sino hasta preveni-do favorablemente, como quien va a buscarconfirmación a sus más íntimos anhelos; peropor esto la decepción fue mayor. A pesar delaparato de crítica, todo eso en nada se diferen-cia de las milagrerías medievales. Hay en elfondo un error de método, de lógica.

Y si la creencia en la inmortalidad del almano ha podido hallar comprobación empíricaracional, tampoco le satisface el panteísmo.Decir que todo es Dios, y que al morir volve-mos a Dios, mejor dicho seguimos en Él, nadavale a nuestro anhelo; pues si es así, antes de

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nacer, en Dios estábamos, y si volvemos al mo-rir adonde antes de nacer estábamos, el almahumana, la conciencia individual, es perecede-ra. Y como sabemos muy bien que Dios, el Diospersonal y consciente del monoteísmo cristiano,no es sino el productor, y sobre todo el garanti-zador de nuestra inmortalidad, de aquí que sedice, y se dice muy bien, que el panteísmo no essino un ateísmo disfrazado. Y yo creo que sindisfrazar. Y tenían razón los que llamaron ateoa Spinoza, cuyo panteísmo es el más lógico, elmás racional. Ni salva el anhelo de inmortali-dad, sino que lo disuelve y hunde, el agnosti-cismo o doctrina de lo inconocible, que cuandoha querido dejar a salvo los sentimientos reli-giosos ha procedido siempre con la más refina-da hipocresía. Toda la primera parte, y sobretodo su capítulo V, el titulado «Reconciliación»-entre la razón y la fe, o la religión y la cienciase entiende- de los Primeros principios de Spen-cer es un modelo, a la vez que de superficiali-dad filosófica y de insinceridad religiosa, del

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más refinado canto británico. Lo inconocible, sies algo más que lo meramente desconocidohasta hoy, no es sino un concepto puramentenegativo, un concepto de límite. Y sobre eso nose edifica sentimiento alguno.

La ciencia de la religión, por otra parte, de lareligión como fenómeno psíquico individual ysocial sin entrar en la validez objetiva trascen-dente de las afirmaciones religiosas, es unaciencia que, al explicar el origen de la fe en queel alma es algo que puede vivir separado delcuerpo, ha destruido la racionalidad de estacreencia. Por más que el hombre religioso repi-ta con Schleiermacher: «la cien-

cia no puede enseñarte nada, aprenda ella deti», por dentro le queda otra.

Por cualquier lado que la cosa se mire, siem-pre resulta que la razón se pone enfrente denuestro anhelo de inmortalidad personal, y nosle contradice. Y es que en rigor la razón esenemiga de la vida.

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Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a lamuerte como a la estabilidad la memoria. Lovivo, lo que es absolutamente inestable, lo ab-solutamente individual, es, en rigor, ininteligi-ble. La lógica tira a reducirlo todo a entidades ya género, a que no tenga cada representaciónmás que un solo y mismo contenido en cual-quier lugar, tiempo o relación en que se nosocurra. Y no hay nada que sea lo mismo en losmomentos sucesivos de su ser. Mi idea de Dioses distinta cada vez que la concibo. La identi-dad, que es la muerte, es la aspiración del inte-lecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo sele escapa; quiere cuajar en témpanos la corrien-te fugitiva, quiere fijarla. Para analizar un cuer-po, hay que menguarlo o destruirlo. Para com-prender algo hay que matarlo, enrigidecerlo enla mente. La ciencia es un cementerio de ideasmuertas, aunque de ellas salga vida. Tambiénlos gusanos se alimentan de cadáveres. Mispropios pensamientos, tumultuosos y agitadosen los senos de mi mente, desgajados de su raíz

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cordial, vertidos a este papel y fijados en él enformas inalterables, son ya cadáveres de pen-samientos. ¿Cómo, pues, va a abrirse la razón ala revelación de la vida? Es un trágico combate,es el fondo de la tragedia, el combate de la vidacon la razón. ¿Y la verdad? ¿Se vive o se com-prende?

No hay sino leer el terrible Parménides dePlatón, y llegar a su conclusión trágica de que«el uno existe y no existe, y él y todo lo otroexisten y no existen, aparecen y no aparecen enrelación a sí mismos, y unos a otros».

Todo lo vital es irracional, y todo lo racionales antivital, porque la razón es esencialmenteescéptica.

Lo racional, en efecto, no es sino lo relacional;la razón se limita a relacionar elementos irra-cionales. Las matemáticas son la única cienciaperfecta en cuanto suman, restan, multiplican ydividen números, pero no cosas reales y debulto; en cuanto es la más formal de las cien-

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cias. ¿Quién es capaz de extraer la raíz cúbicade este fresno?

Y, sin embargo, necesitamos de la lógica, deeste poder terrible, para transmitir pensamien-tos y percepciones y hasta para pensar y perci-bir, porque pensamos con palabras, percibimoscon formas. Pensar es hablar uno consigo mis-mo, y el habla es social, y sociales son el pensa-miento y la lógica. Pero ¿no tienen acaso uncontenido, una materia individual, intransmisi-ble e intraductible? ¿Y no está aquí su fuerza?

Lo que hay es que el hombre, prisionero de lalógica, sin la cual no piensa, ha querido siempreponerla al servicio de sus anhelos, y sobre tododel fundamental anhelo. Se quiso tener siemprea la lógica, y más en la Edad Media, al serviciode la teología y de la jurisprudencia, que part-ían ambas de lo establecido por la autoridad. Lalógica no se propuso hasta muy tarde el pro-blema del conocimiento, el de la validez de ellamisma, el examen de los fundamentos metalo-gicos.

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«La teología occidental -escribe Stanley- esesencialmente lógica en su forma y se basa en lafilosofía. El teólogo latino sucedió al abogadoromano; el teólogo oriental al sofista griego».

Y todas las elucubraciones pretendidas racio-nales o lógicas en apoyo de nuestra hambre deinmortalidad, no son sino abogacía y sofistería.

Lo propio y característico de la abogacía, enefecto, es poner la lógica al servicio de una tesisque hay que defender, mientras el método, ri-gurosamente científico, parte de los hechos, delos datos que la realidad nos ofrece para llegaro no llegar a la conclusión. Lo importante esplantear bien el problema, y de aquí que el pro-greso consiste, no pocas veces, en deshacer lohecho. La abogacía supone siempre una peti-ción de principios, y sus argumentos todos sonad probandum. Y la teología supuesta racionalno es sino abogacía.

La teología parte del dogma, y dogma, Sóypaen su sentido primitivo y más directo, significadecreto, algo como el latín placitum, lo que ha

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parecido que debe ser ley a la autoridad legisla-tiva. De este concepto jurídico parte la teología.Para el teólogo, como para el abogado, el dog-ma, la ley es algo dado, un punto de partidaque no se discute sino en cuanto a su aplicacióny a su más recto sentido. Y de aquí que el espí-ritu teológico o abogadesco sea en su principiodogmático, mientras el espíritu estrictamentecientífico, puramente racional, es escéptico, 6x--zaixós esto es, investigativo. Y añado en suprincipio, porque el otro sentido del términoescepticismo, el que tiene hoy más corriente-mente, el de un sistema de duda, de recelo y deincertidumbre, ha nacido del empleo teológicoo abogadesco de la razón, del abuso del dogma-tismo. El querer aplicar la ley de autoridad, elplacitum, el dogma, a distintas y a las veces con-trapuestas necesidades prácticas, es lo que haengendrado el escepticismo de duda. Es la abo-gacía, o lo que es igual, la teología, la que ense-ña a desconfiar de la razón, y no la verdaderaciencia, la ciencia investigativa, escéptica en el

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sentido primitivo y directo de este término, queno camina a una solución ya prevista ni proce-de sino a enseñar una hipótesis.

Tomad la Summa Theologica, de santo Tomás,el clásico monumento de la teología -esto es, dela abogacía- católica, y abridla por dondequie-ra. Lo primero la tesis: utrum... si tal cosa es asío de otro modo; en seguida las objeciones: sedcontra est... o respondeo dicendum... Pura abogac-ía. Y en el fondo de una gran parte, acaso de lamayoría de sus argumentos hallaréis una fala-cia lógica que puede expresarse more scholasticocon este silogismo: Yo no comprendo estehecho sino dándole esta explicación; es así quetengo que comprenderlo, luego esta tiene queser su explicación. O me quedo sin compren-derlo. La verdadera ciencia enseña, ante todo, adudar y a ignorar; la abogacía ni duda ni creeque ignora. Necesita de una solución.

A este estado de ánimo en que se supone,más o menos a conciencia, que tenemos queconocer una solución, acompaña aquello de las

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funestas consecuencias. Coged cualquier libroapologético, es decir, de teología abogadesca, yveréis con qué frecuencia os econtrareis conepígrafes que dicen: «Funestas consecuenciasde esta doctrina.» Y las consecuencias funestasde una doctrina, probarán, a lo sumo, que estadoctrina es funesta, pero no que es falsa, por-que falta probar que lo verdadero sea lo quemás conviene. La identificación de la verdad yel bien no es más que un piadoso deseo. A. Vi-net, en sus Études sur Blaise Pascal, dice: «De lasdos necesidades que trabajan sin cesar a la na-turaleza humana, la de la felicidad no es sólo lamás universalmente sentida y más constante-mente experimentada, sino que es también lamás imperiosa. Y esta necesidad no es sólo sen-sitiva; es intelectual. No sólo para el alma, sinotambién para el espíritu, es una necesidad ladicha. La dicha forma parte de la verdad.» Estaproposición última: le bonheur fait partie de lavérité, es una proposición profundamente abo-gadesca, pero no científica ni de razón pura.

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Mejor sería decir que la verdad forma parte dela dicha en un sentido tertulianesco, de credoquia absurdum, que en rigor quiere decir: credoquia consolans, creo porque es cosa que me con-suela.

No, para la razón, la verdad es lo que se pue-de demostrar que es, que existe, consuélenos ono. Y la razón no es ciertamente una facultadconsoladora. Aquel terrible poeta latino, Lucre-cio, bajo cuya aparente serenidad y ataraxiaepicúrea tanta desesperación se cela, decía quela piedad consiste en poder contemplarlo todocon el alma serena, pacata posse mente omnia tue-ri. Y fue este Lucrecio el mismo que escribióque la religión puede inducirnos a tantos ma-les: tantum religio potuit suadere malorum. Y esque la religión, y sobre todo la cristiana mástarde, fue, como dice el Apóstol, un escándalopara los judíos y una locura para los intelectua-les. Tácito llamó a la religión cristiana, a la de lainmortalidad del alma, perniciosa superstición,

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exitialis superstitio, afirmando que envolvía unodio al género humano, odium generis humani.

Hablando de la época de estos hombres, de laépoca más genuinamente racionalista, escribíaFlaubert a madame Roger de Genettes estaspreñadas palabras: «Tiene usted razón; hay quehablar con respeto de Lucrecio; no le veo com-parable sino a Byron, y Byron no tiene ni sugravedad ni la sinceridad de su tristeza. La me-lancolía antigua me parece más profunda quela de los modernos, que sobrentienden todosmás o menos la inmortalidad de más allá delagujero negro. Pero para los antiguos este aguje-ro negro era el infinito mismo; sus ensueños sedibujan y pasan sobre un fondo de ébano inmu-table. No existiendo ya los dioses, y no exis-tiendo todavía Cristo, hubo, desde Cicerón aMarco Aurelio, un momento único en que elhombre estuvo solo. En ninguna parte encuen-tro esta grandeza; pero lo que hace a Lucreciointolerable es su física, que da como positiva. Si

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es débil, es por no haber dudado bastante, haquerido explicar, ¡concluir!».

Sí, Lucrecio quiso concluir, solucionar y, loque es peor, quiso hallar en la razón consuelo.Porque hay también una abogacía antiteológicay un odium antitheologicum.

Muchos, muchísimos hombres de ciencia, lamayoría de los que se llaman a sí mismos ra-cionalistas, lo padecen. El racionalista se con-duce racionalmente, esto es, está en su papelmientras se limita a negar que la razón satis-faga a nuestra hambre vital de inmortalidad;pero, pronto poseído de la rabia de no podercreer, cae en la irritación del odium antitheologi-cum, y dice con los fariseos: «Estos vulgares queno saben la ley, son malditos.» Hay mucho deverdad en aquellas palabras de Soloviev: «Pre-siento la proximidad de tiempos en que loscristianos se reúnan de nuevo en las catacum-bas porque se persiga la fe, acaso de una mane-ra menos brutal que en la época de Nerón, pero

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con un rigor no menos refinado, por la mentira,la burla y todas las hipocresías.»

El odio antiteológico, la rabia cientificista -nodigo científica- contra la fe en otra vida, es evi-dente. Tomad no a los más serenos investiga-dores científicos, los que saben dudar, sino a losfanáticos del racionalismo, y ved con qué gro-sera brutalidad hablan de la fe. A Vogt le pa-recía probable que los apóstoles ofreciesen en laestructura del cráneo marcados caracteres si-mianos; de las groserías de Haeckel, este su-premo incomprensivo, no hay que hablar; tam-poco de las de Büchner; Virchov mismo no seve libre de ellas. Y otros lo hacen más sutilmen-te. Hay gentes que parece como si no se limita-sen a creer que haya otra vida, o mejor dicho, acreer que no la hay, sino que les molesta y due-le que otros crean en ella, o hasta que quieranque la haya. Y esta posición es despreciable asícomo es digna de respeto la de aquel que, em-peñándose en creer que la hay, porque la nece-sita, no logra creerlo. Pero de este nobilísimo, y

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el más profundo, y el más humano, y el másfecundo estado de ánimo, el de la desespera-ción, hablaremos más adelante.

Y los racionalistas que no caen en la rabia an-titeológica se empeñan en convencer al hombreque hay motivos para vivir y hay consuelo dehaber nacido, aunque haya de llegar un tiempo,al cabo de más o menos, decenas, centenas omillones de siglos, en que toda concienciahumana haya desaparecido. Y estos motivos devivir y obrar, esto que algunos llaman huma-nismo, son la maravilla de la oquedad afectivay emocional del racionalismo y de su estupen-da hipocresía, empeñada en sacrificar la since-ridad a la veracidad, y en no confesar que larazón es una potencia desconsoladora y disol-vente.

¿He de volver a repetir lo que ya he dicho so-bre todo eso de fraguar cultura, de progresar,de realizar el bien, la verdad y la belleza, detraer la justicia a la tierra, de hacer mejor la vi-da para los que nos sucedan, de servir a no sé

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qué destino, sin preocuparnos del fin último decada uno de nosotros? ¿He de volver a hablarosde la suprema vaciedad de la cultura, de laciencia, del arte, del bien, de la verdad, de labelleza, de la justicia... de todas estas hermosasconcepciones, si al fin y al cabo dentro de cua-tro días o dentro de cuatro millones de siglos -que para el caso es igual-, no ha de existir con-ciencia humana que reciba la cultura, la ciencia,el arte, el bien, la verdad, la belleza, la justicia,y todo lo demás así?

Muchas y muy variadas son las invencionesracionalistas -más o menos racionales- con quedesde los tiempos de epicúreos y estoicos se hatratado de buscar en la verdad racional consue-lo y de convencer a los hombres, aunque losque de ello trataron no estuviesen en sí mismosconvencidos de que hay motivos de obrar yalicientes de vivir, aun estando la concienciahumana destinada a desaparecer un día.

La posición epicúrea, cuya forma extrema ymás grosera es la de «comamos y bebamos, que

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mañana moriremos», o el carpe diem horaciano,que podría traducirse por «vive al día», no es,en el fondo, distinta de la posición estoica consu «cumple con lo que la conciencia moral tedicte, y que sea después lo que fuere». Ambasposiciones tienen una base común, y lo mismoes el placer por el placer mismo que el deberpor el mismo deber.

El más lógico y consecuente de los ateos,quiero decir de los que niegan la persistencia entiempo futuro indefinido de la conciencia indi-vidual, y el más piadoso a la vez de ellos, Spi-noza, dedicó la quinta y última parte de su Éticaa dilucidar la vía que conduce a la libertad y afijar el concepto de la felicidad. ¡El concepto! ¡Elconcepto y no el sentimiento! Para Spinoza, queera un terrible intelectualista, la felicidad, labeatitudo, es un concepto, y el amor a Dios unamor intelectual. Después de establecer en laproposición 21 de esta parte quinta que «lamente no puede imaginarse nada ni acordarsede las cosas pasadas, sino mientras dura el

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cuerpo» -lo que equivale a negar la inmortali-dad del alma, pues un alma que separada delcuerpo en que vivió no se acuerda ya de su pa-sado, ni es inmortal ni es alma- procede a de-cirnos en la proposición 23 que la «mentehumana no puede destruirse en absoluto con elcuerpo, sino que queda algo de ella, que eseterno», y esta eternidad de la mente es ciertomodo de pensar. Mas no os dejéis engañar; nohay tal eternidad de la mente individual. Todoes sub aeternitatis specie, es decir, un puro enga-ño. Nada más triste, nada más desolador, nadamás antivital que esta felicidad, esa beatitudospinoziana, que consiste en el amor intelectuala Dios, el cual no es sino el amor mismo deDios, el amor con que Dios se ama a sí mismo(prop. 36). Nuestra felicidad, es decir, nuestralibertad, consiste en el constante y eterno amorde Dios a los hombres. Así dice el escolio deesta proposición 36. Y todo para concluir en laproposición final de toda la Ética, en su coro-namiento, con aquello de que la felicidad no es

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el premio de la virtud, sino la virtud misma.¡Lo de todos! O dicho en plata: que de Diossalimos y a Dios volvemos; lo que, traducido allenguaje vital, sentimental, concreto, quieredecir que mi - conciencia personal brotó de lanada, de mi inconsciencia, y a la nada volverá.

Y esa voz tristísima y desoladora de Spinozaes la voz misma de la razón. Y la libertad deque nos habla es una libertad terrible. Y contraSpinoza y su doctrina de la felicidad no cabesino un argumento incontestable: el argumentoad hominem. ¿Fue feliz él, Baruc Spinoza, mien-tras para acallar su íntima infelicidad disertabasobre la felicidad misma? ¿Fue él libre?

En el escolio a la proposición 41 de esta mis-ma última y más trágica parte de esa formida-ble tragedia de su Ética, nos habla el pobre jud-ío desesperado de Amsterdam, de la persua-sión común del vulgo sobre la vida eterna.Oigámosle: «Parece que creen que la piedad yla religión y todo lo que se refiere a la fortalezade ánimo, son cargas que hay que deponer

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después de la muerte, y esperan recibir el pre-cio de la servidumbre, no de la piedad y la reli-gión. Y no sólo por esta esperanza, sino tam-bién, y más principalmente, por el miedo de sercastigados con terribles suplicios después de lamuerte, se mueven a vivir conforme a la pres-cripción de la ley divina en cuanto les lleva sudebilidad y su ánimo impotente; y si no fuesepor esta esperanza y este miedo, y creyeran,por el contrario, que las almas mueren con loscuerpos, ni les quedara el vivir más tiempo sinomiserables bajo el peso de la piedad volverían asu índole, prefiriendo acomodarlo todo a sugusto y entregarse a la fortuna más que a símismos. Lo cual no parece menos absurdo quesi uno, por no creer poder alimentar a su cuer-po con buenos alimentos para siempre prefirie-se saturarse de venenos mortíferos, o porque veque el alma no es eterna e inmortal, prefiera sersin alma (amens) y vivir sin razón; todo lo cuales tan absurdo que apenas merece ser refutado

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(quae adeo absurda sunt, ut vix recenseri merean-tur). »

Cuando se dice de algo que no merece siquie-ra refutación, tenedlo por seguro, o es una in-signe necedad, y en este caso ni eso hay quedecir de ella, o es algo formidable, es la clavemisma del problema. Y así es en este caso. Por-que sí, pobre judío portugués desterrado deHolanda, sí, que quien se convenza, sin rastrode duda, sin el más leve resquicio de incerti-dumbre salvadora, de que su alma no es inmor-tal, prefiera ser sin alma, amens, o irracional, oidiota, prefiera no haber nacido, no tiene nada,absolutamente nada de absurdo. Él, pobre judíointelectualista definidor del amor intelectual yde la felicidad, ¿fue feliz? Porque este y no otroes el problema. «¿De qué te sirve saber definirla compunción, si no la sientes?», dice Kempis.Y, ¿de qué te sirve meterte a definir la felicidadsi no logra uno con ello ser feliz? Aquí encajaaquel terrible cuento de Diderot sobre el eunu-co que, para mejor poder escoger esclavas con

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destino al harén del sultán, su dueño, quisorecibir lecciones de estética de un marsellés. Ala primera lección, fisiológica, brutal y carnal-mente fisiológica, exclamó el eunuco compun-gido: «¡Está visto que yo nunca sabré estética!»Y así es; ni los eunucos sabrán nunca estéticaaplicada a la selección de mujeres hermosas, nilos puros racionalistas sabrán ética nunca, nillegarán a definir la felicidad, que es una cosaque se vive y se siente, y no una cosa que serazona y se define.

Y ahí tenemos otro racionalista, este no ya re-signado y triste, como Spinoza, sino rebelde, yfingiéndose hipócritamente alegre, cuando erano menos desesperado que el otro; ahí tenéis aNietzsche, que inventó matemáticamente (!!!)aquel remedio de la inmortalidad del alma quese llama la vuelta eterna, y que es la más for-midable tragicomedia o comitragedia. Siendo elnúmero de átomos o primeros elementos irre-ductibles finitos, en el universo eterno tiene quevolver alguna vez a darse una combinación

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como la actual, y por lo tanto, tiene que repetir-se un número eterno de veces lo que ahora pa-sa. Claro está, y así como volveré a vivir la vidaque estoy viviendo, la he vivido ya infinitasveces, porque hay una eternidad hacia el pasa-do, a parte ante, como la habrá en el porvenir, aparte post. Pero se da el triste caso de que yo nome acuerdo de ninguna de mis existencias an-teriores, ni es posible que me acuerde de ellas,pues dos cosas absoluta y totalmente idénticasno son sino una sola. En vez de suponer quevivimos en un universo finito, de un número fi-nito de primeros elementos componentes irre-ductibles, suponer que vivamos en un universoinfinito, sin límite en el espacio -la cual infini-tud concreta no es menos inconcebible que laeternidad concreta, en el tiempo-, y entoncesresultará que este nuestro sistema, el de la VíaLáctea, se repite infinitas veces en el infinito delespacio, y que estoy yo viviendo infinitas vidas,todas exactamente idénticas. Una broma, comoveis, pero no menos cómica, es decir, no menos

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trágica que la de Nietzsche, la del león que seríe. ¿Y de qué se ríe el león? Yo creo que de ra-bia, porque no acaba de consolarle eso de queha sido ya el mismo león antes y que volverá aserlo.

Pero es que tanto Spinoza como Nietzscheeran, sí, racionalistas, cada uno de ellos a sumodo; pero no eran eunucos espirituales; ten-ían corazón, sentimiento y, sobre todo, hambre,un hambre loca de eternidad, de inmortalidad.El eunuco corporal no siente la necesidad dereproducirse carnalmente, en cuerpo, y el eu-nuco espiritual tampoco siente el hambre deperpetuarse.

Cierto es que hay quienes aseguran que conla razón les basta, y nos aconsejan desistamosde querer penetrar en lo impenetrable. Mas deestos que dicen no necesitar de fe alguna envida personal eterna para encontrar alicientesde vida y móviles de acción, no sé qué pensar.También un ciego de nacimiento puede asegu-rarnos que no siente gran deseo de gozar del

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mundo de la visión, ni mucha angustia por nohaberlo gozado, y hay que creerlo, pues de lototalmente desconocido no cabe anhelo poraquello de nihil volitum quin praecognitum; nocabe querer sino lo de antes conocido; pero elque alguna vez en su vida o en sus mocedadeso temporalmente ha llegado a abrigar la fe en lainmortalidad del alma, no puede persuadirmea creer que se aquiete sin ella. Y en este res-pecto apenas cabe entre nosotros la ceguera denacimiento, como no sea por una extraña abe-rración. Que aberración y no otra cosa es elhombre mera y exclusivamente racional.

Más sinceros, mucho más sinceros son los quedicen: «De eso no se debe hablar, que es perderel tiempo y enervar la voluntad; cumplamosaquí nuestro deber, y sea luego lo que fuere»;pero esta sinceridad oculta una más profundainsinceridad. ¿Es que acaso con decir: «De esono se debe hablar», se consigue que uno nopiense en ello? ¿Que se enerva la voluntad?...¿Y qué? ¿Que nos incapacita para una acción

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humana? ¿Y qué? Es muy cómodo decirle alque tiene una enfermedad mortal, que le con-dena a corta vida y lo sabe, que no piense enello.

Méglio operando obliare, senza indagarlo,questo enorme mistero de l'universo!

«Mejor obrando olvidar, sin indagarlo, esteenorme misterio del universo», escribió Car-ducci en su Idilio maremmano, el mismo Car-ducci que al final de su obra Sobre el Monte Ma-rio nos habló de que la Tierra, madre del almafugitiva, ha de llevar en torno al Sol gloria ydolor

hasta que bajo el Ecuador rendida,a las llamadas del calor que huye,la ajada prole una mujer tan sólotenga y un hombre,que erguidos entre trozos de montañas,en muertos bosques, lívidos, con ojos

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vítreos te vean sobre inmenso cielo,¡oh, sol, ponerte!.

¿Pero es posible trabajar en algo serio y dura-dero, olvidando el enorme misterio del univer-so y sin inquirirlo? ¿Es posible contemplarlotodo con alma serena, según la piedad lucre-ciana, pensando que un día no se ha de reflejareso todo en conciencia humana alguna?

«¿Sois felices?», pregunta Caín en el poemabyroniano a Lucifer, príncipe de los intelectua-les, y este le responde: «Somos poderosos»; yCaín replica: «¿Sois felices?», y entonces el granIntelectual le dice: «No; ¿lo eres tú?» Y másadelante este mismo Luzbel dice a Adah, her-mana y mujer de Caín: «Escoge entre el Amor yla Ciencia, pues no hay otra elección.» Y en estemismo estupendo poema, al decir Caín que elárbol de la ciencia del bien y del mal era unárbol mentiroso, porque «no sabemos nada, ysu prometida ciencia fue al precio de la muer-te», Luzbel le replica: «Puede ser que la muerte

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conduzca al más alto conocimiento. Es decir, ala nada.»

En todos estos pasajes donde he traducidociencia, dice lord Byron Knowledge, conocimien-to; el francés science y el alemán Wissenschaft alque muchos enfrentan la wisdom -sagesse fran-cesa y Weischeit alemana- la sabiduría. «La cien-cia llega, pero la sabiduría se retarda, y trae unpecho cargado, lleno de triste experiencia,avanzando hacia la quietud de su descanso.»

Knowledge comes, but wisdom lingers, and hebears a ladem, breast. Full of sad experience, movingtoward the stillness of his rest,

dice otro lord, Tennyson, en su Locksley Hall.¿Y qué es esta sabiduría, que hay que ir a bus-carla principalmente en los poetas, dejando laciencia? Está bien que se diga, con Mattew Ar-nold -en su prólogo a los poemas de Words-worth-, que la poesía es la realidad, y la filosof-ía

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la ilusión; la razón es siempre la razón, y larealidad la realidad, lo que se puede probar queexiste fuera de nosotros, consuélenos o des-espérenos.

No sé por qué tanta gente se escandalizó ohizo que se escandalizaba cuando Brunetiérevolvió a proclamar la bancarrota de la ciencia.Porque la ciencia, en cuanto sustitutiva de lareligión, y la razón en cuanto sustitutiva de lafe, han fracasado siempre. La ciencia podrásatisfacer, y de hecho satisface en una medidacreciente, nuestras crecientes necesidades lógi-cas o mentales, nuestro anhelo de saber y cono-cer la verdad, pero la ciencia no satisface nues-tras necesidades afectivas y volitivas, nuestrahambre de inmortalidad, y lejos de satisfacerla,contradícela. La verdad racional y la vida estánen contraposición. ¿Y hay acaso otra verdadque la verdad racional?

Debe quedar, pues, sentado que la razón, larazón humana, dentro de sus límites no sólo noprueba racionalmente que el alma sea inmortal

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y que la conciencia humana haya de ser en laserie de los tiempos venideros indestructible,sino que prueba más bien, dentro de sus lí-mites, repito, que la conciencia individual nopuede persistir después de la muerte del orga-nismo corporal de que depende. Y esos límites,dentro de los cuales digo que la razón humanaprueba esto, son los límites de la racionalidad,de lo que conocemos comprobadamente. Fuerade ellos está lo irracional, que es lo mismo quese llame sobrerracional que infrarracional ocontrarracional; fuera de ellos está el absurdode Tertuliano, el imposible del certum est, quiaimpossibile est. Y este absurdo no puede apoyar-se sino en la más absoluta incertidumbre.

La disolución racional termina en disolver larazón misma, en el más absoluto escepticismo,en el fenomenalismo de Hume o en el contin-gencialismo absoluto de Stuart Mill, este el másconsecuente y lógico de los positivistas. Eltriunfo supremo de la razón, facultad analítica,esto es, destructiva y disolvente, es poner en

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duda su propia validez. Cuando hay una úlceraen el estómago acaba este por digerirse a símismo. Y la razón acaba por destruir la validezinmediata y absoluta del concepto de verdad ydel concepto de necesidad. Ambos conceptosson relativos; ni hay verdad ni hay necesidadabsoluta. Llamamos verdadero a un conceptoque concuerda con el sistema general de nues-tros conceptos todos; verdadera a una percep-ción que no contradice al sistema de nuestraspercepciones; verdad es coherencia. Y en cuan-to al sistema todo, al conjunto, como no hayfuera de él nada para nosotros conocido, nocabe decir que sea o no verdadero. El universoes imaginable que sea en sí, fuera de nosotros,muy de otro modo que como a nosotros se nosaparece, aunque esta sea una suposición quecarezca de todo sentido racional. Y en cuanto ala necesidad, ¿la hay absoluta? Necesario no essino lo que es y en cuanto es, pues en otro sen-tido más trascendental, ¿qué necesidad absolu-ta, lógica, independiente del hecho de que el

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universo existe, hay de que haya universo nicosa alguna?

El absoluto relativismo, que no es ni más nimenos que el escepticismo, en el sentido másmoderno de esta denominación, es el triunfosupremo de la razón raciocinante.

Ni el sentimiento logra hacer del consueloverdad, ni la razón logra hacer de la verdadconsuelo; pero esta segunda, la razón, proce-diendo sobre la verdad misma, sobre el concep-to mismo de realidad, logra hundirse en unprofundo escepticismo. Y en este abismo en-cuéntrase el escepticismo racional con la deses-peración sentimental, y de este encuentro es dedonde sale una base -¡terrible base!- de consue-lo. Vamos a verlo.

VI

EN EL FONDO DEL ABISMO

Paree unicae spei totius orbis.

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(TERTULLIANUS, Adversus Marcionem, 5.)

Ni, pues, el anhelo vital de inmortalidadhumana halla confirmación racional, ni tampo-co la razón nos da aliciente y consuelo de viday verdadera finalidad a esta. Mas he aquí queen el fondo del abismo se encuentran la deses-peración sentimental y volitiva y el escepticis-mo racional frente a frente, y se abrazan comohermanos. Y va a ser de este abrazo, un abrazotrágico, es decir, entrañadamente amoroso, dedonde va a brotar manantial de vida, de unavida seria y terrible. El escepticismo, la in-certidumbre, última posición a que llega larazón ejerciendo su análisis sobre sí misma,sobre su propia validez, es el fundamento sobreque la desesperación del sentimiento vital ha defundar su esperanza.

Tuvimos que abandonar, desengañados, laposición de los que quieren hacer verdad racio-nal y lógica del consuelo, pretendiendo probar

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su racionalidad, o por lo menos su no irraciona-lidad, y tuvimos también que abandonar laposición de los que querían hacer de la verdadracional consuelo y motivo de vida. Ni una niotra de ambas posiciones nos satisfacía. La unariñe con nuestra razón, la otra con nuestro sen-timiento. La paz entre estas dos potencias sehace imposible, y hay que vivir de su guerra. Yhacer de esta, de la guerra misma, condición denuestra vida espiritual.

Ni cabe aquí tampoco ese expediente repug-nante y grosero que han inventado los políticos,más o menos parlamentarios, y a que llamanuna fórmula de concordia, de que no resultenni vencedores ni vencidos. No hay aquí lugarpara el pasteleo. Tal vez una razón degeneraday cobarde llegase a proponer tal fórmula dearreglo, porque en rigor la razón vive defórmulas; pero la vida, que es informulable; lavida, que vive y quiere vivir siempre, no aceptafórmulas. Su única fórmula es: o todo o nada.

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El sentimiento no transige con términos me-dios.

Initium sapientiae timor Domini, se dijo que-riendo acaso decir timor mortis, o tal vez timorvitae, que es lo mismo. Siempre resulta que elprincipio de la sabiduría es el temor.

Y ese escepticismo salvador de que ahora voya hablaros, ¿puede decirse que sea la duda? Esla duda, sí, pero es mucho más que la duda. Laduda es con frecuencia una cosa muy fría, muypoco vitalizadora, y, sobre todo, una cosa algoartificiosa, especialmente desde que Descartesla rebajó al papel de método. El conflicto entrela razón y la vida es algo más que una duda.Porque la duda con facilidad se reduce a ser unelemento cómico.

La duda metódica de Descartes es una dudacómica, una duda puramente teórica, provisio-nal, es decir, la duda de uno que hace como queduda sin dudar. Y porque era una duda de es-tufa, el hombre que concluyó que existía de quepensaba, no aprobaba «esos humores turbulen-

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tos (brouillons) e inquietos que, no siendo lla-mados ni por su nacimiento ni por su fortuna almanejo de los negocios públicos, no dejan dehacer siempre en idea alguna nueva reforma»,y se dolía de que pudiera haber algo de esto ensu escrito. No; él, Descartes, no se propuso sino«reformar sus propios pensamientos y edificarsobre un cimiento suyo propio». Y se propusono recibir por verdadero nada que no conocieseevidentemente ser tal, y destruir todos los pre-juicios e ideas recibidas para construirse denuevo su morada intelectual. Pero «como nobasta, antes de comenzar a reconstruir la casaen que se mora, abatirla y hacer provisión demateriales y arquitectos, o ejercitarse uno mis-mo en la arquitectura... sino que es menesterhaberse provisto de otra en que pueda uno alo-jarse cómodamente mientras trabaja», se formóuna moral provisional -une morale de provision-,cuya primera ley era obedecer a las costumbresde su país, y retener constantemente la religiónen que Dios le hizo la gracia de que se hubiese

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instruido desde su infancia, gobernándose entodo según las opiniones más moderadas. Ve-mos, sí, una religión provisional, y hasta unDios provisional. Y escogía las opiniones másmoderadas, por ser «las más cómodas para lapráctica». Pero más vale no seguir.

Esta duda cartesiana, metódica o teórica, estaduda filosófica de estufa, no es la duda, no es elescepticismo, no es la incertidumbre de queaquí os hablo, ¡no! Esta otra duda es una dudade pasión, es el eterno conflicto entre la razón yel sentimiento, la ciencia y la vida, la lógica y labiótica. Porque la ciencia destruye el conceptode personalidad, reduciéndolo a un complejoen continuo flujo de momento, es decir, destru-ye la base misma sentimental de la vida delespíritu, que, sin rendirse, se resuelve contra larazón.

Y esta duda no puede valerse de moral algu-na de provisión, sino que tiene que fundar sumoral, como vere

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mos, sobre el conflicto mismo, una moral debatalla, y tiene que fundar sobre sí misma lareligión. Y habita una casa que está destruyen-do de continuo y a la que de continuo hay querestablecer. De continuo la voluntad, quierodecir, la voluntad de no morirse nunca, la irre-signación a la muerte, fragua la morada de lavida, y de continuo la razón la está abatiendocon vendavales y chaparrones.

Aún hay más, y es que en el problema concre-to vital que nos interesa, la razón no toma posi-ción alguna. En rigor, hace algo peor aún quenegar la inmortalidad del alma, lo cual seríauna solución, y es que desconoce el problemacomo el deseo vital nos lo presenta. En el sen-tido racional y lógico del término problema, nohay tal problema. Esto de la inmortalidad delalma, de la persistencia de la conciencia indivi-dual, no es racional, cae fuera de la razón. Escomo problema, y aparte de la solución que sele dé, irracional. Racionalmente carece de sen-tido hasta el plantearlo. Tan inconcebible es la

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inmortalidad del alma, como es, en rigor, sumortalidad absoluta. Para explicarnos el mun-do y la existencia -y tal es la obra de la razón-,no es menester supongamos ni que es mortal niinmortal nuestra alma. Es, pues, una irracio-nalidad el solo planteamiento del supuestoproblema.

Oigamos al hermano Kierkegaard, que nosdice: «Donde precisamente se muestra el riesgode la abstracción, es respecto al problema de laexistencia cuya dificultad resuelve soslayándo-la, jactándose luego de haberlo explicado todo.Explica la inmortalidad en general, y lo haceegregiamente, identificándola con la eternidad;con la eternidad, que es esencialmente el mediodel pensamiento. Pero que cada hombre singu-larmente existente sea inmortal, que es preci-samente la dificultad, de esto no se preocupa laabstracción, no le interesa; pero la dificultad dela existencia es el interés de lo existente: al queexiste le interesa infinitamente existir. El pen-samiento abstracto no le sirve a mi inmortali-

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dad sino para matarme en cuanto individuosingularmente existente, y así hacerme inmor-tal, poco más o menos a la manera de aqueldoctor de Holberg, que con su medicina quita-ba la vida al paciente, pero le quitaba tambiénla fiebre. Cuando se considera un pensadorabstracto que no quiere poner en claro y confe-sar la relación que hay entre su pensamientoabstracto y el hecho de que él sea existente, nosproduce, por excelente y distinguido que sea,una impresión cómica, porque corre el riesgode dejar de ser hombre. Mientras un hombreefectivo, compuesto de infinidad y de finitud,tiene su efectividad precisamente en mantenerjuntas esas dos y se interesa infinitamente enexistir, un semejante pensador abstracto es unser doble, un ser fantástico que vive en el puroser de la abstracción, y a las veces la triste figu-ra de un profesor que deja a un lado aquellaesencia abstracta como deja el bastón. Cuandose lee la vida de un pensador así -cuyos escritospueden ser excelentes-, tiembla uno ante la idea

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de lo que es ser hombre. Y cuando se lee en susescritos que el pensar y el ser son una mismacosa, se piensa, pensando en su vida, que eseser que es idéntico al pensar, no es precisamen-te ser hombre» (Afsluttende uvidenskabelig Efters-krift, capítulo 3).

¡Qué intensa pasión, es decir, qué verdad en-cierra esta amarga invectiva contra Hegel, pro-totipo del racionalista, que nos quita la fiebrequitándonos la vida, y nos promete, en vez deuna inmortalidad concreta, una inmortalidadabstracta, y no concreta, el hambre de ella quenos consume!

Podrá decirse, sí, que muerto el perro seacabó la rabia, y que después que me muera nome atormentará ya esta hambre de no morir, yque el miedo a la muerte, o mejor dicho, a lanada, es un miedo irracional, pero... Sí, pero... Epur si muove! Y seguirá moviéndose. ¡Como quees la fuente de todo movimiento!

Mas no creo esté del todo en lo cierto el her-mano Kierkegaard, porque el mismo pensador

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abstracto, o pensador de abstracciones, piensapara existir, para no dejar de existir, o tal vezpiensa para olvidar que tendrá que dejar deexistir. Tal es el fondo de la pasión del pensa-miento abstracto. Y acaso Hegel se interesabatan infinitamente como Kierkegaard en su pro-pia, concreta y singular existencia, aunque paramantener el decoro profesional del filósofo delEstado lo ocultase. Exigencias del cargo.

La fe en la inmortalidad es irracional. Y, sinembargo, fe, vida y razón se necesitan mutua-mente. Ese anhelo vital no es propiamente pro-blema, no puede tomar estado lógico, no puedeformularse en proposiciones racionalmentediscutibles, pero se nos plantea, como se nosplantea el hambre. Tampoco un lobo que seecha sobre su presa para devorarla, o sobre laloba para fecundarla, puede plantearse racio-nalmente y como problema lógico su empuje.Razón y fe son dos enemigos que no puedensostenerse el uno sin el otro. Lo irracional pideser racionalizado, y la razón sólo puede operar

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sobre lo irracional. Tienen que apoyarse uno enotro y asociarse. Pero asociarse en lucha, ya quela lucha es un modo de asociación.

En el mundo de los vivientes, la lucha por lavida, the struggle for life, establece una asocia-ción, y estrechísima, no ya entre los que se unenpara combatir a otro, sino entre los que se com-baten mutuamente. ¿Y hay, acaso, asociaciónmás íntima que la que se traba entre el animalque se come a otro y este que es por él comido,entre el devorador y el devorado? Y si esto seve claro en la lucha de los individuos entre sí,más claro se ve en la de los pueblos. La guerraha sido siempre el más completo factor de pro-greso, más aún que el comercio. Por la guerraes como aprenden a conocerse y, como conse-cuencia de ello, a quererse vencedores y venci-dos.

Al cristianismo, a la locura de la cruz, a la feirracional en que el Cristo había resucitado pararesucitarnos, le salvó la cultura helénica racio-nalista, y a esta el cristianismo. Sin este, sin el

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cristianismo, habría sido imposible el Renaci-miento; sin el Evangelio, sin san Pablo, los pue-blos que habían atravesado la Edad Media nohabrían comprendido ni a Platón ni a Aristóte-les. Una tradición puramente religiosa. Suelediscutirse si la Reforma nació como dije, delRenacimiento, o en protesta a este, y cabe decirque las dos cosas, porque el hijo nace siempreen protesta contra el padre. Dícese también quefueron los clásicos griegos redivivos 1os quevolvieron a hombres como Erasmo, a san Pabloy al cristianismo primitivo, el más irracional;pero cabe retrucar diciendo que fue san Pablo,que fue la irracionalidad cristiana que susten-taba su teología católica, lo que les volvió a losclásicos. «El cristianismo es lo que ha llegado aser -se dice- sólo por su alianza con la Antigüe-dad, mientras entre los coptos y etíopes no essino bufonada. El Islam se desenvolvió bajo elinflujo de la cultura persa y griega, y bajo el delos turcos se ha convertido en destructora incul-tura».

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Salimos de la Edad Media y de su fe tan ar-diente como en el fondo desesperada y no siníntimas y hondas incertidumbres, y entramosen la edad del racionalismo, no tampoco sin susincertidumbres. La fe en la razón está expuestaa la misma insostenibilidad racional que todaotra fe. Y cabe decir con Roberto Browning, que«todo lo que hemos ganado con nuestra incre-dulidad es una vida de duda diversificada porla fe, en vez de una fe diversificada por la du-da».

All we have gained then by our unbeliefIs a life of doubt diversified by faith,For once of faith diversified by doubt.

(BISHOP BLOUGRAM's APOLOGY.)

Y es que, como digo, si la fe, la vida, no sepuede sostener sino sobre razón que la hagatransmisible -y ante todo transmisible de mí amí mismo, es decir, refleja y consciente-, la

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razón a su vez no puede sostenerse sino sobrefe, sobre vida, siquiera fe en la razón, fe en queesta sirve para algo más que para conocer, sirvepara vivir. Y, sin embargo, ni la fe es transmisi-ble o racional, ni la razón es vital.

La voluntad y la inteligencia se necesitan, y aaquel viejo aforismo de nihil volitum quin prae-cognitum, no se quiere nada que no se haya co-nocido antes, no es tan paradójico como a pri-mera vista parece retrucarlo diciendo nihil cog-nitum quin praevolitum, no se conoce nada queno se haya antes querido. «El conocimientomismo del espíritu como tal -escribe Vinet ensu estudio sobre el libro de Cousin acerca de losPensamientos de Pascal-, necesita del corazón.Sin el deseo de ver, no se ve; es una gran mate-rialización de la vida y del pensamiento, no secree en las cosas del espíritu.» Ya veremos quecreer es, en primera instancia, querer creer.

La voluntad y la inteligencia buscan cosasopuestas: aquella, absorber al mundo en noso-

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tros, apropiárnoslo; y esta, que seamos absor-bidos en el mundo. ¿Opuestas?

¿No son más bien una misma cosa? No, no loson, aunque lo parezca. La inteligencia es mo-nista o panteísta, la voluntad es monoteísta oegotista. La inteligencia no necesita algo de ellaen que ejercerse; se funde con las ideas mismas,mientras que la voluntad necesita materia. Co-nocer algo, es hacerme aquello que conozco,pero para servirme de ello, para dominarlo, hade permanecer distinto a mí.

Filosofía y religión son enemigas entre sí, ypor ser enemigas se necesitan una a otra. Nihay religión sin alguna base filosófica ni filosof-ía sin raíces religiosas; cada una vive de su con-traria. La historia de la filosofía es, en rigor, unahistoria de la religión. Y los ataques que a la re-ligión se dirigen desde un punto de vista pre-sunto científico o filosófico, no son sino ataquesdesde otro adverso punto de vista religioso.«La colisión que ocurre entre la ciencia naturaly la religión cristiana no lo es, en realidad, sino

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entre el instinto de la religión natural, fundidoen la observación natural científica, y el valorde la concepción cristiana del universo, queasegura al espíritu su preeminencia en el mun-do natural todo», dice Ritschl (Rechtfertigungand Versoehnung, III, capítulo 4.°, § 28). Ahora,que ese instinto es el instinto mismo de raciona-lidad. Y el idealismo crítico de Kant es de ori-gen religioso, y para salvar a la religión es paralo que franqueó Kant los límites de la razóndespués de haberla en cierto modo disuelto enescepticismo. El sistema de antítesis, contradic-ciones y antinomias sobre que construyó Hegelsu idealismo absoluto, tiene su raíz y germenen Kant mismo, y esa raíz es una raíz irracional.

Ya veremos más adelante, al tratar de la fe,cómo esta no es en su esencia sino cosa de vo-luntad, no de razón, como creer es querer creer,y creer en Dios ante todo y sobre todo es quererque le haya. Y así, creer en la inmortalidad delalma es querer que el alma sea inmortal, peroquererlo con tanta fuerza que esta querencia,

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atropellando a la razón, pasa sobre ella. Mas nosin represalia.

El instinto de conocer y el de vivir, o más biende sobrevivir, entran en lucha. El doctor E.Mach, en su obra sobre El análisis de las sensa-ciones y la relación de lo fisico a lo psíquico (DieAnalyse der Empfindungen and das Verhtitniss desPhysischen zum Psychischen), nos dice en unanota (1. L., § 12), que también el investigador, elsabio, der Forscher, lucha en la batalla por laexistencia, que también los caminos de la cien-cia llevan a la boca, y que no es todavía sino unideal en nuestras actuales condiciones socialesel puro instinto de conocer, der reine Erkennt-nisstrieb. Y así será siempre, primum vivere, dein-de philosophari, o mejor acaso primum super-vivereo superesse.

Toda posición de acuerdo y de armonía per-sistente entre la razón y la vida, entre la filosof-ía y la religión, se hace imposible. Y la trágicahistoria del pensamiento humano no es sino deuna lucha entre la razón y la vida, aquella em-

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peñada en racionalizar a esta haciéndola que seresigne a lo inevitable, a la mortalidad; y esta,la vida, empeñada en vitalizar a la razónobligándola a que sirva de apoyo a sus anhelosvitales. Y esta es la historia de la filosofía, inse-parable de la historia de la religión.

El sentimiento del mundo, de la realidad ob-jetiva, es necesariamente subjetivo, humano,antropomórfico. Y siempre se levantará frenteal racionalismo el vitalismo, siempre la volun-tad se erguirá frente a la razón. De donde elritmo de la historia de la filosofía y la sucesiónde períodos en que se impone la vida produ-ciendo formas espiritualistas, y otros en que larazón se impone produciendo formas materia-lizadas, aunque a una y otra clase de formas decreer se las disfrace con otros nombres.

Ni la razón ni la vida se dan por vencidasnunca. Mas sobre esto volveremos en el próxi-mo capítulo.

La consecuencia vital del racionalismo sería elsuicidio. Lo dice muy bien Kierkegaard: «El

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suicidio es la consecuencia de la existencia delpensamiento puro... No elogiamos el suicidio,pero sí la pasión. El pensador, por el contrario,es un curioso animal, que es muy inteligente aciertos ratos del día; pero que por lo demás,nada tiene en común con el hombre» (Afslutten-de uvidenskabelig Ebterskrigt, cap. 3, § 1).

Como el pensador no deja, a pesar de todo,de ser hombre, pone la razón al servicio de lavida, sépalo o no. La vida engaña a la razón; yesta a aquella. La filosofía escolástico-aristotélica al servicio de la vida, fraguó un sis-tema teológico-evolucionista de metafísica, alparecer racional, que sirviese de apoyo a nues-tro anhelo vital. Esa filosofía, base del sobrena-turalismo ortodoxo cristiano, sea católico o seaprotestante, no era, en el fondo, sino una astu-cia de la vida para obligar a la razón a que laapoyase. Pero tanto la apoyó esta que acabó porpulverizarla.

He leído que el ex carmelita Jacinto Loysondecía poder presentarse a Dios tranquilo, pues

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estaba en paz con su conciencia y con su razón.¿Con qué conciencia? ¿Con la religiosa? Enton-ces no lo comprendo. Y es que no cabe servir ados señores, y menos cuando estos dos señores,aunque firmen treguas y armisticios y compo-nendas, son enemigos por ser opuestos sus in-tereses.

No faltará a todo esto quien diga que la vidadebe someterse a la razón, a lo que contestare-mos que nadie debe lo que no puede, y la vidano puede someterse a la razón. «Debe, luegopuede», replicará algún kantiano. Y le con-trarreplicaremos: «No puede, luego no debe.» Yno lo puede porque el fin de la vida es vivir yno lo es comprender.

Ni ha faltado quien haya hablado del deberreligioso de resignarse a la mortalidad. Es ya elcolmo de la aberración y de la insinceridad. Y aesto de la sinceridad vendrá alguien oponién-donos la veracidad. Sea, mas ambas cosas pue-den muy bien conciliarse. La veracidad, el res-peto a lo que creo ser lo racional, lo que lógi-

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camente llamamos verdad, me mueve a afirmartambién que no me resigno a esa otra afirma-ción y que protesto contra su validez. Lo quesiento es una verdad, tan verdad por lo menoscomo lo que veo, toco, oigo y se me demuestra -yo creo que más verdad aún-, y la sinceridadme obliga a no ocultar mis sentimientos.

Y la vida que se defiende, busca el flaco de larazón y lo demuestra en el escepticismo, y seagarra de él y trata de salvarse asida a tal aga-rradero. Necesita de la debilidad de su adver-saria.

Nada es seguro; todo está en el aire. Y excla-ma, henchido de pasión, Lamennais (Essai surl'indifférence en matiére de religion, III partie,chap. 67): «Qué, ¿iremos a hundirnos, perdidatoda esperanza y a ojos ciegas, en las mudashonduras de un escepticismo universal? ¿Du-daremos si pensamos, si sentimos, si somos?No nos lo deja la naturaleza; oblíganos a creerhasta cuando nuestra razón no está convencida.La certeza absoluta y la duda absoluta nos

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están igualmente vedadas. Flotamos en un me-dio vago entre dos extremos, como entre el sery la nada, porque el escepticismo completo ser-ía la extinción de la inteligencia y la muertetotal del hombre. Pero no le es dado anonadar-se; hay en él algo que resiste invenciblemente ladestrucción, yo no sé qué fe vital, indomablehasta para su voluntad misma. Quiéralo o no,es menester que crea, porque tiene que obrar,porque tiene que conservarse. Su razón, si noescuchase más que a ella, enseñándole a dudarde todo y de sí misma, la reduciría a un estadode inacción absoluta; perecería aun antes dehaberse podido probar a sí mismo que existe.»

No es, en rigor, que la razón nos lleve al es-cepticismo absoluto, ¡no! La razón no me llevani puede llevarme a dudar de que exista; adon-de la razón me lleva es al escepticismo vital;mejor aún, a la negación vital; no ya a dudar,sino a negar que mi conciencia sobreviva a mimuerte. El escepticismo vital viene del choqueentre la razón y el deseo. Y de este choque, de

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este abrazo entre la desesperación y el escepti-cismo, nace la santa, la dulce, la salvadora in-certidumbre, nuestro supremo consuelo.

