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- DE LA GUILLOTINA COMO MAQUINA CELIBE Albeo Boatto H ay una máquina que ha escapado a la meticulosa guía de las machines céliba- taires, compuesta por Michel Carrouges con meritoria impropiedad en el lejano 1954. Esta máquina es la guillotina. Pero al en- trar en la categoría, con manifiesto derecho, no lo hace como un ejemplar cualquiera, antes bien su entrada es imponente como arquetipo, como obra maestra primordial y nunca superada. Des- pués puede ser que se salga, no sin haber provo- cado antes trastorno y clarificación, desde el momento que como modelo supera ampliamen- te a los ejemplares reunidos por Carrouges. En tanto, y al menos morlógicamente, su estructura mecánica divisible claramente en dos partes -una superior y otra inrior- reproduce perctamente el esquema de las machines céli- bataires dispuesto por Carrouges. Mientras en lo alto permanece suspendida la cuchilla el hom- bre se encuentra tendido abajo, en posición ho- rizontal sobre la bascule, con el rostro hacia el suelo y con el cuello encajado entre dos cepos de hierro. Debemos imaginar esta bascule como algo muy similar a un camastro incómodo a punto de volcar, con el que el hombre, culpable o inocente, es colocado a la erza bo la afilada hoja de la justicia. La parte superior de la guillotina, siguiendo la ortodoxia de las «máquinas célibes», actúa sobre la inrior. En el caso que nos ocupa se precipita con el peso de cuarenta kilos sobre el cuello desnudo del hombre, al que han cortado hasta la cabellera, provocando la lminante se- paración de la cabeza del tronco. Que la machine a décoller constituya una per- versa «máquina estética» lo demuestran unáni- memente su poética y su eficacia y lo confirma, incluso, una serie de circunstancias empíricas, gratuitas sólo en apariencia. La poética está en- cerrada en las palabras pronunciadas por Saint- Just en la Asamblea nacional: la guillotina es una máquina grata aux ámes sensibles. La atrac- ción espectacular se comprueba por el negrear de la muchedumbre que, en sus días de gloria, no se cansará de apelotonarse a su alrededor. De esta rma el patíbulo de la guillotina se trans- rma en un escenario tanto para la víctima como para los espectadores. Finalmente aparecen las circunstancias secre- 64 tamente esenciales y tales. Si es cierto que ha sido sostenida y proyectada por el arte quirúrgi- co, en la célebre persona del doctor Joseph-Ig- nace Guillotin y en la injustamente olvidada del doctor Antoine Louis, no es menos cierto que ha encontrado su constructor en el arte musical. En el persone secundario de un bricante de clavicémbalos, el muy odioso Tobías Schmidt, que provee la construcción del primer ejemplar por· la cia de 960 ancos de oro. Corresponde a las tricoteuses (y no al bourreau Charles-Henry, ocupado como está en accionar la palanca, en esquivar los chorros de sangre y en alejar con el

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DE LA GUILLOTINA COMO MAQUINA CELIBE

Alberto Boatto

H ay una máquina que ha escapado a la meticulosa guía de las machines céliba­taires, compuesta por Michel Carrouges con meritoria impropiedad en el lejano

1954. Esta máquina es la guillotina. Pero al en­trar en la categoría, con manifiesto derecho, no lo hace como un ejemplar cualquiera, antes bien su entrada es imponente como arquetipo, como obra maestra primordial y nunca superada. Des­pués puede ser que se salga, no sin haber provo­cado antes trastorno y clarificación, desde el momento que como modelo supera ampliamen­te a los ejemplares reunidos por Carrouges.

En tanto, y al menos morfológicamente, su estructura mecánica divisible claramente en dos partes -una superior y otra inferior- reproduce perfectamente el esquema de las machines céli­bataires dispuesto por Carrouges. Mientras en lo alto permanece suspendida la cuchilla el hom­bre se encuentra tendido abajo, en posición ho­rizontal sobre la bascule, con el rostro hacia el suelo y con el cuello encajado entre dos cepos de hierro. Debemos imaginar esta bascule como algo muy similar a un camastro incómodo a punto de volcar, con el que el hombre, culpable o inocente, es colocado a la fuerza bajo la afiladahoja de la justicia.

La parte superior de la guillotina, siguiendo la ortodoxia de las «máquinas célibes», actúa sobre la inferior. En el caso que nos ocupa se precipita con el peso de cuarenta kilos sobre el cuello desnudo del hombre, al que han cortado hasta la cabellera, provocando la fulminante se­paración de la cabeza del tronco.

Que la machine a décoller constituya una per­versa «máquina estética» lo demuestran unáni­memente su poética y su eficacia y lo confirma, incluso, una serie de circunstancias empíricas, gratuitas sólo en apariencia. La poética está en­cerrada en las palabras pronunciadas por Saint­Just en la Asamblea nacional: la guillotina es una máquina grata aux ámes sensibles. La atrac­ción espectacular se comprueba por el negrear de la muchedumbre que, en sus días de gloria, no se cansará de apelotonarse a su alrededor. De esta forma el patíbulo de la guillotina se trans­forma en un escenario tanto para la víctima como para los espectadores.

