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DE ASNO / JUMENTO A ASNO /JUMENTO /RUCIO EN EL PRIMER QUIJOTE C A R L O S R O M E R O MUÑOZ Università Ca' Fosean di Venezia 1. Rocinante (un animal, no un ser humano, pero de evidente im- portancia a lo largo de las dos partes del Quijote y, para colmo, bautizado -rebautizado- en su mismo comienzo) resulta registrado tan sólo en cua- tro de los escasos «índices de personajes» -o bien «de nombres»- pre- sentes en la novela que conozco: los publicados en las Obras completas cer- vantinas, a cargo de Ángel Valbuena Prat (1946), en las ediciones de la más importante de todas realizadas por Vicente Gaos (1987) y Francisco Rico (2005) 1 , y en el específico Dictionnaire de Dominique Reyre (1980: 135). ¿Qué ocurre, en cambio, con el rucio, actor no menos importan- te, aunque siempre confinado en los términos del «nombre común»? Lo hallaremos únicamente en el Dictionnaire. En él se afirma que Sancho llama así a la bestia que cabalga «par euphemisme, car le mot 'asno' est injurieux». La definición sigue siendo útil, siquiera porque pone en la necesaria evidencia este aspecto «atenuante» del vocablo, hasta enton- ces casi siempre descuidado. Cabe, sin embargo, añadirle una precisión, a partir de la cual creo posible llegar a alguna conclusión: de acuerdo con la clara tendencia de Cervantes 2 en cuanto se refiere a sus criaturas, «el rucio» no nace de manera explícita con este apelativo; en realidad de- viene, llega a ser tal tan sólo al comedio de la Primera parte 3 . La cual, si bien se mira, concluye cuando el autor no parece haber tomado aún una decisión de veras «definitiva» sobre el particular. Como es sabido, de una besüa asnal no se habla hasta el c. VII. El hi- dalgo, decidido hacer «segunda salida», convence con algunas fantásti- cas promesas para que lo siga, en funciones de escudero, a «un labrador 1 Sigo aquí la paginación de otra precedente ed. del propio Rico (2004a). 2 C, de ahora en adelante. 5 Hace ya medio siglo que Joaquín Casalduero (1949) empezó a distinguir seriamente entre el Quijote de 1605 y el de 1615: dos obras -insistía, con razón-, muy distintas entre sí. L o sigo, desde hace ya bastantes años, llamando siempre, sin la menor duda, 1605 a la Primera parte, 1615 a la segunda y 1614 a la de quienquiera se esconda tras el pseudónimo de Alon- so Fernández de Avellaneda (Romero Muñoz, 1990: 95-96). «Cervantesy el Quijote.» Actas Coloquio internacional (Oviedo, 27-30/10/2004) CERVANTES Y EL QUIJOTE. Carlos ROMERO MUÑOZ. De «asno /jumento» a «asno / jument...

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DE ASNO / JUMENTO A ASNO /JUMENTO /RUCIO EN EL PRIMER QUIJOTE

C A R L O S R O M E R O M U Ñ O Z

Università Ca' Fosean di Venezia

1. Rocinante (un animal, no un ser humano, pero de evidente im­portancia a lo largo de las dos partes del Quijote y, para colmo, bautizado -rebautizado- en su mismo comienzo) resulta registrado tan sólo en cua­tro de los escasos «índices de personajes» - o bien «de nombres»- pre­sentes en la novela que conozco: los publicados en las Obras completas cer­vantinas, a cargo de Ángel Valbuena Prat (1946), en las ediciones de la más importante de todas realizadas por Vicente Gaos (1987) y Francisco Rico (2005) 1, y en el específico Dictionnaire de Dominique Reyre (1980: 135). ¿Qué ocurre, en cambio, con el rucio, actor no menos importan­te, aunque siempre confinado en los términos del «nombre común»? Lo hallaremos únicamente en el Dictionnaire. En él se afirma que Sancho llama así a la bestia que cabalga «par euphemisme, car le mot 'asno' est injurieux». La definición sigue siendo útil, siquiera porque pone en la necesaria evidencia este aspecto «atenuante» del vocablo, hasta enton­ces casi siempre descuidado. Cabe, sin embargo, añadirle una precisión, a partir de la cual creo posible llegar a alguna conclusión: de acuerdo con la clara tendencia de Cervantes2 en cuanto se refiere a sus criaturas, «el rucio» no nace de manera explícita con este apelativo; en realidad de­viene, llega a ser tal tan sólo al comedio de la Primera parte3. La cual, si bien se mira, concluye cuando el autor no parece haber tomado aún una decisión de veras «definitiva» sobre el particular.

Como es sabido, de una besüa asnal no se habla hasta el c. VII. El hi­dalgo, decidido hacer «segunda salida», convence con algunas fantásti­cas promesas para que lo siga, en funciones de escudero, a «un labrador

1 Sigo aquí la paginación de otra precedente ed. del propio Rico (2004a) . 2 C , de ahora en adelante. 5 Hace ya medio siglo que Joaquín Casalduero (1949) empezó a distinguir seriamente

entre el Quijote de 1605 y el de 1615: dos obras -insistía, con razón- , muy distintas entre sí. L o sigo, desde hace ya bastantes años, l lamando siempre, sin la menor duda, 1605 a la Primera parte, 1615 a la segunda y 1614 a la de quienquiera se esconda tras el pseudónimo de Alon­so Fernández de Avellaneda (Romero Muñoz, 1990: 95-96).

«Cervantesy el Qui jote . » Actas Coloquio internacional (Oviedo, 27-30/10/2004)

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vecino suyo» (99). Este vecino, enseguida llamado Sancho Panza4, decla­ra su intención de llevar consigo «un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba duecho a andar mucho a pie» (100).

A partir de este momento, tanto el narrador como el «amo» y el pro­pio «criado» aludirán a la cabalgadura alternando, por razones sobre todo estilísticas, ora asno (considerado en la época no sólo «injurioso», como justamente indica Reyre, sino también -y sobre todo- «grosero» ) , ora el más neutro jumento. Para topar con la «tercera fórmula nominativa» he­mos de esperar hasta el c. XXI (243-244):

En esto comenzó a llover un poco [... ] De allí a poco, descubrió don Quijote un hombre a caballo que traía en

la cabeza una cosa que relumbraba como si fuera de oro [...] -[...] si no me engaño, hacia nosotros viene uno que trae en la cabe­

za puesto el yelmo de Mambrino, sobre que yo hice el juramento que sa­bes5. [...]

-¿Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso? -dijo don Quijote-. Dime, ¿no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, so­bre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro?

-Lo que yo veo y columbro -respondió Sancho- no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabeza una cosa que relumbra.

