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CUERVOS SANGRIENTOS

CUERVOS SANGRIENTOS - · PDF filehacia la fortaleza que las tribus de los siluros y los ordovi-cos tenían en las montañas. Eran tribus guerreras, incitadas

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CUERVOS SANGRIENTOS

SIMON SCARROW

CUERVOSSANGRIENTOS

Traducción de Montse Batista

Consulte nuestra página web: www.edhasa.esEn ella encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Blood Crows

Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición: noviembre de 2014

© Simon Scarrow, 2013© de la traducción: Montse Batista, 2014© de la presente edición: Edhasa, 2014

Avda. Diagonal, 519-521 Avda. Córdoba 744, 2º piso, unidad C08029 Barcelona C1054AAT Capital Federal, Buenos AiresTel. 93 494 97 20 Tel. (11) 43 933 432España ArgentinaE-mail: [email protected] E-mail: [email protected]

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ISBN: 978-84-350-6283-1

Impreso en Liberdúplex

Depósito legal: B. 17707-2014

Impreso en España

Ad meus plurimus diutinus quod optimus amicusMurray Jones

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CADENA DE MANDODEL EJÉRCITO BRITÁNICO

Nota especial: La arriba descrita es la organización normal de una

unidad como la Segunda Tracia. Sin embargo, en la novela la organización de la cohorte se desvía de la norma por

motivos que se harán patentes…

Emperador Claudio

Gobernador Ostorio Escápula

Legado Quintato – comandante del grupo de batalla de la XIV Legión

XIV Legión Segunda Cohorte Tracia decaballería comandada por

el prefecto Cato

Prefecto del campamento

Centurión superior Querto

Centuriones (60) incluidoel centurión Macro (Dentro de cada centuria tenemos…)

Dieciséis escuadrones deaproximadamente

30 hombrescada uno a las órdenes

de un decuriónPortaestandarte

Optio Ochentalegionarios

Contingente montadoa las órdenes de un centurión

Cuatro escuadronesde 30 hombres,

cada uno a las órdenesde un decurión

Tribunos militares (6)

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UNA BREVE INTRODUCCIÓNAL EJÉRCITO ROMANO

La Decimocuarta Legión, como todas las legiones, constaba de unos cinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres, dirigida por un centurión. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un habitáculo en los barracones, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componían una co-horte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cada legión le acompañaba un contingente de caballería de ciento veinte hombres, repartido en cuatro escuadrones, que hacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, los rangos principales de la legión eran los siguientes:

El legado era un hombre de ascendencia aristocráti-ca. Solía tener unos treinta y cinco años, y dirigía la legión durante un máximo de cinco años. Su propósito era hacer-se un buen nombre a fin de mejorar su posterior carrera política.

El prefecto del campamento era un veterano de edad avanzada que previamente había sido centurión jefe de la legión, y se encontraba en la cúspide de la carrera militar. Era una persona experta e íntegra, y a él pasaba el man-do de la legión si el legado estaba ausente o hors de combat.

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Seis tribunos ejercían de oficiales de Estado Mayor. Eran hombres de unos veinte años que servían por prime-ra vez en el ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo, antes de asumir el cargo de oficial subalter-no en la administración civil. El tribuno superior era otra cosa. Estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión.

Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción de la legión. Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buena disposición a luchar hasta la muerte. En consecuencia, el índice de bajas entre éstos superaba con mucho el de otros puestos. El centurión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la pri-mera cohorte, y solía ser un soldado respetado y laureado.

Los cuatro decuriones de la legión comandaban los es-cuadrones de caballería, aunque existe cierta controversia sobre si había un centurión al mando global del contingen-te montado de la legión.

A cada centurión le ayudaba un optio, que desempe-ñaba la función de ordenanza con servicios de mando meno-res. Los optios aspiraban a ocupar una vacante en el cargo de centurión.

Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habían alistado por un período de veinticinco años. En teoría, un voluntario que quisiera alistarse en el ejército tenía que ser ciudadano romano, pero con los años empe-zaron a reclutarse a habitantes de otras provincias, a los que se les otorgaba la ciudadanía romana al unirse a las legiones. Los legionarios estaban bien pagados y podían esperar gene-rosas bonificaciones del emperador de vez en cuando (¡cuan-do tenía la sensación de que necesitaba reforzar su lealtad!).

Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios. Procedían de otras

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provincias romanas, y aportaban al imperio la caballería, la infantería ligera y otras armas especializadas. Sólo se les concedía la ciudadanía romana una vez cumplidos los vein-ticinco años de servicio. Las unidades de caballería, como la Segunda Cohorte Tracia, podían tener hasta mil hom-bres en sus filas, y se reservaban para comandantes capa-ces y con experiencia. También había cohortes mixtas con una proporción de un tercio de efectivos montados y dos tercios de infantería, y solían utilizarse para patrullar el te-rritorio circundante.

BRITANIA, AÑO 51 d.C.

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CAPÍTULO I

Febrero, año 51 d.C.

La columna de jinetes ascendió con gran esfuerzo por el sendero hasta la cima de la colina y, una vez allí, su líder re-frenó el caballo y levantó una mano para que sus hombres se detuvieran. La reciente lluvia había convertido la super-ficie del camino en una extensión de barro pegajoso llena de hoyos y rodadas, y las monturas de la caballería resopla-ban y relinchaban mientras vencían la succión del lodazal en sus patas. El aire era frío, y sólo se oía el chapaleo de los cascos de los caballos, que aminoraron la marcha hasta de-tenerse, lanzando resoplidos de aliento que se convertían en vapor. Su líder llevaba una gruesa capa roja encima de un peto reluciente, sobre el cual se cruzaban las bandas que señalaban su rango. Era el legado Quintato, comandante de la Decimocuarta Legión, al que habían confiado la la-bor de preservar la frontera occidental de la provincia de Britania, recién adquirida por el imperio.

Y no era tarea fácil, pensaba él con amargura. Habían pasado casi ocho años desde que el ejército desembarcó en aquella isla situada en los confines del mundo conocido. En aquel entonces, Quintato era un tribuno de poco más de veinte años, con un gran sentido de la disciplina y lleno

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de deseos de conseguir la gloria para sí mismo, para Roma y para el nuevo emperador, Claudio. El ejército se había abierto camino tierra adentro a la fuerza, y había vencido a la poderosa hueste reunida por las tribus nativas, a las ór-denes de Carataco. Roma había ido desgastando a los nati-vos batalla tras batalla, hasta que al fin las legiones habían aplastado a los guerreros cuando éstos presentaron su últi-ma batalla frente a su capital, en Camuloduno.

Aquel día dicha batalla había parecido decisiva. El em-perador en persona había estado allí para ser testigo de la victoria… Y para llevarse todo el mérito. En cuanto los ca-becillas de la mayoría de tribus nativas cerraron sus pactos con el emperador, Claudio regresó a Roma para reclamar su triunfo y anunciar a la plebe que la conquista de Brita-nia se había completado. Pero en realidad no era así. El le-gado frunció el ceño. ¡No era así ni de lejos! Aquella últi-ma batalla no había hecho mella en la voluntad de resistir de Carataco. Simplemente le había enseñado que era una temeridad enfrentarse a campo abierto contra las legiones de Roma. Sus guerreros sin duda eran valientes y estaban dispuestos a luchar hasta la muerte, pero no habían sido en-trenados para enfrentarse al ejército romano en una batalla campal. Aquel día Carataco había aprendido la lección, y su estrategia de combate se volvería más artera y hábil, recu-rriendo a la guerra de guerrillas para atraer a las columnas romanas y llevarlas hacia una emboscada, y enviando par-tidas que se movían con rapidez a asaltar las líneas de su-ministros y puestos avanzados de las legiones. Habían sido necesarios siete años de campaña para empujar a Carataco hacia la fortaleza que las tribus de los siluros y los ordovi-cos tenían en las montañas. Eran tribus guerreras, incitadas por la furia fanática de los druidas y decididas a resistir el poder de Roma hasta su último aliento. Habían aceptado

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a Carataco como su comandante, y este nuevo centro de resistencia había atraído a guerreros de toda la isla que al-bergaban un firme odio hacia Roma.