Finalmente aparecen las circunstancias secre-

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tamente esenciales y fatales. Si es cierto que ha sido sostenida y proyectada por el arte quirúrgi­co, en la célebre persona del doctor Joseph-Ig­nace Guillotin y en la injustamente olvidada del doctor Antoine Louis, no es menos cierto que ha encontrado su constructor en el arte musical. En el personaje secundario de un fabricante de clavicémbalos, el muy odioso Tobías Schmidt, que provee la construcción del primer ejemplar por· la cifra de 960 francos de oro. Corresponde a las tricoteuses (y no al bourreau Charles-Henry, ocupado como está en accionar la palanca, en esquivar los chorros de sangre y en alejar con el

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pie los perros famélicos atraídos por el espejis­mo del alimento) desempeñar el papel ducham­piano de los «testimonios oculares». Voyeuses, las mujeres hacen calceta, miran y caen en éx­tasis.

Para llegar a descubrir el significado profundo de la guillotina será necesario proceder con gran cautela. Hay que descartar los nombres que le atribuyen la ideología, el patriotismo, incluso el odio popular. Hay que superar los apelativos de «Cuchilla nacional», «Vengador del Pueblo», «Tajador Patriótico» o «Santa Guillotina», aun­que sean asombrosos, para tomar en considera-

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-ción exclusivamente la contribución léxica que aporta la única categoría implicada: la malavita francesa. Entre sus inestimables contribuciones, junto a la de Abbaye de Mont-a-Regret, reluce como un fulgor negro el apelativo de Veuve.

Desde que el hombre es suprimido, el cónyu­ge varón decapitado, ella, hembra homicida, queda triunfalmente sola, en férreo duelo, de pie, erecta sobre su propio andamiaje. Con la sangre y con la viudez la guillotina demuestra disponer, además de su estructura mecánica, de la contraseña funcional que Carrouges exige de todo su almacén de máquinas. De hecho está es­crito: «Una máquina célibe transforma el amor en una mecánica de muerte».

Sólo que en el origen de las machines céliba­taires está una machine nubUe.

La genealogía como prueba. Una progenitora de la guillotina, extraordinariamente semejante por su aspecto, empleada en Escocia por lo me­nos desde mediados del siglo XVI, llevaba el so­brenombre de Maiden, la «Doncella». (Aún se puede admirar un ejemplar en las salas del Na­tional Museum of Antiquities de Edimburgo).

Aplicación como prueba complementaria. El primero en experimentarla, calibrando los bene­ficios de su dinamismo, instantaneidad y huma­nitarias delicadezas, no fue ni una cabeza coro­nada, ni un aristócrata, ni un girondino, ni mucho menos un jacobino. Fue un vrai profes­sionel, un tal Nicolas-Jacques Pelletier, oriundo de París, habitual atracador a mano armada. La premiere tuvo lugar el 25 de abril de 1792, a las tres y media de la tarde, en la espaciosa Place de Greve.

El experimento, si bien encontró el favor de los médicos-diseñadores y de la autoridad judi­cial, no agradó del todo al público, que había acudido en masa. Y con razón. La rapidez del desarrollo del nuevo espectáculo no se prestaba a los «solos» de figuras anónimas, sino única­mente a la cantidad y a la variedad que rápida­mente comportarían las futuras representa­ciones.

Ya que de la vida sólo ha quedado la malavita. Respecto a la guillotina, la máquina del supli­

cio en la Colonia Penal de Franz Kafka se ha hecho explícita, pedagógica, casi charlatana, aunque charlatana de un modo feroz, en lugar de la cuchilla que, en la guillotina, encarna so­briamente la ley y ejecuta la condena en silen­cio, encontramos el dibujante mecánico que dice la ley, tatuando directamente la sentencia sobre la piel del condenado, hasta prolongarle la muerte. En el lecho de hierro sobre el que el reo se tiende reconocemos una variación de la fami­liar bascule, que ahora, sin embargo, ha comen­zado a temblar y a oscilar sin pausa.

Por otra parte, la elocuencia de la ley, la com­plejidad técnica del mecanismo, la combinación de impresora, telar y aperos de tortura, no repre-

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-sentan para nada el punto culminante de un de-sarrollo civil y tecnológico; más bien anuncian su decadencia, su ruina inminente. En su sincre­tismo, la fantasiosa crueldad asiática y el Ilumi­nismo europeo se han asociado para conjurar el desastre.

El orden, que la máquina se encarga de perso­nificar, se demuestra doblemente corrupto, en el espíritu y en la materia. Por una parte está ante todo la duda, la pérdida de fe en la ley. Por otra, la antigüedad misma, el exceso de compli­cación que el mecanismo ha alcanzado.

La crisis que estalla señala así la desviación masiva de la norma. El oficial justiciero, que ha dejado de creer en su misión, ocupa el puesto del último condenado y se suicida bajo los agui­jones del dispositivo mortal. Mientras, la máqui­na entera del suplicio explota literalmente en mil pedazos.