Las palabras del escudero bien merecen un breve comentario. Co­nocemos algunas de las cualidades de Rocinante, pero con dificultad podemos imaginar el color de su pelo 6 . Parece como si C , en 1605, hu­biera decidido mantener una sistemática «suspensión de informaciones cromáticas» referidas a las bestias caballares, mulares y asnales presen­tes en un libro casi enteramente desarrollado en campo abierto y en ca­minos recorridos por hombres a pie o a lomos de cabalgaduras. Lo mis­mo ocurre en La Galatea, en las obras teatrales de la «primera época» y en el Persiles. Algunos datos —meramente casuales, nunca relevantes para el relato- sí se hallan en La ilustre fregona (383: dos muías rucias), en el Coloquio de los perros (550: una yegua rucia), en el Viaje del Parnaso (c. IV, v. 37: un caballo bayo), en el Entremés del rufián viudo (II, 912: «muy más que el potro rucio eres famoso») y, con mayor frecuencia, en 1615''. ¿Se-

4 S., de ahora en adelante, a no ser que se trate de citas cervantinas, donde conservo el nombre completo.

5 Véase c. X ( 1 2 7 ) . 6 Por lo menos, los no entendidos en la materia. Basándose en indicios esparcidos a lo

largo de toda la novela, Justino Pollos Herrera (1976: 51-56) afirma que su capa, más que cas­taña peceña, como imagina un autor precedente, «era torda muy clara, casi blanca».

7 Se trata de las «tres cananeas [por 'hacaneas'] remendadas» presentes en el c. X (769); de la «muy hermosa yegua tordilla» del XVI ( 8 1 9 ) , del «palafrén o hacanea blanquísima» del XXX (956) y del «caballo frisón, ancho y de color tordillo» del LVI ( 1 1 8 5 ) . N o se olvi­den las «seis muías pardas, encubertadas empero de lienzo blanco» del XXXV (1005) ni la «poderosa muía, negra como el mismo azabache» del XLVIII ( 1 1 1 3 ) .

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nal de que algo ha cambiado, incluso en este descuidado ámbito lexi­cal? La cuestión merecería ser considerada con el espacio de que aho­ra no dispongo.

Tal desinterés por el vasto dominio del color tiene su paralelo en el de la onomástica. Nunca sabremos cómo se llamaba Rocinante prece­dentemente al comienzo de la historia, cuando don Quijote 8 le da el nom­bre que ha de volverlo inmortal, aunque resulta lógico imaginar que al­guno habrá tenido «ante(s)». En el caso del asno, puesto que de alguna manera lo habrán «designado» en casa de los Panza, es legítimo pensar que el apelativo coincidiría, sin más, con el de su propio pelaje. Es decir, a partir de cuanto el propio S. acaba de decir, quizá Pardo o Pardillo. Se trata, por otra parte, de capas y nombres muy corrientes, en la época de C. y hasta en la nuestra9. (De todos modos, cabe imaginar que uno y otro fueran llamados por sus propietarios con el grado cero del nom­bre individual: caballo o/y asno, respectivamente. Sobre todo en el caso de S., en cuya casa parece no existir otra caballería; sí las había, en cam­bio, en la de D Q ) 1 0 .

Mucho se ha hablado de la legitimidad de reconocer en estas y en pos­teriores razones del escudero (248) una semilla -siquiera una semilla-del perspectivismo a que C. parece tender de modo natural, no sólo en el Quijote, aunque en él resulte facilitado por la locura del héroe, típico «so­ñador con los ojos abiertos». Ello justifica la aclaración inmediatamen­te ofrecida por el narrador1 1, que conciliará con toda satisfacción las con­tradictorias opiniones de amo y criado (245) 1 2 . El barbero en cuestión,

8 D Q , de ahora en adelante, a no ser que se trate de citas cervantinas, donde conservo el nombre completo.

9 Escribe Francisco López de U b e d a (1605: 469): « U n a notoria excelencia / que vemos en los borricos / es que casi todos son / de un color y talle mismo» . Y Santiago de la Villa y Martín (1881: 419-420): «Decididamente no se observa en estos seres la asombrosa variedad y combinación de colores que en el caballo. [...] En el asno, el pelo más común, al menos en nuestro país, es el l lamado rucio, que es un pardo claro. / / Los hay también de pelo de rata, ne­gros, blancos, tordos, castaños y rojos o melados. La capa pía es bastante rara». A l go un poco dis­tinto - y en más de un sentido, contradictorio- afirma Pollos Herrera (129) : «ni de raza an­daluza, ni de raza zamorana, ni de raza pirenaica o catalana, cosa que tan poco abona su pelaje explícito», para, casi enseguida (130) , hablar de los «asnos corrientes de la raza que se le dice castellana [...] La mayoría ostentan capa peceña, abundando menos los de capa rucia, por­que ésta, al parecer, tiene carácter genético regresivo: había muy pocos de capa blanca o tor­do clara, posiblemente productos de cruces con sangre andaluza». Para concluir (132): «El jumento que cabalgaba S. era, pues, de capa rucia, que es un pelaje asnal de color grisáceo o pardo claro».

1 0 Véanse la «adición» al c. X X I I I registrado en la 2 S ed. de la novela por «Juan de la Cues­ta» (1348), los ce. X X V (314) y X X V I (323, con el correspondiente «añadido» : 1349).

1 1 N, de ahora en adelante. 1 2 «Es, pues, el caso que el yelmo y el caballo que don Quijote veía era esto: que en aquel

contorno había dos lugares, el uno tan pequeño, que no tenía botica ni barbero, y el otro, que estaba junto a él, sí; y, así, el barbero del mayor servía al menor, en el cual tuvo un enfermo necesidad de sangrarse, y otro de hacerse la barba, para lo cual venía el barbero y traía una bacía de azófar, y quiso la suerte que al tiempo que venía comenzó a llover, y porque no se le

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no bien vio echársele encima a DQ, se dejó caer «del asno abajo, y no hubo tocado el suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo y co­menzó a correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento» (245-246). El hidalgo y su escudero mantienen enseguida una magnífica conver­sación acerca de lo ocurrido (246-248), hábilmente concluida con un auténtico «cambio de tercio» por parte del último:

Pero, dejando esto aparte, dígame vuestra merced qué haremos deste ca­ballo rucio rodado que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Martino que vuestra merced derribó [...]. ¡Y para mis barbas, si no es bueno el rucio!

[...] -Dios sabe si quisiera llevarle [...] o por lo menos trocalle con este mío,

que no me parece tan bueno. Verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se estienden a dejar trocar un asno por otro; y que­rría saber si podría trocar los aparejos siquiera.

-En eso no estoy muy cierto -respondió don Quijote-, y en caso de duda, hasta estar mejor informado, digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad estrema.

-Tan estrema es -respondió Sancho-, que si fueran para mi misma per­sona no los hubiera menester más.

Y luego habilitado con aquella licencia, hizo mutacio caparum y puso su jumento a las mil lindezas, dejándole mejorado en tercio y quinto (248-249).

La precedente formulación del deseo de cambiar de cabalgadura, sen­cillamente porque la del barbero es «mejor», muestra a las claras que el tan decantado afecto del escudero para con la suya es, siquiera hasta el momento, muy limitada. El hecho - o el dato para la historia de otro de­venir, a lo largo del Quijote— merece más atención de la que se le suele prestar13, pero, aquí y ahora, importa tan sólo poner de relieve que, al exclamar ¡Ypara mis barbas si no es bueno elrucio!, S. se está riendo, no poco cruelmente, de su señor, si bien con menor descaro que en la recién con­cluida «aventura de los batanes» (c. XX, 239-240).