El invierno había sido duro, y los vientos fríos y la llu-via helada habían obligado al ejército romano a limitar sus actividades durante los largos y oscuros meses brumales. Pero, hacia el final de la estación, las nubes bajas y las nie-blas se alzaron de las tierras montañosas del otro lado de la frontera, y las legiones pudieron renovar su campaña contra los nativos durante lo que quedaba de invierno. El gober-nador de la provincia, Ostorio Escápula, había ordenado a la Decimocuarta que penetrara en los valles boscosos y es-tableciera una cadena de fuertes. Servirían como bases de abastecimiento para la ofensiva principal, que tendría lugar en primavera. Sin embargo, el enemigo había reaccionado con una velocidad y ferocidad que habían sorprendido al legado Quintato, atacando a la más fuerte de las columnas que éste había enviado a su territorio. Dos cohortes de le-gionarios, más de ochocientos hombres… En cuanto empe-zó el ataque, el tribuno al mando de la columna envió un jinete al legado solicitando apoyo urgentemente. Al amane-cer, Quintato había salido de su base en Glevum al frente del resto de la legión y, cuando se aproximaban al lugar donde estaba el fuerte, decidió adelantarse con una escolta para hacer un reconocimiento, apesadumbrado por el miedo a lo que pudieran encontrar.

Al otro lado de aquella ladera, estaba el valle que se adentraba en el territorio de los siluros. El legado aguzó el oído e intentó ignorar los sonidos de los caballos a su espalda. Pero no oía nada. No se oía el golpeteo rítmico y sordo de las hachas de los legionarios, que deberían estar talando árboles para la construcción del fuerte. Ni tampoco los picos de los zapadores, que deberían estar despejando

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un amplio cordón de terreno para la zanja que rodearía la empalizada. Ni voces que resonaran en las laderas del valle a ambos lados o sonidos de lucha…

–Hemos llegado demasiado tarde –masculló para sus adentros–. Demasiado tarde…

Frunció el ceño, irritado por no haber podido guar-darse la preocupación para sí mismo, y echó un vistazo rá-pido a su alrededor para ver si alguno de sus hombres ha-bía oído sus palabras. Los miembros más próximos de su escolta permanecían sentados en sus sillas con actitud im-pasible. No, se corrigió. Impasible no. Había inquietud en sus expresiones, sus ojos parecían afilarse mientras reco-rrían el paisaje circundante en busca de cualquier señal del enemigo. El legado inspiró profundamente para calmarse y extendió el brazo hacia adelante, al tiempo que aflojaba la presión de los talones contra los flancos de su montura. El caballo avanzó moviendo nerviosamente unas orejas como dagas, como si intuyera el desasosiego de su amo. El camino se niveló, y al cabo de un momento los jinetes que iban en cabeza tuvieron una clara perspectiva de la boca del valle.

El emplazamiento de la obra se encontraba a unos ochocientos metros por delante de ellos. Había un amplio espacio abierto despejado de pinos, cuyos tocones pare-cían dientes rotos desperdigados por la tierra removida. El contorno del fuerte ya era visible, pero allí donde debe-ría haber habido una zanja profunda, un terraplén y una empalizada, sólo había caóticos montones de madera y ca-rros quemados, y los restos de unas hileras de tiendas cuya piel de cabra había sido arrancada y pisoteada en el barro. También había cuerpos, de hombres y de algunos caballos y mulas. Habían desnudado a los cadáveres y, desde aquella distancia, la palidez de la carne hizo que el legado pensa-ra en gusanos. Se estremeció al pensarlo, y se quitó la idea

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de la cabeza a toda prisa. Oyó que sus hombres tomaban aire al ver aquello, y que soltaban unas cuantas maldiciones entre dientes mientras contemplaban la escena. Su caba-llo aminoró el paso hasta detenerse, y Quintato, enojado, clavó los talones en el animal e hizo chasquear las riendas para obligarlo a ponerse al trote.