La certeza absoluta completa, de que la muer-te es un completo y definitivo e irrevocableanonadamiento de la conciencia personal, unacerteza de ello como estamos ciertos de que lostres ángulos de un triángulo valen dos rectos, ola certeza absoluta, completa, de que nuestraconciencia personal se prolonga más allá de lamuerte en estas o las otras condiciones hacien-do sobre todo entrar en ello la extraña y adven-ticia añadidura del premio o del castigo eter-nos, ambas certezas nos harían igualmente im-posible la vida. En un escondrijo, el más recón-dito del espíritu, sin saberlo acaso el mismo quecree estar convencido de que con la muerteacaba para siempre su conciencia personal, sumemoria, en aquel escondrijo le queda unasombra, una vaga sombra de sombra de incer-tidumbre, y mientras él se dice: «ea, ¡a vivir estavida pasajera, que no hay otra!», el silencio de

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aquel escondrijo le dice: «¡quién sabe!...». Creeacaso no oírlo, pero lo oye. Y en un replieguetambién del alma del creyente que guarde másfe en la vida futura, hay una voz tapada, voz deincertidumbre, que le cuchichea al oído espiri-tual: «¡quién sabe!...». Son estas voces acasocomo el zumbar de un mosquito cuando elvendaval brama entre los árboles del bosque;no nos damos cuenta de ese zumbido y, sin em-bargo, junto con el fragor de la tormenta, nosllega al oírlo. ¿Cómo podríamos vivir, si no, sinesa incertidumbre?

El «¿y si hay?» y el «¿y si no hay?» son las ba-ses de nuestra vida íntima. Acaso haya raciona-lista que nunca haya vacilado en su convicciónde la mortalidad del alma, y vitalista que nohaya vacilado en su fe en la inmortalidad; peroeso sólo querrá decir, a lo sumo, que así comohay monstruos, hay también estúpidos afecti-vos o de sentimiento, por mucha inteligenciaque tengan, y estúpidos intelectuales por mu-cha que su virtud sea. Mas en lo normal no

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puedo creer a los que me aseguren que nunca,ni en un parpadeo el más fugaz, ni en las horasde mayor soledad y tribulación se les ha aflora-do a la conciencia ese rumor de la incertidum-bre. No comprendo a los hombres que me dicenque nunca les atormentó la perspectiva delallende la muerte, ni el anonadamiento propioles inquieta; y por mi parte no quiero poner pazentre mi corazón y mi cabeza, entre mi fe y mirazón; quiero más bien que se peleen entre sí.

En el capítulo IX del Evangelio, según Mar-cos, se nos cuenta cómo llevó uno a Jesús a vera su hijo preso de un espíritu mudo, que don-dequiera le cogiese le despedazaba, haciéndoleechar espumarajos, crujir los dientes e irse se-cando, por lo cual quería presentárselo paraque lo curara. Y el Maestro, impaciente deaquellos hombres que no querían sino milagrosy señales, exclamó: «¡Oh, generación infiel!¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hastacuándo os tengo de sufrir? ¡Traédmele!» (v. 19),y se lo trajeron; le vio el Maestro revolcarse por

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tierra, preguntó a su padre cuánto tiempo hacíade aquello, contestóle este que desde que era suhijo niño, y Jesús le dijo: «Si puedes creer, alque cree todo es posible» (v. 23). Y entonces elpadre del epiléptico o endemoniado contestócon estas preñadas y eternas palabras: «¡Creo,Señor, ayuda mi incredulidad!» 17tazsvco,icvpte, ao4SEi z~ áziaTía Mov (v. 24).

¡Creo, Señor: socorre a mi incredulidad! Estopodrá parecer una contradicción, pues si cree,si confía, ¿cómo es que pide al Señor que vengaen socorro de su falta de confianza? Y, sin em-bargo, esa contradicción es lo que da todo sumás hondo valor humano a ese grito de las en-trañas del padre del endemoniado. Su fe es unafe a base de incertidumbre. Porque creer, esdecir, porque quiere creer, porque necesita quesu hijo se cure, pide al Señor que venga enayuda de su incredulidad, de su duda de quetal curación puede hacerse. Tal es la fe humana;tal fue la heroica fe que Sancho Panza tuvo ensu amo el caballero Don Quijote de la Mancha,

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según creo haberlo mostrado en mi Vida de DonQuijote y Sancho, una fe a base de in-certidumbre, de duda. Y es que Sancho Panzaera hombre, hombre entero y verdadero y noera estúpido, pues sólo siéndolo hubiese creído,sin sombra de duda, en las locuras de su amo.Que a su vez tampoco creía en ellas de ese mo-do, pues tampoco, aunque loco, era estúpido.Era, en el fondo, un desesperado, como en esami susomentada obra creo haber mostrado. Ypor ser un heroico desesperado, el héroe de ladesesperación íntima y resignada, por eso es eleterno dechado de todo hombre cuya alma esun campo de batalla entre la razón y el deseoinmortal. Nuestro señor Don Quijote es elejemplar del vitalista cuya fe se basa en incerti-dumbre, y Sancho lo es del racionalismo queduda de su razón.

Atormentado Augusto Hermann Francke portorturadoras dudas, decidió invocar a Dios, aun Dios en que no creía ya, o en quien más biencreía no creer, para que tuviese piedad de él,

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del pobre pietista Francke, si es que existía. Yun estado análogo de ánimo es el que me ins-piró aquel soneto titulado «La oración delateo», que en mi Rosario de sonetos líricos figuray termina así:

Sufro yo a tu costa,Dios no existente, pues si tú existierasexistiría yo también de veras.

Sí, si existiera el Dios garantizador de nuestrainmortalidad personal, entonces existiríamosnosotros de veras. ¡Y si no, no!

Aquel terrible secreto, aquella voluntad ocul-ta de Dios que se traduce en la predestinación,aquella idea que dictó a Lutero su servum arbi-trium y da su trágico sentido al calvinismo,aquella duda en la propia salvación, no es en elfondo sino la incertidumbre, que aliada a ladesesperación forma base de la fe. La fe -dicenalgunos- es no pensar en ello; entregarse con-fiadamente a los brazos de Dios, los secretos de

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cuya providencia son inescudriñables. Sí, perotambién la infidelidad es no pensar en ello. Esafe absurda, esa fe sin sombra de incertidumbre,esa fe de estúpidos carboneros, se une a la in-credulidad absurda, a la incredulidad sin som-bra de incertidumbre, a la incredulidad de losintelectuales atacados de estupidez afectiva,para no pensar en ello.

¿Y qué sino la incertidumbre, la duda, la vozde la razón era el abismo, el gouffre terribleante que temblaba Pascal? Y ello fue lo que lellevó a formular su terrible sentencia: il fauts'abétir, ¡hay que entontecerse!

Todo el jansenismo, adaptación católica delcalvinismo, lleva este mismo sello. Aquel PortRoyal que se debía a un vasco, el abate deSaint-Cyram, vasco como íñigo de Loyola, ycomo el que estas líneas traza, lleva siempre ensu fondo un sedimento de desesperación reli-giosa, de suicidio de la razón. También íñigo lamató en la obediencia.

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Por desesperación se afirma, por desespera-ción se niega, y por ella se abstiene uno deafirmar y de negar. Observad a los más denuestros ateos, y veréis lo que son por rabia,por rabia de no poder creer que haya Dios. Sonenemigos personales de Dios. Han sustantiva-do y personalizado la Nada, y su no Dios es unAntidiós.

Y nada hemos de decir de aquella frase ab-yecta e innoble de «si no hubiera Dios habríaque inventarlo». Esta es la expresión del in-mundo escepticismo de los conservadores, delos que estiman que la religión es un resorte degobierno, y cuyo interés es que haya en la otravida infierno para los que aquí se oponen a susintereses mundanos. Esa repugnante frase desaduceo es digna del incrédulo adulador depoderosos a quien se atribuye.

No, no es ese el hondo sentido vital. No setrata de una policía trascendente, no de asegu-rar el orden -¡vaya un orden!- en la tierra conamenazas de castigos y halagos de premios

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eternos después de la muerte. Todo esto es muybajo, es decir, no más que política, o si se quiereética. Se trata de vivir.

Y la más fuerte base de la incertidumbre, loque más hace vacilar nuestro deseo vital, lo quemás eficacia da a la obra disolvente de la razón,es el ponernos a considerar lo que podría seruna vida del alma después de la muerte. Por-que aun venciendo, por un poderoso esfuerzode fe, a la razón que nos dice y enseña que elalma no es sino una función del cuerpo organi-zado, queda luego el imaginar nos que puedaser una vida inmortal y eterna del alma. En estaimaginación las contradicciones y los absurdosse multiplican y se llega, acaso, a la conclusiónde Kierkegaard, y es que si es terrible la morta-lidad del alma, no menos terrible es su inmorta-lidad.

Pero vencida la primera dificultad, la únicaverdadera, vencido el obstáculo de la razón,ganada la fe, por dolorosa y envuelta en incer-tidumbre que esta sea, de que ha de persistir

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nuestra conciencia personal después de lamuerte, ¿qué dificultad, qué obstáculo hay enque nos imaginemos esa persistencia a medidade nuestros deseos? Sí, podemos imaginárnoslacomo un eterno rejuvenecimiento, como uneterno acrecentarnos e ir hacia Dios, hacia laConciencia Universal, sin alcanzarle nunca, po-demos imaginárnosla... ¿Quién pone trabas a laimaginación, una vez ha roto la cadena de loracional?

Ya sé que me pongo pesado, molesto, tal veztedioso; pero todo es menester. Y he de repetiruna vez más que no se trata ni de policía tras-cendente, ni de hacer de Dios una gran juez oguardia civil; es decir, no se trata de cielo y deinfierno para apuntalar nuestra pobre moralmundana, ni se trata de nada egoísta y perso-nal. No soy yo, es el linaje humano todo el queentra en juego; es la finalidad última de nuestracultura toda. Yo soy uno, pero todos son yos.

¿Recordáis el fin de aquel Cántico del gallo sal-vaje, que en prosa escribiera el desesperado

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Leopardi, el víctima de la razón, que no logróllegar a creer? «Tiempo llegará -dice- en queeste Universo y la Naturaleza misma se habránextinguido. Y al modo de grandísimos reinos eimperios humanos y sus maravillosas accionesque fueron en otra edad famosísimas, no quedahoy ni señal ni fama alguna, así igualmente delmundo entero y de las infinitas vicisitudes ycalamidades de las cosas creadas no quedará niun solo vestigio, sino un silencio desnudo yuna quietud profundísima llenarán el espacioinmenso. Así este arcano admirable y espanto-so de la existencia universal, antes de habersedeclarado o dado a entender, se extinguirá yperderáse.» A lo cual llaman ahora, como untérmino científico y muy racionalista, la entrop-ía. Muy bonito, ¿no? Spencer inventó aquellodel homogéneo primitivo, del cual no se sabecómo pudo brotar heterogeneidad alguna. Puesbien; esto de la entropía es una especie dehomogéneo último, de estado de perfecto equi-

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librio. Para una alma ansiosa de vida, lo másparecido a la nada que puede darse.

He traído aquí al lector que ha tenido la pa-ciencia de leerme al través de una serie de dolo-rosas reflexiones, y procurando siempre dar ala razón su parte y dar también su parte al sen-timiento. No he querido callar lo que callanotros; he querido poner al desnudo, no ya mialma, sino el alma humana, sea ella lo que fuerey esté o no destinada a desaparecer. Y hemosllegado al fondo del abismo, al irreconciliableconflicto entre la razón y el sentimiento vital. Yllegado aquí os he dicho que hay que aceptar elconflicto como tal y vivir de él. Ahora me que-da el exponeros cómo, a mi sentir y hasta a mipensar, esa desesperación puede ser base deuna vida vigorosa, de una acción eficaz, de unaética, de una estética, de una religión y hasta deuna lógica. Pero en lo que va a seguir habrátanto de fantasía como de raciocinio; es decir,mucho más.

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No quiero engañar a nadie ni dar por filosofíalo que acaso no sea sino poesía o fantasmagor-ía, mitología en todo caso. El divino Platón,después que en su diálogo Fedón discutió lainmortalidad del alma una inmortalidad ideal,es decir, mentirosa- lanzóse a exponer los mitossobre la otra vida, diciendo que se debe tam-bién mitologizar. Vamos, pues, a mitologizar.

El que busque razones, lo que estrictamentellamamos tales, argumentos científicos, consi-deraciones técnicamente lógicas, puede renun-ciar a seguirme. En lo que de estas reflexionessobre el sentimiento trágico resta, voy a pescarla atención del lector a anzuelo desnudo, sincebo; el que quiera picar que pique, mas yo anadie engaño. Sólo al final pienso recogerlotodo y sostener que esta desesperación religiosaque os decía, y que no es sino el sentimientomismo trágico de la vida, es, más o menos ve-lada, el fondo mismo de la conciencia de losindividuos y de los pueblos cultos de hoy endía, es decir, de aquellos individuos y de aque-

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llos pueblos que no padecen ni de estupidezintelectual ni de estupidez sentimental.

Y es ese sentimiento la fuente de las hazañasheroicas. Si en lo que va a seguir os encontráiscon apotegmas arbitrarios, con transicionesbruscas, con soluciones de continuidad, converdaderos saltos mortales del pensamiento, noos llaméis a engaño. Vamos a entrar si es quequeréis acompañarme en un campo de contra-dicciones entre el sentimiento y el raciocinio, yteniendo que servirnos del uno y del otro.

Lo que va a seguir no me ha salido de larazón, sino de la vida, aunque para transmití-roslo tengo en cierto modo que racionalizarlo.Lo más de ello no puede reducirse a teoría osistema lógico, pero como Walt Whitman, elenorme poeta yanqui, os encargo que no sefunde escuela o teoría sobre mí.

I charge that there be no theory or school foundedout of me.

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(MYSELF AND MINE.)

Ni son las fantasías que han de seguir mías,¡no! Son también de otros hombres, no preci-samente de otros pensadores, que me han pre-cedido en este valle de lágrimas y han sacadofuera su vida y la han expresado. Su vida, digo,y no su pensamiento sino en cuanto era pensa-miento de vida; pensamiento a base irracional.

¿Quiere esto decir que cuanto vamos a ver,los esfuerzos de lo irracional por expresarse,carece de toda racionalidad, - de todo valorobjetivo? No; lo absoluto, lo irrevocablementeirracional e inexpresable, es intransmitible. Pe-ro lo contrarracional, no. Acaso no hay modode racionalizar lo irracional; pero lo hay de ra-cionalizar lo contrarracional y es tratando deexponerlo. Como sólo es inteligible, de verasinteligible, lo racional; como lo absurdo estácondenado, careciendo como carece de sentido,a ser intransmitible, veréis que cuando algo queparece irracional o absurdo logra uno expresar-

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lo y que se lo entiendan, se resuelve en algoracional siempre, aunque sea en la negación delo que se afirma.

Los más locos ensueños de la fantasía tienenalgún fondo de razón, y quién sabe si todocuanto puede imaginarse un hombre no hasucedido, sucede o sucederá alguna vez en unoo en otro mundo. Las combinaciones posiblesson acaso infinitas. Sólo falta saber si todo loimaginable es posible.

Se podrá también decir, y con justicia, quemucho de lo que voy a exponer es repetición deideas, cien veces expuestas antes y otras cienrefutadas; pero cuando una idea vuelve a repe-tirse, es que, en rigor, no fue de veras refutada.No pretendo la novedad de las más de estasfantasías, como no pretendo tampoco, ¡claroestá!, el que no hayan resonado antes que lamía voces dando al viento las mismas quejas.Pero el que pueda volver la misma eterna que-ja, saliendo de otra boca, sólo quiere decir queel dolor persiste.

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Y conviene repetir una vez más las mismaseternas lamentaciones, las que eran ya viejas entiempo de Job y del Eclesiastés, y aunque searepetirlas con las mismas palabras, para quevean los progresistas que eso es algo que nuncamuere. El que, haciéndose propio el vanidad devanidades de Eclesiastés, o las quejas de Job, lasrepite aun al pie de la letra, cumple una obra deadvertencia. Hay que estar repitiendo de conti-nuo el memento mori.

¿Para qué? -diréis-. Aunque sólo sea para quese irriten algunos y vean que eso no ha muerto,que eso, mientras haya hombres, no puede mo-rir; para que se convenzan de que subsistenhoy, en el siglo XX, todos los siglos pasados ytodos ellos vivos. Cuando hasta un supuestoerror vuelve, es, creédmelo, que no ha dejadode ser verdad en parte, como cuando uno re-aparece es que no murió del todo.

Sí, ya sé que otros han sentido antes que yo loque yo siento y expreso; que otros muchos losienten hoy, aunque se lo callan. ¿Por qué no lo

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callo también? Pues porque lo callan los más delos que lo sienten; pero aun callándolo, obede-cen en silencio a esa voz de las entrañas. Y no locallo porque es para muchos lo que no debe de-cirse, lo infando -infandum-, y creo que es me-nester decir una y otra vez lo que no debe de-cirse. ¿Que a nada conduce? Aunque sólo con-dujese a irritar a los progresistas, a los que cre-en que la verdad es consuelo, conduciría a nopoco. A irritarles y a que digan: ¡lástima dehombre!, ¡si emplease mejor su inteligencia!... Alo que alguien acaso añada que no sé lo quedigo, y yo le responderé que acaso tenga razón-¡y tener razón es tan poco!-, pero siento lo quedigo y sé lo que siento, y me basta. Y es mejorque le falte a uno razón que no que le sobre.

Y el que me siga leyendo verá también cómode este abismo de desesperación puede surgiresperanza, y cómo puede ser fuente de acción yde labor humana, hondamente humana, y desolidaridad y hasta de progreso, esta posicióncrítica. El lector que siga leyéndome verá su

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justificación pragmática. Y verá cómo paraobrar, y obrar eficaz y moralmente, no hacefalta ninguna de las dos opuestas certezas, ni lade la fe ni la de la razón, ni menos aún -esto enningún caso- esquivar el problema de la inmor-talidad del alma o deformarlo idealísticamente,es decir, hipócritamente. El lector verá cómoesa incertidumbre, y el dolor de ella y la luchainfructuosa por salir de la misma, puede ser yes base de acción y cimiento de moral.

Y con esto de ser base de acción y cimiento demoral el sentimiento de la incertidumbre y lalucha íntima entre la razón y la fe y el apasio-nado anhelo de vida eterna, quedaría, según unpragmatista, justificado tal sentimiento. Masdebe constatar que no le busco esta consecuen-cia práctica para justificarlo, sino porque la en-cuentro por experiencia íntima. Ni quiero nidebo buscar justificación a ese estado de luchainterior y de incertidumbre y de anhelo; es unhecho, y basta. Y si alguien encontrándose enél, en el fondo del abismo, no encuentra allí

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mismo móviles e incentivos de acción y de vi-da, y por ende se suicida corporal o espiritual-mente -o bien matándose o bien renunciando atoda labor de solidaridad humana-, no seré yoquien se lo censure. Y aparte de que las malasconsecuencias de una doctrina, es decir, lo quellamamos malas, sólo prueban, repito, que ladoctrina es para nuestros deseos mala, pero noque sea falsa, las consecuencias dependen, másaún que la doctrina, de quien las saca. Un mis-mo principio sirve a uno para obrar y a otropara abstenerse de obrar; a este para obrar ental sentido y a aquel para obrar en sentido con-trario. Y es que nuestras doctrinas no suelen sersino la justificación a posteriori de nuestra con-ducta, o el modo como tratamos de explicár-nosla para nosotros mismos.

El hombre, en efecto, no se aviene a ignorarlos móviles de su conducta propia, y así comouno a quien habiéndosele hipnotizado y suge-rido tal o cual acto, inventa luego razones quelo justifiquen y hagan lógico a sus propios ojos

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y a los de los demás, ignorando, en realidad, laverdadera causa de su acto, así todo otro hom-bre, que es un hipnotizado también, pues quela vida es sueño, busca razones de su conducta.Y si las piezas del ajedrez tuviesen concienciaes fácil que se atribuyeran albedrío en sus mo-vimientos, es decir, la racionalidad finalista deellos. Y así resulta, que toda teoría filosóficasirve para explicar y justificar una ética, unadoctrina de conducta que surge en realidad delíntimo sentimiento moral del autor de ella. Perode la verdadera razón o causa de este senti-miento, acaso no tiene clara conciencia el mis-mo que lo abriga.

Consiguientemente a esto creo poder suponerque si mi razón, que es en cierto modo parte dela razón de mis hermanos en humanidad, entiempo y en espacio, me enseña ese absolutoescepticismo por lo que al anhelo de vida in-acabable se refiere, mi sentimiento de la vida,que es la esencia de la vida misma, mi vitali-dad, mi apetito desenfrenado de vivir y mi re-

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pugnancia a morirme, esta mi irresignación a lamuerte, es lo que me sugiere las doctrinas conque trato de contrarrestar la obra de la razón.¿Estas doctrinas tienen un valor objetivo? -mepreguntará alguien-; y yo responderé que noentiendo qué es eso del valor objetivo de unadoctrina. Yo no diré que sean las doctrinas máso menos poéticas o infilosóficas que voy a ex-poner las que me hacen vivir; pero me atrevo adecir que es mi anhelo de vivir y de vivir porsiempre el que me inspira esas doctrinas. Y sicon ellas logro corroborar y sostener en otro esemismo anhelo, acaso desfalleciente, habréhecho obra humana, y sobre todo, habré vivido.En una palabra, que con razón, sin razón o con-tra ella, no me da la gana de morirme. Y cuan-do al fin me muera, si es del todo, no me habrémuerto yo, esto es, no me habré dejado morir,sino que me habrá matado el destino humano.Como no llegue a perder la cabeza, o mejor aúnque la cabeza, el corazón, yo no dimito de lavida; se me destituirá de ella.

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Y nada tampoco se adelanta con sacar a relu-cir las ambiguas palabras de pesimismo y op-timismo, que con frecuencia nos dicen lo con-trario que quien las emplea quiso decirnos. Po-ner a una doctrina el mote de pesimista, no escondenar su validez, ni los llamados optimistasson más eficaces en la acción. Creo, por el con-trario, que muchos de los más grandes héroes,acaso los mayores, han sido desesperados, yque por desesperación acabaron sus hazañas. Yque aparte esto y aceptando, ambiguas y todocomo son, esas denominaciones de optimismoy pesimismo, cabe un cierto pesimismo tras-cendente engendrador de un optimismo tem-poral y terrenal; es cosa que me propongo des-arrollar en lo sucesivo de este tratado.

Muy otra es, bien sé, la posición de nuestrosprogresistas, los de la corriente central del pensa-miento europeo contemporáneo; pero no puedohacerme a la idea de que estos sujetos no cie-rran voluntariamente los ojos al gran problema

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y viven, en el fondo de una mentira, tratandode ahogar el sentimiento trágico de la vida.

Y hechas estas consideraciones, que son amodo de resumen práctico de la crítica desarro-llada en los seis primeros capítulos de este tra-tado, una manera de dejar asentada la posiciónpráctica a que la tal crítica puede llevar al queno quiere renunciar a la vida y no quiere tam-poco renunciar a la razón, y tiene que vivir yobrar entre esas dos muelas contrarias que nostrituran el alma, ya sabe el lector que en adelan-te me siga, que voy a llevarle a un campo defantasías no desprovistas de razón, pues sin ellanada subsiste, pero fundadas en sentimiento. Yen cuanto a su verdad, la verdad verdadera, loque es independientemente de nosotros, fuerade nuestra lógica y nuestra cardiaca, de eso,¿quién sabe?

VII

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AMOR, DOLOR, COMPASIÓN Y PERSO-NALIDAD

Caín. ....................................Let me, or happy or unhappy, learn. To anti-

cipate my inmortality.Lucifer. Thou didst before I came upon

thee.Caín. ................................ How?Lucifer. By suffenng.

(LORD BYRON: Caín, act. II, scene 1.)

Es el amor, lectores y hermanos míos, lo mástrágico que en el mundo y en la vida hay; es elamor hijo del engaño y padre del desengaño; esel amor el consuelo en el desconsuelo, es la úni-ca medicina contra la muerte, siendo como esde ella hermana.

Fratelli, a un tempo stesso, Amore e MorteIngeneró la sorte,

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como cantó Leopardi.El amor busca con furia a través del amado

algo que está allende este, y como no lo halla,se desespera. Siempre que hablamos de amortenemos presente a la memoria el amor sexual,el amor entre hombre y mujer para perpetuar ellinaje humano sobre la tierra. Y esto es lo quehace que no se consiga reducir el amor, ni a lopuramente intelectivo, ni a lo puramente voliti-vo, dejando lo sentimental o, si se quiere, sensi-tivo de él. Porque el amor no es en el fondo niidea ni volición: es más bien deseo, sentimiento;es algo carnal hasta en el espíritu. Gracias alamor sentimos todo lo que de carne tiene el es-píritu.

El amor sexual es el tipo generador de todootro amor. En el amor y por él buscamos perpe-tuarnos, y sólo nos perpetuamos sobre la tierraa condición de morir, de entregar a otro nuestravida. Los más humildes animalitos, los vivien-

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tes ínfimos se multiplican dividiéndose, par-tiéndose, dejando de ser el uno que antes eran.

Pero agotada al fin la vitalidad de ser que asíse multiplica dividiéndose de la especie, tienede vez en cuando que renovar el manantial dela vida mediante uniones de dos individuosdecadentes, mediante lo que se llama con-jugación en los protozoarios. Únense para vol-ver con más brío a dividirse. Y todo acto deengendramiento es un dejar de ser, total o par-cialmente, lo que se era, un partirse, una muer-te parcial. Vivir es darse, perpetuarse, y perpe-tuarse y darse es morir. Acaso el supremo de-leite del engendrar no es sino un anticipadogustar la muerte, el desgarramiento de la pro-pia esencia vital. Nos unimos a otro, pero espara partirnos; ese más íntimo abrazo no essino un más íntimo desgarramiento. En su fon-do, el deleite amoroso sexual, el espasmo gené-sico, es una sensación de resurrección, de resu-citar en otro, porque sólo en otros podemosresucitar para perpetuarnos.

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Hay sin duda, algo de trágicamente destruc-tivo en el fondo del amor, tal como en su formaprimitiva animal se nos presenta, en el invenci-ble instinto que empuja a un macho y unahembra a confundir sus entrañas en un apretónde furia. Lo mismo que les confunde los cuer-pos, les separa, en cierto respecto, las almas; alabrazarse se odian tanto como se aman, y sobretodo luchan, luchan por un tercero aún sin vi-da. El amor es una lucha, y especies animaleshay en que al unirse el macho a la hembra lamaltrata, y otras en que la hembra devora almacho luego que este la hubo fecundado.

Hase dicho del amor que es un egoísmo mu-tuo. Y de hecho cada uno de los amantes buscaposeer al otro, y buscando mediante él, sin en-tonces pensarlo ni proponérselo, su propia per-petuación, que es el fin, ¿qué es sino avaricia? Yes posible que haya quien para mejor perpe-tuarse guarde su virginidad. Y para perpetuaralgo más humano que la carne.

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Porque lo que perpetúan los amantes sobre latierra es la carne de dolor, es el dolor, es lamuerte. El amor es hermano, hijo y a la vezpadre de la muerte, que es su hermana, su ma-dre y su hija. Y así es que hay en la hondura delamor una hondura de eterno desesperarse, dela cual brotan la esperanza y el consuelo. Por-que de este amor carnal y primitivo de quevengo hablando, de este amor de todo el cuer-po con sus sentidos, que es el origen animal dela sociedad humana, de este enamoramientosurge el amor espiritual y doloroso.

Esta otra forma del amor, este amor espiri-tual, nace del dolor, nace de la muerte del amorcarnal; nace también del compasivo sentimien-to de protección que los padres experimentanante los hijos desvalidos. Los amantes no llegana amarse con dejación de sí mismos, con verda-dera fusión de sus almas, y no ya de sus cuer-pos, sino luego que el mazo poderoso del dolorha triturado sus corazones remejiéndolos en unmismo almirez de pena. El amor sensual con-

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fundía sus cuerpos, pero separaba sus almas,manteníalas extrañas una a otra; mas de eseamor tuvieron un fruto de carne, un hijo. Y estehijo engendrado en muerte, enfermó acaso y semurió. Y sucedió que sobre el fruto de su fu-sión carnal y separación o mutuo extraña-miento espiritual, separados y fríos de dolorsus cuerpos, pero confundidas en dolor susalmas, se dieron los amantes, los padres, unabrazo de desesperación y nació entonces de lamuerte del hijo de la carne, el verdadero amorespiritual. O bien, roto el lazo de la carne queles unía, respiraron con suspiro de liberación.Porque los hombres sólo se aman con amorespiritual cuando han sufrido juntos un mismodolor, cuando araron durante algún tiempo latierra pedregosa uncidos al mismo yugo de undolor común. Entonces se conocieron y se sin-tieron, y se consintieron en su común miseria,se compadecieron y se amaron. Porque amar escompadecer, y si a los cuerpos les une el goce,úneles a las almas la pena.

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Todo lo cual se siente más clara y más fre-cuentemente aún cuando brota, arraiga y creceuno de esos amores trágicos que tienen queluchar contra las diamantinas leyes del Destino,uno de esos amores que nacen a destiempo odesazón, antes o después del momento o fuerade la norma en que el mundo, que es costum-bre, los hubiera recibido. Cuantas más murallaspongan el Destino y el mundo y su ley entre losamantes, con tanta más fuerza se sienten empu-jados el uno al otro, y la dicha de quererse seles amarga, y se les acrecienta el dolor de nopoder quererse a las claras y libremente, y secompadecen desde las raíces del corazón el unodel otro, y esta común compasión, que es sucomún miseria y su fidelidad común, da fuegoy pábulo a su vez a su amor. Y sufren su gozogozando su sufrimiento. Y ponen su amor fueradel mundo, y la fuerza de ese pobre amor su-friente bajo el yugo del Destino les hace intuirotro mundo en que no hay más ley que la liber-tad del amor, otro mundo en que no hay barre-

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ras porque no hay carne. Porque nada nos pe-netra más de la esperanza y la fe en otro mun-do que la imposibilidad de que un amor nues-tro fructifique de veras en este mundo de carney de apariencias.

Y el amor maternal, ¿qué es, sino compasiónal débil, al desvalido, al pobre niño inerme quenecesita de la leche y del regazo de la madre? Yen la mujer todo amor es maternal.

Amar en espíritu es compadecer, y quien máscompadece más ama. Los hombres encendidosen ardiente caridad hacia sus prójimos, es por-que llegaron al fondo de su propia miseria, desu propia aparencialidad, de sus naderías, yvolviendo luego sus ojos así abiertos, hacia sussemejantes, los vieron también miserables apa-renciales, anonadables, y los compadecieron ylos amaron.

El hombre ansía ser amado, o, lo que es igual,ansía ser compadecido. El hombre quiere quese sientan y se compartan sus penas y sus dolo-res. Hay algo más que una artimaña para obte-

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ner limosna en eso de los mendigos que a lavera del camino muestran al viandante su llagao su gangrenoso muñón. La limosna, más bienque socorro para sobrellevar los trabajos de lavida, es compasión. No agradece el pordioserola limosna al que se la da volviéndole la carapor no verle y para quitárselo de al lado, sinoque agradece mejor que se le compadezca nosocorriéndole a no que socorriéndole no se lecompadezca, aunque por otra parte prefieraesto. Ved, si no, con qué complacencia cuentasus cuitas al que se conmueve oyéndoselas.Quiere ser compadecido, amado.

El amor de la mujer, sobre todo, decía que essiempre en su fondo compasivo, es maternal.La mujer se rinde al amante porque le sientesufrir con el deseo. Isabel compadeció a Loren-zo, Julieta a Romeo, Francisca a Pablo. La mujerparece decir: «¡Ven, pobrecito, y no sufras tantopor mi causa!» Y por eso es su amor más amo-roso y más puro que el del hombre y más va-liente y más largo.

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La compasión es, pues, la esencia del amorespiritual humano, del amor que tiene concien-cia de serlo, del amor que no es puramenteanimal, del amor, en fin, de una persona racio-nal. El amor compadece y compadece máscuanto más ama.

Invirtiendo el nihil volitum quin praecognitum,os dije que nihil cognitum quin praevolitum, queno se conoce nada que de un modo o de otro nose haya antes querido, y hasta cabe añadir queno se puede conocer bien nada que no se ame,que no se compadezca.

Creciendo el amor, esta ansia ardorosa demás allá y más adentro, va extendiéndose atodo cuanto ve, lo que va compadeciendo todo.Según te adentras en ti mismo y en ti mismoahondas, vas descubriendo tu propia inanidad,que no eres todo lo que eres, que no eres lo quequisieras ser, que no eres, en fin, más que no-nada. Y al tocar tu propia nadería, al no sentirtu fondo permanente, al no llegar ni a tu propiainfinitud ni menos a tu propia eternidad, te

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compadeces y te enciendes en doloroso amor ati mismo, matando lo que se llama amor pro-pio, y no es sino una especie de delectaciónsensual de ti mismo, algo como un gozarse a símisma la carne de tu alma.

El amor espiritual a sí mismo, la compasiónque uno cobra para consigo, podrá acaso lla-marse egotismo; pero es lo más opuesto quehay al egoísmo vulgar. Porque de este amor ocompasión a ti mismo, de esta intensa deses-peración, porque así como antes de nacer nofuiste, así tampoco después de morir serás, pa-sas a compadecer, esto es, a amar a todos tussemejantes y hermanos en aparencialidad, mi-serables sombras que desfilan de su nada a sunada, chispas de conciencia que brillan unmomento en las infinitas y eternas tinieblas. Yde los demás hombres, tus semejantes, pasandopor los que más semejantes te son, por tus con-vivientes, vas a compadecer a todos los queviven y hasta a lo que acaso no vive pero existe.Aquella lejana estrella que brilla allí arriba du-

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rante la noche se apagará algún día y se harápolvo, y dejará de brillar y de existir. Y comoella, el cielo todo estrellado. ¡Pobre cielo!

Y si doloroso es tener que dejar de ser un día,más doloroso sería acaso seguir siendo siempreuno mismo, y no más que uno mismo, sin po-der ser a la vez otro, sin poder ser a la vez todolo demás, sin poder serlo todo.

Si miras al universo lo más cerca y lo más de-ntro que puedes mirarlo, que es en ti mismo; sisientes y no ya sólo contemplas las cosas todasen tu conciencia, donde todas ellas han dejadosu dolorosa huella, llegarás al hondón del tediode la existencia, al pozo de vanidad de vanida-des. Y así es como llegarás a compadecerlo to-do, al amor universal.

Para amarlo todo, para compadecerlo todo,humano y extrahumano, viviente y no viviente,es menester que lo sientas todo dentro de timismo, que lo personalices todo. Porque elamor personaliza todo cuanto ama, todo cuantocompadece. Sólo compadecemos, es decir,

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amamos, lo que nos es semejante y en cuantonos lo es y tanto más cuanto más se nos aseme-ja, y así crece nuestra compasión, y con ellanuestro amor a las cosas a medida que descu-brimos las semejanzas que con nosotros tienen.O más bien es el amor mismo, que de suyotiende a crecer, el que nos revela las semejanzasesas. Si llego a compadecer y amar a la pobreestrella que desaparecerá del cielo un día, esporque el amor, la compasión, me hace sentiren ella una conciencia, más o menos oscura,que la hace sufrir por no ser más que estrella ypor tener que dejarlo de ser un día. Pues todaconciencia lo es de muerte y de dolor.

Conciencia, conscientia, es conocimiento parti-cipado, es consentimiento, y con-sentir es com-padecer.

El amor personaliza cuanto ama. Sólo cabeenamorarse de una idea personalizándola. Ycuando el amor es tan grande y tan vivo y tanfuerte y desbordante que lo ama todo, entonceslo personaliza todo y descubre que el total To-

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do, que el Universo es Persona también, quetiene una Conciencia, Conciencia que a su vezsufre, compadece y ama, es decir, es conciencia.Y a esta Conciencia del Universo, que el amordescubre personalizando cuanto ama, es a loque llamamos Dios. Y así el alma compadece aDios y se siente por Él compadecida, le ama yse siente por Él amada, abrigando su miseria enel seno de la miseria eterna e infinita, que es aleternizarse e infinitarse la felicidad supremamisma.

Dios es, pues, la personalización del Todo, esla Conciencia eterna e infinita del Universo,Conciencia presa de la materia y luchando porlibertarse de ella. Personalizamos al Todo parasalvarnos de la nada, y el único misterio verda-deramente misterioso es el misterio del dolor.

El dolor es el camino de la conciencia y es porél como los seres vivos llegan a tener concienciade sí. Porque tener conciencia de sí mismo, te-ner personalidad, es saberse y sentirse distintode los demás seres, y a sentir esta distinción

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sólo se llega por el choque, por el dolor más omenos grande, por la sensación del propio lími-te. La conciencia de sí mismo no es sino la con-ciencia de la propia limitación. Me siento yomismo al sentirme que no soy los demás; sabery sentir hasta dónde soy, es saber dónde acabode ser, y desde dónde no soy.

¿Y cómo saber que se existe no sufriendo po-co o mucho? ¿Cómo volver sobre sí, lograr con-ciencia refleja, no siendo por el dolor? Cuandose goza olvídase uno de sí mismo, de que exis-te, pasa a otro, a lo ajeno, se enajena.

Y sólo se ensimisma, se vuelve a sí mismo, aser él en el dolor.

Nessun maggior doloreche ricordarsi del tempo felicenella miseria,

hace decir el Dante a Francesca de Rimini (In-ferno, V 121-123); pero si no hay dolor másgrande que el de acordarse del tiempo feliz en

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la desgracia, no hay placer, en cambio, en acor-darse de la desgracia en el tiempo de prosperi-dad.

«El más acerbo dolor entre los hombres es elde aspirar mucho y no poder nada» (tcoA.Ut(ppov--ovza prl8Evós xparéetv) como segúnHeródoto (lib. IX, cap. 16), según dijo un persaa un tebano en un banquete. Y así es. Podemosabarcarlo todo o casi todo con el conocimientoy el deseo, nada o casi nada con la voluntad. Yno es la felicidad contemplación, ¡no!, si esacontemplación significa impotencia. Y de estechoque entre nuestro conocer y nuestro podersurge la compasión.

Compadecemos a lo semejante a nosotros, ytanto más lo compadecemos cuanto más y me-jor sentimos su semejanza con nosotros. Y siesta semejanza podemos decir que provocanuestra compasión, cabe sostener también quenuestro repuesto de compasión, pronto a de-rramarse sobre todo, es lo que nos hace descu-

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brir la semejanza de las cosas con nosotros, ellazo común que nos une con ellas en el dolor.

Nuestra propia lucha por cobrar, conservar yacrecentar la propia conciencia, nos hace des-cubrir en los forcejeos y movimientos y revolu-ciones de las cosas todas una lucha por cobrar,conservar o acrecentar conciencia, a la que todotiende. Bajo los actos de mis más próximos se-mejantes, los demás hombres, siento -o consien-to más bien- un estado de conciencia como es elmío bajo mis propios actos. Al oírle un grito dedolor a mi hermano, mi propio dolor se des-pierta y grita en el fondo de mi conciencia. Y dela misma manera siento el dolor de los anima-les y el de un árbol al que le arrancan una rama,sobre todo cuando tengo viva la fantasía, que esla facultad de intuimiento, de visión interior.

Descendiendo desde nosotros mismos, desdela propia conciencia humana, que es lo únicoque sentimos por dentro y en que el sentirse seidentifica con el ser, suponemos que tienenalguna conciencia, más o menos oscura todos

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los vivientes y las rocas mismas, que tambiénviven. Y la evolución de los eres orgánicos noes sino una lucha por la plenitud de concienciaa través del dolor, una constante aspiracióna ser otros sin dejar de ser lo que son, a rompersus límites limitándose.

Y este proceso de personalización o de sujeti-vación de todo lo externo, fenoménico u objeti-vo, constituye el proceso mismo vital de la filo-sofía en la lucha de la vida contra la razón y deesta contra aquella. Ya lo indicamos en nuestroanterior capítulo, y aquí lo hemos de confirmardesarrollándolo más.

Juan Bautista Vico, con su profunda penetra-ción estética en el alma de la Antigüedad, vioque la filosofía espontánea del hombre erahacerse regla del universo guiado por instintod'animazione. El lenguaje, necesariamente an-tropomórfico, mitopeico, engendra el pensa-miento. «La sabiduría poética, que fue la pri-mera sabiduría de la gentilidad -nos dice en suScienza Nuova-, debió de comenzar por una me-

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tafísica no razonada y abstracta, cual es la delos hoy adoctrinados, sino sentida e imaginada,cual debió ser la de los primeros hombres...Esta fue su propia poesía, que les era una facul-tad connatural, porque estaban naturalmenteprovistos de tales sentidos y tales fantasías,nacida de ignorancia de las causas, que fue pa-ra ellos madre de maravillas en todo, pues ig-norantes de todo, admiraban fuertemente. Talpoesía comenzó divina en ellos, porque almismo tiempo que imaginaban las causas delas cosas, que sentían y admiraban sin ser dio-ses... De tal manera, los primeros hombres delas naciones gentiles, como niños del nacientegénero humano, creaban de sus ideas las co-sas... De esta naturaleza de cosas humanasquedó la eterna propiedad explicada con nobleexpresión por Tácito al decir no vanamente quelos hombres aterrados fingunt simul creduntque.»

Y luego Vico pasa a mostrarnos la era de larazón, no ya de la fantasía, esta edad nuestra en

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que nuestra mente está demasiado retirada delos sentidos, hasta en el vulgo, «con tantas abs-tracciones como están llenas las lenguas», y nosestá «naturalmente negado poder formar lavasta imagen de una tal dama a que se llamaNaturaleza simpatética, pues mientras con laboca se la llama así, no hay nada de eso en lamente, porque la mente está en lo falso, en lanada». «Ahora -añade Vico- nos está natural-mente negado poder entrar en la vasta imagi-nación de aquellos primeros hombres.» Mas ¿escierto? ¿No seguimos viviendo de las creacio-nes de su fantasía, encarnadas para siempre enel lenguaje, con el que pensamos, o más bien elque en nosotros piensa?

En vano Comte declaró que el pensamientohumano salió ya de la edad teológica y estásaliendo de la metafísica para entrar en la posi-tiva; las tres edades coexisten y se apoyan, aunoponiéndose, unas en otras. El flamante positi-vismo no es sino metafísico cuando deja denegar para afirmar algo, cuando se hace real-

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mente positivo, y la metafísica es siempre, ensu fondo, teología, y la teología nace de la fan-tasía puesta al servicio de la vida, que se quiereinmortal.

El sentimiento del mundo, sobre el que sefunda la comprensión de él, es necesariamenteantropomórfico y mitopeico. Cuando alboreócon Tales de Mileto el racionalismo, dejó estefilósofo al Océano y Tetis, dioses y padres dedioses, para poner al agua como principio delas cosas, pero esta agua era un dios disfrazado.Debajo de la naturaleza, gvóts, y del mundoxóuuos, palpitaban creaciones míticas, antro-pomórficas. La lengua misma lo llevaba consi-go. Sócrates distinguía en los fenómenos, segúnJenofonte nos cuenta (Memorabilia, i. I. 6-9),aquellos al alcance del estudio humano y aque-llos otros que se han reservado los dioses, yexecraba de que Anaxágoras quisiera explicarlotodo racionalmente. Hipócrates, su coetáneo,estimaba ser divinas las enfermedades todas, yPlatón creía que el Sol y las estrellas son dioses

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animados, con sus almas (Phileb. c, 16. LeyesX), y sólo permitía la investigación astronómicahasta que no se blasfemara contra esos dioses.Y Aristóteles en su Física, nos dice que llueveZeus, no para que el trigo crezca, sino por nece-sidad, é~áváyxrls. Intentaron mecanizar o ra-cionalizar a Dios, pero Dios se les rebelaba.

Y el concepto de Dios, siempre redivivo, puesbrota del eterno sentimiento de Dios en elhombre, ¿qué es sino la eterna protesta de lavida contra la razón, el nunca vencido instintode personalización? ¿Y qué es la noción mismade sustancia, sino objetivación de lo más sub-jetivo, que es la voluntad o la conciencia? Por-que la conciencia, aun antes de conocerse comorazón, se siente, se toca, se es más bien comovoluntad, y como voluntad de no morir. Deaquí ese ritmo de que hablábamos en la historiadel pensamiento. El positivismo nos trajo unaépoca de racionalismo, es decir, de materialis-mo, mecanismo y moralismo; y he aquí que elvitalismo, el espiritualismo vuelve. ¿Qué han

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sido los esfuerzos del pragmatismo sino esfuer-zos por restaurar la fe en la finalidad humanadel Universo? ¿Qué son los esfuerzos de unBergson, verbigracia, sobre todo en su obrasobre la evolución creadora, sino forcejeos porrestaurar al Dios personal y la conciencia eter-na? Y es que la vida no se rinde.

Y de nada sirve querer suprimir ese procesomitopeico o antropomórfico y racionalizarnuestro pensamiento, como si se pensara sólopara pensar y conocer, y no para vivir. La len-gua misma, con la que pensamos, nos lo im-pide. La lengua, sustancia del pensamiento, esun sistema de metáforas a base mítica y antro-pomórfica. Y para hacer una filosofía puramen-te racional habría que hacerla por fórmulasalgebraicas o crear una lengua -una lengua in-humana, es decir, inapta para las necesidadesde la vida- para ella, como lo intentó el doctorRicardo Avenarius, profesor de filosofía en Zu-rich, en su Crítica de la experiencia pura (Kritik derreinen Erfahrung), para evitar los preconceptos.

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Y este vigoroso esfuerzo de Avenarius, el cau-dillo de los empiriocriticistas, termina en rigoren puro escepticismo. Él mismo nos lo dice alfinal del prólogo de la susomentada obra: «Hatiempo que desapareció la infantil confianza deque nos sea dado hallar la verdad; mientrasavanzamos, nos damos cuenta de sus di-ficultades, y con ello del límite de nuestrasfuerzas. ¿Y el fin?... ¡Con tal de que lleguemos aver claro en nosotros mismos!»

¡Ver claro!... ¡ver claro! Sólo vería claro un pu-ro pensador, que en vez de lenguaje usaraálgebra, y que pudiese libertarse de su propiahumanidad, es decir, un ser insustancial mera-mente objetivo, un no ser, en fin. Mal que pesea la razón, hay que pensar con la vida, y malque pese a la vida, hay que racionalizar el pen-samiento.

Esa animación, esa personificación va entra-ñada en nuestro mismo conocer. «¿Quién llue-ve?», «¿quién truena?», pregunta el viejo Es-trepsiades a Sócrates en Las nubes, de Aristófa-

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nes, y el filósofo le contesta: «No Zeus, sino lasnubes.» Y Estrepsiades: «pero ¿quién sino Zeuslas obliga a marchar?», a lo que Sócrates: «Nadade eso, sino el Torbellino etéreo.» «¿El Torbelli-no? -agrega Estrepsiades-, no lo sabía... No es,pues, Zeus, sino el Torbellino el que en vez deél rige ahora.» Y sigue el pobre viejo personifi-cando y animando al Torbellino, que reina aho-ra como un rey no sin conciencia de su realeza.Y todos, al pasar de un Zeus cualquiera a uncualquier torbellino, de Dios a la materia, ver-bigracia, hacemos lo mismo. Y es porque lafilosofía no trabaja sobre la realidad objetivaque tenemos delante de los sentidos, sino sobreel complejo de ideas, imágenes, nociones, per-cepciones, etc., incorporadas en el lenguaje yque nuestros antepasados nos transmitieroncon él. Lo que llamamos el mundo, el mundoobjetivo, es una tradición social. Nos lo danhecho.

El hombre no se resigna a estar, como con-ciencia, solo en el Universo, ni a ser un fenó-

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meno objetivo más. Quiere salvar su subjetivi-dad vital o pasional haciendo vivo, personal,animado al Universo todo. Y por eso y para esohan descubierto a Dios y la sustancia, Dios ysustancia que vuelven siempre en su pensa-miento de uno o de otro modo disfrazados. Porser conscientes nos sentimos existir, que es muyotra cosa que sabernos existentes, y queremossentir la existencia de todo lo demás, que cadauna de las demás cosas individuales sea tam-bién un yo.

El más consecuente, aunque más incongruen-te y vacilante idealismo, el de Berkeley, quenegaba la existencia de la materia, de algo iner-te y extenso y pasivo que sea la causa de nues-tras sensaciones y el sustrato de los fenómenosexternos, no es en el fondo más que un absolutoespiritualismo o dinamismo, la suposición deque toda sensación nos viene, como la causa, deotro espíritu, esto es, de otra conciencia. Y se dasu doctrina en cierto modo la mano con las deSchopenhauer y Hartmann. La doctrina de la

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Voluntad del primero de estos dos y la de lo In-consciente del otro, están ya en potencia en ladoctrina berkeleyana, de que ser es ser percibi-do. A lo que hay que añadir: y hacer que otroperciba al que es. Y así el viejo adagio de queoperar¡ sequitur esse, el obrar se sigue al ser, hayque modificarlo diciendo que ser es obrar ysólo existe lo que obra, lo activo, y en cuantoobra.

Y por lo que a Schopenhauer hace no es me-nester esforzarse en mostrar cómo la voluntadque pone como esencia de las cosas, procede dela conciencia. Y basta leer su libro sobre la vo-luntad en la naturaleza, para ver cómo atribuíaun cierto espíritu y hasta una cierta perso-nalidad a las plantas mismas. Y esa su doctrinale llevó lógicamente al pesimismo, porque lomás propio y más íntimo de la voluntad es su-frir. La voluntad es una fuerza que se siente,esto es, que sufre. Y que goza, añadirá alguien.Pero es que no cabe poder gozar sin poder su-frir, y la facultad de goce es la misma que la del

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dolor. El que no sufre tampoco goza, como nosiente calor el que no siente frío.

Y es muy lógico también que Schopenhauer,el que de la doctrina voluntarista o de persona-lización de todo, sacó el pesimismo, sacara deambas que el fundamento de la moral es lacompasión. Sólo que su falta de sentido social ehistórico, el no sentir a la humanidad como unapersona también, aunque colectiva, su egoísmo,en fin, le impidió sentir a Dios, le impidió indi-vidualizar y personificar la Voluntad total ycolectiva: la Voluntad del Universo.

Compréndese, por otra parte, su aversión alas doctrinas evolucionistas o transformistaspuramente empíricas, y tal como alcanzó a verexpuestas por Lamarck y Darwin, cuya teoría,juzgándola sólo por un extenso extracto delTimes, calificó de «ramplón empirismo» (platterEmpirismus), en una de sus cartas a Adán Luisvon Doss (de 1 marzo 1860). Para un voluntariocomo Schopenhauer, en efecto, en teoría tansana y cautelosamente empírica y racional co-

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mo la de Darwin, quedaba fuera de cuenta elíntimo resorte, el motivo esencial de la evolu-ción. Porque ¿cuál es, en efecto, la fuerza ocul-ta, el último agente del perpetuarse los orga-nismos y pugnar por persistir y propagarse? Laselección, la adaptación, la herencia, no sonsino condiciones externas. A esa fuerza íntimaesencial, se le ha llamado voluntad por suponernosotros que sea en los demás seres lo que ennosotros mismos sentimos como sentimiento devoluntad, el impulso a serlo todo, a ser tambiénlos demás sin dejar de ser lo que somos. Y esafuerza cabe decir que es lo divino en nosotros,que es Dios mismo, que en nosotros obra por-que en nosotros sufre.

