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1 VIOLETA DIÉGUEZ LOS DEDALES DE ORO Y OTROS CUENTOS Ilustraciones de Marta Carrasco EDITORIAL ANDRÉS BELLO Barcelona • Buenos Aires • México D.F. • Santiago de Chile

Dedales de Oro Violeta Dieguez

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VIOLETA DIÉGUEZ LOS DEDALES DE ORO

Y OTROS CUENTOS

Ilustraciones de Marta Carrasco

EDITORIAL ANDRÉS BELLO Barcelona • Buenos Aires • México D.F. • Santiago

de Chile

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LOS DEDALES DE ORO

Cuando Dios terminó la Creación del mundo, descansó, y a la vuelta de los días y los años vio que los hombres habían construido hermosas ciudades con calles y avenidas —estrechas y anchas, cortas y largas—, en las que crecían verdes alamedas. Vio también grandes plazas con fuentes de agua, estatuas de piedra, árboles y muchas flores. Las casas, grandes y pequeñas, con sus balcones floridos y sus tejados rojos, animaban las calles en el día, y en las noches los faroles encendidos guiaban a los caminantes nocturnos. Todo parecía estar bien. Pero su mirada salió de las ciudades. Más allá de ellas se encontró con algunos caminos y cerros secos y pedregosos en los que no había color y parecía no

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haber vida.

Él había esparcido semillas a los cuatro vientos para pintar de alegría todos los rincones de la tierra. Pero en aquellos lugares ninguna flor había germinado. El paisaje era triste.

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—Qué será de los niños que juegan por allí? —se dijo Dios—. ¿Qué será de los pájaros y de los animales, de las mariposas y las abejas sin la compañía de las flores? —Pues bien —agregó pensativo—, haremos una flor para estas tierras secas, una flor que sólo en ellas pueda brotar y florecer. Tomó entonces muchos rayos de sol y los encerró en sus manos. Luego los soltó poco a poco y les ordenó: —Vayan por las tierras más abandonadas, más pobres, más pedregosas. Aquellas qúe sólo reciben las lluvias del invierno, y que están resecas por el calor del verano; busquen los caminos por donde corren los niños y cúbranlos de flores; lleguen hasta las carreteras por donde transitan los viajeros y las líneas por donde pasa

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el tren. Que todo quede lleno de flores y así sabrán mis hijos cuánto los amo. ¿Han comprendido bien lo que deben hacer? —concluyó Dios. —Sí, sí, sí —contestaron a coro los miles de rayos de sol, mientras se convertían en millones y millones de semillas. Entonces, como si fueran un inmenso ejército, todas juntas cabalgaron sobre el viento traspasando montes, ríos, mares y valles. —Éste no es el lugar; todavía no —advertían obedientes—. Debemos cruzar el bosque más allá del río. El viento las fue guiando a sus destinos: un grupo se

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quedó junto a las líneas del tren; otras se instalaron a las orillas de los caminos; algunas prefirieron un lugar debajo de los puentes, y otras muchas se repartieron en los patios resecos de las casas y se esparcieron por montes y quebradas. Al poco tiempo, un manto intensamente amarillo asombró a los niños. —Son flores de oro! ¡Qué hermosas! —exclamaban, cogiéndolas llenos de regocijo. —Es un regalo del buen Dios —aseguró un anciano, mirando los cuatro pétalos amarillos y suaves. —Parece un dedal —dijo una joven costurera—; un dedal de oro. Y así fue como los dedales de oro llegaron al mundo Si vas al campo en primavera o paseas por las afueras de la ciudad, te encontrarás con millares de flores doradas abiertas bajo el sol.

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TIEMPO DE SOL, HORAS DE LUNA

Había una vez un niño llamado Vicente. Era moreno, alegre y muy ágil. Lo que más le gustaba era levantarse muy temprano, correr por el parque con su perro Tody y comer chocolates con almendras. Pero había algo que le gustaba mucho más todavía. Para Vicente no había nada mejor en el mundo que pasear con su papá y sentir que su mano fuerte tomaba la suya para cruzar la calle. Entonces no necesitaba mirar ni a derecha ni a izquierda como le habían enseñado; podía caminar confiadamente. Entonces reía feliz. Pero el papá de Vicente era un hombre muy ocupado. Tenía tan poco tiempo libre que a veces pasaban días sin que el niño pudiera verlo ni escuchar su voz. Algunas noches trataba de quedarse despierto hasta tarde,

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luchando con el sueño que le cerraba los ojos, para sentir los pasos cuando volviera y correr a abrazarlo. Pero nunca lo lograba. La mamá de Vicente, aunque estaba casi todo el día en casa, tampoco tenía demasiado tiempo para él. Siempre estaba trabajando. —Mamá —le decía Vicente—, léeme. este cuento, ¿quieres? —Ahora no puedo. Tengo mucho que hacer. —Entonces voy a esperar a mi papá, para que él me lea. —No, Vicente —respondía su mamá—. Tu papá va a llegar tarde y cansado hoy día. No debes molestarlo. ¿Por qué no vas a jugar al jardín con Tody? “No tengo tiempo”. “No tengo tiempo”. Estas palabras daban vueltas y más vueltas en la cabeza de

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Vicente. ¿Por qué los grandes no tenían tiempo para nada? Se puso a pensar. “Debo hacer algo para que papá y mamá tengan horas y horas para jugar conmigo” Él quería que tuvieran tiempo para conversar y reír todos juntos, para pasear por el jardín, para salir a

caminar, para correr por las mañanas cuando el sol recién se asoma en el cielo y el aire que se respira es fresco. —Ya sé! —exclamó de pronto Vicente—. ¡Qué idea tan genial! Él había visto a mamá guardando mermelada en los frascos de conservas. Si mamá podía guardar mermelada para los meses del invierno, él podría guardar tiempo en esos mismos frascos para los días en que su papá y su mamá estaban tan ocupados. Había visto algunos frascos vacíos en la bodega. En ellos guardaría minutos, horas de sol y horas de luna,