No había señales de peligro. El enemigo había termi-nado su trabajo hacía muchas horas y se había marchado con la victoria y el botín. Lo único que quedaba allí eran las ruinas del fuerte, los carros y los muertos. Eso y los cuer-vos que se alimentaban de la carroña. Cuando los jinetes se acercaron por el camino, los pájaros alzaron el vuelo e inundaron el aire con sus estridentes gritos de alarma al verse obligados a abandonar su macabro festín. Volaron en círculo por encima de ellos como tiras de tela negra atrapa-das en el viento de una tormenta, y su desagradable sonido llenó los oídos del legado.

Quintato aminoró el paso de su montura al llegar a las ruinas de lo que habría sido el portón principal. Las torres de madera del fuerte eran las primeras estructuras que se habían construido. Ahora eran simples armazones chamus-cados desde los que unas finas volutas de humo se alzaban contra el fondo de colinas cubiertas de rocas y árboles, para mezclarse con las nubes grises que parecían abalanzarse desde el cielo. El foso se extendía a ambos lados hasta las esquinas del fuerte, donde estaban los restos de las torres de los extremos. Con un chasquido de la lengua, el legado condujo a su caballo por las torres de entrada en ruinas. Al otro lado estaba el terraplén y el cordón de terreno abierto dentro de las defensas. Más allá, lo que quedaba de las hile-ras de tiendas, y el primero de los cadáveres amontonados juntos y enredados. Despojados de la armadura, las túnicas y las botas, yacían retorcidos, magullados y bañados en la

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sangre que manaba de las oscuras bocas de las heridas que los habían matado. Su carne había sido mancillada, y estaba llena de desgarrones y cortes más pequeños allí donde los cuervos habían empleado el pico… Algunos de los cadáve-res tenían las cuencas ensangrentadas porque los pájaros les habían arrancado los ojos, a otros les habían cortado la cabeza y los muñones estaban cubiertos de sangre coagu-lada, seca y ennegrecida.

Mientras Quintato contemplaba a los legionarios caí-dos, uno de sus oficiales de Estado Mayor fue acercando su caballo hasta él y lo saludó con un leve gesto y expre-sión grave.

–Al menos parece que algunos de nuestros hombres opusieron resistencia.

El legado no contestó al comentario. Era fácil hacerse una idea de los últimos momentos de aquellos hombres, luchando espalda con espalda mientras resistían hasta el fi-nal. Después, tras haber rematado al último de los heridos, el enemigo los había despojado de las armas y el equipo. Lo que Carataco y sus guerreros pudieran utilizar lo con-servarían; el resto lo arrojarían al río más próximo o lo enterrarían, para evitar que los romanos lo devolvieran a los almacenes de la Decimocuarta Legión. Quintano alzó la mirada y la paseó por el fuerte. Había más cuerpos ten-didos entre las tiendas destrozadas. Algunos desperdigados aquí y allá, otros en pequeños montones que evidenciaban el caos que se había desatado en cuanto los guerreros ene-migos habían irrumpido en las defensas a medio construir.

–¿Quiere que ordene a los hombres que desmonten y empiecen a enterrar a los muertos, señor?

Quintato se volvió a mirar al tribuno, y la pregunta tar-dó un momento en penetrar en sus sombríos pensamien-tos. Le dijo que no con la cabeza.

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–Déjalos hasta que llegue el resto de la legión.El oficial más joven puso cara de sorpresa.–¿Está seguro, señor? Me temo que dañará la moral

de los hombres. Y ya está bastante mermada.–Sé perfectamente cuál es el estado de ánimo de mis

hombres, gracias –repuso el legado con brusquedad. Pero se aplacó de inmediato.