Ya estamos en el c. XXV. Precisamente en el pasaje en que DQ, deci­dido a «hacer penitencia», a imitación de Amadís y de Roldan, desensi­lla a Rocinante y lo deja en libertad (305-306).

Viendo esto Sancho, dijo: -Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbaldar al rucio,

que a fe que no faltaran palmadicas que dalle. [...] Y en verdad, señor Ca­ballero de la Triste Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de veras, que será bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio... (306)

manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza, y, como es­taba limpia, desde media lengua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y esta fue la ocasión que a don Quijote le pareció caballo rucio rodado y yelmo de oro . . . »

1 3 Véase Romero Muñoz (1991: 34).

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¡Aquí lo tenemos! Rucio, en principio «adjetivo», acaba de aparecer, con funciones de «sustantivo», referido al animal montado por el escu­dero, como habría podido ocurrir si lo hubiese llamado Pardo o Pardillo. Desde luego, todo puede explicarse como una «propagación» de la fór­mula ya usada por éste en el c. XXI, pero ¿se trata de una propagación inconsciente o, por el contrario, bien consciente? ¿De algo que «se le ha pe­gado» a S., tras la aún reciente experiencia o, por el contrario, de una muestra más de su socarronería?

No sería de ninguna manera imposible que este brusco salto de la has­ta aquí constante alternación binaria {asno / jumento) a otra nueva, de tipo ternario (asno / jumento / rucio), hubiera quedado discursiva y ex­presamente justificado en el fragmento de original (nunca sabremos si breve o extenso) que sin duda falta en esta sección del actual c. XXIII ' 4 . De la consulta de los diccionarios de la lengua «castellana» o «españo­la» publicados entre 1570 y 1737, de mis propias lecturas y de la ya muy rica colección de testimonios recogida en el CORDE se deduce que lla­mar rucio, sin más explicaciones, a un asno constituye en la época algo en un más de un sentido «sorprendente» e incluso «ridículo», en la acep­ción más estricta del término. (Debe quedar claro que aquí me refiero a la lengua de la literatura, no necesariamente «alta», con tal de que no sea -porque así lo quiere el autor- «baja» e incluso «bajísima». Por supues­to, pecaría de irresponsabilidad si aquí intentase ampliar esta afirmación a la vida, más o menos «cotidiana»: en primer lugar, a la campesina, por naturaleza oral, escasamente recogida en documentos redactados por es­cribanos, etc. etc.)

i

2. Suspendo por un momento la ilustración de dicha hipótesis. An­tes, creo conveniente concluir el repaso de las apariciones del animal en 1605, teniendo siempre muy en cuenta quién lleva la voz en cada una de ellas.

En el citado XXV, asno está registrado en boca del escudero (307 1 5

y 312) 1 6 , quien tampoco deja de recurrir por tercera vez a rucio, como adjetivo sustantivado, en términos de siquiera aparente «normalidad» (315) 1 7. En los ce. XXVI (323) y XXIX (372), es N quien demuestra ha­ber introyectado la nueva denominación 1 8.

1 4 Véase Geoffrey Stagg (1959). 1 5 « - M á s fue perder el asno, [...] pues con él se perdieron las hilas y todo». 1 6 « - D i g o que [... ] que soy un asno. Mas no sé para qué yo nombro asno en mi boca, pues

no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado» . 1 7 « Po r amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me dará

mucha lástima y no podré dejar de llorar, que me duele la cabeza del llanto que anoche hice por el rucio. . . »

1 8 «Y con esto les contó [al cura y a Maese Nicolás] la pérdida del rucio» y « Luego subió don Quijote sobre Rocinante, y el barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose San­cho a pie, donde de nuevo se le renovó la pérdida del rucio. . . »

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¿Qué sucede, tras las citadas cinco apariciones del vocablo que nos in­teresa? Algo en más de un sentido «chocante»: no volverá a ocurrir en todo lo que queda de lá ed. princeps de 1605. La ventera, en el c. XXXV (457) usa jumento, como N en el XL1I (547). Lo mismo hará en el XLIII (556) pero, en el XLIV (567), volverá a asno, refiriéndose al del barbero, de cuyos aparejos se ha apoderado S., y asno lo llamará el propio barbe­ro víctima de la alucinación de DQ (568) 1 9 . Don Fernando (c. XLV, 573), entrado de lleno en la burla, niega que la pieza contendida sea albar-da de jumento y, por el contrario, afirma que se trata de un jaez de ca­ballo. No sólo: «uno de los cuatro [criados de don Luis]» vuelve a tratar de la albarda de este asno (574). En el XLVI, N (581) usa jumento, como DQ (583) y el propio S. (584), refiriéndose, de nuevo y hasta el resto de 1605, a su propia cabalgadura. En el XLVII, N torna a. jumento (592) y a asno (592 y 594). En fin, ya en el LII, último del libro, el mismo N (645) vuelve a usar asno.

Por si aún pudieran caber dudas de que rucio no pasa de ser una de­nominación a fin de cuentas episódica, casi del todo irrelevante a lo lar­go de la Primera parte, recordaré que el adjetivo sustantivado en cuestión está ausente en los poemas preliminares, compuestos, como es natural (y, además, el mismo C. lo declara en el estupendo prólogo) , después de haberla concluido. Está ausente incluso donde su presencia podría haber parecido -por lo menos- oportuna. Es decir, en el soneto que Gandalín, «escudero de Amadís de Gaula», dedica a S. (29, v. 9: «Envidio a tu ju­mento y a tu nombre» ) , en mi opinión no tan sólo por motivos de deco­ro, ya que en un nuevo soneto, ocupado por un «Diálogo entre Babieca y Rocinante», 35, w. 5-8) reaparece la dimensión «injuriosa» del vocablo:

B. Anda, señor, que estáis muy mal criado, pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.

R. Asno se es de la cuna a la mortaja. ¿Queréoslo ver? Miraldo enamorado.

Al llegar a este punto, no hay más remedio que volver a la misteriosa desaparición y a la no menos extraña reaparición de la bestia en la pri­mera ed. de 1605. Una y otra debieron de ser bien pronto notadas por los primeros lectores de la novela, alguno de los cuales comunicaría al autor lo que con toda probabilidad él mismo habría ya visto. Me parece indudable que se trata de un descuido, en cierto modo grave, por más que algunos críticos se hayan empeñado en decirnos que no lo es tanto y hasta que no lo es en absoluto2 0. Aquí me limitaré a recordar que, en

1 9 Éste último, de manera no poco retorcida, alude a los jaeces de lo que él creyó ser caba­llo del posesor del yelmo de Mambrino; caballo que S. tomó con su licencia para «adornar el suyo», pero no pueden caber dudas de que se trata de los dos asnos pardos que bien conocemos.

