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C C u u e e n n t t o o s s p p a a r r a a n n o o c c h h e e s s d d e e A A d d v v i i e e n n t t o o C C u u e e n n t t o o s s p p a a r r a a a a p p r r e e n n d d e e r r C C u u e e n n t t o o s s p p a a r r a a s s o o ñ ñ a a r r Recopilados por J.J. Serrano Noviembre 2012

Cuueenntto oss sppaarraa nnnocchhees ddee … · 2017-03-10 · El Niño que no Quería Nacer ... Otsiera y la Leyenda del Fuego ... y cada vez que regre-saba al poblado todo el mundo

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Recopilados por J.J. Serrano

Noviembre 2012

Cuentos a través de una ventana

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Índice

1. Cuando Indio Errante Trajo el Otoño (De la mitología Onas) .......................................................................... 5

2. El Niño que no Quería Nacer (Jose Juan Serrano) ............................................................................................ 7

3. La Ciudad de Los Pozos (Jorge Bucay) ................................................................................................................ 8

4. El Centinela (popular) .......................................................................................................................................... 10

5. La Casa de Tres Botones (Gianni Rodari) ......................................................................................................... 11

6. El Buscador (Jorge Bucay) .................................................................................................................................. 14

7. El Temido Enemigo (Jorge Bucay) .................................................................................................................... 24

8. El Ratón Curioso (J.J. Serrano) .......................................................................................................................... 15

9. El Zar, el Oso y el Sastre (Jorge Bucay) ............................................................................................................. 19

10. Una Razón Importante (A.A. Milne) ................................................................................................................... 21

11. A Jugar con el Bastón (Gianni Rodari) .............................................................................................................. 23

12. El Viejo, la Joven y las Piedras (popular chino) ................................................................................................ 24

13. El Río, la Arena y el Viento (Awad Afifi) ............................................................................................................ 28

14. Tres Amigos (Paulo Coelho) ................................................................................................................................ 29

15. El Elefante Encadenado (Jorge Bucay) ............................................................................................................. 30

16. El Labrador y las Desgracias (Paulo Coelho) ..................................................................................................... 31

17. Navidad en el Bosque (Helena López-Casares Pertusa) ................................................................................. 32

18. El Príncipe Feliz (Oscar Wilde) ........................................................................................................................... 34

19. La Nube y la Duna (Paulo Coelho) ...................................................................................................................... 39

20. El Gigante Egoísta (Oscar Wilde) ....................................................................................................................... 40

21. El Cuarto Rey Mago (versión J.J. Serrano) ....................................................................................................... 43

22. Otsiera y la Leyenda del Fuego (leyenda indios iroqueses) ............................................................................. 46

23. Avanzar el Tiempo (Carles Macià) ..................................................................................................................... 47

24. Renato y El Espejo de la Vida .............................................................................................................................. 49

Cuentos a través de una ventana

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Cuando Indio Errante Trajo el Otoño (De la mitología Onas)

Lejos de aquí, allá en el tiempo de las leyendas, en ese tiempo vi-vió Indio Errante. Iba de acá para allá a su antojo, y cada vez que regre-saba al poblado todo el mundo estaba ansioso por oír las noticias y los relatos que traía de otros lugares y otras gentes. Indio Errante les habla-ba de ríos inmensos, repletos de peces, y de la selva virgen y de la pam-pa. Le cosían a preguntas y le escuchaban con gran atención.

Pero un día no quisieron creerle por mucho que se esforzara en explicarles lo que había oído. Fue el día en que les habló de unas tierras lejanas del norte en las que reinaba un clima extraño, allá las hojas de los árboles no siempre eran verdes, durante un cierto tiempo -decía- empe-zaban a amarillear, se convertían en rojizas y, más tarde, parecía que alguien hubiera derramado una inmensa jarra de miel por el paisaje. Entonces, no tardaba en llegar la nieve, o bien empezaba a llover y el agua caía y caía sin parar, hasta que de las yemas de los árboles nacían pequeñas hojas, de un verde brillante.

Y es que en el poblado nunca habían visto hojas de color de otoño.

Cuando el Gran Señor del frío empezaba a fumar con su pipa de hielo, los árboles y matorrales todavía estaban verdes, y él fumaba y fumaba y el humo se iba alzando y el cielo se llenaba de nubarro-nes grises y tupidos.

Entonces, se oía el silbido de los vientos helados que llegaban y, de repente, el mal tiempo invadía aquel rincón del mundo. Las hojas verdes y tiernas, se desprendían y eran arrastradas lejos. La hierba quedaba escondida por la nieve. El río cubierto por el hielo. Los seres humanos se abrigaban bien, cu-briéndose con pieles y no podían dejar de atizar el fuego para protegerse del frío del largo invierno.

Por eso les costaba tanto creer lo que explicaba su amigo trotamundos, cuando les hablaba de aquel fenómeno que la gente del Norte llamaba “otoño”.

-"Jura por tu honor que nos traerás el otoño" –le pidieron. Y les prometió que lo haría.

Pasaron los meses e, incluso, años. Indio Errante viajó de acá para allá preguntando a todo el que se cruzaba en su camino cómo podía hacer para llevar el otoño a su poblado; pero nadie sabía respon-derle.

Su cabeza se cubrió de plata y sus pies le seguían a duras penas. Pero él nunca olvidó su promesa. Un día, a finales de verano de vete a saber cuándo, llegó a un lugar desconocido, en el que no crecía ni una brizna de hierba ni tampoco se oían pájaros.

Unas cuantas piedras mal amontonadas indicaban el inicio de una estrecha senda. La siguió y, tras mucho caminar, llegó hasta una cueva. Sentado sobre una piedra vio un gigante cubierto de pieles. En sus manos vio una gran pipa de hielo. Cuando el gigante vio acercarse al vagabundo, gritó:

- ¡Debería castigarte por haberte atrevido a llegar hasta aquí! ¡Yo soy el Gran Señor del Frío! Sé lo que buscas y sólo yo podré decirte lo que tienes que hacer. Pero primero piensa si te vale la pena: ¡mis consejos te costarán la vida!

Indio Errante respondió:

- Me da igual. Me sentiría feliz si me ayudaras a cumplir la promesa que hice a mi pueblo.

El gigante se quedó como pensando un rato y, al final, dijo:

- Ponte en camino tan pronto como puedas. Sigue en esa dirección, hacia el poblado; encontrarás una piedra muy grande, inclinada. Debajo de ella nace la fuente del otoño. Lo único que tienes que hacer es beber... Vete deprisa y no te entretengas, pues poco falta ya para que empiece a fumar la pipa de hie-lo.

Indio Errante le dio las gracias, se despidió del Señor del Frío y corrió tan rápido como sus pier-nas cansadas se lo permitieron. No podía perder ni un momento. Grandes nubarrones empezaban a asomarse por el horizonte, y se oía ya el silbido del viento acercándose. Por fin encontró la gran piedra.

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Reunió todas las fuerzas que le quedaban para poder moverla y debajo de ella descubrió un chorro de agua que manaba clara pero rojiza. Indio Errante no dudó ni un momento. Se arrodilló, acercó sus ma-nos al agua y bebió. Bebió lentamente.

Luego, se puso en pié y se quedó allí, clavado en el suelo sin poder dar un solo paso. Sus pies que-daron algo hundidos en la tierra, como si fuesen raíces. Se miró las manos dándose cuenta de que se estaban convirtiendo en ramas, ramas con nudillos y retorcidas, y de las ramas salieron hojas.

Así, junto a la fuente, apareció un pequeño árbol de hojas rojizas, que brillaban como rubíes. El viento había amainado. Sólo se oía el suave murmullo de una brisa ligera. Las nubes, antes amenazado-res, paseaban ahora por el cielo como cigüeñas blancas en vuelo. Las gentes del poblado salieron extra-ñadas y, enseguida vieron al pequeño árbol de hojas rojizas. Y dijeron:

- Indio Errante ha cumplido su promesa. Ha traído el otoño al poblado.

(Cuento de América del Sur, en: T. Duran; N .Ventura Setzevoltes)

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El Niño que no Quería Nacer (Jose Juan Serrano)

Cuenta una vieja historia, tan vieja como el mismo Univer-so que, momentos antes de que un niño fuera a nacer y salir del corazón de Dios, para venir al mundo, le dijo a Dios:

- Papá, yo no querría marcharme. Te voy a echar de menos. No quiero separarme de ti.

Y Dios, mirándolo con una profunda ternura, ya que Dios solo es capaz de mirar así, le dijo:

- Nunca te separarás de mí. Cuando mires la obra de la na-turaleza, me estarás viendo a mí. Cuando seas acariciado por al-

guien, yo te estaré acariciando. Cuando saborees el alimento que te ayude a crecer, me estarás saboreando a mí. Cuando huelas el perfume de una flor, me estarás oliendo a mí. Cuando es-cuches música que te haga vibrar, a mí me estarás escuchando.

El niño le contestó:

- ¿Y qué pasará si no tengo nada bonito que ver, nadie me acaricia, no tenga comida, no hay flores para oler o nadie hace música?

Dios le explicó:

- Siempre habrá algo: pero si te cuesta encontrarlo, cierra los ojos, y búscame en el silencio. Cuando mires en tu interior, me estarás viendo, cuando sientas tu corazón latir, a mí me esta-rás sintiendo. Cuando saborees la vida que llevas dentro, me estarás saboreando a mí. Cuan-do sientas el aire entrando y saliendo por tu nariz, a mí me estarás oliendo. Y cuando escu-ches el silencio a tu alrededor, y tu mente quede acallada por ese silencio, te darás cuenta de que nunca hemos estado separados.

Por eso Dios les hace a los niños estos regalos: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Para que en cada una de las experiencias que viven los niños, puedan encontrarle y volver a sentirse cerca de Él, porque realmente nunca han dejado de estarlo. Y por eso los niños son el reflejo vivo de Dios mismo, porque son la vivencia pura de Dios en cada una las cosas que perciben del mundo.

Jose Juan Serrano

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La Ciudad de Los Pozos (Jorge Bucay)

Esta ciudad no estaba habitada por personas, como to-das las demás ciudades del planeta. Esta ciudad estaba habi-tada por pozos. Pozos vivientes... pero pozos al fin. Los pozos se diferenciaban entre sí, no sólo por el lugar en el que estaban excavados sino también por el brocal (la abertura que los co-nectaba con el exterior).

Había pozos pudientes y ostentosos con brocales de mármol y de metales preciosos; pozos humildes de ladrillo y madera y algunos otros más pobres, con simples agujeros pe-lados que se abrían en la tierra.

La comunicación entre los habitantes de la ciudad era de brocal a brocal y las noticias cundían rápidamente, de pun-ta a punta del poblado. Un día llegó a la ciudad una "moda" que seguramente había nacido en algún pueblito humano: La nueva idea señalaba que todo ser viviente que se precie debe-ría cuidar mucho más lo interior que lo exterior. Lo importan-

te no es lo superficial sino el contenido.

Así fue cómo los pozos empezaron a llenarse de cosas. Algunos se llenaban de joyas, monedas de oro y piedras preciosas. Otros, más prácticos, se llenaron de electrodomésticos y aparatos mecánicos. Algunos más, optaron por el arte, y fueron llenándose de pinturas, pianos de cola y sofisticadas escultu-ras posmodernas. Finalmente los intelectuales se llenaron de libros, de manifiestos ideológicos y de revistas especializadas.

Pasó el tiempo. La mayoría de los pozos se llenaron a tal punto que ya no pudieron incorporar nada más. Los pozos no eran todos iguales, así que, si bien algunos se conformaron, hubo otros que pensaron que debían hacer algo para seguir metiendo cosas en su interior... Alguno de ellos fue el pri-mero: En lugar de apretar el contenido, se le ocurrió aumentar su capacidad ensanchándose. No pasó mucho tiempo antes de que la idea fuera imitada, todos los pozos gastaban gran parte de sus energías en ensancharse para poder hacer más espacio en su interior.

Un pozo, pequeño y alejado del centro de la ciudad, empezó a ver a sus camaradas ensanchándose desmedidamente. El pensó que si seguían hinchándose de tal manera, pronto se confundirían los bordes y cada uno perdería su identidad... Quizás a partir de esta idea se le ocurrió que otra manera de aumen-tar su capacidad era crecer, pero no a lo ancho sino hacia lo profundo. Hacerse más hondo en lugar de más ancho. Pronto se dio cuenta que todo lo que tenía dentro de él le imposibilitaba la tarea de profun-dizar. Si quería ser más profundo debía vaciarse de todo contenido...

Al principio tuvo miedo al vacío, pero luego, cuando vio que no había otra posibilidad, lo hizo. Vacío de posesiones, el pozo empezó a volverse profundo, mientras los demás se apoderaban de las co-sas de las que él se había deshecho...

Un día, sorpresivamente el pozo que crecía hacia adentro tuvo una sorpresa. Adentro, muy aden-tro, y muy en el fondo encontró agua... Nunca antes otro pozo había encontrado agua... El pozo superó la sorpresa y empezó a jugar con el agua del fondo, humedeciendo las paredes, salpicando los bordes y por último sacando agua hacia fuera. La ciudad nunca había sido regada más que por la lluvia, que de hecho era bastante escasa, así que la tierra alrededor del pozo, revitalizada por el agua, empezó a des-pertar. Las semillas de sus entrañas, brotaron en pasto, en tréboles, en flores, y en tronquitos endebles que se volvieron árboles después... La vida explotó en colores alrededor del alejado pozo al que empeza-ron a llamar "El Vergel".

Todos le preguntaban cómo había conseguido el milagro.

-Ningún milagro - contestaba el Vergel - hay que buscar en el interior, hacia lo profundo...

Muchos quisieron seguir el ejemplo del Vergel, pero desanduvieron la idea cuando se dieron cuenta de que para ir más profundo debían vaciarse. Siguieron ensanchándose cada vez más para lle-narse de más y más cosas...

En la otra punta de la ciudad, otro pozo, decidió correr también el riesgo del vacío... Y también empezó a profundizar... Y también llegó al agua... Y también salpicó hacia fuera creando un segundo oasis verde en el pueblo...

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- ¿Que harás cuando se termine el agua? - le preguntaban. - No sé lo que pasará - contestaba - Pe-ro, por ahora, cuánto más agua saco, más agua hay.

Pasaron unos cuantos meses antes del gran descubrimiento. Un día, casi por casualidad, los dos pozos se dieron cuenta de que el agua que habían encontrado en el fondo de sí mismos era la misma... Que el mismo río subterráneo que pasaba por uno inundaba la profundidad del otro. Se dieron cuenta de que se abría para ellos una nueva vida. No sólo podían comunicarse, de brocal a brocal, superficial-mente, como todos los demás, sino que la búsqueda les había deparado un nuevo y secreto punto de contacto:

La comunicación profunda que sólo consiguen entre sí, aquellos que tienen el co-raje de vaciarse de contenidos y buscar en lo profundo de su ser lo que tienen para dar...

Cuentos para Pensar (Jorge Bucay)

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El Centinela (popular)

Érase que se era un viejo pueblecito, presidido por un castillo aún más viejo, que estaban situados en la frontera de un país lejano, al lado de un gran desierto. Tanto el pueblo como el castillo eran muy aburridos, porque raramente pasa-ba alguien cerca de ellos.

Alguna vez se detenían a pernoctar extrañas carava-nas, o caminantes solitarios, pero, en cuanto se alimentaban y descansaban, volvían a irse, dejando a los habitantes del pueblecito y del castillo con su diario aburrimiento.