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lo juntaría todo pacientemente. Él sí tenía tiempo para sentarse durante el día y al atardecer y así llenar de sol y de luna esos frascos. Se sentía feliz con su idea. Ahora todos podrían usar ese tiempo para estar juntos y ser felices. Vicente logró llenar diez frascos de sol y diez de luna. Ahora podía invitar a su papá a salir con él a correr en la mañana. Y así lo hizo en cuanto llegó de la oficina. —Lo pasaremos muy bien y nos reiremos mucho —le aseguró. —Hijo, lo siento tanto, pero no tengo tiempo; más adelante, tal vez en las vacaciones. ¿Por qué no sales a correr con Tody? Con él te entretendrás mucho. —Pero, papá, yo quiero salir contigo y con mamá. Vengan, les tengo una sorpresa. Vengan, vengan —insistió. Los llevó hasta su dormitorio. Allí, sobre la cama estaban los veinte frascos. Los padres, asombrados, no entendían qué pasaba. Miraban a Vicente y miraban los frascos.

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—Tomen estos frascos. Son para ustedes. Están llenos de tiempo. Hay tiempo de sol y tiempo de luna. Es un montón de horas para ustedes. Yo las guardé para regalárselas. Ahora podemos ir a correr. —Qué dices, Vicente? —Qué hay en mis frascos de mermelada? —Tiempo, mamá, tiempo; mucho tiempo para ti y para papá. Papá y mamá se miraron y comprendieron. —Gracias, Vicente —dijo papá—. Has tenido una idea genial. Por supuesto que saldremos todos juntos. Ahora sí tenemos tiempo, gracias a ti. —Yo también voy a salir —agregó mamá—. Pero

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antes voy a guardar tu maravilloso regalo, tus horas de sol y de luna, en un lugar muy especial.

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EL CERDITO CASIMIRO

Había una vez un cerdito muy sano y muy gordo, pero que siempre estaba triste porque nadie jugaba con él. Se sentía muy diferente a los demás, pues era el único cerdito que tenía tres manchas en la piel: una en la barriga, otra mancha en el lomo y la tercera justo entre los ojos. Se llamaba Casimiro, pero sus compañeros le decían “el Tres Manchas”, “el Manchitas” o “el Manchón”. Casimiro era muy tímido y cuando

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pasaba por el lado de otros cerditos no se atrevía a mirarlos porque siempre creía que se estaban riendo de él y que nunca lo invitarían a sus juegos. Un día caminaba solo y terriblemente aburrido, cuando se encontró con el lobo: —Buenos días, gordo —le dijo éste, sintiendo que despertaba violentamente

su apetito—. ¿Qué te pasa que te ves tan triste? —Nadie quiere jugar conmigo. Siempre estoy solo. No tengo amigos. Tus compañeros son malos. Pero yo sí soy tu amigo. Vamos, ven conmigo, vamos a la olla. —A dónde? —preguntó extrañado Casimiro-. ¿Para qué a una olla? —Qué dije? ¿A la olla?, ¡no, no!

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—respondió el lobo—. Quise decir que te invito a mi casa a tomar el té y a comer el rico dulce que estoy preparando en la olla. Tengo también unas tortillas con miel que te van a encantar. Y de un salto lo tomó del brazo amistosamente, pero con firmeza, y lo llevó, corre que te corre, hacia su casa. ¡Pobre Casimiro! ¡Qué feliz corría creyendo que el lobo sería su amigo y tendría con quién jugar! Era tan pequeño que no veía el peligro en que se encontraba. Y mientras tanto, al malvado lobo se le hacía agua. la boca pensando en el delicioso almuerzo que prepararía. Pero en esos momentos se escuchó un verdadero coro de gruñidos, que detuvo la carrera del lobo. Alguien llamó a Casimiro por su nombre: —Casimiro! ¡Casimiro! ¡Aléjate del lobo,, que quiere comerte! Casimiro dio vuelta la cabeza y quedó sorprendido al reconocer a tres cerditos de su edad, que lo llamaban alarmados. Eran el inteligente Bartolo, la linda, amable y coqueta Serafina y el valiente Quintín. Casimiro miró al lobo, el único que había querido jugar con él, y luego a los cerditos que siempre le habían dicho tonterías. No sabía qué hacer. Al fin se decidió:

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—Lo siento, lobo, otro día jugaré contigo. —Más lo siento yo, comida mía, digo, cerdito mío. Otro día jugaremos. Adiós —respondió mordiéndose los labios de rabia. Y Casimiro corrió a encontrarse con los cerditos que lo recibieron muy contentos al verlo a salvo del lobo feo y traidor.

• —Casimiro, no le creas una palabra al lobo —le aconsejó Bartolo. —Te asustaste mucho, Casimiro? —preguntó Serafina, abriendo más sus grandes ojos. —Pues no, no tuve miedo —contestó el cerdito—. Él dijo que era mi amigo... y como yo quería tener amigos... ¡Ustedes siempre se ríen de mí! —Lo que pasa es que tú te crees un supercerdo porque eres el único de todo el barrio que tiene pintas... —declaró Quintín. —Yo? ¿Creerme súper? Pero si yo pensaba que todos se reían de mí, de mis manchas. —Tus pintas son maravillosas —dijo Serafina,

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sonriendo con dulzura., —Creo que este asunto ya está aclarado. Y es hora de comer... —recordó Bartolo. La palabra comer despertó el hambre de los cuatro cerditos que partieron corriendo para llegar a sus corrales. Desde ese día Casimiro vive feliz y juega todas las tardes con sus amigos en el barro. Y colorin colorado Este cuento del cerdito También ha terminado.