Y esa fuerza, esa aspiración a la conciencia, lasimpatía nos la hace descubrir en todo. Muevey agita a los más menudos seres vivientes,mueve y agita acaso a las células mismas denuestro propio organismo corporal, que es unafederación más o menos unitaria de vivientes;mueve a los glóbulos mismos de nuestra san-

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gre. De vidas se compone nuestra vida, de aspi-raciones, acaso en el limbo de la subconciencia,nuestra aspiración vital. No es un sueño másabsurdo que tantos sueños que pasan por teo-rías valederas el de creer que nuestras células,nuestros glóbulos, tengan algo así como unaconciencia o base de ella rudimentaria, celular,globular. O que puedan llegar a tenerla. Y yapuestos en la vía de las fantasías, podemos

fantasear el que estas células se comunicaranentre sí, y expresara alguna de ellas su creenciade que formaban parte de un organismo supe-rior dotado de conciencia colectiva personal.Fantasía que se ha producido más de una vezen la historia del sentimiento humano al supo-ner alguien, filósofo o poeta, que somos loshombres a modo de glóbulos de la sangre deun Ser Supremo que tiene su conciencia colecti-va personal, la conciencia del Universo.

Tal vez la inmensa Vía Láctea que contem-plamos durante las noches claras en el cielo, eseenorme anillo de que nuestro sistema planeta-

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rio no es sino una molécula, es a su vez unacélula del Universo, Cuerpo de Dios. Las célu-las todas de nuestro cuerpo conspiran y concu-rren con su actividad a mantener y encendernuestra conciencia, nuestra alma; y si las con-ciencias o las almas de todas ellas entrasen en-teramente en la nuestra, en la componente, situviese yo conciencia de todo lo que en mi or-ganismo corporal pasa, sentiría pasar por mí alUniverso, y se borraría tal vez el doloroso sen-timiento de mis límites. Y si todas las concien-cias de todos los seres concurren por entero a laconciencia universal, esta, es decir, Dios, estodo.

En nosotros nacen y mueren a cada instanteoscuras conciencias, almas elementales, y estenacer y morir de ellas constituye nuestra vida.Y cuando mueren bruscamente, en choque,hacen nuestro dolor. Así en el seno de Diosnacen y mueren -¿mueren?- conciencias, consti-tuyendo sus nacimientos y sus muertes su vida.

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Si hay una Conciencia Universal y Suprema,yo soy una idea de ella, y ¿puede en ella apa-garse del todo idea alguna? Después que yohaya muerto, Dios seguirá recordándome, y elser yo por Dios recordado, el ser mi concienciamantenida por la Conciencia Suprema ¿no esacaso ser?

Y si alguien dijese que Dios ha hecho el Uni-verso, se le puede retrucar que también nuestraalma ha hecho nuestro cuerpo tanto más que hasido por él hecha. Si es que hay alma.

Cuando la compasión, el amor, nos revela alUniverso todo luchando por cobrar, conservary acrecentar su conciencia, por concientizarsemás y más cada vez, sintiendo el dolor de lasdiscordancias que dentro de él se producen, lacompasión nos revela la semejanza del Uni-verso todo con nosotros, que es humano, y quenos hace descubrir en él a nuestro Padre, decuya carne somos carne; el amor nos hace per-sonalizar al todo de que formamos parte.

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En el fondo lo mismo da decir que Dios estáproduciendo eternamente las cosas, como quelas cosas están produciendo eternamente aDios. Y la creencia en un Dios personal y espiri-tual se basa en la creencia en nuestra propiapersonalidad y espiritualidad. Porque nos sen-timos conciencia, sentimos a Dios conciencia, esdecir, persona, y porque anhelamos que nues-tra conciencia pueda vivir y ser independientedel cuerpo, creemos que la persona divina vivey es independientemente del Universo, que essu estado de conciencia ad extra.

Claro es que vendrán los lógicos, y nospondrán todas las evidentes dificultades racio-nales que de esto nacen; pero ya dijimos que,aunque bajo formas racionales, el contenido detodo esto no es, en rigor, racional. Toda con-cepción racional de Dios es en sí misma contra-dictoria. La fe en Dios nace del amor a Dios,creemos que existe por querer que exista, y na-ce acaso también del amor de Dios a nosotros.

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La razón no nos prueba que Dios exista, perotampoco que no pueda existir.

Pero más adelante, más sobre esto de que lafe en Dios sea la personalización del Universo.

Y recordando lo que en otra parte de estaobra dijimos, podemos decir que las cosas ma-teriales en cuanto conocidas, brotan al conoci-miento desde el hambre, y del hambre brota elUniverso sensible o material en que las con-globamos, y las cosas ideales brotan del amor, ydel amor brota Dios en quien esas cosas idealesconglobamos, como en Conciencia del Univer-so. Es la conciencia social, hija del amor, delinstinto de perpetuación, la que nos lleva a so-cializarlo todo, a ver en todo sociedad, y nosmuestra, por último, cuán de veras es una So-ciedad infinita la Naturaleza toda. Y por lo quea mí hace he sentido que la Naturaleza es so-ciedad, cientos de veces, al pasearme en unbosque y tener el sentimiento de solidaridadcon las encinas que de alguna oscura manera sedaban sentido de mi presencia.

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La fantasía que es el sentido social, anima loinanimado, lo antropomorfiza todo; todo lohumaniza, y aun lo humana. Y la labor delhombre es sobrenaturalizar a la Naturaleza,esto es: divinizarla humanizándola, hacerlahumana, ayudarla a que se concientice, en fin.La razón, por su parte, mecaniza o materializa.

Y así como se dan unidos y fecundándosemutuamente el individuo -que es, en ciertomodo, sociedady la sociedad -que es tambiénun individuo-, inseparables el uno del otro, ysin que nos quepa decir dónde empieza el unopara acabar el otro, siendo más bien aspectosde una misma esencia, así se dan en uno elespíritu, el elemento social que al relacionarnoscon los demás, nos hace conscientes, y la mate-ria o elemento individual e individuante, y sedan en uno fecundándose mutuamente larazón, la inteligencia y la fantasía, y en uno sedan el Universo y Dios.

¿Es esto todo verdad? ¿Y qué es verdad? -preguntaré a mi vez como preguntó Pilato. Pe-

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ro no para volver a lavarme las manos sin espe-rar respuesta.

¿Está la verdad en la razón, o sobre la razón,o bajo la razón, o fuera de ella, de un modocualquiera? ¿Es sólo verdadero lo racional? ¿Nohabrá realidad inasequible, por su naturalezamisma, a la razón, y acaso, por su misma natu-raleza, opuesta a ella? ¿Y cómo conocer esarealidad si es que sólo por la razón conocemos?

Nuestro deseo de vivir, nuestra necesidad devida quisiera que fuese verdadero lo que noshace conservarnos y perpetuarnos, lo que man-tiene al hombre y a la sociedad; que fuese ver-dadera agua el líquido que bebido apaga la sedy porque la apaga, y pan verdadero lo que nosquita el hambre porque nos la quita.

Los sentidos están al servicio del instinto deconservación, y cuanto nos satisfaga a esta ne-cesidad de conservarnos, aun sin pasar por lossentidos, es a modo de una penetración íntimade la realidad en nosotros. ¿Es acaso menos realel proceso de asimilación del alimento que el

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proceso de conocimiento de la cosa alimenticia?Se dirá que comerse un pan no es lo mismo queverlo, tocarlo o gustarlo; que de un modo entraen nuestro cuerpo, mas no por eso en nuestraconciencia. ¿Es verdad esto? ¿El pan que hehecho carne y sangre mía no entra más en miconciencia de aquel otro al que viendo y tocan-do digo: «Esto es mío»? Y a ese pan así conver-tido en mi carne y sangre y hecho mío, ¿he denegarle la realidad objetiva cuando sólo lo to-co?

Hay quien vive del aire sin conocerlo. Y asívivimos de Dios y en Dios acaso, en Dios espíri-tu y conciencia de la sociedad y del Universotodo, en cuanto este también es sociedad.

Dios no es sentido sino en cuanto es vivido, yno sólo de pan vive el hombre, sino de todapalabra que sale de la boca de Él (Mat. IV, 4.Deut. VIII, 3).

Y esta personalización del todo, del Universo,a que nos lleva el amor, la compasión, es la de

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una persona que abarca y encierra en sí a lasdemás personas que la componen.

Es el único modo de dar al Universo finalidaddándole conciencia. Porque donde no hay con-ciencia no hay tampoco finalidad que suponeun propósito. Y la fe en Dios no estriba comoveremos, sino en la necesidad vital de dar fina-lidad a la existencia, de hacer que responda aun propósito. No para comprender el por qué,sino para sentir y sustentar el para qué último,necesitamos a Dios, para dar sentido al Univer-so.

Y tampoco debe extrañar que se diga que esaconciencia del universo esté compuesta e inte-grada por las conciencias de los seres que elUniverso forman, por la conciencia personaldistinta de las que la componen. Sólo así secomprende lo de que en Dios seamos, nos mo-vamos y vivamos. Aquel gran visionario quefue Manuel Swedenborg, vio o entrevió estocuando en su libro sobre el cielo y el infierno(De Coelo et Inferno, 52) nos dice que: «Una ente-

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ra sociedad angélica aparece a las veces en for-ma de un solo ángel, como el Señor me ha per-mitido ver. Cuando el Señor mismo aparece enmedio de los ángeles, no lo hace acompañadode una multitud, sino como un solo ser en for-ma angélica. De aquí que en la Palabra se lellama al Señor un ángel, y que así es llamadauna sociedad entera: Miguel, Gabriel y Rafaelno son sino sociedades angélicas así llamadaspor las funciones que llenan.»

¿No es que acaso vivimos y amamos, esto es,sufrimos y compadecemos en esa Gran Personaenvolvente a todos, las personas todas que su-frimos y compadecemos y los seres todos queluchan por personalizarse, por adquirir con-ciencia de su dolor y de su limitación? ¿Y no so-mos acaso ideas de esa Gran Conciencia totalque al pensarnos existentes nos da la existen-cia? ¿No es nuestro existir ser por Dios percibi-dos y sentidos? Y más adelante nos dice estemismo visionario, a su manera imaginativa,que cada ángel, cada sociedad de ángeles y el

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cielo todo contemplado de consuno, se presen-tan en forma humana, y que por virtud de estasu humana forma, lo rige el Señor como a unsolo hombre.

«Dios no piensa, crea; no existe, es eterno»,escribió Kierkegaard (Afsluttende uvidenskabeligEfterskrift); pero es acaso más exacto decir conMazzini, el místico de la ciudad italiana, que«Dios es grande porque piensa obrando» (Aigiovani d'Italia), porque en Él pensar es crear yhacer existir a aquello que piensa existente consólo pensarlo, y es lo imposible lo impensablepor Dios. ¿No se dice en la Escritura que Dioscrea con su palabra, es decir, con su pensamien-to, y que por este, por su Verbo, se hizo cuantoexiste? ¿Y olvida Dios lo que una vez hubopensado? ¿No subsisten acaso en la SupremaConciencia los pensamientos todos que por ellapasan una vez? En Él, que es eterno, ¿no seeterniza toda existencia?

Es tal nuestro anhelo de salvar a la concien-cia, de dar finalidad personal y humana al Uni-

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verso y a la existencia, que hasta en un supre-mo, dolorosísimo y desgarrador sacrificio lle-garíamos a oír que se nos dijese que si nuestraconciencia se desvanece es para ir a enriquecerla Conciencia infinita y eterna, que nuestrasalmas sirven de alimento al Alma Universal.Enriquezco, si, a Dios, porque antes de yo exis-tir no me pensaba como existente porque soyuno más, uno más aunque sea entre infinitos,que como habiendo vivido y sufrido y amadorealmente, quedo en su seno. Es el furioso an-helo de dar invalidad al Universo, de hacerleconsciente y personal, lo que nos ha llevado acreer en Dios, a querer que haya Dios, a crear aDios, en una palabra. ¡A crearle, sí! Lo que nodebe escandalizar se diga ni al más piadosoteísta. Porque creer en Dios es en cierto modocrearlo; aunque Él nos cree antes. Es Él quienen nosotros se crea de continuo a sí mismo.

Hemos creado a Dios para salvar al Universode la nada, pues lo que no es conciencia y con-ciencia eterna, consciente de su eternidad y

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eternamente consciente, no es nada más queapariencia. Lo único de veras real es lo quesiente, sufre, compadece, ama y anhela, es laconciencia; lo único sustancial es la conciencia.Y necesitamos a Dios para salvar la conciencia;no para pensar la existencia, sino para vivirla;no para saber por qué y cómo es, sino para sen-tir para qué es. El amor es un contrasentido sino hay Dios.

Veamos ahora eso de Dios, lo del Dios lógicoo Razón Suprema, y lo del Dios biótico o cor-dial, esto es, el Amor Supremo.

VIII

DE DIOS A DIOS

No creo que sea violentar la verdad decir queel sentimiento religioso es sentimiento de divi-nidad y que sólo con violencia del corrientelenguaje humano puede hablarse de religiónatea. Aunque es claro que todo dependerá del

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concepto que de Dios nos formemos. Conceptoque depende a su vez del de divinidad.

Convienenos, en efecto, comenzar por el sen-timiento de divinidad, antes de mayusculizar elconcepto de esta cualidad, y articulándola,convertirla en la Divinidad, esto es, en Dios.Porque el hombre ha ido a Dios por lo divinomás bien que ha deducido lo divino de Dios.

Ya antes, en el curso de estas algo errabundasy a la par insistentes reflexiones sobre el senti-miento trágico de la vida, recordé el timor fecitdeos de Estacio para corregirlo y limitarlo. Ni escosa de trazar una vez más el proceso históricopor que los pueblos han llegado al sentimientoy al concepto de un Dios personal como el delcristianismo. Y digo los pueblos y no los indi-viduos aislados, porque si hay sentimiento yconcepto colectivo, social, es el de Dios, aunqueel individuo lo individualice luego. La filosofíapuede tener, y de hecho tiene, un origen indi-vidual; la teología es necesariamente colectiva.

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La doctrina de Schleirmacher que pone el ori-gen, o más bien la esencia del sentimiento reli-gioso, en el inmediato y sencillo sentimiento dedependencia, parece ser la explicación más pro-funda y exacta. El hombre primitivo, viviendoen sociedad, se siente depender de misteriosaspotencias que invisiblemente le rodean, se sien-te en comunión social, no sólo con sus semejan-tes, los demás hombres, sino con la Naturalezatoda animada e inanimada, lo que no quieredecir otra cosa sino que lo personaliza todo. Nosólo tiene él conciencia del mundo, sino que seimagina que el mundo tiene también concienciacomo él. Lo mismo que un niño habla a su pe-rro o a su muñeco, cual si le entendiesen, cree elsalvaje que lo oye su fetiche o que la nube tor-mentosa se acuerda de él y le persigue. Y es queel espíritu del hombre natural, primitivo, no seha desplacentado todavía de la Naturaleza, niha marcado el lindero entre el sueño y la vigi-lia, entre la realidad y la imaginación.

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No fue, pues, lo divino, algo objetivo, sino lasubjetividad de la conciencia proyectada haciafuera, la personalización del mundo. El concep-to de divinidad surgió del sentimiento de ella, yel sentimiento de divinidad no es sino el mismooscuro y naciente sentimiento de personalidadvertido a lo de fuera. Ni cabe en rigor decirfuera y dentro, objetivo y subjetivo, cuando taldistinción no era sentida, y siendo como es, deesa distinción de donde el sentimiento y el con-cepto de divinidad proceden. Cuanto más clarala conciencia de la distinción entre lo objetivo ylo subjetivo, tanto más oscuro el sentimiento dedivinidad en nosotros.

Hase dicho, y al parecer con entera razón, queel paganismo helénico es, más bien que politeís-ta, panteísta. La creencia en muchos dioses to-mando el concepto de Dios como hoy le toma-mos, no sé que haya existido en cabeza huma-na. Y si por panteísmo se entiende la doctrinano de que todo y cada cosa es Dios -proposición para mí indispensable-, sino de

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que todo es divino, sin gran violencia cabe de-cir que el paganismo era politeísta. Los dioses,no sólo se mezclaban entre los hombres, sinoque se mezclaban con ellos; engendraban losdioses en mujeres mortales, y los hombres mor-tales engendraban en las diosas a semidioses. Ysi hay semidioses, esto es, semihombres, es tansólo porque lo divino y lo humano eran carasde una misma realidad. La divinización de todono era sino su humanización. Y decir que el Solera un dios equivalía a decir que era un hom-bre, una conciencia humana más o menosagrandada y sublimada. Y esto vale desde elfetichismo hasta el paganismo helénico.

En lo que propiamente se distinguían los dio-ses de los hombres era en que aquellos eraninmortales. Un dios venía a ser un hombre in-mortal, y divinizar a un hombre, considerarlecomo a un Dios, era estimar que, en rigor, almorirse no había muerto. De ciertos héroes secreía que fueron vivos al reino de los muertos.

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Y este es un punto importantísimo para estimarel valor de lo divino.

En aquellas repúblicas de dioses había siem-pre algún dios máximo, algún verdadero mo-narca. La monarquía divina fue la que, por elmonocultismo, llevó a los pueblos al mono-teísmo. Monarquía y monoteísmo son, pues,cosas gemelas. Zeus, Júpiter, iba en camino deconvertirse en dios único, como en dios único,primero del pueblo de Israel, después de lahumanidad y, por último, del Universo todo, seconvirtió Yavé, que empezó siendo uno de en-tre tantos dioses.

Como la monarquía, tuvo el monoteísmo unorigen guerrero. «Es en la marcha y en tiempode guerra -dice Robertson Smith, The Prophets ofIsrael, lect. I- cuando un pueblo nómada sientela instante necesidad de una autoridad central,y así ocurrió que en los primeros comienzos dela organización nacional en torno al santuariodel arca, Israel se creyó la hueste de Jehová. Elnombre mismo de Israel es marcial y significa

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Dios pelea, y Jehová es en el Viejo TestamentoIahwé Zebahát, el Jehová de los ejércitos de Isra-el. Era en el campo de batalla donde se sentíamás claramente la presencia de Jehová; pero enlas naciones primitivas, el caudillo de tiempode guerra es también juez natural en tiempo depaz.»

Dios, el Dios único, surgió, pues, del senti-miento de divinidad en el hombre como Diosguerrero monárquico y social. Se reveló al pue-blo, no a cada individuo. Fue el Dios de unpueblo y exigía celoso se le rindiese culto a élsolo, y de este monocultismo se pasó al mono-teísmo, en gran parte por la acción individual,más filosófica acaso que teológica, de los profe-tas. Fue, en efecto, la actividad individual delos profetas lo que individualizó la divinidad.Sobre todo al hacerla ética.

Y de este Dios surgido así en la concienciahumana a partir del sentimiento de divinidad,apoderóse luego la razón, esto es, la filosofía, ytendió a definirlo, a convertirlo en idea. Porque

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definir algo es idealizarlo, para lo cual hay queprescindir de su elemento inconmensurable oirracional, de su fondo vital. Y el Dios sentido,la divinidad sentida como persona y concienciaúnica fuera de nosotros, aunque envolviéndo-nos y sosteniéndonos, se convirtió en la idea deDios.

El Dios lógico, racional, el ens summum, elprimum movens, el Ser Supremo de la filosofíateológica, aquel a que se llega por los tres fa-mosos caminos de negación, eminencia y cau-salidad, viae negationis, eminentiae, causalitatis noes más que una idea de Dios, algo muerto. Lastradicionales y tantas veces debatidas pruebasde su existencia no son, en el fondo, sino unintento vano de determinar su esencia; porquecomo hacía muy bien notar Vinet, la existenciase saca de la esencia; y decir que Dios existe, sindecir qué es Dios y cómo es, equivale a no decirnada.

Y este Dios, por eminencia y negación o re-moción de cualidades finitas, acaba por ser un

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Dios impensable, una pura idea, un Dios dequien, a causa de su excelencia misma idealpodemos decir que no es nada, como ya definióEscoto Eriugena: Deus propter excellentiam noninmerito nihil vocatur O con frase del falso Dio-nisio Areopagita, en su epístola 5: «La divinatiniebla es la luz inaccesible en la que se dicehabita Dios.» El Dios antropomórfico y sentido,al ir purificándose de atributos humanos, ycomo tales finitos y relativos y temporales, seevapora en el Dios del deísmo o del panteísmo.

Las supuestas pruebas clásicas de la existen-cia de Dios refiriéndose todas a este Dios-Idea,a este Dios lógico, al Dios por remoción, y deaquí que en rigor no prueben nada, es decir, noprueban más que la existencia de esa idea deDios.

Era yo un mozo que empezaba a inquietarmede estos eternos problemas, cuando en ciertolibro, de cuyo autor no quiero acordarme, leíesto: «Dios es una gran equis sobre la barreraúltima de los conocimientos humanos; a medi-

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da que la ciencia avanza, la barrera se retira.» Yescribí al margen: «De la barrera acá, todo seexplica sin Él; de la barrera allá, ni con Él ni sinÉl; Dios, por lo tanto, sobra.» Y respecto alDios-Idea, al de las pruebas, sigo en la mismasentencia. Atribúyese a Laplace la frase de queno había necesitado de la hipótesis de Dios pa-ra construir su sistema del origen del Universo,y así es muy cierto. La idea de Dios en nada nosayuda para comprender mejor la existencia, laesencia y la finalidad del Universo.

No es más concebible el que haya un Ser Su-premo infinito, absoluto y eterno, cuya esenciadesconocemos, que haya creado el Universo,que el que la base material del Universo mismo,su materia, sea eterna e infinita y absoluta. Ennada comprendemos mejor la existencia delmundo con decirnos que lo creó Dios. Es unapetición de principio o una solución meramenteverbal para encubrir nuestra ignorancia. Enrigor deducimos la existencia del Creador delhecho de que lo creado existe, y no se justifica

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racionalmente la existencia de Aquel; de unhecho no se saca una necesidad o es necesariotodo.

Y si del modo de ser del Universo pasamos alo que se llama orden y que se supone necesitaun ordenador, cabe decir que orden es lo quehay y no concebimos otro. La prueba esa delorden del Universo implica un paso del ordenideal al real, un proyectar nuestra mente fuera,un suponer que la explicación racional de unacosa produce la cosa misma. El arte humano,aleccionado por la Naturaleza, tiene un hacerconsciente con que comprende el modo dehacer, y luego trasladamos este hacer artístico yconsciente a una conciencia de un artista, queno se sabe de qué naturaleza aprendió su arte.

La comparación ya clásica con el reloj y el re-lojero, es inaplicable a un Ser absoluto, infinitoy eterno. Es, además, otro modo de no explicarnada. Porque decir que el mundo es como es yno de otro modo porque Dios así lo hizo, mien-tras no sepamos por qué razón lo hizo así, es no

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decir nada. Y si sabemos la razón de haberlo asíhecho Dios, este sobra, y la razón basta. Si todofuera matemáticas, si no hubiese elemento irra-cional, no se habría acudido a esa explicaciónde un Sumo Ordenador, que no es sino la razónde lo irracional y otra tapadera de nuestra igno-rancia. Y no hablemos de aquella ridícula ocu-rrencia de que, echando al azar caracteres deimprenta, no puede salir compuesto el Quijote.Saldría compuesta cualquier otra cosa que lle-garía a ser un Quijote para los que a ella tuvie-sen que atenerse y en ella se formasen y forma-ran parte de ella.

Esa ya clásica supuesta prueba redúcese, en elfondo, a hipostatizar o sustantivar la explica-ción o razón de un fenómeno, a decir que laMecánica hace el movimiento, la Biología lavida, la Filología el lenguaje, la Química loscuerpos sin más que mayusculizar la ciencia yconvertirla en una potencia distinta de losfenómenos de que la extraemos y distinta denuestra mente que la extrae. Pero a ese Dios así

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obtenido, y que no es sino la razón hipostati-zada y proyectada al infinito, no hay manera desentirlo como algo vivo y real y ni aun de con-cebirlo sino como una mera idea que con noso-tros morirá.

Pregúntase, por otra parte, si una cosa cual-quiera imaginada pero no existente, no existeporque Dios no lo quiere, o no lo quiere Diosporque no existe y respecto a lo imposible si esque no puede ser porque Dios así lo quiere, ono lo quiere Dios porque ello en sí y por su ab-surdo mismo no puede ser. Dios tiene que so-meterse a la ley lógica de contradicción, y nopuede hacer, según los teólogos que dos másdos hagan más o menos que cuatro. La ley de lanecesidad está sobre Él o es Él mismo. Y en elorden moral se pregunta si la mentira, o elhomicidio, o el adulterio, son malos porque asílo estableció o si lo estableció así porque ello esmalo. Si lo primero, Dios o es un Dios capricho-so y absurdo que establece una ley pudiendohaber establecido otra, u obedece a una natura-

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leza y esencia intrínseca de las cosas mismasindependiente de Él, es decir, de su voluntadsoberana; y si es así, si obedece a una razón deser de las cosas, esta razón, si la conociésemos,nos bastaría sin necesidad alguna de más Dios,y no conociéndola ni Dios tampoco nos aclaranada. Esa razón estaría sobre Dios. Ni vale de-cir que esa razón es Dios mismo, razón supre-ma de las cosas. Una razón así, necesaria, no esalgo personal. La personalidad la da la volun-tad. Y es este problema de las relaciones entrela razón necesariamente necesaria, de Dios y suvoluntad, necesariamente libre, lo que harásiempre del Dios lógico o aristotélico un Dioscontradictorio.

Los teólogos escolásticos no han sabido nuncadesenredarse de las dificultades en que se veíanmetidos al tratar de conciliar la libertad huma-na con la presencia divina y el conocimientoque Dios tiene de lo futuro contingente y libre;y es porque, en rigor, el Dios racional es com-pletamente inaplicable a lo contingente, pues

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que la noción de contingencia no es, en el fon-do, sino la noción de irracionalidad. El diosracional es forzosamente necesario en su ser yen su obrar, no puede hacer en cada caso sinolo mejor, y no cabe que haya varias cosasigualmente mejores, pues entre infinitas posibi-lidades sólo hay una que sea la más acomodadaa su fin, como entre las infinitas líneas quepueden trazarse de un punto a otro sólo hayuna recta. Y el Dios racional, el Dios de larazón, no puede menos sino seguir en cadacaso la línea recta, la más conducente al fin quese propone, fin necesario como es necesaria laúnica recta dirección que a él conduce. Y así ladivinidad de Dios es sustituida por su necesi-dad. Y en la necesidad de Dios perece su volun-tad libre, es decir, su personalidad consciente.El Dios que anhelamos, el Dios que ha de salvarnuestra alma de la nada, el Dios inmorta-lizador, tiene que ser un Dios arbitrario.

Y es que Dios no puede ser Dios porque pien-sa, sino porque obra, porque crea; no es un

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Dios contemplativo, sino activo. Un DiosRazón, un Dios teórico o contemplativo, comoes el Dios este del racionalismo teológico, es unDios que se diluye en su propia contemplación.A este Dios corresponde, como veremos, la vi-sión beatífica como expresión suprema de lafelicidad eterna. Un Dios quietista, en fin, comoes quietista por su esencia misma la razón.

Queda la otra famosa prueba, la del consen-timiento, supuestamente unánime, de los pue-blos todos en creer en un Dios. Pero esta pruebano es en rigor racional ni a favor del Dios ra-cional que explica el Universo, sino del Dioscordial que nos hace vivir. Sólo podríamos lla-marla racional en el caso de que creyésemosque la razón es el consentimiento, más o menosunánime, de los pueblos, el sufragio universal,en el caso de que hiciésemos razón a la voxpopuli que se dice vox Dei.

Así lo creía aquel trágico y ardiente Lamen-nais, el que dijo que la vida y la verdad no sonsino una sola y misma cosa -¡ojalá!-, y que de-

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claró a la razón una, universal; perpetua y santa(Essai sur l'indifférence, IV partie, chap. XIII). Yglosó el «o hay que creer a todos o a ninguno» -aut omnibus credendum est aut nemini-, de Lac-tancio, y aquello de Heráclito de que toda opi-nión individual es falible, y lo de Aristóteles deque la más fuerte prueba es el consentimientode los hombres todos, y sobre todo lo de Plinio(en Paneg. Trajani LXII) de que ni engaña uno atodos ni todos a uno -nemo omnes, neminem,omnes fefellerunt-. ¡Ojalá! Y así se acaba en lo deCicerón (De natura deorum, lib. III, capítulo 11, 5y 6) de que hay que creer a nuestros mayores,aun sin que nos den razones, maioribus autemnostris, efam nulla ratione reddita credere.

Sí, supongamos que es universal y constanteesa opinión de los antiguos que nos dice que lodivino penetra a la Naturaleza toda, y que seaun dogma paternal, zázpios Sóla, como diceAristóteles (Metaphysica, lib. VII, cap. VII); esoprobaría sólo que hay un motivo que lleva a lospueblos y los individuos -sean todos o casi to-

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dos o muchos- a creer en un Dios. Pero ¿no esque hay acaso ilusiones y falacias que se fun-dan en la naturaleza misma humana? ¿No em-piezan los pueblos todos por creer que el Solgira en torno de ellos? ¿Y no es natural quepropendamos todos a creer lo que satisfacenuestro anhelo? ¿Diremos con W. Hermann(véase Christliche systematische Dogmatik, en eltomo Systematische christliche Religion, de la co-lección Die Kultur der Gegenwart, editada por PHinneberg), «que si hay un Dios, no se ha deja-do sin indicársenos de algún modo, y quiere serhallado por nosotros»?

Piadoso deseo, sin duda, pero no razón en suestricto sentido, como no le apliquemos la sen-tencia agustiniana, que tampoco es razón de«pues que me buscas, es que me encontraste»,creyendo que es Dios quien hace que le bus-quemos.

Este famoso argumento del consentimientosupuesto unánime de los pueblos, que es el quecon un seguro instinto más emplearon los anti-

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guos, no es, en el fondo y trasladado de la co-lectividad al individuo, sino la llamada pruebamoral la que Kant, en su Crítica de la razón prác-tica, empleó, la que se saca de nuestra concien-cia -o más bien de nuestro sentimiento de ladivinidad- y que no es una prueba estricta yespecíficamente racional, sino vital, y que nopuede ser aplicada al Dios lógico, al ens sum-mum, al Ser simplicísimo y abstractísimo, alprimer motor inmóvil e impasible, al DiosRazón, en fin, que ni sufre ni anhela, sino alDios biótico, al ser complejísimo y concretísi-mo, al Dios paciente que sufre y anhela en no-sotros y con nosotros, al Padre de Cristo, al queno se puede ir sino por el Hombre, por su Hijo(véase Juan, XIV, 6), y cuya revelación es histó-rica, o si se quiere, anecdótica, pero no filosófi-ca, ni categórica.

El consentimiento unánime -¡supongámosleasí!de los pueblos, o sea el universal anhelo delas almas todas humanas que llegaron a la con-ciencia de su humanidad que quiere ser fin y

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sentido del Universo, ese anhelo, que no es sinoaquella esencia misma del alma, que consiste ensu conato por persistir eternamente y porqueno se rompa la continuidad de la conciencia,nos lleva al Dios humano, antropomórfico,proyección de nuestra conciencia a la Concien-cia del Universo, al Dios que da finalidad ysentido humanos al Universo y que no es el enssummum, el primum movens, ni el creador delUniverso, no es la Idea-Dios. Es un Dios vivo,subjetivo -pues que no es sino la subjetividadobjetivada o la personalidad universalizada-,que es más que mera idea, y antes que razón esvoluntad. Dios es Amor, esto es, Voluntad. Larazón, el Verbo, deriva de Él; pero Él, el Padre,es, ante todo, Voluntad.

«No cabe duda alguna -escribe Ritschl (Recht-fertigung and Versóhnung, 111, cap. V)- que lapersonalidad espiritual de Dios es estimadamuy imperfectamente en la antigua teología allimitarla a las funciones de conocer y querer. Laconcepción religiosa no puede menos de aplicar

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a Dios también el atributo del sentimiento espi-ritual. Pero la antigua teología ateníase a la im-presión de que el sentimiento y el afecto sonnotas de una personalidad limitada y creada, ytransformaba la concepción de la felicidad deDios, verbigracia, en el eterno conocerse a símismo, y la del odio en el habitual propósito decastigar el pecado.» Sí, aquel Dios lógico, obte-nido via negationis, era un Dios que, en rigor, niamaba ni odiaba, porque ni gozaba ni sufría, unDios sin pena ni gloria, inhumano, y su justiciauna justicia racional o matemática, esto es, unainjusticia.

Los atributos del Dios vivo, del Padre deCristo, hay que deducirlos de su revelaciónhistórica en el Evangelio y en la conciencia decada uno de los creyentes cristianos, y no derazonamientos metafísicos que sólo llevan alDios-Nada de Escoto Eriugena, al Dios racionalo panteístico, al Dios ateo, en fin, a la Divinidaddespersonalizada.

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Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no sellega por camino de razón, sino por camino deamor y de sufrimiento. La razón nos apartamás bien de Él. No es posible conocerle paraluego amarle; hay que empezar por amarle, poranhelarle, por tener hambre de Él, antes de co-nocerle. El conocimiento de Dios procede delamor a Dios, y es un conocimiento que poco onada tiene de racional. Porque Dios es indefini-ble. Querer definir a Dios es pretender limitarloen nuestra mente; matarlo. En cuanto tratamosde definirlo, nos surge la nada.

La idea de Dios de la pretendida teodicea ra-cional, no , es más que una hipótesis, como, porejemplo, la idea del éter.

Este, el éter, en efecto, no es sino una entidadsupuesta, y que no tiene valor sino en cuantoexplica lo que por ella tratamos de explicarnos;la luz, o la electricidad o la gravitación univer-sal, y sólo en cuanto no se pueda explicar estoshechos de otro modo. Y así, la idea de Dios esuna hipótesis también, que sólo tiene valor en

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cuanto con ella nos explicamos lo que tratamoscon ella de explicarnos: la existencia y esenciadel Universo, y mientras no se expliquen mejorde otro modo. Y como en realidad no nos expli-camos ni mejor ni peor con esa idea que sinella, la idea de Dios, suprema petición de prin-cipio, marra.

Pero si el éter no es sino una hipótesis paraexplicar la luz, el aire, en cambio es una cosainmediatamente sentida; y aunque con él nonos explicásemos el sonido, tendríamos siem-pre su sensación directa, sobre todo la de sufalta, en momentos de ahogo, de hambre deaire. Y de la misma manera, Dios mismo, no yala idea de Dios, puede llegar a ser una realidadinmediatamente sentida, y aunque no nos ex-pliquemos con su idea ni la existencia ni laesencia del Universo, tenemos a las veces elsentimiento directo de Dios, sobre todo en losmomentos de ahogo espiritual. Y este senti-miento -obsérvese bien, porque en esto estribatodo lo trágico de él y el sentimiento trágico de

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toda la vida-, es un sentimiento de hambre deDios, de carencia de Dios. Creer en Dios es enprimera instancia, y como veremos, querer quehaya Dios, no poder vivir sin Él.

Mientras peregriné por los campos de larazón a busca de Dios, no pude encontrarle,porque la idea de Dios no me engañaba, ni pu-de tomar por Dios a una idea, y fue entonces,cuando erraba por los páramos del raciona-lismo, cuando me dije que no debemos buscarmás consuelo que la verdad, llamando así a larazón, sin que por eso me consolara. Pero al irhundiéndome en el escepticismo racional deuna parte y en la desesperación sentimental deotra, se me encendió el hambre de Dios, y elahogo de espíritu me hizo sentir, con su falta,su realidad. Y quise que haya Dios, que existaDios. Y Dios no existe, sino que más bien so-breexiste, y está sustentando nuestra existenciaexistiéndonos.

Dios, que es el Amor, el Padre del Amor, eshijo del amor en nosotros. Hay hombres ligeros

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y exteriores, esclavos de la razón que nos exte-rioriza, que creen haber dicho algo con decirque lejos de haber hecho Dios al hombre a suimagen y semejanza, es el hombre el que a suimagen y semejanza se hace sus dioses o suDios, sin reparar, los muy livianos, que si estosegundo es, como realmente es, así, se debe aque no es menos verdad lo primero. Dios y elhombre se hacen mutuamente, en efecto; Diosse hace o se revela en el hombre, y el hombre sehace en Dios. Dios se hizo a sí mismo, Deus ipsese fecit, dijo Lactancio (Divinarum institutionum,11, 8), y podemos decir que se está haciendo, yen el hombre y por el hombre. Y si cada cual denosotros, en el empuje de su amor, en su ham-bre de divinidad, se imagina a Dios a su medi-da; y a su medida se hace Dios para él, hay unDios colectivo, social, humano, resultante de lasimaginaciones todas humanas que le imaginan.Porque Dios es y se revela en la colectividad. Yes Dios la más rica y más personal concepciónhumana.

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Nos dijo el Maestro de divinidad que seamosperfectos, como es perfecto nuestro Padre queestá en los cielos (Mat., V, 48), y en el orden desentir y el pensar nuestra perfección consiste enahincarnos porque nuestra imaginación lleguea la total imaginación de la humanidad de queformamos, en Dios, parte.

Conocida es la doctrina lógica de la contrapo-sición entre la extensión y la comprensión deun concepto, y cómo a medida que la una crece,la otra mengua. El concepto más extenso y a lapar menos comprensivo, es el de ente o cosaque abarca todo lo existente y no tiene más notaque la de ser, y el concepto más comprensivo yel menos extenso es el del Universo, que sólo así mismo se aplica y comprende todas las notasexistentes. Y el Dios lógico o racional, el Diosobtenido por vía de negación, el ente sumo, sesume, como realidad, en la nada, pues el serpuro y la pura nada, según enseñaba Hegel, seindentifican. Y el Dios cordial o sentido, el Dios

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de los vivos, es el Universo mismo personali-zado, es la conciencia del Universo.

Un Dios universal y personal, muy otro queel Dios individual del rígido monoteísmo me-tafísico.

Debo aquí advertir una vez más cómo opon-go la individualidad a la personalidad, aunquese necesiten la una a la otra. La individualidades, si puedo así expresarme, el continente, y lapersonalidad el contenido, o podría tambiéndecir, en un cierto sentido, que mi personalidades mi comprensión, lo que comprendo y encie-rro en mí -y que es de una cierta manera todo elUniverso-, y mi individualidad es mi extensión;lo uno, lo infinito mío, y lo otro, mi finito. Cientinajas de fuerte casco de barro están vigorosa-mente individualizadas, pero pueden ser igua-les y vacías, a lo sumo llenas del mismo líquidohomogéneo, mientras que dos vejigas de mem-brana sutilísima, a través de la cual se verificaactiva ósmosis y exósmosis pueden diferenciar-se fuertemente y estar llenas de líquidos muy

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complejos. Y así puede uno destacarse fuerte-mente de otros, en cuanto individuo, siendocomo un crustáceo espiritual, y ser pobrísimode contenido diferencial. Y sucede más aún, yes que cuanta más personalidad tiene uno,cuanto mayor riqueza interior, cuanto más so-ciedad es en sí mismo, menos rudamente sedivide de los demás. Y de la misma manera, elrígido Dios del deísmo, del monoteísmo aris-totélico, el ens summum, es un ser en quien laindividualidad, o más bien, la simplicidad,ahoga a la personalidad. La definición le mata,porque definir es poner fines, es limitar, y nocabe definir lo absolutamente indefinible. Care-ce ese Dios de riqueza interior; no es sociedaden sí mismo. Y a esto obvió la revelación vitalcon la creencia en la Trinidad que hace de Diosuna sociedad, y hasta una familia en sí, y no yaun puro individuo. El Dios de la fe es personal;es personal, porque incluye tres personas, pues-to que la personalidad no se siente aislada. Unapersona aislada deja de serlo. ¿A quién, en efec-

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to, amaría? Y si no ama, no es persona. Ni cabeamarse a sí mismo siendo simple y sin desdo-blarse por el amor.

Fue el sentir a Dios como al Padre lo que trajoconsigo la fe en la Trinidad. Porque un DiosPadre no puede ser un Dios soltero, esto es,solitario. Un padre es siempre padre de familia.Y el sentir a Dios como padre, ha sido una pe-renne sugestión a concebirlo, no ya antro-pomórficamente, es decir, como a hombre -ánthropos-, sino andromórficamente, como avarón -anér . A Dios Padre, en efecto, concíbelola imaginación popular cristiana como a unvarón. Y es porque el hombre, homo,&vOpamos , no se nos presenta sino comovarón, vir, ávrlp o como mujer, mulier, yvv~. Alo que puede añadirse el niño, que es neutro. Yde aquí, para completar con la imaginación lanecesidad sentimental de un dios hombre per-fecto, esto es, familia, el culto al Dios Madre, ala Virgen María, y el culto al niño Jesús.

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El culto a la Virgen, en efecto, la mariolatría,que ha ido poco a poco elevando en dignidadlo divino de la Virgen, hasta casi deificarla, noresponde sino a la necesidad sentimental deque Dios sea hombre perfecto, de que entre lafeminidad en Dios. Desde la expresión de Ma-dre de Dios, 9sóadie os, deípara, ha sido la pie-dad católica exaltando a la Virgen María hastadeclararla corredentora y proclamar dogmáticasu concepción sin mancha de pecado original,lo que la pone ya entre la Humanidad y la Di-vinidad y más cerca de esta que de aquella. Yalguien ha manifestado sus sospecha de que,con el tiempo, acaso se llegue a hacer de ellaalgo así como una persona divina más.

Y tal vez no por esto la Trinidad se convirtie-se en Cuaternidad. Si zv--vua, espíritu en grie-go, en vez de ser neutro fuese femenino, ¿quiénsabe si no se hubiese hecho ya de la VirgenMaría una encarnación o humanización delEspíritu Santo? El texto del Evangelio, segúnLucas en el versículo 35 del capítulo I, donde se

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narra la Anunciación por el ángel Gabriel quele dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti»,7rvsvpa áycov éz--AEú6Erai ézi 6e; habría bas-tado para una encendida piedad que sabesiempre plegar a sus deseos la especulaciónteológica. Y habríase hecho un trabajo dogmáti-co paralelo al de la divinización de Jesús, elHijo, y su identificación con el Verbo.

De todos modos, el culto a la Virgen, a loeterno femenino, a la maternidad divina, acudea completar la personalización de Dios hacién-dole familia.

En uno de mis libros (Vida de Don Quijote ySancho, segunda parte, cap. LXVII) he dichoque «Dios era y es en nuestras mentes masculi-no. Su modo de juzgar y condenar a los hom-bres, modo de varón, no de persona humanapor encima de sexo; modo de Padre. Y paracompensarlo hacía falta la Madre, la madre queperdona siempre, la madre que abre siemprelos brazos al hijo cuando huye este de la manolevantada o del ceño fruncido del irritado pa-

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dre; la madre en cuyo regazo se busca comoconsuelo una oscura remembranza de aquellatibia paz de la inconsciencia que dentro de élfue el alba que precedió a nuestro nacimiento yun dejo de aquella dulce leche que embalsamónuestros sueños de inocencia; la madre que noconoce más justicia que el perdón ni más leyque el amor. Nuestra pobre e imperfecta con-cepción de un Dios con largas barbas y voz detrueno, de un Dios que impone preceptos ypronuncia sentencias, de un Dios Amo de casa,Pater familias a la romana, necesitaba compen-sarse y completarse; y como en el fondo no po-demos concebir al Dios personal y vivo, no yapor encima de rasgos humanos; mas ni aun porencima de rasgos varoniles, y menos un Diosneutro o hermafrodita, acudimos a darle unDios femenino, y junto al Dios Padre hemospuesto a la Diosa Madre, a la que perdonasiempre, porque como mira con amor ciego, vesiempre el fondo de la culpa y en ese fondo lajusticia única del perdón... »

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A lo que debo ahora añadir que no sólo nopodemos concebir al Dios vivo y entero comosolamente varón, sino que no le podemos con-cebir como solamente individuo, como proyec-ción de un yo solitario, fuera de sociedad, de unyo en realidad abstracto. Mi yo vivo es un yoque es en realidad un nosotros; mi yo vivo, per-sonal, no vive sino en los demás, de los demásy por los demás yos; procedo de una muche-dumbre de abuelos y en mí lo llevo en extracto,y llevo a la vez en mí en potencia una muche-dumbre de nietos, y Dios, proyección de mi yoal infinito -o más bien, yo proyección de Dios alo infinito- es también muchedumbre. Y deaquí, para salvar la personalidad de Dios, esdecir, para salvar al Dios vivo, la necesidad defe -esto es, sentimental e imaginativa- de con-cebirle y sentirle con una cierta multiplicidadinterna.

El sentimiento pagano de divinidad viva ob-vió a esto con el politeísmo. Es el conjunto desus dioses, la república de estos lo que consti-

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tuye realmente su Divinidad. El verdaderoDios del paganismo helénico es más bien queZeus Padre (Júpiter), la sociedad toda de losdioses y semidioses. Y de aquí la solemnidadde la invocación de Demóstenes cuando invo-caba a los dioses todos, a todas las diosas: roas6eoiS _-vxouai zúaa Kai záuats. Y cuando losrazonadores sustantivaron el término dios, B_-ós, que es propiamente un adjetivo, una cuali-dad predicada de cada uno de los dioses, y leañadieron un artículo, forjaron el dios -ó 6sóSabstracto o muerto del racionalismo filosófico,una cualidad sustantivada y falta de personali-dad por lo tanto. Porque el dios no es más quelo divino. Y es que de sentir la divinidad entodo no puede pasarse, sin riesgo para el sen-timiento, a sustantivarla y hacer de la Divini-dad Dios. Y el Dios aristotélico, el de las prue-bas lógicas, no es más que la Divinidad, un con-cepto y no una persona viva a que se puedasentir y con la

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que pueda por el amor comunicarse el hom-bre. Ese Dios que no es sino un adjetivo sustan-tivado, es un dios constitucional que reina, perono gobierna; la Ciencia es su carta constitucio-nal.

Y en el propio paganismo grecolatino, la ten-dencia al monoteísmo vivo se ve en concebir ysentir a Zeus como padre, ZSVs irar4p que lellama Homero, Iu-piter, o sea Iu pater entre loslatinos, y padre de toda una dilatada familia dedioses y diosas que con él constituyen la Divi-nidad.

De la conjunción del politeísmo pagano con elmonoteísmo judaico, que había tratado porotros medios de salvar la personalidad de Dios,resultó el sentimiento del Dios católico, que essociedad, como era sociedad ese Dios paganode que dije, y es uno como el Dios de Israelacabó siéndolo. Y tal es la Trinidad, cuyo máshondo sentido rara vez ha logrado comprenderel deísmo racionalista, más o menos impregna-

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do de cristianismo, pero siempre unitario osociniano.

Y es que sentimos a Dios, más bien que comouna conciencia sobrehumana, como la concien-cia misma del linaje humano todo, pasado, pre-sente y futuro, como la conciencia colectiva detodo el linaje, y aún más como la concienciatotal e infinita que abarca y sostiene las con-ciencias todas, infrahumanas, humanas y acasosobrehumanas. La divinidad que hay en todo,desde la más baja, es decir, desde la menosconsciente forma viva, hasta la más alta, pa-sando por nuestra conciencia humana, la sen-timos personalizada, consciente de sí misma enDios. Y a esa gradación de conciencias, sintien-do el salto de la nuestra humana a la plenamen-te divina, a la universal, responde la creencia enlos ángeles con sus diversas jerarquías, comointermedios entre nuestra conciencia humana yla de Dios. Gradaciones que una fe coherenteconsigo misma ha de creer infinitas, pues sólo

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por infinito número de grados puede pasarsede lo finito a lo infinito.

El racionalismo deísta concibe a Dios comoRazón del Universo, pero su lógica le lleva aconcebirlo como una razón impersonal, es de-cir, como una idea, mientras el vitalismo deístasiente e imagina a Dios como Conciencia y, porlo tanto, como persona o más bien como socie-dad de personas. La conciencia de cada uno denosotros, en efecto, es una sociedad de perso-nas; en mí viven varios yos, y hasta los yos deaquellos con quien vivo.

El Dios del racionalismo deísta, en efecto, elDios de las pruebas lógicas de su existencia, elens realissimum y primer motor inmóvil, no esmás que una Razón suprema, pero en el mismosentido en que podemos llamar razón de lacaída de los cuerpos a la ley de la gravitaciónuniversal, que es su explicación. Pero dirá al-guien que esa que llamamos ley de la gravita-ción universal, u otra cualquiera ley o un prin-cipio matemático, es una realidad propia e in-

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dependiente, es un ángel, es algo que tiene con-ciencia de sí y de los demás, ¿que es persona?No, no es más que una idea sin realidad fuerade la mente del que la concibe. Y así ese DiosRazón o tiene conciencia de sí o carece de reali-dad fuera de la mente de quien lo concibe. Y sitiene conciencia de sí, es ya una razón personal,y entonces todo el valor de aquellas pruebas sedesvanece, porque las tales pruebas sólo pro-baban una razón, pero no una conciencia su-prema. Las matemáticas prueban un orden, unaconstancia, una razón en la serie de los fenó-menos mecánicos, pero no prueban que esarazón sea consciente en sí. Es una necesidadlógica, pero la necesidad lógica no prueba lanecesidad teológica o finalista. Y donde no hayfinalidad no hay personalidad tampoco, no hayconciencia.

El Dios, pues, racional, es decir, el Dios queno es sino Razón del Universo, se destruye a símismo en nuestra mente en cuanto tal Dios, ysólo renace en nosotros cuando en el corazón lo

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sentimos como persona viva, como Conciencia,y no ya sólo como Razón impersonal y objetivadel Universo. Para explicarnos racionalmente laconstrucción de una máquina nos basta conocerla ciencia mecánica del que la construyó; peropara comprender que la tal máquina exista,pues que la Naturaleza no las hace y sí loshombres, tenemos que suponer un ser cons-ciente constructor. Pero esta segunda parte delrazonamiento no es aplicable a Dios, aunque sediga que en Él la ciencia mecánica y el meca-nismo constructores de la máquina son unasola y misma cosa. Esta identificación no esracional-, mente sino una petición de principio.Y así es como la razón destruye a esa RazónSuprema en cuanto persona.

No es la razón humana, en efecto, razón que asu vez tampoco se sustenta, sino sobre lo irra-cional, sobre la' conciencia vital toda, sobre lavoluntad y el sentimiento; no: es esa nuestrarazón la que puede probarnos la existencia deuna Razón Suprema, que tendría a su vez que

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sustentarse sobre lo Supremo Irracional, sobrela Conciencia Universal. Y la revelación senti-mental e imaginativa, por amor, por fe, porobra de personalización, de esa Conciencia Su-prema, es la que nos lleva a creer en el Diosvivo.

Y este Dios, el Dios vivo, tu Dios, nuestroDios, está en mí, está en ti, vive en nosotros, ynosotros vivimos, nos movemos y somos en El.Y está en nosotros por el hambre que de Él te-nemos, por el anhelo, haciéndose apetecer. Y esel Dios de los humildes, porque Dios escogió lonecio del mundo para avergonzar a los sabios,y lo flaco para avergonzar a lo fuerte, según elApóstol (I Con, I, 27). Y es Dios en cada unosegún cada uno lo siente y según le ama. «Si dedos hombres -dice Kierkegaardreza el uno alverdadero Dios con insinceridad personal, y elotro con la pasión toda de la infinitud reza a unídolo, es el primero el que en realidad ora a unídolo, mientras que el segundo ora en verdad aDios.» Mejor es decir que es Dios verdadero

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Aquel a quien se reza y se anhela de verdad. Yhasta la superstición misma puede ser más re-veladora que la teología. El viejo Padre deluengas barbas y melenas blancas, que apareceentre nubes llevando la bola del mundo en lamano, es más vivo y más verdadero que el ensrealissimum de la teodicea.

La razón es una fuerza analítica, esto es, di-solvente, cuando dejando de obrar sobre laforma de las intuiciones, ya sean del instintoindividual de conservación, ya del instinto so-cial de perpetuación, obra sobre el fondo, sobrela materia misma de ellas. La razón ordena laspercepciones sensibles que nos dan el mundomaterial; pero cuando su análisis se ejerce sobrela realidad de las percepciones mismas, nos lasdisuelve y nos sume en un mundo aparencial,de sombras sin consistencia, porque la razónfuera de lo formal es nihilista, aniquiladora. Yel mismo terrible oficio cumple cuando sacán-dola del suyo propio la llevamos a escudriñarlas intuiciones imaginativas que nos dan el

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mundo espiritual. Porque la razón aniquila y laimaginación entera, integra o totaliza; la razónpor sí sola mata y la imaginación es la que lavida. Si bien es cierto que la imaginación por sísola, al darnos vida sin límites nos lleva a con-fundirnos con todo, y en cuanto individuos,nos mata también, nos mata por exceso de vida.La razón, la cabeza, nos dice: ¡nada!; la imagi-nación, el corazón, nos dice: ¡todo!, y entre na-da y todo, fundiéndose el todo y la nada ennosotros, vivimos en Dios, que es todo, y viveDios en nosotros, que sin Él somos nada. Larazón repite: ¡vanidad de vanidades, y todovanidad! Y la imaginación replica: ¡plenitud deplenitudes, y todo plenitud! Y así vivimos lavanidad de la plenitud, o la plenitud de la va-nidad.