Y así, hasta que un día llegó un mensaje del rey de la nación informando de que, en la corte, se habían recibido

noticias de que Dios en persona iba a venir a su país, si bien aún no se sabía qué ciudades y zonas visita-ría.

Pero era probable que pasara por el pueblecito. Por si acaso, debían prepararse para recibirle tal y como Dios se merecía. Eso entusiasmó a las autoridades que mandaron reparar las calles, limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los balcones. Y, sobre todo, nombraron centi-nela al más noble habitante de la aldea. Este centinela tendría la obligación de irse a vivir a la torre más alta del castillo y, desde allí, avizorar constantemente el horizonte, para dar lo antes posible la noticia de la llegada de Dios. El centinela, feliz y orgulloso, se dispuso a permanecer firme en la torre con los ojos abiertos.

-¿Cómo será Dios? –se preguntaba. -¿Y cómo vendrá? ¿Tal vez con un gran ejército?

-¿Quizá con una corte de carros majestuosos?

En ese caso, se decía, será fácil adivinar su llegada cuando aún esté lejos.

Pasaron los días y durante las veinticuatro horas no pensaba en otra cosa y permanecía en pie y con los ojos bien abiertos.

Pero cuando hubo pasado así algunos días y noches, el sueño comenzó a rendirle y pensó que tampoco pasaría nada si daba unas cabezadas, ya que Dios vendría precedido por sones de trompetas que, en todo caso, le despertarían. Y pasaron no solo los días, sino también las semanas. La gente del pequeño pueblo regresó a su vida de cada día; y comenzó a olvidarse de la venida de Dios. Hasta el pro-pio centinela dormía ya tranquilo. Pasaron meses e incluso años y ya nadie en el pueblo se acordaba. Incluso la población se fue instalando en tierras más prósperas.

Se quedó solo el centinela, aún subido en su torre, esperando, aunque ya con una muy débil espe-ranza. Y el centinela comenzó a pensar:

- “¿Para qué va a venir Dios? Si este pueblo nunca tuvo interés alguno y ahora, vacío, mucho me-nos. Y si viniera al país, ¿Por qué iba a detenerse precisamente en este castillo tan insignificante?”.

Pero como a él le habían dado esa orden y como esa orden le había levantado la esperanza, su de-cisión de permanecer, era más fuerte que sus dudas. Hasta que un día se dio cuenta de que, con el paso de los años..., se había vuelto viejo y sus piernas se resistían a subir las escaleras de la torre, que ya ape-nas veía y que la muerte estaba acercándose.

-“Me he pasado toda la vida esperando la visita de Dios y me voy a morir sin verle”, gritó el centi-nela.

De pronto, oyó una voz a sus espaldas que decía:

-“¿Pero es que no me conoces?”

Entonces el centinela, aunque no veía a nadie, estalló de alegría y dijo:

-“¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Y ¿por dónde has venido que yo no te visto? La voz respondió: “Siempre he estado cerca de ti, a tu lado; más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Éste es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y solo los que me esperan pueden verme”. Y entonces el alma del centinela se llenó de ale-gría.

Y viejo, casi muerto como estaba, volvió a abrir los ojos y se quedó mirando amorosamente al ho-rizonte.

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La Casa de Tres Botones (Gianni Rodari)

Érase una vez un carpintero llamado Tres Botones. Quizás se llamaba Juan o Napoleón, pero desde hacía tanto tiempo que todo el mundo le llamaba Tres Botones, que ya nadie se acordaba de su verdadero nombre, ni tan siquiera él mismo.

Vivía en un pueblo tan pobre que la gente no tenía dinero pa-ra dedicarlo a hacerse muebles nuevos. En todo un año, más o me-nos, le encargaban tan sólo una mesa y cuatro sillas. En todo el úl-timo año sólo le habían encargado un taburete.

- ¿No queréis un armario? -preguntaba.

- Vete a saber lo que nos costaría ¿cómo te vamos a pagar? -le respondían.

- ¿No querríais acaso una cajonera? -volvía a preguntar.

- ¡Debe de costar un ojo de la cara!

- ¿Queréis un perchero?

- ¿Y qué colgaremos? –le contestaban- La poca ropa que tenemos, la llevamos puesta.

Tres Botones pensó: "Me conviene marcharme de aquí. Pero si voy a otro pueblo, tendré que comprarme una casa, o alquilar una. Me parece que lo que más me conviene es fabricar una casita de madera y ponerle ruedas: así podré llevarla por todas partes y cuando me haga rico me casaré, y cuando me haya casado se la daré a mis hijos para que jueguen". Dicho y hecho, se puso en seguida a trabajar.

Como era un buen carpintero, no le asustaba el trabajo ni temía darse con el martillo en los de-dos. Tres Botones era pequeño y delgado así que con una casa pequeñita tenía suficiente. De hecho la hizo tan pequeñita que sólo cabía él, su martillo y el cepillo, pero ya la sierra tuvo que colgarla de un clavo en el exterior. Sobre la puerta escribió su nombre: "Tres Botones". Le puso cuatro ruedas a la casa y una barra para poder tirar de ella. "Mirad -decía la gente- Tres Botones se ha hecho una casa con mango". Y se reían de él. Pero Tres Botones hacía ver que no se enteraba. Y el día que se marchó con su casa a cuestas, le decían:

- ¿Qué? ¿Y la gasolina dónde la pones? ¿Te la bebes?

Por toda respuesta Tres Botones se quitó el sombrero haciéndoles un saludo de despedida. La ca-sa era ligera, fácil de tirar de ella. Cuando había un descenso, Tres Botones se metía dentro y se dejaba llevar por la pendiente. Anda que te andarás, llegó la noche y Tres Botones se paró en un prado. "Dormi-ré aquí, que por hoy ya he hecho suficiente camino". No había pasado una hora, que le despertó la lluvia repicando sobre el tejado. Había estallado una tormenta y los rayos caían por doquier.

- ¡Vaya forma de tronar! –pensó. Pero no eran sólo los truenos. Alguien estaba dando golpes en las paredes, y oyó una voz que imploraba:

- ¡Ábreme, por favor, ábreme, Tres Botones!

- ¿Quién hay?

- Estoy empapado, déjame entrar.

- Inténtalo, si puedes –respondió Tres Botones, abriendo la puertecita-. La casa me la he hecho a medida, pero me alegraré mucho si cabes.

- Dónde cabe uno, caben dos –se oyó. Y entró un viejecito que tras escurrirse la barba se acomo-dó.

-¿Sabes quién soy? –preguntó el viejo

- ¿Quién eres? –respondió Tres Botones.

- Soy tu tío Caramella. Me he quedado solo, no tengo a nadie que me ponga un plato caliente so-bre la mesa, y he pensado en ti. Imagínate el disgusto que he tenido cuando los del pueblo me han dicho que te habías marchado. Por suerte unos niños habían visto qué camino habías tomado y aquí estoy. Te has hecho una casa nueva, ¿verdad? ¿Será que las cosas te van bien?

- Más o menos –dijo Tres Botones.

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- Me alegro –suspiró el tío Caramella-. Pero ahora, perdóname, necesito dormir. Ya hablaremos mañana por la mañana.

- Buenas noches –dijo Tres Botones. Pero no podía dormirse y rascándose la mollera no dejaba de pensar que el pobre viejo seguramente no había cenado. Como él. Y tronaba y tronaba. Pero no eran sólo los truenos. Alguien estaba golpeando la puerta. Oyó una voz que suplicaba

- ¡Abrid, por favor!

- ¿Quién es?

- Una pobre mujer con sus tres hijos. La tormenta nos ha pillado de camino y no tenemos donde refugiarnos.

- Entrad si podéis –les dijo Tres Botones, abriendo la puerta-. La casa me la hice a medida, pero si cabéis me alegraré mucho.

- Dónde caben dos, caben tres. Los niños, ya se sabe, caben en todas partes –dijo la mujer. Entró ella y sus niños y se echaron todos a dormir.

- ¡Os lo agradezco tanto! –dijo la mujer- Qué bien se está aquí adentro

- Perdonad la indiscreción pero ¿dónde ibais con este temporal? –preguntó Tres Botones.

- Avanzábamos sin destino –dijo la mujer poniéndose a llorar. Me he quedado viuda con estos tres hijitos, no podía pagar el alquiler del piso y el dueño me ha echado. ¡No sé qué será de nosotros mañana!

- No penséis en ello. Intentad dormir –le dijo Tres Botones. Pero Tres Botones no podía dormir: pensaba en la pobre viuda y sus hijitos. Y mientras le daba vueltas a que ninguno de ellos habría cenado, igual que su tío y que él, no paraba de llover. Y con esas que alguien llamó de nuevo a la puerta pidiendo refugio.

- Dónde caben cinco, caben seis... Dónde caben seis, caben siete... Dónde caben once, caben do-ce... Justo antes de amanecer, cuando más oscuro estaba y más fuerte tronaba, se oyeron unos golpes poderosos que hicieron temblar toda la casa.

-¡Abrid! –se oyó.

- Podía haber dicho "por favor " –pensó Tres Botones algo sorprendido. Pero abrió de todas ma-neras y se encontró delante de...

- ¡Déjame entrar!

Pero era...

- ¡Deja entrar también a mi caballo!

No cabía duda alguna: el manto estaba empapado pero la corona brillaba un montón, como si la tormenta le hubiera sacado el brillo. Era el Rey, que se había perdido en el bosque durante una cacería.

- Dónde caben doce, caben trece –murmuró Tres Botones inclinándose. Y añadió:

- Y dónde cabe un Rey, cabe también su caballo.

El rey entró y con la luz de una vela miró alrededor suyo.

- Vista desde fuera –dijo- tu casa parecía más peque-ña.

- La verdad –respondió Tres Botones-, yo me la ha-bía hecho a medida.

- ¿Qué madera has usado pues?

- De castaño, Majestad –respondió.

- El castaño no es elástico como la goma. Aquí hay algo que no comprendo –dijo el rey.

- Pues más vale así –dijo Tres Botones-, de lo contrario, ya me dirá usted cómo daba cabida a toda esta gente.

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Su Majestad el Rey Bernardino IV reflexionó un buen rato y finalmente dijo:

- Por narices que esto no es cuestión de maderas sino de corazón.

- ¿Como lo sabéis? –preguntó Tres Botones.

- El corazón es pequeño como un puño, pero si se quiere se puede meter dentro toda la gente del mundo y todavía queda lugar. Está claro que esta casa la habéis hecho con el corazón.

Tres Botones quedó callado. Entonces el Rey preguntó quién era toda aquella gente que dormía ahí y Tres Botones se lo fue explicando. El Rey Bernardino se entristecía mientras escuchaba. Y más triste se puso todavía cuando uno de los que ahí dormía, que tenía fiebre, se quejaba en sueños. Se quitó la corona, como si de pronto sintiese demasiado peso. Él que creía ser un buen rey y resulta que a su alrededor no había más que gente sufriendo, sin que él los hubiera ayudado para nada, mientras que en cambio Tres Botones les había dado todo lo que tenía: su casa. Pensó que lo mejor que podía hacer era retirarse, pero luego tuvo una idea algo mejor. Podía ayudar a toda aquella gente. Invitó a Tres Botones a trabajar a su palacio, ya que ahí no le faltaría nunca el trabajo. Y al que necesitaba atención médica, recibiría atención médica, y así uno tras otro. Pero, a cambio, le pidió a Tres Botones que le cediera su casa con ruedas, para poder así ir por todo el país ayudando a quien lo necesitara.

Y mientras hablaba de todo esto con Tres Botones, se oyó un bocinazo muy fuerte, claramente en-fadado. Y es que durante la noche, el viento había empujado la casita hasta en medio de la carretera y el autobús de línea no podía pasar.

- ¡Eh, vosotros! –Gritaba el conductor- ¡a ver si apartáis esta casa de en medio!

La gente miraba por la ventana y se reían viendo la casa de Tres Botones. Tres Botones salió de su casa y lo primero que notó es que ya no llovía. Tras él salió el tío Caramella, peinándose la barba. Tras el tío Caramella salió la viuda y sus tres niños, el último de los cuales todavía iba a gatas. "Esto no es una casa –decía la gente-, sino el sombrero de un prestidigitador. ¡A ver si todavía saldrá de aquí un conejo blanco!"

Y venga a salir gente, venga a salir gente, los pasajeros no daban crédito a lo que veían. Y ya sólo faltó cuando vieron salir un caballo blanco y detrás el caballo... ¡el Rey en persona! Todos quedaron mudos y el conductor hizo una reverencia que parecía que se fuera a romper en dos. Entonces el Rey mandó que ataran la caseta detrás del autobús, mandó a todos subir al coche y él mismo abría paso montado en su caballo.

Y si los libros de historia dicen la verdad, ésta fue la primera vez (y la última) que el autobús de lí-nea fue hasta la capital escoltado por el Rey. Tres Botones se casó con la viuda y, para que los niños ju-garan construyó otra casita de madera con ruedas, parecida a la primera. También era muy pequeña, pero cabían dentro todos los niños de la ciudad y si, en el último momento, todavía quería entrar un gato, no faltaba sitio para él.

Gianni Rodari

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El Buscador (Jorge Bucay)

Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como buscador. Un buscador es alguien que busca. No necesariamente es alguien que encuentra. Tampoco ese alguien que sabe lo que está buscando. Es simplemente para quien su vida es una búsqueda.

Un día un buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Él ha-bía aprendido a hacer caso riguroso a esas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo, así que dejó todo y partió.

Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos divisó Kammir, a lo lejos. Un poco antes de llegar al pueblo, una colina a la derecha del sendero le llamó la atención. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encan-tadoras. La rodeaba por completo una especie de valla pequeña de madera lustrada… Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar.

De pronto sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un mo-mento en ese lugar. El buscador traspaso el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Debido a que sus ojos eran los de un buscador, quizá por eso descubrió, sobre una de las piedras, aquella inscripción… “Abedul Tare, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días”. Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que esa piedra no era simplemente una piedra. Era una lápida, sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en ese lugar…

Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado, también tenía una inscripción, se acercó a leerla decía “Llamar Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas”. El buscador se sintió terrible mente conmocionado. Este hermoso lugar, era un cementerio y cada piedra una lápida. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto, pero lo que lo contactó con el espanto, fue comprobar que, el que más tiempo había vivido, apenas sobrepasaba 11 años.

Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar. El cuidador del cementerio pasaba por ahí y se acercó, lo miró llorar por un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún fami-liar.- No ningún familiar – dijo el buscador - ¿Qué pasa con este pueblo?, ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que lo ha obligado a construir un cementerio de chicos?

El anciano sonrió y dijo: -Puede usted serenarse, no hay tal maldición, lo que pasa es que aquí te-nemos una vieja costumbre. Le contaré: cuando un joven cumple 15 años, sus padres le regalan una libreta, como esta que tengo aquí, colgando del cuello, y es tradición entre nosotros que, a partir de allí, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella: a la izquierda que fue lo disfrutado…, a la derecha, cuánto tiempo duró ese gozo. ¿Conoció a su novia y se enamoró de ella? ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla?… ¿Una semana, dos?, ¿tres semanas y media?… Y después… la emoción del primer beso, ¿cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana? … ¿y el embarazo o el nacimiento del primer hijo? … ¿y el casamiento de los ami-gos…? ¿y el viaje más deseado…?, ¿y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano…? ¿Cuánto duró el disfrutar de estas situaciones?… ¿horas?, ¿días?…

Así vamos anotando en la libreta cada momento, cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado, para escribirlo sobre su tumba. Porque ese es, para nosotros, el único y verdadero tiempo vivido.