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EL PICAFLOR Y LA FUCSIA

En medio de los verdes bosques, entre canelos, fuertes robles y helechos de largas hojas, tenía su casa un hermoso picaflor. Era un pájaro muy chiquito, tanto como la mano de un niño. Se llamaba Piranguita Veloz, porque batía sus alas velozmente para permanecer suspendido en el aire, bebiendo el néctar de su flor preferida: la más bella fucsia del bosque. Un día que volaba de regreso a su casa, Piranguita Veloz había pasado cerca de ella. Se detuvo y le dijo:

—Qué hermosa eres! Nunca había visto una flor como tú. ¿Cómo te llamas? —Me dicen Floriluz —respondió ella, y agregó sonriente—: ¿Es cierto que soy. tan linda? —Mucho más que linda —dijo el picaflor.

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Y desde entonces, cada vez que Piranguita Veloz salía de su casa visitaba a su amiga Floriluz. Pero pronto llegó el invierno y con él la lluvia, una lluvia interminable que no dejó salir al picaflor del nido por muchos días, y Floriluz, la fucsia roja del bosque, suspiraba muy triste echándolo de menos. Mientras lo esperaba, ella lavó sus pétalos y su vestido de verdes hojas para que Piranguita Veloz la encontrara más bonita cuando se alejara la lluvia y él pudiera regresar. Por fin, una mañana el sol brilló nuevamente en el cielo azul, borrando las nubes y secando la tierra. De inmediato, Piranguita Veloz emprendió el vuelo hacia el hogar de Floriluz. Y cuando la encontró, no pudo dejar de exclamar: —Estás más linda que nunca! Tus pétalos rojos relucen al sol y tu vestido verde parece esmeralda. Le hubiese gustado cantar, pero no sabía entonar una melodía. En cambio, Piranguita Veloz sabía bailar. Y eso fue lo que hizo para demostrar su alegría de volver a ver a Floriluz. Bailó y bailó sin descansar ofreciendo a su linda amiga un baile alado y mágico, como si fuera el acróbata de un circo. Floriluz lo contemplaba admirada de los pasos de su danza y de su perfecto equilibrio. Tan pronto Piranguita Veloz iba hacia adelante como hacia atrás

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o permanecía batiendo las alas sin moverse de un lugar. —Qué contenta estoy de que hayas vuelto! —dijo Floriluz—. Me sentía tan sola sin ti... Además, la tormenta me dejó más débil. Se llevó varias de mis hojas, que se fueron quién sabe dónde. De pronto, una sombra .negra y grande cubrió a la fucsia, alarmando a Piranguita Veloz. —Qué pasa? —preguntó asustado. Floriluz no alcanzó a contestar. Un pajarraco grande y pesado se había posado en sus débiles ramas. Ella no tenía fuerzas para sostenerlo y Piranguita Veloz vio cómo su amiga comenzaba a inclinarse peligrosamente bajo el peso del intruso. —Qué. hacer? —se preguntó el picaflor—. Soy tan pequeño. ¿Cómo voy a echar a ese enorme monstruo? Piranguita Veloz se acercó valientemente, pero antes de que alcanzara a decir una palabra, el pajarraco abrió sus alas amenazante. El pequeño picaflor voló hacia atrás, pero no se dio por vencido. Comenzó a mover sus alas de arriba abajo con fuerza y con una rapidez vertiginosa.

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girando de manera tan extraña que logró sorprender a su enemigo. Confundido ante este personaje que volaba alrededor de él, atacándolo de pronto por la derecha y un instante después por la izquierda, sin posarse jamás en una rama, el enorme pajarraco se alejó, escapando de su enemigo. —Hay mejores ramas en el bosque —exclamó con despecho y furioso al verse derrotado por un ser tan diminuto. —Gracias, gracias, Piranguita Veloz! ¡Qué valiente eres! Yo ya me veía aplastada por ése horrible pájaro —dijo la fucsia agradecida. La paz había vuelto. Nuevamente el picaflor y la fucsia se encontraban felices bajo el cielo azul.

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HOMI-TA

Había una vez una hormiga llamada Homi-Ta. Era inquieta, aventurera, , parlanchina y muy trabajadora. Se levantaba antes que nadie cada mañana y alborotaba completamente al hormiguero con sus ajetreos de amanecida. Luego de tomar desayuno, hacer un prolijo aseo y dejar arreglado su dormitorio, Homi-Ta salía muy compuesta a su trabajo diario. Y anda que te anda por los caminos. subiendo y bajando cerros, la hormiga

iba en busca de un granito aquí, de un pancito allá. Un día de verano cuando ya había terminado su trabajo, Homi-Ta se encontró con un enorme león,

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que por poco la aplasta con su inmensa pata. Al advertir su presencia, Homi-Ta gritó a todo pulmón: —Ey, grandote, mira por donde caminas! ¡Cuidaaaado! Sorprendido, el león miró hacia abajo y entre la hierba vio a la hormiga. Le hizo gracia ver a esa criatura tan chiquita, tan acalorada y que gritaba con tanta fuerza. —Hola, pequeña. Perdóname —dijo el león, que era muy educado—, no te había visto. Pero si quieres puedo ayudarte. Ven, sube. Yo te llevaré sana y salva adonde vayas, antes de que otro

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distraído como yo te haga daño. Es decir, si tienes confianza en mí... —No faltaba más! Inclínate para que yo suba con mi cosecha diaria. Y te lo agradezco mucho porque hoy he caminado demasiado y me siento muy cansada. Homi-Ta se instaló cómodamente en el lomo del león, y éste, con su diminuta carga, se dirigió trotando al hormiguero donde vivía su nueva amiga y se detuvo a la entrada. —Gracias, amigo león. Ha sido maravilloso viajar contigo. Ojalá nos encontremos nuevamente. Tendré buen cuidado de gritar en cuanto te vea venir.

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—Adiós, pequeña amiga. Para mí también fue un agrado traerte hasta tu casa. ¡Que‟ tengas un buen día! —dijo el león y se alejó rápidamente.