Y tan de las entrañas del hombre arranca estanecesidad vital de vivir un mundo ilógico, irra-cional, personal o divino, que cuantos no creenen Dios o creen no creer en Él, creen en cual-quier diosecillo, o siquiera en un demoniejo, o

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en un agüero, o en una herradura que encon-traron por acaso al azar de los caminos, y queguardan sobre su corazón para que les traigabuena suerte y les defienda de esa misma razónde que se imaginan ser fieles servidores y devo-tos.

El Dios de que tenemos hambre es el Dios aque oramos, el Dios del Pater noster, de la ora-ción dominical; el Dios a quien pedimos, antetodo y sobre todo, démonos o no de esto cuen-ta, que nos infunda fe, fe en Él mismo, que hagaque creamos en Él, que se haga Él en nosotros,el Dios a quien pedimos que sea santificado sunombre y que se haga su voluntad -su volun-tad, no su razón-, así en la tierra como en elcielo; mas sintiendo que su voluntad no puedeser sino la esencia de nuestra voluntad, el deseode persistir eternamente.

Y tal es el Dios del amor, sin que sirva el quenos pregunten cómo sea, sino que cada cualconsulte a su corazón y deje a su fantasía que selo pinte en las lontananzas del Universo,

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mirándole por sus millones de ojos, que son losluceros del cielo de la noche. Ese en que crees,lector, ese es tu Dios, el que ha vivido contigoen ti, y nació contigo y fue niño cuando tú erasniño, y fue haciéndose hombre según tú te hac-ías hombre, y que se te disipa cuando te disi-pas, y que es tu principio de continuidad en lavida espiritual, porque es el principio de la so-lidaridad entre los hombres todos y en cadahombre, y de los hombres con el Universo yque es como tú, persona. Y si crees en Dios,Dios cree en ti, y creyendo en ti te crea de con-tinuo. Porque tú no eres en el fondo sino la ideaque de ti tiene Dios; pero una idea viva, comode Dios vivo y consciente de sí, como de DiosConciencia, y fuera de lo que eres en la socie-dad no eres nada. ¿Definir a Dios? Sí, ese esnuestro anhelo; ese era el anhelo del hombreJacob, cuando luchando la noche, toda, hasta elrayar del alba, con aquella fuerza divina, decía:«¡Dime, te lo ruego, tu nombre!» (Gén., XXXII,29). Y oíd lo que aquel gran predicador cristia-

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no, Federico Guillermo Robertson, predicaba enla capilla de la Trinidad, de Brighton, el 10 dejunio de 1849, diciendo: «Y esta es nuestra lu-cha -la lucha-. Que baje un hombre veraz a lasprofundidades de su propio ser y nos respon-da: ¿cuál es el grito que le llega de la parte másreal de su naturaleza? ¿Es pidiendo el pan decada día? Jacob pidió en su primera comunióncon Dios esto; pidió seguridad, conservación.¿Es acaso el que se nos perdonen nuestros pe-cados? Jacob tenía un pecado por perdonar;mas en este, el más solemne momento de suexistencia, no pronunció una sílaba respecto aél. ¿O es acaso esto: "santificado sea tu nom-bre"? No, hermanos míos. De nuestra frágil,aunque humilde humanidad, la petición quesurja en las horas más terrenales de nuestrareligión puede ser esta de: ¡Salva mi alma!; peroen los momentos menos terrenales es esta otra:¡Dime tu nombre!

»Nos movemos por un mundo misterioso, yla más profunda cuestión es la de cuál es el ser

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que nos está cerca siempre, a las veces sentido,jamás visto -que es lo que nos ha obsesionadodesde la niñez con un sueño de algo soberana-mente hermoso y que jamás se nos aclara-, quees lo que a las veces pasa por el alma como unadesolación, como el soplo de las alas del Ángelde la Muerte, dejándonos aterrados y silencio-sos en nuestra soledad -lo que nos ha tocado enlo más vivo y la carne se ha estremecido deagonía, y nuestros afectos morales se han con-traído de dolor-, que es lo que nos viene enaspiraciones de nobleza y concepciones de so-brehumana excelencia. ¿Hemos de llamarle Elloo Él? (It or He?) ¿Qué es Ello? ¿Quién es Él?Estos presentimientos de inmortalidad y deDios, ¿qué son? ¿Son meras ansias de mi propiocorazón no tomadas por algo vivo fuera de mí?¿Son el sonido de mis propios anhelos que re-suenan por el vasto vacío de la nada? ¿O he dellamarlas Dios, Padre, Espíritu, Amor? ¿Un servivo dentro o fuera de mí? Dime tu nombre, tú,

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¡terrible misterio del amor! Tal es la lucha detoda mi vida seria.»

Así Robertson. A lo que he de hacer notarque: ¡dime tu nombre!, no es en el fondo otracosa que: ¡salva mi alma! Le pedimos su nom-bre para que salve nuestra alma, para que salveel alma humana, para que salve la finalidadhumana del Universo. Y si nos dicen que sellama Él, que es o ens realissimum o Ser Supre-mo o cualquier otro nombre metafísico, no nosconformamos, pues sabemos que todo su nom-bre metafísico es equis, y seguimos pidiéndolesu nombre. Y sólo hay un nombre que satisfagaa nuestro anhelo, y este nombre es Salvador,Jesús, Dios es el amor que salva.

For the loving worm within its clod,Were diviner than a loveless GodAmid his worlds, I will dare to say.

«Me atreveré a decir que el gusano que amaen su terrón sería más divino que un dios sin

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amor entre sus mundos», dice Roberto Brow-ning (Christmaseve and Easterday). Lo divino esel amor, la voluntad personalizadora y eterni-zadora, la que siente hambre de eternidad y deinfinitud.

Es a nosotros mismos, es nuestra eternidad loque buscamos en Dios, es que nos divinice. Fueese mismo Browning el que dijo (Saul en Dra-matic Lyoies):

Tis the weakness in strenght, that I cry for! myflesh that I seek

In the Godhead!»

«¡Es la debilidad en la fuerza por lo que cla-mo; mi carne lo que busco en la Divinidad!»

Pero este Dios que nos salva, este Dios perso-nal, Conciencia del universo que envuelve ysostiene nuestras conciencias, este Dios que dafinalidad humana a la creación toda, ¿existe?¿Tenemos prueba de su existencia?

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Lo primero que aquí se nos presenta es el sen-tido de la noción esta de existencia. ¿Qué esexistir y cómo son las cosas de que decimos queno existen?

Existir en la fuerza etimológica de su signifi-cado es estar fuera de nosotros, fuera de nues-tra mente: ex-sistere. ¿Pero es que hay algo fuerade nuestra mente, fuera de nuestra concienciaque abarca a lo conocido todo? Sin duda que lohay. La materia del conocimiento nos viene defuera. ¿Y cómo es esa materia? Imposible saber-lo, porque conocer es informar la materia, y nocabe, por tanto, conocer lo informe como in-forme. Valdría tanto como tener ordenado elcaos.

Este problema de la existencia de Dios, pro-blema racionalmente insoluble, no es en el fon-do sino el problema de la conciencia de la ex-sistencia y no de la in-sistencia de la conciencia,el problema mismo de la existencia sustancialdel alma, el problema mismo de la perpetuidaddel alma humana, el problema mismo de la

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finalidad humana del Universo. Creer en unDios vivo y personal, en una conciencia eternay universal que nos conoce y nos quiere, es cre-er que el Universo existe para el hombre. Para elhombre o para una conciencia en el orden de lahumana, de su misma naturaleza, aunque sub-limada, de una conciencia que nos conozca, yen cuyo seno viva nuestro recuerdo para siem-pre

Acaso en un supremo y desesperado esfuerzode resignación llegáramos a hacer, ya lo he di-cho, el sacrificio de nuestra personalidad si su-piéramos que al morir iba a enriquecer unaPersonalidad, una Conciencia Suprema, si su-piéramos que el Alma Universal se alimenta denuestras almas y de ellas necesita. Podríamostal vez morir en una desesperada resignación oen una desesperación resignada entregandonuestra alma al alma de la humanidad, legandonuestra labor, la labor que lleva el sello denuestra persona, si esa humanidad hubiera delegar a su vez su alma a otra alma cuando al

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cabo se extinga la conciencia sobre esta Tierrade dolor de ansias. ¿Pero y si no ocurre así?

Y si el alma de la humanidad es eterna, si eseterna la conciencia colectiva humana, si hayuna Conciencia del Universo y esta es eterna,¿por qué nuestra propia conciencia individual,la tuya, lector, la mía, no ha de serlo?

En todo el vasto Universo, ¿habría de ser estode la conciencia que se conoce, se quiere y sesiente, una excepción unida a un organismoque no puede vivir sino entre tales y cualesgrados de calor, un pasajero fenómeno? No es,no, una mera curiosidad lo de querer saber siestán o no los astros habitados por organismosvivos animados, por conciencias hermanas delas nuestras, y hay un profundo anhelo en elensueño de la transmigración de nuestras al-mas por los astros que pueblan las vastas lon-tananzas del cielo. El sentimiento de lo divinonos hace desear y creer que todo es animado,que la conciencia, en mayor o menor grado, seextiende a todo. Queremos no sólo salvarnos,

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sino salvar al mundo de la nada. Y para estoDios. Tal es su finalidad sentida.

¿Qué sería un Universo sin conciencia algunaque lo reflejase y lo conociese? ¿Qué sería larazón objetivada, sin voluntad ni sentimiento?Para nosotros lo mismo que la nada; mil vecesmás pavoroso que ella.

Si tal supuesto llega a ser realidad, nuestravida carece de valor y de sentido.

No es, pues, necesidad racional, sino angustiavital, lo que nos lleva a creer en Dios. Y creer enDios es ante todo y sobre todo, he de repetirlo,sentir hambre de Dios, hambre de divinidad,sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exis-ta. Y es querer salvar la finalidad humana delUniverso. Porque hasta podría llegar uno aresignarse a ser absorbido por Dios si en unaConciencia se funda nuestra conciencia, si es laconciencia el fin del Universo.

«Dijo el malvado en su corazón: no hayDios.» Y así es en verdad. Porque un justo pue-de decirse en su cabeza: ¡Dios no existe! Pero en

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el corazón sólo puede decírselo el malvado. Noquerer que haya Dios o creer que no le haya, esuna cosa; resignarse a que no le haya, es otra,aunque inhumana y horrible; pero no quererque le haya, excede a toda otra monstruosidadmoral. Aunque de hecho los que reniegan deDios es por desesperación de no encontrarlo.

Y ahora viene de nuevo la pregunta racionalesfíngica -la Esfinge, en efecto, es la razón- de:¿existe Dios? Esa persona eterna y eternizadoraque da sentido -y no añadiré humano, porqueno hay otro- al Universo, ¿es algo sustancialfuera de nuestra conciencia, fuera de nuestroanhelo? He aquí algo insoluble, y vale más queasí lo sea. Bástele a la razón el no poder probarla imposibilidad de su existencia.

Creer en Dios es anhelar que le haya y esademás conducirse como si le hubiera; es vivirde ese anhelo y hacer de él nuestro íntimo re-sorte de acción. De este anhelo o hambre dedivinidad surge la esperanza; de esta, la fe, y dela fe y la esperanza, la caridad; de ese anhelo

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arrancan los sentimientos de belleza, de finali-dad, de bondad. Veámoslo.

IX

FE, ESPERANZA Y CARIDAD

Sanctiusque ne reverentius visum de actis deorumcredere quam scire.

(TÁCITO, Germania, 34.)

A este Dios cordial o vivo se llega, y se vuelvea Él cuando por el Dios lógico o muerto se le hadejado, por el camino de la fe y no de convic-ción racional o matemática.

¿Y qué cosa es fe?Así pregunta el catecismo de la doctrina cris-

tiana que se nos enseñó en la escuela, y contestaasí: creer lo que no vimos.

A lo que hace ya una docena de años corregíen un ensayo diciendo: «¡Creer lo que no vi-

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mos!, ¡no!, sino crear lo que no vemos.» Y antesos he dicho que creer en Dios es, en primerainstancia al menos, querer que le haya, anhelarla existencia de Dios.

La virtud teologal de la fe es, según el apóstolPablo, cuya definición sirve de base a las tradi-cionales disquisiciones cristianas sobre ella, «lasustancia de las cosas que se esperan, la demos-tración de lo que no se ve»: É~),ci~ó#Evpvvzóózaóas, )cpayMázow a--yxoS ovf,,e2ró~csvo)v (Hebreos, XI, T).

La sustancia o más bien el sustento o base dela esperanza, la garantía de ella. Lo cual co-nexiona, y más que conexiona subordina, la fe ala esperanza. Y de hecho no es que esperamosporque creemos, sino más bien que creemosporque esperamos. Es la esperanza en Dios,esto es, el ardiente anhelo de que haya un Diosque garantice la eternidad de la conciencia laque nos lleva a creer en Él.

Pero la fe, que es al fin y al cabo algo com-puesto en que entra un elemento conocido,

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lógico o racional juntamente con uno afectivo,biótico o sentimental, y en rigor irracional, senos presenta en forma de conocimiento. Y deaquí la insuperable dificultad de separarla deun dogma cualquiera. La fe pura, libre de dog-mas, de que tanto escribí en un tiempo, es unfantasma. Ni con inventar aquello de la fe en lafe misma se salía del paso. La fe necesita unamateria en que ejercerse.

El creer es una forma de conocer, siquiera nofuese otra cosa que conocer nuestro anhelo vitaly hasta formularlo. Sólo que el término creertiene en nuestro lenguaje corriente una doble yhasta contradictoria significación, queriendodecir por una parte el mayor grado de adhesiónde la mente a un conocimiento como verdade-ro, de otra parte una débil y vacilante adhesión.Pues si en un sentido creer algo es el mayorasentimiento que cabe dar, la expresión «creoque sea así, aunque no estoy de ello seguro», escorriente y vulgar.

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Lo cual responde a lo que respecto a la incer-tidumbre, como base de la fe, dijimos. La femás robusta, en cuanto distinta de todo otroconocimiento que no sea pistico o de fe -fielcomo si dijéramos-, se basa en incertidumbre. Yes porque la fe, la garantía de lo que se espera,es, más que adhesión racional a un principioteórico, confianza en la persona que nos asegu-ra algo. La fe supone un elemento personalobjetivo. Más bien que creemos algo, creemos aalguien que nos promete o asegura esto o lootro. Se cree a una persona y a Dios en cuantopersona y personalización del Universo.

Este elemento personal o religioso, en la fe esevidente. La fe, suele decirse, no es en sí ni unconocimiento teórico o adhesión racional a unaverdad, ni se explica tampoco suficientementeen esencia por la confianza en Dios. «La fe es lasumisión íntima o la autoridad espiritual deDios, la obediencia inmediata. Y en cuanto estaobediencia es el medio de alcanzar un principio

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racional es la fe una convicción personal.» Asídice Seeberg.

La fe que definió san Pablo, la 2rí6zis, pistisgriega, se traduce mejor por confianza. La vozpistis, en efecto, procede del verbo zei0o,),peitho, que si en su voz activa significa persua-dir, en la media equivale a confiar en uno,hacerle caso, fiarse de él, obedecer. Y fiarse,fidare se, procede del tema fid -de donde fides, fe,y de donde también confianza-. Y el tema grie-go mB pith- y el latino fid parecen hermanos. Yen resolución, que la voz misma fe lleva en suorigen implícito el sentido de confianza, derendimiento a una voluntad ajena, a una per-sona. Sólo se confía en las personas. Confíaseen la Providencia, que concebimos como algopersonal y consciente, no en el Hado, que esalgo impersonal. Y así se cree en quien nos dicela verdad, en quien nos da la esperanza; no enla verdad misma directa o inmediatamente, noen la esperanza misma.

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Y este sentido personal o más bien personifi-cante de la fe, se delata en sus formas más ba-jas, pues es el que produce la fe en la cienciainfusa, en la inspiración, en el milagro. Conoci-do es, en efecto, el caso de aquel médico pari-siense que al ver que en su barrio le quitaba uncurandero la clientela, trasladóse a otro, al másdistante, donde por nadie era conocido, anun-ciándose como curandero y conduciéndosecomo tal. Y al denunciarle por ejercicio ilegal dela medicina, exhibió su título, viniendo a decirpoco más o menos esto: «Soy médico, pero sicomo tal me hubiese anunciado, no habría ob-tenido la clientela que como curandero tengo;mas ahora, al saber mis clientes que he estudia-do medicina y poseo título de médico, huiránde mí a un curandero que les ofrezca la garant-ía de no haber estudiado, de curar por inspira-ción.» Y es que se desacredita al médico a quiense le prueba que no posee título ni hizo estu-dios, y se desacredita al curandero a quien se leprueba que los hizo y que es médico titulado.

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Porque unos creen en la ciencia, en el estudio, yotros creen en la persona, en la inspiración yhasta en la ignorancia.

«Hay una distinción en la geografía del mun-do que se nos presenta cuando establecemos losdiferentes pensamientos y deseos de los hom-bres respecto a su religión. Recordemos cómo elmundo todo está en general dividido en doshemisferios por lo que a esto hace. Una mitaddel mundo, el gran Oriente oscuro, es místico.Insiste en no ver cosa alguna demasiado clara.Poned distinta y clara una cualquiera de lasgrandes ideas de la vida, e inmediatamente leparece al oriental que no es verdadera. Tiene uninstinto que le dice que los más vastos pensa-mientos son demasiado vastos para la humanamente, y que si se presentan en forma de expre-sión que la mente humana puede comprender,se violenta su naturaleza y se pierde su fuerza.Y por otra parte, el Occidente exige claridad yse impacienta con el misterio. Le gusta una pro-posición definida tanto como a su hermano del

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Oriente le desagrada. Insiste en saber lo quesignifican para su vida personal las fuerzaseternas e infinitas, cómo han de hacerle perso-nalmente más feliz y mejor y casi cómo han deconstruir la casa que le abrigue y cocerle la cenaen el fogón... Sin duda hay excepciones; místi-cos en Boston y San Luis, hombres atenidos alos hechos en Bombay y Calcuta. Ambas dispo-siciones de ánimo no pueden estar separadasuna de la otra por un océano o una cordillera.En ciertas naciones y tierras, como, por ejem-plo, entre los judíos y en nuestra propia Ingla-terra, se mezclan mucho. Pero en general, divi-den así el mundo. El Oriente cree en la luz deluna del misterio; el Occidente, en el mediodíadel hecho científico. El Oriente pide al Eternovagos impulsos; el Occidente coge el presentecon ligera mano y no quiere soltarlo hasta quele dé motivos razonables, inteligibles. Cada unode ellos entiende mal al otro, desconfía de él, yhasta en gran parte le desprecia. Pero amboshemisferios juntos, y no uno de ellos por sí

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forman el mundo todo.» Así dijo en uno de sussermones el reverendo Philips Brooks, obispoque fue de Massachusetts, el gran predicadorunitariano (Ver The Mistery of Iniquity and OtherSermons, sermón XII).

Podríamos más bien decir que en el mundotodo, lo mismo en Oriente que en Occidente,los racionalistas buscan la definición y creen enel concepto, y los vitalistas buscan la inspira-ción y creen en la persona. Los unos estudian elUniverso para arrancarle sus secretos; los otrosrezan a la Conciencia del Universo, tratan deponerse en relación inmediata con el Alma delmundo, con Dios, para encontrar garantía osustancia a lo que esperan, que es no morirse, ydemostración de lo que no ven.

Y como la persona es una voluntad, y la vo-luntad se refiere siempre al porvenir, el quecree, cree en lo que vendrá, esto es, en lo queespera. No se cree, en rigor lo que es y lo quefue, sino como garantía, como sustancia de loque será. Creer el cristiano en la resurrección de

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Cristo, es decir, creer a la tradición y al Evange-lio -y ambas potencias son personales- que ledicen que el Cristo resucitó, es creer que resuci-tará él un día por la gracia de Cristo. Y hasta lafe científica, pues la hay, se refiere al porvenir yes acto de confianza. El hombre de ciencia creeque en tal día venidero se verificará un eclipsede sol, cree que las leyes que hasta hoy hanregido al mundo seguirán rigiéndolo.

Creer, vuelvo a decir, es dar crédito a uno, yse refiere a persona. Digo que sé que hay unanimal llamado caballo, y que tiene estos yaquellos caracteres, porque lo he visto, y quecreo en la existencia del llamado jirafa u or-nitorrinco, y que sea de este o del otro modo,porque creo a los que aseguran haberlo visto. Yhe aquí el elemento de incertidumbre que la felleva consigo, pues una persona puede enga-ñarse o engañarnos.

Más, por otra parte, este elemento personalde la creencia le da un carácter afectivo, amoro-so y sobre todo, en la fe religiosa, el referirse a

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lo que se espera. Apenas hay quien sacrificarala vida por mantener que los tres ángulos de untriángulo valgan dos rectos, pues tal verdad nonecesita del sacrificio de nuestra vida; mas, encambio, muchos han perdido la vida por man-tener su fe religiosa, y es que los mártires hacenla fe más aún que la fe los mártires. Pues la feno es la mera adhesión del intelecto a un princi-pio abstracto, no es el reconocimiento de unaverdad teórica en que la voluntad no hace sinomovernos a entender; la fe es cosa de la volun-tad, es movimiento del ánimo hacia una verdadpráctica, hacia una persona, hacia algo que noshace vivir y no tan sólo comprender la vida.

La fe nos hace vivir mostrándonos que la vi-da, aunque dependa de la razón, tiene en otraparte su manantial y su fuerza, en algo sobre-natural y maravilloso. Un espíritu singularmen-te equilibrado y muy nutrido de ciencia, el delmatemático Cournot, dijo ya que es la tenden-cia a lo sobrenatural y lo maravilloso lo que davida, y que a falta de eso, todas las especula-

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ciones de la razón, no vienen a parar sino a laaflicción de espíritu (Traité de d'enchainement desidées fondamentales dans les sciences et dans l'his-toire, § 329). Y es que queremos vivir.

Mas, aunque decimos que la fe es cosa de lavoluntad, mejor sería acaso decir que es la vo-luntad misma, la voluntad de no morir, o másbien otra potencia anímica distinta de la inteli-gencia, de la voluntad y del sentimiento. Tendr-íamos, pues, el sentir, el conocer; el querer y elcreer, o sea crear. Porque ni el sentimiento, ni lainteligencia, ni la voluntad crean, sino que seejercen sobre la materia dada ya, sobre materiadada por la fe. La fe es el poder creador delhombre. Pero como tiene más íntima relacióncon la voluntad que con cualquiera otra de laspotencias, la presentamos en forma volitiva.Adviértase, sin embargo, cómo querer creer, esdecir, querer crear, no es precisamente creer ocrear, aunque sí es comienzo de ello.

La fe es, pues, si no potencia creativa, flor dela voluntad, y su oficio crear. La fe crea, en cier-

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to modo, su objeto. Y la fe en Dios consiste encrear a Dios y como es Dios el que nos da la feen Él, es Dios el que se está creando a sí mismode continuo en nosotros. Por lo que dijo sanAgustín: «Te buscaré, Señor, invocándote, y teinvocaré creyendo en Ti. Te invoca, Señor, mife, la fe que me dice, que me inspiraste con lahumanidad de tu Hijo, por el misterio de tupredicador» (Confesiones, lib. I, cap. I). El poderde crear un Dios a nuestra imagen y semejanza,de personalizar el Universo, no significa otracosa sino que llevamos a Dios dentro, comosustancia de lo que esperamos, y que Dios nosestá de continuo creando a su imagen y seme-janza.

Y se crea a Dios, es decir, se crea Dios a símismo en nosotros por la compasión, por elamor. Creer en Dios es amarle y tenerle conamor, y se empieza por amarle aun antes deconocerle, y amándole es como se acaba porverle y descubrirle en todo.

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Los que dicen creer en Dios, y ni le aman ni letemen, no creen en Él, sino en aquellos que leshan enseñado que Dios existe, los cuales, a suvez con harta frecuencia, tampoco creen en Él.Los que sin pasión de ánimo, sin congoja, sinincertidumbre, sin duda, sin la desesperaciónen el consuelo, creen creer en Dios, no creensino en la idea de Dios, mas no en Dios mismo.Y así como se cree en Él por amor, puede tam-bién creerse por temor, y hasta por odio, comocreía en Él aquel ladrón Vanni Fucci, a quien elDante hace insultarle con torpes gestos desde elInfierno (Inf., XXV, I, 3). Que también los de-monios creen en Dios y muchos ateos.

¿No es acaso una manera de creer en Él esafuria con que le niegan y hasta le insultan losque no quieren que le haya, ya que no lograncreer en Él? Quieren que exista como lo quierenlos creyentes; pero siendo hombres débiles ypasivos o malvados, en quienes la razón puedemás que la voluntad, se sienten arrastrados poraquella, bien a su íntimo pesar, y se desesperan

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y niegan por desesperación, y al negar, afirmany creen lo que niegan, y Dios se revela en ellos,afirmándose por la negación de sí mismo.

Mas a todo esto se me dirá que enseñar que eltal objeto no lo es sino para la fe, que carece derealidad objetiva fuera de la fe misma; comopor otra parte, sostener que le hace falta la fepara contener o para consolar al pueblo, es de-clarar ilusorio el objetivo de la fe. Y lo cierto esque creer en Dios es hoy, ante todo y sobre to-do, para los creyentes intelectuales, querer queDios exista. Querer que exista Dios, y conducir-se y sentir como si existiera. Y por este cambiode querer su existencia, y obrar conforme a taldeseo, es como creamos a Dios, esto es, comoDios se crea en nosotros, como se nos mani-fiesta, se abre y se revela a nosotros. PorqueDios sale al encuentro de quien le busca conamor y por amor, y se hurta de quien le inquie-re por fría razón, no amoroso. Quiere Dios queel corazón descanse, pero que no descanse lacabeza, ya que en la vida física duerme y des-

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cansa a veces la cabeza, y vela y trabaja arreo elcorazón. Y así, la ciencia sin amor nos aparta deDios, y el amor, aun sin ciencia y acaso mejorsin ella, nos lleva a Dios; y por Dios a la sabi-duría. ¡Bienaventurados los limpios de corazón,porque ellos verán a Dios!

Y si se me preguntara cómo creo en Dios, esdecir, cómo Dios se crea en mí mismo y se merevela, tendré acaso que hacer sonreír, reír oescandalizarse tal vez al que se lo diga.

Creo en Dios como creo en mis amigos, porsentir el aliento de su cariño y su mano invisi-ble e intangible que me trae y me lleva y meestruja, por tener íntima conciencia de una pro-videncia particular y de una mente universalque me traba mi propio destino. Y el conceptode la ley -¡concepto al cabo!- nada me dice nime enseña.

Una y otra vez durante mi vida heme visto entrance de suspensión sobre el abismo; una yotra vez heme encontrado sobre encrucijadasen que se me abría un haz de senderos, toman-

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do uno de los cuales renunciaba a los demás,pues que los caminos de la vida son irreversi-bles, y una vez y otra vez en tales únicos mo-mentos he sentido el empuje de una fuerzaconsciente soberana y amorosa. Y ábresele auno la senda del Señor.

Puede uno sentir que el Universo le llama y leguía como una persona a otra, oír en su interiorsu voz sin palabras que le dice: ¡Ve y predica alos pueblos todos! ¿Cómo sabéis que un hom-bre que se os está delante tiene una concienciacomo vosotros, y que también la tiene, más omenos oscura un animal y no una piedra? Porla manera como el hombre, a modo de hombre,a vuestra semejanza, se conduce con vosotros, yla manera como la piedra no se conduce paracon vosotros, sino que sufre vuestra conducta.Pues así es como creo que el Universo tiene unacierta conciencia como yo, por la manera comose conduce conmigo humanamente, y sientoque una personalidad me envuelve.

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Ahí está una masa informe; parece una espe-cie de animal, no se le distinguen miembros;sólo veo dos ojos, y ojos que me miran con mi-rada humana, de semejante, mirada que mepide compasión, y oigo que respira. Y concluyoque en aquella masa informe hay una concien-cia. Y así, y no de otro modo, mira al creyente elcielo estrellado, con mirada sobrehumana, di-vina, que le pide suprema compasión y amorsupremo y oye en la noche serena la respiraciónde Dios que le toca el cogollo del corazón, y serevela a él. Es el Universo que vive, ama y pideamor.

De amar estas cosillas de tomo que se nos vancomo se nos vinieron sin tenernos apego algu-no, pasamos a amar las cosas más permanentesy que no pueden agarrarse con las manos; deamar los bienes pasamos a amar el Bien; de lascosas bellas, a la Belleza; de lo verdadero, a laVerdad; de amar los goces, a amar la Felicidad,y, por último, a amar al Amor. Se sale uno de símismo para adentrarse más en su Yo supremo;

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la conciencia individual se nos sale a sumergir-se en la Conciencia total de que forma parte,pero sin disolverse en ella. Y Dios no es sino elAmor que surge del dolor universal y se haceconciencia.

Aun esto, se dirá, es moverse en un cerco dehierro, y tal Dios no es objetivo. Y aquí con-vendría darle a la razón su parte y examinarqué sea eso de que algo existe, es objetivo.

¿Qué es, en efecto, existir, y cuándo decimosque una cosa existe? Existir es ponerse algo detal modo fuera de nosotros, que precediera anuestra percepción de ello y pueda subsistirfuera cuando desaparezcamos. ¿Y estoy acasoseguro de que algo me precediera o de que algome ha de sobrevivir? ¿Puede mi conciencia sa-ber que hay algo fuera de ella? Cuanto conozcoo puedo conocer está en mi conciencia. No nosenredemos, pues, en el insoluble problema deotra objetividad de nuestras percepciones, sinoque existe cuanto obra, y existir es obrar.

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Y aquí volverá a decirse que no es Dios, sinola idea de Dios, la que obra en nosotros. Y di-remos que Dios por su idea, y más bien muchasveces por sí mismo. Y volverán a redargüimospidiéndonos pruebas de la verdad objetiva dela existencia de Dios, pues que pedimos seña-les. Y tendremos que preguntar por Pilato: ¿quées la verdad?

Así preguntó, en efecto, y sin esperar respues-ta, volvió a lavarse las manos para sincerarse dehaber dejado condenar a muerte al Cristo. Y asípreguntan muchos ¿qué es verdad?, sin ánimoalguno de recibir respuesta, y sólo para volvera lavarse las manos del crimen de haber con-tribuido a matar a Dios de la propia concienciao de las conciencias ajenas.

¿Qué es verdad? Dos clases hay de verdad, lalógica u objetiva, cuyo contrario es el error, y lamoral o subjetiva a que se opone la mentira. Yya en otro ensayo he tratado de demostrarcómo el error es hijo de la mentira.

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La verdad moral, camino para llegar a la otra,también moral, nos enseña a cultivar la ciencia,que es ante todo y sobre todo una escuela desinceridad y de humildad. La ciencia nos ense-ña, en efecto, a someter nuestra razón a la ver-dad y a conocer y a juzgar las cosas como ellasson; es decir, como ellas quieren ser, y no comonosotros queremos que ellas sean. En una in-vestigación religiosamente científica, son losdatos mismos de la realidad, son las percepcio-nes que del mundo recibimos las que en nues-tra mente llegan a formularse en ley, y no so-mos nosotros los que en nosotros hacen ma-temáticas. Y es la ciencia la más recogida escue-la de resignación y de humildad, pues nos en-seña a doblegarnos ante el hecho, al parecer,más menudo. Y es pórtico de la religión: perodentro de esta, su función acaba.

Y es que así como hay verdad lógica a que seopone el error y verdad moral a que se opone lamentira, hay también verdad estética o verosi-militud a que se opone el disparate, y verdad

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religiosa, o de esperanza, a que se opone la in-quietud de la desesperanza absoluta. Pues ni laverosimilitud estética, la de lo que cabe expre-sar con sentido, es la verdad lógica, la de lo quese demuestra con razones, ni la verdad religio-sa, la de la fe, la sustancia de lo que se espera,equivale a la verdad moral, sino que se le so-brepone. El que afirma su fe a base de incerti-dumbre, no miente ni puede mentir.

Y no sólo no se cree con la razón ni aún sobrela razón o por debajo de ella, sino que se creecontra la razón. La fe religiosa, habrá que decir-lo una vez más, no es ya tan sólo irracional, escontrarracional. «La poesía es la ilusión antesdel conocimiento; la religiosidad, la ilusióndespués del conocimiento. La poesía y la reli-giosidad suprimen al vaudeville de la mundanasabiduría del vivir. Todo individuo que no viveo poética o religiosamente es tonto.» Así nosdice Kierkegaard (Afsluttende uvidenskabeligEfterskrift, cap. 4 secc. 11, A § 2), el mismo quenos dice también que el cristianismo es una

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salida desesperada. Y así es, pero sólo mediantela desesperación de esta salida podemos llegara la esperanza, a esa esperanza cuya ilusiónvitalizadora sobrepuja a todo conocimientoracional, diciéndonos que hay siempre algoirreductible a la razón. Y de esta, de la razón,puede decirse lo que del Cristo, y es que quienno está con ella, está contra ella. Lo que no esracional, es contrarracional, Y así es la espe-ranza.

Por todo este camino llegamos siempre a laesperanza. El misterio del amor, que lo es dedolor, tiene una forma misteriosa, que es eltiempo. Atamos el ayer al mañana con eslabo-nes de ansia, y no es el ahora, en rigor, otra cosaque el esfuerzo del antes por hacerse después;no es el presente, sino el empeño del pasadopor hacerse porvenir. El ahora, es un punto queno bien pronunciado se disipa, y, sin embargo,en ese punto está la eternidad toda, sustanciadel tiempo.

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Cuanto ha sido no puede ser ya sino comofue, y cuanto es no puede ser sino como es; loposible queda siempre relegado a lo venidero,único reino de libertad y en que la imaginación,potencia creadora y libertadora, carne de la fe,se mueve a sus anchas.

El amor mira y tiende siempre al porvenir,pues que su obra es la obra de nuestra perpe-tuación; lo propio del amor, el esperar, y sólode esperanzas se mantiene. Y así que el amor verealizado su anhelo, se entristece y descubre alpunto que no es su fin propio aquello a quetendía, y que no se lo puso Dios sino como se-ñuelo para moverle a la obra; que su fin estámás allá, y emprende de nuevo tras él su afano-sa carrera de engaños y desengaños por la vida.Y va haciendo recuerdos de sus esperanzasfallidas, y saca de esos recuerdos nuevas espe-ranzas. La cantera de las divisiones de nuestroporvenir está en los soterraños de nuestra me-moria; con recuerdos nos fragua la imaginaciónesperanzas. Y es la humanidad como una moza

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henchida de anhelos, hambrienta de vida ysedienta de amor, que teje sus días con ensue-ños, y espera, espera siempre, espera sin cesaral amador eterno, que por estarle destinadodesde antes de antes, desde mucho más atrásde sus remotos recuerdos, desde allende la cu-na hacia el pasado, ha de vivir con ella y paraella, después de después, hasta mucho más alláde sus remotas esperanzas, hasta allende latumba, hacia el porvenir. Y el deseo más carita-tivo para con esta pobre enamorada es, comopara con la moza que espera siempre a su ama-do, que las dulces esperanzas de la primaverade su vida se le conviertan, en el invierno deella, en recuerdos más dulces todavía y recuer-dos engendradores de esperanzas nuevas. ¡Quéjugo de apacible felicidad, de resignación aldestino debe dar en los días de nuestro sol másbreve el recordar esperanzas que no se han rea-lizado aún, y que por no haberse realizado con-servan su pureza!

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El amor espera, espera siempre sin cansarsenunca de esperar, y el amor a Dios, nuestra feen Dios, es ante todo, esperanza en Él. PorqueDios no muere, y quien espera en Dios, vivirásiempre. Y es nuestra esperanza fundamental,la raíz, y tronco de nuestras esperanzas todas,la esperanza de la vida eterna.

Y si es la fe la sustancia de la esperanza, estaes a su vez la forma de la fe. La fe antes de dar-nos esperanza es una fe informe, vaga, caótica,potencial; no es sino la posibilidad de creer,anhelo de creer. Mas hay que creer en algo, y secree en lo que se espera, se cree en la esperanza.Se recuerda el pasado, se conoce el presente,sólo se cree en el porvenir. Creer lo que no vi-mos es creer lo que veremos. La fe es, pues, lorepito, fe en la esperanza; creemos lo que espe-ramos.

El amor nos hace creer en Dios, en quien es-peramos, y de quien esperamos la vida futura;el amor nos hace creer en lo que el ensueño dela esperanza nos crea.

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La fe es nuestro anhelo a lo eterno, a Dios, yla esperanza es el anhelo de Dios, de lo eterno,de nuestra divinidad, que viene al encuentro deaquella y nos eleva. El hombre aspira a Diospor la fe, y le dice: «Creo, ¡dame, señor, en quécreer!» Y Dios, su divinidad, le manda la espe-ranza en otra vida para que crea en ella. La es-peranza es el premio a la fe. Sólo el que creeespera la verdad, y sólo el que de la verdadespera, cree. No creemos sino lo que espera-mos, ni esperamos lo que creemos.

Fue la esperanza la que llamó a Dios Padre, yes ella la que sigue dándole ese nombre preña-do de consuelo y de misterio. El padre nos diola vida y nos da el pan para mantenerla, y alpadre pedimos que nos la conserve. Y si el Cris-to fue el que a corazón más lleno y a boca máspura llamó Padre a su Padre y nuestro, si elsentimiento cristiano se encumbra en el senti-miento de la paternidad de Dios, es porque enel Cristo sublimó el linaje humano su hambrede eternidad.

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Se dirá tal vez que este anhelo de la fe, que es-ta esperanza es, más que otra cosa, un senti-miento estético. Lo informa también acaso, perosin satisfacerle del todo.

En el arte, en efecto, buscamos un remedo deeternización. Si en lo bello se aquieta un mo-mento el espíritu, y descansa y se alivia, ya queno se le cura la congoja, es por ser lo bello reve-lación de lo eterno, de lo divino de las cosas, yla belleza no es sino la perpetuación de la mo-mentaneidad. Que así como la verdad es el findel conocimiento racional, así la belleza es el finde la esperanza, acaso irracional en su fondo.

Nada se pierde, nada pasa del todo, pues quetodo se perpetúa de una manera o de otra, ytodo, luego de pasar por el tiempo, vuelve a laeternidad. Tiene el mundo temporal raíces en laeternidad, y allí está junto al ayer con el hoy yel mañana. Ante nosotros pasan las escenascomo en un cinematógrafo, pero la cinta per-manece una y entera más allá del tiempo.

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Dicen los físicos que no se pierde un solo pe-dacito de materia ni un solo golpecito de fuer-za, sino que uno y otro se transforman y trans-miten persistiendo. ¿Y es que se pierde acasoforma alguna, por huidera que sea? Hay quecreer -¡creerlo y esperarlo!- que tampoco, queen alguna parte quede archivada y perpetuada,que hay un espejo de eternidad en que se su-man, sin perderse unas en otras, las imágenestodas que desfilan por el tiempo. Toda impre-sión que me llegue queda en mi cerebro alma-cenada, aunque sea tan hondo o con tan pocafuerza que se hunda en lo profundo de mi sub-consciencia; pero desde allí anima mi vida, y simi espíritu todo, si el contenido total de mi al-ma se me hiciera consciente, resurgirían todaslas fugitivas impresiones olvidadas no bienpercibidas, y aun las que se me pasaron inad-vertidas. Llevo dentro de mí todo cuanto antemí desfiló y conmigo lo perpetúo, y acaso vatodo ello en mis gérmenes, y viven en mis an-tepasados todos por entero, y vivirán, junta-

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mente conmigo, en mis descendientes. Y voy yotal vez, todo yo, con todo este mi universo, encada una de mis obras, o por los menos va enellas lo esencial de mí, lo que me hace ser yo,mi esencia individual.

Y esta esencia individual de cada cosa, estoque la hace ser ella y no otra, ¿cómo se nos re-vela sino como belleza? ¿Qué es la belleza dealgo sino es su fondo eterno, lo que une su pa-sado con su porvenir, lo que de ello reposa yqueda en las entrañas de la eternidad? ¿O quées más bien sino la revelación de su divinidad?

Y esta belleza, que es la raíz de eternidad, senos revela por el amor, y es la más grande reve-lación del amor de Dios y la señal de quehemos de vencer al tiempo. El amor es quiennos revela lo eterno nuestro y de nuestros próji-mos.

¿Es lo bello, lo eterno de las cosas, lo que des-pierta y enciende nuestro amor a ellas, o esnuestro amor a las cosas lo que nos revela lobello, lo eterno de ellas? ¿No es acaso la belleza

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una creación del amor, lo mismo que el mundosensible lo es del instinto de conservación y elsupersensible del de perpetuación y en el mis-mo sentido? ¿No es la belleza, y la eternidadcon ella, una creación del amor? «Nuestrohombre exterior -escribe el Apóstol, 11 Cor., IV,16- se va desgastando, pero el interior se re-nueva de día en día.» El hombre de las aparien-cias que pasan se desgasta, y con ellas pasa;pero el hombre de la realidad queda y crece.«Porque lo que al presente es momentáneo yleve en nuestra tribulación, nos da un peso degloria sobremanera alto y eterno» (vers. 17).Nuestro dolor nos da congoja, y la congoja, alestallar de la plenitud de sí misma, nos parececonsuelo. «No mirando nosotros a las cosas quese ven, sino a las que no se ven; porque las coasque se ven son temporales, mas las que no seven son eternas» (vers. 18).

Este dolor da esperanzas, que es lo bello de lavida, la suprema belleza, o sea, el supremo con-suelo. Y como el amor es dolor, es compasión y

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no es sino el consuelo temporal que esta se bus-ca. Trágico consuelo. Y la suprema belleza es lade la tragedia. Acongojados al sentir que todopasa, que pasamos nosotros, que pasa lo nues-tro, que pasa cuanto nos rodea, la congojamisma nos revela el consuelo de lo que no pasa,de lo eterno, de lo hermoso.

Y esta hermosura así revelada, esta perpetua-ción de la momentaneidad, sólo se realizaprácticamente, sólo vive por obra de la caridad.La esperanza en la acción es la caridad, así co-mo la belleza en acción es el bien.

La raíz de la caridad que eterniza cuanto amay nos saca la belleza en ello oculta, dándonos elbien, es el amor a Dios, o si se quiere, la caridadhacia Dios, la compasión a Dios. El amor, lacompasión, lo personaliza todo, dijimos; al des-cubrir el sufrimiento en todo y per-sonalizándolo todo, personaliza también elUniverso mismo, que también sufre, y nos des-cubre a Dios. Porque Dios se nos revela porquesufre y porque sufrimos; -porque sufre exige

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nuestro amor, y porque sufrimos nos da el suyoy cubre nuestra congoja con la congoja eterna einfinita.

Este fue el escándalo del cristianismo entrejudíos y helenos, entre fariseos y estoicos, yeste, que fue su escándalo, el escándalo de lacruz, sigue siéndolo y lo seguirá aún entre cris-tianos; el de un Dios que se hace hombre parapadecer y morir y resucitar por haber padecidoy muerto, el de un Dios que sufre y muere. Yesta verdad de que Dios padece, ante la que sesienten aterrados los hombres, es la revelaciónde las entrañas mismas del Universo y de sumisterio, la que nos reveló al enviar a su Hijo aque nos redimiese sufriendo y muriendo. Fue larevelación de lo divino del dolor, pues sólo esdivino lo que sufre.

Y los hombres hicieron dios al Cristo, que pa-deció, y descubrieron por él la eterna esencia deun Dios vivo, humano, esto es, que sufre -sólono sufre lo muerto, lo inhumano-, que ama, quetiene sed de amor, de compasión, que es perso-

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na. Quien no conozca al Hijo jamás conocerá alPadre, y al Padre sólo por el Hijo se le conoce;quien no conozca al Hijo del hombre, que sufrecongojas de sangre y desgarramientos del co-razón, que vive con el alma triste hasta la muer-te, que sufre dolor que mata y resucita, no co-nocerá al Padre ni sabrá del Dios paciente.

El que no sufre, y no sufre porque no vive, esese lógico y congelado ens realissimum, es elprimum movens, es esa entidad impasible y porimpasible no más que pura idea. La categoríano sufre, pero tampoco vive ni existe como per-sona. ¿Y cómo va a fluir y vivir el mundo desdeuna idea impasible? No sería sino idea delmundo mismo. Pero el mundo sufre, y el su-frimiento es sentir la carne de la realidad, essentirse de bulto y de tomo el espíritu, es tocar-se a sí mismo, es la realidad inmediata.

El dolor es la sustancia de la vida y la raíz dela personalidad, pues sólo sufriendo se es per-sona. Y es universal, y lo que a los seres todosnos une es el dolor, la sangre universal o divina

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que por todos circula. Eso que llamamos volun-tad, ¿qué es sino dolor?

Y tiene el dolor sus grados, según se adentra;desde aquel dolor que flota en el mar de lasapariencias, hasta la eterna congoja, la fuentedel sentimiento trágico de la vida, que va a po-sarse en lo hondo de lo eterno, y allí despiertael consuelo; desde aquel dolor físico que noshace retroceder el cuerpo hasta la congoja reli-giosa, que nos hace acostarnos en el seno deDios y recibir allí el riego de sus lágrimas divi-nas.

La congoja es algo mucho más hondo, másíntimo y más espiritual que el dolor. Suele unosentirse acongojado hasta en medio de eso quellamamos felicidad y por la felicidad misma, ala que no se resigna y ante la cual tiembla. Loshombres felices que se resignan a su aparentedicha, a una dicha pasajera, creeríase que sonhombres sin sustancia, o, por lo menos, que nola han descubierto en sí, que no se la han toca-do. Tales hombres suelen ser impotentes para

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amar y ser amados, y viven, en su fondo, sinpena ni gloria.

No hay verdadero amor sino en el dolor, y eneste mundo hay que escoger o el amor, que esel dolor, o la dicha. Y el amor no nos lleva aotra dicha que a las del amor mismo, y su trági-co consuelo de esperanza incierta. Desde elmomento en que el amor se hace dichoso, se sa-tisface, ya no desea y ya no es amor. Los satis-fechos, los felices, no aman; aduérmense en lacostumbre, rayana en el anonadamiento. Acos-tumbrarse es ya empezar a no ser. El hombre estanto más hombre, esto es, tanto más divino,cuanto más capacidad para el sufrimiento, omejor dicho, para la congoja, tiene.

Al venir al mundo, dásenos a escoger entre elamor y la dicha, y queremos -ipobrecillos!- unoy otra: la dicha de amar y el amor de la dicha.Pero debemos pedir que se nos dé amor y nodicha, que no se nos deje adormecernos en lacostumbre, pues podríamos dormirnos del to-do, y, sin despertar, perder conciencia para no

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recobrarla. Hay que pedir a Dios que se sientauno en sí mismo, en su dolor.

¿Qué es el Hado, qué la Fatalidad, sino lahermandad del amor y el dolor, y ese terriblemisterio de que, tendiendo el amor a la dicha,así que la toca se muere, y se muere la verdade-ra dicha con él? El amor y el dolor se en-gendran mutuamente, y el amor es caridad ycompasión, y amor que no es caritativo no estal amor. Es el amor, en fin, la desesperaciónresignada.

Eso que llaman los matemáticos un problemade máximos y mínimos, lo que también se lla-ma ley de economía, es la fórmula de todo mo-vimiento existencial, esto es, pasional. Enmecánica material y en la social, en industria yeconomía política, todo el problema se reduce alograr el mayor resultado útil posible con elmenor posible esfuerzo, lo más de ingresos conlo menos de gastos, lo más de placeres con lomenos de dolores. Y la fórmula, terrible, trági-ca, de la vida íntima espiritual, es: o lograr lo

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más de dicha con lo menos de amor o lo más deamor con lo menos de dicha. Y hay que escogerentre una y otra cosa. Y estar seguro de quequien se acerque al infinito del amor, al amorinfinito, se acerca al cero de la dicha, a la su-prema congoja. Y en tocando a este cero, se estáfuera de la miseria que mata. «No seas y podrásmás que todo lo que es», dice el maestro frayJuan de los Angeles en uno de sus Diálogos de laconquista del reino de Dios (Diál.III, 8).

Y hay algo más congojoso que el sufrir.Esperaba aquel hombre, al recibir el temido

golpe, haber de sufrir tan reciamente como has-ta sucumbir al sufrimiento, y el golpe le vinoencima y apenas si sintió dolor; pero luego,vuelto en sí, al sentirse insensible, se sobrecogióde espanto, de un trágico espanto, del más es-pantoso, y gritó ahogándose en angustia: «¡Esque no existo!» ¿Qué te aterraría más: sentir undolor que te privase de sentido al atravesartelas entrañas con un hierro candente, o ver quete las atravesaban así, sin sentir dolor alguno?

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¿No has sentido nunca el espanto, el horrendoespanto, de sentirte sin lágrimas y sin dolor? eldolor nos dice que existimos, el dolor nos diceque existen aquellos que amamos; el dolor nosdice que existe y que sufre Dios; pero es el do-lor de la congoja, de la congoja de sobrevivir yser eternos. La congoja nos descubre a Dios ynos hace quererle.

Creer en Dios es amarle, y amarle es sentirlesufriente, compadecerle.

Acaso parezca blasfemia esto de que Dios su-fre, pues el sufrimiento implica limitación. Y,sin embargo, Dios, la conciencia del Universo,está limitado por la materia bruta en que vive,por lo inconsciente, de que trata de libertarse yde libertarnos. Y nosotros, a nuestra vez, debe-mos de tratar de libertarle de ella. Dios sufre entodos y en cada uno de nosotros; en todas y encada una de las conciencias, presa de la materiapasajera, y todos sufrimos en Él. La congojareligiosa no es sino el divino sufrimiento, sentirque Dios sufre en mí, y que yo sufro en Él.

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El dolor universal es la congoja de todo porser todo lo demás sin poder conseguirlo, de sercada uno el que es, siendo a la vez todo lo queno es, y siéndolo por siempre. La esencia de noser no es sólo un empeño en persistir por siem-pre, como nos enseñó Spinoza, sino, además elempeño por universalizarse; es el hambre y sedde eternidad y de infinitud. Todo ser creadotiende no sólo a conservarse en sí, sino a perpe-tuarse, y además a invadir a todos los otros, aser los otros sin dejar de ser él, a ensanchar suslinderos al infinito, pero sin romperlos. Noquiere romper sus muros y dejarlos todos entierra llana, comunal, indefensa, confundiéndo-se y perdiendo su individualidad, sino quequiere llevar sus muros a los extremos de locreado y abarcarlo todo dentro de ellos. Quiereel máximo de individualidad con el máximotambién de personalidad, aspira a que el Uni-verso sea él, a Dios.

Y ese vasto yo dentro del cual quiere cada yometer al Universo, ¿qué es sino Dios? Y por

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aspirar a Él le amo, y esa mi aspiración a Dioses mi amor a Él, y como yo sufro por ser Él,también Él sufre por ser yo y cada uno de noso-tros.

Bien sé que a pesar de mi advertencia, de quese trata aquí de dar forma lógica a un sistemade sentimientos alógicos, seguirá más de unlector escandalizándose de que le hable de unDios paciente, que sufre, y de que aplique aDios mismo en cuanto a Dios, la pasión de Cris-to. El Dios de la teología llamada racional ex-cluye, en efecto, todo sufrimiento. Y el lectorpensará que esto del sufrimiento no puede te-ner sino un valor metafórico aplicado a Dios,como le tiene, dicen, cuando el Antiguo Tes-tamento nos habla de pasiones humanas delDios de Israel. Pues no caben cólera, ira y ven-ganza sin sufrimiento. Y por lo que hace quesufra atado a la materia, se me diría, con Ploti-no (Eneada segunda, IX, 7), que el alma del todono puede estar atada, por aquello mismo -que

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son los cuerpos o la materia- que está por ellaatado.

