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Los Cuadernos de Música
De Mahler a Brückner
MAHLER ACTUAL E
INACTUAL
Jesús Hernández
Bruno Walter ... was a romantic in an antiromantic age. Even more: he was a nine teenth-century moralist and mystic, the preserver of a vanished tradition.
Así comienza el capítulo que le dedica en su libro The Great Conductors el durante muchos años famoso crítico musical del The New York Times, Harold C. Schonberg, y así puede comenzar una presentación, quizá no del todo ociosa, de uno de los más grandes directores de orquesta -y, por supuesto, de ópera- de nuestro siglo. Porque si bien su nombre puede tener resonancias míticas un tanto vagas o surgir de vez en cuando en una crítica musical, casi ninguno de sus no pocos discos ha llegado a nuestro país y, cuando lo ha hecho, ha sido en condiciones materiales lamentables. Y tal vez no sea inútil precisar que la causa de ello no es tanto la muy genérica de nuestra miseria cultural como la muy concreta de la inexplicable política de ventas de una casa discográfica (C.B.S.) que no ha considerado oportuno editar ninguna de las espléndidas grabaciones de, entre otros, Mozart, Beethoven, Brahms, Bruckner y, ni que decir tiene, Mahler, dejadas por Walter y que es posible encontrar en cualquier país civilizado.
Y si su nombre aparece aquí, no lo hace en tanto que director de orquesta, sino como autor de un libro sobre Gustav Mahler, de próxima traducción al castellano en Alianza Editorial. Publicado en alemán, en Viena, en 1936, y traducido al inglés por su propia hija en 1958, lo fue igualmente al francés hace un año, y va a serlo ahora al castellano, sin duda a favor de la ola de mahlerismo que nos invade, y que es ciertamente uno de los fenómenos más llamativos de la vida musical de los últimos años. Porque si hay un músico cuya cotización haya aumentado recientemente, ése es Mahler. No es, cierto, el único ejemplo; parece que puede decirse, con las precauciones del caso, que aún dejando de lado tendencias más globales, como el auge del Barroco por una parte y de la ópera por otra, algo semejante puede predicarse de, entre otros, Schubert o Bruckner. Pero en ningún caso ha sido tan rápida la subida, ni tan invasora la presencia.
Probablemente la metodología -que diría un parlamentario de U.C.D.- más comúnmente utilizada para abordar este fenómeno Mahler consiste en
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preguntarse, adoptando un aire de profundo y sensible pensador, si es causa o efecto de esa maravilla llamada La muerte en Venecia rodada por Visconti a partir de la novela de Thomas Mann. Y, en la misma línea, si el protagonista es Mahler o no. La respuesta a tales interrogantes no es difícil: cualquiera que haya seguido un poco de cerca la discografía mundial o los programas de las orquestas de los países cultos sabe que, cuando Visconti decidió emplear el Adagietto, ya Mahler ocupaba un lugar muy importante en ambos. Y en cüanto al segundo, parece que la forma de trabajar de Mann, tan bien expuesta, por ejemplo, en su Novela de una novela, no permite una respuesta binaria (o evangélica; sí o no), como algunos desearían. En una carta de Mann al pintor Wolfgang Born, escrita en 1921, se dice: «no sólo di a mi héroe ... el nombre del gran músico, sino que también le puse en cierto modo la máscara de Mahler al describir su aspecto exterior ... ». Ahora bien, la carta continúa diciendo: «Quise asegurarme al mismo tiempo de que, dentro de un contexto general tan disoluto y disimulado, no llegaría a producirse identificación alguna por parte del público lector». Además, es bastante claro que el Gustav von Aschenbach protagonista de la novela tiene mucho en común con su autor, gran amigo, por cierto, de Bruno Walter. Parece necesario preguntarse con un poco más de seriedad las razones profundas de esa relativa popularidad. Y lo peor es que la obra idónea para cumplir tal cometido, el ensayo dedicado al compositor por el filósofo T. W. Adorno -aún no traducido al castellano- fue publicado en 1960 y es por tanto ligeramente anterior al comienzo mismo del fenómeno, aunque esto no quiera decir que Adorno, con su característica penetración, no proporcione elementos fundamentales para la explicación buscada. En cualquier caso, la tarea, parcialmente realizada en algunos de los muchos escritos sobre
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Mahler recientemente publicados, desborda con mucho, no ya la extensión de este artículo, sino también la capacidad de su autor; la finalidad de estas líneas es, mucho más modestamente, hilvanar algunas reflexiones con motivo de (con la disculpa de) la próxima aparición del citado libro.