2 0 Véase Juan Bautista Aval le-Arce (1975: 70, nota 60 ) , Thomas R. Lathrop (1984), José Manue l Martín Moran (1990: 14) y Alberto Sánchez (1992).

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la reimpresión de la princeps, publicada pocos meses después de ésta, en el mismo año de 1605, aparecen dos «añadidos», con las que se preten­de poner remedio al desaguisado. La interpolación relativa al hallazgo o recuperación del animal, registrada en el c. XXX (388-389, y, en apén­dice, 1348-1349), resulta satisfactoria; menos - o , sin más, nada- lo es la dedicada a explicar su pérdida, presente en la «adición» impresa en el actual c. XXIII (273 y, en apéndice, 1347-1348), mientras que lo más sensato habría sido encajarla en el XXV (304) 2 1. Sobre la cuestión vuel­ve nuestro autor, en tonos muy... cervantinos, en 1615, ce. III (714, don­de Sansón Carrasco alude al rucio y el propio bachiller y S. al jumento), IV (715-716: S. dice jumento, rucio —dos veces—, jumento —tres veces—y asno; Carrasco, jumento más rucio) y XXVII (934: N se refiere a rució).

Parece seguro que estas dos intervenciones emendatorias son de ve­ras de C, a pesar de los no desdeñables argumentos con que algunos es­tudiosos muestran perpejidad e incluso niegan su autoría22. Ahora bien, en la registrada -vuelvo a decir que por error-en el c. XXIII (1347-1348) hallamos asno (dos veces), jumento (otras dos) y rucio (una sola), siem­pre en boca de N. Aparte la primera explícita declaración de afecto por el animal, que echábamos de menos en el c. XXI, el escudero no tiene en este «añadido» ocasión de dedicar una sola palabra al nombre o el adjetivo con que cabe suponer que llama ahora a su bestia. La situación cambia notablemente en la adición al actual c. XXX (1348-1349), don­de se nos dice que

vieron venir por el camino donde ellos iban a un hombre caballero sobre un jumento, y cuando llegó cerca les pareció que era gitano; pero Sancho Panza, que doquiera que vía asnos se le iban los ojos y el alma, apenas hubo visto al hombre cuando conoció que era Ginés de Pasamonte, y por el hilo del gitano sacó el ovillo de su asno, como era la verdad, pues era el rucio sobre que Pasamonte venía [...] Viole Sancho y conocióle, y apenas le hubo visto y conocido, cuando a grandes voces le dijo:

[...] No fueran menester tantas palabras ni baldones, porque a la primera sal­

tó Ginés y, tomando un trote que parecía carrera, en un punto se ausentó y alejó de todos. Sancho llegó a su rucio y, abrazándole, le dijo:

-¿Cómo has estado, bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío? Y con esto le besaba y acariciaba como si fuera persona. El asno callaba

y se dejaba acariciar de Sancho sin responderle palabra alguna. Llegaron todos y diéronle el parabién del hallazgo del rucio...

2 1 Así se comporta Diego Clemencín (1833). Lo siguen - d e manera explícita o sin decir palabra al respecto- casi todos los editores del siglo X I X , sobre todo a partir de Juan Eugenio Hartzenbusch (1863). En la primera mitad del siglo X X hacen excepción - q u e me conste- Ru­dolf Schevill / Adol fo Bonilla (1928 y 1931) y Martín de Riquer (1962). Más tarde se generali­za el respeto a la lección de la ed. princeps, imprimiendo los «añadidos» como sendas notas.

2 2 Véase Lathrop (1984: 209), Gaos (1987: I I I , 218), Sánchez (1992: 20) . Decididos aser-tores de la autoría de los «añadidos» se muestran, por ejemplo, Rico (2004: ccxxvi-ccxxviii) y Joaquín Forradellas (2004, notas a. 1.).

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«Rucio de mis ojos». Bien considerado, ésta resulta ser la primera y única ocasión en que el escudero se dirige directamente a su cabalga­dura, llamándola con una fórmula equivalente al Pardo o el Pardillo hi-potizados páginas atrás. Algo muy interesante, pero, por supuesto, no suficiente para afirmar que C. ha decidido de una vez por todas dar un nombre «casi propio» al animal.

3. Queda ahora por ilustrar, de la manera más breve y persuasiva po­sible, por qué rucio, en cuanto adjetivo sustantivado equivalente a asno o jumento, debe de haber sorprendido a quienes leyeron la princeps de 1605. Y hasta la segunda del mismo año, con los famosos «añadidos». Creo fir­memente que el término les habrá sonado a cosa «excesiva», incluso en un libro de entretenimiento, ya por su casi total ausencia en los textos impre­sos dotados de un mínimo de «intencionalidad artística», ya porque aca­so les recordaba algunos muy concretos -y aún actuales- testimonios del mismo, a los que no se les puede negar un alto índice de literariedad, pero... dentro de un género, como el paródico, marcado a radice por la voluntad de divertir, claro está que con muy diversas modalidades.

No estará de más detenerse un momento a considerar la condición insuperablemente histórica -y, hasta cierto sentido, también geográfica-del humor y de su efecto: esa sonrisa o risa que nos caracteriza como hom­bres. ¿Cómo negar la existencia de códigos nacionales también en este ámbito, por más que la «globalización» tienda a nivelarlos un poco más cada día? ¿Quién no recuerda las ocasiones en que no hemos consegui­do captar la dimensión irónica de una frase dejada caer por —y entre— ami­gos extranjeros o, al contrario, la de no haber sido comprendido por ellos mismos en lo que, para nosotros, es un «golpe» de infalible efecto? Si de lo sincrónico pasamos a lo diacrónico, incluso dentro de la tra­dición —lato sensu— nacional en la que nos sabemos inmersos, ¿cómo ol­vidar que palabras, locuciones, situaciones sin duda divertidas para los lectores del siglo X V I y comienzos del X V I I nos dejan hoy indiferentes o que, por el contrario, elementos que con casi total seguridad dejaban indiferentes a aquellos lectores hoy muy bien pueden hacernos reír, in­cluso a carcajadas? Buena prueba -siquiera a mi entender- de ello ofre­cerán los numerosos datos que presento a continuación.

Empezaré dando los resultados de una escrupulosa consulta de los dic­cionarios monolingües o bilingües —en algún caso, trilingües— publica­dos a lo largo de los siglos X V I , X V I I y primer tercio del X V L U 2 3 .

Para Cristóbal de las Casas (1570), rucio es 'leardo' y, rucio rodado, 'po-mato': es decir, capas propias de caballos. Jeróme Victor (1609) define: rucio, 'gris, 'couleur de cheval'; grigio, 'colore di pelo di cavallo'; rucio rodado, 'gris pommelé, couleur de cheval', 'leardo pomellato, pelo di

2 3 N a d a dice al respecto Antonio de Nebri ja (¿1495?).