En esto va incluso el problema todo del ori-gen del mal, tanto del mal de culpa como delmal de pena, pues si Dios no sufre, hace sufrir,y si no es su vida, pues que Dios vive, un irhaciéndose conciencia total cada vez más llena,es decir, cada vez más Dios, es un ir llevandolas cosas todas hacia sí, un ir dándose a todo,un hacer que la conciencia del todo que es Élmismo, hasta llegar a ser Él todo en todos závaaév zúaa según la expresión de san Pablo, elprimer místico cristiano. Mas de esto, en elpróximo ensayo sobre la apocatástasis o uniónbeatífica.

Por ahora, digamos que una formidable co-rriente de dolor empuja a unos seres haciaotros, y les hace amarse y buscarse, y tratar decompletarse, y de ser cada uno él mismo y losotros a la vez. En Dios vive todo, y en su pa-decimiento padece todo, y al amar a Diosamamos en Él a las criaturas, así como al amar

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a las criaturas y compadecerles, amamos enellas y compadecemos a Dios. El alma de cadauno de nosotros no será libre mientras hayaalgo esclavo en este mundo de Dios, ni Diostampoco, que vive en el alma de cada uno denosotros, será libre mientras no sea libre nues-tra alma.

Y lo más inmediato es sentir y amar mi pro-pia miseria, mi congoja, compadecerme de mímismo, tenerme a mí mismo amor. Y esta com-pasión, cuando es viva y superabundante, sevierte de mí a los demás, y del exceso de micompasión propia, compadezco a mis prójimos.La miseria propia es tanta, que la compasiónque hacia mí mismo me despierta se me des-borda pronto, revelándome la miseria univer-sal.

Y la caridad, ¿qué es sino un desbordamientode compasión? ¿Qué es sino dolor reflejado,que sobrepasa y se vierte a compadecer los ma-les ajenos y ejercer caridad?

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Cuando el colmo de nuestro compadecimien-to nos trae a la conciencia de Dios en nosotros,nos llena tan grande congoja por la miseria di-vina derramada en todo, que tenemos que ver-terla fuera, y lo hacemos en forma de caridad. Yal así verterla, sentimos alivio y la dulzura do-lorosa del bien. Es lo que llamó «dolor sabroso»la mística doctora Teresa de Jesús, que de amo-res dolorosos sabía. Es como el que contemplaalgo hermoso y siente la necesidad de hacerpartícipes de ello a los demás. Porque el impul-so a la producción, en que consiste la caridad,es obra de amor doloroso.

Sentimos, en efecto, una satisfacción en hacerel bien cuando el bien nos sobra, cuando esta-mos henchidos de compasión, y estamos hen-chidos de ella cuando Dios, llenándonos el al-ma, nos da la dolorosa sensación de la vidauniversal, del universal anhelo a la divinizacióneterna. Y es que no estamos en el mundo pues-tos nada más junto a los otros, sin raíz comúncon ellos, ni nos es su suerte indiferente, sino

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que nos duele su dolor, nos acongojamos consu congoja, y sentimos nuestra comunidad deorigen y de dolor aun sin conocerla. Son el do-lor, y la compasión que de él nace, los que nosrevelan la hermandad de cuanto de vivo y máso menos consciente existe. «Hermano lobo»,llamaba san Francisco de Asís al pobre lobo quesiente dolorosa hambre de ovejas, y acaso eldolor de tener que devorarlas, y esa herman-dad nos revela la paternidad de dios, que Dioses Padre y existe. Y como Padre ampara nuestracomún miseria.

Es, pues, la caridad el impulso a libertarse y alibertar a todos mis prójimos del dolor y a liber-tar a Dios que nos abarca a todos.

Es el dolor algo espiritual y la revelación másinmediata de la conciencia, que acaso no se nosdio el cuerpo sino para dar ocasión a que eldolor se manifestase. Quien no hubiese nuncasufrido, poco o mucho, no tendría concienciade sí. El primer llanto del hombre al nacer escuando entrándole el aire en el pecho y li-

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mitándole, parece como que le dice: ¡tienes querespirarme para poder vivir!

El mundo material o sensible, el que nos cre-an los sentidos, hemos de creer con la fe, enseñelo que nos enseñare la razón, que no existe sinopara encarnar y sustentar al otro mundo, almundo espiritual o imaginable, al que la ima-ginación nos crea. La conciencia tiende a sermás conciencia cada vez, a concientizarse, atener conciencia plena de toda ella misma, desu contenido todo. En las profundidades denuestro propio cuerpo, en los animales, en lasplantas, en las rocas, en todo lo vivo, en el Uni-verso todo, hemos de creer con la fe, enseñe loque nos enseñare la razón, que hay un espírituque lucha por conocerse, por cobrar concienciade sí, por serse -pues serse es conocerse-, porser espíritu puro, y como sólo puede lograrlomediante el cuerpo, mediante la materia, la creay de ella se sirve a la vez que de ella quede pre-so. Sólo puede verse uno la cara retratada en unespejo, pero del espejo en que se ve queda pre-

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so para verse, y se ve en él tal y como el espejole deforma, y si el espejo se le rompe, rómpese-le su imagen, y si se le empaña, empáñasele.

Hállase el espíritu limitado por la materia enque tiene que vivir y cobrar conciencia de sí, dela misma manera que está el pensamiento limi-tado por la palabra, que es su cuerpo social. Sinmateria no hay espíritu, pero la materia hacesufrir al espíritu limitándolo. Y no es el dolor,sino el obstáculo que la materia pone al espíri-tu, es el choque de la conciencia con lo incon-ciente.

Es el dolor, en efecto, la barrera que la incon-ciencia, o sea la materia, pone a la conciencia, alespíritu; es la resistencia a la voluntad, el límiteque el Universo visible pone a Dios, es el murocon que toca la conciencia al querer ensanchar-se a costa de la inconciencia, es la resistenciaque esta última pone a concientizarse.

Aunque lo creamos por autoridad, no sabe-mos tener corazón, estómago o pulmones mien-tras no nos duelen, oprimen o angustian. Es el

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dolor físico, o siquiera la molestia, lo que nosrevela la existencia de nuestras propias entra-ñas. Y así ocurre también con el dolor espiri-tual, con la angustia, pues no nos damos cuentade tener alma hasta que esta nos duele.

Es la congoja lo que hace que la concienciavuelva sobre sí. El no acongojado conoce lo quehace y lo que piensa, pero no conoce de verasque lo hace y lo piensa. Piensa, pero no piensa,y sus pensamientos son como si no fuesen su-yos. Ni él es tampoco de sí mismo. Y es quesólo por la congoja, por la pasión de no morirnunca, se adueña de sí mismo un espírituhumano.

El dolor, que es un deshacimiento, nos hacedescubrir nuestras entrañas, y en el deshaci-miento supremo, el de la muerte, llegaremospor el dolor del anonadamiento a las entrañasde nuestras entrañas temporales, a Dios, aquien en la congoja espiritual respiramos yaprendemos a amar.

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Es así como hay que creer con la fe, enséñe-nos lo que nos enseñare la razón.

El origen del mal no es, como ya de antiguolo han visto muchos, sino eso que por otronombre se llama inercía de la materia, y en elespíritu pereza. Y por algo se dijo que la perezaes la madre de todos los vicios. Sin olvidar quela suprema pereza es la de no anhelar loca-mente la inmortalidad.

La conciencia, el ansia de más y más, cadavez más, el hambre de eternidad y sed de infi-nitud, las ganas de Dios, jamás se satisfacen;cada conciencia quiere ser ella y ser todas lasdemás sin dejar de ser ella, quiere ser Dios. Y lamateria, la conciencia, tiende a ser menos, cadavez menos; a no ser nada, siendo la suya unased de reposo. El espíritu dice: ¡quiero ser!, y lamateria le responde: ¡no lo quiero!

Y en el orden de la vida humana el individuo,movido por el mero instinto de conservación,creador del mundo material, tendería a la des-trucción, a la nada, si no fuese por la sociedad

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que, dándole el instinto de perpetuación, crea-dor del mundo espiritual, le lleva y empuja altodo, a inmortalizarse. Y todo lo que el hombrehace como mero individuo, frente a la sociedad,por conservarse aunque sea a costa de ella, esmalo, y es bueno cuanto hace como personasocial, por la sociedad en que él se incluye, porperpetuarse en ella y perpetuarla. Y muchosque parecen grandes egoístas y que todo loatropellan por llevar a cabo su obra, no son sinoalmas encendidas de caridad y rebosantes deella, porque su yo mezquino lo someten y so-yugan al yo social que tiene una misión quecumplir.

El que ata la obra del amor, de la espirituali-zación de la liberación, a formas transitorias eindividuales, crucifica a Dios en la materia;crucifica a Dios en la materia todo el que haceservir el ideal a sus intereses temporales o a sugloria mundana. Y el tal es un deicida.

La obra de la caridad, del amor a Dios, es tra-tar de libertarle de la materia bruta, tratar de

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espiritualizarlo, concientizarlo, o universalizar-lo todo; es soñar en que lleguen a hablar lasrocas y obrar conforme a ese ensueño; que sehaga todo lo existente consciente, que resuciteel Verbo.

No hay sino verlo en el símbolo eucarístico.Han apresado al Verbo en un pedazo de panmaterial, y lo han apresado en él para que noslo comamos, y al comérnoslo nos lo hagamosnuestro, de que nuestro cuerpo en que el espíri-tu habita, y que se agite en nuestro corazón ypiense en nuestro cerebro y sea conciencia. Lohan apresado en ese pan para que enterrándoloen nuestro cuerpo, resucite en nuestro espíritu.

Y es que hay que espiritualizarlo todo. Y estose consigue dando a todos y a todo mi espírituque más se acrecienta cuanto más lo reparto. Ydar mi espíritu es invadir el de los otros yadueñarme de ellos.

En todo esto hay que creer con la fe, enséñe-nos lo que nos enseñare la razón...

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Y ahora vamos a ver las consecuencias prácti-cas de todas estas más o menos fantásticas doc-trinas, a la lógica, a la estética, a la ética sobretodo, su concreción religiosa. Y acaso entoncespodrá hallarlas más justificadas quienquieraque a pesar de mis advertencias, haya buscadoaquí el desarrollo científico o siquiera filosóficode un sistema irracional.

No creo excusado remitir al lector una vezmás a cuanto dije al final del sexto capítulo,aquel titulado «En el fondo del abismo»; peroahora nos acercamos a la parte práctica opragmática de todo este tratado. Mas antes nosfalta ver cómo puede concretarse el sentimientoreligioso en la visión esperanzosa de otra vida.

X

RELIGIÓN, MITOLOGÍA DE ULTRATUM-BA Y APOCATASTASIS

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(PLATÓN, Fedón.)

El sentimiento de divinidad y de Dios, y la fe,la esperanza y la caridad en él fundadas, fun-dan a su vez la religión. De la fe en Dios nace lafe en los hombres, de la esperanza en Él la es-peranza en estos, y de la caridad o piedad haciaDios -pues como Cicerón, De natura deorum,libro 1, capítulo XII, dijo, est enim pietas iustitiaadversum deos- la caridad para con los hombres.En Dios se cifra no ya sólo la Humanidad, sinoel Universo todo, y éste espiritualizado e inti-mado ya que la fe cristiana dice que Dios aca-bará siendo todo en todos. Santa Teresa dijo, ycon más áspero y desesperado sentido lo repi-tió Miguel de Molinos, que el alma debe hacer-se cuenta que no hay sino ella y Dios.

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Y a la relación con Dios, a la unión más o me-nos íntima con Él, es a lo que llamamos reli-gión.

¿Qué es la religión? ¿En qué se diferencia dela religiosidad y qué relaciones median entreambas? Cada cual define la religión según lasienta en sí más aún que según en los demás laobserve, ni cabe definirla sin de un modo o deotro sentirla. Decía Tácito (Hist., V, 4) hablandode los judíos, que era para estos profano todo loque para ellos, para los romanos, era sagrado, ya la contraria entre los judíos lo que para losromanos impuro: profana illic omnia quae apudnos sacra, rursum conversa apud illos quae nobisincesta. Y de aquí que llame él, el romano, a losjudíos (V 13), gente sometida a la superstición ycontraria a la religión: gens superstitioni obnoxia,religionibus adversa, y que al fijarse en el cristia-nismo, que conocía muy mal y apenas si distin-guía del judaísmo, lo reputa una perniciosasuperstición, existialis superstitio, debida a odioal género humano, odium generis humani (Ab.

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excessu Aug., XV, 44). Así Tácito y así muchoscon él. Pero ¿dónde acaba la religión y la su-perstición?, o tal vez: ¿dónde acaba esta paraempezar aquella?, ¿cuál es el criterio para dis-cernirlas?

A poco nos conduciría recorrer aquí, siquierasomeramente, las principales definiciones quede la religión, según el sentimiento de cadadefinidor, han sido dadas. La religión, más quese define se describe, y más que se describe sesiente. Pero si alguna de esas definiciones al-canzó recientemente boga, ha sido la de Schlei-ermacher, de que es el sencillo sentimiento deuna relación de dependencia con algo superiora nosotros y el deseo de entablar relaciones conesa misteriosa potencia. Ni está mal aquello deW. Hermann (en la obra ya citada), de que elanhelo religioso del hombre es el deseo de laverdad de su existencia humana. Y para acabarcon testimonios ajenos citaré el del ponderadoy clarividente Cournot, al decir que «las mani-festaciones religiosas son la consecuencia nece-

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saria de la inclinación del hombre a creer en laexistencia de un mundo invisible, sobrenaturaly maravilloso, inclinación que ha podido mi-rarse, ya como reminiscencia de un estado an-terior ya como el presentimiento de un destinofuturo» (Traité de l'enchainement des idées fonda-mentales dans les sciences et dans l'histoire, § 396).Y estamos ya en lo del destino futuro, la vidaeterna, o sea la finalidad humana del Universo,o bien de Dios. A ella se llega por todos los ca-minos religiosos, pues que es la esencia mismade toda religión.

La religión, desde la del salvaje que persona-liza en el fetiche al Universo todo, arranca, enefecto, de la necesidad vital de dar finalidadhumana al Universo, a Dios, para lo cual hayque atribuirle conciencia de sí y de su fin, por lotanto. Y cabe decir que no es la religión, sino launión con Dios, sintiendo a este como cada cualle sienta. Dios da sentido y finalidad trascen-dentes a la vida; pero se la da en relación concada uno de nosotros que en Él creemos. Y así

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Dios es para el hombre tanto como el hombrees para Dios, ya que se dio al hombre hacién-dose hombre, humanizándose, por amor a él.

Y este religioso anhelo de unirnos con Diosno es ni por ciencia ni por arte, es por vida.«Quien posee ciencia y arte, tiene religión;quien no posee ni una ni otra, tenga religión»,decía en uno de sus muy frecuentes accesos depaganismo Goethe. Y, sin embargo, de lo quedecía, ¿él, Goethe...?

Y desear unirnos con Dios no es perdernos yanegarnos en Él; que perderse y anegarse essiempre ir a deshacerse en el sueño sin ensue-ños del nirvana; es poseerlo, más bien que serpor Él poseídos. Cuando, en vista de la imposi-bilidad humana de entrar un rico en el reino delos cielos, le preguntaban a Jesús sus discípulosquién podrá salvarse, respondiéndoles el Maes-tro que para con los hombres era ello imposi-ble, mas no para con Dios, Pedro le dijo: «Heaquí que nosotros lo hemos dejado todo si-guiéndote, ¿qué, pues, tendremos?» Y Jesús les

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contestó, no que se anegarían en el Padre sinoque se sentarían en doce tronos para juzgar alas doce tribus de Israel (Mat., XIX, 23-28).

Fue un español, y muy español, Miguel deMolinos, el que en su Guía espiritual que desem-baraza al alma y la conduce por el interior caminopara alcanzar la perfecta contemplación y el ricotesoro de la paz interior, dijo (§ 175): «que se hade despegar y negar de cinco cosas el que ha dellegar a la ciencia mística: la primera, de lascriaturas; la segunda, de las cosas temporales;la tercera, de los mismos dones del EspírituSanto; la cuarta, de sí misma; y la quinta se hade despegar del mismo Dios». Y añade que«esta última es la más perfecta, porque el almaque así se sabe despegar es la que se llega aperder en Dios, y sólo la que así se llega a per-der es la que se acierta a hallar». Muy españolMolinos, sí, y no menos española esta paradóji-ca expresión de quietismo o más bien nihilismo-ya que él mismo habla de aniquilación en otraparte-, pero no menos, sino acaso más españo-

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les los jesuitas que le combatieron volviendopor los fueros del todo contra nada. Porque lareligión no es anhelo de aniquilarse, sino detotalizarse, es anhelo de vida y no de muerte.La «eterna religión de las entrañas del hom-bre..., el ensueño individual del corazón, es elculto de su ser, es la adoración de la vida», co-mo sentía el atormentado Flaubert (Par leschamps et par les gréves, VII).

Cuando a los comienzos de la llamada EdadModerna, con el Renacimiento, resucita el sen-timiento religioso pagano, toma este formaconcreta en el ideal caballeresco con sus códi-gos del amor y del honor. Pero es un paga-nismo cristianizado, bautizado. «La mujer, ladama –la donna- era la divinidad de aquellosrudos pechos. Quien busque en las memoriasde la primera edad ha de hallar éste ideal de lamujer en su pureza y en su omnipotencia: elUniverso es la mujer. Y tal fue en los comienzosde la Edad Moderna en Alemania, en Francia,en Provenza, en España, en Italia. Hízose la

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historia a esta imagen; figurábanse a troyanos yromanos como caballeros andantes, y así losárabes sarracenos, turcos, el soldán y Saladino...En esta fraternidad universal se hallan los ánge-les, los santos, los milagros, el paraíso, en ex-traña mezcolanza con lo fantástico y lo volup-tuoso del mundo oriental, bautizado todo bajoel nombre de caballería.» Así, Francesco deSanctis (Storia della letteratura italiana, 11), quienpoco antes nos dice que para aquellos hombres,«en el mismo paraíso el goce del amante es con-templar a su dama -Madonna- y sin su dama niquerría ir allá». ¿Qué era, en efecto, la caballeríaque luego depuró y cristianizó Cervantes enDon Quijote, al querer acabar con ella por larisa, sino una verdadera monstruosa religiónhíbrida de paganismo y cristianismo, cuyoEvangelio fue acaso la leyenda de Tristán eIseo? ¿Y la misma religión cristiana de losmísticos -estos caballeros andantes a lo divino-,no culminó acaso en el culto a la mujer divini-zada, a la Virgen Madre? ¿Qué es la mariolatría

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de un san Buenaventura, el trovador de María?Y ello era el amor a la fuente de la vida, a la quenos salva de la muerte.

Mas avanzado el Renacimiento, de esta reli-gión de la mujer se pasó a la religión de la cien-cia; la concupiscencia terminó en lo que era yaen su fondo, en curiosidad, en ansia de probardel fruto del árbol del bien y del mal. Europacorría a aprender a la Universidad de Bolonia.A la caballería sucedió el platonismo. Queríasedescubrir el misterio del mundo y de la vida.Pero era en el fondo para salvar la vida, quecon el culto a la mujer quiso salvarse. Quería laconciencia humana penetrar en la ConcienciaUniversal, pero era, supiéralo o no, para salvar-se.

Y es que no sentimos e imaginamos la Con-ciencia Universal -y este sentimiento e imagina-ción con la religiosidad- sino para salvar nues-tras sendas conciencias. ¿Y cómo?

Tengo que repetir una vez más que el anhelode la inmortalidad del alma, de la permanencia,

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en una u otra forma, de nuestra conciencia per-sonal en individual, es tan de la esencia de lareligión corno el anhelo de que haya Dios. Nose da el uno sin el otro, y es porque en el fondolos dos son una sola y misma cosa. Mas desdeel momento en que tratamos de concretar yracionalizar aquel primer anhelo, de definírnos-lo a nosotros mismos, surgen más dificultadesaún que surgieron al tratar de racionalizar aDios.

Para justificar ante nuestra propia pobrerazón el inmortal anhelo de inmortalidad, haseapelado también a lo del consenso humano:Permanere animos arbitratur consensu nationumomnium, decía, con los antiguos, Cicerón (Tus-cul. Quaest., XVI, 36); pero este mismo compila-dor de sus sentimientos confesaba que mientrasleía en el Fedón platónico los razonamientos enpro de la inmortalidad del alma, asentía a ellos;mas así que dejaba el libro y empezaba a resol-ver en su mente el problema, todo aquel asen-timiento se le escapaba, assentio omnis illa illabi-

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tur (cap. XI, 25). Y lo que a Cicerón, nos ocurrea los demás, y le ocurría a Swedenborg, el másintrépido visionario de otro mundo, al confesarque quien habla de la vida ultramundana sindoctas cavilaciones respecto al alma o a su mo-do de unión con el cuerpo, cree, que después demuerto, vivirá en goce y en visión espléndidas,como un hombre entre ángeles; mas en cuantose pone a pensar en la doctrina de la unión delalma con el cuerpo, o en hipótesis respecto aaquella, súrgenle dudas de si es el alma así oasá, y en cuanto esto surge, la idea anteriordesaparece (De coelo et inferno, § 183). Y, sinembargo, «lo que me toca, lo que me inquieta,lo que me consuela, lo que me lleva a la abne-gación y al sacrificio, es el destino que meaguarda a mí o a mi persona, sean cuales fuerenel origen, la naturaleza, la esencia del lazo in-asequible, sin el cual place a los filósofos deci-dir que mi persona se desvanecería», como diceCournot (Traité.., § 297).

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¿Hemos de aceptar la pura y desnuda fe enuna vida eterna sin tratar de representárnosla?Esto es imposible; no nos es hacedero hacernosa ello. Y hay, sin embargo, quienes se dicencristianos y tienen poco menos que dejada delado esa representación. Tomad un libro cual-quiera del protestantismo más ilustrado, esdecir, del más racionalista, del más cultural, laDogmatik, del doctor Julio Kaftan, verbigracia, yde las 668 páginas de que consta su sexta edi-ción, la de 1909, sólo una, la última, dedica aeste problema. Y en esa página, después deasentar que Cristo es así como principio y me-dio, así también fin de la Historia, y que quie-nes en Cristo son alcanzarán la vida de pleni-tud, la eterna vida de los que son en Cristo, niuna sola palabra siquiera sobre lo que esa vidapuede ser. A lo más cuatro palabras sobre lamuerte eterna, esto es, el infierno, «porque loexige el carácter moral de la fe y de la esperan-za cristiana». Su carácter moral, ¿eh?, no sucarácter religioso, pues este no sé que exija tal

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cosa. Y todo ello de una prudente parsimoniaagnóstica.

Sí, lo prudente, lo racional, y alguien dirá quelo piadoso, es no querer penetrar en misteriosque están a nuestro conocimiento vedados, noempeñarnos en lograr una representaciónplástica de la gloria eterna como la de una Di-vina Comedia. La verdadera fe, la verdaderapiedad cristiana, se nos dirá, consiste en repo-sar en la confianza de que Dios, por la gracia deCristo, nos hará, de una o de otra manera, viviren Este, su Hijo; que, como está en sus todopo-derosas manos nuestro destino, nos abando-nemos a ellas seguros de que Él hará de noso-tros lo que mejor sea, para el fin último de lavida, del espíritu y del Universo. Tal es la lec-ción que ha atravesado muchos siglos, y, sobretodo, lo que va de Lutero hasta Kant.

Y, sin embargo, los hombres no han dejado detratar de representarse el cómo puede ser esavida eterna, ni dejarán nunca, mientras seanhombres y no máquinas de pensar, de intentar-

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lo. Hay libros de teología -o de lo que ello fue-re- llenos de disquisiciones sobre la condiciónen que vivan los bienaventurados, sobre la ma-nera de goce, sobre las propiedades del cuerpoglorioso, ya que sin algún cuerpo no se concibeel alma.

Y a esta misma necesidad, verdadera necesi-dad de formarnos una representación concretade lo que pueda esa otra vida ser, responde engran parte la indestructible vitalidad de doctri-nas como las del espiritismo, la metempsícosis,la transmigración de las almas a través de losastros, y otras análogas doctrinas que cuantasveces se las declara vencidas ya y muertas,otras tantas renacen en una u otra forma más omenos nueva. Y es insigne torpeza querer enabsoluto prescindir de ellas y no buscar unmeollo permanente. Jamás se avendrá el hom-bre al renunciamiento de concretar en represen-tación esa otra vida.

¿Pero es acaso pensable una vida eterna y sinfin después de la muerte? ¿Qué puede ser la

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vida de un espíritu desencarnado? ¿Qué puedeser un espíritu así? ¿Qué puede ser una con-ciencia pura, sin organismo corporal? Descartesdividió el mundo entre el pensamiento y la ex-tensión, dualismo que le impuso el dogma cris-tiano de la inmortalidad del alma. ¿Pero es laextensión, la materia, la que piensa o se espiri-tualiza, o es el pensamiento el que se extiende ymaterializa? Las más graves cuestiones me-tafísicas surgen prácticamente -y por ello ad-quieren su valor dejando de ser ociosas discu-siones de curiosidad inútil- al querer darnoscuenta de la posibilidad de nuestra inmortali-dad. Y es que la metafísica no tiene valor sinoen cuanto trate de explicar cómo puede o nopuede realizarse ese nuestro anhelo vital. Y asíes que hay y habrá siempre una metafísica ra-cional y otra vital, en conflicto perenne una conotra, partiendo la una de la noción de causa, dela sustancia la otra.

Y aun imaginada una inmortalidad personal,¿no cabe que la sintamos como algo tan terrible

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como su negación? «Calipso no podía consolar-se de la marcha de Ulises; en su dolor, hallába-se desolada de ser inmortal», nos dice el dulceFenelón, el místico, al comienzo de su Telémaco.¿No llegó a ser la condena de los antiguos dio-ses, como la de los demonios, el que no les eradado suicidarse?

Cuando Jesús, habiendo llevado a Pedro, Ja-cobo y Juan a un alto monte, se transfiguró anteellos volviéndosele como la nieve de blancoresplandeciente los vestidos, y se le aparecieronMoisés y Elías que con él hablaban, le dijo Pe-dro al Maestro: «Maestro, estaría bien que nosquedásemos aquí haciendo tres pabellones,para ti uno y otros dos para Moisés y Elías»,porque quería eternizar aquel momento. Y albajar del monte les mandó Jesús que a nadiedijesen lo que habían visto sino cuando el Hijodel Hombre hubiese resucitado de los muertos.Y ellos, reteniendo este dicho, altercaban sobrequé sería aquello de resucitar de los muertos,como quienes no lo entendían. Y fue después

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de esto cuando encontró Jesús al padre del chi-co presa de espíritu mudo, el que le dijo: «Creo,¡ayuda mi incredulidad!» (Marcos, IX, 24).

Aquellos tres apóstoles no entendían qué seaeso de resucitar a los muertos. Ni tampocoaquellos saduceos que le preguntaron al Maes-tro de quién será mujer en la resurrección laque en esta vida hubiese tenido varios maridos(Mat., XXII, 23-32), que es cuando él dijo queDios no es Dios de muertos, sino de vivos. Y noes, en efecto, pensable otra vida sino en lasformas mismas de esta terrena y pasajera. Niaclara nada el misterio todo aquello del grano yel trigo que de él sale con que el apóstol Pablose contesta a la pregunta de: «¿cómo resuci-tarán los muertos?, ¿con qué cuerpo vendrán?»(1 Cor., XV, 35).

¿Cómo puede vivir y gozar de Dios eterna-mente un alma humana sin perder su persona-lidad individual, es decir, sin perderse? ¿Qué esgozar de Dios? ¿Qué es la eternidad por oposi-ción a tiempo? ¿Cambia el alma o no cambia en

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la otra vida? Si no cambia, ¿cómo vive? Y sicambia, ¿cómo conserva su individualidad entan largo tiempo? Y la otra vida puede excluirel espacio, pero no puede excluir el tiempo,como hace notar Cournot, ya citado.

Si hay vida en el cielo hay cambio, y Sweden-borg hacía notar que los ángeles cambian, por-que el deleite de la vida celestial perdería pocoa poco su valor si gozaran siempre de él en ple-nitud y porque los ángeles, lo mismo que loshombres, se aman a sí mismos, y el que a símismo se ama, experimenta alteraciones deestado, y añade que a las veces los ángeles seentristecen, y que él, Swedenborg, habló conalgunos de ellos cuando estaban tristes (De coeloet inferno, § 158, 160), en todo caso, nos es impo-sible concebir vida sin cambio, cambio de cre-cimiento o de mengua, de tristeza o de alegría,de amor o de odio.

Es que una vida eterna es impensable y másimpensable aún una vida eterna de absolutafelicidad, de visión beatífica.

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¿Y qué es esto de la visión beatífica? Vemosen primer lugar que se llama visión y no acción,suponiendo algo pasivo. Y esta visión beatífica,¿no supone pérdida de la propia conciencia?Un santo en el cielo es, dice Bossuet, un ser queapenas se siente a sí mismo, tan poseído está deDios y tan abismado de su gloria... No puedeuno detenerse en él porque se le encuentra fue-ra de sí mismo, y sujeto por un amor inmutablea la fuente de su ser, y de su dicha (Du culte quiest dú á Dieu). Y esto lo dice Bossuet el antiquie-tista. Esa visión amorosa de Dios supone unaabsorción en Él. Un bienaventurado que gozaplenamente de Dios no debe pensar en sí mis-mo, no acordarse de sí, ni tener de sí concien-cia, sino que ha de estar en perpetuo éxtasis -K6aa6cs- fuera de sí, en enajenamiento. Y unpreludio de esa visión nos describen los místi-cos en el éxtasis.

El que ve a Dios se muere, dice la Escritura(Jueces, XIII, 22); y la visión eterna de Dios, ¿noes acaso una eterna muerte, desfallecimiento de

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la personalidad? Pero santa Teresa, en el capí-tulo XX de su Vida, al descubrirnos el últimogrado de oración, el arrobamiento, arrebata-miento, vuelo o éxtasis del alma, nos dice quees esta levantada como por una nube o águilacaudalosa, pero «veisos llevar y no sabéisdónde», y es «con deleite», y «si no se resiste,no se pierde el sentido, al menos estaba de ma-nera en mí que podía entender era llevada», esdecir, sin pérdida de conciencia. Y Dios «noparece se contenta con llevar tan de veras elalma a sí, sino que quiere el cuerpo aun siendotan mortal y de tierra tan sucia». «Muchas ve-ces se engolfa el alma, o la engolfa el Señor ensí, por mejor decir, y teniéndola en sí un poco,quédase con sola la voluntad», no con sola lainteligencia. No es, pues, como se ve, visión,sino unión volutiva, y entretanto «el entendi-miento y memoria divertidos... como una per-sona que ha mucho dormido y soñado y aún noacaba de despertar». Es «vuelo suave, es vuelodeleitoso, vuelo sin ruido». Y es vuelo deleito-

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so, es con conciencia de sí, sabiéndose distintode Dios con quien se une uno. Y a este arroba-miento se sube, según la mística doctora es-pañola, por la contemplación de la Humanidadde Cristo, es decir, de algo concreto y humano;es la visión del Dios vivo, no de la idea de Dios.Y en el capítulo XXVIII nos dice que «cuandootra cosa no hubiere para deleitar la vista en elcielo, sino la gran hermosura de los cuerposglorificados, es grandísima gloria, en especialver la Humanidad de Jesucristo Señor nues-tro»... «Esta visión -añade-, aunque es imagina-ria nunca la vi con los ojos corporales, ni nin-guna, sino con los ojos del alma.»

Y resulta que en el cielo no se ve sólo a Dios,sino todo en Dios; mejor dicho, se ve todo Dios,pues que Él lo abarca todo. Y esta idea la recal-ca más Jacobo Boehme. La santa, por su parte,nos dice en las Moradas séptimas, capítulo II, que«pasa esta secreta unión en el centro muy inter-ior del alma, que debe ser adonde está el mis-mo Dios». Y luego que «queda el alma, digo el

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espíritu de esta alma, hecho una cosa conDios...»; y es «como si dos velas de cera se jun-tasen tan en extremo, que toda la luz fuese unao que el pábilo y la luz y la cera es todo uno;mas después bien se puede apartar la una velade la otra, y quedar en dos velas o el pábilo dela cera». Pero hay otra más íntima unión, que es«como si cayendo agua del cielo en un río ofuente, adonde queda hecho todo agua, que nopodrán ya dividir ni apartar cuál es el agua delrío o la que cayó del cielo; o como si un arroyitopequeño entra en la mar, que no habrá remediode apartarse; o como si en una pieza estuviesendos ventanas por donde entrase gran luz, aun-que entra dividida, se hace toda una luz». ¿Yqué diferencia va de esto a aquel silencio inter-no y místico de Miguel de Molinos, cuyo tercergrado y perfectísimo es el silencio del pensa-miento? (Guía, cap. XVII, § 129). ¿No estamoscerca de aquello de que es la nada el caminopara llegar a aquel estado del ánimo reforzado?(cap. XX, § 186). ¿Y qué extraño es que Amiel

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usara hasta por dos veces de la palabra españo-la nada en su Diario íntimo, sin duda por no en-contrar en otra lengua alguna otra más expresi-va? Y, sin embargo, si se lee con cuidado anuestra mística doctora, se verá que nuncaqueda fuera el elemento sensitivo, el del deleite,es decir, el de la propia conciencia. Se deja elalma absorber de Dios para absorberlo, paracobrar conciencia de su propia divinidad.

Una visión beatífica, una contemplación amo-rosa en que esté el alma absorta en Dios y comoperdida en Él aparece, o como un aniquilamien-to propio o como un tedio prolongado a nues-tro modo natural de sentir. Y de aquí ese sen-timiento que observamos con frecuencia y quese ha expresado más de una vez en expresionessatíricas no exentas de irreverencia y acaso deimpiedad, de que el cielo de la gloria eterna esuna morada de eterno aburrimiento. Sin quesirva querer desdeñar estos sentimientos así,tan espontáneos y naturales, o pretender de-nigrarlos.

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Claro está que sienten así los que no aciertana darse cuenta de que el supremo placer delhombre es adquirir y acrecentar conciencia. Noprecisamente el de conocer, sino el de aprender.En conociendo una cosa, se tiende a olvidarla, ahacer su conocimiento inconsciente, si cabedecir así. El placer, el deleite más puro delhombre, va unido al acto de aprender, de ente-rarse: de adquirir conocimiento, esto es, a unadiferenciación. Y de aquí el dicho famoso deLessing, ya citado. Conocido es el caso de aquelanciano español que acompañaba a VascoNúñez de Balboa, cuando al llegar a la cumbredel Darién, dieron vista a los dos océanos, y esque cayendo de rodillas exclamó: «Gracias,Dios mío, porque no me has dejado morir sinhaber visto tal maravilla.» Pero si este hombrese hubiese quedado allí, pronto la maravillahabría dejado de serlo, y con ella, el placer. Sugoce fue el del descubrimiento, y acaso el gocede la visión beatífica sea, no precisamente el dela contemplación de la Verdad suma, entera y

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toda, que a esto no resistiría el alma, sino el deun continuo descubrimiento de ella, el de unincesante aprender mediante un esfuerzo quemantenga siempre el sentimiento de la propiaconciencia activa.

Una visión beatífica de quietud mental, deconocimiento pleno y no de aprensión gradual,no es difícil concebir como otra cosa que comoun nirvana, una difusión espiritual, una disipa-ción de la energía en el seno de Dios, una vuel-ta a la inconsciencia por falta de choque, dediferencia, o sea de actividad.

¿No es acaso que la condición misma quehace pensable nuestra eterna unión con Dios,destruye nuestro anhelo? ¿Qué diferencia va deser absorbido por Dios a absorberle uno en sí?¿Es el arroyito el que se pierde en el mar o elmar en el arroyito? Lo mismo da.

El fondo sentimental es nuestro anhelo de noperder el sentido de la continuidad de nuestraconciencia, de no romper el encadenamiento denuestros recuerdos, el sentimiento de nuestra

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propia identidad personal concreta, aunqueacaso vayamos poco a poco absorbiéndonos enÉl, enriqueciéndole. ¿Quién a los ochenta añosse acuerda del que a los ocho fue, aunque sientael encadenamiento entre ambos? Y podría de-cirse que el problema sentimental se reduce a sihay un Dios, una finalidad humana al Uni-verso. Pero ¿qué es finalidad? Porque así comosiempre cabe preguntar por un por qué de todopor qué, así cabe preguntar también siempre porun para qué de todo para qué. Supuesto que hayaun Dios, ¿para qué Dios? Para sí mismo, se dirá.Y no faltará quien replique: ¿y qué más da estaconciencia de la no conciencia? Mas siempre re-sultará lo que ya dijo Plotino (Enn., II, IX, 8),que el por qué hizo el mundo, es lo mismo queel por qué hay alma. O mejor aún que el por qué,8lá aa, el para qué.

Para el que se coloca fuera de sí mismo enuna hipotética posición objetiva -lo que valedecir inhumano-, el último para qué es tan in-asequible y en rigor tan absurdo, como el últi-

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mo por qué. ¿Que más da, en efecto, que nohaya finalidad alguna? ¿Qué contradicciónlógica hay en que el Universo no esté destinadoa finalidad alguna, ni humana ni sobrehumana?¿En qué se opone a la razón que todo esto notenga más objeto que existir, pasando comoexiste y pasa? Esto, para el que se coloca fuerade sí, pero para el que vive y sufre y anheladentro de sí... para este es ello cuestión de vidao muerte.

¡Búscate, pues, a ti mismo! Pero al encontrar-se, ¿no es que se encuentra uno con su propianada? «Habiéndose hecho el hombre pecadorbuscándose a sí mismo, se ha hecho desgracia-do al encontrarse», dijo Bossuet (Traité de laconcupiscente, cap. XI). «¡Búscate a ti mismo!»,empieza por «¡conócete a ti mismo!». A lo quereplica Carlyle (Past and present, book III; chap.XI): «El último evangelio de este mundo es:¡conócete tu obra y cúmplela! ¡Conócete a timismo!... Largo tiempo ha que este mismo tuyote ha atormentado; jamás llegarás a conocerlo,

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me parece. No creas que es tu tarea la de cono-certe, eres un individuo inconocible, conoce loque puedes hacer y hazlo como un Hércules.Esto será lo mejor.» Sí; pero eso que yo haga,¿no se perderá también al cabo? Y si se pierde,¿para qué hacerlo? Sí, sí; el llevar a cabo miobra -¿y cuál es mi obra?- sin pensar en mí, seaacaso amar a Dios. ¿Y qué es amar a Dios?

Y por otra parte, el amar a Dios en mí, ¿no esque me amo más que a Dios, que me amo enDios a mí mismo? Lo que en rigor anhelamospara después de la muerte es seguir viviendoesta vida, esta misma vida mortal, pero sin susmales, sin el tedio y sin la muerte. Es lo que ex-presó Séneca, el español, en su Consolación aMarcia (XXVI); es lo que quería, volver a viviresta vida: ista moliri. Y es lo que pedía Job (XIX,25-27), ver a Dios en carne, no en espíritu. ¿Yqué otra cosa significa aquella cómica ocurren-cia de la vuelta eterna que brotó de las trágicasentrañas del pobre Nietzsche, hambriento deinmortalidad correcta y temporal?

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Esa visión beatífica que se nos presenta comoprimera solución católica, ¿cómo puede cum-plirse, repito, sin anegar la conciencia de sí?¿No será como en el sueño en que soñamos sinsaber lo que soñamos? ¿Quién apetecería unavida eterna así? Pensar sin saber lo que se pien-sa, no es sentirse a sí mismo, no es serse. Y lavida eterna, ¿no es acaso conciencia eterna; nosólo ver a Dios, sino ver que se le ve, viéndoseuno a sí mismo a la vez y como distinto de Él?El que duerme, vive, pero no tiene concienciade sí; ¿y apetecerá nadie su sueño así eterno?Cuando Circe recomienda a Ulises que baje a lamorada de los muertos, a consultar al adivinoTiresias, dícele que este es allí, entre las som-bras de los muertos, el único que tiene sentido,pues los demás se agitan como sombras (Odisea,X, 487-495). Y es que los otros, aparte de Tire-sias, ¿vencieron a la muerte? ¿Es vencerla acasoerrar así como sombras sin sentido?

Por otra parte, ¿no cabe acaso imaginar quesea esta nuestra vida eterna respecto a la otra

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como es aquí el sueño para con la vigilia? ¿Noserá ensueño nuestra vida toda, y la muerte undespertar? ¿Pero despertar a qué? ¿Y si todoesto no fuese sino un sueño de Dios, y Diosdespertara un día? ¿Recordará su ensueño?

Aristóteles, el racionalista, nos habla en suÉtica de la superior felicidad de la vida con-templativa -/líos 6ecopilzwós-, y es corrienteen los racionalistas todos poner la dicha en elconocimiento. Y la concepción de la felicidadeterna, del goce de Dios, como visión beatífica,como conocimiento y comprensión de Dios, esalgo de origen racionalista, es la clase de felici-dad que corresponde al Dios idea del aristote-lismo. Pero es que para la felicidad se requiere,además de la visión, la delectación, y esta esmuy poco racional y sólo conseguidera sintién-dose uno distinto de Dios.

Nuestro teólogo católico aristotélico, el quetrató de racionalizar el sentimiento católico,santo Tomás de Aquino, dícenos en su Summa(primae, secundae partis, quaestio IV, art. l.°) que

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«la delectación se requiere concomitante». Pero¿qué delectación es la del que descansa? Des-cansar, requiescere, ¿no es dormir y no tenersiquiera conciencia de que se descansa? «De lamisma visión de Dios, se origina la delecta-ción», añade el teólogo. Pero el alma, ¿se sientea sí misma como distinta de Dios? «La delecta-ción que acompaña a la operación del intelectono impide esta, sino más bien la conforta», diceluego. ¡Claro está! Si no, ¿qué dicha es esa? Ypara salvar la delectación, el deleite, el placerque tiene siempre, como el dolor, algo de mate-rial, y que no concebimos sino en un alma en-carnada en cuerpo, hubo de imaginar que elalma bienaventurada esté unida a su cuerpo.Sin alguna especie de cuerpo, ¿cómo el deleite?La inmortalidad del alma pura, sin alguna es-pecie de cuerpo o periespíritu, no es inmortali-dad verdadera. Y en el fondo, el anhelo de pro-longar esta vida, esta y no otra, esta de carne yde dolor, esta de que maldecimos a las vecestan sólo porque se acaba. Los más de los suici-

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das no se quitarían la vida si tuviesen la segu-ridad de no morirse nunca sobre la tierra. Elque se mata, se mata por no esperar a morirse.

Cuando el Dante llega a contarnos en el cantoXXXIII del Paradiso cómo llegó a la visión deDios, nos dice que como aquel que ve soñandoy después del sueño le queda la pasión impre-sa, y no otra cosa, en la mente, así a él, que casicesa toda su visión y aún le destila en el co-razón lo dulce que nació de ella.

Cotal son io, che quasi tutta cesamia visione, ed ancor mi distillanel cuor lo dulce che nacque da essa,

no de otro modo que la nieve se descuaja alsol

Cosí la neve al Sol si disigilla.

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Esto es, que se le va la visión, lo intelectual, yle queda el deleite; la passione impressa, lo emo-tivo, lo irracional, lo corporal, en fin.

Una felicidad corporal, de deleite, no sólo es-piritual, no sólo visión, es lo que apetecemos.Esa otra felicidad, esa beatitud racionalista, la deanegarse en la comprensión, sólo puede... nodigo satisfacer ni engañar, porque creo que ni lesatisfizo ni le engañó a un Spinoza. El cual, alfin de su Ética, en las proposiciones XXXV yXXXVI de la parte quinta, establece que Dios seama a sí mismo con infinito amor intelectual;que el amor intelectual de la mente de Dios esel mismo amor de Dios con que Dios se ama así mismo; no en cuanto es infinito, sino encuanto puede explicarse por la esencia de lamente humana considerada en respecto deeternidad, esto es, que el amor intelectual de lamente hacia Dios es parte del infinito amor conque Dios a sí mismo se ama. Y después de estastrágicas, de estas desoladoras proposiciones, laúltima del libro todo, la que cierra y corona esa

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tremenda tragedia de la Ética, nos dice que lafelicidad no es premio de la virtud, sino la vir-tud misma, y que no nos gozamos en ella porcomprimir los apetitos, sino que por gozar deella podemos comprimirlos. ¡Amor intelectual!,¡amor intelectual! ¿Qué es eso de amor intelec-tual? Algo así como un sabor rojo, o un sonidoamargo, o un color aromático o más bien, algoasí como un triángulo enamorado o una elipseencolerizada, una pura metáfora, pero unametáfora trágica. Y una metáfora que corres-ponde trágicamente a aquello de que tambiénel corazón tiene sus razones. ¡Razones de co-razón!, ¡amores de cabeza!, ¡deleite intelectivo!¡Intelección deleitosa!, ¡tragedia, tragedia y tra-gedia!

Y, sin embargo, hay algo que se puede llamaramor intelectual y que es el amor de entender,la vida misma contemplativa de Aristóteles,porque el comprender es algo activo y amoro-so, y la visión beatífica es la visión de la verdadtotal. ¿No hay acaso en el fondo de toda pasión

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la curiosidad? ¿No cayeron, según el relatobíblico, nuestros primeros padres por el ansiade probar el fruto del árbol de la ciencia delbien y del mal, y ser como dioses, conocedoresde esa ciencia? La visión de Dios, es decir, delUniverso mismo en su alma, en su íntima esen-cia, ¿no apagaría todo nuestro anhelo? Y estaperspectiva sólo no puede satisfacer a los hom-bres groseros que no penetran el que el mayorgoce de un hombre es ser más hombre, esto es,más dios, y que es más dios cuanta más con-ciencia tiene.

Y ese amor intelectual, que no es sino el lla-mado amor platónico, es un medio de dominary de poseer. No hay, en efecto, más perfectodominio que el conocimiento; el que conocealgo, lo posee. El conocimiento une al que co-noce con lo conocido. «Yo te contemplo y tehago mía al contemplarte»; tal es la fórmula. Yconocer a Dios, ¿qué ha de ser sino poseerlo? Elque a Dios conoce, es ya Dios él.

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Cuenta B. Brunhes (La Dégradation de l'Ener-gie, IV' partee, chap. XVIII, E. 2) haberle conta-do M. Sarrau, que lo tenía del padre Gratry,que este se paseaba por los jardines de Luxem-burgo departiendo con el gran matemático ycatólico Cauchy, respecto a la dicha que ten-drían los elegidos en conocer, al fin, sin restric-ción ni velo, las verdades largo tiempo perse-guidas trabajosamente en el mundo. Y aludien-do el padre Gratry a los estudios de Cauchysobre la teoría mecánica de la reflexión de laluz, emitió la idea de que uno de los más gran-des goces intelectuales del ilustre geómetrasería penetrar en el secreto de la luz, a lo quereplicó Cauchy que no le parecía posible saberen esto más que ya sabía, ni concebía que lainteligencia más perfecta pudiese comprenderel misterio de la reflexión mejor que él lo habíaexpuesto, ya que había dado una teoría mecá-nica del fenómeno. «Su piedad -añade Brunhes-, no llegaba hasta creer que fuese posible hacerotra cosa ni hacerla mejor.»

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Hay en este relato dos partes que nos intere-san. La primera es la expresión de lo que sea lacontemplación, el amor intelectual o la visiónbeatífica para hombres superiores, que hacendel conocimiento su pasión central, y otra la feen la explicación mecanicista del mundo.

A esta disposición mecanicista del intelectova unida la ya célebre fórmula de «nada se crea,nada se pierde, todo se transforma», con que seha querido interpretar el ambiguo principio dela conservación de la energía, olvidando quepara nosotros, para los hombres, prácticamenteenergía es la energía utilizable, y que esta sepierde de continuo, se disipa por la difusión delcalor, se degrada, tendiendo a la nivelación y alo homogéneo. Lo valedero para nosotros, másaún, lo real para nosotros, es lo diferencial, quees lo cualitativo; la cantidad pura, sin diferen-cia, es como si para nosotros no existiese, puesque no obra. Y el Universo material, el cuerpodel Universo, parece camina poco a poco, y sinque sirva la acción retardadora de los organis-

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mos vivos y más aún la acción consciente delhombre, a un estado de perfecta estabilidad, dehomogeneidad (véase Brunhes, obra citada).Que si el espíritu tiende a concentrarse, laenergía material tiende a difundirse.

¿Y no tiene esto acaso una íntima relación connuestro problema? ¿No habrá una relación en-tre esta conclusión de la filosofía científica res-pecto a un estado final de esta estabilidad yhomogeneidad y el ensueño místico de la apo-catástasis? ¿Esa muerte del cuerpo del Universono será el triunfo final de su espíritu de Dios?

Es evidente la relación íntima que media en-tre la exigencia religiosa de una vida eternadespués de la muerte, y las conclusiones -siempre provisionales- a que la filosofía cientí-fica llega respecto al probable porvenir delUniverso material o sensitivo. Y el hecho es queasí como hay teólogos de Dios y de la inmorta-lidad del alma, hay también los que Brunhes(obra citada, cap. XXVI, § 2) llama teólogos delmonismo, a los que estaría mejor llamar ateólo-

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gos, gentes que persisten en el espíritu de afir-mación a priori; y que se hacen insoportables -añadeeuando abrigan la pretensión de desde-ñar la teología. Un ejemplar de estos señores esHaeckel, ¡que ha logrado disipar los enigmasde la Naturaleza!

Estos ateólogos se han apoderado de la con-servación de la energía, del «nada se crea y na-da se pierde, todo se transforma», que es deorigen teológico ya en Descartes, y se han ser-vido de él para dispensarnos de Dios. «El mun-do construido para durar -escribe Brunhes-,que no se gasta, o más bien repara por sí mismolas grietas que aparecen en él; ¡qué hermosotema de ampliaciones oratorias!; pero estasmismas ampliaciones, después de haber servi-do en el siglo XVII para probar la sabiduría delCreador, han servido en nuestros días de ar-gumentos para los que pretenden pasarse sinél.» Es lo de siempre: la llamada filosofía cientí-fica, de origen y de inspiración teológica o reli-giosa en su fondo, yendo a dar en una ateología

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o irreligión, que no es otra cosa que teología yreligión. Recordemos aquello de Ritschl, yacitado en estos ensayos.

Ahora la última palabra de la ciencia, másbien aún que de la filosofía científica, parece serque el mundo material, sensible, camina por ladegradación de la energía, por la predominan-cia de los fenómenos irreversibles, a una nive-lación última, a una especie de homogéneo fi-nal. Y este nos recuerda aquel hipotéticohomogéneo primitivo de que tanto usó y abusóSpencer, y aquella fantástica inestabilidad de lohomogéneo. Inestabilidad de que necesitaba elagnosticismo ateológico de Spencer para expli-car el inexplicable paso de lo homogéneo a loheterogéneo. Porque ¿cómo puede surgir hete-rogeneidad alguna, sin acción externa, del per-fecto y absoluto homogéneo? Mas había quedescartar todo género de creación, y para ello elingeniero desocupado, metido a metafísico,como lo llamó Papini, inventó la inestabilidadde lo homogéneo, que es más... ¿cómo lo diré?,

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más místico y hasta más mitológico, si se quie-re, que la acción creadora de Dios.

Acertado anduvo aquel positivista italiano,Roberto Ardigó, que, objetando a Spencer, ledecía que lo más natural era suponer que siem-pre fue como hoy, que siempre hubo mundosen formación, en nebulosa, mundos formados ymundos que se deshacían; que la heterogenei-dad es eterna. Otro modo, como se ve, de noresolver.