—Adiós! —le contestó Homi-Ta--, y no olvides mirar donde pisas. Mientras Homi—Ta descendía del lomo del león y se decían estas palabras de despedida, las compañeras de Homi-Ta la miraban sorprendidas. Nunca ninguna de ellas había viajado en tan singular compañía. Además, todas se asustaron un poco

al ver al enorme rey de la selva tan cerca de ellas. Pero en cuanto éste se alejó, todas acribillaron a Homi-Ta con preguntas. Querían saberlo todo: ¿dónde lo había conocido? ¿Por qué la había ido a dejar?... Y mientras más preguntas hacían, más rápido

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contestaba Homi-Ta. Y ella, a su vez, acribillaba a sus compañeras con sus rápidas respuestas: —. . . que casi me pisa. —. . . pero claro, lo perdoné. y me trajo en andas. —. . . qué rápido corre el león. ahora somos amigos. Alguien, sin embargo, no estaba contento; a decir verdad, estaba furioso. Homi-Bro, el mejor amigo de Homi-Ta, echaba chispas por los ojos. Le parecía imposible que su linda hormiguita hiciese amistad con el león y así se lo hizo saber. Ella replicó: —El león no es tan amigo mío como tú —respondió ella—; la verdad es que apenas lo conozco; ni siquiera sé su nombre. Claro que si no hubiera sido por su amabilidad todavía vendría en camino y hoy estaba más cansada que nunca.

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—No me gusta que seas amiga de él ni que aceptes su compañía —insistió enfurruñado Homi-Bro. —A ver, a ver, espera un poco. No tienes derecho a enojarte, aunque seas mi mejor amigo —aclaró la hormiguita—; pero te levantas tan tarde que tengo que irme sola a trabajar. Y si el león me ofrece traerme de vuelta... —Desde mañana me levantaré apenas salga el sol, te lo prometo —aseguró entonces Homi-Bro—. Y seré yo el que te acompañe siempre. Y cumplió su palabra. Desde aquel día, Homi-Ta y Homi-Bro salieron todas las mañanas muy temprano a buscar juntos su alimento y a pasear entre las flores. Tal vez tú, si miras con atención puedes verlos bajo una hoja verde o a la orilla del río, anda que te anda, con su pasito

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corto y su canción del mediodía. Y colorí coloró, el cuento terminó.

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EL OTOÑO Y LA HOJA

Llegaba la aurora con su traje color de rosa y su perfume de lilas y limones, anunciando que tras ella vendría la mañana. La acompañaba don Otoño, que caminaba a grandes pasos porque tenía prisa. Debía hacer su trabajo y hacerlo pronto. Así, antes de despedirse de la aurora, le prometió: —Ya verás que mañana cuando vengas todo estará más hermoso. Te daré una gran sorpresa. Y se fue caminando por bosques y parques, soplando y cantando que era

un gusto. A su paso, los árboles se agitaban y dejaban caer sus hojas sin chistar. Las flores se movían de un lado a otro y se despedían diciendo: —Adiós, adiós, hasta la próxima primavera! Pero en medio del parque de la ciudad, en la sexta rama de un viejo roble, una hoja se negaba a obedecer las órdenes del otoño.

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—Yo no pienso bajarme, no me voy a ir a ninguna parte. En esta rama nací, este roble es mi hogar. Aquí viene a despertarme el ruiseñor, y los niños que se trepan por las ramas son mis amigos. —Anda, baja de una vez. Todas las hojas deben partir y ya llegó tu hora —decía impaciente don Otoño, con sus redondas mejillas rojas de tanto soplar y resoplar.

Pero la porfiada hoja se aferró con desesperación a su padre el roble y se mantuvo en su lugar. —Si no caes hoy, lo harás mañana —aseguró el otoño, que ya estaba bastante molesto.

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Además, quería visitar los campos. Al día siguiente, la aurora quedó maravillada cuando vio las calles de la ciudad, cubiertas con una alfombra de obedientes hojas, que avanzaba suavemente impulsada por el viento. —Eres un artista, amigo Otoño! ¡Cómo ha cambiado este lugar! —Me alegro de que te guste —dijo él, orgulloso—. Prepárate para mañana, pues verás un paisaje más hermoso todavía. Te lo aseguro. Don Otoño había llegado ese día a la ciudad provisto de dos buenos pinceles y pintura roja y amarilla. Se fue, entonces, por las calles y los parques, y se acercó a cada uno de los árboles que aún guardaban sus hojas para comenzar su trabajo. Así, pinta que te pinta, una hoja roja, dos amarillas, pasó largo rato. De cuando en cuando se detenía y contemplaba su obra. Estaba contentísimo, hasta que, de pronto, se encontró con la hoja del roble, sola, verde y aferrada a. su árbol. —Ven acá, déjame que pinte tu vestido —le propuso don Otoño—. ¿Qué color prefieres? —Verde nací y verde me quedaré —repuso la hoja testaruda. El otoño, que estaba demasiado contento y no quería enojarse ese día, le contestó como un verdadero caballero:

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—Si no te pinto hoy, te pintaré mañana. Y se la quedó mirando. Era una hoja muy linda, en verdad. Pero él era don Otoño y tenía que cumplir con su trabajo: llevarse las hojas de los árboles y darles colores nuevos. Al tercer día la aurora y el otoño dieron un largo paseo por la ciudad, visitando los árboles rojos y amarillos, hasta que llegaron al viejo roble del parque. La hoja desobediente se veía distinta. —Me siento muy sola —dijo afligida—. No tengo con quién hablar.. Además estoy temblando de frío. Esto no es muy divertido. . —Recuerda que tú no quisiste partir con tus compañeras —dijo don Otoño—, ni siquiera aceptaste cambiar el color de tu vestido

—Es que quiero mucho a mi roble y no podía dejarlo solo. —No estará solo mucho tiempo. Pronto vendrá otra primavera y llegarán muchas hermanas tuyas para acompañarlo nuevamente.

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—Perdóname, te lo ruego. Quiero ir con mis compañeras. Tú me llevarás, ¿verdad? —suplicó ella temblorosa. —Por supuesto, pequeña! Pero tenemos que apresurarnos pues tus compañeras están algo lejos; el amigo Viento nos ayudará. Y soplando, soplando suavemente pero sin detenerse, la llevó hasta el campo donde las otras hojas esperaban la lluvia. —Gracias, don Otoño, eres muy bueno —fue lo último que dijo la hojita antes de echarse a dormir. Y colorín colorado el cuento de la bojita - ya ha terminado.