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cavallo'. Según Richard Percival /John Minshew (1599), rucio, sin más precisiones, equivale a 'a dapple grey horse' y, rodado, a 'a grey, dapple grey'. Para Francisco del Rosal (1601) es tan sólo un 'color de caballo'. Cé­sar Oudin (1625), a. v. r[u]cio cavallo, se limita a indicar 'voyer rucio roda­do', el cual resulta a su vez definido 'gris pommelé, couleur de cheval'. Nada dice al respecto Sebastián de Covarrubias (1611). John Minshew (1617) declara que rucio & rucio rodado equivalen a 'grey, dapple grey'. Para Lorenzo Franciosini (1620), rucio es 'color o peíame di cavallo, pe-lame grigio o leardo' y, rucio rodado, un 'cavallo leardo ro tato'.John Ste-vens (1706), por su parte, declara que rucio está por 'grey, only us'd in speaking of beasts', introduce la novedad de rucio de la Mancha = 'an ass' (sobre la que espero volver en otro lugar) y concluye con rucio ro­dado = 'a dapple grey'.

Transcribo, en fin, por extenso, la definición del primer Diccionario de la Real Academia Española, comúnmente conocido como de Autoridades (o DA: tomo V, 1737): «rucio. Adj. Lo que tiene, o es, de color pardo cla­ro, blanquecino o canoso. Aplícase a las bestias caballares. Lat. Canis as-persus, albicans»24 / fam. El hombre entrecano. Canis aspersus». Y presen­ta dos testimonios: el primero, de C. (extraído precisamente áel605, c. XXI ) ; el segundo, de Góngora (tercetos burlescos en que se habla de una muía [...] rucia)25. Rucio rodado es, en cambio, «el caballo de color pardo claro, que comúnmente se llama tordo. Y se dice quando sobre su piel aparecen a la vista ciertas ondas o ruedas, formadas de su pelo». De es­tas definiciones será conveniente recordar que rucio «aplícase a las bes­tias caballares», pero, implícitamente, ya no sólo, como aseguraba Ste-vens 2 6. ¿Es relevante la diferencia? El propio DA define caballar como 'lo que pertenece o es parecido a los caballos', mientras que mular se refie­re a los machos y muías y, asnal (como su variante, menos frecuente, as-nar), «todo lo que toca al asno, o caballerías menores, como carga asnal, soga asnal, herradura asnal». Algo, como se ve, elemental, pero que con­viene tener muy presente, porque las novedades constatadles en las de­finiciones de rucio registradas en las sucesivas ediciones del dicciona­rio académico (ya en un solo volumen, y sin las citas de autores ilustres, que tanto prestigian la primera, a partir de la publicada en 1780) 2 7 con-

2 4 C o m o recuerda Joan Coraminas (1955-1957: a. v. rocío), Ramón Menéndez Pidal dejó bien claro que, en realidad, deriva de roscidus,

2 5 Véase Obras completas (2000: I , 277-278). 2 6 N o se olvide que, en la época de C , el [caballo] rucio tenía particular prestigio, por su

resistencia y su valentía. Francisco de la Reina (1547: fol. 52v) escribe que, «entre las colores de los cavallos, los rucios rodados y los castaños de color de castaña, y los rucios quemados y los alazanes tostados suelen ser más templados y de más valor, y de mejor y más robusta natu­raleza». Y el anónimo autor de la Pintura de un potro (pr imer tercio del siglo X V I I : 10): « D e los colores ablaré muy brevemente de los mejores, sin meterme en sus qualidades y lo que sobre ellos predomina. / / Los ruzios son muy balientes y de bondad, y mejores los rodados».

2 7 A decir verdad, en 1757, Ibarra publicó el primer volumen de la «segunda impresión, corregida y aumentada» , también con autoridades, que no tuvo continuación.

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sisten casi tan sólo en las variaciones del tipo de animales que reciben el adjetivo de manera «natural», digna de ser codificada. Así, en la de 1832 hallamos un sencillo 'Aplícase a las bestias', que hace pensar en una sensible extensión del uso precisamente a las mulares ( como ya demostraba el testimonio gongorino citado en el DA) e incluso a las asnales™.

Desde el siglo X I I hasta comienzos del X V I I , no pocos documentos nos muestran que, en la lengua de «simple comunicación», sin la me­nor pretensión «artística», rucio / rucia indican un simple color, siem­pre -que me conste- acompañado por el nombre del animal a que se aplica (a no ser cuando se trata de caballo, que entonces es frecuente en­contrar el simple adjetivo, con funciones sustantivas)29. Los testimonios no faltan, como es natural, en los libros de medicina 3 0 ni, sobre todo, en los tratados de zoología, albeitaría o de monta 3 1. Abundan en los de his­toria3 2, (sin olvidar las «relaciones» 3 3 ni la hagiografía) 3 4 y, aún más, en los distintos subgéneros de novela o relato breve 3 5. Asoman en las colec­ciones paremiológicas 3 6, en la crítica y la teoría de literatura37, en los tra­tados de arte 3 8, en las colecciones de apotegmas3 9, en el teatro 4 0. Resulta evidente, sin embargo, que es la poesía (en sus distintos subgéneros)

2 8 Véase Romero Muñoz (en prensa b). 2 9 En el Libro de cuentas del pagamiento de las gentes de armas (1364) se halla una muía r.; en

la Documentación municipal de la cuadrilla de Salvatierra un caballo r. cárdeno, un rocín r. peloso y un rocín r. pomelado. Junto a las bestias caballares, mulares y asnales pueden aparecen pare­cer otros, como la nobiella de III modios, rucia per colore ( «Venta de una heredad en No l ia » [1122], en el Cartulario de la Iglesia de Santa María...).

3 0 Ab rahán de Toledo (1250: fol. 155v) habla de la « leche de las asnas r.» 3 1 En el Libro de los cavallos (c. 1275) se alude a un c. r. pezenno, otro r. savino y a otro r. roán.

Francisco de la Reina (1547: fol. lvij) da una lista de caballos r.: rodado, pedrado, mermoleno, me­lado, abutardado, quemado, cabos negros, rosillo, sabino..., que Pedro de Agui lar (1572: fol. 2v) am­plía con los r. marmoleños azules y rosados.

3 2 Francisco López de Gomara (1553): c. r. picado; Bernal Díaz del Castillo (1568-1575): c. r. picado, yegua r. y muía r.

33 Relación del recibimiento que se hizo (1543)*: un c. r. rodado. 3 4 Alonso de Villegas (1594)*: un c. r. trapado. 35 Roberto el Diablo (1509) : c. rucio; Jerónimo Fernández (1547): c. rucio; Pedro Hernández

de Vil laumbrales (1552): c. r rodado y palafrén r.; Jorge de Montemayor (1559): c. r. rodado; Luis Gálvez de Montalvo (1582): y. r. rodada; Ginés Pérez de Hita (1595): c. r. rodado y y. r. roda­da; Mateo A lemán (1595): r. rodado, r. color de cielo.