Jorge Bucay

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El Ratón Curioso (J.J. Serrano)

Faltaban pocos días para que acabara el año, y en el lejano Palacio de los Reyes Magos la actividad era muy intensa. Los Tres Reyes estaban ultimando los detalles para su gran viaje alrededor del mundo durante la noche del 5 de enero. Los Reyes llevaban cientos y cientos de años haciendo lo mismo, pero cada año sentían una ilusión especial al imaginarse las caras de felicidad y sor-presa de millones de niños cuando al día siguiente veían sus regalos. Era una sensación difícil de explicar; solo se podía vivir y disfrutar.

El resto del Gran Palacio de Oriente también estaba inmerso en una fe-bril actividad. Cientos de pajes que ayudaban a los Reyes Magos iban de un lado para otro, haciendo las últimas comprobaciones:

- ¿Habéis comprobado que el departamento de pelotas de fútbol ha en-tregado el último pedido?

- Sí, ¡pero hay un retraso con el de muñecas, que se resolverá en breve!

- De acuerdo, ¡pero aseguraros que todas las muñecas están en la sección 2 antes de que acabe el día!

El resto del personal de Gran Palacio también estaba trabajando mucho: en las cocinas se prepa-raba la comida para los Reyes Magos y los pajes, y hasta había un cocinero que se ocupaba de la comida de los camellos! Había un equipo repasando todo, los sacos, las alforjas de los camellos, los trajes de los Reyes Magos. Hasta los animales que vivían cerca del oasis junto al Gran Palacio ayudaban de la mejor manera posible: Los elefantes ayudaban a mover los grandes sacos llenos de regalos, las jirafas, utili-zando sus largos cuellos, servían de grúa para meter los juguetes en los sacos, los monos, como eran tan habilidosos, ordenaban las cajas por tamaño y ciudad de entrega, para que los Reyes tuvieran más fácil el reparto. Las grandes águilas oteaban el horizonte, para indicar a los Reyes Magos qué ruta era la me-jor para evitar tormentas y vientos fuertes… todos trabajaban con intensidad y gran ilusión.

Pero había más habitantes en el Palacio, detrás de las paredes, debajo de los suelos y encimas de los techos. Estos habitantes participaban de la frenética actividad del personal de Palacio, aportando su granito de arena. Su misión consistía en retirar del suelo los trocitos de cartón, de papel o de cualquier otra cosa que iban cayendo al suelo, fruto de las idas y venidas del resto de los habitantes. Así los suelos estaban siempre limpios y se evitaba que cualquier persona tropezara y cayera llevando una torre de regalos o la cena de los Reyes Magos.

Había un ratoncito, uno de los más pequeños, llamado Cheeser, que observaba con curiosidad lo que ocurría en el Palacio; él sabía que su cometido era retirar del suelo las cosas que iban cayendo, pero sentía curiosidad por saber donde iban o de donde venían todas esas personas con regalos y cosas apeti-tosas entre las manos, y como vivía detrás de las paredes, en un agujero en la pared, no había estado nunca con los reyes Magos ni con los camellos, y tenía una inmensa curiosidad por saber cómo repar-tían los Reyes los regalos la noche del 5 de enero. Sabía lo que hacían los Reyes, pero no se explicaba cómo eran capaces de repartir tantos regalos en una sola noche, y saber además qué regalo había pedido cada niño.

Los Reyes Magos tenían un secreto. Porque además de Reyes, eran Magos, y los magos siempre tienen secretos. Melchor, Gaspar y Baltasar habían sido bendecidos con un don, desde que fueron a visitar al Niño Jesús en el Portal de Belén hace dos mil años. Tenían la capacidad de saber si un niño se portaba bien o no, de conocer sus deseos, o de viajar por todo el mundo, porque habían aprendido a utilizar la magia de la Navidad. Y ¿sabéis de donde obtenían los Reyes Magos la fuerza para hacer magia cada 6 de enero? Pues de la felicidad e ilusión de todos los niños que creían en ellos y se ponían muy contentos con los regalos que ellos les dejaban junto a los zapatitos o junto al árbol de Navidad. Eso les daba fuerza para seguir todos los años haciendo lo mismo, y sabían que mientras los niños rieran, fue-ran felices y creyeran en ellos, seguirían existiendo.

Todo esto lo desconocía Cheeser, aunque se dedicaba a recorrer el palacio por los pequeños agu-jeritos que había en las paredes. Sin embargo, una noche descubrió que en el Gran Palacio de Oriente no todo era bonito y feliz. En los sótanos había algo dejó aterrorizado a Cheeser cuando lo vio por primera vez: en la mazmorra del Palacio, estaba encerrada la malvada Bruja Maléfica, que había sido apresada por los Reyes Magos hacía muchos años. La Bruja había intentado en más de una ocasión arruinar las Navidades, dejando a los niños sin regalos el día de Reyes. Pero afortunadamente, Melchor Gaspar y Baltasar lo habían impedido, decidiendo finalmente meterla en una mazmorra para que no pudiera hacer más daño. Le habían quitado su varita mágica y utilizaban sus poderes para evitar que la Bruja

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usara su magia y escapara, e intentaban convencerla para que dejara que los niños recibieran sus rega-los como todos los años. Pero Maléfica, aunque estaba perdiendo sus poderes, no se dejaba convencer por los Reyes.

Por fin, llegó el gran día. El Gran Palacio estaba especialmente hermoso esa noche; había luces de colores y guirnaldas por todas partes, y los pajes se había vestido con sus mejores galas. También los camellos llevaban unas bellas capas y unos divertidos adornos en las cabezas. El gran árbol de Navidad que presidía el patio principal del palacio tenía miles de bolas brillantes y sus luces brillaban como las estrellas del cielo. Y la estrella de oriente ya estaba sobre el Palacio para alumbrar a los reyes Magos en su camino hacia los niños, como lo hizo el día que nació Jesús en el portal de Belén.

Pero justo en el momento en el que la comitiva se disponía a partir, llegó corriendo uno de los pa-jes que cuidaban los sótanos del palacio, gritando:

-¡Alerta, alerta! ¡La Bruja ha escapado de la mazmorra!

Los Reyes Magos, preocupados, preguntaron:

-¿Cómo ha podido escapar? Le quitamos su vara mágica cuando la encerramos, ¡y aquí no puede usar sus poderes!

El paje respondió:

-Majestades, parece que la bruja había conservado un pequeño trocito de su varita mágica, ¡y ha conseguido hacer desaparecer los barrotes de la ventana!

Los Reyes Magos se miraron entre sí con cara seria, y Baltasar dijo:

-Ahora no podemos ponernos a buscarla; los niños nos esperan esta noche, y eso es lo más impor-tante. Tendremos que dejar la búsqueda para otro día.

Melchor asintió y añadió:

-Y deberíamos tener mucho cuidado esta noche, porque seguro que la Bruja va a hacer lo posible para que no podamos entregar los regalos a los niños.

Gaspar, el más optimista, comentó:

-¡No os preocupéis! Mientras haya felicidad en los niños, nuestra magia para seguir haciendo el bien será muy poderosa y la Bruja no podrá hacer nada.

Con ese pensamiento positivo, los Tres Reyes se pusieron en marcha, en su mágico y fantástico viaje.

Lo que no sabían es que Cheeser, al que tanto revuelo había despertado la curiosidad, escuchó las conversaciones de los Tres Reyes, escondido detrás de una de las grandes macetas del patio principal. Y como se sabe, los ratones tienen muy buen olfato, y la nariz de Cheeser le decía que esa noche no iba a ser como las demás. Intuía que algo malo podía pasar, y no podía evitar sentir una inmensa curiosidad por lo que iba a pasar.

El olfato de Cheeser no le había mentido. La Bruja no solo había planeado cuidadosamente su fu-ga, sino que pretendía arruinar la mágica noche de Reyes, dejando a los niños sin regalos. Pretendía hacer desaparecer las casas donde vivían los niños, para que cuando los Reyes Magos llegaran a ellas no las encontraran y no pudieran dejar los juguetes. Por la mañana, el hechizo se rompería y las casas vol-verían a aparecer, pero sin regalos. Sin regalos no habría risas, y sin risas los niños no podrían ser feli-ces, con lo que la magia de los Reyes Magos se debilitaría y la Bruja sería cada vez más poderosa.

El único inconveniente es que la Bruja había pasado mucho tiempo en la mazmorra del Palacio, y los Reyes habían conseguido que sus malvados poderes prácticamente desaparecieran. Lo único que le quedaba a la Bruja era un pequeño trocito de varita mágica, con lo que apenas podría hacer desaparecer la primera casa. Tenía que pensar algo para solucionar ese problema.

La Bruja llegó antes que los Reyes Magos a la primera casa y, como había imaginado, su varita no tenía fuerza para hacer desaparecer la casa. Sin embargo, se le ocurrió que quizás sí tendría fuerza para hacer desaparecer algo más pequeño, como una ventana, tal vez.

Y así lo intentó; en la primera casa solo había dos ventanas, y haciendo uso de su poca pero mal-vada magia, consiguió que las dos ventanas de la casa desaparecieran: ¡Ahora los Reyes Magos no ten-drían lugar por donde entrar, y no podrían dejar los regalos.

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Cuando los Reyes llegaron a la primera casa, se quedaron paralizados; ¡la casa no tenía ventanas! ¡Eso tenía que ser cosa de la Bruja! ¡Y bien que les conocía la Bruja! Los Reyes Magos podían hacer ma-gia, y esa magia les permitía entrar por las ventanas cerradas para dejar regalos, pero si no había venta-na en la que hacer magia, la cosa no podía funcionar. Porque sus poderes funcionaban solo con las ven-tanas o los balcones, pero no con las puertas o con las chimeneas. ¿Qué podían hacer?

Cuando ya pensaban que estaba todo perdido, y que esa noche los niños definitiva ente se queda-rían sin regalos, algo se movió en la bolsa que llevaba el camello de Baltasar y asomó tímidamente su pequeña nariz. ¡Era Cheeser! Como era tan curioso, había escuchado todo lo que los tres Reyes estaban hablando, y estaba también muy preocupado ante la situación.

Pero Cheeser, además de ser un ratoncito pequeño y curioso, también tenía buen corazón y era listo, así que se puso a pensar y se le ocurrió una gran idea, que de inmediato propuso a los Reyes:

-Majestades: el problema está en que no hay ventanas por las que entrar, pero no hay nada que impida que entréis por la puerta, ¿verdad?

Los Reyes Magos contestaron:

-Bueno; las puertas de las casas están cerradas por la noche, y nuestra magia no sirve para abrir puertas, solo ventanas. ¡Y tampoco podemos romper la puerta para entrar! Pensarían que so-mos ladrones y se asustarían mucho.

Pero Cheeser, que lo tenía todo previsto, dijo:

-Ya, pero si Sus Majestades se encontraran la puerta abierta, no despertarían a nadie y podrían dejar los regalos junto a los zapatos, como siempre.

Los Reyes repusieron:

-¿Pero quién nos va abrir la puerta? No podemos despertar a nadie; ya conocéis las reglas; para que podamos dejar los regalos, todos los habitantes de la casa tienen que estar dormidos.

Cheeser continuó explicando su plan:

-Pero si alguien muy pequeñito consiguiera entrar por un agujerito y abriera desde dentro, no tendríamos que despertar a nadie. Y yo soy lo suficientemente pequeño para entrar, buscar la llave y abrir la puerta…

Los Tres Reyes se miraron unos a otros, preguntándose si ese plan se podía llevar a cabo. Melchor dijo a Cheeser:

-¿Y estarías dispuesto a hacer eso en todas las casas donde la bruja haya hecho desaparecer las ventanas? Es arriesgado y peligroso; en las casas hay gatos, está oscuro…

Cheeser se puso muy serio y respondió:

-Majestades: He estado muchos años viendo como la comitiva con los regalos salía del Gran Pala-cio, sin poder participar en una de las cosas más bellas que se puede hacer en este mundo, como es hacer feliz a un niño. Y hoy tengo la oportunidad de hacerlo, y creo que cualquier esfuerzo y peligro vale la pena por ver sonreír a un niño.

Después de unos segundos de reflexión, Melchor, Gaspar y Baltasar aceptaron finalmente el plan de Cheeser, agradeciéndole en nombre de todos los niños del mundo lo que iba a hacer.

Y así se pusieron en marcha; Cheeser demostró ser muy hábil para colarse por los pequeños agujeros que había en las paredes y en los teja-dos, y encontraba rápidamente la forma de abrir la puerta a los Reyes. Después de las primeras casas, los cuatro funcionaban ya como un equi-po perfectamente coordinado, y los zapatos de los niños iban recibiendo sus juguetes. Cheeser descubrió otra ventaja de acompañar a los Reyes en esta misión; como los niños suelen dejar a los Reyes unas galletas y un vaso de leche, Cheeser no pudo evitar probar alguna de las deliciosas galletas que encontraba en las casas, e incluso en una de las casas niños habían dejado un trocito de queso para los camellos, que Cheeser aceptó encantado cuando los Reyes le dejaron comérselo.

Fue una noche de mucho trabajo, porque entrar por la puerta era más largo que a través de las ventanas, pero como estaban cuatro en lugar de tres, lo hicieron muy rápi-do.

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Cuando volvieron al Gran Palacio de Oriente, estaban muy cansados pero contentos. Una año más, y a pesar de las dificultades, habían cumplido con su deber, y el día siguiente miles de niños iban a sonreír al ver los regalos que los Tres Reyes y el ratoncito les había dejado en los zapatos.

De la Bruja nunca más se supo, por que al no poder evitar que los niños recibieran sus regalos, hubo tanta alegría en las casas ese día, que el trocito de varita mágica que conservaba la bruja se deshizo como un cubito de hielo en una sopa caliente. Y la bruja perdió su poder para hace daño a nadie.

Los Reyes Magos, agradecieron a Cheeser su valentía y su buen corazón y le nombraron Paje Es-pecial, y desde entonces les acompaña en el viaje de la noche de Reyes, por si hay algún problema y Cheeser tiene que entrar en alguna casa.

Por eso, acordaros de dejar, junto a las galletas y los vasos de leche, un trocito de queso para vues-tro buen amigo Cheeser, el ratoncito curioso y valiente que ayuda a los Reyes Magos a hacer felices a los niños cada 6 de enero.

Jose Juan Serrano

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El Zar, el Oso y el Sastre (Jorge Bucay)

Esta historia habla de un sastre, un zar y su oso.

Un día el zar descubrió que uno de los botones de su chaqueta prefe-rida se había caído.

El zar era caprichoso, autoritario y cruel (cruel como todos los que enmarañan por demasiado tiempo en el poder), así que, furioso por la ausencia del botón mandó a buscar a su sastre y ordenó que a la mañana siguiente fuera decapitado por el hacha del verdugo. Nadie contradecía al emperador de todas la Rusias, así que la guardia fue hasta la casa del sas-tre y arrancándolo de entre los brazos de su familia lo llevó a la mazmorra del palacio para esperar allí su muerte. Cuando, cayó el sol un guardiacár-cel le llevó al sastre la última cena, el sastre revolvió el plato de comida con la cuchara y mirando al guardiacárcel, dijo:

–Pobre del zar.

- El guardiacárcel no puedo evitar reírse

- ¿Pobre del zar?, dijo pobre de ti tu cabeza quedará separada de tu cuerpo unos cuantos metros mañana a la mañana.