Señalemos en primer lugar que el libro ha sido excelentemente «editado» en francés: no sólo el texto propiamente dicho va acompañado por el prefacio que añadió el autor a la versión inglesa, sino que el editor (en el sentido anglosajón de la palabra) ha incluido una serie de cartas del propio Walter y un prefacio de Pierre Boulez, todo ello salpicado de abundantes y oportunas notas que contribuyen a situar y completar el texto; en particular dichas notas incluyen largos párrafos de las memorias de Walter en los que los mismos episodios son narrados con mayor detalle, incluso con variantes. Es de desear que todas estas mejoras hayan sido conservadas en la traducción de Alianza.
El libro es fruto de una relación no fácil de aprehender con un solo sustantivo: admiración, discipulazgo, gratitud, pueden ser pertinentes, pero no definitivos. Bruno Walter (en realidad su apellido era Schlesinger), nacido en 1876 y muerto, tras una larga y gloriosa carrera, en 1962, conoció a Mahler en Hamburgo, en 1894, cuando el compositor era director de la ópera de dicha ciudad. Ese sería el comienzo de una hermosa amistad, pero no sólo de eso.
Si se quiere, el libro puede dividirse convencionalmente en dos partes, los «recuerdos» y los «comentarios»: Walter narra, con devoción emocionada, su relación con Mahler y habla sobre su persona y su obra. El comentario musical excluye deliberadamente el análisis técnico: no hay nada que un mal aficionado (como, por ejemplo, el autor de estas líneas) no pueda entender. Es Gustav Mahler, en carne y nervio, quien está presente en
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todas y cada una de las páginas. Y esa presencia es acercada con admirable fidelidad; en algunas de las páginas más agudas, psicológicamente hablando, y menos hagiográficas del libro, Walter acuña, creo que muy acertadamente, la expresión «fidelidad intermitente» para describir algunas actitudes relativamente habituales en el músico. Hagamos el fácil juego de palabras: la fidelidad de Walter es inamovible e imperturbable; quizá alguien hubiera podido pensar que los muchos años trascurridos habrían servido para «quitar pasión y añadir conocimiento», pero no es así, y es admirable que así sea. Muchos de los datos incluidos en este volumen nos eran ya conocidos a través de libros posteriores que lo han utilizado como fuente. Pero, al leerlo, sentimos que lo que nos importa no es tanto la información como la evocación, no es el dato bruto como la sensibilidad con que está recogido y enmarcado. Ya el comienzo resulta enormemente sugestivo; en el primer encuentro en Hamburgo surge el personaje inquieto e inquietante, tenso, notablemente insólito y espléndidamente neurótico, en posesión de una extraordinaria capacidad de atracción sobre músicos, cantantes y público, capacidad que no haría sino aumentar, refinándose, hasta su muerte. Pero ni siquiera entonces -Mahler tenía treinta y cuatro años- quitaba conocimiento la pasión: seguramente una de las lecciones más importantes que aprendió Bruno Walter de Mahler, y que le sirvió para convertirse en uno de los más grandes directores del siglo, fue la necesidad de hacer, no ya compatible, sino indisociable, el respeto por la exactitud rítmica y las indicaciones dinámicas con la expresividad dramática. Un párrafo como
Podría haber errado sin rumbo durante largo tiempo por el bosque del sentimentalismo afectado si no me hubiera enseñado, con la doctrina y el ejemplo, que la mejor manera de alcanzar el más alto grado de expresión dramática en Wag-
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ner consistía precisamente en respetar al máximo la exactitud rítmica ... » resulta sumamente actual: parece difícil no pensar en el Anillo dirigido por Boulez en Bayreuth estos últimos años. Más adelante, Walter vuelve una y otra vez sobre su rigor, su absoluto respeto por las indicaciones dinámicas y agógicas, su deseo de transparencia y claridad por encima de todo. Y, al mismo tiempo, nos dice que era uno de esos directores «que hacen que oigamos las obras por primera vez», un individuo de esa especie exquisita y rara, probablemente en vías de extinción, de la que quizá sólo sobrevivan hoy Celibidache y Giulini (y, en otra familia, Boulez).