3 6 Pedro de Valdés (1549) escribe: «A lca el rabo, rucia, que vanse los de O l m e d o » (núm. 475: a mi entender referido a una muía; el testimonio tiene, de cualquier modo , particular interés, po rque es lo de los pocos —poquísimos— en que se insinúa una forma nunca docu­mentada en una obra de algún m o d o « l iteraria» ) , y « D e Med ina a Valladolid, o toparás frai­le, o puta, o muía r.» (núm. 1227); en Gonzalo de Correas (1627)*: «kaballo ruzio rodado, an­tes muerto que cansado». Luis Martínez Kleiser (1953: núm. 8204) registra, en fin, «rucio rodado y alazán tostado, por lo duro y por lo l lano» .

3 7 Fernando de Herrera (1580) y B.Jiménez Patón (1604). 3 8 Juan de Ar fe y Villafafe (1585): c. rucio. 3 9 Juan Rufo (1596, núm. 691): c. r. rodado. 4 0 El Bachiller Juan Rodríguez [Florián] (1554): «y guarda tu rucio para otro alarde» .

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la que presenta un mayor número de ocurrencias, ya se trate de los poe­mas heroicos a la italiana41, ya de los españolísimos romances (en sus múl-tipes modalidades, pero, sobre todo, en los «nuevos»), a los que volveré dentro de un momento.

A la vista de todo lo anterior, es natural pensar que el maestro Barto­lomé Jiménez Patón tiene razón cuando, en la Elocuencia española en arte (1604), al tratar de la sinécdoque, escribe:

Aquí también se reducen las formas accidentales cuando los adjetivos se ponen por los sustantivos, por series muy anexos y particulares, como «puro», «aloque», «blanco», «tinto», sin decirle se entiende vino; «bayo», «overo», «cuatralbo», «rucio», «morcillo», «castaño», «melado», se entiende caballo.

4. Echemos ahora un vistazo algo más demorado al romancero. Los testimonios que nos interesan se hallan casi sin excepción recogidos —como ya he dicho— en el «nuevo» y, dentro de éste, en el «morisco», tan abundante en las dos últimas décadas del siglo X V I . Aquí y ahora, cabe recordar varios de caballo(s) rucio(s) (o, sin más, rucios)**, bien acom­pañados de otros de yeguas**, potros** y machos*5. Entre los que aluden a potros, algunos los presentan en un tono heroico o, por lo menos, «he-roico-galante». ¿Qué ocurre en los demás? La increíble difusión de una de esas composiciones, debida al joven pero ya famosísimo Lope de Vega, autor, allá por 1583-84 (me refiero, claro está, a la que comienza

Ensíllenme el potro rucio del alcaide de los Vélez...)4 6

acabó bien pronto provocando un repetido ejercicio de «reducción pa­ródica» o de «hastiada reacción sarcástica», por parte de autores de muy distinto calibre4 7. De veras memorable es el llevado a cabo por el grande y -no sólo para Lope - temible cordobés, ya en 158548:

4 1 Jerónimo de U r rea (1550)*: c. r. rodado; Cristóbal de Virués (1588): caballo r.; Juan de Castellanos (1575-1589): caballo r., c. r. rodado); Gabriel L o b o Lasso de la Vega (1594): r. roda­do; Pedro de O ñ a (1596): caballo r.yc.r. plateado.

4 2 En Gabrie l L o b o Lasso de la Vega (1587) se hallan: «salta en un r. andaluz» y »el r. andaluz».

4 3 Duran (1851: núm. 1149): « . . . cabalgando en una yegua / hermosa, rucia rodada» . 4 4 Pérez de Hita, Guerras civiles (1595). 4 5 Anón imos , recogidos en la Segunda parte de la Silva de varios romances (1550) , en la

Rosa de varios romances (1573) y en la Rosa española. Segunda parte de romances de Joan Timo-neda (1573) .

4 6 Publicado en la Flor de varios y nuevos romances, primera parte (1588) y en el Romancero general de 1600-1604 (en Duran, núm. 22).

4 7 Véase Antonio Carreira, ed. de los Romances de Góngora (I, 345-346). 48 Romances (1,347-355).

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Ensíllenme el asno rucio del alcalde Antón Llórente; denme el tapador de corcho y el gabán de paño verde; el lanzón en cuyo hierro se han orinado los meses, el casco de calabaza y el vizcaíno machete...

Como es sabido, entre 1603-1604 las relaciones entre C. y Lope eran no ya «menos que buenas», sino, sencillamente, malísimas49. Sic stanti-bus rebus, nuestro novelista muy bien podría haber querido aludir a su ya por entonces enemigo, precisamente a partir del concreto asno rucio destructor del gallardo potro rucio originario y del casco de calabaza (ima­gine el lector una de las pequeñas y... amarillas). Como ya he dicho más atrás, quién sabe si, en la porción de texto con seguridad perdido en el c. XXV, había un pasaje —tal vez tan sólo unas frases— en boca del na­rrador o del hidalgo (improbable, por no decir imposible, es pensar, des­de esta perspectiva, en el escudero), de no difícil decodificación para el lector avezado a «notar» este tipo de alfilerazos o, como diría años más tarde Avellaneda, «sinónimos voluntarios» 5 0.

5. Pero no se trata de esto sólo. A fin de cuentas, la posible —no diré probable, ni, menos, probada— alusión, más o menos maliciosa, a Lope puede quedar entre paréntesis, ya que disponemos de al menos otra cla­ve para explicar de manera más -sólo convencionalmente— aceptable la aparición de rucio en 1605. En el ya citado pasaje perdido del c. XXV bien podría haber constado una dirimente intervención de DO_. Recuérde-

4 9 Véase, p. ej., Juan Mille y j iménez (1930: 37-54, 61-68, 83-86...), Justo García Soriano (1944: 49-71...) y, más recientemente, p. ej., José Luis Pérez López (2002: 59-64).

5 0 A mi entender, no es de ninguna manera gratuito que yo tome en esta ocasión la peli­grosa senda de las conjeturas. Si bien se mira, podríamos estar ante un caso en cierto m o d o parecido al del romance lopiano « D e pechos sobre una torre. . . » , que Rafael Osuna (1981) cree parodiado por C. en el que, en 1615 (c. LVII: 1191-1193), canta Altisidora en el patio del castillo de los duques, un momento antes de que D Q y S. lo abandonen, para reemprender el camino de Zaragoza. Conviene añadir que mi referencia al romance gongo l ino , b ien sé que inserto en el Entremés de los romances, no comporta de ninguna manera adhesión a la vie­j a tesis de Ramón Menéndez Pidal (1920: 14-29) acerca del decisivo influjo de la anónima pie-cecita en la creación de los primeros cinco capítulos de 1605. N o creen en tal influencia (sí, más bien, en la inversa: del Quijote en el Entremés) Emilio Cotarelo y Mor i (1920: 45-66) y Fran­cisco Rodríguez Mar ín (1949: IX, 165-169). Recordaré la total aceptación de la tesis de Me ­néndez Pidal, que sufragan con nuevos datos, de Millé y j iménez (1930: 37-45, 87-147, 149-157, 205-219) y García Soriano (1944: 49-59). Más recientemente, vuelven a expresarse a favor de la misma Antonio Pérez Lasheras (1988), Fernando Lázaro Carreter (2004: xxvi-xxviii) y Gon­zalo Pontón (2004: cxciv-cxcv). Dudas, en fin, sobre tal relación de causa y efecto expresa, por el contrario, Giuseppe Di Stefano (2004: voi. complementario, 27-28).