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CARIPILÚN

Había una vez un lindo conejito de color pardo que se llamaba Caripilún. Era el menor de siete hijos. Todos los días muy temprano partían sus hermanos a la escuela con sus mochilas de colores. Él se quedaba en la madriguera jugando mientras mamá Coneja hacía el aseo muy prolijamente. Y una vez que toda la casa estaba limpia, ella encendía la radio y, al compás de la música, bailaba rock, rap, cha-cha-cha y cualquier ritmo que escuchara.

Caripilún, que siempre la miraba extasiado, la aplaudía diciendo:

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—Eres una mamá muy linda. Pero había que volver a trabajar. Mamá Coneja debía hacer el almuerzo. —Caripilún —decía—, vamos a la cocina a preparar un delicioso almuerzo. ¿Qué te gustaría comer? —iPastel de zanahorias con pasas! —contestaba. casi siempre Caripilún. Era su plato preferido. —Sí, sí, eso está muy bien. Lo haremos con ensalada de lechugas y manzanas asadas —agregaba mamá Coneja. Entonces, mientras mamá se dedicaba a preparar la comida, Caripilun salía al jardín a corretear tras las mariposas y las abejas y a oír el canto de su amigo el ruiseñor. También contemplaba el camino,

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hasta que veía algo que se movía con increíble rapidez. ¿Qué sería? ¿Una flecha? ¿Un rayo? ¡Nooo! Era papá Conejo que, corriendo a todo correr, llegaba a almorzar. Entraba a la casa, se sacaba el sombrero y dejaba su saco de cartas sobre una mesa. Papá Conejo era el cartero del pueblo y trabajaba mucho para alimentar a su familia. Había sido elegido para ese trabajo, porque corría tan rápidamente, que entregaba las cartas muy a tiempo. Claro que parecía que las cartas no se acababan nunca; cada día había más y más para repartir y el

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saco siempre se veía lleno. Por eso papá Conejo almorzaba y partía otra vez, veloz como el viento, a continuar con el reparto de cartas. —Estaba muy rico el almuerzo —decía a mamá Coneja al salir—. Espero volver temprano hoy. Cuando los conejos regresaban de la escuela, primero hacían sus tareas y luego salían a jugar al jardín. Entonces Caripilún jugaba fútbol con sus hermanos Nacho, Nico, Dudú y Pilo. También le gustaba esconderse entre los árboles y arbustos del jardín, para que lo encontrasen Pepe o Pipo. Llegó el momento en que Caripilún debió ir a la escuela. Ese día se levantó muy temprano y, llevando su propia mochila de colores, partió con sus hermanos, después de darle un beso a mamá Coneja. Ella lo extrañó muchísimo. —Qué sola estoy sin ninguno de mis conejitós! —exclamó. Limpió la casa como todos los días, encendió la radio, pero no pudo bailar. Ya no estaba Caripilún para aplaudirla. Contempló una fotografía en que. aparecían sus siete hijos en la playa. Caripilún reía feliz y se veía simpatiquísimo en traje de baño. En ese momento tocaron a la puerta. Mamá Coneja abrió...

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Allí estaba papá Conejo con su gran bolsa de cartas, pero, qué extraño, faltaba mucho para la hora del almuerzo. —Oh! ¿Eres el cartero o eres tú? —preguntó confundida. —Soy el cartero y traigo una carta para la señora Coneja —dijo el conejo, sonriendo y mostrando sus hermosos dientes blancos. ¿Quién podía escribirle? Iba a preguntar, pero ya el cartero había partido rápidamente con su saco al hombro. La coneja abrió la carta y mientras leía comenzó a reír alegremente. Querida Mamá Coneja: Todos te queremos mucho, mucho, mucho. Como hoy te has quedado sola te escribimos para decirte que eres la mamá más linda y más buena del mundo. Y no hay postres más ricos que los que tú haces. Volveremos pronto. Todos te mandamos un beso. Papá Conejo y tus siete conejitos Nacho, Nico, Dudú, Pepe, Pipo, Pilo y arzilún. —Qué maravillosos son todos! —exclamó mamá Coneja—. ¡Estoy orgullosa de ellos! Pronto volverán y vendrán hambrientos... Hoy les haré el mejor postre del año. Como siempre, todos llegaron corriendo. Pero algo no andaba bien; Caripilún no quería volver a la

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escuela. —Mamá! Mañana no voy a ir a la escuela. No quiero ir nunca más. —Por qué, hijito? —intentó averiguar la mamá. —Porque no entiendo nada, no sé las vocales y nunca aprenderé a leer.

—Imposible! —aseguró Nacho—. Todos los conejos aprenden tarde o temprano. —Por supuesto, yo aprendí en un mes —agregó Nico orgulloso. —Y yo en dos meses ya leía de corrido —proclamó Dudú muy. campante. Lo mismo aseguraron Pilo y Pepe. Pero nada animó a Caripilún. Él prefería quedarse en la casa jugando como antes y acompañando a mamá Coneja. Las cosas en el colegio fueron de mal en pçor para el

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desdichado conejo Sus cuadernos estaban desordenados y sus tareas eran un verdadero mamarracho. Sus padres no entendían qué le pasaba y los apenaba mucho verlo tan triste. No sabían cómo ayudarlo. Un día llegó la abuelita a ver a sus nietos y cuando volvieron los conejitos al mediodía, ella les abrió la puerta. Caripilún se tiró a sus brazos, diciendo: —Mamá, mamá, sálvame! La abuelita dio un salto, asustada, y mamá Coneja también se extrañó de la confusión de Caripilún, que todavía estaba pegado a la abuela creyendo que era su mamá. —Cómo puedes confundirme con la abuelita, hijo? Ella es más vieja que yo. Ven acá. —Creo que ahora entiendo lo que le pasa —anunció papá Conejo—. Nuestro hijo es corto de vista y necesita anteojos. Esa misma tarde fueron al oculista. El doctor examinó los ojos de Caripilún y, tal como sospechaba papá Conejo el pequeño necesitaba anteojos. Se los pusieron de inmediato y los problemas terminaron. Aprendió a leer en una semana y desde entonces fue feliz a la escuela a estudiar y aprender. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