Pero no fue éste el único terreno en que se ejerció la exigencia mahleriana. Gustav Mahler ocupó, como es sabido, la dirección de la ópera en diversas ciudades; antes de Hamburgo había estado en Budapest, donde terminó -entre otrascon la costumbre de que cada cantante utilizase su propio idioma, lo que hacía que en algunas representaciones se cantara en hasta cuatro lenguas diferentes. Y lo fue después, durante diez años, en Viena, la capital del Imperio, donde impuso (la palabra no es demasiado fuerte) un rigor desconocido hasta el momento: renovó considerablemente el repertorio, contrató nuevos cantantes para sustituir a las «viejas glorias», suprimió los cortes habituales en las obras de Wagner, etc. Seguramente no sorprenderá a nadie saber que Mahler dirigía soberbiamente Wagner, pero sí un poco más enterarse de que fue el gran artífice del renacimiento de las óperas de Mozart, hasta entonces dadas en condiciones deplorables, o de que uno de sus mayores éxitos fue Los cuentos de Hoffmann. Walter nos dice que Mahler tenía tantas dotes de hombre de teatro como genio musical y que por eso mismo fue un excelente director de ópera. Su preocupación fundamental era lograr la unidad profunda de la representación: «sabía infaliblemente cuándo debe la música desarrollar todo su poder y desbordar el drama, pero también en qué circunstancias y hasta dónde debe sometérsele, y en qué momento debe pasar a primer plano el aspecto dramático». Y eso no era todo, también los trajes, los decorados y la iluminación debían alcanzar el mismo grado de perfección (no olvide el lector que estamos hablando de 1905). Parece que puede afirmarse sin la menor exageración que con la colaboración de Gustav Mahler y del pintor y escenógrafo Alfred Roller surge la moderna concepción de la puesta en escena operística, encarnada hoy en figuras como Giorgio Strehler o Jorge Lavelli, y que, es de suponer, sólo necesitará unas pocas decenas de años para llegar hasta lugares como Madrid u Oviedo.
Las consideraciones sobre el compositor no carecen de interés y agudeza. No sorprenderá demasiado la mención de Schubert y Bruckner én el apartado de aportaciones e influencias, ni tam-
. poco la referencia a Beethoven, pero creo que llamarán algo más la atención la ausencia de Wagner y la sugerencia de que «quizá incluso Mahler
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debía más al gran genio francés que a cualquier otro compositor». (El «gran genio francés» es Berlioz). Los comentarios, ciertamente acertados, sobre las sinfonías y demás obras han sido tan repetidos que no es fácil que nos suenen a nuevo: vale la pena de todos modos señalar observaciones como la de la influencia del estudio del contrapunto (sobre todo Bach) a partir de la composición de la Quinta, o la afirmación de que las melodías con orquesta constituyen la cumbre de su arte de la orquestación.
Viene, por último, el personaje. De la mano de Walter, Gustav Mahler pasea su neurosis obsesiva (Freud dixit, carta a Theodor Reik de 4 de enero de 1935) por muchas de las páginas del libro, mostrándonos la extensión de sus intereses intelectuales y su avidez de conocimientos (que llegaba hasta la física), su amor por Schopenhauer (cuyas obras regala a Walter el día de Navidad de 1894), Goethe, Holderlin y Dostoievski, su relativo desinterés por la pintura (con la excepción de Rembrandt, «en quien reconocía un alma gemela»), su condición de no creyente, y su incapacidad de adoptar convicciones para toda la vida. También aquí algún episodio resulta particularmente actual; así sucede, por ejemplo, con el párrafo
«Pero a la vez -en los tres últimos movimientos [ de la Tercera sinfonía] -reconocía sin duda el ferviente deseo del espíritu que quería librarse de las ataduras terrestres y temporales» si se piensa en el maravilloso ballet realizado por Béjart a partir, precisamente, de esos tres movimientos.