El tribuno había llegado desde Roma recientemente, con la armadura reluciente y ansioso por poner en prácti-ca los conocimientos militares que había adquirido de se-gunda y tercera mano. Quintato recordó que él no había sido muy distinto a ese hombre cuando se había unido a su primera legión. Se aclaró la garganta, y se obligó a hablar en tono calmado.

–Deja que los hombres vean los cuerpos… –Muchos de los soldados acababan de unirse a la Decimocuarta, re-emplazos que habían llegado en los primeros barcos que zarparon desde la Galia una vez pasadas las tormentas de invierno–. Quiero que comprendan lo que les espera si al-guna vez permiten que el enemigo les derrote.

El tribuno vaciló un momento, y al cabo asintió.–A sus órdenes.Quintato espoleó suavemente a su caballo y continuó

avanzando al paso hacia el centro del fuerte. La destruc-ción y la muerte se extendían a ambos lados del ancho ca-mino embarrado que atravesaba las ruinas, y con el que una segunda vía se cruzaba en ángulo recto. Entonces se topó con los restos de lo que había sido la tienda de mando de la cohorte. Junto a ella había otro montón de cadáveres desnudos, y el legado sintió que un escalofrío le recorría la espalda al reconocer el rostro de Salvio, el centurión su-perior de una de las cohortes. El veterano de cabello gris yacía boca arriba, mirando ciegamente al cielo encapotado,

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con la mandíbula colgando y exponiendo sus dientes irre-gulares y amarillentos. Quintato reflexionó que ese hom-bre había sido un magnífico oficial. Duro, eficiente y au-daz, y muy laureado, sin duda Salvio había mantenido los más altos principios de su rango hasta el final. Tenía varias heridas en el pecho y en el vientre, y el legado tuvo la cer-teza de que cuando le dieran la vuelta no tendría ninguna en la espalda. Quizá no le habían arrancado la cabeza en señal de respeto, pensó el legado.

Aún no había visto al tribuno, Marcelo, el hombre que comandaba al equipo de construcción. Quintato se levantó en la silla de montar, pasó la pierna por encima de la grupa de su montura y se dejó caer al suelo con un fuerte chapoteo. Se acercó a los cadáveres, y buscó al-gún indicio del joven aristócrata cuyo primer mando in-dependiente había resultado ser el último. No tenía sen-tido mirar entre los cuerpos decapitados, y Quintato los evitó mientras buscaba. No pudo encontrar a Marcelo, ni siquiera después de dar la vuelta a algunos de los cuerpos tendidos boca abajo. Dos de los muertos tenían profun-dos cortes en la cara y la carne mutilada: el cráneo destro-zado y los colgajos de cuero cabelludo hacían imposible una identificación inmediata. La búsqueda de Marcelo tendría que esperar.

De pronto, el legado se dio cuenta de un detalle im-portante y se quedó inmóvil. Se irguió y deslizó la mirada por los restos del campamento para hacer un cálculo apro-ximado del número de cadáveres que había desperdigados por el barro. No había ni rastro de ningún enemigo caído. Pero era de esperar… Los nativos siempre se llevaban a sus muertos para enterrarlos en secreto, allí donde los roma-nos no los encontraran, de modo que les fuera imposible saber cuántas bajas habían sufrido.

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–¿Qué ocurre, señor? –preguntó el tribuno, preocu-pado por la repentina reacción de su superior.

–Aquí hay muy pocos de nuestros hombres. Por lo que puedo ver, diría que falta como una cuarta parte de ellos.

El tribuno miró a su alrededor y asintió.–Es cierto… ¿Y dónde están?–Debemos suponer que se los han llevado con vida

–respondió Quintano con frialdad–. Prisioneros… Que los dioses tengan misericordia de ellos. No deberían ha-berse rendido.

–¿Qué les ocurrirá…, señor?Quintano se encogió de hombros.–Si tienen suerte, los utilizarán como esclavos y los ha-

rán trabajar hasta la muerte. Antes los llevarán de tribu en tribu, y los exhibirán ante la gente de las montañas como prueba de que Roma puede ser derrotada. Y mientras tan-to, no dejarán de maltratarlos y humillarlos.