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UN DÍA DE LLUVIA

Hacía mucho frío y el viento soplaba fuerte. Las hojas de los árboles estaban amarillas y caían bailando al suelo, para seguir corriendo de un lugar a otro. De pie junto a la ventana, Marisol miraba el jardín. De pronto comenzó a llover. En uno de los árboles había cuatro palomas. Marisol vio como comenzaban a mojarse, aunque no se movieron de sus ramas. —Las entraré a la casa —se dijo la niña—, y les haré un nido junto a la

estufa. Así no se mojarán y no tendrán frío. Salió al jardín. Llovía tan fuerte que en un minuto tenía el pelo, las mejillas, las manos y los zapatos completamente mojados. —Qué frío! —exclamó Marisol—. ¡Pobrecitas

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palomas! ¡Vengan conmigo! Entren a mi casa y les daré migas y agua fresca. ¡Vamos, vengan conmigo! Pero las aves no bajaron del árbol. La niña las llamó una y otra vez, sin que las palomas hicieran el menor movimiento. Alguien sé acercó entonces a la niña. Era Sebastián, su hermano mayor. —Marisól, estás empapada! —exclamó—. ¿Qué haces aquí? Entremos pronto o te vas a enfermar. —Quiero que las palomas entren a la

casa. Afuera hace demasiado frío, pero ellas no me quieren seguir; ni siquiera se mueven del árbol. Sebastián intentó subir al árbol para atraparlas,, pero

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las aves, asustadas, emprendieron el vuelo. Sin pensarlo, Marisol echó a correr tras ellas. Ni siquiera escuchó el grito de su hermano pidiéndole „que lo esperara. Entonces Sebastián entró rápidamente a la casa, -tomó un paraguas y un impermeable y partió en busca de su hermana. Las palomas volaban hacia la plaza y Marisol corría tras ellas. - La niña llegó hasta un banco donde las aves se habían posado y se sentó calladita a su lado. Y hasta allí llegó también su hermano. Mientras éste ayudaba a Marisol a ponerse el impermeable, le frotaba las manos para darle calor y le secaba la cara con su pañuelo, las palomas muy curiosas se acercaron a mirarlos. —Mira, Marisol, parece que las palomas ya no se asustan de nosotros —dijo Sebastián—. Si te quedas tranquila y no las persigues más, tal vez nos sigan. Cuando los dos hermanos regresaron caminando lentamente a su casa, ¿pueden creerlo?, las cuatro palomas los acompañaban instaladas en los hombros de los niños, con su plumón gris bien inflado debajo del paraguas. Los niños no dijeron una sola palabra en todo el camino.

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Tal como lo había planeado, Marisol les hizo una cama en una caja de zapatos y les dio las migas que habían quedado en la panera.

—Todo está bien ahora —dijo la niña. Pero no todo estaba tan bien. Ella comenzó a estornudar y a sentir que la cara le ardía. Su madre, al verla así, la ayudó a acostarse y le tomó la temperatura.

• —Marisol, tienes fiebre. Está bien que te preocupes de las palomas, pero para otra vez recuerda abrigarte antes de salir; ahora tendrás que cuidarte, niña. Te quedarás en cama hasta que te mejores.

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—Me daban mucha pena las palomas, mamá; ellas también se mojaron —respondió sonriendo a pesar de que se sentía mal—. Pero estoy contenta porque las palomas están aquí y no les va a pasar nada. Ahora tengo sueño, pero, por favor, mamá, quédate conmigo hasta que me duerma. Afuera seguía lloviendo.

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LA REINA PEPITA Y SU PAJE

Había una vez una reina llamada Josefina, aunque de eso nadie se acordaba, porque todos le decían reina Pepita. Tenía un séquito de doncellas que permanecían muy compuestas a la espera de sus órdenes. Pero quien verdaderamente la atendía de noche y de día, era su paje, mejor dicho su pajecita, la niña Isabel. Ella colgaba su ropa, calentaba la cama, preparaba su baño y peinaba su largo cabello, que le llegaba a la cintura. Pasaba tres horas al día peina que peina hasta que se le dormían los brazos. Adondequiera que fuera la reina Pepita, llevaba a su paje, claro está que ella debía ir siempre siete pasos más atrás. —Los pajes no deben escuchar las conversaciones de los reyes, ni tratar de adivinar sus pensamientos —aseguraba la reina. La pajecita obedecía sin chistar. ¡Era un honor tan grande servir a la reina Pepita! —No seas tonta! —le decía su hermano—. ¿Cuándo has visto que las niñas sean pajes? —Vamos al centro a comprar un vestido? —la invitaba su mamá.

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Pero la fiel pajecita no se movía del lado de la reina Pepita. —Tráeme un helado de chocolate.

—Lústrame los zapatos. —Anda a ver hacia qué lado sopla el viento. Eran algunos de los caprichos de la reina Pepita, que la niña cumplía con obediencia ejemplar. —Tus deseos son órdenes para mí, Majestad —aseguraba la pajecíta con la sonrisa en los labios. Una calurosa tarde de verano, la reina Pepita estaba tan aburrida que, para entretenerse, inventó un juego. Su paje debía correr una carrera con Dogo, su perro

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guardián: veinte vueltas por el jardín mientras ella, sentada en su trono bajo el quitasol, observaría echándose aire con el abanico y premiaría al ganador. El perro y la niña Isabel corrieron y corrieron. El perro quedó con la lengua afuera en la sexta carrera y la pajecita ganó por retirada en la séptima, pero antes de recibir el premio cayó desmayada sobre el pasto. —Qué significa este alboroto? —preguntó la mamá, alarmada por los ladridos de Dogo—. ¿Me puedes explicar esto, Pepa? —Sólo fue una carrera y un corredor se desmayó y quedó eliminado. —Qué tonterías! ¡Pobre Isabelita! La llevaremos adentro. Y no quiero más estos juegos, mira cómo está tu hermana. Anda a la cocina y prepárale una limonada. La pajecita fue llevada a la cama. Estaba afiebrada y muy pálida. Su madre comenzó a refrescarle la frente con un paño húmedo, hasta que, poco a poco, volvió en sí. Escuchó a su madre que, muy seria, advertía a Pepita: —No quiero escuchar ni una palabra más de esa abusadora reina Pepita. ¿Está claro, Josefina? —Sí, mamá, ya entendí. Yo cuidaré a mi hermana de ahora en adelante. Mira, —. ¿Me puedes explicar esto, Pepa?