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se que, hasta llegar al mismo, el hidalgo ha preferido usar jumento para referirse a la caballería de S. Tan sólo en tres ocasiones «se permite» usar asno. En la primera de ellas, la elección léxica puede «justificarse» recordando el momento realmente disfórico por él vivido cuando, en la aventura de los rebaños (c. XVIII, 213), se ve obligado a reconocer que ha sido una vez más engañado por los encantadores5 1. Tal desolado es­tado de ánimo lo habría podido inducir a desatender la exquisitez con que normalmente se expresa. En la segunda (c. XXI, 248), se limita a re­petir, airado y, una vez más, corrido, las palabras de su escudero 5 2. En la tercera (c. XXV, 299), se siente explícitamente enfadado por la sarta de refranes que acaba de soltar el fiel acompañante y vuelve a descuidar su característica corrección 5 3.

He dicho más atrás que el rucio ocurre a lo largo de 1615 con notable frecuencia, pero casi siempre sin una particular relevancia. Casi siempre: la tiene, en cambio -y notable- cierta precisión que S. hace al escudero del Caballero del Bosque o de los Espejos en el c. XIII (793-797). En la nocturna conversación que ambos sostienen, el recién aparecido procu­ra inducir al acompañante de DQ a abandonar su peligrosa profesión, volverse a casa y dedicarse a «ejercicios más suaves»,

como si dijéramos cazando o pescando, que ¿qué escudero hay tan pobre en el mundo a quien le falte un rocín y un par de galgos y una caña de pes­car con que entretenerse en su aldea?

—A mí no me falta nada de eso —respondió Sancho—. Verdad es que no tengo rocín, pero tengo un asno que vale más que el caballo de mi amo. Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, si lo trocara por él, aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima. A burla tendrá vuesa merced el valor de mi rucio; que rucio es el color de mi jumento.

Aquí tenemos esa declaración que hasta ahora hemos echado de me­nos. El asno o jumento de S. resulta ahora ser de veras rucio, es decir de pelo algo más «canoso» o «blanquecino» que el pardo por él mismo de­clarado en 1605, c. XXI (244). No es mucho, pero es algo. ¿Acaba así el juego de quien, por el motivo que fuere (dentro de un momento habrá ocasión de volver sobre el pasaje), aplica a su cabalgadura un adjetivo de algún modo «demasiado alto», teniendo en cuenta los horizontes de espera del lector -no hablo del pobre campesino analfabeto— de la épo­ca, a no ser que —como S. en el citado párrafo— no haya dejado perfec­tamente en claro que se trata de un asno y no de otro animal?

5 1 «Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo. Sube en tu asno y sigúelos bonitamente, y verás cómo, en alejándose de aquí un poco, se vuelven en su ser pr imero y, dejando de ser carneros, son hombres hechos y dere­chos como yo te los pinté pr imero» .

5 2 «Así que, Sancho, deja ese caballo o asno o lo que tú quisieres que sea...» 5 3 « Po r tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante entremétete en espolear a tu asno,

y deja de hacello en lo que no te importa».

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Una situación prácticamente idéntica hallamos en el c. XXXI. Amo y criado se han encontrado, en el XXX (956 y ss.) nada menos que con una pareja ducal, en el momento conclusivo de una partida de caza de alta­nería. Los señores no dudan en invitarlos a pasar unos días con ellos. Es natural que en el largo segmento de descanso palaciego (ce. XXXI-LVII: 961-1194), Rocinante y el rucio resulten menos presentes que cuando sus propietarios se hallan en campo abierto. De todos modos, no falta en él alguna que otra referencia a ambas o a una sola de las cabalgaduras. La primera de las cuales está registrada en el c. XXXI (962). Al entrar en la «casa» o «castillo», S. se descuida de la suya (N la llama rucio), pero, arre­pentido, se dirige a una «reverenda dueña» (la inolvidable doña Rodrí­guez), a quien dice:

-Querría que vuesa merced me la hiciese de salir a la puerta del casti­llo, donde hallará un asno rucio mío; vuestra merced sea servida de man­darle poner o ponerle en la caballeriza...

Asno rucio, y no tan sólo rucio, como, líneas antes, había dicho N, pero a los lectores, que ya «están en el secreto». S., en cambio, se cree obli­gado a no confundir a la desconocida, porque, efectivamente, rucio, de-contextualizado, hacía en la época pensar sobre todo -y casi sólo- en un caballo. El argumento definitivo se halla registrado en el c. XXXIII (995), al final de la memorable conversación sostenida por la duquesa y el es­cudero mientras DQ y el duque duermen la siesta. El escudero está aún aturdido por lo que acerca del encantamiento de Dulcinea le están ha­ciendo creer (sin que, por otra parte, su socarronería le deje convencerse de ello) y, al mismo tiempo, agradecidísimo por lo que la aristocrática se­ñora acaba de decirle (995).

.. .y por ahora vayase Sancho a reposar, que después hablaremos más lar­go y daremos orden como vaya presto, a encajarse, como él dice, aquel go­bierno54.

De nuevo le besó las manos Sancho a la duquesa y le suplicó le hiciese merced de que tuviese buena cuenta con su rucio, porque era la lumbre de sus ojos.

—¿Qué rucio es éste? —preguntó la duquesa. - Mi asno -respondió Sancho-, que por no nombrarle con este nom­

bre, le suelo llamar «el rucio».

Del c. XXXIV al LXXIII, último en que se habla de cabalgaduras, rei­na, frente a las pocas ocurrencias de asno y jumento, el adjetivo sustanti­vado. En general, dichas excepciones carecen de la menor importancia. Una sola, no referida al de S., sino insertada en un refrán traído muy oportunamente a colación por DQ, la tiene —y, a mi parecer, notable—

El de la « ínsula» , graciosamente concedido por el duque en el c. XXXII (973) .

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para acabar de explicarnos la triple apelación de la «bestezuela» en 1615 y, yendo hacia atrás, incluso en algunos -escasos- pasajes de 1605. El hi­dalgo, que cree - o parece creer- de la manera más natural imaginable cuanto ha dicho Merlín a propósito del encanto de Dulcinea y de las condiciones para devolverla a su «prístino estado» (c. XXXV, 1006-1008) y ha instado repetidamente al escudero a cumplir con su promesa de propinarse «tres mil azotes y trecientos / en ambas sus valientes posa­deras», acaba, en el LXXI (1310-1311), ofreciéndole un premio en di­nero por cada uno de los que se dé, claro está que de su propia volun­tad. Ello induce al criado a dedicarse a la tarea, pero ya sabemos que bien pronto decidirá dar los golpes a los árboles que lo rodean, suspi­rando -eso sí- de cuanto en cuando, con la mayor socarronería de este mundo (1313). DQ,

temeroso de que no se le acabase la vida y no consiguiese su deseo por la impaciencia de Sancho, le dijo:

-Por tu vida, amigo, que se quede en este punto este negocio. [...] Más de mil azotes, si yo no he contado mal, te has dado: bastan por agora, que el asno, hablando a lo grosero, soporta la carga, más no la sobrecarga.