El tribuno se quedó callado unos instantes, y luego tragó saliva con nerviosismo.

–¿Y si no tienen suerte?–Entonces se los entregarán a los druidas, y éstos los

sacrificarán para sus dioses. Los despellejarán o los quema-rán vivos. Por eso es mejor no caer en sus manos con vida. –Quintato captó un movimiento por el rabillo del ojo, y se volvió para mirar hacia el camino que salía del portón. La centuria que iba a la cabeza del grueso principal había lle-gado a la cima de la colina y empezaba a descender por la ladera, esforzándose por mantener el paso en un camino cada vez más endiabladamente embarrado. Por un momen-to se abrió un breve claro en las nubes, y un fino haz de luz cayó sobre la cabeza de la columna. Un brillo reluciente mostró la posición del estandarte del águila de la legión, y de los demás estandartes que llevaban la imagen del em-

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perador y la insignia y condecoraciones de las formaciones menores. Quintato se preguntó si se suponía que aquello era un buen augurio. De ser así, los dioses tenían un extra-ño sentido de la oportunidad.

–¿Y ahora qué, señor? –preguntó el tribuno.–¿Mmm?–¿Cuáles son sus órdenes?–Terminaremos lo que empezaron ellos. En cuanto

llegue el contingente al completo, quiero que se reparen el foso, la zanja y el terraplén… Luego se podrá continuar el trabajo con la empalizada y el fuerte. –Quintato tensó la espalda y miró las oscuras laderas del valle cubiertas de bosque–. Hoy esos salvajes han tenido su pequeña victo-ria. No podemos hacer nada al respecto. Estarán celebrán-dolo en las montañas. Los muy idiotas… Esto sólo servirá para endurecer la determinación de Roma. Aplastaremos hasta el último vestigio de resistencia a nuestra voluntad. No importa cuánto tiempo lleve, puedes estar seguro de que Ostorio, y el emperador, no nos permitirán ningún descanso hasta que terminemos el trabajo. –Un atisbo de amarga sonrisa se dibujó en sus labios–. Será mejor que no nos acostumbremos a las comodidades del fuerte de Glevum, hijo.

El joven oficial asintió con seriedad.–Bien, voy a necesitar que se monte una tienda como

cuartel general. Que algunos hombres despejen el terreno y se pongan a ello. Envía a buscar a mi secretario. El go-bernador debe recibir un informe sobre esto lo antes po-sible. –Quintato se acarició la mandíbula mientras volvía de nuevo la mirada hacia los cuerpos del centurión Salvio y sus compañeros. Estaba abrumado, embargado de dolor por la pérdida de sus hombres y por el peso de saber que la próxima campaña iba a ser tan dura y sangrienta como

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la que cualquier romano había conocido desde que pusie-ron el pie en esta maldita isla.

Éste es otro tipo de guerra. Los soldados de Roma ten-drán que ser absolutamente despiadados si quieren quebrar el ánimo del enemigo. Soldados que tendrán que ser diri-gidos por oficiales que persigan al enemigo con una deter-minación implacable y una voluntad de hierro. Quintato reflexionó que, por suerte, existían hombres así. Había uno en concreto del que la sola mención de su nombre basta-ba para helar la sangre a sus enemigos. Con un centenar de oficiales como él, las dificultades de Roma en Britania terminarían enseguida. Se necesitaban hombres así en la guerra. Pero ¿qué sería de ellos en época de paz? Quintato se dijo que ése no era su problema.

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CAPÍTULO II

El río Támesis, dos meses después

–¡Por todos los dioses, cómo ha cambiado este sitio! –El centurión Macro señaló con un gesto la extensión de edi-ficios de la orilla norte del río. El carguero había cambiado de bordada para rodear un amplio meandro del Támesis, y ahora la proa viró directamente contra la continua brisa y la vela empezó a agitarse en el gris del cielo encapotado.