¿Será esta la solución? Mas en tal caso, elUniverso sería infinito, y en realidad no cabeconcebir un Universo eterno y limitado como elque sirvió de base a Nietzsche para lo de lavuelta eterna. Si el Universo ha de ser eterno, sihan de seguirse en él, para cada uno de susmundos, períodos de homogeneización, dedegradación de energía, y otros de heteroge-neización, es menester que sea infinito; quehaya lugar siempre y en cada mundo para unaacción de fuera. Y de hecho, el cuerpo de Diosno puede ser sino eterno e infinito.

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Mas para nuestro mundo parece probada sugradual nivelación, o si queremos, su muerte.¿Y cuál ha de ser la suerte de nuestro espírituen este proceso? ¿Menguará con la degradaciónde la energía de nuestro mundo y volverá a lainconsciencia, o crecerá más bien a medida quela energía utilizable mengua y por los esfuerzosmismos para retardarlo y dominar a la Natura-leza, que es lo que constituye la vida del espíri-tu? ¿Serán la conciencia y su soporte extensodos poderes en contraposición tal que el unocrezca a expensas del otro?

El hecho es que lo mejor de nuestra laborcientífica, que lo mejor de nuestra industria, esdecir, lo que en ella no conspira a destrucción -que es mucho-, se endereza a retardar ese fatalproceso de degradación de la energía. Ya lavida misma orgánica, sostén de la conciencia, esun esfuerzo por evitar en lo posible ese términofatídico, por irlo alargando.

De nada sirve querernos engañar con himnospaganos a la Naturaleza, a aquella a que con

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más profundo sentido llamó Leopardi, este ateocristiano, «madre en el parto, en el querer ma-drastra», en aquel su estupendo canto a la re-tama (La Ginesta). Contra ella se ordenó en unprincipio la humana compañía; fue horror con-tra la limpia Naturaleza lo que anudó primeroa los hombres en cadena social. Es la sociedadhumana, en efecto, madre de la conciencia re-fleja y del ansia de inmortalidad, la que inau-gura el estado de gracia sobre el de Naturaleza,y es el hombre el que, humanizando, espiritua-lizando a la Naturaleza con su industria, la so-brenaturaliza.

El trágico poeta portugués, Antero de Quen-tal, soñó, en dos estupendos sonetos a que ti-tuló Redención, que hay un espíritu preso, no yaen los átomos o en los iones o en los cristales,sino -como a un poeta correspondeen el mar, enlos árboles, en la selva, en la montaña, en elviento, en las individualidades y formas todasmateriales, y que un día, todas esas almas, en ellimbo de la existencia, despertarán en la con-

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ciencia, y cerniéndose como puro pensamiento,verán a las formas, hijas de la ilusión, caer des-hechas como un sueño vano. Es el ensueñograndioso de la concientización de todo.

¿No es acaso que empezó el Universo, estenuestro Universo -¿quién sabe si hay otros?-,con un cero de espíritu -y cero no es lo mismoque nada- y un infinito de materia, y marcha aacabar en un infinito de espíritu con un cero demateria? ¡Ensueños!

¿No es acaso que todo tiene su alma, y queesa alma pide liberación? «¡Oh tierras de Al-vargonzález / en el corazón de España, / tie-rras pobres, tierras tristes, /tan tristes que tie-nen alma!», canta nuestro poeta Antonio Ma-chado (Campos de Castilla). La tristeza de loscampos, ¿está en ellos o en nosotros que loscontemplamos? ¿No es que sufren? Pero ¿quépuede ser una alma individual en un mundo dela materia? ¿Es individuo una roca o una mon-taña? ¿Lo es un árbol?

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Y siempre resulta, sin embargo, que luchan elespíritu y la materia. Ya lo dijo Espronceda aldecir que:

Aquí, para vivir en santa calma,o sobra la materia o sobra el alma.

¿Y no hay en la historia del pensamiento, o siqueréis, de la imaginación humana, algo quecorresponda a ese proceso de reducción de lomaterial, en el sentido de una reducción detodo a conciencia?

Sí, la hay, y es del primer místico cristiano, desan Pablo de Éfeso, del apóstol de los gentiles,de aquel que por no haber visto con los ojoscarnales de la cara al Cristo carnal y mortal, alético, le creó en sí inmortal y religioso, de aquelque fue arrebatado al tercer cielo donde vio se-cretos inefables (1I, Cor., XIII). Y este primermístico cristiano soñó también en un triunfofinal del espíritu, de la conciencia, y es lo que se

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llama técnicamente en teología la apocatástatiso reconstitución.

Es en los versículos 26 al 28 del capítulo XVde su primera epístola a los Corintios dondenos dice que el último enemigo que ha de serdominado será la muerte, pues Dios puso todobajo sus pies; pero cuando diga que todo le estásometido, es claro que excluyendo al que hizoque todo se le sometiese, y cuando le haya so-metido todo, entonces también Él, el Hijo, sesometerá al que le sometió todo para que Diossea en todos: ¡va rj d B--ós 'távza Év zzócv. Esdecir, que el fin es que Dios la Conciencia, aca-be siéndolo todo en todo.

Doctrina que se completa con cuanto el mis-mo apóstol expone respecto al fin de la historiatoda del mundo en su Epístola a los efesios.Preséntanos en ella, como es sabido, a Cristo -que es por quien fueron hechas las cosas todasdel cielo y de la tierra, visibles e invisibles

(Col., I, 16)-, como cabeza del todo (EL, 1, 22),y en él, en esta cabeza, hemos de resucitar to-

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dos para vivir en comunión de santos y com-prender con todos los santos cuál sea la anchu-ra, la largura, la profundidad y la altura, y co-nocer el amor de Cristo, que excede a todo co-nocimiento (EL, 111, 18, 19). Y a este recogernosen Cristo, cabeza de la Humanidad, y comoresumen de ella, es a lo que el Apóstol llamarecaudarse, recapitularse o recogerse todo enCristo, ávaw--rpaAaiojua69az. zá iravaa ÉvXpíaao). Y esta recapitulación -ávaic--tpaíaícouis, anacefaleosis-, fin de la historia delmundo y del linaje humano, no es sino otroaspecto de la apocatástasis. Esta, la apocatásta-tis, el que llegue a ser Dios todo en todos, redú-cese, pues, a la anacefaleosis, a que todo se re-coja en Cristo, en la Humanidad, siendo por lotanto la Humanidad el fin de la creación. Y estaapocatástasis, esta humanación o divinizaciónde todo, ¿no suprime la materia? ¿Pero es quesuprimida la materia, que es el principio de laindividuación principium individuationis, segúnla Escuela-, no vuelve todo a una conciencia

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pura, que en pura pureza, ni se conoce así, ni escosa alguna concebible y sensible? Y suprimidatoda materia, ¿en qué se apoya el espíritu?

Las mismas dificultades, las mismas impen-sabilidades, se nos vienen por otro camino.

Alguien podría decir por otra parte, que laapocatástasis, el que Dios llegue a ser todo entodos, supone que no lo era antes. El que losseres todos lleguen a gozar de Dios, supone queDios llegue a gozar de los seres todos, pues lavisión beatífica es mutua, y Dios se perfeccionacon ser mejor conocido, y de almas se alimentay con ellas se enriquece.

Podría en ese camino de locos ensueños ima-ginarse un Dios inconsciente, dormitando en lamateria, y que va a un Dios consciente de todo,consciente de su divinidad; que el Universotodo se haga consciente de sí como todo y decada una de las conciencias que le integran, quese haga Dios. Mas, en tal caso, ¿cómo empezóese Dios inconsciente? ¿No es la materia mis-ma? Dios no sería así el principio, sino el fin del

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Universo; pero ¿puede ser fin lo que no fueprincipio? ¿O es que hay fuera del tiempo, en laeternidad, diferencia entre el principio y el fin?«El alma de todo no estaría atada por aquellomismo (esto es: la materia) que está por ellaatado», dice Plotino. (Enn., H, IX, 7.) ¿O no esmás bien la Conciencia del Todo que se esfuer-za por hacerse de cada parte, y en que cadaconciencia parcial tenga de ella, de la total con-ciencia? ¿No es un Dios monoteísta o solitarioque camina a hacerse panteísta? Y si no es así,si la materia y el dolor son extraños a Dios, sepreguntará uno: ¿para qué creó Dios el mundo?¿Para qué hizo la materia e introdujo el dolor?¿No era mejor que no hubiese hecho nada?¿Qué gloria le añade al crear ángeles u hombresque caigan y a los que tenga que condenar atormento eterno? ¿Hizo acaso el mal para cu-rarlo? ¿O fue la redención, y la redención totaly absoluta, de todo y de todos, su designio?Porque no es esta hipótesis ni más racional nimás piadosa que la otra.

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En cuanto tratamos de representarnos la feli-cidad eterna, preséntasenos una serie de pre-guntas sin respuesta alguna satisfactoria, estoes, racional, sea que partamos de una suposi-ción monoteísta o de una panteísta o siquierapanenteísta.

Volvamos a la apocatástais pauliniana.Al hacerse Dios todo en todos, ¿no es acaso

que se completa, que acaba de ser Dios, con-ciencia infinita que abarca las conciencias to-das? ¿Y qué es una conciencia infinita? Supo-niendo, como supone, la conciencia, límite, osiendo más bien la conciencia conciencia delímite, de distinción, ¿no excluye por lo mismola infinitud? ¿Qué valor tiene la noción de infi-nitud aplicada a la conciencia? ¿Qué es unaconciencia toda ella conciencia, sin nada fuerade ella que no lo sea? ¿De qué es conciencia laconciencia en tal caso? ¿De su contenido? ¿O noserá más bien que nos acercamos a la apocatás-tasis o apoteosis final sin llegar nunca a ella a

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partir de un caos, de una absoluta inconscien-cia, en lo eterno del pasado?

¿No será más bien eso de la apocatástasis, dela vuelta de todo a Dios, un término ideal a quesin cesar nos acercamos sin haber nunca dellegar a él, y unos a más ligera marcha queotros? ¿No será la absoluta y perfecta felicidadeterna una eterna esperanza que de realizarsemoriría? ¿Se puede ser feliz sin esperanza? Y nocabe esperar ya una vez realizada la posesión,porque esta mata la esperanza, el ansia. ¿Noserá, digo, que todas las almas crezcan sin ce-sar, unas en mayor proporción que otras, perohabiendo todas de pasar alguna vez por unmismo grado cualquiera de crecimiento y sinllegar nunca al infinito, a Dios, a quien de con-tinuo se acercan? ¿No es la eterna felicidad, unaeterna esperanza, con su núcleo eterno de pesarpara que la dicha no se suma en la nada?

Siguen las preguntas sin respuesta.«Será todo en todos», dice el Apóstol. ¿Pero lo

será de distinta manera en cada uno o de la

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misma en todos? ¿No será Dios todo en uncondenado? ¿No está en su alma? ¿No está enel llamado infierno? ¿Y cómo está en él?

De donde surgen nuevos problemas, y son losreferentes a la oposición entre cielo e infierno,entre felicidad e infelicidad eternas.

¿No es que al cabo se salvan todos, inclusoCaín y Judas, y Satanás mismo, como desarro-llando la apocatástais pauliniana quería Oríge-nes?

Cuando nuestros teólogos católicos quierenjustificar racionalmente -o sea éticamente- eldogma de la eternidad de las penas del infier-no, dan unas razones tan especiosas, ridículas einfantiles que parece mentira hayan logradocurso. Porque decir que siendo Dios infinito laofensa a Él inferida es infinita también, y exige,por lo tanto, un castigo eterno, es, aparte de loinconcebible de una ofensa infinita, desconocerque en moral y no en policía humanas la grave-dad de la ofensa se mide, más que por la digni-dad del ofendido, por la intención del ofensor,

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y que una intención culpable infinita es un des-atino, y nada más. Lo que aquí cabría aplicarson aquellas palabras del Cristo, dirigiéndose asu Padre: «¡Padre, perdónales, porque no sabenlo que se hacen!», y no hay hombre que alofender a Dios o a su projimo sepa lo que sehace. En ética humana, o si se quiere en policíahumana -eso que llaman Derecho penal, y quees todo menos derecho- una pena eterna es undesatino.

«Dios es justo, y se nos castiga; he aquí cuan-to es indispensable sepamos; lo demás no espara nosotros sino pura curiosidad.» Así, La-mennais (Essai, parte IV cap. VII), y así otroscon él. Y así también Calvino. ¿Pero hay quiense contente con eso? ¡Pura curiosidad! ¡Llamarpura curiosidad a lo que más estruja el corazón!

¿No será acaso que el malo se aniquila por-que deseó aniquilarse o que no deseó lo bastan-te eternizarse por ser malo? ¿No podremos de-cir que no es el creer en otra vida lo que le hacea uno bueno, sino por ser bueno cree en ella? ¿Y

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qué es ser bueno y ser malo? Esto es ya del do-minio de la ética, no de la religión. O más bien,¿no es de ética el hacer el bien, aun siendo ma-lo, y de la religión el ser bueno, aun haciendomal?

¿No se nos podrá acaso decir, por otra parte,que si el pecador sufre un castigo eterno esporque sin cesar peca, porque los condenadosno cesan de pecar? Lo cual no resuelve el pro-blema, cuyo absurdo todo proviene de haberconcebido el castigo como vindicta o venganza,no como corrección; de haberlo concebido a lamanera de los pueblos bárbaros. Y así un in-fierno policiaco, para meter miedo en estemundo. Siendo lo peor que ya no amedrenta,por lo cual habrá que cerrarlo.

Mas, por otra parte, en concepción religiosa ydentro del misterio, ¿por qué no una eternidadde dolor, aunque esto subleve nuestros senti-mientos? ¿Por qué no un Dios que se alimentade nuestro dolor? ¿Es acaso nuestra dicha el findel Universo? ¿O no alimentamos con nuestro

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dolor alguna dicha ajena? Volvamos a leer lasEuménides del formidable trágico Esquilo, aque-llos coros de las Furias, porque los dioses nue-vos, destruyendo las antiguas leyes, les arreba-taban a Orestes de las manos: aquellas encendi-das invectivas contra la redención apolínea.¿No es que la redención arranca de las manosde los dioses a los hombres, su presa y su ju-guete, con cuyos dolores juegan y se gozan co-mo los chiquillos atormentando a un escaraba-jo, según la sentencia del trágico? Y recordemosaquello de: «¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿porqué mehas abandonado?»

Sí, ¿por qué no una eternidad de dolor? El in-fierno es una eternización del alma, aunque seaen pena. ¿No es la pena esencial a la vida?

Los hombres andan inventando teorías paraexplicarse eso que llaman el origen del mal. ¿Ypor qué no el origen del bien? ¿Por qué suponerque es el bien lo positivo y originario, y el mallo negativo y derivado? «Todo lo que es encuanto es, es bueno», sentenció san Agustín;

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pero ¿por qué?, ¿qué quiere decir ser bueno? Lobueno es bueno para algo, conducente a un fin,y decir que todo es bueno, vale decir que todova a su fin. Pero ¿cuál es su fin? Nuestro apetitoes eternizarnos, persistir, y llamamos bueno acuanto conspira a ese fin, y malo a cuanto tien-de a amenguarnos o destruirnos la conciencia.Suponemos que la conciencia humana es fin yno medio para otra cosa que no sea conciencia,ya humana, ya sobrehumana.

Todo optimismo metafísico, como el de Leib-niz, o pesimismo de igual orden, como el deSchopenhauer, no tienen otro fundamento. Pa-ra Leibniz este mundo es el mejor, porqueconspira a perpetuar la conciencia y con ella lavoluntad, porque la inteligencia acrecienta lavoluntad y la perfecciona, porque el fin delhombre es la contemplación de Dios, y paraSchopenhauer es este mundo el peor de losposibles, porque conspira a destruir la volun-tad, porque la inteligencia, la representación,anula a la voluntad, su madre. Y así Franklin,

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que creía en otra vida, aseguraba que volvería avivir esta, la vida que vivió, de cabo a rabo,from its beginning to the end, y Leopardi, que nocreía en otra, aseguraba que nadie aceptaríavolver a vivir la vida que vivió. Ambas doctri-nas, no ya éticas, sino religiosas, y el sentimien-to del bien moral, en cuanto valor teológico, deorigen religioso también.

Y vuelve uno a preguntarse: ¿no se salvan, nose eternizan, y no ya en dolor, sino en dicha,todos, lo mismo los que llamamos buenos quelos llamados malos?

¿En esto de bueno y de malo no entra la mali-cia del que juzga? ¿La maldad está en la inten-ción del que ejecuta el acto o no está más bienen la del que lo juzga malo? ¡Pero es lo terribleque el hombre se juzga a sí mismo, se hace juezde sí propio!

¿Quiénes se salvan? Ahora otra imaginación -ni más ni menos racional que cuantas van inter-rogativamente expuestas-, y es que sólo se sal-ven los que anhelaron salvarse, que sólo se

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eternicen los que vivieron aquejados del terri-ble hambre de eternidad y de etemización. Elque anhela no morir nunca, y cree no habersenunca de morir en espíritu, es porque lo mere-ce, o más bien, sólo anhela la eternidad perso-nal el que la lleva ya dentro. No deja de anhelarcon pasión su propia inmortalidad, y con pa-sión avasalladora de toda razón, sino aquel queno la merece y porque no la merece no la an-hela. Y no es injusticia no darle lo que no sabedesear, porque pedid y se os dará. Acaso se ledé a cada uno lo que deseó. Y acaso el pecadoaquel contra el Espíritu Santo, para el que nohay, según el Evangelio, remisión, no sea otroque no desear a Dios, no anhelar eternizarse.

«Según es vuestro espíritu, así es vuestra re-busca; hallaréis lo que deseéis, y esto es ser cris-tiano», as is your sort of mind / so is your sort ofsearch; you'll find / what you desire, and thats to bea Christian, decía R. Browning (Christmaseve andEasterday, VII).

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El Dante condena en su infierno a los epicú-reos, a los que no creyeron en otra vida a algomás terrible que no tenerla, y es a la concienciade que no la tienen, y esto en forma plástica,haciendo que permanezcan durante la eterni-dad toda encerrados dentro de sus tumbas, sinluz, sin aire, sin fuego, sin movimiento, sin vida(Inferno, X; 10-15).

¿Qué crueldad hay en negar a uno lo que nodeseó o no pudo desear? Virgilio el dulce, en elcanto VI de su Eneida (426-429), nos hace oír lasvoces y vagidos quejumbrosos de los niños quelloran a la entrada del infierno.

continuo auditae voces, vagitus et ingensinfantumque animae flentes in limine primo,

desdichados que apenas entraron en la vidani conocieron sus dulzuras, y a quienes un ne-gro día les arrebató de los pechos maternospara sumergirlos en acerbo luto.

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quos dulcis vitae exsortes et ab ubere raptosabstulit atra dies et funere mersit acerbo.

¿Pero qué vida perdieron, si no la conocían nila anhelaban? ¿O es que en realidad no la an-helaron?

Aquí podrá decirse que la anhelaron otrospor ellos, que sus padres les quisieron eternos,para con ellos recrearse luego en la gloria. Y asíentramos en un nuevo campo de imaginacio-nes, y es el de la solidaridad y repre-sentatividad de la salvación eterna.

Son muchos, en efecto, los que se imaginan allinaje humano como un ser, un individuo colec-tivo y solidario, y en que cada miembro repre-senta o puede llegar a representar a la colecti-vidad toda y se imaginan la salvación comoalgo colectivo también. Como algo colectivo elmérito, como algo colectivo también la culpa; yla redención. O se salvan todos o no se salvanadie, según este -nodo de sentir y de imaginar;

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la redención es total y es mutua; cada hombreun Cristo de su prójimo.

¿Y no hay acaso como una vislumbre de estoen la creencia popular católica de las benditasánimas del Purgatorio y de los sufragios quepor ellas, por sus muertos, rinden los vivos ylos méritos que les aplican? Es corriente en lapiedad popular católica este sentimiento detransmisión de méritos, ya a vivos, ya a muer-tos.

No hay tampoco que olvidar el que muchasveces se ha presentado ya en la historia delpensamiento religioso humano la idea de lainmortalidad restringida a un número de elegi-dos, de espíritus representativos de los demás,y que en cierto modo los incluyen en sí, idea deabolengo pagano -pues tales eran los héroes ysemidioses- que se abroquela a las veces enaquello de que son muchos los llamados y po-cos los elegidos.

En estos días mismos en que me ocupaba enpreparar este ensayo, llegó a mis manos la ter-

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cera edición del Dialogue sur la vie et sur la mort,de Charles Bonnefon, libro en que imaginacio-nes análogas a las que vengo exponiendohallan expresión concentrada y sugestiva. Ni elalma puede vivir sin el cuerpo, ni este sin aque-lla, nos dice Bonnefon, y así no existen en reali-dad ni la muerte ni el nacimiento, ni hay enrigor, ni cuerpo, ni alma, ni nacimiento, nimuerte, todo lo cual son abstracciones o apa-riencias, sino tan sólo una vida pensante, deque formamos parte, y que no puede ni nacerni morir. Lo que le lleva a negar la individuali-dad humana, afirmando que nadie puede decir:«yo soy», sino más bien «nosotros somos», omejor aún: «es en nosotros». Es la humanidad,la especie, la que piensa y ama en nosotros. Ycomo se transmiten los cuerpos se transmitenlas almas. «El pensamiento vivo o la vida pre-sente que somos, volverá a encontrarse inme-diatamente bajo una forma análoga a la que fuenuestro origen y correspondiente a nuestro seren el seno de una mujer fecundado.» Cada uno

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de nosotros, pues, ha vivido ya y volverá a vi-vir, aunque lo ignore. «Si la humanidad se ele-va gradualmente por encima de sí misma,¿quién nos dice que al momento de morir el úl-timo hombre, que contendrá en sí a todos losdemás, no haya llegado a la humanidad supe-rior tal como existe en cualquier otra parte, enel cielo?... Solidarios todos, recogeremos todospoco a poco los frutos de nuestros esfuerzos.»Según este modo de imaginar y de sentir, comonadie nace, nadie muere, sino que cada alma noha cesado de luchar y varias veces hase sumer-gido en medio de la pelea humana, «desde queel tipo de embrión correspondiente a la mismaconciencia se representaba en la sucesión de losfenómenos humanos». Claro es que como Bon-nefon empieza por negar la individualidad per-sonal, deja fuera nuestro verdadero anhelo, quees el de salvarla; mas como, por otra parte, él,Bonnefon, es individuo personal y siente eseanhelo, acude a la distinción entre llamados yelegidos, y a la noción de espíritus representati

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vos, y concede a un número de hombres esainmortalidad representativa. De estos elegidosdice que «serán un poco más necesarios a Diosque nosotros mismos». Y termina este grandio-so ensueño en que «de ascensión en ascensiónno es imposible que lleguemos a la dicha su-prema, y que nuestra vida se funda en la Vidaperfecta como la gota de agua en el mar. Com-prenderemos entonces -prosigue diciendo- quetodo era necesario, que cada filosofía o cadareligión tuvo su hora de verdad, que a travésde nuestros rodeos y errores y en los momentosmás sombríos de nuestra historia, hemos co-lumbrado el faro y que estábamos todos pre-destinados a participar de la Luz Eterna. Y si elDios que volveremos a encontrar posee uncuerpo -y no podemos concebir Dios vivo queno le tenga-, seremos una de sus células cons-cientes a la vez que las miríadas de razas bro-tadas en las miríadas de soles. Si este ensueñose cumpliera, un océano de amor batiría nues-tras playas, y el fin de toda vida sería añadir

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una gota de agua a su infinito». ¿Y qué es estesueño cósmico de Bonnefon sino la formaplástica de la apocatástasis pauliniana?

Sí, este tal ensueño, de viejo abolengo cristia-no, no es otra cosa, en el fondo, que la anacefa-leosis pauliniana, la fusión de los hombres to-dos en el Hombre, en la Humanidad toda hechaPersona, que es Cristo, y con los hombres to-dos, y la sujeción luego de todo ello a Dios,para que Dios, la Conciencia, lo sea todo entodos. Lo cual supone una redención colectivay una sociedad de ultratumba.

A mediados del siglo xviii dos pietistas deorigen protestante, Juan Jacobo Moser y Federi-co Cristóbal Oetinger, volvieron a dar fuerza yvalor a la anacefaleosis pauliniana. Moser de-claraba que su religión no consistía en tener porverdaderas ciertas doctrinas y vivir virtuosa-mente conforme a ellas, sino en unirse de nue-vo con Dios por Cristo; a lo que corresponde elconocimiento, creciente hasta el fin de la vida,de los propios pecados y de la misericordia y

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paciencia de Dios, la alteración del sentido na-tural todo, la adquisición de la reconciliaciónfundada en la muerte de Cristo, el goce de lapaz con Dios en el testimonio permanente delEspíritu Santo, respecto a la remisión de lospecados; el conducirse según el modelo deCristo, lo cual sólo brota de la fe, el acercarse aDios y tratar con Él, y la disposición de moriren gracia y la esperanza del juicio que otorga labienaventuranza en el próximo goce de Dios yen trato con todos los santos (C. Ritschl, Geschichteder Pietismus, III, § 43). El trato con todos lossantos, es decir, considera la felicidad eterna,no como la visión de Dios en su infinitud, sinobasándose en la Epístola a los efesios, como lacontemplación de Dios en la armonía de la cria-tura con Cristo. El trato con todos los santosera, según él, esencial contenido de la felicidadeterna. Era la realización del reino de Dios, queresulta así ser el reino del Hombre. Y al expo-ner estas doctrinas de los dos pietistas confiesaRitschl (obra citada, III, § 46) que ambos testi-

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gos adquirieron para el protestantismo conellas algo de tanto valor como el método teoló-gico de Spencer, otro pietista.

Vese, pues, cómo el íntimo anhelo místicocristiano, desde san Pablo, ha sido dar finalidadhumana, o sea divina, al Universo, salvar laconciencia humana y salvarla haciendo unapersona de la humanidad toda. A ello respondela anacefaleosis, la recapitulación de todo, todolo de la tierra y el cielo, lo visible y lo invisible,en Cristo, y la apocatástais, la vuelta del todo aDios, a la conciencia, para que Dios sea todo entodo. ¿Y ser Dios todo en todo no es acaso elque cobre todo conciencia y resucite en estatodo lo que pasó, y que se eternice todo cuantoen el tiempo fue? Y entre ellos todas las con-ciencias individuales, las que han sido, las queson y las que serán, y tal como se dieron, se dany se darán en sociedad y solidaridad. Mas esteresucitar a conciencia todo lo que alguna vezfue, ¿no trae necesariamente consigo una fusiónde lo idéntico, una amalgama de lo semejante?

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Al hacerse el linaje humano verdadera sociedaden Cristo, comunión de santos, reino de Dios,¿no es que las engañosas y hasta pecaminosasdiferencias individuales se borran, y quede sólode cada hombre que fue lo esencial de él en lasociedad perfecta? ¿No resultaría tal vez, segúnla suposición de Bonnefon, que esta concienciaque vivió en el siglo xx en este rincón de estatierra se sintiese la misma que tales otras quevivieron en otros siglos y acaso en otras tierras?

¡Y qué no puede ser una efectiva y real unión,una unión sustancial e íntima, alma a alma, detodos los que han sido! «Si dos criaturas cua-lesquiera se hicieran una, harían más que hahecho el mundo.»

If any two creatures grew into oneThey would do more than the world has done.

sentenció Browning (The flight of the Duchess),y el Cristo nos dejó dicho que donde se reúnandos en su nombre allí está Él.

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La gloria es, pues, según muchos, sociedad,más perfecta sociedad que la de este mundo: esla sociedad humana hecha persona. Y no faltaquien crea que el progreso humano todo cons-pira a hacer de nuestra especie un ser colectivocon verdadera conciencia -¿no es acaso un or-ganismo humano individual una especie defederación de células?- y que cuando la hayaadquirido plena, resucitarán en ella cuantosfueron.

La gloria, piensan muchos, es sociedad. Co-mo nadie vive aislado, nadie puede sobreviviraislado tampoco. No puede gozar de Dios en elcielo quien vea que su hermano sufre en el in-fierno, porque fueron comunes la culpa y elmérito. Pensamos con los pensamientos de losdemás y con sus sentimientos sentimos. Ver aDios, cuando Dios sea todo en todos, es verlotodo en Dios y vivir en Dios con todo.

Este grandioso ensueño de la solidaridad fi-nal humana es la anacefaleosis y la apocatásta-sis paulinianas. Somos los cristianos, decía el

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Apóstol (1 Cor., XII, 27), el cuerpo de Cristo,miembros de él, carne de su carne y hueso desus huesos (Efesios, V 30), sarmientos de la vid.

Pero en esta final solidarización, en esta ver-dadera y suprema cristinación de las criaturastodas, ¿qué es de cada conciencia individual?,¿qué es de mí, de este pobre yo frágil, de esteyo esclavo del tiempo y del espacio, de este yoque la razón me dice ser un mero accidentepasajero, pero por salvar al cual, vivo y sufro yespero y creo? Salvada la finalidad humana delUniverso, si al fin se salva; salvada la concien-cia, ¿me resignaría a hacer el sacrificio de estemi pobre yo, por el cual y sólo por el cual co-nozco esa finalidad y esa conciencia?

Y henos aquí en lo más alto de la tragedia, ensu nudo, en la perspectiva de este supremosacrificio religioso: el de la propia concienciaindividual en aras de la conciencia humanaperfecta, de la Conciencia Divina.

Pero ¿hay tal tragedia? Si llegáramos a verclaro esa anacefaleosis; si llegáramos a com-

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prender y sentir que vamos a enriquecer a Cris-to, ¿vacilaríamos un momento en entregarnosdel todo a Él? El arroyico que entra en el mar ysiente en la dulzura de sus aguas el amargor dela sal oceánica, ¿retrocedería hacia su fuente?,¿querría volver a la nube que nació de mar?,¿no es un gozo sentirse absorbido?

Y, sin embargo...Sí, a pesar de todo, la tragedia culmina aquí.Y el alma, mi alma al menos, anhela otra cosa,

no absorción, no quietud, no paz, no apaga-miento, sino eterno acercarse sin llegar nunca,inacabable anhelo, eterna esperanza que eter-namente se renueva sin acabarse del todo nun-ca. Y con ello un eterno carecer de algo y undolor eterno. Un dolor, una pena, gracias a lacual se crece sin cesar en conciencia y en an-helo. No pongáis a la puerta de la Gloria, comoa la del Infierno puso el Dante, el Lasciate ognisperanza! ¡No matéis el tiempo! Es nuestra vidauna esperanza que se está convirtiendo sin ce-sar en recuerdo, que engendra a su vez a la

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esperanza. ¡Dejadnos vivir! La eternidad, comoun eterno presente, sin recuerdo y sin esperan-za, es la muerte. Así son las ideas, pero así noviven los hombres. Así son las ideas en el Dios-Idea; pero no pueden vivir así los hombres enel Dios vivo, en el Dios-Hombre.

Un eterno Purgatorio, pues, más que unaGloria; una ascensión eterna. Si desaparece to-do dolor, por puro y espiritualizado que lo su-pongamos, toda ansia, ¿qué hace vivir a losbienaventurados? Si no sufren allí por Dios,¿cómo le aman? Y si aun allí, en la Gloria, vien-do a Dios poco a poco y cada vez de más cercasin llegar a Él del todo nunca, no les quedasiempre algo por conocer y anhelar, no les que-da siempre un poco de incertidumbre, ¿cómono se aduermen?

O en resolución, si allí no queda algo de latragedia íntima del alma, ¿qué vida es esa?¿Hay acaso goce mayor que acordarse de lamiseria -y acordarse de ella es sentirla- en eltiempo de la felicidad? ¿No añora la cárcel

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quien se libertó de ella? ¿No echa de menosaquellos sus anhelos de libertad?

¡Ensueños mitológicos!, se dirá. Ni como otracosa los hemos presentado. Pero ¿es que el en-sueño mitológico no contiene su verdad? ¿Esque el ensueño y el mito no son acaso revela-ciones de una verdad inefable, de una verdadirracional, de una verdad que no puede probar-se?

¡Mitología! Acaso; pero hay que mitologizarrespecto a la otra vida como en tiempos dePlatón. Acabamos de ver que cuando tratamosde dar forma concreta, concebible, es decir, ra-cional, a nuestro anhelo primario, primordial yfundamental de vida eterna consciente de sí yde su individualidad personal, los absurdosestéticos, lógicos y éticos se multiplican y nohay modo de concebir sin contradicciones ydespropósitos la visión beatífica y la apo-catástasis.

¡Y sin embargo!

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Sin embargo, sí, hay que anhelarla, por ab-surda que nos parezca; es más, hay que creer enella, de una manera o de otra, para vivir. Paravivir, ¿eh?, no para comprender el Universo.Hay que creer en ella, y creer en ella es reli-gioso. El cristianismo, la única religión que no-sotros, los europeos del siglo XX, podemos deveras sentir, es, como decía Kierkegaard, unasalida desesperada (Afsluttende uvidenskabeligEfferskrift, 11, 1, cap. 1), salida que sólo se logramediante el martirio de la fe, que es la cruci-fixión de la razón, según el mismo trágico pen-sador.

No sin razón quedó dicho por quien pudodecirlo aquello de la locura de la cruz. Locura,sin duda, locura. Y no andaba del todo desca-minado el humorista yanqui -Oliver WendellHolmes- al hacer decir a uno de los personajesde sus ingeniosas conversaciones, quese,formaba mejor idea de los que estaban ence-rrados en un manicomio por monomanía reli-giosa que no de los que, profesando los mismos

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principios religiosos, andaban sueltos y sin en-loquecer. Pero ¿es que realmente no viven estostambién, gracias a Dios, enloquecidos? ¿Es queno hay locuras mansas, que no sólo nos permi-ten convivir con nuestros prójimos sin detri-mento de la sociedad, sino que más bien nosayudan a ello, dándonos como nos dan sentidoy finalidad a la vida y a la sociedad misma?

Y después de todo, ¿qué es la locura y cómodistinguirla de la razón no poniéndose fuera deuna y de otra, lo cual nos es imposible?

Locura tal vez, y locura grande, querer pene-trar en el misterio de ultratumba; locura querersobreponer nuestras imaginaciones, preñadasde contradicción íntima, por encima de lo queuna sana razón nos dicta. Y una sana razón nosdice que no se debe fundar nada sin cimientos,y que es labor, más que ociosa, destructiva, lade llenar con fantasías el hueco de lo descono-cido. Y sin embargo...

Hay que creer en la otra vida, en la vida eter-na de más allá de la tumba, y en una vida indi-

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vidual y personal, en una vida en que cada unode nosotros sienta su conciencia y la sientaunirse, sin confundirse con las demás concien-cias todas en la Conciencia Suprema, en Dios;hay que creer en esa otra vida para poder viviresta y soportarla y darle sentido y invalidad. Yhay que creer acaso en esa otra vida para mere-cerla, para conseguirla, o tal vez ni la merece nila consigue el que no la anhela sobre la razón y,si fuere menester, hasta contra ella.

Y hay, sobre todo, que sentir y conducirsecomo si nos estuviese reservada una continua-ción sin fin de nuestra vida terrenal después dela muerte; y si es la nada lo que nos está reser-vado, no hacer que esto sea una justicia, segúnla frase de Obennann.

Lo que nos trae como de la mano a examinarel aspecto práctico o ético de nuestro únicoproblema.

XI

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EL PROBLEMA PRÁCTICO

L'homme est périssable. -II se peut; mais périssonsen résistant, et, si le néant nous est reservé, ne fai-

sonspas que ce soit une justice.

(SÉNANCOUR: Obennann, legre XC.)

Varias veces, en el errabundo curso de estosensayos, he definido, a pesar de mi horror a lasdefiniciones, mi propia posición frente al pro-blema que vengo examinando; pero sé que nofaltará nunca el lector, insatisfecho, educado enun dogmatismo cualquiera, que se dirá: «Estehombre no se decide, vacila; ahora parece afir-mar una cosa, y luego la contraria: está lleno decontradicciones; no le puedo encasillar; ¿quées?» Pues eso, uno que afirma contrarios, unhombre de contradicción y de pelea, como de símismo decía Job: uno que dice una cosa con elcorazón y la contraria con la cabeza, y que hace

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de esta lucha su vida. Más claro, ni el agua quesale de la nieve de las cumbres.

Se me dirá que esta es una posición insosteni-ble, que hace falta un cimiento en que cimentarnuestra acción y nuestras obras, que no cabevivir en contradicciones, que la unidad y laclaridad son condiciones esenciales de la vida ydel pensamiento, y que se hace preciso unificareste. Y seguimos siempre en lo mismo. Porquees la contradicción íntima precisamente lo queunifica mi vida, le da razón práctica de ser.

O más bien es el conflicto mismo, es la mismaapasionada incertidumbre lo que unifica miacción y me hace vivir y obrar.

Pensamos para vivir, he dicho; pero acasofuera más acertado decir que pensamos porquevivimos, y que la forma de nuestro pensamien-to responde a la de nuestra vida. Una vez mástengo que repetir que nuestras doctrinas éticasy filosóficas, en general, no suelen ser sino lajustificación a posteriori de nuestra conducta,de nuestros actos. Nuestras doctrinas suelen ser

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el medio que buscamos para explicar y justifi-car a los demás y a nosotros mismos nuestropropio modo de obrar. Y nótese que no sólo alos demás, sino a nosotros mismos. El hombre,que no sabe en rigor por qué hace lo que hace yno otra cosa, siente la necesidad de darse cuen-ta de su razón de obrar, y la forja. Los quecreemos móviles de nuestra conducta no suelenser sino pretextos. La misma razón que unocree que le impulsa a cuidarse para prologar suvida, es la que en la creencia de otro le lleva aeste a pegarse un tiro.

No puede, sin embargo, negarse que los ra-zonamientos, las ideas, no influyan en los actoshumanos, y aun a las veces los determinen porun proceso análogo al de la sugestión en unhipnotizado, y es por la tendencia que todaidea -que no es sino un acto incoado o aborta-dotiene a resolverse en acción. Esta noción es laque llevó a Fouillée a lo de las ideas-fuerzas.Pero son de ordinario fuerzas que acomodamos

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a otras más íntimas y mucho menos conscien-tes.

Mas dejando por ahora todo esto, quiero es-tablecer la incertidumbre, la duda, el perpetuocombate con el misterio de nuestro final desti-no, la desesperación mental y la falta de sólidoy estable fundamento dogmático, pueden serbase de moral.

El que basa o cree basar su conducta -internao externa, de sentimiento o de acción- en undogma o principio teórico que estima incontro-vertible, corre riesgo de hacerse un fanático, y,además, el día en que se le quebrante o aflojeese dogma, su moral se relaja. Si la tierra quecree firme vacila, él, ante el terremoto, tiembla,porque no todos somos el estoico ideal a quienle hieren impavido las ruinas del orbe hechopedazos. Afortunadamente, le salvará lo quehay debajo de sus ideas. Pues al que os digaque si no estafa y pone cuernos a su más íntimoamigo, es porque teme al infierno, podéis ase-gurar que, si dejase de creer en este, tampoco lo

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haría, inventando entonces otra explicacióncualquiera. Y esto en honra del género humano.

Pero al que cree que navega, tal vez sin rum-bo en balsa movible y anegable, no ha de inmu-tarle el que la balsa se le mueva bajo los pies yamenace hundirse. Este tal cree obrar, no por-que estime su principio de acción verdadero,sino para hacerlo tal, para probarse su verdad,para crearse su mundo espiritual.

Mi conducta ha de ser la mejor prueba, laprueba moral de mi anhelo supremo; y si noacabo de convencerme, dentro de la última oirremediable incertidumbre, de la verdad de loque espero, es que mi conducta no es bastantepura. No se basa, pues, la virtud en el dogma,sino este en aquella, y es el mártir el que hace lafe más que la fe al mártir. No hay seguridad ydescanso -los que se pueden lograr en esta vi-da, esencialmente insegura y fatigosa- sino enuna conducta apasionadamente buena.

Es la conducta, la práctica, la que sirve deprueba a la doctrina, a la teoría. «El que quiera

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hacer la voluntad de Él -Aquel que me envió,dice Jesús- conocerá si es la doctrina de Dios osi hablo por mí mismo» (Juan, VII, 17); y es co-nocido aquello de Pascal de: empieza por tomaragua bendita y acabarás creyendo. En estamisma línea pensaba Juan Jacobo Moser, elpietista, que ningún ateo o naturalista tienederecho a considerar infundada la religión cris-tiana mientras no haya hecho la prueba decumplir con sus prescripciones y mandamien-tos (véase Ritschl, Geschichte der Pietismus, libroVII, 43).

¿Cuál es nuestra verdad cordial y antirracio-nal? La inmortalidad del alma humana, la de lapersistencia sin término alguno de nuestra con-ciencia, la de la finalidad humana del Universo.¿Y cuál su prueba moral? Podemos formularlaasí: obra de modo que merezcas a tu propiojuicio y a juicio de los demás la eternidad, quete hagas insustituible, que no merezcas morir.O tal vez así: obra como si hubieses de morirtemañana, pero para sobrevivir y eternizarte. El

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fin de la moral es dar finalidad humana, perso-nal, al Universo; descubrir la que tenga -si esque la tiene- y descubrirla obrando.

Hace ya más de un siglo, en 1804, el máshondo y más intenso de los hijos espiritualesdel patriarca Rousseau, el más trágico de lossentidores franceses, sin excluir a Pascal,Sénancour, en la carta XC de las que constitu-yen aquella inmensa monodia de su Obermann,escribió las palabras que van como lema a lacabeza de este capítulo: «El hombre es perece-dero. Puede ser, más perezcamos resistiendo, ysi es la nada lo que nos está reservado, nohagamos que sea esto justicia.» Cambiad estasentencia de su forma negativa en la positivadiciendo: «Y si es la nada lo que nos está reser-vado, hagamos que sea una injusticia esto», ytendréis la más firme base de acción para quienno pueda o no quiera ser un dogmático.

Lo irreligioso, lo demoniaco, lo que incapacitapara la acción o nos deja sin defensa ideal con-tra nuestras malas tendencias, es el pesimismo

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aquel que pone Goethe en boca de Mefistófelescuando le hace decir: «Todo lo que nace merecehundirse» (denn alles was entsteht ist wert dass eszugrunde geht). Este es el pesimismo que loshombres llamamos malo, y no aquel otro queante el temor de que todo al cabo se aniquile,consiste en deplorar y en luchar contra ese te-mor. Mefistófeles afirma que todo lo que nacemerece hundirse, aniquilarse, pero no que sehunda o se aniquile, y nosotros afirmamos quetodo cuanto nace merece elevarse, eternizarse,aunque nada de ello lo consiga. La posiciónmoral es la contraria.

Sí, merece eternizarse todo, absolutamentetodo, hasta lo malo mismo, pues lo que llama-mos malo, al eternizarse perdería su maleza,perdiendo su temporalidad. Que la esencia delmal está en su temporalidad, en que no se en-derece a fin último y permanente.

Y no estaría acaso de más decir aquí algo deesa distinción, una de las más profundas quehay, entre lo que suele llamarse pesimismo y el

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optimismo, confusión no menor que la que re-ina al distinguir el individualismo del socia-lismo. Apenas cabe ya darse cuenta de qué seaeso del pesimismo.

Hoy precisamente acabo de leer en The Nation(número de julio 6, 1912) un editorial titulado«Un infierno dramático» (A dramatic Inferno),referente a una traducción inglesa de obras deStrindberg, y en él se empieza con estas juicio-sas observaciones: «Si hubiera en el mundo unpesimismo sincero y total, sería por necesidadsilencioso. La desesperación que encuentra vozes un modo social, es el grito de angustia queun hermano lanza a otro cuando van ambostropezando por un valle de sombras que estápoblado de camaradas. En su angustia ates-tigua que hay algo bueno en la vida, porquepresume simpatía... La congoja real, la desespe-ración sincera, es muda y ciega; no escribe li-bros ni siente impulso alguno a cargar a ununiverso intolerable con un monumento másduradero que el bronce.» En este juicio hay, sin

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duda, un sofisma, porque el hombre a quien deveras le duele, llora y hasta grita, aunque estésolo y nadie le oiga, para desahogarse, si bienesto acaso provenga de hábitos sociales. Pero elleón aislado en el desierto, ¿no ruge si le dueleuna muela? Mas aparte esto, no cabe negar elfondo de verdad de esas reflexiones. El pesi-mismo que protesta y se defiende, no puededecirse que sea tal pesimismo. Y desde luegono lo es, en rigor, el que reconoce que nadadebe hundirse aunque se hunda todo, y lo es elque declara que se debe hundir todo aunque nose hunda nada. El pesimismo, además, adquie-re varios valores. Hay un pesimismo eude-monístico o económico, y es el que niega la di-cha; le hay ético, y es el que niega el triunfo delbien moral; y le hay religioso, que es el quedesespera de la finalidad humana del Universo,de que el alma individual se salve para la eter-nidad.

Todos merecen salvarse, pero merece ante to-do y sobre todo la inmortalidad, como en mi

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anterior capítulo dejé dicho, el que apasiona-damente y hasta contra razón la desea. Un es-critor inglés que se dedica a profeta -lo que noes raro en su tierra-, Wells, en su libro Anticipa-tions, nos dice que «los hombres activos y capa-ces, de toda clase de confesiones religiosas dehoy en día, tienden en la práctica a no tenerpara nada en cuenta (to disregard... altogether) lacuestión de la inmortalidad». Y es por lo quelas confesiones religiosas de esos hombres acti-vos y capaces a que Wells se refiere, no suelenpasar de ser una mentira, y una mentira susvidas si quieren basarlas sobre religión. Masacaso en el fondo no sea eso que afirma Wellstan verdadero como él y otros se figuran. Esoshombres activos y capaces viven en el seno deuna sociedad empapada en principios cristia-nos, bajo unas instituciones y unos sentimien-tos sociales que el cristianismo fraguó, y la fe enla inmortalidad del alma es en sus almas comoun río soterraño, al que ni se ve ni se oye, pero

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cuyas aguas riegan las raíces de las acciones yde los propósitos de esos hombres.

Hay que confesar que no hay, en rigor, fun-damento más sólido para la moralidad que elfundamento de la moral católica. El fin delhombre es la felicidad eterna, que consiste en lavisión y goce de Dios por los siglos de los si-glos. Ahora, en lo que marra es en la busca delos medios conducentes a ese fin; porque hacerdepender la consecución de la felicidad eternade que se crea o no que el Espíritu Santo proce-de del Padre y del Hijo, y no sólo de Aquél, ode que Jesús fue Dios y todo lo de que la uniónhipostática, o hasta siquiera de que haya Dios,resulta, a poco que se piense en ello, una mons-truosidad. Un Dios humano -e1 único que po-demos concebir- no rechazaría nunca al que nopudiese creer en Él con la cabeza, y no en sucabeza, sino en su corazón, dice el impío que nohay Dios, es decir, que no quiere que le haya. Sia alguna creencia pudiera estar ligada la conse-

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cución de la felicidad eterna, sería a la creenciaen esa misma felicidad y en que sea posible.

¿Y qué diremos de aquello otro del empera-dor de los pedantes, de aquello de que nohemos venido al mundo a ser felices, sino acumplir nuestro deber? (Wir sind nicht auf derWelt, um glücklich zu sein, sondern um unsereSchuldigkeit zu tun.) Si estamos en el mundopara algo -um etwas-, ¿de dónde puede sacarseese para, sino del fondo mismo de nuestra vo-luntad, que pide felicidad y no deber como finúltimo? Y si a ese para se le quiere dar otro va-lor, un valor objetivo que diría cualquier pe-dante saduceo, entonces hay que reconocer quela realidad objetiva, la que quedaría aunque lahumanidad desapareciese, es tan indiferente anuestro deber como a nuestra dicha; se le datan poco de nuestra moralidad como de nuestrafelicidad. No sé que Júpiter, Urano o Sirio sedejen alterar en su curso porque cumplamos ono con nuestro deber, más que porque seamoso no felices.

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Consideraciones estas que habrán de parecerde una ridícula vulgaridad y superficialidad dedilettante, a los pedantes esos. (El mundo inte-lectual se divide en dos clases: dilettantes de unlado y pedantes de otro.) ¡Qué le hemos dehacer! El hombre moderno es el que se resignaa la verdad y a ignorar el conjunto de la cultu-ra, y si no, véase lo que al respecto dice Win-delband en su estudio sobre el sino de Hblder-lin (Praeludien, l). Sí, esos hombres culturales seresignan, pero quedamos unos cuantos pobreci-tos salvajes que no nos podemos resignar. Nonos resignamos a la idea de haber de desapare-cer un día, y la crítica del gran Pedante no nosconsuela.

Lo sensato, a lo sumo, es aquello de GalileoGalilei, cuando decía: «Dirá alguien acaso quees acerbísimo el dolor de la pérdida de la vida,mas yo diré que es menor que los otros; puesquien se despoja de la vida, prívase al mismotiempo de poder quejarse no ya de esa, mas decualquier otra pérdida.» Sentencia de un humo-

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rismo, no sé si consciente o inconsciente en Ga-lileo, pero trágico.

Y volviendo atrás, digo que si a alguna creen-cia pudiera estar ligada la consecución de lafelicidad eterna, sería a la creencia de la posibi-lidad de su realización. Mas en rigor, ni aunesto. El hombre razonable le dice a su cabeza:«No hay otra vida después de esta», pero sóloel impío lo dice en su corazón. Mas aun a estemismo impío, que no es acaso sino un desespe-rado, ¿va un Dios humano a condenarle por sudesesperación? Harta desgracia tiene con ella.

Pero de todos modos, tomemos el lema calde-roniano en su La vida es sueño:

que estoy soñando y que quieroobrar bien, pues no se pierdeel hacer bien aun en sueños.

¿De veras no se pierde? ¿Lo sabía Calderón?Y añadía:

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Acudamos a lo eternoque es la fama vividora,donde ni duermen las dichasni las grandezas reposan.

¿De veras lo sabía Calderón?Calderón tenía fe, robusta fe católica; pero al

que no puede tenerla, al que no puede creer enlo que don Pedro Calderón de la Barca creía, lequeda siempre lo de Obermann.

Hagamos que la nada, si es que nos está re-servada, sea una injusticia; peleemos contra eldestino, y aun sin esperanzas de victoria; pe-leemos contra él quijotescamente.

Y no sólo se pelea contra él anhelando lo irra-cional, sino obrando de modo que nos hagamosinsustituibles, acuñando en los demás nuestramarca y cifra; obrando sobre nuestros prójimospara dominarlos, dándonos a ellos, para eterni-zarnos en lo posible.

Ha de ser nuestro mayor esfuerzo el dehacernos insustituibles, el de hacer una verdad

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práctica el hecho teórico -si es que esto dehecho teórico no envuelve una contradicción inadiecto- de que es cada uno de nosotros único eirreemplazable, de que no pueda llenar otro elhueco que dejamos al morirnos.

Cada hombre es, en efecto, único e insustitui-ble; otro yo no puede darse; cada uno de noso-tros -nuestra alma, no nuestra vida- vale por elUniverso todo. Y digo el espíritu y no la vida,porque el valor, ridículamente excesivo, queconceden a la vida humana los que no creyen-do en realidad en el espíritu, es decir, en suinmortalidad personal, peroran contra la guerray contra la pena de muerte, verbigracia, es unvalor que se lo conceden precisamente por nocreer de veras en el espíritu, a cuyo servicioestá la vida. Porque sólo sirve la vida en cuantoa su dueño y señor, el espíritu, sirve, y si eldueño perece con la sierva, ni uno ni otra valengran cosa.

Y el obrar de modo que sea nuestra aniquila-ción una injusticia, que nuestros hermanos,

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hijos y los hijos de nuestros hermanos y sushijos, reconozcan que no debimos haber muer-to, es algo que está al alcance de todos.

El fondo de la doctrina de la redención cris-tiana, es que sufrió pasión y muerte el únicohombre, esto es, el Hombre, el Hijo del Hom-bre, o sea el Hijo de Dios, que no mereció porsu inocencia haberse muerto, y que esta divinavíctima propiciatoria se murió para resucitar yresucitarnos, para librarnos de la muerteaplicándonos sus méritos y enseñándonos elcamino de la vida. Y el Cristo que se dio todo asus hermanos en humanidad sin reservarsenada, es el modelo de acción.