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—Sólo fue una carrera y un corredor se desmayó y quedó eliminado. —Qué tonterías! ¡Pobre Isabelita! La llevaremos adentro. Y no quiero más estos juegos, mira cómo está tu hermana. Anda a la cocina y prepárale una limonada. La pajecita fue llevada a la cama. Estaba afiebrada y muy pálida. Su madre comenzó a refrescarle la frente con un paño húmedo, hasta que, poco a poco, volvió en sí. Escuchó a su madre que, muy seria, advertía a Pepita: —No quiero escuchar ni una palabra más de esa abusadora reina Pepita. ¿Está claro, Josefina? —Sí, mamá, ya entendí. Yo cuidaré a mi hermana de ahora en adelante. Mira, Parece que ya despertó.¿Quieres tomar un vaso de limonada, Isabel?

Isabelita no sabia si ponerse triste o reir de alegría. Había perdido a su reina, pero había ganado una hermana y eso también le gustaba mucho.

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EL VIAJE DE MARTÍN Martín era un niño alegre y travieso, de cabello negro y brillantes ojos también negros. Vivía a la orilla del mar en una ciudad que a él le gustaba mucho. Le encantaban su plaza, las anchas calles y sobre todo la playa, adonde iba todas las tardes. Corría descalzo por la arena, abriendo los brazos como un pájaro. Desde muy pequeño conocía los pelícanos, los grandes cormoranes y los graciosos pingüinos.

¡Cómo le gustaba contemplar las olas que subían y bajaban!

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Tanto como el sonido del mar que lo seguía a todas partes. —Cuando sea grande —decía siempre Martín— seré marinero y navegaré por todo el mundo. Cuando Martín cumplió ocho años, todos sus amigos, sus tíos y tías y sus abuelitos le cantaron “Feliz Cumpleaños” cuando él apagó, de un soplo, las ocho velitas de una exquisita torta de chocolate que le había preparado su mamá. Ese día Martín recibió muchos regalos y: felicitaciones por. esos ocho años y estaba feliz. Además, como si fuera poco, su tío Javier le dijo: —Te tengo preparada una sorpresa, Martín. —Qué es, qué es? —preguntó el niño lleno de curiosidad—. Dime, tío, por favor... Por fin lo supo. —Te llevaré al campo —dijo el tío Javier—. Iremos en avión, pues el lugar está lejos de aquí, mucho más al sur.

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Podrás conocer una región muy distinta a ésta donde vives. Nos iremos mañana. Martín casi no podía creerlo: ¡volaría en avión! Cuando se fue a la cama, le costó quedarse dormido. Al día siguiente muy temprano salieron hacia el aeropuerto con toda la familia y, por supuesto, con sus amigos. —Que te vaya bien —decía papá. —Cuídate mucho —recomendaba mamá. —Vuelve pronto, Martín! —no se cansaban de decir sus amigos. El tío Javier y Martín se instalaron en el avión. Muy pronto éste comenzó a moverse suavemente sobre la losa, avanzó tomando velocidad, hasta que, de repente ¡pum! despegó y empezó a elevarse.

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Martín no podía separarse de la ventanilla. Miraba los techos de las casas que se alejaban cada vez más, mientras las nubes estaban cada vez más cerca. Parecían montañas de algodón. Después de varias horas de vuelo, comenzaron a descender. Habían llegado. Tía Elena los esperaba. Abrazó muy fuerte al niño y exclamó: —Qué grande estás! ¡Cómo has crecido, Martín! Martín sintió mucho frío. Corría un viento helado que lo despeinaba. Salieron del aeropuerto para subir al auto en que viajarían los tres hasta la casa de campo de tío Javier. ¡Qué diferente era el paisaje al que veía siempre Martín! Cruzaron un puente sobre un gran río.

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—Qué es esto? —preguntó Martín. —Es el río Bio bío —respondió el tío Javier. Martín no podía creerlo. El río era tan grande que le parecía estar frente al mar. También lo impresionaban los árboles tan verdes y tan altos. El camino estaba rodeado de pinos, eucaliptus, álamos, robles, arbustos y, además, de flores hermosas y coloridas. El niño abría cada vez más los ojos; quería verlo todo, que nada se le escapara. —Estaré soñando? —preguntó. —No, no estás soñando —le respondieron sus tíos, sonriendo cariñosamente—. Es que esta región es muy distinta a la tuya. Aquí llueve mucho, por eso todo es verde. Mañana saldremos a recorrer el campo. Iremos al cerro Colo-Colo. Pero ya es tarde y el niño se duerme en el auto, antes de llegar a la casa. Al día siguiente Martín y sus tíos salen de paseo. Van de excursión al cerro Colo-Colo. —Qué árboles tan altos! —exclama Martín. —Ésta es una araucaria —explica su tío—, produce piñones, son exquisitos. Subieron el cerro hasta llegar a la cumbre que estaba cubierta de arbustos. Desde allí, divisaron el mar. —El mar! —gritó Martín—. ¡El mar me ha seguido hasta acá! Y empezo a correr entre los árboles, lleno de

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admiración y felicidad, mirando las aguas azules, tan azules y hermosas como las del mar de su lejana ciudad.