Bruno Walter ha escrito lo que un periodista -o un sacerdote- llamarían «un libro profundamente personal y sincero». Confiesa su necesidad de alejarse temporalmente de la demasiado poderosa influencia de su maestro, como así lo hizo, y, aún en 1958, no duda en lanzar sus anatemas contra la atonalidad y dodecafonismo, adoptando, por
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cierto, una actitud bien distinta de la del propio Mahler. No rehuye la emoción al evocar a la prematuramente desaparecida Katherine Ferrier, una de las voces de contralto más bellas que haya habido jamás, con la que grabó versiones inolvidables de los Kindertotenlieder y del Lied von der Erde, pero tampoco la fuerza: el hombre que ha dejado dos versiones memorables de esa obra maestra absoluta que es la canción !ch hin der Welt abhanden gekommen (una con la Ferrier, otra con la Schwarzkopf) se limita a decir que la canción «conmueve profundamente, ya que la melodía va acompañada de una confesión personal». Y le es imposible evitarla cuando rectierda los últimos años de un Mahler al que han diagnosticado una grave dolencia cardíaca, que intenta aprender a vivir de nuevo, y que le confiesa que «nunca ha encontrado el mundo tan hermoso como en una excursión al campo en Bohemia» ( que acaba de hacer).
Podríamos haber completado con el párrafo anterior nuestra rápida visión de estas relaciones. Pero, de hacerlo así, quedaría un cabo suelto, y no de los menos importantes. Porque -repitámoslo otra vez- la pasión no quita conocimiento, y Walter, tal vez con cierto pesar, no puede por menos de reconocer que Mahler « nunca hubiera podido servir de modelo para el héroe de un Bildungsroman; el desarrollo continuo de lo que Goethe llamaba el uso razonado de la experiencia, del pensamiento, y del éxito, le estaban implacablemente vedados, no formaban parte de su naturaleza». Opinión natural en quien vio siempre a Mahler sólo como un músico tradicional, insistiendo -con razón- en el predominio de la melodía y determinadas características de su armonía, y negándose a ver sus aspectos «modernos» y su influencia en la Escuela de Viena.
Mas no parece fácil compartir hoy esta opinión de Walter. En los años transcurridos desde enton-
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ces han cambiado radicalmente nuestras actitudes ante muchas cosas, la música de Mahler entre ellas; quien hablaba de sí mismo como «el inactual» está de actualidad. Y el autor de ese Bildungsroman (novela de aprendizaje, o de formación) que es La montaña mágica escribió después nada menos que Doctor Faustus (obra que, por cierto, escandalizó a Walter, a causa del turbio papel desempeñado por la música en la novela).
Y creo que podemos decir que las últimas obras de Mahler, el Lied von der Erde y la Novena (con el Adagio de la Décima) son la cumbre de un implacable proceso de depuración en todos los órdenes, del puramente técnico al más personal e íntimo, proceso espléndidamente descrito por Adorno en el último capítulo ( «La larga mirada») de su ensayo. Mahler puede ser -es- el héroe de un Bildungsroman de nuestro tiempo, cuyo final no será la trabajosa, pero feliz, llegada a una equilibrada madurez, plena de sosiego, sino la nostalgia y la muerte. Así nos lo dice Adorno:
«La muchacha del Lied von der Erde lanza al que ama en secreto una «larga mirada nostálgica». Tal es la mirada de la obra entera: desea, duda, y se vuelve hacia el pasado con infinita ternura; como sólo había sucedido antes en su obra en el ritardando de la Cuarta sinfonía, pero de manera semejante a la proustiana Recherche du temps perdu, aparecida casi a la vez ... Las «jeunes filles en fieur» de Balbec son las muchachas chinas que cogen flores en la obra de Mahler. El final de la canción «de la belleza», la entrada de los clarinetes en el epaogo (un pasaje de los que la música nos da uno por siglo) vuelve a encontrar el tiempo en tanto que irrecuperable. En ambos pasajes se nos muestra el enigma de una alegría y una melancolía sin límites, enigma que hunde su raíz última en la negación de cualquier imagen de espe-ranza». e