«Hablando a lo grosero». Ésta es la auténtica «prueba del nueve» de cuanto quedó dicho en el pasaje, arriba reproducido, del c. XXXIII (995). Y, en efecto, si bien miramos, el mismo DQ que -como ya he puesto de relieve páginas atrás- recurre tan sólo dos veces al último término a lo largo de 1605, no lo ha hecho nunca—lo que se dice nunca— en 1615. Pien­so que precisamente por su ya aludido ideal de lengua cuidada, «cortesa­na» 5 5. Un ideal bien compartido, como demuestran -por acuerdo o por desacuerdo- los testimonios de la época que ofrezco a continuación.

Francisco Agustín Tárrega, en el Discurso o recopilación de las necedades más ordinarias en que solemos caer hablando (1592: 425) escribe: «A este cabo quiero, por dalle remate, aplicar los regüeldos, y no digo con perdón de vs. ms., como hazen muchos quando nombran un asno...»

Leemos en el romance de Góngora a Ero y Leandro que comienza «Aunque entiendo poco griego...» (1998: II, 231): «...a la vela o rome­ría / llegó en un rocín muy flaco / el noble alcalde de Sesto / y la alcal­desa en un asno / (con perdón de los cofrades)...»

El propio C , en Rinconetey Cortadillo (180), pone en boca del joven mozo de espuertas que conduce a los protagonistas a casa de Monipo­dio: «ansia es el tormento, rosnos los asnos, hablando con perdón»; en 1605 en la del «Burlador» (c. LII, 651: w. 7-10 del soneto dedicado a S.):

6 5 El licenciado por Salamanca que aparece en el c. XIX de 1615 (858) responde a cier­tas palabras de S. sobre su propio modo de expresarse, por fuerza más próximo al rústico sa-yagués que al pulido toledano: «El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro está en los dis­cretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majadahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso».

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«...insolencias y agravios del tacaño / siglo, que aun no perdonan a un borrico. // Sobre él anduvo (con perdón se nombre) / este manso cor­dero. . . » ; por fin, en la de cierto escudero presente en la jornada I de Pedro de Urdemalas (815-816): «y, con perdón sea nombrado, / no hay seguro asno en el prado / de los gitanos cuatreros»5 6.

6. En suma, el hecho de que S. y el narrador llamen rucio varias -no muchas-veces, en poquísimos capítulos de 1605, al asno o jumento se pue­de justificar de tres maneras distintas, pero de algún modo ligadas en­tre sí. Consiste la primera en la posible extensión a las ce. XXV y XXVI de una forma «burlona» de S., originada en el XXI, que no deja de apa­recer también -ya de algún modo alterada- en los «añadidos» de la se­gunda edición (ce. XXIII y XXX) ; la segunda, en la posible alusión ma­liciosa a Lope de Vega; la tercera, en la sospecha -sólo eso- de una «suave inducción» por parte de DQ, con lo que rucio se convertiría en un eufe­mismo atenuador, más que de la carga injuriosa de asno, como afirma Reyre, de la sensación de «crudeza» que el término producía en muchos españoles del siglo XVI y, por lo menos, la primera mitad del XVII.

Si mi información no resulta insuficiente, es Avellaneda quien vuel­ve primero con notable insistencia, en libro impreso, al adjetivo sustanti-

5 6 C o m o es consabido, aún más generalizado era evitar el sustantivo puerco (el sinónimo cerdo, sin duda afirmado por moüvos precisamente eufemísticos, se generalizará sólo más tar­de, a partir de la también eufemística fórmula ganado de cerda). A q u í bastará recordar que en el c. X L V de 1615 (1088) un «acusado» ante el gobernador S. Panza declara: « -Señores , yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía de este lugar a vender, con per­dón sea dicho, cuatro puercos. . . » N o se debe olvidar, sin embargo, que N, evidentemente ami­go de « l lamar al pan pan y al vino vino» , dirá con provocativo desenfado en 1605 (c. II: 53) : « En esto sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una ma­nada de puercos (que sin pe rdón así se l l aman) . . . » En el c. IX (118) , resulta que el morisco en cuya mano N ha puesto el manuscrito que acaba de comprar en el Alcaná de Toledo, «se comenzó a reír. / Pregúntele yo que de qué se reía [...] y él, sin dejar la risa, dijo: / -Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto. 'Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha ' » . N o cambiará la actitud de N en 1615. En efecto, en el IX (758) , la noche de la ter­cera salida de D Q a buscar las aventuras, « [ d ] e cuando en cuando rebuznaba un jumento , gru­ñían puercos, mayaban gatos.. .» ; en el XLII (dedicado a los primeros «consejos» de D Q a S.), el pr imero dice: «De l conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra». A lo que responde el segundo: « -As í es la verdad [ . . . ] , pero fue cuando muchacho; pero después, algo hombreci l lo, gansos fueron los que guardé, que no puercos» (1059). Todo queda coronado con la «cerdosa aventura», narrada en el ac­tual c. LXVIII (1290-1292). Acerca del pasaje del c. XXXIII de 1615, leemos en nota (núm. 55) : «[rucio] se emplea como eufemismo de asno o burro , términos que resultaban malso­nantes, en especial delante de una dama» . Pero, en la ampliación de la cit. nota en el vol. complementar io todo se limita a un «RM» . El cual, en su ed. postuma del Quijote (1948: VI, 86-87) trae sendos testimonios, algo más tardíos, de B. Jiménez Patón (1621: fol. 199v) yFran-cisco Rodrigues L o b o (1630: fol. 84) .

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vado en cuestión5 7. ¿Reparó en la posibilidad de que esa denominación muy bien podría constituir un nuevo «sinónimo voluntario» contra su tan admirado Lope? No lo sabemos. Probable -para mí, seguro- es que C. aprovecha en 1615 la ocasión de esta «novedad» introducida por su rival para denunciar con irónica pero también puntillosa precisión, ya en los ce. III-IV (714-716) y XXVII (934), la frecuente mendacidad -«his­tórica» y, sobre todo, «poética»- de 1614.

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5 7 Desde luego, se trata de «otro» rucio. El falsario tiende a dar por definitivo cuanto en­cuentra registrado por primera vez en 1605. Véase Romero Muñoz (1990: 96) . En este caso, siquiera por deducción, la inexplicada desaparición de la «bestezuela» en el c. XXV.

5 8 Indico con un * las obras a que he tenido acceso a través del CORDE. Por corrección - n o por culpable falta de di l igencia- me he limitado en esta ocasión a dar las indicaciones bi­bliográficas fundamentales, que el lector podrá completar a partir de las noticias ofrecidas por ese banco de datos.

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