Todos, es decir, cada uno puede y debe pro-ponerse dar de sí todo cuanto puede dar, másaun de lo que puede dar, excederse, superarse así mismo, hacerse insustituible, darse a los de-más para recogerse de ellos. Y cada cual en suoficio, en su vocación civil. La palabra oficio,officium, significa obligación, deber, pero enconcreto, y esto debe significar siempre en la

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práctica. Sin que se deba tratar acaso tanto debuscar aquella vocación que más crea uno quese le acomoda y cuadra, cuanto de hacer vo-cación del menester en que la suerte o la Provi-dencia, no nuestra voluntad, nos han puesto.

El más grande servicio acaso que Lutero harendido a la civilización cristiana, es el de haberestablecido el valor religioso de la propia profe-sión civil, quebrantando la noción monásticamedieval de la vocación religiosa, noción en-vuelta en nieblas pasionales e imaginativas yengendradoras de terribles tragedias de vida.¡Si se entrara por los claustros a inquirir qué seaeso de la vocación de pobres hombres a quienesel egoísmo de sus padres les encerró de peque-ñitos en la celda de un noviciado, y de repentedespiertan a la vida del mundo, si es que des-piertan alguna vez! O los que en un trabajo depropia sugestión se engañaron. Y Lutero que lovio de cerca y lo sufrió, pudo entender y sentíael valor religioso de la profesión civil que a na-die liga por votos perpetuos.

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Cuanto respecto a las vocaciones de los cris-tianos, nos dice el Apóstol en el capítulo IV desu Epístola a los efesios, hay que trasladarlo ala vida civil, ya que hoy entre nosotros el cris-tiano -sépalo o no y quiéralo o no- es el ciuda-dano, y en el caso en que él, el Apóstol, ex-clamó: «¡soy ciudadano romano!», exclamaría-mos cada uno de nosotros, aun los ateos: ¡soycristiano! Y ello exige civilizar el cristianismo,esto es, hacerlo civil deseclesiastizándolo, quefue la labor de Lutero, aunque luego él, por suparte, hiciese iglesia.

The right man in the right place, dice una sen-tencia inglesa: el hombre que conviene en elpuesto que le conviene. A lo que cabe replicar:¡zapatero a tus zapatos! ¿Quién sabe el puestoque mejor conviene a cada uno y para el queestá más apto? ¿Lo sabe él mejor que los de-más? ¿Lo saben los demás mejor que él? ¿Quiénmide capacidades y aptitudes? Lo religioso es,sin duda, tratar de hacer que sea nuestra voca-

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ción el puesto en que nos encontramos, y, enúltimo caso, cambiarlo por otro.

Este de la propia vocación es acaso el másgrave y más hondo problema social, el que estáen la base de todos ellos. La llamada por anto-nomasia cuestión social, es acaso más que unproblema de reparto de riquezas, de productosdel trabajo, un problema de reparto de vocacio-nes, de modos de producir. No por la aptitud -casi imposible de averiguar sin ponerla antes aprueba, y no bien especificada en cada hombre,ya que para la mayoría de los oficios el hombreno nace, sino que se hace-, no por la aptitudespecial, sino por razones sociales, políticas, ri-tuales, se ha venido determinando el oficio decada uno. En unos tiempos y países las castasreligiosas y la herencia: en otros las guildas(gildas) y gremios; luego, la máquina, la necesi-dad casi siempre, la libertad casi nunca. Y llegalo trágico de ello a esos oficios de lenocinio enque se gana la vida vendiendo el alma, en queel obrero trabaja a conciencia no ya de la inuti-

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lidad, sino de la perversidad social de su traba-jo, fabricando el veneno que ha de ir matándo-le, el arma acaso con que asesinarán a sus hijos.Este, y no el del salario, es el problema másgrave.

. En mi vida olvidaré un espectáculo quepude presenciar en la ría de Bilbao, mi pueblonatal. Martillaba a sus orillas no sé qué cosa, enun astillero, un obrero, y hacíalo a desgana,como quien no tiene fuerzas o no va sino a pre-textar su salario, cuando de pronto se oye ungrito de una mujer: «¡Socorro!» Y era que unniño cayó a la ría. Y aquel hombre se trans-formó en un momento, y con una energía, pres-teza y sangre fría admirables, se aligeró la ropay se echó al agua a salvar al pequeñuelo.

Lo que da acaso su menor ferocidad al mo-vimiento socialista agrario es que el gañán delcampo, aunque no gane más ni viva mejor queel obrero industrial o minero, tiene una másclara conciencia del valor social de su trabajo.

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No es lo mismo sembrar trigo que sacar di-amantes de la tierra.

Y acaso el mayor progreso consista en unacierta indiferenciación del trabajo, en la facili-dad de dejar uno para tomar otro, no ya acasomás lucrativo, sino más noble -porque hay tra-bajos más y menos nobles-. Mas suele sucedercon triste frecuencia, que ni el que ocupa unaprofesión y no la abandona suele preocuparsede hacer vocación religiosa de ella, ni el que laabandona y va en busca de otra lo hace conreligiosidad de propósitos.

Y, ¿no conocéis, acaso, casos en que uno, fun-dado en que el organismo profesional a quepertenece y en que trabaja está mal organizadoy no funciona como debiera, se hurta al cum-plimiento estricto de su deber, a pretexto deotro deber más alto? ¿No llaman a este cum-plimiento ordenancismo y no hablan de buro-cracia y de fariseísmo de funcionarios? Y ellosuele ser a las veces como si un militar inteli-gente y muy estudioso que se ha dado cuenta

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de las deficiencias de la organización bélica desu patria, y se las ha denunciado a sus superio-res y tal vez al público -cumpliendo con ello sudeber-, se negara a ejecutar en campaña unaoperación que se le ordenase, por estimarla deescasísima probabilidad de buen éxito, o tal vezde seguro fracaso, mientras no se corrigiesenaquellas deficiencias. Merecería ser fusilado. Yen cuanto a lo de fariseísmo...

Y queda siempre un modo de obedecer man-dando, un modo de llevar a cabo la operaciónque se estima absurda, corrigiendo su absurdi-dad, aunque sólo sea con la propia muerte.Cuando en mi función burocrática me he en-contrado alguna vez con alguna disposiciónlegislativa que por su evidente absurdidad es-taba en desuso, he procurado siempre aplicarla.Nada hay peor que una pistola cargada en unrincón, y de la que no se usa; llega un niño, sepone a jugar con ella y mata a su padre. Lasleyes en desuso son las más terribles de las le-

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yes, cuando el desuso viene de lo malo de laley.

Y esto no son vaguedades, y menos en nues-tra tierra. Porque mientras andan algunos poracá buscando yo no sé qué deberes y responsa-bilidades ideales, esto es, ficticios, ellos mismosno ponen su alma toda en aquel menester in-mediato y concreto de que viven, y los demás,la inmensa mayoría, no cumplen con su oficiosino para eso que se llama vulgarmente cum-plir para cumplir, frase terriblemente inmoral-,para salir del paso, para hacer que se hace, paradar pretexto y no justicia al emolumento, sea dedinero o de otra cosa.

Aquí tenéis un zapatero que vive de hacerzapatos, y que los hace con el esmero precisopara conservar su clientela y no perderla. Eseotro zapatero vive en un plano espiritual algomás elevado, pues que tiene el amor propio deloficio, y por pique o pundonor se esfuerza enpasar por el mejor zapatero de la ciudad o delreino, aunque esto no le dé ni más clientela ni

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más ganancia, y sí sólo más renombre y presti-gio. Pero hay otro grado aún mayor de perfec-cionamiento moral en el oficio de la zapatería, yes tender a hacerse para con sus parroquianosel zapatero único e insustituible, el que de talmodo les haga el calzado, que tengan queecharle de menos cuando se les muera -«se lesmuera» , y no sólo «se muera»-, y piensen ellos,sus parroquianos, que no debía haberse muer-to, y esto sí porque les hizo calzado pensandoen ahorrarles toda molestia y que no fuese elcuidado de los pies lo que les impidiera vagar ala contemplación de las más altas verdades; leshizo el calzado por amor a ellos y por amor aDios en ellos: se lo hizo por religiosidad.

Adrede he escogido este ejemplo, que acasoos parezca pedestre. Y es porque el sentimiento,no ya ético, sino religioso, de nuestras respecti-vas zapaterías, anda muy bajo.

Los obreros se asocian, forman sociedadescooperativas y de resistencia, pelean muy justay noblemente por el mejoramiento de su clase;

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pero no se ve que esas asociaciones influyangran cosa en la moral del oficio. Han llegado aimponer a los patronos el que estos tengan querecibir al trabajo a aquellos que la sociedadobrera respectiva designe en cada caso, y no aotros; pero de la selección técnica de los desig-nados, se cuidan bien poco. Ocasiones hay enque apenas si le cabe al patrono rechazar alinepto por su ineptitud, pues defienden estasus compañeros. Y cuando trabajan, lo hacen amenudo no más que por cumplir, por pretextarel salario, cuando no lo hacen mal aposta paraperjudicar al amo, que se dan casos de ello.

En aparente justificación de todo lo cual cabedecir que los patronos, por su parte, cien vecesmás culpables que sus obreros, maldito si secuidan ni de pagar mejor al que mejor trabaja,ni de fomentar la educación general y técnicadel obrero, ni mucho menos de la bondadintrínseca del producto. La mejora de este pro-ducto que debía ser en sí, aparte de razones deconcurrencia industrial y mercantil, en bien de

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los consumidores, por caridad, lo capital, no loes ni para patronos ni para obreros, y es que niaquellos ni estos sienten religiosamente su ofi-cio social. Ni unos ni otros quieren ser insusti-tuibles. Mal que se agrava con esa desdichadaforma de sociedades y empresas industrialesanónimas, donde con la firma personal, sepierde hasta aquella vanidad de acreditarla quesustituye al anhelo de eternizarse. Con la indi-vidualidad concreta, cimiento de toda religión,desaparece la religiosidad del oficio.

Y lo que se dice de patronos y obreros, se dicemejor de cuantos a profesiones liberales se de-dican y de los funcionarios públicos. Apenas sihay servidor del Estado que sienta la religiosi-dad de su menester oficial y público. Nada másturbio, nada más confuso entre nosotros que elsentimiento de los deberes para con el Estado,sentimiento que oblitera aún más la Iglesiacatólica, que por lo que al Estado hace, es enrigor de verdad, anarquista. Entre sus ministrosno es raro hallar quienes defiendan la licitud

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moral del matute y del contrabando, como si elque matuteando o contrabandeando desobede-ce a la autoridad legalmente constituida que loprohibe, no pecara contra el cuarto manda-miento de la ley de Dios, que al mandar honrarpadre y madre, manda obedecer a esa autori-dad legal en cuanto ordene que no sea contra-rio, como no lo es el imponer esos tributos, a laley de Dios.

Son muchos los que, considerando el trabajocomo un castigo, por aquello de «comerás elpan con el sudor de tu frente», no estiman eltrabajo del oficio civil sino bajo su aspectoeconómico político y, a lo sumo, bajo su aspectoestético. Para estos tales -entre los que se en-cuentran principalmente los jesuitas- hay dosnegocios: el negocio inferior y pasajero de ga-narnos la vida, de ganar el pan para nosotros ynuestros hijos de una manera honrada -y sabi-da es la elasticidad de la honradez-, y el .grannegocio de nuestra salvación, de ganarnos lagloria eterna. Aquel trabajo inferior o mundano

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no es menester llevarlo sino en cuanto, sin en-gaño ni grave detrimento de nuestros prójimos,nos permita vivir decorosamente a la medidade nuestro rango social, pero de modo que nosvaque el mayor tiempo posible para atender alotro gran negocio. Y hay quienes elevándose unpoco sobre esa concepción, más que ética,económica, del trabajo de nuestro oficio civil,llegan hasta una concepción y un sentimientoestético de él, que se cifran en adquirir lustre yrenombre en nuestro oficio, y hasta en hacer deél arte por el arte mismo, por la belleza. Perohay que elevarse aún más, a un sentimientoético de nuestro oficio civil que deriva y des-ciende de nuestro sentimiento religioso, denuestra hambre de eternización. El trabajarcada uno en su propio oficio civil, puesta lavista en Dios, por amor a Dios, lo que vale decirpor amor a nuestra eternización, es hacer de esetrabajo una obra religiosa.

El texto aquel de «comerás el pan con el su-dor de tu frente», no quiere decir que condena-

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se Dios al hombre al trabajo, sino a la penosi-dad de él. Al trabajo mismo no pudo condenar-le, porque es el trabajo el único consuelo prácti-co de haber nacido. Y la prueba de que no lecondenó al trabajo mismo está, para un cristia-no, en que al ponerle en el Paraíso, antes de lacaída, cuando se hallaba aún en el estado deinocencia, dice la Escritura que le puso en élpara que lo guardase y lo labrase (Génesis, 11,15). Y de hecho, ¿en qué iba a pasar el tiempoen el Paraíso si no lo trabajaba? ¿Y es que acasola visión beatífica misma no es una especie detrabajo?

Y aun cuando el trabajo fuese nuestro castigo,deberíamos tender a hacer de él, del castigomismo, nuestro consuelo y nuestra redención, yde abrazarnos a alguna cruz, no hay para cadauno otra mejor que la cruz del trabajo de supropio oficio civil. Que no nos dijo Cristo «to-ma mi cruz y sígueme», sino «toma tu cruz ysígueme»: cada uno la suya, que la del Salvadorél solo la lleva. Y no consiste, por lo tanto, la

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imitación de Cristo en aquel ideal monásticoque resplandece en el libro que lleva el nombrevulgar de Kempis, ideal sólo aplicable a unmuy limitado número de personas, y, por lotanto, anticristiano, sino que imitar a Dios estomar cada uno su cruz, la cruz de su propiooficio civil, como Cristo tomó la suya, la de suoficio civil también a la par que religioso, yabrazarse a ella y llevarla puesta la vista enDios y tendiendo a hacer una verdadera ora-ción de los actos propios de ese oficio. Hacien-do zapatos, y por hacerlos, se puede ganar lagloria si se esfuerza el zapatero perfecto comoes perfecto nuestro Padre celestial.

Ya Fourier, el soñador socialista, soñaba conhacer el trabajo atrayente en sus falansteriospor la libre elección de las vocaciones y porotros medios. El único es la libertad. El conten-to del juego de azar, que es trabajo, ¿de quédepende sino de que se somete uno librementea la libertad de la Naturaleza, esto es, al azar? Y

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no nos perdamos en un cotejo entre el trabajo yel deporte.

Y el sentimiento de hacernos insustituibles,de no merecer la muerte, de hacer que nuestraaniquilación, si es que nos está reservada, seauna injusticia, no sólo debe llevarnos a cumplirreligiosamente, por amor a Dios y a nuestraeternidad y eternización, nuestro propio oficio,sino a cumplirlo apasionadamente, trágicamen-te, si se quiere. Debe llevarnos a esforzarnospor sellar a los demás con nuestro sello, porperpetuarnos en ellos y en sus hijos, dominán-dolos, por dejar en todo imperecedera nuestracifra. La más fecunda moral es la moral de laimposición mutua.

Ante todo cambiar en positivos los manda-mientos que en forma negativa nos legó la LeyAntigua. Y así, donde se nos dijo: ¡no mentirás!,entender que nos dice: ¡dirás siempre la ver-dad, oportuna o inoportunamente!, aunque seacada uno de nosotros, y no los demás, quienjuzgue en cada caso de esa oportunidad. Y

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donde se nos dijo: ¡no matarás!, entender:¡darás vida y la acrecentarás! Y donde: ¡no hur-tarás!, que dice: ¡acrecentarás la riqueza públi-ca¡ Y donde: ¡no cometerás adulterio!, esto:¡darás a tu tierra y al cielo hijos sanos, fuertes ybuenos! Y así todo lo demás.

El que no pierda su vida, no la logrará. Entré-gate, pues, á los demás, pero para entregarte aellos domínalos primero. Pues no cabe dominarsin ser dominado. Cada uno se alimenta de lacarne de aquel a quien devora. Para dominar alprójimo hay que conocerlo y quererlo. Tratandode imponerle mis ideas es como recibo las su-yas. Amar al prójimo es querer que sea comoyo, que sea otro yo, es decir, es querer yo ser él;es querer borrar la divisoria entre él y yo, su-primir el mal. Mi esfuerzo por imponerme aotro, por ser y vivir yo en él y de él, por hacerlemío -que es lo mismo que hacerme suyo-, es loque da sentido religioso a la colectividad, a lasolidaridad humana.

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El sentimiento de solidaridad parte de mímismo; como soy sociedad, necesito adueñar-me de la sociedad humana; como soy un pro-ducto social, tengo que socializarme y de mívoy a Dios -que soy yo proyectado al Todo- yde Dios a cada uno de mis prójimos.

De primera intención protesto contra el in-quisidor, y a él prefiero el comerciante que vie-ne a colocarme sus mercancías; pero si recogidoen mí mismo lo pienso mejor, veré que aquel, elinquisidor, cuando es de buena intención, metrata como a un hombre, como a un fin en sí,pues si me molesta es por el caritativo deseo desalvar mi alma, mientras que el otro no me con-sidera sino como a un cliente, como a un me-dio, y su indulgencia y tolerancia no es en elfondo sino la más absoluta indiferencia respec-to a mi destino. Hay mucha más humanidad enel inquisidor.

Como suele haber mucha más humanidad enla guerra que no en la paz. La no resistencia almal implica resistencia al bien, y aun fuera de

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la defensiva, la ofensiva misma es lo más divi-no acaso de lo humano. La guerra es escuela defraternidad y lazo de amor; es la guerra la que,por el choque y la agresión mutua, ha puesto encontacto a los pueblos, y les ha hecho conocersey quererse. El más puro y más fecundo abrazode amor que se den entre sí los hombres, es elque sobre el campo de batalla se dan el vence-dor y el vencido. Y aun el odio depurado quesurge de la guerra es fecundo. La guerra es, ensu más estricto sentido, la santificación delhomicidio. Caín se redime como general deejércitos. Y si Caín no hubiese matado a suhermano Abel, habría acaso muerto a manos deeste. Dios se reveló sobre todo en la guerra;empezó siendo el dios de los ejércitos, y uno delos mayores servicios de la cruz es el de defen-der en la espada la mano que esgrime esta.

Fue Caín el fratricida, el fundador del Estado,dicen los enemigos de este. Y hay que aceptarloy volverlo en gloria del Estado, hijo de la gue-rra. La civilización empezó el día que un hom-

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bre, sujetando a otro y obligándole a trabajarpara los dos, pudo vagar a la contemplación delmundo y obligar a su sometido a trabajos delujo. Fue la esclavitud lo que permitió a Platónespecular sobre la república ideal, y fue la gue-rra lo que trajo la esclavitud. No en vano esAtenea la diosa de la guerra y de la ciencia.Pero ¿será menester repetir una vez más estasverdades tan obvias, mil veces desatendidas yque otras mil vuelven a renacer?

El precepto supremo que surge del amor aDios y la base de toda moral es este: entrégatepor entero; da tu espíritu para salvarlo, paraeternizarlo. Tal es el sacrificio de vida.

Y el entregarse supone, lo he de repetir, im-ponerse. La verdadera moral religiosa es en elfondo agresiva, invasora. El individuo en cuan-to individuo, el miserable individuo que vivepreso del instinto de conservación y de los sen-tidos, no quiere sino conservarse, y todo suhipo es que no penetren los demás en su esfera,que no le inquieten, que no le rompan la pere-

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za, a cambio de lo cual, o para dar ejemplo ynorma, renuncia a penetrar él en los otros, aromperles la pereza, a inquietarles, a apoderar-se de ellos. El «no hagas a otro lo que para ti noquieras», lo traduce él así: yo no me meto conlos demás; que no se metan los demás conmigo.Y se achica y se engurruña y perece en esta ava-ricia espiritual y en esta moral repulsiva delindividualismo anárquico: cada uno para sí. Ycomo cada uno no es él mismo, mal puede serpara sí.

Mas así que el individuo se siente en la socie-dad, se siente en Dios, y el instinto de perpe-tuación le enciende en amor a Dios y en caridaddominadora, busca perpetuarse en los demás,perennizar su espíritu, eternizarlo, desclavar aDios, y sólo anhela sellar su espíritu en los de-más espíritus y recibir el sello de estos. Es quese sacudió de la pereza y de la avaricia espiri-tuales.

La pereza, se dice, es la madre de todos losvicios, y la pereza, en efecto, engendra los dos

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vicios -la avaricia y la envidia- que son a su vezfuentes de todos los demás. La pereza es el pe-so de la materia de suyo inerte, en nosotros, yesa pereza, mientras nos dice que trata de con-servarnos por el ahorro, en realidad no tratasino de amenguarnos, de anonadarnos.

Al hombre le sobra materia o le sobra espíri-tu, o mejor dicho, o siente hambre de espíritu,esto es, de eternidad o hambre de materia, re-signación a anonadarse. Cuando le sobra espíri-tu y siente hambre de más de él, lo vierte y de-rrama fuera, y al derramarlo, se le acrecienta,con lo de los demás; y, por el contrario, cuando,avaro de sí mismo, se recoge en sí pensandomejor conservarse, acaba por perderlo todo, yle ocurre lo que al que recibió un solo talento: loenterró para no perderlo, y se quedó sin él. Por-que al que tiene, se le dará; pero al que no tienesino poco, hasta eso poco le será quitado.

Sed perfectos como vuestro Padre celestial loes, se nos dijo, y este terrible precepto -terribleporque la perfección infinita del Padre nos es

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inasequible- debe ser nuestra suprema normade conducta. El que no aspire a lo imposible,apenas hará nada hacedero que valga la pena.

Debemos aspirar a lo imposible, a la perfec-ción absoluta e infinita, y decir al Padre: «¡Pa-dre, no puedo: ayuda a mi impotencia!» Y Él lohará en nosotros.

Y ser perfecto es serlo todo, es ser yo y ser to-dos los demás, es ser humanidad, es ser univer-so. Y no hay otro camino para ser todo lo de-más sino darse a todo, y cuando todo sea entodo, todo será en cada uno de nosotros. Laapocatástasis es más que un ensueño místico: esuna norma de acción, es un faro de altas haza-ñas.

De donde la moral invasora, dominadora,agresiva, inquisidora, si queréis. Porque la ca-ridad verdadera es invasora, y consiste en me-ter mi espíritu en los demás espíritus, en darlesmi dolor como pábulo y consuelo a sus dolores,en despertar con mi inquietud sus inquietudes,en aguzar su hambre de Dios con mi hambre de

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Él. La caridad no es brezar y adormecer a nues-tros hermanos en la inercia y modorra de lamateria, sino despertarles en la zozobra y eltormento del espíritu.

A las catorce obras de misericordia que se nosenseñó en el Catecismo de la doctrina cristiana,habría que añadir a las veces una más, y es elde despertar al dormido. A las veces por lo me-nos, y desde luego cuando el dormido duermeal borde de una sima, el despertarle es muchomás misericordioso que enterrarle después demuerto, pues dejemos que los muertos entie-rren a sus muertos. Bien se dijo aquello de«quien bien te quiera, te hará llorar» y la cari-dad suele hacer llorar. «El amor que no mortifi-ca, no merece tan divino nombre», decía el en-cendido apóstol portugués fray Thomé de Jesús(Trabalhos de Jesús, parte primera); el de estajaculatoria: «¡Oh fuego infinito, oh amor eterno,que si no tienes donde abraces y te alargues ymuchos corazones a que quemes, lloras!» Elque ama al prójimo le quema el corazón, y el

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corazón, como la leña fresca, cuando se quema,gime y destila lágrimas.

Y el hacer eso es generosidad, una de las vir-tudes madres que surgen cuando se vence a lainercia, a la pereza. Las más de nuestras mise-rias vienen de avaricia espiritual.

El remedio al dolor, que es, dijimos, el choquede la conciencia en la inconciencia, no es hun-dirse en esta, sino elevarse a aquella y sufrirmás. Lo malo del dolor se cura con más dolor,con más alto dolor. No hay que darse opio, sinoponerse vinagre y sal en la herida del alma,porque cuando te duermas y no sientas ya eldolor, es que no eres. Y hay que ser. No cerréis,pues, los ojos a la esfinge acongojadora, sinomiradla cara a cara, y dejad que os coja y osmasque en su boca de cien mil dientes vene-nosos y os trague. Veréis qué dulzura cuandoos haya tragado, qué dolor más sabroso.

Y a esto se va prácticamente por la moral dela imposición mutua. Los hombres deben tratarde imponerse los unos a los otros, de darse mu-

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tuamente sus espíritus, de sellarse mutuamentelas almas.

Es cosa que da en qué pensar eso de quehayan llamado a la moral cristiana moral deesclavos, ¿quiénes? ¡Los anarquistas! El anar-quismo sí que es moral de esclavos, pues sólo elesclavo canta la libertad anárquica. ¡Anarquis-mo, no!, sino panarquismo; no aquello de ni Diosni amo, sino todos dioses y amos todos, todosesforzándose por divinizarse, por inmortalizar-se. Y para ello dominando a los demás.

¡Y hay tantos modos de dominar! A las veces,hasta pasivamente, al parecer al menos, secumple con esta ley de vida. El acomodarse alámbito, el imitar, el ponerse uno en lugar deotro, la simpatía, en fin, además de ser una ma-nifestación de la unidad de la especie, es unmodo de expansionarse, de ser otro. Ser venci-do, o por lo menos aparecer vencido, es muchasveces vencer; tomar lo de otro es un modo devivir en él.

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Y es que al decir dominar, no quiero decircomo el tigre. También domina el zorro por laastucia, y la liebre huyendo, la víbora por suveneno, y el mosquito por su pequeñez, y elcalamar por su tinta con que oscurece el ámbitoy huye. Y nadie se escandalice de esto, pues elmismo Padre de todos, que dio fiereza, garras yfauces al tigre, dio astucia al zorro, patas velo-ces a la liebre, veneno a la víbora, pequeñez almosquito y tinta al calamar. Y no consiste lanobleza o innobleza en las armas de que se use,pues cada especie, y hasta cada individuo, tienelas suyas, sino en cómo las use, y, sobre todo,en el fin para que uno las esgrima.

Y entre las armas de vencer hay también la dela paciencia y la resignación apasionadas llenasde actividad y de anhelos interiores. Recordadaquel estupendo soneto del gran luchador, delgran inquietador puritano Juan Milton, el se-cuaz de Cromwell y cantor de Satanás, el que alverse ciego y considerar su luz apagada, e inútilen él aquel talento cuya ocultación es muerte,

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oye que la . paciencia le dice: «Dios no nece-sita ni de obra de hombre, ni de sus dones;quienes mejor llevan su blando yugo le sirvenmejor; su estado es regio; miles hay que se lan-zan a su señal y corren sin descanso tierras ymares, pero también le sirven los que no hacensino estarse y aguardar.»

They also serve who only stand and wait. Sí,también le sirven los que sólo se estánaguardándole, pero es cuando le aguardan apa-sionadamente, hambrientamente, llenos de an-helos de inmortalidad en Él.

Y hay que imponerse, aunque sólo sea por lapaciencia. «Mi vaso es pequeño, pero bebo enmi vaso», decía un poeta egoísta y de un pue-blo de avaros. No, en mi vaso beben todos,quiero que todos beban de él; se lo doy, y mivaso crece, según el número de los que en élbeben, y todos, al poner en él sus labios, dejanallí algo de su espíritu. Y bebo también de losvasos de los demás, mientras ellos beben delmío. Porque cuanto más soy de mí mismo, y

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cuanto soy más yo mismo, más soy de los de-más; de la plenitud de mí mismo me vierto amis hermanos, y al verterme a ellos, ellos en-tran en mí.

«Sed perfectos como vuestro Padre», se nosdijo, y nuestro Padre es perfecto porque es Él, yes cada uno de sus hijos que en Él viven, son yse mueven. Y el fin de la perfección es queseamos todos una sola cosa (Juan, XVII, 21),todos un cuerpo en Cristo (Rom., XII, 5), y queal cabo, sujetas todas las cosas al Hijo, el Hijomismo se sujete a su vez a quien le sujetó todopara que Dios sea todo en todos. Y esto es hacerque el Universo sea conciencia; hacer de la Na-turaleza sociedad, y sociedad humana. Y en-tonces se le podrá a Dios llamar Padre a bocallena.

Ya sé que los que dicen que la ética es ciencia,dirán que todo esto que vengo exponiendo noes más que retórica; pero cada cual tiene sulenguaje y su pasión. Es decir, el que la tiene, y

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el que no tiene pasión, de nada le sirve tenerciencia.

Y a la pasión que se expresa por esta retórica,le llaman egotismo los de la ciencia ética, y eltal egotismo es el único verdadero remedio delegoísmo, de la avaricia espiritual, del vicio deconservarse y ahorrarse, y no de tratar perenni-zarse dándose.

«No seas, y darás más que todo lo que es»,decía nuestro fray Juan de los Ángeles en unode sus Diálogos de la conquista del reino de Dios(Diál. 111, 8); pero ¿que quiere decir eso de noseas? ¿No querrá acaso decir paradójicamente,como a menudo en los místicos sucede, lo con-trario de lo que tomado a la letra y a primeralección dice? ¿No es una inmensa paradoja, ungran contrasentido trágico, más bien, la moraltoda de la sumisión y del quietismo? La moralmonástica, la puramente monástica, ¿no es ab-surdo? Y llamo aquí moral monástica a la delcartujo solitario, a la del eremita, que huye delmundo -llevándose acaso consigo- para vivir

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solo y a solas con un Dios solo también y solita-rio; no a la del dominio inquisidor, que recorrela Provenza a quemar corazones de albigenses.

«¡Que lo haga todo Dios!», dirá alguien; peroes que si el hombre se cruza de brazos Dios seecha a dormir.

Esa moral cartujana y la otra moral científica,la que sacan de la ciencia ética -¡ oh, la éticacomo ciencia!, ¡la ética racional y racionalista!,¡pedantería de pedanterías y todo pedantería!-,eso sí que puede ser egoísmo y frialdad de co-razón.

Hay quien dice aislarse con Dios para mejorsalvarse, para mejor redimirse; pero es que laredención tiene que ser colectiva, pues que laculpa lo es. «Lo religioso es la determinación detotalidad, y todo lo que está fuera de esto esengaño de los sentidos, por lo cual el mayorcriminal es, en el fondo, inocente y un hombrebondadoso, un santo.» Así Merkegaard (Afslut-tende, etc., II, 11, cap. IV, setc. II, A).

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¿Y se comprende, por otra parte, que se quie-ra ganar la otra vida, la eterna, renunciando aesta, a la temporal? Si algo es la otra vida, ha deser continuación de esta, y sólo como continua-ción, más o menos depurada de ella, la imaginanuestro anhelo, y si así es, cual sea esta vida deltiempo será la de la eternidad.

«Este mundo y el otro son como dos mujeresde un solo marido, que si agradas a la una,mueves a la otra a envidia», dice un pensadorárabe citado por Windelband (Das Heilige, en elvol. 11 de Praeludien); mas tal pensamiento noha podido brotar sino de quien no ha sabidoresolver en una lucha fecunda, en una contra-dicción práctica, el conflicto trágico entre suespíritu y el mundo. «Venga a nos el tu reino»,nos enseñó el Cristo a pedir a su Padre, y no«vayamos al tu reino», y según las primitivascreencias cristianas, la vida eterna había decumplirse sobre esta misma tierra, y como con-tinuación de la de ella. Hombres y no ángelesse nos hizo para que buscásemos nuestra dicha

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a través de la vida, y el Cristo de la fe cristianano se angelizó, sino que se humanó, tomandocuerpo real y efectivo, y no apariencia de élpara redimirnos. Y según esa misma fe, losángeles, hasta los más encumbrados, adoran ala Virgen, símbolo supremo de la Humanidadterrena. No es, pues, el ideal angélico un idealcristiano, y desde luego no lo es humano, nipuede serlo. Es, además, un ángel neutro, sinsexo y sin patria.

No nos cabe sentir la otra vida eterna, lo herepetido ya varias veces, como una vida decontemplación angélica; ha de ser vida de ac-ción. Decía Goethe que «el hombre debe creeren la inmortalidad; tiene para ello un derechoconforme a su naturaleza». Y añadía así: «Laconvicción de nuestra perduración me brota delconcepto de la actividad. Si obro sin tregua has-ta mi fin, la Naturaleza está obligada -so ist dieNatur verpflichtet- a proporcionarme otra formade existencia, ya que mi actual espíritu no pue-de soportar más.» Cambiad lo de Naturaleza

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por Dios, y tendréis un pensamiento que nodeja de ser cristiano, pues los primeros padresde la Iglesia no creyeron que la inmortalidaddel alma fuera un don natural -es decir, algoracional-, sino un don divino de gracia. Y loque de gracia suele ser, en el fondo, de justicia,ya que la justicia es divina y gratuita, no natu-ral. Y agregaba Goethe: «No sabría empezarnada con una felicidad eterna si no me ofrecieranuevas tareas y nuevas dificultades a que ven-cer.» Y así es: la ociosidad contemplativa no esdicha.

Mas ¿no tendrá alguna justificación la moraleremítica, cartujana, la de la Tebaida? ¿No sepodrá, acaso, decir que es menester se conser-ven esos tipos de excepción para que sirvan deeterno modelo a los otros? ¿No crían los hom-bres caballos de carreras, inútiles para todo otromenester utilitario, pero que mantienen la pu-reza de la sangre y son padres de excelentescaballos de tiro y de silla? ¿No hay, acaso, unlujo ético, no menos justificable que el otro?

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Pero por otra parte, ¿no es esto, en el fondo,estética y no moral, y mucho menos religión?¿No es que será estético y no religioso, ni si-quiera ético, el ideal monástico contemplativomedieval? Y al fin los de entre aquellos solita-rios que nos han contado sus coloquios a solascon Dios, han hecho una obra eternizadora, sehan metido en las almas de los demás. Y yasólo con eso, con que el claustro haya podidodarnos un Eckart, un Suso, un Taulero, unRuisbroquio, un Juan de la Cruz, una Catalinade Siena, una Ángela de Foligo, una Teresa deJesús, está justificado el claustro.

Pero nuestras órdenes españolas son, sobretodo, las de Predicadores, que Domingo deGuzmán instituyó para la obra agresiva de ex-tirpar la herejía; la Compañía de Jesús, una mi-licia en medio del mundo, y con ello está dichotodo; la de las Escuelas Pías, para la obra tam-bién invasora de la enseñanza... Cierto es que seme dirá también que la reforma del Carmelo,Orden contemplativa que. emprendió Teresa de

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Jesús, fue obra española. Sí, española fue, y enella se buscaba libertad.

- Era el ansia de libertad, de libertad interior,en efecto, lo que en aquellos revueltos tiemposde la Inquisición llevaba a las almas escogidasal claustro. Encarcelábanse para ser mejor li-bres. «¿No es linda cosa que una pobre monjade San José pueda llegar a enseñorear toda latierra y elementos?», decía en su Vida santaTeresa. Era el ansia pauliniana de libertad, desacudirse de la ley externa, que era bien dura,y, como decía el maestro fray Luis de León,bien cabezuda entonces.

¿Pero lograron libertad así? Es muy dudosoque la lograran, y hoy es imposible. Porque laverdadera libertad no es cosa de sacudirse de laley externa; la libertad es la conciencia de la ley.Es libre no el que se sacude de la ley, sino elque se adueña de ella. La libertad hay que bus-carla en medio del mundo que es donde vive laley, y con la ley la culpa, su hija. De lo que hayque libertarse es de la culpa, que es colectiva.

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En vez de renunciar al mundo para dominar-lo -¿quién no conoce el instinto colectivo dedominación de las órdenes religiosas cuyosindividuos renuncian al mundo?- lo que habríaque hacer es dominar al mundo para poderrenunciar a él. No buscar la pobreza y la sumi-sión, sino buscar la riqueza para emplearla enacrecentar la conciencia humana, y buscar elpoder para servirse de él con el mismo fin.

Es cosa curiosa que frailes y anarquistas secombatan entre sí, cuando en el fondo profesanla misma moral y tienen un tan íntimo paren-tesco unos con otros. Como que el anarquismoviene a ser una especie de monacato ateo, ymás una doctrina religiosa que ética y económi-ca social. Los unos parten de que el hombrenace malo, en pecado original, y la gracia lehace luego bueno, si es que le hace tal, y losotros de que nace bueno y la sociedad le per-vierte luego. Y en resolución, lo mismo da unacosa que otra pues en ambas se opone el indi-viduo a la sociedad, y como si precediera, y,

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por lo tanto, hubiese de sobrevivir a ella. Y lasdos morales son morales de claustro.

Y el que la culpa es colectiva no ha de servirpara sacudirme de ella sobre los demás, sinopara cargar sobre mí las culpas de los otros, lasde todos: no para difundir mi culpa y anegarlaen la culpa total, sino para hacer la culpa totalmía; no para enajenar mi culpa, sino para ensi-mismarme y apropiarme, adentrándomela, lade todos. Y cada uno debe contribuir a curarla,por lo que otros no hacen. El que la sociedadsea culpable, agrava la culpa de cada uno. «Al-guien tiene que hacerlo, pero ¿por qué he de seryo?; es la frase que repiten los débiles bien in-tencionados. Alguien tiene que hacerlo, ¿porqué no yo?, es el grito de un serio servidor delhombre que afronta cara a cara un serio peligro.Entre estas dos sentencias median siglos ente-ros de evolución moral.» Así dijo Mrs. AnnieBesant en su autobiografía. Así dijo la teósofa.

El que la sociedad sea culpable agrava la cul-pa de cada uno y es más culpable el que más

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siente la culpa. Cristo, el inocente, como conoc-ía mejor que nadie la intensidad de la culpa, eraen un cierto sentido el más culpable. En él llegóa conciencia la divinidad humana y con ella suculpabilidad. Suele dar que reír a no pocos elleer de grandísimos santos que por pequeñísi-mas faltas, por faltas que hacen sonreírse a unhombre de mundo, se tuvieron por los másgrandes pecadores. Pero la intensidad de laculpa no se mide por el acto externo, sino por laconciencia de ella, y a uno le causa agudísimodolor lo que a otro apenas si un ligero cosqui-lleo. Y en un santo puede llegar la concienciamoral a tal plenitud y agudeza, que el más levepecado le remuerda más que al mayor criminalsu crimen. Y la culpa estriba en tener concienciade ella, está en el que juzga y en cuanto juzga.Cuando uno comete un acto pernicioso creyen-do de buena fe hacer una acción virtuosa, nopodemos tenerle por moralmente culpable, ycuando otro cree que es mala una acción indife-rente o acaso beneficiosa, y la lleva a cabo, es

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culpable. El acto pasa, la intención queda, y lomalo del mal acto es que malea la intención,que haciendo mal a sabiendas se predisponeuno a seguir haciéndolo, se oscurece la concien-cia. Y no es lo mismo hacer el mal que ser malo.El mal oscurece la conciencia, y no sólo la con-ciencia moral, sino la conciencia general, lapsíquica. Y es que es bueno cuanto exalta yensancha la conciencia, y malo lo que la depri-me y amengua.

Y aquí acaso cabría aquello que ya Sócrates,según Platón, se proponía, y es si la virtud esciencia. Lo que equivale a decir si la virtud esracional.

Los eticistas, los de que la moral es ciencia,los que al leer todas estas divagaciones dirán:¡retórica, retórica, retórica!, creerán, me parece,que la virtud se adquiere por ciencia, por estu-dio racional, y hasta que las matemáticas nosayudan a ser mejores. No lo sé, pero yo sientoque la virtud, como la religiosidad, como elanhelo de no morirse nunca -y todo ello es la

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misma cosa en el fondose adquiere más bienpor pasión.

Pero y la pasión ¿qué es?, se me dirá. No losé: o, mejor dicho, lo sé muy bien, porque lasiento, y, sintiéndola; no necesito definirla. Esmás aún: temo que si llego a definirla, dejaré desentirla y de tenerla. La pasión es como el do-lor, y como el dolor, crea su objeto. Es más fácilal fuego hallar combustible que al combustiblefuego.

Vaciedad y sofistería habrán de parecer esto,bien lo sé. Y se me dirá también que hay laciencia de la pasión, y que hay pasión de laciencia, y que es en la esfera moral donde larazón y la vida humana se aúnan.

No lo sé, no lo sé, no lo sé... Y acaso esté yodiciendo en el fondo, aunque más turbiamente,lo mismo que esos, los adversarios que me finjopara tener a quien combatir, dicen, sólo quemás clara, más definida y más racionalmente.No lo sé, no lo sé... Pero sus cosas me hielan yme suenan a vaciedad afectiva. Y volviendo a

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lo mismo, ¿es la virtud ciencia? ¿Es la cienciavirtud? Porque son dos cosas distintas. Puedeser ciencia la virtud, ciencia de saber conducir-se bien, sin que por eso toda otra ciencia seavirtud. Ciencia es la de Maquiavelo; y no puededecirse que su virtú sea virtud moral siempre.Sabido es, además, que no son mejores ni losmás inteligentes, ni los más instruidos.

No, no, no; ni la fisiología enseña a digerir, nila lógica a discurrir, ni la estética a sentir la be-lleza o a expresarla, ni la ética a ser bueno. Ymenos mal si no enseña a ser hipócrita; porquela pedantería, sea de lógica, sea de estética, noes en el fondo sino hipocresía.

Acaso la razón enseña ciertas virtudes bur-guesas, pero no hace ni héroes ni santos. Por-que santo es el que hace el bien no por el bienmismo, sino por Dios, por la eternización.

Acaso, por otra parte, la cultura, es decir, laCultura ¡oh la cultura!-, obra sobre todo de filó-sofos y de hombres de ciencia, no la han hechoni los héroes ni los santos. Porque los santos se

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han cuidado muy poco del progreso de la cul-tura humana; se cuidaron más bien de la salva-ción de las almas individuales de aquellos conquienes convivían. ¿Qué significa, por ejemplo,en la historia de la cultura humana nuestro sanJuan de la Cruz, aquel frailecito incandescente,como se le ha llamado culturalmente -y no sé sicultamente-, junto a Descartes?

Todos esos santos, encendidos de religiosacaridad hacia sus prójimos, hambrientos deeternizacion propia y ajena, que iban a quemarcorazones ajenos, inquisidores acaso, todos esossantos, ¿qué han hecho por el progreso de laciencia de la ética? ¿Inventó acaso alguno deellos el imperativo categórico, como lo inventóel solterón de Koenigsberg, que si no fue santomereció serlo?

Quejábaseme un día el hijo de un gran profe-sor de ética, de uno a quien apenas si se le caíade la boca el imperativo ese, que vivía en unadesolada sequedad de espíritu, en un vacíointerior. Y hubo de decirle: -Es que su padre de

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usted, amigo mío, tenía un río soterraño en elespíritu, una fresca corriente de antiguas creen-cias infantiles, de esperanzas de ultratumba; ycuando creía alimentar su alma con el impera-tivo ese o con algo parecido, lo estaba en reali-dad alimentando con aquellas aguas de la ni-ñez. Y a usted le ha dado la flor acaso de suespíritu, sus doctrinas racionales de moral, perono la raíz, no lo soterraño, no lo irracional.

¿Por qué prendió aquí en España el krausis-mo y no el hegelianismo o el kantismo, siendoestos sistemas mucho más profundos, racionaly filosóficamente que aquel? Porque el uno nosle trajeron con raíces. El pensamiento filosóficode un pueblo o de una época es como su flor, osi se quiere fruto, toma sus jugos de las raícesde la planta, y las raíces, que están dentro yestán debajo de tierra, son el sentimiento reli-gioso. El pensamiento filosófico de Kant, su-prema flor de la evolución mental del pueblogermánico, tiene sus raíces en el sentimientoreligioso de Lutero, y no es posible que el kan-

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tismo, sobre todo en su parte práctica, prendie-se y diese flores y frutos en pueblos que ni hab-ían pasado por la Reforma ni acaso podían pa-sar por ella. El kantismo es protestante, y noso-tros, los españoles, somos fundamentalmentecatólicos. Y si Krause echó aquí algunas raíces -más que se cree, y no tan pasajeras como sesupone-, es porque Krause tenía raíces pietistas,y el pietismo, como lo demostró Ritschl en lahistoria de él (Geschichte der Pietismus), tieneraíces específicamente católicas y significa engran parte la invasión, o más bien la persisten-cia del misticismo católico en el seno del racio-nalismo protestante. Y así se explica que sekrausizaran aquí hasta no pocos pensadorescatólicos.

Y puesto que los españoles somos católicos,sepámoslo o no lo sepamos, queriéndolo o sinquererlo, y aunque alguno de nosotros presu-ma de racionalista o de ateo, acaso nuestra máshonda labor de cultura y lo que vale más quede cultura, de religiosidad -si es que no son lo

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mismo-, es tratar de darnos clara cuenta de esenuestro catolicismo subconciente, social o po-pular. Y esto es lo que he tratado de hacer enesta obra.

Lo que llamo el sentimiento trágico de la vidaen los hombres y en los pueblos es por lo me-nos nuestro sentimiento trágico de la vida, el delos españoles y el pueblo español, tal y como serefleja en mi conciencia, que es una concienciaespañola, hecha en España. Y ese sentimientotrágico de la vida es el sentimiento mismo cató-lico de ella, pues el catolicismo y mucho más elpopular, es trágico. El pueblo aborrece la co-media. El pueblo, cuando Pilato, el señorito, eldistinguido, el esteta, racionalista si queréis,quiere darle comedia y le presenta al Cristo enirrisión diciéndole: ¡He aquí el hombre!, seamotina y grita: ¡crucifícale! No quiere come-dia, sino tragedia. Y lo que el Dante, el grancatólico, llamó comedia divina, es la más trági-ca comedia que se haya escrito.

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Y como he querido en estos ensayos mostrarel alma de un español y en ella el alma españo-la, he escatimado las citas de escritores españo-les, prodigando, acaso en exceso, las de losotros países. Y es que todas las almas humanasson hermanas.

Y hay una figura, una figura cómicamentetrágica, una figura en que se ve todo lo profun-damente trágico de la comedia humana, la figu-ra de Nuestro Señor Don Quijote, el Cristo es-pañol en que se cifra y encierra el alma inmor-tal de este mi pueblo. Acaso la pasión y muertedel Caballero de la Triste Figura es la pasión ymuerte del pueblo español. Su muerte y su re-surrección. Y hay una filosofía y hasta una me-tafísica quijotesca y una lógica y una ética qui-jotesca, y una religiosidad -religiosidad católicaespañola- quijotesca. En la filosofía, es la lógica,es la ética, es la religiosidad que he tratado deesbozar y más de sugerir que de desarrollar enesta obra. Desarrollarlas racionalmente no; la

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locura quijotesca no consiente la lógica científi-ca.

Y ahora, antes de concluir, y despedirme demis lectores, quédame hablar del papel que leestá reservado a Don Quijote en la tragicome-dia europea moderna.

Vamos a verlo en un último ensayo de estos.

CONCLUSIÓN

DON QUIJOTE EN LA TRAGICOMEDIAEUROPEA CONTEMPORÁNEA

¡Voz que clama en el desierto!

(Isaías, XL, 3.)

Fuerza me es ya concluir, por ahora al menos,estos ensayos que amenazan convertírseme enel cuento de nunca acabar. Han ido saliendo demis manos a la imprenta en . una casi improvi-sación sobre notas recogidas durante años, sin

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haber tenido presentes al escribir cada ensayolos que le precedieron. Y así irán llenos de con-tradicciones íntimas -al menos aparentes- comola vida y como yo mismo.

Mi pecado ha sido, si alguno, el haberlos ex-ornado en exceso con citas ajenas, muchas delas cuales parecerán traídas con cierta violencia.Mas yo lo explicaré otra vez.

Muy pocos años después de haber andadoNuestro Señor Don Quijote por España, decía-nos Jacobo Boehme (Aurora, cap. XI, § 75), queno escribía una historia que le hubiesen conta-do otros, sino que tenía que estar él mismo enla batalla, y en ella en gran pelea, donde a me-nudo tenía que ser vencido como todos loshombres, y más adelante (§ 83) añade que aun-que tenga que hacerse espectáculo del mundo ydel demonio, le queda la esperanza en Diossobre la vida futura, en quien quiere arriesgarlay no resistir al Espíritu. Amén. Y tampoco yo,como este Quijote del pensamiento alemán,quiero resistir al Espíritu.

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Y por eso lanzo mi voz que clamará en el de-sierto, y la lanzo desde esta Universidad deSalamanca, que se llamó a sí misma arrogante-mente omnium scientiarium princeps, y a la queCarlyle llamó fortaleza de la ignorancia, y unliterato francés, hace muy poco, Universidadfantasma; desde esta España, «tierra de los en-sueños que se hacen realidades, defensora deEuropa, hogar del ideal caballeresco», así medecía en carta no ha mucho Mr. Archer M.Huntington, poeta; desde esta España, cabezade la Contrarreforma en el siglo xvi. ¡Y bien selo guardan!

En el cuarto de estos ensayos os hablé de laesencia del catolicismo. Y a desesenciarlo, esto es,a descatolizar a Europa, han contribuido el Re-nacimiento, la Reforma y la Revolución, susti-tuyendo aquel ideal de una vida eterna ultrate-rrena por el ideal del progreso, de la razón, dela ciencia. O mejor de la Ciencia, con letramayúscula. Y lo último, lo que hoy más se lle-va, es la cultura.

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Y en la segunda mitad del pasado siglo XIX,época infilosófica y tecnicista, dominada porespecialismo miope y por el materialismohistórico, ese ideal se tradujo en una obra no yade vulgarización sino de avulgaramiento cien-tífico -o más bien seudocientífico- que se des-ahogaba en democráticas bibliotecas baratas ysectarias. Quería así popularizarse la ciencia,como si hubiese de ser esta la que haya de bajaral pueblo y servir sus pasiones, y no el puebloel que debe subir a ella y por ella más arribaaún, a nuevos y más profundos anhelos.

Todo esto llevó a Brunetiére a proclamar labancarrota de la ciencia, y esa ciencia o lo quefuere, bancarroteó, en efecto. Y como ella nosatisfacía, no dejaba de buscarse la felicidad; sinencontrarla en la riqueza, ni en el saber, ni en elpoderío, ni en el goce; ni en la resignación, nien la buena conciencia moral, ni en la cultura. Yvino el pesimismo.

El progresismo no satisfacía tampoco. Progre-sar, ¿para qué? El hombre no se conformaba

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con lo racional, el Kulturkampf no le bastaba;quería dar finalidad final a la vida, que esta quellamo la invalidad final es el verdadero óviwsóv. Y la famosa maladie du siécle, que se anunciaen Rousseau, y acusa más claramente que nadieel Obermann de Sénancour, no era ni es otracosa que la pérdida de la fe en la inmortalidaddel alma, en la finalidad humana del Universo.

Su símbolo, su verdadero símbolo, es un entede ficción, el doctor Fausto.

Este inmortal doctor Fausto que se nos apare-ce ya a principios del siglo XVII, en 1604, porobra del Renacimiento y de la Reforma y porministerio de Cristóbal Marlowe, es ya el mis-mo que volverá a descubrir Goethe, aunque enciertos respectos más espontáneo y más fresco.Y junto a él aparece Mefistófeles, a quien pre-gunta Fausto aquello de «¿qué bien hará mialma a tu señor?» Y le contesta: «Ensanchar sureino.» «¿Y es esa la razón por la que nos tientaasí?», vuelve a preguntar el doctor, y el espíritumaligno responde: «Solamen miseris socios ha-

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buisse doloris», que es lo que mal traducido enromance, decimos: mal de muchos, consuelo detontos. «Donde estamos, allí está el infierno, ydonde está el infierno, allí tenemos que estarsiempre», añade Mefistófeles, a lo que Faustoagrega que cree ser una fábula tal infierno, y lepregunta quién hizo el mundo. Y este trágicodoctor, torturado por nuestra tortura, acabaencontrando a Helena, que no es otra, aunqueMarlowe acaso no lo sospechase, que la Culturarenaciente. Y hay aquí en este Faust de Marlo-we una escena que vale por toda la segundaparte del Faust de Goethe. Le dice a HelenaFausto: «Dulce Helena, hazme inmortal con unbeso -y le besa-. Sus labios me chupan el alma;¡mira cómo huye! ¡Ven, Helena, ven; devuél-veme el alma! Aquí quiero quedarme, porqueel cielo está en estos labios, y todo lo que no esHelena escoria es.»