El capitán hizo bocina con las manos y bramó por la ancha cubierta:

–¡Dotación a la arboladura! ¡Arriad la vela!Unos cuantos hombres treparon a toda prisa por las

estrechas jarcias, y el capitán se volvió hacia el resto de la tripulación:

–¡Armad los remos y preparaos!Los marineros, una mezcla de galos y bátavos, vacila-

ron un breve momento antes de emprender sus obligacio-nes con gesto huraño. Macro no pudo evitar una sonrisa al observarlos y ver su muda protesta: una cuestión de forma más que de sustancia. Ocurría lo mismo con los soldados que había conocido durante la mayor parte de su vida. Su mirada volvió a dirigirse al paisaje bajo y ondulante que se extendía a ambos lados del río. La mayor parte de esos

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campos habían sido despejados de árboles, y unas pequeñas granjas salpicaban la campiña. También había unos cuantos edificios más grandes con tejados de tejas, prueba de que Roma estaba imprimiendo su sello en la nueva provincia. Macro interrumpió sus cavilaciones para mirar a su compa-ñero, que estaba a una corta distancia de él con los codos apoyados en la barandilla lateral del barco, viendo pasar la rizada superficie del río con la mirada ausente. Macro ca-rraspeó sin mucha sutileza.

–He dicho que el lugar ha cambiado.Cato se movió, levantó la mirada y sonrió rápidamente.–Lo siento, estaba a kilómetros de distancia.Su compañero asintió.–Tus pensamientos están en Roma, sin duda. No te

preocupes, muchacho. Julia es una buena mujer y una mag-nífica esposa. Mantendrá el calor hasta que regreses.

Pese al hecho de que su amigo lo superaba en rango, entre ellos se había forjado una cómoda confianza a lo lar-go de los ocho años que habían servido juntos. Al principio Macro había sido el oficial superior, pero ahora Cato lo ha-bía sobrepasado: había ascendido al rango de prefecto, y estaba listo para asumir su primer mando permanente de una cohorte de tropas auxiliares: la Segunda Cohorte de ca-ballería tracia. Al anterior comandante de la Segunda lo habían matado durante la última campaña, y el Estado Ma-yor imperial de Roma había elegido a Cato para que ocu-para la vacante.

–¿Y eso cuándo será, me pregunto? –repuso el más joven con un tono de amargura en la voz–. Por lo que he oído, la triunfante celebración de la conquista de Britania por parte del emperador fue un tanto prematura. Lo más probable es que sigamos luchando contra Carataco y sus seguidores hasta que seamos ancianos.

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–¡Pues a mí me parece perfecto! –Macro se encogió de hombros–. Mejor volver a hacer el trabajo honesto de un soldado en las legiones que todo ese cuento clandesti-no que hemos tenido que aguantar desde la última vez que estuvimos aquí.

–Creía que odiabas Britania. Siempre estás dando la tabarra sobre la maldita humedad, el frío y la falta de co-mida decente. Si no recuerdo mal, dijiste que te morías por marcharte.

–¿Eso dije? –Macro fingió inocencia y luego se frotó las manos–. De todos modos, aquí estamos. De vuelta a un lugar donde hay una campaña decente en marcha y exce-lentes oportunidades de más ascensos y condecoraciones y, lo mejor de todo, situaciones propicias para ampliar mi fondo de jubilación. Yo también he estado escuchando ru-mores, muchacho, y se dice que se puede conseguir una fortuna en plata en las montañas del oeste de la isla. Si te-nemos suerte, en cuanto les demos una buena paliza a los nativos y entren en razón, estaremos muy bien situados.