- Si, lo sé pero mañana en la mañana el zar perderá mucho más que un sastre, el zar perderá la po-sibilidad de que su oso, la cosa que más quiere en el mundo, su propio oso, aprenda a hablar.

- ¿Tú sabes enseñarle a hablar a los osos?, preguntó el guardiacárcel sorprendido.

- Un viejo secreto familiar... – dijo el sastre.

Deseoso de ganarse los favores del zar, el pobre guardia corrió a contarle al soberano su descubri-miento:¡¡El sastre sabía enseñarle a hablar a los osos!! El zar se sintió encantado. Mandó rápidamente a buscar al sastre y le ordenó:

-¡¡Enséñale a mi oso a hablar!!

-Me gustaría complaceros pero la verdad, es que enseñar a hablar a un oso es una ardua tarea y lleva tiempo... y lamentablemente, tiempo es lo que menos tengo...

El zar hizo un silencio, y preguntó:

¿Cuánto tiempo llevaría el aprendizaje?

- Bueno, depende de la inteligencia del oso... Dijo el sastre.

- ¡¡El oso es muy inteligente!! – Interrumpió el zar – De hecho es el oso más inteligente de todos los osos de Rusia.

-Bueno, musitó el sastre... si el oso es inteligente... y siente deseos de aprender... yo creo... que el aprendizaje duraría... duraría... no menos de......DOS AÑOS.

El zar pensó un momento y luego ordenó:

- Bien, tu pena será suspendida por dos años, mientras tanto tú entrenarás al oso. ¡Mañana empe-zarás!

- Alteza - dijo el sastre – Si tu mandas al verdugo a ocuparse de mi cabeza, mañana estaré muerto, y mi familia, se las ingeniará para poder sobrevivir. Pero si me conmutas la pena, yo tendré que dedicar el tiempo a trabajar para ganar su sustento, y no podré dedicarme a tu oso... debo mantener a mi fami-lia.

- Eso no es problema – dijo el zar – A partir de hoy y durante dos años tú y tu familia estarán bajo la protección real. Serán vestidos, alimentados y educados con el dinero de la corte y nada que necesiten o deseen, les será negado... Pero, eso sí... Si dentro de dos años el oso no habla... te arrepentirás de ha-ber pensado en esta propuesta... Rogarás haber sido muerto por el verdugo... ¿Entiendes, verdad?

- Sí, alteza.

- Bien... ¡¡Guardias!! - gritó el zar –Que lleven al sastre a su casa en el carruaje de la corte, denle dos bolsas de oro, comida y regalos para sus niños. Ya... ¡¡Fuera!!

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El sastre en reverencia y caminando hacia atrás, comenzó a retirarse mientras musitaba agradeci-mientos.

- No olvides - le dijo el zar apuntándolo con el dedo a la frente – Si en dos años el oso no habla...

– Alteza...

Cuando todos en la casa del sastre lloraban por la pérdida del padre de familia, el hombre pequeño apareció en la casa en el carruaje del zar, sonriente, eufórico y con regalos para todos.

La esposa del sastre no cabía en su asombro. Su marido que pocas horas antes había sido llevado al cadalso volvía ahora, exitoso, acaudalado y exultante...

Cuando estuvo a solas el hombre le contó los hechos.

- ¡¡Estás LOCO!! – chilló la mujer – enseñar a hablar al oso del zar. Tú, que ni siquiera has visto un oso de cerca, ¡Estás, loco! Enseñar a hablar al oso... Loco, estás loco...

- Calma mujer, calma. Mira, me iban a cortar la cabeza mañana al amanecer, ahora... ahora tengo dos años... En dos años pueden pasar tantas cosas en dos años.

En dos años... – siguió el sastre - se puede morir el zar... me puedo morir yo... y lo más importan-te... por ahí el ¡¡oso habla!!

Jorge Bucay

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Una Razón Importante (A.A. Milne)

A medio camino entre la casa de Pooh y la casa de Porquete estaba el Lugar Pensativo, donde ambos se encontraban a veces, cuando habían decidido verse allí; y como era un sitio cálido y protegido del viento, ellos se sentaban allí durante un rato y pesaban en qué iban a hacer ahora que ya se habían visto. Un día en que habían decidido no hacer nada, Pooh compuso unos versos sobre aquel sitio, de modo que todos su-pieran para qué servía.

Este acogedor Lugar Es de Pooh y en él se mete.

Y aquí piensa sin parar qué va a hacer hasta las siete. ¡Porras! Se me iba a olvidar Que también es de Porquete.

Una mañana de otoño, cuando el viento había hecho desprenderse a todas las hojas de los árbo-les durante la noche y estaba intentado arrancar también las ramas, Pooh y Porquete se hallaban senta-dos en el Lugar Pensativo, pensando.

-Lo que yo pienso –dijo Pooh-, es que pienso que vamos a ir al Rincón de Pooh a ver a Igor, porque quizá el viento le haya tirado su casa y quizá quisiera que nosotros se la volviésemos a construir.

-Lo que yo pienso –dijo Porquete- es que pienso que vamos a ir a ver a Christopher Robin, sólo que, como no estará, no podremos verle.

-Vayamos y veamos a todos –dijo Pooh-. Pues cuando uno ha estado caminando con este viento durante millas, y de pronto uno entra en casa de alguien que te dice “hola Pooh, llegas justo a tiempo para un pequeño piscolabis”, eso es lo que yo llamo un Día Amistoso.

Porquete pensó que deberían tener una Razón para ir a ver a todos (…) si es que Pooh podía pensar en algo.

Y Pooh podía.

-Iremos porque es Jueves –dijo-, e iremos a desear a todos un Muy Feliz Jueves. Vamos Porquete.

Se levantaron; y cuando Porquete se volvió a que-dar sentado porque no sabía que hiciera tanto viento y Pooh le ayudó a levantarse, se pusieron en camino.

[…] la primera impresión al salir fuera fue que ha-cía bastante fresco, de modo que fueron a ver a Conejo tan deprisa como pudieron.

-Hemos venido a desearte un Muy Feliz Jueves –dijo Pooh.

-¿Por qué? ¿Qué va a pasar el Jueves? –preguntó Conejo, y cuando Pooh se lo hubo explicado y Conejo, cuya vida estaba compuesta por Cosas Importantes, dijo: “Oh, creí que realmente veníais para algo”, se sentaron durante un rato… y más tarde Pooh y Porquete siguieron adelante. Ahora el viento les soplaba por de-trás, así que no tenían que gritarse.

-Conejo es inteligente –dijo Pooh pensativamente.

-Sí –dijo Porquete-, Conejo es inteligente.

-Y tiene Cerebro.

-Sí –dijo Porquete-, Conejo tiene Cerebro.

Hubo un gran silencio.

-Supongo –dijo Pooh- que esa es la razón por la que nunca entiende nada.

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Para entonces Christopher Robin ya estaba en casa, pues ya era por la tarde, y se puso tan con-tento de verles que se quedaron allí hasta casi la hora del té, y entonces tomaron el té de Casi la Hora, que es un té del que uno se olvida después, y se apresuraron hacia el Rincón de Pooh, donde llegaron justo a tiempo de ver a Igor antes de que ya fuera demasiado tarde para tomar un Té Propiamente Dicho con Búho.

(A.A. Milne. Historias de Winny de Pooh))

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A Jugar con el Bastón (Gianni Rodari)

Un día el pequeño Claudio jugaba en el zaguán, y por la calle pasó un hermoso anciano con los lentes de oro, que caminaba encorvado, apoyándose en un bastón, y precisamente delante del portón se le cayó el bastón.

Claudio fue presuroso a recogérselo y se lo dio al viejo, que le sonrió y dijo:

— Gracias, pero no me sirve. Puedo caminar muy bien sin él. Si te gusta, tenlo.

Y sin esperar respuesta se alejó, y parecía menos encorvado que antes. Claudio permaneció allí con el bastón entre las manos y no sabía qué hacer. Era un bastón común de madera, con el mango curvo y la punta de hierro, y no se notaba nada más especial. Claudio golpeó dos o tres veces la punta en el suelo, después, casi sin pensar-lo montó a horcajadas el bastón y he aquí que no era más un bastón, sino un caballo,

un maravilloso potro negro con una estrella blanca en la frente, que se lanzó al galope alrededor del patio, relinchando y haciendo salir centellas de los guijarros.

Cuando Claudio, un poco maravillado y un poco asustado, logró poner el pie en el suelo, el bastón era nuevamente un bastón, y no tenía cascos sino una sencilla punta oxidada, ni crines de caballo, sino el mismo mango encorvado.

— Quiero probar de nuevo –dijo Claudio, cuando logró recobrar el aliento.

Montó de nuevo el bastón, y esta vez no fue un caballo, sino un solemne camello con dos jorobas –y el patio era un inmenso desierto para atravesar, pero Claudio no tenía miedo y observaba desde lejos, para ver aparecer el oasis. “Ciertamente es un bastón encantado”, se dijo Claudio, montándolo por ter-cera vez.

Ahora era un automóvil de carreras, todo rojo con el número escrito en blanco sobre el capó, y el patio una pista ruidosa, y Claudio llegaba siempre el primero a la meta. Después, el bastón fue una mo-tonave y el patio un lago con aguas tranquilas y verdes, y después una nave espacial que surcaba los espacios, dejando tras de sí una estela de estrellas.

Cada vez que Claudio ponía el pie en tierra el bastón tomaba su aspecto pacífico, el mango lúcido, el viejo herrete. La tarde pasó rápida entre aquellos juegos. Hacia la noche Claudio se asomó hacia la carretera, y he aquí que ve al viejo con los lentes de oro. Claudio lo observó con curiosidad, pero no pudo ver en él nada de especial: era un viejo señor cualquiera, un poco cansado por el paseo.

— ¿Te gusta el bastón?, preguntó sonriendo a Claudio. Claudio creyó que se lo pedía, y se lo alargó, enrojecido.

Pero el viejo hizo señal de que no.

— Tenlo, tenlo, dijo. ¿Qué hago yo con un bastón? Tú puedes volar, yo sólo podré apoyarme. Me apoyaré en el muro y será lo mismo.

Y se fue sonriendo, porque no hay persona más feliz que el viejo que puede regalar alguna cosa a un niño.

Gianni Rodari

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El Temido Enemigo (Jorge Bucay)

Había una vez, en un reino muy lejano y perdido, un rey al que le gus-taba sentirse poderoso. Su deseo de poder no se satisfacía sólo con tenerlo, él, necesitaba además, que todos lo admiraran por ser poderoso, así como la madrastra de Blanca Nieves no le alcanzaba con verse bella, también él nece-sitaba mirarse en un espejo que le dijera lo poderoso que era. Él no tenía espejos mágicos, pero contaba con un montón de cortesanos y sirvientes a su alrededor a quienes preguntarle si él, era el más poderoso del reino. Invaria-blemente todos le decían lo mismo:

-Alteza, eres muy poderoso, pero tú sabes que el mago tiene un poder que nadie posee: Él, él conoce el futuro.(En aquel tiempo, alquimistas, filóso-fos, pensadores, religiosos y místicos eran llamados, genéricamente “ma-gos”).

El rey estaba muy celoso del mago del reino pues aquel no sólo tenía fama de ser un hombre muy bueno y generoso, sino que además, el pueblo entero lo amaba, lo admiraba y festejaba que él existiera y viviera allí. No

decían lo mismo del rey. Quizás porque necesitaba demostrar que era él quien mandaba, el rey no era justo, ni ecuánime, y mucho menos bondadoso.

Un día, cansado de que la gente le contara lo poderoso y querido que era el mago o motivado por esa mezcla de celos y temores que genera la envidia, el rey urdió un plan: Organizaría una gran fiesta a la cual invitaría al mago y después la cena, pediría la atención de todos. Llamaría al mago al centro del salón y delante de los cortesanos, le preguntaría si era cierto que sabía leer el futuro. El invitado, tendría dos posibilidades: decir que no, defraudando así la admiración de los demás, o decir que sí, confirman-do el motivo de su fama. El rey estaba seguro de que escogería la segunda posibilidad. Entonces, le pedi-ría que le dijera la fecha en la que el mago del reino iba a morir. Éste daría una respuesta, un día cual-quiera, no importaba cuál. En ese mismo momento, planeaba el rey, sacar su espada y matarlo. Conse-guiría con esto dos cosas de un solo golpe: la primera, deshacerse de su enemigo para siempre; la se-gunda, demostrar que el mago no había podido adelantarse al futuro, y que se había equivocado en su predicción. Se acabaría, en una sola noche. El mago y el mito de sus poderes...

Los preparativos se iniciaron enseguida, y muy pronto el día del festejo llegó......Después de la gran cena. El rey hizo pasar al mago al centro y ante el silencio de todos le preguntó:

- ¿Es cierto que puedes leer el futuro?

- Un poco – dijo el mago.

- ¿Y puedes leer tu propio futuro? preguntó el rey.

- Un poco – dijo el mago.

- Entonces quiero que me des una prueba - dijo el rey -¿Qué día morirás? ¿Cuál es la fecha de tu muerte?

El mago se sonrió, lo miró a los ojos y no contestó.

- ¿Qué pasa mago? - dijo el rey sonriente -¿No lo sabes?... ¿no es cierto que puedes ver el futuro?

- No es eso - dijo el mago - pero lo que sé, no me animo a decírtelo.

- ¿Cómo que no te animas?- dijo el rey-... Yo soy tu soberano y te ordeno que me lo digas. Debes darte cuenta de que es muy importante para el reino, saber cuando perdemos a sus personajes más eminentes... Contéstame pues, ¿cuándo morirá el mago del reino?

Luego de un tenso silencio, el mago lo miró y dijo:

- No puedo precisarte la fecha, pero sé que el mago morirá exactamente un día antes que el rey...

Durante unos instantes, el tiempo se congeló. Un murmullo corrió por entre los invitados. El rey siempre había dicho que no creía en los magos ni en las adivinaciones, pero lo cierto es que no se animó a matar al mago. Lentamente el soberano bajó los brazos y se quedó en silencio...Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Se dio cuenta de que se había equivocado. Su odio había sido el peor consejero.

- Alteza, te has puesto pálido. ¿Qué te sucede? – Preguntó el invitado.

- Me siento mal - contestó el monarca – voy a ir a mi cuarto, te agradezco que hayas venido.

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Y con un gesto confuso giró en silencio encaminándose a sus habitaciones...El mago era astuto, había dado la única respuesta que evitaría su muerte. ¿Habría leído su mente? La predicción no podía ser cierta. Pero... ¿Y si lo fuera?...Estaba aturdido.

Se le ocurrió que sería trágico que le pasara algo al mago camino a su casa. El rey volvió sobre sus pasos, y dijo en voz alta:

- Mago, eres famoso en el reino por tu sabiduría, te ruego que pases esta noche en el palacio pues debo consultarte por la mañana sobre algunas decisiones reales.

- ¡ Majestad!. Será un gran honor... – dijo el invitado con una re-verencia.

El rey dio órdenes a sus guardias personales para que acompaña-ran al mago hasta las habitaciones de huéspedes en el palacio y para que custodiasen su puerta asegurándose de que nada pasara...

Esa noche el soberano no pudo conciliar el sueño. Estuvo muy in-quieto pensando qué pasaría si el mago le hubiera caído mal la comida, o si se hubiera hecho daño accidentalmente durante la noche, o si, sim-plemente, le hubiera llegado su hora.