«¡Devuélveme el alma!» He aquí el grito deFausto, el doctor, cuando después de haberbesado a Helena va a perderse para siempre.

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Porque al Fausto primitivo no hay ingenuaMargarita alguna que le salve. Esto de la salva-ción fue invención de Goethe. ¿Y quién no co-noce a su Fausto, nuestro Fausto, que estudióFilosofía, Jurisprudencia, Medicina, hasta Teo-logía, y sólo vio que no podemos saber nada, yquiso huir al campo libre -hinaus ins weite Land!-y topó con Mefistófeles, parte de aquella fuerzaque siempre quiere el mal haciendo siempre elbien, y este le llevó a los brazos de Margarita,del pueblo sencillo, a la que aquel, el sabio,perdió; pero merced a la cual, que por él se en-tregó, se salva, redimido por el pueblo creyentecon fe sencilla? Pero tuvo esa segunda parte,porque aquel otro Fausto era el Fausto anecdó-tico y no el categórico de Goethe, y volvió aentregarse a la Cultura, a Helena, y a engendraren ella a Euforión, acabando todo con aquellodel eterno femenino entre coros místicos. ¡Po-bre Euforión!

Y esta Helena ¿es la esposa del rubio Mene-lao, la que robó Paris, y causó la guerra de Tro-

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ya, y de quien los ancianos troyanos decían queno debía indignar el que se pelease por mujerque por su rostro se parecía tan terriblemente alas diosas inmortales? Creo más bien que esaHelena de Fausto era otra, la que acompañaba aSimón Mago, y que este decía ser la inteligenciadivina. Y Fausto puede decirle: ¡devuélveme elalma!

Porque Helena con sus besos nos saca el al-ma. Y lo que queremos y necesitamos es alma,y alma de bulto y de sustancia.

Pero vinieron el Renacimiento, la Reforma yla Revolución, trayéndonos a Helena, o másbien empujados por ella, y ahora nos hablan deCultura y de Europa.

¡Europa! Esta noción primitiva e inmediata-mente geográfica nos la han convertido por artemágico en una categoría casi metafísica. ¿Quiénsabe hoy ya, en España por lo menos, lo que esEuropa? Yo sólo sé que es un chi~ bolete (véasemis Tres ensayos). Y cuando me pongo a escu-driñar lo que llaman Europa nuestros europei-

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zantes, paréceme a las veces que queda fuerade ella mucho de lo periférico -España desdeluego, Inglaterra, Italia, Escandinavia, Rusia...-y que se reduce a lo central, a Franco-Alemaniacon sus anejos y dependencias.

Todo esto nos lo han traído, digo, el Renaci-miento y la Reforma, hermanos mellizos quevivieron en aparente guerra intestina. Los rena-cientes italianos, socinianos todos ellos; loshumanistas, con Erasmo a la cabeza, tuvieronpor,un bárbaro a aquel fraile Lutero, que delclaustro sacó su ímpetu, como de él lo sacaronBruno y Campanella. Pero aquel bárbaro era suhermano mellizo; combatiéndolos, combatía asu lado contra el enemigo común. Todo eso noshan traído el Renacimiento y la Reforma, y lue-go la Revolución, su hija, y nos han traído tam-bién una nueva Inquisición: la de la ciencia o lacultura, que usa por armas el ridículo y el des-precio para los que no se rinden a su ortodoxia.

Al enviar Galileo al Gran Duque de Toscanasu escrito sobre la movilidad de la Tierra, le

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decía que conviene obedecer y creer a las de-terminaciones de los superiores, y que reputabaaquel escrito «como una poesía o bien un en-sueño, y por tal recíbalo Vuestra Alteza». Yotras veces le llama «quimera» y «capricho ma-temático». Y así yo en estos ensayos, por temortambién -¿por qué no confesarlo?- a la Inquisi-ción, pero a la de hoy, a la científica, presentocomo poesía, ensueño, quimera o capricho mís-tico lo que más de dentro me brota. Y digo conGalileo: Eppur si muove! Mas ¿es sólo por esetemor? ¡Ah, no!, que hay otra más trágica In-quisición, y es la que un hombre moderno, cul-to, europeo -como lo soy yo, quiéralo o no-,lleva dentro de sí. Hay un más terrible ridículo,y es el ridículo de uno ante sí mismo y paraconsigo. Es mi razón, que se burla de mi fe y ladesprecia.

Y aquí es donde tengo que acogerme a mi se-ñor Don Quijote para aprender a afrontar elridículo y vencerlo, y un ridículo que acaso -¿quién sabe?- él no conoció.

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Sí, sí, ¿cómo no ha de sonreír mi razón de es-tas construcciones seudofilosóficas, pretendidasmísticas, diletantescas, en que hay de todo me-nos paciente estudio, objetividad y método...científico? ¡Y, sin embargo... Eppur si muove!

Eppur si muove!, sí. ¡Y me acojo al dilettantis-mo, a lo que un pedante llamaría filosofía demi-mondaine, contra la pedantería especialista, con-tra la filosofía de los filósofos profesionales. Yquién sabe... Los progresos suelen venir delbárbaro, y nada más estancado que la filosofíade los filósofos y la teología de los teólogos.

¡Y que nos hablen de Europa! La civilizacióndel Tíbet es paralela a la nuestra, y ha hecho yhace vivir a hombres que desaparecen comonosotros. Y queda flotando sobre las civiliza-ciones todas del Eclesiastés, y aquello de «asímuere el sabio como el necio» (Ec., II, 16).

Corre entre las gentes de nuestro pueblo unarespuesta admirable a la ordinaria pregunta de«¿qué tal?» o «¿cómo va?», y es aquella queresponde: «¡se vive!»... Y de hecho es así; se

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vive, vivimos tanto como los demás. ¿Y quémás puede pedirse? ¿Y quién no recuerda lo dela copla? «Cada vez que considero / que metengo que morir, / tiendo la capa en el suelo /y no me harto de dormir.» Pero no dormir, no,sino soñar; soñar la vida, ya que la vida es sue-ño.

Proverbial se ha hecho también en muy pocotiempo entre nosotros, los españoles, la frase deque la cuestión es pasar el rato, o sea matar eltiempo. Y de hecho hacemos tiempo para ma-tarlo. Pero hay algo que nos ha preocupadosiempre tanto o más que pasar el rato -fórmulaque marca una posición estética- y es ganar laeternidad; fórmula de la posición religiosa. Y esque saltamos de lo estético y lo económico a loreligioso, por encima de lo lógico y lo ético; delarte a la religión.

Un joven novelista nuestro, Ramón Pérez deAyala, en su reciente novela La pata de la raposa,nos dice que la idea de la muerte es el cepo; elespíritu, la raposa, o sea virtud astuta con qué

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burlar las celadas de la fatalidad, y añade: «Co-gidos en el cepo, hombres débiles y pueblosdébiles yacen por tierra...; los espíritus recios ylos pueblos fuertes reciben en el peligro clarivi-dente estupor, desentrañan de pronto la des-mesurada belleza de la vida y, renunciandopara siempre a la agilidad y locura primeras,salen del cepo con los músculos tensos para laacción y con las fuerzas del alma centuplicadasen ímpetu, potencia y eficacia.» Pero veamos:hombre débiles..., pueblos débiles..., espíritusrecios..., pueblos fuertes..., ¿qué es eso? Yo no losé. Lo que creo saber es que unos individuos ypueblos no han pensado aún de veras en lamuerte y la inmortalidad; no las han sentido, yotros han dejado de penar en ellas, o más bienhan dejado de sentirlas. Y no es, creo, cosa deque se engrían los hombres y los pueblos queno han pasado por la edad religiosa.

Lo de la desmesurada belleza de la vida estábien para escrito, y hay, en efecto, quienes seresignan y la aceptan tal cual es, y hasta quie-

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nes no quieren persuadir que el del cepo no esproblema. Pero ya dijo Calderón (Gustos y dis-gustos no son más que imaginación, acto 1, sec.4.a) que «No es consuelo de desdichas, / es otradesdicha aparte, / querer a quien las padece /persuadir que no son tales.» Y además «a uncorazón no habla sino otro corazón», según frayDiego de Estela (Vanidad del mundo, cap. XXI).

No ha mucho hubo quien hizo como que seescandalizaba de que, respondiendo yo a losque nos reprochaban a los españoles nuestraincapacidad científica, dijese, después de hacerobservar que la luz eléctrica luce aquí, correaquí la locomotora tan bien como donde se in-ventaron, y nos servimos de los logaritmos co-mo en el país donde fueron ideados, aquello de:«¡que inventen ellos!». Expresión paradójica aque no renuncio. Los españoles deberíamosapropiarnos no poco de aquellos sabios con-sejos que a los rusos, nuestros semejantes, di-rigía el conde José de Maistre en aquellas susadmirables cartas al conde Rasoumowski, sobre

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la educación pública en Rusia, cuando le decíaque no por no estar hecha para la ciencia debeuna nación estimarse menos; que los romanosno entendieron de arte ni tuvieron matemático,lo que no les impidió hacer su papel, y todo loque añadía sobre esa muchedumbre de semisa-bios falsos y orgullosos, idólatras de los gustos,las modas y las lenguas extranjeras y siempreprontos a derribar cuanto desprecian, que estodo.

¿Que no tenemos espíritu científico? ¿Y qué,si tenemos algún espíritu? ¿Y se sabe si el quetenemos es o no compatible con ese otro?

Mas al decir, ¡que inventen ellos!, no quisedecir que hayamos de contentarnos con un pa-pel pasivo, no. Ellos a la ciencia de que nosaprovecharemos; nosotros, a lo nuestro. Nobasta defenderse, hay que atacar.

Pero atacar con tino y cautela. La razón ha deser nuestra arma. Lo es hasta del loco. Nuestroloco sublime, nuestro modelo, Don Quijote,después que destrozó de dos cuchilladas aque-

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lla a modo de media celada que encajó con elmorrión, «la tornó a hacer de nuevo, ponién-dole unas barras de hierro por de dentro, de talmanera que él quedó satisfecho de su fortaleza,y sin querer hacer nueva experiencia della ladiputó y tuvo por celada finísima de encaje». Ycon ella en la cabeza se inmortalizó. Es decir, sepuso en ridículo. Pues fue poniéndose en ridí-culo como alcanzó su inmortalidad Don Quijo-te.

¡Y hay tantos modos de ponerse en ridículo...!Cournot (Traité de l'enchainement des idées fon-damentales, etc., § 510) dijo: «No hay que hablarni a los príncipes ni a los pueblos de sus proba-bilidades de muerte: los príncipes castigan esatemeridad con la desgracia: el público se vengade ella por el ridículo.» Así es, y por eso dicenque hay que vivir con el siglo. Corrumpere etcorrumpi saeculum vocatur (Tácito, Germania, 19).

Hay que saber ponerse en ridículo, y no sóloante los demás, sino ante nosotros mismos. Ymás ahora, en que tanto se charla de la concien-

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cia de nuestro atraso respecto a los demás pue-blos cultos; ahora, en que unos cuantos atolon-drados que no conocen nuestra propia historia -que está por hacer, deshaciendo antes lo que lacalumnia protestante ha tejido en torno a ella-dicen que no hemos tenido ni ciencia, ni arte, nifilosofía, ni Renacimiento (este acaso nos so-braba), ni nada.

Carducci, el que habló de los contorcimentidell'afannosa grandiositá spagnola, dejó escrito (enMosche coehiere) que «hasta España, que jamástuvo hegemonía de pensamiento, tuvo su Cer-vantes». ¿Pero es que Cervantes se dio aquísolo, aislado, sin raíces, sin tronco, sin apoyo?Mas se comprende que diga que España nonebbe mai egemonia di pensiero un racionalista ita-liano que recuerda que fue España la que reac-cionó contra el Renacimiento de su patria. Yqué, ¿acaso no fue algo, y algo hegemónico enel orden cultural, la Contrarreforma que acau-dilló España y que comenzó de hecho con elsaco de Roma, providencial castigo contra la

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ciudad de los paganos Papas del Renacimientopagano? Dejemos ahora si fue mala o buena laContrarreforma, pero ¿es que no fueron algohegemónico Loyola y el Concilio de Trento?Antes de este dábanse en Italia cristianismo ypaganismo, o mejor, inmortalismo y mortalis-mo en nefando abrazo y contubernio, hasta enlas almas de algunos Papas, y era verdad enfilosofía lo que en teología no lo era, y todo searreglaba con la fórmula de salva la fe. Despuésya no, después vino la lucha franca y abiertaentre la razón y la fe, la ciencia y la religión. Yel haber traído esto, gracias sobre todo a la tes-tarudez española, ¿no fue hegemónico?

Sin la Contrarreforma, no habría la Reformaseguido el curso de que siguió; sin aquella, aca-so esta, falta del sostén del pietismo, habríaperecido en la ramplona racionalidad de laAufklürung, de la Ilustración. ¿Sin Carlos I, sinFelipe II, nuestro gran Felipe, habría sido todoigual?

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Labor negativa, dirá alguien. ¿Qué es eso?¿Qué es lo negativo?, ¿qué es lo positivo? En eltiempo, la línea que va siempre en la mismadirección, del pasado al porvenir, ¿dónde estáel cero que marca el límite entre lo positivo y lonegativo? España, esta tierra que dicen de caba-lleros y pícaros -y todos pícaros-, ha sido lagran calumniada de la historia precisamentepor haber acaudillado la Contrarreforma. Yporque su arrogancia le ha impedido salir a laplaza pública, a la feria de las vanidades, a jus-tificarse.

Dejemos su lucha de ocho siglos con la mo-risma, defendiendo a Europa del mahometa-nismo, su labor de unificación interna, su des-cubrimiento de América y las Indias -que lohicieron España y Portugal, y no Colón y Ga-ma-, dejemos eso y más, y no es dejar poco.¿No es nada cultural crear veinte naciones sinreservarse nada y engendrar, como engendró elconquistador, en pobres indias siervas hombreslibres? Fuera de esto, en el orden del pensa-

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miento, ¿no es nada nuestra mística? Acaso undía tengan que volver a ella, a buscar su alma,los pueblos a quienes Helena se la arrebataracon sus besos.

Pero ya se sabe, la Cultura se compone deideas y sólo de ideas y el hombre no es sino uninstrumento de ella. El hombre para la idea, yno la idea para el hombre; el cuerpo para lasombra. El fin del hombre es hacer ciencia, cata-logar el Universo para devolvérselo a Dios enorden, como escribí hace unos años, en mi no-vela Amor y pedagogía. El hombre no es, al pare-cer, ni siquiera una idea. Y al cabo el génerohumano sucumbirá al pie de las bibliotecas -talados bosques enteros para hacer el papel queen ellas se almacena-, museos, máquinas, fábri-cas, laboratorios... para legarlos... ¿a quién?Porque Dios no los recibirá.

Aquella hórrida literatura regeneracionista,casi toda ella embuste, que provocó la pérdidade nuestras últimas colonias americanas, trajola pedantería de hablar del trabajo perseverante

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y callado -eso sí, voceándolo mucho, voceandoel silencio-, de la prudencia, la exactitud, lamoderación, la fortaleza espiritual, la sindére-sis, la ecuanimidad, las virtudes sociales, sobretodo los que más carecemos de ellas. En esaridícula literatura caímos casi todos los españo-les, unos más y otros menos, y se dio el caso deaquel archiespañol Joaquín Costa, uno de losespíritus menos europeos que hemos tenido,sacando lo de europeizarnos y poniéndose acidear mientras proclamaba que había que ce-rrar con siete llaves el sepulcro del Cid y... con-quistar África. Y yo di un ¡muera Don Qui-jote!,y de esta blasfemia, que quería decir todo locontrario que decía -así estábamos entonces-,brotó mi Vida de Don Quijote y Sancho y mi cultoal quijotismo como religión nacional.

Escribí aquel libro para repensar el Quijotecontra cervantistas y eruditos, para hacer obrade vida de lo que era y sigue siendo para losmás letra muerta. ¿Qué me importa lo que Cer-vantes quiso o no quiso poner allí y lo que re-

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almente puso? Lo vivo es lo que yo allí descu-bro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allípongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que po-nemos allí todos. Quise allí rastrear nuestrafilosofía.

Pues abrigo cada vez más la convicción deque nuestra filosofía, la filosofía española, estálíquida y difusa en nuestra literatura, en nues-tra vida, en nuestra acción, en nuestra mística,sobre todo, y no en sistemas filosóficos. Es con-creta. ¿Y es que acaso no hay en Goethe, verbi-gracia, tanta o más filosofía que en Hegel? Lascoplas de Jorge Manrique, el Romancero, el Qui-jote, La vida es sueño, la Subida al Monte Carmelo,implican una intuición del mundo y un concep-to de la vida Weltanschaung und Labensansicht.Filosofía esta nuestra que era difícil de for-mularse en esa segunda mitad del siglo xix,época afilosófica, positivista, tecnicista, de purahistoria y de ciencias naturales, época en elfondo materialista y pesimista.

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Nuestra lengua misma, como toda lenguaculta, lleva implícita una filosofía.

Una lengua, en efecto, es una filosofía poten-cial. El platonismo es la lengua griega que dis-curre en Platón, desarrollando sus metáforasseculares; la escolástica es la filosofía del latínmuerto de la Edad Media en lucha con las len-guas vulgares; en Descartes discurre la lenguafrancesa, la alemana en Kant y en Hegel, y elinglés en Hume y en Suart Mill. Y es que elpunto de partida lógico de toda especulaciónfilosófica no es el yo, ni es la representación -vorstellung- o el mundo tal como se nos presen-ta inmediatamente a los sentidos, sino que es larepresentación mediata o histórica, humana-mente elaborada y tal como se nos da princi-palmente en el lenguaje por medio del cualconocemos el mundo; no es la representaciónpsíquica sino la pnumática. Cada uno de noso-tros parte para pensar, sabiéndolo o no y quié-ralo o no lo quiera, de lo que han pensado losdemás que le precedieron y le rodean. El pen-

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samiento es una herencia, Kant pensaba enalemán, y al alemán tradujo a Hume y a Rous-seau, que pensaban en inglés y en francés, res-pectivamente. Y Spinoza, ¿no pensaba en ju-deo-portugués, bloqueado por el holandés y enlucha con él?

El pensamiento reposa en prejuicios y los pre-juicios van en la lengua. Con razón adscribíaBacon al lenguaje no pocos errores de los idolafori. Pero ¿cabe filosofar en pura álgebra o si-quiera en esperanto? No hay sino leer el librode Avenarius de crítica de la experiencia pura -reine Erfahrung-, de esta experiencia prehuma-na, o sea inhumana, para ver adónde puedellevar eso. Y Avenarius mismo, que ha tenidoque inventarse un lenguaje, lo ha inventadosobre la tradición latina, con raíces que lleva ensu fuerza metafórica todo un contenido de im-pura experiencia, de experiencia social huma-na. Toda filosofía es, pues, en el fondo, filolog-ía. Y la filología, con su grande y. fecunda leyde las formaciones analógicas, da su parte al

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azar, a lo irracional, a lo absolutamente incon-mensurable. La historia no es matemática ni lafilosofía tampoco. ¡Y cuántas ideas filosóficasno se deben en rigor a algo así como rima, a lanecesidad de colocar un consonante! En Kantmismo abunda no poco de esto, de simetríaestética; de rima.

La representación es, pues, como el lenguaje,como la razón misma -que no es sino el lengua-je interior-, un producto social y racial, y la ra-za, la sangre del espíritu es la lengua, como yalo dejó dicho, y yo muy repetido, Oliver Wen-dell Holmes, el yanqui.

Nuestra filosofía occidental entró en madu-rez, llegó a conciencia de sí, en Atenas, conSócrates, y llegó a esta conciencia mediante eldiálogo, la conversación social. Y es hondamen-te significativo que la doctrina de las ideas in-natas, del valor objetivo y normativo de lasideas, de lo que luego, en la Escolástica, sellamó realismo, se formulase en diálogos. Yesas ideas, que son la realidad, son nombres,

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como el nominalismo enseñaba. No que no se-an más que nombres, flatus vocis, sino que sonnada menos que nombres. El lenguaje es el quenos da la realidad, y no como un mero vehículode ella, sino como su verdadera carne, de quetodo lo otro, la representación muda o inarticu-lada, no es sino esqueleto. Y así la lógica operasobre la estética; el concepto sobre la expresión,sobre la palabra, y no sobre la percepción bruta.

Y esto basta tratándose del amor. El amor nose descubre a sí mismo hasta que no habla, has-ta que no dice: ¡Yo te amo! Con muy profundaintuición, Stendhal, en su novela La Chartreusede Parme, hace que el conde Mosca, furioso decelos y pensando en el amor que cree une a laduquesa de Sanseverina con su sobrino Fabri-cio, se diga: «Hay que calmarse; si empleo ma-neras duras, la duquesa es capaz, por simplepique de vanidad, de seguirle a Belgirate, y allí,durante el viaje, el azar puede traer una palabraque dará nombre a lo que sienten uno por otro,

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y después en un instante, todas las consecuen-cias.»

Así es, todo lo hecho se hizo por la palabra, yla palabra fue en un principio.

El pensamiento, la razón, esto es, el lenguajevivo, es una herencia, y el solitario de AbenTofail, el filósofo arábigo guadijeño, tan absur-do como el yo de Descartes. La verdad concretay real, no metódica e ideal es: homo sum, ergocogito. Sentirse hombre es más inmediato quepensar. Mas por otra parte, la Historia, el pro-ceso de la cultura no halla su perfección y efec-tividad plena sino en el individuo; el fin de laHistoria y de la Humanidad somos los sendoshombres, cada hombre, cada individuo. Homosum, ergo cogito: cogito ut sim Michael de Unamu-no. El individuo es el fin del Universo.

Y esto de que el individuo sea el fin del Uni-verso, lo sentimos muy bien nosotros los espa-ñoles. ¿No dijo Martin A. J. Hume (The SpanishPeople) aquello de la individualidad introspec-

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tiva del español, y lo comenté yo en un ensayopublicado en la revista La España Moderna?.

Y es acaso este individualismo mismo intros-pectivo el que no ha permitido que brotaranaquí sistemas estrictamente filosóficos, o másbien metafóricos. Y ello, a pesar de Suárez, cu-yas sutilezas formales no merecen tal nombre.

Nuestra metafísica, si algo, ha sido metantró-pica, y los nuestros, filólogos, o más bienhumanistas en el más comprensivo sentido.

Menéndez y Pelayo, de quien con exactituddijo Benedetto Croce (Estética, apéndice bi-bliográfico) que se inclinaba al idealismo me-tafísico, pero parecía querer acoger algo de losotros sistemas, hasta de las teorías empíricas;por lo cual su obra sufría, al parecer de Croce -que se refería a su Historia de las ideas estéticas enEspaña-, de cierta incerteza, desde el punto devista teórico del autor, Menéndez y Pelayo, ensu exaltación de humanista español, que noquería renegar del Renacimiento, inventó lo delvivismo, la filosofía de Luis Vives, y acaso, no

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por otra cosa que por ser, como él, este otro, es-pañol renaciente y ecléctico. Y es que Menén-dez y Pelayo, cuya filosofía era, ciertamente,todo incerteza, educado en Barcelona, en lastimideces del escocesismo traducido al espíritucatalán, en aquella filosofía rastrera del commonsense que no quería comprometerse, y era todade compromiso, y que tan bien presentó Bal-mes, huyó siempre de toda robusta lucha inter-ior y fraguó con compromisos su conciencia.

Más acertado anduvo, a mi entender, ÁngelGanivet, todo adivinación e instinto, cuandopregonó como nuestro el senequismo, la filosof-ía, sin originalidad de pensamiento, perograndísima de acento y tono, de aquel estoicocordobés pagano, a quien por suyo tuvieron nopocos cristianos. Su acento fue un acento espa-ñol, latinoafricano, no helénico, y ecos de él seoyen en aquel -también tan nuestro- Tertuliano,que creyó corporales de bulto a Dios y al alma,y que fue algo así como un Quijote del pensa-miento cristiano de la segunda centuria.

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Mas donde acaso hemos de ir a buscar elhéroe de nuestro pensamiento, no es a ningúnfilósofo que viviera en carne y hueso, sino a unente de ficción y de acción, más real que losfilósofos todos; es a Don Quijote. Porque hayun quijotismo filosófico, sin duda, pero tam-bién una filosofía quijotesca. ¿Es acaso otra, enel fondo, la de los conquistadores, la de los con-trarreformadores, la de Loyola, y, sobre todo,ya en el orden del pensamiento abstracto, perosentido, la de nuestros místicos? ¿Qué era lamística de san Juan de la Cruz sino una caba-llería andante del sentimiento a lo divino?

Y el Don Quijote no puede decirse que fueraen rigor idealismo; no peleaba por ideas. Eraespiritualismo; peleaba por espíritu.

Convertid a Don Quijote a la especulación re-ligiosa, como ya él soñó una vez en hacerlocuando encontró aquellas imágenes de relieve yentalladura que llevaban unos labradores parael retablo de su aldea, y a la meditación de lasverdades eternas, y vedle subir al Monte Car-

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melo por medio de la noche oscura del alma, aver desde allí arriba, desde la cima, salir el solque no se pone, y como el águila que acompañaa san Juan en Patmos, mirarle cara a cara y es-cudriñar sus manchas, dejando a la lechuza queacompaña en el Olimpo a Atena -la de los ojosglaucos, esto es, lechucinos, la que ve en lassombras, pero a la que la luz del mediodía des-lumbra- buscar entre sombras con sus ojos lapresa para sus crías.

Y el quijotismo especulativo o meditativo es,como el práctico, locura hija de la locura de lacruz. Y por eso es despreciado por la razón. Lafilosofía, en el fondo, aborrece al cristianismo, ybien lo probó el manso Marco Aurelio.

La tragedia de Cristo, la tragedia divina, es lade la cruz. Pilato, el escéptico, el cultural, quisoconvertirla por la burla en sainete, e ideó aque-lla farsa del rey de cetro de caña y corona deespinas, diciendo: «¡He aquí el hombre!», peroel pueblo, más humano que él, el pueblo quebusca tragedia grita: «¡Crucifícale, crucifícale!»

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Y la otra tragedia, la tragedia humana, in-trahumana, es la de Don Quijote con la caraenjabonada para que se riera de él la servidum-bre de los duques, y los duques mismos, tansiervos como ellos. «¡He aquí el loco!», se di-rían. Y la tragedia cómica, irracional, es la pa-sión por la burla y el desprecio.

El más alto heroísmo para un individuo, co-mo para un pueblo, es saber afrontar el ridícu-lo; es, mejor aún, saber ponerse en ridículo y noacobardarse en él.

Aquel trágico suicida portugués, Anthero deQuental, de cuyos poderosos sonetos os he yadicho, dolorido en su patria a raíz del ultimá-tum inglés a ella en 1890, escribió: «Dijo unhombre de Estado inglés del siglo pasado, queera también por cierto un perspicaz observadory un filósofo, Horacio Walpole, que la vida esuna tragedia para los que sienten y una come-dia para los que piensan. Pues bien: si hemosde acabar trágicamente, nosotros, portugueses,que sentimos, prefiramos con mucho ese destino

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terrible, pero noble, a aquel que le está reserva-do, y tal vez en un futuro no muy remoto, aInglaterra que piensa y calcula, el cual destino esel acabar miserable y cómicamente.» Dejemoslo de que Inglaterra piensa y calcula, como im-plicando que no siente, en lo que hay una injus-ticia que se explica por la ocasión en que fueeso escrito, y dejemos lo que los portuguesessienten, implicando que apenas piensan ni cal-culan, pues siempre nuestros hermanos atlánti-cos se distinguieron por cierta pedantería sen-timental, y quedémonos con el fondo de la te-rrible idea, y es que unos, los que ponen el pen-samiento sobre el sentimiento, yo diría la razónsobre la fe, mueren cómicamente, y muerentrágicamente los que ponen la fe sobre la razón.Porque son los burladores los que muerencómicamente, y Dios se ríe luego de ellos, y espara los burlados la tragedia, la parte noble.

Y hay que buscar, tras de las huellas de DonQuijote, la burla.

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¿Y volverá a decírsenos que no ha habido fi-losofía española en el sentido técnico de esapalabra? Y digo: ¿cuál es ese sentido?, ¿quéquiere decir filosofía? Windelband, historiadorde la filosofía, en su ensayo sobre lo que la fi-losofía sea (Was ist Philosophie? en el volumenprimero de sus Praeludien), nos dice que «lahistoria del nombre de la filosofía es la historiade la significación cultural de la ciencia»; aña-diendo: «Mientras el pensamiento científico seindependiza como impulso del conocer porsaber, toma el nombre de filosofía; cuando des-pués la ciencia unitaria se divide en sus ramas,es la filosofía del conocimiento general delmundo que abarca a los demás. Tan prontocomo el pensamiento científico se rebaja denuevo a un medio moral o de la contemplaciónreligiosa, transfórmase la filosofía en un arte dela vida o en una formulación de creencias reli-giosas. Y así que después se liberta . de nuevola vida científica, vuelve a encontrar la filosofíael carácter de independiente conocimiento del

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mundo, y en cuanto empieza a renunciar a lasolución de este problema, cámbiase en unateoría de la ciencia misma.» He aquí una brevecaracterización de la filosofía desde Tales hastaKant pasando por la escolástica medieval enque intentó fundamentar las creencias religio-sas. ¿Pero es que acaso no hay lugar para otrooficio de la filosofía, y es que sea la reflexiónsobre el sentimiento mismo trágico de la vidatal como lo hemos estudiado, la formación de lalucha entre la razón y la fe, entre la ciencia y lareligión, y el mantenimiento reflexivo de ella?

Dice luego Windelband: «Por filosofía en elsentido sistemático, no en el histórico, no en-tiendo otra cosa que la ciencia crítica de losvalores de validez universal (allgemeingutigenWerten). » ¿Pero qué valores de más universalvalidez que el de la voluntad humana querien-do ante todo y sobre todo la inmortalidad per-sonal, individual y concreta del alma, o sea lafinalidad humana del Universo, y el de la razónhumana, negando la racionalidad y hasta la

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posibilidad de ese anhelo? ¿Qué valores de másuniversal validez que el valor racial o matemá-tico y el valor volitivo o teológico del Universoen conflicto uno con otro?

Para Windelband, como para los kantianos yneokantianos en general, no hay sino tres cate-gorías normativas, tres normas universales, yson las de lo verdadero o falso, lo bello y lo feo,y lo bueno o lo malo moral. La filosofía se re-duce a lógica, estética y ética, según estudia laciencia, el arte o la moral. Queda fuera otracategoría, y es la de lo grato y lo ingrato -oagradable y desagradable-; esto es, lo hedónico.Lo hedónico no puede, según ellos, pretendervalidez universal, no puede ser normativo.«Quien eche sobre la filosofía -escribe Windel-bandla carga de decidir en la cuestión del op-timismo y del pensamiento, quien le pida quedé un juicio acerca de si el mundo es más apro-piado a engendrar dolor que placer o viceversa,el tal, si se conduce más que dilettantescamente,trabaja en el fantasma de hallar una determina-

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ción absoluta en un terreno en que ningúnhombre razonable la ha buscado.» Hay que ver,sin embargo, si esto es tan claro como parece,en caso de que sea yo un hombre razonable yno me conduzca nada más que dilettantesca-mente, lo cual sería la abominación de la desola-ción.

Con muy hondo sentido, Benedetto Croce, ensu filosofía del espíritu, junto a la estética comociencia de la expresión y a la lógica como cien-cia del concepto puro, dividió la filosofía de lapráctica en dos ramas: economía y ética. Reco-noce, en efecto, la existencia de un gradopráctico del espíritu, meramente económico,dirigido a lo singular, sin preocupación de louniversal. Yago o Napoleón son tipos de per-fección, de genialidad económica, y este gradoqueda fuera de la moralidad. Y por él pasa todohombre, porque ante todo, debe querer ser élmismo, como individuo, y sin ese grado no seexplicaría la moralidad, como sin la estética lalógica carece de sentido. Y el descubrimiento

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del valor normativo del grado económico quebusca lo hedónico, tenía que partir de un ita-liano, de un discípulo de Maquiavelo, que tanhonradamente especuló sobre la virtú, la efica-cia práctica, que no es precisamente la virtudmoral.

Pero ese grado económico no es, en el fondo,sino la incoación del religioso. Lo religioso es loeconómico o hedónico trascendental. La reli-gión es una economía o una hedonística tras-cendental. Lo que el hombre busca en la reli-gión, en la fe religiosa, es salvar su propia indi-vidualidad, eternizarla, lo que no se consigue nicon la ciencia, ni con el arte, ni con la moral. Niciencia, ni arte, ni moral nos exigen a Dios; loque nos exige a Dios es la religión. Y con muygenial acierto hablan nuestros jesuitas del grannegocio de nuestra salvación. Negocio, sí, ne-gocio, algo de género económico, hedonístico,aunque trascendente. Y a Dios no le necesita-mos ni para que nos enseñe la verdad de lascosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad

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con penas y castigos, sino para que nos salve,para que no nos deje morir del todo. Y este an-helo singular es por ser de todos y de cada unode los hombres normales -los anormales porbarbarie o por supercultura no entran en cuen-ta-, universal y normativo.

Es, pues, la religión una economía trascen-dente, o si se Wiere, metafísica. El Universotiene para el hombre, junto a sus valores lógico,estético y ético, también un valor económico,que hecho así universal y normativo, es el valorreligioso. No se trata sólo para nosotros de ver-dad, belleza y bondad; trátase también, y antetodo, de salvación del individuo, de perpetua-ción, que aquellas normas no nos procuran. Laeconomía llamada política nos enseña el modomás adecuado, más económico de satisfacernuestras necesidades, sean o no racionales, feaso bellas, morales o inmorales -un buen negocioeconómico puede ser una estafa o algo que a lalarga nos lleve a la muerte-, y la suprema nece-sidad humana es la de no morir, la de gozar por

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siempre la plenitud de la propia limitación in-dividual. Que si la doctrina católica eucarísticaenseña que la sustancia del cuerpo de Jesucristoestá toda en la hostia consagrada y toda en ca-da parte de esta, eso quiere decir que Dios estátodo en todo el Universo, y que todo en cadauno de los individuos que la integran. Y este es,en el fondo, un principio no lógico, ni estético,ni ético, sino económico trascendente o religio-so. Y con esa norma puede la filosofía juzgardel optimismo y del pesimismo. Si el almahumana es inmortal, el mundo es económica ohedonísticamente bueno; y si no lo es, es malo. Y elsentido que a las categorías de bueno y de malodan el pesimismo y el optimismo, no es sentidoético, sino un sentido económico o hedonístico.Es bueno lo que satisface nuestro anhelo vital, ymalo aquello que no lo satisface.

Es, pues, la filosofía también ciencia de la tra-gedia de la vida, reflexión del sentimientotrágico de ella. Y un ensayo de esta filosofía,con sus inevitables contradicciones o antino-

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mias íntimas, es lo que he pretendido en estosensayos. Y no ha de pasar por alto el lector quehe estado operando sobre mí mismo; que hasido este un trabajo de autocirugía y sin másanestésico que el trabajo mismo. El goce deoperante ennoblecíame el dolor de ser operado.

Y en cuanto a mi otra pretensión, es la de queesto sea filosofía española, tal vez la filosofíaespañola, de que si un italiano descubre el va-lor normativo y universal del grado económico,sea un español el que enuncie que ese grado noes sino el principio del religioso y que la esen-cia de nuestra religión, de nuestro catolicismoespañol, es precisamente el ser no una ciencia,ni un arte, ni una moral, sino una economía a loeterno, o sea a lo divino; que esto sea lo espa-ñol, digo, dejo para otro trabajo -este histórico-,el intento siquiera de justificarlo. Mas por ahoray aun dejando la tradición expresa y externa, laque se nos muestra en documentos históricos,¿es que no soy yo un español -y un español queapenas si ha salido de España-, un producto,

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por lo tanto, de la tradición española, de la tra-dición viva, de la que se transmite en senti-mientos e ideas que sueñan y no en textos queduermen?

Aparéceseme la filosofía en el alma de mipueblo como la expresión de una tragedia ínti-ma análoga a la tragedia del alma de Don Qui-jote, como la expresión de una lucha entre loque el mundo es, según la razón de la ciencianos lo muestra, y lo que queremos que sea,según la fe de nuestra religión nos lo dice? Y enesta filosofía está el secreto de eso que sueledecirse de que somos en el fondo irreductiblesa la Kultura, es decir, que no nos resignamos aella. No, Don Quijote, no se resigna ni al mun-do ni a su verdad, ni a la ciencia o lógica, ni alarte o estética, ni a la moral o ética.

«Es que con todo eso -se me ha dicho más deuna vez _ y más que por uno- no conseguiríasen todo caso sino empujar a las gentes al másloco catolicismo.» Y se me ha acusado de reac-cionario y hasta de jesuita. ¡Sea! ¿Y qué? Sí, ya

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lo sé, ya sé que es locura querer volver lasaguas del río a su fuente, que es el vulgo el quebusca la medicina de sus males en el pasado;pero también sé que todo el que pelea por unideal cualquiera, aunque parezca del pasado,empuja el mundo al porvenir, y que los únicosreaccionarios son los que se encuentran bien enel presente. Toda supuesta restauración delpasado es hacer porvenir, y si el pasado ese esun ensueño, algo mal conocido... mejor quemejor. Como siempre, se marcha al porvenir, elque anda, a él va, aunque marche de espaldas.¡Y quién sabe si no es esto mejor!...

Siéntome con un alma medieval, y se me an-toja que es medieval el alma de mi patria; queha atravesado esta, a la fuerza, por el Renaci-miento, la Reforma y la Revolución, apren-diendo, sí, de ellas, pero sin dejarse tocar elalma, conservando la herencia espiritual deaquellos tiempos que llaman caliginosos. Y elquijotismo no es sino lo más desesperado de la

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lucha de la Edad Media contra el Renacimiento,que salió de ella.

Y si los unos me acusaren de servir a unaobra de reacción católica, acaso los otros, loscatólicos oficiales... Pero estos en España ape-nas se fijan en cosa alguna ni se entretienensino en sus propias disensiones y querellas. ¡Yademás, tienen unas entendederas los pobres!

Pero es que mi obra -iba a decir mi misión- esquebrantar la fe de unos y de otros y de losterceros, la fe en la negación y la fe en la abs-tención, y esto por fe en la fe misma; es comba-tir a todos los que se resignan, sea el ca-tolicismo, sea el racionalismo, sea el agnosti-cismo: es hacer que vivan todos inquietos yanhelantes.

¿Será esto eficaz? ¿Pero es que creía Don Qui-jote acaso en la eficacia inmediata aparencial desu obra? Es muy dudoso, y por lo menos novolvió, por si acaso, a acuchillar segunda vez sucelada. Y numerosos pasajes de su historia de-latan que no creía gran cosa conseguir de mo-

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mento su propósito de restaurar la caballeríaandante. ¿Y qué importaba si así vivía él y seinmortalizaba? Y debió de adivinar, y adivinóde hecho, otra más alta eficacia de aquella suobra, cual era la que ejercería en cuanto conpiadoso espíritu leyesen sus hazañas.

Don Quijote se puso en ridículo, ¿pero cono-ció acaso el más trágico ridículo, el ridículoreflejo, el que uno hace ante sí mismo, a suspropios ojos del alma? Convertid el campo debatalla de Don Quijote a su propia alma; po-nedle luchando en ella por salvar a la EdadMedia del Renacimiento, por no perder su teso-ro de la infancia; haced de él un Don Quijoteinterior -con su Sancho, un Sancho tambiéninterior y también heroico, al lado- y decidmede la tragedia cómica.

¿Y qué ha dejado Don Quijote?, diréis. Y yoos diré que se ha dejado a sí mismo, y que unhombre, un hombre vivo y eterno, vale portodas las teorías y por todas las filosofías. Otrospueblos nos han dejado sobre todo insti-

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tuciones, libros; nosotros hemos dejado almas.Santa Teresa vale por cualquier instituto, porcualquier Crítica de la razón pura.

Es que Don Quijote se convirtió. Sí, para mo-rir el pobre. Pero el otro, el real, el que se quedóy vive entre nosotros, ese sigue alentándonoscon su aliento, ese no se convirtió, ese sigueanimándonos a que nos pongamos en ridículo,ese no debe morir. Y el otro, el que se convirtiópara morir, pudo haberse convertido porquefue loco y fue su locura, y no su muerte ni suconservación, lo que lo inmortalizó merecién-dole el perdón del delito de haber nacido. Felixculpa! Y no se curó tampoco, sino que cambióde locura. Su muerte fue su última aventuracaballeresca; con ella forzó el cielo, que padecefuerza.

Murió aquel Don Quijote y bajó a los infier-nos, y entró en ellos lanza en ristre, y libertó alos condenados todos, como a los galeotes, ycerró sus puertas, y quitando de ellas el rótuloque allí viera el Dante puso uno que decía: ¡vi-

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va la esperanza!, y escoltado por los libertados,que de él se reían, se fue al cielo. Y Dios se riópaternalmente de él y esta risa divina le llenóde felicidad eterna el alma.

Y el otro Don Quijote se quedó aquí, entrenosotros, luchando a la desesperada. ¿Es que sulucha no arranca de desesperación? ¿Por quéentre las palabras que el inglés ha tomado anuestra lengua figura entre siesta, camarilla, gue-rrilla y otras, la de desperado, esto es, deses-perado? Este Quijote interior que os decía,consciente de su propia trágica comicidad, ¿noes un desesperado? Un desperado, sí, como Piza-rro y como Loyola. Pero «es la desesperacióndueña de los imposibles», nos enseña Salazar yTorres (en Elegir al enemigo, act. I), y es de la de-sesperación y sólo de ella de donde nace la es-peranza heroica, la esperanza absurda, la espe-ranza loca. Spero quia absurdum, debía decirse,más bien que credo.

Y Don Quijote, que estaba solo, buscaba mássoledad aún, buscaba las soledades de la Peña

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Pobre para entregarse allí, a solas, sin testigos, amayores disparates en que desahogar el alma.Pero no estaba tan solo, pues le acompaña San-cho, Sancho el bueno, Sancho el creyente, San-cho el sencillo. Sí, como dicen algunos, DonQuijote murió en España y queda Sancho, es-tamos salvados, porque Sancho se hará, muertosu amo, caballero andante. Y en todo caso, es-pera otro caballero loco a quien seguir de nue-vo.

Hay también una tragedia de Sancho. Aquel,el otro, el que anduvo con el Don Quijote quemurió no consta que muriese, aunque hayquien cree que murió loco de remate, pidiendola lanza y creyendo que había sido verdadcuanto su amo abominó por mentira en su le-cho de muerte y de conversión. Pero tampococonsta que murieran ni el bachiller Sansón Ca-rrasco, ni el cura, ni el barbero, ni los duques ycanónigos, y con estos es con los que tiene queluchar el heroico Sancho.

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Solo anduvo Don Quijote, solo con Sancho,solo con su soledad. ¿No andaremos tambiénsolos sus enamorados, forjándonos una Españaquijotesca que sólo en nuestro magín existe?

Y volverá a preguntársenos: ¿qué ha dejado ala Kultura Don Quijote? Y diré: ¡el quijotismo, yno es poco! Todo un método, toda una episte-mología, toda una estética, toda una lógica,toda una ética, toda una religión sobre todo, esdecir, toda una economía a lo eterno y lo di-vino, toda una esperanza en lo absurdo racio-nal.

¿Por qué peleó Don Quijote? Por Dulcinea,por la gloria, por vivir, por sobrevivir. No porIseo, que es la carne eterna; no por Beatriz, quees la teología; no por Margarita, que es el pue-blo; no por Helena, que es la cultura. Peleó porDulcinea, y la logró, pues que vive.

Y lo más grande de él fue haber sido burladoy vencido, porque siendo vencido es comovencía: dominaba al mundo dándole que reírde él.

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¿Y hoy? Hoy siente su propia comicidad y lavanidad de su esfuerzo en cuanto a lo tempo-ral; se ve desde fuera -la cultura le ha enseñadoa objetivarse, esto es, a enajenarse en vez deensimismarse-, y al verse desde fuera, se ríe desí mismo, pero amargamente. El personaje mástrágico acaso fuese un Margutte íntimo, que,como el de Pulci, muera reventando de risa,pero de risa de sí mimo. E riderá in eterno, reiráeternamente, dijo de Margutte el ángel Gabriel.¿No oís la risa de Dios?

Don Quijote el mortal, al morir, comprendiósu propia comicidad, y lloró sus pecados, peroel inmortal, comprendiéndola se sobrepone aella y la vence sin desecharla.

Y Don Quijote no se rinde, porque no es pe-simista, y Pelea. No es pesimista porque el pe-simismo es hijo de la vanidad, es cosa de moda,puro snobismo, y Don Quijote ni es vano ni va-nidoso, ni moderno de ninguna modernidad -menos modernista-, y no entiende qué es eso desnob mientras no se lo digan en cristiano viejo

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español. No es pesimista Don Quijote, porquecomo no entiende qué sea eso de la joie de vivre,no entiende de su contrario. Ni entiende detonterías futuristas tampoco. A pesar de Clavi-leño, no ha llegado al aeroplano, que parecequerer alejar del cielo a no pocos atolondrados.Don Quijote no ha llegado a la edad del tediode la vida, que suele traducirse en esa tan ca-racterística topofobia de no pocos espíritusmodernos, que se pasan la vida corriendo atodo correr de un lado para otro, y no por amora aquel adonde van, sino por odio a aquel otrode donde vienen, huyendo de todos. Lo que esuna de las formas de la desesperación.

Pero Don Quijote oye ya su propia risa, oye larisa divina, y como no es pesimista, como creeen la vida eterna, tiene que pelear, arremetien-do contra la ortodoxia inquisitorial científicamoderna por traer una nueva e imposible EdadMedia, dualística, contradictoria, apasionada.Como un nuevo Savonarola, Quijote italiano defines del siglo xv, pelea contra esa Edad Mo-

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derna que abrió Maquiavelo y que acabarácómicamente. Pelea contra el racionalismoheredado del XVIII. La paz de la conciencia, laconciliación entre la razón y la fe, gracias a Diosprovidente, no cabe. El mundo tiene que sercomo Don Quijote quiere y las ventas tienenque ser castillos, y peleará con él y será, al pare-cer, vencido, pero vencerá al ponerse en ridícu-lo. Y se vencerá riéndose de sí mismo y hacién-dose reír.

«La razón habla y el sentido muerde», dijo elPetrarca; pero también la razón muerde, ymuerde en el cogollo del corazón. Y no hay máscalor a más luz. «¡Luz, luz, más luz todavía!»,dicen que dijo Goethe moribundo. No, calor,calor, más calor todavía, que nos morimos defrío y no de oscuridad. La noche no mata; matael hielo. Y hay que libertar a la princesa encan-tada y destruir el retablo de Maese Pedro.

¿Y no habrá también pedantería. Dios mío, enesto de creerse uno burlado y haciendo el Qui-jote? Los regenerados (Opvakte) desean que el

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mundo impío se burle de ellos para estar segu-ros de ser regenerados, puesto que son burla-dos, y gozar la ventaja de poder quejarse de laimpiedad del mundo, dijo Kierkegaard (Afslut-tende uvidenskabelig Efterskrift, II, Afsnit II, cap.IV, sect. II B).

¿Cómo escapar a una u otra pedantería, o unau otra afectación, si el hombre natural no essino un mito, y somos artificiales todos?

¡Romanticismo! Sí, acaso sea esa, en parte, lapalabra. Y nos sirve más y mejor por su impre-sión misma. Contra eso, contra el romanticis-mo, se ha desencadenado recientemente, sobretodo en Francia, la pedantería racionalista yclasicista. ¿Que él, que el romanticismo, es otrapedantería, la pedantería sentimental? Tal vez.En este mundo un hombre culto, o es dilettanteo es pedante; a escoger, pues. Sí, pedantes acasoRené y Adolfo Obermann y Larra... El caso esbuscar consuelo en el desconsuelo.

Ala filosofía de Bergson, que es una restaura-ción espiritualista, en el fondo mística, medie-

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val, quijotesca, se la ha llamado filosofía demi-mondaine. Quitadle el demi; mondaine, mundana.Mundana, sí, para el mundo y no para los filó-sofos, como no debe ser la química para losquímicos solos. El mundo quiere ser engañado-mundus vult decipi-, o con el engaño de antes dela razón, que es la poesía, con el engaño dedespués de ella, que es la religión. Y ya dijoMaquiavelo que quien quisiera engañar, encon-trará siempre quien deje que le engañen. ¡Ybienaventurados los que hacen el primo! Unfrancés, Jules de Gaultier, dijo que el privilegiode su pueblo, era n'étre pas dupe, no hacer elprimo. ¡Triste privilegio!

La ciencia no le da a Don Quijote lo que estele pide. «¡Que no le pida eso -dirán-; que seresigne, que acepte la vida y la verdad comoson!» Pero él no la acepta así, y pide señales, alo que le mueve Sancho, que está a su lado. Yno es que Don Quijote no comprenda lo quecomprende quien así le habla, el que procuraresignarse y aceptar la vida y la verdad raciona-

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les. No; es que sus necesidades efectivas sonmayores. ¿Pedantería? ¡Quién sabe!...

Y en este siglo crítico, Don Quijote, que se hacontaminado de cristicismo también, tiene quearremeter contra sí mismo, víctima de intelec-tualismo y de sentimentalismo, y que cuandoquiere ser más espontáneo, más afectado apa-rece. Y quiere el pobre racionalizar lo irracionale irracionalizar lo racional. Y cae en la desespe-ración íntima del siglo crítico de que fueron lasdos más grandes víctimas Nietzsche y Tolstoi.Y por desgracia entra en el furor heroico de quehablaba aquel Quijote del pensamiento queescapó al claustro, Giordano Bruno, y se hacedespertador de las almas que duermen, dormi-tantium animorum excubitor, como dijo de símismo el ex dominicano, el que escribió: «Elamor heroico es propio de las naturalezas supe-riores llamadas insanas -in-sane-, no porque nosaben -non sanno-, sino porque sobresaben -soprasanno. »

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Pero Bruno creía en el triunfo de sus doctri-nas, o por lo menos al pie de su estatua, en elCampo dei Fiori, frente al Vaticano, han puestoque se la ofrece el siglo por él adivinado, il seco-lo da lui divinato. Mas nuestro Don Quijote, elredivivo, el interior, el consciente de su propiacomicidad, no cree que triunfen sus doctrinasen este mundo porque no son de él. Y es mejorque no triunfen. Y si le quisiera hacer a DonQuijote rey, se retiraría solo, al monte, huyendode las turbas regificientes y regicidas, como seretiró solo al monte el Cristo cuando, despuésdel milagro de los peces y los panes, le quisie-ron proclamar rey. Dejó el título de rey paraencima de la cruz.

¿Cuál es, pues, la nueva misión de Don Qui-jote hoy en este mundo? Clamar, clamar en eldesierto. Pero el desierto oye, aunque no oiganlos hombres, y un día se convertirá en selvasonora, y esa voz solitaria que va posando en eldesierto como semilla, dará un cedro gigantes-co que con sus cien mil leguas cantará un

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hosanna eterno al Señor de la vida y de lamuerte.

Y vosotros ahora, bachilleres Carrascos delregeneracionismo europeizante, jóvenes quetrabajáis a la europea, con método y crítica...científicos, haced riqueza, haced patria, hacedarte, haced ciencia, haced ética, haced o másbien traducid sobre todo Kultura, que así mata-réis a la vida y a la muerte. ¡Para lo que ha dedurarnos todo!...

Y con esto se acaban ya-¡ ya era hora!-, porahora al menos, estos ensayos sobre el senti-miento trágico de la vida en los hombres y enlos pueblos, o por lo menos en mí -que soyhombre- y en el alma de mi pueblo, tal como enla mía se refleja.

Espero, lector, que mientras dure nuestra tra-gedia, en algún entreacto, volvamos a encon-trarnos. Y nos reconoceremos. Y perdona si tehe molestado más de lo debido e inevitable,más de lo que, al tomar la pluma para dis-

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traerte un poco de tus ilusiones, me propuse. ¡YDios no te dé paz y sí gloria!

En Salamanca, año de gracia de 1912.