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UN DÍA DE SOL

Llegó el verano. El sol calentaba con fuerza y los niños jugaban felices en la playa. Unos se bañaban saltando entre las olas; otros hacían en la arena castillos fantásticos. Los más pequeños se acercaban a la orilla a mojarse los pies. —Qué rico huele! ¡Sí, sí, y qué grande es el mar! —exclamaban otros entusiasmados. Pancho también quería ir a la playa. Se puso su traje de baño, se sacó los calcetines, se puso las sandalias, tomó su balde y su pala y anunció:

—Vamos, mamá, estoy listo. Ya tengo mi pala y mi balde. Vamos, llévame a la playa. —Hoy no puedo salir, hijo; iremos mañana. Pero si tu abuelito te acompaña, puedes ir ahora. El abuelo estaba en el jardín, podando las rosas. Había cortado ya tres rosas rojas para la abuelita. —Abuelito, llévame a la playa. Ya llegó el verano y quiero ir a nadar y a hacer un castillo grande. Tú me

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ayudarás ¿verdad? —No puedo, Panchito, estoy ocupado y hace demasiado calor para mí. Si vas mañana, yo iré contigo. Ahora seguiré con mis rosas. Toma, te daré una. ¿Cuál prefieres? —No, gracias, abuelito. Quiero irme luego. —No vayas solo, busca alguien que te acompañe y no olvides proteger tu cuerpo con un buen bronceador. Pancho fue adonde su hermana Margarita. Ella estaba pintando en una hoja un barco con cincuenta marineros. Panchito le preguntó: —Quieres ir conmigo a la playa? Allá verás el mar y podremos navegar en un barco de verdad. —Ay, Panchito, lo siento, pero hoy no puedo, ni siquiera tengo mi traje de baño. Además quiero terminar de pintar este cuadro. ¿Te gusta mi barco? —No sé —contestó Panchito—, le falta algo. Sí, le falta algo. ¡El sol y los pájaros! ¡Eso es! —Gracias, Panchito, le voy a poner un gran sol rojo, gaviotas y pelícanos. Ya verás como quedará muy lindo. Y Margarita tampoco lo acompañó. Entonces Panchito se sentó en la escalera de la puerta de su casa. ¿Qué hacer? Estaba a punto de echarse a llorar cuando llegó su perro. Era Coto, que quería jugar a la pelota con él. Coto era su amigo, siempre

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listo para la aventura. ¡Era, en verdad, un gran amigo! De pronto, Panchito dio un salto y sus ojos se iluminaron. —Vamos, Coto, vamos, sígueme! Iremos a la playa. ¡Tú serás mi compañero! Coto y Pancho salieron corriendo. Panchito olvidó la toalla, pero no le importó. Sólo le interesaba llegar luego a la arena para hacer su castillo. ¡Qué felices estaban Panchito y su perro Coto! Fueron a mojarse a la. orilla del mar, juntos corrieron sin descanso de un lugar a otro, treparon a las rocas y luego construyeron el más hermoso castillo de arena. Hacía mucho calor y Panchito estaba cansado. - —Descansaré un rato. Tú, Coto, serás el guardián del castillo —y cerrando sus ojos, se quedó dormido. Habían pasado dos horas cuando el niño se despertó. No se sentía nada de bien, tenía la vista nublada, le ardían los ojos y le picaba la piel. ¡Estaba rojo! Apenas logró ponerse de pie. -Ay! ¿Qué me pasó, Coto? ¡Ayúdame! Coto ladraba, ladraba inquieto a una señora que estaba frente a ellos. La señora, comprendiendo que algo malo sucedía, se acercó al niño y de inmediato se dio cuenta de lo que pasaba. —Pobre niño! —exclamó—. ¡Qué débil estás!

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Tomaste mucho sol, demasiado, y te dio insolación. Vamos, te llevaré a tu casa. ¿Dónde vives? Pero Panchito no pudo responder. Se sentía muy mal, le dolía terriblemente la cabeza y tenía ganas de vomitar. Entonces Coto se echó a caminar en dirección a la casa. —jQué perro tan inteligente! —se sorprendió la señora—. Está claro que él me guiará a la casa. Tomó con todo cuidado a Panchito en sus brazos y siguió, a Coto. Panchito estaba débil. La señora tocó el timbre y apareció la madre del niño, que casi muere del susto cuando lo vio desmayado. La señora le contó lo sucedido —No sé cómo agradecerle lo que ha hecho por Panchito, señora —dijo la mamá—. Gracias a Dios estaba usted allí. —No tiene nada que agradecer. Usted habría hecho lo mismo, estoy segura —dijo la señora y se marchó. Mientras la mamá acostaba al niño, Margarita y el abuelo llegaron a verlo. Por fin, poco a poco Panchito abrió los ojos.

—Estoy mareado, mamá, quiero tomar agua, mucha agua —pidió el niño. —Oh, Panchito, .bebe, bebe! Te hizo mal el sol; estuviste demasiado rato por

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ahí. Te dije que fueras con el abuelo. Ahora estás enfermo y tendrás que descansar. —No pude acompañarlo— dijo el abuelo muy triste. —Tampoco yo —confesó Margarita avergonzada. —Arf, grr, arf! —ladró Coto, enojado. —Él me acompañó —dijo Panchito, mirando a su perro. —Panchito, cuando te mejores iremos. a la playa, pero sólo un ratito, ¿eh? —le dijo la mamá. —Con un gorro que te proteja del sol, y una crema protectora —agregó el abuelo. —Yo también iré contigo, cuando estés sano otra vez —le aseguró su hermana. Margarita lo miró, miró su piel caliente y roja, le dio un beso en la frente y le dijo despacito:

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_-Cuando estés bien, iremos a navegar, mi capitán; iremos todos juntos al mar.

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ÍNDICE

Los dedales de oro Tiempo de sol, horas de luna El cerdito Casimiro El picaflor y la fucsia Homi-Ta El otoño y la hoja Caripilún Un día de lluvia La reina Pepita y su paje . El viaje de Martín Un día de sol