Alrededor todavía está oscuro, pero arriba, so­bre el patio, se dejan ver ya las primeras luces del alba. El Señor Ejecutor de las Altas Obras de Justicia saca el reloj del bolsillo y exclama con voz grave: «iYa es la hora!». Desde este instante el ceremonial de la muerte procederá con crono­métrica exactitud, siguiendo un plan donde ya está precisado cada mínimo detalle.

«iEs la hora!». Ya que en definitiva es el tiem­po quien mata, y la ejecución capital es un to­marse un largo anticipo sobre la hora asignada por la naturaleza, un empujar el tiempo contra una conclusión que no se puede evitar. Cloto corta el hilo. El Viejo de la guadaña divide en dos la existencia de los mortales. Chronos devo­ra los hijos y abate los hombres.

«iEs la hora!». Pero en este caso, en el patio que se prepara para el día, la muerte juega con ventaja con la ayuda de un aparato rústico pero eficiente, capaz de «cortar la cabeza instantánea­mente y de un solo golpe» (es todo lo que pres­cribía el código penal republicano). La ejecución representa un rendez-vous no sólo con el tiempo, sino también con aquella máquina con la que se produce muerte como cualquier otro producto.

El cuadrante del reloj y la guadaña legendaria se encuentran reunidos y perfeccionados en la cuchilla que espera en lo alto del patíbulo.

Ayer leí en el reloj de sol de una finca de la lle de France la siguiente inscripción: Una ex his

ultima (Una de éstas es la última hora). Esperé el atardecer hasta que comenzó a brillar en los cristales de la bella fachada el último sol del día.

A las machines célibataires no parece que les baste el lector que hojea el libro o el público que se aproxima atento a la representación. Así que desde el principio colocan al espectador dentro de la obra. Son los tres, los cuatro o hasta los doce «testimonios oculares» del Grand Verre de Duchamp. Los monjes inquisidores de Poe que, con gran secreto, espían al joven encarcelado. El único espectador de Kafka, con aire de haber

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caído casualmente por allí, como un hombre que haya equivocado la entrada y el espectáculo. De esta manera el efecto humorístico se asegura por la presencia del error y de la casualidad.

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Roussel es el único que restablece una dimen­sión mundana, haciendo entrar en escena el grupo elegido de sus invitados. La iluminación demasiado intensa resalta los fracs de los hom-

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-bres y los vestidos escotados de las señoras. Las máquinas célibes de Roussel parecen funcionar únicamente en el trascurso de la fiesta, como, en el Ochocientos, las maravillas mecánicas de las ferias. La «máquina para decapitar», por su parte, se ha asegurado la exclusiva del gentío, del apretujón, del hormiguero, del entusiasmo, de los gritos: los sombreros en alto, todas las gradaciones del pathos.

Detrás de la Bastilla, en el café de los Quatre Sargents de La Rochelle. Apuro lentamente una cerveza, apoyado en la barra de cinc. Así que és­te es el local donde la malavita parisina hacía ce­lebrar la Misa a un cura que había colgado los hábitos, en la hora blanca y espectral en que, en un patio no muy distante de aquí, la Veuve cele­braba su rito fatal.

Escribiendo estas notas me he resistido a la tentación del dibujo davidiano que representa la ejecución de Luis XVI y, lo que es más impor­tante, he mantenido la cabeza contra la fría su­gestión de su belleza. El dibujo completa una traducción: transforma el incidente de la muerte en un acontecimiento de la historia, ennobleci­do por la mediación del mundo clásico: los caba­llos colocados a los pies del patíbulo como en tantas esculturas ornamentales; los sanculottes, con espadas antiguas y enseñas romanas; la aus­tera toga del viejo en primer plano. En particu­lar, la severidad estoica y retórica del gesto de los espectadores, que, totalmente conscientes, toman parte del memorable evento del que cada cual subraya un valor diferente.

Sólo que la historia, con el cortejo de sus sig­nificados, habla a los vivos, a los hombres que disponen de tiempo; sirve a todos los participan­tes que vuelven a casa tras haber asistido a la de­capitación. Es a ellos a quienes se dirige con elo­cuencia rigurosa el dibujo a plumilla atribuido al círculo de David.

Para quien por su parte quiera escindir el tiempo, penetrar en el instante, hacer hablar a la intimidad, la relación sensible y oscura entre el cuello del condenado, el hierro de los cepos y el filo de la cuchilla, estará bien que interrogue al argot de la malavita. Lo mejor es que comience por el bandolero Nicolas-Jacques Pelletier, que tuvo el privilegio de inaugurar la máquina de la guillotina, y no por el monarca Luis XVI. O que se las arregle para advertir instantáneamente cómo la brillante cuchilla convierte a Luis XVI en Luis Capeta, ni un soberano ni un tirano, si­no un hombre en su desnudez corporal.

La elocuencia davidiana, con su neoclasicis­mo y con su ideología, consigue transformar la crónica en historia. También el lenguaje de la pegre posee un poder de transforma- eción: pero de la crónica en la dirección de la metafísica.