Bien temprano en la mañana el rey golpeó en las habitaciones de su invitado. Él nunca en su vida había pensado en consultar ninguna de sus decisiones, pero esta vez, en cuánto el mago lo recibió, hizo la pregunta... necesitaba una excusa. Y el mago, que era un sabio, le dio una respuesta correcta, creativa y justa. El rey, casi sin escuchar la res-puesta alabó a su huésped por su inteligencia y le pidió que se quedara un día más, supuestamente, para “consultarle” otro asunto... (Obviamente, el rey sólo quería asegurarse de que nada le pasara). El mago – que gozaba de la libertad que sólo conquistan los iluminados – aceptó.

Desde entonces todos los días, por la mañana o por la tarde, el rey iba hasta las habitaciones del mago para consultarlo y lo comprometía para una nueva consulta al día siguiente. No pasó mucho tiem-po antes de que el rey se diera cuenta de que los consejos de su nuevo asesor eran siempre acertados y terminara, casi sin notarlo, teniéndolos en cuenta en cada una de las decisiones. Pasaron los meses y luego los años. Y como siempre... estar cerca del que sabe vuelve al que no sabe, más sabio. Así fue: el rey poco a poco se fue volviendo más y más justo. Ya no era despótico ni autoritario. Dejó de necesitar sentirse poderoso, y seguramente por ello dejó de necesitar demostrar su poder. Empezó a aprender que la humildad también podía ser ventajosa empezó a reinar de una manera más sabia y bondadosa.

Y sucedió que su pueblo empezó a quererlo, como nunca lo había querido antes. El rey ya no iba a ver al mago investigando por su salud, iba realmente para aprender, para compartir una decisión o sim-plemente para charlar, porque el rey y el mago habían llegado a ser excelentes amigos.

Un día, a más de cuatro años de aquella cena, y sin motivo, el rey recordó. Recordó aquel plan aquel plan que alguna vez urdió para matar a este su entonces más odiado enemigo. Y se dio cuenta que no podía seguir manteniendo este secreto sin sentirse un hipócrita. El rey tomó coraje y fue hasta la habitación del mago. Golpeó la puerta y apenas entró le dijo:

- Hermano, tengo algo que contarte que me oprime el pecho-

- Dime – dijo el mago – y alivia tu corazón.

- Aquella noche, cuando te invité a cenar y te pregunté sobre tu muerte, yo no quería en realidad saber sobre tu futuro, planeaba matarte y frente a cualquier cosa que me dijeras, porque quería que tu muerte inesperada desmitificara para siempre tu fama de adivino. Te odiaba porque todos te amaban... Estoy tan avergonzado...- Aquella noche no me animé a matarte y ahora que somos amigos, y más que amigos, hermanos, me aterra pensar lo que hubiera perdido si lo hubiese hecho. Hoy he sentido que no puedo seguir ocultándote mi infamia. Necesité decirte todo esto para que tú me perdones o me despre-cies, pero sin ocultamientos.

El mago lo miró y le dijo:- Has tardado mucho tiempo en poder decírmelo. Pero de todas mane-ras, me alegra, me alegra que lo hayas hecho, porque esto es lo único que me permitirá decirte que ya lo sabía. Cuando me hiciste la pregunta y bajaste tu mano sobre el puño de tu espada, fue tan clara tu in-tención, que no hacía falta adivino para darse cuenta de lo que pensabas hacer

El mago sonrió y puso su mano en el hombro del rey:

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– Como justo pago a tu sinceridad, debo decirte que yo también te mentí... Te confieso hoy que inventé esa absurda historia de mi muerte antes de la tuya para darte una lección. Una lección que re-cién hoy estás en condiciones de aprender, quizás la más importante cosa que yo te haya enseñado nun-ca. Vamos por el mundo odiando y rechazando aspectos de los otros y hasta de nosotros mismos que creemos despreciables, amenazantes o inútiles... y sin embargo, si nos damos tiempo, terminaremos dándonos cuenta de lo mucho que nos costaría vivir sin aquellas cosas que en un momento rechazamos. Tu muerte, querido amigo, llegará justo, justo el día de tu muerte, y ni un minuto antes. Es importante que sepas que yo estoy viejo, y que mi día seguramente se acerca. No hay ninguna razón para pensar que tu partida deba estar atada a la mía. Son nuestras vidas las que se han ligado, no nuestras muertes.

El rey y el mago se abrazaron y festejaron brindando por la confianza que cada uno sentí en esta relación que habían sabido construir juntos.

Cuenta la leyenda que misteriosamente, esa misma noche, el mago murió durante el sueño. El rey se enteró de la mala noticia a la mañana siguiente, y se sintió desolado. No estaba angustiado por la idea de su propia muerte, había aprendido del mago a desapegarse hasta de su permanencia en el mundo. Estaba triste, simplemente por la muerte de su amigo. ¿Qué coincidencia extraña había hecho que el rey pudiera contarle esto al mago justo la noche anterior a su muerte? Tal vez, tal vez de alguna manera desconocida el mago había hecho que él pudiera decirle esto para quitarle su fantasía de morirse un día después. Un último acto de amor para librarlo de sus temores de otros tiempos.

Cuentan que el rey se levantó y que con sus propias manos cavó en el jardín, bajo su ventana, una tumba para su amigo, el mago. Enterró allí su cuerpo y el resto del día se quedó al lado del montículo de tierra, llorando como se llora ante la pérdida de los seres queridos. Y recién entrada la noche, el rey vol-vió a su habitación. Cuenta la leyenda... que esa misma noche... veinticuatro horas después de la muerte del mago, el rey murió en su lecho mientras dormía... quizás de casualidad... quizás de dolor... quizás para confirmar la última enseñanza del maestro.

Jorge Bucay

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El Viejo, la Joven y las Piedras (popular chino)

Había una vez, en un pequeño pueblo, un granjero a quien no le al-canzaba el dinero para devolver una importante suma de dinero que le había sido prestada por el prestamista del pueblo, un viejo muy feo y muy antipático.

Como el granjero tenía una hija muy hermosa que despertaba todas las ansias del prestamista, éste último le propuso un trato: Le dijo que le perdonaba su deuda si él le daba a su hija en matrimonio.

Tanto el granjero como su hija quedaron horrorizados con esta propuesta. El prestamista, que era despreciado por todo el pueblo, los llevó a la plaza y delante de todos les hizo la siguiente oferta: serían los

dioses los que decidirían el destino de la joven y de la deuda. Nadie se atrevería a contradecir a los dio-ses, y de esta forma, él quedaría delante de todo el pueblo como un hombre fiel a las tradiciones de los dioses, y como una persona comprensiva y magnánima, que no traaba de imponer nada, sino que con-fiaba en la sabiduría de los dioses.

Les dijo que iba a colocar una piedra blanca y una piedra negra dentro de una bolsa vacía sin ver cuál estaba sacando de la bolsa. Si sacaba la piedra negra, se casaría con el viejo prestamista, y la deuda de su padre se consideraría pagada.

Si sacaba la piedra blanca, no tendría que casarse con el viejo. Pero, para hacer atractiva esta ma-nera de tomar la decisión, la deuda de su padre también en este caso quedaría perdonada. Por el contra-rio, si ella rehusaba entrar en este juego, su padre sería inmediatamente enviado a la cárcel.

Siempre hablando, el viejo prestamista se agachó para recoger las dos piedras. La chica, que te-nía el ojo rápido, se dio cuenta de que había recogido dos piedras ambas negras y las había puesto rápi-damente dentro de la bolsa.

Pero ella no dijo nada.

A continuación, el viejo prestamista le pidió a la chica que tomara una de las piedras que estaban dentro de la bolsa.

La joven pensó en las alternativas que tenía:

1) Negarse a sacar una piedra. Si optaba por esa opción, el viejo metería a su padre en la cárcel. 2) Podía sacar las dos piedras negras de la bolsa y demostrar así que el viejo había hecho trampa.

Pero el viejo podía decir que a causa de su mala vista no se había fijado bien, y repetiría el jue-go, con lo que no había avanzado nada.

3) la chica podía sacar una piedra, inevitablemente negra y sacrificarse casándose con este viejo repulsivo para evitar la prisión de su padre

El dilema de la chica parece que no podía resolverse de manera equitativa: si acepta la propuesta, pierde inevitablemente su felicidad; pero si la rechaza denunciando la trampa, su padre va a la cárcel.

Pero se le ocurrió una nueva alternativa; el propio viejo le había dado la pista para resolver esta si-tuación tan comprometida: metió la mano en la bolsa y sacó una de las piedras, pero de inmediato la dejó caer al suelo sin que nadie hubiera tenido tiempo de verla, y se disculpó asustada. Esta piedra se confundió inmediatamente con los cientos de piedras negras y blancas que formaban el camino de en-trada a la casa.

Pero prosiguió rápidamente. Inmediatamente propuso una solución. Dijo:

- Se puede saber cuál es la primera piedra que saqué, sacando la que queda en la bolsa. Porque si la que queda es blanca, habré sacado la negra y si la que queda es negra, habré sacado la blanca. ¿No es así?

Le pidió al viejo prestamista que sacara la que quedaba y era negra…

Por consiguiente, la primera piedra que sacó la chica no podía ser sino blanca. Y como el viejo prestamista no se atrevió a confesar su trampa delante de todo el pueblo, la chica transformó una situa-ción que parecía imposible en un desenlace muy ventajoso.

El prestamista tuvo que perdonar la deuda al granjero, y la joven no tuvo que casarse con él.

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El Río, la Arena y el Viento (Awad Afifi)

Un río, desde sus orígenes en lejanas montañas, después de pasar a través de toda clase y trazado de campiñas, al fin alcanzó las arenas del de-sierto. Del mismo modo que había sorteado todos los otros obstáculos, el río trató de atravesar este último, pero se dio cuenta de que sus aguas desapare-cían en las arenas tan pronto llegaban a éstas.

Estaba convencido, no obstante, de que su destino era cruzar este de-sierto, y sin embargo, no había manera. Entonces una recóndita voz, que venía desde el desierto mismo, le susurró:

- el Viento cruza el desierto, y así puede hacerlo el río.

El río objetó que se estaba estrellando contra las arenas, y solamente conseguía ser absorbido, que el viento podía volar y ésa era la razón por la cual podía cruzar el desierto.

- Arrojándote con violencia como lo vienes haciendo, no lograrás cruzarlo. Desaparecerás, o te convertirás en un pantano. Debes permitir que el viento te lleve hacia tu destino.

- ¿Pero cómo podría suceder esto?

- Consintiendo en ser absorbido por el viento.

Esta idea no era aceptable para el río. Después de todo, él nunca había sido absorbido antes. No quería perder su individualidad. ¿Y, una vez perdida ésta, cómo puede uno saber si podrá recuperarla alguna vez?

- El Viento, -dijeron las arenas- cumple esta función. Eleva el agua, la transporta sobre el desierto y luego la deja caer. Cayendo como lluvia, el agua nuevamente se vuelve río.

- ¿Cómo puedo saber que esto es verdad?

- Así es, y si tú no lo crees, no te volverás más que un pantano, y aún eso tomaría muchos, pero muchos años; y un pantano, ciertamente no es la misma cosa que un río.

- ¿Pero no puedo seguir siendo el mismo río que ahora soy?

- Tú no puedes en ningún caso permanecer así, -continuó la voz.

- Tu parte esencial es transportada y forma un río nuevamente. Eres llamado así, aún hoy, porque no sabes qué parte tuya es la esencial.

Cuando oyó esto, ciertos ecos comenzaron a resonar en los pensamientos del río. Vagamente, re-cordó un estado en el cual él, o una parte de él, ¿cuál sería?, había sido transportado en los brazos del viento. También recordó -¿o le pareció?- que eso era lo que realmente debía hacer, aun cuando no fuera lo más obvio.

Y el río elevó sus vapores en los acogedores brazos del viento, que gentil y fácilmente lo llevó hacia arriba y a lo lejos, dejándolo caer suavemente tan pronto hubieron alcanzado la cima de una montaña, muchas pero muchas millas más lejos. Y porque había tenido sus dudas, el río pudo recordar y registrar más firmemente en su mente, los detalles de la experiencia. Reflexionó: “Sí, ahora conozco mi verdadera identidad”.

El río estaba aprendiendo, pero las arenas susurraron:

- Nosotras conocemos, porque vemos suceder esto día tras día, y porque nosotras, las arenas, nos extendemos por todo el camino que va desde las orillas del río hasta la montaña.

Y es por eso que se dice que el camino en el cual el Río de la Vida ha de continuar su travesía, está escrito en las Arenas.

La Rosa Mística del Jardín del Rey” (recopilado por Sir Fairfax Cartwright)

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Tres Amigos (Paulo Coelho)

Un Hombre, su caballo y su perro iban por una carretera. Cuando pasaban cerca de un árbol enorme cayó un rayo y los tres murieron fulminados. Pero fue algo tan repentino, que el hombre no se dio cuenta de que ya había abandonado este mundo, y prosiguió su camino con sus dos animales (a veces los muertos andan un cierto tiempo antes de ser conscientes de su nueva condición…). La carretera era muy larga y colina arriba. El sol era muy intenso, y ellos estaban sudados y sedientos.

En una curva del camino vieron un magnífico portal de mármol, que conducía a una plaza pavimentada con adoquines de oro. El cami-

nante se dirigió al hombre que custodiaba la entrada y entabló con él, el siguiente diálogo:

- Buenos días.

- Buenos días - Respondió el guardián

- ¿Cómo se llama este lugar tan bonito?

- Esto es el cielo.

- ¡Qué bien que hayamos llegado al Cielo, porque estamos sedientos!

- Usted puede entrar y beber tanta agua como quiera. Y el guardián señaló la fuente.

- Pero mi caballo y mi perro también tienen sed…

- Lo siento mucho – Dijo el guardián – pero aquí no se permite la entrada a los animales.

El hombre se levantó con gran disgusto, puesto que tenía muchísima sed, pero no pensaba beber sólo. Dio las gracias al guardián y siguió adelante.

Después de caminar un buen rato cuesta arriba, ya exhaustos los tres, llegaron a otro sitio, cuya entrada estaba marcada por una puerta vieja que daba a un camino de tierra rodeado de árboles.

A la sombra de uno de los árboles había un hombre echado, con la cabeza cubierta por un sombre-ro. Posiblemente dormía.

- Buenos días – dijo el caminante.

El hombre respondió con un gesto de la cabeza.

- Tenemos mucha sed, mi caballo, mi perro y yo

- Hay una fuente entre aquellas rocas – dijo el hombre, indicando el lugar.

- Podéis beber toda el agua como queráis.

- El hombre, el caballo y el perro fueron a la fuente y calmaron su sed.

- El caminante volvió atrás para dar gracias al hombre

- Podéis volver siempre que queráis – Le respondió éste.

- A propósito ¿Cómo se llama este lugar? – preguntó el hombre.

- CIELO.

- ¿El Cielo? ¡Pero si el guardián del portal de mármol me ha dicho que aquello era el Cielo!

- Aquello no era el Cielo. Era el Infierno – contestó el guardián.

El caminante quedó perplejo.

- ¡Deberíais prohibir que utilicen vuestro nombre! ¡Esta información falsa debe provocar grandes confusiones! – advirtió el caminante.

- ¡De ninguna manera! – increpó el hombre

- En realidad, nos hacen un gran favor, porque allí se quedan todos los que son capaces de aban-donar a sus seres queridos…

Paulo Coelho

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El Elefante Encadenado (Jorge Bucay)

Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gus-taba de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante. Durante la función, la enorme bestia hacia despliegue de su tamaño, peso y fuerza descomunal... pero des-pués de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena, que aprisionaba una de sus pa-tas, atadas a una pequeña estaca clavada en el suelo.

Sin embargo, la estaca era solo un minúsculo pedazo de madera ape-nas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y

poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir. El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye?

Cuando tenía 5 o 6 años yo todavía creía en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a algún padre, o a algún tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el ele-fante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: -Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo me olvide del misterio del elefante y la estaca... y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta.

Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como pa-ra encontrar la respuesta: El elefante del circo no se escapa porque ha estado atado a una estaca pareci-da desde muy, muy pequeño. Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró, sudó, tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo, no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió ago-tado, y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía... Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.

Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no se escapa porque cree -pobre- que NO PUEDE. Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro. Jamás... jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra vez...

Cuentos para Pensar (Jorge Bucay)

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El Labrador y las Desgracias (Paulo Coelho)

Hace muchos años, en una pobre aldea china, vivía un labrador con su hijo. Su único bien material, aparte de la tierra y de la pequeña casa de paja, era un caballo que había heredado de su padre.

Un buen día el caballo se escapó, dejando al hombre sin animal para labrar la tierra. Sus vecinos, que lo respe-taban mucho por su honestidad y diligencia, acudieron a su casa para decirle lo mucho que lamentaban lo ocurrido. El les agradeció la visita, pero preguntó:

-¿Cómo podéis saber que lo que ocurrió ha sido una desgracia en mi vida?

Alguien comentó en voz baja con un amigo: "El no quiere aceptar la realidad, dejemos que piense lo que quiera, con tal de que no se entristezca por lo ocu-rrido".

Y los vecinos se marcharon, fingiendo estar de acuerdo con lo que habían escuchado.

Una semana después, el caballo retornó al establo, pero no venía solo: traía una hermosa yegua como compañía. Al saber eso, los habitantes de la aldea, alborozados porque sólo ahora entendían la respuesta que el hombre les había dado, retornaron a casa del labrador, para felicitarlo por su suerte.

-Antes tenías sólo un caballo, y ahora tienes dos. ¡Felicitaciones! -dijeron.

-Muchas gracias por la visita y por vuestra solidaridad -respondió el labrador-. ¿Pero cómo podéis saber que lo que ocurrió es una bendición en mi vida?

Desconcertados, y pensando que el hombre se estaba volviendo loco, los vecinos se marcharon, comentando por el camino: "¿Será posible que este hombre no entienda que Dios le ha enviado un rega-lo?"

Pasado un mes, el hijo del labrador decidió domesticar la yegua. Pero el animal saltó de una mane-ra inesperada, y el muchacho tuvo una mala caída, rompiéndose una pierna.

Los vecinos retornaron a la casa del labrador, llevando obsequios para el joven herido. El alcalde de la aldea, solemnemente, presentó sus condolencias al padre, diciendo que todos estaban muy tristes por lo que había sucedido.

El hombre agradeció la visita y el cariño de todos. Pero preguntó: -¿Cómo podéis vosotros saber si lo ocurrido ha sido una desgracia en mi vida?

Esta frase dejó a todos estupefactos, pues nadie puede tener la menor duda de que el accidente de un hijo es una verdadera tragedia. Al salir de la casa del labrador, comentaban entre sí: "Realmente se ha vuelto loco, su único hijo se puede quedar cojo para siempre y aún duda que lo ocurrido es una des-gracia".

Transcurrieron algunos meses y Japón le declaró la guerra a China. Los emisarios del emperador recorrieron todo el país en busca de jóvenes saludables para ser enviados al frente de batalla. Al llegar a la aldea, reclutaron a todos los jóvenes, excepto al hijo del labrador, quien tenía la pierna rota.

Ninguno de los muchachos regresó vivo. El hijo se recuperó, los dos animales dieron crías que fue-ron vendidas y rindieron un buen dinero. El labrador pasó a visitar a sus vecinos para consolarlos y ayudarlos, ya que se habían mostrado solidarios con él en todos los momentos. Siempre que alguno de ellos se quejaba, el labrador decía: "¿Cómo sabes si esto es una desgracia?" Si alguien se alegraba mu-cho, él preguntaba: "¿Cómo sabes si eso es una bendición?" Y los hombres de aquella aldea entendieron que, más allá de las apariencias, la vida tiene otros significados.

Paulo Coelho

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Navidad en el Bosque (Helena López-Casares Pertusa)

Erase una vez un bonito pueblo en medio de un frondoso y colorido bos-que habitado por unos alegres animales.

Cada año, con la caída de las primeras nieves y la llegada de las estrellas de luz, se reunían en torno al Gran Árbol para preparar la Navidad y conocer una de las noticias más esperadas de la temporada: el nombre del ganador del concurso de teatro, que se encargaría de dirigir la función de Nochebuena.

En aquella época, todas las actividades que realizaban tenían como obje-tivo la convivencia, el fomento de la amistad y la diversión. La exhibición de cocina, organizada por la Señora Ardilla, hacía las delicias de los más comilo-nes, pues los platos presentados eran degustados al finalizar la competición. Los más pequeños participaban en la tradicional Carrera de Hielo, que tenía

lugar en el lago helado y acudían cada tarde a los ensayos de la Señorita Ciervo, la directora del coro que alegraba con sus villancicos todos los rincones del bosque. Y, por supuesto, estaba la mejor noche de todas: la Nochebuena, en la que se representaba la obra ganadora, que siempre tenía como tema central la amistad.

Cada año, el Señor Búho, como director de la escuela de teatro, seleccionaba una pieza de entre todas las que enviaban los animales aspirantes a ser los elegidos para llenar de paz los corazones de los habitantes del bosque, pero ese año…

–Bienvenidos todos a la reunión preparatoria de la Navidad –dijo el Señor Búho posado en la ra-ma más robusta del Gran Árbol. Este año, la elección de la obra ha estado muy reñida porque todas las propuestas eran de gran calidad, pero había que elegir un ganador. Así que sin más dilación demos un aplauso al Sr. Conejo, autor de la obra Salvemos el bosque, que podremos ver en Nochebuena.

–Gracias, gracias, es un honor para mí –exclamaba Conejo entre vítores y aplausos.

–Bien, pues ya sabéis que mañana a las diez darán comienzo las pruebas de selección de actores. Rogamos puntualidad a los interesados –concluyó el Sr. Búho.

Al día siguiente, a la hora convenida, había una considerable cola a la entrada del teatro. Al ser un musical, las pruebas se centraron en las habilidades de canto y baile, pues eran requisitos imprescindi-bles. La obra contaba la trama de un guardabosque que debía salvar la flora de un malvado leñador, obsesionado con cortar un árbol milenario y arrasar todo lo que se pusiera en su camino. En su lucha por preservar el entorno natural, el guardabosque contaba con la inestimable ayuda de sus fieles amigas, un girasol y un lirio que ponían su astucia al servicio de la noble causa.

Tras varias horas, los papeles quedaron repartidos de la siguiente manera: el Sr. Oso haría de guardabosque, Castor sería el vil leñador, la Sra. Pata representaría al girasol y la Sra. Lince, al lirio.

Al principio todo marchaba estupendamente, los actores estaban con-tentos con sus papeles y trabajaban duro para perfeccionar sus actuaciones, dejándose la piel en escena, hasta que hizo su aparición el peor y más temi-do de los fantasmas: la envidia.

–No sé Conejo, creo que Castor tendría que tener un poco más de protagonismo. El papel del leñador está lleno de matices y podríamos crear unos espectaculares efectos especiales que dejarían al público boquiabierto –dijo el Sr. Búho en uno de los ensayos.

–Sí, Búho, puede que tengas razón y deba retocar el texto para darle más peso a Castor y proyectar toda la fuerza del personaje. Podemos hacer un juego de luces y sombras cada vez que aparezca y realzar su papel.

Ante estas palabras Castor se puso muy contento, pues estaba muy ilusionado con la obra, pero Oso no lo vio con los mismos ojos. Si a Castor le daban más protagonismo, eso significaba que él dejaría de ser el protagonista absoluto y eso no le gustó nada. Es más, pensó que Búho y Castor lo estaban ha-ciendo a propósito.

El ensayo del día siguiente fue un caos. En lugar de avanzar, En lugar de avanzar, daban pasos ha-cia atrás. Oso no colaboraba y Castor, que se había dado cuenta de lo que estaba pasando y de que Oso quería boicotear su actuación, estuvo muy arisco.

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Por si fuera poco, el vestuario también había sido fuente de conflictos entre las chicas. La Sra. Pata consideraba que el vestido de la Sra. Lince era más llamativo y que debían haberlo echado a suertes.

–No entiendo por qué el traje del lirio tiene que ser más bonito que el del girasol. ¿Quién ha elegi-do el vestuario? No estoy de acuerdo –chillaba Pata.

La tensión en el escenario se podía cortar y desastre no se hizo esperar. Así, durante el ensayo de la escena final, que reunía a todos los actores en el escenario para interpretar el número final, comenzaron a empujarse unos a otros con tal brío que parte del decorado se rompió y el árbol se vino abajo.

–Orden, orden, pero bueno ¿qué pasa? –preguntó Conejo encolerizado. Habéis echado a perder el trabajo de varios días y de todos los que han colaborado en la puesta en escena. Quedan sólo dos días para Nochebuena, pero si tuviéramos más tiempo os echaría a todos de la obra. Se acabó el ensayo por hoy. Fuera todos de mi vista.

Conejo estaba rabioso, no entendía nada. Pero ¿cómo podían pelearse por una cosa así? Era Navi-dad, había que estar alegre y demostrar que eran amigos.

Al día siguiente los habitantes se despertaron siendo testigos de un acontecimiento terrible: la nie-ve había desaparecido y las estrellas de luz se habían apagado. ¿Cómo era posible? Asustados, los ani-males se congregaron alrededor del Gran Árbol, en busca del sabio consejo del Sr. Búho.

–Queridos habitantes del bosque, el espíritu de la Navidad se ha ido –sentenció Búho.

– ¿Y cómo podemos hacer que vuelva? –preguntó asustada la Sra. Ardilla.

–Oh, no, nos vamos a quedar sin Navidad –sollozó un lobezno.

–Hoy es un día muy triste para nuestro bosque. La envidia ha desatado unas reacciones negativas en cadena. La nieve se ha derretido, las estrellas han dejado de lucir y la obra de teatro peligra –advirtió Búho. Oso estaba escuchando tras un arbusto y tenía miedo a salir porque sabía que era el desencade-nante de la situación, pero había que ser valiente y afrontar las consecuencias de los propios actos, así que se decidió a salir, aunque tímidamente.

–Eh, amigo, lo siento mucho. Estoy arrepentido de mi comportamiento. Si hay algún culpable, ése soy yo. Me cegó la envidia. ¿Qué puedo hacer para enmendar mi error?

–No, no tienes por qué cargar con las culpas tú sólo, yo también he contribuido con mi mala con-ducta. Si sirve de algo yo también lo siento. No quería que pasara esto –se lamentó Castor.

La Sra. Lince se acercó a la Sra. Pata, que estaba con sus patitos muy cerca de ella, y le dijo:

–Si te hace ilusión, te cambio el vestido, me importa más tu amistad que un trozo de tela. Somos amigas y nuestros pequeños juegan juntos –exclamó la Sra. Lince dándole un abrazo a la Sra. Pata.

– ¡Mirad, está nevando! –gritó con entusiasmo una voz.

–Sí y parece que en el cielo brillan de nuevo las estrellas. El espíritu de la Navidad ha vuelto –se oyó.

Ese año, la Navidad se vivió con mucha más intensidad en el bosque, al fin y al cabo estuvieron a punto de perderla para siempre. Pero habían aprendido la lección y ahora sabían que la envidia cegaba y tenía unos efectos muy negativos que no se podían controlar.

Los animales habían ahuyentado la Navidad con su conducta, aunque en ellos mismos residía también el poder de resucitar su alma. Así que para que no se les olvidara nunca aquel susto y a partir de ahora prestaran atención a sus comportamientos con los demás, construyeron un gran cartel de ma-dera que colgaron de una de las ramas del Gran Árbol, en el que se podía leer la siguiente inscripción:

«El tesoro más valioso que posees es la amistad, cuídalo todos los días y crecerá».

Helena López-Casares Pertusa

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El Príncipe Feliz (Oscar Wilde)

En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alza-ba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miem-bros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conoce-dor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una ma-dre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?

-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad. Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás. Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.

-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para reci-birme.

Entonces divisó la estatua sobre la columnita.

-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.

Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.

-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.

Y se dispuso a dormir. Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pe-sada gota de agua.

-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.

Entonces cayó una nueva gota.

-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.

Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.

La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio! Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasa-dos de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro. Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Go-londrinita sintióse llena de piedad.

-¿Quién sois? -dijo.

-Soy el Príncipe Feliz.

-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.

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-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrede-dor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han eleva-do tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.

«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba dema-siado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.

-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próxi-mo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuar-to, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.

-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tie-ne una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!

-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respe-to.

Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.

-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.

-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.

Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, vo-ló sobre los tejados de la ciudad.

Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco. Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile. Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.

-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!

-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bor-dar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!

Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.

Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su cami-ta y su madre habíase quedado dormida de cansancio.

La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.

-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.

Y cayó en un delicioso sueño.

Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.

-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.

Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dor-mía.

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Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.

-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golon-drina en invierno!

Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local. Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...

-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.

Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre. Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia. Por todas partes adónde iba piaban los gorriones, di-ciéndose unos a otros:

-¡Qué extranjera más distinguida!

Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.

-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?

-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.

-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.

-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?

-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.

-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.

Y se puso a llorar.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.

Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación. El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.

-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo ter-minar la obra.

Y parecía completamente feliz.

Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto. Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.

-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.

-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.

Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.

-He venido para deciros adiós -le dijo.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una no-che más?

-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a

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orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blan-cas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.

-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de ceri-llas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dine-ro a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.

-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.

-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo. Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.

-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre.

Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.

- Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.

-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.

-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.

Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños.

Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercade-res que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.

-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.

Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magnífi-cos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.

Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, miran-do con apatía las calles negras.

Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.

-¡Qué hambre tenemos! -decían.

-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.

Y se alejaron bajo la lluvia.

Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.

-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.

Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.

Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.

-¡Ya tenemos pan! -gritaban.

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Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo. Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían. Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.

La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo. Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.

Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hom-bro del Príncipe.

-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.

-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permane-cido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.

-No es a Egipto adónde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?

Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.

En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo. El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacía un frío terrible.

A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad.

Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.

-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!

-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.

Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.

-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.

-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.

-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.

Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.

Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.

-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.

-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.

-O la mía -dijo cada uno de los concejales.

Y acabaron disputando.

-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.

Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.

-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.

Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.

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La Nube y la Duna (Paulo Coelho)

Una joven nube nació en medio de una gran tempestad en el mar Mediterráneo. Pero casi no tuvo tiempo de crecer allí, pues un fuerte viento empujó a todas las nubes en dirección a África.

No bien llegaron al continente, el clima cambió: un sol generoso brillaba en el cielo y abajo se extendía la arena dorada del desierto del Sahara. El viento siguió empujándolas en dirección a los bosques del sur, ya que en el desierto casi no llueve.

Entretanto la nuestra decidió desgarrarse de sus padres y de sus más viejos amigos para conocer el mundo.

— ¿Qué estás haciendo? —protestó el viento—. ¡El desierto es todo igual! ¡Regresa a la formación y vámonos hasta el centro de África, donde existen montañas y árboles deslumbrantes!

Pero la joven nube, rebelde por Naturaleza, no obedeció. Poco a poco fue bajando de altitud hasta conseguir planear en una brisa suave, generosa, cerca de las arenas doradas. Después de pasear mucho, se dio cuenta de que una de las dunas le estaba sonriendo.

Vio que ella también era joven, recién formada por el viento que acababa de pasar. Y al momento se enamoró de su cabellera dorada.

—Buenos días —dijo—. ¿Cómo se vive allá abajo?

—Tengo la compañía de las otras dunas, del sol, del viento y de las caravanas que de vez en cuando pasan por aquí. A veces hace mucho calor, pero se puede aguantar. ¿Y cómo se vive allí arriba?

—También existen el viento y el sol, pero la ventaja es que puedo pasear por el cielo y conocer mu-chas cosas.

—Para mí la vida es corta —dijo la duna—. Cuando el viento vuelva de las selvas, desapareceré.

— ¿Y esto te entristece?

—Me da la impresión de que no sirvo para nada.

—Yo también siento lo mismo. En cuanto pase un viento nuevo, iré hacia el sur y me transformaré en lluvia. Mientras tanto, este es mi destino.

La duna vaciló un poco, pero terminó diciendo:

— ¿Sabes que aquí en el desierto decimos que la lluvia es el Paraíso?

—No sabía que podía transformarme en algo tan importante —dijo la nube, orgullosa.

—Ya escuché varias leyendas contadas por viejas dunas. Ellas dicen que, después de la lluvia, que-damos cubiertas por hierbas y flores. Pero yo nunca sabré lo que es eso, porque en el desierto es muy difícil que llueva.

Ahora fue la nube la que vaciló. Pero enseguida volvió a abrir su amplia sonrisa:

—Si quieres, puedo cubrirte de lluvia. Aunque acabo de llegar, me he enamorado de ti y me gusta-ría quedarme aquí para siempre.

—Cuando te vi por primera vez en el cielo también me enamoré —dijo la duna—. Pero si tú trans-formas tu linda cabellera blanca en lluvia, terminarás muriendo.

—El amor nunca muere —dijo la nube—. Se transforma. Y yo quiero mostrarte el Paraíso. Y comenzó a acariciar a la duna con pequeñas gotas.

Así permanecieron juntas mucho tiempo hasta que apareció un arco iris.

Al día siguiente, la pequeña duna estaba cubierta de flores. Otras nubes que pasaban en dirección a África pensaban que allí estaba la parte del bosque que estaban buscando y soltaban más lluvia. Veinte años después, la duna se había transformado en un oasis, que refrescaba a los viajeros con la sombra de sus árboles.

Todo porque, un día, una nube enamorada no había tenido miedo de dar su vida por amor.

Paulo Coelho

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El Gigante Egoísta (Oscar Wilde)

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con deli-cadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gi-gante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero

que vio fue a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES

Era un Gigante egoísta...

Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carrete-ra, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrede-dor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.

-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.

Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormi-da.

Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.

-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.

La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la tempora-da. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.

Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, co-rriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la primavera no llegó nunca, ni tampoco el verano. El otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.

-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.

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De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa lle-gaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.

-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan feli-ces de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los peque-ños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.

-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era dema-siado pequeño.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.

-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.

Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.

Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abra-zó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvie-ron corriendo alegremente. Con ellos la primavera regresó al jardín.

-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.

Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.

-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.

-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.

-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gi-gante se quedó muy triste.

Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.

-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.

Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.

-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.

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Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.

Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…

Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.

Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó jun-to al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:

-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?

Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de cla-vos en sus pies.

-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.

-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.

-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.

Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:

-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.

Oscar Wilde

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El Cuarto Rey Mago (versión J.J. Serrano)

Una bella estrella apareció en el firmamento, y cuando los sabios de oriente la divisaron, comprendieron que anunciaba algo importante. Todos habían estudiados los textos antiguos, y existían numerosas profecías de que una estrella anunciaría el tiempo en que vendría al mundo un niño que iba a cambiar la historia de la humanidad.

Cuatro eran los sabios que divisaron la estrella; sí, cuatro. Melchor, el Rey de la Luz, que procedía de algún país de Europa, Gaspar, El Rey Sabio, que procedía de algún lugar del interior de Asia, Baltasar, Rey de la Juventud y la Fuerza, que venía de Babilo-nia, y Artabán, El Rey Compasivo, que procedía de Persia.

Se pusieron en marcha y, a través de palomas mensajeras, acordaron encontrarse en el camino para llegar juntos, siguiendo la estrella, hasta el lugar donde iba a nacer el niño.

Todos portaban regalos valiosos para entregar al Niño, especialmente Artabán, el Rey Compasivo, cuya mayor ilusión en la vida era conocer a aquél que traería al mundo la paz y el amor. Artabán cargó sus caballos con telas, odres de vino y aceite, joyas preciosas, entre las que estaban un diamante protector de la isla de Méroe, un pedazo de jaspe de Chipre, y un fulgurante rubí de las Sirtes.

Sin embargo, cuando estaba atravesando un desierto, le sorprendió una tormenta de arena, y tuvo que refugiarse junto con su séquito durante varios días en la humilde choza de un pastor de cabras. Cuando la tormenta cesó, el rey Artabán se apresuró a proseguir el viaje, pero se encontró que la tor-menta había dispersado la cabras del pastor que le había acogido, y Artabán sintió compasión por él, y se quedó a ayudarle hasta que hubo reunido de nuevo su rebaño. Compartió con el pastor parte de su vino y aceite y, después de unos días, pudo proseguir el viaje.

Pero el retraso que había acumulado era importante, y quizás sus compañeros no lo esperaban ya. Apresuró el paso y, cuando atravesaba una aldea, salió al paso una madre con sus niños pequeños, cuyo esposo había fallecido hacía unas semanas. La madre no tenía comida para sus hijos, que andaban a demás enfermos y medio desnudos porque no tenían ropa que ponerse. Arabán se compadeció de ellos, y se quedó unos días hasta que los niños enfermos sanaron. Compartió con ellos el vino, el aceite y la comida, y les dio telas para que pudieran hacerse ropa para el invierno.

Cuando pudo continuar el viaje, la estrella ya no estaba en el firmamento; se había retrasado de-masiado, y al llegar al punto de encuentro con sus compañeros, ya no estaban.

Siguiendo las pocas huellas que encontró, prosiguió su viaje, cuando se encontró con un pelotón de soldados que llevaban encadenados a unos malhechores. Los llevaban atados a las galeras, porque habían robado y habían sido condenados. Iban descalzos, casi sin fuerzas, porque apenas les daban de beber y de comer, y les hacían avanzar a latigazos. Artabán se estremeció cuando vió la escena y trató de ayudarles. Los soldados no permitieron que Artabán les ofreciera agua, pero se le ocurrió una forma de ayudarles. Artabán ofreció a los soldados el diamante protector de Méroe si soltaban a los presos. Ellos, después de discutirlo, aceptaron. Artabán condujo a esas personas hasta la aldea más próxima, les dio telas para que se vistieran y negoció con el dueño de una viña para que trabajaran allí y se ganaran la vida de forma honrada.

Tantos retrasos sufrió Artabán durante el camino, que su anhelo de encontrar a Jesús se iba des-vaneciendo. Cuando llegó a la ciudad de Belén, y preguntó por él, le informaron de que el niño, junto con sus padres, había huido a Egipto, porque el emperador Herodes quería matarlo. Artabán se horrori-zó cuando vio la matanza de inocentes que Herodes había perpetrado en la ciudad, buscando sin éxito al niño Jesús, y se quedó un tiempo para ayudar a la gente desconsolada que allí había. Ya no lo quedaban telas, así que vendió otra de sus joyas, el trozo de Jaspe de Chipre, para comprar comida y ropa para la gente que había sido víctima de la furia de Herodes.

Mucho tiempo estuvo Artabán allí, hasta que prosiguió su viaje en pos de Jesús. Más cansado, más viejo y cada vez con menos posesiones, pero seguía manteniendo vivo su anhelo de encontrar al hombre del que oía maravillas fuera por donde fuera. El ejemplo de Jesús, del bien que iba haciendo por donde pasaba, animaba a Artabán a proseguir con su búsqueda.

Cuando, después de varios años, llegó a Egipto, supo que Jesús de nuevo había vuelto a Galilea, y seguía enseñando y haciendo el bien por donde iba. Artabán regresó todo lo rápido que le daban sus

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fuerzas, pero a lo largo del camino se detenía muchas veces para ayudar o consolar a la gente que sufría. De esta forma, fueron pasando los años, y más de 30 años después haber iniciado su viaje, Artabán se-guía buscando encontrarse con Jesús.

Artabán solo podía encontrar las huellas que Jesús iba dejando por el camino, pero nunca llegaba a tiempo para encontrarse con él. Sus reservas de vino y aceite iban menguando, y tuvo finalmente que vender la última piedra preciosa que le quedaba, el rubí de las Sirtes, para tener dinero y emprender otro largo viaje hasta Jerusalén. Artabán había sabido que allí era donde se dirigía Jesús, y que mucha gente lo esperaba con gran alegría e ilusión, porque su fama de hombre bueno y sabio lo precedía. Pero también sabía que había gente que quería matarlo, porque hablaba con autoridad, desacreditando a los doctores de la ley y a los sacerdotes del templo.

Cuando estaba a punto de llegar a Jerusalén, se encontró precisamente con un sacerdote del tem-plo y un levita, que se dirigían hacia allí con paso rápido. También habían oído hablar de Jesús, pero sus intenciones no eran las mismas de Artabán, así que él prosiguió a su paso, y el levita y el sacerdote se fueron por delante.

Al cabo del rato, encontró, junto al camino que llevaba a Jerusalén, a un hombre malherido. Ha-bía sido atacado por los ladrones y necesitaba ayuda. Artabán se sorprendió de que el sacerdote y el levita no se hubieran detenido, pero los juzgó, sino que se compadeció del pobre hombre y se paró a ayudarle. Le curó las heridas, con el último resto de aceite que llevaba, le dio a beber el último trago de vino que le quedaba, y lo acompañó hasta la posada más próxima. Pasó esa noche cuidando al pobre hombre y a la mañana siguiente, habló con el posadero para que lo cuidara y le dio unas monedas para que cubrieran los gastos, y él pudiera proseguir su camino.

De nuevo había perdido unos días valiosos en su camino a Jerusalén, pero su corazón compasivo le dictaba que tenía que ayudar a los necesitados.

Llegó a Jerusalén al mediodía, la víspera de la Pascua Judía. Había un gran tumulto en la ciudad. Jesús había sido apresado por las autoridades y lo habían juzgado por blasfemo y hereje. Y públicamen-te había sido rechazado por los sacerdotes y los doctores de la ley, que habían pedido al gobernador romano que lo ajusticiara.

Artabán no podía creerlo. Ahora que por fin había conse-guido encontrar a Jesús, estar en la misma ciudad que él, y poder conocerlo, lo habían encarcelado y lo iban a matar en pocas ho-ras. Y él no podía hace nada; no tenía nada con qué ayudarle, in fuerzas para enfrentarse a las autoridades. Toda una vida bus-cando a Jesús, para no poder encontrarse con él, estando tan cerca.

Caminó por la ciudad como perdido, sin rumbo. No podría pensar. Había dado todo lo que tenía, su esfuerzo, su tiempo, su vida entera, y no había alcanzado su objetivo. Es cierto que había ayudado a mucha gente, y se sentía bien, pero su máximo anhelo, que era pasar unos momentos con Jesús, hablar con él, sentir su presencia, su bondad, su amor, se le escapaba de las manos como el agua en una cesta.

Sin darse cuenta, sus pasos le llevaron fuera de los muros de la ciudad, en dirección a un pequeño montículo que llamaban Gólgota. Y se encontró con la comitiva que dirigía a los condenados hacia el lugar donde iban a ser ejecutados. Y allí, junto con otros bandidos, estaba Jesús. Iba cargado con un madero, sangrando, caminando lentamente. Ni siquiera el tremendo dolor que estaba sufriendo había borrado de su rostro la amabilidad y la ternura con la que miraba a las mujeres que le veían pasar por el camino. Ni siquiera la proximidad de la muerte podía restar un ápice de vida en los ojos profundos, con los que había mirado durante tantos años a las personas que amaba.

Y allí se encontró Artabán, junto al camino por el que pasaba Jesús. Justo cuando estaba a su al-tura, Jesús, hundido por el peso del madero que hacía flaquear sus piernas, cayó al suelo. Artabán saltó al camino, dispuesto a ayudarle, a llevar el madero hasta el final si era necesario. Jesús lo miró y sonrío. Artabán, con la voz rota por el dolor, solo alcanzó a decirle:

- Perdóname por no haber llegado antes. Perdóname por no haber estado antes contigo

Jesús le contestó:

- ¿Por qué me pides perdón? No hay nada que perdonar. Siempre has estado conmigo. Toda tu vida me has estado ayudando, cuidando, queriendo.

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Artabán no lo entendía. Pensó que Jesús deliraba, fruto del dolor y la debilidad.

- Pero, ¿Cuándo he hecho yo eso? Si he estado toda la vida buscándote y solo te he podido encon-trar al final…

Jesús le respondió:

- Cuando ayudaste a alguien en tu camino, a mí me ayudaste. Cuando diste a alguien de comer o de beber, conmigo lo hiciste, cuando vestiste al que estaba desnudo, conmigo lo hiciste. Cuando liberaste al preso, conmigo lo hiciste. Aunque no nos hayamos encontrado hasta hoy, has enten-dido lo que yo he venido a mostraros mejor que muchos. Porque tu compasión te ha movido a sentirte unido a cada persona que te has encontrado, y era el mismo Dios actuando a través tu-yo.

Artabán comprendió que había estado toda su vida persiguiendo un objetivo, cuando lo que perse-guía lo había tenido delante de él en todo momento. Jesús había estado junto a él desde el primer mo-mento. Y comprendió que Jesús, aunque muriera en pocas horas en la cruz, nunca se iba a marchar mientras hubiera una sola persona sintiendo compasión por otro semejante.

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Otsiera y la Leyenda del Fuego (leyenda indios iroqueses)

Otsiera, el hijo de Águila Blanca, estaba a punto de cum-plir catorce años. Le había llegado el momento de afrontar la prueba más importante en la vida de un chico mohawk: la ce-remonia del ayuno.

Otsiera era valiente y generoso, buen observador, capaz de reconocer casi todos los rastros y de imitar el canto de cada pájaro, pero... ¿se encontraba suficientemente preparado?

La noche antes del gran día, entró en la inipi. La inipi era la cabaña de purificación, que se construía con troncos de sau-ces, recubiertos de pieles.

Allá, en silencio reunió todas sus fuerzas y pidió ayuda a los antepasados de la tribu. Otsiera estaba dispuesto. Al amanecer, en compañía de su padre, subió montaña arriba hasta la gran roca plana donde habría de quedarse solo, cuatro días y cuatro noches. Durante esos días, Otsiera debía permanecer aten-to a los secretos del mundo. Si lo hacía así, y estaba decidido a ayudar a la Tierra y la tribu, seguro que aprendería algo importante. Si tenía éxito, cuando volviera ya no sería un niño sino un hombre para siempre.

Águila blanca abrazó a su hijo y se despidió de él. Después de cuatro días y cuatro noches, volvería a buscarlo.

Otsiera construyó un pequeño refugio con ramas y hojas. Invocando el Gran Espíritu, se sentó, quieto y atento. Día y noche, el joven guerrero se mantuvo muy alerta, sin comer nada. De vez en cuan-do bebía un sorbo de agua de la que conservaba en la bolsa de piel de ciervo.

Pasaban los días y Otsiera no recibía ninguna señal, nada nuevo que pudiera llevar a la tribu. Cuando el padre fue a buscarle, Otsiera le suplicó:

- ¡Un día más, padre!

Águila Blanca accedió.

- Un día y basta - le dijo.

Esa noche, sentado en el refugio, sintió el retumbe del trueno en la lejanía.

- Ratiwera, señor del Trueno, ayúdame y ayuda mi pueblo -dijo el chico. Aún no había acabado de pronunciar estas palabras que sintió algo como una respuesta:

- Esta noche, Otsiera, obtendrás un poder que te ayudará a ti ya todos los mohawks.

Estas palabras le dieron nuevas fuerzas y, pese a la tormenta que se avecinaba, no dejó su lugar y continuó atento a todo.

- ¿Qué es ese extraño ruido?

Alguna bestia inmensa estaba haciendo crujir las ramas a su paso. Otsiera sintió miedo, pero no se movió. Se mantuvo alerta y se dio cuenta de que se trataba del viento. El viento restregaba las ramas de dos grandes árboles.

De repente, vio una fina columna de humo surgiendo de las ramas alzándose hacia el cielo y, poco después, aparecía una especie de pequeño sol danzante, caliente y ruidoso.

Otsiera se asustó. El sol entre los árboles creció y, poco a poco, se hizo más pequeño hasta que desapareció. ¿Qué era lo que había visto?

De madrugada, cuando empezaba a clarear, se acercó a aquellos dos árboles y recogió de tierra dos ramas secas. Imitó el movimiento del viento restregándolas, hasta que, de pronto, apareció un hilillo de humo, la madera enrojeció hasta que soltó una pequeña llama, ¡caliente como el sol!

- ¡Oh, maravilla! -pensó Otsiera- el Gran Espíritu nos da un poco de sol para nuestros largos in-viernos y nuestras noches oscuras!

Cuando su padre volvió, encontró a Otsiera muy feliz. Y dicen que así fue cómo llegó el fuego a los mohawks: fue Otsiera quien lo llevó su pueblo.

"El descubrimiento del fuego", Tehanetorens. Cuentos de los indios iroqueses)

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Avanzar el Tiempo (Carles Macià)

Aquella noche, después de haber comido, Pluma Negra continuó sentado junto al fuego, pensativo. Y Lobo Gris no se atrevió a alzarse ni a pronunciar una sola palabra. Porque Pluma Negra, además de ser su pa-dre, era también el caudillo de los pawnees y se le debía respeto.

Al rato, Pluma Negra sacó una bolsita de piel y la dejó en el suelo, delante de él. Y habló a su hijo:

- Irás hasta el Gran Río, lo cruzarás, atravesarás el País Caluroso, subirás a las Montañas Rotas, bajarás al Gran Bosque, buscarás a Caballo Solitario y a su tribu y le entregarás esta bolsita.

Sin añadir palabra, se levantó y entró en su tienda. Lobo Gris reco-gió la bolsita y se la colgó del cuello. Pocas veces había oído hablar de todos aquellos parajes que acababa de enumerar su padre, le sonaban muy vagamente, de haberlos oído nombrar por los grandes guerreros. Pero si su padre había considerado que no era conveniente dar más deta-lles, él no era quien para hacer preguntas.

Meinabee, la madre de Lobo Gris, que faenaba cerca del fuego y lo había escuchado todo, entró en la tienda y se sentó sobre unas pieles.

- Es muy joven, todavía - dijo bajito-; casi un niño.

- Le he enseñado todo lo que necesita saber -contestó Pluma Negra, desde su lecho-. Y es hora de hacer avanzar al tiempo.

Al día siguiente, Lobo Gris emprendió el viaje. Llevaba un zurrón lleno de carne seca de búfalo, una calabaza hueca para el agua, el arco y las flechas, y un cuchillo bien afilado. Caminaba rápido sin parar, en dirección a Mediodía. Tardó muchos días en llegar al Gran Río. Comenzaba la primavera y el curso era ancho y bajaba con fuerza. Comprendiendo que por aquel sitio le sería imposible atravesarlo, Lobo Gris fue remontando por la orilla del río buscando, inútilmente, un paso practicable. Hasta la tar-de del tercer día no se dio por vencido: entonces retrocedió.

Llegado al punto donde había visto por primera vez el río, continuó en dirección opuesta. Le costó otra jornada encontrar un vado por el que podría arriesgarse a cruzar la corriente. Aún así no tuvo más remedio que nadar desesperadamente, con todas sus fuerzas, para no ser arrastrado por el agua. Pero logró alcanzar la otra orilla y pudo seguir su camino.

Caminaba airoso, ahora en dirección Poniente. Sólo se detenía cuando necesitaba cazar para co-mer, algún gamo, algún conejo, o, si no había nada más, un topo, un lagarto o cualquier otro animal comestible. Tan pronto acababa volvía a emprender la marcha.

Tras días de marcha, fue dejando atrás llanuras, bosques y ríos. La vegetación cada vez era menos frondosa, empezaron a aparecer los primeros cactus. Lobo Gris comprendió que se encontraba en el límite del País Caluroso. Entonces recogió raíces de muchas clases y las aplastó a golpe de piedra hasta conseguir una harina que guardaba en el zurrón. Y se adentró en el País Caluroso.

Desde que había atravesado el Gran Río, pisaba territorios de tribus enemigas y había tenido que avanzar escurriéndose como un zorro, sin dejarse ver nunca abiertamente. Llegado a un terreno que pronto fue totalmente desértico, tuvo que multiplicar las precauciones. Escogió el peor de los caminos, para evitar a los enemigos. Descendió desfiladeros profundos y remontó ásperas montañas de rocas desnudas, todo bajo un sol ardiente que convertía el desierto en un horno abrasador. En las horas de más calor no podía avanzar, tenía que protegerse bajo alguna roca o dentro de algún agujero. Y con un terrible esfuerzo de voluntad se obligaba a beber un sólo sorbo de agua al mediodía y otro por la noche, acompañando a un puñado de harina. Medio muerto de sed, cada mañana espiaba desde algún cerro a ver si los movimientos de algún pájaro solitario le daban la pista de dónde podía haber algo de agua. De esta forma, y por dos veces, logró localizar en el fondo de torrenteras secas un pequeño charco de agua fangosa que le salvó de una muerte inminente. Y seguía caminando.

Cuando, entre arenales yermos, pudo ver por fin las primeras briznas de hierba, Lobo Gris había adelgazado tanto que sólo quedaban piel y huesos y apenas si tenía fuerzas para caminar. Había logrado dejar atrás el País Caluroso; pronto encontró agua y caza y pudo rehacerse poco a poco. Continuó direc-to hacia las Montañas Rotas, que ya se vislumbraban en el horizonte. Remontó largos valles y atravesó furiosos torrentes de montaña. Atravesó, una tras otra, las altas cumbres, hasta que consiguió encontrar

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un paso entre las montañas. Por fin pudo contemplar, al otro lado, un extensísimo país totalmente cu-bierto de un bosque tupido, y comprendió que buscar a Caballo Solitario y a su tribu en aquella espesura sería tan inútil como buscar una hormiga en la arena del desierto.

Después de reflexionar largamente tomó una decisión. Escogió como atalaya una alta roca plana. Por la noche descendía hasta un claro del bosque donde se guarecía en una cabaña que se había cons-truido con ramas y barro. Cuando necesitaba comer, cazaba. Por lo demás, todas las horas del día se las pasaba tendido sobre la gran roca plana, observando atentamente la inmensa extensión de bosque. Pa-saron los días y las semanas, y él seguía en su atalaya, esperando pacientemente. Hasta que sucedió lo que había esperado tanto tiempo: algún guerrero se descuidó un poco y una ligera columna de humo se alzó muy a lo lejos, pero bien visible.

Sin perder un sólo instante, Lobo Gris descendió, rápido, y se dirigió hacia aquella señal de vida. Después de mucho caminar, localizó a un grupo de guerreros de la tribu de Caballo Solitario que habían alzado un campamento de caza junto a un riachuelo. Tras haberlos espiado el tiempo necesario para asegurarse de quiénes eran, se presentó abiertamente. Cuando la partida regresó al campamento princi-pal, Lobo Gris fue llevado delante de Caballo Solitario.

-Soy Lobo Gris, hijo de Pluma Negra -le dijo -. Mi padre te saluda y te envía esta bolsita y el men-saje que contiene.

Caballo Solitario tomó la bolsita y sacó el contenido: un puñado de piedrecitas verdes con rayas blancas, unas piedras que sólo existían en el país de los pawnees. Caballo Solitario cerró el puño y dijo:

- He entendido el mensaje.

Durante un cierto tiempo, Lobo Gris permaneció con la tribu amiga. Aprendió nuevas costumbres, nuevas maneras de cazar y de defenderse de los enemigos. Al comenzar el otoño, Caballo Solitario le hizo llamar y, dándole la bolsita, llena de nuevo, lo despidió:

- Vuelve a tu tribu y lleva a Pluma Negra mi saludo y mi respuesta.

Lobo Gris emprendió el regreso. Esta vez, conociendo el camino, no le fue tan difícil. Únicamente, después de atravesar el País Caluroso, estuvo a punto de caer en manos de guerreros enemigos. Pero gracias a su astucia y su agilidad consiguió escaparse. El frío del invierno se hacía sentir bien punzante cuando Lobo Gris llegó a su tribu. Pluma Negra estaba sentado ante el fuego y ni parpadeó cuando vio acercarse a su hijo. Lobo Gris se sentó en el lugar acostumbrado, se desató la bolsita y la dejó ante su padre, diciéndole:

- Caballo Solitario te saluda y te envía su respuesta.

Pluma Negra cogió la bolsita y derramó el contenido sobre la palma de su mano: un puñado de piedras de color rojo vivo, las piedras que Lobo Gris había visto únicamente en el país de la tribu de Caballo Solitario.

- Está bien -dijo Pluma Negra, impasible; se levantó y entró en su tienda.

Meinabee se acercó a su hijo y le dio un gran trozo de carne todavía humeante. Y viendo al hijo que se quedaba con la carne en la mano, sin probarla, comprendió lo qué le ocurría. Entonces le dijo:

-Pluma Negra y Caballo Solitario son guerreros bravos y sabios. Ellos saben hacer hablar a las pie-dras: las verdes han dicho que has ido desde tu país al país de Caballo Solitario, las rojas, que has vuelto. Pluma Negra es un guerrero bravo y astuto. Él sabe cómo hacer avanzar al tiempo: al marchar, eras un chico, al volver, ¡eres un hombre!

Lobo Gris lo comprendió todo. Y estaba lleno de satisfacción por dos motivos: porque ya era un hombre y porque pertenecía a una raza de guerreros bravos, sabios y astutos.

Carles Macià

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Renato y El Espejo de la Vida

Renato casi no vio a la señora que estaba en el coche pa-rado al costado de la carretera. Llovía fuerte y era de noche y se dio cuenta que ella necesitaba de ayuda. Así que detuvo su co-che y se acercó. El coche de la señora olía a tinta, de tan nuevo. Era un coche precioso, impecable por dentro. Debía ser muy caro. La señora iba muy bien vestida, con mucho gusto. Ya era algo mayor, pero no había perdido la elegancia en su porte y su semblante, gracias también a la ropa de marca que llevaba y a las joyas que lucía en su cuello y en la cara.

Cuando la señora vio a Renato acercarse, pensó que pu-diera ser un asaltante. Realmente no inspiraba confianza, pare-

cía pobre y hambriento...

Renato percibió que ella tenía miedo y le dijo:

- Estoy aquí para ayudarla señora, no se preocupe. ¿Por qué no espera en el coche, que está más ca-lentito? A propósito, mi nombre es Renato”...

Renato comprobó que el coche tenía una rueda pinchada y la señora, de edad algo avanzada, no iba a ser capaz de ayudarle.

Renato se agachó, colocó el gato mecánico y levantó el coche. Mientras apretaba las tuercas de la rueda, la señora, que lo observaba atentamente, fue perdiendo el miedo inicial. Abrió la ventana y co-menzó a conversar con él. Le contó que no era del lugar, que sólo estaba de paso por allí y que no sabía cómo agradecerle su valiosa ayuda. Renato simplemente la miraba de vez en cuando, y la sonreía, mien-tras continuaba trabajando.

Le llevó un rato cambiar la rueda, por la lluvia que le caía encima, y el barro que se formaba en el suelo. Cuando terminó, quedó un poco sucio y con una herida en una de las manos.

Ella preguntó cuánto le debía. Ya había imaginado todas las cosas terribles que podrían haber pa-sado si Renato no hubiese aparecido para socorrerla. Así que quería agradecerle de alguna forma lo que había hecho por ella.

Pero Renato no pensaba en dinero, le gustaba ayudar a las personas. Este era su modo de vivir. Así que le respondió:

- Si realmente quiere pagarme, la próxima vez que encuentre a alguien que precise ayuda, acuér-dese de mí y désela de corazón. Y explíquele esto, para que a su vez, esa persona pueda ayudar a otra y a otra, y a otra… Quizás si esta cadena dura lo suficiente podamos hacer un mundo un po-quito mejor.

La señora dejó de insistir y, agradeciendo de corazón a Renato su ayuda y su enseñanza, continuó su viaje.

Algunos kilómetros después, la señora se detuvo en un pequeño restaurante. La camarera vino hasta ella y le trajo una toalla limpia para que secase su mojado cabello y le dirigió una dulce sonrisa. Le ofreció secarle la chaqueta junto a la estufa y le prestó la suya para que no pasara frío.

La señora notó que la camarera estaba de casi ocho meses de embarazo, pero por ello no dejaba que la tensión o los dolores le cambiaran su actitud. Parecía muy pobre; debajo del delantal llevaba una ropa limpia pero muy vieja. Los zapatos casi no tenían suela y para estar trabajando a esas horas en un sitio así, y en estado tan avanzado de gestación, debía necesitar realmente el dinero. La señora se extra-ñó de cómo alguien que, teniendo tan poco, podía tratar tan bien a un extraño. Entonces se acordó de Renato. Después de terminar su comida, pidió la cuenta y, mientras la camarera fue a por el cambio, la señora se retiró...

Cuando la camarera volvió no encontró a la señora. Solo vio algo escrito en la servilleta, sobre la cual había cuidadosamente doblados 4 billetes de 500 euros...

Le cayeron las lágrimas de sus ojos cuando leyó lo que la señora había escrito.

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Decía:” Tú no tienes que darme nada más, yo tengo bastante. Alguien también me ayudó a mí de forma desinteresada y con una sonrisa y por eso yo quiero ayudarte a ti. Y si realmente quieres de-mostrar agradecimiento por esto que hago por ti, no dejes que este círculo de amor termine contigo; ayuda a alguien que lo necesite”.

Aquella noche, cuando fue a casa, cansada, se acostó en la cama; su marido ya estaba durmiendo y ella quedó pensando en el dinero y en lo que la señora dejó escrito. Ambos estaban muy apurados por-que el dinero apenas les alcanzaba para vivir, y con el niño que estaba en camino, las cosas no parecían ser más fáciles… hasta esa noche.

Pensando en la bendición que había recibido, dibujó una gran sonrisa en su cara. Agradeció a Dios lo que había ocurrido, y se volvió hacia su marido que dormía a su lado. Le dio un beso suave y susurró:

- Ahora todo saldrá bien: ¡te amo... Renato!

“La vida es un espejo, en el que vemos reflejado lo que cada uno llevamos dentro. Todo lo bueno que hagas por otros, la vida de lo devolverá con la misma generosidad”