Cato no pudo evitar sonreír.–Según mi experiencia, darle una paliza a un hombre

rara vez lo induce a ser razonable.–No estoy de acuerdo. Si sabes dónde darle, y lo fuerte

que hay que darle, hará lo que sea que necesites que haga.–Si tú lo dices… –Cato no tenía ganas de entrar en

un debate de ese tipo. La idea de estar separado de Julia oscurecía por completo su horizonte de expectativas. Se habían conocido hacía unos años, en la frontera oriental del imperio donde su suegro, el senador Sempronio, ha-bía estado sirviendo como embajador del emperador con el rey de Palmira. El hecho de entrar a formar parte de una familia senatorial suponía un considerable avance de posi-ción social para un joven oficial de las legiones como Cato,

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pero también era motivo de cierta preocupación para él, ante la más que probable posibilidad de que los miembros de las antiguas familias aristocráticas lo despreciaran. Fue-ra como fuese, el senador Sempronio había reconocido el potencial de Cato y se había alegrado de que se casara con su hija. El día de la boda había sido el más feliz de su vida, aunque había tenido poco tiempo para acostumbrarse a ser un buen esposo y yerno, pues poco después recibió sus órdenes de partir hacia Britania directamente del secreta-rio imperial. Narciso se hallaba bajo una creciente presión por parte de la facción que había elegido al joven prínci-pe Nerón para que sucediera al emperador Claudio. El se-cretario imperial se había alineado con los que apoyaban a Británico, el hijo legítimo de Claudio, y estaban perdiendo cada vez más influencia sobre el senil monarca del mayor imperio del mundo. Narciso le había dicho a Cato que le estaba haciendo un favor mandándolo tan lejos de Roma como era posible. Cuando el emperador muriera, la lucha por el poder sería de lo más cruenta, y no se tendría cle-mencia con los del bando perdedor…, ni con nadie rela-cionado con ellos. Si Británico perdía la lucha, estaba con-denado, y Narciso con él.

Dado que Cato y Macro habían servido bien al secre-tario imperial, aunque a regañadientes y siempre someti-dos a todo tipo de chantajes, ellos también correrían peli-gro. Según Narciso, lo mejor era que, llegado el momento, estuvieran luchando en alguna frontera remota, lejos de la atención vengativa de los seguidores de Nerón. Si bien Cato había salvado la vida de Nerón recientemente, también se había cruzado en el camino de Palas, el liberto imperial que estaba a la cabeza de la facción del príncipe. Palas no estaba dispuesto a perdonar a aquellos que se interponían en el logro de sus ambiciones. La deuda que Nerón tenía

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con Cato no lo salvaría. Así pues, apenas un mes después de que se hubiera celebrado la boda en casa del padre de Julia, Cato y Macro fueron convocados en palacio para re-cibir sus nuevos empleos: para Cato, el mando de una co-horte tracia, y para Macro el de una cohorte en la Decimo-cuarta Legión, dos unidades que estaban sirviendo con el ejército del gobernador Ostorio Escápula en Britania.

Cuando llegó el momento de que Cato partiera había habido lágrimas. Julia se había aferrado a él, Cato la había es-trechado con fuerza y había notado los estremecimientos de la joven, que hundía el rostro en los pliegues de su capa, y el roce de las trenzas oscuras que caían sobre sus manos. A Cato se le rompió el corazón al ver el dolor de Julia por la separación, un dolor que él compartía. Pero la orden ha-bía sido dada, y el sentido del deber que había unido a los ciudadanos de Roma y había hecho posible que vencieran a sus enemigos no podía eludirse.

–¿Cuándo volverás? –La voz de Julia quedó amorti-guada por los pliegues de lana. Alzó la mirada con los ojos enrojecidos, y Cato sintió que una oleada de angustia inun-daba su corazón. Se obligó a esbozar una sonrisa.

–La campaña debería terminar pronto, amor mío. Carataco no puede seguir resistiendo mucho más tiempo. Será derrotado.

–¿Y entonces?–Entonces esperaré noticias del nuevo emperador y,

cuando sea seguro regresar, solicitaré un puesto civil en Roma.

Julia apretó los labios un momento.–Pero eso podrían ser años…–Sí…Ambos guardaron silencio unos instantes, y luego Ju-

lia habló de nuevo: